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Prólogos Biblioteca Básica de Literatura

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Prólogos

Biblioteca Básica de Literatura

Biblioteca Básica de Literatura

Prólogos

Dirección General de Cultura y Educación (DGCyE) Subsecretaría de Educación

Dirección de Producción de ContenidosCoordinación Área Editorial / DCV Bibiana MarescaDiseño de cubierta / DG Federico KaltenbachDiseño de interior / DCV María Eugenia NelliCorrección / Patricio Javier Miller Bertolami

Índice

Presentación .....................................................................................................

El lector rabioso, por Guillermo Saccomanno .........................................Borges, el milagro de la concentración, por Martín Kohan ...................Bestiario antirrealista, por Noé Jitrik .........................................................La escritura de Zama, por Federico Jeanmaire ........................................Martín Fierro, por Mario Goloboff ..............................................................Mansilla, el futuro de los ranqueles, por Esteban López Brusa .......... Una escritora, una isla, por Esther Cross ...................................................La vida de los otros, por Alan Pauls ............................................................El entenado, por Juan José Becerra ..........................................................Sarmiento, escritor, por Ricardo Piglia ......................................................

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5 Prólogos / Presentación

Presentación

El Arte y la Literatura nos interpelan más allá de nosotros mismos: al-teran los usos más convencionales del lenguaje; multiplican los cami-nos de la imaginación; amplían las fronteras de nuestra subjetividad y enriquecen nuestra relación con el mundo. La literatura del país donde nacimos, escrita en la lengua que hablamos, hace lo propio con nues-tra identidad; el pasado compartido y nuestro lugar en el mundo son enriquecidos y se pueblan de percepciones nuevas y de memorias que, tras cerrar el libro, nos pertenecen. Y somos los mismos, pero somos, a la vez, otros; porque la literatura siempre nos apacigua y nos inquieta, nos encuentra y nos extraña al mismo tiempo: inevitablemente, nos afecta. Es por eso que la Biblioteca Básica de Literatura es una propuesta edu-cativa y escolar: si la literatura nos forma y nos transforma, estudiantes y docentes podemos frecuentarla como una práctica emancipadora.

7 Prólogos / El lector rabioso

El lector rabiosoGuillermo Saccomanno

Desde un principio el pibe Silvio Astier, héroe de “El juguete rabioso”, quiere ser inventor y ladrón a la vez. Más de un ensayo sobre Arlt señaló lo que había de proyectivo en su literatura. Arlt, como inventor, experi-mentaba para crear una rosa de cobre, una tintura para perros y gatos, unas medias de goma, vulcanizadas, que no se corrieran. Ser inventor no significaba sólo singularizarse a través de una creación.

También la posibilidad de forrarse. Es decir, zafar de la pobreza. No im-porta si de muchacho Arlt incursionó, como Silvio, en el delito, pero que sabía del asunto, no hay que dudarlo. Como periodista de policiales, conocía a fondo el hampa, desde los escruchantes hasta los ladrones de guante blanco. Arlt tenía calle. Había salido precoz a la calle. Conocía los códigos del caretaje y las paradas que a uno pueden preservarlo de la sospecha de la yuta. Es decir, la hipocresía como un arma de defensa personal. No basta con ser. Hay que parecer. Es un gusto incomparable el que se dan los pibes chorros de Arlt, después de uno de sus robos, al sentarse en una confitería y confundirse con la gente respetable. Un gusto y una lección. Nadie es como se muestra. El dinero, con su origen siempre espúreo, le permite a uno realizar el invento de los inventos: fingirse otro. Reinventarse, como se dice ahora. Y que los demás com-pren esa imagen.

Pero Silvio no es cualquier clase de ladrón. Es un ladrón leído. Al robar la biblioteca de un colegio distingue a Baudelaire de Lugones. Baudelaire no será reducido como las bombitas eléctricas o las canillas que suelen robar estos pibes filtrándose en las casas vacías. Baudelaire es un libro que Silvio se quedará. Una forma de apropiarse, además de un libro,

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de un símbolo: el maldito, el poeta maldito. Baudelaire, el poeta que escribió: “Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”. Hay una verdad en este verso. Y a Arlt, lector de Baudelaire, no se le escapa que no hay azar ni inocencia en la elección del libro robado. Está informando algo de nosotros mismos. Algo de ustedes que leen este relato, algo que en-juicia al pibe en un barrio de calles de tierra que yo era cuando leí por primera vez “El juguete rabioso” y al escritor que hoy escribe sobre ese libro. Ese algo es la hipocresía que desnuda. Una hipocresía de la que no se salvan ni los lectores ni los escritores. Porque los escritores, aun cuando se desgarran, son hipócritas. Exhibir llagas puede ser también una ostentación de sensibilidad. Que conste, no me animo a tirar la primera piedra. Fiel a Baudelaire, si un efecto logra Arlt, seamos o no escritores, es justamente ése: desenmascarar nuestra hipocresía. Que no cambió desde entonces hasta ahora.

¿Acaso era distinto escribir sin concesiones en 1926, la época en que Arlt escribe su primera novela? Hay un verbo que Borges usa mucho: amonedar. Pueden rastrearlo en su obra. El mismo verbo aparece en un prólogo a “Los siete locos” que el poeta Carlos Mastronardi emplea para referirse a Arlt ubicándolo junto a Quiroga y Almafuerte. Mastro-nardi escribe que Arlt, como Quiroga, como Almafuerte, es uno de los contados que presentó una “trágica vision de la vida que se amoneda en relatos estriados de fuerzas oscuras”. En ese prólogo sigue contan-do Mastronardi: “El juguete rabioso había aparecido simultáneamente con un olvidado libro de poemas que lleva el mismo sello editorial. Los primeros ejemplares fueron entregados a los autores, también simul-táneamente, en una nublada mañana de octubre. Con la expectante inquietud que singulariza a los noveles, esperábamos con Arlt, acaso desde el alba, desde la penumbra de una lechería que acaba de abrir sus puertas, el momento en que nos serían entregados los primeros volú-menes”. Arlt pensaba que publicar es arrojarse a los perros. Leo y releo estas remembranzas de Mastronardi y pienso en lo que todo escritor siente con la entrega de los primeros ejemplares de su primer libro.

9 Prólogos / El lector rabioso

¿Qué se “amoneda” en esta escena? La trascendencia, de acuerdo. Pero también una distinción social. La relación entre escritura y dinero está ahí, subterránea, acechando.

Cuando leí por primera vez “El juguete rabioso” no tenía aún en claro si yo sería escritor, pero sí que el arte podía ser venganza. Venganza en la medida que el arte tiene capacidad para la denuncia. Pero la condi-ción para la denuncia, en un sujeto de clase media, es la traición. En principio, a la propia clase. El ser escritor ya lo volvía a uno un diferente en esa calle de tierra donde más de un pibe comía, además de las eses, pan con aceite y cebolla como almuerzo y cena. Yo estaba dispuesto a no ser como ellos. Descubrí pronto que se aprende a escribir imitando, que la imitación tiene mucho de robo, y que el robo, en una sociedad regida por la injusticia (pensemos ya a los ricos como ladrones), el robo, digo, es otra vía de ascenso social tan clandestina como puede serlo la literatura. Porque la literatura, como el robo, se practica en una soledad clandestina. Del triunfo uno va a enterarse por los diarios. Pero cuando el robo o la publicación adquieren estado público, el autor ya está en otra parte y busca desentenderse de lo que hizo. Ese pibe pensaba de este modo. Tal vez, me dirán, al escritor que soy ahora, conmoviéndose piadosamente por el que fue, le gusta pensar que aquel pibe ya era, en potencia, el hombre que escribe esta línea. Intento explicarme y sé que una explicación, a esta altura, suena a coartada. Sin embargo, me digo, ese pibe, si no fabulaba ser este que soy, le pasaba raspando. De lo que estoy seguro, ese pibe no habría estado del todo conforme conmigo. Me siento hipócrita. Si ahora, ahora mismo, escribiera: “Perdoname, pibe”, ¿a quién estaría pidiéndole perdón?

Quizá conviene que me detenga y vuelva atrás para pensar algunos su-brayados que fui haciendo mientras volvía a leer por enésima vez esta novela. El zapatero andaluz que inicia a Silvio en los afanes de la litera-tura bandoleresca es cojo. Tiene “una cojera extraña”. Es decir, es rengo como el Rengo, quien le propondrá el primer golpe serio cuando Silvio

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ya es un hombre. Cuando la madre le anuncia a Silvio que debe trabajar, le muestra un botín descalabrado de su hermana Lila. “Mirá qué boti-nes”, le dice. “Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los días a la biblioteca. ¿Qué querés que haga, hijo?”. Corresponde acá señalar lo que conecta el aprendizaje de una literatura del delito con la renguera, la renguera con lo que se entiende por andar derecho por la vida, aceptar la humillación, caminar del lado de la ley con un botín gastado, o vio-larla, robar, como Silvio robó una biblioteca. El botín, como significante, para Silvio no es una herramienta sino poesía: “Sí, el dinero adquirido a fuerza de trapacerías se nos fingía mucho más valioso y sutil, impresio-naba en una representación de valor máximo, parecía que susurraba en las orejas un elogio sonriente y una picardía incitante. No era dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos, sino dinero agilísimo, una esfera con dos piernas de gnomo y barba de enano, un dinero truhanesco, y bailarín, cuyo aroma como el vino gene-roso arrastraba a divinas francachelas”.

Quizá convenga subrayar aquí la serie de asociaciones que constituyen la renguera del zapatero andaluz, el rengo amigo que será traicionado, las piernas del gnomo y los pies del putito que pide amor a Silvio en una pieza de pensión, pies que Silvio, entre el asco y la homofobia basada en la ciencia médica de su tiempo, imagina sucios. Todas estas marcas se vinculan, de una manera o de otra, con la cuestión del dinero, la calle, hacer la calle, andar por la vida, la mala vida. ¿Por que no recordar ahora que el primer título que Arlt había pensado para esta novela era “La vida puerca”? ¿Por qué no leer esta oposición entre lo bajo con-frontado con lo puro idealizado, ámbitos de ensoñaciones de belleza, como un síntoma maniqueo de pensamiento romántico: carne/espíritu, naturaleza/razón, y, en consecuencia, en diferentes planos de la novela, siempre, el dinero corrompiendo la pureza? Silvio, como mandadero, puede soñarse bancando la puta fina de la calle Charcas, pero no acepta una propina suya. Dentro de un mundo corrompido, Silvio se piensa, como víctima, emergente desde el margen. Lo suyo, queda claro, no es

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tanto el cuestionamiento del capitalismo como la rabia del excluido. Su estrategia de ascenso social no se piensa desde adentro del sistema sino desde los márgenes: el robo, la invención, el arte. Una estrategia fallida de inserción antes que de cuestionamiento.

Pero el botín, fruto del robo, es también la representación penosa del caminar de su hermana yendo todos los días a la biblioteca. A diferencia de Lila, Silvio entra a la biblioteca furtivo, saltando la verja. Es la otra cara de la moneda del acceso al saber. Una estrategia de “amonedar” saber. El saber poético de Silvio versus el saber duramente obtenido gastando las suelas del calzado. Para que su hermana termine de es-tudiar, Silvio debe trabajar. Es decir, el camino de su hermana a la biblioteca carece de poesía: le es robada por el sacrificio. La poesía, que Silvio descubrió como botín, a su vez, le será robada por el sacrificio que debe hacer, trabajar, para que su hermana alcance un título para ganarse la vida. Trabajar es, en términos del sistema, ganarse la vida. Pero Silvio sabe que ganarse la vida dentro de la ley, es dejar que a uno se la roben.

Me acuerdo de cuando era pibe y tuve que salir a trabajar. Empezar a trabajar significaba salir a la calle. Lo que suena a hacer la calle. Como las putas. Veamos en la novela: el botín gastado de la hermana, los pies sucios del putito. Salir a la calle implica entrar en el universo del dinero y, como una puta, venderse. No se trata ya del dinero robado, un dinero enaltecido, además de por la aventura, la emulación de Rocambole, sino procedente de la venganza. Cabría acá diferenciar el dinero que se re-pudia, el proveniente de la caridad o la lástima: el dinero que el putito le deja a Silvio en la mesita de luz, el dinero de la propina de la cocotte. En estos casos, el dinero humilla no porque falte o haya que ganarlo. Humilla porque resalta su falta. Desde acá quizá es desde dónde la pro-testa de Silvio adquiere otro resentido: “No hable de dinero, mamá, por favor…! ¡No hable… cállese…!”

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Uno de los conflictos que me plantea esta nueva lectura de Arlt es evi-tar la autocomplacencia, no tanto con el que fui sino con el que ahora soy, o creo ser. La memoria es tramposa, recorta, y así como la marea abandona en la playa caracoles rotos, fragmentos, nos devuelve a través de esos fósiles astillados la imagen de una vida pretérita que subya-ce en una profundidad imposible ya de bucear. Una forma común de la autocomplacencia, siempre tentadora y a mano, es hacer literatura con el dolor. Nada ni nadie nos devolverá la ilusión perdida. Pero, ¿y la literatura? La literatura, como escribí hace un rato, tampoco. “¡Oh, ironía!”, reflexiona Silvio mientras es humillado en su primer trabajo en una librería de saldos. “¡Y yo era el que había soñado en ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!” El dinero es cosa de patrones. Y la poesía un privilegio de los ricos. A Silvio el corazón se le empequeñece “de envidia y de congoja”. Al caminar “por calles solitarias, discretamente iluminadas, con plátanos vigorosos al borde de las aceras, elevados edificios de fachadas hermosas y vitrales cubiertos de amplios cortinados”, Silvio pasa junto a un balcón ilumina-do. “Un adolescente y una niña conversaban en la penumbra; de la sala anaranjada partía la melodía de un piano: “Pensé que yo nunca sería como ellos… nunca viviría en una casa hermosa y tendría una novia de la aristocracia”. Lo que Silvio desea es pegar un braguetazo, casarse con una niña bien. El resentimiento, la envidia, la frustración.

Ahora la relación que Silvio establece con la literatura ya no consiste en el placer de la revelación obtenida en un botín. Silvio es un depen-diente de Don Gaetano, el dueño de una casa de compra y venta de libros usados en cuya portada se exhiben “volúmenes de historias para imaginaciones vulgares”. La vulgaridad pareciera ser una condición de esta literatura de segunda mano. Al lector de usados no lo espera ni la emoción del robo ni tampoco la de desflorar páginas vírgenes con un cortapapeles. La literatura ha perdido toda pureza imaginaria. La librería de Don Gaetano no es diferente a las ferias que recorre “husmeando pichinchas entre fregonas y sirvientas”. ¿Qué revelación “amoneda” acá

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Silvio? ¿Por qué no propiciar entonces la analogía entre el mercado del libro y la feria donde se venden embutidos y nabos, lo que se presta aquí a una serie de asociaciones que bien pueden conectarnos, en la actualidad, con la literatura del presente en la feria que la industria librera hace en la Sociedad Rural? Y volviendo: ¿qué clase de experiencia “amoneda” Silvio como dependiente? Una experiencia de clase.

Si comparaba las novelas de la biblioteca de mi padre con las que yo iba acumulando en la mía, saltaba una diferencia notable. Una primera diferencia que no consistía únicamente en la contemporaneidad. Con-sistía en las traducciones. Sus traducciones de rusos, en ediciones eco-nómicas, padecían una afección galaica. En cambio los autores que yo leía sonaban diferente. Sonaban mejor. Sonaban también más actuales. Pero, debo convenir, entre mis predilectos perduraba Arlt, Arlt que so-naba a traducción de folletín. Que no se diferenciaba mucho de las tra-ducciones que mi padre tenía de los rusos, por lo general, traducciones de segunda mano: es decir, traducciones de una traducción del ruso al francés. En Arlt, además, había otro detalle que me llamaba la atención: las palabras en lunfa figuraban entre comillas, un modo de distinguir el lenguaje de la calle, plebeyo, de uno refinado, como si este, el refinado, no delatara un afán por lucir un florido bagaje literario que no vacilaba en la adjetivación numerosa y en la sinonimia. Porque esta manera de escribir, en Arlt, representaba un estilo en el que conjugaban los deva-neos descriptivos provenientes de las traducciones, cierta poética afín al tango y una retórica firuleteada común al periodismo. Creo que yo no reparaba en estos rasgos de estilo, determinados giros que conectaban a Arlt con Castelnuovo, Mariani y Olivari, una adjetivación que apuntaba al tremendismo, dramas en los que predominaba una intención pietista. Pero notaba una diferencia entre Arlt y todo lo demás. ¿Qué era lo que diferenciaba a Arlt, cuando en superficie su escritura compartía un len-guaje y una forma que podía abundar en los novelones que conmovían a mi padre? Mejor dicho: ¿qué era lo que en Arlt se me proponía como distinto aun cuando sonara parecido a una literatura que me resultaba,

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además de pasada de moda, abominable por su extremismo sentimen-tal? ¿Acaso Arlt no merodeaba, a través de situaciones de humillación permanente, el melodrama? Golpebajismo, se le puede reprochar. ¿Y con eso? A Arlt se le criticaba una preparación intelectual hecha a los porra-zos y una prosa en la que los horrores ortográficos fluían con la misma celeridad que las construcciones sintácticas chapuceras. Pero, ¿y si con-venimos que esta fue una elección, el sello Arlt, inimitable? Incompren-dido en su tiempo, nadie se acuerda hoy de los escritores que pululaban con una famita por los círculos literarios, las revistas y los suplementos culturales. Quienes escribimos hoy, cualquiera, inclusive yo, escribimos mejor que Arlt. Pero nadie es tan genial como él. Porque nadie radio-grafió y comprendió esa materia difusa que la burguesía denomina “la condición humana” y que no siempre se distingue por su pureza, ese absoluto que persiguen los fracasados personajes arltianos.

Silvio fracasa en todo lo que se propone. Fracasa como ladrón, fracasa como incendiario al querer prenderle fuego a la librería de Don Gaetano, fracasa en su ingreso a la Escuela Militar de Aviación, fracasa al intentar suicidarse y fracasa también, ya un hombre, como vendedor de papel. La secuencia de Silvio como corredor de un papelero merece quizá otro alto: así como Silvio descubre la relación entre el libro y el dinero, com-probará también otros usos del papel que no son los de la literatura. Sus clientes son farmacéuticos y salchicheros, tenderos y carniceros. “Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con ca-jones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y es-cuálidas hablando en los umbrales y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso. (…) Y más y más me embelesaba la cúpula celeste cuánto más viles eran los parajes donde traficaba”. En cada uno de sus fracasos, a medida que, vendiendo papel, se le revela “la vida puerca”, aumenta ese gusto del rebajarse y, a la vez, sentirse extranjero en el arrabal. Su mirada se concentra en la cúpula celeste. Las únicas acciones en las que no fracasa son la quema de un mendigo, al que le tira un pucho, y la

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delación del rengo. Las dos son desquites. La que no será menor es el alcahuetear. Ser hombre, parece decirnos Arlt, es aceptar traicionarse. En el alcahuetear hay una caída y ascesis: “A veces me parece que tengo un alma tan grande como la iglesia de Flores”, dice Silvio. Su traición es una experiencia límite, una experiencia interior que viene a poner en entredicho las normas que enarbola una sociedad hipócrita: lealtad, coraje, nobleza. Estas normas corresponden a la ideología del ingeniero que iba a ser robado, dueño de una caja de fierro, respetable y digno. Silvio las viola. Y al hacerlo, se pierde. Ir contra las normas, perderse, alcanzar un punto de no retorno, lo libera. Ya no pertenece a ese mundo de los imperativos bienpensantes.

Si el arrabal, las ferias y los mataderos con sus corrales y sus lúmpe-nes son el territorio que Silvio sueña abandonar, la pureza lo espera en otra parte. Desde Echeverría Y Sarmiento la contradicción que tensaba nuestra literatura era civilización/barbarie. Arlt viene a barajar y dar de nuevo desde su percepción de la ciudad que es La Cabeza de Goliat. La pureza, si existe, está fuera de los límites de la ciudad y de sus márgenes. Habrá que buscarla en el sur. Tras buchonearlo al rengo, Silvio acude al ingeniero que iba a ser víctima del robo. A modo de recompensa le pide viajar al sur, al Neuquén. Arlt inaugura así, además de nuestra moderna literatura urbana, también una serie que continuarán, entre otras na-rraciones, “Sobre héroes y tumbas”, con Martín, el joven héroe, aban-donando la ciudad hacia el sur, la Patagonia como tierra de redención. Pero esta es otra historia.

Sin renegar del instinto, vuelvo a abrir esta novela. Pero no terminé aún de responder la pregunta anterior: ¿qué diferenciaba la escritura de Arlt de las traducciones españolizantes de las novelas que apasionaban a mi padre? Creo encontrar una explicación. Complementaria, si se quiere. Lo que me había pegado a pesar de la similitud de las prosas de aquellos escritores y Arlt era, advierto ahora, que Arlt me hablaba en un idioma conocido. El lector que se había formado en la biblioteca de su padre,

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aunque ahora buscara otras interpretaciones del mundo, reparaba que Arlt, aunque en superficie replicara la lengua de esas traducciones, tenía otra voz. Una que me era familiar. Quien me hablaba me conocía. La novela comienza cuando Silvio tiene catorce años, la edad que yo debía dejar atrás. Los afanes me sonaban a afanos. Lo bandoleresco me remi-tía a historias de ladrones con trabuco que mi abuela gallega me había contado en sus noches de insomnio. El zapatero podía ser el remendón de la vuelta en una época donde el calzado debía durar y su mediasuela se recomponía una y otra vez. El comercio sugería ya el valor del dinero. El zaguán podía ser uno de los tantos del barrio, una penumbra en la que las parejas escondían su franeleo. La fantasía de hacerse ladrón, la mitología construida por entonces en torno de algunos pistoleros cuando estaban frescas en la memoria popular tanto las andanzas de, entre otros, Bairoleto como la del Pibe Cabeza. Los zapatos se asocia-ban inequívocamente al patear la calle y a mí, dentro de unos meses, me tocaría patearla como mandadero. En un solo párrafo Arlt había encontrado las palabras precisas para que su narración generase en mí, además de una identificación profunda, un gesto solidario, una palmada en el hombro. Arlt me hablaba a mí. Y me decía que la rabia, contra lo que pudieran opinar padres y maestros, vecinos y policías, no era, no es, un sentimiento del que uno deba avergonzarse.

17 Prólogos / Borges, el milagro de la concentración

Borges, el milagro de la concentraciónMartín Kohan

No deja de ser llamativo que Borges no escribiera novelas, dado que la novela es el género por excelencia de la ambición de totalidad. Y en mu-chos textos de Borges aparece una ambición de esa índole: la de cons-truir mundos enteros, componer universos integrales, abarcar un todo sin resquicios ni vacantes. Ocurre que la literatura de Borges, a la par de esa inclinación por diversas totalidades posibles, encuentra su fundamento en una poderosa vocación de economía: ni una palabra de más en la oración, ni una oración de más en el párrafo, ni un párrafo de más en el texto. Las totalidades que Borges concibe no se expanden por lo tanto en sus relatos, no precisan extenderse, funcionan por intensidad. Su poder es en buena medida poder de concentración; Borges logra que la inmensa riqueza de un universo completo, con todos sus matices y todas sus variables, puedan caber sin mengua (no sólo sin mengua, sino aun con mayor riqueza) en el puñado de páginas, escuetas pero suficientes, de un cuento.

En este sentido, un objeto como el aleph podría verse como una especie de clave para la poética de Borges. Porque el aleph, ese punto único en el que todos los sucesos de todas las épocas pueden verse al mismo tiempo, es un milagro de concentración. El que posa su mirada en ese objeto es capaz de verlo todo, y de verlo todo a la vez. Por algo Borges le dio ese nombre a un cuento, y más allá del cuento a un libro. El ale-ph permite deshacerse de las reglas del espacio (la extensión) y de las reglas del tiempo (la sucesividad), para hacer que todas las cosas (todos los hechos, todos los seres) puedan cobrar existencia y percibirse en un descomunal aquí y ahora: todo eso en un solo punto, que es el aleph, y todo eso en un solo instante, el instante de la contemplación.

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Para Borges se empobrece el todo en su desarrollo: si se despliega, si dura, si se extiende, se envilece, pierde interés. Es famosa su ironía sobre el gran mapa del Imperio: un mapa perfectamente escrupuloso que pu-diese reproducir la superficie del Imperio en cada detalle, que pudiese no omitir nada y dar cuenta de cada rincón, acabaría midiendo de tal manera exactamente lo mismo que el Imperio, y sería por lo tanto com-pletamente inútil en tanto que mapa: recorrerlo implicaría el mismo esfuerzo y el mismo tiempo que recorrer el propio Imperio. El sentido de una representación consiste en cambio en comprimir, condensar, resu-mir, abstraer, concentrar, sin tener que renunciar por eso a un principio de totalidad, que pasa a ser por eso mismo un efecto de totalidad: dar la impresión de que existe un todo.

Así ocurre con tantos cuentos de Borges. Los que integran el volumen Ficciones aparecieron en dos series: “El jardín de los senderos que se bi-furcan”, en 1941, y “Artificios”, en 1944. Hasta entonces Borges se había hecho notar fundamentalmente por sus libros de poesía, de influencia ultraísta y marcada disposición orillera o suburbana, y por sus libros de ensayo, que indagaban diversos tópicos del nacionalismo (el tango, el tru-co, la gauchesca, la tradición) con una lucidez de la que a menudo el nacionalismo carece. Borges había proporcionado también una colección de textos muy geniales y algo extraños, que contaban diversas vidas de diversos personajes, como si esas vidas y esos personajes no pudiesen no haber existido de verdad. La llamó Historia universal de la infamia.

“El jardín de los senderos que se bifurcan” insinúa, por la idea de bifur-cación justamente, una nueva forma de totalidad: la totalidad de lo que prolifera, un todo vertiginoso de líneas de fuga. Ese jardín, que vence al espacio, acaba venciendo también al tiempo, por lo menos a cierta concepción estable del tiempo que lo aprieta en la fatal sucesividad de lo lineal. Porque la bifurcación de los senderos de este jardín es también bifurcación de tiempos, de tiempos que se multiplican en paralelo y pueden empezar a existir todos ellos a la vez. De tal manera desaparece

19 Prólogos / Borges, el milagro de la concentración

la poderosa limitación que impone que, cada vez que ocurre una cosa, todas las otras que son sus alternativas deban por fuerza dejar de ocu-rrir. La bifurcación alcanza así su verdad, que es la de la proliferación, y favorece en definitiva un tipo de totalidad más poderosa y más rica, una totalidad que hace de la otra, la común, la consabida, la que se queda con lo que pasa pero renuncia a todo lo que podría pasar, apenas una mueca de un verdadero todo, un supuesto todo que es apenas una parte, siempre una parte.

¿En qué especie de jardín, si no en el de la literatura, existe no sólo todo lo que es, sino también, y en especial, todo lo que podría haber sido, todo lo que podría llegar a ser? Es eso la literatura, de eso se trata la literatura. Pero también, y antes que eso, se trata de “artificios”, que es el título que precede al segundo conjunto de cuentos en Ficciones. Es importante subrayar esa señal que entrega Borges. Porque la dimensión filosófica de la literatura de Borges, sus resonancias metafísicas o trascendentes, su espesor conceptual de saberes y competencias, han alentado no pocas veces una cierta figuración de “lo borgeano” que resultó ser un estereoti-po, si es que no una caricatura. Por supuesto que no me refiero a Borges, ni tampoco a la obra de Borges, sino a una cierta imaginación social de lo borgeano que se fue tramando a propósito de su literatura, sólo que a menudo al precio de no haberla leído realmente. Porque la fama de Borges, su prestigio en un sentido literario pero también su fama en un sentido mediático, se fue dando por mucho tiempo sin el respaldo de una verdadera lectura de sus textos. Y es cierto que la literatura de Borges es compleja, es exigente, es rigurosa. Pero también es cierto que se fue activando una especie de intimidación de lo borgeano, un dispositivo re-verencial que a la vez que lo consagraba parecía disuadir de su lectura, como si esa lectura no pudiese ser en absoluto accesible sino a lectores de erudición mayúscula, expertos enciclopedistas, peritos en metafísica.

En ese punto precisamente, podría ser atinado recuperar la mención de los “artificios”. Porque la densidad de saberes en Borges o la estatura

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filosófica de sus ficciones no cobran su sentido sin la mediación de ese concepto: existen porque hay artificio, existen por el artificio y para el artificio, porque sirven a la literatura, porque le sirven a Borges para ha-cer literatura. Y la literatura a su entender es ante todo juego de formas, ficción de lenguajes, artificio. Borges no pone a la literatura al servicio de la filosofía, de la erudición, de la trascendencia; Borges procede justo al revés: se vale de la filosofía, se vale de la retórica de la erudición (la erudición en su versión reducida, compactada: la enciclopedia), se vale de la gravedad en superficie de las presuntas trascendencias, para nutrir sus artificios, para motivar su literatura.

Suponer que la lectura de Borges es simple resulta tan falaz como supo-ner que es inaccesible. Lo más ajustado parece ser advertir la exigente calidad de su literatura, sin sucumbir por eso a ese efecto disuasorio que hizo de Borges por tanto tiempo el autor que había que admirar pero no se podía leer (un autor del todo genial, pero demasiado difícil). Los cuentos de Ficciones muestran bien, ya desde esos títulos que los repar-ten en dos grupos, el propósito de forjar mundos, pero no para restable-cer su existencia como mundo real (como pretendería el realismo) sino para agregarlos a la realidad con la potencia de los artificios.

Borges ha escrito ficciones con el lenguaje de lo que no es ficcional. Dos textos de Ficciones, “Pierre Menard, autor del Quijote” y “Examen de la obra de Herbert Quain”, se escriben con el formato discursivo de la crí-tica literaria. “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Tres versiones de Judas” y “La secta del Fénix” convocan la retórica de la información, de la transmi-sión de un saber, citando una enciclopedia o recabando datos dispersos. Sólo quien desencuentre el afán de pura invención que impulsa esas páginas, el juego e incluso el humor que en más de un momento las habitan, puede atribuirles por engaño aspereza o frialdad. Otros cuentos ensayan en cambio una indagación narrativa de lo que es o promete ser infinito. Su insuperable acierto, en todo caso, lo que en ellos des-lumbra y abisma, es que Borges no se limita a designar la infinitud, a señalarla o a decirla. Borges inventa colosales máquinas de infinitud, las contempla con un equilibrio inaudito, y las pone a funcionar ante los

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ojos del lector. Las combinaciones del azar en “La lotería de Babilonia” no sólo son infinitas, sino que crean un infinito; como crean un infinito las combinatorias posibles de las letras en los libros de “La biblioteca de Babel”. El juego inquietante entre el soñador y lo soñado de “Las ruinas circulares” funda también su propia secuencia ilimitada, porque cada realidad del que sueña es soñada a su vez por otro desde otra realidad. Y tampoco hay límite para las bifurcaciones de “El jardín de los senderos que se bifurcan”.

El milagro de ese jardín es que es capaz de multiplicar el tiempo, con-vertirlo en tiempos distintos y coexistentes. Algunas páginas después, dentro de este mismo libro, otro milagro con el tiempo se propone: el milagro de detenerlo. Es lo que sucede en “El milagro secreto”, en el afán, comprensiblemente borgeano, de que la realidad del mundo cese para así supeditarse al imperio de los propósitos artísticos. Y luego la memoria de Funes, la atroz memoria de “Funes, el memorioso”, ¿no provoca otra clase de milagro temporal? Esa terrible memoria es infinita: tan infinita como las bibliotecas infinitas o como los infinitos azares. En su lógica terrible de recuerdo sin olvido, nada se pierde, hasta el punto de que es lo mismo recordar que percibir, evocar que registrar; se vuelven así lo mismo lo que pasó y lo que pasa, lo mismo el pasado y el presente.

Ficciones contiene asimismo otra zona reconociblemente borgeana: la de los relatos de duelos. Más allá de algún posible y dudoso rastreo de esencias o empecinadas búsquedas de sentidos hondos, puede que con-venga destacar en lo borgeano ante todo el propósito literario. El duelo es para Borges más que nada un dispositivo de narración. Un formato tan sencillo y tan perfecto que le permite narrar, y narrar siempre como un duelo, las más diversas historias. En “La muerte y la brújula” cuenta una investigación policial con enigma, en “El fin” reescribe una parte de Martín Fierro, en “El sur” cuenta un destino y una lucha radical entre la vida que se vive y la vida que se lee. Cada uno de estos duelos finales prueba alguna forma particular de enfrentarse con el otro: el otro de-seado, el otro que atrae (“La muerte y la brújula”), el otro que soy yo y que me convierte en nadie (“El fin”), el otro que me revela la verdad de quién soy yo (“El sur”).

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Que el uno y el otro se oponen pero son el mismo es la idea narrativa que sostiene “Tema del traidor del héroe”. Y que es mejor convertirse en otro, convertir en otro al yo, para poder así contar, es el fundamento narrativo de “La forma de la espada”. Es la misma verdad que se descu-bre en el duelo: que ese otro al final soy yo. O que no existe otra posi-bilidad para el yo, si quiere narrar, que convertirse para eso en otro. Esa verdad, no sé si de la condición humana, no sé si de la vida misma, es sí una verdad de la literatura, y una prueba más de la maestría de Borges.

23 Prólogos / Bestiario antirrealista

Bestiario antirrealistaNoé Jitrik

Cuando Cortázar publicó Bestiario, en 1951, no tenía todavía la pre-sencia argentina y latinoamericana que llegaría a tener después de que apareció Rayuela, en 1963. La extraordinaria repercusión que tuvo este libro, uno de los pilares del “boom” de la literatura latinoamericana, hizo volver a su obra anterior, no sólo a un cada vez más vasto público sino también a la crítica que respecto de Bestiario había sido positiva pero contenida dentro de los límites del círculo literario del que su au-tor formaba parte. En ese retorno, Bestiario consolidó, pero ampliada, la importancia que en su momento le había sido adjudicada pero en un ámbito reducido, dominado por la revista Sur y entre aquellos que habían conocido algunos de esos cuentos, anticipados en Sur y, sobre todo, sus perspicaces ensayos literarios que habían salido en revistas, sobre todo en Realidad, una de las más importantes y de más alto nivel intelectual de los años previos a Bestiario. En 1952, Cortázar dejó la Argentina para siempre, físicamente, no en su imaginario ni en sus figuras más entrañables ni en sus problemas más acuciantes; radicó en París, ciudad que también lo inquietaría más con su misterio que con su encanto y, salvo esporádicamente, nunca volvió a la Argentina que siguió siendo, no obstante, un lugar nostálgico y pensado, evocado sin cesar y transformado a medida que su poética iba cambiando y le iba proponiendo nuevas experiencias de escritura e iba ampliando su universo, tanto intelectual como político.

Pero, no obstante su alejamiento su obra era recogida y cada vez más leída en el país hasta el punto de que no muchos años después fue con-

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siderado uno de los más relevantes escritores argentinos y su obra una de las más significativas en los doscientos años de literatura, junto a Borges y Bioy Casares entre los contemporáneos, infaltable en cualquier canon que se estableció y aun que se quiera establecer. La misma suerte corrió en gran medida en el ámbito mayor de la literatura latinoameri-cana así como en Europa, donde fue traducido y algunos de sus relatos pasaron al cine de la mano de grandes realizadores.

Sin discutir la solidez y significación de su obra entera, muchos juzgan críticamente y toman cierta distancia respecto de sus novelas (Los pre-mios, Rayuela, El libro de Manuel) y, en cambio, celebran sin reticencias sus cuentos y los textos que juegan más caprichosamente y son incla-sificables (Pameos y meopas, La vuelta al día en ochenta mundos, 62, modelo para armar, Último round, Los autonautas de las cosmopista).

Los cuentos (Bestiario, Final de juego, Las armas secretas, Todos los fuegos el fuego, Queremos tanto a Glenda, Octaedro) son considerados expresiones perfectas de las condiciones que debe satisfacer este tipo de textos, por no llamar “género” a lo que se conoce como “cuentos”, y, en ese sentido, se sitúa con facilidad a Cortázar en una línea que va de Lugones a Borges pasando por la obra de otros reconocidos maestros, como Payró y Quiroga. Las llamadas novelas, en cambio, con ser ricas en ideas y personajes –muy reconocibles y algunos muy perdurables, como la siempre invocada “Maga”- no tendrían la redondez, en su propio pro-pósito y campo, que tienen los cuentos en el suyo. El tercer tipo de tex-tos, por su lado, por ser de una estructura más suelta, que se juega en lo argumental muchas veces paródico, es apreciado por sus originales ocu-rrencias más que porque respondan a determinado código o género.

Los cuentos que integran Bestiario han sido leídos en su momento y así siguen siendo leídos como literatura fantástica, emparentados con los de Borges, Bianco o Bioy Casares; desde el punto de vista de las soluciones narrativas a sus temas bien podría aceptarse esa calificación

25 Prólogos / Bestiario antirrealista

aunque, sin duda, no incluyen los tópicos característicos de ese modo; no hay fantasmas ni aparecidos en ellos, no hay efectos de terror, no hay ultratumbas ni seres extraños venidos de otras partes o salidos de sueños tenebrosos, y la extrañeza que se desprende de ciertas situacio-nes sólo tiene que ver con lo que se oculta en los hechos más normales y hasta triviales, en las amenazas que pueden provenir de los “otros”, en el deterioro de las relaciones, en los secretos que se han tratado de guardar y que se desprenden de su encierro para desconcertar a los desprevenidos o ingenuos.

Tal vez se pueda ver en esa peculiaridad rastros del surrealismo, poética que preconiza la posibilidad de descubrir y poner de relieve lo siniestro que está en todas las cosas y situaciones; esa atribución no sería arbitra-ria pues Cortázar simpatizó con ese movimiento y en especial con una de sus prolongaciones, la curiosa tendencia conocida como “patafísica”, que tuvo cierta presencia en la Argentina antes de su partida, aunque no parece haber sido un militante de las ocurrencias de Alfred Jarry, su propiciador y teórico.

El que, por ejemplo, alguien se ahoga al tratar de ponerse un puló-ver propone la descomunal dimensión de los objetos que se vengan de quienes los usan, o que los pasajeros de un ómnibus miren mal a una pareja que se ha formado ocasionalmente y el viaje parezca no tener fin, o que un dolor de cabeza, una jaqueca simple y corriente, genere una sensación de pérdida así como tiembla el piso de todas las conviccio-nes cuando una hermosa muchacha mete cucarachas en los bombones que ofrece amorosamente, no reside en el orden de una retórica de lo fantástico sino en imprevisibles estallidos de la realidad que el ojo del escritor es capaz de percibir y de transcribir.

Ésta es una característica de todos los cuentos, de una situación or-dinaria que de pronto cambia de carácter brotan amenazas que, sin perder parsimonia ni compostura, sin exclamaciones, el relato recoge

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asumiendo los cambios de temperatura y los normaliza, es como si co-mer bombones rellenos de insectos fuera algo normal y corriente o es-cuchar ruidos de gente que se desplaza y ocupa la casa que es de uno fuera aceptable o comprensible, o asfixiarse con un pulóver sucediera por mero apresuramiento o error de cálculo, y que todo eso, al producir un efecto no deseado, respondiera a un lógica “otra” que pone en evi-dencia las limitaciones de la lógica corriente que, después de todo, se apoya en verosimilitudes.

De modo que no se trata sólo de pura sorpresa sino de una puesta en cuestión de al menos dos órdenes: por un lado, hace temblar “lo com-prensible” y aun las condiciones mismas del conocimiento puesto que los datos son engañosos y las conclusiones se dirigen a lugares impen-sables; por el otro, postula una teoría de la inverosimilización como mecanismo narrativo, se aparta del realismo tradicional y consolidado en las maneras de narrar y de leer.

Uno de los cuentos, “Casa tomada”, quizás el más frecuentado y cono-cido, gozó, más que los restantes, de una interpretación que parecía muy convincente y muy esperable en la época en que apareció; el autor, inequívocamente instalado en un notorio antiperonismo, como persona, no como “Autor”, puesto que nada había escrito sobre ese tema que hizo correr ríos de tinta hasta el presente y desde que apuntó en la sociedad y en la historia argentinas, no pudo, para esa interpretación, sino referir metafóricamente el ánimo de aquellos que veían en la irrupción de las masas una invasión bárbara, Sarmiento redivivo, una desconocida y per-versa fuerza que expulsaría a los legítimos dueños de sus lugares propios y sagrados por eso mismo, o sea por ser los legítimos dueños. Pero, sin que por eso se niegue que tal estado de ánimo existía, y que probable-mente era compartido por Cortázar, esa lectura resulta insuficiente para comprender una narración cuyo alcance es otro, más amplio que una mera metáfora, política por añadidura; me animo a proponer que con sólo dejarse llevar por la respiración anhelante de una prosa en la que

27 Prólogos / Bestiario antirrealista

palpita una inminencia, ya se está en otra dimensión para entrar en la cual hay un puente tendido sobre un flujo verbal calmo, controlado por una sintaxis luminosamente armoniosa, sin ruidos, sin estridencias, sin nada, más que esa respiración, que aclarar.

Pero se trata del arte del cuento y de un cuentista que los produce: se diría que la instancia de este tipo de estructura es esencialmente ver-tiginosa y perturbadora a causa de la necesaria proliferación temática que la justifica, por oposición a la novela que supone un desarrollo de un tema único; los cuentos, cada uno, también lo hacen, o sea que desa-rrollan un tema único pero ese tema queda encerrado y el nuevo cuento busca otro y así siguiendo, no sería artístico que un tema se reiterara y que todos los cuentos de un cuentista desarrollaran el mismo. Se diría que los cuentistas están asediados por la diversidad lo cual descansa sobre una disposición particular, una suerte de “disparo” de la escritura, una respuesta rápida en la cual el cuentista se juega.

El buen cuentista es, por lo tanto, el escritor que responde a plurales re-querimientos temáticos, les da curso y los resuelve con precisión e iden-tidad, urgido asimismo por la eficacia o sea la obtención de un efecto que puede ser igualmente muy variado, desee la satisfacción por un final feliz hasta un sacudimiento emocional pasando por la sorpresa que neutraliza expectativas y muchas otras posibilidades. Podemos registras esas posibilidades en los cuentos de Cortázar y en particular en Bestia-rio: cada unidad es muy diferente pero todas poseen una definición y, sin embargo, seguramente hay algo común a todas, no sólo ineludibles e inevitables rasgos de estilo sino un fondo, un núcleo que motiva y sostiene una imaginaria búsqueda de algo remoto y perdido.

Entre lo diferente y lo común, además de la común respiración, hay al-gunas imágenes que iluminan las narraciones en las que se encuentran: si en “Casa tomada” la casa es un recinto de pérdida (de espacio) y limi-tación (de la propiedad) del que se es expulsado, en “Cefalea” la cabeza

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es una casa que, al mismo tiempo, porque es un recinto de dolor, es un enemigo (interno). Luego, es el enemigo el que expulsa lo cual determi-na que lo que se relata de diverso modo es un expulsión respecto de un interior de doble naturaleza y, por otra, que la expulsión es el motor de todos los cuentos: alguien vomita conejitos, los ocupantes del ómnibus expulsan a la pareja, la novia de los bombones expulsa a los pretendien-tes –una Penélope que no espera a Ulises-, los misteriosos ocupantes de la casa a los hermanos.

Se diría que la expulsión es de algo que los protagonistas, o sea por extensión y representación los humanos puesto que un personaje, que ciertamente no es una persona real, protagonista o no, es una enti-dad verbal de índole antropomórfica, llevan dentro, como una ignorada carga, como una tensión que el relato logra concretar ya sea en forma de un desdoblamiento, como en “Lejana”, ya de una presencia exterior, como en “Ómnibus” o en “Casa tomada”, ya de un ataque del adentro, como el dolor de cabeza de “Cefalea”. Ese interior emerge a la manera en que Mr. Hyde está dentro del “Dr. Jekyll y espera pacientemente el momento de salir y, cuando por fin sale, no hay nada que hacer, no hay redención, es una especie de triunfo de aquello que está replegado, apa-rentemente, en estos relatos, en las personas pero, poéticamente –me refiero a la idea surrealista- en las cosas y sobre todo en las palabras. ¿Residuo psicoanalítico? ¿Perfume de esquizofrenia? Puede ser pero por pura estructura, no por indicación, el psicoanálisis apenas empezaba su florecimiento en la Argentina y no había calado tan hondo como lo hizo apenas diez años después.

Un riesgo se presenta al tratar de entrar en un texto, en este caso en un conjunto, no ya para “interpretarlo”, tentación que acecha a todo lector atrapado por el encanto de un texto, sino para entenderlo y a partir de ahí, para disfrutarlo, eso que llaman “el placer del texto”, que sería el pro-ducto de una lectura más plena y completa; ese riesgo es de la posibilidad de que, al determinar mecanismos o procedimientos, se explicaría no sólo

29 Prólogos / Bestiario antirrealista

lo que ese texto o conjunto “dice” sino también una manera o peculia-ridad de su conformación y aun, y por fin, un valor, como culminación de todo el movimiento; correlativamente, y en este punto, si de eso se trata se podría llegar a sostener que tal valor explica la posición de ese texto o ese conjunto en ese conjunto mayor llamado literatura. Y sigue y aumenta el riesgo: de ahí las comparaciones, las posiciones, los alinea-mientos y, como conclusión, el canon entendido como punto de llegada, la indiscutida consagración lo cual, en consecuencia, frenaría una lógica y natural actitud crítica que es la que, en definitiva, permitiría completar y perfeccionar el acto de lectura y rendir el homenaje que corresponde a un escritor que no sólo urde historias en soledad y lo hace bien sino que, por añadidura, enriquece a quien se acerca a sus textos.

Cortázar prosigue, después de Bestiario, escribiendo cuentos; las líneas ge-nerales de su imaginario siguen siendo las mismas o semejantes pero, como es natural, nuevas percepciones e inquietudes guían su escritura. Acaso su celebridad, porque la obtuvo, descanse más que en Bestiario, pese a su ri-queza, en nuevas piezas cuyas imágenes impresionaron mucho y son ob-jeto de citas frecuentes; en ese sentido “El perseguidor”, transformación narrativa de la gloria y la penuria de Charlie Parker, y “Reunión”, homenaje y recuperación de la humanidad revolucionaria de Ernesto “Che” Guevara, entre otros textos, trazan nuevas líneas significativas que indican hasta qué punto el universo poético e intelectual de Cortázar era amplio y definido.

En suma, dicho como culminación de este acercamiento, su incesante pro-ducción, la firmeza de su trazo y sus constantes búsquedas de nuevas posi-bilidades de escritura, sus cambios de registro y su arrojo para dejar de lado formas adquiridas y eficaces, hablan de una gran madurez que le es inhe-rente pero que irradiando sobre la literatura argentina entera también la califica. De ahí el adjetivo “cortazariano” que al aplicarse a otros escritores y escrituras implica un arraigo y una resonancia: es una poética y un modelo que se imprimieron en un imaginario de fecunda producción.

31 Prólogos / La escritura de Zama

La escritura de ZamaFederico Jeanmaire

Antonio Di Benedetto nació en Mendoza el 2 de noviembre de 1922 y murió en la ciudad de Buenos Aires el 10 de octubre de 1986. Podría agregar más datos a su biografía: por ejemplo que fue periodista, que la última dictadura militar lo mantuvo preso durante más de un año, que luego tuvo que exiliarse y que, como escritor, publicó varios libros de cuentos y algunas novelas, entre ellas Zama, la fundamental, en 1956.Todavía podría agregar otros muchos datos.

Pero no. No lo voy a hacer. No es mi intención, repetir acá, aquella información sobre su vida que resulta bastante fácil encontrar en cual-quier otro sitio. La idea de sumar esos pocos datos y de colocarlos así, uno detrás del otro, con cierta prolijidad, tiene que ver con exhibir al-gunas decisiones de escritura. Las mías, en este caso. Y contraponerlas, de modo explícito, a las decisiones que tomó Antonio Di Benedetto a la hora de sentarse a novelar otra vida, la vida de don Diego de Zama.

Un escrito es, entonces y en principio, una sumatoria de decisiones. Decisiones sobre el contenido de lo que queremos dar cuenta, sobre la forma en que presentaremos esos contenidos y, por último, sobre las palabras que elegiremos a la hora de llevar esos contenidos con su forma al papel. Y no sólo me refiero a los escritos literarios; cualquier escrito plantea los mismos dilemas. El abogado que presenta una de-manda ante un juzgado o el laboratorio que acompaña un remedio con su correspondiente prospecto, también deben decidir previamente di-chas cuestiones. En esos, y en otros muchos casos, las normas que deben seguir para su formulación y el diccionario que deben utilizar, a fin de

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lograr sus objetivos, están muy acotados. Deben ser muy precisos, quiero decir, no pueden fallar. Y eso ocurre porque, finalmente, en esos casos la escritura funciona como el soporte necesario para comunicar algún asunto específico.

Allí, entonces, es donde radica la profunda distinción entre la literatura y el resto de las escrituras humanas.

En la literatura, la escritura no es un mero soporte de otros asuntos, el medio para alcanzar un fin determinado, sino el asunto en sí mismo. De ahí que las formas y los contenidos presenten infinitas variantes y el diccionario que tendrá a su disposición el escritor, a la hora de sentarse a escribir, sea la lengua en su totalidad.

Di Benedetto elige, entre muchísimas posibilidades, un narrador en pri-mera persona: será el propio Diego quien cuente la historia. Sin em-bargo, esa es sólo una de las muchas decisiones que tomará; la inme-diatamente siguiente, será proponer un relato fragmentado, parcial y hasta arbitrario. El protagonista no contará con prolijidad, como hice yo al comienzo de este texto, toda su vida, sino que le bastarán tres años: 1790, 1794 y 1799, que a su vez funcionarán como títulos de los tres largos capítulos en que se subdividirá la novela. Tres fragmentos que, paradójicamente, pretenden no dejar nada de lado, ningún dato, por mínimo que ese dato sea: aspiran a contar absolutamente todo lo ocurrido durante esos períodos. Cada día, desde la mañana a la noche, sin dejar de lado, incluso, algunos sueños. El fragmento y la totalidad, juntos, al mismo tiempo. Elegirá palabras, también. Un diccionario sal-picado de términos más o menos arcaicos o en desuso que dé cuenta, de un modo lingüístico, que la historia relatada ocurrió hace muchísimo tiempo. Y, por último, diseñará una disposición de esas palabras elegidas sobre el blanco de la página, que no siempre respetará las más básicas reglas sintácticas, algo que ningún abogado ni ningún laboratorio, ja-más, se animarían a hacer.

33 Prólogos / La escritura de Zama

Diego de Zama está solo y olvidado por el mundo en la gobernación de la Asunción del Paraguay colonial.

Espera. Espera a que le llegue el traslado hacia algún sitio más acorde con sus títulos y con sus ambiciones personales: Santiago de Chile o Buenos Aires. Pero ese traslado no llega. Nunca llega. Y el hombre in-tentará vivir, mientras tanto.

Marta, su mujer, no lo acompaña, ha quedado lejos, también a la espera de tiempos mejores. Sólo irrumpirá a través de las cartas que, muy de tanto en tanto, llegarán al viejo muelle. Por eso, en el mientras tan-to, aparecerán otras mujeres: Luciana, Rita y alguna mestiza en 1790; Emilia, Sumala, Tora y la oscura señora que habita una casa vecina en 1794. Mujeres que lo ayudarán. A sobrevivir económicamente o a pa-sar el tiempo muerto o a imaginar que, a través de su mediación, en algún momento próximo del futuro, el ansiado traslado finalmente va a suceder. También habrá hombres en los alrededores de la espera y el olvido de Diego. El gobernador, Ventura Prieto, Piñares y Bermúdez en 1790; otra vez el gobernador y Manuel Fernández, su secretario, en 1794; Vicuña Porto, el capitán Parrilla, los soldados y los indios en 1799. Sin embargo, los hombres no lo ayudarán: o bien lo salvarán o bien lo condenarán, sin medias tintas.

¿Qué es la vida? Esa parece ser la delicada pregunta que instala en la ca-beza del lector la novela de Di Benedetto. Una pregunta que nos atañe a todos y cada uno de los seres humanos. Una pregunta que, como tantas otras, no tiene respuesta o, lo que es casi lo mismo, tiene demasiadas. Por eso, quizá, exista algo llamado literatura.

Diego de Zama ha sido arrojado por el mundo y su propio pasado en la Asunción del Paraguay de fines del siglo XVIII. No sabemos mucho más que eso. Y al texto tampoco le interesa, mayormente, referirse a la cuestión. Sólo le importa el presente absoluto de cada fragmento que va

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a elegir contar. Y su manera de escribir la falta de interés se manifiesta en la ausencia de referencias a ese pasado. Interesa lo que acontece, el momento, la vana ilusión del tiempo que vendrá o de la otra vida que le aguarda al protagonista una vez que llegue, por fin, aquel traslado tan ansiado. Sólo le importa, a Zama, narrar la existencia o, mejor, el mien-tras tanto. Esa a veces absurda, siempre única, manera que tenemos de ser en el mundo.

Pero vayamos por partes.

1790. La imagen con la que comienza el texto es brutal. Un mono muerto, no descompuesto todavía, lucha contra los palos del muelle y Diego es-cribe: “Ahí estábamos, por irnos y no”. Brutal y precisa, la imagen que los involucra a ambos, al mono y al protagonista. Unas pocas líneas que, justo al inicio, exhiben, de modo aparentemente casual, la significación profun-da de la novela. Y digo aparentemente porque, como veremos después a lo largo de la lectura, el entramado de significación y casualidad, será la maquinaria sobre la que se asienta la construcción del texto.

Quiero decir que nada es casual ni nada es especialmente significativo, en la historia de Zama. O todo lo es. Igual a como ocurre en otra cual-quiera existencia humana. O en otro cualquier mientras tanto.

Sin embargo, muy a pesar de la brutalidad de la imagen inicial del mono muerto sobre la superficie del agua, la impresión que nos queda, como lectores, es que la novela que acabamos de inaugurar podría haber em-pezado un rato antes o un rato después, indistintamente. Diego escribe sus peripecias cotidianas, dándoles a cada una la exacta dimensión que cada una de esas sucesivas experiencias poseen.

Las cosas ocurren y él está ahí para escribirlas tal como ocurren. Obser-var a una mujer, que desnuda toma un baño, o intentar aprovecharse de la fragilidad de otra a partir de cierto saber que tiene sobre ella. Dejar

35 Prólogos / La escritura de Zama

que exilien injustamente, y por su entera culpa, a Ventura Prieto o ima-ginar las casi infinitas posibilidades amatorias del oficial Bermúdez. Ir a una reunión social o dejar de ir. Salir a caminar por calles que no llevan a ningún sitio o quedarse encerrado en su habitación. Ilusionarse, cada vez que puede, con su próxima partida o desilusionarse, ante el menor indicio en contrario, porque esa partida jamás va a terminar por suceder.

Las cosas ocurren, entonces, porque Diego está ahí para escribirlas. Si él no está, las cosas dejan de ocurrir. Y la escritura, también. Sobrevendrá, entonces, un punto final y el blanco de la hoja.

1794. Después del blanco, el inicio del nuevo capítulo no planteará una imagen brutal, como en 1790, sino una idea metafísica. La idea de un dios que está solo y aburrido, mientras otros dioses lo acechan y ni si-quiera el hombre, su más lograda creación, puede devolverle la mirada. Dios está tan solo como cualquier hombre. Como el mismísimo narrador, por ejemplo. O dicho de otra manera: el cadáver del mono parece haber sucumbido por completo, en 1794, a los embates del río. Ahora Diego de Zama convive con Emilia. Y ya casi no se ilusiona con su pronta partida del Paraguay. Quiso ser padre en algún momento no escrito, durante el blanco que ha dejado el texto, y ahora su hijo sobrevive poco menos que como un animal en medio de la pobreza extrema. La mujer, harta de su incapacidad para hacerse de algún dinero, finalmente lo echará del rancho. Irrumpirá, entonces, la singular figura de Manuel Fernández.

Manuel es escritor. Escribe cosas que Diego no entiende. Pero a instan-cias del gobernador, se convertirá en su secretario y enseguida compar-tirá su mismo escritorio. Con el paso de las páginas, también compartirá con él su dinero, su comida y, un poco más adelante, terminará por quedarse con Emilia, con el rancho, y hasta hará suyo a su propio hijo. En algún sentido, o en todos, Manuel Fernández se apropiará de la vida de Diego. Sólo le dejará el protagonismo futuro de la narración en la casa de Soledo; una casa y un vecindario repleto de figuras más o menos

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espectrales, casi todas femeninas. Y poco más. Muy poco más. Hasta que sobrevenga el próximo punto final y el próximo blanco.

1799. El último capítulo no comienza con una imagen brutal de la es-pera ni con una idea que dé cuenta de la soledad de dioses y de hom-bres. No. El último capítulo comenzará con un Diego que se anota en la legión que saldrá en busca de Vicuña Porto, el provocador de todos los males que asolan por esos días a Asunción. Nos encontramos, entonces, con un Diego harto de esperar y, aparentemente, decidido a pasar a la acción. Sin embargo, a poco de iniciada la búsqueda, descubriremos que no ocurre tal cosa. El viaje con el capitán Parrilla enseguida se hace incómodo. Y, apenas un rato más tarde, pierde todo su sentido: Vicuña Porto es uno de los integrantes de la cuadrilla que, justamente, ha sa-lido a buscarlo. Otra manera de escribir el mientras tanto, el capítulo tercero. O de escribir la vida desde otro paisaje. Después, Diego delatará a Vicuña Porto, la cuadrilla se revelará, ahogará al capitán Parrilla en el río y llegará el desenlace.

Los blancos.

Antes del final, quisiera referirme a los blancos de Zama. A los múltiples espacios no escritos de la novela, quiero decir.

En blanco queda el pasado de Diego: lo previo, sus andanzas anteriores al inicio del texto. Así lo escribe el narrador al final del parágrafo 27, en el segundo capítulo: “El pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió.” También en blanco queda lo ocurrido entre 1791 y 1793, y entre 1795 y 1798. Y en blanco, más allá del punto que clausura la no-vela, queda su resto de vida o su muerte. Los blancos, en estos casos, son una suerte de espacios mudos en donde se amontona todo aquello que el narrador no ha querido contar. Un antiquísimo recurso literario. Sig-nificativos, también, por la decisión que implica dejarlos de lado. Pero hay mucho más blanco en Zama. Si tomáramos, al azar, algunos libros

37 Prólogos / La escritura de Zama

publicados, al igual que la novela de Di Benedetto, en la Argentina de la década del cincuenta del siglo veinte, nos encontraríamos con textos cargados o incluso sobrecargados de palabras, sin lugar y sin tiempo para el punto y aparte. Textos muy preocupados por la economía, que entendían a la página como una geografía a conquistar, a llenar de sentido a partir de la acumulación. El blanco, entonces, era leído como un verdadero desperdicio. Evidentemente, Di Benedetto no pensaba lo mismo que muchos de sus contemporáneos. Le gustaba cortar los párra-fos, estampar un punto y aparte cada vez que se le ocurría, sin atender demasiado a la corrección de la sintaxis ni a la valoración literaria que esa suerte de despilfarro de significación podía provocar en el mundo literario de aquellos tiempos. Decisiones personales acerca de la lengua. O, dicho con otras palabras, un estilo. Eso único que hace que nos resul-te tan fácil reconocer a simple vista cualquiera de sus libros.

Una última y doble cuestión. La escritura y el desenlace.

Zama es una de las grandes novelas argentinas. De esas pocas que se cuentan con los dedos de las manos que, precisamente, le van a cortar a su narrador protagonista en el final del libro.

La escritura aparece de diversas formas a lo largo del texto. Por ejem-plo en las cartas que le envía Marta, su mujer, sobre todo en 1790, o, también, en los papelitos que le hace llegar la oscura señora de la casa vecina en 1794. Además de que la función de Diego sea la de asesor letrado del gobernador y, muy de tanto en tanto, deba redactar algún escrito para él. Sin embargo, la irrupción crucial del tema en la novela, está ligada a la aparición de uno de sus personajes, Manuel Fernández. Manuel provoca el enojo del gobernador: utiliza el horario laboral para escribir cosas personales, inútiles. E inentendibles: Diego leerá una de sus páginas y no podrá comprenderla. Fernández se defenderá: dirá que no sólo escribe sino que además es un creador y que, quizá, en el fu-turo sus nietos encuentren entre el polvo esos escritos y recién ellos

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estén preparados para entenderlos. Diego, entonces, le responderá con alguna frialdad que, seguramente, también dentro de ciento cincuenta años habrá restricciones y censuras. Otras, distintas a las actuales, pero las habrá. La frialdad de sus dichos, se parece demasiado a un saber: ciento cincuenta años es el tiempo exacto que media entre la historia narrada y la fecha de su publicación. Y algo más, todavía. Unas pocas páginas des-pués, Diego le preguntará a Manuel por sus escritos y este le contará que se los ha regalado a un viejo que andaba de paso por Asunción y que se quejaba por no tener nada para leer. Pero Manuel, no nos olvidemos, será también quien se apropie de la vida de Diego: comenzará por ocupar su escritorio, continuará casándose con Emilia y terminará por adoptar a su hijo y darle su apellido. Se apropiará de su vida así como cualquier escri-tor acostumbra apropiarse de la vida de sus personajes. La escritura será, además, aquel asunto escondido que precipite el desenlace.

Diego va a escribir en un papelito ennegrecido, hacia el final de la no-vela y sirviéndose de la sangre de un ñandú que ha cazado uno de los soldados: “Marta, no he naufragado”. Luego pondrá el papel dentro de un frasco, lo cerrará y lo arrojará al río. Alguien lo descubrirá y eso significará su condena. Sin embargo, no lo matarán, sólo le cortarán las manos. Y Vicuña Porto le avisará al oído, para que los demás no lo oigan, que si hunde los muñones en la ceniza del fogón, puede que no se desangre y alguien lo ayude a sobrevivir.

Sobrevivir, otra manera de decir mientras tanto. Y la escritura, justa-mente esa tarea que no se puede realizar sin las manos.

39 Prólogos / Martín Fierro

Martín Fierro Mario Goloboff

Es todavía casi ignorado y desconocido en nuestro país el conmovedor testimonio, útil y enriquecedor para la literatura de todo lugar y de todo tiempo, de don Joaquín Castellanos. El poeta salteño, en aquella época famoso y también casi olvidado hoy, cuenta que, a principios de 1886 (el año en que muere don José Hernández), el estado político de la sociedad argentina era de relativa indiferencia y poca actividad de los partidos.

“El de más movimiento –detalla–, porque contaba con mayor fuerza popular, era el que sostenía la candidatura del doctor Dardo Rocha para presidente de la República. Como representante de esa actividad política fue enviado a Salta a principios de aquel año don José Hernández.

“Las atenciones que se le dispensaron fueron dirigidas al hombre político. Al poeta no le tuvieron presente. La mayoría ignoraba, en aquel tiempo, hasta la existencia del poema Martín Fierro, cuya primera parte se había publicado diez años antes. Los pocos que allá conocían algo de la obra, la conocían solamente por los trozos popularizados y, sobre todo, por las frases criollas convertidas en dicho común, como aquélla de <va ca-yendo gente al baile>. Pero aún los que sabían que Hernández era autor de aquellos versos, no los tomaban en cuenta para caracterizar al poeta. Creían que su composición había sido un pasatiempo juvenil, una payada de circunstancias sin valor alguno como producción literaria”.

Líneas más abajo prosigue: “Era un almuerzo de pocas personas, pero entre las que estaban los más destacados intelectuales de Salta, que se hizo en una quinta vecina a la ciudad. A la hora de los brindis, el minis-

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tro y anfitrión (Avelino Costas) se levantó, y en vez del speach regla-mentario, leyó, con entonación vibrante, una composición en verso que me estaba especialmente dedicada, y que él llevaba impresa en una hoja suelta. Yo la conservé por mucho tiempo porque era especialmente ha-lagadora, aún cuando ya entonces la reconocía excesiva. Pero más que todo me impresionó desfavorablemente el hecho a que voy a referirme y que constituyó el motivo por el cual tiene valor el presente recuerdo como referencia de un raro fenómeno de carácter psicológico.

“Después de leer sus versos, Costas habló en prosa en homenaje al otro obsequiado principal en la fiesta, a Hernández, pero sin mencionarlo sino de paso como poeta, y enalteciéndolo sólo como político y hombre de gobierno. Había sido un buen ministro de Hacienda de la provincia de Buenos Aires, y en aquel momento representaba el poder político más importante de la República en oposición a la influencia presidencial.

“Fue en este carácter que se hizo destacar principalmente el valor de la personalidad de Hernández. El poema Martín Fierro no fue siquiera mencionado, como si se temiera ofender la susceptibilidad de un hom-bre serio, aludiendo a una debilidad de su juventud o a una futileza. Sinceramente, aquellos personajes solemnes y campanudos que provo-caban discursos fervorosos en honor al político, creían que los versos gauchescos de Martín Fierro eran una humorada de Hernández, como la improvisación de don Avelino Costas, que él denominó payada.

“Yo era ya, lo que fui desde el principio en que leí Martín Fierro, un ad-mirador del poema y un defensor de los valores poéticos en los cenáculos literarios de la Capital, donde aquella obra estaba descalificada. Recuerdo que en las tertulias literarias en casa de Rafael Obligado, que fueron por mucho tiempo un centro activo de vida intelectual, discutimos mucho el tema. Y lo hacíamos con calor y vehemencia: yo afirmaba mi convicción de que se trataba de una obra poética vigorosa, destinada a vida perdura-ble, y mis contradictores sostenían que eso no era arte ni literatura” (1).

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Así, el autor del poema nacional por antonomasia, el de nuestra Eneida, el de nuestra Chanson de Roland, el de nuestro Cantar del mio Cid, el de nuestro Kravelich Marko, el de nuestro Huckleberry Finn, termina sus días poco menos que despreciado por sus contemporáneos intelectuales y escritores y, sobre todo, desconociendo él mismo que les ha entregado, a ellos y a todos sus compatriotas, presentes, futuros, una obra mayor.

Cosa que, se sabe, ya temía o presentía desde el inicio. Como sostiene Raúl Dorra, basándose en lo que el propio autor escribe en sus “Cuatro palabras”, que hacen las veces de prólogo a La vuelta…, y también en el Prólogo a la 8va. edición del primer libro, de 1874: “Lo cierto es que Hernández, si bien está seguro del valor moral de su obra, no lo está tanto de su valor estético” (2).

Una enorme confusión, que muchas otras veces se ha producido en la historia del arte y de las letras, se manifiesta aquí entre el plano ético y el estético, y un permanente trasvase de uno al otro, lo que lleva a poner a cuenta de la calidad de la obra sus valores morales, ideológicos, políticos, sociales (algunos de ellos, como la mirada sobre el indio, el ne-gro, el inmigrante, etc., bien relativos y discutidos a lo largo del tiempo). El primero en intuir aquel camino algo impuro fue sin duda el propio Hernández en sus prólogos y notas. Y es probable que su señalamiento haya creado también las iniciales resistencias. Porque la historia de la recepción crítica del Martín Fierro es la historia del deslinde de inte-reses, banderías, oposiciones sociales y nacionales en pugna. Y elude, como siempre, las cuestiones artísticas y literarias fundamentales que son las que, no única pero sí predominantemente, explican por qué se cimienta en la memoria colectiva una obra así.

José Hernández llevaba “adentro” este texto quizás desde la infancia, y él surgió, como suele ocurrir, un poco casual, otro poco voluntaria-mente, en su exilio en Santa Ana do Livramento, a donde lo habían destinado las rencillas intestinas, su participación, una vez más, en las

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contiendas domésticas, en esta ocasión en Entre Ríos y en la derrota de Ñaembé por parte de los seguidores de López Jordán frente a las tropas nacionales. Allí, “a casa da rua Rivadavia Correa 262” (a pocos metros de la casa de Don Pedro García, comerciante español al que visitaban, “si-tuada à rua Rivadávia Correa esquina com a rua Uruguai”, y cuya esposa Belmira dirá muchos años después: “Era poeta e recitava versos de sua lavra”), allí fueron apareciendo las voces de sus connacionales, y él fue dejándolas hablar, cantar, contar, y también inventándolas, a su modo.

Ésta es una de las causas principales de las tan admiradas perfección e inmortalidad del poema: tomó e incorporó el habla y las voces de sus “paisanos”, las modeló poéticamente y, en una transfusión y una amalgama que permanentemente se producen con las grandes obras, el lenguaje común fue, después, tomando e incorporando el habla y las voces del Martín Fierro.

Para una población casi primitiva (piensa y argumenta Hernández), que no sabe leer o que sabe leer muy mal, la voz debe llegar como palabra viva, como energía sonora en movimiento. Es la palabra, pues, y más que nada el ritmo y la entonación de esa palabra, lo que ha de hendir el aire y arribar al oído receptivo. “El gaucho no conoce siquiera los elementos de su propio idioma –escribe en “Cuatro palabras…”–, y sería cuando menos una impropiedad y una falta de verdad muy censurable que quien no ha abierto jamás un libro siga las reglas de arte de Blair, Hermosilla o la Academia. /…/ El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y majestuosos panoramas se ex-tiende delante de sus ojos. /…/ Canta porque hay en él cierto impulso mo-ral, algo de métrico, de rítmico que domina en su organización, y que lo lleva hasta el extraordinario extremo de que todos sus refranes, sus dichos agudos, sus proverbios comunes, son expresados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con inflexible regularidad, llenos de armonía, de sentimiento y de profunda intención”.

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Recordar esto y decir que José Hernández buscó y dio con su propia voz, su tono, su escritura, es una misma cosa. Fue de los mayores hallazgos, junto con el de encontrar o, mejor dicho, el de permitir que la materia hallara y torneara su forma. En este caso, un largo canto de siete mil cuarenta y dos versos, con cuarenta y dos personajes, en el que se cuen-ta la vida de los campesinos gauchos en lo que se llamaba “la frontera” (es decir, el frente militar en la lucha contra el indio nativo), la vida en la toldería de los mismos indios (donde los temores inconscientes del poeta asoman, oscuros, desconcertantes, casi demenciales) y, una vez en La vuelta…, la vida en los alrededores de Buenos Aires. Sobre el final, una payada construida en los límites de la literatura y de lo verosímil, saca definitivamente al poema de la realidad supuestamente reflejada en él y le insufla dimensiones metafísicas.

Puede ubicarse temporalmente la acción, ya que transcurre en la más inmediata actualidad (lo que carga de valor a eso que se quiere como información, certificación y denuncia), empezando en la época de la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento y culminando hacia finales de la de Nicolás Avellaneda, ya que El gaucho Martín Fierro aparece en 1873, con pie de imprenta de diciembre de 1872, y La vuelta de Martín Fierro se publica en 1879.

En los aspectos testimonial y social la intencionalidad alcanzó su ob-jetivo, reveló implacablemente la situación de esa carne de leva, la de los gauchos (lo que en algún artículo periodístico Hernández señalaba de manera más púdica como “el sistema actual de los contingentes”, que empieza por producir “una perturbación profunda en el hogar del habitante de la campaña. Arrebatado a sus labores, a su familia, qui-táis un miembro útil a la sociedad que lo reclama, para convertirlo en un elemento de desquicio e inmoralidad” (3)), y lo intolerable que era para toda la sociedad que hubiese parias en su propia tierra, que para trasladarse de un lugar a otro entre los pueblos de la llanura pampeana debieran tener un “pase”, carecieran de trabajo y de paga fijos, per-

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dieran su familia y sus pocos bienes a la primera trapisonda policial, o desmanes semejantes que, justo es recordarlo, llegarían hasta bien entrado el siglo XX.

Pero, ciertamente, no sólo por ello (ya que otros discursos sociales se habían encargado, bien o mal, de hacerlo, aquí y en otros lugares de América) tuvo eco el poema, y crecimiento y permanencia hasta hoy. Sino porque en la elaboración del mismo concurrieron, en la cabeza de su autor, la literatura clásica y la romántica, la española desde los orígenes y la gauchesca desde los primeros tiempos (esta última, para indicarle, a la par que lo que tenía qué hacer, casi, especialmente, lo que no tenía qué hacer: más que burlarse, condolerse; más que hacer reír, hacer sentir y pensar). Y, naturalmente, lo que Hernández supo escribir y construir con todo aquello.

Respecto de las primeras, se ha demostrado que hasta algunas senten-cias de Séneca están versificadas en el poema, y hay huellas de sus lec-turas de Jenofonte, Platón, Confucio, Epicteto, Dante, Cervantes, Tasso, Montesquieu. Así como de la visión de la naturaleza y de la tierra, y del yo elemental y primitivo de los románticos.

Respecto de la segunda, la española, Ezequiel Martínez Estrada sostiene que el poeta la recogió directamente y también a través de la gauchesca que, antes, la había aprovechado y acumulado en su propio beneficio. Amén de la copla y el romance y las demás formas métricas de la poesía popular –observa–, están en el libro “el cancionero, la novela picaresca y el teatro de uno a otro Lope (suprimido el escenario)” (4). Y respecto de la gauchesca, lo que ya largamente se ha venido escribiendo sobre el poema como fin y coronación de ella, o como contradicción y parodia, como cierre.

Claro que todo esto se macera en un compuesto donde intervienen, en mayor medida, sus propias originalidades. De las numerosas que se destacan, subrayo la más conocida y la más admirable porque, pienso,

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es asimismo la que más contacto con la voz y el canto establece: la versificación. A partir de una visión general binaria de la realidad y de una poética metafórica de lo parecido y lo diferente, en la versificación sobresalen el uso casi uniforme de la rima imperfecta, el empleo del octosílabo como el metro natural de nuestra lengua hablada y, singu-larmente, la célebre sextina hernandiana. Que algunos atribuyen a un mero corte de la décima de la Edad Media y del teatro del Siglo de Oro (en particular, de La vida es sueño, de Calderón de la Barca), y otros a elementos de la lengua y el verso, junto a diversas manifestaciones culturales, de Rio Grande do Sul.

Sin embargo, mientras muchos estudiosos identifican la vieja tradición “de ciegos”, y de lo que los hispanos llaman “de pliegos”, con el “cordel” brasileño, tanto en uno como en otro, al menos en los casos registrados hasta hoy y más frecuentemente citados en las antologías y estudios específicos sobre el asunto en las dos lenguas, no se recuerda ni hay rastros de la sextina llamada “hernandiana”. Por otra parte, no es de desdeñar la hipótesis de acuerdo con la cual Hernández se habría inspi-rado en un tipo de trova que, en la voz de los cantores, repetía el primer verso blanco de la sextina, transformándola en septina, aunque en su forma escrita continuara siendo una sextina. Esa posibilidad fue suge-rida por Élida Lois y Ria Lemaire, por analogía con el cordel brasileño y con la payada nuestra (5).

En esta Argentina a la que le cuesta tanto desprenderse de sus rémoras y en la cual el tiempo de las estructuras económicas y de las clases socia-les parece siempre detenido, la actualidad del Martín Fierro no debería sorprendernos. En medio de la lucha de discursos antagónicos, mejor en todo caso que la de los sables, poblada de novedosas denuncias a la pobreza por parte de los más ricos de la sociedad, de apelaciones a la institucionalidad por parte de veteranos visitantes de cuarteles y orga-nizadores de puebladas, de defensas de la libertad de expresión por par-

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te de monopólicos manipuladores de cerebros y voluntades, aparecen también, insólitamente, citas de estos versos en alguna inauguración oficial de la Sociedad Rural.

¿Qué hace allí el Martín Fierro, un poema escrito para denunciar la per-secución del gaucho sin tierra, llevado a la guerra y la miseria por la fuerza, por los patrones y la policía, condenado a defenderse como un delincuente, despojado de su mujer y de sus hijos, de su solar y de todos los bienes materiales de este mundo? Justamente, a raíz de ello, el poe-ma fue vapuleado y despreciado, y su autor desconocido y ninguneado como escritor de segunda categoría y, aunque muy popular, escribiente de “cosas del gauchaje”.

El Martín Fierro sólo fue verdaderamente recuperado muchos años después por Ricardo Rojas y muy enfáticamente por Leopoldo Lugones, quien intentó unir la poesía con “la ideología nacional”, darle un papel a la literatura en la formación del Estado y de la identidad, y comenzó a forjar el arquetipo del argentino con su reconsideración del libro, en aquellas seis conferencias en el Teatro Odeón, en 1913, que termina-ría recogiendo en el libro El payador. Lugones venía pensando, rara y originalmente estas cuestiones: la formación de una nación y de una conciencia nacional, y en esa reflexión instaló este texto como el poema épico argentino. Argumenta (un tanto alucinado, tal vez), que la obra de Hernández consagra el ritmo poético vernáculo –el doble galope de las cuatro patas del caballo en el octosílabo– y al gaucho como emblema de la nacionalidad.

William Shakespeare, actor, empresario, sonetista de a ratos y, de a ratos, autor de una obra genial, pasó los últimos años de su vida en Stratford-on-Avon, su pueblo natal, sin escribir una línea, y dejó un testamento en el que no se menciona libro alguno; Arthur Rimbaud revolucionó la poesía moderna, si bien escribió solamente hasta los veintidós años y

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luego se dedicó a la trata de esclavos en África, olvidándose para siem-pre de la literatura y del mundo. Sin suponer ni imaginar que sus versos de justicia y dignidad iban a andar de boca en boca por generaciones de jóvenes, de adultos y de viejos, acompañándolos en trabajos y en horas, José Hernández terminó sus días en la oscuridad.

Batallador político constante, apasionado defensor de causas siempre perdidosas, como suelen serlo las causas populares, denostado, perse-guido, exiliado, numen de la fundación de esa “ciudad futura”, masónica y astral, que es La Plata (a la cual, además, dio el nombre), José Hernán-dez murió, al fin, ignorando que había escrito uno de los libros inmemo-riales de la lengua, un libro que es, ya, memoria de la humanidad.

Notas

1) Joaquín Castellanos, Páginas evocativas, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1981, pp. 788-795

2) Raúl Dorra, “El libro y el rancho. Lecturas del Martín Fierro”, en Historia crí-tica de la literatura argentina (dirigida por Noé Jitrik) volumen 2 (dirigido por Julio Schwartzman), Buenos Aires, Emecé, 2003, p. 253.

3) En el diario fundado por el propio José Hernández en agosto de 1869, titulado El Río de la Plata.

4) Ezequiel Martínez Estrada, “Lo gauchesco”, en Realidad, Buenos Aires, Nª 1, Enero-Febrero de 1947, pp. 28-48.

5) Cf.: José Hernández, Martín Fierro, Edición crítica de Élida Lois y Ángel Núñez. Coordinadores. Colección Archivos nº 51, ALLCA XX, Madrid, 2001.

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Mansilla, el futuro de los ranqueles Esteban López Brusa

“Así son todos nuestros juicios, imperfectos como nuestra naturaleza”. En alguna de las sesenta y cuatro cartas que el coronel del Ejército Lucio V. Mansilla publicó en el diario La Tribuna de Buenos Aires entre el 20 de mayo y el 7 de noviembre de 1870, esta frase y otros cientos de comen-tarios y apostillas al paso exhiben una voz que, aun sujeta al traqueteo de acontecimientos que le hacen lugar, sazona lo estrictamente episódi-co para construir en clave personal el relato de la visita del protagonista a los principales caciques ranqueles del centro de nuestro país. Algo que parece una obviedad se hace presente con fuerza en las misivas a través de una lista abundante de mediaciones narrativas: el segundo tiempo de la escritura, don y dádiva civilizadora. De eso se trata en todo caso una excursión: del salto que va de la cabalgata a la experiencia.

La historia dice que en 1868 el por entonces Presidente D. F. Sarmiento destinó a Mansilla a Río Cuarto para consolidar las líneas de frontera Córdoba-San Luis-Mendoza, quien por las suyas y ya coronel en febrero de 1870 llevó adelante un Tratado de paz con los indios ranqueles sin autorización de los altos mandos. La imagen de un hombre hecho a su propia semejanza e indómito con los encuadres jerárquicos de su institución es una de las nutrientes que hoy recuperamos con mayor facilidad en una personalidad inconstante y por eso mismo reticente a los encasillamientos. Lo cierto es que el pacto tuvo enmiendas presiden-ciales que llegaron acompañadas de reconvenciones para Mansilla, y lo peor, que pusieron en peligro la existencia misma del tratado por el re-celo y la aprensión que comenzaron a mostrar los indígenas. A sabiendas de que cualquier convenio depende antes que nada de la confianza, y

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como autor intelectual del proyecto –o acaso como autor intelectual de su propio protagonismo- el Coronel Mansilla reúne sus pertrechos y con una escolta de unos pocos hombres se interna Tierra Adentro, esta vez con la anuencia de su jefe el General José Arredondo, con el propósito de respaldar los términos pautados previamente con los indios. Se diría que su propio cuerpo, su presencia expuesta en un ámbito hostil para cualquier cristiano oficiaba de garantía. Y quizás haya sido así en el teatro secreto de su voluntad. Invocando a su amigo Santiago Arcos como destinatario textual de las cartas, el gran público de Buenos Aires y la elite política leyeron a lo largo de aquellos meses las peripecias de la aventura que en diciembre de ese mismo 1870, y en vista del suceso que había generado cada una de las apariciones, el dueño del diario Héctor Varela iba a publicar en formato libro bajo el título Una excursión a los indios ranqueles, edi-ción a la que se le adjuntaron otras cuatro cartas, un Epílogo y un mapa. La crónica de viajes y la modalidad epistolar no podían resultar extrañas para los lectores de la época, menos aun la apelación continua a la vero-similitud y al realismo que auspiciaban estas páginas. Si efectivamente un soldado –un hombre de familia acomodada, un apellido de resonan-cias sociales, un rostro distinguible entre la aristocracia política y eco-nómica– incursionaba en los dominios de los bárbaros (salvajes habían sido los unitarios), y brindaba detalles y pormenores de primera mano de un sistema de vida que era otro, y distinguía in situ las ventajas de solidaridad y de regulaciones de justicia e igualdad que no encontraba en la civilización, el gesto tendría en las previsiones y deseos de su intér-prete una devolución política que lo colocaría a las puertas del objetivo final: ocupar el lugar para el que se sentía llamado, el Ministerio de la Guerra de la Nación. Sucede todo lo contrario: a su regreso dieciocho días después de la partida el 30 de marzo de 1870 Sarmiento pasa a disponibilidad al Coronel Mansilla por anomalías en el fusilamiento de un desertor tiempo antes. Se vio rápidamente que la intervención en el periódico, o en rigor la excursión en sí misma, no rendiría los frutos

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políticos que su autor había probablemente sospechado cuando se largó por iniciativa propia a las tolderías –y a su futuro. Mucho se ha hablado del dandismo de este hombre nacido en Buenos Aires en 1831, de sus tempraneros viajes por el mundo y de una inquietud nómade que se perpetuaría en Lucio V. Mansilla hasta el último de sus días, cuando muere en el París de 1913. Su persona se asocia al espíritu aventurero, a cierto refinamiento gourmet, a las costumbres propias de un individuo dado a los salones y a la conversación, en fin, a una clase aristocratizada que hizo del bon vivant un valor especular. Es curioso de qué manera su figura social y su filiación de clase, sumadas al sarcasmo, humor y malicia de obras posteriores a la Excursión, amenazan y se diría que hasta cristalizan la evaluación de su voz narrativa en primera persona, donde la exacerbación del yo acaso admita rasgos menos exasperantes que el detritus volcánico que le lega la historia cultural. Se construyó a sí mismo como un tipo interesante Mansilla, sin dudas. Por supuesto pasible de infinitos reproches, desde que la actitud cam-biante e inestable de sus posiciones fue notoria a lo largo de su carrera política, y quizás hilando más fino porque conformó sesgadamente el lote de intelectuales modernizadores que en aras del progreso aniqui-laron a los indios y se adueñaron de sus tierras. Sin embargo el soldado Mansilla, mientras sus compañeros de juergas miraban hacia Europa, revirtió la atención y con un grupo de hombres y caballos tomó la ras-trillada hacia el interior del país, cruzó las fronteras de lo permitido y se sentó frente a los indios con un solo propósito, caro a su personalidad: hablarles, hablar (como también mirar, palpar, escuchar y probar, en un despliegue continuo de lo más primitivo de los sentidos). De allí que cabría preguntarse si entre los méritos del conjunto de cartas que docu-mentaron su peripecia no merece destacarse su carácter anticipatorio, menos por la índole profética que podría evidenciarse en las palabras y la desconfianza de los indios (El cacique Mariano Rosas le endilga al coronel Mansilla “Hermano, cuando los cristianos han podido nos han

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muerto; y si mañana pueden matarnos a todos nos matarán”), que en la construcción oportuna de una experiencia sustancialmente distinta a la que sobrevendría diez años más tarde con la masacre que llevó a cabo Julio A. Roca en la Campaña del Desierto. Nos importa poco como lectores que el gritón inestable de Mansilla apoyara años más tarde las políticas de Roca y respaldara su Presidencia, e incluso que desde la Cámara de Diputados se pronunciara en contra de lo pactado en tierras indígenas, sencillamente porque su libro es mucho más que eso, pone ante nosotros una experiencia inédita con un arte singular, interna a un hombre en un mundo peligroso y ajeno que los suyos propios despre-ciaban. A veces la obra traiciona al autor y recupera en él a una persona más compleja. Se metió Mansilla donde no había que meterse, y expuso su humanidad para dar cuenta de una física distinta, la del indio pero también la de su cuerpo a la intemperie, la de la pampa, el frío, el sueño al sereno, el miedo, el cansancio. El protagonista es una persona en tránsito por la naturaleza y por sí misma (aunque muy lejos de cualquier intimismo). Se diría que al convertirse en el centro de gravedad de la escena habilita una duplicidad de tiempos que el realismo y el presente –esa conjunción que construye la verdad- escamotea a la evidencia: la representación. Mansilla es el personaje de Mansilla, no queda más remedio; por más que el registro imperante intente disolver o mejor suponga el efecto de simultaneidad –que las cartas atesoran sin sonrojarse-, estamos ante dos tiempos, la incursión y su excursión en formato escritura. Ingresa el personaje al dominio aborigen, y quien sale es el Mansilla narrador. Los indios escuchan al primero; el hombre de apellido con abolengo, sobrino de Juan Manuel de Rosas y candidato autopromocionado a la cartera de Guerra se lo cuenta en un segundo turno vía tinta a los lectores de La tribuna en Buenos Aires, y claro está, al Presidente Sarmiento. ¿Cuántas cosas calló el coronel en el tránsito de la vivencia al relato? Es curioso, y tal vez nimio como dato, pero nunca toma apuntes de los

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hechos en su libreta (¡Su memoria no lo necesitaría!). Y resulta maravi-lloso cómo consigue esa sensación de inmediatez mientras se escalonan los acontecimientos, su maestría para encontrar oxígeno en el aire. La excursión, no obstante, ha sucedido. ¿Qué elementos baraja o se le im-ponen al autor de las cartas, con qué cuenta? Consigo mismo antes que nada, o con lo que quiere de sí mismo. Valentía para afrontar los riesgos y confianza en sus fuerzas como rasgo de carácter primario, en la me-dida en que se posiciona como proyección de su voluntad; convicciones –es cierto que la palabra asociada al coronel Mansilla pierde peso espe-cífico- o en todo caso la retórica de esas mismas convicciones frente a la problemática indígena, porque se trata de que la civilización integre de una buena vez por todas a sus indios, les enseñe a trabajar la tierra, los eduque y cristianice, les demuestre su clemencia, si al fin y al cabo “somos todos argentinos”; talento descriptivo y una capacidad analí-tica –y de entendimiento, de comprensión- que carretea con gracia y lucidez por entre personajes y situaciones, sazonada a menudo por una erudición un poco a la bartola, poetas y pensadores occidentales según la ocasión, en el modelo cita de autoridades de la época; y asimismo una gran aptitud física de miliciano para adaptarse a las condiciones que le imponen las circunstancias. Nunca abandona estas propiedades porque son las suyas, lo hace ver carta a carta. Está en nosotros ver a Mansilla en Mansilla; aquel que duerme feliz sobre los pastos mojados, observa al enemigo de espaldas agachándo-se por entre las piernas, se desnuda sin pudores para bañarse en una laguna fría, corta y limpia sus uñas del pie, luego las de la mano y por último escarba sus dientes con un mismo cuchillo. El hombre que monta escenas de irascibilidad y calma inmediata, hosquedad y bonhomía en un mismo acto como protocolo para impresionar a los indios. Debió ser cierto que había que estrechar las manos, abrazar y levantar por el aire al grito de “aaaa” a cada uno de los indios en el ritual de bienvenida, de ochenta a cien veces para completar la rueda y que todos se admira-sen de su fortaleza física. Hay indicios reales para admitir que tenía en

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claro cómo hacerse personaje de acuerdo con las circunstancias. ¿Sobre la marcha, o en esa instancia útil y cómplice que era la escritura? Por curioso que resulte, es bastante acendrada la imagen personal que cul-tiva aun en los esporádicos pasajes de teatralidad manifiesta, con un humor siempre exterior a sí mismo y un sarcasmo a cuentagotas. Da la impresión de cuidarse el coronel, de transmitir una imagen que subraye menos la locura de un loco que la de un osado bastante cuerdo. Qui-jotesco a lo Quijano, ¿lo ataban los deberes patrios, la moral del solda-do, el interés por exponerse arrojado y finalmente serio, confiable? Los exabruptos no rozan su tarea en Tierra Adentro. El hombre que escribirá años más tarde las Causeries del jueves no hace lugar todavía a la caus-ticidad que se agenciara luego para siempre, y sus puntos de ataque se generalizan sistemáticamente en el plano de las fallas de la civilización, nada más oportuno para pensarse entre indígenas. ¿Autocrítica como embajador del mundo desarrollado, delegación de responsabilidades en el anonimato de las abstracciones? Está en territorio ajeno y se adapta a lo propio del lugar y del momento. Se ayuda de esa reticencia hacia los antagonismos, no le caben, se le deshacen en la boca mientras contesta “¿Federal? No, ¿Salvaje? No”, ni qué decir cuando la antinomia sería civilización-barbarie: resbala allí sin hacer pie, no le sale. Por lo demás no ignora los contrastes, pero está lejos de que se le articulen con luz propia. Los pensamientos de Mansilla menos que confrontar opuestos los indiferencian y alternan, como el paso a paso de una tracción san-guínea, de un trote.

Desde el vamos protege su misión con ribetes diplomáticos pero se trata de una iniciativa individual, hay que recordarlo: a él se le ocurrió el tra-tado, es hijo suyo. Empresa gratuita, nadie se la había encomendado ni sugerido. Quién sabe los indios no terminasen siendo finalmente buenos aliados para sus propósitos ministeriales, con el peso específico que tuvo la cuestión indígena durante el siglo XIX. El soldado va hacia los ranque-les para que el escritor vuelva a Buenos Aires: el deseo de intervención en el plano social no era nuevo en Mansilla, ya lo había ejercitado du-

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rante la Guerra del Paraguay. Aunque nunca con buenos dividendos, al menos en el área de su interés.

¿Se diría que su personalidad fue traicionándolo en sus aspiraciones por ocupar un lugar relevante en la política nacional? La biografía de Lucio V. Mansilla parece sugerirlo. Con todo, habría que ver de todos modos qué persona(je) es Mansilla a la hora de leer Ranqueles. Ese yo tan men-tado se descubre en pliegues y repliegues con accidentes propios de la marcha: del miedo al fingimiento, del histrionismo a la aceptación, de la experiencia al asombro, topografían una subjetividad que expande con agudeza y observación sensible los márgenes de sí misma, abre su mapa personal, lo excursiona. Se hace conocer a medida que suceden los hechos el coronel; gana y pierde, se sale de las casillas con un negro músico, es otario cuando lo pide el entorno, terco a veces, corajudo siempre, temeroso de los perros, loco y cuerdo, y cien modalidades más. Si hay un entorno tamizado por la mirada y el sujeto Mansilla, nunca sin embargo la entidad exterior queda relegada a un segundo plano. Por el contrario, los talentos de Mansilla exceden su narcisismo y ofrecen un registro de realidad muy amplio, de percepción múltiple, donde ese yo a campo abierto se maneja a sus anchas.

Es que hay mucha salud narrativa en la heterogeneidad de formas que presenta Una excursión a los indios ranqueles, un menú vivificante consolidado por el abanico de matices que despliega la voz en primera persona. Irregularidad en la presentación de las cartas, que arrancan con digresiones filosóficas cuando no describen un paisaje natural o re-toman historias que se habían interrumpido (yo narrador libre); sueños con residuos diurnos o directamente disparates oníricos (yo sin dominio del yo); enunciados de pensador a la carta como “Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral” o intervenciones que abarcan a veces con sutileza otros planos vitales del estilo “¿O que habiendo pasado el peligro la imaginación se abismaba en sí misma, absorta en la contemplación de sus propios fantasmas?” (el

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yo que piensa); así como postulados de alcance nacional que vienen a añorar una patria diferente (sujeto político y de deseo); se ve mejor un texto cuando incluye asimismo citas en idiomas extranjeros (la clase); como el desdoblamiento del yo en diálogos imaginarios (teatralidad, representación); y más que nada un tono ameno y dialógico que agili-za la narración y cuya mayor virtud tal vez radique en el beneficio de frescura, concisión y ritmo que logra a través de párrafos breves, de dos y tres renglones u oraciones sueltas, a los cuales dosifica con las muy meticulosas parrafadas largas (yo a caballo de su propia respiración, ga-lope y trote según las categorías que recomienda para el lector). Parece mentira cuán contemporáneo resulta el texto final, como si la escenifi-cación fuese solo eso: un paraje de la historia argentina atravesado por una sensibilidad con rasgos de nuestro tiempo –el efecto de la buena literatura. Acaso un tercer plano desplazado –la intención era políti-ca- de la serie pergeñada por el autor: experiencia, escritura, futuro –artístico, hay que decirlo.

En esta novela que no es una novela –formalmente hablando– sino el relato de una excursión, un libro de viajes (el realismo absorbe y corrige todo, evitemos esa preocupación), la cartografía final tendrá entre sus mojones una completísima etnografía indígena (rituales, tolderías, rela-ciones humanas, un mapa integral), sucesión de cuentos sobre biografías de distintos gauchos, en general en un tono dramático de desprotección frente a las injusticias de la vida (el cabo Gómez; Miguelito; Camargo), donde poco a poco el autor va endosando su propia voz, anécdotas personales del propio Mansilla, que se figuran como traspiés o disrup-ciones efectistas (conchabando ladrones que al final le roban, tomando partido por un soldado al cual finalmente fusilan, traicionando a su fiel perro Brasil), más las particularidades propias de una marcha –el hilo conductor-, las variaciones del clima, de los suelos, las respuestas físicas de hombres y animales, el movimiento, la cuestión alimentaria, los momentos del día. Se evita un principio rector en la articulación interna de las cartas. Lo que es necesario escribir se escribe; no parece

57 Prólogos / Mansilla, el futuro de los ranqueles

muy interesado Mansilla en sujetarse a otra consigna al desarrollar sus historias, como si el efecto buscado sobreviniese a partir de esa libertad ceñida y azarosa de su pluma. Desbocado, lúcido, intrépido, egocéntrico, vital, así se lo ha caracterizado a Lucio V. Mansilla. Una rara avis con una literatura a su medida.

De quien ha arriesgado el pellejo metiéndose donde no lo llamaron se puede decir que a lo largo de su empresa no abandonará nunca una suerte de paternalismo benefactor sobre los indígenas (el yo yo) pero a quienes a fin de cuentas, y muy en sentido contrario a la masacre que llevarían adelante las expediciones roquistas, con sus propios medios y limitaciones les otorga hasta donde puede la palabra, les presta una voz a los indios. Hay que ver cuánto inventa y traiciona como lenguaraz (¡Los ranqueles leían La tribuna, no tanto!) pero como nadie antes ni quizás después las tribus del centro de nuestro país emergen a la luz a través de sus cartas con rasgos que los distinguen muy lejos del simplis-mo denominado barbarie. No era un hombre de encerronas Mansilla. Poco importa que sus derivas políticas lo llevaran luego a reprocharse la excursión a los ranqueles como una “calaverada” personal. Nunca mejor definida la experiencia en términos literarios. Los efectos de aceptación inmediata entre el público de una obra que ya en 1875 sería premiada por el Congreso Internacional Geográfico de París, corrieron por otro andarivel que la recompensa a corto plazo que se quería propiciar. A nosotros nos conduce junto a sus hombres Tierra Adentro, donde acaso haya testimoniado con su literatura –y consigo mismo, no lo perdamos de vista- un lugar y una experiencia irrepetibles. La política y la litera-tura se encargarían con suerte dispar de singularizarla.

59 Prólogos / Una escritora, una isla

Una escritora, una islaEsther Cross

En las reuniones siempre hay una persona tímida. Habla tan poco que no se la ve. No es sólo una invitada. Es un testigo. El silencio la hace casi invisible y entonces puede meterse en todos lados sin que nadie se dé cuenta. Los otros hacen preguntas pero ella observa al que pregunta y al que responde porque sabe que mirar con atención es hacer una pregunta importante. Los cuentos de La furia fueron escritos por una de esas personas, una es-critora que era una isla de carácter. Fue la hermana menor de Victoria Ocampo. Fue la mujer de Bioy Casares y fue amiga de Borges y otras celebridades literarias de su tiempo. De bajo perfil y pocas palabras, Silvina Ocampo pudo ver más que muchos de ellos. Desde su escondite –que fue su punto de vista- vio a las personas y a las relaciones entre ellas. Lo que vio y lo que entendió de las personas está en estos cuentos. Que el libro se llame La furia no es algo casual. Al leer, somos algo más que invitados al mundo que nos muestra el escritor. Somos sus testigos. Entramos en la versión de la vida que el escritor fue armando en sus historias. Nos hacemos preguntas casi sin darnos cuenta, como al llegar a un lugar desconocido. ¿En qué mundo ingresamos al abrir este libro? ¿Qué puntos de contacto tiene ese mundo con el nuestro? ¿Qué lectura de la vida nos propone la persona que escribe? ¿Qué opinamos sobre eso? ¿De qué está hablando? ¿Cómo es este libro? Para empezar, este libro de cuentos está solo en la reunión de los libros de su época. No se parece a ninguno. Está bastante solo, también, en

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la reunión de todos los libros, a lo mejor porque habla de un mundo que pocos quieren ver (al ver algo tenemos que admitir, por lo menos, su existencia: está ahí, lo vemos). El mundo de La furia se parece al mundo normal, de todos los días. Es, de hecho, ese mundo que todos conocemos, pero la escritora enfoca algunos detalles con su lupa y esos detalles revelan que el mundo de todos los días, nuestro mundo familiar y de siempre, es también un mundo cruel. Muestra las historias se-cretas que contiene. Revela que ese mundo, civilizado y social, encierra acciones brutales, como esas familias que ocultan a la pariente loca e incendiaria en un desván con llave. La vida de los cuentos de La furia es cruel.

Pero no sólo es cruel, también es un mundo perverso. Entre la crueldad y la perversión hay una diferencia, y esa diferencia es la brújula de este libro, lleno de gente común, que puede ser peligrosa y dañina si se la mira de cerca. Los cuentos de La furia hablan de esa diferencia. Es una diferencia sutil pero importante. Una vez que la entendemos no podemos olvidarla. Lo sabemos por primera vez y ya lo sabemos para siempre.

Si un hombre, enojado, tortura a un perro, decimos que es cruel. Si lo hace con una sonrisa, estamos ante un perverso. Ahí donde cualquiera, a veces hasta el criminal, siente culpa o le teme, por lo menos, al castigo (ese cobrador pesado de la culpa) estamos ante alguien cruel; el perver-so, en cambio, siente lo contrario de la culpa: nada.

No siente incomodidad o remordimientos. Disfruta con la angustia del otro, lo rebaja y tortura. Llega al extremo de decirle que lo hace por su bien. Mata lo que hay de humano en la persona que quiere dominar. Por miedo de perderme no quieres que mire, ni que pruebe nada, no quieres que viva. Quieres que sea tuya como un objeto inanimado, dice una mujer en un cuento que se llama El castigo. La perversión es un crimen perfecto (puede matar sin dejar cadáveres). El más sutil y dañino de todos. Es el crimen perfecto porque es difícil inculpar al asesino. Sus

61 Prólogos / Una escritora, una isla

móviles son enigmáticos –quién puede entender, después de todo, la cabeza de un perverso, qué es lo que quiere, qué es lo que encuentra en cada caso especial. Por otro lado, el perverso se ocupa de que su víctima guarde, por miedo o por vergüenza, el secreto de la perversión. Cuando le preguntaron cómo se le había ocurrido el cuento Las foto-grafías (donde los seres queridos someten a una enferma a una terrible sesión de fotos) Silvina Ocampo respondió que se había inspirado en la crueldad de la vida misma, cuando aparentemente es alegre. ¿Quién puede culpar a la familia y su buena voluntad? ¿Podemos echarle en cara a los seres queridos que nos ahoguen con sus recomendaciones y cuidados excesivos? Silvina Ocampo fue capaz de descifrar ese meca-nismo sutil y mortífero porque supo mirar pero también porque tenía buen oído. Oía la nota que desafina en algunos temas de amor. La ter-nura, la bondad y el cariño mal impuestos pueden ser crueles, dijo en una entrevista. De más está decir que la palabra “impuestos” es la que hay que subrayar en esta frase.

La perversión es experta en el juego de confundir y Silvina Ocampo es una experta a la hora de hablarnos de ese juego. Allí donde hay una diferencia que puede resultar de importancia categórica, la perversión hace lo posible para borrarla. Trabaja para que creamos que lo bueno es malo (Caperucita Roja me aterró como el lobo a la abuela, la Bella me pareció horrorosa como la Bestia), lo malo es bueno (quiero que sepas que debes tu felicidad al ser que más te desdeña y aborrece en el mun-do), la ayuda puede equivaler a una condena y viceversa (un día casi nos ahogamos abrazados, tratando de salvarnos o de hundirnos mu-tuamente) lo repulsivo es deseable y lo deseable es un asco (descubrir que le había repugnado en él aquello que más la seducía, la desanimó). Quiere intercambiar la responsabilidad de los roles que se oponen, por-que eso le conviene. Quiere que pensemos que no hay mucha diferencia entre amo y esclavo, entre victimario y víctima, entre grandes y chicos. Saca partido de esa confusión. Puede tratar a los chicos como si fueran

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grandes y a los grandes como si fueran chicos. Puede quejarse de las preocupaciones que le implican sus esclavos y a veces hasta de su ingra-titud. Puede convencer a una víctima de que merece lo que le pasa. La perversión llega todavía más lejos. Nunca está conforme y busca su-perarse todo el tiempo. Lo consigue. El perverso es diestro en el de-porte de los desvíos y por eso es impredecible. Toma entre las manos las formas de las buenas costumbres, la cáscara vacía de los modales y la corrección, y las llena con sus propias intenciones. La ética, para el perverso, es solamente un gesto y él es un buen imitador. Pero no puede engañar a la escritora que lo mira, al mismo tiempo tranquila y asom-brada. Nadie como Silvina Ocampo para contar en dos renglones cómo funciona el mecanismo.

Cacho dijo que sabía no sólo preparar sino encender una fogata. Él tuvo la idea de cercar la antecocina, donde estaba su niñera, con fuego. Yo protesté. No teníamos que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos fósforos lujosos estaban destinados para la salita íntima donde los había encontrado. Eran los fósforos de nuestras madres. La idea de Cacho es cruel, no hay duda. Quemar viva a la niñera. Lo que respon-de el narrador es perverso. Cuando dice yo protesté, nos anticipamos a pensar que va a retar a Cacho por tener una idea tan cruel. Pero lo que le parece mal, en cambio, es que el plan de Cacho sea una desubica-ción. Mejor matar a las madres, ¡los fósforos de lujo son para ellas! Los buenos caminos pueden llevarnos a los peores lugares. Encima termina-mos por darnos cuenta de que todos podemos ser perversos.

Muchas veces pienso que los demás tienen razón, aunque no la ten-gan, dice un personaje. Es algo típico de las personas atrapadas en una situación perversa. Suena, por lo menos, familiar. Es la señal del radar que detecta la perversión. Ese radar es la angustia. En este libro, esa angustia se ve aunque no contagia al lector –resultaría insoportable y lo que quieren los escritores, siempre, es que el lector siga leyendo.

63 Prólogos / Una escritora, una isla

En estas historias los personajes son seres desvalidos (chicos, mujeres, hombres perdidamente enamorados de mujeres que no les correspon-den). En Voz en el teléfono, el narrador cuenta: Nicolás Simonetti era el cocinero: yo lo quería con locura. Me amenazaba, en broma, con un enorme cuchillo lustroso. ¿Qué podemos decir de esos juegos donde un poderoso (el grande) amenaza en broma a un débil (un chico) con un arma mortal? La perversión reconoce a los débiles y a ellos se dedica. Le gustan los chicos porque sabe que en ellos puede dejar una marca: no hay niño desdichado que después sea feliz. Su error es olvidar que esas presas inofensivas pueden cobrar la fuerza casi desmedida de la furia. La fuerza poco aconsejable pero imbatible del desquite.

La furia habla de perversión y venganza. En la vida la venganza no es la mejor de las respuestas. Pero estamos en el mundo de la literatura (que es el mundo de lo posible) y aquí importa más lo que puede pasar que lo pasa, y lo que pasa es más importante que lo que debería pasar. Las aspiraciones del personaje, se cumplan o no, son mucho más impor-tantes que su calificación moral. ¿Por qué habla Silvina Ocampo de la felicidad de la venganza y no de otra respuesta? Como cuenta en estas historias, la perversión nos sitúa siempre en una encrucijada. A los pies de la víctima, el camino se abre en dos únicas opciones: el sometimien-to o la violencia. ¿Dónde aprendió, después de todo, el chico de Voz en el teléfono a jugar con fuego? Es el mismo chico al que el cocinero Simonetti amenazaba, en broma, con un cuchillo. Cuenta: Él contri-buyó tanto como mi madre a despertar mi pasión por los fósforos, que encendía para que yo los apagara soplando. No hay mejor perverso que el que supera al maestro. Un día nos enteramos de que la perversión puede estar en todos la-dos. Descubrimos que se gesta en las cosas más lógicas y simples que hacemos, en lo que damos por sentado. Una madre encierra a su hijo en penitencia cuando no se porta bien pero ¿qué pasa si a esa madre le conviene que el hijo se porte mal porque cuando lo encierra en

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penitencia ella puede hacer de las suyas? La furia reemplaza al dolor. En La oración, un chico asesina a otro. Los vecinos marchan al cemen-terio con el cajón en un cortejo que recorre el barrio de la víctima y su asesino. La narradora se da cuenta de que la gente, más que llorar a la víctima, maldice al victimario. En cada puerta se detenían para gritar insultos a Claudio Herrera, para que la gente se enterase del cri-men que había cometido. Estaban tan exaltados que parecían felices. ¿Cómo puede ser?, nos preguntamos. La respuesta llega sola, cuando vemos un entierro parecido por televisión. Vemos lo que veíamos antes desde otra perspectiva.

Como todo crimen perfecto, la perversión tiene su punto débil. Tiene una falla: la palabra del testigo. La víctima no puede hablar. Está con-fundida, cansada y asustada. La víctima está adentro de la situación y, como dijo un guionista, cuando una está adentro de una situación, tiene los ojos vendados. El testigo, que está ahí aunque al mismo tiempo puede tomar –en el espacio o en el tiempo- un poco de distancia, puede hablar. La víctima es muda pero el testigo no. El crimen ya no es perfec-to. Es lo que pasa en casi todos estos cuentos. Descubrimos la falla que late adentro de un crimen, que hasta hoy era perfecto, porque alguien lo cuenta. Cuando se da a conocer, ya no es perfecto.

He aquí, entonces, estas historias. Historias de personajes que viven en la perversidad de un mundo ante el cual una mujer no puede mandar a embalsamar a su perro sin que la crean loca. Historias de personajes que tratan de vivir en medio de todo eso, en un mundo en el que, por otro lado, para que los seres vuelvan a ser buenos hay que confiar en ellos. Son los cuentos de una escritora que daba pocas entrevistas, que tenía una voz temblorosa y una hermana mayor, famosa y gritona, que hablaba mal de ella bastante seguido. Ella, en cambio, decía poco. Ponía –dijo- su vida en lo que escribía. Silvina Ocampo hubiera querido ser pintora y daba clases de dibujo. Vivía en mi barrio. La vi muchas veces, caminando, sonriente, con su perro. Un día me enteré de que una de

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sus alumnas, que se llamaba Alejandrina, acababa de morirse en un accidente, mientras iba en colectivo a visitar a su novio –tenía quince años- después de salir del colegio. Yo también tenía quince y pensé todo el día en esa chica que no conocía y en su profesora de dibujo, que aún no había leído. Días después del terrible accidente, mi padre me mostró una poesía que Silvina Ocampo había publicado en un diario. Se llama-ba Le hablo a Alejandrina, y decía:

Con el pincel sin miedo dibujabasLas formas atrevidas, los colores,Recreabas los mágicos candoresDe tus imágenes que regalabas.

Alejandrina, tu sabiduríaEse conocimiento tan profundoPrenatal no sería de este mundo:Con él te fuiste donde muere el día.

Con tu uniforme azul y tus cuadernosBuscabas otro espacio y otro cielo,Y como no quisiste entristecernos

Lograste sonreír en nuestro dueloDentro del nimbo de la primavera.Una paloma canta pues te espera: Es ésta que pintaste gris y azulCon la rama del biombo de abedul.

¿Conocimiento profundo y prenatal? ¿Donde muere el día? ¿Uniforme azul, cuadernos? ¿Cómo podía hablar con tanta claridad de la muerte repentina de una adolescente que dibujaba pájaros sin decir nada más? La escritora que hablaba poco sabía decir muchas cosas. En las contadas

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entrevistas que dio, en su forma de su ser, en sus libros. La furia, dicen, es el más importante. Lo indudable es que es un gran libro. Nos damos cuenta porque después de leerlo el mundo no vuelve a ser el mismo. Contamos con otra forma de leer lo que nos pasa. La vida gana una nueva dimensión. Hay gente que hace cosas terribles, liebres con perso-nalidad y lugares vacíos que conservan la historia de la gente que vivió en ellos. La vida parece diferente. Podemos verla desde otra perspecti-va. También miramos con otra cara a los tímidos. Sabemos que muchas veces nos darán una sorpresa, que están mirando y también escuchan, que son los testigos que pueden contar. Son los que encuentran la llave que abre el desván donde hace tiempo que guardan a los raros de la familia –que se parecen a todos nosotros. Abren la puerta sin que nadie se dé cuenta y nos dejan salir.

Esther Cross (julio 2009)

Lecturas recomendadas:Astutti, Adriana, “Andares clancos” “Fábulas del menor en Osvaldo Lam-borghini, J.C. Onetti, Ruben Darío, J.L. Borges, Silvina Ocampo y Manuel Puig”, Beatriz Viterbo Editora, Ensayos Críticos, 2001, Rosario, Argentina.

Plante, Alicia, “La furia, de Silvina Ocampo”, Página 12, jueves 8 de fe-brero del 2007.

Pezzoni, Enrique, “Silvina Ocampo, la nostalgia del orden”, prólogo para la edición de “La furia y otros cuentos” de Alianza Tres. En internet: ww.casamerica.es/es/casa-de-america-virtual/literatura/articulos-y-noticias/la-furia-de-silvina-ocampo

67 Prólogos / La vida de los otros

La vida de los otrosAlan Pauls

En Cae la noche tropical, Puig pone en escena a dos señoras mayores, Nidia y Luci, hermanas, charlando a lo largo de cientos de páginas en un departamento de clase media de Río de Janeiro, a fines de los años ‘80. Son voces sin rostro, sin imagen, que reconocemos pero que recién existen en el momento en que suenan, en ese simulacro de aquí y ahora donde se juega la vida o la pura literatura. Lejos de Buenos Aires, donde han dejado a sus respectivas familias, Nidia y Luci charlan de achaques, de parientes, de muertos, de viajes que hicieron juntas, del pasado y, sobre todo, de lo que tienen más cerca: de Silvia, una vecina argentina bastante más joven, psicoanalista, exiliada del país durante el gobierno de Isabel Perón (1974-1976), a raíz de un par de llamados perentorios de la organización paramilitar Triple A. Silvia es más que un tema de conversación; es un objeto de deseo, un blanco, una presa. Tiene una vida sentimental accidentada, zigzagueante, que las señoras acechan con fervor, comentándola y hasta reviviéndola en carne propia, como si sus vicisitudes, perfectamente reales, tuvieran la intensidad y el dra-matismo de esas telenovelas de la red Manchette o la Globo que hace veinte años paralizaban ciudades enteras.

Nidia y Luci son dos devotas del chisme. Dos “especialistas en esa carro-ña trivial que podríamos llamar “la vida de los otros”. Oscilan siempre entre dos polos, el escepticismo y la compulsión. Saben, por un lado, que Silvia es “otra persona”, que su vida tiene una lógica propia, distinta de la que rige la vida de ellas, y que por lo tanto, tabicada por diferencias de edad, experiencia y cultura —como las paredes tabican el espacio del edificio que comparten—, difícilmente podría serles transparente, y difí-

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cilmente autorizaría la inflación de hipótesis, inferencias y conclusiones que movilizan alrededor de ella. Pero el chisme es un vicio, y de los más serios. Como dos posesas, Nidia y Luci no paran de rastrear la vida de la vecina. Le muerden los talones, palpitan sus avatares, desmenuzan e interpretan cada una de sus peripecias con la impertinencia de una au-toridad no autorizada, versión bastarda de la autoridad profesional con la que Silvia, que es psicoanalista, descifra en su consultorio, a puertas cerradas, los monólogos de sus pacientes. Silvia es diferente, sí, pero esa evidencia, lejos de arredrarlas, no hace sino exasperar el interés, la avidez, la fruición casi adolescente con que Nidia y Luci monitorean día y noche una vida que, empeñada en transcurrir sin ellas, aunque muy cerca de ellas, cada vez parece necesitarlas más.

Cae la noche tropical —como Sangre de amor correspondido, la otra no-vela brasileña de Puig— es una novela curiosamente despoblada de cul-tura. Aquí no hay referencias al cine, la radio, la televisión, los boleros o el tango. Ni rastros de esos influyentes focos de la cultura de masas que Puig usa en sus libros para tramar historias, modelar comportamientos, alimentar imaginarios y configurar los ecosistemas hiper artificiales en los que se mueven los personajes de sus ficciones. A lo sumo hay recortes periodísticos, antologías de noticias de suplementos viejos de diarios que Luci lee o más bien “mira”, sin ver del todo, por las noches, menos para enterarse de lo que pasa en el mundo que para conciliar el sueño o —como parece insinuarlo Puig, que reproduce los fragmentos en castellano, en el castellano específico en el que los lee Luci, castellano de lectora, no de hablante, donde brillan aún algunos fósiles de bilingüismo como midia, darkes, Ancla de los Reyes, Los guardabarros del éxito— para afilar sus destrezas de traductora. Y si no los añoramos, si toda esa enciclopedia de lenguajes populares, géneros, formas de comunicación y entretenimiento ya no nos hace falta, es porque Puig, más que dejarla de lado, la ha re-ducido a su mínima expresión, la ha deshidratado en una fórmula de una simplicidad y una eficacia incomparables.

69 Prólogos / La vida de los otros

El deseo de ver y de verse en otra escena, el impulso mimético, la voluntad de proyectar, identificarse, idealizarse en una pantalla poblada de formas y sombras, la necesidad imperiosa de usar y atravesar el relato de una ex-periencia ajena para poder hablar de sí, para articular una verdad personal que de otro modo quedaría hundida en el silencio: todas las pulsiones que en las novelas de Puig solían alimentarse y saciarse con las mitologías del cine de Hollywood, los géneros populares, el archivo sentimental del bolero o el melodrama, ahora se abalanzan sobre un objeto banal, tan austero, frágil y vulnerable que hace temblar: la vida desnuda. Es la vida del otro —en este caso de la otra, Silvia— la que es ahora al mismo tiempo el espectáculo que se ofrece y la pantalla blanca donde se despliega, una ficción a consumir y un libreto proyectivo, un objeto de glosa y la materia prima de una autobiografía (o de dos).

Esa vida no es cualquier vida. Es la vida de una psicoanalista, alguien que a su vez tiene una irresistible sed “de saber”, alguien que vive de “saber todo, hasta el último secreto” de sus pacientes. Y lo que hace babear de placer a Nidia y a Luci es una dimensión específica de esa vida: la dimen-sión de la intimidad. La más recóndita, la que florece en las sombras, lejos de la mirada del otro; la que sólo aceptaría salir a la luz si se le garantiza-ran un contexto adecuado y los máximos protocolos de discreción. Ésa es la fórmula narrativa de Cae la noche tropical: dos mujeres chismosas, sin vida, se alimentan día y noche de la vida de otra, una mujer cuya profe-sión consiste en incitar, indagar, escuchar, alimentarse —es decir: vivir— de los secretos más íntimos de los otros. La novela no dice exactamente “profesión”; dice algo más sospechoso, más desviado, más puiguiano: “de-formación profesional”. Es por deformación profesional, en efecto, que Silvia, según las viejas, trata de hacer con un pretendiente que la tiene a maltraer —y en el espacio no profesional de la vida amorosa— lo mismo que hace con sus pacientes en el espacio profesional del consultorio, ese “lugar íntimo” donde “nadie los ve”: “saberle todos los secretos”, “saber todo, hasta el último recuerdo que él [el pretendiente] cargaba en la me-moria. Todo del pasado y todo del presente”.

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No es la primera vez que la industria del secreto conecta en Puig el chisme con el psicoanálisis. Abundan en su obra esos sabuesos del in-consciente que se ganan la vida gracias al contacto con lo inconfesa-ble: pulsiones, deseos, fantasías, rituales privados, deudas, traiciones… Es raro que sean “buenos” analistas. Por lo general son poco confiables, tienden a la impostura, la extravagancia o la manipulación y a menu-do están demasiado atormentados por sus propios dramas para lidiar con un mínimo de idoneidad con los de sus pacientes. Oscilan entre el fraude, la psicopatía y la “ruptura del encuadre”, como se estigmatiza-ba hace algunas décadas, usando un léxico cinematográfico que Puig no hubiera desaprobado, cualquier infracción al protocolo del “buen” análisis. En El beso de la mujer araña, por ejemplo, el psicoanalista, que Puig exhuma de un viejo film clase B de Hollywood (La mujer pantera), deja de lado toda etiqueta y para “curarla” besuquea medio de prepo a su paciente más díscola, Irena, que lo ha consultado porque teme que besar a su novio la convertirá en pantera. El psicoanalista de The Buenos Aires Affair —quizás inspirado en el cura de Mi secreto me condena de Hitchcock— amenaza con violar la ley del secreto profesional y contar a la policía el crimen que un paciente temperamental, o apenas mitóma-no, le ha revelado durante las sesiones. En una de las ficciones delirantes de Pubis angelical —uno de los ensueños que la quimioterapia induce en Ana, la protagonista—, un joven guionista, atormentado por la con-ducta distante de su amada, le propone que consulte con su propio psicoanalista. Para él sería una solución perfecta: “Ya no tendríamos secretos el uno para el otro”. Para ella es sólo una trampa: el plan se-creto de su amado, piensa, es “ponerla en manos del enemigo, obligarla a revelar todos sus secretos a pretendidos médicos”. El último avatar de esta familia de fanáticos del saber y el secreto es Silvia, la triste heroína de Cae la noche tropical que, sacada de quicio por la pasión, ametralla con todo el arsenal del “análisis salvaje” al candidato histérico que la vuelve loca y, amparándose en una discutible lógica de medios y fines, revela secretos a terceros y traiciona la confianza que depositaron en su investidura profesional.

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Pobres víctimas o manipuladores inescrupulosos, de esos charlatanes está hecha la literatura de Puig. De ellos, que, en contacto con ese fondo de los fondos donde fermentan todos los secretos humanos, hacen siempre lo que no debieran: salirse de los marcos, romper reglas, arrogarse el derecho de exportar su saber y aplicarlo sobre todas las cosas. De ellos y también de los ecos espurios del saber psicoanalítico que desencadena el arte de la “deformación profesional”: versiones salvajes, vulgares, vulgarizadas, que circulan en las páginas de una revista para mujeres o una conversación de peluquería y difunden los tics de la disciplina al mismo tiempo que la degradan. Como cualquier discurso institucional, el psicoanálisis sólo entra y activa las ficciones de Puig una vez que está fuera de lugar, de-portado de su territorio y sus funciones específicas, cuando algo —llámese desliz, enfermedad, maquinación, o esa vocación siempre inapropiada que tienen los secretos profesionales, que no toleran “quedarse entre cuatro paredes”— lo arranca de su espacio de circulación reconocido, lo sustrae a los interlocutores autorizados para manipularlo, lo desvía de la teoría que lo funda y los usos legítimos a los que está destinado. Así como está llena de amateurs —gente que improvisa destrezas menores y alardea con sus talentos de entrecasa—, la literatura de Puig está llena de especialistas fallados y profesionales que pierden el rumbo, gran gremio de abusadores que nunca brillan tanto como cuando se apartan del camino correcto trazado por sus disciplinas.

Esa alianza de psicoanalistas incontinentes y pacientes que hablan de más, de deformación profesional e interpretaciones salvajes, es una de las utopías negativas de la literatura de Puig, modelo del tipo de micro-sociedad donde puede llevar a cabo sus experimentos un escritor que desde siempre estuvo obsesionado por el secreto y la alcahuetería, las estrategias del hermetismo y las de la delación. Alguna vez, para desme-recerlo, Juan Carlos Onetti dijo que sabía “cómo hablaban los personajes de Puig pero no cómo escribía Puig”. La objeción es tan torpe y consa-gratoria como la que Ramón Doll oponía a Borges cuando lo acusaba de ser un escritor de segunda mano, un artista del plagio. Para refutar a

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Onetti o darle la razón, basta con olvidar cómo escribe Puig (si “tiene esti-lo”, si sus libros son “personales”) y pensar en cambio qué es lo que hace. Y lo que hace —lo que hizo siempre, desde su primera novela, La traición de Rita Hayworth— fue poner en tela de juicio y atentar contra la idea de la intimidad como refugio, guarida, espacio privado, tesoro interior. Hay en Puig una especie de pulsión hacker que lo fuerza a robar constraseñas, in-miscuirse, interceptar información confidencial, violar archivos secretos, volver público lo privado. Puig es el gran desenmascarador, el que niega la sombra. No hay secreto en sus libros que no tenga los días contados; no hay libro suyo que no cuente la historia de cómo se divulga un secreto. Narrar, para Puig, es enfrentar el problema de una doble vida, una doble ley, un doble mundo. El novelista es el go-between, el que pone en con-tacto las dos caras de todas las cosas, el que lo da vuelta todo como un guante: saca a flote los pensamientos que se esconden en la conversación, revela el contenido de cartas no enviadas o destruidas, desnuda los gestos, las expresiones, las muecas sintomáticas que las palabras dejan fuera de cuadro y que deciden el verdadero sentido de lo que se dice.

Pero el secreto, a fin de cuentas, no es tan importante. Es algo que no dura mucho, que chisporrotea y se extingue, si es que hay algún secreto que no sea siempre ya un secreto a voces, una verdad indecible porque siempre de algún modo ya dicha, entredicha, articulada a media voz. Es cierto que Nidia y Luci se pasan el día rumiando las primicias de la vida amorosa de Silvia y despellejándola sin piedad, ensayando con ella las mismas técnicas de interpretación salvaje que ella ensaya, en vano, con el pretendiente que la atormenta. Pero lo que importa de ese frenesí no es lo que consiguen sacar, el tesoro obsceno o desvalido que acaso desentierren; es el efecto nutritivo que ese flujo de vida ajena tiene sobre ellas. Se trata prácticamente de una transfusión, una verdadera transferencia de vida. No se acecha ni entra en la vida de otra persona sólo por curiosidad o voyeurismo, para saber más de ella, para hacerle decir lo que se niega a decir y sorprenderla en flagrante delito. Se entra porque la vida del otro es alimento, sangre, materia prima vital.

73 Prólogos / La vida de los otros

Esta prodigiosa adicción al otro que atraviesa Cae la noche tropical es uno de los grandes leitmotivs de la obra de Puig. Es la misma manía inte-resada, instrumental, implacable, que afecta a la mayoría de las “parejas” que están en el centro de sus novelas: el homosexual y el guerrillero en El beso de la mujer araña, la enferma y el militante en Pubis angelical, la artista ingenua de vanguardia y el crítico de arte en The Buenos Aires Affair, el anciano traumatizado y el izquierdista sin esperanzas en Maldi-ción eterna a quien lea estas páginas. Se quiere, se necesita, se pide todo del otro, pero la razón es menos la voluntad de averiguar o desentrañar que la urgencia de alimentarse, reanimarse, volver a la vida. Los héroes y las heroínas de Puig no son fisgones; son vampiros. Cuando Puig empezó a escribir El beso de la mujer araña, la película que Molina le contaba a Valentín al principio de la novela no era La mujer pantera sino el Drácula de Bela Lugosi. En Maldición eterna, Larry, contratado para sacar a pasear dos veces por semana a un hombre que un trauma ha postrado en una silla de ruedas, se lo dice con todas las letras: “Usted es como un vampiro. Se alimenta de la vida de los demás. Trate de imaginarse cómo se siente la víctima mientras la van vaciando de a poco”. La indiscreción, la intro-misión, la invasión del otro, la alcahuetería y el chisme son movimientos de una economía interpersonal que es menos moral o epistemológica que gástrica, alimenticia, metabólica. Frágiles y dependientes, necesitadas y huérfanas, Luci y Nidia —como todos los héroes y las heroínas de Puig— son con todo mucho más fuertes de lo que parecen. ¿Por qué? Porque son criaturas de un reino extraño y equívoco, un reino que ama la cercanía, la inmediatez y el contacto como nada en el mundo, un reino que no figura en el horizonte del saber psicológico o psicoanalítico sino en el de las ciencias naturales: el reino de los parásitos.

Parasitar (vampirizar) es la política de supervivencia del excluido, el marginal, el que está fuera del sistema y no tiene nada propio. Nada que no sea la fuerza y la astucia para acoplarse a otro organismo —más joven, más poderoso, más rico— y alimentarse de él. Niños, mujeres, homosexuales, moribundos, guerrilleros: después de agotar el álbum de

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parias más o menos conspicuos, Puig explora en Cae la noche tropical un tipo de outsider con el que la ficción contemporánea rara vez acepta rozarse: los viejos. Octogenarias y ociosas, Nidia y Luci se pasan la mitad de la novela quietas, juntas, adheridas a Silvia, de cuya vida extraen la savia que necesitan para seguir despertándose al día siguiente. Viven de Silvia; o mejor: la viven. Llevan una vida casi exclusivamente verbal, donde las palabras han reemplazado a la acción y mantienen en equi-librio un sistema doméstico-parasitario a la altura de sus necesidades. Puig no esconde el costado triste de ese modo de vida vicario, su ava-ricia ensimismada, su endogamia y su aislamiento. Sin embargo, si al terminar la novela Nidia y Luci no son una pareja de burócratas que administran el plasma ajeno sino dos chicas verdaderamente audaces, dos heroínas a la altura de La vieja dama indigna de Brecht, es porque lo que cuenta Cae la noche tropical no es cómo hacen las viejas pará-sitas para sobrevivir sino cómo engordan, cómo recuperan color y se reaniman, cómo se inventan una vida nueva, cómo transforman todo lo que han expropiado de los otros en una forma de vitalidad desconocida, abierta al mundo, quizá no siempre feliz, a menudo insatisfactoria o peligrosa, pero signada por una intensidad, una energía y un espíritu emancipatorio que doscientas páginas atrás parecían inimaginables.

75 Prólogos / El entenado

El entenadoJuan José Becerra

Lo que “incitó” a Juan José Saer a escribir El entenado –se trata de una intimidad revelada por él mismo– fue “el deseo de construir un relato cuyo protagonista fuese no un individuo, sino un personaje colectivo”. Pero el deseo formal, fiel a los saltos típicos de la ruta que lo arrastra hacia los hechos, se fue desviando en dirección a la realidad de la obra. Finalmente el personaje colectivo, que abunda en el libro y cuyas vidas y costumbres pueden reducirse al nombre genérico de “los indios”, fue eclipsado por los recuerdos del narrador que evoca su origen mítico sesenta años más tarde, para que vivan en su memoria por primera vez.

La sucesión de conferencias etnológicas sobre una tribu costera que Saer había imaginado como el corazón estructural de su libro, se modi-ficó de golpe cuando leyó unas líneas de Historia argentina, de José Luis Busaniche, dedicadas a Francisco del Puerto, el grumete que en 1516 desembarcó con Juan Díaz de Solís en la costa uruguaya. De esas pocas líneas surge el El entenado, cuyo asunto visible en primer plano -mien-tras en el segundo florece lo de siempre: una filosofía de la percepción- es la reconstrucción de una sociedad remota y sin halo cultural, es decir sin historia ni antropología, un producto de “invención pura”, como la llama Saer, que compite con la realidad del pasado y en algunos casos la vence o la enaltece.

El narrador aparece en toda su dimensión teatral en las primeras pági-nas, y lo hace sobre una especie de triple escenario autobiográfico, una plataforma de drama unipersonal en la que simultáneamente se vive, se recuerda y se escribe. El grumete, efectivamente un entenado (“la

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orfandad me empujó a los puertos”), ha decidido hacerse una memoria para apropiarse de un pasado que no sabe muy bien en qué consiste y recuerda la noche en la que los nativos lo apresan y lo arrojan al interior de una choza, donde hallará una identidad nueva:

“Me acosté, desconsolado en el suelo, y me puse a llorar. Ahora

que estoy escribiendo, que el rasguido de mi pluma y los cruji-

dos de mi silla son los únicos ruidos que suenan, nítidos, en la

noche, que mi respiración inaudible y tranquila sostiene mi vida,

que puedo ver mi mano, la mano ajada de un viejo, deslizándose

de izquierda a derecha y dejando un reguero negro a la luz de la

lámpara, me doy cuenta de que, recuerdo de un acontecimiento

verdadero o imagen instantánea, sin pasado ni porvenir, forjada

frescamente por un delirio apacible, esa criatura que llora en un

mundo desconocido asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento”.

Al día siguiente de esa inserción, los nativos orquestan prácticas cul-turales de apariencia salvaje. Arman unas enormes parrillas de madera sobre las que asan a sus cautivos decapitados, hechos que se dan en un clima de euforia medida que no excluye la división del trabajo, la administración racional de los recursos humanos (una especie de orga-nización preindustrial dedicada a la tareas de gastronomía con materia prima importada) y el clima de una fiesta patronal que encontró su fecha menos por las órdenes de un calendario que por una cuestión de disponibilidad: la presencia material de los invasores, sin los cuales no hubiera habido plato del día. Si en estas circunstancias el grumete memorioso de Saer sobrevive a la fiesta caníbal, grandiosa y coreografiada pero aún ilegible, es para que sea posible la restauración literaria de esa escena, y de otras. En esa operación, el narrador que cuenta el cuento trae el pasado al presente, y con él no sólo el tiempo remoto del que está hecho ese pasado sino también el espacio perdido en una marca cartográfica, la X hacia la que

77 Prólogos / El entenado

han navegado los empleados de la Conquista, escrita en el mapa que más tarde fue la realidad infernal de un continente desconocido y luego una experiencia evocada con un delay tal vez ligado al pudor narrativo (el pudor de quien no busca a la literatura sino que espera su llegada). De la abstracción de esa X, una incógnita evocada matemáticamente por la imaginación futurista y atópica de los navegantes del siglo XVI -un hecho histórico dado por supuesto y sin el cual El entenado no sería lo que es-, Saer desciende a su versión realista. Todos las geografías del mundo, incluyendo las imaginadas, son la prueba viviente de que en ellas reina la naturaleza bajo la forma de un presente perpetuo. La naturaleza siempre es la misma. Es una línea y una unidad de la que brotan los acontecimientos únicos y al mismo tiempo renovables que la sostienen. La mención, lírica y metafísica, que Saer hace de la palabra universo (sin dudas la más importante de su sistema verbal: su estribillo) evoca cada tanto esa naturaleza con la intención de que no olvidemos que es ella la que queda; mientras el testimonio de que la hemos visto actuar pasa junto con nosotros.

Si la literatura de Juan José Saer se mantiene ajustada a una región es para que, entre otras cosas, se sepa que la Historia es un átomo que no conmueve la lentitud ni el tamaño de la naturaleza. Y si toda geografía es en el fondo -y únicamente- un monumento natural, la obra de Saer es la memoria descriptiva de esa afirmación que no alude a las cues-tiones del espacio sino a las angustias del tiempo humano. No sabemos cuántas generaciones aparecen y desaparecen, como pestañeos sobre un fondo de eternidad, desde las primeras poblaciones que habitan El entenado hasta aquellas, en apariencia más sofisticadas -donde hay shoppings y autopistas y libros-, que vemos en La grande, la novela póstuma de Saer. A los tiempos históricos en que suceden ambas na-rraciones, como a los primeros y a los últimos personajes de su extensa saga, los separan casi cinco siglos, pero la naturaleza que atestigua su paso se mantiene igual.

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Saer es el novelista que narra las cosas que se van sobre o contra las co-sas que permanecen. Ese punto de vista insobornable, del que obtiene su máximo relieve estético y filosófico, logra extenderse retrospectivamen-te en El entenado, donde excepto el padre Quesada, mencionado unas pocas veces, ni las cosas que se van, ni las que quedan, tienen nombres propios. Allí, la naturaleza -todos sus elementos vagos y sus individuali-dades- son partes integradas y anónimas de una vida común.

El entenado tiene vínculos de simpatía con Allá lejos y hace tiempo, de W. H. Hudson; con Zama, de Antonio Di Benedetto; y, por supuesto, con Viaje al Río de la Plata, de Ulrico Schimdl, el mercenario alemán que acompañó la expediención de Pedro de Mendoza y narró la hambruna de 1536, en la que no faltó un episodio de antropofagia europea (la antropofagia civilizada que nadie quiere recordar). En todos los casos, se manifiesta la presencia de una narración de tipo evocativa y dos veces remota, en la que la literatura se presenta luego de haber sido sometida a las alteraciones de una guarda de hechos que van sedimentando.

Ese espacio de olvido entre los sucesos y la memoria -dos fuerzas ima-ginarias que reúne la ficción- es anunciado por el narrador de Saer en la segunda página para revelar, menos que un pensamiento, los detalles de una percepción que sabe distinguir el campo de los acontecimientos de aquel otro en el que son recuperados por la escritura:

“Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto;

pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es un lugar perfecto

para hacer ondular deseo y alucinación”.

Esas ondulaciones de deseo y alucinación que, solamente “a medias”, muestran lo conocido y lo desconocido como una sola cosa (postulada como el “lugar perfecto” para que en él se aloje el relato), no hacen retroceder a Saer hacia una lengua antigua, ese español anterior a su obra que es el idioma de indias del que puede desprenderse una época

79 Prólogos / El entenado

y las pruebas de su atraso, sino hacia la prehistoria del espacio casi ex-cluyente donde transcurren sus ficciones.

El entenado se presenta como el kilómetro cero de su narrativa, es decir como la fundación mítica de una geografía y una poética pero poniendo a resguardo sus patrones modernos mediante los cuales los episodios de la Conquista se vuelven más profundos, incluso más verdaderos, que los reportados por sus protagonistas.

Las referencias de las que depende El entenado se ubican en el inters-ticio -un intersticio totalmente literario, quizás el único que permite la novela realista- en el que los vínculos entre realidad y escritura se detienen para someterse artísticamente a las experiencias de la sensibi-lidad y la racionalidad, de cuyas combinaciones Saer fue un exponente excepcional, capaz de fundir en el despliegue interminable de sus frases los hechos aparentemente incompatibles ligados a pensar y sentir.

Como muchas novelas de Juan José Saer, El entenado es un libro de memorias, en este caso de la memoria que une la historia con recuer-dos muy lejanos. Pero no habría que dejarse engañar. Escribir sobre lo inmediato -escribir sobre el ahora- también requiere el auxilio de la memoria, por lo que, siguiendo la ruta formal que cursa la obra de Saer, memorizar no es tanto recordar los hechos, sean estos lejanos o cerca-nos, como desearlos para la literatura (en el sentido en el que el grume-te asegura que cuando no se recuerda es porque se ha perdido menos memoria que deseo).

En El entenado la memoria es un deseo profundo cuya verdad yace en un fondo que hay que sondear con la escritura, sin ninguna necesidad de contactar la superficie en la que los hechos se presentan resumidos, excepto que haya que apoyarse en ella para perforarla. A ese deseo -un primer paso romántico-, el realismo de Saer lo vincula con los hechos, menores y mayores, obedientes tanto a la percepción como a la razón,

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que le dan a la realidad aludida un estatus de composición complejísi-ma, organizada por diversas materias y cuyos acontecimientos suceden simultáneamente en varias escalas, que hay que descomponer para que pueda entenderse. Para que esto ocurra no hay que emular la realidad, ni rendirse automáticamente a sus señales ordinarias, ni reconstruirla en imágenes planas sino, simplemente, detenerse en ella:

“Ya no se sabe donde está el centro del recuerdo y cuál es su pe-

riferia: el centro de cada recuerdo parece desplazarse en varias

direcciones y, como cada detalle va creciendo en el conjunto, y,

a medida que ese detalle crece otros detalles que estaban olvi-

dados aparecen, se multiplican y se agrandan a su vez, muchas

veces empiezo a sentirme un poco desolado y me digo que no

solamente el mundo es infinito sino que cada una de sus partes,

y por ende mis propios recuerdos, también lo es”.

El realismo de Saer consiste es una mirada que produce, por su intensidad, una memoria inflacionaria, una súpermemoria. Los recuerdos se mueven y se multiplican y se ensanchan en círculos, pero no tanto por los peligros de la alucinación que menciona el narrador de El entenado sino por la compo-sición atómica de la realidad, un hecho fatal que arrastra a la imperfección o al ridículo cualquier intención de describirla con los gestos pedantes del realismo testimonial o documentario. Sin embargo, la imperfección saerea-na -una imperfección exhaustiva y reveladora- alcanza a rozar la verdad funcional del mundo. Se trata de un mundo cuyos elementos, todos ellos asociados en una relación que podríamos llamar de misterio físico, van de las partículas elementales a las profundidades apenas imaginadas del uni-verso, y del que el hombre es, a un mismo tiempo, universo y partícula.

Pero si en la obra de Saer hay otro agente omnipresente, que con dere-cho insiste en hacerse oír y –en la medida de lo posible– entender, ese agente es el tiempo en todas sus variantes. A esa variedad, singular en cada una de sus partes, como lo son los tiempos del hecho, el recuerdo,

81 Prólogos / El entenado

el sueño, la contemplación y el pensamiento -y de sus combinaciones razonadas o espontáneas-, Saer le agrega en El entenado el tiempo de la escritura que, por supuesto, responde a la lógica de la ficción pero nunca para negar la verdad de su experiencia artificial.

Sobre el final, el narrador no deja de reincidir en reflexiones literarias, siguiendo la costumbre que Saer sostuvo en toda su obra, en la que el hecho de escribir siempre estuvo acompañado de un diario incidental de escritura que se iba filtrando imperceptiblemente en el texto -la bitá-cora un poco distraída de una experiencia que necesita abrazarse a sus descubrimientos para poder recordar su arte compositivo- aunque tal vez nunca de una manera tan directa.

Han pasado casi en su totalidad los recuerdos de una aventura remo-ta en la que la naturaleza y unos salvajes -nosotros: su producto más elaborado- influyen, con sus bestialidades y sensiblerías, con sus intui-ciones y conocimientos, en el carácter y la memoria del grumete que escribe alejado de los peligros que detalla, pero a merced de otros. En ese final que se avecina, sabe más de sí mismo y del arte literario -y más modestamente, del univeso- que antes de comenzar a escribir:

“De esa manera, sueño, recuerdo y experiencia rugosa se deslin-

dan y se entrelazan para formar, como un tejido impreciso, lo

que llamo sin mucha euforia mi vida”.

El pensamiento y la prosa de Saer reúnen, mediante el milagro de la literatura, aquello que no cesa de dispersarse. La realidad es una explo-sión cuyos fragmentos la literatura insiste en llevar hacia atrás, hacia la víspera de la explosión y el exterminio de los instantes que se suceden para expresar y, al mismo tiempo, vaciar los hechos sin que podamos advertir de qué elementos están constituidos.

El entenado es una versión más -en nuestra imaginación de lectores es también la más antigua- de la experiencia literaria saereana, que con-

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siste en absorber el comportamiento profundo y hasta invisible de todas las escalas del universo, y escarbar en su oscuridad para extraer muestras de sus rincones recónditos. Son paisajes simultáneos que a simple vista no parecen asociados, pero que sin dudas forman la materia dinámica y escurridiza que llamamos realidad. Todos juntos, más en espesor que en sucesión -todo el tiempo como una masa compacta que se acomoda sobre el espacio-, forman el universo de Juan José Saer, ese litoral desde el que se puede ver una infinidad de cosas fluyendo siempre en la misma dirección, aunque cada cual conforme a su propia velocidad.

Sobre la realidad histórica en la que se desarrollan los hechos de El ente-nado, puede apreciarse que hay, en el modo de Saer de esquivar los ante-cedentes que señalan a medias las peripecias sudamericanas de Francisco del Puerto -no menciona dos de los textos más conocidos que lo aluden: El mar dulce, de Roberto J. Payró; y el informe de Caboto, quien rescató a del Puerto, hecho a los oficiales de la la Casa de Contrataciones de Sevilla, su empleadora naval- una estrategia que consiste en vincularse con la historia a la mayor distancia posible de sus documentos.

Es, sin dudas, una objeción frontal a los patrones de la novela histórica de la época, apoyada (tal vez aplastada) contra un conjunto de elemen-tos precisos que reducen el arte de narrar a una relación de servidumbre con la Historia o, peor aún, con la historiografía, y promueven todavía hoy una ficción amparada en un verosímil del dato geográfico, crono-lógico y biográfico, y en la acumulación de materia ya existente -en los manuales de historia- de las que las novelas podrían brotar sin siquiera pensar en destinarle una forma, eso que Saer buscó y encontró para que lo que llamamos literatura no deje de ser un arte.

83 Prólogos / Sarmiento, escritor

Sarmiento, escritorRicardo Piglia

IHablar de Sarmiento escritor es hablar de la imposibilidad de ser un escritor en la Argentina del siglo XIX. Primer problema: hay que ver en esa imposibilidad el estado de una literatura que no tiene autonomía: la política invade todo, no hay espacio, las prácticas están mezcladas, no se puede ser solamente un escritor. Segunda cuestión: esa imposibilidad ha sido la condición [de una escritura incomparable] de una obra incompa-rable. Sarmiento pudo escribir algunos de los mejores textos de nuestra literatura porque ser escritor era imposible. Sus grandes obras (y en primer lugar el Facundo) expresan en su forma esta paradoja central.

La euforia de Sarmiento respecto al poder de su palabra escrita es parte de la misma contradicción. Su megalomanía discursiva parece un ejem-plo de la ideología arrogante del artista fracasado con la que el ensayis-ta Philip Rieff* (Nota al pie *) ha estudiado a algunos políticos contem-poráneos. Si el político triunfa donde fracasa el artista podemos decir que en la Argentina del siglo XIX la literatura sólo logra existir donde fracasa la política. De hecho el eclipse político y la derrota están en el origen de las escrituras fundadoras de la literatura nacional. Facundo, El gaucho Martín Fierro, Una excursión a los indios ranqueles, las novelas de Eugenio Cambaceres fueron escritas en condiciones de libertad con-dicional o de autonomía forzada.

En el caso de Sarmiento su escritura literaria está fechada (1838–1852) y no logra sobrevivir al triunfo. Después de la caída de Rosas Sarmiento ya no vuelve a escribir: hace otra cosa, como lo prueban los cincuenta

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y dos volúmenes de sus Obras Completas. (Hay una escena donde Sar-miento narra el fin: “En la noche fui a Palermo, tomé papel de la mesa de Rosas y una de sus plumas, y escribí cuatro palabras a mis amigos de Chile, con esta fecha, Palermo de San Benito febrero 4 de 1852”. Momento decisivo, gesto simbólico, la escritura ha llegado al lugar del poder: a partir de ahí casi no habrá espacio, ni separación, ni lugar para la literatura.(1)

José Hernández, prófugo, escondido en una pieza del Hotel Argentino (frente a la Plaza de Mayo), luego de la derrota de López Jordán, para “matar el tedio de la vida de hotel”, escribe el Martín Fierro. Lucio V. Mansilla separado del servicio activo del ejército, proceso por el fusi-lamiento de un desertor, espera el resultado del juicio y en ese tiempo vacío escribe Una excursión a los indios ranqueles.

El ejemplo más claro (y más deliberado de la construcción de esa distan-cia) es el de Eugenio Cambaceres que en 1876 renunció a su banca de diputado y a su futuro político para dedicarse a la literatura. (Y la novela argentina le debe todo a esa renuncia.)

Durante el siglo XIX los escritores argentinos parecen vivir una doble rea-lidad; hay un revés secreto en su vida pública: son ministros, embajadores, diputados, pero no pueden ser escritores. (“Yo estoy bien, relativamente bien, pero sólo estaré feliz cuando me dedique a escribir novelas”, le dice Eduardo Wilde a Miguel Cané.) La literatura argentina del siglo XIX podría ser una metáfora del infierno para un escritor como Flaubert.

Por cierto hay una contemporaneidad estricta entre la conocida carta de Flaubert a Louise Colet de enero de 1852 donde expresa su aspiración de escribir un libro sobre nada y la escritura de Campaña en el Ejército Grande de Sarmiento. La aspiración de Flaubert sintetiza el momento más alto de independencia de la literatura: escribir un libro sobre nada, un libro que busque la autonomía absoluta y la forma pura. (Y esa carta

85 Prólogos / Sarmiento, escritor

privada de Flaubert a su amante es el manifiesto de la literatura con-temporánea.) Se condensa un proceso histórico: Marx y Flaubert son los primeros que hablan de la oposición entre arte y capitalismo. El carácter improductivo de la literatura es antagónico de la razón burguesa: la conciencia artística de Flaubert es un caso extremo de esa oposición. Hacer un libro sobre nada, un libro que no sirve para nada, que escape al registro de la utilidad burguesa: la máxima autonomía del arte es a la vez el momento más agudo de su rechazo de la sociedad. A la inversa, en enero de 1852, Sarmiento busca en la eficacia y en la utilidad el sentido de la escritura: en Campaña en el Ejército Grande discute con Urquiza (que no lo escucha, que no lo reconoce, que casi no le contesta, que lo intimida con su perro Purvis) y trata inútilmente de convencerlo de la importancia y del poder social de la palabra escrita. La Campaña narra ese conflicto y en el fondo es un debate explícito (una campaña) sobre la función y la utilidad de la escritura.

La asimetría entre Sarmiento y Flaubert (que son los dos escritores que mejor escriben su lengua en ese tiempo) resume los problemas de la no–sincronía y del desajuste respecto de la cultura contemporánea que definen a nuestra literatura desde su origen. El lugar lateral y desierto de la literatura argentina(2) (ajena a la herencia colonial y a las tradicio-nes prehispánicas, europeizada desde los márgenes) se manifiesta como escisión y doble temporalidad. Todo parece a la vez contemporáneo e inactual. Las primeras lecturas del Salón Literario (1837) intentan defi-nir una estrategia que permita anular esa distancia y hacer presente la cultura. La tradición cultural dominante en la Argentina (hasta Borges) está definida por la tensión entre el anacronismo y la utopía (obviamen-te Borges ha sabido explorar al máximo la combinación de lo anacrónico y lo utópico para construir sus ficciones y su teoría de la lectura. En el fondo esa combinación es la materia de “Pierre Menard”). La pregunta básica es siempre ¿dónde está el presente? o mejor ¿cómo estar en el presente? Y esa pregunta es un tema central en la obra de Sarmiento.

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En el origen de la literatura nacional esa no–sincronía aparece sobre todo en los problemas de la autonomía y de la función de la literatura. Cuando en la literatura europea se ha logrado una separación institu-cionalizada de las prácticas y de las categorías literarias, en la literatura argentina esas cuestiones sólo existen en la conciencia de los escritores y en su voluntad de fundar una literatura nacional. Podríamos decir que en la Argentina hay una doble historia del lugar de la literatura.

1) Por un lado la literatura argentina responde a la lógica general y de-fine su función en relación con otras prácticas sociales. En el siglo XIX la práctica en relación con la cual se define el lugar de la literatura es, por supuesto, la política. (Hay una relación estrecha entre la historia de la autonomía de la literatura y la historia de la constitución del estado.)La literatura nacional es una fuerza autonomizadora; tiende a disociar el poder político de otro que lo trasciende, el de “la inteligencia”: ahí se define la función específica de la escritura.

2) Por otro lado se trata de crear una literatura emancipada y la auto-nomía se define como una relación con las literaturas extranjeras. La literatura nacional es autónoma porque busca cortar con la tradición española y realizar en su campo la misma revolución contra España que se realizó en la política y en la economía. Pero esa literatura emancipada se construye en alianza con una literatura extranjera (ya autónoma): la literatura francesa como literatura mundial.

Esa doble relación (con la práctica política y con las literaturas extran-jeras) define de un modo propio la autonomización de la literatura y su función. La definición de lo que significa ser un escritor se juega en ese doble vínculo. “Hay que tener un ojo puesto en la inteligencia francesa y el otro ojo clavado en las entrañas de la patria”: la consigna de Eche-verría sintetiza ese doble proceso. La mirada estrábica es la verdadera tradición nacional: la literatura argentina se constituye en esa doble visión, en esa relación de diferencia y de alianza con otras prácticas y

87 Prólogos / Sarmiento, escritor

otras lenguas y otras tradiciones. Un ojo es el aleph, el universo mismo; el otro ojo ve la sombra de los bárbaros el destino sudamericano. La mirada estrábica es a–sincrónica: un ojo mira el pasado, el otro ojo está puesto en lo que vendrá.

La historia de la literatura argentina está marcada por la escisión, la doble temporalidad, las dos autonomías, la mirada de la bizca.

IIEse lugar indeciso determina un aspecto incierto de la obra de Sarmien-to: el uso desplazado de la ficción. El mismo define así, en Recuerdos de Provincia, su entrada en la escritura: “Con La pirámide por primera vez las fantásticas ficciones de la imaginación me sirvieron para encubrir la indignación de mi corazón”. La pregunta por supuesto es ¿cuáles fueron las otras si esa fue la primera?

En el uso de la ficción se cifra de un modo específico la tensión entre política y literatura en la argentina del siglo XIX. Uno podría decir que la dificultad de la autonomía en la literatura argentina se manifiesta bajo la forma de una resistencia a la ficción. Desde el comienzo mismo de la literatura nacional se dice que la ficción es antagónica con un uso político del lenguaje. La eficacia de la palabra está ligada a la verdad, con todas sus marcas: responsabilidad, necesidad, seriedad, la moral de los hechos, el peso de lo real. La ficción se asocia con el ocio, la gra-tuidad, el derroche de sentido, lo que no se puede enseñar. “Fácil me hubiera sido reunir en esta Biblioteca (dice Marcos Sastre al inaugurar el Salón Literario) un gran número de esos libros que tanto lisonjean a la juventud. Esa multitud de novelas inútiles que a montones agotan diariamente las prensas europeas. Libros que deben mirarse como una verdadera invasión bárbara en medio de la civilización. Bandalismo que arrebata a las luces del progreso humano un número inmenso de inte-ligencias vírgenes y pervierte mil corazones puros”. Sarmiento habla en los mismos términos y en Viajes se refiere a “la turba” de novelistas “que

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tienen en agitación los espíritus y que hacen de París una sociedad pue-ril, oyendo con la boca abierta a esa multitud de contadores de cuentos para entretener a los niños, Dumas, Balzac, Sue”.

El ejemplo más nítido de esa lectura de época es el destino de El mata-dero de Echeverría. El primer texto de ficción de la literatura argentina permaneció inédito más de treinta años. Y habría que decir que ese texto no fue publicado justamente porque era una ficción y la ficción no tenía lugar salvo como escritura privada, secreta. En las páginas de El matadero, escrito en 1838 y perdido entre los papeles de Echeverría hasta su publicación en 1871, se oculta una metáfora del lugar despla-zado de la ficción en la literatura argentina.

Tratar de hacer la historia de ese lugar de la ficción es rastrear la historia de su doble autonomía: por un lado sus relaciones con la palabra polí-tica y por otro lado sus relaciones con las formas y los géneros extran-jeros de la ficción ya autonomizada (en especial la novela). En ese doble vínculo se define la escritura de Sarmiento.

Habría que decir que la historia de la ficción argentina empieza dos veces. O mejor que la historia de la ficción argentina empieza con una misma escena de terror y violencia contada dos veces. Primero en la primera página de Facundo, que es como decir la primera página de la literatura argentina. Y al mismo tiempo (pero de un modo desplazado) en El matadero de Esteban Echeverría.

Ustedes recuerdan la anécdota que abre el Facundo. Sarmiento elige un momento decisivo de su vida. “A fines de 1840 salía yo de mi pa-tria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadescas y mazorqueros. Al pasar por los baños de Zonda, bajo las Armas de la Patria que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras: On ne tue point les idées. El gobierno

89 Prólogos / Sarmiento, escritor

a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de des-cifrar el jeroglífico que, se decía, contener desahogos innobles, insultos y amenazas. Oída la traducción y bien, dijeron, ¿qué significa esto?”

Historia a la vez cómica y patética, ese hombre perseguido que se exilia y huye escribe en otra lengua. Lleva el cuerpo marcado por la violencia de la barbarie pero deja también su marca: inscribe un jeroglífico donde se cifra la cultura, que parece la contraparte microscópica de ese gran enigma que él intenta traducir descifrando la vida de Facundo Quiroga. La oposición entre civilización y barbarie se cristaliza en esa escena don-de está en juego la legibilidad.

Sarmiento se distancia nítidamente de la barbarie de la que se destierra recurriendo a la cultura; no hay que olvidar que esa consigna es una cita: una frase de Diderot que Sarmiento cita mal y atribuye a Fortoul abriendo así la línea de referencias equívocas, citas falsas, erudición apócrifa que es un signo de la cultura argentina por lo menos hasta Borges.

En esa anécdota se condena una situación que la literatura argentina repetirá con variantes a lo largo de su historia: el choque frontal entre el letrada y el mundo de los bárbaros.

El matadero es la contracara atroz de la misma situación. En el relato de Echeverría el hombre culto se interna en el mundo del otro, en la zona baja de los mataderos y las orillas. En el lugar del exilio y la fuga, la ficción se construye a partir de la entrada en territorio enemigo y la violencia de la que se zafa Sarmiento aparece como el núcleo del relato. El héroe es atrapado por los bárbaros, muere vejado y torturado.

Se puede pensar que el Facundo empieza donde termina El matadero y esa continuidad entre violencia, tortura y exilio que está en el origen, se ha mantenido con signos múltiples en nuestra historia. Por otro lado si para Sarmiento la violencia ya ha quedado atrás y el poder del letrado se

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afirma en el uso de otra lengua que marca la diferencia (“¿Qué significa esto?” se preguntan los bárbaros), en Echeverría la violencia está en pri-mer plano y el lenguaje del relato queda atrapado, como el cuerpo , por el enfrentamiento. El texto reproduce a nivel lexical la confrontación, y se escinde entre la lengua alta, engolada, culta y casi ilegible para nosotros hoy, una lengua de traducción podríamos decir del letrado unitario y el lenguaje oral, popular y bajo de los orilleros federales. Y lo paradójico es que todo el valor de El matadero está en la vitalidad de esa lengua popular que ha traicionado los presupuestos y la ideología explícita de Echeverría que buscaba reproducir en el estilo el juicio de valor que suponía el choque entre el hombre refinado y los bárbaros incultos. La textura del relato ha invertido esa oposición y lo más vivo de El matadero es ese registro oral donde se hace presente en nuestra literatura por primera vez (fuera de la gauchesca) el lenguaje popular.

En la primera página del Facundo y en El matadero se confrontan por un lado la lengua extranjera, la lengua literaria, la cita falta, la erudi-ción más o menos salvaje, la traducción, el bilingüismo, y por otro lado el cuerpo y sus marcas, la violencia y la voz, el fracaso popular, los to-nos primitivos de la lengua nacional. Y la tensión de ese doble registro marca obras tan disímiles como las de Arlt, Borges, Marechal, Cortázar, Cambaceres, Cancela. Cuando esa escisión se logra soldar se producen los grandes textos de nuestra literatura.

Habría dos versiones entonces en el origen de la ficción argentina: una triunfal y paródica, la otra alucinada y paranoica de una confrontación que ha sido narrada muchas veces. Y se podría decir que la paranoia y la parodia son los dos grandes modos de representación del mundo de las clases populares en la literatura argentina.

Pero hay una diferencia clave entre esos dos textos iniciales que me interesa especialmente señalar porque en un sentido sintetiza el tema de esta conferencia.

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Mientras el comienzo del Facundo es propuesto como un relato verda-dero y tiene la forma de la autobiografía, El matadero es una ficción y porque es una ficción puede hacer entrar el mundo de los bárbaros y darles un lugar y hacerlos hablar.

La ficción se desarrolla en la Argentina en el intento de representar el mundo del otro, se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante. Porque para hablar de lo mismo, para narrar a su grupo y a su clase, durante todo el siglo XIX se usa la autobiografía.

Los letrados se cuentan a sí mismos bajo la forma del relato verdadero y cuentan al otro con la ficción.

La literatura no excluye al bárbaro, lo ficcionaliza, es decir lo construye tal como se lo imagina el sujeto que escribe. El enemigo es un objeto privilegiado de representación. Hay que entrar en su mundo, imaginar su dimensión interior, su verdad secreta, sus modos de ser. El otro debe ser conocido para ser civilizado. La estrategia ficcional implica la capacidad de representación de los intereses ocultos del adversario. En este sentido la barbarie es la construcción del adversario ideal : (La figura del monstruo es el límite de esa imagen ficcional de la diferencia perfecta. “La esfinge argentina mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario”.)

El bárbaro es una sinécdoque de lo real: en sus rasgos físicos se leen, como en un mapa, las dimensiones y las características de la realidad que lo determina. La frenología es una cartografía. El otro no es sólo un sujeto o un objeto sino la expresión de un mundo alternativo. La barbarie es la metáfora de una concepción espacial de la cultura: del otro lado de la frontera están ellos, para conocerlos hay que entrar (como el unitario de El matadero) en su mundo, trasladarse imaginariamente a ese territorio enigmático que empieza más allá de los confines de la civilización.

La invención de la realidad escindida es el núcleo central del Facundo. La oposición entre civilización y barbarie(3) describe políticamente ese

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universo duplicado y en lucha pero a la vez lo construye. La complejidad del libro deriva del intento de mantener unidos los dos campos. Se puede decir que Sarmiento inventa una forma para no quebrar esa conexión. Lo que el texto une es la diferencia pura. No se trata sólo de una cuestión te-mática, la escritura reproduce la escisión (y construye la unidad). La forma de la civilización y la forma de la barbarie se representan de modo dis-tinto. Al sistema de citas, referencias culturales, traducciones, epígrafes, marcas de la lectura extranjera que sostienen la palabra de la civilización, se le oponen las fuentes orales, los testimonios y los relatos, los rastros de la experiencia vivida que reproducen y hacen hablar al mundo de la barbarie. (“Lo he oído en una fiesta de indios...”. “Un hombre letrado me ha suministrado muchos de los hechos que llevo referidos”. “Le he oído yo mismo los horribles pormenores”. “Más tarde he obtenido la narración circunstanciada de un testigo presencial”.) Son dos formas de la verdad, dos sistemas de pruebas que reproducen la estructura del libro y duplican su temática. La tensión entre lo escrito y lo oral, entre la cultura y la ex-periencia, entre leer y oír reproducen una diferencia básica. La civilización y la barbarie son citadas de modo distinto: el que escribe el Facundo tiene acceso a las dos versiones y puede traducirlas. Ese doble movimiento está representado en la primera página del libro: el escritor está en la frontera, entre dos lenguas, entre la cita europea y las marcas en el cuerpo y ese es el lugar de la enunciación.

El Facundo viene a establecer una relación imaginaria entre dos univer-sos yuxtapuestos y antagónicos. Los problemas de la forma literaria del libro están concentrados en la y del título. (Nadie tiene un sentido tan personal de la conjunción como Sarmiento. Su escritura une lo hetero-géneo. El polisíndeton es el sello de su estilo.) En ese punto se concentra la tensión entre política y ficción. La política tiende a que esa y sea leída como un o. La ficción se instala en la conjunción. El libro está escrito en la frontera: situarse en ese límite es poder representar un mundo desde el otro, poder narrar el pasaje y el cruce.

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Por eso a Sarmiento le interesa el modo en que Fenimore Cooper ha sabido ficcionalizar el cruce entre dos realidades. “El único romancista que haya logrado hacerse un nombre europeo es Fenimore Cooper y eso porque transportó la escena de sus descripciones al límite entre la vida bárbara y la civilizada”.

En realidad Sarmiento atribuye a Cooper las virtudes del género. En Teoría de la novela Georg Lukács ha definido a la novela como la forma de un mundo escindido(4). Fuera de la existencia normalizada y la ex-periencia trivial aparece el horizonte de otra realidad enigmática (a la vez demoníaca y poética) que parece estar más allá de la lógica y de la razón. La forma de la novela se constituye (basta pensar en Don Quijote) cuando es posible concebir una existencia más intensa en otro mundo yuxtapuesto al de la vida cotidiana. La nostalgia de una experiencia que trascienda lo inmediato se convierte en la construcción imaginaria de una realidad alternativa con su propia verdad y sus propias leyes: la novela narra la relación entre los dos mundos y el héroe es el que va de una lado al otro.

La oposición entre civilización y barbarie es el nombre ideológico de esa escisión novelística. La doble realidad constitutiva de la forma del géne-ro aparece en Sarmiento invertida y politizada. Por eso tiene razón Raúl Orgaz(5) cuando insiste en que Sarmiento construyó la oposición entre civilización y barbarie a partir de las novelas de Cooper.

La lucha de dos fuerzas opuestas que definen la realidad es una constan-te del pensamiento histórico de la época y aparece en Sarmiento desde el principio pero el Facundo se escribe como se escribe (y es un libro único) porque Sarmiento encuentra en el género [la novela] el modo de representar la experiencia de un mundo escindido. Como ha señalado Lukács el género transforma la dimensión discursiva del orden metafísi-co y muestra que la doble realidad se deja captar también como figura y como anécdota. Lo que Sarmiento lee en el género es esa representación

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figurada (y no sólo discursiva) del sentido. Producir la experiencia de la significación; cerrar la interpretación en una imagen antes que en una idea. La experiencia novelística de la realidad escindida es el nudo de la forma literaria del Facundo.

No leemos el Facundo como una novela (que no es) sino como un uso político del género. (Facundo es una proto–novela, una máquina de no-velar, el museo de la novela futura. En este sentido funda una tradición.) La discusión con el género está implícita en el libro. Facundo se escribe antes de la consolidación de la novela en la Argentina y antes de la constitución del estado nacional. El libro está en relación con esas dos formas futuras. Discute al mismo tiempo las condiciones que debe tener el estado (capítulo XV) y las posibilidades de la novela americana por venir (capítulo II). Por una lado el Facundo es un germen del estado (en el sentido en que Levi–Strauss decía que el totemismo era un germen del estado) y por otro lado es el germen de la novela argentina. Tiene algo de profético y de utópico y produce el efecto de un espejismo: en el vacío del desierto se vislumbra como real lo que se espera ver. El libro está construido entre la novela y el estado: los anticipa y los anuncia y se coloca entre esas dos formas antagónicas. Facundo no es Amalia de Mármol, ni es las Bases de Alberdi: está hecho de la misma materia pero transformada y en el origen y como cruza o como forma doble.

La clave de esa forma (la invención de un género) consiste en que la representación novelística no se autonomiza, sino que está controlada por la palabra política. Ahí se define la eficacia del texto y su función estratégica: la dimensión ficcional plantea una disputa sobre sus nor-mas de interpretación que recorre la historia. Facundo propone un tipo de verdad diferente a la verdad que practica. La discusión sobre las dis-torsiones, los errores, las exageraciones y la novelización de la realidad que definió la lectura de sus contemporáneos está directamente ligada a esta cuestión. Desde la detallada revisión de Valentín Alsina hasta las opiniones de Alberdi, Gutiérrez, Echeverría(6), todas las críticas apuntan

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a que el libro no obedece a las normas de verdad que postula. Al mismo tiempo todos reconocen en ese desajuste el fundamento de su eficacia literaria. (Recién cuando el libro se canoniza porque triunfa su ideología se resuelve ese debate.)

El Facundo se construye en la tensión entre el caracter discursivo y el caracter figurado del sentido: según donde se ponga el énfasis se lee otra cosa. En un plano el libro no es ni verdadero ni falso: propone una experiencia de la realidad y está fundado en la creencia. Pero al mis-mo tiempo se postula como la verdad misma, como la reconstrucción más fiel que se haya hecho nunca de la lucha entre la civilización y la barbarie. El problema de las normas de interpretación es interno a la estructura: por momentos Sarmiento percibe la libertad de lectura que está implícita en el libro. “El Facundo del que usted me habla con tanto interés, me decía un amigo argentino que los muchos errores que con-tiene son una de las causas de su popularidad (escribe en carta a Miguel Luis Amuchastegui, el 26/12/1853). Hay entre nosotros divorcio entre el lector y el libro. Pero el Facundo cae en sus manos y su lectura ya es una discusión. El lector se hace a su turno autor también, pudiendo corregir un hecho mal narrado o un efecto atribuido a causa diferente de la ver-dadera”. La fascinación del texto y sus usos posibles y sus transforma-ciones tienen algo que ver con sus errores, es decir , con sus desvíos de la verdad y con su construcción figurada y ficcional de la significación.

La primera página de Facundo está centrada en esa cuestión: primero se advierte sobre las inexactitudes y los errores, se pone el centro en la relación entre lo verdadero y lo falso, después se narra una anécdota. Hay una relación inmediata entre la discusión sobre la tergiversación de la realidad y la historia que abre el texto. “No importa la verdad de los hechos narrados, importa si el autor representa los acontecimientos como reales o ficticios”, ha escrito Jan Mukarovski. Esa es la respuesta de Sarmiento. La anécdota inicial define las condiciones de la enuncia-ción verdadera: esa primera página construye el marco, por ahí entra el

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sujeto de la verdad. De entrada está la experiencia vivida, la violencia, la cultura europea; el que dice yo afirma su derecho a la palabra: va a ha-blar por eso, pero también va a hablar de eso, y la forma autobiográfica es la garantía de la verdad.

En Facundo Sarmiento presenta, invertidos, los términos que se definían “por primera vez” su entrada en la escritura: ahora es la indignación de su corazón la que le sirve para ocultar las fantásticas ficciones de la imaginación. (Esa inversión es el descubrimiento de una forma y la invención de un género.)

La ficción se subordina al uso político del lenguaje, pero la ficción cons-truye el escenario para que entre la palabra política. La escena inicial del Facundo está ahí para que se escriba una cita. No importa si es falsa o verdadera (está escrita como si fuera verdadera), está contada para que el sentido quede fijado en una imagen, para que la significación sea el resultado de una experiencia.

Pero el lugar donde se concentra la verdad discursiva también está tra-bajado por la tergiversación, las distorsiones, el uso ficcional: Sarmiento encuentra en un artículo de la Revue Encyclopédique una frase de Di-derot (On ne tira coup de fusil a les idées), la reproduce en un artículo de 1842(7), la usa en el comienzo de Facundo, la cita mal, la traduce a su manera (“A los hombres se deguella, a las ideas no”) la transforma, la desplaza, se la apropia. La cita francesa después de esa metamorfosis termina convertida en una frase de Sarmiento: Bárbaros, las ideas no se matan. (Quizá la frase más famosa de la historia argentina; su sello de identidad–falsa.)

En ese ejemplo microscópico se sintetizan los procedimientos que Sar-miento va a expandir y a reproducir a lo largo de todo el libro (y en su escritura literaria): se trata de un manejo de la verdad, ligado a la vez al error, a la traducción, al plagio, a la falsificación, a la urgencia,

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a la apropiación, a la libertad ficcional, a la necesidad política. Pero el fundamento de la forma que vemos aquí en miniatura reside también en el uso figurado de la verdad: Sarmiento sintetiza una red abstracta de sentido en una experiencia que se representa en una imagen (imborrable). De ese modo construye el escenario imaginario para escribir la verdad. Quiero decir Sarmiento sabe construir la escena dramática que condense las líneas abstractas de una interpretación. No importa si esa construcción es verdadera o falsa, como la ficción es al mismo tiempo verdadera y falsa; como la ficción busca producir una experiencia de la verdad.

IIISarmiento funda la literatura nacional porque encuentra una solución de compromiso que atiende al mismo tiempo a la libertad de la escritura y a las necesidades de la eficacia política. El atraso y la falta de auto-nomía de la literatura argentina del siglo XIX dificulta la constitución institucionalizada de los géneros y hace inciertos sus límites. Sarmien-to explota como nadie la posibilidad de esa inmadurez de las formas. Construido con todas las lecturas y todos los libros Facundo es un libro único, que no se parece a ningún otro. Su característica básica es la yuxtaposición y la mezcla de géneros fragmentados: a la vez el ensayo, el periodismo, la correspondencia privada, la crónica histórica, la auto-biografía. (La eficacia práctica del libro depende de ese uso de los gé-neros.) Sarmiento usa los géneros como distintas maneras de enunciar la verdad: cada género tiene su sistema de pruebas, su legitimidad, su modo de hacer creer. Los géneros son posiciones de enunciación que ga-rantizan los criterios de verdad. En este sentido hay una relación directa entre el uso fragmentario de los géneros y el efecto de verdad (clave de la eficacia política)(8).

La necesidad de encubrir y disimular el uso ficcional del lenguaje es lo que explica el movimiento de la escritura entre los géneros. Pero la construcción ficcional es el nudo (la forma interna) que unifica y mantiene ligada esa constelación. El uso de la ficción es lo que impide

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que un género predomine sobre los otros y hace posible la expansión y la proliferación de la escritura de Sarmiento. La situación formal básica que unifica los registros múltiples en Facundo es ficcional.

Sarmiento construye el núcleo de esa forma interna por primera vez en La pirámide (El Zonda, Año I, Nº6, 25, VIII, 1839.) Ese procedimiento es el origen de su escritura literaria, quiero decir que está en el comienzo cronológico de su literatura y se repite cada vez que Sarmiento empieza a escribir. La escena básica es simple: el otro ficcionalizado es convoca-do como un espectro (a la vez el monstruo y el enigma, la síntesis de la cultura enemiga); el sujeto de la verdad entabla un diálogo y una lucha personal con él. La escritura es el escenario de esa confrontación.

En La pirámide es la tradición cultural española la que se personifica en el espectro de un padre muerto. “La descarnada sombra” defiende la tradición negativa: la herencia española es esa figura monstruosa que injuria “al patriota maldito, al hijo parricida”.

La invención de un género consiste en la construcción de una forma ima-ginaria de relación directa y personal con la historia y la política. La escri-tura reproduce el movimiento de ese diálogo con un interlocutor presente que es a la vez el objeto del discurso y su destinatario. El complejo dispo-sitivo pronominal típico de la escritura de Sarmiento es una expansión de esa situación básica: la escritura representa una escena oral de polémica y de injuria, que tiene la forma del interrogatorio, del sermón, de la oratoria política, de la calumnia, de la autodefensa, de la negación de cargos. Las interrogaciones, interjecciones, negaciones, sobrentendidos, preguntas implícitas, trabajan la construcción imaginaria del enemigo (y sus aliados) como base de la situación de enunciación. (El otro es el tú del discurso pero también es su objeto. Cuando se convierte en él y forma su banda y sus alianzas (ellos) estamos en el complot y en la paranoia.)

El espectro sufre metamorfosis y cambia de lugar y su contenido se

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modifica. En Mi defensa es la patria la que “se hunde bajo mis pies, se me evapora, se me convierte en un espectro horrible”. En Facundo “la sombra terrible” es el espectro del muerto que encierra todos los enigmas de la barbarie. En Campaña en el Ejército Grande el lugar del enigma y del monstruo lo ocupa el General Urquiza (¡y su perro Purvis!). Mejor sería decir: la Campaña es uno de los grandes libros de Sarmiento porque esa forma dramática de la confrontación directa con el otro enigmático que no oye, que monologa, cuyas razones profundas hay que imaginar, funciona como un molde para representar una situación histórica concreta. (Urquiza asiste a esa figuración con cierta indiferen-cia irónica pero capta sin duda el exceso de la actuación de Sarmiento y la sobrecarga paranoica. “Le debo a Urquiza haberme endilgado el título de loco” le escribe Sarmiento a Mary Mann en 1868.) En la Campaña el carácter figurado del sentido domina una vez más sobre la significación puramente discursiva.

El motor secreto de esa lucha imaginaria y personal con la figura del otro puro es por supuesto Juan Manuel de Rosas. La imagen del espectro y sus meta-morfosis es el modo que tiene Sarmiento de representar su diálogo imposible con Rosas. Sarmiento es un gran escritor porque ese diálogo con Rosas, en sus textos, está siempre desplazado y ficcionalizado y es indirecto y está mediado. Sarmiento nunca escribe un libro sobre Rosas, pero no hace otra cosa que escribir sobre Rosas: la gran decisión fue elegir a Quiroga como tema de un libro (sobre Rosas). Ese desplazamiento es clave porque construye una figura de disputa entre Sarmiento y Rosas. Del mismo modo que Rosas politiza la lengua y la usa para construir una rígida simbólica federal que condensa las líneas de su interpretación; en la otra trinchera, Sarmiento construirá un es-cenario y usará el fantasma de Quiroga para construir también él una simbó-lica que condense en una serie de imágenes y de consignas el otro sentido de la historia. “Una ruidosa querella ha estallado entre Rosas, héroe del desierto y Sarmiento miembro de la Universidad de Chile. Es una lucha de titanes a lo que parece”, escribe Sarmiento (y como siempre el uso del discurso indirecto y la tercera persona es una marca sutil de la ficcionalidad). La escritura de

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Sarmiento construye la ilusión de una lucha de igual a igual (y esa igualdad es lo que Urquiza no quiere reconocer).

En Sarmiento la literatura dura lo que dura la ilusión de ese diálogo que no es otra cosa que la representación ficcional de una confrontación política. O mejor, la literatura tiene lugar mientras Sarmiento se puede figurar a la historia argentina como una lucha personal. En realidad habría que decir que la historia argentina es una lucha cuyo escena-rio privilegiado es la escritura de Sarmiento. Hace falta que haya otro con quien luchar para que la confrontación alivie la megalomanía y la autonomía del sujeto y justifique todos los excesos y todas las tergiver-saciones y todos los usos del lenguaje: por eso la lucha política con la tradición enemiga se superpone con el lugar de Sarmiento escritor.

Para que esa confrontación y ese diálogo sea posible no sólo hace falta que el otro se haga presente en la escritura como el adversario ideal, sino que también es preciso construir al sujeto que escribe como la personificación de la civilización y de la verdad. El que marcha en la Campaña en el Ejército Grande es un ejemplo perfecto de ese trabajo de figuración: Sarmiento se presenta a sí mismo bajo la forma del em-blema y de la alegoría. Esa compleja construcción de un sujeto capaz de dialogar personalmente con la historia argentina recorre su obra. “Todo se personifica en el mundo” escribe en Recuerdos (“Rosas es la personifi-cación de la barbarie”.) La personificación de sí mismo como ejemplo de la civilización es el otro gran momento de la escritura de Sarmiento.

Hace falta desdoblarse, hablar de sí mismo en tercera persona, presen-tarse; el modo clásico que usa Sarmiento para alegorizarse es la iden-tidad cambiada: narra una historia con un protaginista enigmático (y admirable) y al final se descubre que ¡ese era yo! A veces se dramatiza: Sarmiento asiste a una escena donde todos hablan de él pero nadie lo conoce, o mejor, todos lo elogian pero nadie sabe que ese joven que está en un costado del salón es el mismo Sarmiento.

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La figuración (inesperada) de su identidad es una forma tan importante de construcción literaria en Sarmiento como la figuración de la tradi-ción enemiga encarnada en el otro como espectro. Se vislumbran ahí los rastros novelísticos de su escritura: como en el folletín, el juego de falsas identidades, de nombres cambiados, de aparecidos y tradiciones muertas y golpes de escena es el modo básico de representación de la verdad de la historia. Pero en Sarmiento el héroe es el que escribe: como los grandes protagonistas del género él es el único que puede pasar de un mundo a otro, el único que conoce realmente las leyes que permiten entrar en esa realidad enigmática.

La historia del exilio y de la cita están en el comienzo del Facundo para que el héroe haga su aparición: en esa escena de frontera se define su lugar: durante todo el libro vamos a verlo moverse y marchar, entrar y salir de la historia, perseguir la figura del monstruo que se pierde en el desierto, luchar por descifrar el sentido del enigma. Magalomaníaco, paranoico, omnipotente, ese sujeto va a hablar a la vez como un pro-feta y un geógrafo, como un cazador y un viajero, como un historiador y un poeta; va a hablar sobre todo de sí mismo, va a hablar por todos (va a hablar como si él fuera todos); dirá que conoce todos los secretos y todas las historias, que ha leído todos los libros y estudiado todas las lenguas: en realidad lo único que hace el héroe es escribir. No hace otra cosa: escribe como nadie, escribe todo el tiempo. Facundo es a la vez la historia del espectro que encierra el enigma de la patria y la historia de un sujeto que escribe (¡tan bien como Flaubert!)

Hay que decir que el que escribe esa cita en el comienzo de Facundo ya hace un tiempo que escribe y trabaja para hacerse un nombre de escritor. Sus comienzos están marcados por el anonimato y el nombre fingido: en el origen Sarmiento se llama a sí mismo “el incógnito”, “el desconocido” y le escribe a Alberdi con el pseudónimo de García Román para enviarle unos poemas. Estamos en 1838. “Aunque no tengo el honor de conocerlo, el brillo del nombre literario que le ha merecido las bellas producciones con que

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su poética pluma honra a la república alientan la timidez de un joven que quiere ocultar su nombre a someter a la indulgente e ilustrada crítica de usted la adjunta composición”. Así empieza la historia de su relación con la literatura y el final está en Las ciento y una. Estamos en 1852 y Sarmiento se ha hecho un nombre y ahora discute de igual a igual con Alberdi. (Y el camino épico que lleva de ser nadie a ser un escritor es uno de los grandes Bildungroman de nuestra literatura. “Yo era escritor”, dice en Recuerdos de Provincia. “Cuántas vocaciones erradas había ensayado antes de encontrar aquella que tenía afinidad química, diré así con mi esencia”.)(9)

Antes que nada Alberdi y Sarmiento discuten sobre la autonomía y la función de los letrados: ese es el marco de las objeciones de Alberdi. Y el eje es la crítica al tipo de uso del lenguaje de Sarmiento: en realidad lo acusa de hacer ficción (“Finge un Rosas aparente...”) de poner la política al servicio personal de su escritura.

En un sentido tiene razón Alberdi: Sarmiento encubre bajo la forma de un uso político del lenguaje su explotación personal de la lengua argentina.

Esa escritura lo lleva al poder. Sarmiento hace pensar en esos folletinistas del siglo XIX de los que Walter Benjamin decía que habían hecho carrera política a partir de su capacidad de iluminar el imaginario colectivo. Pero Sarmiento llega más lejos que nadie; en verdad hay que decir: el mejor escritor argentino del siglo XIX llegó a presidente de la república. Y enton-ces sucedió algo extraordinario: Gálvez cuenta que Sarmiento escribe un discurso para inaugurar su gobierno pero sus ministros se lo rechazan. Y el discurso inaugural de Sarmiento como presidente se lo escribe Avellaneda.

Podríamos decir que se resuelven ahí, en una figura emblemática, todas las tensiones entre política y literatura que recorren su escritura. A partir de ahora Sarmiento tendrá que adaptarse a las necesidades de la política práctica. Y tendrá que adaptar, antes que nada, su uso del lenguaje.

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Podemos imaginar ese discurso como el gran texto de Sarmiento es-critor: el último texto, su despedida de la lengua. A veces pienso que los escritores argentinos escribimos, también, para tratar de rescatar y reconstruir ese texto perdido.

Ricardo Piglia

Notas

*. PHILIP RIEFF: “A Last World. The Impossible Culture: Wilde as a Modern Pro-phet.” en Salmagundi n.58-59 (Fall 1982-Winner 1983) 406-26.

1: La escritura literaria de Sarmiento se interioriza, podría decirse que se reclu-ye en la circulación privada. La correspondencia es el lugar donde habría que reconstruir la historia de la literatura en Sarmiento a partir de 1852. La carta como forma personal de relación con un interlocutor conocido y ausente es una forma central en su escritura: utiliza de modo magistral esa forma en Campaña en el Ejército Grande y en Viajes.

2: “De los libros de usted ni noticias (le escribe Andrés Bello a Fray Servando Te-resa de Mier en carta del 15 de noviembre de 1821). El diablo sólo pudo haberle metido a usted en la cabeza la idea de enviar ejemplares de su obra (cualquiera fuera) a Buenos Aires que de todos los países de América es sin duda el más ig-norante y donde menos se lee”. Esa pobreza cultural y esa debilidad son, al revés de lo que puede pensarse la condición del llamado europeismo de la literatura argentina. En uno de los primeros testimonios sobre la cultura en el Río de la Plata el viajero francés Daireux (citado por Juan Agustín García en La ciudad indiana) señala: “Toda la juventud penetrada de la insuficiencia de su educación procura suplirla buscando ávidamente instrucción en los libros extranjeros. Se ven pocos jóvenes que no aprendan, con el único auxilio de diccionario, a tra-ducir el francés y el inglés, haciendo toda clase de esfuerzos para aprender el primero de estos dos idiomas de preferencia”.

3: Para reconstruir la trama histórica y las líneas de interpretación implícitas en esa oposición Cfr. Tulio Halperín Donghi, Revolución y guerra. México, Siglo XXI,

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1972. El análisis del proceso de ruralización de las bases del poder, de las rela-ciones entre masas populares, disciplina y ejército, de la relación entre Rosas y la Revolución de Mayo es un extraordinario desarrollo del contenido central del Facundo. En este sentido Revolución y guerra es el mejor libro que se ha escrito sobre el Facundo. Uno de los pocos casos donde el comentario desplazado de un clásico está a la altura de ese clásico. El otro ejemplo es Muerte y transfigura-ción de Martin Fierro de Ezequiel Martínez Estrada. Desde luego Tulio Halperin Donghi ha escrito además algunos textos ejemplares sobre Sarmiento (en espe-cial su prólogo a Campaña en el Ejercito Grande)

4: Esta hipótesis formulada por Lukács en 1920 está implícita y ha sido retomada, discutida o ampliada en casi todas las teorías posteriores sobre el género. Cfr. Walter Benjamin, “Leskov o el narrador” y “Experiencia y pobreza” en Iluminaciones. Madrid, Taurus, 1974 y también “Crisi del romanzo” en Avanguardia e Rivoluzione. Saggi su letteratura Torino, Einaudi, 1973 y la carta a G. Scholem sobre Kafka del 12 de junio de 1938, en Lettere 1913-1940. Torino, Einaudi 1978. Mikahil Bakhtine, “Epica y novela” en Esthetique et théorie du roman. París, Gallimard, 1978. C. Lévi–Strauss sobre mito y novela en Mythologiques. III. L´Origine des meniers de table. París, Plo, 1978. René Girard, Mensonge romantique et vérité romanesque. París, Grasset, 1961. Para una síntesis de la relación entre la tradición metafísica de la realidad duplicada y los orí-genes de la novela: Cfr. Ian Watt, The Rises of the Novel, Londres, Chatto and Windus, 1957, Capítulo 1. Aunque no se dedica directamente a la definición del género, Ernest Bloch en El principio esperanza (Madrid, Taurus, 1976) tiene en cuenta a la novela como la forma utópica de resolución del mundo escindido.

5: Cfr. Raúl Orgaz, “Sarmiento y el naturalismo histórico” en Sociología argen-tina. Córdoba, Alessandri, 1950.

6: Cfr. “Notas de Valentín Alsina el libro Civilización y Barbarie” publicadas por primera vez en la Revista de derecho, historia y letras, dirigida por Estanislao Zeballos, tomo X y XI, 1901. Cfr. Juan Bautista Alberdi, “Facundo y su biógrafo”, en Escritos póstumos. O.C. tomo V. Juan María Gutierrez le escribe a Alberdi en carta del 6 de agosto de 1845: “Lo que dije sobre el Facundo en el Mercurio no lo siento, escribí antes de leer el libro; estoy convencido de que hará mal efecto en la República Argentina, y que todo hombre sensato verá en él una caricatura: es ese libro como las pinturas que de nuestra sociedad hacen a veces los viajeros

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por decir cosas raras: El matadero, la mulata en intimidad con la niña; el cigarro en la boca de la señora mayor, etc., etc. La República Argentina no es charca de sangre...” En fecha más tardía (julio de 1850) y también en carta a Alberdi Echeverría se refiere a los errores y las exageraciones de Sarmiento en su lucha contra Rosas. (“Sarmiento camina a lo loco...”)

7: Cfr. Paul Verdevoye, Domingo Faustino Sarmiento, Educateux et publiciste. París, Institut des Hautes Etudes de L`Amérique Latine, 1963.

8: Los dos problemas son uno solo. La cuestión se podría sintetizar con la expre-sión: No hay libro como éste. Por un lado está implícita una pregunta sobre ¿Qué clase de libro es éste? (“poema, panfleto, historia”). Por otro lado supone la certeza de que no hay libro igual (“Vale más que un batallón de coraceros mandado por un jefe arrojado”). La clave por supuesto es la relación entre las dos cuestiones: en el cruce se juega a la vez la problemática de la doble autonomía y el lugar de Sarmiento escritor. En una fecha tan tardía como 1876 (OC, t. XXII), en un discurso sobre los ferrocarriles, dice Sarmiento: En medio del silencio y del terror rosista “ se oyó del otro lado de los Andes una voz y viose hacia Chile como una luz que señalaba otro camino que aquel que no podía abrir la espada , un panfleto, un romance, un libro, llámesele como se quiera, aparición en las prensas de Chile”. La incertidumbre genérica del libro es la condición de su eficacia. Pero la falta de autonomía y las urgencias de la función práctica son la condición de esa incerti-dumbre genérica y de sus usos ambiguos de la verdad y de la ficción.

9: La problemática del mérito, del renombre, del éxito y del reconocimiento recorren toda la historia de la relación de Sarmiento con la escritura. “Yo no practico ni acepto el axioma de Rosas de sacrificar a la Patria fortuna, vida y fama. Las dos primeras las he prodigado a condición de guardar la última in-tacta, tal como yo la entiendo”, escribe en Campaña en el Ejército Grande. Esa concepción de la fama personal como algo que se antepone a la Patria misma y a las necesidades de la política práctica es el centro de la aspiración a la auto-

nomía de Sarmiento escritor.

10:“Lee un discurso escrito, según se dice por Avellaneda, a causa de que sus minis-tros, salvo Velez, habian juzgado el suyo como ´impresentable´” (Manuel Galvez.

Vida de Sarmiento, en Biografias completas. BsAs, Emece, 1962 tomo II pag 929.

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Jefe de GabineteLic. Alberto Pérez

Director General de Cultura y EducaciónProf. Mario Oporto

Vicepresidente 1o del Consejo Generalde Cultura y Educación

Prof. Daniel Lauría

Subsecretario de EducaciónLic. Daniel Belinche

Subsecretario AdministrativoDn. Gustavo Corradini

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