Tánger - Carlos Villalba

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Libro de viajes. Ediciones En danza

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i. el extranjero

El atardecer. En el ocaso, el mundo se vuelve ms extrao, sin tiempo y sin deseo; el miedo a todo lo que hemos sido.
-Duele?-, pregunta la azafata, mientras acomoda la bolsa de hielo sobre mi tobillo.

EL DISFRAZ DE LA ILUSIN. El cielo azul se recorta sobre las colinas verdes y marrones que rodean a la baha. El aire marino me toma por sorpresa y confirma que por fin, he regresado a Tnger. Arrastro la valija y mi renguera por el sendero blanco que conduce a la parada de taxis. Subo a un viejo modelo 280 de Mercedes Benz, color crema, tapizado de cuero negro original. El chofer es amable, callado, un hombre de mediana estatura, vestido con traje gris y camisa blanca sin corbata. Hace calor. Acomoda la valija en el bal y nos dirigimos hacia el Hotel Rembrandt que tantas fantasas haba despertado en m. Aquel donde Tennessee Williams vivi durante un ao, huyendo de su destino como todos los que llegan hasta aqu. Ser porque Tnger nos ofrece la verdad en el disfraz agradable de la ilusin.
Por cuatrocientos cincuenta drham el conserje me ofrece la habitacin 211 desde donde puedo ver, no el mar como lo vio Williams desde su privilegiada suite, sino un sencillo cobertizo utilizado como estacionamiento de automviles.
Desciendo por un ascensor destartalado que, sin puerta interior, se sacude espasmdico. El dolor en la pierna me impide usar la escalera. Llego a una gran terraza, un vergel segn la costumbre y la geometra rabe. Estoy frente a las aguas violetas del Mediterrneo que reciben el cielo tormentoso del atardecer y la arena cenicienta de la playa. Aqu el Rembrandt conserva todo su esplendor.
Me siento: dejo mi bolso sobre la mesa y me entrego a la brisa fresca y hmeda del gharbi que llega desde el mar.
Caen las primeras gotas.
Una vieja encina guarda el perfume de la noche.

EL GRAN ZOCO. Con dificultad, voy bajando por el laberinto de callejuelas hasta llegar a una escalera muy pronunciada desde donde se puede contemplar, como una acuarela, el crepsculo en el Gran Zoco; un rumor de cientos y cientos de almas que pugnan por vender en la tarde lo que maana sern deshechos: carros con pescados frescos, salmonetes de roca, atn rojo, sardinas que agonizan retorcindose en los restos de agua helada. Mujeres campesinas del norte con grandes sombreros de paja y vestidas con sus faldas amplias, al cuidado de las granadas, las naranjas, el verdor del laurel y la fragancia de la hierbabuena. Un nio pastor agita una vara de algarrobo conduciendo a sus cabritos por entre los autos. Los perros acechantes, silenciosos. Los mercaderes gritan las ofertas del fin del da; unos vendedores de simples sentados sobre una alfombra, ofreciendo incienso para perfumar las casas y el ghassul: una arcilla que se disuelve en agua y sirve para lavarse el pelo. En la tienda de telas aquellas mujeres hacen culto del regateo; ms all el rincn sagrado donde trabaja un alfarero de Fez. - Ay!, - grita una muchacha, tapndose las orejas con las manos. Tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan! El campanilleo infernal, el taido ensordecedor de los crtalos, de las castauelas de hierro de los gnauas, lejanos descendientes de los esclavos negros, anuncian a los transentes que comienzan sus danzas acrobticas en el medio de la plaza.
Los ltimos ruidos del ocaso.

DELACROIX. Un pintor llega desde Francia y a hurtadillas retrata con diablica fidelidad el alma, el corazn de Marruecos. Los retratos de Delacroix se rebelan contra las geometras violando los preceptos de los profetas y develan los misterios de Oriente.
El 1 de enero de 1832 viaja en la fragata La perle desde Toulon, como parte de la delegacin del conde de Mornay, embajador francs, para controlar las acciones del Mulay. El 11 de enero arriban a Tnger y a partir de ese momento, ni Marruecos, ni Delacroix, volveran a ser los mismos.
Encuentra en esta civilizacin africana, lo que pudo haber sido en su momento el esplendor griego y romano. Registra una vasta correspondencia, siete cuadernos de viaje, dibujos y acuarelas. Le escribe a Jean-Baptiste Pierret: Imagina querido amigo, lo que supone contemplar las puestas de sol, ver a personas que se parecen a antiguos cnsules, Catones y Brutos, paseando por las calles, arreglando sus sandalias, a los que ni siquiera falta el aire desdeoso que deben de tener los amos del mundo. Otro universo se abre a sus pupilas, lleno de luz, de sensualidad, de hombres que combaten heroicamente contra las fuerzas salvajes de la naturaleza.

LA CENA. El plato del da es el tagine de cordero con ciruelas, ssamo, almendras, ensaladas y el cuscs con verduras, frutas y pasteles de miel. El extranjero siente los aromas que arrecian sobre las tablas con comidas y sobre los trajes de los jvenes y los viejos que se arropan por un fro interior. En una de las mesas una mujer come sola. Podra ser francesa: habla fluidamente con el camarero. Est demasiado lejos de mi mesa, no puedo escuchar lo que dice; apenas percibo la musicalidad de su voz. No llevo anteojos as que no puedo distinguir sus rasgos, joven o vieja, bella o no. La soledad favorece la imaginacin. Bastara una sola seal de ella para que el extranjero abandone su vida pasada. Un solo gesto de esa mujer y cambiara mi vida para siempre. Nada de eso sucede. Paga su cuenta, apura el ltimo sorbo de su copa, se levanta y cruza por delante mo, como Greta Garbo, hermosa, triste y se marcha para siempre de mi vida. Dejo caer una moneda falsa con la imagen de la divinidad fenicia Baal Melkart que rueda por la mesa hasta llegar a los platos. La suerte esta echada: una mujer se deshace en una noche contra la soledad y el mar se lleva mis sueos.

II. EL MAR

EL JARDN DE LAS
HESPRIDES. El capitn anuncia que estamos a treinta minutos del puerto de Larache*. Corre una brisa suave, amable. El Heracles atraviesa las olas atlnticas sin esfuerzo. Es una nave pesquera de casco de madera, indestructible, construida segn la tradicin en estas costas. Ocasionalmente realiza viajes entre Tnger y los puertos del noreste de frica.
Adems de la tripulacin, tres mujeres griegas nos acompaan durante la travesa. Visten soleros frescos y llevan pauelos en la cabeza para proteger sus cabellos de los embates del viento. Se dira que tienen entre treinta y cuarenta aos. Hablan, juegan, cantan. La ms joven, Egle, se acerca a pedirme un cigarrillo. Lleva puestos anteojos negros y cuando calla los baja ligeramente para mirarme. Sus ojos marrones, la tormenta que viene de lejos, el mar, todo parece celebrar el tiempo de los antiguos dioses. Me cuenta que son doctoradas en agronoma y vienen invitadas por las Naciones Unidas como parte de un programa agrcola destinado a las poblaciones marineras. Su ciencia cree ver la muerte de los mares en este decenio y ellas traen otro pan para sus hombres: huertas comunitarias a la vera del ro Lucus.
Miro la costa y otra vez el cielo. El agua golpea sobre las botavaras y la espuma salpica con su alma de sal verde. La ruta del mar se abre bajo el navo que conoce el camino. Nubes negras encapotaron el cielo. Las muchachas agradecen la lluvia sobre sus cuerpos, aplauden, gritan, cantan. Apoyadas sobre la borda, esperando el ocaso, parecen las hijas del atardecer. Llegamos a la desembocadura del ro Lucus donde los pescadores multiplican en sus redes las ofrendas del agua.
LA HUDA
(El Corn en la mesa de luz del Rembrandt) En la mesa de luz del Rembrandt encontr una vieja edicin de El Corn. Alguien ha dejado entre sus hojas unos ptalos violceos.
Mahoma y sus discpulos huyen de La Meca a la ciudad de Medina. La hgira, el exilio , su traduccin ms precisa pero, algo humillante, la huda, determina el comienzo de la era musulmana. El Islam tiene su libro revelado e impone a sus fieles cinco obligaciones religiosas: la shahada profesin de fe; el salat, oracin posterior a las abluciones; el zakat, limosna diezmo; el sawn ayuno del ramadn y el hajj, la peregrinacin a La Meca.
El polvillo de la flor disecada desti parte de los escritos; lo corrupto trabajando sobre lo incorruptible.

LAS OFRENDAS DEL MAR. Las muchachas griegas, incansables, salen al encuentro de los pescadores que llegan extenuados, arrastrando las barcazas sobre la arena. Bendecidas sus redes por Allah los marineros regresan a tiempo para las oraciones, antes de la cada del sol. Un pez azul agoniza sobre la arena tibia. Es tarde para escapar de las ofrendas del agua. Las sombras de las mujeres buscan en las orillas la novedad del da y olvidan de quien recibimos este favor del mar. El corazn del pez azul agoniza infiel.

LAS PALABRAS DIVINAS. El desarrollo de la escritura arbiga y la difusin del islam estn necesariamente ligados. La prohibicin de representaciones figurativas, desplaza ese arte sobre la caligrafa que de ese modo se emparenta a las divinas palabras. Se llega entonces a la perfeccin, la escritura cfica, que es la nica autorizada para escribir El Corn. La gente de la escritura, artistas de Allah, afilan sus camos, sus qalam, sus plumas de caa, instrumentos embebidos de tintas. Grafismos finos y bellos no hacen ms que confirmar la indisoluble alianza establecida entre el cielo y la tierra.
En tanto, los bereberes, nmades e infieles no conocen la escritura. Golpean con sus varas las piedras de las que brotan como arroyos, voces extraviadas.
Dicen que los hombres que llegaron desde Oriente han construido una casa de palabras, un libro, una ciudad segura, un refugio para los creyentes.
Por las noches, temerosos del olvido, se renen en sus casas y ruegan a sus hijos que guarden en sus corazones las historias del cielo, del mar y del desierto.
El silencio infinito.

CEMENTERIO ESPAOL. Un nio es el cuidador del viejo cementerio espaol de Larache. Abre la puerta de reja.
Mirando al mar, tal como lo deseaba, descansa Jean Genet, un escritor sin patria, sin amor y sin odio.
Las tierras del cementerio son errantes, se mueven con las pisadas de quien las transita; si llega un extranjero, la tierra endurece y lo rechaza como a un animal que husmea entre los signos violentos.
Estoy parado frente a la tumba de Genet, rodeada por un zcalo de piedras pintado con cal.
Es un atardecer luminoso.
Apoyo mis manos sobre la lpida del escritor santo. Es una gran roca, con un texto grabado sobre ella. En la boca de los muertos esta la semilla del tiempo, incorruptible como una idea pura. La realidad toma algo de esos grandes silencios y los reparte.
El nio abre la verja, le doy un puado de monedas que atesora entre sus dos manos y sonre, iluminado por los rayos del sol. Lentamente, me dejo perder por los senderos que conducen hacia la Plaza de la Liberacin. El mar es lo nico inmortal aqu.

LA NOCHE DE AGUA. Ya es tarde. Las muchachas griegas y yo nos hospedamos en un hotel familiar de Larache, La Maison Haute. Es una tpica casa marroqu, con un comedor comn para todos los huspedes y una prometedora cena prevista para las nueve y media de la noche. Subir dos pisos hasta mi habitacin es un lamento para mi renquera que slo se alivia al llegar al balcn de mi cuarto desde donde veo el encuentro del mar con el ro Lucus.
El cielo es ms fuerte en la noche. Las aguas dulces y saladas se mezclan en los extensos meandros. La luna del lobo baja sobre ellas.

III. EL DOLOR
No soporto ms la pierna. Dormir es imposible. La noche es eterna. Busco intilmente en el aire de Tnger, que su brisa marina me alivie y me relaje. Me acomodo con dificultad, en la reposera. Mirando la noche estrellada respiro hondo y cierro los ojos.
Los abro: el conserje se halla parado frente a mis pies.
- Ms hielo?-
- No, gracias. -
- Debera dormir. -
No puedo; no puedo pensar en otra cosa que no sea este dolor insoportable. Tienen aqu algn lugar para olvidar?-, sonro escptico.
Sonriendo responde: - Es la razn por la que vienen a Tnger. Deme unos minutos por favor.-
Se dirige con parsimonia hacia la recepcin del Rembrandt. Mientras tanto trato de fijar mi atencin en las estrellas. Un rato despus me llama: tiene una nota escrita en rabe en un papel membretado del hotel y me da un sobre para que lo guarde junto con un billete de quinientos drham.
Lo estarn esperando, seor.-
Me sorprende; trato de comprender y pregunto: - Tengo que preocuparme por algo?-
Por nada, seor. Confe. Lo van a cuidar. Hay momentos para recordar y momentos para olvidar.-
-Gracias.-
-Es un regalo de Dios. Un taxi lo est aguardando en la puerta; el chofer es de confianza y conoce el camino.
La ciudad es un desierto.
Entramos en la oscuridad de la noche por los laberintos de La Medina.
- Diez drham, dice el taxista.-
- Es aqu? -
Entre las sombras distingo una mujer parada en el umbral de una casa austera, vestida con una tnica negra bordada con hilos dorados y un lienzo blanco cubriendo su cabeza. Camino unos pasos hasta ella. Es una anciana de piel oscura con la cara y las manos tatuadas segn la costumbre berebere. Tiene grandes ojos negros y vidriosos. Me extiende la mano y le entrego el sobre. Sin abrirlo, lo dobla al medio y lo guarda en un bolsillo. Habla un rabe pausado.
Slo hablo en espaol-, le digo.
Inmutable, me toma de la mano y entramos a la casa.
La casa se ve sencilla, como todas las casas en La Medina, pero adentro despliega su esplendor.
La anciana me conduce por un largo pasillo hasta un patio interno de paredes blancas, suavemente alumbrado con faroles de latn y vidrios de colores. No es luz de bombillas elctricas sino de velas de sebo. Huele a perfume dulce. Tules rojos, ocres y violetas cubren las tres aberturas que comunican el patio con el resto de la casa. Dispuestos en crculos, siete divanes y en el centro una gran mesa redonda, baja, con una tapa de bronce trabajada a la manera de un gran reloj de sol. Platos y recipientes de cermica con dtiles, frutas secas, chocolate, camos, un pequeo cuchillo y un calentador alimentado a alcohol con la llama encendida. En la penumbra del patio se distingue a una joven con una ligersima chilaba clara y con la cabeza cubierta pero, no as su cara. Tiene en los pies unas sandalias rojas y lleva tatuada la cara con una cruz y un crculo de khol, ese polvo negro y sulfuroso que brinda proteccin contra las maledicencias.
La muchacha observa silenciosa la llegada del extranjero. La anciana habla y me seala un divn. Me siento, estoy cmodo. Los ojos de la vieja me tranquilizan. La muchacha viene hacia a m, se arrodilla y me descalza con cuidado. La vieja se sienta tambin y comienza a triturar en el mortero las frutas secas. Me recuesto. Estoy entregado a lo que suceda. Por primera vez en Tnger, el dolor ya no es el centro del universo. Me dejo llevar por la noche estrellada, infinita.
La anciana coloca el recipiente de cobre sobre el calentador; mezcla las frutas secas con el chocolate, la miel y, supongo segn las recetas marroques, una buena porcin de hashish. Cuando se entibian estas trufas o bombones, no s cmo llamarlos, la muchacha me los da de comer en la boca, como si fuera un nio.
Las mujeres continan preparando la pipa. Diluyen la piedrita de opio en agua, a fuego lento. Lo filtran y lo calientan nuevamente hasta evaporar el agua. El agua del opio no debe hervir. Aspiro la pipa. La muchacha se inclina apenas y me lava los pies con agua perfumada en lavanda.
Me siento amado.
Si se llamara Amapola sera un sueo perfecto.
Sigo fumando, lnguidamente. Ella apoya su mano sobre mi cabeza y me habla. No es su voz, es ms suave, musical, plural, como si fueran muchas voces que conversan. Siento un escalofro. Vuelvo a aspirar. Es un cuento, me digo. Un cuento para dormir, para morir y olvidar, hasta que alguien nos recuerde. Estoy con mi madre en la cama grande; me acaricia dulcemente y me cuenta una historia para dormir, esperando que la fiebre pase.
Transcurri un instante o una eternidad.
El cielo nos cuida, como cuid de Hrcules en su descanso, despus de separar las montaas de Calpe y Abyla. El cielo de Tnger nos cuida; un regalo de Dios.
El opio ya est en mi cuerpo. No hay dolor. Un ligero hormigueo y el peso de los prpados. Caigo lentamente, como un animal dormido. El brazo queda extendido y la mano apenas sostiene la pipa todava tibia. Se me cierran los ojos. Mi alma abandona por fin este cuerpo corrompido, oyendo una msica lejana.
Amapola, apoya la pipa sobre la mesa. Llega su perfume. Susurra, - es un regalo de Dios. -
Amapola, lindsima
Amapola,
ser siempre mi alma,
tuya sola.
Voy cayendo lentamente, como un animal dormido. El brazo queda extendido y la mano apenas sostiene la pipa, todava tibia. Un ligero hormigueo y el peso de los prpados. La anciana apoya la pipa sobre la mesa. Reconozco su perfume. Se acerca. Toma su pequeo cuchillo y lo pasa por la llama del calentador. Estoy tranquilo. No espero las seales de lo natural o de lo sobrenatural. Doy una parte de m. Una ofrenda que abra el camino del olvido. Como dijo el conserje del Rembrandt, venimos a Tnger para olvidar. La anciana hizo un fuerte torniquete y dejo la pierna sin sangre. El cuchillo entra en la piel, sin resistencia. Comienza a descoyuntar la rodilla. No siento dolor. Tampoco las rasgaduras de los tendones y los cartlagos. Es una ceremonia discreta. La sangre va ganando el divn y lo va tiendo de un color tinto. La anciana se lleva la pierna a una de las habitaciones; mi ofrenda. No siento arrepentimiento. La muchacha comienza la lenta tarea de pintarme con azcar y ludano sobre la carne abierta.
- Duele? -, pregunta mientras contina la ceremonia de la curacin.
Pienso que esta noche de amapolas guarda en m todos los sueos del hombre con la claridad del que sabe de la finitud del tiempo y la plenitud de la nada. La vana pretensin de la nada. El mundo, creo, no es para los hombres sino para quien puede conquistarlo, para el encolerizado plida y no para nosotros, frgiles seres perdidos en la odisea de los das y las tareas domsticas.
Hemos ledo los libros del desasosiego, prometimos guardar las flores secas y hasta cremos en los profetas de la metafsica. Como Ulises, nos perdimos camino a casa despreciando a los dioses. Y hoy, pobres mortales, huimos invisibles con ropas de mendigos.
- Duele? -, pregunta la muchacha. Enciendo nuevamente la pipa y en la exhalacin del humo los pensamientos se pierden entre las estrellas.
Coma chocolate!, dice la muchacha.
Coma chocolate!, repite amorosa, ofreciendo a mis labios la trufa que nos liberar del paraso. Amapola sonre y el Universo se reconstruye, sin ideales, ni esperanza.

IV. EL GERIFALTE

DESOLACIN. Amanec apesadumbrado por el dolor.
Desayuno en la terraza del Rembrandt. Desde aqu puedo ver el mar. La altura de su imperio y el resplandor de sus pupilas me contemplan.
El mar es un secreto simple.
FOTOS. Segn los musulmanes, el arte no debe reproducir ninguna de las creaciones de Dios, solo admiten figuras geomtricas. Las fotos del extranjero son de algn modo una profanacin, grietas por donde el ojo abandona el oficio de la lengua. Me dejo perder por galeras y pasajes hasta que indefectiblemente me encuentro en el centro del laberinto: flores, perfumes amables, los altos navos en el muelle y un cielo de peces violetas y pjaros. La multitud conduce al ojo.
Ya es medioda y de nuevo estoy a metros del bazar de Tnger. Entrando por los arcos que comunican la plaza central con el mercado siento olor a pescado fresco mezclado con las especias y la menta que venden las mujeres del Rif. Hilos de orn atraviesan la calle. No hay turistas. Solo gente del lugar. El puerto que une Algeciras con Tnger est cerrado desde hace ms de un ao. Tomo algunas fotos: un gato come restos de una langosta, viejos andrajosos piden una moneda o un cigarrillo.
El dolor es ms intenso. No encuentro la salida y empiezo a sentirme ahogado. No hay donde descansar. Vuelvo a pasar por las mismas tiendas, perdido en el laberinto de Tnger, una y otra vez.
Un hombre flaco de barba espesa vestido con sus habituales tnicas se acerca a ofrecer un alivio a mi dolor: casa de masajes. Miro al cielo y por fin encuentro los arcos. Respiro aliviado y me siento en uno de los bancos de la plaza Mohamed V. En medio de la multitud estoy solo.

UN CAFTAN DE SEDA
BORDADA. Hay un lenguaje de frutas y flores que conoce bien el halcn blanco, el gerifalte. Su sombra sobrevuela las llanuras de Tnger y los bosques de zajares y limones. Un mago moruno levanta su brazo de cuero y espera la llegada de su amo.
El Mediterrneo trae los motivos de los invasores, los hilos de plata, de oro y la desbordante policroma. Las finas manos de la bordadora de Fez cifran el misterio en las lneas de los hilos: descubre en la geometra del universo, las aves, las flores y las estrellas. Un caftn de seda bordada revela la historia del lgebra y los halcones.

LA MECA. Paseo por Tnger, por donde la calle Es-Siaghin, se convierte en una especie de plazoleta en el Zoco Chico.
Es viernes, da de fiesta para los musulmanes. El sultn con su squito y los fieles se congregan para orar en la vieja Mezquita. Justo enfrente se encuentran los restos del Hotel Fuentes en donde Camille Saint Sans compuso su Danza macabra.
La msica s aproxima; unas monedas tintinean en el bolsillo del saco bord del mozo que llega con paso nervioso trayendo una pequea tetera plateada con agua hirviendo, azcar y menta que derrama como una lluvia en el vaso de vidrio. Estoy ansioso esperando que asome por el minarete de la mezquita el muecn anunciando el momento de la oracin. En el aire sereno del Caf Tingis, sentado a una mesita en la vereda, hago lo que hacen los paisanos: mirar. Los ruidos de la calle son menos intensos que de costumbre.
Adentro del caf los parroquianos se agolpan para ver la final de la Copa Europea frente a un enorme televisor. El Inter de Miln y el Bayer Munich llevaron al olvido el canto del muecn en su minarete, la mezquita y las cinco pruebas de fe. Diego Milito engaa (una especialidad argentina) al defensor alemn, convierte el segundo gol del Inter y Tnger y el universo se unen en un grito infinito.
Una muchacha esplndida cruza la plaza con el pelo recogido, indecorosamente descubierto. Lleva un vestido largo y amplio; un caftn persa color violeta con un bordado singular: un halcn blanco sobrevolando un jardn de flores. Nos miramos; pregunto si puedo fotografiarla.
Me dars una copia? - y, haciendo una graciosa reverencia, estira el vestido con las manos para que nada se escape del retrato.
Con el desparpajo de su corta edad, la muchacha se apoya sobre el respaldo de la silla.
Me puedo sentar? .

CAZA DEL TIGRE. Delacroix descubre para Occidente un nuevo universo donde lo bello y lo sublime abunda, vive y sorprende.
Rojo, verde, azul, amarillo, luz, voluptuosidad, un caballo, un jinete y un tigre fundidos en una sola cosa, indefinida: la naturaleza. Tal vez, algn desprevenido visitante del Muse dOrsay se detenga a contemplar Caza del tigre y logre comprender cmo fue Marruecos antes que el desierto de Occidente haya arrasado con todo, como una gran ola por el mar de los hombres.

V. EL DESIERTO
Bajo a desayunar arrastrando el pie. Caf negro, jugo de naranja, un croissant, dos grageas de diclofenac (cincuenta miligramos) y una de Hepadial para aliviar el ardor de las tripas.
Sobre el mar violeta dejo todo lo que pas: el opio, el deseo, el espectculo de la culpa. Sobre el mar violeta que nunca tendr fin, all lejos, se refleja nuestra imagen huyendo del destino. El conserje del Rembrandt me contact con un gua que me llevar en su auto a las puertas del desierto. En mis cuadernos de viaje, el Sahara se presenta siempre como un interrogante. Es la morada del diablo donde una y otra vez los profetas de los libros buscaron confrontarlo. Como si la tentacin fuera invencin del cado y no del innombrable. Todo se manifiesta, predestinado, hacia su fin. La perversin del creador consiste en que lo creado, si cumple su mandato, el camino para lo que fue concebido, entra en pecado y es condenado a pasar mil aos en el desierto. Los primigenios, nosotros sus hijos, la manzana, como el cado, aterrorizados, perdidos y abandonados nos obstinamos en huir del destino. Todos tememos la demencia de nuestros padres, Seor!
- Seor -, dice el conserje, le presento a su gua, Isaas; lo conducir por el desierto. Me saluda con un ligero ademn de su cabeza y yo le correspondo.
Isaas, como usted, es escritor -, dice el conserje.
Es verdad? -
No seor, soy poeta, y usted? Me gustan los libros, eso es todo. -
Segn mi padre los libros son el camino hacia la salvacin-, comenta Isaas, como al pasar, mientras toma el bolso y juntos, nos encaminamos buscando la salida.
Las arenas del desierto, el mar, el cielo: expresiones de lo infinito; o de la posibilidad de pensar lo infinito.
Quizs sea el silencio una forma de aproximarse a su reino.
Un cartel en la ruta indica que nos acercamos a nuestro destino.
Marrakech es un lugar de belleza que los poetas dan a sus ojos, tan cerca de la arena infinita cmo del agua y, abre paso a las caravanas de dromedarios que cruzan por las laderas de las cordilleras del Atlas hasta Merzouga.
Me dejo llevar por la promesa del silencio.
En el vaivn del paso de las bestias sobre las dunas rojas y el cielo azul sin sol, Isaas conduce la caravana y escucha atentamente mis inquietudes sobre el desierto.
Tengo fiebre a causa del insoportable calor.
Isaas, como los bereberes, cree que el desierto es un animal que contiene en su propio cuerpo al paraso y al infierno.
Un lugar en donde las cosas no son ms que pura apariencia.
-Un escarabajo que luego ser una cabra o un len que deja su rastro de geometras sobre la arena: es un faro para tentar al diablo?, el anuncio de una tormenta con relmpagos de piedras? o simplemente un poema hecho de sal? -, dice Isaas.
La caravana se detiene y hacia el final del da nos acomodamos en confortables jaimas de piel de camello sujeta con palos y cuerdas de camo y el suelo cubierto de telas de diversos colores donde podremos comer y descansar.
Aqu mi alma se abandona, lejos de lo posible y lo conocido.
Un faro para tentar al diablo, en el vaivn sin fin.
Al caer la noche, el mundo se nos vuelve ms extrao. Un lugar sin tiempo, sin deseo.
La luz en torno a la hoguera de secretos muertos devela el miedo a todo lo que hemos sido.
No hay nada.
Navega el sueo por el silencio depredador y sus misteriosos jardines con su astrologa escrita en caracolas hmedas. Son viejas piedras que no podemos descifrar.
No hay fin.
El aullido del desierto que alguna vez fue mar, reza tambin, y todos nos iremos con l cuando el tiempo se detenga.
Las mujeres de azul cuidan del desierto, las comidas, las bestias y la memoria de la raza. Los bereberes no tienen escritura, slo la msica de las palabras.
Por las noches, cuando el fro de la estepa cala los huesos, en el contorno de las llamas que crepitan sobre los maderos, las mujeres de azul cuentan historias de leones. Si bien es cierto que desde hace siglos los leones han dejado de visitar estas arenas, la tradicin precisa de una mitologa que las funde, cmo los orgenes de la patria o de la infancia.
En esa encantadora noche nos dedicaron sus narraciones que, para mi sorpresa formaban parte de uno de los libros ms extraordinarios que se hayan escrito alguna vez sobre los hbitos y las moralidades: De Natura Animalium, donde Claudio Eliano, en el ao doscientos, despus de Cristo, recopila estudios y relatos sobre el mundo animal. Nunca se sabr si fueron las caravanas y los extranjeros quienes trajeron estos relatos que, por fantsticos o inigualables, quedaron en la memoria de los bereberes o si, esas historias llegaron a los odos del naturalista latino del mismo modo en que le llegaron las observaciones de Lenidas de Bizancio, de Aristteles o del peripattico Lacides.
Claudio Eliano, cmo Julio Verne, como Kant, nunca sali de sus cuadrculas de tierra y, poco sabemos de l.
-Conocemos el lenguaje de los leones-, nos cuenta la mujer de azul. Sus cachorros, comen, juegan y duermen con nuestros hijos. Los leones caminan junto con nosotros y toman agua de los mismos manantiales. Slo cuando estn sin poder cazar durante semanas es que se introducen a nuestras viviendas. Entonces, los hombres, les gritan con alaridos estremecedores y los ahuyentan fcilmente. Las mujeres en cambio, somos dbiles. Preferimos hablarles con suavidad, reprenderlos con cario, recordndoles quines somos y a qu vinimos a este mundo: T, len, rey de la fieras, no sientes vergenza al venir a mi humilde morada a pedir a una pobre mujer que te alimente?, no te sonrojas viendo, como si fueras un intil, que una mujer con sus manos llenas de compasin, te entrega lo que buscas? T, que tendras que acudir a las regiones montaosas para perseguir ciervos y antlopes y todos los animales que son el alimento que te corresponde a ti y a tu especie! En cambio, como si fueras un pobrecito perro, te avienes a recibir comida de las manos de otro. Ruborizado as, el pobre animal, se retira a paso lento, con la cabeza gacha, sintiendo pesar por esas palabras justas.
La sombra que grita en el desierto y la risa escondida siempre estuvieron ah, en lenta rotacin, llenas de nios entrando en su sitio.
Todos sonremos y aplaudimos la maravillosa historia. La mujer de azul, complacida y pudorosa, tambin sonre. Con un bello movimiento de mano se envuelve con el manto y se cubre la espalda. La brasa del cigarrillo ilumina la cara de Isaas. Los gritos, las carcajadas y los comentarios sobre las historias de los animales dominan la escena. Se escucha un bho ascalfo que nos estremece con sus chistidos y extraos cantos a las vctimas de su cacera nocturna.
La mujer de azul comienza ahora una historia de agua. Cierro los ojos y escucho una generosa fbula: en un pas de tierras purpreas, alguien emite un sonido como el de una muchacha loca. Ese sonido es un instrumento de la noche que conoce el tormento. Comprendemos que habla del viento depredador y del desierto que alguna vez fue mar.
Los dromedarios no son originarios del Sahara; fueron introducidos por los romanos como la historias de Eliano.
Vamos andando lado a lado con Isaas, conversando. El sol de la maana en el desierto tiene una luz tan blanca que, an con lentes oscuros, obliga a mantener entrecerrados los ojos. La caravana se mueve al comps del dromedario que lleva a Isaas. Es un animal majestuoso, notablemente ms grande que el resto de sus congneres y con abundante pelo marrn negruzco.
- Al llegar al pueblo, deberemos sacrificarlo-, dijo Isaas, palmeando con cario a la bestia.
-No parece tan viejo?-, respond a modo de pregunta.
Es la Eid al-Adha, la celebracin del sacrificio y de la sumisin total de Abraham ante Allah. En esa gran fiesta ofrendaremos nuestro mejor animal. -
No se puede ofrendar en cambio la mejor de las ovejas o de los carneros que cuidan las mujeres de azul? -
Querido amigo, dijo sonriendo Isaas, quin se atreve a provocar la ira de Dios?, quin se atreve a llevar sobre su frente la marca del pobre y desdichado Can?-
Las religiones de un dios, acabaron con la figura del hroe. Abraham comprende, en una visin, que lo que el padre te da, el padre te lo quita. Dios le pide lo que ni el Diablo se permite pedirle a Fausto: la vida de su hijo. Los hombres de todas las religiones hemos seguido con pasin y terror este relato. Pese al ngel mensajero y al posterior sacrificio del cordero, Abraham, ya nunca ms ser padre sino, el hijo sumiso del Seor. La tierra regada con la purprea sangre de los hijos, de los corderos, nos recordar un da de cada ao, la demencia de los padres, el sollozo cobarde de Abraham y la plegaria ante el cuerpo indefenso del nio.
A mi alma baja, lo oscuro y lo indeciso, piensa Abraham. Ese cielo, son las luces del infierno?
-El desierto, querido amigo, -dice Isaas-, est lejos del cielo y de la tierra. Nosotros, los errantes por estas arenas, polvo del aire que fenece, hemos aprendido a creer en todo y nada. Somos ms propensos a considerar, como Elino, que las avispas nacen de la mdula de los cadveres de los caballos que de las sagradas escrituras. La palabra escrita est destinada a la construccin de imperios y no a la verdad.
En las historias que la noche deja para las mujeres de azul se cuenta otra versin, ms amable y, ciertamente improbable. En ella Abraham es un hombre y es un hroe. Desobedece a Dios e inventa la aparicin del ngel, el cordero y su sacrificio. Abandona a Dios, pero no a la religin. Como suele suceder con cualquiera de nuestros escritores venerados, sus obras son mejores que ellos mismos. Abraham determina que lo creado no pertenece a su creador y que tendr en su singularidad sus razones, sus movimientos e inevitablemente, su propia historia. Abraham se constituye en un doble engao. El primero, contra la demencia de los padres. El segundo, contra su propia comunidad que, aguarda horrorizada, la consumacin del filicidio. Abraham funda sobre la traicin nuestra civilizacin judeocristiana y despus, musulmana. Inventa la celebracin del sacrificio; una tica de sumisin y lealtad. Ese da, con la sangre del cordero, se dar de comer a los pobres y a los desvalidos. Los nios recibirn sus regalos y los mayores se vestirn con sus mejores ropas. Abraham, secretamente, sabe de la locura del padre, como lo saben todos los descendientes de No y como lo sabe Dios mismo pero, no lo revela al pueblo. Dios es preso del pacto que hizo con el ltimo hombre, despus de asesinar a todo ser viviente sobre la tierra; hombres, mujeres, viejos, nios y bestias. Nunca ms su ira podr maldecir y aniquilar la tierra por causa del hombre y, el arco iris ser el smbolo que le recordar sus pecados. El prximo seis de noviembre del dos mil once, de tu calendario, querido infiel, celebraremos el Eid al-Adha; dedicaremos la sangre de nuestros animales preferidos a apaciguar con vanidad la furia del innombrable. En el nuevo da, el misterio y los designios inextricables de Dios se abatirn sobre Abraham y todos los hombres. Como rezan las mujeres antes de la ofrenda, sobre el pescuezo de las desafortunadas bestias: Tu sacrificio tendr un final de oro, tambin. Ama y tiembla por los caminos como un perro, como Can. Dios, sobre la tierra, mira al cielo.
El silbido de la madera atravesando el aire; el golpe seco, brutal sobre la cabeza de la bestia.
Cae pesadamente sobre sus rodillas como cay Galileo en Roma. La testa mirando a La Meca, los ojos blancos, desorbitados. Entre las sombras del primer sol de Terzouga, distingo ahora a una mujer que est parada en el umbral de una casa sencilla, vestida de negro con un caftn bordado en hilos dorados y la cabeza cubierta con una tela blanca. Es una anciana: la cara y las manos tatuadas segn la costumbre berebere, de piel oscura y arrugada por la sal marina y el paso del tiempo. A su lado, una joven con una ligersima chilaba clara y la cabeza cubierta pero, no as, la cara; lleva su frente tatuada con una cruz y tambin un crculo de khol que la protege de las maledicencias. Isaas, reclinado, con la cabeza apoyada contra la cabeza del animal, recita los versculos sagrados.
De ti los vientos huyen y su fecundo aliento, atraviesa los campos que verdean las montaas. Tu existencia gozar de la inmortalidad. Sin dolor, sin peligro. Para aplacar el fanatismo de la sangre; el cuchillo con solemne rito de impiedad. De ti los vientos huyen, en el poema de las cosas.
Ahora, la vieja est tambin reclinada frente al dromedario. Isaas, sostiene la cabeza del animal desmayado con sus dos manos, como Abraham lo debera haber hecho con Isaac, antes del holocausto. Con un solo corte, preciso, casi imperceptible, la yugular se abre y una tormenta de espesa sangre, primero azul o violeta y despus roja, tie las ropas de los sacerdotes, el pecho del animal y, despus se mezcla con la arcilla y los pedruscos que la calle guarda del desierto. Como en Oruro y Potos, la Pachamama en las celebraciones de El Tinku, recibe la sangre de sus hijos con una rara y perversa felicidad. El dromedario va cayendo lentamente como un nio dormido, leve. La muchacha se acerca con un gran fuentn con agua y sal, donde conservarn las vsceras de la ofrenda. El cuchillo entra en la piel, sin resistencia y comienza a descoyuntar la rodilla. Un perfecto instrumento que acaricia slo una vez. No hay rasgaduras de tendones ni cartlagos. Es una ceremonia discreta. La sangre va ganando el paisaje y lo va impregnando de un color tinto. La anciana lleva la pierna, como luego har con todos los restos del animal, a una de las mesadas que estn sobre la calle para distribuirlos luego entre los ms pobres y los hurfanos.
Ya es hora de partir.
Con el primer paso, me resbalo en el barro ensangrentado y grito de dolor por mi tobillo derecho.
Duele.
La muchacha contina con la ceremonia del desmembramiento mientras quebrantahuesos africanos esperan sin ansiedad el momento del festn.
Voy en busca de Isaas. Nos despedimos.
El mar es lo nico inmortal aqu.