Telefonos celulares

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Extracto del cuento contenido en el libro "Las muertes de Marlene y otros relatos".

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Teléfonos celulares

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Los tres seres humanos, los únicos tres seres humanos del universo, se sentaron en la plaza que barría el viento del mediodía a contemplar la bola de fuego en que se había transformado la estación espacial, que era a donde habían escapado los que querían sobrevivir a la masacre en la Luna, que a su vez era a donde habían escapado quienes querían sobrevivir a la masacre en la Tierra, allá lejos, cuando todos sabían que si seguían negándose a un armisticio y seguían tratando de que “los otros” dejaran de existir, en realidad dejarían de existir todos. Y todos, llevando de un lado a otro aquello de lo que querían salvarse, todos finalmente dejaron de existir. Todos, menos los tres que estaban ahora sentados en la plaza. “La plaza” era el nombre eufemístico que el viejo le daba a los restos de construcción a donde había llevado al hombre y a la mujer para estar los tres juntos. Constaba de uno sólo de los tres cuartos que habían formado la propiedad en tiempos mejores. Los otros dos eran simples restos de mampostería. La cocina se reducía a restos de un techo y una pared alzada hasta el pecho de lo que se había considerado alguna vez una persona mediana, y desde allí se podía ver el campo si llovía. El baño estaba a la intemperie. Junto a la pared posterior de la construcción, que daba al norte, estaba el barril del agua que el viejo había juntado de las lluvias, y que tapaba para que la luz del sol no la pudriera. Bajo el alero que daba al oeste, el viejo calentaba el café y las comidas. En los pastizales que cubrían lo que alguna vez había sido la huerta, dormía recalentándose al sol un viejo Chevy, naranja al salir de fábrica. Desde allí a la ruta que llevaba a la ciudad había unos cien metros, que el viejo, con su barba cana y dura de una o dos semanas, su pelo largo y mal atado en la nuca y la camisa cazadora que sería la única que Peter y Zendra le conocerían, transitaba muy pocas veces. La última vez que lo había hecho los había encontrado a ellos, bastante hambrientos y no más sucios que él. No perdidos; ya no había ningún lugar a donde ir ni de donde venir, requisito para estar perdido.

La estación espacial era sólo casi visible a simple vista, pero su destrucción podía verse sin ninguna dificultad.

El viejo se pasó la palma de la mano por la boca para secarse la transpiración de alrededor de los labios.

- Ese pedazo, allá... Seguro que entrará en la órbita –dijo la mujer. - Y a nosotros qué –replicó el viejo, no sin un dejo de orgullo peleador -. Se

desintegrará en el aire cuando lo intente. No se nos puede caer en la cabeza. - Quién sabe. Dicen que era de un material resistente. - Bah –dijo el viejo por toda respuesta, agitando la mano delante de su cara

espantándose a un tiempo cualquier temor y una mosca estival. El otro hombre, aún con el rostro vuelto hacia arriba, no dejaba de echar miradas de

reojo a la mujer. Definitivamente, no había mucho para elegir, tanto si quería dejar de sólo recordar cómo eran los orgasmos como si quería perpetuar la especie. El viejo no era demasiada competencia para lo primero, la mujer también tendría sus gustos, y era seguro que lo preferiría a él, dieciocho años menor; y esto aún cuando su aspecto ya no era el de antes, el de antes de la masacre en la Tierra, cuando la gente todavía hablaba de bailar y jugar y trabajar y sufrir. Lo preferiría a él antes que al viejo, treinta y cinco años mayor. Pero a veces, cuando miraba a la mujer, se preguntaba si no habría que lamentar esta preferencia.

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Y para lo segundo había que apurarse. La mujer entraría en la menopausia en cualquier momento, era seguro. Aunque, ¿de verdad valía la pena perpetuar la especie?

- Un pedazo aquí, otro allá... no cambia mucho las cosas. Ya somos los únicos tres seres inteligentes con vida para contar la historia. Quizás valga la pena cuidarnos de lo que pueda caernos en la cabeza, quizás no.

- Hablaste de contar la historia... ¿a quién? Se hizo un largo silencio. Horas después, transcurridas observando cómo se destruía el anteúltimo reducto

poblado por seres humanos, ya era de noche y desde hacía un rato no se veían rastros de nuevas explosiones. La estación espacial era ahora un recuerdo. Sólo dos palabras. Daba igual que alguna vez hubiera existido.

Fue después de armar un pequeño fogón con astillas de un viejo cajón de frutas y restos de puertas, cuando alguien volvió a hablar.

- Yo no hablaría de contar la historia, Peter. Creo que sólo queda darnos algunos gustos.

- De eso quería hablarte –dijo el viejo-, quiero que me des algunos gustos –y rió histéricamente.

La cosa no iba bien, creyó pensar Peter, la cosa no iba bien. Había otra posibilidad, pero no la pensó entonces Peter y era poco probable que nadie la pensara: irse cada uno por su lado. Y tal vez no volver a saber de nadie nunca más.

El viejo todavía reía y la mujer apretaba las mandíbulas hasta que explotó. - ¡Cierra la boca viejo idiota! Vas a morir gastándote las manos antes que me puedas

tocar un pelo. ¡Y por cierto que no debe faltar mucho para que te las gastes! Fue suficiente para silenciarlo. El viejo se levantó, escupió a un costado, se desperezó como equivalente a un qué me

importa que por supuesto no era cierto, y fue a conseguir un poco más de madera en algún lado.

Peter se sentó al lado de la mujer. - Fuiste dura con el viejo, Zendra. No es necesario, sólo estamos nosotros tres, y eso

lo incluye. Peter lucía lo que había podido guardar de una tienda derrumbada aquí y una casa

abierta allá. Una camisa a cuadros, una chaqueta de cuero sin mangas, un pantalón de corderoy color tierra, botas gastadas, un pañuelo blanco, o gris, al cuello y un sombrero deslucido. La mujer completaba el desfile de modas: tenía un muy gastado pantalón de mezclilla, que le hubiera quedado bien; una blusa que había sido azul le insinuaba unos pechos que aún abrían el apetito; y unas cuantas canas, junto a algunos signos de sufrimiento, desmentían su edad, moderadamente lejana aún de la madurez. Usaba el pelo recogido con una cinta verdosa, pero bella; aún bella. En realidad, los tres disponían de mejores ropas; y muchas, muchísimas más. Pero la sensación de profanación era todavía muy potente.

Zendra vio en el comentario de Peter una astuta manera de querer reasegurar la pareja de ellos dos, ya que, aunque hablaba de incluir al viejo, el comentario le sonaba a nosotros dos incluyamos al pobre viejo. Decidió esquivar.

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- Los tres somos viejos, Peter. Ojalá fuéramos jóvenes y pudiéramos empezar una relación entre los tres con la facilidad con que las empiezan los jóvenes... con que las empezaban. Pero somos grandes, desconfiados, los tres lo hemos perdido todo. No queremos servir a nadie y nos asiste el derecho a ser servidos por todos. ¡Cielos! Todos es igual a tres –hizo una pausa-. Estamos tan viejos...

Zendra sabía que es difícil amar lo que se hace cuando no queda otra que hacerlo; y también sabía que esto era extensivo a la persona con que se duerme. Zendra había conocido a Peter fortuitamente cuando los dos vagaban buscando algo entre las ruinas de una ciudad muchas millas al oeste. Nunca le había gustado y apenas si toleraba la fantasía de tocar su cuerpo desnudo. Pero el otro que podía tocar era el del viejo, que se les unió más tarde y los alojó en su “plaza”, receloso al principio y más suelto después, cuando advirtió que ellos no eran pareja.

No... ella nunca amaría a Peter. Peter estaba diciendo algo. - Bueno –Peter se palmeó los muslos-, después de todo, y sea por lo que sea que lo

hace, todos disfrutaremos del fuego en que ardan las maderas que el viejo fue a buscar. Vamos a echarle una mano.

¿La continuidad de la especie? Sólo le quedaban unos pocos óvulos por madurar, si le quedaba alguno.

- Vamos –dijo. Se levantó junto con él, para no darle la mano que seguramente, creyó, él le tendería

si se levantaba primero. Cuando el fuego se hubo consumido ya era noche muy entrada. Se durmieron sin

comer (los tres sentían un vacío en el estómago, de esos que no dan ganas de comer; qué tanto, no todos los días uno se convierte en el primero, el segundo o el tercero y último de toda la humanidad) y sin saludarse. Los tres hubieran deseado hacerlo, pero se conformaron con desear que al día siguiente los ánimos hubieran mejorado. Los grillos y los insectos se habían hecho dueños del aire, y lo mismo ocurría en el resto del mundo sólo que no había nadie para escucharlo.

- Saben -dijo Peter, acostado y con las manos bajo la cabeza, a sabiendas de que tal vez no lo escuchaban-, cuando pequeño íbamos de excursión al campo, con mis padres. Y cuando por las noches hacíamos silencio hasta que nos zumbaban los oídos, o hasta escuchar a cada grillo, yo sabía que allí, aunque fuera lejos, había bocinazos y gritos, y televisores encendidos, y mujeres comprando naranjas y cebollas en la feria. Y eso hacía más mágicos a los grillos y su música. Pero estaba pensando que ahora los grillos no son mágicos. Me pesan en el pecho. Hoy hay sólo grillos, y nada más que grillos.

Y toda la humanidad se durmió. Luego del sueño, alguien hizo el café sobre el fuego que otro había encendido

mientras el tercero traía más agua. Y vieron la salida del sol sentados sobre restos de troncos más o menos cerca uno de otro, cada uno con el calor de una taza de latón en las manos.

- Yo quiero ver el mar. Era Peter quien así había hablado, y los otros dos se quedaron mirándolo.

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- Digo, no hace falta que los gustos que queramos darnos tengan que ver todos con... lo mismo.

Sonrió y tomó un buen sorbo. Luego de una pausa, Zendra tomó la palabra. El sol ya picaba ligeramente sobre la piel.

- Bueno... Tenemos bastante tiempo por delante, y no hablemos del espacio. No es mala idea ir donde nos plazca. Yo no conozco ningún río de altura. Ahora que lo digo, tampoco conozco ninguna llanura, ninguna montaña, ninguna cascada... ¿Saben? No sé si extraño o no a algunos de los que me vieron crecer o a algunos de los que yo vi crecer, no sé si extrañaré a alguien en algún atardecer gris y frío, y no sé si andar de un lado a otro sin ninguna obligación y sin tener a nadie a quien cuidar me hará sentir triste o no, me angustiará hasta el suicidio, o me pondrá el ánimo de fiesta; quizás me emborrache mañana y no vuelva a estar sobria hasta que me muera; tal vez pase algo de todo esto, tal vez no y, ¿saben qué? ¡No me importa! Me importa un rábano que las cosas hubieran podido ser distintas, pues sólo son lo que son, de modo que también pudieron haber sido esto: todo destruido, todos muertos y sólo tres, los últimos, tomando café, lo poco que queda de café, ya que ninguno de los tres sabe cultivarlo, ¿o sí? Pues yo no pienso quedarme sentada mirándome el ombligo, no señor. ¿Han pensado en todas las cataratas, todos los lagos, todos los climas que podríamos conocer de primera mano? Yo viví años, años enteros en los que mi única posibilidad de estar en algún lado que no fuera una oficina era escuchar a los tipos que habían viajado, y venían y contaban que el chocolate suizo, que el café en una terraza mirando el Sena, que el desierto, que el mar, que las pirámides. ¿Y ahora que soy libre al fin voy a quedarme sentada pensando cuánto me hubiera gustado viajar? Pues traten de agarrarme, señores, porque no pienso parar. Y no me importa que de las pirámides no quede ni el recuerdo. Iré hacia el sur en alguno de esos autos con tanque lleno que aún se encuentran, y seguiré hasta encontrar otro, bien lejos, y no pararé hasta los bosques, y nadaré desnuda en las lagunas quietas como espejos, y comeré lo que pesque, y si el agua está llena de basura, pues me iré a recorrer mundo y volveré para cuando la naturaleza haya hecho su obra de limpieza y el agua se haya llenado de peces nuevamente, y..., y... y luego me iré a ver montañas... sí, eso haré. No pararé de viajar.

La mujer se secó las lágrimas con la manga de su blusa, ensuciando su rostro que, ahora sí, parecía hermoso. Se puso a tomar su café haciendo ruido, porque estaba caliente.

Estaban aún sentados cuando el sol se puso alto y el café frío, y las últimas palabras seguían siendo las de Zendra. Peter creyó bueno hablar.

- No está mal eso de viajar –dijo-. Yo solía hacerlo, pero, ahora que lo pienso, la idea de conocer mundo, como se decía, era la de ver todo lo que otros más afortunados tenían, y yo no. Conocer Les Champs Elyseés no era conocer Les Champs Elyseés, sino conocer las casas de quienes vivían cerca de Les Champs Elyseés. Lo mismo si andaba por Beverly Hills, Sudán o Mongolia. Y si la gente de algún lugar era pobre y miserable, la diversión consistía en fantasear cómo sería la casa que pondría en ese lugar, si me gustaba. Yo también viajaría, Zendra, pero sólo para buscar aquello que nunca tuve, una casa enorme, en un lugar fantástico, y cuando lo encontrase, me

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instalaría allí, y allí viviría, y de ese lugar haría mi reino... y ustedes vendrían a reinar conmigo, claro está.

- Gracias –dijeron los otros dos. - No lo tomen a broma, no, no. ¿Lo imaginan? Habría mucho espacio para el que

quisiera tener una huerta, y una habitación para hacer la biblioteca más formidable de la historia, llena de los libros que ahora nos pertenecen y que iríamos juntando por ahí, y una cancha de foot-ball, o básquet-ball, o de base-ball, o una de cada una, o de algún deporte exótico que inventemos, y estaríamos cerca de alguna laguna, o de alguna playa, e iríamos a nadar... Yo creo que es sólo cuestión de buscar. Buscar, y es seguro que algo así encontraríamos.

A Zendra le pareció que podía cambiar su proyecto por el de Peter, sólo que se detuvo a pensar que, luego de encontrar un lugar así, deberían vaciarlo de los restos de cadáveres que encontrarían, luego desratizarlo, luego... Sintió una pereza enorme, y sólo se dispuso a escuchar, ya que seguramente el viejo hablaría en cualquier momento. Y ese momento ocurrió luego de otra larga pausa.

- Yo quiero quemar…