Terrorismo Global y neosenderismo

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Terrorismo global y neosenderismoCiro Alegría Varona1

La época actual se debate en la duda de si aceptarse o no

como señalada por el terrorismo. Quiere ser la época de la caída

del muro de Berlín, del triunfo de la libertad y de la apertura de

enormes mercados que prometen desarrollo económico,

especialmente para Europa Oriental y América Latina. Pero en

este mes de agosto del año 2003, hermano del setiembre en que

cayeron las torres gemelas de Nueva York, el terrorismo ha

conseguido desviar las agendas internacionales y parece capaz

de tomar la iniciativa histórica o, mejor dicho, antihistórica, porque

para el terrorista el tiempo ya no pasa, se ha detenido y gira

alrededor de un definitivo cataclismo. El camión-bomba que

demolió la sede de la ONU en Bagdad y asesinó a un importante

grupo de impulsores de la paz mundial, entre ellos a Sergio Vieira

de Mello, y el ataque suicida que hizo explotar un ómnibus lleno

de niños el martes 19 en Jerusalén y ha provocado la ruptura de

un cese del fuego que ya duraba siete semanas, han creado días

de horror, perplejidad y silencio que todavía duran y parecen

interminables.

Coincidentemente, en el Perú han recomenzado los

ataques del PCP-SL. La continuidad con que se suceden desde

que empezaron y su distribución territorial, que retoma el nexo

1 Profesor de filosofía de la PUCP, experto en seguridad y defensa.

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entre narcotráfico y las zonas altoandinas de extrema pobreza,

indican lo que sería su nueva estrategia. El secuestro masivo de

los trabajadores de un campamento del gasoducto tuvo como

propósito proyectar una imagen de poder en la zona, mientras que

los asesinatos de policías, ronderos asháninkas y andinos,

soldados y comandos del Ejército, indican que van a usar armas

de guerra, adquiridas con dinero negro, y además las ventajas del

terreno en que ya operan para debilitar allí la presencia del

Estado. Dos rasgos principales anuncian de qué tipo de amenaza

se trata. Primero, el núcleo terrorista y fundamentalista de su

acción se encubre ahora con la apariencia de una hostilidad

calculada y un uso restringido de la violencia para traer beneficios

a la población de la zona. Segundo, carecen de líder máximo,

glorifican las matanzas de las décadas pasadas, enrolan menores

de edad e individuos asociales, se enquistan en zonas de baja

presencia estatal y buscan debilitarla hasta extinguirla, crecen

localmente mediante políticas de odio, no tienen plan político

nacional ni plan de guerra para la toma del poder, tienen lazos con

la mafia y el crimen organizado, en particular el narcotráfico. Por

todos estos rasgos se parecen a los neofascistas y neonazis. Por

eso propongo llamarlos neosenderistas.

Mientras que los neonazis son objeto de constante

represión y enfrentamiento político en Europa desde los años 50 y

se han convertido en un fenómeno mayormente juvenil, marginal y

crónico, los neosenderistas son todavía una incógnita. Su

actividad pseudoguerrillera, que anda por los caminos más

recientes de las FARC, no es más que la máscara de un

movimiento fundamentalista que tiene su verdad en el terror. Si

logran establecer campos de entrenamiento, aunque sea

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temporales, y centros de mando móviles, los van a usar igual que

los usan el Hamas o el Al-Quaeda, para golpear los centros de

poder regionales y los intereses del capital internacional. La

continuidad de sus operaciones puede permitirles acumular

recursos y tentar cambios cualitativos de nivel de acción. Esa

continuidad es posible en nuestra región debido al problema del

narcotráfico, para el cual no hay solución a la vista. El riesgo de

fondo, que los Estados Unidos, golpeados por terrorismo

proveniente de nuestra región, decidiesen pelear en nuestro

territorio un conflicto de baja intensidad, destruiría nuestro siglo

XXI y haría realidad esa presencia interminable del horror, esa

anulación de la historia que desde ya celebran, como única

realidad, los terroristas.

Lo que hoy se llama terrorismo es el uso de la violencia con

fines políticos contra inocentes por parte de grupos o movimientos

que, por su debilidad, no se proponen enfrentar militarmente al

Estado que amenazan sino crear condiciones de inestabilidad que

les permitan acumular apoyo y recursos. Se trata, pues, de una

estrategia, no sólo de una táctica o manera de operar aplicable a

muy diversos fines. Optar por una estrategia implica optar por

determinados fines. El terrorismo no se concretiza en actos

violentos aislados, sino en la atmósfera de inseguridad y zozobra

que crea a lo largo de años de ataques contra la población. Como

estrategia, el terrorismo tiene fines muy precisos. Busca la

anulación de la autodeterminación democrática y su reemplazo

por un régimen basado en la fuerza militar. El terrorismo es un

militarismo. Es heredero consecuente de la idea de «guerra total»

de Luddendorf. Sus fines aparentemente políticos son en verdad

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antipolíticos, porque implican crear vacío político para convertirlo

en ventaja militar.

El terrorismo es a la política lo que el sadismo es al amor.

Nos obliga a usar la contradictoria expresión «violencia política»,

unión aberrante de dos términos incompatibles. Destruir la

organización política del campo social enemigo, quebrar su

voluntad, provocar desesperación en las masas y organizaciones

que lo respaldan y desacreditar a sus líderes, es el método que el

terrorismo emplea para ampliar su radio de acción militar. La

simpleza de las armas gana terreno a costa de la complejidad de

la política. Un proceso monótono y virulento devora una a una las

organizaciones de un complejo sistema social. Tan pronto termina

con una pasa a la otra, sin darle pausa al organismo para que

desarrolle una respuesta especializada contra este tipo de ataque.

El terrorismo es un parasitismo.

La violencia terrorista no es indiscriminada ni caótica, es

premeditadamente caotizante. Cuando los terroristas asestan

golpes a los civiles que apoyan y sustentan al Estado enemigo, lo

hacen de manera en parte escalonada y gradual, en parte

intempestiva y catastrófica, para provocar desplazamientos de

población, interrupción de actividades económicas, retirada

progresiva de la presencia del Estado, y eventualmente

negociaciones, canjes, pago de cupos y rescates, incluso, aunque

difícilmente reconocimiento político para los líderes de la

subversión.

Durante la Guerra Fría, la actividad terrorista alcanzó

dimensiones internacionales, pues ambas superpotencias, en

determinados períodos, usaron organizaciones de este tipo para

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intentar romper el equilibrio estratégico a su favor, en los que se

llamaron «conflictos de baja intensidad». Una causa del desarrollo

del terrorismo internacional ha sido, pues, la rigidez de las

relaciones internacionales durante ese período, debido a la

amenaza nuclear y el poderío militar convencional de ambos

lados. La bomba atómica es la madre de todos los terrorismos, el

arma distintiva de la «guerra total». Si el marco estratégico está

puesto por la bomba, que es un arma de destrucción masiva

dirigida contra la población inerme para condicionar su conducta

política, si la bomba es el botón en la solapa distintivo de los

miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ¿por

qué no continuarían las potencias con esta lógica, a menor escala,

para defender sus intereses internacionales? Practicaron, pues, el

terrorismo mediante agentes encubiertos de operaciones

especiales. Luego ese procedimiento se les fue de las manos. Fue

adoptado por sus enemigos, no para grandes tareas históricas,

sino casi ritualmente en campañas de resistencia destructiva

alimentadas por fundamentalismos. Por eso la administración

Bush cree, proyectándose, que el paso siguiente de los terroristas

es el uso de armas de destrucción masiva. Los atentados

terroristas son apariciones del espectro de la bomba atómica. La

Unión Soviética fue derrotada en Afganistán, en el terreno de los

conflictos de baja intensidad y las operaciones especiales de

inteligencia; allí se dio la prueba de fuerza y el desequilibrio a

favor de los Estados Unidos. Así las cosas, tenemos que

preguntarnos si será posible vencer al terrorismo sin poner el uso

de la fuerza, tanto en el ámbito nacional como en el internacional,

bajo los criterios de justicia de un derecho de gentes.

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Sin duda, la política de paz de las Naciones Unidas ha

reducido los ámbitos donde las organizaciones terroristas pueden

encontrar apoyo y refugio. El consenso internacional actual insiste

en el desarme nuclear y en la condena a la agresión entre

naciones, a la guerra de conquista y a los crímenes de guerra,

pero además comprende la condena al terrorismo. Pese a estos

avances, la estrategia terrorista sigue resultando atractiva para

movimientos subversivos situados en zonas con baja o nula

presencia estatal. Si bien las expectativas de recibir

reconocimiento y apoyo internacional son mínimas para una

organización que usa esta estrategia, las posibilidades de alcanzar

el predominio mediante el terror en un territorio carente de

adecuado sistema de justicia, de servicios públicos y de

participación política son muy altas. Ataques con explosivos a los

pocos locales públicos y amenazas de muerte a los dos o tres

funcionarios del Estado en la zona pueden bastar para terminar de

desvincularla de éste y someterla al dominio de un pequeño grupo

armado. Por ello, la estrategia terrorista incluye alcanzar el

predominio en aquellas regiones donde, debido a la escasa

presencia del Estado, puede establecer una actividad subversiva

prolongada, no dependiente de mayores éxitos de organización

política. No es casual entonces que los subversivos que emplean

estrategias terroristas se asocien con actividades como el

narcotráfico, el tráfico de armas, el tráfico de personas, etc., o con

frentes de lucha religiosa o étnica, o con «señores de la guerra»

(warlords) locales. Éste es el campo de acción que tiene por

delante el neosenderismo.

El fin de la Guerra Fría no ha eliminado el terrorismo del

ámbito internacional; al contrario, le ha despertado expectativas

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antes impensables. En regiones como el Medio Oriente y África,

donde los centros de poder democráticos o pro Occidente son casi

insulares y dependen diariamente del apoyo internacional, la

estructura unipolar «Estado - zonas marginales» presentada arriba

se transforma en una estructura internacional también unipolar

«metrópoli - zona de influencia». El más grande atentado terrorista

de la historia, el del 11 de setiembre contra las torres del WTC, el

Pentágono y la Casa Blanca, obedeció al propósito de obligar a

replegarse a los Estados Unidos en defensa de su propia

población -lo que en parte ha sucedido- y, en consecuencia, a

disminuir su presencia política y económica en sus zonas de

influencia con precaria o nula organización política pro Occidente

-lo que también ha sucedido en parte. A la victoria militar en

Afganistán no le ha seguido un afianzamiento de la influencia

política estadounidense en la región. El nuevo gobierno afgano

tiene como socio principal a la Unión Europea, tal como ocurrió

antes con el territorio autónomo palestino. Las tendencias

antioccidentales se han afianzado en todos los países islámicos.

En un intento por revertir esta tendencia a perder la batalla política

después de ganar la militar, Estados Unidos ha invadido Irak con

el propósito de construir allí, con sus propios recursos económicos

y políticos, un Estado pro Occidente, siguiendo los pasos de Mac

Arthur en el Japón. Realista o no, esta estrategia responde en

todo caso al fenómeno llamado «terrorismo global». El ascenso de

Estados Unidos como única potencia predominante en el globo

desde el fin de la Guerra Fría ha dado lugar a un fenómeno

terrorista internacional análogo al que antes aparecía sólo en

procesos subversivos locales.

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Mientras el terrorismo local agrede al Estado que tiene

formalmente la soberanía sobre un territorio para debilitar su

presencia en éste (asesinatos de funcionarios provinciales,

destrucción de la escasa infraestructura vial y administrativa que

mantiene el nexo) o quebrar su voluntad política de incrementar

esta presencia (atentados en la capital, magnicidios), el terrorismo

global hace esto mismo con respecto a un Estado extranjero que

es una potencia global y es el principal respaldo del débil Estado

en cuyo territorio tiene actividad subversiva directa. En otras

palabras, el llamado terrorismo global no ataca ya desde dentro a

un Estado para debilitar su proyección hacia zonas internas donde

tiene baja presencia; ataca a un Estado-metrópoli extranjero,

situado en otra parte del globo, para debilitar su proyección hacia

una zona de influencia. Así se presenta ahora en el ámbito

internacional la disyuntiva que enfrenta la lucha antiterrorista en

los conflictos locales: o bien mayor integración política, o bien

mayor militarización. La respuesta puramente militar de la

metrópoli atacada deteriora aún más la capacidad de

autodeterminación democrática de la población que el terrorismo

pretende liderar, la entrega inerme a éste. El apoyo multilateral a

la autodeterminación, en cambio, al romper la ilegítima relación

metrópoli-zona de influencia, permite que la población que la

subversión terrorista pretende liderar se deshaga de estas

presiones y se integre al conjunto de las naciones libres.

La búsqueda de formas legales de combatir el terrorismo

avanza por caminos muy difíciles. La internacionalización del

fenómeno la ha vuelto además urgente. El problema reside en que

el acto terrorista tiene dos significados jurídicos. Es, por un lado,

agresión contra un Estado y, por otro, delito contra la humanidad.

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Por el primer concepto, el Estado tiene derecho a emprender

acciones militares defensivas, lo cual en este caso, debido al

carácter acechador del agresor, implica una respuesta selectiva y

persistente, basada en el acopio y análisis de información sobre

él. El efecto inmediato es el debilitamiento de las garantías de

derecho en el ámbito en que esta persecución se produce. Al

perseguir a un enemigo, no a un simple delincuente, el Estado

tiende a reducir al mínimo los derechos del reo. Sin embargo,

como no se trata de un soldado de una potencia enemiga con la

cual se firmará alguna vez la paz, el reo de terrorismo no se

encuentra protegido tampoco por las leyes de la guerra que

impiden hacer daño a los prisioneros de guerra. Su situación es

semejante entonces a la del proscrito, el ejthros de la Grecia

antigua, el hombre sin derecho alguno, el enemigo público que

nadie puede amparar y todos deben contribuir a eliminar, so pena

de compartir su suerte.

El remedio contra este primitivismo está en la jurisprudencia

internacional de los derechos humanos, pues el delito de

terrorismo es delito contra la humanidad, su culpa no prescribe y

debe ser perseguido en todos los países del mundo. Pero la corte

penal internacional es todavía una institución incipiente. El riesgo

de que las guerras antiterroristas locales y globales deterioren los

Estados de derecho antes de que el terrorismo pueda ser

perseguido con los medios legales internacionales sigue siendo

muy grande. Entre tanto, es necesario que cada Estado desarrolle

sistemas de seguridad interior eficientes, centrados en la

desactivación de las nuevas estrategias terroristas y al mismo

tiempo apegados a los Derechos Humanos y capaces de resistir

análisis desde un punto de vista democrático. Ésta es una tarea

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central de la democracia peruana.

desco / Revista Quehacer Nro. 143 / Jul. – Ago. 2003

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