Tiempos Fundacionales. Nación, Identidades y Prácticas Discursivas en Las Letras Latinoamericanas,...

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TIEMPOS FUNDACIONALES Nación, identidades y prácticas discursivas en las letras latinoamericanas andrea kottow stefanie massmann [ editoras]

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TIEMPOS FUNDACIONALESNación, identidades y prácticas discursivas en las letras latinoamericanas

andrea kottowstefanie massmann[editoras]

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Tiempos fundacionales

Nación, identidades y prácticas discursivas en las letras latinoamericanas

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Título del libroPrimera edición: junio de 2015

© Andrea Kottow y Stefanie Massmann, 2015Registro de Propiedad Intelectual

Nº 253.897

© RIL® editores, 2015Los Leones 2258

cp 7511055 ProvidenciaSantiago de Chile (56) 22 22 38 100

[email protected] • www.rileditores.com

Composición e impresión: RIL® editoresDiseño de portada: Marcelo Uribe Lamour

Impreso en Chile • Printed in Chile

ISBN 978-956-01-0196-9

Derechos reservados.

860.09 Kottow, AndreaK Tiempos fundacionales: Nación, identidades y prác-

ticas discursivas en las letras latinoamericanas / Editoras: Andrea Kottow y Stefanie Massmann. –– Santiago : RIL editores-Universidad Andrés Bello, 2015.

350 p. ; 23 cm. ISBN: 978-956-01-0196-9

1 literatura chilena-siglo 19-historia y crítica. 2 literatura latinoamericana-siglo 19-historia y crítica.

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Índice

Agradecimientos ..........................................................................11

Introducción ...............................................................................13

PrólogoModernidad decimonónica: un imaginario en movimientoEl siglo XIX ya no es el siglo pasadoBernardo Subercaseaux ...............................................................23

I. Razón moderna y experiencia residual

Escenas de las escrituras frías, pasionales e inútiles en la América hispana y latinaCecilia Sánchez ............................................................................37

La ilustración como representación técnica del mundo en la formación del imaginario chileno republicanoGabriel Castillo Fadic .................................................................57

Escenas patológicas: cuerpo enfermo y nación moderna en la estética finisecularAndrea Kottow ............................................................................67

Consideraciones genealógicas respecto de la constitución de la locura en el Chile decimonónico: La endemoniada de SantiagoNiklas Bornhauser y Estefanía Andahur ......................................83

II. Escenas de lectura y escritura en el siglo XIX

«El nombre del mal». Dos hipótesis sobre El roto de Edwards BelloSergio Witto Mättig ...................................................................107

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La literatura nacional y la ciudadanía: cien años de asincronía simbióticaJuan Poblete ..............................................................................125

Entre las letras y la política: revistas culturales chilenas de 1842Marina d. A. Alvarado Cornejo .................................................133

El escritor decimonónico: proezas y mitos de una invención (Lastarria y Jotabeche)Hugo Bello Maldonado .............................................................151

Don Guillermo (1860), de José Victorino Lastarria: trama retórica y modos de lecturaIgnacio Álvarez .........................................................................163

III. Modernismos técnicos, estéticos y éticos

El genio de lo común. Rodó y la fundación de un arte americanoAlejandro Fielbaum ...................................................................177

Salud y enfermedad en flora y fauna de Selva Lírica: una mirada sobre la producción poética de ChileAna Traverso .............................................................................197

El «sentir filosófico» de Rubén DaríoCarlos Ossandón Buljevic .........................................................219

La nación y los imaginarios decimonónicos: modernismos fotográficos y violencias culturales en ChileGonzalo Leiva Quijada .............................................................227

Imágenes oscuras y modernidad en Chile, 1911-1938: poéticas de luz y espacioPablo Corro Pemjean .................................................................241

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Soberanía, representación y ciudadanía: Fernández de Leiva, la Constitución de 1812 y el esbozo colonial de una España transatlánticaAlvaro Kaempfer .......................................................................251

Texto/nación. La novela chilena de filiación histórica (siglos XIX y XX)Eduardo Barraza .......................................................................269

La novela socializadora argentina al servicio de la nueva naciónHebe Beatriz Molina .................................................................283

Paisaje andino y etnias originarias en el desierto de Atacama (1880-1895). A propósito de la guía de Mandiola y CastilloJosé Antonio González Pizarro ..................................................303

Itinerarios del viaje nacionalista. La Patagonia argentina austral revisitadaAlejandro F. Gasel .....................................................................325

Autores ....................................................................................339

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Agradecimientos

A la Dirección de Investigación y Extensión de la Facultad de Educación de la Universidad Andrés Bello por ayudarnos a hacer posible esta publicación. Además, a Fabiola Aldana, de RIL, por haber apoyado desde el comienzo este proyecto editorial entregándonos la aseso-ría necesaria para su realización. Y, finalmente, quisiéramos agradecer especialmente a todos los autores por su colaboración en este libro.

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Introducción

Este libro nace de una fascinación: una que nos aunó a las dos edi-toras en el proyecto de este volumen cuyo origen se remonta a algunos años atrás. Conversaciones sobre obras y autores, saberes y escrituras del siglo XIX, y la constatación de tantos vacíos en el conocimien-to no solo nuestros, sino de la comunidad cultural que integramos, nos hizo emprender el camino que llevaría a este libro. Un camino en cuyo principio se encuentra un congreso que organizamos cuando co-menzamos a trabajar juntas en el Departamento de Humanidades de la Universidad Andrés Bello. Cuando en el año 2010 nos propusimos convocar a un congreso sobre el siglo XIX en América Latina, nos impulsaba, entonces, en primer lugar, el convencimiento de que había mucho terreno inexplorado aún. No solo autores y textos olvidados o marginados por las lecturas canónicas que trazan un mapa bastante es-quemático de la producción cultural del siglo XIX en el subcontinente latinoamericano, sino también miradas teóricas requeridas para reno-var las visiones imperantes sobre las decodificaciones del mundo en el siglo XIX. En segundo lugar, quisimos abrir las perspectivas nacionales, privilegiando un enfoque continental en el que pudiesen dialogar visio-nes provenientes de diversas coordenadas espaciales para intercambiar experiencias analíticas y críticas, así como visibilizar aspectos que los estudios centrados en lo nacional muchas veces excluyen. Finalmente, un tercer aspecto que nos parecía de central relevancia era la puesta en juego de lo inter o transdisciplinar. Desde el mismo título del libro, que retoma el que en 2011 llevara el congreso internacional llevado a cabo en Santiago de Chile, nos encontramos en un campo que exige traspa-sar los límites disciplinares para transitar entre la historia, la literatura, la filosofía, la estética, la sociología, la psicología, etcétera. El congreso que celebramos en diciembre del 2011 reflejó nuestras preocupaciones que se hicieron eco en la gran cantidad de ponentes que acudieron a nuestra invitación, en la diversidad de disciplinas de las que provenían y en las distancias que muchos de ellos solventaron desde sus países de origen. Fueron dos días intensos, dedicados a la cultura latinoame-ricana del siglo XIX y sus revisiones en producciones culturales con-temporáneas. Por la buena acogida de nuestra invitación y el interés

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que nos causó lo escuchado y discutido, decidimos hacer un libro que reuniera algunas de las problemáticas que articularon nuestra convo-catoria: así nació esta publicación. Quisimos privilegiar artículos que se hicieran cargo propiamente del siglo XIX, con miras a proveer de coherencia a la propuesta. A su vez, sentimos la necesidad de ampliar la invitación a otros académicos que consideramos no debían faltar en un compendio sobre el siglo XIX. Si bien hay algunos artículos que están situados temporalmente en el siglo XX, pensamos que ideoló-gicamente pertenecen a nuestro siglo XIX largo, un período marcado por la preocupación de fundar las naciones, tanto fáctica como simbó-licamente, e imaginar una identidad que posibilitara la asunción de la modernidad. Es por ello que nos permitimos recurrir a estos «Tiempos fundacionales», en un gesto intertextual a las Ficciones fundacionales, de Doris Sommer, pensando en que lo que cohesiona la experiencia que podríamos denominar decimonónica en el mundo letrado de las diversas naciones latinoamericanas, es esta idea de estar fundando una nación que genere comunidad, una práctica política que la guíe, una geografía que domestique su terreno, una tradición literaria que inscri-ba su cultura letrada.

Tiempos fundacionales está subdividido en cuatro apartados. El primero, titulado «Razón moderna y experiencia residual», reúne tex-tos cuyo denominador común es un punto de partida que problematiza la experiencia moderna en América Latina a partir de lo que llamamos la residualidad. La modernidad, si bien anhelada y celebrada por la élite ilustrada, cuyo gran proyecto es la instalación de sus premisas en las naciones latinoamericanas, ostenta fisuras que apuntan a un ima-ginario contradictorio. Así, la modernidad, cuyos principios estructu-rantes fueron formulados en otras coordenadas espacio-temporales, se evidencia en tanto experiencia fragmentaria y problemática, lo que los artículos aunados aquí discuten desde diversas perspectivas.

Cecilia Sánchez atiende a la «instalación de una comunidad de la lengua en Hispanoamérica» en el contexto de la fundación de los Estados nación en América Latina, disposición que pretende cohesio-nar un colectivo a través del lazo de una lengua común. Sin embargo, argumenta Sánchez, a este intento de unificación y homogeneización se le opone la presencia de lenguas resistentes a estas pretensiones

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Introducción

utilitarias. La «escena» que el artículo de Cecilia Sánchez explora es la que se genera a partir del conflicto entre estos dos impulsos, en los que se juega políticamente el derecho a utilizar e interpretar la palabra, y el que en el siglo XIX se materializa entre una escritura racional de la élite ilustrada y la estética modernista, que pone en circulación un lenguaje en fuga.

Entendiendo que los intentos modernizadores pertenecen al gran impulso ilustrado de la nación, Gabriel Castillo se pregunta por las formas en que en Hispanoamérica y especialmente en Chile se asumen las imágenes de luz e iluminación que se encuentran filosóficamente en el origen de la Ilustración. Para Castillo, en las coordenadas cultu-rales chilenas predomina una visión material y técnica de lo ilustrado, vislumbrándose «una recepción anómala del concepto Ilustración» que genera una experiencia de lo moderno articulada desde una racio-nalidad desfasada y anacrónica. Trazando un mapa desde la segunda mitad del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX, el artículo proble-matiza la asunción del imaginario ilustrado y sus sustentos filosóficos.

Andrea Kottow analiza una breve y poco conocida novela moder-nista del autor chileno Emilio Rodríguez Mendoza –Última esperanza, de 1899– para mostrar cómo en ella se invierten las premisas de la literatura decimonónica fundacional, poniéndose en circulación una visión enfermiza y patologizante de la nación. Mientras que la élite ilustrada concibe la nación desde las ideas organicistas de salud y vida, el modernismo tuerce esta concepción vitalista reemplazándola por la morbidez de una decadencia finisecular. A partir de imágenes constitui-das en torno a la enfermedad, la novela cuestiona, solo pocas décadas después de la instalación del imaginario ilustrado y moderno en Chile, los ideales directrices que deben asegurar la senda del progreso y del porvenir a la joven nación.

Una revisión del caso de Carmen Marín, la así llamada «Endemoniada de Santiago», proponen Niklas Bornhauser y Estefanía Andahur, po-niéndolo en relación con las concepciones sobre la locura que circulan en el siglo XIX en Chile y que tienden a su paulatina medicalización. La historia de los veredictos que caen sobre la endemoniada y el lenguaje que se ocupa para diagnosticarla oscilan entre un imaginario religioso-eclesiástico y uno que se ancla en la incipiente institucionalidad médica.

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Lo que se presenta como un campo en disputa se devela como un cambio de paradigma, a partir del cual se instala junto con el Estado nación un aparataje de disciplinamiento y normalización. La psiquiatría pretende posicionarse como autoridad dentro de este panorama y debe desplegar sus retóricas del saber para conquistar este privilegio.

En su artículo sobre El roto, de Joaquín Edwards Bello, Sergio Witto se pregunta acerca de la distancia que media entre la obra litera-ria y el ideario iluminista precedente. El análisis de Witto considera el nombre propio del protagonista de la novela, su pertenencia a la clase popular al encarnar al «roto», así como sus vinculaciones con la histo-ria y las figuras del mal que en ella se hacen presentes en tanto amenaza ingobernable para «evaluar si la peripecia de Esmeraldo propicia el ordenamiento que se anhela o el reverso». La literatura, así uno de los impulsos presentes en el artículo, excede los sentidos que la superficie del texto ostenta y se abre a una dimensión cuyo resultado no puede ser sino siempre incierto.

En el segundo apartado del texto «Escenas de lectura y escritura en el siglo XIX», las preguntas se orientan hacia una discusión de lo que significa en la cultura decimonónica leer y escribir. ¿Cuáles son los modelos e imaginarios predominantes de la literatura, sus productores y receptores, cuáles son los ámbitos por los que circula lo literario?

Juan Poblete focaliza su análisis en las vinculaciones entre la litera-tura y la constitución nacional en el período comprendido entre 1810 y 1910. En qué medida lo literario y la cultura nacional pueden ser comprendidos como fenómenos que van a la par es una de las trayec-torias que Poblete sigue en su texto, preguntándose por «los poderes institucionales e instituyentes de la literatura». Quién escribe, quién lee, en qué espacios circula la letra y la literatura, y qué consecuencias tiene para la concepción de lo literario, son las huellas que este artículo persigue para cuestionar el estado de la cultura letrada tras el primer centenario de Chile.

«Entre las letras y la política: revistas culturales chilenas de 1842» propone un recorrido por algunas de las primeras revistas que, im-pulsadas por pensadores argentinos instalados en Chile, circularon en este país propagando la producción local de publicaciones periódicas con un afán de independización intelectual. Marina Alvarado muestra

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Introducción

cómo en estas revistas se discute el valor de las letras y de la literatura en pos de generar un espacio social y cultural capaz de sostener a la joven nación. La independencia política así debe acompañarse de una descolonización a nivel intelectual e ideológico con el fin de alcanzar un imaginario emancipado y moderno.

Hugo Bello busca en su texto cuestionar la idea de un siglo XIX homogéneo y fundamenta en contra de la «estabilidad del argumento unificador», mostrando las contradicciones presentes en las figuras de Lastarria y Jotabeche en tanto dos escritores paradigmáticos del siglo XIX, y su adscripción a bandos políticos contrarios. Jotabeche cons-truye un nosotros colectivo que debe vehiculizar una idea de lo nacio-nal desde la provincia, en contra de la posición céntrica de Lastarria, y propone una idea de la escritura alejada del academicismo y la política. Las formas en que se articulan los dos imaginarios en los albores de la nación chilena son evidenciadas por Bello a lo largo de su texto.

A partir de una lectura retórico-tropológica de la novela Don Guillermo, de José Victorino Lastarria, Ignacio Álvarez propone resal-tar la escenificación del acto de lectura y los modos de leer presentes en la obra para acercarse a lo que denomina su «función como objeto cultural» en el Chile del siglo XIX. En un primer apartado, Álvarez re-corre las figuras retóricas estructurantes del texto narrativo para luego indagar en las formas de lectura que la novela reclama para sí, que se situarían en un espacio ambiguo marcado por un entrecruce de una lectura colectiva a la vez que íntima. El artículo se pregunta por las consecuencias políticas que la alegoría de Lastarria tiene, al atender a esta particular manera de recepción inscrita en la gramática de la propia novela.

En el tercer apartado –«Modernismos técnicos, estéticos y éticos»–, los textos giran en torno a dos conjuntos temáticos: en primer lugar se encuentran los trabajos de Alejandro Fielbaum, Carlos Ossandón y Ana Traverso que se preguntan por lo que moviliza temática pero también estética y éticamente el modernismo literario latinoamericano en sus diversas expresiones.

Alejandro Fielbaum revisa el caso de José Enrique Rodó, inda-gando en la idea acerca de lo literario que se articula en la obra del intelectual uruguayo. ¿Qué papel se le atribuye al campo estético en

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la modernización de América Latina? ¿Cómo piensa Rodó el vínculo entre lo literario y lo político? ¿Cuáles son los modelos que pueden servir para la renovación cultural reclamada para el subcontinente la-tinoamericano? ¿Cómo compatibilizar los deseos independistas y el afán de originalidad con una mirada que se orienta a Europa? Estas son algunas de las interrogantes que Fielbaum responde a partir de su exploración de la obra de Rodó.

En «El ‘sentir filosófico’ de Rubén Darío», Carlos Ossandón relee Azul… del modernista Rubén Darío en busca de comprender las expe-riencias que ahí encuentran resonancia. A partir de la exploración de la escisión producida entre el narrador y la voz poética, por un lado, y un mundo «prosaico y desencantado», por el otro, se constituye si-multáneamente un mundo espiritual por venir, que haría posible la realización de los ideales de belleza y libertad. Ossandón propone un análisis de Azul... que sitúa el modernismo en la historia cultural de América Latina como una transformación de la sensibilidad capaz de expresar un cúmulo de sensaciones a partir de la puesta en circulación de un uso particular del lenguaje.

Ana Traverso, por su parte, analiza la antología poética Selva líri-ca, publicada en Santiago de Chile en 1917, con el expreso propósito de sus dos editores de reunir una muestra amplia y representativa de la producción poética nacional. Traverso no solo propone una lectura atenta a los implícitos que operan en el prólogo de Araya y Molina a su selva poética, sino también revisa los criterios de selección y clasifi-cación que organizan la obra. Especial atención recibe la dicotomía de «salud y enfermedad» utilizada para aprobar o condenar determina-dos gestos estéticos en su entrecruce con «masculinidad» y «feminei-dad», distinguiendo entre una poesía que sirve al desarrollo cultural del país y otra que resulta nefasta e indeseable para el proyecto del Estado-nación moderno.

Gonzalo Leiva se sitúa en las últimas décadas del siglo XIX para observar la paulatina introducción de la fotografía en tanto «eje de una doble estandarización»; en primer término, la fotografía permi-te la predominancia de la verosimilitud de lo retratado y, por el otro lado, funciona como ente que fija la exploración y conquista de la geografía y del territorio. Leiva analiza tanto los aspectos técnicos de

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Introducción

la fotografía y las nuevas posibilidades representacionales que ellos implican como también los elementos ideológicos puestos en juego por una producción estética novedosa que pretende anclarse en un discur-so moderno de la joven nación chilena.

El artículo de Pablo Corro avanza temporalmente hasta las pri-meras décadas del siglo XX y pone a dialogar algunas escenas pro-venientes de la literatura y del cine chilenos producidos alrededor del primer centenario. Lo que interesa a Corro son las «formas imagina-rias e ideológicas que resultan de las apropiaciones que hacen de la luz», entendiendo la luz como imagen tanto fáctica como simbólica de la racionalidad ilustrada. El texto recorre una serie de novelas, filmes, películas documentales, largometrajes, pero asimismo publicaciones en periódicos en los que se articula una relación entre luz, modernización y trabajo, indagando en las formas representacionales de estas produc-ciones y sus implicaciones filosóficas.

En «Imaginarios de la nación: discursos, territorios, geografías», los artículos reunidos trabajan tópicos relacionados con los territorios a explorar, narrar, domesticar y modernizar en los intentos de consti-tución nacional en la segunda mitad del siglo XIX y a comienzos del XX. Se trata, por un lado, de un proceso real, vinculado con las tierras contenidas en las nuevas fronteras nacionales, pero igualmente de uno imaginario, que refiere a los contornos imaginarios e identitarios que estos trazos topográficos irán dibujando.

Alvaro Kaempfer se remonta temporalmente a los tiempos inde-pendistas para cuestionar los vínculos entre los sucesos políticos loca-les y aquellos producidos en la península ibérica. ¿Qué significó la ab-dicación de los reyes Carlos IV y Fernando VII para el reconocimiento de la monarquía española en la América hispana? El artículo explora las respuestas de los agentes políticos y culturales en las Américas fren-te a la incertidumbre por los cambios producidos en España. Especial relevancia adquiere la figura de Joaquín Fernández Leiva, español que pasa de ser representante de la Corona española en Santiago a ser el enviado por el Cabildo de Santiago para aclarar la situación frente a las autoridades españolas.

El artículo de Eduardo Barraza explora genealógicamente la no-vela histórica dentro de la tradición literaria chilena, proponiendo una

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revisión de las maneras en que esta narrativa ha sido estudiada para establecer criterios que ayuden a comprender la novela histórica en el panorama literario, social y político de la historia de la nación chilena. Barraza pone especial atención en las relaciones que pueden estable-cerse entre, por un lado, la literatura de filiación histórica y, por otro, los procesos fundacionales de la nación y el sentido que el imaginario colectivo asigna a determinados hechos históricos.

«La novela socializadora argentina al servicio de la nueva nación» indaga en las significaciones que nociones como sociedad, sociabilidad y civilización adquieren en las comprensiones de la literatura de la in-cipiente nación argentina. Es posible detectar un notorio aumento de publicaciones de textos novelescos alrededor de las décadas de 1850 y 1860, tras la caída de Juan Manuel de Rosas, en las cuales los inte-lectuales argentinos desarrollarán sus ideales de sociedad, desplegando lo que entienden por un colectivo civilizado. Hebe Molina discute al-gunas de las novelas pertenecientes al género que denomina «novela socializadora», rescatando del olvido crítico una serie de textos hoy apenas conocidos.

José Antonio González Pizarro estudia, en su trabajo la Guía de Antofagasta, de Lorenzo Mandiola y Pedro Castillo, editada en el nor-te de Chile en 1894, para revisar las representaciones que en ella se hacen de los pueblos originarios, las descripciones del paisaje nortino y la presencia de la actividad minera entendida como cifra del progreso. La hipótesis defendida en el artículo es que en la Guía… se apreciaría una «ruptura epistemológica» con respecto a la relación hombre-natu-raleza materializada en la construcción del ferrocarril de Antofagasta a Oruro, que transforma la visión sobre los pueblos originarios de la zona, así como la experiencia del espacio geográfico alrededor del de-sierto de Atacama.

Hacia el extremo sur se traslada, finalmente, la mirada de Alejandro Gasel, al enfocar los relatos Viaje a la Patagonia austral, de Francisco Moreno, publicado en 1879, y La Australia argentina, de Roberto Payró, de 1899, preguntándose por los modos en que estos dos textos incorporan el territorio periférico a los discursos nacionalistas argenti-nos. Para ello el artículo explora, por un lado, el viaje como forma de expansión de los límites de un Estado-nación en conformación y, por el

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Introducción

otro, el relato de viaje en tanto forma de subjetivación de un narrador que se constriñe entre el discurso nacionalista y un tono intimista que hace aparecer un «yo» en la escritura.

Este libro propone un recorrido: no uno que se pretenda acabado ni exhaustivo, sino uno que quiere ser una invitación a seguir exploran-do nuestro siglo XIX, con todas sus complejidades y contradicciones. Algunos problemas no tratados en estas páginas quedan como deuda y recordatorio de los límites que tiene todo intento de abarcar un ám-bito de estudio: el papel de la mujer en la sociedad y su producción letrada, el ambiguo lugar ocupado por el indígena y la violencia tanto material como simbólica que sufre son ejemplos de ello. Esperamos poder subsanar esta limitación –que no olvido– en otra oportunidad. Pero hay también caminos posibles, pensamos, que están trazados en esta antología. Uno de ellos apunta a vislumbrar las particularidades de nuestra experiencia de lo moderno: una modernidad que se erige en una tensión que enfrenta las premisas europeas que la prefiguran y una realidad material contra la que estas se estrellan. Otra senda se abre al preguntarse por las nociones de escritura y lectura que circulan en la pretendida «ciudad letrada», conformando una idea de lo literario, de la escritura, de la lectura, del escritor, que entra en una relación no siempre homogénea ni armónica con los procesos de constitución de lo nacional. Otra vía se dirige a la revisión de ciertas ideas de lo mo-derno que circulan en lo estético, lo filosófico y lo técnico en los albo-res del siglo XX, discutiéndose las posibilidades de arribo de «nuestra América» a un cúmulo difícilmente discernible llamado modernidad. Y, finalmente, hemos abierto otra brecha dirigida a pensar las escri-turas cuya preocupación se orienta hacia el territorio y la geografía, espacio real y simbólico a ser explorado y escrito.

Los trabajos que aquí se presentan reflexionan, finalmente, sobre un siglo XIX en el que la violencia de la colonización se esconde y reconfi-gura en el discurso nacionalista, ilustrado o modernizador que empapa desde la imaginación del espacio físico hasta las tendencias estéticas de la época. América Latina no logrará abandonar su lugar secundario frente a la fuerza dominante, económica y cultural, de las naciones con un desarrollo capitalista más avanzado. Es una dependencia que, sin embar-go, puede ser productiva si logramos leerla críticamente. Dice Roberto

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Schwarz que hay un «sentido impropio» en la forma en que reproduci-mos las ideas europeas; es justamente en ese «estar fuera de lugar» que se juega la originalidad de nuestro discurso y de nuestra producción cul-tural, acosada siempre por un sentido de inferioridad, aunque también capaz de cuestionar, a veces secretamente, los límites de todo aquello que busca imponerse como un valor o un saber «universal».

Andrea KottowStefanie Massmann

Editoras

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Prólogo

Modernidad decimonónica: un imaginario en movimiento.El siglo XIX ya no es el siglo pasado

Bernardo Subercaseaux

Hace algunas décadas cuando nos referíamos al siglo XIX, decía-mos con inocencia, «el siglo pasado», pensando en que esa ubicación temporal era para siempre. Así quedó consignado en varias publica-ciones, que hoy seguramente confundirán al lector. Pero resulta que el siglo pasado ya no es el siglo XIX, sino el siglo XX. El tiempo pasa y el devenir tiene la extraña particularidad de cambiarnos el pasado. No se trata, empero de un mero asunto formal.

«Todo cambia», canta Mercedes Sosa: «Cambia lo superficial. Cambia también lo profundo. Cambia el modo de pensar. Cambia todo en este mundo». La labor historiográfica está inmersa en estas fluctuaciones. Una labor en que la producción de pasado será siempre también producción de presente. La mirada hacia atrás pone de relieve un contexto actual en la medida en que el historiar o el ensayismo no se realizan fuera del tiempo, desde una objetividad neutra y estática, sino en medio de factores que gravitan decisivamente en esa tarea.

Por una parte, el repertorio de posibilidades y características que exhiben las disciplinas en cada momento; por otra, el peso de las ideas y las escuelas y estilos intelectuales en boga, el clima de época, las circunstancias locales e internacionales. Por ende, los puntos de vista, los recortes e incluso la voluntad de estilo, aun cuando se focalizan en el pasado –en este caso en un largo siglo XIX– nos hablan también indirectamente del presente. La historia en este sentido más que fijar y enmarcar el pasado, lo pone de relieve en un espacio dinámico y móvil,

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Bernardo Subercaseaux

precisamente porque se trata del estudio de las sociedades en el tiem-po, en circunstancias de que la propia historia, y quienes la practican, están igualmente insertos en el tiempo.

La producción de pasado siempre se hace desde un aquí y un aho-ra, que es, como señalamos, revelador del presente. Así se manifiesta en algunas ausencias en cada uno y todos los textos que componen este libro. La más notoria es la ausencia de un horizonte ideológico que tuvo gran significación en el siglo XX, tanto en Chile como en América Latina. Un núcleo de ideas que alimentó el modelo teórico predominante entre 1920 y 1980, tanto en la historiografía como en las ciencias sociales y humanas. Un modelo que aportó categorías y léxico, y que tuvo rasgos teleológicos, utópicos y hasta proféticos. Me refiero al materialismo histórico y al pensamiento marxista en sus dis-tintas variantes, todas las cuales prestablecían un esquema de transfor-mación social y de cambio histórico. El pasado, entonces, es como un libro abierto que se cierra y se abre, que va cambiando según la época, el tiempo y las circunstancias en que se lo despliega. En el siglo XXI en el que se instalan estos ensayos, se lee el siglo XIX sin Marx, incluso sin Gramsci, sin los temas tradicionales de poder (salvo la atención al micropoder, a la Foucault), con una mirada inter y transdisciplinaria, prestando especial atención a lo simbólico expresivo, al régimen de lo sensible, a las plasmaciones simbólicas en la literatura y el arte, a las fluctuaciones culturales, y también a la perspectivas de género y de etnia. Desde estas nuevas miradas se reconfigura la nación, se instalan nuevos ángulos que ya no se limitan al imaginario tradicional que la concebía como una mera territorialización del poder.

Las naciones son instituciones modernas que se diferencian de los imperios, las monarquías y los principados. Asimismo de la nación concebida en términos culturales. Así lo demuestra el descalce y la dife-rencia que se produce si se coteja el mapa político con el mapa cultural del continente. Las fronteras de ambos mapas no coinciden. Sin em-bargo, a medida que nos distanciamos se produce una recanonización temática, y estos mapas empiezan a interfluir: el siglo XIX ya no es mirado con los anteojos del siglo pasado, se destapan algunos velos y se cubren otros. De allí que sea posible afirmar que el hecho de que esa centuria dejó de ser la que nos precede, y pasó a ser la anterior al siglo

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Prólogo. Modernidad decimonónica: un imaginario en movimiento...

pasado, es un asunto que va más allá de lo formal, en la medida en que tiene implicancias en la mirada y en la producción escritural de lo que se contempla. Si el mundo no se acaba, si seguimos en la incertidum-bre sobre la existencia de vida inteligente en otros planetas, en algún futuro lejano el siglo XIX estará diez siglos más atrás, pero para Chile y América Latina seguirá siendo un siglo fundacional.

Podríamos decir que es esta una afirmación conjetural porque al desconocer el futuro en alguna medida ignoramos lo que será el pasa-do. Pero no se trata de reflexiones historiográficas que caen en el rela-tivismo o en una suerte de metahistoria a lo Hayden White; de lo que se trata es sencillamente de hacerse cargo de que vivimos y pensamos dentro del tiempo, y que este es cambiante y está en perpetuo movi-miento, lo que implica que categorías o imaginarios como modernidad y tiempo fundacional se movilizan.

Tiempo fundacional

La modernidad no es una cosa, tampoco una institución ni un li-bro, ni un código de preceptos y normas. Tampoco un espíritu. Si yo me refiero a un ente con atributos de modernidad y digo, por ejemplo, «me compré una cocina moderna», el significado le queda grande al obje-to. También, aunque en menor grado, si afirmo que «Chile es un país moderno». ¿Qué es entonces la modernidad? Es una cosmovisión que abre las posibilidades de la agencia humana en todos los órdenes (en desmedro del providencialismo religioso), un horizonte de expectativas que inventa la historia como progreso, un imaginario que se arrastra desde el Renacimiento y que se instaura en Occidente como un imagi-nario de futuro con la ciencia, la técnica, la ilustración y la Revolución francesa, dando curso a un incesante proceso de modernizaciones, ya sean políticas, económicas, sociales o culturales. Imaginario operante hasta el día de hoy, en un proceso que a pesar de sus contradicciones –o tal vez por ellas mismas– carece de pautas autosuficientes y nunca logra arribar. En Chile y América Latina, aunque algunos rasgos de la modernidad, como por ejemplo, la racionalización administrativa, aparecen ya con las reformas borbónicas a fines de la Colonia, es sobre todo con la Independencia y la emancipación que ese imaginario se

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instala en las élites criollas, perfilándose como una ruptura y convir-tiéndose así en la primera piedra de una utopía de largo aliento, en que los súbditos dejan de ser tales para convertirse paulatinamente en ciudadanos.

Los actores del proceso de la Independencia tienen la conciencia de estar fundando una nueva sociedad y una nueva política. Individuos y ciudadanos –como señala François Xavier Guerra– «desgajado[s] de los vínculos de la antigua sociedad estamental y corporativa; una nueva sociedad contractual, surgida de un nuevo pacto social... expresión de un nuevo soberano: el pueblo» y la nación1. El discurso de la élite esce-nifica la construcción de una nación de ciudadanos: se trata de educar y civilizar en el marco de un ideario ilustrado, en sus vertientes repu-blicana y liberal. Es el tiempo del nacimiento de la nación, de una rup-tura radical, del corte con el «antes», un tiempo que perfila un «ayer» hispánico y un ancien régimen que se rechaza y que se considera como residuo de un pasado al que cabe «regenerar». Frente al «ayer» se alza un «hoy» que exige emanciparse de ese mundo tronchado, en función de un «mañana» que gracias a la educación, la libertad y el progreso está llamado a ser –como se decía entonces– «luminoso y feliz». Tal es el ethos anímico que caracteriza a la intelligentzia de la emancipación, un discurso que tiene como soporte en su dimensión operativa a las nuevas naciones y como sus dispositivos al gobierno, a los aparatos del Estado, a la prensa, al sistema educativo, a las bibliotecas, a los ritos y conmemoraciones cívicas, a los nuevos desafíos historiográficos y a la ensayística, e incluso a las obras literarias2.

El pensamiento de Simón Bolívar, San Martín, O’Higgins, Camilo Henríquez, Manuel de Salas, Juan Egaña, en fin, de todos los que par-ticiparon en la Independencia o en la construcción de las nuevas na-ciones, está permeado –con matices de diferencia– por la escenificación de este hálito fundacional con trasfondo moderno. También lo está el pensamiento de la generación siguiente: de Lastarria, Echeverría, Sarmiento, Vicuña Mackenna, Alberdi, incluso en el caso de Andrés

1 François Xavier Guerra. Modernidad e independencias: ensayos sobre las revolu-ciones hispánicas. Madrid: Mapfre, 1992.

2 Bernardo Subercaseaux, Historia de las ideas y la cultura en Chile. Santiago: Edi-torial Universitaria, 2011.

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Bello (cuyo pensamiento buscaba aminorar los olvidos y articular una conexión con el pasado). No es casual que las primeras publicaciones periódicas del Chile independiente y de todas las nuevas naciones de América Latina utilicen títulos como La Aurora, El despertar o El cre-púsculo, o que la mayoría de los escritos recurran a la retórica de dos sistemas metafóricos o analógicos de hálito fundacional: los sistemas lumínico y vegetal. Se trata de una semántica que vivifica un «ayer» os-curo y un «porvenir brillante», «raíces» que «florecerán», y una larga serie de verbos, sustantivos y adjetivos que obedecen a una concepción teleológica del decurso histórico y del progreso de la humanidad, la que como un árbol podrá –gracias a la soberanía y la libertad– desa-rrollarse hasta la plenitud de sus posibilidades, vale decir, hasta dar «frutos». Se busca, en todos los órdenes, escenificar un tiempo nuevo, reinventar una identidad nacional alejada del pasado español. A dife-rencia de lo que sostiene la historiografía conservadora –Bernardino Bravo Lira, por ejemplo–, los elementos de ruptura y discontinuidad con el pasado son discursiva y políticamente bastante más tajantes que los elementos de continuidad, que también los hay.

Cabe señalar, sin embargo, que en las élites criollas la subjetividad de ciudadanos empoderados y la nación como comunidad imaginada no opera por decreto, ni se generaliza ni sobreviene de la noche a la mañana. Persisten en la primera mitad del siglo XIX costumbres y una sociabilidad tributaria de la sociedad colonial, y no es casual que pen-sadores de 1842 en Chile hayan tenido como un concepto fundamental el de la «regeneración», que apuntaba a la necesidad de cambiar las conciencias y lograr una ciudadanía activa como parte de la nueva comunidad conformada por la nación. La construcción de la nación desde los territorios de la conciencia hasta los geográficos es el gran emprendimiento de ese siglo fundacional, que tiene como trasfondo el imaginario de la modernidad.

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Límites y contradicciones

Pero la concreción de la modernidad en el siglo XIX, se encuentra en Chile y en América Latina con una tierra árida, no apta, parodian-do la tesis de las «ideas fuera de lugar», de Roberto Schwarz, podría hablarse –sobre todo en las primeras décadas del siglo– de una moder-nidad fuera de lugar3. Ahí está el caso de Simón Bolívar, formado en las ideas modernas por Simón Rodríguez, Andrés Bello y por su larga estadía en Europa, conocedor de Rousseau, Montesquieu, Condorcet y Bentham, entre otros. Un Bolívar que tal como señala en la Carta de Jamaica (1815), estaba convencido de que el sistema federal era el non plus ultra de la organización política moderna, pero sabía también que esas ideas eran inaplicables en América, a riesgo de que ocurriera lo que le aconteció a Ícaro. Se trataba de ideas modernas, pero que no tenían cabida y resultaban incluso contraproducentes en el mundo americano. Estaban fuera de lugar.

Allí está el caso de Camilo Henríquez, sacerdote que en Lima fue llevado a los calabozos de la Inquisición por haberse encontrado bajo su cama algunos libros de Rousseau y otros ilustrados. Un Camilo Henríquez que en Chile, cuando en 1811, arriba al país la primera im-prenta, la bautizó como la «máquina de la felicidad» (Bentham): «Está ya en nuestro poder –escribió– el precioso instrumento de la Ilustración Universal... los sanos principios, el conocimiento de nuestros eternos derechos, las verdades sólidas y útiles van a difundirse entre todas las clases del Estado... la voz de la razón y de la verdad se oirán entre no-sotros después del triste e insufrible silencio de tres siglos»4. Son frases hiperbólicas, que conllevan una veneración por el libro y la educación como instrumentos de la emancipación mental. Frases que implican una fe en sus virtudes de regeneración. ¿Pero de qué «verdades sóli-das» y de qué libros se trataba? ¿Estaba pensando Camilo Henríquez en libros religiosos o de entretenimiento? A pesar de ser sacerdote, el Fraile de la Buena Muerte era contrario al uso y enseñanza del latín, por entonces idioma oficial de la Iglesia. La perspectiva religiosa está

3 Roberto Schwarz, «Las ideas fuera de lugar», publicado originalmente en Ce-brap, 3, Sao Paulo, 1973, 13-28.

4 Camilo Henríquez, La Aurora de Chile. Santiago, 13 de febrero de 1812.

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completamente ausente en La Aurora de Chile. Henríquez no estaba pensando, por ende, ni en vidas de santos, ni en devocionarios, ni en almanaques u otros géneros livianos provenientes de España. Pensaba, como señala en varios de sus escritos, en «libros útiles o morales» (así se decía en la época): libros proveedores de conocimiento, que contri-buyeran al ejercicio de la razón, al pensamiento autónomo y crítico, a la formación y sensibilidad estética, al desarrollo de una actitud re-publicana en la perspectiva de los ideales ilustrados y liberales. En el mundo real, sin embargo, lo que ocurría distaba mucho de las posibi-lidades para implementar esa utopía. La aletargada sociabilidad colo-nial seguía operando. Apenas 10% de la población del país sabía leer. John Miers, ingeniero inglés que estuvo en Chile varios años a partir de 1818, refiriéndose a la educación en esa década, escribió lo siguiente: «Los chilenos son ignorantes, y proclaman con cierto orgullo que no requieren del conocimiento de los libros. Tienen además muy pocos y los pocos que tienen no los leen»5.

La inadecuación entre una glorificación idealizada de la imprenta y el libro como instrumentos de la modernidad, y el desinterés de amplios sectores de la sociedad por la cultura letrada, indica que las ideas de Camilo Henríquez eran en la primera década de la Independencia una utopía. «Tierra apta para sabios», proclamó Manuel de Salas en una inauguración. Si contemplamos el siglo XIX resulta claro que el pen-samiento y los planteamientos de la élite ilustrada post Independencia eran impracticables, puesto que carecían de suelo histórico; sin embar-go, y paradojalmente, eran también indispensables. Formulados en el aire y sin suelo sociocultural, pero con fe moderna, esos planteamien-tos dieron pie a una verdadera posta de ideales que poco a poco fue-ron siendo posibles no en términos de sabios, pero sí de alfabetizados. Primero la generación de la Independencia con figuras como Camilo Henríquez, Juan Egaña y Manuel de Salas, luego la generación de 1842 con Lastarria y con figuras transversales como Bello y Sarmiento, y luego los positivistas y los grandes educadores republicanos de fines del XIX, como Valentín Letelier. Ideales en un comienzo quiméricos, pero que de modo paulatino con la creciente alfabetización, el aumen-to de las capas medias, la conformación del Estado docente, fueron

5 John Miers, Travels in Chile and La Plata. Londres, 1826 (La traducción es nuestra).

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convirtiéndose en una realidad, hasta que en el siglo XX, el imaginario del libro y la lectura llegó a ser socialmente valorado como instancia de ciudadanía, de identidad cultural y de movilidad social. La utopía de Camilo Henríquez resultó a la larga, entonces, en alguna medida, una verdad prematura. ¿Pero qué debió acontecer para que ello ocurriera? Fue necesario un cambio del suelo histórico y social, un proceso de transformación gradual de la sociedad, de modernización e inclusión social, para que la modernidad fuera aclimatándose a una nueva rea-lidad. ¿Puede hablarse, entonces, respecto a América Latina, de una modernidad diferente a la eurocéntrica, que integra e interactúa con procesos culturales disímiles en cada país?

El siglo XIX, sin embargo, no fue en Chile ni menos en otras na-ciones una etapa plena de inclusión social (piénsese en la esclavitud en Brasil y Cuba, que se prolongó hasta bien avanzado el siglo XIX). En nuestro país, tal como lo diagnosticó Alejandro Venegas, en Sinceridad. Chile íntimo, quedaba en 1910 casi todo por hacer en términos de de-mocracia republicana, de educación e inclusión social. La constatación de esta debilidad decimonónica en la construcción de las naciones se hizo patente en toda la región.

Ya a fines del siglo XIX, en un ensayo de José Martí («Nuestra América», 1891), emerge una matriz crítica sobre la colonización men-tal y cultural que ha operado en el continente, élites ilustradas que desconocían la diversidad cultural y que repetían como loros las ideas, libros y costumbres europeas. «Nuestra Grecia –proclamó José Martí, refiriéndose a las culturas precolombinas– es preferible a la Grecia que no es nuestra», ironizó también sobre los letrados artificiales, aquellos que suelen sentir vergüenza del delantal de su madre india, y que en lugar de mirar la realidad de sus propios países viven pendientes de lo que ocurre en Europa. La supuesta universalidad ilustrada y libe-ral que jurídicamente se suponía operante, disfrazaba una realidad de inequidades y una marcada exclusión y discriminación social. Se tra-ta de una matriz crítica que en el siglo pasado (¡ahora sí!) ha tenido continuidad en destacados intelectuales de países con alta población indígena, particularmente de México, Guatemala y Perú, autores que tematizando sus circunstancias locales se hicieron cargo del patrimo-nio conflictivo de América Latina, de una realidad que por un lado

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fue obra modernizadora de espíritu renacentista e ilustrado y por otro apocalipsis e invisibilidad de las culturas autóctonas. Son autores, so-bre todo algunos novelistas como Miguel Ángel Asturias y José María Arguedas, quienes a través del soporte libro, rescatan y vivifican las culturas orales de los pueblos originarios, mediante –como lo vislum-bró Ángel Rama– un proceso de transculturación narrativa.

Esta matriz crítica de la cultura liberal letrada decimonónica tam-bién está presente en los modernistas brasileños («Tupi or not tupi, that is the question»)6 y en pensadores como Ángel Rama en La ciudad letrada (1984) o en disciplinas como la antropología latinoamericana. Antropólogos como el brasileño Eduardo Viveiros de Castro, conciben su disciplina como una lucha en pro de la autodeterminación de las minorías étnicas, sometidas y colonizadas desde el siglo XVI. Según Viveiros de Castro, «saber leer no va a volver (a una persona) más inte-ligente que un habitante de un mundo oral que sabe pensar por sí mis-mo». ¿Es que estos autores son acaso antilibros o anticultura ilustrada europea? No, todo lo contrario, son ensayistas cultos en el sentido oc-cidental y cultos también en el sentido americano, pensadores creativos y amantes como pocos de los libros y que además expresan sus ideas y obras por vía de ese soporte. Lo que sí subyace a sus planteamientos es que el libro y la lectura no pueden ser solo formas ornamentales de la modernidad, y que la disociación entre el suelo sociocultural y la uto-pía ilustrada debe ser orgánicamente acoplada, lo que solo es posible con políticas de inclusión de largo aliento (según Martí, «la República que no es de todos no es República»). Lo que requiere una educación con acceso generalizado, que incorpore y se apropie de la cultura uni-versal y que al mismo tiempo respete y «salvaguarde» (es la palabra que usa José Martí en Nuestra América) el tronco y la raíces culturales autóctonas. Ideas decimonónicas que en alguna medida siguen tenien-do vigencia, ideas que hacen patente los límites y contradicciones de un siglo fundacional.

6 Frase del Manifiesto antropófago (1928), de Oswald de Andrade, que celebra la etnia tupí y simultáneamente el canibalismo de Shakespeare, planteando la antro-pofagia de la cultura occidental como una estrategia anticolonial.

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Un siglo complejo

El XIX es un siglo variado, con grandes cambios, y con zonas to-davía oscuras en que queda mucho por develar, sobre todo acudiendo a nuevas fuentes y a miradas y puntos de vista más actuales. Piénsese por ejemplo en la distancia cultural y social que separa el período de la conformación de las naciones entre 1815 y 1830 y lo que ocurre en las últimas décadas del siglo XIX con la vinculación de América Latina al capitalismo internacional, con la producción para el mercado mundial de salitre, caucho, carne, café, azúcar, etcétera, fenómeno que consolidó la presencia de nuevos sectores sociales. Un fin de siglo que dio lugar a improntas y redes intelectuales y simbólicas que incidirán en todo el mundo hispánico, como fue por ejemplo el modernismo rubendariano.

La atención a la diversidad y al otro constituyen hoy ópticas en auge, que están abriendo y develando nuevas temáticas: ya desde fines del siglo pasado desde el punto de vista de la historia social son signi-ficativos los trabajos de Gabriel Salazar y de otros historiadores que se ocupan del bajo pueblo decimonónico. Pero en el plano cultural, respecto a la sociabilidad laica y religiosa o a perspectivas de género y étnica, queda todavía mucho por hacer.

Hay figuras emblemáticas del siglo XIX que han sido reapropiadas en distintas direcciones discursivas y que requieren ser examinadas una vez más, teniendo en cuenta que la recanonización y la negociación de sentidos con el pasado son y serán un fenómeno permanente. Estamos pensando en el caso de la figura de Portales en la historia política chi-lena, en el caso de Simón Bolívar para Venezuela y en el caso de José Martí para Cuba. También en los procesos de mitificación de estas figuras.

Hay aspectos del siglo XIX que tienen una enorme gravitación en el mundo actual; por ejemplo, en Chile, la Guerra del Pacífico y las relaciones con Perú y Bolivia. Lamentablemente se trata de aconteci-mientos en que se sigue mirando el pasado con criterios nacionalistas algo estrechos y añejos, ajenos a la globalización gastronómica y fut-bolística. ¿Algún día será posible hacerse cargo de la bibliografía pe-ruana y boliviana sobre tales acontecimientos? ¿Estudiar por ejemplo asumiendo al otro la microhistoria de lo que fue la ocupación de Lima

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durante cuatro años por las fuerzas chilenas? Son desafíos pendientes, desafíos que al contemplarlos con nuevas ópticas nos estaremos ha-ciendo cargo de que las naciones como comunidades imaginadas son maleables, y que la historia y las reflexiones sobre el tiempo pasado son también la historia y las reflexiones sobre el tiempo presente.

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I. Razón moderna y experiencia residual

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Escenas de las escrituras frías, pasionales e inútiles en la América hispana y latina

Cecilia Sánchez

1. Literatura y política

En el horizonte de la fundación de los Estados-Nación, uno de los debates que, a mi juicio, ha sido desatendido es el que giró en torno de la instalación de una comunidad de la lengua en Hispanoamérica1. La len-gua que pasó a considerarse común tendió a proclamar una coherencia de voces plenas y una grafía estable a partir de la metáfora de la madre2. Por cierto, la madre invocada es una prótesis que imita un lazo supues-tamente natural como es el de la madre con el hijo/a. Como podrá apre-ciarse, pertenecer a una comunidad de la lengua es equivalente a partici-par en el «susurro del lenguaje», según la denominación de Barthes. Este sonido musical significa que hay algo parental y colectivo que «funciona bien», a diferencia del farfulleo, que se equipara al mensaje fallido de la lengua fragmentada, según denomina Patricio Marchant a la lengua hispanoamericana3.

En este contexto, las escenas a las que quiero aproximarme se con-figuran a partir del conflicto entre el susurro de una lengua gramatica-lizada con el farfulleo de rumores y ritmos de lenguas resistentes a la unificación y a la utilidad. Se trata de escenas en las que se encuentra en

1 Se sabe que del término romano Hispania derivó, por mutación fonética, el nom-bre España. De allí que la elección del nombre Hispanoamérica tuviera por efecto la exclusión del Portugal y, por consiguiente, la del Brasil.

2 Para abordar la experiencia moderna de la comunidad de la lengua, he conside-rado las apreciaciones de Balibar y de Wallerstein acerca de la institución de una «comunidad lingüística» en el tramado de la formación de la nación.

3 En todo caso, Patricio Marchant aclara que toda lengua es una lengua violada y fragmentada porque carece de sentido pleno.

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Cecilia Sánchez

juego el reparto de las palabras. La tensión que me interesa interrogar en este escrito se centra en las relaciones de poder y contrapoder que se pusieron en juego en un determinado régimen de significación. En especial, me interesa destacar el conflicto entre una escritura letrada, cuya aspiración era promover la racionalidad y la unificación del dis-curso público, y la escritura modernista, adscrita al trabajo del estilo y a la sociedad babélica, además de reconocer en el mundo fracturas que ya no podían ser explicadas ni comunicadas por la ciencia y el positivismo (Paz). La irrupción de la nueva escritura corresponde al período en que las velocidades y la temporalidad de la nueva sociedad industrial se vuelven dominantes. Al finalizar el artículo explicitaré las dos escenas que se pueden leer en algunos de los prosistas de las ideas, poetas, cronistas y novelistas del siglo XIX.

Cabe señalar que el telón de fondo de las escenas a referir es aquel de la transformación de la América hispana, fundada en los principios abstractos de la humanidad emancipada y homogénea, en la América apellidada latina, designada mediante el posesivo «nuestra» por Martí, debido a la amenaza del nuevo poder y las finalidades económicas de la América anglo.

Para auscultar las diferentes modalidades de escritura del período sostendré a modo de conjetura que la relación entre política y lenguaje excede las pugnas y querellas entre liberales y conservadores, bajo cuyo esquema se ha presentado el conflicto político en Chile e Hispanoamérica. En definitiva, me interesa establecer que sin la consideración de la manera en que se moduló la relación entre la literatura y la política no podrían entenderse las escenas del régimen de significación de este conflicto4.

2. El destierro del vacío

Antes de ingresar en el conflicto mencionado, es necesario poner en perspectiva las operaciones políticas y los modelos teóricos desde los cuales se suscita el cuestionamiento de las lenguas locales en la pri-mera mitad del siglo XIX en la América hispana. La primera operación

4 Muy tardíamente las escritoras mujeres se incluyen en este debate. Especialmente, Gabriela Mistral amplía las modalidades de la prosa incorporando el vocerío o murmullo inculto de hombres, mujeres y el de las regiones.

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tiene que ver con el proyecto de la América hispana de acceder al modo occidental del progreso político y económico en su forma moderna. Este proyecto se conecta con lo que Ángel Rama denomina la primera aplicación del «saber barroco» proveniente de la monarquía españo-la. El nuevo saber apela a un universo de signos para representar un orden o el «sueño de un orden» (45). Bajo este nuevo saber, la orga-nización de las ciudades y las lenguas del Nuevo Mundo siguieron la ruta señalada por los gramáticos de Port Royal, quienes establecieron la diferencia entre las ideas de las cosas y las ideas de los signos. Sobre la base de esta diferencia, las ciudades y las lenguas se refundaron bajo diagramas y diseños urbanísticos prestablecidos desde los que se opuso lo racional a lo irracional. Tomando en cuenta el punto de vista del diagrama urbano, Adrián Gorelik señala que en Latinoamérica: «Hay una tradición para la cual la realidad territorial y urbana es maleable a las ideas en este vacío sudamericano que la naturaleza y la historia habrían brindado como ofrenda a la voluntad fáustica de la moderni-zación occidental» (Gorelik 262).

En el caso del período de las independencias hispanoamericanas, el vacío se expresa bajo la oposición entre lo civilizado y lo bárbaro, lo pasional y lo racional. Los textos y argumentos elaborados en el período de instalación de los Estados independientes asumieron una concepción eurocéntrica de la modernidad, es decir, se tendió a pensar desde un universal europeo que convierte en «margen» todo nuevo in-greso. Asimismo, la América del Sur (denominada así en el siglo XVIII) comparte con la América anglosajona (o del Norte) la experiencia de lo que se dio en llamar lo nuevo por parte de los europeos del período del descubrimiento, la conquista y la colonización.

Bien se sabe que la condición de novedad y de renovación ha sido resaltada como uno de los rasgos decisivos de la modernidad. No obs-tante, en este esquema, lo nuevo no equivale a virginidad; más bien, apela a una disponibilidad al momento de dejarse ocupar por pro-yectos y modelos que buscan desterrar este vacío. Para el así llama-do Nuevo Mundo, encontrarse en situación de disponibilidad supuso transformarse en una superficie o matriz ocupada por signos comercia-les, urbanos y alfabéticos. En este punto, cabe tomar en cuenta el argu-mento de Julio Ramos, quien cuestiona la coherencia de la perspectiva

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paródica que tiende a entender a Latinoamérica como la derivación de un origen europeo, debido a que Europa también se encuentra atrave-sada por márgenes y centros. Asumiendo este planteamiento, no está demás subrayar que los modelos recepcionados y traducidos a la rea-lidad local no han sido homogéneos, aunque no puede desconocerse la lógica expansiva de los racionalismos que acompañan al mercado capitalista y las consiguientes jerarquías económicas y culturales ins-tauradas en el período decimonónico.

En el contexto de esta lógica expansiva es donde debe conside-rarse la escritura alfabética asentada en la letra, cuya característica es la de ser denominativa. Su eficacia elevó al teólogo, al gramático, al abogado al estatus de letrado culto. Posteriormente, la letra pasó a ser administrada por el notario y el comerciante, quienes la aprecian en su estatus de garantía de verdad. Por el contrario, el carácter pictográfico de la lengua de la cultura maya se consideró carente de verdad. Bajo este prisma, Rousseau califica de langue passionnée a la escritura de los mexicanos (384).

En virtud de este esquema, Rama asevera que el modelo de moder-nidad que llegó a inscribirse en América Latina es el de la gramática de la representación, regida por las pautas de la escuela Port Royal5.

Mediante una concepción abstracta de la letra, traducida a signo ma-temático o frase ordenada de ideas, este modelo buscó proyectar ex nihilo un conjunto de representaciones que permiten ordenar y excluir fuera del diseño lo que se juzgó de primitivo, salvaje o anárquico.

Con todo, la adscripción a la representación de los signos no tuvo un carácter homogéneo, debido a que en Hispanoamérica los pensado-res combinaron de modo ecléctico la gramática universal de la escue-la Port Royal, el romanticismo inglés, las Bellas Letras y las posturas de los sensualistas o ideólogos anglo-franceses. Pese a sus diferencias, de este imaginario representacional son herederos Sarmiento, Bello, Lastarria, Marín, Varas, Rodríguez y Varela, entre otros6. Para no ex-tenderme en demasía, citaré a los tres primeros prosistas.

5 Rama recoge este esquema de la concepción de la modernidad desarrollada por Foucault en Las palabras y las cosas.

6 En calidad de «nuevo letrado» debe mencionarse a Simón Rodríguez, según lo llama Rama en La ciudad letrada.

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3. El romanticismo civilizador del FACUNDO

En la primera mitad del siglo XIX, las figuras letradas de mayor prestigio en Chile son Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello, Victorino Lastarria, entre otras. Pese a sus desacuerdos, los autores mencionados coinciden en el cometido de erradicar y corregir las len-guas consideradas bárbaras, pasionales e irracionales. Dicho cometido es uno de los temas aludidos en el Facundo7. En especial, uno de los propósitos del libro es ocuparse de lo que Sarmiento calificó de «gue-rra social», concentrando la realidad conflictiva de ese momento en una fórmula verbal como es la oposición entre civilización y barbarie.

En relación a la génesis de la antítesis, establecida por Sarmiento entre civilización y barbarie, Susana Villavicencio señala que su esque-ma fue recogido de autores franceses como Saint-Simon y Cousin, este último influido por Hegel. Igual a como Hegel caracterizó a la América del Sur en términos de «inmadurez», el pensador argentino manifestó un rechazo hacia los grupos que se encontraban en la posición que, desde su esquema progresista de la historia, tildó de retrógrado.

La importancia de este conflicto se explicita en el título con el que comparece su obra en su primera edición: Civilización y barbarie en las pampas argentinas, cuyo subtítulo fue Vida y obra de Juan Facundo Quiroga. Posteriormente, desaparece el título descriptivo y el nombre Facundo se exhibe como único título. En cierto modo, el cambio de títu-lo deja el nombre Facundo como la representación alegórica del cuerpo deficitario de la Argentina a partir de las jerarquías establecidas por su concepción de lo civilizado. A nivel urbano, Sarmiento establece las je-rarquías binarias comparando principalmente las provincias San Juan y La Rioja con las ciudades de Buenos Aires y Córdoba. Respecto a estas ciudades y provincias, en el libro se establecen paralelismos entre las formas de hablar y las maneras de vestirse. Al considerar el habla de Corrientes, una de las comarcas alejadas de los centros urbanos, el escritor argentino señala que «los campesinos usan un dialecto español muy gracioso: ‘Dame, general un chiripá’, decían a Lavalle sus soldados» (46). En el caso de la vestimenta, estima que en las ciudades «la elegancia

7 Este escrito comienza a publicarse en forma de folletín en el diario chileno El Progreso. El mismo diario lo edita como libro en 1845.

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en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tiene allí su teatro y su lugar conveniente» (48).

En el registro del vestuario, el frac y la levita son las prendas de vestir masculino, cuyo simbolismo le permite desarrollar su concep-ción ilustrada de la libertad humana contra el feudalismo. Por el con-trario, el menosprecio por el «traje americano», según denomina a los atuendos no civilizados, lo delatan en su animadversión contra el mundo indígena, comparado a menudo con el estilo del beduino cuyo progreso está estancado8.

Para entender la escritura de Sarmiento, es importante incluirla en la metafísica de la clásica oposición entre naturaleza y cultura, traduci-da por él a naturaleza/economía, de acuerdo a las nuevas proyecciones del capitalismo liberal. Sobre la base de este esquema, el paisaje de la pampa posee la doble condición de ser obstáculo y posibilidad, similar a la concepción humboldtiana de la página en blanco y también al ideal de la tierra virgen de los románticos. De hecho, el capítulo II de su libro arranca con el epígrafe de un comentario de Alexander von Humboldt a la estepa argentina: «Ainsi que l’océan, les steppes rem-plissent l’esprit du sentiment de infini» (57).

En la frase citada, la experiencia que parece prevalecer en la per-cepción de la pampa es la del vacío o la carencia de cultura. Tal como lo señala Humboldt, este vacío excesivo, también realzado por los ur-banistas planificadores, Sarmiento lo equipara con el mar, pese a que en el escritor argentino la connotación de la pampa más apropiada es el descontrol de lo que está sometido a las fuerzas de la naturaleza. Ramos llegó a decir de Sarmiento que «escribir a partir de 1820 era civilizar» (35). Conforme a lo dicho, en Recuerdos de la provincia, Sarmiento señala que la independencia suponía «llenar un vacío»: po-blarlo, reunirlo y unificarlo lingüísticamente conforme a un orden que pudiera superar el espacio en crisis de la pampa. Precisamente, desde

8 Respecto del vestuario moderno, Benjamin repara en dos aspectos. Por una parte, desde el punto de vista político, el «traje negro» y la «levita» expresan la «igual-dad universal». Por otro lado, desde el punto de vista poético, el traje negro representa al sepulturero burgués, en la medida en que expresa el «alma pública» que oculta sus sufrimientos privados. La idea de sepultura o de perpetuo duelo le es sugerida a Benjamin por la manera en que Baudelaire reparó en el Salón de 1845 en la novedad que significó que, desde la monarquía de julio, se usaran en Francia el traje negro y el gris. Ver el capítulo III, «Lo moderno», de Ensayos II.

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los griegos hasta los revolucionarios franceses, la premisa de la res pública supuso la reunión en torno a un púlpito, cuyo escenario es urbano.

Con todo, Sarmiento no consideraba al castellano una lengua re-publicana. Arturo Capdevila (1954) cita la severidad con la que el jo-ven Sarmiento condenó de retrógrada a la lengua española. Según las palabras del pensador argentino, «[e]l castellano no es una lengua de gobierno» (19). Cito esta aseveración para contextualizar la célebre polémica con Bello, cuando Sarmiento sostuvo que el purismo grama-tical que obliga al respeto de las normas gramaticales, en el caso del castellano español no se sostiene por su condición de «maestro» sino de «aprendiz».

4. El buen orden de la gramática y la fraternidad intratextual

Para entender el aspecto normativo de la lengua, dominante en el período de Hispanoamérica, uno de los libros ineludibles es la Gramática, de Andrés Bello (1847), cuyos argumentos acerca de las regulaciones de la gramática combinan de modo ecléctico las ideas de la escuela Port Royal con las de Rousseau, además de considerar a los sensualistas e ideólogos Locke y Dettut de Tracy, entre otros9. Bello también adscribe a ciertas claves de la elocuencia de las Bellas Letras que contradicen algunos de los planteamientos de los sensualistas e ideólogos.

En el marco de la emancipación y la unificación política de los Estados-Nación, Bello promueve en su Gramática un parentesco inter-textual a partir del uso de un lenguaje lógico que hermane a los conna-cionales y continentales en torno a una forma de socius normativizado de marcas y signos colectivos, respaldado por la principal máquina de elaboración de textos prescriptivos: el Estado.

El propósito es entrar en disputa con el español castizo o barro-co, al igual que con la así llamada «algarabía», con los americanismos

9 La redacción de esta obra la inicia Bello en Caracas, pero la corrección la realiza en Londres y en 1847 la publica en Chile. Un antecedente de este trabajo fue su Análisis ideológico de los tiempos verbales, publicado en 1841, en Valparaíso.

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iletrados, los de la diferencia sexual y extranjerismos, cuyas expresiones se consideraron sobreabundantes y analfabetas. Para contrarrestarlos, Bello promueve la unidad de la lengua sobre la base de un orden grama-ticalizado, cuyo propósito es homogeneizar los intercambios comunica-tivos del nuevo sujeto civil.

La unidad buscada es mencionada por Bello en el «Prólogo» de su Gramática a propósito de la fabricación o construcción de un paren-tesco de «hermanos» en Hispanoamérica. En las primeras páginas, el autor señala:

Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América. Juzgo importante la conservación de la len-gua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes (Bello 11, la cursiva es mía).

La fraternidad propuesta contiene la antigua carga metafísica de fundar un origen espontáneo en el amor mutuo de hermanos perte-necientes a la misma unidad parental. El problema político que dicha postulación supone consiste en ponerse en guardia contra un otro que amenaza la integridad de un centro mítico. Sobre la base de estas consi-deraciones, cabe señalar que pertenecer a una comunidad de la lengua es equivalente a mantener un parentesco entre similares, cuya habla se actualiza permanentemente.

Como bien señala Rancière, desde los tiempos griegos del pensa-miento sobre la política, la jerarquización se ha establecido entre «ani-males lógicos» y «animales fónicos», lo que equivale a decir que la con-dición de parlantes no es universal y se presta para establecer todo tipo de jerarquizaciones, poderes y exclusiones.

Asimismo, habría que recalcar que la cohesión buscada adhiere a un orden liberal y a un capitalismo industrial de énfasis oligárqui-co más que democrático, inserto en lo que Immanuel Wallerstein y Etienne Balibar han llamado «economía-mundo»10. Precisamente, el

10 Los autores mencionados hacen corresponder la estructura global de la «econo-mía-mundo» a formas diferentes de acumulación y de explotación de la fuerza del trabajo, a relaciones de intercambio y de dominio desiguales. En este sentido, el control del centro sobre la periferia gobierna las relaciones de las unidades nacionales con los centros de poder.

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aspecto económico que impulsa la corrección del castellano es señala-do por Bello en el «Discurso de instalación de la Universidad de Chile» (1843) para argumentar que la fraternidad de la lengua, además de permitir el ordenamiento científico y moral, favorece los vínculos mer-cantiles entre pueblos; intercambio que puede romperse con las jeri-gonzas y dialectos:

(...) demos carta de nacionalidad a todos los caprichos de un extravagante neologismo; y nuestra América reproducirá dentro de poco la confusión de los idiomas, dialectos y jerigonza, el caos babilónico de la edad media; y diez pueblos perderán uno de sus vínculos más poderosos de fraternidad, uno de sus más preciosos instrumentos de correspondencia y comercio. (Bello 315, la cursiva es mía)

En su Gramática, Bello le exige a la palabra transparentarse primero como idea antes que como palabra. Dicho reclamo es necesario para preservar el cuerpo de la lengua, cuyo guardián privilegiado, de acuerdo a lo postulado por Bello, es la «gente educada». Según escribe en las «Nociones Preliminares», «[l]a gramática de una lengua es el arte de ha-blarla correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente educada» (Bello 15, las cursivas son mías). «La gente educada» posee el «arte» de «fijar» un uso debido a fin de establecer un parentesco lingüís-tico homogéneo en Hispanoamérica. Con este recurso al letrado como garante y maestro de la uniformidad de la lengua –sin decirlo–, Bello adscribe a la demarcación que jerarquiza entre oralidad y escritura, de acuerdo a las exigencias de los gramáticos de Port-Royal11. En relación a la escritura, Arnauld y Lancelot dirán: «En efecto, los escritores tienen el derecho, o más bien, están en la obligación de corregir lo que ha sido corrompido» (Arnauld y Lancelot 124)12.

11 Aunque es difícil explicar el surgimiento de la Abadía Port-Royal (expresión que proviene de Portu Regio), puede decirse que fue un centro jansenista en disputa con el protestantismo y con los jesuitas. Se trataba de una comunidad laica, cuyas principales tareas eran las de meditar, realizar tareas literarias y pedagógicas. En especial, reflexionan sobre el método de pensar, sobre el buen uso de la lengua y la literatura. En Logiques (1662), Lancelot y Arnauld le dedican un capítulo al «Art de penser», cuyo procedimiento se inspira en el ejercicio del análisis proveniente del pensamiento de Descartes sobre el método racional.

12 «En effet, les écrivains ont le droit, o plutôt sont dans l’obligation de corriger ce qu’ils ont corrompu» (Arnauld y Lancelot 124).

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Si bien Bello tiende a decir que deja en libertad el uso de la len-gua, no acepta más que los cambios promovidos por la gente culta o educada debido a su uniformidad, rechazando las «prácticas vicio-sas del habla popular de los americanos», las «novedades viciosas» y «neologismos» que, según el autor, «inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América», con el peligro de «alterar la estructura del idioma» (12). Sin embargo, frente a la posibilidad de optar por el empleo de ciertos americanismos o por las locuciones afrancesadas o accidentes afincados en la costumbre de las personas cultas, prefiere a los primeros porque «se peca menos contra la pureza y corrección del lenguaje» (13). En este punto de los ataques de Bello a la lengua corrompida es necesario referirse a la célebre polémica que este autor mantuvo con Sarmiento. Esta discusión se realizó durante 1842, a tra-vés de la tribuna brindada por El Mercurio de Valparaíso.

5. Bello y Sarmiento: la polémica por los modelos literarios

El 27 de abril, Sarmiento tacha de «conservadores» a los gramáti-cos para realzar el uso de la lengua del pueblo:

La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma; las gramáticas son como el senado conservador creado para resistir a los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Son a nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario, de la sociedad habladora (Sarmiento 282, las cursivas son mías)13.

Bajo el nombre Quidam, Bello le responde a Sarmiento el 12 de mayo. En su réplica, Bello le hace ver a Sarmiento la importancia de la gramática para fijar las palabras empleadas por la gente culta y expre-sar correctamente el pensamiento:

13 Esta opinión de Sarmiento es recogida por Ana Figueroa (2004). La recopiladora supone que este comentario es una respuesta a la publicación de Bello en El Arau-cano el 5 y 12 de diciembre de 1841, titulado «Juicio crítico de don José Gómez Hermosilla». Ver nota 2, p. 284.

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Contra estos [se refiere al idioma mestizo] reclaman jus-tamente los gramáticos, no como conservadores de tradiciones y rutinas, en expresión de los redactores, sino como custodios filósofos a quienes está encargado por útil convención de la so-ciedad fijar las palabras empleadas por la gente culta, y estable-cer su dependencia y coordinación en el discurso, de modo que revele fielmente la expresión del pensamiento. De lo contrario, admitidas las locuciones exóticas, los giros, opuestos al genio de nuestra lengua, y aquellas chocarreras vulgaridades de idio-tismos del populacho, vendríamos a caer en la oscuridad y el embrollo, a que seguiría la degradación como no deja de notarse ya en un pueblo americano, otro tiempo tan ilustre, en cuyos pe-riódicos se va degenerando el castellano en un dialecto español gálico que parece decir de aquella sociedad lo que el padre Isla de la matritense (Bello 302, las cursivas son mías).

Sin explicitarlo, Bello defendió el punto de vista de la escuela de Port Royal y también algunos de los preceptos de las Bellas Letras, para quienes el maestro de la lengua es el escritor. El pueblo, en cam-bio, mediante el uso es el que degrada la claridad instituida por el sabio. Desde el romanticismo, Sarmiento defendió la libertad del pue-blo para instituir el significado de las palabras, pese a que en su libro Facundo es hostil al predominio dialectal que retrasa el progreso de la modernidad industrial.

El 19 de mayo del mismo año, Sarmiento responde nuevamente en El Mercurio de Valparaíso, esta vez para defender la legitimidad de usar los extranjerismos tan criticados por Bello. Con su dureza e ironía acostumbrada, Sarmiento vuelve a contradecir a Bello mediante metá-foras que justifican las importaciones:

Un idioma es la expresión de las ideas de un pueblo, y cuando un pueblo no vive su propio pensamiento, cuando tiene que im-portar de ajenas fuentes el agua que ha de saciar su sed, entonces está condenado a recibirla con el limo y las arenas que arrastra en su curso, y mal han de intentar los de gusto delicado poner coladeras al torrente: que pasarán las aguas y se llevarán en pos de sí estas telarañas fabricadas por un espíritu nacional mezquino y de alcance limitado. Esa es la posición del español que ha dejado de ser maestro para tomar el humilde puesto de aprendiz, y en España como en América se ve forzado a sufrir la influencia de los idiomas extraños que lo instruyen y lo aleccionan (Sarmiento 308-309, las cursivas son mías).

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En sus Recuerdos literarios de 1878, José Victorino Lastarria re-coge algunos aspectos del debate que obligaba a optar entre la libertad romántico-licenciosa (defendida por Sarmiento) y la posición purista (patrocinada por Bello). En el contexto de esta disputa, el positivista chileno tomó partido por Sarmiento. Al respecto, señala que la irritación contra toda innovación tiene que ver con el «mal espíritu de nuestra educación» (100). A la inversa de Bello, considera el purismo un «vi-cio» que estrecha la independencia de espíritu de quien escribe. También menciona un hecho curioso, dado que el redactor de El Mercurio se había apoderado de los argumentos de Sarmiento e incluso los había exagerado, lo que explica por qué Sarmiento le pusiera término a esta polémica con un artículo titulado «La cuestión literaria». La operación del escritor argentino fue hacer un resumen de lo que El Mercurio había sostenido y presentarlo como un original suyo. Frente a este escrito, des-de El Mercurio se enfatizó que no hay una literatura modelo en España.

De las argumentaciones de los autores que me interesó citar, debe tenerse en cuenta que la lógica, la gramática y el orden de los signos forman parte de una operación de vigilancia que pretendió limpiarse de usos y tropos del idioma español, de los americanismos y giros popu-lares para acceder sin resistencias a las asociaciones válidas o «frías»: aquellas normalizadas por los criterios de certidumbre aceptados por los gramáticos de Port Royal y por los sensualistas e ideólogos para legitimar la lengua de los hombres racionales. Como dirá Condillac desde el sensualismo: «Un hombre agitado y un hombre tranquilo no ordenan sus ideas siguiendo el mismo orden: uno las pinta con calor, el otro las juzga con sangre fría» (Condillac 383)14.

En definitiva, el proyecto letrado que funda las repúblicas en Hispanoamérica se propuso defender el lugar central del discurso frío y racional que alberga la letra del Estado-Nación sobre la base de una gra-mática estable. Ossandón caracteriza la forma seria de la escritura moder-na asociada al Estado en términos de «sobriedad patriarcal», a diferencia de la escritura modernista que, desde la autonomía de la sociedad civil, se define por una estética del lujo y por sus «acarreos del francés y el inglés», además del empleo de «americanismos e indigenismos» (Paz 27).

14 «Un homme agité et un homme tranquille n’arrangent pas leurs idées dans le même ordre: un peint avec chaleur, l’autre juge de sang-froid» (Condillac 383).

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6. El modernismo y la crisis de la letra

A fines del siglo XIX, la escritura modernista se da a leer prime-ro en los términos de una crisis de la letra en virtud de las nuevas inestabilidades de la sociedad industrial, de la democratización de la política y de la cultura. A juicio de Anderson, el modernismo llegó a tener una particularidad en la América hispana que no estuvo presente en Europa, ya que su principal disputa fue con las rutinas del letrado neoclásico y luego con las finalidades del positivista, en vez de hacerlo con el Romanticismo. En contra de las reglas impositivas del clasicis-mo, Darío profesa una «estética acrática», según escribe en «Palabras liminares» de Prosas profanas (Darío 112).

Antes que Darío, José Martí advierte que la comunidad controlada por una escritura estable se vuelve irreal, en la medida en que las ideas «nacen a caballo» y «apenas se pueden representar con los preceptos de la lógica anterior»15. En dicho «Prólogo», escribe: «Con un problema nos levantamos, nos acostamos ya con otro problema» (341). La mente ca-rece del «silencio» del cual surgían las palabras: «Hoy salen en tropel de los labios». Tanto es así, que las ideas y palabras son alcanzadas por una instantánea evaporación. A diferencia de Darío, quien parece más cercano a la subjetividad privada del genio, Martí advierte que un remolino en-vuelve a lo colectivo y a lo individual. Los así llamados «ruines tiempos» tienen que ver con una temporalidad que vuelve contradictorio lo lógico, por lo que la época misma pasa a ser de tumultos y dolores. Ramos exalta de este escrito lo siguiente: «Escrito sobre una obra ajena, ese Prólogo, re-lativamente desconocido, pareciera ser un texto menor. Sin embargo, con-figura una de las primeras reflexiones latinoamericanas sobre la relación problemática entre la literatura y el poder en la modernidad» (Ramos 21).

En la época de la que habla Martí, el individuo se encuentra ex-puesto al desmembramiento de la lengua y de la mente. Por cierto, esta irrefrenable fugacidad puso en crisis la estabilidad de la lengua de las Bellas Letras, al igual que la seguridad racional de la lengua deductiva que la escuela Port Royal promulgó mediante las normas analíticas de la frase ordenada.

15 Ver de Martí «Prólogo» al Poema del Niágara, de Juan Antonio Pérez Bonalde.

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La nueva época se caracterizó también por la expansión de Estados Unidos en los territorios ya ocupados por los imperios europeos16. Desde las coordenadas geopolíticas señaladas, la naciente potencia co-mienza a disputarle al imperio español los restos de su poder en Asia y América, Filipinas y las Antillas, reactualizando la doctrina Monroe del «panamericanismo», además de proponerse la expulsión de Europa de los territorios de América. Entre otras, estas son las disputas que des-encadenan el conflicto entre la América asociada a los principios de lo sajón y la América que busca refugio en los principios del humanismo latino. Desde el comienzo de tales eventos empieza a quedar en entre-dicho la designación de América Hispana o Hispanoamérica y pasa paulatinamente a figurar con el nombre de América Latina17.

7. La discordia entre la latinidad y el materialismo utilitario

Si bien la latinidad es una consecuencia de los conflictos coloniales del siglo XIX, varios de los escritores modernistas se cobijan en los principios del humanismo helénico y romano, en cuyos significados se reconocen muy especialmente Rubén Darío y José E. Rodó, por oposi-ción a los principios sajones de Estados Unidos, desacreditados por su énfasis en un materialismo utilitario. Bajo los postulados de una cultu-ra humanista y sensible, se pretendió aparecer como una sociedad cul-ta, vinculada a la cultura francesa más que a la hispana, cuyo principio de unidad había descansado en una lengua española modernizada me-diante la recepción de las gramáticas universalistas antes mencionadas.

A diferencia de Rodó y Darío, Martí no usa el nombre América Latina para invocar la unidad de la América del Sur en contra del panamericanismo propuesto por la América del Norte. Pareciera que con este rechazo quiso distanciarse de la latinidad gala, asociada al

16 Entre los conflictos señalados por Arturo Roig relacionados con el nombre «La-tinoamérica», cabe mencionar la anexión de Texas por parte de Estados Unidos en 1845. Luego, en 1847, se produce la toma de la ciudad de México, y posterior-mente la invasión francesa entre 1861 y 1867.

17 De acuerdo a los eventos que presiden el cambio de nombre no puede obviarse el carácter defensivo de la nueva denominación con respecto a la ambigua de-signación de panamericanismo promovida por Estados Unidos bajo el lema de «América para los americanos».

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intento de ocupación de México de parte del colonialismo francés. Sin embargo, Ardao señala que más de una vez Martí habla de «Nuestra América Latina» (94).

Por su parte, Darío reaccionó con fuerza ante la agresión que en-carnó la doctrina Monroe de «tragarse» con sus «tentáculos de ferro-carriles» y bocas «absorbentes» a la «raza latina». El poeta nicara-güense llegó a escribir una sarcástica crónica en 1898 en contra del utilitarismo de los yankees, a quienes rotula de «bárbaros», «niños salvajes» y «calibanes»18. Se ha dicho que el paralelismo entre el perso-naje-metáfora Calibán y Estados Unidos lo estableció Paul Groussac, director de la Biblioteca Nacional argentina19. A raíz de la guerra en-tre España y Cuba, el escritor franco-argentino se refiere, en mayo de 1898, en el teatro La Victoria, al alma apetitiva de los Estados Unidos, a cuyo cuerpo denomina «calibanesco» e «informe». A propósito de la intertextualidad del término Calibán en este período, Carlos Jáuregui la examina en relación al imaginario de la latinidad que impugnó el materialismo vulgar de la América sajona. Jáuregui advierte que cuatro años antes que Groussac, Darío usó la misma metáfora en su crónica dedicada a Edgar Allan Poe en la Revista Nacional, en 1894, publicada posteriormente en su libro Los raros, en 189620. De modo que más que a Groussac, Darío reconoce a Peladan como su inspirador. El escritor aludido es un novelista y ocultista francés, quien había profetizado el triunfo del materialismo. En este sentido, Jáuregui cree que hubo cierta simultaneidad en el uso simbólico del personaje Calibán en el período modernista.

18 La crónica de Darío se tituló «El triunfo de Calibán» y fue publicada en El Tiem-po, de Buenos Aires, el 20 de mayo de 1889. Esta crónica la cito de la trans-cripción publicada por Carlos Jáuregui en Revista Iberoamericana, «1889-1998. Balance de un siglo», precedida del estudio que Jáuregui titula «Calibán, ícono del 98. A propósito de un artículo de Rubén Darío».

19 Roberto Fernández Retamar ha desarrollado la génesis del significado del nom-bre Calibán proveniente de la obra La tempestad, de Shakespeare. Este nombre se asoció primero a la condición humana de los habitantes del Caribe. Anagrama de caníbal, transmutado en el Calibán en la obra de Shakespeare, hasta llegar a asociarse al utilitarismo norteamericano por parte de Darío y Rodó, entre otros.

20 Para explicar la aberración ante el utilitarismo, habría que decir que la escritura de Darío se rige por el principio parnasiano del arte por el arte. Al referirse a la estética de su libro Azul, Ossandón señala que Darío se aleja de todo intento pedagógico y moralizante, agregando que se trata de la «imposible fusión entre el arte y la vulgaridad o el materialismo del mundo real» (40).

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Dos años después, Rodó retoma la crítica al utilitarismo en Ariel21.

Se trata de un curioso libro publicado en 1900, en el que la voz de un maestro le hace saber a sus discípulos que la cultura es un «impulso sin objeto». En cambio, los fines utilitarios asociados a los bienes ma-teriales, a la ciencia y a la democracia liberal, son simbolizados por el grosero Calibán que busca la sensualidad del consumo. A diferencia de Darío, Rodó alude al Calibán de Ernest Renan (1878), quien retomó al salvaje primitivo de la obra de Shakespeare para representar a las clases populares de su época, cuyos apetitos corresponden al estrato del alma apetitiva descrita por Platón en su República. Al igual que el Calibán de Darío, el de Rodó es un comerciante que prepara el advenimiento de los «espíritus estrechos», abiertamente orientados al negotium (Rodó 18-20). La crítica la dirige especialmente a los principios que rigen a los Estados Unidos, diferenciándolos del utilitarismo inglés. Esta dife-rencia la hace notar Rodó al emplear una crítica que Herbert Spencer le hace a los norteamericanos, para quien «es menester predicarles a los estadounidenses el evangelio al descanso o recreo» (28).

8. Escenas de la letra apetitiva y la escritura inútil

He dejado para el final la especificación de las escenas que acom-pañan como sombras los principios de la letra y la escritura en el pe-ríodo seleccionado. Más allá de los significados de las doctrinas en juego, la escena identifica gestos que exponen o «delatan», como diría Marchant en «Pierre Menard como escena», las condiciones que se juegan en el ejercicio de la escritura.

El conflicto entre la letra y la escritura en la América hispana y la latina lo he abordado a partir de la disputa por lo común del lenguaje. En su recurso a la fraternidad, la letra apela a una escena de familia en torno a una lengua que fija el sentido de la ley mediante la denotación. El recurso que revela esta escena se advierte en el uso metafórico de tropos como el de madre y el de hermano. Es decir, el parentesco letrado

21 Sapiña dirá de Rodó que es un espiritualista hispánico que hace en prosa lo que hizo Darío en poesía. Juan Ramón Jiménez lo ve como un paseante de altos nive-les clásicos. Ver «Comentario crítico», en Ariel (39-40).

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proyectado por Andrés Bello para los hermanos de Hispanoamérica se establece mediante el uso metafórico de la madre como modelo o pró-tesis del lenguaje porque lo hace parecer inmediato y sin artificios. Sin artimañas aparentes, la letra así planteada transparenta y clarifica la idea y no induce a equívocos porque es la letra fría del progreso. Por cierto, la letra no cesó de estar amenazada por el rumor, el zumbido de la alga-rabía de los iletrados pasionales, las mujeres, los disidentes, los raros y extranjeros.

En el caso de la escritura modernista, podría decirse que se man-tiene en el recurso del lazo de familia en la medida en que se sigue hablando de fraternidad (Darío lo hace a propósito de Los raros), pero en vez de presentarse como hermanos de una misma madre, se recla-man pertenecientes a una familia de raros, de inútiles y cosmopolitas. ¿Cuál es la escena en este caso? Un aspecto que, a mi juicio, es digno de celebrar del movimiento modernista es el modo en que esta escritura se transforma, a fines del siglo, en una visión de mundo. Desde su visión, recrea una suerte de escena platónica en la que se exhibe la confronta-ción entre la parte apetitiva del lenguaje comercial con la parte inútil de la escritura. Especialmente, Darío y Rodó inscriben su escritura en una cultura que ellos denominan desinteresada e inútil, la que en ese momento se encontraba asociada a la palabra latina. La separación de los bienes materiales respecto de los bienes intelectuales fue la vía para defenderse del utilitarismo angloamericano.

Hoy que el utilitarismo es generalizado y que los bienes intelectua-les se encuentran subordinados a los bienes materiales, podría decirse que la forma de escritura defendida por los modernistas presintió las crisis y desmantelamientos de los siglos XX y XXI. Se trata de la época en que el paradigma de la civilización técnica copa todas las áreas de la existencia y demuele las formas autónomas del ejercicio del pensar y del escribir al subordinarlos a una finalidad útil. ¿Cómo suspender esta finalidad sin caer en el aristocraticismo? A mi juicio, esta exigencia forma parte de una escritura pendiente.

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Obras citadas

Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana I. México: Fondo de Cultura Económica, 1993.

Ardao, Arturo. Génesis de la idea y el nombre de América Latina. Caracas: Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, 1980.

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Escenas de las escrituras frías, pasionales e inútiles...

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La ilustración como representación técnica del mundo en la formación del imaginario chileno republicano1

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El 19 de mayo de 1900, la revista de variedades Luz y Sombra pu-blica un grabado de lo que sería un aparato «descubierto» (no inven-tado) por el joven hijo de T. A. Edison, para fotografiar el pensamiento. La nota señala como una certeza que el descubrimiento combina la téc-nica fotográfica con los rayos X y que durante las sesiones de prueba «Edison exigió a un individuo que pensase en una moneda, i al revelar la placa fotográfica esta demostraba esa moneda» (Luz y Sombra Nº 9, 12). El texto de la publicación sitúa además dicho descubrimiento en un contexto tecnológico externo aún fuera de alcance, al comienzo del desarrollo de la cinematografía, cuyas primeras imágenes en movi-miento se exhiben ya en los teatros europeos y de Buenos Aires; apara-tos «hinematoscópicos» combinados con fonógrafos, dice la nota, que al alcance cercano del público general «nos permitirán vernos andar y hablar después de largos años, contemplarnos como fuimos en nuestra niñez, llamar otra vez a la vida deudos y amigos ya mucho tiempo desaparecidos» (12).

En el contexto interno de la sociedad chilena de 1900, en cambio, la máquina para fotografiar el pensamiento figura como un extremo anticipo del procedimiento con que la revista Luz y Sombra participa, mediante la publicación de fotografías y grabados, del levantamiento de una imagen general del mundo. Revistas que, bajo el rótulo apa-rentemente leve y frívolo de las «variedades», traducen literalmente 1 El presente texto forma parte de los resultados del proyecto Fondecyt Regular N°

1110362 «Luz, Modernidad y Representación en Chile, 1910-2010: Aplicaciones retóricas de la luz en la fotografía, el cine, los discursos institucionales y los textos críticos».

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la expectativa tan ansiosa como frustrada de establecer un catastro de las cosas ante las que la historia local, historia de un fundamental y consensuado campo de omisión, no ha existido ni ha habitado. No es extraño, por lo tanto, que su propio nombre, como el de otras revis-tas de variedades, apele a formas de barrido, a sistemas extremos de atención e integración que la taxonomía occidental, aun en publicacio-nes que parecen servir de referente, no alcanza a permitirse del todo. Nombres locales que operan por contraste binario, dialéctico, físico y moral, como aparición o desaparición, en la «luz y la sombra», o espacialmente en el Zig-Zag, o que remiten al gesto de captura, como Revista Instantáneas o incluso, luego, sintéticamente, como Revista Instantáneas de Luz y Sombra, o bien que señalan un campo de expo-sición para la imagen, como más tarde revista Ecran (del francés écran, telón de proyección, pantalla), que la «fotografía del pensamiento» emula estrictamente en una era chilena sin tesis de conciencia psicoló-gica o fenomenológica.

En todas ellas se completa, lenta y paulatinamente, la extensión de la imagen de Chile que prefiguran 10 años antes2 la imagen cartográ-fica en la cobertura de prensa de Balmaceda, la imagen prefotográfica del cuerpo sin pose en el registro de obras en el cerro Santa Lucía en 1874 o los grabados sin perspectiva de la novela popular, como en El subterráneo de los jesuitas, de Ramón Pacheco, solo comparables con la síntesis bidimensional del espacio que opera la transición del peque-ño retrato a la composición de escena de gran formato, a comienzos del siglo XIV en Italia, como en el Giotto. En El pesebre del Greccio, o en Las bodas de Caná, obras de inicios del siglo XIV, el incipiente principio de autoría no permite disimular los elementos propiamente medievales de la representación como síntesis alegórica y bidimensio-nal del tiempo y del espacio, anterior a la perspectiva renacentista. Este mismo principio opera en la ausencia de profundidad de los dibujos

2 La muy restringida divulgación cartográfica y las notables transformaciones fron-terizas que implican la Guerra del Pacífico, la llamada eufemísticamente Pacifica-ción de la Araucanía y la anexión de Isla de Pascua, contrastan con una sociedad sin una imagen territorial de Chile, de no ser por asociaciones abstractas entre lo-calidades aisladas. Los viajes de Balmaceda y la inauguración de numerosas obras públicas permiten de manera incipiente la apropiación de un esquema geográfico socialmente consensuado.

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La ilustración como representación técnica del mundo...

que «ilustran» la novela de Pacheco y que explican la ausencia de sen-tido de pose en el ámbito del sujeto retratado o reflejado.

Imagen ausente de Chile, contracara de la imagen imposible del extra Chile, imagen de la metrópolis, imagen de Europa: imagen de la gran autoridad a la que hasta ahora solo ha podido accederse en un régimen colonial de vicariato (el Rey, el Papa); de la gran acción (la conquista de Oriente, la Revolución francesa); y de la gran invención (la revolución industrial, el arte, la técnica3, la ciencia, la filosofía).

La ilustración nocturna

En su origen, los movimientos intelectuales diversos que la historia del pensamiento occidental sitúa como ilustrados, comparten, por una parte, una tesis lumínica del saber filosófico y, por otra, una tesis polí-tica sobre la exigencia de su extensión en el cuerpo social. Como for-mulación moderna, dicho procedimiento encuentra ciertamente, desde una perspectiva genealógica, un precedente no solo en la tradición pla-tónica, como sistema de confrontación y administración de imagen, sino en la cultura helénica en general. El verbo ����, saber, conocer, comparte en el aoristo la radical �� con el verbo ����, ver, reiterando el vínculo permanente y extrapolable que existe en la Grecia antigua en-tre las distintas formas del saber y la preminencia del sentido de la vis-ta. ��� es saber en la medida en que también es ver, observar, figurarse y, en voz media, hacerse o dejarse ver, mostrarse, parecerse, semejar, aparecer, ser invisible4. Saber es haber visto algo. Lo he sabido (���� �)

3 Revista Luz y Sombra, nº 11, por ejemplo, presenta el dibujo de un telescopio «para ver la Luna en París, como si estuviera a 76 kilómetros» (11).

4 Mi amigo Carlos González, especialista en filosofía política moderna, me hace notar en una breve correspondencia que esta paradoja entre la visibilidad y la invisibilidad aparece ya en Platón, quien (cito a González) «no cesa de indicarnos la idea como un lugar invisible, o que la ‘visibilidad’ que se le puede atribuir lo es solo respecto del logos, en el sentido de la facultad del alma que participa de las ideas. Platón es consciente de la metáfora, y la gran metáfora de la caverna nos dice lo mismo: conocer no es percibir, sino concebir. Aristóteles justifica la analo-gía de la luz y el saber diciendo que la visión es el sentido que permite establecer el más grande número de distinciones (no era enólogo...). Pero en Platón ni siquiera es eso, es simplemente el intento de representar un ‘mundo invisible’, tanto como impalpable o inaudible. Esta indicación o movimiento de abstracción culmina de alguna manera en la regla kantiana, y previamente por el ‘darse cuenta de’ carte-siano que señalas. Y la luz del saber en Kant será en oposición, por una parte, a

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porque lo vi. Así en su forma neutra,�������� adquiere inmediatamen-te el carácter de una figura como disposición, como una apariencia, incluso como una apariencia hermosa, pero por sobre todo como una representación en el sistema general de conciencia, al interior de las entrañas, como una idea, prácticamente sin distingo de la forma fe-menina ����� �(o ��� en su forma contracta). Por su parte, tanto el gesto operativo de la conciencia en su variante ������������, como su resultado,�������� � replican la exigencia de la vista para constituirse respectivamente en médium y continente del saber. En su forma verbal, ���, el pensar, el meditar, el proyectar, el entender y el comprender vienen precedidos una vez más por el ver, por el observar, por el darse cuenta, y confluyen en fórmulas complejas de representación interior, como�����������(tener un pensamiento en el espíritu).

Este campo extendido de la conciencia que construye el mundo griego desautoriza la pretensión poscartesiana de dividir y aislar los noetai, los hechos de pensamiento, de los aisthetai, los hechos de sensi-bilidad o de sensualidad, y de la cual surge oficialmente en la Alemania de 1750 una ciencia estética. En realidad, la ������ antigua no con-trasta ni se opone, sino que más bien se extiende en la ������, como sentido, como inteligencia, como conciencia, como conocimiento, al mismo tiempo que como percepción y como sensación. Su forma ver-bal pasiva, ������� �, remite simultáneamente a la percepción con la inteligencia y a la percepción con los sentidos, cubriendo el campo semántico del enterarse, del darse cuenta ( ������� ��������, me doy cuenta de que estoy enfermo), pero también el del comprender, el del ver y el del oír. Su forma activa, por último, � ���, quiere decir sen-tir y exhalar. La percepción sensible no como recepción pasiva, sino

la superstición, pero también a las figuras sensoriales de representación del saber, expresadas en esa época en las tesis cínicas de Hume; por ejemplo: una idea, causa y efecto, no puede para Kant ser efecto de la percepción. Las cumbres de la arquitectura kantiana son la apercepción y la libertad, dos conceptos que están fuera de ‘visibilidad’». Y agrega, González, «nuevamente la luz aparece como metáfora, y pareciera, como dices, que Chile se quedó en el sentido figurado. Pen-saba en la ‘idea de país’: mientras aquí inevitablemente aparecerá una cordillera, una empanada, un océano, en Alemania habrá Habermas afirmando, en la más pura tradición kantiana, que la nación es su Constitución. Y si esta idea llega a Chile, temo que se exaltará no la esencia de la legislación allí expresada, sino el Libro, tal biblia incomprensible, sagrada y temible».

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La ilustración como representación técnica del mundo...

como investidura de lo exterior a través del impulso que nace en el ����!���� (t�), el órgano de los sentidos, la inteligencia y la razón.

Lejos de pretender trazar una filosofía de la imagen como repre-sentación convencional, desde el ���� hasta la imagen técnica, esta compleja trama de interrelaciones construye un espacio difuso donde confluyen representaciones interiores paradójicamente distantes de sí, o bien desde donde se invisten de afectos las representaciones externas como formas psicoanalíticas arcaicas de la cathexis y de la introyec-ción. En ambos casos hay que ver para saber. Lo que se construye es en definitiva el lugar de una imagen filosófica, que se sobrepone en el Occidente premoderno al régimen del estadio oral propio del sapere latino, y lo sustituye nuevamente por el intus legere (leer al interior). En ese contexto, la insistencia lumínica ilustrada resalta el contorno de una imagen cuya luz en Platón o en Aristóteles era un atributo inma-nente e implícito a su mera posibilidad.

Ilustración viene de illustrare, que quiere decir dar luz al entendi-miento. En los albores del Estado moderno, tal noción permite una pro-yección externa y literal de la imagen, como imagen que verifica, aclara, o permite comprensión sobre un punto, una materia, una comprensión in abstracto. Ante esta suerte de poder auto-revelado de la imagen griega, el movimiento ilustrado introduce tanto el problema de la socialización de la imagen como el de la fuente lumínica diferida para su revelación. Más que en la luminosidad misma del pensamiento, la ilustración hace hincapié en el punto de alumbramiento que nos permitiría confrontar-nos con la imagen del poder de su raciocinio. Punto y fuente acrítica y en un fuera de campo, como lo señala Foucault en su clásica analogía entre el cuadro de la representación cartesiana y el cuadro de bastidor de Las meninas de Velásquez. Pero, por sobre todo, como movimiento fundante de la transformación del sistema político, las luces apelan a la socialización progresiva, a la extensión en cada integrante del cuerpo social, del poder iluminado del raciocinio. La Ilustración no solo como una tesis lumínica, sino como promesa de una sociedad de filósofos edi-ficada en el reparto de la iluminación: del Rey Sol a las luces intelectuales de los ciudadanos, de la Lumen Christi, en la perspectiva agustiniana a las Luces de la Razón. Plural que simboliza a la vez la multiplicidad y el relativismo, el abandono de una doctrina unitaria de un Dios fuente

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única de la luz, en provecho de una concepción más diversificada de una verdad conquistada por una multitud de individuos pensantes llamados a tener el coraje de servirse de su propia inteligencia, como prescribe el sapere aude kantiano. Pero también plural que en su oposición común a las tinieblas del fanatismo aspira a un nuevo y radical principio de identidad del mundo en el concepto: la división por la unidad que en la Teoría Crítica describirá el comienzo mismo y nefasto de su propia mitologización. Para Horkheimer y Adorno, la evolución histórica de una razón que el iluminismo transforma en articuladora del progreso industrial ha considerado siempre que la proyección de la subjetividad en la naturaleza era la base de todo mito, no obstante el mito de sus modos de racionalización, su carácter estereotipado, permanecía oculto a su propia representación. A priori, la razón solo reconoce la existencia y la ocurrencia de lo que puede ser reducido a la unidad. Su ideal es el sistema del que todo pueda ser deducido, y ello tanto en su versión ra-cionalista como en su versión empirista. La scientia universalis de Bacon es tan hostil a lo que no puede ser unificado como la mathesis universalis de Leibniz lo es a la discontinuidad. La asimilación de la idea al número en los últimos escritos de Platón expresa la nostalgia de toda desmi-tologización: el número es el canon de la Aufklärung, que la sociedad burguesa transforma en reducción extrema de la conciencia teórica a los principios de identidad y equivalencia.

Pero la distancia y las formas locales de representación determinan en Chile, como en el resto de Hispanoamérica, al menos desde la se-gunda mitad del siglo XVIII, una recepción anómala y residual del con-cepto de Ilustración. Como premisa intelectual, individual, la metáfora lumínica se instala poderosamente como una imagen ecléctica del pro-greso por inducir, antes que como imagen en progreso, o del progreso por comprender, en el abate Molina, en Díaz de Gamarra, en Espejo. Como premisa social, en la ausencia de una escena intelectual capaz de situar filosóficamente tal noción, las autoridades políticas y religiosas le darán entonces un contenido acrítico, estrictamente medial, orien-tado preferentemente al control del espacio y de las prácticas cultu-rales vividas como ajenas al espíritu del progreso y de la civilización. En distintos planos de producción simbólica, la gestión política local de inspiración ilustrada concentra sus esfuerzos en reducir el carácter

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espectacular de la acción pública para proceder a una privatización canónica tan forzada como socialmente incomprensible. El Virrey de México, Bernardo de Gálvez, promulga durante su mandato (1785-1786) incontables edictos tendientes a la eliminación sistemática de las tradiciones colectivas de participación en los espectáculos; por ejem-plo, prohibiendo la presencia de espectadores sobre el escenario en las representaciones teatrales, e instruyendo al público para que sus reacciones se limiten a los aplausos o al silencio. Es este el momento propicio para la sustitución de la antigua ópera hispánica –socialmente depreciada por su carácter popular– por la ópera italiana.

Simultáneamente, en el Coliseo de Lima, las nuevas exigencias de comportamiento obligaban a las autoridades a organizar grandes banquetes al final de cada función, para garantizar el interés por asis-tir a la nueva ópera impuesta como objeto de audición, más que de participación. Un extenso conjunto de prácticas populares se confron-tó entonces a la censura. Pero la exclusión conceptual instaurada por una oligarquía modernizante lograba disfrazar apenas una producción simbólica cuyos fundamentos económicos y sociales permanecían in-tactos. La llegada de Le Misanthrope o de Le mariage forcé, que se agregaban a los dramas más populares de Lope de Vega y de Calderón de la Barca, no lograban opacar el éxito de obras menores montadas por compañías anónimas en los poblados rurales y en los suburbios. Melodramas cuyo doble sentido, sexual y político, despertaba la in-quietud de la Iglesia y tenía un éxito de alcance continental, como El negro sensible, El falso nuncio de Portugal o El diablo predicador.

Igual que en los ejemplos ya citados de México, o Perú, la Ilustración fue vivida socialmente en Chile desde la llegada al trono de los Borbones, los reyes ilustrados, como el signo de un régimen de acciones represivas tendientes a un mayor control político, socioespa-cial y ritual, continuadas luego por los intelectuales republicanos en su adhesión a un progreso sin programa, en sus campañas públicas para prohibir los disparos durante las procesiones de Cuasimodo, o las remoliendas de Nochebuena, hasta las primeras décadas del siglo XX o, incluso, a la inversa, en la urgencia del positivismo residual de los hermanos Pinto Lagarrigue por constituir una nueva forma de re-ligiosidad.

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En la segunda mitad del siglo XIX, el perfilamiento incipiente de la escena intelectual individual (en Bello, en Lastarria) permite pensar en la existencia de recursos teóricos favorables a una comprensión de «lo ilustrado» como sistema y modo de racionalidad. Sin embargo, la sociedad chilena proyectará una orientación alternativa a tal compren-sión. Si la Ilustración implica traer luz al entendimiento, ella autorizará en Chile a una proyección externa y literal de la subjetividad en una imagen objetivada, como imagen que verifica, aclara o presta materia-lidad a una pura comprensión interior, in abstracto, del mundo. Los agentes privilegiados de este proceso serán la imagen técnica –cine y fotografía– y el dibujo. Diríamos que la sociedad chilena sustituirá la exigencia de una imagen interior de la historia por una imagen exte-rior que, no obstante, es la imagen de un lugar vacío, de un lugar sin nombre. En la era de los manuales de Chile ilustrado, los grabados de la literatura de cordel, los dibujos de la novela de consumo popu-lar, la caricatura satírica, las fotografías de Europa en las revistas de variedades o, incluso, en las publicaciones infantiles de historietas, se construye también una tesis sobre la racionalidad que no se erige en la inflexión misma de lo racional, sino en la experiencia compartida de la visión de las cosas y, por lo tanto, de la construcción social de la imagen disponible del mundo. El francés opera una escisión entre, por una parte, Las Luces y, por otra, la ilustración como mero mecanismo de demostración, de puesta en ejemplo del raciocinio, suprimiendo de tal suerte la identidad que existe en inglés, en alemán, en italiano o en español, entre luz e iluminación.

Es en el campo ciego de sus limitaciones estrictamente filosóficas que la Ilustración chilena se vuelve necesariamente expectativa de ilus-tración física y, por lo tanto, inversión del procedimiento lumínico que desde afuera hacia adentro permite la imagen social del pensamiento operativo. Antes que metáfora luminosa de la racionalidad en progreso y del progreso, la Ilustración es en Chile exigencia de una represen-tación objetivada del mundo, como geografía y sociedad territorial, pero también como revelación de la apariencia de un Occidente inal-canzable, en cuya «iluminación» reside la expectativa de una sincro-nicidad infructuosa. Es en la administración de este doble vínculo con las imágenes internas y externas que se funda una cultura ilustrada

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anómala, como racionalidad residual del desfase y la anacronía. Chile ilustrado es, primero, filosóficamente, un libro de efemérides. Es solo en la ausencia de un procedimiento no ético erigido en el discurso que lo ilustrado puede imaginarse no desde el movimiento mismo del pen-samiento, sino desde la prótesis que soporta su inmovilidad, desde el mecanismo, visible por los ojos y palpable, del aparato que podría fotografiarlo.

Solo que sin ese movimiento, en la fotografía de la moneda no hay nada pensado, sino la imagen de una bóveda craneana como telón, como écran, como página de un álbum, como vitrina de un museo donde ningún parámetro de conservación explicaría la elección de los objetos; en definitiva, imagen de la imagen faltante de la filosofía.

Obras citadas

Foucault, Michel. Les mots et les choses. París: Gallimard, 1966.Luz y Sombra, Año 1, nº 9, 19 de mayo de 1900.Luz y Sombra, Año 1, nº 11, 2 de junio de 1900.

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Escenas patológicas: cuerpo enfermo y nación moderna en la estética finisecular1

Andrea Kottow

Planteamientos introductorios

La comprensión y consecuente simbolización de la nación en tanto organismo forma parte del acervo de ideas propias del pensamiento moderno. La comunidad nacional es entendida desde la modernidad como cuerpo colectivo viviente, y, por lo mismo, vulnerable a los males que acechan a los seres vivos: frágil frente a enfermedad e impotente al advenimiento de la muerte. A este imaginario orgánico del entramado social subyace como base sustentadora la importancia de la salud en tanto bien superior a ser preservado y cuidado, así como la imperiosa necesidad de evitar y alejar todo tipo de enfermedad que pudiese hacer peligrar el buen funcionamiento de la nación. Abundan las metáforas celulares, que insisten en el cuidado frente a todo fenómeno patológico y mórbido, así como en la valoración de lo saludable e higiénico.

Al independizarse Chile, viéndose en la necesidad de constituir un imaginario nacional que acompañe a la fundación política de la República, comienzan a circular ideas que acentúan el entendimiento de la nación como organismo vivo. En estos planteamientos, la sa-lud funciona en tanto plataforma simbólica para vislumbrar un fu-turo esplendor para Chile y figurarlo, desde el acervo intelectual de la élite ilustrada, como país no solo independiente, sino civilizado y moderno. Revisando los textos que cimientan a Chile en tanto nación

1 Este texto forma parte del Proyecto Fondecyt Regular n° 1120439, titulado «Sig-nificaciones en torno a salud y enfermedad en la literatura chilena (1860-1920): procesos modernizadores y representaciones corporales».

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independiente, se reconoce la presencia del término de la salud en la misma serie de sentido con las ideas de ilustración, modernidad y ci-vilización. Andrés Bello, por ejemplo, al pronunciar su discurso con ocasión de la instalación de la Universidad de Chile en 1843, adscribe su ideología a la «difusión de las luces y de los sanos principios» (29). Esta salubridad de las ideas resguarda la salud de aquello que rige y constituye el organismo nacional, que, en el caso de Bello, es una de las tareas encomendadas a la universidad como templo del conocimiento.

Sin embargo, ya en los mismos pensadores y autores que sostienen y propagan las ideas ilustradas en Chile se hace presente algo que pro-visoriamente podría denominarse incomodidad, desconfianza o males-tar con relación a estas premisas modernas. En el Diario de una loca (1875), de José Victorino Lastarria, una mujer escribe su diario confina-da en un manicomio en Río de Janeiro. Desde este espacio doblemente heterotópico (Foucault «Espacios otros»), la loca cuestiona el valor de la razón de los supuestos cuerdos, planteando una alternativa a partir de la cual el delirio caracterizaría una visión de mundo más pasional, sentimental y profunda. Razón y locura se invierten, discutiendo de este modo también los principios regidores de la Weltanschauung mo-derna e ilustrada.

Hacia finales del siglo XIX estas visiones críticas respecto de lo que inspiró a la generación posindependendista en el Chile de su fundación simbólica se volverán más agudas, tornándose la enfermedad en una metáfora fructífera para miradas que tensionan la pretendida moder-nidad de la nación. Las fantasías fundacionales se ven trocadas en imá-genes fútiles que demuestran ser un esfuerzo por callar voces disidentes y que podrían poner en duda el proyecto modernizador, cristalizado como residual en estas visiones divergentes.

A continuación quisiera proponer una lectura de la novela Última esperanza (1899), escrita por el periodista, ensayista y novelista Emilio Rodríguez Mendoza, uno de los pocos narradores que incursionan en Chile desde la estética modernista en el género narrativo. Bernardo Subercaseaux califica Última esperanza (1899) y Vida nueva (1904), de Rodríguez Mendoza, como las «únicas novelas chilenas plenamente modernistas» (139), aunque su autor sería, para otros, un habitante del «purgatorio frío de los “secundarios”» (Sáinz de Medrano 126):

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Escenas patológicas: cuerpo enfermo y nación moderna...

su obra recibió poca atención crítica y su figura sirvió más bien para dibujar la escena literaria e intelectual del Chile finisecular que para ser considerada en su singularidad. Así aparece mencionado en las ca-nónicas historias literarias de la literatura chilena e hispanoamericana de Raúl Silva Castro y Fernando Alegría, respectivamente, pero sin que se le dedique un estudio pormenorizado a sus textos. Hermano menor de Manuel Rodríguez Mendoza –poeta destacado en el prólogo de Molina Núñez y Araya a Selva lírica por sus «prosas chispeantes o parisinas» (IX-X), así como principal redactor de La Época–, se des-empeña como periodista en diversos medios nacionales, funda una re-vista literaria (Año Literario), incursiona en el género novelístico y se muestra fecundo en su labor de cronista y autor de novelas históricas. Los hermanos Rodríguez Mendoza entran tempranamente en contacto con Rubén Darío, quien recién arribado a Chile trabaja como redac-tor en La Época. Mientras Manuel se involucra en una polémica con Eduardo de la Barra, prologuista de Azul…2, por los juicios emitidos acerca de la obra de Darío, el hermano Emilio, adolescente en esta época, asiste a las tertulias organizadas en torno a su hermano, en las que participa el joven poeta nicaragüense. El admirado Darío será el elegido por Emilio Rodríguez Mendoza como prologuista de su debut literario en 1895, un conjunto de cuentos nominado Gotas de absintio, título que denota la estética decadentista y afrancesada profesada por el joven literato, publicadas con el mismo pseudónimo –A. de Géry– que ocupara para Última esperanza. El prólogo de Darío no será del todo satisfactorio para el autor del libro, pues, entre otras cosas, el mo-dernista nicaragüense advertirá a los jóvenes literatos de Chile que no se embarquen «en galeras de oro, al reino nuevo, sin preparar un buen bagaje y una buena coraza» (cit. en Sáinz de Medrano 122).

Me interesa destacar este incidente, pues sitúa a Rodríguez Mendoza en la escena literaria chilena de fines de siglo XIX, con los juicios estéticos propios del vocabulario de antaño y las problemáticas que marcaban a la literatura nacional. En este mismo sentido, quisiera referir una crítica que Miguel de Unamuno profesa respecto a Vida nueva, de 1902, novela posterior de Rodríguez Mendoza, quien en su

2 Esta polémica en torno a Azul, de Rubén Darío, fue recogida y documentada por Juan Loveluck.

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calidad de diplomático solía mantener contacto con autores extran-jeros. Se pregunta Unamuno con relación a la producción no solo de Rodríguez Mendoza, sino posicionándola en un contexto continental: «...¿por qué en estos países nuevos, donde se abre tanta naturaleza virgen ante el hombre, se empeñan en pintarnos todo tan podrido? ¿Es que hay naciones que nacen decadentes?» (Unamuno 517).

¿Qué ha sucedido con los proyectos literarios ideados por la pri-mera generación de escritores chilenos, que se proponían fundar poé-ticamente a la nación para constituir y vehicular la idea de una «co-munidad imaginada» (Anderson)? ¿Dónde quedó el ímpetu con el que aquellos literatos sentían la posibilidad de esa naturaleza virgen de ser habitada por imágenes y palabras que los escritores estaban destinados a elegir y poner en circulación?

En la novela Última esperanza, los sueños de una literatura ca-paz de conferir contornos saludables a una nación concebida orgáni-camente, es decir, como sistema donde la interrelación de los diversos elementos que lo conforman resulta armónica y equilibrada, aparecen en tanto meras quimeras. Lo que Unamuno denomina «podrido» en su juicio sobre la literatura finisecular del continente percibido aún como un mundo nuevo lleno de opciones, en la lectura que realizaremos de la novela de Rodríguez Mendoza lo llamaré enfermo. La figura pro-tagónica del texto es un enfermo cuya patología, así la perspectiva de análisis, sirve para tensionar la razón moderna, así como los discursos y prácticas que la configuran y sostienen. Las premisas modernas –or-ganizadas en torno al eje de racionalidad y salud– se ven de este modo cuestionadas por la obra de Emilio Rodríguez, que, desde una poética de la patología, resignifica tanto el cuerpo enfermo como el organismo saludable.

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Escena primera: enfermedad como padecimiento del ser

Toda configuración simbólica de un fenómeno patológico recla-ma una escena dentro de la cual desplegarse, un marco que recoja su sintomatología, organizándola, un cuerpo que la exhiba, así como un semiólogo que lea sus signos.

Escena primera: el comienzo de la novela breve Última esperanza construye una puesta en escena para la enfermedad de su protago-nista, cuyos decodificadores iniciales somos sus lectores. Como tales, entonces, la pregunta que nos acecha atañe a las características de la enfermedad convertida en escena en el texto novelesco.

Aquella mañana, una sobre excitación repentina desencade-nó sus nervios, ajitándolos de una manera estraña. Eran verda-deros asaltos de preocupaciones dormidas, de vaguedades i an-helos indefinibles los que sufría ese gran pobre diablo del dolor. Esa tarde de invierno, Paulo parecía adormecerse observando un horizonte lejano, sin límites. Su corazón de enfermo palpitaba sacudido por un temor injustificable.

La noche anterior había sido de insomnio, uno de esos in-somnios cuyos padecimientos exaltan el delirio, estremeciendo el espíritu, mientras desfallecen las facciones, plegándose sobre los huesos como un lienzo mojado sobre un mármol. Había mu-cho dolor en esa hermosa cabeza de artista, de facciones pulidas, limadas; de tez amarillenta como las hojas que palidecen en un otoño prematuro; i de grandes ojos negros, hundidos, en que conjelábase un dejo de esa amargura intensa, resignada, que ma-cera la carne con los cinceles del sufrimiento, de una angustia dolorosa para la cual no existen ni las lágrimas, que son el rocío de la amargura (3-4)3.

Será suficiente con estos dos párrafos citados para hacernos re-nunciar a la pretensión de bautizar unívocamente la enfermedad de Paulo; su patología es tan inseparable de su persona, como lo es él de su cuerpo enfermo. Paulo sufre de los nervios, aquel «órgano» que en la segunda mitad del siglo XIX se vuelve responsable de casi todos los males tanto físicos como psíquicos, pues justamente pone en jaque la

3 En esta cita, como en las que siguen en el transcurso del presente trabajo, se res-petará la ortografía original de la edición citada en este artículo.

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tradicional oposición dicotómica entre physis y psiquis. Los momen-tos de excitación se suceden y superponen con los de agotamiento, la intensidad con la resignación, la sensibilidad artística exacerbada con la apatía generalizada. El texto califica de «pobre diablo del dolor» al paciente, habla de su «corazón de enfermo» en lugar de apuntar a un corazón enfermo4, que habría constreñido la enfermedad a un órgano determinado. Tal como aparece (d)escrito, es el paciente entero el que está enfermo, no pudiéndose confinar la patología a una parte especí-fica de su cuerpo. Desde un comienzo, entonces, sabemos que Paulo padece de un mal incurable, pues, ¿cómo curarse de sí mismo? La her-mosura de artista que exhibe se vincula románticamente al tópico de la enfermedad constitutiva –sin origen ni causas específicas–, sobre-cogedora y determinante de toda la experiencia vital. Palabras como amargura y angustia rebasan el plano físico y se instalan en medio de preguntas existenciales, que problematizan la despreocupada inserción en la vida burguesa.

¿Quién es el dramaturgo de esta escena patológica inaugural? El primer capítulo de la novela, titulado «Horas de enfermo», es relatado por un narrador en primera persona, que nunca más aparecerá en lo que resta de la novela: este narrador funciona como constructor de la escena originaria del enfermo y su padecimiento. Se trata de uno de los médicos tratantes de Paulo que, a pesar de ser alguien de quien, por su profesión, se esperaría una visión científica de la enfermedad, pinta a su paciente a la manera del más exquisito poeta décadent. Se dirige al doliente, relatándole: «Es un día de otoño espléndido... un poco de bruma i un poco de sol, fundiéndose en un gris en que parecen sentir-se los desmayos de las hojas arrastradas por el viento. ¡Una acuarela pintada con pinceles enfermos de tu mismo mal: de otoño, de romanti-cismo!» (Rodríguez Mendoza 5). La enfermedad de Paulo es, en la opi-nión del médico, su melancolía, asociada desde la patología humoral griega a la estación otoñal, y convertida en enfermedad de buen tono entre los románticos. Unos pasajes antes, el texto ya había convocado la enfermedad de la bilis negra, al decir: «¿Cuántas veces no se le veia con la cabeza entre los [sic] manos como los atormentados que ven pasar a su lado la fúnebre silueta de Ofelia!» (4). El romanticismo

4 Los destacados son míos.

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hamletiano de la enfermedad de Paulo, consistente en su carácter todo abarcador, así como en la difuminación de las fronteras entre cuerpo y psiquis, es diagnosticado por la misma voz autorizada de la medici-na cuyos límites con la narración del escribiente, a su vez, se borran. El médico es el narrador, y echa mano de sus más finas herramientas, contradiciendo el discurso médico-científico, plegándose a una visión romántica de la enfermedad, donde esta es expresión integral del ser y no malestar orgánico del cuerpo. Tal como el médico se transforma en narrador, la enfermedad no solo se convierte en narración, sino en la escena misma de la narración.

La escena de la enfermedad de Paulo –inaugural de la novela– se irá enriqueciendo en el transcurso del texto. Paulo es descrito como el prototípico neurasténico finisecular, emulando muchos de los ras-gos que ostenta Des Esseintes en la biblia de la decadencia europea A rebours, de 1884. Paulo vive retirado «en silencio entre sus libros, sus cuadros i las molduras de oro de su cuartuchin» (6), y es descrito como un «diletantti nervioso», un «artista hastiado antes de haber emprendi-do nada» (7). La novela de Mendoza se colma de referentes europeos, al evocar artistas, músicos y escritores del decadentismo francés, reto-mando discursos de autores como Karl-Joris Huysmans o Paul Bourget –«ese implacable anatomista del espíritu» (51)–, quienes establecieron las coordenadas de interpretación para el estado de ánimo y estética acompañante del fin de siglo XIX. El mismo Mendoza parece reflexio-nar en su novela acerca de la influencia del marco referencial europeo: «Ah es tremendo el análisis que nos enseñan a hacer, esos malditos libros, escritos en medio de una sociedad que no es la nuestra, pero que tiene, sin embargo, con ella las mismas similitudes, los mismos jestos de odios ocultos i de vergüenzas no confesadas…» (10).

Dentro de este marco de interpretación, la neurastenia, en tanto enfermedad de los nervios, se presenta como una constante excitación y debilitamiento fisio-psicológicos, que revive ciertos aspectos de la melancolía romántica al inhabilitar al enfermo para la vida práctica y pragmática de la burguesía. Paulo sufre las consecuencias del diletantis-mo, tal como lo describiera Bourget paradigmáticamente para el artista finisecular: es alguien cuya alma se disocia, un yo convertido en dos: en uno que pretende vivir, mientras que el otro está ininterrumpidamente

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vigilándolo, analizándolo, cuestionándolo, en definitiva, imposibili-tándolo para esa vida que al mismo tiempo anhela. El narrador de Última esperanza declara con relación a su héroe: «Sus enfermedades, sus desengaños prematuros, la fuga de todos las esperanzas, lo habían hastiado, envenenado su espíritu, haciéndolo pesimista, matando su espontaneidad, convirtiéndolo en analizador, i en analizador cruel a su pesar» (9-10). En lugar de vivir, mirar vivir, mirada que a su vez hace del vivir un sufrir.

3. Segunda escena/inversión de escena: la enfermedad de la salud

«Maldito progreso que ha hecho que el cultivo de ciertas facultades convierta a algunos hombres en enfermos que viven espiándose» (10).

El dramaturgo segundo que puede ser identificado en el texto de Mendoza es el imaginario de Paulo mismo, caracterizado por una «vo-luptuosidad esquisita» (15) y por los síntomas propios de «ese moder-nismo dejenerado de Hamlet» (16). El nerviosismo enfermizo, la extre-ma sensibilidad, el constante análisis infructuoso pueden convertirse, en la propia visión de Paulo, en su herramienta más eficaz para recono-cer la verdad: «¡La suerte había hecho de su envoltura un frájil juguete que encerraba la linterna de un Diójenes!» (21). A la vulnerabilidad de su cuerpo le corresponde una capacidad de reflexión y visión superior, que puede develar lo que para otros se mantiene invisible. ¿Cuál es la verdad que solo Paulo, desde su posición de enfermo, es capaz de vis-lumbrar? En la mirada de Paulo la patología sufre una transposición: su propia enfermedad lo lleva a poder, cual radiólogo, reconocer la en-fermedad real, situada en los que funcionan como sanos, relativizando de este modo al mismo tiempo su propia enfermedad. El dramaturgo Paulo, quien ofrece la segunda escena patológica de la novela, invierte, entonces, las posiciones: su enfermedad se evidencia como una espe-cie de inmunidad superior, desde la cual reconocer que la verdadera enfermedad está de lado de los guardianes de la supuesta salud. Es el «maldito progreso» que declara a enfermos a quienes niegan su valor supremo, convirtiéndose de este modo en marginales al movimiento dominante de los tiempos imperantes.

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El ejemplar representante de esta salud oficialista, encarnada por los poderosos del entramado social, no es nadie menos que el propio padre de Paulo, de nombre Nadal, aquel «grande hombre... regulador del laberinto parlamentario…» (39), a cuyo discurso político con oca-sión de la celebración del nuevo Ministerio asistimos en la novela. A la «grandeza estatuaria» del «grande hombre» acompaña «una mirada fría, inespresiva, de indiferencia suprema» (40). El discursante, a pesar de los contenidos patrios de sus palabras, que apuntan a la restitución de la institucionalidad tras la guerra civil sufrida en el país, evidente-mente está más preocupado de su actuación que de la escucha de los demás. El texto marca su ironía con relación a lo relatado con una serie de cursivas que invierten el sentido de las palabras «erudición» y «elocuencia», haciendo de «[t]odo el porvenir del país [que] brota-ba, destellando mil ecos áureos, cristalinos, de los labios del grande hombre» (41) nada más que el reflejo de su narcisismo. Al físico «mo-numental» (41) del conferencista le corresponde la monumentalidad de sus palabras, dedicadas a asentar su «encumbradísima situación política» (43), que lo hacen soñar con la «ansiada [y] ...halagadora banda presidencial» (43). El reconfortante regocijo que siente Nadal al percibir el efecto de su discurso se potencia con sus ansias de poder, develándose una tautología de la política que, en lugar de estar aboca-da a la ciudadanía y las preocupaciones civiles, alimenta tan solo el ego de quien pronuncia sus vanos discursos, escuchados por un cerrado círculo, atravesado a su vez por intereses personales.

Si bien Paulo no es el narrador explícito de este relato abocado al discurso público de Nadal –es más, él no está ni siquiera presente durante el acto oficial–, es su perspectiva la que domina la constitución de lo que se propone como la segunda escena patológica. Es desde su visión que el «grande hombre» se ridiculiza, funcionando como sinéc-doque del discurso público y de la política. Es esta la que aparece en tanto escena enferma que, como estrategia constitutiva de sus discur-sos y prácticas, etiqueta de mórbidos a aquellos que descreen de sus premisas. La escena patológica dos realiza de este modo una inversión, que patologiza a los que sostienen y vehiculan el discurso oficial, nor-mativo y normalizador.

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4. Excurso teórico: de la escena al caso

En su análisis de la histeria charcotiana, Georges Didi-Huberman plantea que la enfermedad habría funcionado en la Salpêtrière pari-sina como una gran máquina óptica, territorial, experimental y má-gica, en la que, en sentido teatral, se producía la histeria como cua-dro nosológico específico. En tanto la enfermedad se presenta como espectáculo requiere de una puesta en escena para su expansión. Didi-Huberman identifica a Charcot como el director que orquesta los síntomas de las histéricas, para que estos conformen un sistema, coherente e inteligible, distribuidos en un tableaux, caracterizado por la organización de lo simultáneo. La esencia del tableaux parece consistir en su inexistente sustancialidad; el tableaux es un resultado o efecto de aquello que lo convierte en un lugar de posicionamien-tos. Siguiendo a Foucault (Nacimiento de la clínica), Didi-Huberman atribuye a la medicina el sueño de constituirse en una especie de ta-bleaux patológico, donde la enfermedad se evidencia como conjunto de síntomas, dependiendo uno del otro, dispuestos en forma jerár-quica y clasificables en grupos claramente delimitables, permitiendo que un cuadro mórbido pueda ser distinguido de otros similares. Lo que Huberman llama la «invención de la histeria» respondería, en-tonces, a este anhelo de un procedimiento narrativo-tabular para la enfermedad, donde historia, diagnóstico y pronóstico se configuran simultáneamente. Producto a su vez de este intento de sistematizar la enfermedad y confinarla de manera territorial en el tableaux, es la constitución de casos clínicos. El caso supone una capacidad ejem-plar del singular y una especial relación con lo general. El caso ilustra algo que supera aquello confinado en él; es representativo, más allá de sí mismo; se pone en lugar de otros, conteniéndolos, sintetizándo-lo, incluso idealizándolos. El caso busca una lectura significativa de todos los síntomas, para que estos se ordenen y conformen la repre-sentación de una enfermedad. Huberman lee la histeria de Charcot como un ejemplo de una de las piezas constitutivas de lo que en el siglo XIX conformó el gran museo médico. Los casos son exhibidos, a la manera de una pieza museal, en pos de ilustrar un fenómeno que los supera, pero que simultáneamente están llamados a evocar.

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De esta forma, la puesta en escena convierte aquello que aparece en un caso que expande el marco simbólico de lo que en ella acontece. La escena abandona el plano de su singularidad para entrar en la ejemplaridad, generando un movimiento hacia la generalidad. Para la histeria charcotiana, es fundamental el papel de la fotografía en este proceso de conversión de lo escénico en lo casuístico. La galería de imágenes que de las histéricas se produjo en el estudio fotográfico de la Salpêtrière, liderado por el fotógrafo Albert Londe, está llamada a realizar la transformación de la escena en caso. Los nombres propios de las retratadas ceden su lugar a las denominaciones médicas de las fases de la enfermedad que representan y que subtitulan las fotogra-fías (de las) histéricas.

¿Acaso no realiza la novela de Mendoza un movimiento que sigue la misma lógica, a partir de la cual las enfermedades puestas en escena en los dos cuadros que hasta aquí he analizado se transforman en casos que intentan abrirse a un más allá de su individualidad?

5. Escena tercera: el debatir histérico en el triángulo amoroso

Paulo ama a la misma mujer que su padre. El enfermo y el sano pretenden a Marta, quien es amante de Nadal, estandarte del polo de la salud. Los padecimientos físicos y psicológicos de Paulo se acentúan con el infortunado amor imposible a la mujer que intima con su padre. Marta juega con la atención que el joven y enfermizo artista le profesa; se siente atraída no solo por la sensibilidad de Paulo, sino también por el triángulo amoroso constituido por ella con padre e hijo: «I, al pensar así, sentia que una frase atroz le zumbaba en la cabeza, enrojeciéndola, llenándole los ojos de lágrimas. –Engañar al marido, i en seguido [sic] traicionar también al padre con el hijo…» (48). Pareciera que solo el cruce de pasiones prohibidas puede satisfacer el complejo deseo de Marta, quien «sentía algo como un placer nuevo, como una voluptuo-sidad desconocida paladeando esa pena vaga al lado de un amante que no había descubierto los mil matices i vaguedades de su temperamento de mujer apasionada, ansiosa de amar» (47).

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En el último encuentro que Marta y Paulo celebran, este lee un cuento escrito por él a la mujer amada: en una mise en abyme la narra-ción relata la propia historia de Paulo, un hombre enfermo que vive en medio de un mundo de libros y objetos de arte, y que nunca conoció el amor de una mujer. «Entonces ella pensó, en medio de un arranque de pasión, en un aturdimiento febril, que Paulo moriria cualquier dia i que bastaría una emoción para matarle... I ella lo estrechó locamente entre sus brazos, oprimiéndole manchándose sus encajes con la páli-da sangre de las violetas que adornaba su seno…» (60). Esta escena mórbida, que une trágicamente eros y thanatos, aparece dentro del en-tramado novelesco como arranque histérico de Marta. Al verse retra-tada en tanto mujer anhelada por un enfermo en el cuento que Paulo (le) escribe, cede a su impulso de entregarse a él, sintiéndose tanto heroína de un mundo ficcional como de un triángulo amoroso donde ella representa el centro de los deseos cruzados de un padre y su hijo. Con aires de femme fatale margina sus preocupaciones por la salud de Paulo, a quien sabe matará este encuentro erótico, para ser ella la protagonista de esta trama. Su histeria se convierte en historia. De esta manera, en esta tercera y última escena patológica de Última esperanza es el cuerpo histérico del personaje femenino el que configura la espec-tacularización de la enfermedad. Es esta misma histeria femenina, que se debate entre el deseo por el «grande hombre» y el «pobre diablo del dolor» sin llegar a una resolución –pues es justamente este debatir el que constituye el deseo histérico–, la que marcará el final novelesco: «Terrible drama en verdad... Dejan... esos fugaces dramas espacios in-salvables, dolores eternos, cánceres morales incurables, espinas que no salen jamás, pesimismos desesperantes i esperanzas que no vuelven a nacer» (66). El padre sustrae por traición su amor paternal al hijo, el hijo enloquece y sufre un derrame cerebral que le produce la muerte, la mujer se culpa por su entrega amorosa con consecuencias fatales. El padre se ve lesionado en su seguridad y control, el hijo enfermo perece por su patología, la histeria de la mujer queda mirando con horror los efectos de su deseo enrevesado.

¿En qué consiste, entonces, este final del drama encarnado en el cuerpo histérico femenino? Desde Marta, tanto la salud de Nadal como la enfermedad de Paulo se anulan y se vuelven plataformas

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vacías de cualquier significado esencial. Son solo apariencias que fun-cionan en tanto posibles facetas para quien hace con ellas otra cosa; Marta convierte tanto la salud de Nadal como la enfermedad de Paulo en objeto de su deseo, solo calificables en relación a su (momentánea) satisfacción. De esta forma, la histeria deconstruye los sentidos que sa-lud y enfermedad erigen desde sus imaginarios, ambos develados como meras superficies en la máscara de la histeria. Esta muestra que no hay significado detrás de las posturas, poniendo en escena justamente la vacuidad de los signos. Marta no se satisface ni en la fortaleza de Nadal ni tampoco con la fragilidad de Paulo; ambos son solo posicio-nes que pierden cualquier efectividad al ser enfrentadas a su contrario. Tal como la esencia de la histeria es su falta de esencia (Žižek), es capaz de mostrar el vacío que se esconde detrás de aquello que se pretende y postula en tanto significado esencial.

6. A modo de conclusión

Las escenas patológicas que estructuran la novela de Rodríguez Mendoza se transforman en casos (clínicos), convocados a significar una problemática relacionada con la asunción de la modernidad en la joven nación chilena. Paulo es representativo, desde los sentidos que su enfermedad adquiere en el texto, de una visión crítica acerca de los preceptos ilustrados que han llevado adelante el proyecto nación. Nadal, su padre, es la imagen frívola del político entrampado en la vacuidad de sus palabras: un heredero del proyecto ilustrado liberal, vertido hacia su propia insipidez. Paulo, el enfermo antimoderno, y Nadal, fiel asiduo a los preceptos racionales de la salud moderna, se enfrentan como dos visiones de mundo incompatibles que gene-ran un marco de reflexión sobre el destino nacional. La salud del organismo se ve gravemente cuestionada, peligrando su equilibrio y acechando el fantasma de la enfermedad sobre él. La histeria de Marta, superficie sobre la que se debaten las posibilidades simbó-licas de retratar a la nación, se vuelve alegoría nacional. Es el cuer-po histérico de la mujer el que metonímicamente figura a la nación chilena: la patria es sustituida por la histeria del cuerpo femenino. Sus máscaras, que no esconden sino más máscaras, resquebrajan la

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idea de una nación-patria, fiel espejo de lo que los padres fundadores pretendieron en el siglo XIX, poniendo en escena la histeria de un cuerpo de mujer: matria histérica en lugar de patria saludable. Para Slavoj Žižek, el teatro histérico produce que «el sujeto es atrapado en una mascarada en la cual lo que parece mortalmente serio se revela como un fraude (la agonía), y lo que parece ser un gesto vacío, se re-vela como mortalmente serio (la amenaza del suicidio)» (227). Nadal agoniza en su autocomplacencia, el discurso político que sostiene se evidencia como pura superficie vacua, mientras que la enfermedad, tanto de Paulo como de Marta, porta su propio enmascaramiento estratégico, develando el fracaso de un proyecto nacional así como el cuestionamiento de los valores sostenedores de dicho proyecto. Chile se debate, histórica e histéricamente, entre una salud imposible y una enfermedad si bien destructiva, iluminadora con relación a las restricciones y contradicciones del proyecto moderno.

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Consideraciones genealógicas respecto de la constitución de la locura en el Chile decimonónico: La endemoniada de Santiago

Niklas BornhauserEstefanía Andahur

Hasta hace apenas cuarenta años desde la puesta del sol hacia el alba, nuestros campos adquirían algo de siniestro. Aves gritando el fatídico «tué-tué» cruzaban el cielo; difuntos atajaban en los cruces solitarios a quienes abandonaban un velorio a medianoche; en los claros de los bos-ques los ansiosos de oro celebraban pactos con el demonio; en los rincones obscuros de los dormitorios aparecían ánimas ávidas de plegarias; en los caminos se veían perros, gatos, sabandijas con olor a azufre, que saltaban de repente el anca del caballo aterrorizando a los viajeros, pequeñas luces corrían trechos cortos y se hundían en pantanos o matorrales, anunciando la existencia segura de un entierro. En el cuarto más aislado de las casas de descreídos importantes, y alimentados personalmente por su dueño, vi-vían «familiares», curiosos culebrones, representantes del «Malo», que no debían ser vistos por nadie, para afianzar la prosperidad política y econó-mica. No rara vez era necesario cambiarse de casa, manteniendo en sumo secreto la nueva residencia porque en la antigua se había descubierto la presencia de un colocolo, animalito en forma de ratón, capaz de provocar los más serios infortunios (Roa 9).

1. Introducción

Tradicionalmente la locura es un concepto caracterizado por su polisemia y su espesor ontológico. Significante compacto, escurridizo y móvil, que atraviesa un sinfín de prácticas discursivas –no necesaria-mente emparentadas entre sí–, sin asentarse definitivamente en alguna

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Niklas Bornhauser y Estefanía Andahur

de ellas. Su remisión perenne a un cúmulo profuso de conceptos con-forma y disuelve una densa y rizomática red de relaciones de reciproci-dad que condiciona su accidentado devenir. Su proverbial exuberancia conceptual, con tal de servir de referente del discurso, se reducirá en este caso forzosa y arbitrariamente al centrar las consideraciones ulte-riores en las formas de la locura generadas a partir y desde la psiquia-tría. Más que pretender pensar la locura –lo cual no podría dar lugar sino a un discurso delirante–, a continuación se hará alusión a ciertas prácticas disciplinares desplegadas a propósito del problema de la lo-cura en un sentido fenomenológico. Ello supone, tal como lo hiciera Foucault en Historia de la locura, renunciar a toda pretensión, ya sea de dar cuenta de una experiencia –pura, nítida, impoluta– de la locura, o de otorgarle la palabra a ella misma. Las consideraciones siguientes tratarán con la concepción de la locura generada a partir de y en con-formidad con el modelo de la enfermedad, tal como sucediera a fines del siglo XVIII en Europa y a mediados del XIX en Chile. La descon-fianza en las epistemologías eurocentristas y los grandes metarrelatos se traduce en una apuesta por modalidades de producción de saberes regionales y locales, por lo que dicha pregunta se constriñe al contex-to nacional. Lo anterior no supone desconocer o recusar conceptos o esbozos explicativos generados al interior de la tradición europea, sino poner entre paréntesis su carácter hegemónico, cuestionar sus pre-tensiones totalizantes y hacer valer los enfoques o puntos de partida particulares, circunscritos y territoriales como modalidades legítimas de producción de saber.

La aproximación –o metodología–, a falta de una expresión más afortunada, se inscribe en una senda llamada genealógica, es decir: crítica respecto de todo modelo explicativo basado en la premisa de la existencia previa de un primum movens, la existencia de un telos o cau-sa finalis, convencida del operar de relaciones deterministas o causa-les. Al respecto, Sigmund Freud ha señalado que del carácter precario, mecanicista, siempre insuficiente de todo intento comprensivo basado en la estandarización homogeneizante, se deriva una exigencia funda-mental e inexcusable: percibir la singularidad rebelde, única e irreduc-tible de los Ereignisse fuera de toda causalidad lineal, toda teleología monótona, toda continuidad evolutiva. En el caso del psicoanálisis,

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la correspondiente concepción genealógica se relaciona con el análisis de la neurosis y de los sueños, el que avanzará por una senda inter-pretativa errática, impredecible y sorprendente, que se tomará de los pequeños detalles y de los fragmentos diminutos, es decir, justamente ahí donde la razón instrumental menos se lo espera. De este modo, la interpretación freudiana subvierte las categorías tradicionales reinan-tes en el ámbito científico, donde se imponen las jerarquías verticales, el ordenamiento categorial, la cuantificación estandarizada y la califi-cación normalizada.

En La interpretación de los sueños, Freud afirmará respecto de su estrategia interpretativa que «son tales detalles, en su determina-ción, los que han de señalar el camino a la interpretación» (367). En la misma línea, específicamente a propósito de la noción de origen y de determinismo lineal que frecuentemente se vincula a esta, «lo que se encuentra al comienzo histórico de las cosas», nos recuerda Foucault, «no es la identidad aún preservada de su origen –es la discordia de las otras cosas, es el disparate» («Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia» 10). Inscribimos, por ende, nuestro intento genealógico en la senda de aquel pensamiento que sostiene que un elemento cualquiera puede incidir en la concepción de otros elementos de la estructura o de la serie, sin importar su posición recíproca, abriéndose a la sorpresa y lo inanticipable1.

Una vez hecho el duelo por la renuncia a la búsqueda –compulsiva, adolescente– del origen milagroso, Wunderursprung, podemos volver a formular el problema de la locura. Si como consecuencia de la impo-sibilidad de pensar la locura en sí o como tal, asumimos que la historia de la psiquiatría algo nos dice respecto de la relación (cognoscitiva,

1 Cabe recordar que Freud se encontró con lo inconsciente justamente allí donde menos lo esperaba, en aquello que solía pasar desapercibido, en las letrinas del psi-quismo en las cuales se iban acumulando los desechos y excrementos despreciados por la razón científica: síntomas conversivos, sueños, olvidos, errores, etcétera. En las Conferencias de introducción al psicoanálisis, Freud recuerda: «Su material de observación lo constituyen por lo común aquellos sucesos inaparentes que las otras ciencias arrojan al costado por demasiado ínfimos, por así decir la escoria del mun-do de los fenómenos» (24). De este modo, lo inconsciente freudiano, contrariamen-te a lo presupuesto por los pacientes, en vez de ubicarse en un lugar y un tiempo, asociado a escenas potencialmente traumáticas, exactas y circunscritas, recorre y atraviesa diferentes escenas, se desplaza jugando diferentes papeles, interpretando diferentes roles, estableciendo todo tipo de relaciones.

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clínica, social, etcétera) con la locura, llama la atención que los historia-dores de la psiquiatría, más allá de sus respectivas diferencias, parecen coincidir en dos hipótesis: en primer lugar, la historia de la psiquiatría es la historia del hospital. Dicho postulado se subdivide, a su vez, en dos supuestos, ya descritos por Foucault en El poder psiquiátrico: a) el hospital como condición de la producción del saber médico; b) el hos-pital como condición de la curación permanente. Esta idea, explorada en otro momento (Bornhauser y Andahur), no será sometida a examen en este lugar. La segunda hipótesis, no enteramente independiente de la primera, es la siguiente: la historia de la psiquiatría, más que ser pen-sada como una historia conceptual abstracta, que transcurre al modo de una discursividad ideal clásica, puede y ha de ser escrita a partir del análisis de sus prácticas. Entre el conjunto de prácticas psiquiátricas parece oportuno examinar la práctica de los peritajes. La importancia de los peritajes, dicho sea de entrada, es doble: por un lado, recae en ellos una notabilidad histórica, ya que la aparición de peritajes, reali-zados por psiquiatras, empleando categorías conceptuales arraigadas en el discurso psiquiátrico, redactados en el lenguaje de la disciplina, marca el umbral que separa la era demoníaca o prepsiquiátrica de la era psiquiátrica propiamente tal. Por el otro lado, la práctica pericial se inscribe en un campo dinámico, conformado por relaciones de po-der, en el cual las diferentes disciplinas cercan, defienden y se disputan sus mercados, con lo cual los peritajes reconocidos como psiquiátricos marcarían los límites del territorio económico gobernado y defendido por el poder psiquiátrico.

Ambas hipótesis, tomadas en conjunto, suponen (re)pensar la psi-quiatría, ya no identificándola únicamente con una especialidad médi-ca, constituida en conformidad al modelo de las disciplinas científicas modernas, sino concibiéndola como dispositivo. Aquella noción, arrai-gada profusamente en el pensamiento de Foucault, y que en este viene a remplazar la noción de épistémè2, remite, de modo tentativo, a

2 En Foucault se suele distinguir al menos un período arqueológico y otro genealó-gico. Para hablar en términos bibliográficos, Les mots et les choses y L’Archéologie du savoir, por un lado, Surveiller et punir y La volonté de savoir, por el otro. Ahora bien, mientras las dos primeras obras están centradas en la descripción de la episteme y de los problemas metodológicos que ella plantea, las dos restantes describen dispositivos (el dispositivo disciplinario, el dispositivo de la sexuali-

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un conjunto decididamente heterogéneo, que comprende discur-sos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones regla-mentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científi-cos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre estos elementos (Foucault, Saber y verdad 128).

El dispositivo, por ende, hace referencia al tipo de relaciones, de desplazamientos y modificaciones que se acontecen entre los diferentes componentes discursivos, materiales, estructurales, legales, etcétera, de dicho conjunto. El plexo relacional aludido obtiene su carácter con-tingente, por un lado, de su inscripción en un juego incesante y móvil de relaciones de poder y, por el otro, de su ligazón a ciertas formas de saber históricamente situadas3. De este modo, el dispositivo psiquiá-trico establece el tipo de nexo que puede existir entre los elementos anteriormente enunciados, más allá de su aparente desconexión. Por ejemplo, el discurso filantrópico y, asociado a él, el mito de la libera-ción de los enfermos, aparece como un argumento programático, des-tinado a justificar una innovación práctica y a encubrir un nuevo tipo de sometimiento, mucho más sutil y eficaz. El dispositivo psiquiátrico, como todo dispositivo, es una formación contingente, situada, que en un momento histórico determinado surgió como respuesta a una de-manda o urgencia, por lo que tiene una innegable función estratégica. Una vez constituido como resultado de un proceso de sobredetermi-nación funcional, permaneció como tal: cada efecto, ya sea este positi-vo o negativo, deseado o indeseado, establece relaciones de oposición, contradicción y antagonismo con los demás, exigiendo una serie de reajustes, reformas y renovaciones. Edgardo Castro (2004) ha hablado de un proceso de perpetuo rellenamiento estratégico.

En el caso del dispositivo psiquiátrico, la particularidad del objeto de conocimiento de la psiquiatría –a saber, el hecho de que las alteraciones

dad). La episteme es el objeto de la descripción arqueológica; el dispositivo, por su parte, de la descripción genealógica. Véase al respecto a Óscar Moro.

3 A propósito de la psiquiatría se puede hablar, desde un punto de vista económico, de un genuino dispositivo disciplinario, el que, mediante una compleja matriz tecnológica multiplicadora, capta y fija ciertas energías sociales, ligándolas a de-terminados estilos de uniformidad apuntalados en el correspondiente discurso psiquiátrico.

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atribuidas a los sujetos bajo la forma de diagnósticos no son objetos na-turales, que están ya ahí, esperando pacientemente ser descubiertos por la mirada escrutiñadora del psiquiatra, sino objetos discursivos, crea-dos y sostenidos por la misma psiquiatría– condiciona que el ejercicio diagnóstico pasa a ser la actividad y el momento más importante de la práctica psiquiátrica, su eje medular, el garante no solamente de la clasificación, sino de toda la psiquiatría4. El dispositivo psiquiátrico, por lo tanto, en la medida en que define una serie de conexiones íntimas y singulares entre saber y poder, permite y condiciona la producción sub-jetiva, constituyendo al sujeto en correspondencia con el hecho de que «la vigilancia ininterrumpida, la escritura continua y el castigo virtual dieron marco a ese cuerpo así sojuzgado y le extrajeron una psique» (Foucault, El poder psiquiátrico 67).

Habiendo señalado lo anterior, el análisis que se hará a continua-ción se centrará en la discusión de ciertas facetas de las prácticas des-plegadas mediante las cuales se construyó el caso de Carmen Marín, también denominada «La Endemoniada de Santiago». Dicho episodio se inscribe en el inicio del llamado período de la inclusión, marcado por la instalación, en 1852, del primer asilo de locos: la Casa de Orates.

2. Contextualización histórica: el umbral entre el demonismo y la psiquiatría científica

La locura, de acuerdo a lo señalado con anterioridad, lejos de ser un dato de la naturaleza, dotado de una esencia espontánea y precultural a la cual podamos acceder directamente, sin mediación alguna, es más bien un constructo complejo, plural y sobredeterminado. En palabras de Roudinesco, «la locura no es un hecho de la naturaleza sino de cultura, y

4 El diagnóstico, una operación que, siguiendo a Foucault, ocupa un lugar destaca-do al interior del dispositivo psiquiátrico en la medida en que efectúa una liaison saber-poder singular, se caracteriza por una serie de factores, entre los cuales cabe resaltar, en primer lugar, la inversión de la economía de la visibilidad en el ejercicio del poder; segundo, el ingreso del individuo a un campo documental, sostenido por la práctica de la anotación ininterrumpida, la incesante transcrip-ción del comportamiento individual y la permanente elaboración de numerosos documentos, textos y escritos, que liga el ejercicio perpetuo del poder inmaterial a esta constante extracción de saber; tercero y último, la conversión del individuo a un caso concreto, pasaje bajo el cual la biografía adopta la forma de informe, y la descripción de la individualidad se convierte en un mecanismo de control.

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su historia es la de las culturas que la llaman locura y que la persiguen» (16-17). El estudio de la locura procede siempre por el análisis de sus síntomas, sus instituciones, sus leyes, sus discursos y sus prácticas asocia-das, por lo cual necesariamente pasa por la problematización de su di-mensión cultural y de su historia correspondiente. Debido a su carácter decididamente histórico, los historiadores de la locura distinguen y ma-nejan diferentes conceptos, entre los cuales el ordenamiento cronológi-co, propuesto por Bernard Hart (1912), goza de particular popularidad. De modo pormenorizado, Hart distingue, en primer lugar, un período demoníaco, propio del Medioevo, durante el que se le asignó al enfermo mental el carácter de poseído. Segundo, un período político, que se ini-cia con el Renacimiento, a partir del cual el enfermo perdió su carácter demoníaco y adquirió la condición de ente desprovisto de consideración social y, a menudo, peligroso. Para aislarlo, se crearon entonces esta-blecimientos de tipo carcelario, a base de prisión con cadenas, régimen celular, látigo y otros procedimientos semejantes. El tercer período lo constituye el momento fisiológico, que arranca con la Revolución fran-cesa, específicamente, con la Declaración de los Derechos del Hombre, que trajo consigo un nuevo criterio acerca de la enajenación. En el aspec-to asistencial, este criterio fructificó en 1798, año en que Philippe Pinel, médico del hospital de Bicêtre, obtuvo autorización para suprimir las cadenas de los enfermos mentales recluidos en el citado establecimiento. Este hecho marca la instauración definitiva de un nuevo criterio, el fisio-lógico, según el cual el enajenado adquirió la condición de enfermo del cerebro, merecedor, en consecuencia, de un trato semejante al que se dis-pensaba a los demás enfermos somáticos. Nace entonces la psiquiatría y comienza la asistencia científica del alienado. El período psicológico, cuarto y último momento, ha derivado, a su vez, en el concepto que se podría llamar médico-social. Concepto que, en opinión de los doctores Vivado, Larson y Arroyo, aparece hoy «como una etapa de superación en los pueblos más civilizados, en donde el empeño de sus instituciones no se polariza, exclusivamente en la asistencia del enfermo, sino, ade-más, en los problemas consecuenciales y primarios que dicen relación con la salud mental de los individuos» (161).

La historia de las concepciones de la locura en Chile, como con-secuencia de su sesgo eurocéntrico, ha sido escrita en analogía a las

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etapas anteriormente distinguidas. En primer lugar, se ha hablado de una etapa prepsiquiátrica, que abarca desde la época colonial hasta los primeros años de la naciente república. Sobre esta etapa hay escasa información, y la locura es considerada un estado demoníaco, un cas-tigo divino, una situación de poseso, una tremenda, inexorable y ver-gonzosa desgracia que se enfrenta con encierros, cadenas, exorcismos, plegarias, medicamentos cabalísticos y muchas otras formas dictadas por el empirismo, la superstición, la ignorancia, el temor o el fanatis-mo. La segunda etapa, llamada médico-filantrópica, coincide, como la guerra por la independencia del país, con una influencia proveniente de Francia. La acción de Esquirol y Pinel, en el Hospital Nacional de Charenton, en las afueras de París, estaba destinada a enfrentar la lo-cura con un criterio de enfermedad, o sea, como un estado conocible y presumiblemente curable, a cargo de los que conocen o pueden y deben conocer las enfermedades: los médicos. Después de algunos titubeos, esta etapa tomó una forma corpórea –si así pudiéramos decir– en 1852, al fundarse el Manicomio Nacional, establecimiento alrededor del cual se nutre, desarrolla y expande la psiquiatría chilena a lo largo de un siglo. Prácticamente, la historia de este establecimiento es la historia de la especialidad psiquiátrica y junto a ella o de ella han emergido las otras dos etapas. La tercera etapa vendría a ser la del predominio del criterio psiquiátrico en la orientación del manicomio; la de las cáte-dras regulares y la del comienzo de la formación del psiquiatra como especialista. Es la etapa en que aparecen revistas, en que se empieza a asistir a congresos internacionales, en que se lucha por un perso-nal técnico y auxiliar adecuado, en que se pretenden investigaciones, en que se perfeccionan clasificaciones diagnósticas, en que se obtienen mayor número de éxitos terapéuticos, en que se nombran directores médicos, en que el funcionario administrativo cede su supremacía al médico. Finalmente, ha sido descrita una cuarta etapa, en la que aún estamos, que podríamos denominar la de la expansión psiquiátrica en la que, junto al veloz e impresionante desarrollo de métodos de explo-ración psíquica y terapéutica de convincente efecto y de fundamentales progresos en etiología, patogenia y pronósticos, y el desarrollo de la higiene mental –todo ello con su cortejo de congresos nacionales e in-ternacionales, publicación de libros y revistas, creación y expansión de

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sociedades científicas atingentes–, contemplamos la aparición de nue-vas especializaciones como la neuropsiquiatría infantil, la psicocirugía, el psicoanálisis, la neurofisiología, el psicosomatismo y una progresiva y renovada preocupación del mundo en general –médico y profano– por lo psíquico y psicopatológico.

Más allá del número y la naturaleza de las etapas distinguidas, un especial énfasis recae en el paso desde la época demoníaca, también llamada prepsiquiátrica, hacia la época psiquiátrica propiamente tal. Esta distinción, de acuerdo al discurso hegemónico, coincidiría con el paso de lo crudo hacia lo cocido, la barbarie hacia la civilización, la ideología hacia la ciencia. El tránsito, siempre incierto y frágil, desde el sentido común hacia la ciencia se sostiene, desde luego, en ciertas es-cenas fundacionales y en determinados casos paradigmáticos. Para los historiadores de la psiquiatría las prácticas que se inscriben en dicho momento serán de particular interés, pues en su eficacia se sostiene la solidez y duración de la distinción trazada entre las representaciones irracionales y la aproximación racional –léase, científica– a la locura. Es por ello que el caso de Carmen Marín nos merece especial atención.

3. La endemoniada de Santiago

Carmen Marín nace en 1838 en la ciudad de Valparaíso como hija de un comerciante del puerto. Los padecimientos que finalmente le otorgarían el nombre de «la endemoniada de Santiago» se habrían ini-ciado a los 12 años, «cuando estando interna en un colegio de monjas pidió velar el sagrario; sintió miedo, y aquella noche soñó que sostenía una pelea con el diablo. Desde ese momento comenzó el calvario de tener que soportar constantes episodios de posesión que la llevaron primero al hospital San Borja, y luego a un hospicio de las Hermanas de la Caridad» (Parra 45). A los 19 años, tras los vanos intentos de asistencia por parte de su familia, es atendida por una serie de médi-cos, después cuidada por monjas, para finalmente ser hospitalizada. Como consecuencia de un intento suicida es expulsada del hospital, ya que semejante acto era considerado inmoral. Su errancia por nu-merosos hospitales, más allá de las interminables e infructuosas deli-beraciones diagnósticas que genera, confirma el carácter incurable de

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su condición. Por último, es recluida en un hospicio, lugar que recibía indigentes para evitar la mendicidad, prohibida por la ley.

Debe su sobrenombre al hecho de que sufre ataques violentos, pa-dece convulsiones, dice groserías y blasfemias (entre sus preferidas es-tarían: monigote, bribón, beata, bribona, puta y hasta hablaría mal de Dios, llamando a Jesucristo, bribón y a la Virgen, bribona), habla dife-rentes idiomas, se golpea, se azota contra el suelo, pero no sufre dolor. Inexplicablemente, cuando se lee cierto evangelio, sus convulsiones ce-san. Además de lo anterior, se le atribuye la facultad de predecir el futuro y de leer el pensamiento de otros, lo que la impulsa a gritar sus verdades. Por este hecho, es decir, que «refiere el pasado i predice el porvenir, mu-chos la consultan por su suerte futura» (González en Álvarez 115).

En 1857 se forja una encendida disputa sobre quién tenía la ver-dad acerca de su afección: «[L]a endemoniada es el objeto –y a veces el mero pretexto– de una encendida controversia entre el estamento eclesiástico (...) y un sector de la institucionalidad médica que preten-de arrebatarla de lo sobrenatural» (Álvarez 124). En total, son nueve los informes solicitados y obtenidos en forma legal para discernir si se trata de un endemoniamiento, es decir, de una posesión demonía-ca, Besessenheit, o de una enfermedad médica de tipo mental. De los nueve informantes, el presbítero Zisternas y el Dr. García Fernández defienden la primera hipótesis, mientras que el Dr. Carmona sostiene la segunda, refutando tan enérgica como pormenorizadamente los in-formes emitidos por los anteriores. De los seis expertos restantes, los doctores Laiseca y MacDermott, así como el señor Fuentecilla, coin-ciden con la opinión del Dr. Carmona, mientras que Villarreal, Padín y Barañao se abstienen de dictaminar sobre el carácter de la afección. Destaca el testimonio de José Raimundo Zisternas, quien, en julio de 1857, elabora una minuciosa relación de los hechos dirigida al arzo-bispo, en la cual informa sobre una joven «de que se decía espiritada» (Zisternas en Roa 157) y que vivía en el Hospicio de Santiago. A pesar de su supuesto desinterés inicial –«no tuve por entonces ni siquiera la curiosidad de averiguar la efectividad del hecho» (Zisternas en Roa 157), «no me tomé tampoco el menor interés en averiguarlo, despre-ciando lo que se me contaba como efecto de credulidad y ligereza» (Roa 157)– termina por ir a presenciar lo que le había sido contado

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reiteradamente. La idea de una posesión demoníaca ronda como un espectro por la relación que escribiría al arzobispo, aunque su autor insiste en exhibir lo que Álvarez ha calificado como «un escepticismo evidentemente impostado, un preámbulo dramático para subrayar el triunfo de los hechos sobrenaturales» (114). Zisternas se resiste a pro-nunciar diagnóstico alguno y se conforma con sostener:

Dejo al cuidado ajeno el explicar y conciliar estos hechos [los ataques, las convulsiones, las obscenidades, el efecto tran-quilizador de las lecturas sagradas, la ineficacia de la medicina a la hora de intentar curarla] con una supuesta ficción, enferme-dad o magnetismo. Yo por mi parte confieso que mi razón no tiene tanto alcance (Zisternas en Roa 187).

La sentencia de Benito García Fernández, doctor en medicina y cirugía por la Universidad de Madrid, socio honorario, de número y corresponsal de la Academia de Esculapio, socio agregado, de número y corresponsal del Instituto Médico Español, es menos templada. Tras examinar uno por uno los síntomas atribuidos a la enfermedad demo-níaca, informa que la enfermedad de Carmen Marín no es fingida, no es natural, no puede atribuirse al magnetismo y no es nueva, sostenida ni curada milagrosamente. Por ende, concluye: «La Carmen Marín es endemoniada» (García en Roa 237).

La argumentación formal de García Fernández, como nuevamente advierte Álvarez, es erudita, detallada, a ratos sutil, y en todo momento sigue una lógica deductiva. La consistencia de su escrito es admira-ble, aunque, en todo momento, se mantiene alejada de la compren-sión particular del caso individual de Marín y se inscribe en una argu-mentación conceptual, abstracta, de carácter universal. Impresiona su erudición, ilustración y eclecticismo: «Combina la ciencia frenológica, algunas nociones de magnetismo animal, abundante información his-tórica a favor de la posesión demoníaca y el inevitable recurso a los maestros de la profesión médica, aunque en su variante heterodoxa: Hahnemann (homeópata), Gall (frenólogo), Mesmer (divulgador de la hipnosis)» (Álvarez 116). Finaliza su informe con las siguientes pala-bras: «aunque al despedirse el demonio dijo: Que no se sabía bajo qué forma volvería» (Roa, Demonio y psiquiatría 238).

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Uno de los médicos que participó en el examen de Carmen Marín, el doctor Manuel Antonio Carmona, alumno del primer curso de cien-cias médicas que se abrió en el Instituto Nacional en 1833, profesor de ciencias médicas y de derecho, entra en abierta polémica con lo sostenido por Cisternas y García. Arremete con furia apenas disimulada contra la hipótesis de la posesión, redactando un escrito titulado «Informe sobre la pretendida endemoniada». Según Armando Roa, «Carmona refuta las opiniones de ambos, sosteniendo enérgicamente lo segundo, con las ex-celentes armas de la lógica y de la retórica, y con explicaciones satisfac-torias de todos y para cada uno de los fenómenos, y siempre apoyado en la autoridad y en la razón» (Roa 137). El informe de Carmona no solamente se basa en la observación clínica y en los diferentes exámenes hechos a la paciente, herramientas clásicas de la práctica diagnóstica mé-dica, sino que además de lo anterior investiga detalladamente su histo-ria, anuda datos, confesiones, testimonios, aprovechando y completando críticamente la agujereada e incompleta síntesis biográfica esbozada por Zisternas. Efectivamente, recupera algunos detalles omitidos o desconoci-dos, que permiten poner en perspectiva, relativizar o incluso reinterpretar por completo los juicios emitidos sobre la Marín. Así por ejemplo, refuta el argumento de que Carmen Marín sería capaz de hablar idiomas extra-ños (quinto de los caracteres identificados por García como pertenecientes a la enfermedad demoníaca), fenómeno conocido como glosolalia. Según la pesquisa hecha por Carmona, la presunta endemoniada no hablaría una lengua desconocida, sino que proferiría palabras sueltas en francés, cosa nada extraña si se considera que en su vagancia por Valparaíso, des-pués de salir del colegio de monjas, habría socializado con prostitutas del puerto, ocasión en la cual habría aprendido algunas palabras de idiomas extranjeros. «Se la vio vagar y familiarizarse con mujeres de mala fama, de esas que a fuerza de comunicarse íntimamente con los inmigrantes europeos entienden y hablan algunos idiomas. No se sabe si la Marín se asociaba con ellas por corrupción o por la desgracia de ser una me-nesterosa» (Carmona en Roa 243). Asimismo, Carmona aporta el dato que ella habría tenido un amante de nombre Juan, con lo cual la eficacia instantánea de la lectura del Evangelio de San Juan para su curación (pri-mero de los caracteres nombrados por García), sería el resultado de la invocación al amante, que apaciguaría el deseo insatisfecho del cual sufría

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la Marín. Dice en su informe: «[U]na mujer que administraba una fonda en Valparaíso, con quien vivía y se vino a esta capital, tenía un hijo, el cual le dio (a Carmen) muchas pruebas de cariño y compasión, de manera que ella deseó casarse con él. Que el tal amante le acariciaba y perseguía a todas horas; pero que ella se resistía a sus tentaciones, porque conocía que no pensaba en ser su esposo legítimo. Que en esas circunstancias sucedió una vez que, abusando de la ocasión de verla con el mal, la condujeron a un cuarto, y allí la dejaron encerrada bajo llave y a disposición de aquel amante (...) el resultado de aquel hecho clandestino fue una mejoría de tres meses, mejoría que nunca ha tenido igual» (Carmona en Roa 243).

El informe clínico de Carmona, que ilustra, de modo ejemplar, no solamente el momento histórico en el que se encuentra la psiquiatría chilena, sino testimonia, asimismo, la influencia de Cullen, Trousseau, Choman y Vigueras, está intercalado por juicios históricos y teológicos mediante los cuales llega a sostener:

La verdadera causa próxima de todos los fenómenos y ata-ques observados y aceptados por mí en la joven Carmen Marín, es una alteración primitiva, crónica sui generis de los ovarios, y complicada con una lesión consecutiva de todos los centros nerviosos y más claramente del eje o aparato cerebro-espinal; enfermedad evidentemente natural que tanto los maestros de la medicina, como el Diccionario de las Ciencias Médicas, clasifi-can como perteneciente al orden de las neurosis, y cuyo nombre propio es el de Histérico Confirmado, Convulsivo y en Tercer Grado (Carmona en Roa 341).

Respecto de los diagnósticos anteriores, sentencia:

Dicha Carmen Marín no es poseída ni tampoco desposeída de tal Demonio. Todo lo que hay de portentoso en ella es una rara manifestación de su alma que, según la fe y la razón, es una porción divina encarnada en toda criatura humana (Roa 314).

4. Discusión

Si bien los informes de Zisternas y Carmona son deudores de tradi-ciones discursivas antagónicas, más allá de todas las diferencias, existe un elemento común: ambos hablan desde el lugar del experto. Su lugar de

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enunciación y, por ende, sus enunciados, en primer lugar, están avalados por el supuesto de un saber científico, exacto y objetivo, y, en segundo, están investidos de un poder que los define y predispone para pronun-ciarse sobre y tratar a la susodicha. Asimismo, la lógica argumentativa de sus respectivos peritajes en cuanto a sus criterios formales –que, en última instancia, resultan ser valores morales– no cambia, ya que en am-bos casos lo que se juzga es el comportamiento de Carmen Marín, que no puede –o no quiere– controlar su deseo y que, por consiguiente, debe ser castigada. «El criterio médico nos dice que loca es la mujer enferma de un deseo que pugna por satisfacerse (...) el criterio teológico dicta que endemoniada es la mujer que abandona –involuntariamente claro– su lugar de virgen y se entrega al pecado» (Álvarez 118). Finalmente, ya sea examinada por representantes del clero o del saber médico, Carmen Marín es tratada como loca por no adecuarse a los parámetros de la moral. Médico y presbítero, alienista y clérigo, solo se involucran en una discusión para dar cuenta de acuerdo a qué paradigma se diagnosticará a la paciente.

Hay testimonios, hay una voluntad de saber lo ocurrido, de establecer una versión de los hechos y la eventual producción de medios de transmisión para que lo acontecido quede para la pos-teridad y no se olvide. Sin embargo, Carmen es olvidada desde el mismo lugar donde se produce esa voluntad de transmisión: la ciencia y la Iglesia (González 3).

Las prácticas periciales de ambos5 se inscriben en el contexto de una sociedad ilustrada incipiente, articulada principalmente en torno de la norma, lo que implica, a su vez, la implementación de determinados sistemas de vigilancia y de control. Foucault ha descrito la mecánica ope-ratoria basada en una visibilidad panóptica incesante, una clasificación perenne de los individuos que abarca hasta lo inclasificable, un ordena-miento jerárquico vertical, una calificación cuantificadora permanente, un constante establecimiento de límites –entre lo normal y lo patológico,

5 Con tal de situar lo anterior en el correspondiente terreno de fuerzas, luchas y disputas, respecto a este punto conviene recordar, por un lado, el gran interés de la Iglesia por confinar el ámbito de la mujer al espacio doméstico y, por el otro, el afán de la medicina por separarse del discurso religioso, más allá de que ambos, en su singular actuar, se encaucen hacia el mismo objetivo: dominar.

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lo verdadero y lo falso, lo pensable y lo impensable–, una incesante e insaciable exigencia de diagnósticos. De este modo, la norma –en este caso, moral– se convierte en el criterio de división y distribución de los individuos. La ventaja que posee la medicina por sobre la teología, y con ello se establece una primera diferencia, es la siguiente: «Desde el momento en que es una sociedad de la norma la que se está constituyen-do, la medicina, en tanto es la ciencia por excelencia de lo normal y de lo patológico, será la ciencia reina» (Foucault, «L’extension sociale de la norme» 14). La sociedad de normalización así configurada coincide con la conformación del Estado gubernamentalizado, es decir, con una forma de ejercicio del poder que depende estrechamente del saber o, mejor, con aquel modo en el que los mecanismos del poder y del saber se sostienen y refuerzan recíprocamente. Un análisis del caso de Carmen Marín que no considere la función de normalización que desempeñan los saberes –entre ellos: medicina, psiquiatría, psicoanálisis, psicología– sería por defecto incompleto.

Conviene situar históricamente las consideraciones anteriores, re-cordando que el caso de Carmen Marín, con el cual, de acuerdo a Armando Roa (1974) y Enrique Laval (1953 a 1953), se inauguró la psiquiatría en Chile, coincide con la instalación de la Casa de Orates6, otro de los hitos fundacionales de la reciente historia de la psiquia-tría en Chile. Desde el caso de Marín, que dista de ser exclusivamente un caso clínico de interés solamente para especialistas de las «ciencias psi», una naciente psiquiatría es construida a partir de modelos cientí-ficos del cuerpo femenino, fundándose desde la concepción protocien-tífica de su aparato reproductor y la moralidad inherente a este.

Tal constructo en el discurso psiquiátrico reflejaría una «femini-zación de la locura», al considerar que la anatomía femenina consta de órganos que per se serían suficientes para atribuirle a la mujer una inclinación natural, inherente a su condición, a la locura. Semejante operación discursiva no solamente ignora, sino que niega toda posibili-dad de las construcciones de género, al tomar como referencia de salud

6 Específicamente, la Casa de Orates fue inaugurada en 1852, es decir, cinco años antes de que se hiciera público el caso de Marín. Finalmente, sería el caso –públi-co– de la Marín y no la fundación de la Casa de Orates, que actúa principalmente como espacio de reclusión, lo que inaugura la profesionalización de la psiquia-tría, manteniéndose, también aquí, la estrecha vinculación entre género y locura.

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mental ciertos ideales sociales asociados a cada rol sexual, plasmando una asimetría en la consideración de los sexos y a la vez confirmando un prejuicio de género. Las mentadas acepciones fijarían una condi-ción en la mujer que se ligaría a lo materno, a la dependencia y a la sumisión. En lo femenino, lo anatómico entonces se enlaza a lo moral, donde el protagonismo y función de la mujer en el aparataje social se aloja en lo privado (madre-hogar), elementos centrales que constitu-yen el armazón de una normatividad vigilante y moralista. De aquí se desprende una definición pretendidamente científica de sanidad para las mujeres que se enraíza en lo natural y, a la vez, confunde en aquel lugar el género y el sexo.

La ciencia médica, que anhela comprender, predecir y controlar a través de la técnica, se encarga en este caso de que el sujeto-mujer sea funcional –y adaptativo– de acuerdo a su rol designado, presuntamen-te biológico, materno y reproductor. La psiquiatría, entonces, al apor-tar una teoría y una práctica que justifica y perpetúa el orden social establecido mediante la sanción de la desviación, ejerce en relación a este una función de vigilancia, control y mantención. Históricamente, los estudios anudados a las mujeres han operado como investigaciones inauguradoras del saber psiquiátrico, siempre ligando la histeria a la estructura biológica, principalmente reproductiva, de la mujer. «En el caso de las mujeres, su papel estaba reducido a dos cosas; la mujer, tenía dos opciones de vida aceptadas; el matrimonio y la maternidad, o el claustro. Cualquiera de estos seguiría según su vocación o según el deseo de sus padres» (Aburto 73).

Por lo tanto, podríamos hablar de un binomio saber-poder refugia-do en lo uterino, que pone la biología al servicio de la exclusión social. La psiquiatría, en tanto ciencia moderna que aspira a ser, no define la locura, sino que se encarga de construir determinadas categorías con-ceptuales que le permitan actuar como guardiana de la frontera entre locura y cordura, un agente colonizador que resguarda los roles sociales y morales establecidos –o por establecer–, manteniendo el control social gracias a la definición de sus patologías. En el caso de las mujeres, la lo-cura se presenta cuando ellas rechazan tal modelo social, especialmente en la categoría sexual, condenando, como se mencionó previamente, su comportamiento sexual; presbítero y médico condenan su deseo.

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En el recuadro histórico que enmarca dichos hechos destaca, como principal fuerza propulsora, el anhelo de la implementación de un pro-yecto de Estado de corte moderno, orientado hacia el ideal de una nación ilustrada según el modelo europeo. Este Estado moderno no debe ser pensado, al menos no exclusivamente, como una entidad abs-tracta y autónoma, que pende, al modo de una supraestructura cuasi transcendental, por encima de los sujetos, sino, por el contrario, como un entramado horizontal y transversal al cual los sujetos pueden ser integrados bajo una condición: la de amoldarse renunciando a sus for-mas actuales y de someterse a una serie de patrones de subjetivación, assujettissement, precisos y específicos que regulan la producción de formaciones subjetivas. El Estado moderno, concebido como matriz de subjetivación, capaz de contribuir a la creación de condiciones favora-bles para la implementación del aludido proyecto, reúne y alinea a las prácticas de normalización que suscriben el mentado anhelo de racio-nalización. La psiquiatría, en tanto disciplina emergente, contribuye a cohesionar dicha organización dinámica enfardando y potenciando los poderes singulares en su correspondiente poder disciplinar: «[U]n poder discreto, repartido; (...) un poder que funciona en red y cuya visibilidad sólo radica en la docilidad y la sumisión de aquellos sobre quienes se ejerce en silencio» (Foucault, El poder psiquiátrico 39). El sujeto, en Foucault, en vez de preceder cronológica o lógicamente al poder, deviene el efecto de este, y la red de relaciones de poder se con-vierte en el fondo dinámico, caracterizado por sus disposiciones, sus corrientes, sus potenciales, desvíos y relevos sobre el cual se inscribe. El caso de Carmen Marín, en ese sentido, se convierte en escena fun-dadora de la psiquiatría chilena, tal como lo sería la liberación de los enfermos por Pinel o la reforma psiquiátrica de Tuke.

El problema de la transgresión o del desvío cobra particular rele-vancia si consideramos que la implementación del mentado proyecto no se efectuó ni de golpe, es decir, al modo de un corte nítido y limpio, efectuando una cisura radical con el pasado, ni de manera homogé-nea, es decir, comprometiendo a todos los sedimentos y estratos del complejo e imbricado tejido social por igual. Por lo tanto, habría que considerar que tanto los factores actuantes como las formas y situa-ciones específicas dadas en una sociedad en particular, son diversas y

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múltiples: en lugar de estar alineadas u ordenadas de manera visible y transparente, más bien, se superponen, se cruzan y traspasan, imponen sus límites, cancelándose o reforzándose entre sí. La falta de igualdad y uniformidad de las condiciones históricas existentes, que coincidía con la existencia de un acervo diferenciado de demandas contrarias y hasta opuestas, impuso la necesidad, por parte de los gestores del proyecto moderno, de crear patrones homogéneos de subjetividad, agrupados en torno a una identidad nacional límpida y definida. De esta forma se cristalizó un determinado tipo de sujeto, emparentado estrechamente con la noción de ciudadano o de sujeto de derecho, que servirá como referente y molde para establecer el horizonte y los límites de lo que en el ámbito subjetivo de ahora en adelante sería considerado deseable y legítimo. Carmen Marín, de acuerdo a lo descrito, desafía y pone en crisis dicho modelo, debiendo ser sancionada y normalizada por los agentes disciplinares correspondientes. Como consecuencia de su des-acato recae sobre ella, sobre la materialidad de su cuerpo, el poder dis-ciplinar correctivo con el fin de dominar la insurrección y de «dompter l’alienée, la ramener a l’ordre, et la rendre docile» (Pinel 333).

La relevancia de los peritajes realizados a Marín se vuelve más clara si recordamos que la incipiente psiquiatría chilena, constituida a media-dos del siglo XIX, no derivó de forma natural y espontánea, acaso al modo de una ramificación lógica, de su disciplina madre: la medicina científica. De acuerdo a lo desarrollado por Foucault en El poder psi-quiátrico, la psiquiatría desde sus inicios funciona no como una especia-lización del saber o de la teoría médica, sino más bien como una prácti-ca, más específicamente, como una rama especializada, con pretensiones de cientificidad, de la higiene pública. «La psiquiatría», recuerda Adolfo Vásquez-Rocca en su lectura de Foucault, «se institucionalizó como pre-caución social, como higiene del cuerpo social en su totalidad» (s/p). En relación a lo anterior, no hay que olvidar que la primera publica-ción periódica especializada de la psiquiatría en Francia fue los Annales D›Hygiène Publique. Son dos las codificaciones simultáneas descritas en el caso de la psiquiatría: por un lado, codificación de la locura como enfermedad. Concretamente, fue necesario «patologizar los desórdenes, los errores, las ilusiones de la locura: (...) llevar a cabo análisis (sinto-matología, nosografía, pronósticos, observaciones, historiales clínicos,

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etc.)» (Foucault, Los anormales 111). Los trastornos, las irregularida-des, las rarezas, las extravagancias, las impurezas y las promiscuidades como consecuencia del dispositivo psiquiátrico devenían, de ahí en ade-lante, enfermedades y, por consiguiente, le correspondía a la psiquiatría preocuparse de su regulación en nombre de la defensa de la pureza y salubridad del cuerpo social. Por el otro lado, codificación de la locu-ra como peligro: esta debía aparecer como portadora de una serie de riesgos o amenazas, contexto en el cual el loco, concebido en un primer paso como enfermo mental, es ahora cifrado como individuo peligroso. Foucault recuerda que «en el peritaje psiquiátrico (...) lo que el experto tiene que diagnosticar, el individuo con quien tiene que debatirse en su interrogatorio, su análisis y su diagnóstico, es el individuo eventualmen-te peligroso» (Los anormales 40). Ambas codificaciones, locura como enfermedad y locura como peligro, pueden ser identificadas en los peri-tajes consultados. Carmona:

En este asunto la correlación y significación de la palabra enfermedad con la cosa de que se trata no son indiferentes sino sustanciales y de rigurosa aplicación. No necesito añadir que quien dice enfermedad, calificando como tal a un estado excep-cional como el ya definido, o abrazado en la definición universal de aquélla, dice ipso facto, virtual e implícitamente estos sinóni-mos: enfermedad natural, desorden de la naturaleza humana, fe-nómeno o estado morboso de la economía animal, efecto natural forzoso de una causa natural forzosa (Carmona en Roa 269).

García describe sus reacciones al exorcismo de la siguiente manera: «Conforme iba leyendo, la enferma se agitaba más y más dándose gol-pes en el suelo sin caridad alguna, y agitándose tanto, que me parecía se iba a hacer pedazos» (García en Roa 209). Se discute eventualmente llevarla a la Casa de Orates, que a tres años de su creación, en 1857, aún tenía por objetivo, «más que lograr una asistencia adecuada para la curación del mal (...), el de excluir a estos individuos, dada la mo-lestia y el peligro que representaban para el orden social» (Camus 98).

Por ende, parafraseando a Foucault, se puede hablar, a propósito del caso de la endemoniada de Santiago, de «la proeza de entronización de la psiquiatría», situación en la cual esta se ve forzada a dar prueba de reconocimiento de su soberanía, su poder y su saber. Es decir, por una

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parte, de acuerdo a lo desarrollado con anterioridad, en los peritajes de Carmen Marín se trata de dar existencia, de preferencia como enferme-dad, a los motivos aducidos para una internación o una intervención psiquiátrica posible. Se puede ver operar la primera de las codificaciones descritas, ya que en el desdoblamiento administrativo médico aludido en cierto modo se retranscribe la demanda, siempre vaga, siempre di-fusa, como enfermedad y, con ello, se da existencia a los motivos de la demanda como síntomas de enfermedad. Por otra parte, y quizá más fundamentalmente, mediante el gesto del peritaje se da existencia como saber médico al poder de intervención y al poder disciplinario del psi-quiatra. Se puede hablar, por ende, de una doble prueba de entroniza-ción: «Entroniza la vida de un individuo como tejido de síntomas pato-lógicos, pero también entroniza sin cesar al psiquiatra como médico o a la instancia disciplinaria suprema como instancia médica» (Foucault, El poder psiquiátrico 308). El enfrentamiento entre Carmen Marín y los representantes del discurso médico, que es la oposición de fuerzas en la cual nos hemos centrado, no hace otra cosa que repetir, de manera indefinida, ese acto fundador, ese –mítico– acto inicial, a través del cual la locura va a existir como realidad y la psiquiatría como ciencia médica.

Obras citadas

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II. Escenas de lectura y escritura en el siglo XIX

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«El nombre del mal» Dos hipótesis sobre EL ROTO de Edwards Bello

Sergio Witto Mättig

Y el pueblo me decía que la gran oreja era no sólo un hombre, sino un gran hombre, un genio. Más yo jamás he creído al pueblo cuando ha habla-

do de grandes hombres, y mantuve mi creencia que era un lisiado al revés, que tenía muy poco de todo, y demasiado de una sola cosa.

Friedrich Nietzsche

El nombre Esmeraldo no se deja traducir si no es invocando la ex-ternalización de su economía interna, prueba de ello es que la novela El roto (1920) necesita exportar muchos recursos a fin de convertirlo en su referencia favorita. Recursos naturalistas, documentales, afectivos, retóricos... es como si el establecimiento definitivo de la obra obede-ciera a un montaje que se ha esmerado en borrar las huellas dejadas a su paso −esto no la hace menos sorprendente. Nos preguntamos qué razón pudo prevalecer en Joaquín Edwards Bello al momento de ele-gir dicho nombre para retratar al protagonista de su historia1. Y no

1 En el retrato, la memoria moderna como opuesta a la memoria inconsciente se consagra al escrutinio de su parte visible porque los criterios instrumentales del lenguaje operan allí con la solvencia inherente a la propia razón: el soporte técnico ejerce una soberanía relativa en orden a su reproductibilidad. Paradójicamente, la memoria del presente quedaría suspendida en el establecimiento de su origen y en la experiencia de sus crisis sucesivas. Esta incordia −defendida sin tregua por la retórica del progresismo− impone unas prácticas imprescindibles en su cadencia multiplicadora. Esta parece ser la ley que modula sus iteraciones: la posibilidad que acuña el develamiento total del mundo se hace indicativa en el modo de dis-currir asintomático de la plusvalía; las investiduras naturalistas que soportan las cosas se ven arrastradas por la lógica incesante del intercambio. Valga la referencia: Benjamin anuda la posibilidad de pensar el vínculo existente entre historicismo y fotografía en la medida en que descoyunta «los supuestos sobre los que dicha com-plicidad habría podido establecerse» (Collingwood-Selby 5).

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dejamos de hacerlo por motivos que pugnan por abrirse paso al ampa-ro de una hipótesis doble: 1) Una general. Edwards Bello interrumpe el continuum de una convención, aquella que responde a un elenco de nombres estables repartidos nacionalmente. Es sabido que la nomina-ción, sobre todo la referida al género, exigía entre nosotros cierta ido-neidad protocolaria capaz de conjurar cualquier impulso demasiado antojadizo o ambiguo. La teología del bautismo, como sacramento que imprime carácter, tutela sin remilgos el disciplinamiento del archivo civil hasta la Constitución de 1925. Pero no existe una buena manera en el engendramiento del nombre propio porque responde a una pre-viatura y, al mismo tiempo, al sobrevuelo sobre un descampado cuya frontera se descompone en intervalos imposibles de penetrar, a no ser por la invención que vendrá, siempre, de otro lugar. La costumbre hace que los nombres propios permanezcan, pero es poco probable que al pronunciarlos se pueda acceder al instante exacto de su llegada. No es posible aventurar, entonces, que el gesto de Edwards Bello responde a un espontaneísmo desprolijo libre de implicancias políticas. Si conside-ramos, además, que Esmeraldo connota el semblante histórico del roto chileno −a última hora «un individuo físicamente fuerte y moralmente débil» (Blasco Ibáñez citado en Edwards Bello 166)− el asunto adquie-re especial relevancia teniendo en cuenta el cosmopolitismo a que nos tiene acostumbrados el oficio literario; 2) Otra restringida. El vocablo Esmeraldo depone las cláusulas antropomórficas que constituyen al viviente en la medida de todas las cosas para sumirlo en la deformidad ontológica derivada de un presente que consuma la crisis del orden social. Queda por saber a qué distancia se encuentra la novela del idea-rio iluminista que la precede y cómo incide el acomodo fáctico de la época; importa evaluar si la peripecia de Emeraldo propicia el ordena-miento que se anhela o su reverso. Es muy probable que Edwards Bello introduzca un hiato en las formas de percibir la historia, que propicie un instante de suspensión con respecto a criterios de dominio público, sin desconocer que la razón moderna consiste en administrar su tra-ductibilidad con obediencia a principios y fines de carácter restringido.

La presunción según la cual Edwards Bello se orienta por una crí-tica dispuesta a socavar los efectos perniciosos del propósito moder-nizador favorecido por el Estado, resulta de una lectura desatenta de

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la novela porque dicha crítica no hace sino confirmar los principios iluministas que la inspiran. Andrea Kottow ha señalado con acierto que la aporía se muestra en la figura redentora de Lux que, en su vo-luntarismo trágico, representa el anverso humanista del plan nacional (162). El roto refuta, eso sí, la ideología que inviste al yo de atributos inapelables. Bajo esta contractura, Esmeraldo encarnaría una suerte de nihilismo en tanto desfondamiento del sentido histórico. Sus actos, de principio a fin, visan el arribo de la catástrofe (Portales), en la medida en que lo eximen de la teleología del orden imperante, obedecen al cur-so primigenio del instinto, saludan la dispersión y el riesgo, hacen fren-te a una inmanencia en cuyo límite sobrevive el vacío de la negatividad: la intuición cada vez más acuciante de un mundo sin forma. Esmeraldo no será el encargado de remediar tales circunstancias, su huida respon-de a un deseo sin memoria, se liga a ese instante arcaico suspendido en el borde externo de la comunidad trabado por la nostalgia de lo ele-mental. Con frecuencia, los estudios referidos al tabú han señalado que los nombres propios suelen estar orientados por acuerdos específicos al interior de cada cultura. No es extraño, por tanto, que Esmeraldo encarne un grado superlativo de mal que ya no sería privación de un bien, sino su diferimiento −toda vez que se deja persuadir por el entu-siasmo de una sensibilidad inconfortable. «El destino se ensañaba con él; había tenido la ironía de hacerlo sensible» (Edwards Bello 16).

A la vez, nuestra hipótesis recorta dos divisas independientes que cursan, sin embargo, cierto interés compartido: 1) El carácter bífido del nombre –roto/Esmeraldo– en tanto que bascula una microfísica del sen-tido; 2) La deformidad del mal como suplemento tangible de la historia. El lector familiarizado con el límite disciplinario haría bien en someter a crítica la pertinencia de ambos propósitos: lo espera la tarea ciertamen-te incómoda de poner entre paréntesis, cuanto sea posible, la finalidad didáctica añadida a la escritura. Ello comporta, no obstante, una expli-cación adicional. En primer término, los capítulos iniciales de la novela aparecen publicados en París transcurrido 1918, bajo el título La cuna de Esmeraldo. En su edición definitiva, dos años más tarde, El roto pue-de ser leído como una crítica al familiarismo nacido de la mixtura entre el excedente colonial y el ideal burgués a cuyo favor se sujetan los seg-mentos populares a fines del siglo XIX (Donzelot) y, a un tiempo, como

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artificio de un mundo novelesco donde los seres han perdido su halo. A riesgo de sincretismo, sin concesiones de rango probatorio, lo que de-manda, profusamente, el excedente del nombre propio a la antropología social y la poética del símbolo decimonónicas, es que el entorno natural y el devenir humano se revelan como bisagras de una afinidad interdicta. Si la tradición literaria europea pudo deslizarse, no sin cortapisas, tos-camente quizás, sobre la superficie de la obra, lo hace para resignificar el estatuto trascendental del ser humano en mero objeto que deambula en un espacio laberíntico2. En segundo término, Esmeraldo se confunde con el hábitat terrestre de la clase baja, de su semblante, de su ascen-dencia. «Tenía ese color aceitunoso y esa figura rotunda y agresiva de los efebos indígenas» (Edwards Bello 14). Su ecología parece despuntar, y no más allá, a ras de suelo, «las malezas de los instintos crecían en él sin freno» (14). Violeta, en cambio, se ubica en las antípodas, «tenía un gusto particular que la hacía sentirse superior: era fina y sensible, llena de exquisiteces y repugnancias, como las señoritas» (44).

La deformidad es interpelada sin tregua siguiendo la consigna más inveterada de la metafísica a condición de que exista un natu-ralismo moral legalizado por la experiencia perceptiva venida de lo alto. Se trata de la consigna que se apropia del ánimo de cualquier soberano. Es, en resumen, el rasgo más acusado de la virtud primaria del lenguaje la que produce, por defecto, la asimetría del mal. No es seguro que el platonismo teológico renuncie a su tarea inmemorial a fin de hacernos olvidar, alguna vez, que el cuerpo sucumbe a la defor-midad. Aun cuando buena parte del occidente literario no claudique en impugnar, a partir de aquí, la acometida de una extensa serie de esquematismos puritanos y estrechez moral, su arte precursor pare-ce inhibirse frente a lo que Soriano llamó «el impiadoso destino de los hombres» (175). Y no es otro el acuerdo que confina la obra de Edwards Bello. Así las cosas, El roto ha podido traspasar el margen

2 Desde finales del siglo XIX, la literatura europea se define por un gradual distan-ciamiento del influjo positivista. Ello se traduce en la relativización de la lógica, en el revisionismo de los valores culturales y el deshacimiento de la razón. El con-trapunto viene conjugado por el instinto. Ha lugar una apuesta acentuada por la crisis de la sociedad burguesa ya entrado el nuevo siglo (Alberes). Este modelo de interpretación se ampara en la antropología social sustentada, respectivamente, por Frazer, Durkheim y Lévy-Bruhl, comprobándose una rápida acogida por las élites ilustradas de América Latina.

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del verticalismo sustentado por el modelo físico propugnado por el Estado. El aplomo imposible de Esmeraldo se rige por las unidades de medición al uso –en tanto que todas ellas emanan, exceptuado el sistema métrico decimal, del cuerpo eréctil en disputa con la fuerza de gravedad– por la razón del todo evidente que el suyo se encuen-tra doblegado por el peso del mal: «[E]n el prostíbulo se decía con indiferencia que El Chincol estaba poseído» (Edwards Bello 17). El cristianismo no halla solo a Dios en sus orígenes, comparece también allí el ángel caído investido de un poder colosal; a él pertenecen las tinieblas, la naturaleza, el aire, las profundidades de la tierra, las en-trañas del hombre (Nancy, La declosión). «Un demonio revela fuerza, voluntad...» (Edwards Bello 78).

1. Microfísica del sentido

La microfísica del sentido interroga «la unidad del hombre... más allá de la posición erguida» (Derrida, El tiempo de una tesis 31), e in-troduce, habida cuenta de la lectura derridiana sobre Husserl, un asun-to capital: «[L]a prevalencia del querer sobre el decir» (Nancy, La de-closión 207)3. Bajo este expediente, la violencia ejercida sobre Violeta aplana cualquier prerrogativa que no sean los efectos clausurantes del lenguaje. No promete ser otra cosa que el ligue con la «sangre vertida» en la historia –según la fórmula reservada para la escritura política que suscribe Roland Barthes (24). El primer indicio de esta clausura se pro-duce como efecto reservado de una partícula que obedece las leyes de la lengua. El fundamento se muestra bajo el signo de aquello que puede ser administrado bajo todo respecto. Así, el movimiento ontológico de la presencia se aboca a la tarea de replegar sobre su propia represen-tación, sin descanso, la divisa de la estabilidad y del abismo (Derrida, Salvo el nombre). El recurso metafísico del Occidente se aviene con un

3 La dificultad radica en saber si el cuerpo participa de los cambios operados en la gramática o si alguna elección le está reservada habiendo ingresado en el sentido. Al hilo de tales argumentos se debe probar, además: 1) si la teoría del significante aporta algún privilegio adicional; 2) si es posible diferir el sentido del análisis ha-cia las posibilidades de la expresión. De paso, 3) mostrar cómo es que el lenguaje ha perdido sus prerrogativas universales y 4) si ello comporta la proximidad formal de un signo a otro.

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principio que responde a la retórica de la escisión, aunque sea solo en términos provisionales; el sostenimiento de lo inteligible y lo sensible, de lo necesario y lo contingente obedece, casi siempre, a un estado de cosas unitario interior al lenguaje mismo (Derrida, Otobiografías). Todas sus proposiciones culminan en la revelación de una proximidad conculcada por el vigor de lo inmediato, en el acabado de una alter-nativa que hace frente al brote del pasado, en el establecimiento de lo nuevo como atributo incondicionado de su existencia. En último análi-sis, la demanda del presente radica en un afán por deslindar el lenguaje de un evento que se tramita en su caída.

«Cuando llegó Clorinda (...) lo comprendió todo de una ojeada; primero se le agrandaron los ojos y quedó como muda» (Edwards Bello 96). El porvenir se cierra en la voz que se regodea en la infamia del ultraje, y el sentido pende sobre la horizontalidad del cuerpo; Violeta «lloraba en una posición que no admitía dudas» (96). La descripción se anuda a la tragedia; es precisamente su trivialidad lo que hiere en tanto que moviliza un saber sin límites. Y no es que el sentido se halle, en términos absolutos, indefectiblemente perimido, es «una exención de sentido» (Barthes citado en Nancy, La declosión 209), partícula úni-ca y retráctil, la que se ha vuelto autoinmune al bien promulgado por el significado. Dicho de otra manera, la sinrazón que opera en el ateís-mo de los conceptos, lo que Žižek llama en un movimiento de torsión operado por idealismo, «misterio irrepresentable en forma narrativa (...) es sencillamente el negativo de la claridad del mismo concepto» (94). «¡Siempre en la luna! (...) A ninguna la obligan, idiota; se grita, se patea, se muerde» (Edwards Bello 98). La violencia viene a favorecer el hábito de pronunciar, una y otra vez, lo que pudo ser el suelo común de la ignominia: los dichos de Clorinda coinciden con la idea no confe-sada, secreta, áfona, de que «el deseo consciente de rechazar el ataque masculino está subvertido por la moción inconsciente de alentarlo» (Forrester 84). Páginas antes, se nos comunica que Esmeraldo «delira-ba en su camastro ante visiones que nadie osara imaginar» (Edwards Bello 17). En este intervalo ajeno a la representación, el nombre propio se sustrae al sentido compuesto por el acontecimiento, a primera vista indiscernible, de su enfermedad: «La fiebre le ensanchó el cerebro, le despejó la vista, aguzándole la imaginación» (33). Ya recuperado, a

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Esmeraldo «le pareció que salía de su crisis con un renovamiento de energías» (17). Luego del trance, el sentido hunde sus raíces en la vo-luntad, y por desborde, deroga la historia: «Había vencido las pestes y vicios de su cuna» (17). Como excurso ligado a este «milagro» (17), la voluntad se topa con el nihilismo: «comprendía su pequeñez en esa inmensidad» (34). Las circunstancias adheridas a «los cuadros crudos de El Roto» (1), que «vienen a ser como esas fotografías de fieras que los turistas toman de noche en plena selva» (1), no descansan en una falta de sentido, hay que tener, al menos uno, para conducir súbitamen-te la materia al deseo inmoderado de una herencia intacta –tengámoslo por adquirido: «Podían meterla a esa gente en una casa moderna, con agua corriente, baño y cocina perfecta; al poco tiempo el baño sería almáciga y la cocina, gallinero» (80).

Desenfreno, desprecio por los principios, por las normas, por los buenos modos y por las leyes hacen que cualquier grupo humano acce-da a la producción de un sentido latente4. «Los pobres tienen su santa libertad, aunque no sea más que para poner una tetera sobre dos pie-dras» (33). Esto sería lo que resume, lo que subyace en la idea de roto estrenado el siglo XX; no por azar, esta especie de canalla padece su destino moral y suscita vigilancia y control. La marginalidad, incluso el delito, deviene artefacto en contraste con la apertura que reclama el progreso metropolitano. En tanto que la soberanía va perdiendo su recubrimiento, la administración de lo político vela por la rectitud de sus propósitos sustentada en un sistema ficcional cada vez más caóti-co, detentado por aquellos «interesados en perpetuar el desbarajuste» (78). El control funciona en el desorden. No obstante lo anterior, la teoría represiva viene determinada por un proyecto integrador y su-poniendo que sus efectos produzcan un nuevo ejercicio de gobierno,

4 Las referencias identificatorias responden a una comunidad de origen; de hecho, los nombres propios «no sólo designan a un individuo físico, sino que le asignan un papel activo y/o pasivo en el intercambio de las palabras» (Ortigues 85). La astucia de la retórica consiste en asignar un enunciado conocido a un sentido que resulta extraño, de modo que el efecto provoque una subsunción de lo menos conocido en lo habitual. Lo que el psicoanálisis enseña conjuga la dispersión del nombre propio a objeto que su referencia simbólica –Freud como significante del texto– pueda constituirse con derecho pleno. Se trata de la muerte del padre como condición necesaria del advenimiento de su función simbólica: habría que turbar a Freud para que dicha función pueda refrendar una obra posible de ser analizada, ya no desde Freud, sino desde su propia estructura.

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su emergencia no se efectúa al margen del tiempo. Lo que signifique la represión está comprometido con su correlato histórico. Aun así, cap-tar su sentido antes de la experiencia histórica significa franquear sus fronteras, darle rango axiomático al proceso en el que se despliega, im-plica subvertir un dato no verificable, pero que se presume adquirido. La represión se mide siempre por su capacidad de conjugar los hitos de la experiencia epocal cuyo eje de inclinación sería la crisis de un valor que no termina de abolirse. De ahí su necesidad de subordinar la jus-ticia y la libertad. Si la represión reclama un saber sobre el mal, todo parece sostenerse en un régimen autónomo que no tiene en cuenta la trama histórica según la cual ninguna iniciativa emancipadora puede situarse solo en el presente. En el siglo XX emerge una razón de Estado persuadida del bien que se desglosa de la actualidad. Lo que suturan ambas, no es la relación habida entre el entendimiento y su pasaje al acto, sino la distancia que las separa (Badiou) –esto parece coincidir con la consigna de la modernización.

La represión (justificada por una simpleza sobrecogedora y de una vigencia abismante) encuentra su límite en aquellos medios que la soportan. Sus prácticas responden a una mezcla que desprecia, a un tiempo que salva, las cláusulas del Estado de derecho. La primera dificultad que importa solventar es la de una supuesta unidad discur-siva que opera en su diseño interno, pero a sabiendas de que dicho equilibrio pertenece a una lógica que no es susceptible de reducirse a lo homogéneo (Le Guen). «¿Qué es lo que los convierte en seres aparte, en excluidos o en extraviados, en descentrados que deambulan por las calles…?» (Derrida, Canallas 85). La única legitimidad que pudo alcanzar el soberano fue disponerse al levantamiento de los súbditos ceñida a la divisa de su buena conducta; ahora se trata, en rigor, de administrar eficazmente las excepciones (Agamben, Estado de excep-ción). Descripciones tales como aquella «gente recia, de anchos cuellos, con caras bestiales y dominadoras» (Edwards Bello 34) –tratándose de las pandillas barriales–; o esa «cabellera espesa, lujuriante, acercándo-se a ambos lados de la frente sobre las cejas en diabólicos caracoles bri-llantes» (37) –en la fisonomía de Violeta–; ni qué decir de los detalles miserables que muestran los arrabales, no hacen más que exacerbar la microfísica del sentido en su exotismo. La miseria se conoce porque

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en ella, contrariamente a lo señalado por Nancy (Corpus), los cuerpos pesan sin mediar la delicadeza del tacto. Chocan, se derriban, sangran. Habría algo no esencial en esa gravedad que logra ser, en Edwards Bello, inteligible recurriendo solo a fórmulas no trascendentales, como esa «cara redonda que la seborrea hacía brillar» (158), o «las mujer-zuelas parloteaban acurrucadas en el único rincón que el sol respe-taba» (104). Esta es la clase de imágenes que persuade al autor para brindar a su relato un pathos gracioso e irreverente y, a su resguardo, disponerse a la criba del aparato estatal. De ahí que elija una lectura moderna del destino humano fracturada por la relativización catego-rial y cierta ambigüedad constitutiva. Lo que no calcula, obviamen-te, es la concurrencia de interpretaciones que se desprenden a partir de recursos como estos5. La Nota preliminar de la novela, a cargo de Alfonso Calderón, está allí para testimoniarlo.

La sensibilidad de Esmeraldo rehúye cualquier impulso vincu-lante y encuentra suelo en su conducta transgresora. Pero este modo de existir no puede entenderse como una serie de actos conscientes, constituye una práctica aprendida cuyo fuero va a estar orientado al desasimiento del lazo social. Desconoce la propia contingencia, unifica las aproximaciones a una realidad que trascendentaliza la fantasmá-tica del síntoma. Una vivencia temprana, con apenas 3 años, parece determinar, sabemos cuánto, «su abrupta naturaleza de inadaptado» (14); se dice que «Violeta fue a usurparle gran parte de los halagos y caricias pesadas de esas mujeres busconas» (14). A partir de este momento es posible que decaiga en Esmeraldo su interés por preser-var un orden supuestamente benéfico. A los 8 años todavía lo vemos «saltando por el basural; arrastrando latas de conservas de un hilo, jugando a la guerrilla o la barra» (14); pero ese hábito antiguo que es el juego y que «va de la mano con un sentimiento de tensión, alegría y

5 Se trata de una cuestión referida a la vida que no alcanza a contravenir la violen-cia de sus componentes próximos, aunque la organicidad del viviente querría per-manecer indemne frente a la herida que lo amenaza. Si la estructura social nacida en la polis griega se gesta al interior de un laminado urbano que ha traspasado sus propias fronteras, menos incierto es el porvenir que elige la base categorial de la vida política con residencia en la molécula de un analfabetismo agreste. De modo persistente, como si se tratara de una declinación ominosa, la zoé aparece caricaturizada en la lengua de los ciudadanos. Ser ciudadano equivale a conquis-tar certeza frente a los demás (Agamben, La comunidad que viene).

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conciencia que le permite advertir su diferencia con la vida cotidiana» (Huizinga 28), cede ante su resentimiento de niño: teniendo a la vista alguna manifestación de patrimonio económico «sentía que una fuerza misteriosa, invencible, le impelía a atacar» (Edwards Bello 14), pero también cede ante el entorno, junto a su hermana Violeta «los convida-ban con chicha y cerveza para que se fueran acostumbrando al delirio nacional» (15). Entre Esmeraldo y Violeta comparece una solidaridad de la que emana una servidumbre imprecisa. No puede existir el justo medio entre dos nombres porque no puede existir alguna semejanza en una mezcla que no le debe a la identidad su modo de existencia. Esta combinatoria no se puede precisar porque su advenimiento ha acon-tecido sin mediar aviso o está, por defecto, a punto de ocurrir. Hacer de la novela la colisión entre dos facciones antagónicas constituye el ardid cuya táctica se tramita en dependencia de un cometido espurio: saludando la normalización teórica en beneficio de las hipótesis de la incertidumbre encabestradas a las viejas virtudes de la enseñanza o del vínculo transferencial cuya cifra permanece confundida, no obstante, con el sosiego de lo establecido. Ni la militancia en favor de una creati-vidad pretendidamente soberana está libre de atravesamientos a veces microscópicos, ni la rutina más ocurrente garantiza su resguardo frente al poder de la opinión, que cualquier acto inaugural, por voluntarioso que sea, no está libre de sumarse al movimiento de la asimilación.

2. Suplemento tangible de la historia

La historia selecciona las alternativas o genera las condiciones ma-teriales que posibilitan relatos emergentes, en apariencia, muy distantes entre sí. El roto «constituye la escritura cifrada de prácticas discursivas cuyo exoterismo se encabestra a dispositivos ideológicos de fines del siglo XIX y comienzos del XX» (Witto y Kottow 233). El análisis his-tórico no acuerda, sin embargo, un trato indiferenciado que se remita al recorte de una definición estamental como si se tratara de un asunto localizado. Resulta inoportuno referirse a su trama con independencia de las representaciones o en asentimiento a un discurso específico que la traduce. Dicha cautela cobra sentido al inquirir sobre la obra de Edwards Bello. Tal como aparece esbozada en la constitución de la

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novela, la economía política hace parte de su ensamblaje como si, con vida propia o a la distancia, acuñara el curso de las palabras. «El pro-blema de la ficción es primero un problema de distribución de lugares» (Rancière 11). Así, el depositario de esa responsabilidad no refrendaría ninguna alianza, salvo el contraste con que se construyen, paso a paso, sus divisiones. Ya no es legítimo proceder por asimilación, los concep-tos han sido favorecidos mucho antes de reunirse en un texto, y estos parecen abrirse camino a fuerza de machete, aunque sin declarar, todas las veces, su elenco de referencias. El atavismo adherido al original pa-rece haber conquistado, acaso definitivamente, un campo de saber cu-yos efectos no dejan de fijar el trabajo orientado a la exégesis narrativa, pero mientras sus fallos obedezcan a un sistema inmodificable o sigan encauzados por conglomerados tradicionales de saber, el problema de su traductibilidad seguirá siendo el de un traspaso trivial e interesa-do. Este acuerdo –acatado sin doblez por la retórica del academicismo y el disciplinamiento editorial que lo adorna– aporta unas prácticas imprescindibles a la disyunción multiplicadora; esta parece ser la ley que modula sus iteraciones: la posibilidad que soporta el develamien-to total del mundo se vuelve indicativa en el modo de discurrir asin-tomático de la ideología; las investiduras naturalistas que portan los discursos se ven arrastradas por el débito de la censura. El archivo ejerce, de hecho y de derecho, fuera de toda sospecha, un «poder de consignación» (Derrida, Mal de archivo 11). El desfondamiento del orden gramatical no espera a convertirse en evidencia epistemológica, se atiene a la alteración que deja, en su ajetreo, el indicio de una huella. Edwards Bello contradice la sutura que propende a la monumentali-dad de las facultades, coopera al estatuto de una lectura contingente frente a cualquier clase de reseña autoinferida. Ninguna ficción puede sobrevivir sin antecedentes, ignorando el colapso de una lucidez que no deja de confiscar un ritmo fragmentario. Parece obvio que una tarea de esta envergadura solo puede realizarse en la medida en que se habilite, sumariamente, la superficie de inscripción de una crisis específica. Su crudeza está dominada por el cálculo donde la inocencia ha dejado de ser el mito primordial. El dolor, la sangre y la violencia parecen enquis-tarse en los valores más atesorados de la República. Si «cada signo so-bre el papel debía ser presentado como un signo precursor» (Derrida,

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Papel de máquina 210), todo parece indicar que el registro semiótico mantiene una distancia con el presente y corre el riesgo de importar, por dentro del enunciado, su diferendo con la historia. El inventario de todo aquello que ha podido quedar rezagado en el montaje del texto inaugura la posibilidad de una práctica que viene de participar, desde el inicio, en esa «metamorfosis irregular» (Witto y Valencia 135).

La remisión del entendimiento político a sus segmentos constitu-yentes escinde las pretensiones simbióticas de una monumentalidad dispuesta a reinstalar antiguos dominios; su carácter subalterno se re-siste a tutelar una visión holística de la contingencia. Cuando ingresa la literatura en el espacio público participa de una producción fisu-rada, desde el principio, por mediaciones autónomas. Lo que hasta ayer pudo articularse en torno a una realidad inapelable, ingresa, hoy, precedida por un cúmulo de simulacros provisorios; muchos de ellos resultan de una impostación inédita; el sujeto parece perderse aun que-riendo conjugar todos sus predicados (Agamben, La comunidad que viene). Cuando se afirma, afectos a una polémica presuntamente mo-derna, que el único problema de la razón política es ella misma, asoma, por lo menos, un cierto atrevimiento. La constante se refiere a la sospe-cha según la cual dicha razón se ha dejado persuadir para ordenar las condiciones de posibilidad de las que se ocupa a posteriori. El espacio de lo político parece volverse autoinmune frente a un afuera que in-terroga en registros menores y hasta borrosos sus metas y acuerdos; dicho espacio reuniría, en consecuencia, las iniciativas sectoriales para entregarse a la tarea de hacerlas comunicables de modo general. Lo que en un primer momento puede concitar el movimiento de la detrac-ción no se traduce en un reparto responsable del proyecto común: este sería el núcleo de su resistencia. En tal evento, la prerrogativa del poder político no es otro que el trámite de solicitudes y, por descontado, do-minio universalista sobre la totalidad. Ello redunda en la colonización de una zona virtual investida por la efectualidad volviendo incierto lo que para el fragmento hace parte de su cometido básico. Pero no conviene olvidar que es en referencia a los presupuestos desplegados por las demandas locales que la razón política funda su actividad; es intentando duplicar el mundo que articula su práctica discursiva. Solo respecto de la representación lo político diseña un mundo paralelo,

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pagando el precio de una identificación a ultranza con el soberano. Su sino no es otro que abrirse paso en un sinfín de conexiones oportunas.

El suplemento tangible de la historia opera como una reducción política de la ontología. «Un pensamiento no es otra cosa que el deseo de poner fin al exorbitante exceso del estado» (Badiou 314). En tal sentido puede entenderse la insatisfacción, ponderada ya por los grie-gos, frente a la desmesura. Resulta de aquí una imposibilidad –la de discernir con certeza los elementos menos visibles del Estado– según la cual Edwards Bello se relaciona con los signos que conforman la razón política de su época. No es posible pasar por alto aquello que señala Alfonso Calderón en su nota preliminar que sobrevive en la edición de 2006: El roto coincide con «la etapa anterior al alessandrismo» (citado en Edwards Bello 10). La desmesura viene precedida, según su parecer, por «el imperio de un caciquismo abominable, de un paternalismo co-rrupto, que se encubren bajo la apariencia de un orden constitucional» (10). Pantaleón Madroño es «el arquetipo» (10) del nuevo acomodo del poder. Arquetipo en tanto que no inventa nada original, sino que encarna un oportunismo secular que sabe capitalizar la contingencia. A Fernando le parecía, al verlo transitar por la calle Dieciocho, que «Don Pantaleón era un jefe, un caudillo» (29). El deslumbramiento de Fernando –no exento de afección patriótica, está allí el nombre de la calle para refrendarlo– es análogo al producido por el cadete militar que pasa frente al prostíbulo, «Violeta fue a mirarle, en éxtasis (...). Se encontró con los ojos militares y huyó colorada como un tomate» (38). Ambas imágenes son el contrapunto ignorado de un reajuste en el «determinismo social» (Blasco Ibáñez citado en Edwards Bello 169), encabestrado al «régimen feudal en que vegetan los campesinos» (51) y a «un respeto supersticioso por todo lo referente a la ciudad» (52). La guerra europea de 1914 había generado una expansión creciente de la economía norteamericana. En los países dependientes la coyun-tura bélica viene precedida por el incremento de productos básicos que demanda el conflicto. Sin embargo, a las naciones productoras no tarda en imponérseles el control de precios sobre el monto global de sus exportaciones junto a la fijación de precios proveniente del exte-rior. Estos factores desencadenan, inicialmente, una cierta reactivación de las industrias nacionales, pero dada la incapacidad de los países

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desarrollados para suministrar las materias primas y los alimentos re-queridos –basados en pronósticos que auguraban una contienda de larga duración–, los Estados Unidos diseñan una estrategia moderniza-dora a ultranza para una franja importante de economías regionales. Esta política coincide con aspiraciones desarrollistas, unidas a las vie-jas premisas del nacionalismo al interior de cada país. La secuela de la guerra se acompaña de una modernización que origina créditos para el incremento de la matriz energética, el transporte y la siderurgia, pero conserva, en su implementación, la matriz antigua de cada lugar.

A poco andar, la escasez de bienes de capital deviene en uso exce-sivo y endeudamiento creciente; las divisas nacionales arrojan un saldo desfavorable debido a la limitación de las importaciones; en el período de postguerra, estas se devalúan considerablemente como resultado del alza de los precios en los países industrializados y a su interés por la reconstrucción europea. Una vez terminada la guerra, dos índices se acusan con nitidez en la economía central: 1) la demanda interna es su-perada con creces a causa de la inversión en infraestructura; 2) el aho-rro no se condice con el crecimiento del sistema productivo. Bajo esta doble lógica se contrae la movilidad transnacional de la mano de obra. «A partir de 1920 comienzan a imponerse restricciones y limitaciones que conducen a la fijación de cuotas de inmigrantes en diversos países, incluso en aquellos que aceptaron un fuerte flujo migratorio europeo» (Sunkel y Paz 344). Estas son las condiciones que aparecen veladas en el encuentro de Fernando con su camarada, ese «hombre de tez rojiza (...) que hablaba con marcado acento extranjero» (Edwards Bello 58); habiendo compartido el destino común de los marineros, «se miraban ahora con recelo, se desconocían» (59). Y es el rechazo que produce Valparaíso si no es la vida que pulula en sus cerros, «la gente extranjera del plan es una aglomeración anodina de firmas comerciales sin espíri-tu ni patriotismo» (47). Iniciada por la quiebra de la Bolsa de Valores de Nueva York en 1929, la depresión interrumpe el funcionamiento del sistema liberal. Al contraerse la economía metropolitana, al reducir sus importaciones y suspender la inversión más allá de sus fronteras, se desata una crisis generalizada en las economías locales, situación que contrasta con el auge verificado entre 1925 y 1929. Dicho período se ve marcado por graves desequilibrios en virtud de la acumulación de

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existencias en los países exportadores de productos básicos (Rowe)6. La desconfianza de Edwards Bello frente a la transnacionalización del capital es el anuncio de algo que perdura: los extranjeros «en cuanto se enriquecen, arrancan dejando a los Patas de jaivas y sus mamitas abandonados en sus tugurios» (47).

3. Menos que uno

Solo es posible reinventar la memoria sirviéndose de imágenes in-cardinadas a una virtualidad que las preserve ya no del paso del tiem-po, sino de la amenaza del último minuto (Fez 237): el acontecimiento, la catástrofe, ingresa a fin de interrumpir la complicidad que se cierne sobre aquello que no puede ser incorporado al cálculo del bien. Toda prohibición mantiene cercano lo inalcanzable, rechaza y hace retro-ceder a quien pretende conquistar lo que se encuentra fuera de su al-cance. Lo intocable inaugura la posibilidad del tacto, de la retención, del detenimiento. Solo la voluntad de alejamiento hace posible una partida que se enseñorea en el punto preciso de su abandono. Se puede inferir que un don verdadero no pide nada y con ello le otorga al otro un espacio infinito (Nancy, Noli me tangere). Violeta habrá de tocar, precisamente, ese abandono atravesado por la vergüenza de su cuerpo actual. ¿Cómo hablar del porvenir cuando se ha tenido que recorrer hasta su extremo el abismo rectilíneo de su ruina? Recurriendo, quizá, al gesto que se detiene en el instante –aquel residuo que urde todo el pasado, pero que se fragiliza ante la amenaza del presente, que no

6 La baja de precios en el sistema central produce un descenso en los volúmenes de exportación, originando una caída del valor de las materias primas exportables. Las economías dependientes ven mermadas drásticamente su capacidad de pago. En este contexto, la crisis capitalista de 1930 sorprende a los países latinoameri-canos en situaciones muy variadas. La brusquedad de los ajustes redunda en una nueva vinculación financiera en las regiones donde venía verificándose un mayor desarrollo y una notoria diversificación productiva. Brasil, Argentina, México y Chile muestran un aumento significativo en la concentración urbana de sus respectivas poblaciones y asimismo en el nivel de ingresos de segmentos sociales ascendentes. El Estado, aliado a la internacionalización del capital, asume el rol de garante de los beneficios colaterales. Este crecimiento hacia afuera se muestra en el sector manufacturero, junto a la emergencia de grupos empresariales pode-rosos, de profesionales, de técnicos y de capas asalariadas con una incipiente mi-litancia política. Surge, por doquier, un interés generalizado por acotar el factor subjetivo donde recae el nuevo trato.

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contempla la requisitoria, esa brusquedad que se aploma en el tiempo de la duración. Los niños, con mucha dificultad, logran convencerse del paso del tiempo; solo tras un largo aprendizaje pueden convenir que existe un después encargado de tramitar el acontecimiento prove-niente del pasado, que existe algo alterable tras el horizonte brumoso de sus memorias. Esta sería, pensamos, un buen trato para Violeta.

Obras citadas

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La literatura nacional y la ciudadanía: cien años de asincronía simbiótica1

Juan Poblete

Me parece que podría empezar este texto invocando el inicio de un famoso ensayo sobre el testimonio. El crítico norteamericano John Beverley comenzaba, en 1989, preguntándose: «¿Generan las luchas sociales nuevas formas de literatura y cultura, o se trata más bien del asunto de cómo se representan [estas nuevas luchas] en las formas ya existentes?» (69). En el contexto de un balance del primer centenario de 1810 a 1910, podríamos leer la pregunta en los siguientes términos: ¿producen los Estados nacionales sus propias literaturas o se trata más bien de adaptar o incluso refuncionalizar las formas existentes o las nuevas emergentes? Como se sabe, Beverley sostenía que el testimo-nio, que en su obra temprana en colaboración con Marc Zimmerman estaba asociado siempre a las luchas centroamericanas en las décadas de 1970 y 1980, sería una forma nueva de representación literaria. A diferencia de la novela, que está centrada en sus presupuestos cultu-rales burgueses (el privilegio de la vida individual y la familia nuclear, por un lado, y de los espacios privados y urbanos, por otro), el testi-monio podría ser la forma cultural de una nueva política de lo neopo-pular emergente en las luchas revolucionarias centroamericanas. Con el correr del tiempo, Beverley habría de radicalizar su hipótesis para proponer que el testimonio, en tanto representación de lo subalterno, era una forma de postliteratura o anunciaba al menos el fin de lo lite-rario y del humanismo tradicional en que aquel se asentaba. En tanto postliterario, el testimonio se deshacía de la carga de la distinción entre

1 Texto presentado originalmente en inglés en el simposio internacional «Creating Affinities: 1810 and 1910 in Latin American Culture», organizado por Eva Lynn Jagoe en la Universidad de Toronto, el 6 de marzo de 2010. Revisado y traducido para su publicación en este libro.

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lo ficcional y lo no ficcional que definía a lo estético-literario, para abrazar las luchas y las voces de sujetos colectivos y reales, largamente sometidos a una historia de subalternización, por el Estado colonial español primero, y luego por sus herederos postcoloniales criollos en el continente americano.

Para Alberto Moreiras, en cambio, lo que el testimonio ejemplifi-caba era menos una propuesta positiva que una crítica radical o una pura negatividad. El testimonio –sostenía Moreiras, apoyándose como Beverley en el trabajo de los subalternistas indios como Gayatri Spivak y Ranajit Guha, pero sobre todo en la deconstrucción derridiana– re-velaba las aporías de la representación de lo subalterno en el aparato gnoseológico y epistemológico de la crítica latinoamericanista nortea-mericana. En tanto crisis de la representación, el testimonio era un sín-toma que revelaba los límites de toda representación de lo latinoame-ricano en el aparato académico norteamericano. En este sentido, más que oponerse a ella, el testimonio compartía con la mejor literatura su capacidad para explorar esos límites de lo representable y para decir, de otra manera, aquello que solo podía ser indicado indirectamente (Moreiras).

De este modo, mientras Moreiras abogaba por la capacidad única de la literatura de deconstruir los aparatos de la representación, Beverley declaraba el fin de lo literario y el comienzo de una época postliteraria. Moreiras encontraba mayores poderes representacionales en la literatura que en los estudios literarios. Tanto Beverley como Moreiras criticaban, por otra parte, la orientación modernizante, y por lo tanto estadocéntri-ca y eurocéntrica, de las culturas nacionales latinoamericanas (Poblete, «Latinoamericanismo»). En su trabajo sobre lo literario, ambos críticos destacaban, por un lado, la pregunta sobre cuáles habían sido las formas culturalmente dominantes en la historia de la nación y cuáles podrían, potencialmente, ser dichas formas en el futuro. Por otro lado, ponían de relieve la pregunta sobre cuáles podrían ser los modos del discurso aca-démico apropiados para estudiar dichas formas culturales.

Recientemente, Horacio Legrás ha reformulado con elegancia estas ideas. Legrás propone una tesis poderosa: «[L]a literatura es, simultá-neamente, un poder institucional e instituyente. En tanto institución la literatura es un conjunto de prácticas territorializantes que proponen

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La literatura nacional y la ciudadanía...

una forma específica de reconocimiento estatal de y a los ciudadanos nacionales» (Legrás 4). En cuanto poder instituyente o creativo, la lite-ratura es la «formalización del poder instituyente del lenguaje» (4) que hace posible el vínculo social. En un cierto sentido, la literatura qua poder instituyente siempre precede a la literatura como institución, en tanto afirma el carácter interpersonal y mutuamente dependiente de lo social y lo personal (the self). Para Legrás, la literatura latinoamericana ha sido definida por lo que él considera su proyecto histórico:

Desde el siglo XIX tardío la institución conocida como «lite-ratura latinoamericana» ha tenido la obligación de mediar entre un emergente estado nacional y una población privada del dere-cho a voto [disenfranchised]. Desde esta posición intermediaria la literatura ha intentado hacer consciente al estado de su propia y vasta heterogeneidad constitutiva. Al mismo tiempo, ha tratado de hacer que esas heterogéneas poblaciones sean conscientes de su destino nacional (Legrás 14).

De este modo, la literatura nacional tiene en su centro la idea de reconocimiento y este implica un doble compromiso: el Estado ético, involucrado en el proceso de formar y controlar a sus ciudadanos, le ofrecía a estos últimos un discurso auspiciado que los interpelaba como sujetos libres, pero, a cambio, exigía de esos mismos sujetos un recono-cimiento de su primacía: «[E]l estado proporcionaba reconocimiento a cambio del reconocimiento del estado» (Legrás 22). Este doble compro-miso nacional dependía, a su vez, de un doble compromiso de lo litera-rio. Mezclando sujeción con subjetivación, lo literario devino la práctica y el lugar para la institucionalización de la subjetividad en la moderni-dad. Esta subjetividad es tanto individual, autónoma y expresiva como social, determinada y limitante. De esta manera, la literatura ha sido «la forma hegemónica de la universalidad» (Legrás 8). A través de ella se afirma la completa conmensurabilidad de la experiencia del sujeto con su ubicación geocultural. La literatura deviene así una máquina perfecta de traducción e incorporación. A inicios del siglo XX dicha máquina se aboca al reconocimiento de poblaciones previamente no reconocidas que aparecen entonces como representantes del calce perfecto entre la nación y lo popular. El criollismo, el negrismo y el indigenismo son algu-nas de sus variadas manifestaciones. Esta máquina latinoamericana del

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reconocimiento encontraría su límite y su final en la obra de José María Arguedas que tematiza directamente «el reconocimiento como núcleo de la sujeción política» (Legrás 19). El énfasis de Arguedas en la intra-ducibilidad y la inconmensurabilidad destruye el mecanismo central de la máquina y hace colapsar la versión nacional literaria de la hegemonía universal, revelando que «el mecanismo de la representación es de hecho el elemento moralizador de la literatura» (Legrás 85).

En la segunda parte de este trabajo me gustaría usar estas indi-caciones teóricas para desarrollar un breve recuento del problema de la literatura nacional desde la independencia al primer centenario en 1910. Lo que me interesa destacar es cómo se manifiestan en dicha trayectoria los poderes institucionales e instituyentes de la literatura. ¿Cuáles son los actores y los espacios relevantes, y cuál el resultado hacia el primer centenario?

En 1812, en un artículo publicado en un periódico llamado apro-piadamente La Aurora de Chile, el sacerdote revolucionario Camilo Henríquez inaugura la reflexión postcolonial sobre la cultura nacio-nal y, más específicamente, sobre la literatura nacional en Chile. Su artículo «De la influencia de los escritos luminosos sobre la suerte de la humanidad» intenta, de hecho, extraer de la forma universal de la humanidad aquella otra que es propia del contexto chileno. Aquí, sin embargo, lo nacional todavía funciona más como el entorno dentro del cual se desarrolla una variante mucho más general de humanidad que como el contenido específico de una forma de discurso que refleja una determinada experiencia nacional. La humanidad puede cambiar, las semillas de la verdad pueden ser esparcidas y plantadas y, finalmente, pueden florecer. No obstante, los factores negativos que impiden este desarrollo son ya históricamente mucho más precisos: el colonialismo español y su herencia. Como en Habermas, para Henríquez hay una directa conexión y una progresión entre la esfera literaria y la política: «[L]as letras tienen su infancia (...) las facultades de imaginación se perfeccionan antes que las de pensamiento, observación y cálculo (...). Feliz el pueblo que tiene poetas, a los poetas seguirán los filósofos, a los filósofos los políticos profundos» (Henríquez 71). La función de estos políticos profundos será desarrollar «la sublime ciencia de hacer felices a las naciones» (Henríquez 72), y para lograrlo y hacer así que

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la fortuna del Estado coincida con la fortuna de su pueblo, es necesa-rio ilustrar a ese pueblo: «¿De que sirve escribir, si la barbarie es tan grande que no hay quien lea? (...) La ilustración debe hacerse popular, pero las instituciones antiguas fueron bien contrarias a la difusión de las luces» (Henríquez 71). Además de lo que juzga el mayor obstáculo, las ciencias en latín, Henríquez menciona «[e]l método escolástico, los planes de estudio de las escuelas, los óbices que ha encontrado la vul-garización de los libros útiles» (Henríquez 71).

Lo extraordinario de este breve escrito es la manera en que carto-grafía dos grandes áreas dentro de las cuales se desarrollaría, durante los próximos cien años, la discusión acerca de la literatura nacional chilena. El mercado de publicaciones literarias apelaría, de hecho, muy directamente a las facultades populares de la imaginación. Pero lo haría de dos maneras que al Estado le resultarían difíciles de re-conocer como adecuadamente chilenas: los folletines traducidos y de origen español, francés e inglés publicados en periódicos y, luego, sus descendientes nacionales. Esta sería, en cierto grado y en cuanto independiente del Estado, una manifestación del poder instituyente, autoformador y expresivo de lo literario. En segundo lugar, se reque-ría una transformación, remplazo o creación de las instituciones de la cultura nacional. Los intelectuales chilenos ocuparían buena parte del siglo XIX en el esfuerzo de implementar este lado instituido o institucional de lo literario. Los poderes instituyentes e instituciona-les de lo literario se manifestarían a su vez en una dialéctica entre, por un lado, la construcción de la comunidad como un proyecto social colectivo, desarrollado en la esfera de la vida cotidiana, y, por otro, la nación como un proyecto político abstracto del Estado. La literatura y, más específicamente, la lectura literaria aparecerían re-petidamente en dicha trayectoria como la mejor manera de hacer de la sustancia abstracta de la cultura, ya fuera civilizacional general o nacional específica, una práctica hecha cuerpo en la vida cotidiana de los sujetos. De este modo, Sarmiento, Bello y Blest Gana, para solo nombrar a tres de los autores más importantes en este decurso, desarrollarían sus respectivos diagnósticos sobre la educación popu-lar, la lectura de material impreso y el rol de la novela en el proceso de formación nacional. En términos generales, estarían de acuerdo

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con Camilo Henríquez en la necesidad de que las lecturas litera-rias se involucraran o se dirigieran a las facultades populares de la imaginación. Pero mientras Henríquez y Bello, enfrentados a una población mayoritariamente analfabeta o no lectora, propusieron educarla, Sarmiento y Blest Gana en las décadas de 1850 y 1860 se encontraron con una situación significativamente diferente (Poblete, Literatura). El problema era ahora para estos últimos cómo asociar-se o sacar partido de una práctica social cada vez más extendida: el consumo cultural de discursos aparecidos en periódicos o folletines. Ambos grupos de intelectuales, sin embargo, tuvieron que lidiar con lo que me gustaría llamar la misma relación, simbiótica pero asin-crónica, entre literatura y ciudadanía que caracteriza la vida cultural del continente. La genealogía crítica de lo nacional literario que ex-ploramos con la ayuda de Beverley, Moreiras y Legrás destacaba la profunda y simbiótica relación entre ciudadanía y literatura reales y potenciales en América Latina. Lo que demuestra el largo siglo XIX, que culmina en 1910, es cuán asincrónicas podían llegar a ser sus presencias respectivas. Cómo, mientras la literatura y la ciudadanía se llaman la una a la otra repetidamente, rara vez se hallan ambas copresentes o en perfecto calce y, con frecuencia, significan cosas diferentes para distintos actores sociales. Las razones de dicha asin-cronía tienen que ver con la multiplicidad de agentes y espacios en la producción de lo nacional literario.

Es posible distinguir al menos dos esferas de la producción y con-sumo de impresos y dos tipos de prácticas que intentaron crear, expan-dir y administrar dichas esferas y sus mercados. La esfera cívica está constituida por el conjunto de prácticas que tienen lugar en los múl-tiples estratos y clases que constituyen la sociedad civil en su sentido amplio (es decir, abarcando al menos versiones populares y elitarias de esferas públicas). La esfera estatal, en cambio, involucra los numerosos esfuerzos del Estado para desarrollar políticas públicas sobre las publi-caciones impresas y sus lecturas. Estas abarcan desde los esfuerzos edu-cacionales para extender la escolaridad y la producción de textos esco-lares hasta los fondos destinados a la creación de bibliotecas públicas y periódicos oficiales. Desde una perspectiva histórica, la conexión entre la nación y la lectura literaria consiste en las relaciones (colaboraciones

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y contradicciones, puntos de intersección y divergencia) entre aquellas dos esferas, y las formas de territorialización y subjetivación que pro-movieron o hicieron posible. Una esfera pública nacional y una esfera literaria nacional son conjuntos contradictorios y diversos de discur-sos producidos y circulados por múltiples actores a través de vastas redes de mediaciones. En el siglo XIX, esos actores son centralmente el Estado, la Iglesia católica y los diferentes públicos generados por la emergencia de un espacio mercantil moderno. Cada uno de dichos ac-tores produce, de una cierta manera, su propia versión de lo nacional literario. La mediación la proporcionaron los periódicos y las novelas, pero también las hojas sueltas, las cartas privadas y públicas, los pan-fletos, revistas y álbumes, entre las formas impresas, y las múltiples prácticas orales y visuales (tanto de élite como populares), entre las no impresas (Poblete, «Reading»). Todos estos discursos mediados y las prácticas de los actores que los hicieron posibles, aunque mutuamente dependientes o simbióticos, se mueven a velocidades diferentes y con diversos grados de éxito en momentos específicos de la historia de la nación. Su fricción y falta relativa de sincronización, y los esfuerzos desplegados por hacerlos marchar al mismo compás, son las caracte-rísticas definidoras de cualquier historia literaria nacional.

Quiero concluir llegando, de alguna manera y casi como el apura-do conejo de Alicia en el país de las maravillas, al primer centenario, según lo prometido. Para ese entonces lo nacional literario en Chile presenta, quizás, un aspecto paradójico. A través del trabajo de una se-rie de académicos alemanes importados para modernizar la educación chilena –así como el ejército, es decir, las dos armas básicas del Estado chileno posterior a la guerra del Pacífico–, el sistema de educación pri-maria había prescindido en sus clases de lengua del tradicional modelo de la imitación de los grandes autores del pasado y había adoptado, en cambio, un método de composición basado en la expresión de la expe-riencia de la vida diaria del estudiante. Dicha experiencia se plasmaba, además, en la superficie limpia y normalizada de los cuadernos escola-res proporcionados por el Estado. La nueva asignatura escolar para la producción de nuevos estudiantes nacionalizados recibiría el nombre de Castellano. Su innovación principal era el paso de la deducción y la norma a la inducción y lo empírico. Aquí la práctica debía remplazar

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a la memorización, y la repetición debía dejar su lugar a la expresión natural de un sujeto firmemente situado en una realidad local y nacio-nal. Esto suponía un marcado contraste con la supuesta universalidad de la subjetividad generada en el contacto con los clásicos y su funcio-namiento paradigmático y, de hecho, preparaba el terreno para la pos-terior llegada a la escuela de una nueva forma de lo nacional literario como mediación hegemónica. Apenas dos décadas más tarde, Chile produciría su propio movimiento criollista.

Obras citadas

Beverley, John. Against Literature. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993.

Henríquez, Camilo. «De la influencia de los escritos luminosos sobre la suerte de la humanidad». Testimonios y documentos de la literatura chilena. 1842-1975. Ed. José Promis. Santiago: Nascimento, 1977; 69-72.

Legrás, Horacio. Literature and Subjection. The Economy of Writing and Marginality in Latin America. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2008.

Moreiras, Alberto. The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies. Durham: Duke University Press, 2001.

Poblete, Juan. «Latinoamericanismo». Diccionario de estudios culturales latinoamericanos. Ed. Monika Szurmuk y Robert McKee Irwin. México: Siglo XXI/Instituto Mora; 159-163.

—. «Reading National Subjects». The Blackwell Companion to Latin American Culture and Literature. Ed. Castro Sara-Klaren. Massachusetts: Blackwell, 2008; 309-332.

—. Literatura chilena del siglo XIX: entre públicos lectores y figuras autoriales. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2003.

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Entre las letras y la política: revistas culturales chilenas de 18421

Marina d. A. Alvarado Cornejo

Introducción

El origen y la irrupción de las revistas culturales en Chile fue un proceso discontinuo2 y complejo, cuyo despliegue lo reconocemos a partir de la década del cuarenta en el siglo XIX. Sobre los inicios de las publicaciones de revistas dentro del país, José Victorino Lastarria comentó:

Dos periódicos literarios, en la forma de las revistas europeas y nutridos de artículos serios y originales o traducidos, fundan aquellos emigrados en Valparaíso. Uno de aquéllos era ‘La Revista de Valparaíso’ fundada en febrero de 1842 por Vicente Fidel López, con auxilio de las producciones de Gutiérrez y Alberdi,

1 Este trabajo forma parte de mi investigación Fondecyt Iniciación en curso, n° 11110316, titulada «Proceso de legitimación discursiva de las revistas culturales y literarias chilenas (1842-1894)».

2 En La arqueología del saber, Foucault explica que «una formación discursiva se define [al menos en cuanto a sus objetos] (...) si se puede mostrar cómo cualquier objeto del discurso en cuestión encuentra en él su lugar y su ley de aparición» (72). En este trabajo, la formación no es estable ni única, sino que depende de las superposiciones de «estrategias discursivas» que la revista despliega y experimen-ta, en tanto envites provenientes desde otras revistas. Otra noción que interesa para esta investigación, también de Michel Foucault, es la «función autor». En consonancia con las «estrategias discursivas» de las revistas para participar de las pugnas en la esfera de producción, la identificación de este desplazamiento auto-ral propone que las revistas visibilizan discursos transgresores que contravienen las tradicionales consideraciones del 1800, donde la figura del intelectual (sabio, político, literato) es tomada como prototípica para los productores del período. No obstante dichos antecedentes, encontramos que tal «personaje» se tensa y contraviene, justamente en las revistas, demostrándose un deslinde entre el sujeto histórico (enunciador), y el sujeto del enunciado, quien apelando a la complicidad de estas publicaciones produce diferentes elementos con una «intención de signi-ficación» (154).

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todos ellos argentinos emigrados. El otro era ‘El Museo de Ambas Américas’, publicado por Rivadavia y dirigido por el colombiano Juan García del Río (citado en Valdebenito 60-61)3.

El recuerdo de Lastarria orienta sobre el proceso de incorporación de las revistas en Chile, la distinción de las mismas desde el entramado de publicaciones del período, y las necesidades que habrían llevado a que el autor de Don Guillermo y varios más4 las consideraran proyec-tos adecuados para plasmar sus ideas inscritas en su mayoría bajo la corriente liberal de la época, dentro de esta novedosa y eficiente pro-ducción textual. En este sentido, las revistas fueron textos favorecidos por la Generación del 42, debido a que su principio de construcción discursiva se posiciona desde la libertad formal y enunciativa, fluc-tuante entre las intenciones individuales y colectivas, y los propósitos de provocar (en el sentido performativo) reacciones efectivas entre sus receptores mediante propuestas críticas respecto de las tareas funda-cionales de la nación5.

Los intelectuales argentinos mencionados en la cita publicaban crónicas en las revistas allí señaladas, las que, entre varios asuntos, enjuician el estado del desarrollo cultural, artístico e intelectual his-panoamericano y chileno. Frente a las apreciaciones emitidas por los trasandinos, Lastarria y los demás colaboradores de sus periódicos no solo se sintieron interpelados y en ocasiones hostigados por los visitan-tes, sino también instados a evaluar, criticar y cuestionar los ámbitos recurrentes que allí aparecían, desplegando estrategias de trabajo para

3 Las citas respetan la ortografía de la época. 4 Entre los productores preocupados por las revistas se encuentran Antonio García

Reyes, Jacinto Chacón, Francisco Bilbao, Eusebio Lillo y Manuel Antonio Matta. También, Miguel Luis Amunátegui, Manuel Matta, Guillermo Matta, Diego Ba-rras Arana, Gregorio Víctor Amunátegui, Benjamín Vicuña Mackenna, y Joaquín y Alberto Blest Gana.

5 Sobre los alcances de los proyectos fundacionales de los letrados americanos, concentrándose en los proyectos de Lastarria y Sarmiento, Álvaro Fernández se-ñala que «[e]l nacionalismo cultural adoptó en el Cono Sur de América Latina una persistente voluntad por delimitar el perímetro de inclusión de las emergentes estructuras políticas. Los relatos que intentaban dotar de sentido la transición de la colonia al momento poscolonial buscaron producir narraciones útiles para definir sus naciones en el espacio y en el tiempo. La dimensión temporal de la Nación fue uno de los problemas más atractivos para los letrados, interesados por fijar conceptualmente ese objeto intangible» (141).

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Entre las letras y la política: revistas culturales chilenas de 1842

dar respuesta a la falta de proyectos culturales, referirse a la escasez de originalidad en la literatura chilena6 y, lo que nos interesa especial-mente para este artículo, repensar los lineamientos vigentes sobre las publicaciones de revistas/periódicos en Chile. Este período, por tanto, está marcado por una «libertad creativa como distancia de toda des-proporción (...) un medio camino que aspiraba esquivar tanto la obse-quiosidad a la tradición como los trastornos derivados de una crítica contumaz e indisciplinada» (Jocelyn-Holt 440).

El presente trabajo se propone abordar el problema de la mane-ra en que los aportes y las provocaciones de las revistas El Museo de Ambas Américas y La Revista de Valparaíso, encabezadas por ar-gentinos avecindados en Chile, favorecieron la producción de revistas de intelectuales chilenos, desencadenándose gracias a estas novedosas prácticas discursivas el proceso de descolonización intelectual. Esta pregunta es resuelta siguiendo el análisis de las apropiaciones, cruces intelectuales y polémicas respuestas publicadas en El Semanario de Santiago (1842) y La Revista de Santiago (1848), ambas dirigidas por el liberal José Victorino Lastarria, a los juicios aparecidos en los perió-dicos de los trasandinos exiliados temporalmente en Valparaíso.

La primera parte del artículo explica la importancia de estudiar las revistas y de distinguirlas de otro tipo de publicaciones periódicas. En segundo término, se analizan algunas crónicas7 publicadas en las revis-tas forjadas por los intelectuales argentinos cuyo nudo argumentativo es la evaluación del estado del progreso de la cultura. Luego, a partir de la selección de textos críticos y metacríticos, se abordan las revistas El Semanario de Santiago y La Revista de Santiago, las cuales destacan por su contrapropuesta o respuesta discursiva hacia las inquietudes de las publicaciones editadas en Valparaíso. Finalmente, el artículo pro-pone algunas conclusiones basadas en el diálogo entre el corpus selec-cionado, las ideas y discursos de intelectuales concentrados en el siglo XIX y la prensa, y el problema que motiva este artículo.

6 En esta afirmación hago referencia directa al «Manuscrito del Diablo», de Lasta-rria, y a la crónica «Causas de la poca orijinalidad [sic] de la literatura chilena», de J. Blest Gana, ambos textos publicados en La Revista de Santiago en 1848.

7 En esta ocasión solo me ocuparé de dos crónicas aparecidas en cada uno de los periódicos editados en Valparaíso por los autores argentinos indicados.

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2. A la siga de las revistas

Sobre la relevancia de las publicaciones periódicas y las consecuen-cias de estas, Diego Barros Arana evaluó que «la publicación de un dia-rio en Santiago, en 1842, y luego la de otros nacidos al calor de las apa-sionadas contiendas políticas, le había dado [a la capital] un movimiento de que antes no se tenía la menor idea» (citado en Valdebenito 88). Con estas palabras, el historiador valida el impacto social que tuvieron los periódicos y el protagonismo de estos textos dentro del proceso de con-formación de la opinión pública.8 Barros Arana sitúa el surgimiento de diarios políticos en una época posterior al de periódicos de temas gene-rales, asunto que entendemos como consecuencia de la eficacia simbólica alcanzada por las publicaciones impulsadas como proyectos de grupos interesados en reconocerse y diferenciarse a partir de la configuración discursiva de sus respectivos proyectos y propuestas sobre la nación. Es por esto que nos aproximamos a las revistas culturales como poseedoras de prácticas textuales y discursivas reconocibles para la constitución del campo intelectual9 nacional durante el siglo XIX y, posteriormente, de los campos cultural y literario chilenos, y no solo como textos-discursos equiparables, desde su análisis histórico y teórico, a otras manifestacio-nes propias de la época (diarios, almanaques, órganos y libros).

La principal distinción o movimiento operado por las revistas fren-te a los diarios radica en la preocupación que las publicaciones del 42 expusieron acerca de la necesidad por especializar, disciplinariamente, las diferentes esferas de la sociedad, asunto que se manifiesta en los subtítulos que acompañaban el título central de la publicación (litera-ria, política, científica, histórica, humorística, entre las más reiteradas). Este ordenamiento respondería a la modernización de los discursos intelectuales, distantes del relato universal y homogeneizante para, de este modo, dar paso a las fronteras de especialización necesarias para conformar una identidad nacional.

8 El concepto de opinión pública lo operacionalizamos desde Habermas.9 La noción de campo la contextualizamos siguiendo la sociología de la cultura de

Pierre Bourdieu.

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3. Estado de la cuestión: provocaciones amargas

Las revistas de Sarmiento y Fidel López, El Museo de Ambas Américas y La Revista de Valparaíso, respectivamente, abrieron sus páginas con crónicas sobre la situación literaria «general», planteando que los chilenos carecían de poesía debido a la mala orientación y la tendencia de los estudios, ya que, por el fuerte influjo ilustrado y afran-cesado de Andrés Bello, los intentos por renovar el repertorio10 resulta-ban más lentos y menos efectivos. Este tema abrió las páginas del cuar-to número de La Revista de Valparaíso, con la crónica «Clasicismo y romanticismo» de Vicente Fidel López:

En este siglo se ha comenzado una revolución que ha cam-biado la faz y las leyes de la literatura moderna. Cualesquiera que fueren las simpatías que nos ligaren a unos más que otros con los sistemas contendentes, la revolución mencionada es ya un hecho consagrado y que aunque sea mal mirado por algunos que no la comprenden todavía, a nadie le es dado destruir ni negar por qué está estampado ya en las páginas indelebles donde está escrita la historia del pensamiento moderno. Los resultados de esta revolución han salido del patronato de los genios que la inauguraron y están consolidados en el patrimonio intelectual de los pueblos civilizados; lo que quiere decir, que ellos han pasado a ser la propiedad del vulgo (...) la opinión y la fuerza moral de una ley (...). Esta pretensión del pensamiento moderno de hacer entrar la poesía y el arte al servicio de la mejora de los pueblos es el resultado de las anteriores innovaciones. La literatura que hoy producen los pueblos adelantados del siglo (...) [es una ten-dencia] que empezó a revelarse con la lucha del clasicismo y romanticismo (4: 122).

La producción literaria es puesta como materia capaz de refrescar los imaginarios sociales y culturales, y también como un fundamento primordial para reorganizar aquello en lo que ya se ha avanzado. En este sentido, la estrategia argumentativa de la crónica es hábil, debido a que da por tarea lograda el cultivo de escrituras con temas concer-nientes a lo nacional, otorgando así el estatus de tradicional a esta clase de propuesta estética. Por ende, junto con recrear un relato sobre el

10 El repertorio (Even-Zohar) corresponde al agregado de leyes y elementos (ya sean los modelos aislados, ligados o totales) que rigen la producción de textos.

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saber literario, busca generar confianzas en aquellos letrados interesa-dos o al menos inquietados por dicha línea escritural.

El Museo de Ambas Américas, por su parte, amplió la discusión sobre las letras, transformándola en un asunto que incumbía tanto a la producción escritural como a la amplitud y enriquecimiento del in-telecto humano. La crónica «Delicias y ventajas del estudio» aborda esta cuestión:

¿Desea variar de objeto el amante de las letras? Cansado ya de recorrer los grandes espectáculos de la creación, y los cie-los, y de viajar por la tierra, quiere pasear por el mundo moral, entregarse a las mas puras emociones del pensamiento con los escritores que se han desvivido por la felicidad del linaje huma-no; o vagar por las regiones de la imaginación, darse a las mas puras emociones del alma con la naturaleza ideal de los poetas y ver poblada su soledad con los hombres (...). Ni faltan nombres distinguidos en los fastos de las letras, entre nosotros los descen-dientes de los españoles, La Gaceta de Literatura, en Méjico, el Periódico de Bogotá, el Mercurio Peruano (...), publicados bajo el sistema colonial, otros cien periódicos que vieron la luz des-pués de la revolución, contienen rasgos brillantes (13: 23-29).

Ya no es la escritura placentera la que se promueve como aquella actividad intimista, pues no provoca solo satisfacciones a quienes la ejercitan. La invocación es precisa desde el título del apartado en ade-lante, pues es posible mantener la «delicia» no solo por el uso y abuso de la imaginación, sino que a partir de la especialización de la práctica escritural gracias al «estudio». Esta especialización es la que, según se indica en la misma cita, ha transformado a hombres en figuras conno-tadas, al extremo de ser publicados en periódicos importantes, asunto que se busca replicar entre los productores de El Museo y sus ilustres lectores. En definitiva, siendo un escritor profesional y cuidadoso de su actividad no se deja ser un agente influyente dentro de la esfera social.

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4. La novedad en las revistas: EL SEMANARIO DE SANTIAGO y LA REVISTA DE SANTIAGO

Los textos citados de las revistas de argentinos se constituyeron en la antesala de las publicaciones de los intelectuales nacionales. La opi-nión pública y las funciones de la prensa variaron entre el Semanario de Santiago, de 1842, y La Revista de Santiago, de 1848, cambios que dependieron, a nuestro entender, de la revaloración de la figura del intelectual sobre quien recae la función y la labor de la prensa. Para el caso del Semanario, el intelectual propicia y participa de polémicas, de contiendas discursivas que le permitirían activar el diálogo entre los le-trados, es decir, exportar desde el espacio privado (el salón) su opinión hacia el público (la sala de redacción y las páginas del periódico).

La Revista, por su parte, dio paso a cuestiones sociales, culturales, pedagógicas, literarias y políticas, pero ya no con un tono informativo, sino que problemático y crítico, situación que emerge desde la necesi-dad de producir y reproducir subjetividades alternativas que deriva-rían en un espíritu nacionalista; en definitiva, dar a conocer sus juicios y provocar posturas conflictivas.

En 1868, Lastarria expuso su visión respecto de la producción lite-raria de los últimos 30 años, haciendo claras alusiones al plan de 1838:

(...) atacar el pasado y preparar la regeneración en las ideas, en el sentimiento y en las costumbres (...) era un plan de guerra contra el poderoso espíritu que el sistema colonial inspiró a nues-tra sociedad (...). Pretendíamos reaccionar contra todo nuestro pasado social y político y fundar en nuevos intereses y en nuevas ideas nuestra futura civilización (citado en Subercaseaux 42-43).

Su lectura apunta hacia una separación cronológica de los tres momentos de significación y apropiación de la prensa como proyecto angular para alcanzar las expectativas fundacionales, las cuales distin-guimos como independización efectiva, descolonización ideológica y modernización intelectual11.

11 Álvaro Fernández se refiere en su trabajo ya referenciado a los relatos enunciados por Sarmiento y Lastarria a través de distintas vías (discursos, conferencias, dia-rios), cuya finalidad era abordar el problema del nacionalismo cultural para defi-nir las naciones. Si bien su hipótesis de trabajo me parece clave para comprender

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El Semanario hizo su presentación oficial, el 27 de junio de 1842, mediante un «Prospecto» que señalaba lo siguiente:

Ante todas cosas debemos hacer una solemne protestación de que nuestro periódico no entra en el número de aquellos que se destinan a una oposición constante y en algunos casos injusta, contra el Gobierno establecido. Puede que alguna vez emitamos opiniones sobre tal o cual medida del nuestro (...) cuando ya las ciencias han comenzado á estender su bienhechor influjo sobre su suelo, en fin, cuando un vasto comercio le pone en contacto con todas las naciones del universo, mengua seria que en Chile no hi-ciese también algunos esfuerzos para formarse una literatura. En vano intentaríamos pulir y perfeccionar nuestras costumbres, sin el cultivo de las bellas artes: en vano pretenderíamos sin él difun-dir y hacer progresar el estudio de las ciencias (...) las columnas del Semanario de Santiago estarán abiertas á las composiciones, tanto poéticas como de cualquier otro jénero, con que se dignen favorecernos (...) Por conclusión diremos que, proponiéndonos hacer la lectura del Semanario lo más instructiva y divertida que esté a nuestros alcances, nos preparamos á dar noticia y algunos análisis de las obras interesantes que así sobre materias literarias como científicas, se publiquen recientemente, en español ó en otros idiomas (...) (Semanario de Santiago 1: 1-2).

A diferencia de la demás prensa, el Semanario de Santiago instauró un compromiso discursivo que le permitió demarcar un proyecto claro para identificar tanto a los agentes que están tras él como a los poten-ciales lectores y posibles nuevos participantes de este. Las afirmaciones respecto del distanciamiento de asuntos gubernamentales destacan la necesidad por independizarse tanto de los temas como de los poderes del Estado, sobre todo de aquellos que pudiesen resultar polémicos y que se apartaran de cuestiones atingentes al desarrollo de la literatura. El Semanario, en consecuencia, representó el desencuentro social, cul-tural y literario del período, asunto sobre el cual Augusto Orrego Luco puso su atención a través de un artículo publicado en la revista Atenea:

los alcances del concepto de nación de la época, dentro de este estudio otorgamos mayor preponderancia a la aparición y publicación de revistas en tanto agentes disruptivos, inmediatistas y de mayor alcance para la reorganización de las pug-nas y, en definitiva, de los nuevos relatos fundacionales.

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El 14 de Julio de 1842 apareció el Semanario, periódico, que el señor Lastarria se había propuesto hacer, al principio ór-gano exclusivo de las nuevas tendencias literarias, y que siguien-do después los cautelosos y prudentes consejos del señor don Andrés Bello, organizó como una manifestación más completa de todo nuestro movimiento intelectual, entrando a formar parte de su redacción jóvenes que venían de los campos más opuestos en la literatura y en política (100: 317).

El consejo de Bello, escuchado y obedecido por Lastarria, orien-ta sobre quién decide lo que es saber y quién sabe lo que conviene decidir. Optar por una revista político-cultural y no exclusivamente literaria habría restado legitimación a los discursos expuestos en dicha publicación, quitándole veracidad y credibilidad frente a los destinata-rios. Es decir, no estaba el conjunto de condiciones para este saber que Lastarria intentó incluir dentro del conjunto de discursos existentes, lo cual explica por qué el autor de Don Guillermo desplegó propues-tas enmascaradas tras las mismas estrategias discursivas prexistentes y preponderantes.

Esta publicación posicionó a la literatura como una necesidad, pues sin ella no se conseguiría el objetivo de instruir al país y, en con-secuencia, lograr progresar integralmente y no solo en las actividades comerciales. La literatura es apreciada también como un medio para facilitar el desarrollo de temas científicos, cuestión que creemos se re-laciona tanto con el acervo cultural y la misma comprensión lectora de los interesados en dichos asuntos. Es decir, los argumentos en los cuales las propuestas de esta revista intentan validar la especializa-ción y divulgación de la producción literaria se afirman en objetivos «convenientes» y legitimados por los agentes institucionalizadores de la época.

El saber literario, además, se aprecia como vehículo adecuado para forjar o fundar las representaciones simbólicas de las costumbres pa-trias y reafirmar el discurso histórico, de allí la convocatoria que se hace para presentar textos literarios de cualquier género que versen sobre temas nacionales. Dicho valor documental de la literatura se afir-mó en los testimonios de las columnas editoriales y de las crónicas del Semanario donde sus redactores, inspirados de un pragmatismo propio

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de su compromiso público, daban a conocer su sentir de época, como se lee en el apartado «Literatura»:

Comienza á jerminar en la juventud de Santiago una afición á las letras antes desconocida. Numerosas sociedades se forman en diversos puntos, óyese por todas partes el ruido de la discusión, los periódicos se consagran á las cuestiones del gusto, el teatro apenas puede contener la brillante concurrencia que va a poner allí en ejercicio el corazón y la mente. Parece que un soplo de vida ha venido a animar aquella masa no ha mucho tiempo inerte y fría. Empero, ¿bajo qué auspicios se desarrolla este jermen precioso? ¿Qué principios le servirán de guía en sus primeros pasos? ¿cuál será la tendencia que deberá tomar? He aquí materia de graves consideraciones de que deberían ocuparse con la más circunspecta atención los primeros hombres del Estado (...) esta afición a la literatura que tan rápidamente se ha difundido hasta enseñorearse de los espíritus, no es, a nuestro ver, una de aquellas inclinaciones pasajeras que el viento de la moda suele dar (...) es un movimiento que trae su orijen de causas más elevadas e importantes y que debe prolongarse en lo futuro ejerciendo un influjo inmenso en la suerte de la República (...) [aquí queremos] descubrir el orijen de ese movimiento literario para que podamos comprender su carácter y su tendencia, para estimarlo en lo que realmente vale. Nosotros creemos ver en él la acción poderosa del siglo, que comienza a obrar sobre nosotros (...) (Semanario de Santiago 2: 04).

El reconocimiento abierto que a través de este artículo se realiza con respecto al naciente interés, más aun, del movimiento de jóvenes literatos, tiene por principal propósito informar sobre ello e instalarlo como un tema de relevancia, razón por la que se plantea la necesi-dad de situar el problema de lo «literario» a nivel estatal. Creemos que ello es una estrategia para institucionalizar la literatura y de este modo «nacionalizarla» y acentuar su especificidad en tanto saber, ya sea como el resultado de la producción de un grupo de agentes, o bien como materia de estudio en las escuelas. En este sentido, no es de ex-trañar que tanto en el Semanario como en la revista de 1848 se abran espacios importantes de discusión sobre la «enseñanza del castellano».

En relación al posicionamiento y la «publicación» de los debates, ambos aspectos se concentran en las polémicas entre los agentes in-volucrados dentro de este proyecto cultural y los de El Mercurio de Valparaíso. Sobre este hecho, Augusto Orrego Luco comentó:

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La nueva publicación fue recibida por Sarmiento, en EL

MERCURIO, con una benevolencia alentadora; pero López12 la re-cibió, en el periódico que redactaba en Valparaíso, con una bene-volencia llena de reservas (...) En aquella delicada situación, en que secretas rivalidades sociales venían a unirse a las punzantes rivalidades de las doctrinas literarias, esa crítica indiscreta iba a ser el germen de una polémica de inevitables asperezas.

En el segundo número del SEMANARIO apareció un artículo de Sanfuentes sobre el romanticismo, cuyo fondo era la sátira punzante de un artículo que sobre este mismo tema López había publicado en la REVISTA, y al día siguiente de esa publicación provocadora aparece en EL MERCURIO una invectiva mordaz y espiritual de Jotabeche.

Esos dos artículos daban a las rivalidades literarias el colorido de rivalidades nacionales: romántico y argentino eran sinónimos, lo mis-mo que lo fueron romántico y extravagante, que clásico y autoritario (...) (Atenea, 100: 318).

Las agresiones mutuas que los intelectuales «textualizaron» en diarios y revistas indignaron aun más a Juan Domingo Faustino Sarmiento, haciendo suya la causa sobre el romanticismo y el espíri-tu nacionalista de los argentinos. Además, para los impugnadores del romanticismo la nueva escuela literaria parecía extravagante y desen-frenada, inclusive.

La Revista de Santiago encabezó su primer número, en abril de 1848, con el siguiente «Prospecto»:

En esta época de transición un nuevo periódico es un cam-peón más para la discusión universal i constante en que se ajita la humanidad. La prensa que tan grande i tan útil se muestra bajo tantos respectos, es también la voz negativa de todo (...) en ella se refleja como en una fuente cuanto pasa en la sociedad: ninguna fórmula neta de civilización y de política, mil opinio-nes, mil sistemas, mil lenguajes: todo vá i viene, retrocede, se contradice se querella, se choca, se admite, se repele: todo es un remolino perpetuo de formas i de figuras extrañas: dura todavía aquella danza fantástica de la edad media, en que la muerte diri-jiendo el baile, arrastra en la misma cuadrilla al venerado papa i al humilde monje (...) esperar que la jeneración existente se

12 Se trata de la crónica que cité al inicio del trabajo, titulada «Clasicismo y roman-ticismo», publicada en La Revista de Valparaíso.

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lo prepare con ardor i con fé: justo i natural es pues que desde luego pongamos nosotros el continjente que nos toca en tan fe-cunda i preciosa tarea (...) (1: 05-06).

Hay en estas palabras una declaración de principios y de com-promiso con la exposición y evaluación de los cambios del acontecer literario y de los agentes involucrados en este, así también con la apro-piación de la «cuestión literaria» a fin de convertirla en tema de Estado con alcances en la Academia y la escuela, todo ello con el propósito de nacionalizar su práctica. Entiende esta revista, además, que es en sí misma un espacio textual propicio para pugnar posiciones dentro de un campo en ciernes: el político-cultural-periodístico.

El posicionamiento que esta publicación asume dentro del con-junto de publicaciones periodísticas, sería, acorde a lo que el mismo «Prospecto» expone, la «voz negativa»; es decir, no es una revista que vaya a dar cuenta respecto de cuestiones oficiales, sino que se hará cargo de situaciones que evidencian las contradicciones y vacíos de la sociedad chilena, específicamente la santiaguina, en la que, al igual que en «La Danza de la Muerte», alegoría medieval carnavalesca que se menciona en la columna, las instituciones tradicionales están funcio-nando al revés. Es por ello que esta revista, a diferencia del Semanario, tuvo un tono confrontacional y menos evaluativo:

Agitándose las cuestiones más vitales de organización y de reformas sociales (...) no es posible que la Revista se mantenga indiferente (...). De hoy en adelante la Revista tratará la política con más detención, ya sea ilustrando algunas cuestiones, o bien apreciando los hechos o emitiendo sobre ellos su juicio (1: 07).

La publicación del 48 asume un compromiso que se nutre desde las estrategias propias de la esfera política, motor que alentó la acti-vidad insolente de Joaquín Blest Gana. Es la responsabilidad social y discursiva que enuncian los agentes involucrados en este proyecto lo que motiva a Carlos Ossandón a tildar a este período y a esos produc-tores como «publicistas», ya que esta revista permitió la constitución y el despliegue de una figura muy activa que realiza unas funciones diferentes a aquellas que consagraron a los hombres de Estado con

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proyectos fundacionales como Andrés Bello. Este es «el publicista, una modalidad enunciativa (...) que se confunde con las labores del proto-periodista y del político, y que está básicamente preocupado por dis-cutir aquellas cuestiones reguladoras de la sociedad civil y política» (249).

Joaquín Blest Gana, destacado protoperiodista, se afianzó en la redacción de artículos llamados «Ensayos literarios i críticos». Entre los más polémicos está «Causas de la poca orijinalidad de la literatura chilena»:

Difícil, sino peligroso, es el desempeño del tema que me he propuesto, no por la dificultad que puede presentar al investiga-dor determinar las causas que más pronunciado influjo ejercen en la poca orijinalidad de nuestra literatura (...). Hai en nosotros un desidioso abandono, una neglijente incuria que en valde que-rría disculparse, una carencia casi absoluta de espíritu nacional, que ejerce su influencia harto notoria en nuestro progresivo de-sarrollo (...). Tendamos la vista a nuestro rededor, parémonos un instante a contemplar nuestro pasado glorioso i nuestro actual modo de ser, servilmente amoldado no a la exijencia nacional, sino al antojo de sociedades extranjeras que han inoculado en nosotros un espíritu bastardo, puesto que no es el fruto espontá-neo de nuestra organización. Nuestra cuna ha sido arrullada por la brisa de libertad que se respira en el Nuevo Mundo (...). La llama original, es decir la Americana, que debía arder en nuestro cerebro, se debilita i extingue al soplo Europeo (...) (21: 58-60).

La necesidad por una literatura nacional y la extensión de una li-teratura americana ya había sido expuesta en la revista del 42, así tam-bién la postura antirromántica, evidenciable en la crítica contra el mo-delo europeo alimentador principal de las élites oligárquicas chilenas. El tratamiento temporal en la crónica echa mano al «pasado glorioso», pero no en alusión a la Colonia ni menos a la Conquista, sino que al indígena prehispánico, el cual simbólicamente es significativo debido a los conceptos que engloba (rebeldía, valentía, identidad, entre otros), convirtiéndose en el referente más útil para impulsar la modernización de las ideas de nación.

Otro de los textos controversiales que esta revista publicó fue El Manifiesto del Diablo, de autoría de Lastarria, aparecido en 1849. Allí afirma:

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La sociedad de Chile tiene fondo i superficie como el mar: en el primero están aconchadas todas las heces de la colonia es-pañola; en la superficie aparece un barniz a la moderna, que le da un color tornasol e incierto, pero que participa mucho del color francés. Cualquiera que vea a los chilenos vestidos a la europea, con su aspecto serio, sus modales cultos, su oficiosa hospitalidad al extranjero, cree hallarse en un pueblo civilizado i cristiano, como cualquiera otro (...). Mas es necesario no dejarse alucinar: así como el mayor enemigo que tiene la araña es el individuo de su especie, el chileno no tiene un enemigo más implacable que el chileno mismo. Cada uno de ellos es enemigo de todos (...). Al fin tiene un término esa carrera, i esto no es poco, porque llegar a ser pelucón, como llaman en el país de los aristócratas, es más que alcanzar a loor en Inglaterra (Tomo III: 301-302).

El Manifiesto se enfoca en denunciar las superfluidades de la so-ciedad chilena y la falta de identidad característica en la copia ridícula de costumbres europeas, sobre todo de aquellos pertenecientes a los sectores conservadores. Mantiene, por tanto, el mismo hilo argumental de Blest Gana, pues se subraya la búsqueda de lo originario para las costumbres cotidianas y material primario para la producción literaria nacional.

Lo último instala el problema de la profesionalización del escritor e independización de su labor tanto temática como económicamente, pues escribir sobre lo nacional no solo implica desapegarse de los mo-delos peninsulares, sino también aceptar a priori el desplazamiento que ello implica. Pone, por tanto, su atención en la falta de autonomía de quienes intentan dedicarse por completo a las variadas prácticas litera-rias, como lo es la proyección y producción de revistas u otros bienes periodísticos, asuntos graves considerando la misión descolonizadora de cada uno de los aspectos enumerados. Esta advertencia se lee en el siguiente fragmento:

La carrera del literato no tiene término. ¿En qué deseais ejercitaros? ¿en el foro, en la poesía, en las ciencias, en el diaris-mo? Elejid, que siempre obtendréis lo mismo (...). Si sois poeta, sois digno de compasión. ¡Pobre poeta! O sus versos no son bien medidos o no tiene imaginación (...). Haceos diarista. ¿estáis loco? ¡Oh! Eso es ponerse por sí mismo en el potro: quiereis ser

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mártir (...). El diarista13 tiene por enemigos a todos sus lectores, en primera fila, i en segunda a todos los que tienen la noticia de sus talentos i de su ocupación, i en tercera a todos los que no saben nada (...) (Tomo III: 303-304).

La dedicación exclusiva a la práctica literaria es sinónimo de mar-ginación, de pérdida de capital simbólico frente a los agentes que par-ticipan de otros campos como la historia o las ciencias. Por lo mismo, este texto señala las pérdidas y las reglas del juego de lo que implica desvincular la ocupación del escritor del resto de las esferas de la vida social. En definitiva, La Revista se concentra en el ejercicio del letrado en su función exclusiva como escritor, entendiendo que la inculcación del discurso sobre la necesidad de una literatura nacional como activi-dad fundamental para el proceso fundacional fue una tarea que había empezado a cumplirse en 1842.

5. Conclusión

Los comentarios vertidos por los intelectuales argentinos en las re-vistas publicadas en Valparaíso, cuyos ejes centrales apuntaban hacia la evaluación y enjuiciamiento de la situación cultural americana y chile-na, propició que los letrados chilenos cuestionaran su propia situación y repensaran su posición y roles dentro de los lineamientos sociales y culturales preexistentes. Las provocaciones y amargas disputas, favore-cieron, por tanto, la discusión sobre qué era la nación, en qué punto de su formación se encontraban, y cómo eran aquellos aspectos críticos que estaban impidiendo o retrasando los progresos ideacionales. A partir de lo anterior, posicionamos a las revistas culturales como los proyectos predilectos de los circuitos intelectuales locales, pues, por una parte, eran un formato fresco y novedoso, lo que en sí mismo ya llamaba la atención; pero, por otro lado, simbólicamente, no guardaban las atadu-ras significativas de los diarios, entendidos como el logos oficial de los

13 Entendemos la integración de la figura del diarista, así también del tema llamado «diarismo», a partir de Poblete, quien plantea que «la democratización y mul-tiplicación, sin precedentes en la cultura tradicional, de las voces sociales legi-timadas por su registro escrito, puede proporcionar otra ventana para apreciar el impacto de esta ampliación real y potencial del público lector y de los objetos textuales a su alcance (...)» (Poblete 123-124).

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saberes decimonónicos. En este sentido, las revistas analizadas en este trabajo permitieron dar cuenta, aunque en términos generales, de los tres momentos que señalamos para distinguir el proceso fundacional: independización efectiva, descolonización ideológica y modernización intelectual.

Finalmente, el proceso aludido arriba se materializa enunciativa-mente en los cambios de la opinión pública desde El Semanario de Santiago a La Revista de Santiago. Mientras en la primera destaca el ego de quienes allí colaboraban, en la segunda solo opera la autoría desde su poder simbólico en pro de la inclusividad, apelación y res-guardo de un «nosotros».

Obras citadas

Revistas El Museo de Ambas Américas 13 (1842).El Semanario de Santiago 1 (27-06-1842); 2 (14-07-1842).La Revista de Santiago 1 (1848); 21 (1848); Tomo III (1849).La Revista de Valparaíso 4 (1842).

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El escritor decimonónico: proezas y mitos de una invención (Lastarria y Jotabeche)1

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i. Introducción

La constitución de un tiempo fundacional no puede sino provenir de la voluntad de ruptura de la continuidad histórica a manos de un agente de singular poderío político y simbólico, determinado histórica y concretamente como una clase social o agente de dominio legitimado o en vías de estarlo. Un estudio que instaure la idea de fundación solo puede ejercerse desde dicha perspectiva, o bien desde la distancia y la abstracción histórica que permite el paso del tiempo, pero a sabiendas de que el acto fundacional es una abstracción. Es en ese sentido que la fundación de las naciones americanas, con todos los estropicios que ello conlleva para el orden colonial (estrellado ya contra su propia inoperancia), no es sino la consecuencia directa de la voluntad política que instaura, en el espacio europeo, la ingente burguesía, clase hege-mónica que sustenta su ideología de dominio sobre una nueva concep-ción espacial, política y cultural que tiene en la nación su más preclaro fetiche geopolítico. Y no es sino a ese tiempo al cual puede estar remi-tido el gesto fundacional decimonónico, subsumido por una operación de individuación o de autonomía que podemos reconocer en la discur-sividad ilustrada, en la invención de la libertad y del sujeto moderno que desarrolla estrategias de reflexión referidas hacia sí, como también modos de emancipación relativa frente a algunas instituciones.

1 Este texto forma parte del Proyecto Fondecyt de Posdoctorado n° 3100047. Pro-yecto «La escritura de José Victorino Lastarria. Literatura, historiografía, isoto-pía y contaminación textual».

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La tarea de interpretación del pasado, desde la perspectiva cultu-ralista, ha puesto en el centro de la voluntad del saber universitario, en el lenguaje de Foucault, la restitución al siglo XIX de un eje cen-tral entre las zonas inexploradas de la literatura hispanoamericana. Se trata de una renovación crítico-literaria e historiográfica que surge como consecuencia de una situación de inepcia en la que entraron los estudios literarios tras la contracción del estructuralismo. Las inquisi-ciones de Bernardo Subercaseaux (1997), Susana Rotker (2005), Julio Ramos (2003), Roberto González Echevarría (2000) y Mary Louise Pratt (2011) han tramado una nueva construcción del siglo XIX, desde una perspectiva que supera las marcas y limitaciones de los estudios literarios anteriores. La superación de las perspectivas biográficas e historiográficas, al menos como las conocimos antes de 1980 (la fecha es imprecisa como impreciso ha sido ese proceso) dejaron un vacío que fue llenado por una perspectiva crítica más rica en dimensiones antro-pológicas, sociológicas y, sobre todo, en la profundización de las inves-tigaciones relativas a la naturaleza compleja de la escritura. Siempre necesarios a la hora de reforzar una imagen simbólica y unitaria del mundo, los intelectuales universitarios hemos reconstruido la historia sobre la evidencia de un siglo (un tiempo) oscurecido por la compren-sión y métodos imperantes de una época distinta. Pero sobre todo, hablamos de un tiempo edificado dentro de una lógica mecanicista: se propiciaba la reproducción de las contradicciones del siglo XX desde el raciocinio de las clases y de los conflictos políticos en el escenario pa-sado del XIX. Sobre la unificación del sujeto histórico se ha edificado la noción de identidad nacional, particularmente sobre aquellos relatos que, según afirman algunos críticos, han organizado un «proyecto» de nación, que no es sino la narración teleológica del sujeto ilustrado en la versión kantiana de la autonomía.

Buscamos, en este artículo, negar la estabilidad del argumento uni-ficador (por cierto, construido en la lógica de las oposiciones binarias instaladas por el mecanicismo filosófico), sobre la base de un ejemplo situado en la historiografía literaria: la identidad del escritor decimo-nónico y su adscripción política a dos bandos contrarios (esquema fá-cilmente refrendado por la oposición de civilización y barbarie repetido hasta el hastío). La primera condición sobre la que se puede sostener

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lo que se ha dado en llamar identidad –no discutimos acá la fragilidad del término–, es la construcción de un referente espacial común que coincide con un referente simbólico y/o lingüístico. La primera de esas condiciones para la construcción de la identidad de una nación es pa-sar del «yo» (disipado en individuos pertenecientes a distintas esferas sociales y culturales) al «nosotros» (producto de un conjunto de siste-mas de solidaridad entre los miembros de una comunidad constituida por relaciones más o menos homogéneas en términos de élite, clase so-cial, grupos de poder o excluidos de este último). Lo más significativo que potencia las condiciones del «nosotros» es que sea, a la vez que un modo de pluralización del sujeto, un fraseo que codifique la exclusión del «otro», de la alteridad que dificulta los límites más o menos plau-sibles de la pluralidad compleja sobre la que se sustenta el «nosotros».

Una cuestión fundamental de la verosimilitud del nosotros es que posea una narración que respalde el origen común: un relato o una le-yenda que explique la unidad, siempre forzada, de una nación que, en realidad, no está aglutinada sino por un conjunto de empalmes ideoló-gicos. De este modo, la tradición es una entelequia, un relato sostenido en una urdiembre que niega el caos de los acontecimientos, inteligibles e incomprensibles a la experiencia y al restringido horizonte de las ciencias humanas. La tradición pareciera ser una costura que borra las diferencias sociales o étnicas a favor de una convivencia pactada para la sujeción de unos y el dominio de otros.

En el contexto de los albores de la revolución ilustrada-romántico-liberal de Hispanoamérica, en particular de Chile, podemos ver varios ejemplos de cómo los distintos actores en pugna realizan, en una suer-te de selección cultural, los relatos que refrendan la unidad nacional. Francisco Bilbao (1824-1865), discípulo de Lastarria (1817-1888), en un hecho muy propio del vacío de significados inherente al escenario postcolonial, intenta fundar el ideario de la juventud vanguardista re-publicana de la nación sobre la base de un libro que suplante o aniquile la tradición bíblica, sin negar ninguna de las estrategias de aglutinación unitaria de la sociedad a la que se busca reordenar en el espacio del territorio nacional. Bilbao procura fundar la nación sobre las prácticas de escritura: todos los problemas tecnológicos y materiales, de saberes y creencias allí implicados se arraigan en las estrategias unitarias de la

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discursividad religiosa. En efecto, en El evangelio americano (1864) comienza con una frase que indica este sentido antes afirmado: «Las nuevas generaciones de América no tienen libro». Y agrega, en seguida:

La idea de la justicia, su historia, la esposicion de la verdad-principio, su caida, su encarnacion en el Nuevo-Mundo, con los atributos propios del progreso de la razon emancipada, con la originalidad que reviste en la vida americana, con la conciencia magna de sus nuevos destinos inmortales que fundan la civiliza-cion americana, hé ahí ideas que debe contener la Biblia ameri-cana, el libro americano, el Koran ó lectura Americana (6).

El oficio de la escritura se adquiere, por cierto, con la práctica, pero es ella misma la que había estado ausente en la vida cultural de la capitanía. Lejana colonia de la corona española, Chile vivió dicha época entre las vicisitudes de la guerra y el aislamiento respecto del desarrollo material que la riqueza americana estimulaba en Europa y en la metrópolis del virreinato. La escritura y la lectura serán prácti-cas conventuales y propias de abogados y administrativos, como se ha demostrado ya con creces2. Sus condiciones de posibilidad se deben asociar a cuestiones materiales, concretas, como la existencia y el ac-ceso a libros, bibliotecas, profesores: a una red de relaciones y objetos con los cuales se activa la escritura y sus tecnologías. Pero la escritura, como el oficio, no son sino fenómenos indisociables de otras escrituras, así como el habla individual es continuidad de los actos de habla de la comunidad que precede a esa mónada llamada sujeto; es una actividad que está asociada, en la época de la que nos ocupamos, a la presencia absoluta de la cultura europea. Independiente de las voluntades indivi-duales, se trata de una actividad europeizante, ligada más que a un des-tino3, a formas de hacer, creer y pensar venidas del continente europeo.

2 En su texto La ciudad letrada, Rama ha dado cuenta de este fenómeno en el que la actividad escritural se asocia a la administración del imperio y a la vida monacal, en lo fundamental, para ir extendiéndose a otras esferas «profesionales».

3 Efraín Kristal desarrolla la idea ahistórica de un inefable «destino americano» tanto de los padres independentistas como de quienes les secundaron. Se trata, a nuestro juicio, más que de un destino, de una elección que se fundamenta en la noción de libertad e independencia que emerge con la actividad comercial de la clase burguesa de los criollos (la que será la clase dominante hispanoamericana), que veía con dis-tancia a los indígenas y a los negros no porque antes que todo fuesen unos individuos racistas, sino que ambos grupos étnicos habían participado del desarrollo económico

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2. Nosotros y (no) ellos

A José Victorino Lastarria le corresponde hacer el acto más propia-mente fundacional de las prácticas de escrituras asociadas a la iniciación o inauguración de la identidad nacional.4 Este es el intersticio, o acto fun-dacional, desde nuestra lejana mirada, en el que emerge el «nosotros» de la escritura en Lastarria, cuando al concebir la literatura nacional con-trasta su «nosotros» con el «ellos» de la nacionalidad española. Se trata de «[la] misma nación que nos encadenaba a su pesado carro triunfal» y que es la misma que «permanecía dominada por la ignorancia y sufrien-do el ponderoso yugo de lo absoluto en política y religión» (Lastarria, Recuerdos literarios 97). Antes que un creador poético, Lastarria es un teórico5 en tanto expone el programa político-cultural de su época y de sus pares. Por su parte, la crítica y la reflexión sobre la literatura no es sino algo que se encuentra tras las prácticas que Andrés Bello (1865-1871) ya ha instruido mediante la creación de medios escritos en los que se ejerce la crítica literaria, inspirado, como estaba desde su estancia en Londres, en el desarrollo de los principios de la prensa moderna y de la opinión pública. Lastarria, sin embargo, no tiene un corpus del cual ocuparse para discutir, criticar o más simplemente reseñar, como lo había hecho Bello con La araucana (1569, 1578 y 1589), por ejemplo, incluyéndola como antecedente irrenunciable de las letras americanas6.

alcanzado básicamente como esclavos y en su mejor situación como inquilinos. Dificulto que la clase dominante hubiese estado inspirada solo por buenas inten-ciones, así como no lo están hoy, sencillamente porque la discriminación es an-tes que todo un criterio económico y productivo subrayado por una consecuente fundamentación ideológica. Una versión acabada y mejor desarrollada está en el argumento de José Luis Romero (119-172).

4 Alfredo Jocelyn-Holt denomina a este acto la primera manifestación de «nacio-nalismo programático» de la inminente cultura instaurada por la oligarquía na-cional (426).

5 Al respecto, el texto de Víctor Barrera es un notable esfuerzo por sistematizar el nacimiento de un pensamiento crítico en Chile, en concomitancia con Bello y en paralelo con otros autores americanos.

6 Este es «el primer documento serio y coherente sobre la función de la literatura y los caminos que han de recorrer los escritores chilenos en el futuro» (Foresti 190). No se trata solo de un manifiesto literario programático, sino también de algo más, ya que se inserta en «una concepción historiográfica liberal que ve en la literatura un instrumento para el desarrollo del espíritu, que la concibe como una instancia que, unida al desarrollo natural de la sociedad, permitirá que el país alcance su plenitud histórica» (Subercaseaux, Historia de las ideas 53).

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Bello tiene no solo una compulsión por el orden y, en esa misma lógica de continuidad antes que de ruptura, mira la nación americana como una prolongación de la historia europea. Esto está testimoniado en sus Silvas (1823-1826) y, además, claramente descrito en sus discusiones o polémicas sobre la historiografía.

En su «Discurso de inauguración de la Sociedad Literaria» de 1842, Lastarria comienza con la infalible cita en francés de Lamartine.7 Este discurso muestra la voluntad de interrumpir la continuidad histó-rica de la larga noche colonial. Es también el aprendizaje de la gestua-lidad ilustrada y revolucionaria transformada en poder, es el inminente ritual iniciático que funda la tradición sobre un espacio que cobija al nosotros de la nación. Antes que la ficción, la fantasía o la imaginación romántica, lo que se instala es la perspectiva crítica, el ensayismo, la escritura de sí, el testimonio, la mirada aguda que busca las fallas sis-témicas que justifican el atraso y el desvarío de las clases dominantes con las que Lastarria no guarda una complicidad manifiesta, ni menos una estela de identidad (al menos no en principio ni en su programa histórico particular); por el contrario, es con la oligarquía hacendada con la que no tendrá ni días ni noches de paz, ni posibilidad alguna de conciliación en la medida en que el abogado rancagüino se convierte en la espina en el zapato para las ambiciones de la propiedad eclesiás-tica en concomitancia con los antiguos encomenderos. Quizás se trate, en las pretensiones fundacionales de Lastarria, de lo que afirma Noé Jitrik para Facundo en tanto expresión de «riqueza de la pobreza». Este oxímoron describe la marca de nacimiento, o la fe de bautismo, que contradice el funcionamiento omnívoro de la tradición europea: América deja de codiciar, abandona lentamente la posibilidad de ser una continuación de ese «espíritu», para ser en definitiva un ensayo de una nación que se desovilla desde una nueva matriz.

Lastarria procura desbrozar la identidad del «nosotros» (los ameri-canos) y el «ellos» mediante una operación de exclusión que raya en el narcisismo cultural de los jóvenes capitalinos, deslindando la influencia española a la lengua, refundando la cultura sobre un nuevo pacto. Sus

7 El discurso es pronunciado el 3 de mayo de 1842. La cita de Lamartine que se lee es la siguiente: Quand nous sommes plus, notre ombre a des autels, / Oú le juste prépare à ton génies / Des honneurs inmortels.

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parámetros están «en el pueblo, en la historia patria, en las peculiarida-des sociales, en el paisaje y en la naturaleza americana», como afirma Bernardo Subercaseaux (Historia de las ideas 54).

Por otra parte, se desatan diversas polémicas que buscan ajustar el ideario de la clase dominante. De hecho, en las polémicas sobre el ro-manticismo que se suscitaron en la época, Lastarria no participa, aun-que sí lo hacen José Joaquín Vallejo, Jotabeche, y por cierto, Sarmiento, Vicente Fidel López y Sanfuentes, algunos de los cuales pensaban que el romanticismo era un estilo en declive, inútil para la realidad que les tocaba vivir.

3. El «nosotros» de la provincia

Jotabeche8 (José Joaquín Vallejo, 1811-1858) contestará a la divul-gación de las modas románticas con un tono despectivo. El escritor es seguidor inocente de Mariano José de Larra, o Fígaro (1809-1837), figu-ra irrenunciable del liberalismo romántico español, de quien confiesa ser un fervoroso lector. De la misma manera displicente contesta a quienes se aproximan a las ideas liberales y a toda la ritualidad que tiene aso-ciada esta forma de pensamiento. Dichas ideas, por entonces, causaban furor entre los escasos asistentes a tertulias y salones donde se ventilaban las ideas transmitidas que viajaban desde Europa, y eran traducidas de modo incierto mediante la lectura de manuales llegados en los baúles de Bello y José Joaquín de Mora (1783-1864), este último, maestro gadi-tano tanto de Lastarria como de Jotabeche en el Liceo de Santiago. Sin embargo, Jotabeche, que había llegado a la capital desde Copiapó, beca-do por el gobierno de Francisco Antonio Pinto, es renuente a las modas y las influencias extranjeras, sin dejar de estarlo, como queda claro por sus propias confesiones, a las formas de la escritura que venía de España. Respecto del romanticismo afirmaba, en «Carta a un amigo», publicada en El Mercurio de Valparaíso, el 23 de julio de 1842:

8 Los textos de Jotabeche se publicaron en los diarios El Mercurio de Valparaíso, El Semanario y El Copiapino (este último fundado por Vallejo), en el período de 1841 a 1851. En 1847, la Imprenta Chilena de Santiago publica la primera selec-ción de algunos de sus textos con prólogo de Antonio García Reyes.

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Por mí, sé decirte que lo soy por instinto, por rutina, por práctica, esto es, sin maldito el trabajo que me cuesta. ¿Habrá cosa más fácil? Si no tienes más que dejarte ir, y, quisieras que no, ¡papam habemus! ¿Enamoras? Eres romántico. ¿No enamoras? Romántico ¿Vives a la fashionable? ¡Qué romántico! ¿vives a la Bartola? Ídem por ídem. ¿Usas corsé, pantalón a la fulana, levita a la zutana y sombrero a la perejana? Romántico. ¿Tienes bigo-tes con pera, pera sin bigotes y patilla a la patriarcal? Romántico refinado. ¿Cargas bastón gordo y nudoso a la tambor mayor? No hay más que hacer. ¿Te peinas a la inocente? No hay más que desear. ¿Hueles a jazmín, o hueles, pero no a jazmín? ¿Te pones camisas sin cuellos, o cuellos sin camisa? ¿Sabes saludar en fran-cés? Il suffit. Tu es fièrement romantique. No hay escapatoria, hijo mío; romántico y más romántico... (Antología 126).

Como se aprecia, la cita en francés, el santo y seña de la juventud ilustrada, liberal y romántica es una señal de exclusión para Jotabeche, quien, desde la provincia, movía a los lectores de la prensa hirsuta de las ciudades más grandes a la risa, invitándolos a tomar distancia de esta nueva propensión que se daba a conocer mediante ciertas maneras de ser más bien frívolas. Y agrega más adelante:

Hazte romántico, hombre de Dios, resuélvete de una vez al sacrificio. Mira que no cuesta otra cosa que abrir la boca, echar tajos y reveses contra la aristocracia, poner en las estrellas la demo-cracia, hablar de independencia literaria, escribir para que el diablo te entienda, empaparse en arrogancia, ostentar suficiencia y tutear a Hugo, Dumas y Larra (Antología 127).

En sus artículos, Jotabeche se ocupa de las costumbres de los pue-blos mineros del desierto nortino, de sus tradiciones y modos de so-cialización, de sus hábitos, comidas, fiestas, paseos, dichas y penurias. Sus personajes son verdaderamente quienes estaban por entonces mo-dificando la estructura económica y política del país. El «nosotros» de Jotabeche surge en oposición a los acomodados diputados, senadores y magistrados de la capital. Sus textos, lejos de divagar en el pasado colonial como lo hizo inicialmente Lastarria, o en enroscadas alegorías del poder político de los conservadores, escarban en las problemáticas condiciones de vida de los mineros desafortunados que laboran en una mina empobrecida por la sobreexplotación, lo mismo que satiriza las

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condiciones de vida de los ricos tribunos que se pasean por la Alameda en Santiago. El «nosotros» de la provincia debe ser observado como una manifestación de la fisura en la que se demuestra la incongruencia del «proyecto» de nación; en un momento en el que el oficio del escri-tor nace, junto con las prácticas y los corrillos de la república, surgen también las negaciones entre el centro y las muchas periferias de la nación. Sin embargo, el realismo de Vallejo no renuncia a la ficción, menos aun a la crítica, y se entabla en un lenguaje llano, menos abs-tracto, que busca alcanzar a un público lector más amplio que el de los señores de la Facultad de Filosofía.

Mientras Lastarria planteaba frente a los jóvenes escritores que «[a] nosotros toca volver atrás para llenar el vacío que dejaron nues-tros padres y hacer más consistente su obra, para no dejar enemigos por vencer, y seguir con planta firme la senda que nos traza el siglo» (Discurso 96), Jotabeche discute que los representantes de Copiapó sean elegidos en Santiago por una camarilla reducida que luego recla-ma el voto de los ciudadanos por la vía del correo, sin que los provin-cianos tengan la posibilidad de designar a sus representantes ni menos aun de votar por ellos.

Mientras que en Lastarria los deberes de la política y la academia demandan la mayor parte de sus fuerzas, retardando su productivi-dad literaria, Vallejo ve en la escritura de sus artículos la ocupación más preciada que le toca vivir. En él, el oficio arraiga de un modo que demanda sus mejores esfuerzos, pese a que no deja de participar ni en política ni en negocios, los que, por cierto, lo transformaron al cabo de un tiempo en un hombre adinerado. El oficio de la escritura, en la for-mulación de la identidad nacional, desde la obra de Vallejo, muestra la extensión social fracturada que acabará por imponerse hasta hoy en la nación. Refiriéndose a la historia de Juan Godoy, el autor del hallazgo minero más fabuloso de la época, Chañarcillo, escribe:

Siempre que escribo algo que no sea una carta, toco la di-ficultad de no saber qué decir luego que veo la necesidad de acabar; mas por ahora tengo que cumplir un propósito que me hice al bosquejar ligeramente estos tristes episodios de la historia de Chañarcillo. Quiero llamar la atención de los afortunados de este mineral hacia las familias de sus descubridores. Nadie tiene

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más derecho que ellas, que esa multitud de chiquillos desnudos, a esperar una generosa protección de los mineros ricos de este pueblo. Para sostenerlas y educar a algunos de sus niños, creo que no se necesitaría sino de un pequeño fondo; de lo que, por ejemplo, en un día puede producir el mineral que descubrieron sus padres (Antología 51).

Mientras que en el papel los ilustres prohombres de la capital fun-daban una nación homogénea, Vallejo constata en los hechos la consti-tución de dos clases sociales, las que, pese a vivir sobre la misma tierra y bajo el mismo símbolo de la bandera, caminan, irremisiblemente, en dos direcciones completamente opuestas. Lastarria es un liberal de-clarado, un pipiolo; Jotabeche es conservador, un pelucón. La histo-riografía ha construido entre ellos un sistema de oposiciones que los ponen en dos bandos contrarios, uno en el de los conservadores, el otro un padre fundador de la gesta que se apropiará la naciente burguesía chilena. Ambos habían sido alumnos becados del mismo colegio que dirigiera y fundara José Joaquín de Mora, sobre la base de sus méri-tos estudiantiles. Aparentemente encontrados, sus intereses confluirán finalmente en la misma senda de la urdiembre histórica, uno como fundador de la ideología identitaria, el «nosotros» de la nueva nación anclada a la metrópolis; el otro, como creador de la riqueza sobre la cual esa misma clase social, una clase productiva, se va a levantar en contra de los hacendados que prolongaban el hálito español. Ambas perspectivas parecieran confluir en la constitución a veces más, a veces menos lúcida de la nación fundada en contra del discurso homogenei-zador de la igualdad; por otro lado, los dos escritores parecen hablar por intereses ajenos, por los analfabetos, que serán colonizados ahora por una clase social que supera sus contradicciones en la igualdad ante los dominados. Los escritores decimonónicos sostienen sus diferencias ante la igualdad de estar finalmente parados en el mismo foro que de-cide los destinos de la sociedad.

Como sea, en el texto de Jotabeche se advierte una figura fantas-mática, una clase social que todavía no aprende a leer, ni a decir «no-sotros». Esa clase no tiene aún sus escritores (no está tan claro cuándo aparecen). Pero en lo que respecta a Lastarria y Jotabeche es claro que uno desea e imagina una literatura nacional, la proclama y reclama; el

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otro representa en sus páginas un mundo escamoteado a los ojos de la nación, el de los provincianos y empobrecidos trabajadores mineros, haciendo a su vez esa literatura anhelada. El primero liberal, el segun-do conservador; ambos, sin embargo, no son sino las dos alas de un mismo vuelo: el escritor decimonónico de una nación que comienza en el surco de su escritura y las sagas de una clase social en el poder: la oligarquía nacional.

Obras citadas

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DON GUILLERMO (1860), de José Victorino Lastarria: trama retórica y modos de lectura

Ignacio Álvarez

Hasta hace no mucho tiempo el debate crítico en torno a Don Guillermo (1860), quizá la novela más conocida de José Victorino Lastarria, se había centrado en torno a su definición como la «primera novela chilena» o bien como nuestra «primera novela moderna»1. Es una discusión que ha planteado problemas importantes para la historia de la literatura chilena, aunque probablemente ha corrido el riesgo de oscurecer un rasgo más urgente en la descripción del texto: su función como objeto cultural en el Chile decimonónico. En este trabajo quiero proponer que esa función puede pensarse, al menos parcialmente, si se explora la conformación retórica de la novela. Espero mostrar que el esquema tropológico que sostiene Don Guillermo utiliza herramientas que provienen de la práctica forense, y presupone una escenificación de la lectura y un modo de leer que se relaciona estrechamente con las formas que asume la sociabilidad republicana.

En el primer apartado mostraré las figuras retóricas dominantes que van sucediéndose a lo largo de la novela: ironía, sátira y alegoría. En la segunda parte, ayudado por una famosa pintura de Cosme San Martín, propondré una hipótesis sobre el valor de esta construcción

1 Que se trata de la primera novela moderna chilena es la tesis que ha defendido Cedomil Goic por largo tiempo (ver Goic Novela chilena, 27 e Íñigo Madrigal 16-17). En su importante trabajo sobre Lastarria, Bernardo Subercaseaux ha in-tentado refutar esa tesis diciendo que, lejos de la novela moderna, Don Guillermo es una alegoría (167-176). Recientemente Hugo Bello ha propuesto resituar la discusión del género literario en Lastarria en términos menos normativos, más bien en la línea de los géneros discursivos y en el contexto de su diferencia lati-noamericana (54), un criterio muy interesante si se subraya la variedad de pro-ducciones que el siglo XIX considera literarias.

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Ignacio Álvarez

tropológica como índice de un modo en que la literatura quiso ser leída durante la segunda mitad del siglo XIX chileno, un modo que sin embargo no pudo prosperar.

1. Ironía, sátira, alegoría

Si tomamos como criterio los modos de figuración en el relato, deberemos distinguir en Don Guillermo tres partes bien diferencia-das. La primera abarcaría los capítulos primero al octavo, es decir, el marco de la narración y la fallida aventura erótica del protagonista. En líneas generales, el segmento responde a la siguiente descripción de Cedomil Goic: «[R]educiéndose en esencia al humor y a la ironía, al-canza variadas formas que van desde la comicidad hasta el sarcasmo y la mordacidad» («Sobre la estructura narrativa» 63). La segunda par-te –el viaje por Espelunco– muestra, robando las palabras a Bernardo Subercaseaux, un evidente «tono y propósito satírico» (167). El terce-ro, que comprende los diálogos de Don Guillermo con el hada Lucero y sobre todo la posterior salida del protagonista a la superficie, deja una impresión que Hernán Loyola describe gráficamente como «gesti-culante y esquemátic[a]» (63).

Detengámonos brevemente en esta división. Más que en Don Guillermo, durante toda la primera parte de la novela el interés del narrador se centra en sus circunstantes, los chilenos, a quienes descri-be ciertamente con rudeza. Son, a su juicio, pigmeos que se cubren la cabeza con sombreros elegantes, hombres disminuidos cuya voz agu-da contrasta con el tono grave del inglés, gente ingenua, fantasiosa o simplemente abúlica, desprovista de todo espíritu crítico2. Bajo este

2 El narrador tiende a ridiculizarse, como en estos ejemplos: «Yo, que había lanza-do en ese océano las enormes lanchas que llevaba por zuecos, caí también en la tentación i me zampucé en la ahoyada fonda, no sin que el umbral me descubriera la cabeza e hiciese rodar mi sombrero por el barro, pues aquella puerta estaba cal-culada para hombres bajos i de gorra de lana, i nó para los que, aunque pigmeos, cubrimos nuestra cabeza con un cubo de felpa» (110); «El vapor embalsamado del café que me servían flotó entre nuestras caras, pero sin ocultarme su nariz; nos mirábamos al traves, i ambos aspirándolo exclamamos: ¡Qué café! Él con voz baja, sin duda, por temor de hacer estallar los vidrios a soltarla entera, i yo con mi tiple usual» (111); «Decididamente, le habían puesto allí para edificar la casa. Solo cuando me vino esta reflexión, digna de Descartes, me tranquilicé, cual el porfiado matemático que no se tranquiliza sino después de haber resuelto un

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Don Guillermo (1860), de José Victorino Lastarria...

cúmulo de adjetivos derogatorios, no obstante, les queda al menos el privilegio de ser característicos:

...como descontento con mi estupidez [el narrador chileno le ha hecho a Mr. Livingston una observación obvia] miró a otra parte.

–¿Es usted chileno? me preguntó mirándome de reojo.–Neto, le respondí con orgullo.–Se conoce, me dijo (112).

En esta primera parte, Don Guillermo Livingston es solo un pre-texto, un telón en blanco sobre el que Lastarria proyecta una crítica afilada a la comunidad que, imagina, lo está leyendo. Los chilenos son (y su existencia es una preocupación fundamental del siglo, de manera que afirmarlo ya es una ganancia), aunque muchas veces sean algo vergonzoso. El tropo dominante del segmento es la ironía, pero su es-tatuto no descansa tanto en el contenido crítico que despliega como en el hecho de que el mismo narrador se incluya en lo criticado. Ironista y fanfarrón simultáneamente, este narrador establece una simulatio de estirpe socrática; su ethos dominante concilia tanto el amor propio como su contrario, el odio a los propios defectos3.

Un ejemplo característico del modo dominante en la segunda par-te de la novela se encuentra en su capítulo noveno, cuando el jovial escribano infernal –retrato del notario José Felipe Gándara, advierte Lastarria en nota a pie– informa a Livingston sobre algunos aspectos relevantes de Espelunco, el mundo fantástico al que ha caído y cuyo nombre designa una caverna y es al mismo tiempo un anagrama de «pelucones»:

problema» (110); «Pero dicho sea en verdad: no hai jente ménos observadora ni mas indiferente que la que transita aquel camino. Si el transeúnte es chileno, ya se sabe que no se le ha de dar nada de nada, que mira sin ver lo que va encontrando, i que si ve lo que mira, no surje en su opaco espíritu ni una observación, ni un pensamiento» (125).

3 Ver Ballart: «[E]l ironista es siempre, a mi juicio, un amante de la paradoja y de la analogía, de buscar relaciones inéditas entre las cosas que demuestren que el mundo es tan vario y mudable como los mismos individuos que lo interpretan. No perderse nada de esa variedad equivale para él incluso [tolerar] la contradic-ción, mientras ello le siga permitiendo no limitar su lucidez» (414).

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Estupefacto Mr. Livingston, preguntó con voz ronca de te-rror:

–¡I qué! ¿Acaso no estamos en el mundo?–Nó, en el de allá arriba, nó. En el de aquí abajo, sí, respon-

dió el escribano.–Luego estoi en una cueva de ladrones, esclamó el inglés; ya

lo creía yo al encontrarme sin mi dinero ni mis alhajas.–Nó, no son ladrones. Le han quitado a usted eso, porque

los jenios están muy necesitados. ¿No ve usted que tienen que hacer tantos gastos? Antes están pensando ahora en aumentar los derechos de importación, en ponerlos a la exportación de la plata i demas productos del pais, i aun en restablecer la bula de la Santa Cruzada para aumentar las entradas, porque de otro modo es imposible conservar el órden (153).

El espíritu irónico, antes abarcador, lúdico y ambiguo, se ha vuelto aquí amargo y maniqueo. Los objetos no solo se circunscriben ahora mucho más nítidamente (los jenios representan solo a una parte de la nación, los pelucones), sino que se han vuelto también concretos, identificables y hasta coyunturales (el notario Gándara, las tasas adua-neras). Más evidente aun, hemos pasado de un mundo ordinario a uno maravilloso. Estos tres elementos son los que definen a la sátira, que Northrop Frye llama también «ironía militante»: exacerbada morali-dad, realismo, fantasía grotesca4. En términos políticos, el paso entraña una pérdida y una ganancia. Nada queda de la productiva y escéptica ambigüedad anterior, nada de la comunidad inteligente de receptores implícitos que supone la ironía: la descripción es tan degradante que termina dividiendo el mundo en buenos y malos. La sátira, no obstan-te, permite más fácilmente que el gesto irónico una expresión positiva, esto es, el despliegue de la utopía (en realidad, la conlleva necesaria-mente). En efecto, un episodio como el anterior hace comprender con cierta precisión cuál es el mito que nostálgicamente Lastarria quiere recuperar en su texto (el mito de un país laico, el mito del librecambis-mo) y de hecho lo hace comparecer ante el lector con una nitidez que ni la ironía ni la alegoría pueden conseguir.

En la tercera división de Don Guillermo el tono es muy distinto. Ya no queda espacio para la burla, malintencionada o autoinfligida.

4 Ver Frye 298 y ss.

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Cae sobre los personajes un manto de seriedad y elevación difícil de aislar en otros momentos del relato. El siguiente ejemplo está tomado del capítulo decimotercero, y corresponde al momento en que el hada Lucero le encarga al protagonista su misión redentora de la nación:

–¡Ah! Se necesita mucho! ¡Un gran sacrificio! El que me ame ha de peregrinar veinte años sin cesar entre dos grandes ciudades de mi patria, para hallar, al fin de tres mil viajes que ha de hacer en los veinte años sin que le falte ni sobre tiempo, el talismán del patriotismo que se ha perdido en una de esas ciudades. El dia del hallazgo será dia de gloria, de contento, de paz i de fraternidad; i yo podré volver a ejercer en mi patria mis funciones, pues soi el hada del noble sentimiento perdido (178).

No se puede negar que la expresión del hada es ampulosa, esque-mática y afectada. Agreguemos también el paradójico efecto nihilizante que surge de la metaforización que el texto opera sobre los sustantivos «políticos», es decir, el hecho de que el patriotismo no se nos haga más vívido bajo la forma del talismán o del hada, ni tampoco la democracia o la justicia sean más asibles al convertirse en las místicas murmura-ciones del peregrino. Todo lo contrario: la atmósfera ritual en la que aparecen nos aparta de la experiencia concreta, su referente se nos ale-ja cada vez más hasta hacerse casi intangible. La melancólica sensación de una distancia insalvable entre los términos que se vinculan entre sí es el tenor propio de toda alegoría, y es que, señala Paul de Man, la alegoría «marca ante todo una distancia respecto de su propio origen, y así, renunciando a su deseo de coincidir, establece su idioma en el va-cío de una diferencia temporal» (230). Su correlato ético, a mi juicio, es homólogo, pero inverso al de la sátira. Como ganancia puede contarse que el alegorista menciona explícitamente la utopía, pero la pérdida es casi equivalente: la lejanía, el desvanecimiento de los objetos.

Ironía, sátira y alegoría se suceden ordenada aunque no mecánica-mente a lo largo del texto, y de este modo urden una suerte de diseño. Cada figura revela, además, una cierta posición o evaluación respecto del proyecto utópico liberal, que es el tema al cual la narración retorna una y otra vez: duda en la ironía, convicción en la sátira, desesperanza en la alegoría.

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2. Flores secas: la escena de la lectura

Todas las censuras que la crítica literaria ha dejado caer sobre Don Guillermo aluden a la rigidez ideológica de Lastarria, que terminaría ahogando el desarrollo de la novela5. Son consideraciones y reparos que no toman en cuenta el fundamento teórico que Lastarria tiene en mente en el momento de su redacción, ni tampoco el contexto que la determina como producto. Estas circunstancias, a mi juicio, explican esos excesos y relativizan su eventual fracaso estético.

El fundamento teórico de la escritura de Lastarria, su concepto y función, se encuentra en el famoso «Discurso inaugural de la Sociedad Literaria» (1842). Allí concibe un programa en el que, por una parte, pide fidelidad al modelo que se representará literariamente –«nuestra literatura debe sernos exclusivamente propia, debe ser enteramente na-cional» (Recuerdos 85)–, y por otra recomienda su superación –«escri-bid para el pueblo, ilustradlo, combatiendo sus vicios y fomentando sus virtudes» (92). Lastarria, como se ve, yuxtapone los principios miméti-co y crítico de la literatura, el espejo del mundo junto a la transforma-ción del mundo a través de la escritura. El desarrollo ideológico de este principio aparece en los Recuerdos literarios, especialmente cuando rememora el propósito que orientó su trabajo docente en el Instituto Nacional, a mediados de la década de 1830: «[C]reíamos que la en-señanza política era la base de la regeneración», dice (65). Bernardo Subercaseaux ha traducido esta frase como un «reformar las concien-cias para reformar la realidad» (44), lo que en nuestros propios térmi-nos implica una convencida confianza en el poder transformador de la palabra, en la función de la escritura como horma utópica a la cual la realidad puede y debe, finalmente, adaptarse. Ironía, sátira y alegoría, tropos que vertebran Don Guillermo, encuentran su explicación en

5 Por ejemplo, Cedomil Goic y Hernán Loyola coinciden en esta evaluación: «Las-tarria aplicó (...) esta oposición [descomposición social en el pasado versus re-composición presente y futura] en una forma esquemática, acentuada por los términos ideológicos, en desmedro de las condiciones históricas y espirituales del mundo, así como de la complejidad y variedad de lo real» (Goic, Novela chilena 41); por su parte, Bernardo Subercaseaux ha recogido una serie de juicios sobre Don Guillermo, más bien negativos, que recorre los siglos XIX y XX (161-167).

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esa fe, pues se trata de figuras cuyo desdoblamiento6 es especialmente propicio para la representación nacional y la regeneración de la patria. Son imitaciones desplazadas de su referente, copias que contienen en su propia constitución la corrección utópica que proponen.

Por otro lado, el contexto en que se escribe Don Guillermo le otor-ga un lugar preeminente a la oratoria forense, práctica social muy pres-tigiosa, especialmente en sus connotaciones políticas. Una república joven y oligárquica, tensionada además entre los polos conservador y liberal como es la chilena, tiene en el foro público el primer escenario en el cual las palabras parecen obrar esa virtud transformadora de la realidad en la que tanto cree Lastarria, y será el trabajo del rétor, es decir, el discurso parlamentario, la herramienta primera del cambio social. Manuel Vicuña ha subrayado el lugar central que ocupó a me-diados del siglo XIX la oratoria política, llave que puede «abrir a la persona ilustrada, cofre lleno de riquezas, para beneficio de los demás, poniendo toda su energía (...) al servicio de la patria y de la humani-dad» (25).

Visto desde esta vereda, Don Guillermo se nos revela como un tex-to completamente contaminado por la encendida palabra que se dice a viva voz y ante un auditorio vibrante de adversarios y correligiona-rios. De ella surge la construcción de cuadros irónicos impresionantes y autoevidentes (lo que Lausberg llama simulatio en «grado elevado de evidencia» [293, §902], propio de la suasoria política); la abundancia de explicaciones, notas e indicaciones que interpretan de inmediato lo que se cifra alegóricamente un poco más arriba; las frecuentes apelaciones al público, necesarias en un contexto oral pero quizá extemporáneas para la ficción narrativa. Si leemos la novela en esa clave podemos, además, explicarnos las censuras de la crítica literaria, que espera análisis y re-flexión cuando Don Guillermo solo ofrece discurso combatiente y tomas de posición. Es probable que la novela tenga rasgos de caducidad fáciles de criticar, rasgos de objeto datado y extinto, pero eso es otro efecto que deriva del discurso oral que la constituye. Por fogoso y apasionado que

6 Lausberg, de acuerdo a la tradición clásica, admite a la ironía de pensamiento como una forma particular de alegoría; a diferencia de esta, la ironía no considera a su referente en serio (§902). Pere Ballart, por su parte, no encuentra diferencias de procedimiento entre ironía y sátira (y por tanto, entre sátira y alegoría), sino solo una distinción en el talante del productor (412-416 passim).

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sea, el éxito del rétor está anclado a una performance muy determinada en el tiempo y el espacio, y su efectividad depende también de la partici-pación de la asamblea. Cuando la reunión se dispersa, cuando el público desaparece, solo es posible leer los discursos privada y silenciosamente. En este trasmundo verbal las palabras languidecen y caducan; son, como dice Manuel Vicuña, apenas unas flores secas7.

Pero la persistencia de la oralidad forense en medio de esta nove-la, quizá la primera novela chilena moderna, tiene un sentido adicional que se relaciona con el tipo de lectura que Don Guillermo reclama, una lectura cuyo ejercicio ocurre o debe ocurrir en una escena muy parti-cular, híbrido del ágora del tribuno y del espacio íntimo en el cual se lee un folletín. La escena que trato de describir ha encontrado, a mi juicio, precisa expresión plástica en un ilustre retrato familiar que es obra de Cosme San Martín (1850-1906), él mismo un férreo defensor de la tradición académica nacional en las discusiones estéticas de los años ochenta del siglo XIX.8 El cuadro se llama «La lectura», y aunque fue realizado en París en 1874, bien puede darnos una idea del modo en que un texto como Don Guillermo quiso ser leído en 1860. De hecho, más que un retrato de costumbres reales es tal vez la expresión de un deseo de virtud hogareña, como ha observado María Elena Muñoz en su inte-resantísima lectura del cuadro (18)9. Muestra a un grupo familiar que se

7 Vicuña ha estudiado con atención la ruta de los hombres de palabras, como llama a los oradores públicos. A partir de su propia experiencia como lector contem-poráneo de discursos escritos y dichos en los siglos XIX y XX, y también sobre la base de juicios ajenos –el más notable de todos es el de Augusto Orrego Luco acerca de Lastarria, de donde proviene la expresión–, llama «flores secas» a los discursos publicados, pues no logran transferir al papel «ese conocimiento incor-porado al tejido de la experiencia y basado en la copresencialidad» que constitu-yen su aroma esencial (21).

8 Cosme San Martín, primer director chileno de la Academia de Pintura de Chile, es una figura comparable a Lastarria por su interés en la construcción de un arte nacional y por su origen mesocrático. Tiene particular interés la polémica de los «mamarrachos» de 1888, en la cual el sector más cosmopolita y adinerado del campo pictórico, con Vicente Grez y Pedro Lira a la cabeza, intentan desplazar de la «colección fundacional» del Museo de Bellas Artes a los pintores de clase media de la generación anterior, como Pascual Ortega, Pedro León Carmona y Cosme San Martín. El episodio es recuperado y analizado por Josefina de la Maza (283-298).

9 Dice María Elena Muñoz: «Sabemos que fue realizado en París; así que, en estric-to rigor, habría que pensar que se trata de un interior francés. Sin embargo, por la fecha en que fue pintada, la escena podría ser algo que ocurre en alguna casona santiaguina, o algo que se espera ocurra en un interior local» (18).

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reúne alrededor de la mesa. El padre, severo y enhiesto; una madre que, hechizada, ha dejado por un instante el tejido; una abuela anciana, pero todavía atenta; un joven replegado hacia el fondo de la pieza (quizás es liberal, y el adusto dueño de casa un conservador recalcitrante), una niña que juega en el piso. Sentada a la cabecera de la mesa, foco al que todas las miradas se dirigen, se encuentra una joven: tiene un libro en sus manos y lee en voz alta para su atento auditorio.

Juan Poblete ha caracterizado la construcción social de la lectura en el siglo XIX chileno en torno a dos polos. En uno está la lectura in-tensiva, que se aplica con respeto y detención a un número reducido de textos, labor productiva asociada al conocimiento, a la fe y al género masculino. En el otro se ubica la lectura extensiva de novelas folleti-nescas, que consume muchas páginas en un ejercicio más superficial e intransitivo, asociado al placer y al género femenino (29-51). La joven del cuadro parece encarnar una mediación, pues se trata de una mujer que ejerce, en voz alta, la lectura intensiva de un texto que suponemos

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valioso10. No es esa, sin embargo, una transgresión muy grande: se ha descrito la especialización ocasional de la mujer, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, como lectoras en voz alta de textos religiosos en el seno de sus hogares (Lyons 478-479). La mediación inversa puede ser más interesante, la del hombre que lee extensivamente folletines de amor: es precisamente el proyecto de los romances nacionales lati-noamericanos, al menos en el caso de Alberto Blest Gana, cuyo Martín Rivas intenta fusionar los temas serios de la vida nacional con la lectu-ra privada y placentera de las ficciones románticas, como ha mostrado Juan Poblete (55).

Vuelvo a «La lectura» y a Don Guillermo, el texto que, quiero suponer, tiene la joven en sus manos. Lastarria intenta una fusión ho-mologable a la de Blest Gana, aunque lo hace en un sentido inverso. Si Don Guillermo es una novela hecha a partir de retazos provenientes del discurso político, como he tratado de mostrar, entonces es también una novela paradójica que no busca la lectura extensiva del romance, sino la atención morosa que se dedica al texto sagrado o a la expresión del conocimiento. En vez de discutir los serios temas de la realidad nacional con una dulce cobertura amorosa, como ocurre en Martín Rivas, Lastarria vuelve seria la novela que discute el presente.

Debe, por tanto, leerse en voz alta, tal como lo hace la joven del cuadro. Pero al hacerlo, además, reproduce en la modesta escala del interior burgués, en la parcial privacidad del hogar, la distribución del espacio público, del ágora o del hemiciclo en los cuales la performan-ce del político se realizó por primera vez. Curioso intento de milagro secular, Don Guillermo quisiera que el aroma vivo de su discurso resu-citara ante ese pequeño público cada vez que la novela vuelva a leerse en alta voz.

10 María Elena Muñoz también lo cree así: «Podríamos suponer que lo que la mujer de amarillo lee es algún texto de tono moralizante. O quizá lo que se privilegia es la instrucción como valor burgués, y en ese caso podría ser un texto de historia. O a lo mejor no es nada de eso y se trata del disfrute colectivo de un texto literario, una novela, una antología de cuentos o un poemario» (18). Sus primeras suge-rencias remiten a la lectura intensiva; las segundas, las literarias, me parecen más improbables y en realidad implican una descontextualización interesante, pues las novelas románticas están programadas para una lectura extensiva, privada y silenciosa. Con todo, el párrafo termina acertando: hay una novela que puede leerse intensivamente y que reclama esta escena, y esa novela es Don Guillermo.

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Sabemos que ese intento es fallido. El triunfo duradero no pertene-ce a esta novela que quiere ser discurso político, sino al discurso políti-co que se entrega a sus lectores bajo la forma de folletín. Es el romance nacional, la ficción fundacional, el Martín Rivas de Alberto Blest Gana.

Obras citadas

Ballart, Pere. Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno. Barcelona: Quaderns Crema, 1994.

Bello Maldonado, Hugo. «Una querella por la representación: Investigaciones sobre la influencia social de la conquista i del sistema colonial de los españoles en Chile de J. V. Lastarria». Anales de Literatura Chilena 12 (diciembre 2011): 29-56.

De Man, Paul. «Retórica de la temporalidad». Visión y ceguera: ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea. Trad.: Hugo Rodríguez Vechini y Jacques Lezra. Puerto Rico: Universidad de Puerto Rico, 1991; 207-253.

De la Maza, Josefina. «Por un arte nacional. Pintura y esfera pública en el siglo XIX chileno». Ciencia-Mundo. Orden republicano, arte y nación en América. Rafael Sagredo (ed.). Santiago: Universitaria – Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2010; 279-319.

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Ignacio Álvarez

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III. Modernismos técnicos, estéticos y éticos

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Alejandro Fielbaum

Acontece que cuando las influencias de una revolución literaria atravie-san las fronteras del pueblo donde esa revolución ha tenido

origen y se insinúan en la vida intelectual de otro pueblo, el movimiento a que en este último dan lugar evoca casi siempre, en los

anales de la literatura propia, el precedente con que mejor pueda la nueva tendencia vincularse para imprimir en ella, en cuanto sea

posible, el genio nacional. Rodó

Los distintos proyectos de fundación de un arte moderno se esta-blecen desde una tensión que solo erróneamente podría leerse como una paradoja. A saber, la de la valoración de lo clásico como crítica de un presente que exige un nuevo reparto de lo sensible que ya no podría, simplemente, restituir aquel pasado. Las distintas variaciones de la distinción entre lo clásico y lo romántico –tales como las traza-das entre lo ingenuo y lo sentimental, el drama y la novela, o incluso entre Homero y el canto popular germano– no habrían podido sino reelaborar cierta promesa de fidelidad a lo acontecido que exigiría tal diferencia temporal, la que debe suplementarse espacialmente cuando se impone, de por medio, el Atlántico. Pues la recepción latinoameri-cana de las tentativas de la autonomía de la obra y el culto al creador abiertas por el romanticismo deberán desplegarse con variaciones, des-de el modernismo, precisamente contra el romanticismo decimonóni-co cuya autonomía formal ante la modernización política no parecía del todo clara. Por ello, los distintos autores modernistas aspirarán a

1 Lo aquí presentado es parte de una tesis presentada para optar al grado de Ma-gíster en Estudios Latinoamericanos.

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una escisión de su presente en nombre de un espacio artístico de difí-cil presencia. La pregunta que se abre, entonces, es dónde se imagina, temporal y espacialmente, esa diferencia. Variados intérpretes de Rodó indican que su opción habría sido la de refugiarse en cierto pasado. En su obra, González-Stephan lee el repliegue nostálgico a un pasado señorial ante la modernización (240); Roig describe una ideología de la restauración que jerarquizaría la unidad moral por sobre la política (69-70); y Achúgar diagnostica un discurso de la derrota. Las diferentes estrategias de lectura allí dispuestas dejan entrever una consideración común que contrapone modernismo y modernidad. Aquí nos interesa, por el contrario, pensar tales desencuentros de la modernidad como un proceso de tensiones entre distintos proyectos de modernización, sien-do la crítica al presente una de las tantas estrategias para intervenir en él, antes que un desdén por lo disputado. En particular, con respecto a qué práctica permitirá fundar, desde ese presente, el porvenir.

La literatura tendrá ahí un rol, literalmente, fundamental para Rodó. Solo su ejercicio permitiría fundar una América, latina y mo-derna, como parte del proceso de constitución de democracias que aún habría que formar (Obras 1310). La inacabada modernización política exigiría a la cultura la instrucción que las instituciones no otorgan ya que estas plasmarían aún cierta educación cívica en los procesos de discusión y aplicación de leyes, tal como sí habría acontecido en «so-ciedades bien organizadas» (1403). Esa falta, indica Rodó, propia de la precaria organización americana, torna fundamental la educación a través del espacio letrado. Precisamente por su inexistencia es que pueden depositarse allí esperanzas de construir una nación al margen de los espacios políticos existentes. Rodó, en efecto, distingue explíci-tamente entre nación y Estado, comprendiendo la primera como una realidad natural y el segundo con un pacto convencional –y, por ello, transformable (1194). El problema del Uruguay moderno es que ha-bría limitado la convivencia nacional a las operaciones de este último tipo, impidiendo el despliegue de la sensibilidad nacional que pudiese servir de sentido común ante las disputas políticas por el Estado. La existencia común se habría desnaturalizado ante la hegemonía de la dimensión estatal, hasta desaparecer: «[E]l país nuestro y su política

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son términos idénticos: no hay país fuera de la política. Todo lo demás es aquí epidérmico y artificial» (1275).

El proyecto rodoniano, precisamente, será el de trazar un espacio más profundo que la política para así recuperar lo que esta ha olvida-do. Su distancia con la previa figura del intelectual decimonónico no se basaría, por tanto, en la supuesta renuencia modernista a la finali-dad política de la cultura como condición de posibilidad de la nueva estética. Por el contrario, son los desafíos de la política los que exigen una nueva escritura, contrapuesta a la del antiguo intelectual letrado, cuya obra parece demasiado cercana al Estado del que habría que dis-tanciarse para retomar el propósito de edificación nacional de la lite-ratura decimonónica. Solo una obra buena, y actual, podría estar a la altura de las necesidades que la coyuntura exige al literato. En efecto, reconoce cierta comodidad en la comprensión de la literatura como milicia, en contraposición a la tradicional figura de la torre de marfil. Su escritura, de hecho, destaca por su clara persuasión. Prima en ella el símbolo, según indica correctamente Real de Azúa («Prólogo» XXV). Sin embargo, sus estilos y contenidos ya no prolongarán las previas es-trategias letradas de una escritura, por así decirlo, que solo media fines ajenos a la letra. Su tentativa, por el contrario, sería la de establecer cierta autonomía literaria para, desde allí, retomar tales fines, trascen-diendo los tiempos y espacios estatales de los que las previas escrituras fueron tributarias.

Así, en 1904, escribe a García Calderón acerca de la necesidad de una política más culta y sana, mediante otra militancia: «[N]o emplee-mos preferentemente en la política la fuerza y la atención de nuestro espíritu, que pueden ser mucho más eficaces para bien de nuestros pue-blos si las consagramos a civilizar y educar desde el libro, la cátedra, la prensa, el taller artístico o industrial»  (1354). Este deseo no podrá sino llevarlo a medios distintos de los imperantes en la política moderna, y fines distintos a los imperantes en la literatura modernista. La impu-reza de la política constituiría allí los afanes de pureza de la letra. No obstante, la crítica de su obra ha tendido a separar uno y otro interés. Ya Henríquez Ureña notaba en su trabajo una idea de literatura pura, a partir de una cuestionable distinción entre los espacios de lo material y lo simbólico que luego refrasearán aquel binomio, considerando el

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desplazamiento de un americanismo que parte siendo literario para luego traducirse en un desarrollo económico-social (Canfield), una pri-macía de la estética por sobre la multitud (Rocca), una crítica estética y no política a la democracia (Krauze), o un credo americanista situado por sobre la dimensión estética (Rodríguez Monegal). Tales lecturas parecen problemáticas porque Rodó aspira a disolver esas contraposi-ciones en nombre de una preocupación por la presentación de una nue-va presencia americana en la obra misma, desde la cual se compondría, de otra forma, el desarrollo y la multitud americana. Desde el combate cultural, se figura la nueva vida americana por venir. Bien recuerda Ardao, en esa dirección, que su idealismo no se fundamenta en la idea que se contrapone a la realidad. Antes bien, aspira a transformarla desde cierta dimensión más profunda por construir (La filosofía 38). En este caso, la del arte moderno.

La tarea parece algo heroica, ante un contexto considerado como intensamente adverso para el verdadero artista. Abundarían, según describe, los «poetastros tontos y los asesinos del sentido común» (1274). Es claro que esa comunidad del sentido es lo que Rodó aspira a disputar, partiendo por sus límites, los que largamente trascenderían al Estado uruguayo. Así, propone ya en 1881 una institución literaria que consagre la unidad intelectual y moral, premiando a los mejores escri-tores que se hallen entre México y el Río de la Plata (810), potenciando un espacio literario que habría nacido junto a las Independencias para luego prolongarse en la presentación artística de la particularidad de las costumbres campesinas y la naturaleza americana. Literalmente, Rodó identifica esa producción textual como cierta milicia (563; 968). Es alta su valoración de tales textos, particularmente de Facundo, pese a indicar que sería un panfleto de estilo medianamente correcto. Sin embargo, por su calidad histórica, Rodó la califica como la obra más genial de la historia de la literatura americana (Literatura hispanoame-ricana 129). Y es que el valor de la obra literaria sería relativo al estado de la evolución de cada pueblo. La joven Latinoamérica podría recién en su presente percibir tales frutos de su niñez ya superada, y valorar-los como sinceros productos de ella. Resultaría igualmente erróneo, por tanto, criticar tales obras como continuar con ellas. Antes bien,

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habría que ponderar tales creaciones en su justo tiempo, el cual no dejaba de indicar la posibilidad de un futuro superior:

Que hay en ellos pasajes que hoy nos suenan a declamacio-nes de colegio; que los deslucen en alguna parte ciertas notas de lirismo infantil y ciertas galas de retórica candorosa, no seré yo quien lo dude. Pero la vida interna, el soplo ardiente que cons-tituyen a aquel canto en un vivo organismo lírico, lo redimen largamente a mi ver de todos sus pecados de la forma y todas sus faltas contra el gusto. Podría comparársele con un corazón que, al palpitar, da sones melodiosos (Obras 808).

Los previos errores, por tanto, no se explicarían por una supuesta inferioridad de sus escritores, sino por la imposibilidad histórica de haber trazado el espacio literario antes de la gesta política. La gran lite-ratura, rubrica, solo podría advenir tras trágicas vicisitudes y cambios esenciales, corroborando y manifestando el sentimiento social (1172). La literatura decimonónica habría acompañado, entonces, el proceso que permite su superación a través de un modernismo que hace posi-ble la despolitización de la escritura gracias a los frutos de la antigua politización de la que se distancia: «Toda manifestación de poesía ha sido más o menos subyugada en América por la suprema necesidad de la propaganda y de la acción. El arte no ha sido, por lo general, sino la forma más remota de la propaganda; y poesía que lucha no puede ser poesía que cincela» (166). Recién el presente, entonces, permitiría cierta autonomía estética que dispute la hegemonía de la política local para insertarla en el arte universal. En tal sentido, la chance de una escritura que pueda ganar su ingreso a la literatura universal se produ-ciría a partir de la particularidad histórica desde la que se escribe. Poco habría del supuesto choque entre sofisticación importada de Europa y «cierta rudeza natural y local» como crisol de la estética americana indicada por Brotherston (61). Por el contrario, es el propio desarro-llo de la vida urbana americana el que exigiría un arte moderno. El despliegue de la urbe indica, impone al artista necesidades espirituales relativas a una civilización, antes que a un pueblo particular (965). Es precisamente por esos avances locales, y no por un posible universalis-mo inédito de los nuevos escritores, que podría emerger aquel prurito:

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Nosotros hemos formado en nuestro espíritu un concepto más puro de la naturaleza del arte y una idea menos guerre-ra de la función social del escritor; y si en la obra de nuestros contemporáneos es cosa fácil señalar mayor suma de elementos sólidos y duraderos, no es ciertamente por nuestra superioridad de fuerzas propias, sino porque, merced a la diferenciación que trae por consecuencia todo proceso evolutivo, las luchas de la vida real han llegado a tener su campo aparte, y dejan, fuera de ellas, suficientemente amplitud para el libre campear del pensa-miento (968).

Por ello, Rodó indica que la literatura se ha emancipado del diario y del panfleto, abriendo la posibilidad de un arte opuesto a objetivi-dad didáctica o social, renuente a toda consideración utilitaria de la creación. No poseería más fines que los del arte puro, lo que ofrecería chances tan ricas como peligrosas. A diferencia del escritor decimonó-nico, el modernista podría verse tentado a soslayar la función de su escritura:

Hemos celebrado como un progreso la emancipación que las preocupaciones puramente ideales de nuestra mente han conquistado respecto de actividades más prosaicas de la vida; y debemos reconocer, además, que aquella tendencia de nues-tros modernistas de América tiene en principio una justificación que ninguna estética de buena ley será osada a negarle. Pero yo encuentro riesgos que es necesario prevenir, en este sistemático alejamiento del escritor y del poeta, de las regiones donde se trabaja y se lucha (969).

Escribir en el espacio de la literatura mundial no autorizaría a desconsiderar, en la obra y su función, la realidad local. Resulta tan cuestionable para Rodó, entonces, que la literatura se someta a la po-lítica como que se desligue de ella. Antes bien, buscaría reconfigurar la lucha dentro de los límites del arte, cuya autonomía formal permitiría un nuevo rendimiento político, en la especificidad literaria, que ha-bría de trascender un posible virtuosismo evanescente. El vínculo con la realidad, entonces, sería necesario desde la composición de la obra moderna: «Todo propósito de autonomía literaria que no empiece por reconocer la necesidad de la vinculación fundamental de nuestro espí-ritu con el de los pueblos a quienes pertenece el derecho de la iniciativa

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y de la dirección, por la fuerza y la originalidad del pensamiento será, además de inútil, estrecho y engañoso» (157).

La iniciación en los nuevos ritos del arte, por ello, sería un dato positivo. Pero lo allí posibilitado solo podría desplegar su promesa de belleza en la medida en que no abandone cierto sentir de los «altos intereses de la realidad» (847). La supuesta despreocupación por estos últimos lleva a Rodó a criticar el modernismo, intentando rescatar su tentativa de originalidad contra su desarrollo concreto, el que tendería a renegar de las circunstancias desde las que se origina, destacando por un candor frívolo y superficial que lo tornaría repugnante (1261). Su didactismo pálido solo lograría algunas tretas escriturales ajenas al sentimiento de quien escribe. Por el contrario, Rodó propondrá inscri-bir la vida en la letra, contra todo posible capricho poético:

Nosotros concebimos nuestro arte señor de sí, desinteresa-do y libre; pero no creemos que la más poderosa inspiración que guíe su marcha entre los hombres pueda nacer de la indiferencia o el desdén por lo que pasa en nuestras almas… No le queremos desdeñoso de nuestro pensar, superior a nuestras emociones, es-pectador glacial de nuestras luchas (152).

Las exigencias de Rodó con el escritor modernista, por tanto, son al-tas. Especialmente, si se considera la facilidad que habría para marearse ante las nuevas posibilidades, propias de un tiempo incierto. El presen-te permitiría una obra consciente y reflexiva, ya que «nuestros pueblos habrían dejado de ser niños» (693). Si en esta última etapa, la origina-lidad solo habría llevado a resultados tan pobres como ingenuos, en la adolescencia se carecería, para Rodó, de la certeza poética propia de la que gozan tanto los tiempos primitivos como los refinados. Su errático momento de pasaje amenazaría con postergar, indefinidamente, la reali-zación del arte libre en Latinoamérica. El diagnóstico, por ende, parece lapidario: «Confesémoslo: nuestra América actual es, para el Arte, un suelo bien poco generoso» (165). Las dificultades impuestas por el con-texto llevarían a que el poeta que se dice moderno renuncie a la tarea de gestar una poesía americana, denegando América para afirmar la poesía. Viviría intelectualmente de prestado, intentando importar los productos ajenos sin la mediación por la localidad que le imprimiría su fuerza.

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Rodó, sin embargo, es optimista con respecto al pronto paso de tal moda decadentista. Esta sería, sintomáticamente, un huésped incómodo, pro-pio del aprendizaje que no se daría, todavía, su propia norma. Recién su culminación podría conquistar su interior desde el cual trazar su lugar y su correspondiente posibilidad de habitarlo cómodamente.

Es en tal proceso que Rodó cree en su generación, y apuesta a que habría de llegar, recordando el título del ensayo con el que salta a la fama, el que vendrá. Incluso describiendo las determinaciones históricas del creador, como el propio Rodó logra hacer en algunos de sus análisis, considera irreductible la capacidad fundadora de quienes, en la moral, la ciencia y el arte, logran presentar lo nuevo a partir de lo ya existente (256). No se trataría, entonces, de alzar la individualidad sin historici-dad alguna, sino de redirigirla hacia posibilidades otrora inéditas. Así, tras tales tensiones, podría desplegarse en América un florecimiento lite-rario, posibilitado por un entusiasmo cuya ausencia de dudas ya no per-mitiría que se cuele la frivolidad (967). Recién allí podría fundarse una literatura americana capaz de hacer justicia a ambos vocablos, evitando una directa imitación de los logros europeos. Pues incluso la vida urbana que autoriza la universalizante superación del criollismo ofrece, según Rodó, cierta diferencia ante Europa. Se tomaría su modelo, pero sin re-producirlo simplemente (1337). Solo un criollismo obtuso contrapon-dría, entonces, modernización y autenticidad. Al contrario, sería la vida moderna la que permitiría a los pueblos superar la infantil imitación. En tal sentido, una escritura original sería aquella capaz de profundizar el descubrimiento de sí que recién se estaría forjando:

Cuando los pueblos nuevos se inician en las actividades de la cultura superior, es natural que su producción literaria y ar-tística empiece por presentar un carácter de irreflexiva esponta-neidad; no en el sentido de que se eximan de la imitación de lo ajeno y procedan con criterio propio, sino porque, siendo enton-ces, más que nunca, dóciles a las influencias extrañas, las reflejan sin examen, de modo instintivo e inconsciente. Esta ha sido hasta hace poco, la condición de los pueblos hispanoamericanos, en cuanto a sus realizaciones de belleza (979).

Se trataría, entonces, de aprender a convivir sin imitar, pudiendo así fortalecer, ante el modelo ajeno, la obra propia. En el camino de su

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emancipación espiritual, América tendría ante Europa la situación del aprendiz que no se identificaría con la servidumbre o la denegación de sí, sino con la del alumno reflexivo y atento que se estimula, por la pa-labra ajena, para pensar por cuenta propia (561). Ante la inexistencia de cierta nación ya constituida, resultaría necesario alimentarse de la tradición ajena para forjar la propia. Acaso farmacológicamente, en ese gesto residiría tanto la chance de la identidad americana como el riesgo de perderse entre las imitaciones. Lo último habría acontecido en las corrientes literarias románticas y naturalistas, y el modernismo incurriría también en ello, por lo cual habría que redoblar esfuerzos contra la imitación servil:

Pretender rechazarlo para salvar nuestra originalidad sería como si para aislarnos de la atmósfera que nos envuelve, nos propusiéramos vivir en el vacío de una máquina neumática. Pero si la independencia y la originalidad literaria americana no pue-den consistir en oponerse a la influencia europea, sí pueden y deben constituir en aplicar a esta influencia el discernimiento, la elección, que clasifique los elementos de ella según su relativa adecuación al ambiente, y rechace lo fundamentalmente inadap-table, y modifique con arreglo a las condiciones del medio aque-llo que deba admitirse y adaptarse (617).

Para pensar en una cultura capaz de imitar creativamente será ne-cesario remodular la estética europea del genio. Se trataría de poder pensar la genialidad y la imitación sin la absoluta contraposición que marcan tales términos, por ejemplo, en Kant. El alemán fundamenta la naturaleza como la que autoriza al genio como tal, quien la refleja sin imitarla a través de un dictado ajeno que activa su propia creatividad. Como bien indica Derrida, imitaría libremente el proceso productor de la naturaleza, antes que lo que esta expone (10). Es así que podría crear de forma autónoma a partir de la motivación que le resulta heteróno-ma, mediando la cita de la naturaleza en las artes humanas desde la ausencia de regla o concepto que garantiza su carácter irrepetible. Crea sin modelos, pero lega modelos a quienes Lessing llamará copistas. Es decir, a quienes imitan la imitación general que constituye al arte; «en vez de imitar la cosa misma, imita la imitación de ella, y nos da, en lu-gar de rasgos espontáneos de su propio genio, frías reminiscencias del

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genio ajeno» (77). Por el contrario, el genio a nadie imita. Su primera característica, por ello, no podría sino ser, para Kant, la originalidad. No podría aprender de nadie, ni enseñar su arte. Solo podría ser imi-tardo por un genio posterior que despertase su propia originalidad, igualmente renuente a las reglas que su par anterior ha legado para quienes imitan sin crear (§ XLIV- L).

Para Rodó, el genio sería el hombre libre original ante la multitud (319). Sin embargo, su distancia no se traduce en una total autono-mía. Para ello, desvinculará la originalidad del creador y la de la obra. Situará el énfasis en la primera de ellas, considerando que la cifra de la verdadera literatura no se juega en la absoluta novedad de lo creado, sino en la sinceridad con la que se crea. Solo ella permitiría hacerse dueño del espíritu (153). En tal sentido, por ejemplo, Sarmiento habría sido mucho más original que el modernismo imperante. Pues, por así decirlo, no habría recibido dictado alguno, pese a la tosquedad de sus formas. Por el contrario, el afán prestado de originalidad modernista no sería sino una extravagante sobreactuación de la singularidad, aca-so sintomática de quien no asume su ser. El escritor verdaderamente moderno, por tanto, sería quien pudiera plasmar su individualidad en la letra. Por ello, Rodó destaca su yo en contraposición al falso yo de la pose (1127). Pero también a la autenticidad ajena, la cual el lector podría identificar. Así, resalta a un autor por el carácter suyo, persona-lísimo, de su obra. Aquello sería tan claro que se podría reconocer sin su firma. Y, coherentemente, podría identificarse igualmente a quien la inscribe falsamente en una obra que él no ha escrito (1348).

De ahí que Rodó contraste, en su defensa parlamentaria de los derechos de la propiedad literaria, a la obra de arte con los restantes objetos de un sujeto. La venta de estos últimos anularía su vínculo con ellos. La obra, por el contrario, no se podría enajenar, dado que exteriorizaría ideas y sentimientos tan íntimos que nadie podría apro-piárselos. Ni siquiera la muerte tendría ese poder, ya que la obra podría sobrevivir la vida del autor, prolongando así su presencia en el tiempo al dar fundamento a los juicios que se realizarán sobre quien la ha firmado (1139). Si la colectividad ha de resguardar esos derechos, es porque en ella se reconoce, puesto que el verdadero creador sería quien lleva su tiempo y espacio inscrito en su particular sentir. A diferencia

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de la pose de originalidad de quien aspira a intimidad ajena, el verda-dero artista sería quien, refugiándose en sí, expresaría a la que no deja de habitarle. Incluso si la obra solo se juzgase desde un punto de vista exclusivamente estético, considera que se privaría de cierta belleza al prescindir de lo circundante (625). El artista no solo se valdría de sus previos pares, sino también de sus contemporáneos que no crearían arte alguno. Y es que la originalidad de la obra solo sería posible gra-cias a «esa colaboración anónima e insensible del conjunto social», a la cual el artista daría su inimitable forma (1090).

Al expresar su ser propio, el inimitable autor expondría igualmen-te al singular pueblo al que su ser pertenece, retomando su tradición de forma novedosa. Pensar desde y para la colectividad, por ende, sería un gesto necesario para ser auténtico, contra quien aspira a la singula-ridad total. La localidad de su creación, por tanto, largamente sobrepa-saría el americanismo de los accesorios, tan caro a ciertos modernistas (165). Antes bien, la obra propia de todo artista propiamente america-no sería, de cabo a rabo, obra propiamente americana. El advenimien-to de aquel artista sería entonces la cifra de un distinto modernismo por venir. Pues, indica Rodó con aires algo proféticos desde uno de sus primeros textos, se estaría ante el naufragio de la limitación escolástica para dar pie a la genialidad (147). Y quien la encarne no será el que interrumpa totalmente a la historia, sino aquel que, compenetrado en ella, logre trazar su individualidad a través de los recursos allí disponi-bles para lograr una obra inédita e inimitable:

El genio es esencialmente la originalidad que triunfa sobre el medio; pero esta originalidad en que consiste el elemento es-pecífico del genio no significa la procedencia extratelúrica del aerolito; no excluye, como lo entendería una interpretación su-perficial, la posibilidad de rastrear, dentro del mismo medio, los elementos de que, consciente o inconscientemente, se ha vali-do… Lo que sobrepuja en el genio todo precedente, lo que se resiste en el genio a todo examen, lo que desafía en el genio toda explicación, es la fuerza de síntesis que, reuniendo y com-penetrando por un golpe intuitivo esos elementos preexistentes, infunde al conjunto vida y sentidos inesperados, y obtiene de ello una unidad ideal (265).

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El genio latinoamericano, por tanto, no podría sino basarse en cierta tradición previa. A diferencia del kantiano, no aspiraría a la es-tricta autonomía de sus fuentes. Antes bien, su singularidad residiría en su capacidad de dar con lo nuevo a partir de ellas. Sin esa herencia desde la cual afirmarse para diferir, resultaría imposible la creación ge-nial, la cual se manifestaría en los distintos tiempos y espacios del arte a través de cierta tradición a la cual el nuevo artista debe sumarse: «Se necesita a los predecesores: el buen Genio del Arte, que levantaba su copa en el festín del Renacimiento, es el mismo que aplaudía en 1830 el estreno de Hernani (...) y que hoy aplaude cuando los elegidos de ge-neraciones nuevas tientan los rumbos nuevos» (154). En ese sentido, la misma historia del arte en la que se quiere incluir el artista americano demostraría que no es problemático imitar lo que fortalece el propio ser, en a medida en que la imitación emerja desde y para la autentici-dad que antes se ha ganado2. La diferencia entre el original y la copia se jugaría, entonces, en cómo se imita. El problema, por lo tanto, no sería imitar, sino ser un imitador. Así, Rodó refiere explícitamente a la pureza relativa a la imitación auténtica, esencial, contrapuesta a la imi-tación corriente del imitador. Para lograr lo primero, el creador ha de enfrentarse a la obra del genio sin reiterarla. Lo interesante es que, para Rodó, esa chance no se gana alejándose de esa obra, sino acercándose a ella, hasta notar que lo que exige, precisamente, es que no se la imi-te de forma inauténtica. Lo fundamental sería dirigirse directamente

2 Y es que toda la vida, su original sentir, vendría atravesada por el fenómeno de la imitación. En efecto, para Rodó, la imitación inorgánica propagaría el movimien-to ondulatorio, la imitación biológica difundiría un tipo en la reproducción de la especie, y la fuerza moral de la imitación reproduciría cierto ideal de carácter en el tiempo y el espacio (274). Y el arte, relativo a esta última dimensión, no podría sino pasar por tan singular lógica, situándose su originalidad en la posibilidad de expresar originalmente la individualidad que subsiste entre imitaciones. Por ello, resultaría necesario superar el hábito, definido como la imitación de uno mismo (400). Poca novedad pareciera poder allí aparecer. Solo superando tal tosquedad podría acontecer la imitación que obraría en sentido nuevo de la herencia, costum-bre o autoridad, permitiendo el advenir de la imitación buena contra la mala, es decir, la que crea por sobre la que se limita a repetir: «La imitación es poderosa fuerza movedora de energías y aptitudes latentes, mientras deja íntegra y en pun-to la personalidad, limitándose a excitar el natural desenvolvimiento de ella. Pero cuando la personalidad, por naturaleza, no existe, o cuando un supersticioso culto del modelo la inhibe y anula, la imitación no es resplandor que guía, sino bruma que engaña» (404).

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al original (973). Entre el genio y quienes ya lo han imitado existiría una diferencia irreductible. Esto le permitirá, en una posición que di-fícilmente podría pensarse como un mero ejemplo, defender a Rubén Darío de sus imitadores, ya que no podría comprenderse una obra atendiendo a quienes se limitan a imitarla (186), recreando lo ajeno sin manifestar la diferencia de su particular sentimiento. Mientras esta última estrategia imitaría como la multitud –es decir, imitaría imitando a otros imitadores–, el genio imitaría inimitablemente, compatibilizan-do la figura del genio y del copista que la estética europea considera-ba como excluyentes. Ahí se retomaría directamente la promesa del creador, mientras que el imitador lo leería mediado desde imitaciones y sentimientos ajenos. El genio lograría así compatibilizar el modelo exterior con un sentir interior que permitiría generar una apropiación inédita de las reglas heredadas. Y, desde tal diferencia, crear y ser un nuevo genio, cuya imitación resulta válida por generar una obra que no podría pensarse, estrictamente, ni como copia ni como original.

Aquel logro sería la cifra de los pocos hombres capaces de dar pie a la inspiración propia a partir de su constitutivo diálogo con la ajena. Solo así se podría ser genio desde una posición histórica carente de tradición propia desde la cual sostenerse, como la americana, o incluso la uruguaya. Ya la escritura fundacional de esta última tradición, sur-gida de la pluma de Acuña de Figueroa habría imitado mucho, pero de forma insuperable (Rodó, «Literatura uruguaya» 130). Pese a esa auspiciosa génesis, la originalidad esencial, en poesía americana, según describe, pareciera ser un sueño imposible. No sería sino una situación rarísima, según describe (Obras 973). Sin embargo, sería posible seguir ganando ante la relectura de la genialidad europea, la que incrementa las posibilidades para la nueva literatura moderna y americana que cobijaría al nuevo genio americano. El genio, entonces, presentaría la obra de una comunidad que recién allí aparecería a través de cierta for-mación estética de un pueblo reinventado por medio de una operación literaria cuyos precisos contornos no implicarían su imposibilidad de cambiar. Al contrario, el genio de la raza no podría sino, como todo lo vivo, expresarse desde la variedad:

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[L]os pueblos que realmente viven cambian de amor, de pensamiento, de tarea; varían el rito de aquel culto (...) pruéban-se en lides nuevas; y estos cambios no amenguan el sello original, razón de su ser, cuando sólo significan una modificación del rit-mo o estructura de su personalidad por elementos de su propia substancia que se combinan de otro modo, o que por primera vez se hacen conscientes (478).

Ciertamente, si el genio europeo aspira a imitar a la naturaleza directamente es porque puede sostenerse en una tradición cultural que legitima su presente. Por el contrario, el modernismo latinoamerica-no carece de los antecedentes para poder imaginar, con la confianza necesaria, una mirada ante la naturaleza sin intermediarios. De ahí, entonces, la necesidad de compatibilizar lo que la tradición europea pensaba como incompatible: la genialidad y la imitación. La precarie-dad de la modernización estética latinoamericana obliga a ese ajuste tan singularmente productivo. Pues solo allí donde existe cierto campo del arte consolidado puede emerger la figura de quien aspira a pres-cindir de él. Al contrario, recién siendo parte de las letras universales pareciera posible la emergencia de un artista moderno que pudiera ser latinoamericano, a través de la observación de la obra del genio ajeno como condición de posibilidad del despertar de la naturaleza propia. Así, desde la singular lectura de la tradición europea se podría aspirar a conformar la personalidad colectiva americana, desde la cual ingresar al espacio de la literatura mundial con contornos definidos, pese a ca-recer de un previo campo letrado que garantice tal ingreso, sin el cual esa conformación parece imposible. La aparente tensión entre particu-laridad política y cosmopolitismo cultural, por ende, solo podría surgir de quien, por inauténtico, no lograse mantener la primera al insertarse en la segunda. Por el contrario, Rodó aspira a valerse de los recursos de la literatura universal para conformar un pueblo capaz de determinar-se ante la modernidad que, simultáneamente, posibilita y amenaza una personalidad americana acorde a tiempos que tornarían improductiva toda imagen rural de la misma. No se trataría, entonces, de trazar una

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determinada identidad particular contra el universalismo, sino en el emergente espacio de la universalidad3:

[a]l lado del tributario fiel de la región, al lado del hijo fiel de nuestra América, que se reconoce vinculado de lo íntimo de su ser a los particularismos de determinada parcialidad humana, que lleva entre las cosas propias de su espíritu el reflejo de cierta latitud de la tierra, –está en nosotros el ciudadano de la cultura universal, ante el que se desvanecen las clasificaciones que no obedezcan a profundas disimilitudes morales (157).

Ni se podría, ni se debería, entonces, restaurar cierta identidad previa al contacto con la exterioridad brindado por la moderniza-ción, ya que recién con aquel contacto podría nacer la nueva identidad

3 Es claro que esto último ameritaría una discusión harto más larga ya no solo sobre Rodó, sino también sobre los usos de su obra, y no solo por parte de quie-nes se declararon arielistas décadas atrás. Sigue siendo común la lectura de Rodó como la de quien se situaría contra toda tentativa cosmopolita (por ejemplo, Acereda 286). Su posición, sin embargo, parece ser mucho más sutil. No deja de referir, en efecto, a la patria universal del arte y el pensamiento que trascendería razas y fronteras (560). E incluso, en lo referente a prácticas más concretas, su posición no pareciera ser la de un tajante rechazo a lo ajeno, sino a su rápida imitación. De hecho, su bullada crítica contra la cultura estadounidense no sería tanto un ataque a sus costumbres, cuyas ventajas y excelencias dice reconocer, sino a la absurda creencia latinoamericana relativa a la posibilidad de imitación absoluta entre una y otra raza (500). De lo que se trataría, entonces, es de ase-gurar los propios límites para poder relacionarse con lo que los trasciende. Zea indica, en tal dirección, que su proyecto sería el de dejar de imitar el mundo ajeno en desmedro de la atención al propio (60). No obstante, el mexicano no parece tan dispuesto a asumir que tal afirmación vendría posibilitada por la porosidad de las fronteras que tal gesto instituye, dada la necesidad de valerse de la tradi-ción ajena para poder trazar cierto proyecto asuntivo. El de Rodó, de acuerdo a la narración de Zea (y es obvio que, también en este punto, no es solo la posición del uruguayo la que está en juego), sería entonces un determinado universalismo ganado a partir de la erección americana de una particularidad concreta que le habría de asegurar una posición ante la posibilidad de marearse, propia del provinciano recién llegado, en un universalismo abstracto. Lo que habría que ponderar allí –yendo, claro está, más allá de Rodó y de las distintas tentativas del arielismo– es el intento de determinar cierta identidad, por móvil que se preciase de ser, desde la necesidad de la imitación que aquí se plantea. En tal sentido, posteriores pensadores latinoamericanos, que destacaron igualmente la chance de una imitación que no fuese una simple copia, parecen haber radicalizado el gesto rodoniano –en lugar de haberse contrapuesto a él, como se dejaría entrever desde una lectura simplemente identitaria de Rodó– al aspirar, asimismo, a un cosmopolitismo político que amenaza con destronar los inquietantes límites que Rodó no dejó de afirmar.

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americana. Se trataría, por ende, de anhelar otra forma de modernidad, tanto en su aspiración a una refundación letrada como por su reflexiva reubicación en el espacio de lo universal. Y es que solo considerando toda tradición ajena es que podría, por lo tanto, inventarse, moderna-mente, la propia.

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Salud y enfermedad en flora y fauna de SELVA LÍRICA: una mirada sobre la producción poética de Chile1

Ana Traverso

1. Introducción

Para 1917 el modernismo hispanoamericano ya estaba plena-mente consolidado en América Latina con figuras tan relevantes como Leopoldo Lugones (Argentina), Guillermo Valencia (Colombia), Manuel Gutiérrez Nájera (México), Julio Herrera y Reissig y José Rodó (Uruguay), Julián del Casal (Cuba) y, por cierto, Rubén Darío (Nicaragua), todos ellos conocidos más allá de las fronteras continen-tales. Las celebraciones del centenario de la independencia en Chile ha-bían exacerbado el espíritu nacionalista, surgiendo así la necesidad de exhibir las últimas tendencias en materia poética, con lo cual se pone al descubierto la carencia de antologías y estudios exhaustivos sobre el tema2. Es por ello que Araya y Molina, los críticos que realizaron la conocida antología y estudio Selva lírica, se propusieron organizar una muestra crítica de la poesía nacional, capaz de posicionar a la produc-ción literaria en el ámbito internacional, al demostrar que esta no solo era numerosa, sino además afín con las últimas tendencias poéticas modernas, sin nada que envidiar al resto de los países del continente3.

1 Este trabajo es parte del proyecto Fondecyt N° 1120439, «Significaciones en tor-no a salud y enfermedad en la literatura chilena (1860 a 1930: Procesos moder-nizadores y representaciones corporales)», dirigido por Andrea Kottow.

2 Apenas se contaba con la antología de Armando Donoso (1912) en materia de poesía chilena moderna.

3 Oscar Galindo sitúa Selva lírica (1917) en respuesta a la Antología de poetas hispanoamericanos (1895), de Marcelino Menéndez Pelayo, donde el erudito es-pañol dicta su ya famosa y drástica sentencia sobre la escasez poética chilena, a la

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Si el objetivo era ambicioso el resultado estuvo acorde con estas intenciones, pues de los últimos 22 años que se intentaban abordar, resultaba un libro de unas amplias 488 carillas, 211 autores y 14 au-toras. Para ello, los críticos habían extendido, como se sabe, una con-vocatoria masiva a los poetas vivos de la época a integrar este trabajo antológico, el cual además de la selección de textos incluía entrevistas, estudios, una novedosa propuesta de ordenación, y una crítica acucio-sa y comprometida de cada uno de los/las autores/as.

Lo que intentarán demostrar los críticos es que Chile, a partir de 1895, evidencia contar con una poesía plenamente moderna, al publi-carse Ritmos, de Pedro Antonio González, «el más lírico de los poetas de este país y el iniciador del periodo contemporáneo de nuestra poe-sía» (Molina X)4. El texto del chileno, primera expresión de un arte verdaderamente nacional (y original), superaba por fin la mera copia de las tendencias europeas (clasicismo, romanticismo, parnasianismo o decadentismo), resultando de ello una poesía situada en su territorio, en diálogo con la oferta cultural y la historia local disponibles: «En este mérito de originalidad, no superan a González [Pedro Antonio] ni Díaz Mirón ni Gutiérrez Nájera, ni Guido Spano ni el mismo Darío, todos los cuales han recibido de los bardos franceses los blasones de su heráldica literaria» (2). Con esto, se buscaba desdibujar las huellas de la evidente influencia de Rubén Darío en la consolidación del moder-nismo en Chile, a fin de rearmar una genealogía a partir de un poeta nacional.

Para ello, la organización de este extenso panorama de la poesía de la época se hará valer de dicotomías frecuentes en la literatura del periodo, tales como original/copia, nuevo/viejo, propio/extranjerizado, a fin de jerarquizar la producción poética y demostrar la existencia de una poesía chilena verdaderamente original. Junto con ello, esta ordenación utilizará otros criterios igualmente frecuentes en la época, provenientes de los discursos higienistas y patologizantes, a partir de los cuales los críticos intentarán discriminar la poesía sana/enferma,

cual responderían los críticos Araya y Molina con contundentes demostraciones de su vitalidad.

4 Siete años después, Armando Donoso haría la misma afirmación respecto de Ga-briela Mistral en Nuestros poetas (1924).

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vigorosa/débil, viril/femenina. De esta manera, se evidencia una simpli-ficación que asocia las formas parnasianas y decadentistas a la copia, el afrancesamiento, la debilidad artística y, por ende, la falta de vigor o, más radicalmente, la prueba de una propuesta enferma y afemina-da, que contrasta con el saludable modernismo o arte nuevo, asocia-do al vigor masculino. Tal diagnosis de lo saludable/enfermo se hará desconociendo, generalmente, las temáticas poéticas tratadas para, en ocasiones, centrarse en las biografías de sus autores o en los aportes «novedosos» de lo que se considerará una nueva literatura nacional, exportable y capaz de posicionar a Chile en el mercado cultural lati-noamericano con algo «propio» (que integre internacionalismo con localismo). Para ello será necesario hacer caso omiso muchas veces a las denuncias de los poetas respecto de las consecuencias del sistema capitalista en la emergencia de la llamada «cuestión social», quienes utilizarán este mismo tópico (salud/enfermedad) para cuestionar o po-ner en crisis los proyectos modernizadores.

2. ¿Modernos, nacionalistas o clásicos?

Tal como ha afirmado Ángel Rama en Rubén Darío y el moder-nismo, así como en Transculturación narrativa en América Latina, la obsesión de los países latinoamericanos tras la conformación de los estados nacionales fue alcanzar la autonomía, originalidad y represen-tatividad respecto de España. Rama (Transculturación…) identifica es-tos tres objetivos con los distintos momentos de modernización en el continente: la primera fase de independencia o autonomía se extende-ría hasta 1870, donde «empezamos a cosechar los frutos de la estabili-dad» (Henríquez Ureña 165) a partir de la expansión del capitalismo. Luego, con la prosperidad económica que le sigue a estos procesos de modernización, se instala fuertemente el llamado «modernismo» artís-tico, con su afán de originalidad y novedad, consecuentemente con la ideología del liberalismo económico (Rama, Rubén Darío…), para, en-tre 1910 y 1940, volcar la preocupación autonómica hacia la creación de un arte representativo de las Américas.

Pero así como Ángel Rama, Rafael Gutiérrez Girardot y Octavio Paz entienden el modernismo como un movimiento que proviene del

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romanticismo y que deviene en lo que otros delimitan como «vanguar-dia», extendiéndose hasta finales de la Primera Guerra Mundial, para Pedro Henríquez Ureña, Nelson Osorio o Bernardo Subercaseaux, por ejemplo, este tendría un margen de vigencia acotado y se desarrollaría entre la década de 1880 hasta la primera o segunda década del siglo XX. En esta misma línea, tanto Max Henríquez Ureña como Mario Rodríguez identifican dos tendencias principales: una que pone énfasis en la forma y las referencias literarias, principalmente francesas, y otra que intentará captar el ambiente social y regional de los países ame-ricanos; lo que Mario Rodríguez, para el caso chileno, diferencia en-tre generación modernista y mundonovista, y Bernardo Subercaseaux entre modernistas y criollistas o nacionalistas. Y, por último, lo que Juan Marinello rechazará terminantemente, afirmando que «lo que Henríquez Ureña llama segunda etapa del modernismo no es sino la reacción contra el modernismo, el impulso por trascender el fetichismo de la forma. Si tal reacción se manifiesta en los mismos modernistas, ello no afecta lo central del hecho» (17-18).

Volviendo a la concepción de las etapas, Bernardo Subercaseaux distingue tres momentos en lo que llama el itinerario modernista chi-leno:

Uno de gestación, que va desde alrededor de 1880 hasta el Certamen Varela en 1887; otro de canonización, en que se fijan los rasgos estéticos del Modernismo, y que va desde 1888 –año de la publicación de Azul, de Darío– hasta 1894; y por último, un tercer momento con dos etapas: primero una de relativa vi-gencia y difusión que va desde 1895 hasta la primera década del siglo, y otra de presencia epigonal y transformación, que va de 1910 hasta los años que siguen a la muerte de Darío (1916) (138).

Por cierto no intentaremos resolver esta discusión que, como ve-mos, se plantea irresoluble en la medida en que presupone supuestos teóricos muy distintos: visiones generacionales, lecturas sociocultura-les, etcétera. Pero nos interesa, en cambio, presentar las estéticas que, aunque distintas o pertenecientes al propio modernismo, estaban con-fluyendo para 1917 en Chile, donde –según cualquiera de estas or-denaciones– el momento de apogeo del (primer) modernismo estaba

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declinando para ir poco a poco modelándose dos tendencias posibles: el vanguardismo y el criollismo nacionalista (o mundonovismo), lo cual se observa claramente en el estudio de Araya-Molina. «Apogeo» que, por lo demás, la crítica ha puesto bien entre comillas al considerar el atraso con que se incorporan los chilenos al modernismo, producto de la Guerra Civil de 18915, y por una insistente tendencia a continuar con los tópicos románticos (Rodríguez), así como a derivar en una re-flexión intimista, melancólica y regionalista (Nómez 22).

Por su parte, los críticos Araya-Molina dividen su estudio en:

1. Una primera parte, que agrupa a los «neo-líricos» o nuevas tenden-cias, los cuales se subdividen en: a) «Los precursores y represen-tantes de las diversas tendencias modernistas» (30 poetas); b) «Los poetas que le siguen en mérito» (o emergentes, cuyo trabajo aún no está totalmente definido), compuesto por 25 autores; c) y «Los nacionalistas o criollistas» (8 autores).

2. La segunda parte reúne a «los poetas de tendencias antiguas» («clási-cos, románticos, tropicales e indefinibles»), con 31 poetas.

3. Y en la tercera y última, aportarán con a) 91 reseñas sobre autores fallecidos pero relevantes para la comprensión de la lírica nacional; b) una lista de «simples versificadores» (17 autores); c) curiosos es-tudios sobre poesía araucana, ácrata, festiva y fabulista; y d) un aná-lisis extenso sobre las transformaciones del campo cultural chileno a través de la organización de sus premios, concursos, escuelas, ate-neos, revistas, etcétera.

Todo lo cual tienden a resumirlo en: 1) modernistas o neo-líricos (originales); 2) copistas o imitadores y 3) «simples versificadores».

Si al menos, en términos de ordenación, hay un privilegio indiscutido por lo que denominan «poetas modernistas» en relación a «criollistas

5 Según Ángel Rama (Rubén Darío…), el creciente proceso modernizador en Chile tras la Guerra del Pacífico (producto de la anexión de las provincias de Anto-fagasta y Tarapacá y la consecuente explotación del salitre) se detiene con la Revolución de 1891 en términos socioeconómicos, y, consecuentemente, habría retardado el desarrollo del modernismo en el país (87-88). La misma línea ar-gumentativa habría desarrollado John Fein para explicar el retardo con que se incorpora Chile al movimiento modernista y que desarrolla Naín Nómez con mayores antecedentes.

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y nacionalistas», la distribución que harán de los poetas chilenos en cada una de las tres secciones de la primera parte, irá definiendo sus preferencias estéticas. Así, por ejemplo, junto con el fundador moder-nista, Pedro Antonio González, la primera sección la integran, con ho-nores, una gama surtida de poetas, entre los cuales se cuentan Gabriela Mistral, Zoilo Escobar, Jorge González Bastías, Pedro Prado, Manuel Magallanes Moure y Víctor Domingo Silva. Menos celebrados, pero siempre en esta sección, estarán Francisco Contreras (considerado un «imitador», aunque reconocido por la comunidad literaria), Max Jara (un decadente con algunos elementos originales) y Pablo de Rokha (muy moderno, pero delirante y «anormal»). Huidobro, en cambio, muy alabado por su novedad y prolífica obra, se sitúa en la segunda sección (la de «los que le siguen en mérito») a causa de su poco original Adán. Estos criterios son los que le permiten a Bernardo Subercaseaux afirmar el, a su juicio, evidente privilegio de Araya-Molina por «regio-nalistas» o «criollistas» en lugar de la emergente vanguardia chilena6.

No dudamos del rechazo de los críticos por la aún incipiente van-guardia, pero tampoco creemos que ellos se inclinen por las opciones nacionalistas o criollistas (de crítica social y política, referidas a una historia local específica –Arauco, por ejemplo– o a conductas socia-les situadas en un territorio nacional que se quieren denunciar), sino más bien por las estéticas neorrománticas con elementos intimistas, idealistas, de nostalgia por un pasado perdido, en alabanza al paisaje natural, sin una referencia regional o local específica y, en lo posible, liberadas de elementos decadentistas. En alejandrinos o endecasílabos, gran parte de los poemas seleccionados de los autores de la primera parte sugieren una vertiente mística o religiosa muy marcada, así como

6 Frente al problema de la selección de poetas que Araya y Molina ubican en el llamado movimiento modernista, Subercaseaux se pregunta: «¿Cuál es la sensibi-lidad o tendencia que valoran y destacan? La que conforman entre otros Samuel Lillo, Diego Dublé Urrutia, Víctor Domingo Silva, Carlos Pezoa Véliz y Antonio Orrego Barros, tendencia que llaman regionalista o criollista, y en la que se des-tacan autores provenientes de provincia y que poetizan lo vernáculo y el mundo rural» (56). Nos parece que si bien la tendencia de Araya y Molina es a valorar autores intimistas, regionalistas y «proto-láricos», tales como Daniel de la Vega, Jorge González Bastías, Víctor Domingo Silva (efectivamente), ubicados en la pri-mera preferencia de esta antología, no comulgan tan partidariamente con Diego Dublé Urrutia, Carlos Pezoa Véliz o Samuel Lillo, por considerarlos demasiado «folkloristas», a quienes ubican en la tercera sección de los neo-líricos.

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una constante idealización por la amada, donde las versiones más pe-simistas –como el caso del cuestionado Max Jara– presentan al poeta en una escisión romántica con el mundo: «El poeta comprende que su mal es divino» (123). Justamente, a causa de la disposición que hacen los críticos –donde cada una de las secciones está ordenada, en forma descendiente, de acuerdo a la fecha de nacimiento de sus autores– se puede apreciar una tendencia que desde un romanticismo optimista declina hacia un cierto pesimismo o melancolía inevitables en la gene-ración «modernista» que Araya y Molina querrán omitir o desdibujar mientras les sea posible.

Así los críticos, casi de forma independiente a las propuestas esté-ticas de los autores, dispondrán en la primera sección aquellos que a su juicio se libran del «decadentismo»; en la segunda («los que le siguen en mérito»), ubicarán a los que evidentemente dan muestra de rebeldía y libertad poética a través de las rupturas con el metro, la rima y las temáticas que ellos etiquetarán como «copia» (ya fuera imitando las estéticas decadentista, simbolista, parnasianos o futurista, o derecha-mente a un autor específico), pero que, desde la actualidad, venían a ser las propuestas más audaces y críticas, tanto formal como temáti-camente; y un tercer lugar de «nacionalistas y criollistas» en donde agruparon a los autores que hacían denuncia social o descripciones costumbristas del paisaje y sus habitantes.

Conscientes del cambio que operaba en la poesía chilena contem-poránea, los críticos buscarán valorar dicha «modernización» –la que había permitido afortunadamente dejar atrás las versiones maniqueas del romanticismo hispanoamericano–, si bien su expectativa seguirá siendo extremadamente conservadora, donde: «[e]l arte bañado de cla-ridad, es el arte ideal» (120) y que, lejos del gesto vanguardista que funda la llamada «tradición de la ruptura» (Friedrich, Paz), abogan por una vuelta a los clásicos. Así, refiriéndose a los «literatos» afirman:

Lastimosamente confunden decadentismo con el modernis-mo, la palabrería enmarañada y de artificio, con el decir sencillo e inhollado, el pensamiento tumultoso, huero y oscuro, con la idea limpia, sabrosa y tierna… El verdadero modernismo (afue-ra prejuicios sordos de juventud levantisca), tiende a hacerse clásico por la expresión; busca en la humildad, en la menudez

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de las palabras más livianas, los ocultos fuegos, los íntimos e inapreciables aromas, que es imposible arrebatar al engranaje violento de los propios estilos modernos. Aún más, creemos que el modernismo verdadero llegará a su forma definitiva, perfecta, impecable, cuando sus tendencias interiores se calcen los ropa-jes olvidados de los más puros y venerables de nuestros clásicos auténticos (110-111).

Nos parece, entonces, que si bien los críticos reconocen los méri-tos de la poesía «nacionalista o criollista», no encuentran en ella los elementos del arte moderno que pretenden internacionalizar. Al úni-co poeta de esta línea que incluyen en el primer grupo de los «repre-sentantes de las diversas tendencias modernistas» es Víctor Domingo Silva, de quien comentan el escaso éxito de una obra teatral estrenada en Buenos Aires:

Un drama en que figuren tipos casi nacionales, chilenos, es difícil que triunfe en un ambiente extraño, como el de Buenos Aires, pues, el carácter de los personajes estudiados, por ser des-conocido o menos familiar de aquel público, no adquiere el re-lieve ni la potencialidad que revestiría en un teatro del país. De ahí, posiblemente, la causa del fracaso de este drama, si es que ha existido (80).

Por otra parte, el resto de los nacionalistas tiene un claro tercer lu-gar en su ordenación, y aunque muy alabados por la crítica de la época en materia narrativa, en el ámbito poético evidenciaban demasiados elementos específicos de la realidad local que los alejan de las expresio-nes «universales», capaces de ser comprendidas en el exterior, y de los aspectos «sanos», que elevan la imagen de la identidad nacional que se quiere resaltar. En este sentido, Alberto Moreno –un poeta «modernis-ta» para los críticos, aunque bohemio, escéptico y con «un cuaderno personal desastroso» (141)– resulta para ellos «un Pezoa Véliz, más refinado, más grande, más fuerte» (142).

Y es que el objetivo principal de los críticos con su estudio y anto-logía será ofrecer a los «autores extranjeros que se propongan elaborar antologías, diccionarios o historias literarias la verdadera representa-ción de la poesía chilena» (XVIII). Así, partiendo de la base de que «Chile, por su situación geográfica, es para los habitantes del Viejo

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Mundo y aún de las Repúblicas vecinas, uno de los países más desco-nocidos y olvidados de la América» (XVII), donde –dice Juan Agustín Araya– «se ha llegado a presentarnos roídos por antiguos defectos que hoy repudiamos y con juicios formulados frente a una falsa o incom-pleta apreciación de nuestra verdadera nacionalidad» (XVII), se pro-ponen reformular esta imagen haciendo un justo orden entre los «in-telectuales de mérito» y los «insignificantes». Su preocupación busca mejorar la imagen de la nación chilena a través de uno de sus tantos productos que ellos consideran perfectamente competitivo en el merca-do internacional. A juicio de Araya, no solo el salitre o el roto chileno, también la poesía puede ser un «producto firme y valioso» (XVIII).

Por ello, Molina, al finalizar su introducción, hace un llamado a los poetas jóvenes para que sigan algunas directrices tendientes a crear un arte «original», «no-imitativo», aunque amparado en la tradición y, por cierto, «sano», sin visos «morbosos» o «degenerativos»:

Es necesario que penetren en todos los criterios los sanos y verdaderos principios estéticos. No aceptar las escuelas o sec-tas literarias sino como un avance y un estímulo. No despreciar el Arte Antiguo, sin estudiarlo y sin aprovechar sus saludables proyecciones. Ceder a las influencias audaces y novísimas que extienden el imperio de la fantasía, cuidando de evitar los arres-tos presuntuosos, morbosos y degenerativos (...). Solo así logra-remos afianzar definitivamente el triunfo del modernismo, que es sinónimo de expresión nítida, amplia y sincera de las ideas y sensaciones de la vida compleja de nuestra época (XVI)7.

3. Barbudos solitarios y bohemios melenudos

Si la historia revelaba a todas luces que había sido la presencia de Rubén Darío en Chile la que había estimulado el desarrollo de la poesía modernista en el país (Silva Castro), esta antología –a fin de fomentar la imagen de una literatura nacional autónoma, original e independiente de cualquier influencia exterior– se encargará de borrar las huellas de esta paternidad centroamericana para concentrarla en la figura nacional de Pedro Antonio González, quien –tal como hemos

7 Los destacados son nuestros.

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anunciado en la introducción– marcaría, según los críticos, un linde de transición entre la vieja y la nueva poesía. Pero más que un funda-dor que crea escuela, se trataría, muy por el contrario, de un «poeta espontáneo, único en sus perfecciones y defectos, que se lo debe todo a sí mismo» (2), «cuya inspiración desplegaba las alas de un espíritu enorme (...) como la aparición de un rutilante meteoro» (1). Esta exal-tación de la individualidad y unicidad, a partir de una deslumbrante y espontánea originalidad, la vemos repetirse en todas las descripciones que hacen Araya y Molina de los poetas de la primera parte8. La excep-ción la constituye Francisco Contreras, quien si integra esta primera sección se debe exclusivamente a su prolífica obra y al reconocimiento obtenido en el ámbito nacional, pues, lamentablemente –según los crí-ticos–, evidenciaría un notorio «afán de importar e imponer la nueva tendencia liberal y modernista», puesto que «su único objeto es hacer escuela y no poesía espontánea, pura, verdadera. De lo cual resultan obrillas vistosas, en donde hay menos arte que artificio» (53).

Esta búsqueda por asegurar la exclusividad y la subjetividad poé-tica, que para Ángel Rama estará relacionada con «la norma de la economía liberal que se había desarrollado en los grandes centros ame-ricanos del XIX, modelando a los hombres a su imagen y semejanza» (13), hará gala de la «exacerbación del yo», «homologando la idea de escuela con la imitación y servidumbre» (Rama, Rubén Darío… 15). Tal rechazo a las escuelas, asociaciones, grupos, lo veremos desarro-llarse en la primera sección de «modernos» a través de la imagen del poeta antisocial, que se basta a sí mismo, y que se opone a los autores de la segunda parte en su desarrollo de alianzas, estrategias y difusión

8 El texto de Araya y Molina abunda en describir a los autores de la primera sec-ción según esta: «personalidad propia y robusta» (Ernesto A. Guzmán); con «sentimiento verdadero» (Mondaca); «genuinamente criollo» (Víctor Domingo Silva); «honesto de toda honestidad» (Pedro Prado); con «honradez artística» e «ingenua sinceridad» (Prado); con una «fórmula única y personal» (Alberto Moreno); de «expresión sencilla y nítida» (Julio Munizaga); que «se debe más a su intuición poética que a la reflexión lógica y al estudio de los códigos literarios» (Jorge Hübner); «¡Con qué sencillez y sinceridad le dedica estrofas a su madre!» (Carlos Barella); «Morgad es original, pero de una originalidad única y concreta» (199); «ha vivido una poesía fuerte, rítmica y personal como pocas» (199); «poe-ta altruista, original y sincero» (Morgad); «poetisa auténtica» (Olga Acevedo); «poesía verdadera, legítima» (Juan Guzmán Cruchaga), y así con cada uno de los poetas de la primera sección.

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de la literatura en el ámbito nacional y en el exterior, así como también se diferencia de los escritores de la tercera parte, los agitadores, los «ácratas» (como son llamados en la última sección), los activistas po-líticos. Conforme a esto, la capacidad para organizar planificadamente una carrera profesional, aparece fuertemente criticada en esta irónica cita:

Nada más sugestivo y regocijante, dentro de nuestro limita-do ambiente artístico, que ver a esos muchachos que de cuando en cuando suelen venir a la Metrópoli desde provincia y espe-cialmente desde Valparaíso con el objeto de leer un cuento o un poema en el Ateneo. Vienen dos, cuatro, seis. El día lo ocupan en visitar a los amigos, otros bohemios como ellos, o en recorrer las librerías para adueñarse de las últimas novedades modernistas. Por la noche la bulliciosa comparsa de donceles melenudos se di-rige a la sala del Ateneo; cada uno a su turno sube al paraninfo, al lanzadero de reputaciones literarias. Leen, declaman; se hacen aplaudir; y a la salida son rodeados por amigos y admiradores. Después regresan triunfantes a su terruño, con la cabeza plena de ideales y la imaginación caldeada por el aplauso estimulador (186).

Esta escena da cuenta de la progresiva especialización que había alcanzado la escritura al finalizar la segunda década del siglo XX, tal como lo han demostrado Henríquez Ureña (165) y Rama (Rubén Darío…) para el caso hispanoamericano, y Gonzalo Catalán para el ambiente chileno en su estudio de las transformaciones del campo cul-tural literario en Chile. El nivel de profesionalización de los escritores, les permitía –aunque muchas veces con grandes dificultades– vivir de su oficio. Periodistas, cronistas, redactores, directores de medios, pro-fesores de literatura en escuelas o en la universidad, cargos directivos en universidades públicas y, a veces, algún puesto en el gobierno en el área de cultura, fueron algunos de los desempeños que ejercieron los escritores del periodo. Los propios críticos comienzan a oficiar como tales a partir de la última década del siglo XIX, ocupando un lugar es-table en los principales medios escritos de difusión masiva (periódicos o revistas). Los mismos Araya y Molina muestran cómo a principios del siglo XX existían varios premios, concursos e instituciones litera-rias formalizadas que estimulaban y reconocían la actividad intelectual

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en el país. A ello se le irán sumando las primeras agrupaciones juveni-les de estudiantes universitarios, de grupos anarquistas y sindicalistas, donde se formarán muchos de los artistas e intelectuales nacionales. Por cierto, la mayor parte de esta actividad cultural se concentraba en los principales centros urbanos del país: Santiago y Valparaíso.

Todo este sistema formativo de artistas y escritores, así como el círculo profesional y laboral en que se desempeñó la mayoría de los poetas mencionados en la antología, aparece rechazado como espacio propicio para el estímulo y desarrollo de la creación artística por los críticos Araya y Molina, quienes, por el contrario, buscan construir una imagen provinciana, rural, ascética del escritor ideal. No solo in-tentarán borrar toda huella de influencia, asociatividad, escuela, co-munidad artística, para exaltar la figura del poeta único, espontáneo y original, sino que se empeñarán en ubicar la creación poética en un ámbito solitario y, ojalá, campesino, lejos de la contaminación urbana.

Así, por ejemplo, Carlos Mondaca aparece descrito como un «alma sombría, taciturna, encerrada en su Torre de Marfil» (71) y Jerónimo Lagos Lisboa como un hombre también «encerrado [pero] entre los muros de su vivienda campesina» (110). Se trata de un aislamiento que la mayor parte de las veces relaciona arte y naturaleza, como el caso de Jorge González Bastías, quien escribiría «desde Infiernillo en donde vive aislado, cultivando el campo y las letras fervorosamente» (64).

Veremos desplegarse, entonces, en esta primera parte de la antolo-gía, una expansiva sinonimia vinculada al campo semántico del «en-cierro», donde términos como «misántropo», «anacoreta», «huraño», se asocian con una evidente tendencia a la melancolía –«es el dolor de un Hamlet», dirán los autores sobre Enrique Carvajal (153)– y con el alejamiento de las «mareas urbanas» (153). Así, por ejemplo, Pedro Antonio González aparece descrito viviendo: «[e]n una estrecha bu-hardilla de ultra-Mapocho, [donde] se escondía como un anacoreta en su santuario, sin un hijo, sin un perro, sin más compañía que una maritornes vieja, zarrapastrosa, que le cuidaba maternalmente» (1).

Pero, por sobre todo, los poetas modernos se ven alejados de los «envidiosos herméticos» (24), de «los intelectuales» (28), del «mare-mágnum de poetoides versificadores» (126), de los «vocingleros líri-cos» (126), del «carnerazgo de las escuelas literarias» (141), de «la

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populachería, las gentes incultas, los neófitos del arte y las discusiones literarias» (28); retraimiento traspasado además de un halo místico, re-ligioso, como se observa, por ejemplo, en este comentario sobre Pedro Prado:

No diremos que Pedro Prado haya formado escuela; pero es la figura central de un núcleo que lo admira y le sigue. En me-dio del maremágnum de poetoides versificadores, él arrojó sus Flores de cardo que se remontaron y esparcieron libre y silencio-samente, como invitando a los vocingleros líricos a acallar su es-tridente algarabía, como evangelizando que conviene hablar con más naturalidad para expresar lo que hemos pensado y sentido en un religioso y callado recogimiento (126).

4. Poesía sana y enferma

Como ya hemos presentado a comienzo de este ensayo, los críticos Araya y Molina buscan organizar un panorama de la literatura nacio-nal y al mismo tiempo incentivar «los sanos y verdaderos principios estéticos» en los autores. Por ello, se esfuerzan en clasificar los distin-tos tipos de poetas, recomendando ciertos modelos a seguir: el trabajo individualizado y «alejado de los corrillos o montoneras literarias» (142).

De este modo, en el discurso de Araya y Molina los términos de sa-lud y enfermedad aparecen asociados a prácticas de escritura recomen-dadas, las que, a su vez, obedecen directamente a conductas morales prescritas9. La «salud» –en la disposición estética y moralizante de los

9 Thomas Anz propone que los argumentos médicos sobre lo sano y lo enfermo constituyen verdades normativas que no solo sancionan las conductas y las cir-cunstancias sociales en que se (re)producen dichas prácticas, sino que propor-cionan bases discursivas para discusiones de carácter ético y estético. Así, Anz analiza diferentes relatos donde las lógicas de la medicina denuncian lo correcto/incorrecto de las prácticas sociales, pasando el enfermo de ser culpable por su conducta a ser, más bien, el síntoma de una sociedad que lo enferma y contamina, otorgándole a las enfermedades la posibilidad de «denunciar aquellas normas sociales consideradas como patógenas» y a constituirse en «el llamado a reempla-zarlas por otras ‘más sanas’» (35). La crítica a los valores burgueses –señala Anz–, propia de la sociedad moderna, al responsabilizar a la sociedad de las enferme-dades que causa, tenderá a recomendar el espacio natural como el más propicio para la conservación de la salud.

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estudiosos– estará vinculada, como ya hemos visto, al aislamiento en el entorno natural, al alejamiento del mundo social y literario provenien-te del ámbito urbano, al rechazo de grupos y escuelas, a la resistencia a influencias y lecturas extranjeras, al retorno a lo propio, la natura-leza y los clásicos, con lo cual se presupone que el «campo artístico y literario» de la época viene a ser un espacio contagiado por la «en-fermedad», donde las lecturas, encuentros, asociaciones, tendencias, estéticas y movimientos constituyen una especie de peste infecciosa de la cual es necesario alejarse, como veremos más adelante.

Así, el argumento patologizante de Araya-Molina se focaliza en la crítica al «sistema literario» y no al estado físico del poeta, don-de la melancolía (o eventuales alcoholismos, tuberculosis, cirrosis, por nombrar las enfermedades más frecuentes de los poetas de la época) no serán el foco de interés de sus análisis, sino sus coqueteos con las agrupaciones literarias. Al diagnosticar a la «sociedad literaria» de en-ferma, solo resta alejarse de ella para conservar la salud. Veamos cómo se expresan los críticos sobre Daniel de la Vega:

Era un muchacho, un imberbe de unos dieciocho inviernos, alto, pálido, triste, extenuadamente flaco y con unos ojos gran-des, clavadores, de un azul desteñido, remoto. Una gran corbata oscura, en forma de alas para volar hacia delante, y un chamber-go de aristocracia pueblerina, inclinado levemente sobre el pár-pado derecho, revelaban a la simple vista que aquel adolescente prematuramente melancólico como un ave migratoria, no era un vulgar, un perdido, un vividor, como uno de esos tantos artistas anodinos que acuden al corazón de las ciudades en busca del vellocino de un vivir fácil y barato, y a quienes aporrea la suerte en tal forma que más tarde se convierten en carne de presidio o espectros de hospital.

Era todo un poeta: sano, limpio, moderno (170).

Como se ve, su «salud» se independiza de su aspecto físico –a quien se lo describe como «pálido», «triste», «extremadamente flaco» y «prematuramente melancólico»– y de los motivos mismos de su poe-sía, tal como se observa al comienzo del texto «Incoherencias»:

Siento que me consumo en inútiles sueños que de lujuria enferma mi carne desfallece

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y que mi pobre espíritu se atormenta en la triste claridad de un crepúsculo sonoro y decadente.

El resto del poema se desarrolla con la extensión y recurrencia del motivo de la enfermedad o melancolía a través de expresiones como «afiebradas contemplaciones», «arrebatos sensuales», «dolor tacitur-no», «siento que estoy muriendo», «modorra voluptuosa», «corre por mis nervios una tristeza enorme», «horas grises de mi vida aburrida», «dejo las enfermizas sonatas de mi Otoño», «mi mudez escéptica», «mis nervios rotos», «resucita melancólicamente mi vida provincia-na», etcétera. No, la «salud» de Daniel de la Vega tiene exclusiva rela-ción con su ausencia de las asociaciones literarias. Afirman los críticos: «Para brillar no ha necesitado lucirse en público: en la tribuna del Ateneo o en la de cualquier otra Academia hospitalaria, donde triun-fan generalmente los que tienen hermosa melena, actitud adorable y golpes de oratoria y audacia» (170)10.

Mientras a los poetas originales y solitarios de la primera par-te, pese a las apariencias, se los describe como «sanos», «modernos», «vigorosos», «robustos» y «fuertes», los «poetas enfermos» serán aquellos que se han «contaminado» en la «Academia hospitalaria» de carácter urbano. Así, Alberto Valdivia es presentado como un sujeto «flaco, pálido, de apariencia enfermiza», «es de los inadaptados, de los que arrastran su vida en la metrópoli, asfixiados por el ambiente hostil a su organismo, a su temperamento, el que, allá en los dominios na-turales, se sacudiría de los estragos urbanos y recobraría sus perdidos vigores, apareciendo en todo su esplendor» (209).

Si bien no melancólico ni triste, pero anormal y desordenado psí-quicamente, Pablo de Rokha es ubicado en la primera parte de este libro, con varias observaciones y recomendaciones para su escritura. Calificado de «novísimo», «futurista» y frecuentador de «la farán-dula, muy cosmopolita y algo bohemia de Hübner, Huidobro, Julio Munizaga, Pedro Sienna, Cruchaga Santa María» (218), De Rokha se habría transformado tras la lectura de la obra de Nietzsche, resultando de ello:

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un espíritu inquieto, tremante, convulsionado por cataclismos íntimos que han repercutido en actos cotidianos anormales, como anormales, desquiciadas y amorfas han sido sus últimas concepciones artísticas. Así se ha producido el extraño maridaje de trozos de sencilla belleza y retazos de sincera emoción que aparecen como incrustados al azar en una malla de frases desar-ticuladas y mórbidas (218).

Pero pese a la insistencia de los críticos en resaltar su «espíritu moderno», la ruptura de la forma, el uso del verso libre y otra serie de innovaciones estéticas que, supondríamos, valoradas desde la óptica de la originalidad y autonomía, los autores concluyen: «¡Es tan lamen-table seguir las huellas extraviadas del talento! Llámese conceptismo, eufemismo, llámese liberrismo a lo Carlos Díaz (si es permitido el tér-mino), estos rebalses del mal gusto han sido repudiados en todos los tiempos y ambientes» (218).

Contrariamente a la originalidad moderna y autonomía literaria, la «poesía enferma» encontraba su satisfacción en la acumulación de lecturas decadentistas y en las ansias de impactar y llamar la atención del público. Así, cuando se refieren a los seguidores de Pedro Antonio González, los ultramodernos Francisco Contreras y Antonio Bórquez Solar, comentan los críticos que «sus obras arrastradas a un esfuerzo hidrófobo de modernización poética, formaron un montículo de litera-tura rara y baldía que provocó la indiferencia o la acidez de la crítica y el público» (XXVII). Esta «hidrofobia» con que patologizan el im-pulso «modernizador» vincula a los poetas con los animales y sus en-fermedades a través de la comúnmente denominada «rabia». Similar al caso anterior (el de Pablo de Rokha), los autores sitúan la enfermedad en el sistema nervioso y en una parálisis o impotencia, que desarrolla-remos más adelante, y que deviene en esta literatura «rara y baldía».

Y es que mientras el modernismo ha sido caracterizado por todos sus estudiosos como la superposición de estéticas11, los críticos Araya y

11 Dice Rama: «En los hechos se produce una repentina superposición de estéticas. En el periodo de las dos últimas generaciones, la de 1880 y la de 1895, encon-tramos reunidos el último romanticismo, el realismo, el naturalismo, el parna-sianismo, el simbolismo, el positivismo, el espiritualismo, el vitalismo, etc., que otorgan al modernismo su peculiar configuración sincrética, abarrotada, no sólo en cuanto periodo de la cultura, sino, inclusive, en el desarrollo de la obra de los escritores individuales» (42, Rubén Darío…).

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Molina insistirán en la búsqueda de una pureza poética que por cierto no es la «poesía pura» del «arte por el arte», sino una escritura libre de cualquier referencia literaria. Así, cuando intentan alabar a Pedro Antonio González le comparan con José Asunción Silva, «aquel soñador que se inspiró en el rayo de luna que armiñaba su senda, no en los sabi-dos versos de los otros, ni en la rutina malograda del retoricismo» (2). En este caprichoso ejercicio de rechazar toda intertextualidad –afán im-posible, como lo ha demostrado la crítica estructuralista–, se empeñaron ambos estudiosos, llegando al extremo de negar la lectura y considerarla una «contaminación».

Es el caso de Max Jara con su libro Juventud (1909), en el cual se encontrarían «resabios de casi todas las escuelas literarias en boga, sedimentos de alma enfermiza y exótica de algunos maestros de ambos mundos» (119). De esta manera, su «facultad intelectual se ha desarro-llado entre fórmulas de arte, complejas y sencillas, decadentes y sanas» (119).

Y si Araya y Molina sitúan a Max Jara en la lista de los poe-tas selectos, se debe a que encuentran aspectos «sanos» (u originales), junto con la excesiva copia efectista de los franceses: «En sus versos impregnados de substancias vulgares cuando son ajenas, y ricas y ad-mirables cuando suelen ser propias, vemos destacarse su afán tenaz de querer asombrar con golpes de una oratoria incomprensible y morbo-sa» (119). A pesar de todo ello, y es por eso que apuestan a mantenerlo en el lugar selecto, la tendencia a la imitación y a la copia es solo una excentricidad y no necesariamente otra enfermedad, la «impotencia narradora»:

Y no es que Jara –estamos seguros– sufra de esa enfermedad que podríamos llamar impotencia narradora, ya que ésta es fá-cilmente curable cuando se posee el revulsivo, la fortaleza de un robusto organismo de potencia creadora que observamos en este poeta, y ya que, en otros casos, él ha fingido visiblemente, delibe-radamente, síntomas de esa enfermedad, más para asustar a los vecinos sencillotes que por imposición de un factor involuntario, fluido de su propia naturaleza u originalidad (119)12.

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Tal como han señalado las conocidas Gilbert y Gubar en La loca del desván, la tradición literaria masculina se ha valido de las metá-foras sexuales para referirse a la «creatividad literaria», asociando la pluma al pene en el acto de inspiración frente a la página en blanco. La figura de las musas femeninas motiva la inspiración en el poeta, tam-bién llamado «estro» lírico, que en lenguaje biológico refiere al celo de la hembra. Así, el estro o inspiración le permitiría al poeta penetrar a la musa.

Araya y Molina recurrirán insistentemente a las figuras de Polimnia (la musa de la poesía) y al estro lírico para describir el proceso creador de Pedro Antonio González –a quien el «ajenjo y el tabaco habían envenenado su fuerte organismo, sin degenerar la potencialidad de su estro»–, pero, ¿cómo representarán los críticos la creación poética de Gabriela Mistral, considerada por ellos como una de los seis grandes poetas chilenos, o de Olga Acevedo, a quien también incluyen en esta antología?

Masculinizado el proceso creador de la poesía –donde se es «po-tente» o impotente», tal como hemos observado más arriba–, la ca-lidad literaria de una autora será descrita igualmente en el exceso de imágenes fálicas, masculinas o, al menos, en la negación de los atribu-tos considerados femeninos para la época:

La poesía de Gabriela Mistral es nerviosa y firme. No hay en ella vagidos temerosos, sensiblerías mujeriles ni actitudes hieráticas. Surge de sus robustos poros la savia torrentosa de ideas macizas y profundas, reveladoras de fuertes pulsiones que encierra, y que cubre sus desnudeces con vestidura digna de su abolengo.

Nada de lamentaciones ni lloriqueos románticos, nada de confidencias infantiles con blancura en los ojos y lánguidas mi-radas a las nubes; nada de ternuras amorosas con espaldas hun-didas, palideces en la piel e hilachas húmedas en los labios (157).

Por el contrario, dirán los críticos, los «cantos de Gabriela son enhiestos», que «vació en viriles versos» (157).

Así, mientras definen a unas olvidadas autoras como «las anémicas del arte» o «la mala yerba de nuestra literatura femenina» (223), Olga Acevedo es llamada sobriamente una «poeta auténtica», sin por cierto

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las potencias de Mistral. Berta Quezada, en cambio, será ubicada en la segunda parte del libro, es decir, en el grupo de los poetas deficientes y/o de las viejas tendencias, principalmente por expresar «pensamien-tos de romántica, mezclados con substancias de un Modernismo ya fogueado y con girones [sic] de anatomía clásica» (432). Pero si ven enfermedad en esta autora, se debe a las mismas restricciones sociales con que son educadas las mujeres en América Latina:

Su estilo tiene impetuosidades de mujer neurótica; estruja la idea para un feliz alumbramiento o aborta desgarros que re-pugnan al espíritu menos exigente. No hay aburguesamiento en su poesía. Sólo hay extremos que acusan grandes esfuerzos o grandes cretinismos.

Esta poetisa, que ya sería una realidad para las Bellas Letras si no viviera aplastada por los prejuicios del cuadrilátero de hie-rro en que encierran ciertos padres de América a las «hijas de familia», posee un fuerte temperamento artístico que dará bellos frutos cuando la vida misma sature sus ideales con esa cultura necesaria e imposible de capturar en las bibliotecas o en el estre-cho círculo de un hogar hostil a sus aspiraciones (432).

Así, mientras el encierro masculino es fecundo, libre y sano, en las mujeres, producto de una educación represiva, sería infértil para el espíritu creativo. La única esperanza para las «Bellas Letras» es su futura «masculinización», tal como se observa en este comentario so-bre Juana Inés de la Cruz (pseudónimo de quien sería posteriormente conocida como Winett de Rokha): «Gabriela Mistral, ya consagrada, posee un estilo varonil; Juana Inés de la Cruz, incipiente aún, es inten-samente femenina» (437).

Así vemos asociados los términos «masculino/femenino» a la «fuerte/débil» poesía, respectivamente, indistintamente del género del poeta y, consecuentemente, a la «sana/enferma» literatura, tal como se observa en este comentario de la poesía de Gerónimo Lagos Lisboa: «[T]ememos que la modestia cobarde y deshonrosa de este poeta casi femenino por su carácter lechoso, perjudique el verdadero mérito de su obra» (111).

A partir de acá recordamos la asociación que hacía Díaz-Plaja de la generación del 98 con los elementos viriles y el modernismo con el

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«signo femíneo» (211). Igualmente, Bernardo Subercaseaux repara en la «semantización de lo femenino y masculino» que se le atribuye a las estéticas de la época en Chile, asociando lo femenino con lo foráneo, la oligarquía afrancesada, el ocio, la especulación, los inmigrantes, el modernismo literario, las poéticas cosmopolitas, el decadentismo, el parlamentarismo ineficiente y la Belle Époque criolla, «en una palabra, todo lo que se rechaza» (137). Mientras que lo masculino «correspon-de a la industria, al espíritu emprendedor y guerrero, al roto, al régi-men presidencial, a las figuras de Prat y Portales, a una literatura que no es escapista ni exótica y que se hace cargo de la realidad, rescatando lo propio y las tradiciones vernáculas» (137)13.

Nos parece que esta perspectiva representa claramente la ideología de los autores de Selva lírica, si bien ellos, consecuentes con el proyecto de reinterpretar el «modernismo chileno» para ofrecerlo como «no-vedad» a la comunidad literaria internacional, al ver en este mayores posibilidades de ser exportado que su competencia «criollista», busca-rán librarlo de los vicios del ocio, el alcohol, las drogas, el anarquismo, el rupturismo, el libertinaje…, invirtiendo la dicotomía modernismo/enfermo, criollismo/sano, para transformarlo en una poética nacional sana y vigorosa.

5. Por una nación sana

La indiscutible efervescencia de la cuestión social en el país orien-taba la poesía hacia una crítica que cobraba distintas manifestaciones: entre otras, la propia enfermedad como síntoma social que se expresa-ba en el cuerpo físico y literario del país. Así, a fuerza de crear una ima-gen sana de la identidad nacional a través de sus poetas, debió silen-ciarse gran parte de la biografía de sus escritores –muertos de cirrosis, tuberculosis o enfermos crónicos de melancolía– y, sobre todo, callar la fuerte crítica que tanto «modernistas», incipientes «vanguardistas» y «nacionalistas» hacían de distintas maneras a las consecuencias del sis-tema capitalista: las desigualdades económicas (el poema «Los pobres» 244), la efervescencia de los movimientos sociales («Los huelguistas»

13 David Wallace, en su Modernismo arruinado (2010), estudia el tópico de la enfer-medad en la poesía modernista, centrándose principalmente en la histeria.

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246), el crecimiento exponencial de fábricas y la aparición de conven-tillos (247), la realidad de las minas del carbón («Las minas» 341), la situación de los trabajadores (criadas, pintores, obreros, organilleros, lavanderas) y el consecuente spleen de artistas e intelectuales (que se desarrolla en casi la totalidad de la segunda sección).

Por su parte, motivados por la ideología modernizadora del libe-ralismo y la exaltación del individuo en su expresión de unicidad y originalidad, los críticos Araya y Molina, al mismo tiempo que busca-rán ensalzar estos valores, intentarán higienizarlos de las perversiones modernistas promovidas por los «raros», «malditos», «decadentistas» y «bohemios», aplicándoles un sello sanitizador que permita exportar los productos nacionales para situarlos en el mercado cultural global, tal como ya se ha dicho. Conforme al estímulo de incentivar la autono-mía y la libertad con restricciones en materia poética (modernización pero no hidrofobia ni delirio poético), los antologadores proyectarán estas opiniones al escenario político y económico de los Estados ame-ricanos:

Toda la América, esa reserva de energía con que cuenta la humanidad, es republicana y libre. Algunos de los Estados se sienten enfermos del abuso de libertad: al maximum de liber-tades ha correspondido el desmembramiento y la anulación del principio de autoridad, sin el cual no hay gobierno ni armonía política posible. Por una imperfecta adaptación a países nacien-tes de viejos estatutos políticos, ha habido en América tiranuelos y mandarines como también revoluciones y caudillajes. El afán de trasplantar e imitar los progresos de Europa ha hecho evo-lucionar violentamente a estas repúblicas nuevas, a las cuales se le encuentra muy incivilizadas cuando se las parangona con monarquías caducas e imperios milenarios. Entre los inútiles trabajadores cosmopolitas que llegan a las playas americanas, –pobres los bolsillos y ricas las cabezas de energía y de técnica–, suelen arribar propagandistas de ideas libertarias y agitadores de profesión que sin importarles un ardite el mejoramiento de nues-tro pueblo, aparentan interesarse por su causa con el propósito único de explotar a unos cuantos incautos (469-470)14.

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Lograda la independencia de España en las repúblicas americanas, quedaría pendiente la autonomía ideológica respecto de Europa, que debiera expresarse en un desprendimiento no solo de sus ideas literarias (decadentes y enfermas), sino de los discursos libertarios que traerían inmigrantes y agitadores sociales. La gran «enfermedad» americana sería el «abuso de su libertad», a juicio de los críticos, la cual, por tan-to, habría que restringir volviendo los ojos al paisaje local, encerrando a los intelectuales en sus torres de marfil, impidiendo las asociaciones en cenáculos y ateneos literarios, y callando a los agitadores sociales y líderes sindicales. Así, «la América, esta reserva de energía con que cuenta la humanidad», podría ofrecerse sin temor a los capitalistas extranjeros, tal como se había hecho con el salitre, el roto y ahora con la poesía moderna.

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El «sentir filosófico» de Rubén Darío

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Parece claro que el modernismo literario (que habría que conjugar en plural), identificado con la irrupción de nuevas sensibilidades, con aperturas importantes en el ámbito expresivo y con una acendrada conciencia del escritor y de la escritura, es algo más que una escuela o tendencia estética particular. En el lenguaje de Jacques Rancière quizá haya que aceptar que lo que se constata es una nueva «configuración de la experiencia», un nuevo «régimen de lo sensible». Con el propósi-to de precisar el tipo de transformación subjetiva adscrita a este nuevo régimen procuraremos describir brevemente la experiencia filosófica que exterioriza el texto Azul…, de Rubén Darío, publicado en Chile en 1888 y considerado un texto fundador.

Una de las constantes experienciales del célebre libro de Darío se re-laciona con la muy decisiva distancia, lejanía o extrañeza que este subra-ya entre el mundo profano y el creador. Este desestabilizador desencaje no debiera confundirse con un tipo de reacción o de vivencia que, como la del shock o la colisión citadina, pudiera no tener consecuencias indele-bles o definitivas en la subjetividad (Walter Benjamin; Rebeca Errázuriz). Es evidente, en cambio, que la presente experiencia, yendo más allá de vicisitudes circunstanciales, es plenamente envolvente. Sin desbordar la restringida diégesis de los relatos de Azul..., muy lejos ciertamente de un tipo de decir que se sirve de explicaciones o razones al modo de la filoso-fía, aunque destacando solo ocasionalmente ciertas inflexiones ajenas al decurso narrativo, la experiencia que describimos se dispersa o se define en unas figuras, cuadros, sensaciones, ensoñaciones, seres fantásticos, irónicos «cuentos alegres», orientalismos, voces lejanas o fragmentos de imaginarios que no se predisponen a ninguna nueva reunión o haz. En la raíz de estas dispersiones o precipitándolas nos topamos con una

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fractura, con una ruptura de vínculos con el mundo real. Es como si las cosas del mundo hubiesen perdido su «alma», rompiéndose por lo tanto los vasos comunicantes, las analogías o las «correspondencias» baude-laireanas entre el creador y un exterior prosaico que no es de la misma naturaleza, que no llama ni convoca.

El conflicto o la ruptura de vínculos entre el poeta y el mundo real, con su consiguiente separación, no es ciertamente un tópico ajeno a la literatura europea del siglo XIX, como tampoco lo es su movimiento inverso. El anhelo de comunicación espiritual y su desengaño es, como se sabe, de origen romántico. Junto a la valorización del genio creador son precisamente esta experiencia de desencuentro con el mundo, la vivencia de la separatividad o marginalidad, así como la aspiración nunca satisfecha a la unidad con el ser, algunas de las notas caracterís-ticas del romanticismo (Cathy Login Jrade).

La búsqueda de un tipo de comunicación que pretende enlazar el interior con el exterior, el «ansia de sed infinita» («Autumnal»), opera como una suerte de hilo secreto, quizá no siempre suficientemente asu-mido, en Azul… Se podría decir que es precisamente a partir de esta apetencia de intercomunicación entre las distintas «almas» y «senti-dos» del mundo, de exploración de analogías, que se vuelven inteli-gibles no solo determinadas percepciones de los protagonistas de los relatos (como la de oír como filósofo «la música de los astros» o como la de acariciar como poeta «el verso que está en el astro en el fondo del cielo»), sino también aquellos malentendidos que se verifican en los cuentos «El rey burgués» o «El velo de la reina Mab». Unos conflictos que devienen en callejones sin salida, en auténticas aporías, cuando el «pobre Garcín», aquel «bohemio intachable, bravo improvisador», opta por el autosacrificio con tal de no renunciar a sus ansias de li-bertad, de vuelo, de creación o de desapego del mundo terrenal y, en particular, de la castradora y utilitaria ley del padre («El pájaro azul»).

Esas apetencias y exploraciones como estos desencuentros o sacri-ficios impregnan buena parte de los relatos y también de los poemas de Azul… y no solo afectan al «poeta hambriento», que caído en el mundo real deviene en «pobre diablo», sino también a la naturale-za que igualmente caída por falta de iluminación, contando solo con las «lágrimas amargas» del «poeta hambriento», deviene en «tierra

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El «sentir filosófico» de Rubén Darío

negra» («El rey burgués»). El destino de todo lo existente se ve aquí implicado y es este funesto destino de caídas y retraimientos una de las estructuraciones o de los «motivos», podríamos decir (Wolfgang Kayser; Mario Rodríguez Fernández), más característicos de la filoso-fía literaria dariana.

A diferencia de la estética neoclásica que había separado el arte de la vida (William Marín reseñando a Octavio Paz), el Azul… de Darío viene a representar, sin la radicalidad de otros romanticismos1, la experiencia narrada del fracaso de la tentativa contraria, la de la fusión romántica entre vida y arte. Sin los amparos de la historia o del territorio (Andrés Bello), alejado igualmente de compulsiones pedagógicas o moralizantes, el libro que comentamos es el testimonio poético y experiencial de la im-posible fusión entre el arte y la vulgaridad o el materialismo del mundo real. Una imposibilidad que se hace manifiesta a la luz de la obstinada voluntad por revertir esta tendencia, por reflotar el Ideal, por reponer el «Azul», por armonizar o reencantar el mundo, por reparar el espejo roto entre la multiplicidad de formas y espíritus: esa «aura» o intercambio de miradas entre la amada, el pájaro que «saluda / su / frente rosada y bella como a una alba», y el bosque y su «santo perfume de amor» («Primaveral»).

Es ese desencuentro radical con un mundo prosaico o desencan-tado, así como, por otra parte, la pervivencia de una voluntad plásti-ca, rítmica, trascendente, erótica, pero que no logra concretarse, la que como trasfondo creará la figura del incomprendido, del desamparado, del solitario, del apenas un «vago» o un «holgazán». No plenamente realizado el acceso al espíritu que todo lo anima, a la «universal y gran-diosa sinfonía que llena la despierta tierra» («A una estrella»), lo que resta es poca cosa: la comunidad solo simulada, puramente ocasional,

1 Dice Luis Oyarzún: «No veo con claridad en Rubén Darío la misma creencia en los poderes trascendentales de la poesía que hallamos en el romanticismo alemán». Sin alcanzar las cimas de la experiencia «mística», o de un más atrevido re-ligare, igualmente lejos de una poesía de revelación metafísica, Oyarzún ve en la estética dariana, reconociendo su deseo de unidad cósmica, aunque enfriando sensatamente los paños, solo «una revelación, forzosamente incompleta, del propio yo o del mundo» (51). Desde otro ángulo, y dentro ahora de las coordenadas propuestas por Albert Béguin, la experiencia dariana se ve más cercana al «subjetivismo sentimental» del romanticismo francés que a esa «inquietud metafísica», a esa búsqueda de reintegración a una unidad original, a esa otra realidad a la cual también pertenecemos, característica del romanticismo alemán (401).

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de los «miserables» o, en un ámbito más individual, el «harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta» («La can-ción del oro»). También la risa aparentemente burlona del mirlo en-jaulado («La muerte de la emperatriz de la China»); la sideral lejanía que impide la fusión, el besar los «labios luminosos» de la «princesa del divino imperio azul» («A una estrella»); el triste y abismal mirar de Venus («Venus»); o el buen Dios arrepentido de haber creado palomas y gavilanes («Anagke»).

No se crea, sin embargo, que esta experiencia dolorosa de separa-tividad es vivida de un modo pasivo o resignado por los «demiurgos» que pueblan los relatos del texto que analizamos. No basta, en este sentido, con afirmar que aquel que ha cantado «el verbo del porvenir», que ha tendido sus alas «al huracán» o que ha «nacido en el tiempo de la aurora» ha devenido, al final de «El rey burgués», en un «pobre diablo», condenado a dar mecánicamente vueltas un manubrio, refle-jando así –como se ha indicado en otra parte– las duras condiciones de la división y mecanización del mundo laboral moderno. Este no parece ser el único destino o fin de Azul… Habría que aceptar más bien que este «pobre diablo» conserva, a pesar de su desmedrada condición (o a causa de ella), una capacidad de contestación que, aun cuando no lo convierte en un enfant terrible, igual hace honor al hecho de haber sido primeramente «el poeta de la montaña coronada de águilas»; un «pu-jante», un «semidios olímpico» que, al abandonar la «ciudad malsa-na» y acariciar la «gran Naturaleza», anuncia «grandes revoluciones», recordando por momentos al Zaratustra de Nietzsche.

Esta capacidad de contestación, o de diferencia más bien, se expre-sa de distintas maneras en Azul… Este «pujante» no se identifica con figuras intelectuales asociadas al clasicismo o a la presunción academi-cista (el «defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido en artes» denunciado en «El rey burgués»), ni con escri-tores de éxito o condescendientes con el mercado de bienes simbólicos (como el francés Georges Ohnet), ni tampoco con unas figuras más orgánicas a la política o al Estado que han terminado por desplazar el perdido prestigio de las alondras («El sátiro sordo»)2. Nuestro «pujan-te» (después devenido «pobre diablo») está igualmente en condiciones

2 Sobre estos alcances, ver Facundo Tomás y Françoise Perus.

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de denunciar la impostura en el arte (el entorno kitsch del «rey bur-gués»), de lamentarse del juicio estético popular («el zapatero critica mis endecasílabos»), del «señor profesor de farmacia / que / pone pun-tos y comas a mi inspiración», como quizá también de un romanti-cismo dulzón («He roto el arpa adulona de las cuerdas débiles», «se cantan los lunares de las mujeres y se fabrican jarabes poéticos»; «El rey burgués»).

A lo dicho, hay que agregar las críticas a las prácticas médicas (por extensión, al cientificismo de la época, como lo adelantó muy tempranamente el crítico español Juan Varela) y al doctor («al viejo de las antiparras de aros de carey, de los guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado levitón»; «El palacio del sol») que se repiten en más de una ocasión. Los relatos aluden asimismo a situaciones de opresión, de falta de expansión o vida («en verdad os digo: (...) abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras»; «El palacio del sol») y, bajo la inspiración de Émile Zola, a realidades y tragedias del mun-do laboral: aquellas que suelen afectar a los lancheros del puerto de Valparaíso («El fardo»). Por último, tampoco están ausentes de Azul… unas letanías que dejan al desnudo los contrastes entre la riqueza y la pobreza, así como los estragos o encantos maléficos que causa el oro («La canción del oro»).

Así como la experiencia del desencaje, de la expulsión o la ausencia de lugar reconocido no se enemista con la capacidad de contestación, de crítica o de diferencia que enseñan los textos de Azul…, de un modo parecido se puede afirmar que la dificultad de realizar esa «universal y grandiosa sinfonía que llena la despierta tierra» («A una estrella») tampoco se enemista con la activación fragmentada o dispersa de unos imaginarios que en su particular esfera (el «Cisne», «¡Oh, sacro pá-jaro!», será en Darío, más adelante, un caso paradigmático) realizan o llevan a cabo esta sinfonía. En estos extraños y particulares sueños y figuras se escucharán ecos trascendentes. Ellos representan formas abiertas de conocimiento, visiones, viejas autoridades del mundo en-cantado, una rara sabiduría (el gnomo «sabidor» [sic], la caprichosa y endiablada Lesbia) que, al apartarse de los criterios racionales o del «orden y progreso» del instrumental positivista, recuperan el carác-ter misterioso o enigmático del mundo. Se trata de unos engendros

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expresivos a su modo de ansias de libertad, de ruptura de límites, de aspiraciones postergadas. Así los gnomos, hadas, duendes, silfos, nin-fas, sátiros, centauros o faunos que pueblan los textos de Azul... no habría que concebirlos como divertimentos o estériles arrobamientos, como lo enrostraría una estética realista, sino como figuras heterogé-neas, no unificadas bajo ningún nuevo ni único principio trascenden-tal, tendientes a activar, «animar» y liberar lo existente, ese presente opresivo que Darío confesó una vez detestar. En un cierto símil con La tentación de San Antonio, de Gustave Flaubert,3 el texto que analiza-mos escenifica un espacio que concede nueva vida a imaginarios muy diversos, retenidos en fuentes culturales igualmente diversas, y que sin la exigencia de levantar una nueva, coherente o validada «visión del mundo» representa más bien, tal como Michel Foucault califica la tentativa de Flaubert, «una experiencia singularmente moderna de lo fantástico» (219).

En su precariedad y fragmentación caótica estas fantasías compro-meten antiguas sabidurías, mitos acotados, imaginarios desplazados o vencidos por los nuevos poderes modernos. Componen ese lapidarium que Ryszard Kapuscinski definió como un lugar donde se depositan «piedras encontradas, restos de estatuas y fragmentos de edificaciones (...) cosas que forman parte de un todo inexistente (ya, todavía, nunca) y con las que no se sabe qué hacer» (citado por Thomas Harris 91). Como despojos que son, representan también unas formas compensatorias que vienen a suplir totalidades mayores y que tienen la virtud de paliar o de evitar al menos un poco el carácter irremediablemente trágico de la aventura por regiones desconocidas o abismales, por esas «honduras raras, sutiles, desconocidas, reticentes, inefables», al decir de Enrique Anderson Imbert (14).

Es preciso advertir, y ya para terminar, que con la presente expe-riencia no nos enfrentamos, como señala Octavio Paz, a la historia de una «conciencia», sino antes bien a la metamorfosis de una «sensibi-lidad» (26); que el destino funesto de caídas y retraimientos que se

3 La tentación de San Antonio, de Flaubert, y Le Parnasse contemporain (la célebre antología poética publicada en tres volúmenes en la segunda mitad del siglo XIX) son las dos únicas obras que Darío cita cuando, en Historias de mis libros, alude a las influencias del período de Azul…

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aprecia en el texto de marras se modula más en el campo del percibir que en el del pensar; que es principalmente un acontecimiento del len-guaje y de la sensibilidad; que ella tiene que ver con estados del alma y no con conceptualizaciones, aunque esto no niega que no se puedan reconocer en esos estados, y en sus concreciones lingüísticas o expre-sivas, determinadas conformaciones de pensamiento como también, lo que es más significativo aun, determinadas carencias o apetencias «ontológicas». Hay que hacer notar igualmente que es en el plano de la exterioridad del texto, y no fuera de este, en un pretendido sub o supratexto intangible, donde esta experiencia (romántica-esotérica-parnasiana-simbolista) dispone su traza o su «sentir filosófico»:4 que son, por ejemplo, las singulares e irreductibles correspondencias entre lo micro y lo macrocósmico, las que revelan la comunicación sensible del ser. Una aproximación de este tipo, en la medida en que evita la incursión por unos «fondos» filosóficos preexistentes y supuestamen-te determinantes (en rigor, una operación que se aleja con mucho de Darío), resalta unas superficies y tejidos que pueden hacer valer sus ensoñaciones, pequeñas historias o sus peculiares retóricas o juegos literarios. Desde esta perspectiva, más que preguntar por las ideas que ocultan o exhiben los textos de Azul... parece más adecuado prestar atención al modo cómo la experiencia dariana se define o se transfor-ma en el seno de su propia positividad textual. Este tipo de atención se hace aun más pertinente en el marco de una estética que, como la modernista, fue particularmente sensible a las sugestiones que las pala-bras, los símbolos, los ritmos o los colores pudiesen expresar.

Obras citadas

Anderson Imbert, Enrique. La originalidad de Rubén Darío. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1967.

Béguin, Albert. El alma romántica y el sueño. Ensayo sobre el romanticismo alemán y la poesía francesa. México: Fondo de Cultura Económica, 1981.

Benjamin, Walter. Poesía y capitalismo. Iluminaciones II. Trad. Jesús Aguirre. Madrid: Taurus, 1993.

4 Luis Pérez Botero señala que aun cuando Darío «no fue un poeta filosófico», sí expresó un «sentir filosófico» (473).

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Darío, Rubén. Azul… y poemas. Selección y prólogo de Hugo Montes B. Incluye prólogo de Eduardo de la Barra y dos comentarios de Juan Varela. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello, 1996 (4a ed.).

—. Azul… Edición e introducción de Arturo Ramoneda. Madrid: Alianza Editorial, 2008.

—. «Historias de mis libros». Revista Anthropos 170/171 (enero-abril 1997); 14-22.

—. Autobiografía. México: Editorial Latino Americana, 1966.—. «De Catulle Mendès. Parnasianos y decadentes» (1888). El modernismo.

Madrid: Alianza Editorial, 1989.—. Poesía selecta. Edición, introducción y selección de Alberto Acereda.

Madrid: Visor Libros, 1996. —. Páginas escogidas, Rei, México, 1992. Edición de Ricardo Gullón. Errázuriz, Rebeca. «Una lectura benjaminiana del arte de Violeta Parra (última

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Madrid: Cátedra, 2004. Foucault, Michel. «Posfacio a Flaubert». Entre filosofía y literatura. Trad.

Miguel Morey. Barcelona: Paidós, 1999. Harris, Thomas. «Lapidarium para un Bicentenario». Mapocho 67 (2010);

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Marín Ospina, William. «El gesto romántico del modernismo: la figura cenital de Rubén Darío». Revista de Ciencias Humanas 22 (2000).

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México: Siglo XXI, 1976.Rancière, Jacques. El reparto de lo sensible. Estética y política. Cristóbal

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Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1967. Tomás, Facundo. Formas artísticas y sociedad de masas. Elementos para

una genealogía del gusto: el entresiglos XIX-XX. Madrid: A. Machado Libros, 2001.

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La nación y los imaginarios decimonónicos: modernismos fotográficos y violencias culturales en Chile1

Gonzalo Leiva Quijada

La investigación señala avatares en la construcción de la nación durante el siglo XIX a partir de su representación visual y cultural. Desde la retratística, el paisaje y la ideación de la utopía, es decir, tres matrices de significación formativa para la joven república decimo-nónica, se realizan narrativas que indican ejes constructivos de una nación. Por lo anterior, es dable argumentar que nuestra propuesta se articula desde la perspectiva reseñada en las nociones de imaginario (Baczko 30) y representaciones sociales (Moscovici 25). Ambas unida-des son calificaciones de formas analíticas que definen niveles lógicos de distinciones presentes en la cultura chilena durante su maduración autónoma a lo largo del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, donde cada inflación argumental afecta las percepciones epocales que marcan y configuran la sensibilidad cultural de la novel nación.

Ahora bien, para recabar información desde los corpus visuales de archivos y de autores atingentes hemos analizado a las élites tradi-cionales y emergentes, formulando variantes representacionales, lla-mando la atención las fuertes cargas de violencia simbólica que ex-presan dichas clases dominantes respecto de los otros sectores sociales (Bourdieu 15). De esta manera, la fotografía y la crítica cultural nos han servido como evidencia didáctica desde sus matrices de iconicidad y representación para mostrar estas violencias argumentales. En efecto, se abandona el prejuicio positivista de asimilar la fotografía y la histo-ria de las ideas como instancias que no participarían en la construcción

1 Este texto se enmarca en el proyecto Fondecyt n° 1110385, «Representación fotográfica e imaginarios visuales en Chile: 1840-2000».

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de la verosimilitud testimonial (Leiva 15). Es necesario desmitificar la «presunción de inocencia» en el empleo de las discursividades foto-gráficas y culturales, cuando estas forman parte de una enmarañada memoria histórica, social, política.

1. Siglo XIX: discurso visual, imaginario y modernidad «a la chilena»

Durante el siglo XIX se vive en Chile, en lo formal, una premoder-nidad: una sociedad con una fuerte base agraria, donde las ciudades principales son tributarias del valle central, que impone la impronta de un paisaje y mentalidad provincianos. La visión pueblerina se en-marca en una espacialidad hacendada ligada a la tierra y sus frutos. A escasas cuadras del centro neurálgico de la ciudad principal, Santiago, se encontraban los resabios del coloniaje y de la adusta tradición que costará tanto renovar a lo largo del siglo XIX.

La expresión acuñada tras la victoria conservadora de Lircay –«el peso de la noche»– tiene un evidente correlato en las costumbres, la sociabilidad de los siglos XIX y XX. Así esta diatriba que muestra la fuerza de la tradición deja entrever que este mecanismo organiza los funcionamientos culturales y sociales en Chile de una manera intensiva y extendida. No se hace necesaria la coerción para hacer que los per-soneros y funcionarios actúen, pues «el peso» está tan arraigado que tiene su propio engranaje incuestionado y funcional.

No obstante, la introducción de constructos culturales moderniza-dores influye en las percepciones del paisaje y las ideas renovadoras de las utopías, así como de la fotografía, instrumento de la modernidad, que tiene su propio mecanismo de ingreso y de asimilación social. Si bien se instalan en mentes de prohombres progresistas, las élites educa-das o proeuropeas poseen retóricas particulares que sorprenden todos nuestros «provincianismos». En efecto, la tesis de que la fotografía no solo constituye una segunda piel cultural, sino que instituye una nueva tradición argumental y representacional incluso antes de la ins-titucionalidad de las Bellas Artes (Kay: 46), sirve para dar cuenta del escenario cultural construido en la segunda mitad del siglo XIX, donde los chilenos premodernos y ávidos de representación fueron solícitos

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frente al invento moderno, a la apertura de pensar las utopías en este país del fin del mundo.

De este modo, todos los renovadores culturales decimonónicos realizaron grandes esfuerzos para situar sus propuestas en tan estrecho campo de percepciones. El imaginario que se puede esbozar abrió paso a identidades y subjetividades que intentaron restituir y organizar la historia del cambio de paradigma que se efectuaba a finales del siglo XIX. Pues el imaginario de la modernidad inicial en Chile construye un horizonte representacional, un espacio estratégico en que se expre-saron los conflictos sociales y las contradicciones que se hacían cada vez más evidentes, como una suerte de gran catalizador y mecanismo de control de la vida colectiva.

En el imaginario decimonónico se multiplican las utopías repre-sentacionales por medio de visualidades, creaciones, símbolos, alego-rías, rituales y mitos, que conforman visiones de mundos constituyen-tes de las representaciones del siglo XIX y del nuevo siglo XX. Nuestra hipótesis plantea que la representación decimonónica muestra al ima-ginario como el lugar donde se visibilizan las dinámicas culturales del conflicto vivenciado. Es en este espacio oculto y vivencial, connota-damente intersticial donde podemos indagar las fuerzas de configura-ción de las imágenes y las ideas que al unísono dieron visibilidad a las redes de violencias implícitas y explícitas que se tejieron en la cultura nacional. Pues se hace posible la convivencia de los paradigmas de la tradición y la modernidad cosmética con algunos instrumentales e ideales que vemos encarnados ejemplarmente en la fotografía. La ima-gen fotográfica, al asediar la realidad, ha jugado un rol determinante en la creación de una representación de lo real, pero, a igual tiempo, ha participado en la distorsión de la propia realidad histórica, pues es-tablece como toda fuente interpretaciones de dicha realidad y debe ser, por lo mismo, contrastada con otras evidencias culturales (Ritchin 30).

Cada paradigma cultural presenta signos comprensibles en su con-texto, pues las letras y la pintura de la Academia de Bellas Artes no hacen sino repetir los resabios iluministas del siglo XVII y XVIII. Sin embargo, con la fotografía ocurren unos fenómenos particulares: al principio continúa la línea internacional de extender un buen negocio comercial, pero como llega a un país con ausencia de representación,

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por su aislamiento y pobreza, rápidamente se transforma en un instru-mento de la modernidad, y la testificación del buen tono y el decoro moral. Es decir, la contradicción pervive entre los deseos éticos y los narcisismos representacionales de las élites urbanas. Desde 1860, la fotografía es el eje de una doble estandarización: en lo personal, con la búsqueda de la verosimilitud del retratado y en lo general, con la captura del paisaje como motivo geográfico integrador en la república desde la perspectiva de la conquista territorial. Por lo tanto, la foto-grafía es un instrumento moderno en una sociedad tradicional, es un artefacto de frontera y de cultura híbrida. Los signos visuales están atravesados por estas tensiones culturales, por lo mismo la moderni-dad «a la chilena» es una modernidad no europea en sensu stricto. Es una modernidad transicional (Winnicott 21), que busca tender puentes simbólicos por medio de los objetos transicionales fotográficos y los álbumes del siglo XIX, fundando estos una cultura indicial. De este modo, es en el contexto epistemológico de la cultura visual nacional, donde presenciamos la aparición de artefactos diversos: dibujos, pin-turas, daguerrotipos, tarjetas de visitas, álbumes geográficos, retratos, etcétera. Todos son soportes y técnicas visuales que posibilitaron la construcción de un universo de significación tecnológica (Mirzoeff 19), así como la creación de un espacio intermediario de experiencias cultu-rales (Schnaith 45) que se extendió como área experiencial pauteando una realidad decimonónica complaciente y violentamente excluyente.

2. Modernismos representacionales: el retrato oblicuo

La fotografía nace en el siglo XIX de una necesidad de realismo que la pintura no logra satisfacer. La imagen analógica, mecánica y física, es decir, ampliamente positivista en sus postulados, se integra estéticamente en el arte del retrato. Es más, se puede formular que es por el retrato que la fotografía constituye el hecho más revolucionario en la historia de la imagen decimonónica: la democratización de la imagen de sí.

El retrato era fuente de significación fotográfica en la medida en que develaba una existencia y patentizaba la identidad del modelo.

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En este sentido, el retrato fotográfico era una evidencia testimonial claramente burguesa, emanada del espíritu industrial que buscaba rea-firmar desde la semblanza de las formas exteriores tanto los contenidos psicológicos como las fuerzas morales que provenían del modelo. Así, el retrato fotográfico recoge valores rigurosamente establecidos como la objetividad, la naturalidad y la verdad de la representación, de tal modo de constituir un panorama de la idiosincrasia epocal. Los apa-ratos fotográficos del siglo XIX, es decir, daguerrotipos, ambrotipos, calotipos, ferrotipos, las albúminas y colodiones sostuvieron estereo-tipos y sintagmas culturales asentados en la élite dirigente con fuerte ascendiente familiar, moralista y cosméticamente modernista, pues sus conciencias eran claramente premodernas (Leiva 102).

Es debido al determinismo tecnológico de la reproducibilidad del proceso fotográfico, que el consumo popular de retratos alcanza su esplendoroso desarrollo, testificando una productividad y consumo cultural específico. En efecto, en 1860 y bajo los consejos de Disderi2, con las tarjetas de visitas se reconoce una cierta democratización de la imagen personal. La propuesta argumental se asentaba en las posibi-lidades de la pose que fundamenta la intención de lectura y distensión de la disposición corporal. La pose y la mirada no son metáfora del sujeto autónomo, sino la real presencia, es decir, un certificado de lo viviente y lo presente de la identidad (Barthes 60). En iguales tiempos, comienzan a circular tarjetas de visitas de personajes ilustres (como las del proyecto de Nadar3), pero también de personajes no tan reco-nocidos, como el asesino de Abraham Lincoln. La celebridad, es decir, el reconocimiento general se define en torno a estos delicados clichés fotográficos, ocurriendo un tránsito de los retratos desde la esfera pri-vada al espacio público.

Los retratos eran artefactos de elevado costo para las clases traba-jadoras, por lo que fue hasta bien entrado el siglo XIX un artificio de estatus y significación de «consumo conspicuo» (Thorstein 43). Dado este panorama fue difícil que ingresaran al retrato grandes sectores

2 Fotógrafo francés célebre por establecer el comercio de la tarjeta de visita en el siglo XIX, moda de la representación personal en la III República.

3 Fotógrafo que tenía el proyecto de personajes notables de su época, constituyen-do una galería fotográfica ad hoc en el siglo XIX y que era referencia de toda la élite artística parisina de la época.

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de la sociedad chilena. Ahora bien, cuando lo hacen los tendremos no como una galería de «notables», sino una galería especial de personas populares que acceden al retrato por su cercanía con familias aristo-cráticas o por ser representantes de etnias o grupos culturales especí-ficos. Es decir, participan de las categorías ordenadoras de la moder-nidad que dirige el mundo conocido bajo los imperativos del método científico positivista. Este fenómeno es observado con el trabajo de la expedición española con los chilenos y los mapuches (1862-1866), o bien el rol de las congregaciones religiosas, como los capuchinos en la Araucanía, los salesianos en la Patagonia o los padres del Verbo Divino en los canales fueguinos. Estos retratos son oblicuos, no son produ-cidos bajo el ceremonial tradicional que había establecido el estudio fotográfico, sino que se constituyen por medio de una mirada direc-cionada y clasificatoria. Los fotografiados aparecen por lo mismo con muchos desacomodos, miradas desconfiadas, cuerpos tensos. En resu-men, sus retratos no responden a la fantasía modernista del aparentar fotográfico, sino que están sujetos al testimonio descriptivo; sus rostros y cuerpos dan cuenta de un hecho estadístico: su existencia.

3. Modernismo de la horizontalidad: el paisaje

El paisaje es una construcción del punto de vista y uno de los ejes de la mirada moderna. Las percepciones del panorama construyen representaciones del paisaje en tanto experiencia descubridora de lo múltiple en una ardua práctica adaptativa con gran exigencia en su plasmación, síntesis y argumentación desde el dibujo, vitelas de impre-siones y clichés. De este modo, la experiencia perceptiva se enfrenta a una ignota y exuberante naturaleza, estableciendo un punto de vista trazado sobre la geografía. Este proceso fue facultado por los creado-res que formulan propuestas estéticas, desde la descripción naturalista hasta el efecto del paisaje en la subjetividad. La visión objetivista de la naturaleza es parte del contenido positivista racionalista, mientras que las percepciones y efectos atmosféricos señalan una poética per-sonal frente al paisaje directamente influidos por el romanticismo. Lo múltiple del exterior se constituye en preciado paisaje que establece los corpus de la visualidad en Chile, fundando un género representacional

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que hoy se considera de vital resonancia en los procesos de conforma-ción de la nación, como territorio reconocible y apreciable.

En buena parte de las experiencias artísticas, el ejercicio del viaje y el reconocimiento de este conllevan una doble visión: la evocación de la memoria y los souvenirs del lugar. Durante el siglo XIX y antes del prodigio de la cámara fotográfica, que sintetiza el deseo de capturar la exterioridad, los viajeros andaban con croqueras, cuadernos de viajes, cartas descriptivas, cámaras lúcidas. Los más recogían hojas, flores, formulaban esquicios que eran completados una vez que regresaban de estas travesías. Por lo tanto, la construcción perceptiva ha sido el ejer-cicio realizado por muchos artistas, fotógrafos y viajeros que dieron cuenta del paisaje. Reconocemos en la construcción de este paisaje dos momentos. Uno comprendido desde la primera mitad del siglo XIX hasta 1860, que es eminentemente pictórico y dibujístico, y otro en la segunda mitad del siglo XIX, que es fundamentalmente fotográfico.

Desde estas dos fases podemos ir reseñando las categorías encon-tradas. La primera la denominaremos «develamiento fantasioso», es decir, el enfrentamiento con un paisaje ignoto muy prístino y salvaje, donde el artista y el fotógrafo se sienten extraños, intrusos, menosca-bados por lo inconmensurable. Por ejemplo, se hacen conocidos los viajes de Dumont D’Urville documentados durante su travesía en las naves Zelée y Astrolabe4, que presentan una visión mediatizada por la cámara lúcida. Los trabajos de Ernest Auguste Le Goupil y Luis Lebreton5 son señeros al momento de mostrar las peligrosas bellezas escénicas de los mares australes, patagónicos y de Tierra del Fuego.

Una segunda instancia en el paisaje es la «épica declarativa», don-de los artistas se encuentran fundamentalmente con un paisaje añora-do. La clara impronta del romanticismo y la ilustre figura de Mauricio Rugendas marcan este encuentro con lo relicto como categoría de apropiación cultural. Del mismo modo, es la experiencia, por ejem-plo, del naturalista Rodolfo Amando Philippi, quien llega a Chile en 1852. Su trabajo, concentrado en la ciudad de Valdivia, establece una

4 Destacado diario de viaje realizado por el explorador J.C. Dumont D’Urville en su periplo por los mares australes y antárticos, editado recientemente por Cuarto Propio (2011).

5 Realizan también un viaje por las tierras australes con excelentes dibujos realiza-dos por Luis Lebreton que se consagra como artista a las marinas.

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mirada científica: saberes de la naturaleza en su estado mineral, vegetal y animal. Es también el caso de Orrego Luco, literato que realiza mu-chas propuestas recuperando los paisajes agrestes, siendo un narrador único en la representación del paisaje. Por esto, más que aferrarlo a las visiones objetivistas del paisaje, lo llevó a espacios de imaginación: no concibió otra religión que la búsqueda desinteresada del ideal y a ella permaneció fiel su vida entera. El postulado básico era que el sentimiento y la exaltación de la apariencia natural debían ser necesa-riamente coherentes, es decir, el paisaje representado debía despertar emoción, potenciar la imaginación, así como transmitir ideas y ser fiel expresión interior del artista.

Una última instancia es la «demostración descriptiva», que apunta a dar cuenta de un paisaje que tautologiza las representaciones que realizaba la fotografía como instrumento moderno. Es un paisaje que busca las equivalencias de la modernidad en la realidad chilena, es decir, establece señales culturales de la modernidad, en particular las vistas urbanas y los centros ostentativos del progreso.

La perspectiva científica estará encarnada en la figura de dos fran-ceses que serán de vital importancia para dar cuenta y sistematizar las matrices cartográficas de Chile. Me refiero a la presencia de Claudio Gay y de Pedro Amado Pissis, científicos creadores vitales en la carto-grafía, el mapa físico y cultural del país.

En el otro universo de representaciones, los casos más preciados equivalen a los trabajos fotográficos de William Oliver (1860) del cen-tro comercial y del puerto de Valparaíso, así como el reportaje foto-gráfico de Pedro Adams sobre el cerro Santa Lucía en Santiago (1880). Estos dos hitos fotográficos constituyen una suerte de bitácora que muestran los monumentos, el paisaje y las obras de arte de estas ciu-dades, en donde, por ejemplo, el cerro Santa Lucía se transforma en un elegante y europeo mirador de la ciudad. También tenemos el álbum de Félix LeBlanc de Valparaíso (1880), cuyas vistas entregan identidad a la zona central, en particular por su fuerte difusión como facsímiles a comienzos del siglo XX.

Cada categoría se condice con relaciones coyunturales, herramien-tas técnicas y con la educación de la mirada (Berger 35) de los artistas y viajeros involucrados, pero también dan cuenta de los paradigmas

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culturales en que fueron gestadas. Porque si bien el paradigma de la modernidad decimonónica está en la base sociocultural, la pugna con este paradigma central se establece desde prácticas de estilos e idearios propios de cada autor, fotógrafo y viajero. En efecto, la relación de la visualidad con el paisaje es sostenida desde los reductos e interpreta-ciones del imaginario epocal que están tensados de ideas, estilos y ex-periencias vitales frente a la desmesura natural de la tectónica, la varie-dad de rincones territoriales, la multiplicidad de flora y fauna local, los intereses y motivaciones que traen a tantos aventureros a transitar por estos lejanos parajes. Por esa razón las ilustraciones de los artistas y las imágenes de los viajeros fueron conformando una genealogía orde-nadora. Así, los múltiples paisajes cumplieron un papel fundamental, ya que estas imágenes fueron consideradas como medios privilegiados para cumplir una función ordenadora y normativa por su capacidad de recoger y organizar la experiencia visual (Penhos 8).

4. Modernismo de pensamiento: utopías y nuevo siglo

Los cronistas del centenario de la nación generan una intensa re-flexión sobre los destinos de la nación de cara al siglo XX. Se hace evidente la idea de hacer un resumen y proyectar la nación hacia el nuevo siglo. El centenario fue un momento propicio para el debate y la especulación. Figuras desperdigadas en el amplio espectro político denuncian un país en crisis latente y aspiran a la regeneración de Chile, aunque las fórmulas esgrimidas fueran vagas, diferentes y en muchos casos contradictorias (Gazmuri 25).

Desde la fotografía tenemos la constatación de un renovado uni-verso de significación que da cuenta de los nuevos íconos y paradigmas que se gestan con el siglo venidero (Leiva 89), palpables en las imáge-nes, actos públicos e inauguraciones de numerosos monumentos por las «fiestas del centenario». Pero en medio del oropel de los festejos encontramos dos acontecimientos culturales que para la opinión pú-blica pasaron inadvertidos, pero que nos posibilitan ilustrar cómo los modernismos artísticos proyectaban la imagen del nuevo país de una manera radical y metafórica.

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Gonzalo Leiva Quijada

Uno de los casos más sensibles de la vivencia utópica lo constituye la colonia tolstoyana, uno de los primeros intentos por hacer posible el sueño de relacionar la vida y el trabajo cultural. Los tres primeros artis-tas que trazan el proyecto y que participan son Augusto D’Halmar, Julio Ortiz de Zárate y Fernando Santiván. En el ecléctico proyecto, inspirado por las propuestas de Tolstoi, se intenta hacer la misma experiencia que había hecho el literato de establecer en un pueblo remoto una forma de vida que acercara la creación a todos en un apostolado para extender el saber y la sensibilidad nueva gestada por la creación moderna.

Si bien sus iniciales intentos obedecen a construir una nueva cul-tura más solidaria, humana y sensible, sus esfuerzos se detienen en las cercanías de Santiago, a la sazón, en el pueblo de San Bernardo6. Es curiosa la escasa recepción que tiene este efímero proyecto vanguar-dista y estético en los grupos más progresistas de la época. La mayor demanda del grupo artístico conocido como la «colonia tolstoyana» era recuperar la esencialidad constructiva del arte, pero su meta emi-nentemente política y espiritual era un llamado de alerta en el contexto de la difícil situación que vivían numerosos compatriotas. La colonia encauza en estos iniciales años del siglo XX la idea de utopía con ex-presiones artísticas más ligadas a lo social, lo político y lo simbólico.

En aquella época estábamos en pleno desarrollo de la «cuestión social», es decir, de las discusiones sobre las demandas de los grupos populares, clases proletarias y subalternas con escasa presencia, par-ticipación y visibilidad en la escena nacional del centenario. Por des-gracia, su irrupción como grupos sociales será en numerosas ocasiones tras los graves acontecimientos de huelgas, marchas y matanzas. La violencia fue impulsada por los grupos del parlamentarismo que es-taban en el gobierno desde 1891, explicitando violencias represivas y culturales que no consideraban las demandas ciudadanas. Por esto, el imaginario contradictorio de estos años exhibía, por un lado, un país de jolgorio con inauguraciones y discursos y, por el otro, un país con fuertes demandas sociales. El trabajo artístico realizado por Carlos

6 En este lugar contaron con el apoyo del poeta Manuel Magallanes Moure. Es en este espacio facilitado por el amigo poeta en el cual se integran también Pablo Burchard, José Backhaus y Rafael Valdés: todos artistas y grandes lectores, pero sujetos de poca vida práctica.

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Dorlhiac entre 1908 y 1910 recoge las visiones encarnadas de nuestra chilenidad asociada, en particular, al mercado de Chillán y a los pesca-dores de Tomé, ambos universos significativos que señalan momentos cruciales del desarrollo de la utopía visual autóctona. Las considera-ciones estéticas atraviesan las percepciones y condiciones objetivas de sus fotografiados, pues el trabajo de Dorlhiac asume una visión antro-pológica inédita. La fotografía documental alcanza con él el carácter de fuente primaria, al realizar un exhaustivo registro de personas y tipos populares o escenas instantáneas, imposibles de llevar a dibujo con el realismo deseado (Valle 107). Mientras su temática fue el paisaje humano, su producción fue realizada a plein air, al natural, llena de matices. Es sorprendente en la mirada frontal, buscando establecer un contrapunto siempre contextual entre cuerpo y escenificación.

La obra fotográfica de Dorlhiac es considerada valiosa y meritoria como la obra de dibujo, en primer lugar por sus propiedades «estéticas» y, en segundo, por su valor antropológico como registro documental de tipos y costumbres. Sin artificio, la lente captura estos retazos de iden-tidades humanas, la vida campesina que transita hacia la ciudad para vender sus productos. En estos trabajos de placa, ejecutados con una precisión y nitidez inéditas, no busca lo pintoresco, sino que se interna en las variantes representacionales de un Chile provinciano, auténtico y resistente. La mirada crítica y nada de prejuiciosa hace que este lega-do fotográfico se constituya en uno de los primeros ejercicios donde la modernidad se involucra con los subalternos para incorporarlos como sujetos de la historia. Es una visualidad genuina, no ligada al mercado ni la mercancía, sino a un auténtico deseo de hacer partícipes de la historia a un grupo anónimo, develando un traspaso aurático que es residencia de las utopías argumentales y de la política de la mirada enunciadora y problematizada (Salomon-Godeau: 30), producción vi-sual del «espacio de acá».

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5. Conclusiones generales

Las tres matrices exploradas del imaginario: retratística, paisaje e ideación de la utopía, nos llevan a fundar algunas consideraciones inédi-tas en la organización cultural chilena. La primera, que la violencia sim-bólica establecida por las clases dominantes obedeció, en el siglo XIX, a una dinámica para invisibilizar realidades perturbadoras o que no ca-bían en los estereotipos del buen tono, el decoro o la decencia. Segundo, el retrato se estableció bajo los restrictivos parámetros epocales. Tercero, el paisaje es ideado desde los deseos progresistas y civilizatorios de las élites. Cuarto, las utopías son generadas por colectivos con fines artísti-cos y sociales. Las categorías estaban asociadas al enunciado ético y esté-tico de los resabios de costumbres victorianas que se mezclaban con con-sideraciones de viejas prácticas católicas de contención y constricción.

Estos tópicos se dan de un modo directo en la imagen que la élite construyó de sí misma y que buscó extender en todos los soportes de la fotografía decimonónica, y que continúan en las iconografías de las fiestas del centenario. Pero en contraposición asoman los retratos de los subalter-nos, aunque no siempre de manera simétrica, pues los pobres asoman en fotografías oblicuas, como aparecidos. Los indígenas y obreros también, en la medida en que eran sujetos de una ordenación civilizatoria.

En el paisaje se opta por uno configurado y visionado bajo el influ-jo de la mano organizadora de la inspiración artística. Los espacios con mucha densidad floral o simplemente prístinos eran evitados para re-petir las semejanzas con el modelo importado de los centros de poder. En pocos casos se buscó plasmar la heterogeneidad y se evitó mostrar lo disonante con el modelo refundador.

No olvidamos que la nación, en el siglo XIX, se está construyen-do en sus límites, y el reconocimiento del espacio geográfico no solo obedece a un sentido geopolítico, sino también a la identificación del paisaje y su evocación en el alma cultural de la época. En efecto, se constituye un campo semántico en torno a las gradientes de las líneas del horizonte que organizan las cordilleras de los Andes y de la Costa, la presencia del valle central como espacio de civilización y los luga-res apartados como espacios de conquista. Cada iconografía conforma ciclos representacionales que ayudan a madurar la idea de la unidad

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territorial. La violencia consiste en que destacados espacios nacionales son simplemente excluidos de la representación, continuando las diná-micas prestigiosas del modelo adscrito a las ciudades principales.

En la construcción de utopías, los ejercicios de pensar una sociedad comunitaria, que tuvo escaso aliento y fines bien acotados, se dio en la escenificación la colonia tolstoyana del deseo artístico de construir un país más inclusivo. Otra posibilidad de utopía se concreta en la apertura visual hacia los grupos de provincias y los habitantes del Chile centena-rio que no fueron considerados ni participaron en las fiestas fastuosas: los pescadores y los pobres urbanos. Con un sello contenido, la lente de Carlos Dorlhiac fue estableciendo un realismo documental que será el sello distintivo y claramente moderno de la iconografía gestada. En resu-men, hemos construido una visión diversa de los imaginarios y sus repre-sentaciones donde no solo permanece este conjunto de herramientas cul-turales, sino donde es posible vislumbrar también sus contradicciones.

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Gonzalo Leiva Quijada

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Imágenes oscuras y Modernidad en Chile, 1911-1938: poéticas de luz y espacio1

Pablo Corro Pemjean

Los planteamientos de este texto, que relacionan algunas prácticas discursivas de la literatura y el cine chilenos, reconocibles desde co-mienzos del siglo pasado hasta fines de la década de 1930, provienen de las reflexiones y evidencias preliminares de la investigación «Luz, modernidad y representación en Chile, 1910-2010: aplicaciones retóri-cas de la luz en la fotografía, el cine, los discursos institucionales y los textos críticos». En cuanto a la noción de imagen oscura, esta debe ser aclarada, aun cuando sea posible ya prever por su sola confrontación con el nombre del proyecto que se refiere a la diversidad de formas imaginarias e ideológicas que resultan de las apropiaciones que hacen de la luz, como materia prima retórica la fotografía, el cine y el ensayo. Como materia prima fenoménica o técnica, forma metafórica de la razón ilustrada, efecto objetivo e instrumental del beneficio civilizador del alumbrado o realización concreta –eléctrica– de las promesas ins-titucionales de visibilidad, la luz configura discursos de Modernidad.

En esta «modernidad chilena» considerada entre los momentos del balance institucional y cultural del primer centenario y el del relevo político y cultural de la oligarquía por una mesocracia con adhesiones populares2, la luz, como en todos los órdenes institucionales determi-nados por la razón, es sometida material y verbalmente al propósito histórico de iluminar los fundamentos (Vattimo), a una gestión de mí-mesis de lo occidental que tiende a desdibujarse, y a la intención de resaltar las dinámicas de lo nuevo. Si concordamos en que la luz, arti-culada como instrumental poético, pertrecho conceptual e ideológico,

1 Proyecto Fondecyt n° 1110362.2 Ver Historia contemporánea de Chile de Gabriel Salazar y Julio Pinto.

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Pablo Corro Pemjean

insumo de mecanismos técnicos de captura, producción y circulación de imágenes, corresponde a un agente expresivo importado, predis-puesto para identificar formas y contenidos idénticos y contemporá-neos a los de su remoto medio de origen, podremos aceptar también que ella tienda a exponer la diferencia, la mezcla, o a producir la seme-janza mediante los artificios regulares de la evacuación y el cierre del cuadro. La consecuencia de esto es que a la representación que resulta del espacio local iluminado, parafraseando a Ronald Kay, se le infiltran sujetos «anacrónicos, desarraigados, fantásticos», y «paisajes incipien-tes, indominados o inconclusos» (27). Cada uno de esos motivos des-concertantes corresponde a una veladura en el cuadro esplendoroso, y las acciones o efectos representacionales de mezcla, recorte y evacua-ción que esquivan esos estigmas, corresponden a efectivas distribucio-nes de la oscuridad. Es en el sentido de estos procesos que se constituye dramáticamente el régimen expresivo o el sistema discursivo de la ima-gen oscura, inversión retórica de la analogía luz-modernidad.

Bernardo Subercaseaux grafica el medio en el que se desenvuelve o sobre el que trata de actuar la discursividad modernista, como

un país –y sobre todo una capital– en que ya hay autos, teléfo-nos, cinematógrafos, intentos de vuelo aéreo, alcantarillado, una multitienda, pero también caminos de tierra, cités, conventillos, promontorios de escombros y basura. Una ciudad en que se ad-vierte la presencia de nuevos actores sociales, sobre todo de un movimiento estudiantil, cultural, bohemio, mesocrático, ácrata y con vínculos al mundo popular. Un movimiento que participó en movilizaciones de la sociedad civil, y estableció lazos de colabo-ración con los trabajadores (209).

Respecto de este sistema, cuyos elementos sociales, técnicos, es-cénicos son presentados a través de la oposición, de la irrupción y de la alianza imprevista, se puede suponer la conservadora y apresurada repartición de luz y sombra que hicieron el cine y la literatura chi-lenos de comienzos del siglo XX entre los sujetos, espacios y cosas enunciadas. No obstante, es verificable una inestabilidad dramática, axiológica de la imaginación poética de la luz en este período, en sus modulaciones literaria y cinematográfica. Ella depende de un factor ya señalado por Subercaseaux: el de la configuración de un nuevo orden

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en las relaciones políticas y sociales, de nuevas clases en escena, y que comparecen no solo como objetos de representación, sino que tam-bién como sujetos. Además, depende de un factor correlativo ignorado por el mismo autor: el del incipiente pero positivo despliegue del cine como algo más que un espectáculo para las mayorías recién apareci-das, como una práctica inteligente de reapropiación crítico-discursiva del mundo contingente y circundante.

Dice Bernardo Subercaseaux:

Hacia 1920 nos encontramos con Alsino (Pedro Prado, 1920) y Altazor (1919-31) obras en las que se percibe una trans-formación del imaginario vinculado al vuelo (...) el imaginario tradicional de filiación romántica y neoplatónica que se vincula-ba al ascenso y a la elevación espiritual pasa a adquirir el rumbo de la caída, y un temple de ánimo nervioso en el que el propio vuelo está permanente amenazado (81).

El espacio aéreo recorrido con perspectiva de aeroplano y domi-nado técnicamente para el descenso con el paracaídas corresponde efectivamente a un medio luminoso, un espacio de visión ampliada, panorámica. La vista cinematográfica chilena3 Volación, que registra en 1911 el vuelo en aeroplano que realiza el piloto español Antonio Ruiz sobre el Hipódromo Chile, es un efectivo antecedente imaginario de las caracterizaciones técnicas luminosas y dinámicas del espacio aé-reo, una concreta e inmediata figura ascendente pese al recorrido hori-zontal de la nave en el cielo y el plano. En cuanto a ese posible factor de contrariedad del vuelo descendente de estas conciencias poéticas, contrapelo político y estético en su contexto cultural, este se resiente como una leve oscuridad en la intención de vuelo pero no es toda-vía una oscuridad cabal: «(Altazor no se quema en la caída sino que cae para volver –como el Ave Fénix–a subir)» (81). La relación entre vuelo y lumbre anotada por Subercaseaux, aun cuando sea concebida en virtud de un movimiento descendente, configura la relación clásica

3 «Vista» corresponde a la denominación que a comienzos de siglo se le dio a los cortometrajes de alrededor de un minuto, sin edición o con uno o dos cortes, formato que fue difundido mundialmente por la casa cinematográfica Lumière. Tal noción revela una actitud de visionado heredada de la fotografía y que supone una escasa interacción dramática del registro con el acontecimiento.

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entre luz y vuelo, pero mediante la luz de fuego que, para las represen-taciones oficiales de la nación y el estado, era un agente dramático de cuadros declinantes, reemplazado por la luz eléctrica en los programas de vuelo, en los programas policiales, en virtud de su intensidad, regu-laridad e instantaneidad.

Gastón Bachelard, en su ensayo La llama de una vela, señala:

La llama es una verticalidad habitada. Todo soñador de lla-ma sabe que la llama está viva. Da pruebas de su verticalidad mediante reflejos sensibles. Si un incidente en la combustión per-turba el impulso cenital, en seguida la llama reacciona. Un soña-dor de voluntad verticalizante que recibe su lección de la llama, aprende que debe erguirse (65).

Siete años después de que Huidobro publicara Altazor, el veintea-ñero y proletario escritor Nicomedes Guzmán realiza en su novela Los hombres obscuros (1938) la imagen oscura del vuelo descendente y del volador inflamado. Pablo, el joven lustrabotas, de noche, de vuelta en su miserable cuarto de conventillo, después de una larga jornada de so-brevivencia, reconsidera las imágenes del día y las figuras inmediatas:

...en la noche, de vuelta de una cafetería cualquiera, me acuesto y pienso largamente acerca de cosas que embotan mi cerebro. A veces me pongo a recordar las piernas que vi durante el día, y me complazco contemplando hermosas pantorrillas, lle-nas de tentación con sus tenues y celestes venitas y con los rubios vellos aplastados bajo la transparencia de las medias. Los hilos del pensamiento y del recuerdo se ovillan en la penumbra de mi cuarto alumbrado por la luz misérrima de una vela. Alguna polilla revolotea sobre la llama, proyectando su sombra movible en el techo mosqueado (...). Me entretengo en observar los giros y revoluciones de la polilla y su sombra. De pronto se quema las alas y cae aleteando en la palmatoria chorreada de esperma. Este percance ocurrido a la polilla me sugiere pensamientos que merodean alrededor del hombre, la vida y la muerte. Más tarde, apago la luz (21-22).

La imagen nocturna del vuelo quemado es el término inicial de un viaje de redención de la conciencia del trabajador, el comienzo de un arco dramático que va desde las pasiones del cuerpo hasta la toma

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de conciencia de la clase, la realización del compromiso político, la recuperación de la identidad a través del trabajo colectivo y de la lucha partidista.

En el cine del período, en las películas documentales Santiago 1920, imágenes encontradas, y Santiago 1933, de Armando Rojas, del Instituto de Cinematografía Educativa, se expresan conjugados el im-pulso de elevación espacial, en este caso de altura como posición de dominio, con la circulación promocional de la luz entre los motivos institucionales urbanizantes, el sistema de registro y los espectadores ansiosos de una confirmación visual mejorada, selectiva, de su mundo inmediato.

En el primer filme, al parecer realizado para difundir en los consu-lados chilenos del mundo el aspecto europeo de la capital, la perspec-tiva de altura, desde el cerro Santa Lucía, o desde uno a otro edificio del programa del centenario, se conjuga con la claridad matinal que favorece la evacuación del plano de figurantes pre-modernos y con el encuadre cerrado que omite la presencia de un eventual motivo pue-blerino contiguo. El efecto promocional luminoso del hito moderno se ejecuta mediante un cerco de sombras.

En Santiago 1933, especie de sinfonía de ciudad,4 montaje de flu-jos humanos y mecánicos en la capital, los motivos ascendentes son luminosos, hipertrofiados, gestos de progreso. La cámara asciende con perspectiva cenital en un montacargas; para ser verosímil esa vista en picado del ímpetu constructivo debe atribuirse a la visión de un obrero, a la del operador asalariado, y su efecto es el de un cuadro chato. La otra imagen ascensional es propiamente nocturna. El aparataje fílmico ilumina desde el suelo los campanarios de varias iglesias capitalinas, la de San Francisco, la Compañía, la basílica de El Salvador. Sin aire, cercadas por un iris, por un ojo de pez, sin luz propia, con la claridad fluctuante de los focos en el suelo, las imágenes de modernidad en es-tos hitos clásicos de elevación devienen imágenes nocturnas, artificios cuyo inesperado modernismo no es otro que el de esa presencia opaca secularizante que produce el registro y, acaso también, la misma luz eléctrica. Pueden advertir ya que este régimen imaginario de oscuridad

4 Ver «Sinfonías de ciudad en el cine chileno: imágenes de modernidad, efectos de luz», de Pablo Corro.

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cinematográfico literaria se manifiesta notoriamente como una poética fotográfica del espacio, una foto-axiografía, escritura luminosa de los valores en el espacio.

Para ilustrar las oposiciones que contiene este sistema poético ad-vertimos que en numerosas narraciones del período considerado se manifiesta una dialéctica entre vuelo y vida rastrera, entre luz y cegue-ra de luz desmedida. Destacamos dos artículos en el número primero de la revista Juventud, de 1911, órgano editorial de la FECh, comple-mento cultural de la educación universitaria autogestionado por los estudiantes: una «Apología del cinematógrafo», escrita por Remy de Gourmont y tomado del Mercure de France, y el cuento «Caza ma-yor», de Baldomero Lillo. En este cuento, «el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes, sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos» (39). En las dilatadas heredades de su patrón brutal, el viejo peón intenta cazar con su carabina para ha-cerse el alimento del día, pero se lo impiden hasta la desesperación el perdiguero sebado del capataz y la luz del sol, «cuyos rayos tuestan la yerba que crece en los matorrales» (39) y que lo dejan «cegado por la deslumbradora claridad que irradia de lo alto» (40).

La relación entre trabajo y ceguera que aparece también en «Juan Fariña», en el libro Subterra (1904), es resuelta esta vez por Baldomero Lillo como la contrariedad entre vida superficial y luminosa, y efecti-vidad del trabajo, figura que recomienda a los pobres la vida subterrá-nea. Rastrera pero además nocturna es la circunstancia del bandido El Picoteado en el cuento «El aspado», de Mariano Latorre, de 1926. El bandolero, uno de los últimos «pela-caras»5 de la provincia de Ñuble, huye de la justicia con una bala en un pulmón. Refugiado en la taber-na de sus amantes agoniza, recuerda su infancia huérfana, sus andan-zas de asalta caminos, recupera a través de un escapulario su piedad cristiana original, y procura sanar su alma y su cuerpo mediante la

5 O «cara pelá», según Vicente Pérez Rosales en Recuerdos del pasado (1882), bandidos, montoneros de la Región del Maule, particularmente de la localidad de Teno, que lucharon en las guerras de la independencia de Chile junto a Manuel Rodríguez y que, tras sufrir persecución por las fuerzas del presidente José Joaquín Prieto (1831-1836), siguieron cometiendo tropelías entre Talca y Chillán hasta fines de la década de 1830.

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Imágenes oscuras y Modernidad en Chile, 1911-1938...

penitencia de cargar la pesada cruz de Cristo en una procesión. En cada uno de esos episodios, y en todos los emplazamientos, aparece y amenaza con consumirse la luz de una vela. Dice el relato «una débil lucecita que parpadeaba al borde de unas zarzas lo hizo retroceder asustado. Reconoció el calvario del arriero donde las velitas de sebo, ex votos de una simplísima fe, se consumían devoradas por el viento» (87). El Picoteado no se salva, y la descripción que hace Latorre de unos coloniales, barrocos, tenebrosos ambientes rurales y mestizos que desaparecen con la lentitud de las luces de sus velas son una afirmación luminosa declinante de lo que deja de ser, una afirmación reflexiva como solo puede dar el tempo lento del encendido y el cese de la llama.

Hemos enunciado la relación entre oscuridad, luz cegadora y tra-bajo improductivo, presente en estas representaciones de modernidad tempranamente críticas, casi todas ellas ejecutadas por sujetos socia-les ascendentes. El motivo más gráfico de esa relación es el que le da sentido al nombre de la novela de Nicomedes Guzmán Los hombres obscuros.

Después, pasados unos cuantos días, los obreros postran sus residuos de ánimo. Y ya los tenemos una mañana camino del ta-ller. De la fábrica, de la obra. Igual. Lo mismo. Sin haber con-quistado nada. Sin haber obtenido nada, después de más de una semana de para, aparte del hambre que agarró la familia decidi-damente. Y así, camino de la faena, los hombres obscuros son los mismos de siempre (113).

Los trabajadores vuelven fracasados de alguna de las grandes huelgas de la década de 1920. Estos escritores escenifican el regreso sin beneficio de la acción esforzada con iluminaciones nocturnas, con velas, con el alumbrado escuálido espaciado y vacilante de suburbios como Mapocho, pero también con el sol que enceguece. La luz natural sirve para la descripción de los procesos degradantes o edificantes. La luz del cine es una luz instantánea, irreflexiva, que junto a la atención cautivadora de la acción desenvuelta de la cosa idéntica enajena y des-historiza al motivo por más real y próximo que sea. Vale para la luz del sistema de proyección, luz del arco voltaico, lo que dice Bachelard, adorador de velas, contra la luz eléctrica:

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Pablo Corro Pemjean

La bujía eléctrica no nos permitirá nunca los sueños de aquella lámpara viviente que, con aceite, hacía luz. Hemos en-trado en la era de la luz administrada. Nuestro único papel con-siste en dar la vuelta a una llave. No somos más que el sujeto mecánico de un gesto mecánico. No podemos aprovechar este acto para constituirnos, con legítimo orgullo, en el sujeto del verbo iluminar (98).

En el filme El mineral «El Teniente», –que Salvador Giambastiani realiza, en 1919, como un encargo promocional para presentar la sec-ción de Sewell del mineral El Teniente de la Braden Cooper Company–, la luz plena del contraluz sobre las modernas instalaciones producti-vas, sobre las geométricas y ascendentes edificaciones habitacionales que se encaraman jerárquicas en la montaña, actúa como una enaje-nante serenidad de lo claro dinámico que hace tolerable la imagen de los niños pequeños cargados con pesados sacos, que encorvados como hombres oscuros, como manchas, brotan de los túneles de la faena.

En la ficción cinematográfica del período, en notables largome-trajes a medio camino entre el melodrama y la aventura, realizados eficazmente en provincias (El leopardo, de Alfredo Llorente, filmado en Casablanca en 1926, y Canta y no llores corazón, de Juan Pérez Berrocal, filmado en Concepción en 1925), la supuesta familiaridad, la convencionalidad del esquema narrativo y dramático de los géneros de melodrama y aventura, funciona sobre los espectadores como un agente de transparencia, de claridades causales por la previsibilidad de la fábula. Sin embargo, en virtud de esa apariencia inocua, luminosa, se produce una inversión social en la distribución de los atributos de luz y movimiento, y de los defectos de inmovilidad y opacidad moral. El Leopardo es de día un terrateniente alegre y socarrón, pero de noche es una sombra, un jinete oscuro que junto a una banda de rufianes que-ma ranchos pobres por puro gusto, rapta muchachas a las que intenta marcar con el estigma de fuego de un fierro hirviendo. En la película de Juan Pérez Berrocal, Canta y no llores corazón, unos aristócratas decadentes y apáticos, libremente inspirados en miembros de la familia Cousiño, son despojados de sus bienes y propiedades mediante tram-pas y crímenes por uno de sus administradores, sujeto que encarna al burgués habilitado técnicamente y movilizado por una ambición sin

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Imágenes oscuras y Modernidad en Chile, 1911-1938...

límites. El palacio del filme es efectivamente el palacio de los Cousiño en la ciudad de Lota, mansión terminada en 1898, que nunca fue ha-bitada y que fue demolida en 1964 por supuestos daños del terremoto de 1960. El palacio, en virtud de un montaje de Pérez Berrocal, es presentado mediante una sobreimpresión en medio de una espesura selvática y bajo la estructura moderna, aérea, del puente ferroviario del Malleco. Esta imagen que reúne la elevada infraestructura de be-neficio público ordenada por el presidente Balmaceda y el emblema deprimido de la propiedad privada de la dinastía burguesa, hace visible un emplazamiento inexistente, una urbanización utópica elaborada a partir de la acción de oscuridades en el centro y en la periferia de los respectivos cuadros originales. Conviene señalar que en ambos filmes los únicos espacios que se sienten reales son los exteriores que habitan los peones, los potreros, una laguna en Concepción, espacios alegres, y la altura fatal del puente ferroviario donde el héroe campesino elimina al vástago del burgués usurpador.

Esta fórmula de dramas y melodramas de la «lucha por la vida» en donde la bondad, la integridad y la pureza consisten en la persona del obrero, del peón, y donde el burgués y el aristócrata encarnan el mal y la oscuridad, son inversiones ficcionales del esquema reglamentario de la relación proporcional ascendente entre jerarquía social e intensidad lumi-nosa. Esta fórmula, donde la previsibilidad genérica blanquea ese cuadro insurreccional, se expresa en estos filmes como una manifestación tardía del cine obrero de fines de la segunda década del siglo veinte chileno al que el historiador Jorge Iturriaga alude en su texto «Escuela de anarquis-mo y escuela del crimen. El desafío social del cine en Chile, 1907-1914».6

Obras citadas

Bachelard, Gastón. La llama de una vela. Trad. Hugo Gola. Barcelona: Laie, 1989.

Gourmont, Rémy. «El cinematógrafo». Juventud 1 (1911). Santiago: Federación de Estudiantes de Chile.

Guzmán, Nicomedes. Los hombres obscuros. Santiago: El Yunque, 1939.

6 En Dossier Primer Encuentro de investigación sobre cine chileno, Cuadernos Cineteca Nacional de Chile 2. http://www.ccplm.cl/sitio/minisitios/cuadernos_cineteca/iturriaga.html#2.

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Pablo Corro Pemjean

Kay, Ronald. Del espacio de acá. Santiago: Metales Pesados, 2005.Lillo, Baldomero. «Caza mayor». Juventud 1 (1911). Santiago: Federación de

Estudiantes de Chile. Subercaseaux, Bernardo. Historia de las ideas y de la cultura en Chile.

Santiago: Editorial Universitaria, 2004.Salazar, Gabriel y Julio Pinto. Historia contemporánea de Chile. Santiago:

Lom, 2010.Vattimo, Gianni. El fin de la modernidad, nihilismo y hermenéutica en la

cultura posmoderna. Trad. Alberto Bixio. Barcelona: Gedisa, 1998.

Medios fílmicosCanta y no llores corazón. Juan Pérez Berrocal, 1925, Chile. El Leopardo, Alfredo Llorente, 1926, Chile. El mineral «El Teniente», Salvador Giambastiani, 1919, Chile. Santiago 1920: Imágenes reencontradas. Anónimo, 1920 (¿?), Chile. Santiago 1933. Armando Rojas. Instituto de Cinematografía Educativa (ICE),

1933, Chile.

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Soberanía, representación y ciudadanía: Fernández de Leiva, la Constitución de 1812 y el esbozo colonial de una España transatlántica

Alvaro Kaempfer

Las noticias de la invasión francesa de la península ibérica llegaron a Santiago de Chile, vía Buenos Aires, siete meses después de ocurri-da. Para entonces, la rebelión popular y callejera del 2 de mayo de 1808, que no pudo impedir que Carlos IV y Fernando VII abdicaran el 6 de ese mes ni que el 6 de julio Napoleón nombrase rey de España a su hermano, había desatado la resistencia abierta contra la ocupa-ción. Al llegar esas nuevas a Santiago ya se había disipado en Bailén la fugaz victoria española del 19 de julio sobre las tropas francesas, pero aún brillaba la decisión castellana del 11 de agosto de anular la abdicación de Bayona. Cuando recién se enteran los santiaguinos de lo sucedido, las juntas peninsulares ya se habían unido en una sola, suprema y central, en Aranjuez, para liderar la resistencia contra las tropas napoleónicas y dotarse de gobernabilidad. Tras la sorpresa, el Cabildo de Santiago declaró su solemne lealtad a una monarquía polí-ticamente decapitada, aunque para diciembre de 1808, ante la incerti-dumbre y la oportunidad de pasar por sobre el gobernador, se planteó enviar un emisario a España, lo que zanjó formalmente el 3 de febrero del año siguiente, por creer «conveniente a la causa pública y servicio del Rey el que haya en la Corte una persona que promueva los nego-cios y represente sus derechos y solicitudes de este Reino» (Salas 561). Convencido de que «de ningún modo podrá mejor ejecutarse todo que por el órgano de un individuo, al mismo tiempo testigo de los senti-mientos y tareas del Cabildo», le cedió «todos sus poderes y facultades al Doctor don Joaquín Fernández de Leiva» para dirigirse ante la Junta

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Alvaro Kaempfer

Suprema Central que «tan dignamente hace las veces del monarca» (Salas 562). Al asumir en España la defensa de esos intereses, bajo la expresa lealtad santiaguina con la corona, Fernández de Leiva genera-rá su propia visión frente a los problemas de representación, soberanía y ciudadanía al interior de la recomposición monárquica y constitucio-nal del entramado transatlántico hispánico.

Cuando Fernández de Leiva arribó a España, la institución ante la que iba a reportarse ya no existía: el 22 de mayo, la Junta Suprema y Central había llamado a Cortes Generales, dejando en su lugar un Consejo de Regencia, encargado de organizarlas, cuya opinión sobre las Juntas surgidas en América no era favorable (Guerra 341). Aun así y sin otra alternativa, el enviado santiaguino se acreditó ante este Consejo, valorando, de paso, el perfil de quienes encaraban la crisis y lideraban el proceso. En una carta suya de mayo de 1810, enviada desde Cádiz a José Antonio Rojas, miembro del Cabildo de Santiago, Fernández de Leiva sostiene que «[l]os señores que componen el Consejo de Regencia llevan la estimación pública por sus talentos y virtudes conciliatorias» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 312). Los rasgos que subraya remiten al desafío de repeler la ocupación fran-cesa, afianzar la institucionalidad española y garantizar la integridad del entramado transatlántico ibérico. Como queda claro, el imperativo de armonizar y cohesionar el armazón hispano a partir de la confluen-cia de intereses santiaguinos locales y generales al interior de un orden colapsado, guarda relación con su propia presencia en España. Muy pronto, Fernández de Leiva advertirá que la cesión de derechos hecha por los monarcas en Bayona había tensado profunda y globalmente el orden hispano. Sus consecuencias eran devastadoras para la mo-narquía. La defensa de intereses exigía afirmar el armazón político, económico e institucional desde donde cabía asegurarlos: no era otra su propia misión.

En Chile, si bien el impacto inicial de los sucesos peninsulares de 1808 «lleva a la deposición del gobernador español, a la asunción del primer gobernador criollo, luego de una Junta de Gobierno y a un Congreso», Sol Serrano cree que el proceso no hizo sino confirmar «la fortaleza de las instituciones coloniales más que el derrumbe de la mo-narquía» (491). Sobre esa presunta estabilidad, avalada por muestras

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de lealtad a lo largo del continente, cabía asegurar la gobernabilidad americana. De hecho, sostiene Manuel Chust, además de repeler la invasión francesa, la Junta Central buscó desde sus inicios, «la organi-zación de un poder legítimo en la península para que las colonias ame-ricanas tuvieran un referente de legitimidad y soberanía» (La cuestión nacional americana… 31). Su réplica en Santiago de Chile, la Junta de 1810, fue constituida, por cierto, después de haber partido Fernández de Leiva a una España que ya había reemplazado la suya. Quizá por esas reiteradas declaraciones americanas de lealtad, en España «no percibieron nuestros primeros legisladores constituyentes la gravedad de las ‘conmociones’ de las provincias de ultramar», sostiene Eduardo Roca, a pesar de las «reiteradas referencias en los Diarios de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, durante los tres años de fun-cionamiento, primero en la Real Isla de León, y después en la Ciudad de Cádiz» (121). Las fisuras en el diagnóstico y no solo la celeridad del proceso, desatará una historia ya conocida: la América hispana no solo observaba la abdicación de la monarquía, sino que reflexionaba en torno a su propio rol en la necesaria defensa del entramado ibérico.

Desatada la crisis, la confusión de los actores involucrados no se hizo esperar. A pesar de la escasa claridad de lo que sucedía como los eventuales alcances que podía tener, los intereses locales y los relatos de articulación política buscaron generar respuestas. Tal como indica Roberto Breña, «desde el principio de la crisis de la monarquía hispá-nica la incertidumbre fue un elemento fundamental para explicar las actitudes y las decisiones de los americanos respecto a la metrópoli» (17). Esas actitudes remiten tanto a quienes oscilaban entre la defen-sa y el cambio de la situación en las Américas como a aquellos que respondían a una dinámica desconocida en España, como le sucede a Fernández de Leiva, y habían llegado para agenciar los intereses de sus lugares de origen. Paula Caffarena subraya que iba «con la misión de aumentar las prerrogativas de los cabildos, es decir, de las autoridades locales en desmedro de la autoridad central que representaba la figura del gobernador» (35). Diego Barros Arana, a pesar de acusar su propia falta de fuentes, afirma que, el 2 de diciembre de 1808, cuando se pensó en enviar a Fernández de Leiva a España para promover los intereses santiaguinos y dar cuenta «en la Corte de la situación de Chile», se lo

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mandató también a pedir «la modificación de las leyes que se oponían a su desenvolvimiento industrial y comercial, así como el ensanche de las facultades y prerrogativas de los cabildos» (VII, 59). La afirmación y defensa de los intereses políticos santiaguinos implicaba también una gestión claramente orientada a promover la industria y el comer-cio. Alejandro Fuenzalida Grandón añade que a Fernández de Leiva se le encargó, además de la representación del Cabildo, «procurar en España providencias sobre un ‘laboratorio químico mineralójico’ en Santiago para la prosperidad de la minería», en lo que ya había avan-zado Miguel de Lastarria, quien había «solicitado que se concediese a Chile los ‘preciosos restos del laboratorio de Madrid’ i que se licenciase a don Jerónimo González, estudiante de Luis de Proust, para iniciar en Chile un estudio de tal naturaleza» (569-570). En consecuencia, se trata de una misión de promoción y defensa de los intereses locales, de iniciativas de desarrollo industrial y propuestas de formación científi-ca. Es, quizá, en este sentido que Ramón Ricardo Rojas lo concibiera como un embajador (32). Esa misión guía la acreditación de Fernández de Leiva ante la Regencia y nutre, al menos inicialmente, la formación de sus intervenciones en el debate constitucional posterior al que se verá integrado.

La enorme variedad de escenarios políticos puestos en movimien-to por la invasión francesa, la respuesta de la monarquía y la defensa peninsular de su lugar en el entramado ibérico acentuaron la crisis de un imperio, ya debilitado y en franca disolución (Halperin Dongui 80). Entre los diversos involucrados, tanto en España como en las Américas, cobró fuerza la idea de que el orden que emergía no podía reproducir la situación previa, sino que debía responder a una voluntad política de regeneración, según sostiene Álvaro Caso Bello (17). En tal senti-do, añade José María Portillo Valdés, «si la experiencia histórica de los procesos de construcción del Estado y de formación de la nación moderna tiene una fecha de arranque en España, esa se sitúa sin duda entre 1808 y 1812» (29). No se trató, entonces, de un proceso que pue-da reducirse simplemente, indica José Álvarez Junco, a una guerra de liberación nacional, como se la tendió a mitificar durante el siglo XIX (18-19). Se trató de un estallido diferido de agendas, alianzas locales y dinámicas desatadas no solo en España, sino también en una América

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que, en el contexto de la crisis de los imperios ibéricos y la ocupa-ción francesa de la península, acabará, como lo indica Juan Carlos Chiaramonte, rompiendo con España (65-66). De tal manera que, en medio de un proceso intenso y acelerado, Fernández de Leiva articula una posición política en desarrollo, aportando a la regeneración de un imaginario político en franca desintegración. En otras palabras, viaja a España como el órgano del Cabildo, según señala literalmente la decisión de este, para inscribir sobre la dinámica peninsular, trayecto-rias, sensibilidades e intereses locales. Sin embargo, no es una dinámica simple ni un proceso lineal.

El enviado santiaguino partió buscando respuestas para, muy pronto, comenzar a ser uno de quienes empezaron a generarlas a partir de un discurso que apela a las virtudes con las que se identifica desde su arribo a España: conciliación e integración. Cuando le hace llegar al Consejo de Regencia un memorial de su viaje, insiste, en parte por las exigencias de la retórica pertinente, la lealtad americana con España frente a un Napoleón que «concibió el proyecto de seducir a sus ha-bitantes con las promesas lisonjeras que han envuelto en la miseria a tantos pueblos incautos» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 314). En esas circunstancias, Fernández de Leiva considera que su orgánica y corporal presencia reforzaba «la uniforme unión de las provincias meridionales y septentrionales», tras lo que reafirma que «los derechos de V.M. son perpetuos e inalienables» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 314). Esa visión no será alterada sino, más tarde, al calor de las discusiones constitucionales y del creciente empoderamiento que vive al integrarse al debate peninsular. Sin embargo, jamás abandona la convicción de responder a los intereses locales, americanos, al interior del entramado ibérico cuya defensa es su propia garantía.

Fernández de Leiva, en el memorial mencionado, insiste en que su presencia en España confirma el deseo americano de contar con «representantes de aquellos Reinos, que fuesen fieles órganos de los sentimientos de sus compatriotas, de sus esfuerzos por sostener el tro-no nacional» y que, asimismo, «expusiesen su necesidad en solicitud de providencia dirigidas al provecho público y que consolidasen más y más la oposición invencible que la lealtad americana hace a las mi-ras revolucionarias del enemigo del género humano» (Matta Vial, «El

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diputado de Chile…» 314-315). Resulta importante señalar que ya desde «los primeros meses de 1811, el problema que se planteaba en las Cortes y en el gobierno era el de la política que se seguiría con las juntas americanas», sostiene Marie Laure Rieu-Millán. La cuestión se planteó más directamente para la Junta de Cartagena, pero la de Quito estaba en el mismo caso, y también la de Chile de la que el gobierno español no sabía casi nada» (340). En dicho contexto, al presentar sus credenciales en ese memorial elevado a la Regencia, Fernández de Leiva subraya que quienes lo enviaron «son españoles y jamás deja-rán de serlo constantemente obedientes a la autoridad soberana que sostiene la libertad e independencia de esta gran nación contra los in-sultos de la tiranía y de las usurpaciones» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 315). Allí, asumiendo la volatilidad del proceso político y en función de los intereses que representa, solicita se lo reconozca como «representante interino» del Cabildo de Santiago (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 315). Frente al imperativo de que las Cortes contasen con representantes americanos y que estos se adecuasen al libreto colonial de las autoridades nacidas de la crisis, Fernández de Leiva asumió, junto a Miguel Riesco, comerciante chileno residente en Cádiz, la representación de Chile en las Cortes de Cádiz (Diario I, 3). Dolores Luna-Guinot cree que tal decisión se tomó, simplemente, por «la falta de respuesta desde Chile» (136). Asumirá como suplente, en el contexto de una disputa de legitimidades y representaciones, y sus opiniones acusarán un imaginario político en mutación, cruzado por los desafíos impuestos por los debates constitucionales.

El Diario de las discusiones y actas de las Cortes indica que los convocados e integrantes de esa instancia se caracterizaron a sí mismos y a quienes representaban, como «españoles, que viendo casi mori-bunda su patria, esperan de las Cortes su vida y su perfecto restableci-miento» (Diario I, v). Fernández de Leiva, integrado a las Cortes como diputado suplente por Chile, unirá su voz a un discurso liberal anima-do por una voluntad de redención política. Entre quienes participaron cobró forma una voluntad fundacional cuyo horizonte era nada menos que desplegar una operación histórica e institucional de rescate y re-formulación de las Españas. Los agentes de esa empresa tenían claro que estaba en juego el manejo de la crisis y la continuidad política de

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una comunidad inestable que buscaba reconstituirse sobre un nuevo tiempo, acogiendo reclamos no vistos previamente. La resistencia a la ocupación francesa iba ligada al estallido de una voluntad democrática que sincronizaba a España con una dinámica europea y atlántica de participación, constitución y derechos (Rodríguez 75). Este problema hace de las Cortes el centro de la discusión sobre el orden que debía surgir en aquellas circunstancias, y sobre la legitimidad y representati-vidad que tenían para acometer tal empresa.

Si bien quedó claro en las discusiones iniciales de las Cortes que el anhelo de integración y representatividad chocaba con el carácter colonial de las instituciones hispanas, también resultó evidente, sostie-ne Antonio Annino, que los esfuerzos por lograr representantes gene-raron el marco para lo que fueron posteriores decisivas experiencias electorales (10). Los debates en torno a la comunidad política en la que se reconocían –la nación– ordenaron la primera embestida política de las Cortes para delinear constitucionalmente un espacio cultural e ideológico ligado a su representación, el segundo de los dos aspectos centrales del proceso, añade Annino (9). Incluso Karl Marx y Friedrich Engels consideraron que uno de los grandes logros de la fórmula cons-titucional de 1812 había sido, precisamente, la retención del imperio mediante la introducción de un sistema integrado de representación (117). Es, entonces, la relación entre ambos aspectos la que estaba en juego en Cádiz, en función de avanzar hacia un pacto no únicamente político, sino que, también, social y cultural para sostener una difusa y transatlántica nación española, apoyada en una poco sustentable no-ción de representatividad. Eran aspectos vitales para las Cortes que, surgidas a partir del ejercicio de viejos derechos hispanos, buscaron ocupar el vacío dejado por la abdicación de la monarquía y trataron de poner en pie una representatividad que no podía limitarse a la vieja Iberia. La mutación no era simple y, a fin de cuentas, la matriz colonial no pudo ser superada. La representación colonial, si tal noción resulta pertinente, se redujo a una serie manejable de diputados que debían arribar y no pudieron hacerlo, reemplazados por suplentes que estaban disponibles y al alcance de la mano en los territorios donde se insta-laron las Cortes. Aun así, la sola resolución de este problema, indica Jaime Rodríguez, «detonó una serie de acontecimientos que culminó

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con la instauración de un gobierno representativo en el mundo hispá-nico» (71). De hecho, para volver a Annino, en el mundo hispánico y «a partir de la crisis dinástica española se demuestran claros intentos de buscar soluciones al grave problema de la legitimidad política a través de las elecciones» (10). Fernández de Leiva tiene, de suyo, una relación compleja con el proceso, al tratarse de alguien integrado por suplencia en representación de súbditos americanos de la Corona. Una vez instaladas las Cortes en la Isla de León, el 24 de septiembre de 1810, el enviado por el Cabildo de Santiago de Chile ingresará de lleno en los debates constitucionales.

La primera comisión a la que se integró Fernández de Leiva veló por las comunicaciones entre las Cortes y los dominios de la Corona en Asia y América; luego, pasó a la de justicia y, de ahí, a la encargada de los empleos para los ministerios. Posteriormente, le cupo participar en la encargada de elaborar un proyecto sobre libertad individual. De todas estas funciones, la de mayor calibre fue la que tuvo el 23 de diciembre de 1810, cuando pasó a ser uno de los 12 diputados encargados de redactar el proyecto de una Constitución para la monarquía española (Diario II, 99). Era, nada menos, que una experiencia política de alcances fun-dacionales y cuya referencia no eran únicamente los antecedentes his-panos, sino el reciente estatuto constitucional de Bayona, de Napoleón Bonaparte, aprobado el 7 y promulgado el 8 de julio de 1808 por el mismo corso (Piqueras 32). La iniciativa constitucional bonapartista, gatillada por Joachim Murat, tuvo luego el apoyo y control decidido de Bonaparte, incluso en su elaboración, pero no pudo superar el problema de su falta de legitimidad y representatividad (Sanz Cid 162). Aun así, fue una propuesta constitucional que integró una serie de planteamien-tos propios «del criollismo ilustrado del setecientos: como la igualdad de derechos entre las provincias americanas y españolas –art. 87–, la libertad de cultivo e industria –art. 88–, y la libertad de comercio entre las provincias americanas y con España –art. 89» (Chust, América en las Cortes de Cádiz 42). Si bien la participación americana en la factura de esa normativa constitucional había sido limitada, como también lo fue la española, cabe mencionar que intervinieron los neogranadinos Ignacio Sánchez de Tejada y Francisco Antonio Zea, el novohispano José Joaquín del Moral, el caraqueño José Odoardo y Grampré, el bonaerense

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José Ramón Milá de la Roca y el montevideano Nicolás de Herrera. De todos modos, con esa asamblea de provincias y ciudades, dice Juan Sisinio Pérez-Garzón, Bonaparte rompía «la vieja representación territo-rial de la corona de Castilla y por primera vez estuvieron representados todos los territorios, incluyendo las Canarias y las Américas» (22). La carta de Bonaparte quiso atraer la América española con iniciativas au-daces y visiones alineadas con el liberalismo; sin embargo, a juicio de Joaquín Varela, su único aporte fue «haber alentado la aprobación de la Constitución de 1812» (2). Acogía reivindicaciones de representación de la América hispana, subrayando, asimismo, expectativas peninsulares. En tal sentido, dice Pérez-Garzón, «la Constitución de Bayona era el espejo en bastantes cuestiones que se debatían en Cádiz» (41). Sin duda la iniciativa constitucional y política fraguada en Bayona era, aclara Ignacio Fernández Sarasola, «una forma de garantizar una mejor y más fácil dominación» (48). Pero, por otra parte, ponía sobre el tapete temas que la representación americana no podía ignorar cuando al interior de las Cortes se iba a acotar, precisamente, el lugar de las Américas en el imaginario constitucional y liberal hispano de 1812.

La posición de los diversos actores que se vieron forzados a res-ponder a la crisis en la península fue, a ratos, más audaz incluso que al otro lado del Atlántico donde, precisa Víctor Peralta Ruiz, la «incer-tidumbre política acerca de lo que estaba ocurriendo en la metrópoli fue un factor fundamental en la transición del fidelismo al autonomis-mo» (139). En tal sentido, no es menor que el 22 de enero de 1809 y mediante decreto, la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino haya intentado borrar de un plumazo el carácter colonial del dominio hispano en América. Un decreto del 15 de octubre del año siguiente estableció, con mayor precisión aun, «la igualdad de representación y de derechos entre los americanos y los peninsulares, así como una amnistía a los encausados por participar en la insurgencia» (Chust, «Constitución de 1812…» 159). El primero de los decretos mencio-nados definió los territorios americanos como parte de la monarquía española, creando, sin embargo, un sistema de exclusión por incorpo-ración mínima al pedir solo un representante por cada Virreinato (Río de la Plata, Perú, Nueva Granada y México), y uno también por cada Capitanía General (Chile, Cuba, Guatemala, Puerto Rico y Venezuela).

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Más allá de los ribetes y problemas irresueltos que dejaba, la medida abría la discusión acerca del peso que tendría la representación ame-ricana en las Cortes como mecanismo de legitimación de una volun-tad liberal y constitucional en España. En un balance general, Manuel Chust e Ivana Frasquet subrayan que la Constitución de 1812 llevó a cabo «el desmantelamiento del régimen jurídico al mismo tiempo que transformaba política, social y económicamente el Antiguo Régimen» y, añaden, «su singularidad reside especialmente en que integró a los antiguos territorios coloniales en una revolución liberal bihemisférica, es decir, tanto peninsular como americana» (152). Es en este contexto que me interesa subrayar algunas de las opiniones de Fernández de Leiva.

El enviado chileno, instalado en Cádiz como plenipotenciario del Cabildo de Santiago ante la Junta Central, había dejado muy clara la perspectiva con la que llegaba a España. Lo había hecho elevando una carta al Consejo de Regencia donde pedía el reconocimiento de «su carácter de diputado o representante de Chile, interino y hasta la venida del que se nombre a virtud de la convocatoria» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 315). En esa carta, insiste en que la América ha rechazado la seducción política puesta en marcha por Bonaparte por la simple razón de que los americanos eran súbditos leales al rey y obe-dientes a la Corona. Prueba de esa lealtad, afirma Fernández de Leiva, es «la uniforme unión de las provincias meridionales y septentriona-les a la justa causa que ha sostenido y sostiene el Gobierno legítimo, un reconocimiento jurado sobre que los derechos de V.M. son perpe-tuos e inalienables y el desprecio de la autoridad intrusa que intenta subvertirlas» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 314). Presume, como muchos, que Bonaparte tuvo en sus planes tanto la ocupación de España como el avance sobre las Américas, por lo que asegura que el corso «meditó inútilmente destruir a España y apoderarse de sus es-tablecimientos ultramarinos inspirando la discordia» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 314). Ese primer objetivo de la política bonapar-tista, el de crear discordia para aliarse con simpatizantes, subordinar indecisos y anular opositores en función del control del armazón his-pano, lo cree fracasado, y la barrera de contención frente a esa embes-tida eran las virtudes que reconocía en las autoridades peninsulares.

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Él mismo era parte de dicho proceso en la medida en que el propósito de su nombramiento era una respuesta a la necesidad de las autorida-des españolas de contar con «fieles órganos de los sentimientos de sus compatriotas, de sus esfuerzos por sostener el trono nacional» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 314). En tal contexto, Fernández de Leiva apoya, tras incorporarse como suplente, el carácter constituyente y soberano de las Cortes, a las que caracteriza, simplemente, como un Congreso Nacional.

La legitimidad de las Cortes no le parece siquiera discutible, como lo afirma en una de sus intervenciones de fines de diciembre de 1810. Para entonces, fuertemente ligado ya a la defensa del pacto social que había sido capaz de sostener la monarquía, Fernández de Leiva es parte de quienes dudan, incluso, de la salud mental del rey y considera, en consecuencia, que «[l]a nación no debe seguir a un rey que no está li-bre en el ejercicio de sus facultades; y esto creo que no necesita prueba alguna» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 320). De hecho, prosi-gue, «nuestras leyes han dispuesto que en caso de llegar el Rey al ex-tremo de furioso, se le pongan tutores, porque un loco no es capaz de hablar con principios de razón» (320). El argumento, si no homologa razón y soberanía, deja claro que la ausencia de la primera inviabiliza la posibilidad siquiera de que alguien asuma la dirección de un Estado o, para decirlo con las nociones que usa, la nación representada por el Congreso. Luego, al acotar su juicio al respecto, para respaldar este criterio, que «no estamos fuera del caso; nuestro Fernando está preso y rodeado de unos enemigos que lo serán eternamente de la Nación española» (320). Incluso más, sentencia, «[a]un cuando los rumores que se han esparcido no sean ciertos, el estar preso el Rey, y expuesto al furor y locuras de sus opresores, basta para que tratemos con madurez este negocio» (320). En dicho marco, sugiere, las Cortes asumían no solo la representación y la legitimidad, sino que, además, la racionali-dad capaz de dotar de un sustento político el orden que ha de surgir y cuya gobernabilidad debiera ser capaz de regenerar el reino.

Fernández de Leiva cuestiona la capacidad del rey y, retroactiva-mente, descalifica sus acciones en la medida en que ha estado bajo el control absoluto de Bonaparte. La petición que hace reafirma la le-gitimidad de las Cortes ya que, «así como entonces se declaró nulo

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todo lo hecho en Bayona por faltar la libertad al Rey y el consenti-miento de la nación, así ahora declare V.M. del modo más solemne que no reconocerá ningún acto hecho por el Rey, ni ninguna cosa que disponga, mientras que esté rodeado de franceses» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 322). Más aún, añade, «es menester una expli-cación sobre que no se reconocerá al Rey [ni siquiera] en libertad, ni el ejercicio de su soberanía hasta que las presentes Cortes lo declaren» (322). La noción de pacto social, articulado por el ejercicio racional de una soberanía, opera con toda su fuerza en dicho argumento y es, incluso, reforzado por la certeza de que no solo la viabilidad de la na-ción española pasaba, a esas alturas, por las Cortes o, como repite en varias ocasiones, el Congreso Nacional, sino que la autoridad del rey se sometía a ella. Si bien en ese Congreso habría radicado la soberanía de la nación española, era preciso zanjar un asunto relacionado direc-tamente con las Américas, el que no era otro más que el de su represen-tatividad. Esa representatividad suponía un margen de diversidad cuya conceptualización excedía los límites políticos de las Cortes. En este y otros aspectos, se nota la fuerte «ideología de la unanimidad» que nutrió al interior de las Cortes un liberalismo forzado a generar una respuesta política de cohesión, sin fisuras, en un contexto de ocupación política, como la llama Juan Francisco Fuentes Aragonés (29). Lograr tal objetivo obligaba a una contabilidad de votos y perfiles que subor-dinaba la representación del Congreso a la expresión de una soberanía homogénea, unánime y cohesionada. Para Fernández de Leiva, «el pri-mer derecho de los pueblos es el de ser representados en las grandes sociedades o congresos nacionales», sostiene en la sesión del 16 de enero de 1811, porque «el objeto de los congresos es el de investigar la voluntad general de la nación por la unión igual de representantes, y a este fin es necesario evitar que una provincia logre ascendiente sobre otra por desigualdad de principios en su representación, o más claro, que se haga monopolio de los votos de los pueblos contra su voluntad» (Matta Vial «El diputado de Chile…» 329). El problema planteado determinaría no solo la legitimidad de las Cortes sino que la viabilidad de su carácter constituyente.

La proyección de la perspectiva aludida, amparada en el decre-to del 15 de octubre del año previo, lo llevará a sostener, de manera

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taxativa, que «la representación de las ciudades, villas y lugares de las dos Américas y Filipinas, debe ser y será enteramente igual a la de las ciudades, villas y lugares de la península» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 329). La suya era una propuesta que encontraba eco en los representantes americanos. En un gesto de racionalidad política cuyo destello de modernidad no puede pasar inadvertido, Fernández de Leiva afirma, incluso, que «la igualdad de la representación es la base fundamental de los demás derechos» (329). Su planteamiento re-sulta aún más determinante si se considera que, bajo su perspectiva, el Congreso debía pasar a cumplir funciones ejecutivas, asumir ple-namente la gobernabilidad y, por si esto fuera poco, durar «hasta que se presente un momento feliz de salvar la patria o hasta que tomemos medidas tan firmes que alejen todos los peligros» (Matta Vial, «El di-putado de Chile…» 337). Valga mencionar que tal propuesta de igual representación no logró ser aprobada por las Cortes de Cádiz.

Además de los problemas de representación y soberanía, Fernández de Leiva esboza otro que alude al personaje central de una narrativa constitucional a cuya construcción buscaba contribuir. Se trata de la noción de ciudadanía. Esta, fragmentada, difusa o disociada al mo-mento de materializarse la contabilidad de los miembros de aquella incipiente comunidad política, debía ir acompañada de la decisión de respetar el, aún hipotético, derecho a ser contado en función de la re-presentatividad que asegura la soberanía de las Cortes. Era imperativo construir soberanía y representación a partir de censos capaces de sos-tener los criterios, mecanismos y normativas de elección. A su juicio, y nuevamente en sincronía con la demanda americana, todos aquellos que habitaban un territorio debían ser contados para establecer los mecanismos de representación al Congreso. El derecho a ser contado, por cierto, no guardaba relación alguna con el derecho a ser votado. De partida y a tono con la voluntad conciliatoria de las Cortes y la tentativa de corregir una historia de la invasión de las Américas que no le resultaba pertinente, Fernández de Leiva se define sobre todo y ante todo como español. Asume en pleno la categoría de español con la que operan las Cortes, tal y como lo han sancionado ya y lo reiterarán en el proyecto constitucional. Es desde allí que despliega su lectura de la conquista al imaginar la comunidad política de la que participa. En tal

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sentido, rechaza de plano la presunción de que «la América es un terri-torio de conquista», por cuanto la consideraba una formulación políti-camente incorrecta o, en sus propias palabras bajo el imperativo de lo políticamente correcto o pertinente, «la ilustración del siglo no permite el uso de estos términos», agregando «no negaré que hubo algunas licencias y desastres inevitables a las veces» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 338). Sin embargo, al enviado santiaguino le resulta claro que «este imperio se llenó de gloria extendiéndose la honrada nación española en aquellas vastas regiones para poblarlas, establecer la civi-lización y buenas costumbres, y para defender a aquellos naturales de la crueldad de algunos de sus mandarines, no para oprimirles y degra-darles» (338-339). Surge aquí, claramente, una lectura del proceso de conquista formulada por un español americano cuyos ecos no solo se encuentran al interior de las Cortes, sino que va a ser esgrimido por los liderazgos independentistas americanos. Al respecto, y en una afirma-ción que será legible en las Américas durante el siglo XIX, Fernández de Leiva establece una simetría entre la campaña militar que acabó con la ocupación árabe de la península y la empresa llevada a cabo en las Américas como lectura histórica necesaria capaz de fundamentar su reclamo por una adecuada y equitativa representación de España, Asia y América en lo que concibe como un congreso nacional.

Sobre la base de esa dinámica de construcción de una comunidad cultural y política, sobre las ruinas de los conquistados a quienes se ha-bría buscado redimir de sí mismos, plantea la equivalencia e igualdad entre los habitantes de diversas regiones del mundo hispano a partir de lo que todos ellos tienen en común: ser súbditos de la Corona es-pañola. A su juicio, «[s]e conquistaron, mal he dicho, se libertaron varias provincias de la península del yugo del Árabe por la energía de las armas castellanas» y, por ende, es preciso no olvidar que «la tierra que pisamos fue habitada por musulmanes, y desde su agresión a la corona de Castilla han integrado el reino, han gozado de la igualdad de derechos, y no han sufrido ni debido sufrir degradación en sistema social los españoles nacidos en ellas» (Matta Vial, «El diputado de Chile…» 340). En consecuencia, sostiene, es inaceptable «pretender diferencia entre los españoles que nacen en la Península, en la América o en el Asia» (339). El Estado, la nación que defiende y proyecta, debe

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Soberanía, representación y ciudadanía...

desatar no solo una dinámica de integración, sino que, asimismo, de neutralización de eventuales dinámicas de desintegración alimentadas por la anulación de aquello que es común a todos al interior de la mo-narquía hispana. Fernández de Leiva vuelve a reafirmar la condición de ser español como factor decisivo para la factura de una ciudada-nía, a propósito de lo que fue la discusión del artículo 5° del proyecto de Constitución, relacionado con el derecho de propiedad, de libertad civil. Al respecto, la defensa de una noción de igualdad ante la ley lo llevó a subrayar que «todo español será uno ante la ley», es decir, «es necesario que sea considerado igualmente el hijo del más humilde es-pañol que el de un grande de España de primera clase» (Matta Vial, «El diputado de Chile… (conclusión)» 58). Desde allí no cabía más que trazar una línea recta de defensa de la asunción absoluta del artículo que sancionaba que «la nación española, en que reside esencialmente la soberanía, es la reunión de todos los españoles; y que son españoles todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos» (Matta Vial, «El diputado de Chile… (conclusión)» 58). Los esfuerzos de Fernández de Leiva se inscriben en la tentativa liberal de unas Cortes que fueron, para indicarlo con una metáfora de Carlos Pernalete, «el último eslabón para el sostenimiento de un imperio con cadenas rotas» (101). Sus efectos, las adaptaciones y lecturas de este liberalismo, no se detienen en los sucesos peninsulares, sino que se proyectarán también a las Américas.

De la misma manera en que tal principio le resultaba indiscutible a la hora de establecer los criterios de inclusión y las cartas de ciuda-danías, parecía imperativo determinar la clasificación y rol de quienes debían ser incluidos en las estadísticas generales para determinar quié-nes son electores y elegibles. Al respecto, Fernández de Leiva asume y defiende que «las mujeres no son electores ni elegibles; no lo son los niños y los que están desprovistos del ejercicio de la razón, y tampoco los que estén suspendidos de los derechos de ciudadanía y los que la han perdido; sin embargo, todas estas personas entran en el censo, por-que constituyen la nación, y porque la privación de poder representar no envuelve la de poder ser representados» (Matta Vial, «El diputado de Chile… (conclusión)» 66-67). La discusión sobre la Constitución, amplia y compleja por cierto, no aparece reflejada en su factura final

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de 1812 y el impacto que no solo tendrá el fracaso del proyecto li-beral, sino que su eventual proyección sobre los debates ligados a la formación de estados y naciones a lo largo del siglo XIX latinoame-ricano. Para Fernández de Leiva, sin embargo, esa historia tiene un límite dado por su propia y personal condición. Según indica Barros Arana, Fernández de Leiva fue nombrado a fines de 1813 Oidor de la Audiencia de Lima, donde llega a cumplir funciones evitando pasar por Buenos Aires y por Santiago (se presume que lo hizo por mar y tierra por Panamá), pero donde también va a morir el 11 de junio del año siguiente, 1814, a la edad de 35 años.

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Texto/nación. La novela chilena de filiación histórica1 (siglos XIX y XX)

Eduardo Barraza

1. Presentación

La narrativa de filiación histórica tiene una larga tradición en la li-teratura chilena. No obstante, la segmentación literario-historiográfica aplicada a esta serie textual, frecuentemente la reduce a los siglos de la conquista y de la colonia y a una escritura canónica como la de Ercilla y la de sus cronistas. Para los efectos de esta exposición nuestra hipó-tesis de trabajo es que en este amplio corpus es posible observar una continuidad textual de diversos grados de relevancia literaria que –más allá del discurso de la conquista– va a la par con la ficcionalización de otros eventos sociales y políticos fundacionales de nuestra nación relativos a episodios, crisis y personajes, sean del siglo XIX (como lo es la Independencia y la República) o relativos a sucesos ocurridos en el curso del siglo XX o más recientemente en la historia nacional.

Sin embargo, nuestro objetivo no es simplemente revisitar las re-ferencias a la literatura de filiación histórica, sino hacer presente que esta narrativa no debe ser mirada al sesgo del canon de la literatura ni de la formación de nuestra nación, en sus rasgos distintivos. Por el contrario, merece ser reexaminada con un caudal teórico y meto-dológico adecuado que supere los tradicionales recuentos efectuados por Zamudio, por ejemplo. Proponemos que tal continuidad textual –entre los siglos XIX y XX– establece un correlato con los procesos

1 Presentamos aquí las principales hipótesis de trabajo del Proyecto Fondecyt n° 1120693 (2012-2014): Texto/Nación. La narrativa de filiación histórica en la literatura chilena. (Siglos XIX y XX).

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fundacionales de la Nación y con la significación que alcanzan deter-minados acontecimientos en el imaginario colectivo (históricos, polí-ticos, sociales, económicos), como pueden serlo la transición desde la Colonia a la República; las campañas bélicas de defensa nacional y la expansión territorial; los idearios y crisis políticas y económicas de los siglos XIX y XX; los traumas provocados por catástrofes, masacres o derivados del desencanto de utopías sociales. Nuestra propuesta es que este circuito puede ser aprehendido y conceptualizado metodoló-gicamente considerando un ciclo nacional, histórico-discursivo, que en el siglo XIX tiene mucho que celebrar (Sommer) y que en el siglo XX tiene poco que celebrar.

Así planteado, visualizamos un corpus textual de la novela chilena de filiación histórica cuyo eje inicial comprende desde los proyectos fun-dacionales de Nación acrecentados en el siglo XIX –y su correspondien-te expresión narrativa– cuyo ciclo final, en el siglo XX, contrasta con los idearios y con las crisis políticas y económicas que experimenta la na-ción, lo que origina una narrativa que da cuenta de los traumas provo-cados por el desencanto de utopías sociales en el siglo XX. Sin embargo, el análisis de un corpus así detectado no puede reducirse al acatamiento del canon de Menton. Se trata de superar las tradicionales clasificaciones de la novela de filiación histórica en torno a ciclos temáticos, únicamente (Moreno, Morales, Viu), relevando procesos de continuidad, ruptura y discontinuidad histórico-cultural que afecta a la Nación.

A nuestro juicio, se trata de profundizar en el diálogo que se esta-blece entre la ficción y el proyecto de Nación como referente histórico (Viu) cuyo análisis debe ser vinculado a metodologías propias del aná-lisis del discurso, del análisis textual y de la metaficción historiográfica, de modo tal que se termine por situar y leer la nueva novela histórica chilena en el marco de las teorías posmodernas de la historia y del discurso (Perkowska). Conforme a tales supuestos se podrá caracteri-zar los formantes propios de la literatura chilena de filiación histórica como una serie que –salvo excepciones (Viu)– ha sido parcialmente situada o sistematizada por el canon. Se trata de analizar en esta serie la pertinencia de los géneros textuales y transtextuales que la caracte-rizan, los cuales han sido mirados sesgadamente por el canon que los relega a la tradición romántico-realista, costumbrista y folletinesca, sin

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Texto/nación. La novela chilena de filiación histórica

considerar la dinamia de los géneros o sin considerar una perspectiva transgenérica, conforme a los procesos de continuidad, ruptura y dis-continuidad histórico-culturales que les afecta (Foucault). Al atender al análisis del «intradiscurso» y la re-escritura de la novela histórica será posible determinarla como una serie que es portadora de «imagi-narios sociales y simbólicos que tienen su propia lógica de figuración» (Herlinghaus 14); serie en la cual se indaga por el carácter heterogé-neo de la nación, mediante enunciaciones diversas que sustentan, por ejemplo, la fundamentación heroica de la identidad nacional a partir de sus triunfos marciales, homenajes o celebraciones –propias del siglo XIX–, discursos a los que se recurre en el siglo XX cuando la nación democrática enfrenta represivamente las «cuestiones sociales» y debe silenciar o subordinar tales eventos históricamente situados.

Lo expuesto indica la relevancia del tema a investigar por cuanto se impone una pregunta como esta: ¿por qué y de qué manera la lite-ratura de filiación histórica, especialmente en las últimas dos décadas, re-escribe o «re-narra» (Herlinghaus) segmentos tan dispares de la his-toria nacional? Tal pregunta, indica que –por lo menos– es necesario llegar a establecer una sistematización de los diversos tópicos y realiza-ciones textuales que se presentan en la literatura chilena de tendencia histórica, sea que se lleve a cabo al modo de las denominaciones gené-ricas de «novela histórica tradicional», «nueva novela hispanoameri-cana, histórica o posmoderna» (Menton, Perkowska) o «narrativa his-tórica chilena reciente» (Viu) o mediante tipologías específicas como novela romántica, costumbrista, folletinesca, realista.

Por cierto, no se trata de limitarnos a la proyección de temas his-tóricos en la literatura chilena (Fernández, Foresti), sino de observar cómo, en la actualidad, a la par de la emergencia de la metaficción historiográfica se asiste a un debate crítico que busca sistematizar el estatuto de una tipología textual –como es el de la novela histórica, próximo a la cultura de masas– que hasta ahora se estimaba, más bien, como un subgénero literario, ligado al folletín, al bestseller, a un cos-tumbrismo pasatista o exotista y que, como tal, no ameritaba mayores preocupaciones teóricas2.

2 Salvo las que en su momento interesaron, entre otros, principalmente a Georg Lukács.

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2. Texto/nación

Coincidimos con Antonia Viu en que, por sobre las temáticas, los personajes epónimos y los acontecimientos fundacionales, la emergen-cia de la novela histórica en Chile va en paralelo con los procesos de transición y con la significación traumática o simbólica que alcanzan determinados acontecimientos rupturales en la memoria y en el imagi-nario colectivo (históricos, políticos, sociales, económicos). En térmi-nos de John Elmore:

La insistencia en desmitificar íconos patrióticos o reconside-rar periodos cruciales es, en sí misma, reveladora de una crisis de consenso: las novelas históricas delatan con su propia existencia que las mitologías nacionales latinoamericanas han perdido su poder de persuasión, su capacidad de convocatoria (12).

A nuestro juicio, la persistencia de la narrativa de filiación histó-rica en la literatura nacional no obedece solo al atractivo por ciertos tópicos y personajes –o a las mudas respecto a la interpretación de la vida nacional–, sino que va a la par con las transformaciones sociales y políticas que han operado tanto en el desarrollo de un proyecto de Nación como en las estrategias y realizaciones textuales de la narra-tiva chilena. Nuestro objetivo no es limitarnos a efectuar un recuento bibliográfico y temático de obras y de autores representativos de la escritura ficcional de la historia en Chile, como en su momento hizo Zamudio. Interesa destacar que el estudio sistemático y los análisis teó-rico-metodológicos de la literatura chilena han estado mediados por la expectativa de filiar esta textualidad en torno a una cuestionada cohe-sión generacional o conforme a cómo se reproducen en el país variadas estéticas eurocéntricas. La novela «mundonovista» en Chile no es solo un tributo al hombre y al paisaje nacional, ni solo el cumplimiento de la máxima conforme a la cual la naturaleza domina (o «devora») al hombre, o aquella de la supervivencia de la especie. Por el contrario, es clara prueba de una nación agraria, sustentada en la tríada patrón, tierra, inquilino que verá emerger los rudimentos de la explotación industrial y la «cuestión social» (proletariado militante) como compo-nente de la nación que denuncia Baldomero Lillo a comienzos del siglo

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Texto/nación. La novela chilena de filiación histórica

XX. Por lo mismo, enunciados narrativos e indagatorios como «liber-tades y convenciones de la novela liberal-conservadora», tanto como «el peso de la noche» (Jorge Edwards) en el ámbito político-literario o «la ley del gallinero» (Jorge Guzmán) de referente folclórico, o los «es-píritus de la casa-campo-nación» (José Donoso, Isabel Allende) pueden resultar perspectivas más singularizadoras como descriptores de ciclos de un imaginario social –pretendidamente unitario de la Nación y de la literatura chilena del siglo XIX, y parte del siglo XX– que catego-rías como neoclasicismo, romanticismo y naturalismo y, ¿por qué no?, surrealismo. Por lo mismo, la específica condición textual del objeto literario ha quedado supeditada a privilegiar la óptica teorética con la cual este es mirado y a subordinar el contrapunto texto-nación del cual es portador el discurso ficcional que traduce explícita o implícitamente un «diálogo entre la ficción y el referente historiográfico» (Viu 156), diálogo que se sustenta en una convencionalidad o en un contrato (de documentación, veridicción, testimonio o polémica) entre narrador y lector con respecto al mundo representado (Viu 34-35)3.

No se trata, por ahora, de discutir tales propuestas analíticas. El propósito de esta investigación es poner de relieve algunas claves de la enunciación –tanto como del enunciado– que actúan como rasgos relevantes que intervienen en el proceso discursivo de la literatura de filiación histórica de Chile, claves asociadas con el concepto de meta-historicidad.

White observa que un historiador no «inventa», sino que «halla» o «encuentra» a su disposición los eventos sucedidos en la historia. Como tales ocurrencias son de carácter colectivo y legitimatorio, el

3 Hasta ahora, algunas clasificaciones propuestas para sistematizar la novela de filiación histórica en Chile remiten a:

1) Temáticas como la marginalidad reivindicada (genérica, étnica, social); 2) el cuestionamiento del momento fundacional (Conquista, Colonia, Independencia, República); 3) la ficcionalización de hitos y de personajes (Morales); 4) determinar la adecuación entre el contenido del discurso textual y la historia (sea que se recree un pasado documentado per se o un pasado documentado a través de la ficción o, sin más, la invención del pasado); 5) el modo de tratar la historia (recreándola a partir de lo colectivo o de lo individual, o como contradiscurso de la historia) o según la intensión discursiva (didáctica, paródica, poética, metadiscursiva o mítica) respecto a la materia en referencia; 6) catalogar la distancia temporal que media entre el tiempo de la historia y el tiempo de la escritura: novelas arqueológicas, catárticas o transitivas (Moreno).

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historiador tiene una indiscutible omnisciencia (una auctoritas) de ta-les acontecimientos. Para narrarlos, recurre a la «crónica» en tanto tipología textual regida por el principio de que «los hechos se deben tratar (narrar) en el orden temporal en que ocurrieron» (White 16). Por el contrario –sostiene White–, la tipología textual propia del escri-tor de ficciones es el «relato», por cuanto este sí «inventa» sus propios eventos y, cuando trata temas procedentes de la historia, les asigna un orden, un sentido y un «papel» específicos. Tal sería la función de la «trama», entendida como una red discursiva inteligible y coheren-te que preside y «naturaliza» el conjunto de eventos a que pertenece (Ricoeur 18). En la crónica –destaca White–, el hecho simplemente está ahí, como elemento de una serie; pero no funciona como elemento es-tructural, como entramado o «tejido» cultural (Barthes) de un relato. En términos de Ricoeur, la trama se caracteriza por «un dinamismo in-tegrador» que preside el discurso, en tanto acto de disponer y de dise-ñar acontecimientos conforme a un principio de inteligibilidad –como sucede con las expectativas que provee el «suspenso», por ejemplo– o de una capacidad para dar sentido o comprender un conjunto de in-cidentes a partir de una voluntad interpretativa. Ricoeur explicita que «comprender (una trama) es recuperar la operación que unifica en una acción total y completa lo diverso constituido por las circunstancias, los objetivos y los medios, las iniciativas y las interacciones, los reveses de fortuna y todas las consecuencias deseadas y no deseadas de los ac-tos y experiencias humanas» (Ricoeur 32) que son objeto de narración.

Postulamos que desde su consolidación –en el siglo XIX–, la litera-tura nacional configura un macrotexto que participa de las relaciones entre novela y Nación. Tal hecho reviste importancia tanto para lite-ratos como para historiadores, situación que ha sido puesta de relieve entre otros por Amado Láscar y Jorge Pinto. Al estudiar la literatura desde la historia nacional se concluye que el discurso –reflejado en novelistas, ensayistas y líderes políticos, así como en diarios, revistas, archivos y memoriales– ha ido diseñando un proyecto oficial de un Estado/Nación que valida sus relaciones hegemónicas de poder con respecto a la diversidad, a la disidencia y a una subalternidad origina-ria, como es el caso de la etnia mapuche (Pinto).

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En La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur reseña que –en términos de Maurice Halbwachs– «la historia es un relato enseñado cuyo marco de referencia es la nación» (Ricoeur 508). Vale decir, la historia no sería sino una narración «aprendida» que transita desde la externalidad –lo que hicieron o sucedió a otros– hacia una «fami-liaridad» o «internalidad» con el pasado histórico (509) como aquella que se alcanza por medio de la novela. Por lo mismo, conforme a la hipótesis de trabajo, el texto literario puede devenir –directa o indirec-tamente– en «representación escrita», en un macrotexto de la histo-ria nacional y más aún cuando exhibe y proclama su «filiación» o su preferencia por sustratos históricos particulares e imaginarios sociales de la Nación, de modo tal que «gracias a esta inscripción terminal la historia muestra su pertenencia al dominio de la literatura» (Ricoeur 315).

3. Correlatos: novela/nación

Al proponer esta coinscripción escrituraria de la historia (De Certeau, citado por Ricoeur 307) con la representación literaria de la nación chilena, se logra acotar la traza de un circuito que puede ser aprehendido y conceptualizado considerando un ciclo nacional, histórico-discursivo que –según anticipáramos– en el siglo XIX tiene «mucho que celebrar» y que en el siglo XX tiene poco que celebrar.

Al celebrar a sus héroes y sus logros políticos, la novela histórica del siglo XIX expresa una predilección por los triunfadores. Se trata de una sensibilidad colectiva de sello liberal-conservador cuyo signo es el triun-fo de la civilización sobre la barbarie; sensibilidad no exenta de trans-gresiones, particularmente, en las novelas histórico-costumbristas que eligen como temas los asuntos coloniales (o relativas a la Pacificación/Ocupación de la Araucanía) en las cuales no se consolida la alianza al modo de un matrimonio dichoso entre la nación y la etnia conquistada. Las interrelaciones entre novela y nación llevan consigo implicaciones ideológicas cuando de la ficcionalización de la historia se trata (Guerra). Que Alberto Blest Gana sea considerado el fundador de la novela chi-lena no radica exclusivamente en su productividad narrativa, ni en que haya asimilado las tesis y estrategias del realismo francés, sino en que

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su actividad literaria va a la par con los proyectos programáticos de la Nación y con sus demandas políticas y socioculturales (Engelbert, Sommer). Conforme al sello de la novela histórica, Blest Gana ficcionali-za el proceso de la Independencia (Durante la Reconquista), los ecos de la muerte de Portales y el triunfo contra la Confederación Perú-boliviana (El loco Estero), el impacto de la Revolución de 1851 en la estructura de la nación (Martín Rivas), el plan de la llamada Pacificación/Ocupación de la Araucanía (Mariluán). Blest Gana termina por superar un proyecto similar respecto a una literatura nacional que Lastarria exponía alegóri-camente en Don Guillermo, novela que –desde una perspectiva liberal– da cuenta del grado en que «la expresión de todas las potencialidades de un grupo se encuentran reprimidas por el orden existente. La utopía es un ejercicio de la imaginación para pensar otro modo de ser de lo social» (Ricoeur 357).

Por lo mismo, resulta indudable la distancia que alcanza Blest Gana con respecto a intentos similares de Liborio Brieba y sus Episodios nacionales (hacia 1875), Los talaveras (1871); El capitán San Bruno (1875); los de Daniel Barros Grez (Pipiolos y pelucones, 1876); La aca-demia político-literaria (1889) o los de Daniel Riquelme (Bajo la tienda, 1883; La Revolución del 20 de abril de 1851). El hecho es que este co-rrelato texto-nación lo ratifica Blest Gana con motivo de su discurso de incorporación a la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile (1861), cuando postuló la tesis de que la literatura nacional debería estar representada mediante una «novela realista, social y de costumbres», pues tal género tiene «un especial encanto para toda clase de inteligen-cias», ya que:

habla el lenguaje de todos, pinta cuadros que cada cual puede a su manera comprender y aplicar y lleva la civilización hasta las clases menos cultas de la sociedad, por el atractivo de las vidas ordinarias contadas en un lenguaje fácil y sencillo (...). Su popularidad, por consiguiente –sostiene Blest Gana– puede ser inmensa, su utilidad incontestable, sus medios de acción muy varios y extensísimo el campo de sus inspiraciones (Blest Gana antologado por Promis 112).

Este «manifiesto» o declaración de principios que Blest Gana reite-ra en sus Recuerdos literarios (1860) –en momentos cuando la nación

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necesitaba autores de sello realista que escribieran sobre la historia y las costumbres chilenas (Gallardo)– expresa que un escritor, según apunta White, no es inmune a «un conjunto de prescripciones para tomar po-sición en la praxis social del mundo presente y para actuar sobre él (ya sea para cambiarlo o para mantenerlo en su estado actual [como sería el caso de Blest Gana])» (32), de forma tal que, éticamente, estas dimen-siones ideológicas implican «una posición particular sobre el problema de la naturaleza del conocimiento histórico» y, por extensión, de un con-cepto y función de la literatura ligado a la idea de Nación, por cuanto se trata de «un ejercicio de la imaginación para pensar otro modo de ser de lo social» (White 32), trátese de implicaciones de índole anarquista, liberal, conservador o radical. Por lo demás, cuando fue premiada La aritmética en el amor, del mismo Blest Gana, el jurado fundamentó su decisión declarando que la novela muestra «personajes chilenos que se parecen mucho a las personas a quienes conocemos y a quienes les estre-chamos las manos o con quienes conversamos» (en Guerra 30-31). Vale decir, a la búsqueda de una «identidad y sociabilidad nacional», en el plano histórico-político, le corresponde una identidad literaria y cultural como sello de un estado civil nacional; cohesión nacional que entra en crisis, poco después de concluida la Guerra del Pacífico a raíz de la gue-rra interna contra el gobierno de José Manuel Balmaceda, episodio no digno de celebración, salvo de indagación respecto a que dicho suceso «ha sido una base constituyente en los modelos de sociabilidad de la historia política chilena» (Mellado s/p).

A nuestro juicio, la llamada Revolución de 1891 es una marca de-cisiva que delimita los procesos transicionales y fundacionales de la his-toria nacional desde la Colonia a la República. A las exitosas campa-ñas bélicas de defensa nacional y de expansión territorial, a los idearios conservadores y liberales, a las crisis políticas y económicas del siglo XIX, le suceden –en el siglo XX– otros programas político-sociales, los traumas de catástrofes, de masacres y el desencanto de utopías sociales; al transitorio «triunfo popular» de 1938 le sucederá la «ley de defen-sa de la democracia», el caudillismo, «la revolución en libertad», «la revolución a la chilena», la ruptura y recuperación transicional de la democracia. Tal es el marco texto-nación, al modo de núcleos fundantes o series textuales configuradores de la Nación que demandan –o han

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demandado– su ficcionalización (contra el olvido, diríamos) en sucesivas versiones y tipos textuales. Frente al «paradigma histórico» del siglo XIX –que consolida largamente las «historias dignas de memoria» (o de ficcionalización), sustentadas en la aceptación de valores, educación e instituciones nacionales (Viu)– emerge un universo ficcional en disenso (contestatario y polémico) que da cuenta de exclusiones y de clausuras respecto a «historias implícitamente» catalogadas como no dignas de participar de la memoria nacional y, por lo tanto, su único destino sería el olvido. «Nada se olvida», dice Halbwachs (citado en Ricoeur 511), de forma tal que un «hecho es tan interesante como cualquier otro y merece igualmente ser enseñado y transcrito», reitera (512). Por lo mis-mo, el olvido persiste como contramemoria aunque se intente impedir-lo –o se «pretenda» no recordar– o manipularlo, destruir sus huellas y eclipsarlo mediante la imposición de la amnistía como una «libertad» para olvidar (Ricoeur 518-530). Y tal sucede por cuanto, como advierte Ricoeur, «entre el individuo y la [historia de la] nación hay otros grupos o profesionales» interesados en la memoria –personal y colectiva– como son los novelistas, por ejemplo (511). Es, en este sentido, que podemos comprender la visionaria narrativa de Carlos Droguett –a mediados del siglo XX– respecto a la necesidad de «recoger la historia nacional», «no otorgando franquicias ni al panfleto ni al escándalo»; hacer historia, «pero historia de nuestra tierra, de nuestra vida, de nuestros muertos, historia para un tiempo grande y depurado». Su incitación a recordar, a no olvidar, es la poética con la cual inaugura 60 muertos en la escalera: «Amigos míos, no les parecerá bien a ustedes que yo hable [«recuerde», «no olvide», diríamos nosotros] eso terrible y rápido que sucedió en la ciudad hace un año exacto» (16-17).

Según nuestra hipótesis de trabajo, es posible constituir y analizar un corpus narrativo específico en el cual se inscriben –y se recoge para la memoria de la Nación– acontecimientos disfóricos, no dignos de ce-lebración ni de «canto», como diría Ercilla. Se trata de sucesos traumá-ticos de carácter sociopolítico ocurridos paulatinamente en el curso de la vida republicana del siglo XX como fueron los infaustos episodios de Santa María de Iquique (1906) que novela Hernán Rivera Letelier en Santa María de las flores negras (2002); los de Ranquil (1934) na-rrados por Reinaldo Lomboy (en un texto homónimo de 1942) y por

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Patricio Manns en Memorial de la noche (1998), y que han sido lleva-dos al teatro por Isidora Aguirre en Los que van quedando en el cami-no, (1969); o los del Seguro Obrero (1938) en Santiago de Chile, pre-sente en novelas de Carlos Droguett (60 muertos en la escalera, 1953) y en sus correlatos como A la sombra de los días (1965) de Guillermo Atías; Mañana los guerreros (1964) de Fernando Alegría; o Al rumor de la batalla de Luis Enrique Délano (1964). Se trata de una puesta en «aprendizaje» de identidades y de adscripciones sociales, sean es-tas las del proletariado minero, del campesinado chileno-mapuche, o de utopías transgeneracionales con su cuota de exilios, como exponen Andrés Sabella (Norte Grande) y Volodia Teittelboim (Hijo del salitre) y las dilatadas sagas de desarraigos y errancias post-73.

Frente a este descentramiento de la unidad identitaria social, a esta perturbación del orden hegemónico –a esa distopia– que altera la co-hesión del imaginario de la Nación, observamos en este corpus que un notorio segmento de la novela histórica nacional del siglo XX recurre al «mucho que celebrar», a la alianza texto-nación –que provee el imagi-nario colectivo del siglo anterior– al modo de un rescate de una mirada eufórica de una Nación, prefigurada conforme a una ideología conser-vadora. Se configura, así, una tendencia hacia una «memoria sustitu-tiva», deseosa de poner en escena una epopeya de expansión del ayer, de modo tal que en los momentos cuando la Nación sufre su propia subordinación frente a expansiones foráneas (neocolonialismo globali-zante) se desarrolla una sensibilidad patriota a partir de la recuperación de glorias expansionistas pretéritas (Mellado s/p). Próceres, presidentes y ministros del período republicano fundacional son llevados a la escena teatral, a la novela y a la poesía en un proceso escritural que configura un singular religamiento a cierta serie u «orden del discurso» y de tipolo-gías textuales propios de la novela histórica tradicional. Se ficcionalizan, también, íconos referenciales para la memoria oficial y colectiva, proce-dentes de la Conquista y de la Colonia (conquistadores, gobernadores y corregidores) y figuras e instituciones controvertidas de ese período inaugural. Se trata de evocar de ese pasado la solidez de una estirpe his-pánica (Valdivia, Inés de Suárez, Sarmiento de Gamboa, el Corregidor Zañartu), o la rigidez de un orden que no admite insubordinaciones (la Real Audiencia, la Inquisición); cuando no, la ficcionalización del

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mestizaje y del sustrato étnico de la Nación (Lautaro, el mestizo Alejo, la Quintrala), los padres fundadores (O’Higgins, los Carrera, Portales y la señalada saga de la Guerra del Pacífico (Inostroza), que traslapan la me-moria inmediata del presente no celebratorio de la nación que atiende a sus beligerancias –sociales, civiles e internas– antes que al eco de triunfos militares foráneos como en el siglo pasado.

En síntesis, nuestra hipótesis de trabajo pone de relieve la orienta-ción macrodiscursiva de la novela de filiación histórica. Nuestra tesis sostiene que desde su consolidación –en el siglo XIX– la literatura na-cional participa de las relaciones entre texto y Nación. Tal hecho revis-te importancia tanto para literatos como para historiadores (Láscar; Pinto). Al estudiar la literatura chilena desde –y a la par– de la historia se concluye que el discurso ficcional e historiográfico (reflejado en no-velistas, ensayistas y líderes políticos y en diarios, revistas, archivos y memoriales) ha ido diseñando un proyecto oficial de un Estado/Nación que valida sus relaciones hegemónicas de poder con respecto a la diver-sidad, a la disidencia y a la subalternidad histórica.

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La novela socializadora argentina al servicio de la nueva nación

Hebe Beatriz Molina

La publicación de novelas argentinas se inicia, paradójicamente, fuera de la Argentina, cuando los intelectuales opositores al gobierno de Juan Manuel de Rosas (1829-1832 y 1835-1852) se exilian en los países vecinos. Según ha descubierto Beatriz Curia, Miguel Cané (pa-dre) da los primeros pasos con dos novelitas firmadas con iniciales, que aparecen en El Iniciador, de Montevideo (1838): una es sentimental –Dos pensamientos– y la otra, histórica –Una historia. En Chile, mien-tras Domingo Faustino Sarmiento fomenta los folletines y la lectura de novelas, su amigo Vicente Fidel López estrena su vocación de novelista histórico con Alí Bajá –precisamente en los folletines de El Progreso (marzo de 1843)– y los primeros capítulos de La novia del hereje o La Inquisición de Lima –en El Observador Político (julio-agosto de 1843)–, textos que plantean el problema de las tiranías. Desde La Paz, Bartolomé Mitre, en el prólogo de Soledad: Novela original –aparecida en La Época (octubre de 1847)–, propone a los pueblos hispanoame-ricanos que avancen en la historia superando la época de las luchas por la emancipación, que ha requerido de poemas heroicos para ma-nifestarse, y que se constituyan en naciones verdaderamente indepen-dientes, renovando las estructuras sociales mediante la presentación de nuevos modelos a través de un género emergente: la novela.

Pocos años más tarde, justo en la agonía y fin de la tiranía de Rosas, y con el ímpetu político como motor, José Mármol se atreve a adaptar el romance europeo a la realidad argentina. Su Amalia –in-conclusa en La Semana, de Montevideo, entre 1851 y 1852; modifi-cada y concluida en la edición definitiva y porteña de 1855– impulsa no solo lo que será durante muchos años la imagen «histórica» de la

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época rosista, sino sobre todo la escritura de novelas con fines políti-cos. Numerosos escritores improvisados imitan al maestro y publican entre 1852 y 1865 una veintena de textos novelísticos, conformando lo que podemos denominar el «Ciclo de la tiranía». Incide en esta pro-ducción, además del recuerdo doloroso del exilio, los debates en torno a la figura de Justo José de Urquiza, el gobernador de Entre Ríos que se subleva contra su antiguo aliado Rosas y que, después de la batalla de Caseros, se hace cargo del gobierno central. Poco después, la provincia de Buenos Aires se separará del resto de la Confederación Argentina por nueve años (1852-1860).

La caída de Rosas impulsa, pues, la expansión de la novela ar-gentina. Pero, como el problema político es complejo y dinámico, el nuevo producto literario se ve obligado a seguir esa misma lógica. Las cuestiones que desvelan a los intelectuales no atañen solamente a la lucha contra los tiranos pasados –Rosas– o potenciales –Urquiza– y al diseño de un Estado, sino también a la compleción del proceso inde-pendentista. Se persigue el objetivo común de civilizar a la sociedad, afianzar la libertad de pensamiento, desarrollar todas las capacidades individuales, incluida la imaginación. Para algunos, como Mitre, estos fines implican educar al soberano:

El pueblo ignora su historia, sus costumbres apenas forma-das no han sido filosóficamente estudiadas (...). La novela popu-larizaria nuestra historia (...), pintaria los [sic] costumbres origi-nales y desconocidas de los diversos pueblos de este continente (...) y haria conocer nuestras sociedades (...) representándolas en el momento de su transformación, cuando la crisálida se trans-forma en brillante mariposa (94-95).1

Para otros, como Bernabé Demaría –en su novela-ensayo Revelaciones de un manuscrito (1864)–, la responsabilidad política abarca hasta el deber moral y cristiano de la solidaridad social: «Solo adquieren y perpetúan los pueblos su libertad y derechos, cuando prac-tican la virtud, que es la que propone, sanciona, sostiene y consolida las leyes justas, equitativas, humanitarias y civilizadoras, que hacen la felicidad de las naciones» (154).

1 En esta y en todas las citas se respeta la grafía original.

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La novela socializadora argentina al servicio de la nueva nación

Estas diferencias surgen de las significaciones peculiares que para cada generación de intelectuales tienen conceptos tales como sociedad, sociabilidad y civilización; asunto tratado en numerosos estudios so-bre la historia cultural hispanoamericana. Interesa en particular para el tema de este artículo el de Annick Lempérière sobre el proceso de secularización. La historiadora francesa lo explica a partir del caso chileno, pero sus agudas observaciones permiten analizar también la realidad argentina durante el período en el que conviven los ecos de «la generación de la Revolución» y «la de los años 1840, o del momento democrático» (246). Los más conservadores mantienen la mentalidad católico-escolástica de la sociabilidad, que se apoya en la familia como «unidad orgánica originaria» (262) y reducto de las relaciones socia-les deseadas, aun cuando esto implicara el mantenimiento de las des-igualdades jerárquicas entre hombres y mujeres, y entre padres e hijos, además del rechazo intuitivo hacia toda persona desconocida. En cam-bio, los más liberales defienden el derecho del individuo a «escoger sus vínculos sociales» (262) y extienden el alcance del término «familia» a la sociedad («familia política», al decir de Francisco Bilbao, citado por Lempérière, 263). Los primeros siguen la línea prudente de los hom-bres de la revolución que pensaron que no podían cambiar de golpe las costumbres ya instauradas por romper con el Antiguo Régimen en materia política; en tanto los segundos proponen una lucha más radi-cal contra el pasado cuando, decepcionados, constatan que el pueblo todavía no estaba preparado para ejercer sus derechos públicos, según sus propias expectativas:

En calidad de causa inmediata del atraso cultural en el pre-sente, el pasado encarnó la nefasta asociación entre el despotis-mo monárquico y el catolicismo. En efecto, el pasado gravitaba sobre el presente bajo la forma de costumbres y hábitos que ena-jenaban la capacidad del «pueblo» para volverse sujeto político de repúblicas auténticamente modernas y el protagonista de su progreso material y cultural (249).

A pesar de estas diferencias ideológicas, los que se precian de ser intelectuales se esfuerzan por trabajar mancomunados a favor del pro-greso cultural y de una nación efectivamente emancipada y soberana. En

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esta tarea, que tiene a la educación como pilar fundamental, participan con entusiasmo y osadía unos cuarenta novelistas, incluso seis mujeres, la mayoría de ellos muy jóvenes. La crítica histórico-literaria contempo-ránea destaca como primordial la labor de los hombres de la Generación de 1837, de vertiente liberal; sin embargo, no todos los novelistas siguen esta doctrina, ni visualizan los mismos perfiles para la nueva nación. Sí son liberales los escritores que inician la teorización del género, es decir, el trabajo de convencer a sus compatriotas de que la novela puede ser útil y aun indispensable para la formación nacional (Mitre, Vicente F. López, Mármol). En cambio, buena parte de los novelistas no se con-vierten en figuras destacadas y hoy ni siquiera figuran en los diccionarios biográficos argentinos. No obstante, sus acciones han contribuido a la emergencia del fenómeno «novela», y sus escritos, muchas veces, revelan otras facetas de la realidad literaria y social, menos idealizadas que los sueños de los románticos liberales que asumen el poder a mediados del siglo XIX.

En este artículo nos centraremos en la que denominamos «novela socializadora», pues permite conocer los mecanismos por medio de los cuales los novelistas intentan mejorar la sociedad, o sea, civilizarla, e identificar a otras personalidades de la cultura letrada decimonónica que, si bien desde posiciones periféricas, también han contribuido a la formación de la nacionalidad argentina.2

1. Fundamentos de la novela socializadora

Socializar es un verbo clave en todo ese proceso de independencia cultural. Apunta a responsabilizar a cada individuo por los sucesos del conjunto social, y a la sociedad, por los problemas del individuo. Propone Juan Bautista Alberdi: «Combinar la patria y el individuo, el pueblo y el ciudadano, y en el equilibrio armonico de esta combinacion

2 Nos basamos en una investigación de largo aliento, en la que –siguiendo el enfoque de la teoría de los polisistemas– hemos analizado el proceso de emergencia de la novela en el sistema literario argentino desde 1838 hasta el inicio de la década de 1870; hemos trabajado con un corpus de 86 novelas, de 43 autores diferentes; y hemos atendido tanto a los postulados teóricos con que se justifica la escritura de novelas como a las características de esta novelística en su conjunto (Molina, Como crecen...).

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esta encerrada la solucion del problema social» (181). La literatura no queda excluida de esta interrelación, pues «la literatura es la expresión de la sociedad», según sentencia Bonald, transmite Madame de Stäel y repiten los argentinos (Molina, Como crecen... 199-200). Por tanto, la literatura está condicionada también por el período histórico, por las nuevas necesidades y las nuevas situaciones de cada sociedad. En la Argentina de mediados del siglo XIX ha llegado el tiempo de la «lite-ratura socialista», o sea, del «retrato de la individualidad nacional» al decir de Miguel Cané («Literatura» 135).

Desde este marco conceptual se impone una poética de la novela valorada como el género más apropiado para ese período histórico. Debe tenerse en cuenta que en la Argentina esa poética se elabora y se hace explícita mientras se inicia la producción de los textos, porque la novela europea viene acompañada de serios cuestionamientos acerca de la moralidad que transmite y, por ende, de su utilidad social. Vicente Fidel López, al que podemos considerar el primer teorizador literario argentino por su Curso de Bellas Letras (1845), define la novela como «la idealizacion de un suceso doméstico, narrada con tono sencillo i vulgar; para interesar la imajinacion, promover afectos morales, i for-talecer los buenos principios de nuestra conducta privada» (297). La moralidad es interpretada en una doble dirección: como una ética del autor hacia el lector (verosimilitud basada en la veracidad) y como un organizador de los componentes axiológicos de la trama inventada, para que esta –a su vez– proyecte una realidad ideal hacia la realidad cuestionada que comparten autores y lectores. De este modo, la novela –idealizadora de la vida familiar y privada– se convierte en un modelo social, en un instrumento de civilización (Molina, «Una poética...»).

Esta poética condiciona todos los tipos de novelas. Las históricas y políticas coinciden en defender la libertad y alertar contra cualquier tipo de tiranía. Las sentimentales muestran cómo con amor pueden superarse todos los obstáculos y reunirse lo que estaba separado y enfrentado por los odios sectoriales y egoístas. Pero son las novelas socializadoras las que atienden de modo especial a la educación del ciudadano (y estas representan el 36% de nuestro corpus). En ellas el interés autorial se centra en la descripción de espacios, y la trama se organiza en función de mostrar y aun analizar las relaciones de los

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personajes con los ámbitos sociales. En las páginas de El bandido, no-vela gauchesca de un ignoto «X.», hallamos una definición pertinente:

Socializar al hombre, hé ahí el programa de su perfeccion; pero socializarlo no es obligarse á tener un domicilio, obligar-se á ganarse su pan con el trabajo, á prestar ciertos servicios puramente materiales; esto será efecto de sociabilidad, una vez conseguida. –Socializar al hombre es elevar su espiritu á los fines de la sociedad, es entrelazar su espíritu á los demas espíritus, para que sus hechos respondan á los hechos de todos (65, 22 abril 1866: 3).

En líneas generales, todos los novelistas comparten este concepto: socializar implica adoptar una perspectiva de preeminencia de lo espi-ritual sobre lo material, y de armonía entre lo individual y lo social. En definitiva, socializar es educar. Del mismo modo que los textos didácti-cos, que desde los tiempos antiguos se han valido de comparaciones y de ejemplos para modelar conductas y conciencias, la novela establece una analogía entre el mundo representado y la realidad para que los hombres vean los rasgos de sus propias vidas reflejados en el texto y adviertan que ellos también pueden tener el mismo desenlace que los personajes. La novela es un espejo. Así lo afirma Lucio V. Mansilla cuando aprueba el modo en que su hermana Eduarda ha incorporado el efecto moral: «El Médico de San Luis tiene la tendencia casi pronun-ciada de mejorar las costumbres, no tanto con exhortaciones patéticas, sino presentándole á la sociedad su propia imágen como reflejada en un espejo» (267).

Mirarse al espejo, ver en él la realidad con sus defectos y sus virtudes, reconocer el mal y convertirlo en bien, es el plan formativo-moralizador que se subsume en todas estas novelas (Molina, «Novelas socializado-ras...»). Ángel Julio Blanco, en Emeterio de Leao: Continuación de Una venganza funesta (1857), aclara a sus lectores:

Algunos amigos nuestros han creido ver en ésta obra un ataque á la sociedad. Es un error de apreciacion. Tenemos el derecho de criticar lo malo: y és lo malo lo que reprobamos, siguiendo el camino de nuestros maestros.

Pintamos. Si alguien se reconoce en la pintura culpe á la naturaleza ó á si mismo: de ningun modo al pintor que llena sus lienzos á capricho (II, 185-186).

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Esta función reflectora condiciona el discurso narrativo: el narra-dor cuenta y reflexiona al mismo tiempo, los personajes resultan ejem-plos y se tipifican, la secuencia narrativa –en tanto resolución de un conflicto– se torna modelo: «Acabamos de presentar los dos tipos mas interesantes de esta novela; tócanos ahora seguirlos en las distintas peripecias que forman su vida» (Machali 8).

El modelo actúa en positivo, resaltando lo que es bueno hacer, o en negativo, censurando lo que es malo. Carlos L. Paz es consciente de que el modelo de perfección que presenta la protagonista de La mulata no es común, pero sí real (posible, verosímil):

Es un tipo, con el cual hemos creido tropezar en la vida, tomandolo casi al vuelo ó por sorpresa para bosquejarlo páli-damente.

Sea romanticismo ó espíritu novelesco, siempre hemos esta-do dispuestos á creer en la existencia de esos seres escepcionales, y por consiguiente, dispuestos tambien á encontrarlos, no á cada paso, sinó allá como brotando de un seno desconocido, y como dirijiendose á atestiguar que siempre hay y habrá maravillas en la vida.

Si al entrar con nosotros el lector (...), se sorprende y duda de la realidad de la existencia de esos personajes y de esa escena, lo disculpamos; no habrá visto, no habrá oido y talvez ni sos-pechado á nuestro tipo; y nada mas justo entonces que abra las puertas á la incredulidad (133).

La moral es una y universal; en cambio, según el propio Blanco y los postulados románticos en boga, las pasiones no «son de toda la humanidad, de todas las épocas y siempre las mismas», porque las «costumbres, la organización, el clima, las condiciones morales del in-dividuo son causas de variacion en la esencia y efecto de las pasiones» («Luis y Estevan...» 9). Por tanto, las prácticas sociales que interesan a estos novelistas son las peculiares de la sociedad argentina, o sea, las que representan un modo de ser colectivo, un rasgo de identificación nacional. Así lo explica Blanco al presentar Luis y Estevan: Novela de costumbres (1859). Su finalidad es sencilla: «describir costumbres propias», o sea, argentinas (9), pero confiesa que no ha podido cum-plir este propósito plenamente –solo «localizar las escenas»– por una falencia de la realidad:

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No tenemos nada nuestro: (...) somos como los monos, imi-tadores, ó como los chinos, rutineros –ó nos estacionamos ó co-piamos; esa es nuestra vida.

Una costumbre sola nos pertenece y debemos reclamar su privilegio –la de no estar en paz ni aun con nuestra conciencia– pero como la guerra no se aviene á mi carácter dejo que esa cos-tumbre de verter sangre la describa otro (...). Que escriba sobre sangre, el que sea tan desnaturalizado que pretenda educar para la sangre una juventud que debe tener otro destino (9).

La crítica de costumbres obliga a los novelistas a observar su en-torno, dejando de lado los modelos literarios foráneos; la novela, en consecuencia, debe adaptarse a la realidad local. Francisco Bilbao, des-de La Revista del Nuevo Mundo, de Buenos Aires, da su opinión sobre el género en América:

La Novela en las sociedades americanas, presenta un gran-dísimo inconveniente, especialmente la novela contemporánea. Ese inconveniete [sic] es la pequeñez de las almas y pasiones; las pasiones imitadas de romances europeos, como lo son los mue-bles, modas, y costumbres, adoptadas ciegamente, sin personali-dad, porque la personalidad es muy pequeña (...). Los elementos del drama en América están en el pueblo, están en la lucha de la religion de la edad media con la filosofia, y mas que todo, en las aspiraciones de la inmortal juventud que busca el camino de la verdad («Literatura» 332).

Bilbao alaba otra novela de Blanco por responder a las exigencias de la sociedad de ese momento:

Emeterio de Leao, presenta ya grandes elementos de drama, y combinaciones inteligentes que aumentando progresivamente el interés, nos llevan á resultados morales deducidos del espec-táculo de la vida como de las premisas de un silogismo. Pero lo que mas nos ha complacido en la obra del Sr. Blanco, es la rígida moralidad que se revela en las acciones (...). Ella honra á la nueva-generacion, cuya literatura debe corresponder al nuevo órden de moralidad en la política («Boletín...» 383).

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2. Características de la novela socializadora

En algunas de estas novelas se habla de «estudio» o de «investiga-ción» social y se minimiza, en consecuencia, su carácter novelesco; el eje discursivo se centra en la argumentación mediante la cual se preten-de comprobar la interpretación hipotética de esa realidad que propone el autor, por medio de un caso testigo que se presenta de modo verista; este tipo de novelas podrían denominarse de tesis. En otras se desa-rrolla un asunto sentimental cuyos incidentes justifican la inserción de algún comentario o juicio explícito de índole moral, psicológica o sociológica, referido a alguna práctica social; a estas novelas las clasi-ficamos como sociosentimentales.

El elemento discursivo fundamental es el narrador: siempre fidedig-no y confiable, actualiza con su relato los hechos básicos y los juzga des-de parámetros morales o políticos. Su función primordial es examinar la sociedad y derivar de esa observación una enseñanza para los lectores; por eso, su identidad y la de sus destinatarios no es una cuestión de poca importancia. Miguel Cané elige a Eugenio Segry, joven hispanoameri-cano exiliado, su alter ego (Curia «Eugenio Segry...»), para que des-criba y (re)pruebe los vicios y virtudes de París y de Florencia, destino frecuente de sus compatriotas viajeros y del escritor mismo. Eduarda Mansilla de García, en El médico de San Luis, prefiere un narrador totalmente opuesto a su personalidad: el médico James Wilson, varón, inglés y protestante, quien puede parecer un observador imparcial de la sociedad argentina. Fortunato A. Sánchez se presenta como narrador testigo para certificar la veracidad de la historia y, por lo tanto, de la enseñanza. Santiago Estrada se permite digresiones autobiográficas y Margarita Ochagavía se ficcionaliza en un personaje. Ángel J. Blanco, Enrique López, José Joaquín de Vedia, Tomás Gutiérrez, Francisco López Torres y Mercedes Rosas de Rivera son más tradicionales: inter-calan sus comentarios en medio de una narración heterodiegética, en diálogo directo con los lectores. Ramón Machali, el Mugiense, revela a su editor –en una especie de post-epílogo– que ha ligado «unos ar-tículos» en los que ha bosquejado «algunos tipos de este pais», «para formar algo» (204); en cambio, Bernabé Demaría recurre con origi-nalidad al ardid romántico de la publicación de un manuscrito ajeno.

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Por su parte, Tomás Giráldez –en Vengador y suicida (1860)– se textualiza como un narrador desenfadado –«A fuerza de tanto estrujar nuestro pobre caletre hemos logrado formar un libro. / Un libro? / Si Señor, un libro!» (iii)–, pero no atrevido al momento de criticar:

Y al escribir esas páginas no lo hemos hecho con la intencion de insultar al ministro del Hombre-Dios (...), en cada renglon en-contrará el que nos lea, decencia, circunspeccion y moralidad!

Tampoco defendemos el fanatismo! (...)No somos apadrinadores de las malas costumbres.Pero no insultamos á nadie.Criticámos, y la crítica no es insulto; la crítica moderada es

permitida (iii-iv)3.

Implícitamente, asocia novela con crítica social, aunque luego in-formará a los lectores –mediante un relato autobiográfico algo tru-culento– que la historia que presenta le ha sido contada por un viejo mendigo al que el autor llama «tío Pancho», trasladándole a este la res-ponsabilidad por la veracidad de lo narrado (100-101). En el epígrafe del capítulo I evoca al maestro Larra y pone en su boca los axiomas del costumbrismo: «Si algunas caricaturas por casualidad se parecieren á alguien, en lugar de correjir nosotros el retrato, aconsejamos al orijinal que se corrija; en su mano estará pues, que deje de paresersele» (3).

Cada narrador (y, detrás de él, cada autor) transmite su ideología y su axiología a través tanto de la conducta de los personajes y la cua-lificación de las acciones como del discurso valorativo subsumido en la narración, y de digresiones políticas, filosóficas, religiosas, educativas y sociológicas. Según observan Foresti, Löfquist y Foresti respecto de la narrativa chilena, la «digresión, muy frecuente en el relato de tenden-cia social de la época, es un instrumento que utiliza el narrador para detener la narración, casi siempre con el mismo registro de discurso valorativo» (I, 99).

El propósito, generalmente explícito, es analizar alguna faceta de la realidad cotidiana, a fin de detectar el problema, sus causas y sus consecuencias, acusar a los responsables y proponer una solución. Por este interés en las costumbres en tanto modos de ser colectivos y rasgos

3 Giráldez alude a las críticas contra los sacerdotes apóstatas que realizan Vicente Fidel López, Francisco López Torres y otros novelistas.

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de identificación nacional, este tipo de novelas sigue la serie narrativa ficcional iniciada por el artículo de costumbres. El narrador, como el costumbrista, se convierte en una voz cuestionadora de las vidas aje-nas, que se sustenta en la autoridad diegética y moral que construye de sí misma (Molina, «Novelas socializadoras...»).

Otra estrategia discursiva usada para transmitir lo ejemplar radica en la estructuración de la trama en torno de situaciones y personajes axiológicamente dicotómicos, de forma tal que la virtud y el vicio se diferencian con claridad; el desenlace ratifica esta axiología: los buenos superan los problemas y alcanzan la felicidad; los malos son castigados o, si se arrepienten, son perdonados para que la lección cumpla efecti-vamente su fin pedagógico de motivar y encaminar a los lectores hacia el perfeccionamiento humano (esto es, hacia el desarrollo de todas las potencialidades bajo la preeminencia de lo espiritual).

3. Entre el escepticismo y la confianza

Algunos autores tienen clara la diferencia entre el ideal de perfec-ción y la realidad posible. Este es el caso del hoy ignorado Ángel Julio Blanco4. Consciente de que el proceso de transformación social no es simple y de que la novela de costumbres no garantiza el resultado, en Luis y Estevan explica al lector que las posibilidades de mejorar la con-dición humana mediante la educación o la literatura tienen sus limitacio-nes. Para este autor, la bondad o la maldad son innatas: «Las costumbres se adquieren, pero las virtudes no» (10). La educación tampoco ha sido apropiada para alertar acerca de la «relajacion de costumbres del vie-jo mundo» al que los americanos han tomado como modelo, ni para

4 Es muy llamativo el caso de Ángel Julio Blanco (1831-1898): no figura en los diccionarios biográficos argentinos ni en las historias literarias; los pocos datos que tenemos de él han sido recogidos azarosamente de publicaciones periódicas de la época. Entre 1856 y 1859 es miembro del Ateneo del Plata, secretario del Club Parroquial de Monserrat (de carácter socializador y político) y redactor de La Ilustración Argentina; publica tres novelas, poemas y numerosos artículos de costumbres; Carlos L. Paz lo reconoce como su maestro y consejero. En 1877, retoma sus actividades literarias, según se informa en La Ondina del Plata (III.12, 25 mar.: 135-136). No creemos que omisiones como la de Blanco y la de buena parte de los autores católicos en los textos historiográficos sean casuales, pues estos siguen los lineamientos de los liberales de formación masónica (Molina, Como crecen... 225-227).

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fortalecer el espíritu ante tales tentaciones. A este problema se suma otro inconveniente, también genético: «El mal fascina y es siempre mas facil de seguir». Contra esta tendencia natural hacia el mal, sí puede actuar la educación, siempre y cuando se respete el ritmo singular que tienen los pueblos en su desarrollo civilizador: «Quisimos imitar el modo de ser de sociedades decrépitas, sin pasar como ellas habian pasado, por todos los escalones de la vida, adquiriendo como ellas en cada escalon, un caudal de esperiencia suficiente para resistir á los vaivenes» (10). El escritor de costumbres tiene la función social de poner de relieve «esos males propa-gados ya», aunque sea muy difícil extinguirlos: «No se salvarán los que han caido, pero retrocederán los que caminan» (10).

Blanco da el carácter de excepción a los episodios inmorales, pero previene acerca de cómo la prostitución y el juego impulsan el crimen, porque a este se llega por recorrer la escala del vicio o solo por un error. El error se puede corregir, pero el vicio permanece. Estevan, a quien se le justifica en cierto modo su conducta por el antecedente de la prostitu-ción de su madre, «escede los límites del vicio, para internarse en los del crimen» (137): no solo rechaza casarse con Matilde (quien luego, para ocultar su vergüenza, muda de residencia y adopta el nombre de Clara), sino también pretende asustarla y alejarla envenenando al hijo de am-bos. Luis comete otro acto igualmente repulsivo: entrega a su hermana a otro jugador y se desentiende del asunto, aun cuando se alegue a su fa-vor que confiaba en la virtud de Matilde; por tal irresponsabilidad caerá luego en el incesto (con Clara) sin darse cuenta a tiempo.

El tema del vicio como centro de la narración genera alguna con-troversia. Un lector del Museo Literario, semanario en el que aparece la novela por entregas, cuestiona a Blanco la estructura narrativa. El novelista le responde explicándole cuál es la peculiaridad de su texto:

Es verdad que para hacer llegar un jóven al estado de co-rrupcion de Luis, era preciso seguirlo de escalon en escalon, en la carrera del crímen. Pero se olvida vd. en su crítica, que yo no pretendo hacer llegar al jóven á tal ó cual punto de inmoralidad, sino que lo tomo donde está, refiero un hecho, sin comentarlo («Esplicacion»).

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En definitiva, según el autor, el «resultado que se propone la nove-la» es mostrar cuán bajo se llega debido al vicio y cuán difícil es salir de él. Estevan se arrepiente a tiempo y alcanza la felicidad; en cambio, Luis no tolera la verdad, no acepta su responsabilidad, enloquece y solo recapacita y se confiesa en el momento de morir.

El parámetro más frecuente que diferencia el bien del mal es el honor, medida por la que se rigen las relaciones sociales. Para el li-cencioso, siempre rebelde, el «honor és cosa que cada uno la entiende á su manera (...) el honor es una palabra convencional y nada mas, inventada por los picaros para mantener en la inocencia á los tontos» («Luis y Estevan...» 98). Para el virtuoso, más bien conservador, un «hombre sin honor, no es hombre: no vive, porque no es vida la de la materia, sino en cuanto podemos aspirar al respeto y aprecio de los otros hombres» (137). Esta afirmación revela que la sociabilidad es una vara demasiado flexible para calibrar las conductas, mientras que la moral cristiana resulta más justa y universal, si bien pone a prueba la voluntad inteligente de cada persona. Joaquín de Luca y el doctor Alejandro se esfuerzan por redimir a Estevan; el médico explica al ami-go (y a los lectores) su ética, según la cual la responsabilidad de los actos es propia, no transferible; y la ayuda es exterior y no avasalla el libre albedrío: «El hombre solo es responsable de sus acciones» (62); «es empresa superior á las fuerzas de los hombres de honor el corregir una alma empedernida» (28). Esta profesión de fe en la voluntad moral de cada uno –principio cristiano– contrasta con el fatalismo románti-co, en el que el novelista también parece creer como tributo a las ideas imperantes en su entorno. Esta visión fatalista se fusiona con la religio-sa, según la cual es la Providencia, en definitiva, la que «vela siempre por la virtud, y arrastra por medios inescrutables al arrepentimiento ó al castigo á los malvados y viciosos» (183).

Otros novelistas acentúan la responsabilidad de los padres en la moral de los hijos. El mal de las sociedades modernas radica en la «disolución de las costumbres» a partir de la extinción del amor filial, argumenta Fortunato A. Sánchez, el autor de El ciego Rafael (20-21). Los Linares –don Pedro (el padre), doña Josefa (la madre) y Elisa (la hija)– constituyen un modelo de familia cristiana, pues el lazo que los une es el respeto mutuo. La contracara se muestra en el ciego Rafael, a

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quien aquellos han acogido hasta su muerte. Otrora, Rafael supo tener padres, esposa, hijos y cuantiosos bienes, pero los ha perdido por llevar una existencia viciosa y egoísta. Ha desprotegido a sus progenitores, ya ancianos, y –como contrapartida– sus hijos, educados con liberalidad, lo han abandonado en la miseria; en definitiva, Rafael ha perdido la capacidad de ver la verdad. La comparación entre los virtuosos Linares y el ciego motiva en el autor-narrador esta reflexión moral:

El hombre de la sociedad moderna ya no sabe lo que es bueno, ya no sabe lo que es justo.

La desdicha no está en que practique el mal, sinó en que no sepa definirlo. La familia se va disolviendo, y con ellos se disol-verán las naciones (19).

El protagonista se reprocha a sí mismo la permisividad con que ha criado a sus hijos, motivo por el cual estos lo han abandonado a su suerte luego de cobrar la herencia materna. Todo esto, a su vez, sería la consecuencia inevitable de la educación racionalista que Rafael, desde los ocho años, ha recibido en la Universidad de Córdoba:

Allí aprendí á desflorar todas las ciencias; allí adquirí el sa-ber que sobre excita la imajinacion y no ilustra el entendimiento; allí me enseñaron ese funesto análisis de todas las cosas que seca el alma y mata las creencias...

Sustituyeron los nombres de caridad y amor con los de de-ber y pura razon: no me prescribieron que respetase á mis pa-dres, á los superiores, á los desgraciados, sinó en cuanto no se opusiera á mi propio interés y á mi egoismo (26-27).

Ni siquiera leer es garantía de buena educación. Esto afirma Enrique López, en Arcanos del destino, a través de don Hilarión, per-sonaje con claras reminiscencias quijotescas: «Habia leido quizá con esceso, toda vez que de ello no habia sacado provecho alguno, como les sucede á muchos» (8). Esta «instruccion bastante limitada» no lo ayuda a organizar la casa: «Don Hilarion era punto menos que un cero á la izquierda en su casa» (8). Su esposa Doña Prágedes impone entonces su voluntad y sus ambiciones al momento de elegir esposo para su hija. Por ello, el narrador «absuelve» a Paulina por el interés económico que manifiesta ante su pretendiente:

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Porque, cómo hacer responsable en efecto de una educa-cion mal entendida, descuidada, viciosa ó deficiente al sér que la recibe? Para vencer, para poder contrapesar los efectos de una educacion semejante, se necesitaria á veces poseer un tesoro in-agotable de buenos instintos, de fuerza de voluntad, de abnega-cion misma (18).

A diferencia de Blanco y de Sánchez, López considera que la socie-dad condiciona la «educacion del hogar» y por ello resulta muy difícil, casi imposible, contrarrestar su influencia determinista:

Pero cuando esa educacion viciosa ó mal entendida, tan agena á la moral cristiana (...), que no reconoce otro punto de partida que el de un positivismo repugnante el cual no tarda en descender hasta el mas grosero materialismo, que petrifica el alma y corrompe el corazon acaso; cuando esa educacion, deci-mos, se hace estensiva á las colectividades, cuando se encarna por decirlo asi en una sociedad entera y las costumbres llegan á responder constantemente á ella hasta el punto de formar un todo homogéneo; –quién rompe entonces esa formidable valla? Quién arrostra voluntariamente el desden, el ridículo ó los enve-nenados tiros de esa sociedad misma? (18-19).

Eduarda Mansilla de García, en cambio, exhibe un caso optimista: la familia Wilson, la de El médico de San Luis. El narrador-protagonis-ta (médico inglés) presenta con orgullo la paz de su hogar provinciano, lograda por la conjunción de varias causas: desde el afecto de su familia, de los amigos, de los criados y aun de los pacientes, hasta estas actitudes apropiadas ante la vida, «la calma de una conciencia tranquila y la fe en nuestros deberes» (29), la educación de los hijos, la caridad hacia los más pobres, la no injerencia en los problemas políticos de un país que no es su patria; el trabajo y bienes materiales suficientes. El axioma básico que guía el accionar de Wilson se resume en esta correspondencia: la ambi-ción produce dolor; en cambio, la resignación garantiza la felicidad. Se resigna quien confía en Dios y ama a los hombres; por lo tanto, solo el creyente puede acceder a la felicidad5.

5 Entre los creyentes cristianos, Eduarda distingue católicos de protestantes. El médico de San Luis es la única novela de nuestro corpus que trata el tema de las diferencias de credos.

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Empero, tres situaciones preocupan al protagonista y las tres se rela-cionan con factores educativos. La primera, el carácter agrio de Jane, que se origina no solo en el accidente que la deja coja y el abandono de su prometido Carlos Gifford, sino sobre todo en la lectura permanente de la Biblia, que la han vuelto una «devota y escrupulosa protestante» (17); la segunda, la indolencia de Juan –consentido por la madre a causa de su salud endeble–, que se manifiesta en «una excesiva sensibilidad» (30), una «hipocondría muy marcada» y el «despego por el estudio o cualquier ocupación seria» (31); la tercera, los devaneos intelectuales de Amancio Ruiz, a quien Wilson toma bajo su protección y que «parece vivir ocupa-do exclusivamente de un pensamiento oculto», debido a la lectura de las Ruinas de Palmira y «las confesiones de Juan Jacobo Rousseau», entre otros textos, que han llevado su imaginación «ardiente y voraz» a soñar «otro mundo» (40-42) y a alentar aspiraciones imposibles.

A través del médico, Eduarda presenta su plan educativo, que parte del postulado de que los contenidos deben adecuarse tanto a los roles sociales que tradicionalmente se han señalado para cada sexo como a la realidad en que viven los educandos. El joven debe aprender a trabajar. A su propio hijo, Wilson presenta los beneficios de la agricultura. Las ni-ñas, en cambio, no requieren «aquellos conocimientos generales de alto interés, que sobre ciertas materias debe por fuerza adquirir una señorita destinada a vivir en Grovesnor Square» (26); necesitan saber, primero, «cuidar de la casa, componerse su ropa, preparar el café con el esmero que su madre, y alabar de continuo al Dios bueno que no se cansa de prodigarnos sus favores» (26). Este plan educativo se pone a prueba en los hijos del médico: las dos «puntanitas» son discretas y hacendosas; en cambio, Juan aprende del error tras las duras experiencias con el Ñato y en la cárcel, y empieza a dedicarse al cultivo del trigo.

Estas consideraciones sobre la conducta de los individuos se corres-ponden con otras acerca de la evolución de la sociedad. El narrador, del mismo modo que aconseja la prudencia en el hombre, propone la mode-ración en los cambios sociales. El principal desenfreno que critica es la pérdida de autoridad de los padres. En particular, el narrador hace hinca-pié en la necesidad de «robustecer la autoridad maternal» (27), pues no comprende por qué la mujer, «soberana y dueña absoluta, como esposa, como amante y como hija, pierde, por una aberración inconcebible, su

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poder y su influencia como madre» (26). La única razón que encuentra el inglés consiste en que «la madre representa el atraso, lo estacionario, lo antiguo, que es a lo que más horror tienen las americanas» (26).

4. Conclusiones

La escritura de novelas socializadoras se fundamenta en una pre-misa básica: como cada ser humano vive en sociedad, cada hecho re-percute en ella y por eso los problemas de un individuo interesan al conjunto. En líneas generales, el liberalismo que se propone en lo polí-tico es transmitido a lo social con moderación. Estos novelistas critican las imposiciones eclesiales y familiares cuando estas se contraponen al libre albedrío, pero no discuten las normas de una conciencia sana. Aspiran a la inclusión social de todas las personas, con la única con-dición de que sean moralmente correctas, pues los principios morales provienen de un ser superior –Dios–, y por ello se aceptan como impe-rativos sagrados. La discusión se abre en torno al modo de imponerse socialmente esas normas y a la autoridad de los jueces terrenos.

Desde un enfoque predominantemente católico6 –y, por lo tanto, conservador según las ideas de la época–, estos novelistas dirigen una mirada crítica hacia su entorno, se preguntan sobre la sociedad argen-tina presente y futura, y obligan a sus lectores a hacer lo mismo: ¿cómo somos?, ¿cómo deberíamos ser?

En síntesis, estas novelas románticas, nacidas durante el período de organización política nacional, reflejan los contratiempos y las pa-radojas de un proceso de independencia cultural que avanza en mate-ria de libertad de pensamiento y de expresión, si bien afirmándose en los valores modélicos del sustrato moral cristiano, de herencia hispana. Un propósito cardinal anima a todos los novelistas: contribuir a me-jorar la sociedad en la que viven, asemejándola al ideal de una nación perfecta.

6 «¿Qué seria del hombre sin el concurso del hombre? (...) La humanidad entera está vinculada por un deber sagrado –la proteccion al desvalido–: asi lo enseñan las teorías religiosas de todas las sectas del universo y el catolicismo mas que cualquiera de ellas (...) Esa hermandad, ese vínculo está en las leyes mismas de la naturaleza (...); y sin ella nada noble, nada grande, nada bello se produciria en el universo» (Blanco «Luis y Estevan ...» 10).

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Obras citadas

Alberdi, Juan Bautista. «Del arte socialista. (Fragmento)» por «N.». El Iniciador [I.5, 15 jun. 1838: 97-8]; 181-182.

Bilbao, Francisco. «Boletín de la Revista: Bibliografía». La Revista del Nuevo Mundo 1-2 (1857): 382-384.

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Blanco, Ángel Julio. Emeterio de Leao, Continuacion de Una venganza funesta: Novela original. 2 vols. Buenos Aires: Imprenta Americana, 1857.

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Paisaje andino y etnias originarias en el desierto de Atacama (1880-1895) A propósito de la guía de Mandiola y Castillo1

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1. Introducción

Este trabajo dice relación con la ocupación del territorio oriental del desierto de Atacama por el Estado de Chile. Esta supuso no sola-mente la organización político y administrativa de dicho espacio, cuya concreción fue la provincia de Antofagasta, sino una zona de frontera trinacional, donde Chile limitó con Bolivia y Argentina, y dio lugar al litigio de la puna de Atacama hacia fines del siglo XIX entre Chile y Argentina. Todo lo cual nos reserva que el mentado territorio pue-de ser leído desde dos ámbitos: uno interno, nacional y otro externo, internacional. Este último con una bifurcación notable respecto de la política exterior chilena con Bolivia y de la Argentina. Sin embargo, hay un tercer ámbito, que es la perspectiva regionalista del territo-rio, apreciada desde Antofagasta, centro comercial y financiero de las actividades mineras y salitreras de su hinterland; sustentada desde la depresión intermedia con la explotación calichera o desde los faldeos cordilleranos con el trabajo en las azufreras y borateras.

Importa en este sentido visualizar la mirada regionalista que en el caso puntual de este trabajo estará centrada en la Guía de Antofagasta, de Lorenzo Mandiola y Pedro Castillo, que se editó en Antofagasta en 1894. Esta importante publicación dio cuenta de la presencia de

1 El trabajo es parte del proyecto Fondecyt nº 1100074 y del proyecto NS 100046 de la Iniciativa Científica Milenio del Ministerio de Economía, Fomento y Turis-mo, Chile.

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los pueblos indígenas, hoy denominados de modo pertinente pueblos originarios, y de su hábitat; todo lo cual puso al lector de la Guía ante dos realidades respecto del paisaje de la provincia de Antofagasta: el desierto de Atacama propiamente tal y los oasis de la precordillera. A su vez, derivó a poner en contraluz dos poblaciones distintas en su procedencia y en su acento sociocultural. Por un lado, la población mi-nera, progresista, guiada por el acento de las maquinarias, procedente desde el norte chico (la provincia de Atacama) y el centro de Chile, y la población nativa, de cultivos agropecuarios, orientada por costum-bres ancestrales en lo social y en su relación con el entorno ambiental, vinculada a otras poblaciones de la hoya altiplánica o de la región circumpuneña.

Para entender las apreciaciones de Mandiola y Castillo como rup-tura epistemológica de la explicación de esa relación hombre-natura-leza que se observa en los poblados de la cordillera andina habrá que tener en cuenta lo obrado por el Estado, las empresas y la sociedad regional, previamente a lo planteado por la Guía y su formidable im-pacto en la aproximación a un territorio que gradualmente se iba des-velando.

Nuestra hipótesis es que la construcción del ferrocarril de Antofagasta a Oruro motivó la atención hacia los poblados cordille-ranos simultáneamente con las informaciones que los párrocos de San Pedro de Atacama remitían al Vicariato Apostólico de Antofagasta y, en algunos casos, a la prensa, todo lo cual motivó plantearse una diso-ciación entre la justipreciación de la naturaleza precordillerana (oasis, bofedales, árboles) y la población nativa, todavía sujeta a una valo-ración antropológica etnocéntrica. Aquello supuso abordar dos enti-dades vinculantes con el territorio de los faldeos cordilleranos: una, la población aborigen observada todavía desde la óptica civilización-barbarie, que se había aplicado pocos años antes en el avance estatal hacia la Araucanía, 1862-1883, y que, como veremos, se revitaliza con la convergencia Estado-Iglesia en los territorios ocupados en la Guerra del Pacífico (1879-1884), en pro de otra asociación: civilizar es chileni-zar. La otra entidad es el espacio habido en los márgenes orientales del desierto de Atacama que va a constituir una experiencia que provoca la ruptura de lo evidenciado respecto del desierto de Atacama. La Guía

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de Antofagasta posibilitó plantear el cuestionamiento de lo tópico de tal cuestión y reasignar una valoración al espacio geográfico y adscri-birse a cierto continuum en cuanto a la etnia atacameña.

2. Entre la política boliviana y las misiones científicas de la década de 1880. La mirada geopolítica de la frontera

En la década de 1880 se registraron cambios notables en las rela-ciones estatales entre Chile y Bolivia. Someramente esquematizaremos este encuadre en determinados acontecimientos, como fue la firma del Pacto de Tregua entre Chile y Bolivia el 4 de abril de 1884, que deter-minaba la ocupación del desierto de Atacama. Durante la vigencia del pacto, el territorio en referencia quedaría sujeto «al régimen político y administrativo de la ley chilena» (Barros 470). Con Perú, el Tratado de Ancón de 1883 había cedido la parte del desierto de Atacama que perte-necía a la provincia de Tarapacá. No obstante, la ocupación chilena de la puna oriental se tradujo en una débil presencia militar y sin importar mayormente la población indígena del área (Sanhueza-Gundermann), mientras en el sector de la puna occidental se planteaba una política de «chilenización» (González Pizarro, El catolicismo; Tello Bianchi) como equivalente a «civilización» en todos los poblados andinos. Carmen Mc Evoy ha enfatizado la construcción social de las fuerzas chilenas como elemento civilizador y las fuerzas boliviano-peruanas como fac-tores de «retraso» moral y material que comienza a articularse desde 1879, teniendo a las ciudades de Antofagasta e Iquique como «los dos primeros estadios de experimentación para ese Estado que a partir de 1879 adquirió una naturaleza itinerante y un discurso fundamental-mente civilizatorio» (Mc Evoy 300). Los capellanes castrenses chile-nos establecieron hacia 1881 la denominada «Misión circular» que significaba la visita pastoral de todos los poblados precordilleranos (Barrientos 21-48). Durante el gobierno de Balmaceda (1886-1891) se planteó un énfasis por aunar esta visión pastoral con una política de «chilenización», es decir, disipar las maneras de religiosidad heredadas del tiempo de la administración boliviana. En ella jugó un papel impor-tante Luis Silva Lezaeta, vicario apostólico de Antofagasta, que asumió

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su cargo en 1883. Un lineamiento que auxilia a leer las impresiones del párroco de San Pedro de Atacama, el francés Emilio Vaïsse, que reco-rrió ampliamente las localidades de Belén, Susques, Antofagasta de la Sierra, Toconao, para quien los indios del lado occidental de la puna, escribía en 1894, exhibían un «relativo adelanto» al vivir en poblacio-nes, a diferencias de los de la parte oriental de la puna, que estaban «aun casi en las tinieblas del coloniaje [al] vivir apartados unos de otros» (Sanhueza, «La población», 65). Aun cuando mostró una cer-canía con el pueblo atacameño, evidenciado en su «Carta del Sr. Cura don Emilio Vaïsse sobre su pérdida en el desierto», de 1890, fue crítico sobre determinados aspectos del altar mayor de la iglesia de San Pedro de Atacama (González Pizarro, Emilio Vaïsse).

En el curso de 20 años, desde 1879 hasta 1899, el Ministerio de Relaciones Exteriores chileno diseñó su denominada «Política bolivia-na» que diferenció dos fases. Al decir de Eduardo Téllez (143-144), hubo una primera etapa que sobrevino después de alcanzado el triunfo de las armas en la guerra, entre 1879-1881, y otra etapa verificada después de la revolución de 1891 que, de acuerdo con Téllez tuvo su culminación en los pactos del 9 de diciembre de 1895 y proscrita en 1898. Según el parecer de José Miguel Concha y Cristián Garay, esta fase se cerró en 1899, cuando se logró concluir el Tratado entre Chile y Argentina sobre la Puna (Concha; Garay y Concha).

En esta directriz de la política boliviana, el ferrocarril jugó un pa-pel preponderante junto con la industria salitrera. Una revisión sucinta del esfuerzo privado y, a veces, fiscal boliviano por este medio de trans-porte (González Pizarro, «Privatization…»), revela el rol dominante que tuvo la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, creada en octubre de 1872. Mediante acciones, a veces no sujetas a la ley boli-viana, hizo avanzar el tendido ferroviario hasta el Salar del Carmen, el 1 de diciembre de 1873; a Salinas, en 1877; a Pampa Central, en 1881; y a Pampa Alta, en 1883 (Gómez).

Sugiere Blakemore (49) que, a comienzos de 1887, la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta había vendido su tren y de-más derechos a la Compañía Huanchaca. La fusión de la Compañía de Salitres de Antofagasta con la empresa Huanchaca dará lugar a la más importante y trascendente empresa ferroviaria del desierto de

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Atacama, el 28 de noviembre de 1888: The Antofagasta and Bolivia Railway Company Ltd., autorizada por el gobierno de Chile, el 2 de abril de 1889, y por el Congreso de Bolivia, el 8 de diciembre de 1888. El recién establecido pueblo de Uyuni, en Bolivia, recibió la primera locomotora de la flamante empresa el 30 de octubre de 1889. La ex-tensión del ferrocarril desde Antofagasta hasta Oruro fue inaugurada el 15 de mayo de 1892 bajo el gobierno de Arce, cuya administración impulsó, además, el proceso modernizador de la ciudad boliviana con-juntamente con la explotación del estaño. Se llegó a señalar que la civilización se medía en kilómetros de ferrocarriles (Mendieta 211). Reparemos que hacia mediados de la década de 1880 se comienza a construir en Antofagasta el Establecimiento Metalúrgico de Playa Blanca, vinculado a la Compañía Huanchaca, que atenderá los minera-les de plata de Pulacayo, lo cual significó que el ferrocarril inaugurado en 1892 fuese fundamental, dado que este complejo de Huanchaca va a funcionar entre 1890-1902 (Ahumada; Calderón; Mitre).

La aparición del ferrocarril hacia los faldeos cordilleranos, ha sos-tenido Lautaro Núñez (216-217), vino a afectar a los potreros de San Pedro de Atacama pero permitió la conectividad de la costa con la precordillera durante el ciclo salitrero. Las diversas estaciones ferro-viarias principalmente por sobre los 2.500 metros de altura exigieron cuantiosos recursos (González Pizarro, «La conquista…»). La presen-cia del Estado se afirmó hacia el interior, principalmente en la ciudad de Calama. El primer paso fue la creación de la Municipalidad, en octubre de 1888, los juzgados y reglamentos de agua, este último en 1890 (Pumarino; Mondaca).

El saber sobre el territorio se había extendido notablemente por parte de las comisiones oficiales gubernamentales de Chile, que recaye-ron en Alejandro Bertrand y Francisco San Román durante la década de 1880. Aquello acrecentó el conocimiento llevado a cabo en la dé-cada precedente, por Pissis y Vidal Gormaz. En efecto, Amado Pissis había redactado en 1877 su Informe sobre el desierto de Atacama, su jeolojía i sus productos minerales. Contemporáneamente, Francisco Vidal Gormaz, marino chileno, dio a conocer su Jeografía náutica de Bolivia y en el curso de la Guerra del Pacífico sus Noticias del desierto y sus recursos.

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Otras noticias provinieron de los cateos llevados a cabo por Matías Rojas Delgado, ingeniero chileno, fundador del municipio de Antofagasta en 1872, quien se desempeñó como ingeniero fiscal de la provincia de Atacama por los terrenos fiscales salitreros de Aguas Blancas y de Taltal. En 1883 escribió su obra principal El desierto de Atacama y el territorio reivindicado, donde dio a conocer sus ex-ploraciones e informes geológicos del interior del páramo (González Pizarro, «Matías Rojas…»).

El conocimiento cartográfico del territorio fue de la mano del ma-yor detenimiento de las comisiones científicas chilenas en la zona. El mapa levantado por Pissis, en 1875, donde se extiende el país desde el río Loa hacia el sur, revela pocos hitos geográficos. Los primeros mapas del territorio en la década de 1880 surgieron de la tenaz labor de Alejandro Bertrand, los cuales posibilitan comprender el vasto es-pacio desprovisto todavía de la toponimia más significativa. El joven ingeniero civil y de minas emprendió dos viajes por el desierto y la precordillera: el primero en 1880 y el segundo en 1884.

Bertrand se incorporó a la Oficina Hidrográfica de la Marina de Chile que dirigía el capitán Francisco Vidal Gormaz, a principios de 1880, cuyos integrantes se trasladaron hacia Antofagasta. El 30 de ene-ro comenzó la expedición, desplazándose hacia el interior de la zona por medio del ferrocarril. Recorrieron Carmen Alto y Salinas, donde, en esta última localidad, visitó «los aparatos de destilación solar que, en virtud de un privilegio exclusivo, funcionan en esa localidad. El agua la sacan de unos pozos que se han practicado cerca de la quebra-da, al norte de la estación; el punto ha sido elegido además para colo-car unos molinos de viento que sirven de motor» (Bertrand, Memoria 18). Estos aparatos fueron los primeros en América del Sur y databan desde 1872. El 7 de febrero llegó hasta Chiuchiu. En el viejo asiento de «doctrina de indios» encontró la hospitalidad del comerciante italiano Luis Denegri, visitando «un gentilar o ruinas de pueblo indígena». El 12 prosiguió hacia Caspana, encontrando la acogida del indio Fermín Zaire, el vecino más rico del poblado. En la descripción de Caspana, anotó que constaba de 100 habitantes, siendo la villa «de toscas casu-chas de piedra, techadas i enmaderadas con palos de cardón», contaba con una capillita, y donde «hay agua suficiente para sacar pequeños

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canales por laderas de terreno vegetal, dividen éste en largas fajas hori-zontales que forman graderías sostenidas por muros de contención de piedra arrimada, y en esas melgas o canchones siembran maíz, alfalfa, trigo o cebada» (Bertrand, Memoria 22). Hacia fines de febrero –el 20– llegó a Antofagasta, concluyendo la expedición de 1880.

Cuatro años después, por decreto del 8 de enero de 1884, Bertrand fue encomendado por el ministro del Interior para explorar la zona precordillerana. En esta oportunidad tuvo como ayudante al ingeniero Rojerio Torres. Debía concentrarse en reconocer las más altas cumbres de los Andes y el territorio que comprendía las líneas divisorias de Bolivia con Chile y con la República Argentina hasta la prolongación del paralelo 24°. La anterior pujante ciudad de Antofagasta, registró a su llegada el 20 de enero, había cambiado a causa de la ausencia de guarniciones y la baja del salitre. Su aspecto animado y su ajetreo comercial habían desaparecido. El 28 de enero dio inicio a su viaje al interior. Reparó en la creciente importancia que iba tomando el ferro-carril, en parte al tráfico con el interior de Bolivia, proveniente de la ley chilena del 22 de enero de 1884 que autorizó su prolongación.

El 21 de febrero emprendió el viaje hacia la parte oriental de San Pedro de Atacama, acompañado de 5 personas y 14 bestias. Visitaron Camar, Socaire, Peine, registrando que entre esa localidad y Tilomonte hay tres leguas de distancia y existe un buen camino: «es el del Inca, notándose en las orillas montones y pircas de piedra que indican los Tambos o descansos de los primitivos trajinantes» (Bertrand, Memoria 34). En marzo, en lo que nos interesa resaltar, realizó el periplo por toda la puna atacameña. El 10 alcanzó la quebrada de Calalaste donde encontró un santuario indígena rodeado de corrales, habitado por una india. En Antofagasta (de la Sierra) encontró un potrero cuyo dueño era chileno, Ángel Custodio Villalobos. En la casa de Villalobos halló dos cosas «que escasean entre los coyas, la cordialidad y el aseo». Bertrand describió la iglesia de Antofagasta, trasladándose hacia Molinos, cabe-cera de uno de los departamentos de la provincia de Salta, y dos días después a Luracatao. El 21 decidió el regreso hacia Atacama, perca-tándose del fluido tráfico del arrieraje entre Argentina y Bolivia. El 25 pasaron por la serranía de Pastos Grandes, Guaitiquina, Puntas Negras hasta llegar a Aguas Calientes. El 28 llegaron a Soncor y desde allí se

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dirigieron hacia Toconao y el 30 de marzo a San Pedro de Atacama. El 5 de abril visitó Machuca llegando hasta Ascotán. El 10 de abril recorrieron el salar, Cebollar, más tarde Caichape, Turuquire, hasta lle-gar a Quetena el 17. Más tarde, Puripica, Aguas Calientes y el 22 a San Pedro de Atacama. Después de transitar por Caracoles y arribar a Antofagasta, el 28 de abril cerraba su última misión.

Alejandro Bertrand dio a conocer al gobierno de Chile la impor-tancia que tenía la puna de Atacama, que él definió: «La ‘Puna’, como más propiamente se denomina esa elevada región, desde la carretera de Pampa Alta, Calama, Ascotán i Guanchaca, por el Norte, hasta el ca-mino del portezuelo de San Francisco, entre Chile i la Argentina, por el Sur» (Bertrand, Memoria 6). De su experiencia como explorador cien-tífico surgió el mapa de la puna de Atacama en el que se establece la lí-nea de frontera de Chile con Bolivia y Argentina en consonancia con el Pacto de Tregua suscrito entre Chile y Bolivia. Bertrand coincidió con San Román sobre la defensa del área por Chile (Bertrand, Estudio).

La última misión científica recayó en el ingeniero Francisco San Román, cuya contribución al territorio que nos ocupa fue la designa-ción de la toponimia más relevante del desierto y cordilleras, y la ac-tualización de la situación de la denominada puna de Atacama, que se constituirá en un área de fricción entre Chile y Argentina en la década de 1890.

El decreto de 17 de abril de 1883, firmado por el presidente de la República, Domingo Santa María, y su ministro del Interior, José Manuel Balmaceda, precisó los objetivos de la Comisión Exploradora del Desierto de Atacama, a cargo de Francisco San Román; entre otros, la «carta topográfica del desierto con los detalles de su orografía e hi-drografía, demarcación de las aguadas naturales y de los puntos en que éstas pueden ser abiertas», la clasificación geológica de los terrenos, «las minas y los ingenios metalúrgicos, los caminos que faciliten las comuni-caciones del desierto y todos los datos que el estudio mismo del desierto ofrezca al interés de la industria y a la posibilidad de plantearla con ventaja para las empresas particulares» (San Román, Desierto 4). La Comisión inició sus trabajos en junio de 1883 y los concluyó en 1890.

En ese lapso, entre abril y junio de 1885, cubrió todos los pueblos precordilleranos y sus accidentes geográficos hasta llegar al río Loa.

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En abril de 1886 retornó al desierto, teniendo como base de operacio-nes Calama, y exploró todo el interior de las cordilleras hasta la puna de Atacama. Sus anotaciones sobre la transformación de Calama bajo soberanía chilena refiere de su mirada positivista: «Pueblo interior de tránsito para el comercio con Bolivia. De caseríos insignificantes, es-parcido en un mar de vegas saladas y pantanos insalubles, iba pasando a pueblo donde humeaban chimeneas de fábricas, rodaban carretas i se levantaban edificios para negocios y escuelas» (San Román, Desierto 227-228).

Acometió una última campaña en la zona de la puna de Atacama partiendo desde Buenos Aires, en abril de 1887, con lo cual el levan-tamiento de datos del área quedó concluido. Su tránsito por Pastos Chicos, Susques, le indicó la complejidad de la puna de Atacama, pues se manifestaba la contradicción entre lo geográfico, estar en territo-rio argentino, pero en lo político en territorio boliviano adjudicado a Chile, por lo que era «la cordillera orográfica y no la hidrográfica la que los dividía» (San Román, Desierto 252). En 1889, San Román retomó los estudios hidrológicos del desierto de Atacama. Finalmente, la carta topográfica del desierto y cordilleras de Atacama la concluyó en 1890 (Bermúdez 319).

En otro estudio, San Román puso en evidencia las dificultades en la puna de Atacama. Escribió, hacia 1895, que entre 1886 y 1887, cuan-do la misión que él encabezaba estaba en Coyaguaymas, las autorida-des argentinas de Salta comenzaban a reivindicar toda esa región rica en boratos, que explotaban alemanes y chilenos. A su vez, Bolivia dejó en el abandono administrativo y judicial desde Antofagasta de la Sierra hasta el sitio minero de Rosario, y los pueblos intermedios. En conse-cuencia, la nueva frontera internacional mostraba esa complejidad de la indiferencia boliviana, las apetencias argentinas y la incertidumbre chilena, a un territorio cedido por Bolivia (San Román, Estudio 4-8).

En su visita hacia el interior no dejó de consignar crudamente el contraste entre la habitación de un nativo y la carpa de los explorado-res. Anota en su cuaderno de viaje:

Habitaba aquel ser humano, un hueco entre dos piedras, desnudo de todo objeto de comodidad, como si lo habitara un reptil, los peones levantaban nuestra carpa de limpia lona

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coronada con un gallardete tricolor que ondeaba alegre i vis-tosamente en aquellos aires donde jamás había flotado emble-ma alguno de idea patriótica, profana o sagrada (San Román, Desierto 254).

Consignemos que el propio San Román, al apreciar la vida de los atacameños, mezclada «con mayor propiedad aun de las tradiciones bolivianas», consideró que el mecanismo de propagar la civilización debía ser el mismo que se ha empleado como «medio de reducción» en el pasado: el catecismo cristiano y las prácticas de culto, aun cuando, apostilla irónicamente, «dejando por lo demás, a los individuos favo-recidos con este necesario pero meramente teórico o platónico servi-cio, tan brutos y degradados, tan inútiles e infelices como antes» (San Román, Desierto 246).

Aunque su espíritu comparativo le orientó a buscar similitudes entre las viviendas de Ayquina con las observadas entre los indígenas de México, en San Román primó la óptica ilustrada del positivismo científico y la visión etnocéntrica respecto de los naturales del lugar. Si bien su displicencia por las costumbres indígenas fue manifiesta, se condolió del estado de postración en que se hallan los naturales de la puna. Para él, el «salvaje» no era posible inducirlo a acoger los benefi-cios de la educación y la moral, cuando su realidad de miseria, hambre y desnudez no era modificada.

Gracias al esfuerzo de San Román se pudo percatar el mundo cien-tífico de que la nomenclatura del desierto de Atacama se había angos-tado en cuanto al territorio colonial, dado que, en su obra Desierto y cordilleras de Atacama, de 1896, estableció una estrecha relación entre lo que se entendía por el desierto de Atacama con lo que se conocía a partir de los pueblos e industrias establecidos en su planicie. La antigua concepción del desierto de Atacama desde el valle de Huasco hasta el río Loa comenzaba a modificarse con los descubrimientos mineros más hacia el norte y su consiguiente población. Pero la tradición y la costumbre, escribe San Román, habían conservado por su aridez y producción minera la denominación para todo el espacio que abarca las provincias de Atacama y Antofagasta (San Román, Desierto III y IV). Los estudios de San Román permitieron despejar de modo defi-nitivo las nomenclaturas y designaciones de los variados accidentes

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geográficos del desierto. Haciendo justicia a los hombres que habían escrito sobre algún punto de su geografía o bien se habían internado en el yermo, en procura de fortuna, de inspeccionar y cotejar su riqueza mineralógica, de levantar los estudios planimétricos, de catalogar su flora y fauna, propuso al gobierno designar diversos cordones, con los nombres de Cordillera Darwin, Cordillera Domeyko, Cordillera Claudio Gay, Cordillera D’Orbigny, en lo que atañe a los extranje-ros más notables; Sierra Gorbea y Altiplanicie Philippi, Monte Pissis, Sierra de Almeyda, Sierra Vicuña Mackenna, Volcán Lastarria y Sierra Barros Arana (Bermúdez 319), para todos los nacionales, destacándose las designaciones de los hombres públicos más relevantes del pensa-miento liberal.

Consignemos que estas informaciones geográficas sirvieron de noticia preliminar a los censos poblacionales levantados en 1885 y 1895. El de 1885 puso en evidencia la poca densidad en una superfi-cie de 158.000 km2 (Oficina, Sesto censo 787). El levantado en 1895 refrendó el conocimiento inexacto de las dimensiones de la zona: re-fiere de 187.000 km2 en vez de los 158.000 km2, sin todavía perder la puna oriental. Para 1895, en el departamento de Antofagasta la pobla-ción era mayoritariamente urbana, 82%, con 17.720 personas frente a 18% rural con 3.958 personas. Los extranjeros eran 6.190 de un total de 44.085 (Oficina, Sétimo censo 99). La colonia extranjera más numerosa era la boliviana con 2.038 habitantes, que contribuyó en mano de obra en el sector precordillerano, tanto en las estaciones de ferrocarriles como en las actividades agrícolas, no faltando posterior-mente integrarse de lleno a las faenas salitrales (González Pizarro, «La industria minera…»).

La mirada geopolítica sobre el territorio tuvo su expresión en lo realizado por las misiones científicas de Bertrand y Francisco San Román, y por los levantamientos de los censos, donde se logró articular un conocimiento más exacto de la región que fue gradualmente difun-dido. Aquello no fue aislado, sino que fue de la mano con la articula-ción de un proceso de nacionalización que, en la visión estatal chilena, conciliaba la integración del espacio por medio de la presencia fiscal en la precordillera donde a la Iglesia le cupo un papel imprescindible entre la etnia atacameña, y con la conectividad ferroviaria con Bolivia

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en el marco de la vigencia de la política boliviana del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile. Esta mirada sufrió un viraje significa-tivo en cuanto a su estrategia, acercamiento a Bolivia con aislamiento del Perú, con la pérdida de la puna oriental. Lo surgido fue un statu quo con Argentina, mas no por ello dejó de ser válida en sus fines: lo que constituía un todo como área para los atacameños, ahora se trans-formaba en una frontera política.

3. Los intereses económico-políticos y la aproximación a la precordillera y la etnia atacameña. La mirada de la complementariedad regional

En el período que nos ocupa se planteó otra opción para visualizar el territorio, desde la ciudadanía nacional. Los ferrocarriles que impor-taban para la mirada regional eran los que se relacionaban directamen-te con la industria salitrera, por lo que su expansión hasta Pampa Alta fue la ambición de esta confluencia de los intereses mineros y comer-ciales de Antofagasta. El ferrocarril de Antofagasta-Uyuni-Oruro obe-decía a los intereses de la oligarquía boliviana, representada en Simón Patiño y Aniceto Arce, y los intereses de la oligarquía chilena, radicada en Santiago, de José Francisco Vergara, Melchor Concha y Toro, re-flejada en los puestos de expectación de la Compañía Huanchaca de Bolivia (Arce 158-161).

La ciudadanía chilena de Antofagasta, y en general los antofagasti-nos, manifestaron sus aprehensiones sobre las intenciones del gobierno de Santiago. Estaban los testimonios de la aplicación de una ley que perjudicó los intereses salitreros de Aguas Blancas y Taltal a favor de las estacas de Tarapacá, la erección de la provincia de Tarapacá pri-mero que Antofagasta, establecida por ley nº 2.261, del 31 de octu-bre de 1884, inmediatamente después de concluido el tratado del 20 de octubre de 1883 entre Chile y Perú. Todo ello puso de manifiesto el poco interés gubernamental respecto de las demandas de la pobla-ción de Antofagasta. Rojas Delgado decidió fundar su periódico El Industrial, el 1 de agosto de 1881, para defender los intereses del terri-torio de Antofagasta. En su primer editorial fijó su criterio y el ánimo de la población, indicando el camino recorrido por los antofagastinos,

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haciendo la guerra contra el fisco boliviano en defensa de la industria salitrera y de los capitales chilenos, afrontando no solo la indiferencia de Santiago, sino las cargas impositivas que han destrozado la indus-tria calichera, dejando a las familias sin el sustento económico, a pesar de las solicitudes ciudadanas a los ministerios pidiendo apoyo público (Rojas, El desierto 124-127). Entre los redactores del periódico figura-ron los autores de la Guía de Antofagasta.

En este contexto surgió y se consolidó la defensa de las prerrogati-vas municipales de Antofagasta. Bolivia había otorgado liberalidades a la Municipalidad de Antofagasta durante los años precedentes a 1879 y sobre la base de estas se había configurado una «sociedad de fronte-ras» que conciliaba varias ópticas ideológicas, siendo las más impor-tantes las que concernían a las patentes mineras, a los bienes propios que poseía el ayuntamiento, a los arriendos que disfrutaba la corpo-ración, todo lo cual había cuajado en un marco singular de relacio-nes entre los vecinos, el ayuntamiento y la orientación de los intereses mineros y comerciantes: algo inédito para Chile incluso en su avance institucional surgido con la ocupación de la Araucanía, entre 1862 y 1883. Por consiguiente, hubo una fricción entre la visión centralista del Estado y la concepción autonomista del municipio (González Pizarro, «La influencia…»). Simbólicamente era restituir la preeminencia ciu-dadana local, en la figura del alcalde, ante el representante del go-bierno central, el gobernador, en el asunto edilicio. Y en ello hasta 1889, Matías Rojas Delgado fue el epígono de la visión regionalista en cuanto a la estructuración del territorio por parte de los conocedo-res del desierto, su población, sus recursos mineros (González Pizarro, «Matías Rojas…»).

Precisamente, la discusión abierta en 1881 en torno a la petición de provincia significó la planificación de la región por parte de per-sonalidades vinculadas con el devenir local, como Salvador Reyes, o de autoridades navales reconocidas por su conocimiento geográfico, como Francisco Vidal Gormaz. El 13 de julio de 1888, Balmaceda promulgaba la ley que creaba la provincia de Antofagasta. El depar-tamento de Antofagasta se extendió desde la costa hasta la precordi-llera, abarcando tanto las borateras, las oficinas salitreras, el ferroca-rril (González Pizarro, «La provincia…»). Las poblaciones indígenas

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quedaron bajo la jurisdicción eclesiástica del vicario apostólico con sede en Antofagasta, Luis Silva Lezaeta, ferviente partidario de esta vi-sión regionalista. Desde esa posición pudo atisbar la gradual incorpo-ración de atacameños a las actividades productivas no agrícolas, como se apreciaba en Chuquicamata desde 1888.

Concluyamos esta mirada con el acercamiento antropológico a la etnia atacameña. Aníbal Echeverría y Reyes, un entusiasta de la pre-servación de la cultura atacameña, acopió los vocablos de este pueblo (siguiendo una tradición abierta por Von Tchudi) y los dio a publi-cidad, en 1890, bajo el título de Noticias sobre la lengua atacame-ña. Sus esfuerzos encontraron réplica en lo llevado a cabo por Benito Maglio, Francisco J. San Román, Emilio Vaisse (González Pizarro, «Patrimonio…»). Se planteaba en la mirada de Echeverría y Reyes y San Román, las similitudes en la puna atacameña con otros pueblos indígenas como los situados en los valles calchaquíes en el noroeste argentino.

4. La GUÍA DE ANTOFAGASTA, de Mandiola y Castillo, y la resignificación de la precordillera andina y la etnia atacameña

Los periodistas Pedro Castillo Arancibia, serenense, y Juan Lorenzo Mandiola Araya, copiapino, se integraron, desde 1879, a sus oficios de pluma en el novel periódico de Antofagasta El Pueblo Chileno. En 1881, se incorporaron al diario de Rojas Delgado. Mandiola Araya además coincidió con la visión de Rojas Delgado en el municipio, don-de fue regidor en 1884 y alcalde en 1887.

Herederos de la tradición regionalista de la época, vieron de qué manera la ciudad, después del desgarro de la guerra civil de 1891, se había vuelto a poner de pie, contando para ello con el empuje de la actividad minera que trajo la Compañía Huanchaca, que construye el principal complejo metalúrgico en el sector meridional de la urbe, en Playa Blanca. Huanchaca comenzó a funcionar en 1890. El inge-niero Francisco San Román no dejó de comentar su importancia, en su libro Reseña industrial e histórica de la minería y metalurgia de Chile, poniendo de relieve que era el establecimiento metalúrgico más

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considerable de América del Sur y que en la Exposición de Chicago su constructor, el ingeniero norteamericano Wendt, expuso descripciones y fotografías de su obra (San Román, Reseña, 319-320). La descrip-ción permite sopesar no solamente el impacto visual de la monumental construcción en el entorno costero, sino su gravitación en la actividad minera y metalúrgica de la zona.

Fueron los autores de la Guía de Antofagasta, publicada por la imprenta de El Industrial en 1894, los que llevaron a cabo la resignifi-cación de la precordillera andina en su conjunto para la provincia de Antofagasta. La Guía, al acometer una «idea histórica» de la provin-cia, dio cuenta de las enormes riquezas esparcidas por el territorio. El sujeto social del minero se imponía. Se hablaba del sacrificio de pione-ros en las salitreras de Taltal y Aguas Blancas, y de las venturas mineras en el paralelo 23°. Se rescataba el nexo con Bolivia, a través del ferro-carril de Antofagasta a Oruro, donde se ponderaba la concurrencia de los antofagastinos a esta inauguración del tramo Uyuni-Oruro, el 15 de mayo de 1892. La publicación puso de relieve, ahora, el acento re-gionalista de la obra, más allá de los intereses económicos, que hemos aludido en líneas precedentes, destacando que en la ceremonia oficial en Oruro habían concurrido los señores Raimundo Devés, vicepresi-dente del directorio de la Compañía Huanchaca; Isaac de T. Pinto, secre-tario del mismo directorio; José M. Serrano, administrador de la Empresa del Ferrocarril; Luis Silva Lezaeta, vicario apostólico de la provincia de Antofagasta; Carlos Green, interventor de la Compañía Inglesa dueña del ferrocarril; Guillermo Murray, ingeniero representante de la misma compañía en la sección de la línea en construcción; y el vicecónsul de Inglaterra en Antofagasta Juan Barnett (Mandiola y Castillo, 9).

En la reseña histórica de la zona, los editores pasaron revista a la existencia de un pueblo anterior a los changos, señalando una incipien-te vida urbana en el pueblo más antiguo de la provincia como era San Pedro de Atacama. Referían, apoyado en la tradición, que el volcán Licancabur había servido de «minarete» a los comarcanos para vigilar las invasiones desde el Imperio incaico. Acomodaban como testimo-nios de antigüedad de este pueblo, que poseía un dialecto, el cunza, las momias, determinados árboles seculares, alcanzando a visualizar-se «como pueblo o nación» en torno a su idioma y a la multitud de

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pueblos cordilleranos como Río Grande, Cuchabrache, Solor, Cúcuter, Poconchi, Callo, Tulor, Véter, Toconao, Tambillo, Sóncor, Socaire, Peine, Camar, Rosario y Sapaleri, que mostraban su sello de antigüe-dad más remota.

Empero, al construir el friso indígena de la precordillera, los edi-tores admitieron las ideas en boga sobre los pueblos indígenas, entre un acercamiento prejuiciado y noticias recientes, como se aprecia de la referencia en torno a Quillagua y Calama, cuyo poblamiento «civiliza-do» comienza a verificarse hacia 1840, al venir desde Quillagua tradi-cionales familias peruanas como los Barreda y los Hidalgo. Reconocen la existencia de «otra raza más antigua» que ha dejado su testimonio en huacas o cementerios en Chunchurri y Topater, dejando evidencia por su afición por la minería, principalmente de cobre en Chuquicamata. Estos rasgos socioculturales constituyen la historia tanto de San Pedro de Atacama como de Calama y los restantes villorrios precordilleranos (Mandiola y Castillo 3).

Interesante es el acopio de informaciones que consigna sobre los cementerios indígenas. El cementerio de Chunchurri será excavado por el arqueólogo alemán Max Uhle, en 1912. Los franceses de la expedi-ción de 1900 lo van a denominar Dupont –nos referimos a la Mission Francaise dans le Désert d’ Atacama, que encabezaron G. de Créquis Montfort y E. Sénéchal de la Grange, que también integraron Eric Boman y Arthur Chervin, en el primer lustro de la década de 1900 (González Pizarro, «Patrimonio…» 15-32).

Pero Mandiola y Castillo acomodaron en su Guía un artículo de Julio Pulmahue sobre el pueblo de Toconao, que constituye un canto a lo exótico, procurando exponer un paisaje tanto perceptible como fac-tores ocultos que explican los elementos de este. La pluma de Pulmahue nos habla de un riachuelo cristalino que forma pequeños saltos y cas-cadas, que «le da la savia necesaria para lucir galas de asombrosa fer-tilidad y lozanía», rodeado de variados árboles, frutales como higueras y perales, no faltando la vid «cargada de dorada fruto» (Mandiola y Castillo, 167-169).

La imagen trae el paisaje verde, la agricultura, como sinónimos de vida, en el imaginario nacional, que ha visto al desierto como una lla-nura de soledad y muerte. Y, en este marco, se elogia lo pintoresco del

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lugar, sus originales costumbres, sus fiestas religiosas envueltas en el paganismo de ídolos y dioses tutelares, sin descuidar la celebración del santo patrono, donde el pueblo se vuelca con entusiasmo. Pulmahue remata su fascinación descriptiva con una admonición al cura de que no hiciera tales fiestas, pues se convertiría en mal cura y peor daño si se negara en verificarlas.

El código ilustrado urbano se imponía en la decodificación de esta vida apacible, retirada, al plantear su lectura del sistema de creencias. Ritos y creencias de antaño donde la tierra –la Pachamama– era tri-butada de diversas maneras como «madre común» en homenajes y ofrendas para que las siembras fueran propicias.

La mirada regionalista aunó tanto la resignificación del desarrollo de la zona, en el ferrocarril de Antofagasta-Oruro, como el territo-rio precordillerano. Integrar los recursos de azufateras y borateras de Ascotán a beneficio de la comuna de Antofagasta y no del Estado, re-forzó a la primera. Empero, el aire progresista, escritural y positivista no desapareció al justipreciar las poblaciones precordilleranas y sus costumbres.

4. Conclusiones

En el período que media entre 1881 y 1895, Antofagasta y su hin-terland asistieron a un proceso contradictorio, en su perspectiva regio-nal y en el enfoque nacional. En lo primero, se estableció una defensa acérrima del potencial económico regional y del tesón para sus habi-tantes, en su gran mayoría chilenos, para defender las prerrogativas de los intereses nacionales, en la disputa por el territorio con Bolivia. En ello, se mezclaron una visión vivencial del proceso de conectividad vial con los centros productivos mineros en pleno desierto, conjuntamen-te con una clara conciencia cívica que, manifestada en el municipio, creado por los chilenos y europeos en 1872, transformó a los antofa-gastinos en celosos regionalistas que habían logrado amplias faculta-des políticas en su municipalidad. La lucha por establecer un control del territorio, en pro de la creación de la provincia de Antofagasta, significó una preeminencia del paisaje del desierto y calichero por so-bre el ubicado en los faldeos cordilleranos. A su vez, el sujeto social

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representativo fue el minero, pionero, cateador u empresario por sobre la población originaria de la región (los changos de la costa o los ata-cameños de la precordillera).

A esta visión, casi unitaria, se acomodó la mirada nacional, repre-sentada en el Estado. El conflicto bélico hizo que Santiago apreciara la región en clave geopolítica, tanto su geografía limítrofe con Bolivia y Argentina como su riqueza económica que va a sostener al Estado por más de cincuenta años. Esa aproximación estuvo acompañada de la denominada «Política boliviana» que, en cierta medida, hizo confluir, por ejemplo, la extensión del ferrocarril de Antofagasta hasta Oruro, los intereses estatales con los regionales. Esta última perspectiva es la que delata la Guía de Antofagasta. El avance de la estructura político-administrativa del Estado en el territorio significó plantearse de modo dicotómico el paisaje precordillerano y la etnia atacameña, tanto por el Estado, en la perspectiva de chilenizar es civilizar, lo cual se tradujo en una indiferencia hacia la población del interior de la provincia de Antofagasta que se delató en la nueva mirada que se proyecta des-de la Guía de Antofagasta, como una área distinta a la observada en los campamentos y oficinas mineros y salitreras como en la propia urbe, en proceso de industrialización. El paisaje de oasis, de iglesias del tiempo colonial, de habitantes en armonía con la tierra, con sus costumbres, constituyó un desvelamiento de lo existente en el interior, valorable en sí mismo.

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Itinerarios del viaje nacionalista. La Patagonia argentina austral revisitada

Alejandro F. Gasel

1. Introducción

Nuestro trabajo razona un tipo de relato de viaje que se despliega y genera distintas significaciones cuando lo pensamos ligado al proceso de constitución de la nación argentina. Para ello, posicionamos nuestra lectura sobre Viaje a la Patagonia Austral de Francisco Moreno, texto publicado en 1879, con el objetivo de reubicar su singular escritura bajo la lógica de una disputa donde se sincretiza el problema de lo nacional como expansión del Estado-nación, del relato de viaje con implicancias literarias y el de la inscripción de un territorio periféri-co como es la Patagonia. El otro texto que leeremos es La Australia argentina, de Roberto Payró, que apareció en 1899, en el diario El Comercio, y muestra similitudes en su itinerario nacionalista.

En primer lugar, pensamos que estas escrituras tienen la característi-ca de operarse, vigilarse y definirse bajo el pedido del gobierno nacional de ese momento. En ese sentido, el viaje se constituye como exploratorio y cartográfico, agenciando simultáneamente modos de establecer los pre-cisos límites de un Estado-nación en ciernes. En segundo lugar, el relato de viaje disputa un espacio (o locus) de enunciación subjetiva que tien-de a ornamentar el relato; esta filiación y premura subjetiva manifies-ta cierta literariedad que se le puede atribuir. Por último, sostenemos la importancia de pensar el texto como maquinaria imaginativa para producir/reproducir una nueva forma de pensar un territorio como la Patagonia austral en tanto eje y cimbronazo para la discusión sobre los modos de constitución del relato nacional. Queremos decir con esto que, si siempre se dudó del compromiso del Estado nacional por

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estos territorios (Livon-Grosman 13; Barbería 51) o por la posesión de este territorio periférico, la escritura del perito Francisco Moreno y de Roberto Payró intervienen para constituir/instalar la argentinidad1 de ellos desde las formas enunciativas monológicas que constituyen lo que llamamos el itinerario del viaje nacionalista.

2. Itinerarios de viajes

En Viaje a la Patagonia austral hay una clara intención literaria. La Patagonia que Francisco Moreno relata, intenta informar sobre la misma y trazar una escritura literaria para descubrir ese territorio, fo-calizando que el posible lector habita distante y lejano de ella. Editado por el propio autor, en 1876, el libro es un texto que trama un universo intertextual donde se encuentran Charles Darwin y George Muster. El escrito contiene «sus impresiones como viajeros» y entre las aspiracio-nes del autor está que «los compatriotas puedan formarse una idea de lo que encierra esta gran porción de la Patria, siempre denigrada por los que se contentan de mirarla desde las bibliotecas» (Moreno 6). Asimismo, la escritura asume que los problemas que genera que Chile dispute los territorios al Estado argentino también es un motivo para llevar adelante esta escritura.

Viaje a la Patagonia Austral está organizado como un diario, dedi-cado principalmente a narrar el ascenso al río Santa Cruz que Moreno lleva a cabo entre fines de 1876 y principios de 1877. Este intento es algo más que un simple viaje de reconocimiento, es reconstruir y resignificar un prestigioso viaje anterior. La ascensión del río es uno de los fracasos más notables en los diarios de Charles Darwin y Fitz Roy. Cansado de tratar de remontar, escaso de víveres, Darwin no pudo comprobar si ese curso de agua le permitía llegar hasta el océano Pacífico. Es más,

1 En 1920, cuando se suceden las huelgas patagónicas, cuenta Osvaldo Bayer (1993) que una forma descalificadora para impugnar la voz de los trabajadores era tildarlos de «extranjeros o extranjerizantes». Argumento/falacia ad hominen que resulta graciosa al comprobarse, como dice Bayer (68-69), que todos los habitantes de Río Gallegos eran de origen extranjero. En este marco, resulta interesante también hacer notar que Bayer (25) inicia el primer capítulo de su saga con una cita de un militar, el coronel Varela, que en su informe señala que la impresión del argentino es que el territorio de Santa Cruz no pertenece a nuestra patria.

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es constante la referencia al viaje de Darwin: «a medio día llegamos al último punto donde alcanzó la expedición inglesa» (Moreno 149). La diferencia temporal entre ambos viajes es de cuarenta años, pero las condiciones de viajes son las mismas: el perito Moreno no deja de re-cordarlas y de exaltar su triunfo. El tono celebratorio está ligado a una reivindicación nacionalista que se reconoce en la lectura de fragmentos de Viaje a la Patagonia Austral.

La función del viaje es de relevamiento con el objetivo de estable-cer las características y los límites geográficos tanto en lo interno como en lo externo. Simultáneamente, y a pesar de que dos terceras partes están dedicadas a narrar el viaje hacia el lago Argentino, los dos ejes temáticos del libro son la recolección de artesanías, animales y huesos con la idea de formar un museo y su relación con los pueblos origi-narios. Moreno dedica el primer capítulo a delinear una genealogía personal que sincretiza su proyecto personal y su proyecto público.

Algunas personas se dignaron aumentar la colección con los donativos siguientes, que consideraba adquisiciones impor-tantísimas: dos vértebras caudales, fracturadas de gliptodonte; tres placas de coraza del mismo animal, algunos insectos del Paraguay, y un arco con seis flechas, armas de los indios del Chaco, y un famoso ídolo de una pagoda china, figurón bauti-zado así por nosotros, y que era el crédito de nuestra colección (Moreno 10).

Esta descripción alocada y paradojal que Livon-Grosman (113) vincula con la de Jorge Luis Borges en el lenguaje analítico de Wilkins, contiene en sí misma los elementos que se pueden encontrar en un museo de historia nacional. La revelación del pasado, que Moreno propone en Viaje a la Patagonia Austral como «el estudio del indígena patagónico», constituye a la Patagonia en materia de interés que lo mueve al largo viaje de su revalorización y relevamiento.

En búsqueda de una continuidad narrativa, Moreno hace que ese pri-mer capítulo contenga elementos que luego aparecerán en su valoración del indígena que podremos calificar al menos como ambivalente. En algu-nos fragmentos, Moreno defiende la naturaleza del indígena y establece una dicotomía indígena bueno pero pervertido por la civilización occiden-tal que lo hace concluir que el mejor indio es aquel que se encuentra en el

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museo. En algunas ocasiones se muestra optimista en lo que respecta a la integración del indígena. No obstante, y luego de narrarnos una compleja leyenda indígena que trata sobre la trasmutación después de la muerte, establece una diferencia jerárquica que niega a los indígenas una cultura propia. Viaje a la Patagonia Austral oscila entre un relato de peripecias y un relato de viajes, entre la observación científica, la referencia a la si-tuación política y la importancia de la zona para el futuro de la patria. El tema del indígena en el libro es etnográfico y se convierte en parte de la trama narrativa. Describe encuentros con los indígenas, donde la mención a sus amigos y la mezcla con observaciones científico-naturales, al menos impugnan el estatus científico del relato de viaje.

Livon-Grosman (139) sostiene que el viaje de Moreno, que adapta al modelo de sus predecesores, se escribe en función de un proyecto de ocupación por medio de una narrativa y la construcción de un museo que completa para sus contemporáneos el mapa imaginario del territo-rio nacional. Viaje y narración se conjugan y se tornan a lo largo de su carrera pública en una máquina de difusión en la cual el relevamiento es una forma de reclamar la riqueza. Livon-Grosman continúa dicien-do que el viaje del naturalista es un acto de soberanía, es un documento oficial pero de carácter híbrido donde no queda de lado la novela de aventura, la especulación etnográfica y el comentario político.

Nos interesa de Viaje a la Patagonia Austral esa hibridez desde la cual construye imaginarios nuevos y residuales sobre ese territorio: museologización, expansión del Estado, intimidad/aventura y etnogra-fía respecto del indígena, asociados a los peligros de su desaparición. Es importante valorar que este texto encuentra un correlato con el cual se resignifica y se obtiene una posible serialidad. En el siglo XIX, en la ciudad puerto y entre los hallazgos literarios del naciente Estado argentino, nos encontramos con La Australia Argentina del escritor, abogado y político Roberto J. Payró. Publicado en 1899, el texto com-pila una serie de publicaciones que el diario La Nación diera a cono-cer durante 1898. Estas compilaciones se pueden incluir en la serie de producciones periodísticas que realiza Roberto Payró, quien se inició como corrector en 1883 en el diario El Comercio2.

2 Podemos citar otras actividades periodísticas que realizó el autor: en 1884, fue traductor de crónicas policiales dirigido por los hermanos Gutiérrez; en 1885,

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Su viaje se realiza en compañía del perito Moreno, y cumple la función de redactor y promotor del iniciante interés nacional sobre la Patagonia austral. Suben al Vilariño (famoso transporte hacia la Patagonia) para comenzar su recorrido por el territorio que estudiamos y que se describe en 50 capítulos que va proponiendo como testimonio fiel de este viaje. Los capítulos tematizan siempre alguna cuestión geo-gráfica, y nos sitúan en los lugares que visitan y refieren a sucesos en ese locus. Por ejemplo, en los capítulos «Altamar», «Carnaval en Santa Cruz», «Los adioses de Santa Cruz», «Rumbo a Gallegos», «La capital de Santa Cruz», «Los fueguinos», «En el estrecho de Magallanes», «La noche de Ushuaia», etcétera.

Es interesante revisar el prólogo del libro, donde Bartolomé Mitre caracteriza a la obra diciendo:

No basta con ser dueño de un territorio rico, si el hombre no se identifica con él por la idea y lo fecunda, por el trabajo, y sobre todo si el libro no le imprime el sello que constituye como un título de propiedad, haciéndolo valer más. Por esto su libro, como comentario de un mapa geográfico hasta hoy casi mudo, importará la toma de posesión, en nombre de la literatura, de un territorio casi ignorado, que forma parte integrante de la sobera-nía argentina, pero que todavía no se ha incorporado a ella para dilatarla y vivificarla.

Ese territorio, mal apreciado por los viajeros como una región es-téril, considerado durante siglos como res nullius, y que ha dado ori-gen a cuestiones internacionales de límites, felizmente solucionadas, ha sido al fin bien explorado por los geógrafos y naturalistas argentinos, que han descubierto en él una región bien articulada y colmada de ri-quezas naturales que prometen un vasto campo a la actividad nacional, por medio de su colonización sistemada, así como a la inmigración y a la aclimatación de todas las razas de la tierra (Payró 5).

Esta introducción sistematiza una serie de elementos que configu-ran la estructura de la obra y su construcción argumentativa a favor de dar a conocer al lector un territorio desconocido, de convencer sobre la

periodista en La Libertad, de Victorino de la Plaza, y en Sud-América y en La Razón, de Onésimo Leguizamón, portavoz del laicismo. En 1886, ejerció como redactor del diario Intransigente, de Córdoba, vocero del clericalismo.

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posibilidad de desarrollismo en ese espacio. Mitre continúa sosteniendo que la necesidad de este territorio es para «amarlo» y por ende se pre-cisa conocerlo. Son palabras asociadas al fuerte tono descriptivo que la obra supone. En este sentido la descripción es una nota distintiva de este libro. La descripción ocupa gran parte del entramado narrativo, cargado de enumeraciones, anécdotas, repeticiones que constituyen la escritura periodística del texto de Payró. Dice el comienzo del capítulo II:

Pedro Sarmiento de Gamboa, el intrépido navegante espa-ñol que en 1579 visitó el estrecho de Magallanes, y que legó su nombre a una de las montañas más altas de la Tierra del Fuego –el monte Sarmiento, casi continuamente envuelto en pesadas nubes– decía en la Relación de su viaje, refiriéndose a los temi-bles mares del sur:

«Y todo se excusara si los que por aquí antes pasaron hu-bieran sido diligentes en hacer derroteros y avisar con buenas figuras y descripciones ciertas, porque las que hicieron que has-ta agora hay y andan vulgarmente, son perjudiciales, dañosas, que harán peligrar a mil Armadas si se rigen por ellas, y harán desconfiar a los muy animosos y constantes Descubridores, no procurando hacer otra diligencia» (Payró 10-11).

A partir de este fragmento reconocemos la necesidad de trazar un recorrido dialógico de las crónicas. No aparecen restringidas a un con-texto o a la productividad de un autor, sino que establecen una cone-xión argumental con escrituras anteriores (imperiales y de los confines como hemos expresado anteriormente).

El 16 de febrero a primera hora, entramos en Golfo Nuevo, después de tres días de navegación feliz. Bahía Nueva lo llamaba Fitz Roy, y parece un inmenso lago circular, rodeado de altas colinas de piedra. En sus aguas mansas vagan las medusas, como grandes y móviles flores acuáticas diversamente coloreadas por la luz, ya, con sus filamentos semejando raíces, hacia el fondo del mar, ya hacia la superficie, cual si fueran los tallos de una planta brotada en extraña maceta.

Aquella tarde sobre todo rodeaban a millares el casco del Villarino, y se las veía hasta una profundidad de varios metros, gracias a la limpidez del agua. Algo atraía indudablemente a aquellos cuerpos gelatinosos, que fuera de su elemento se desha-cen y derriten, casi sin dejar rastro, y que fluctúan en él, cambian

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de forma y viven con una vida semi-vegetal, como hongos dota-dos de movimiento.

El día antes habíamos visto las primeras toninas. Vinieron de lejos, sobre las olas, a correr carreras con el Villarino, y a ju-guetear en torno de él. Unas hendían el mar delante de la proa, como si arrastraran el barco; otras se entregaban a un extraor-dinario steeple-chase, corriendo en filas de a tres, de a cuatro en fondo, con las aletas y parte del lomo fuera del agua, y saltando de cresta en cresta, como acróbatas de extraordinaria elastici-dad. No se fatigaban. De pronto, aburridas, forzaban la marcha, y no tardaban en desaparecer a lo lejos, en la misma dirección del buque. A veces se entretenían en dar la vuelta alrededor, para ocupar de nuevo su lugar a proa, entre la espuma de la rompien-te (Payró 15).

La cita anterior nos muestra el tono descriptivo vinculado con la necesidad de propagandizar el territorio e impugnar un selecto imagi-nario que, como expresara Mitre en el prólogo, le habría traído mala fama al territorio. La tematización de los recursos naturales, de los poblados, e incluso de la evidencia arqueológica, sirve para defender la potencialidad del territorio mientras que descubre y exhibe un pa-sado histórico, como sucede cuando entrama en su narración a Pedro Sarmiento de Gamboa y Antonio Pigafetta. Jenifer Valko (28) ve en esta escritura una denotada intención de fomentar la inmigración eu-ropea, especialmente germánica y británica, con la esperanza de cam-biar no solo su economía y topografía, sino también la fisonomía y carácter de su pueblo.

Los artículos se escriben en primera persona y mezclan técnicas de escritura como la narración, el diálogo y descripciones costumbristas con datos, estadísticas e información científica. Payró viaja por la cos-ta patagónica en el vapor Villarino y visita Puerto Madryn, Chubut; Puerto Deseado, Puerto Santa Cruz y Río Gallegos, Santa Cruz; Punta Arenas, Chile (antes Magallanes); Lapataia, Ushuaia; Buen Suceso, Tierra del Fuego; San Juan de Salvamento, Isla de los Estados, donde reside por un mes y luego vuelve a Buenos Aires en el vapor Primero de Mayo. Payró cita a Alemann, Fitz Roy, Darwin, Pigafetta, Magallanes, D’Orbigney, Moussy, Bougainville y Bridges, entre otros. Utiliza tam-bién a autores argentinos como Francisco Moreno y Ramón Lista.

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La crónica exalta la labor de los pioneros y subraya las carencias en áreas como infraestructura, medios de transporte sistematizados para hacer llegar productos a mercados, sistemas de riego, etcétera. También reprocha la mala distribución de tierras fiscales y sus consecuencias. Para Payró es el Estado, y no especuladores ni empresas privadas, el que debe ocuparse de respaldar los esfuerzos de los inmigrantes en el contexto de la evolución del país. Consciente del perfil de sus lectores urbanos, su texto pretende animar al público a intervenir y aportar al desarrollo de la Patagonia. Según el periodista, los dos problemas que obstaculizan el progreso de la nación son la incomunicación entre estas regiones y el resto del país, y su descuido por el gobierno central. Las críticas de Payró al gobierno son más específicas y agudas en las últi-mas páginas de su crónica; por ejemplo, cuando declara:

La tierra –mucha parte de ella, por lo menos– está en poder de compañías especuladoras y avaras, que mientras aprovechan el trabajo del colono no le permiten conquistar el pedazo de te-rreno prometido y que sería su independencia, porque perderían el siervo pseudo-libre que las enriquece (Payró 493-494).

A Estados Unidos, y no acertamos a imitarlos en aquello que ha cooperado con más eficacia a su engrandecimiento. Aquí todas son trabas, y cuando el pioneer se lanza por fin a aquellos incul-tos y pobres campos, después de vencer dificultades sin cuento, encuentra en las autoridades el mismo afán de gobierno a todo trance que viviendo en un centro de civilización (Payró 110).

Costumbres, idioma, religión, todo aleja a sus habitantes del tipo común de nuestro país, y se diría que se ha salido de él, al entrar en la colonia. Naturalmente, estas diferencias irán disminuyendo a medida que el tiempo pase, y este elemento he-terogéneo irá fundiéndose en la masa general, así como comien-zan a asimilarse las diversas razas, en un principio aisladas, que forman –por ejemplo– la población de Santa Fe. Más lejano, el Chubut no ha facilitado tanto la mezcla, y su aislamiento es lo que ha mantenido la casta sin variación apreciable en estos trein-ta y dos años (Payró 40).

Este comentario marca la diferencia entre los habitantes de Chubut, en su mayoría galeses, y los argentinos, y describe el proceso de asimi-lación que desea lograr el gobierno. Asimismo, destaca la importancia de eliminar la separación geográfica entre las ciudades y el interior

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para alcanzar los objetivos del Estado. Paradójicamente, la cita usa como ejemplo de lugar de asimilación la provincia de Santa Fe, ubica-ción geográfica de las primeras colonias agrícolas suizas cerradas en el país y escenario de levantamientos armados cuyos efectos sacudieron al país en 1893 y en años posteriores.

La narración de La Australia argentina se interrumpe para interca-lar un sueño sobre el porvenir de la Patagonia. Quien sueña es Payró mismo:

Patagonia estaba ya poblada desde Viedma hasta la punta Dungeness, desde el Atlántico hasta los valles habitables de los Andes; cada Puerto era un pueblo, cada caleta una aldea. Luego la población se hacía más densa a medida que avanzaba la falda de la cordillera, donde vivía con una vida intensa y pacífica, libre y feliz. Esos pobladores eran ya tostados y nervudos hombres de campo, derechos sobre el caballo o encorvados sobre la esteva, manufactureros vigorosos, leñadores, mineros (...). Los trenes lle-vaban a la costa los productos de todo el interior. Por los grandes ríos que bajan de la montaña, iban y venían las chatas a vapor, llenas de mercaderías, de minerales, de maderas. Variaba el clima, brotaba el bosque hasta en el arenal, perdía Patagonia su fisono-mía misteriosa y amenazadora, y de aquel territorio inculto y casi desierto, surgían una, dos, tres provincias que reclamaban el self-government, con más razón que muchas otras, diciendo: «¡Ah! Nos habéis dejado, y hemos crecido solas, por nosotras mismas, con nuestras fuerzas personales, sin ayuda, sin simpatía, sin edu-cación casi, y hoy tenemos otro modo de ser, otras costumbres, otros hijos distintos de los vuestros. Y contad con que sólo quere-mos ser estados dentro del Estado» (Payró 103-104).

Payró usa el tropo imperialista para revelar la transformación de la región por extranjeros, en este caso para el bien de Argentina. Pero al mismo tiempo revela un imperialismo interno al hacer referencia al pro-grama de la Conquista del Desierto con respecto a poblaciones aboríge-nes. Esta digresión es crucial porque revela una serie de contradicciones.

Por una parte, se refiere al estereotipo argentino de la Patagonia como lugar misterioso, amenazador y vacío. No obstante, muestra su antítesis al retratar la población y el progreso económico del territo-rio, haciendo una referencia implícita pero a la vez precisa, como se verá a continuación, a la expansión, inmigración y desarrollo en los

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Estados Unidos. Además, Payró utiliza la personificación, una figura retórica que se emplea para despertar emociones, cuando presenta a las provincias que «reclamaban el self-government» y expresan su deseo de incorporarse al Estado. Aunque la repetición de la palabra «otro» («otro modo de ser», «otras costumbres», «otros hijos distintos de los vuestros») alude a la presencia de comunidades que no son «argenti-nas», estas aspiran a serlo. Es decir, el reportero imagina la expansión de la República con territorios que ya disponen de una unidad política («estados»), en este caso de extranjeros, que desean unirse al Estado argentino («el Estado»).

En sus trabajos sobre otras obras de Payró, Noé Jitrik (1971) y David Viñas (2003) afirman que el autor, un supuesto pensador so-cialista, sin darse cuenta, cae en la trampa de comunicar y apoyar la posición ideológica de la clase dominante argentina en lugar de cues-tionarla o tomar una postura crítica. El sueño de Payró parece confir-mar la contradicción que observan Jitrik y Viñas, pues, leída desde su perspectiva, la anécdota onírica de Payró resultaría incongruente: a pesar de que en su crónica el reportero critica la ausencia del Estado por su política de dejar el desarrollo de la región en manos de compa-ñías privadas, este fragmento sugiere que los habitantes de la región llevarán a cabo el proyecto civilizador sin ayuda: fundarán industrias, establecerán un régimen democrático y, paradójicamente, querrán in-tegrarse a ese mismo Estado argentino que no los apoya, siendo dicha integración el anhelo y el programa de los gobernantes del país. Sin embargo, este sueño intercalado también sirve como punto de refe-rencia para contrastar la realidad que el periodista observa durante su recorrido por la Patagonia: al separarlo como relato onírico en su na-rrativa marca lo absurdo de la visión propuesta por los partidarios de la inmigración artificial si no hay respaldo directo del Estado. Es decir, el gobierno no desempeña pero debe desempeñar un papel activo en la distribución equilibrada de terrenos, la construcción de infraestructura e instituciones básicas para incorporar las regiones y sus nuevos habi-tantes a sistemas de comercio y por ende a la nación como ciudadanos.

Finalmente, la obra de Payró concluye con la siguiente afirmación que transcribimos en donde entendemos vuelve a poner en tensión la

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idea de Patagonia como lugar alejado/sombrío que contrasta con los sueños que los proyectos del siglo XIX proponen para este territorio.

Buenos Aires se presentó a nuestra vista aquella mañana, envuelta en vapores luminosos, dorada por el sol, resplandecien-te como una ciudad de pasión y de encanto.

Todos estábamos sobre cubierta cuando el 1° de mayo, sur-cando lentamente el río, entraba a media fuerza en el canal, seña-lado por gruesas boyas que la ola mece sin descanso. Pero, desde que entramos en el canal ¡qué largos fueron aquellos minutos!, ¡cómo parecía que no avanzábamos hasta el bosque de mástiles del puerto!... ¡Oh! Un viaje de tres meses no es un largo viaje; pero cuando se han pasado en el aislamiento, en la separación absoluta de todo lo querido, de todo lo usual, los meses, las se-manas se convierten en años, y el tiempo, eternizándose, fatiga y envejece, sin embargo, con mayor rapidez. Por fin desembar-camos, y minutos después –ya revisadas las valijas– corríamos en carruaje hacia el centro de la ciudad, casi sin despedirnos de nadie, con la premura de quien va a reanudar la vida.

Estos viajes son como la rápida lectura de un libro variado e interesante: cuando se llega al fin sólo queda una impresión nebulosa, muy tenue y muy frágil, compuesta, sin embargo, de todas las impresiones íntegras que se han experimentado, em-palidecidas, casi efímeras, pero prontas a reaparecer, ante una decidida evocación, con toda su intensidad y todo su relieve. He intentado esta evocación, y al escribir estas páginas he revivido mi viaje, sin lograr, no obstante, fijar todas sus sensaciones en el papel. Si hubiera alcanzado a la verdad descriptiva y sugestiva con que soñaba al tomar la pluma... Pero tengo confianza en otro resultado, menos artístico, pero más útil: que el Gobierno y los hombres de empresa fijen su atención en las regiones que recorrí, el uno para incorporarlas definitivamente a la existencia nacional, los otros para llevar a ellas sus iniciativas y sus esfuer-zos, acelerando su progreso para cosechar sus primeros frutos. Si eso se logra, por indirectamente que sea, este modesto trabajo irá a dormir en el olvido, pero no sin servir antes un momento. Cierto que con él o sin él, Patagonia cumplirá, más bien tempra-no que tarde, los destinos a que está llamada (Payró 300-301).

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3. Finales

Para sintetizar, consideramos relevante volver a recapitular el fuer-te tono pedagógico que comparten la escritura de Moreno y Payró que hemos analizado y cómo desde ese lugar intervienen construyendo imaginarios ligados al proyecto nacional que son vehiculizados para volver a escribir e inscribir el territorio de la Patagonia austral.

Este tono pedagógico debe pensarse relacionado con la categoría territorio no entendida como un espacio heterotópico, sino como una forma singular, única y monológica que la Patagonia austral viene a concretar como posible en la escritura de sendos autores, constitutiva al proceso de consolidación de un estado nacional centralista: recorri-do por un territorio, descripción, recolección de datos, promoción del estado nacional.

La escritura de ambos autores también se agencia desde un con-tinuum de inscripciones de un territorio particular para la historia cultural de Argentina: la Patagonia. Revisado, extrapolado, narrado e inventado desde el siglo XVI a través de la voz de Magallanes y Pedro Sarmiento de Gamboa hasta la voz contemporánea del testimonio de Osvaldo Bayer, la Patagonia es eje de lecturas y relecturas. La expe-riencia de Payró y Moreno constituye un particular episodio cultural: la narración de la Patagonia austral desde un siglo XIX que intenta consolidar un proyecto nacional.

Esta lectura razonada como itinerario del viaje nacionalista aporta una mirada posible sobre las inscripciones de este territorio ambiguo, impreciso y que tanta tinta hace derramar. Entre literatura y política, la Patagonia austral emerge como nación y como Argentina para ser revisitada. Nuevos episodios del siglo XX contribuirán a impugnar, relativizar o tematizar este territorio. Lo propuesto por nosotros es un itinerario en una madeja representacional que parece ser infinita.

Obras citadas

Barbería, Elsa. Los dueños de la tierra. Río Gallegos, Argentina: UNPA, 1995. Bayer, Osvaldo. La Patagonia rebelde. Los bandoleros. Buenos Aires: Planeta,

1993.

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Jitrik, Noé. «Socialismo y gracia en Roberto J. Payró». El fuego de la especie: ensayos sobre seis escritores argentinos. Buenos Aires: Siglo Veintiuno. 1971; 99-127.

Livon-Grosman, Ernesto. Geografías imaginarias. El relato de viaje y la construcción del espacio patagónico. Rosario: Beatriz Viterbo, 2003.

Moreno, Francisco (1879). Viaje a la Patagonia Austral. Buenos Aires: El Elefante Blanco, 2010.

Payró, Roberto (1899). La Australia argentina: excursión periodística a las costas patagónicas, Tierra del Fuego e Isla de los Estados. 2 vols. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1982.

Valko, Jennifer: «Soñar con el futuro. Proyectos inmigratorios para la Patagonia en Teodoro Alemán y Roberto Payró». Iberoamericana 30, VIII, (2008): 27-45.

Viñas, David. «Payró como socialista del 1900 y ‘hombre de La Nación’». Indios, ejército y frontera. Buenos Aires: Santiago Arcos Editor, 2003, 299-302.

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Marina Alvarado Cornejo es Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Licenciada en Educación y profe-sora de Estado en castellano por la Universidad de Santiago de Chile. Se desempeña como académica permanente en la Escuela de Educación en Castellano de la Universidad Católica Silva Henríquez, dictando cursos de Teoría y Crítica Literaria, y dirigiendo tesis. Las líneas de in-vestigación que desarrolla gracias al programa Fondecyt son literatura chilena del siglo XIX, prensa de Chile y Argentina, también del 1800, y escritura de mujeres. Sus principales publicaciones corresponden a los artículos publicados en revistas como Anales de Literatura Chilena, Taller de Letras y otras; y sus libros editados por Cuarto Propio, el pri-mero, Teresa Wilms Montt. Estrategias textuales y conflictos de época (Santiago de Chile, 2013); y Revistas culturales y literarias chilenas de 1894 a 1920: legitimadoras del campo literario nacional (Santiago de Chile, 2013).

Ignacio Álvarez es Doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es profesor en el Departamento de Literatura de la Universidad de Chile, y trabaja fundamentalmente temas de narrativa y cultura chilenas. Escribió el libro Novela y nación en el siglo XX chileno (Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2009) y realizó junto a Hugo Bello Maldonado la edición crítica de la Obra completa  de Baldomero Lillo (Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2008). Actualmente estudia las versio-nes del realismo en la novela chilena de los siglos XIX y XX, y prepara una edición crítica de los Cuentos completos  de Manuel Rojas.

Estefanía Andahur es Magíster en Psicología Clínica. Se ha espe-cializado en estudios de género, investigando en áreas relacionadas a los espacios de exclusión como el psiquiátrico y la cárcel, como tam-bién en políticas con enfoque de género e intervención psicosocial. 

Eduardo Barraza es Doctor en Literatura y profesor titular de posgrado e investigador de la Universidad de Los Lagos. Cuenta con

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Andrea Kottow y Stefanie Massmann

una vasta experiencia en proyectos de investigación con énfasis en el «discurso de la conquista», categoría textual que propone como ins-tancia teórica y metodológica. Autor, coautor y editor de textos como Cuentos orales de raíz hispánica (Valdivia: Universidad Austral de Chile, 1992), Cuentos orales de adivinanzas (Osorno: Universidad de Los Lagos, 1994), Estudios de literatura chilena e hispanoamericana contemporánea (Osorno: Universidad de Los Lagos, 1996), De la es-critura de rebeliones a la rebelión de la escritura (Valdivia: Universidad Austral de Chile, 2002), De La Araucana a Butamalón (Valdivia: Universidad Austral de Chile, 2004), Adelantados y escritura de la conquista (Santiago de Chile: Editorial Universidad de Santiago de Chile, 2013). Es socio fundador y ex presidente de la Sociedad Chilena de Estudios Literarios (SOCHEL). Sus proyectos Fondecyt más recien-tes se relacionan con investigaciones sobre «textualidades y contextos del español de Chile colonial» (2004), «el discurso de la conquista postulado como una serie textual autónoma de la literatura chilena» (2008) y el correlato «texto/nación en la narrativa chilena de filiación histórica» (2012). Sus artículos han sido publicados en capítulos de libros y en revistas especializadas como Estudios Filológicos, Alpha, Anales de Literatura Chilena, Cuadernos Americanos, Cuadernos del CILHA, América y otras.

Hugo Bello es Doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Licenciado en Humanidades, con mención en Lingüística y Literatura hispánica de la Universidad de Chile. En la ac-tualidad se desempeña como académico del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Alberto Hurtado. Dirige el Magíster en Literatura latinoamericana de la Facultad de Filosofía de la misma uni-versidad. Como investigador ha trabajado en la obra de José Victorino Lastarria, de quien ha publicado la edición crítica de su obra narrativa. Junto con Ignacio Álvarez, realizó la edición crítica de la obra com-pleta de Baldomero Lillo (Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2008). Entre 2009 y 2012 obtuvo una beca para realizar un proyecto de investigación postdoctoral. Ha publicado ar-tículos sobre María Luisa Bombal y Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Lastarria y Lezama Lima.

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Autores

Niklas Bornhauser es Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y Licenciado en Psicología por la Universidad Diego Portales. Ha trabajado como docente, investigador y clínico en diversas universidades, iniciando su trayectoria académica en la Julius-Maximilians-Universität de Würzburg. Actualmente se desempeña como académico en la Escuela de Psicología de la Universidad Andrés Bello. Es investigador en el campo del psicoanálisis, de la epistemolo-gía y de la historia de las ideas. Ha publicado artículos en alemán, in-glés y castellano en libros y revistas especializadas como Acta Literaria, Alpha, Atenea, Psychologie und Gesellschaftskritik, Texte, etcétera.

Gabriel Castillo Fadic es Doctor en Filosofía del arte y estética, Lettres-Sciences Humaines por la Universidad de París I Panthéon-Sorbonne, DEA en Música y Musicología del siglo XX por la École Normale Supérieure, École des Hautes Études en Sciences Sociales, IRCAM y CNRS, Licenciado en estética y periodista por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente es profesor asociado y di-rector del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Sus áreas de docencia e investigación son la teoría estéti-ca contemporánea comparada, los imaginarios residuales en Chile e Iberoamérica, la filosofía de la expresión sonora y la estética del espa-cio urbano. Es autor de los libros Musiques du XXème siècleau sud du río Bravo: Images d‘identité et d‘altérité (París: L‘Harmattan, 2006) y Las estéticas nocturnas: ensayo republicano y representación cultu-ral en Chile e Iberoamérica  (Santiago de Chile: PUC, 2003), además de numerosos artículos científicos y capítulos de libros. Actualmente realiza el proyecto de investigación Vanguardia, anticipación tecnoló-gica y socialismo en el imaginario republicano tardío de Chile (1968-1976) y prepara la publicación de dos nuevos libros: Luz, modernidad y representación en Chile, 1910-2010: aplicaciones retóricas de la luz en la fotografía, el cine, los discursos institucionales y los textos críti-cos (con Pablo Corro y José Pablo Concha), y El ciclo cinematográfico de la televisión chilena (1965-1978): imágenes secundarias, tiempo e historia (con Pablo Corro), ambos con la editorial Cuarto Propio.

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Pablo Corro Pemjean es Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, España, Licenciado en Estética por la Pontificia Universidad Católica de Chile y Periodista y Licenciado en Comunicación por la Universidad Diego Portales. Actualmente se desempeña como académico en el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es investigador en el campo de la teoría del cine y el audiovisual. Ha incursionado en las relaciones entre cine y literatura chilenos y se ha es-pecializado en la teoría del cine documental. Es autor del libro Retóricas del cine chileno (Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2012), y coautor de los libros Melodrama, subjetividad e historia (Santiago de Chile: Facultad de Comunicaciones, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2009), y Teorías del cine documental chileno: 1957-1973 (Santiago de Chile: Instituto de Estética, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2007). Sus artículos han sido publicados en libros y revistas especia-lizados como Literatura y Lingüística, Teología y Vida, Cuadernos de Arte, Aisthesis, etcétera.

Alejandro Fielbaum S. es sociólogo y Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile, Magíster en Estudios lati-noamericanos por la Universidad de Chile y profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez. Ha publicado variados artículos sobre pensamiento la-tinoamericano, teoría política y filosofía del arte en libros y revistas tales como Atenea, Cuyo: Anuario de Filosofía Argentina y Americana, Literatura y Lingüística, Mapocho y Revista de Teoría del Arte.

Alejandro Gasel es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de la Plata, profesor y Licenciado en Letras por la Universidad Nacional del Litoral y especialista en Ciencias Sociales por Flacso Argentina. Actualmente se desempeña como profesor adjunto ordinario en las cá-tedras de teoría literaria del profesorado y licenciatura en Letras de la Universidad Nacional de la Patagonia Austral (sede Río Gallegos). Se ha especializado en los modos de inscripción social del territorio en las literaturas argentinas. Es becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, y participa en diferentes pro-yectos de investigación sobre la relación entre literaturas latinoame-ricanas, ideologías y pedagogías por-venir. Ha publicado artículos en

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Autores

revistas especializadas como las del NELIC –Universidad Federal de Santa Catarina–, Brasil, y Revista de Humanidades de la Universidad Andrés Bello.

José Antonio González Pizarro es Doctor en Historia por la Universidad de Navarra. Es profesor titular de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Católica del Norte, profesor titular de la Facultad de Ciencias Sociales y de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Antofagasta y miembro de programas de postgrado en ciencias sociales, antropología y derecho. Entre sus áreas de estudios, figuran la historia social y económica del norte grande de Chile, las re-laciones internacionales y los nexos entre sociedad y cultura en Chile y América Latina. Ha publicado más de 40 libros como autor y coautor, y más de 200 artículos en revistas europeas, latinoamericanas y chilenas. Sus últimas publicaciones son: Infrastructure, Design, Signalling and Security in Railway (Croatia: Xavier Perpiña, 2012); Andrés Sabella. Itinerario biográfico y obra literaria de un hombre del desierto de Atacama (Antofagasta: Ediciones Universitarias, Universidad Católica del Norte, 2013); La sociedad del salitre. Protagonistas, migraciones, cultura urbana y espacios públicos (Sergio González, comp.; Santiago de Chile: RIL Editores, 2013).

Alvaro Kaempfer obtuvo su doctorado en Literatura hispánica en Washington University in St. Louis (Missouri, Estados Unidos), su más-ter en la Universidad de Santiago de Chile y se tituló de profesor de castellano en la Universidad Austral (Valdivia, Chile). Actualmente es profesor asociado de español y estudios latinoamericanos en Gettysburg College (Pensilvania, Estados Unidos). Su investigación aborda, bajo una perspectiva comparada, la ligazón entre colonialismo y modernidad/glo-balización en el Cono Sur y Brasil a partir de la relación entre litera-tura, política e historia. Es autor de Relatos de soberanía, cohesión y emancipación. Declaraciones de independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica (1816), Chile (1818) y Brasil (1822) (Santiago de Chile: Editorial USACh, 2009). Sus artículos han sido publicados en libros y re-vistas especializados como Araucaria, Inti, Dieciocho, Revista Mapocho, Modern Language Notes, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana,

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Atenea, Revista Iberoamericana, Journal of Latin American Cultural Studies, Mester, Confluencia, entre otras.

Andrea Kottow es Doctora en Historia de la Medicina por la Freie Universität Berlin, en Lengua y Literatura hispánicas, y en ge-neral y comparada de la Universidad de Chile. Actualmente se des-empeña como académica en el Departamento de Humanidades de la Universidad Andrés Bello. Es investigadora en el campo de los estudios culturales y literarios, y se ha especializado en las relaciones entre lite-ratura y medicina con un enfoque biopolítico, concentrándose en las representaciones y significaciones de enfermedad y salud en discursos literarios y otras prácticas discursivas. Es autora de Der kranke Mann. Medizinund Geschlecht in der Literaturum 1900 (El hombre enfermo. Medicina y género en la literatura del 1900) (Fráncfort/Nueva York: Campus, 2006). Sus artículos han sido publicados en libros y revistas especializados como Aisthesis, Acta Literaria, Atenea, Taller de Letras, etcétera.

Gonzalo Leiva Quijada es master europeo (Diplôme d’études approfondies d’études latino-américaines) y Doctorat en Histoire et Civilisation, EHESS, École des Hautes Études en Sciences Sociales, París; Licenciado en Estética por la Pontificia Universidad Católica de Chile; profesor de Historia y Geografía por la UMCE y profesor de Estado en Filosofía de la Universidad de Chile. Actualmente se des-empeña como académico de pre y postgrado del Instituto de Estética en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es investigador en las áreas de cultura visual y estudios culturales, enfocándose en el imagi-nario decimonónico y la modernidad del siglo XX. Es autor de Luces de modernidad (Santiago de Chile: Hermanos Larrea Editores, 2002); Álvaro Hoppe, el ojo en la historia (Santiago de Chile: Editorial La Nación, 2003); Luis Navarro, la potencia de la memoria (Santiago de Chile: Editorial Maval, 2004); Pioneros culturales y tecnológicos (Santiago de Chile: Editorial Maval, 2007); Multitudes en sombras: La AFI (Santiago de Chile: Ocho Libros Editores, 2008); Pulsiones fo-tográficas (Barcelona: L’ Agenda de la Imatge, 2009); Contrasombras: Leonora Vicuña (Santiago de Chile: Editorial Ocho Libros, 2010);

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Autores

Horizontes y abismo. Virginia Huneeus obra visual (Santiago de Chile: Editorial Ocho Libros, 2011); Ignacio Hochhausler, por el alma de Chile (Santiago de Chile: Editorial Origo, 2011); Fernando Opazo, Paisaje humano (Santiago de Chile: Editorial Origo, 2012); Sergio Larraín: Biografía estética, fotografía (Santiago de Chile: Editorial Metales Pesados, 2012); Golpe estético. Dictadura militar en Chile. 1973-1990 (Santiago de Chile: Editorial Ocho Libros, 2012); Luciérnagas Luis Prieto (Santiago de Chile: Lom Editores, 2013). Además, ha publicado numerosos artículos en revistas de corriente principal.

Stefanie Massmann es Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente es académica del Departamento de Humanidades de la Universidad Andrés Bello. Es investigadora en el campo de los estudios coloniales y postcolonia-les. Ha trabajado en torno a la identidad criolla en el Cautiverio fe-liz,  de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, a las re-escrituras de  La Araucana  en la prosa colonial, y ha concluido recientemente un proyecto Fondecyt sobre los primeros imaginarios geográficos del estrecho de Magallanes. Sus artículos han sido publicados en revis-tas especializadas nacionales e internacionales como Taller de Letras, Estudios Filológicos, Atenea, Chasqui y Revista de Crítica Literaria Latinoamericana.

Hebe Beatriz Molina es Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina). Es profesora titular de metodología de la investigación del profesorado y licenciatura en Letras (Universidad Nacional de Cuyo) e investigadora independien-te del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina (Conicet). Es miembro del cuerpo docente del doctorado en letras, modalidad personalizada (Universidad Nacional de Cuyo) y directora del Instituto de Literaturas Modernas y de la Revista de Literaturas Modernas (Universidad Nacional de Cuyo). Codirige, con Beatriz Curia, el proyecto «Rescate del patrimonio li-terario argentino: edición de textos deficientemente editados o inédi-tos» (Conicet). Es autora de La narrativa dialógica de Juana Manuela Gorriti (Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo, 1999); Como crecen

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los hongos: La novela argentina entre 1838 y 1872 (Buenos Aires: Teseo, 2011); y ha realizado la edición crítica de Cuentos (1880), de Eduarda Mansilla de García (Buenos Aires: Corregidor, 2011); coauto-ra de Literatura de Mendoza: Espacio, historia, sociedad, coordinados por Gloria Videla de Rivero (Mendoza: CELIM, 2000-2003, 3 vols.); coeditora de Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950) (Buenos Aires: Corregidor, 2007/2010, 2 vols.), con la dirección de Gustavo Zonana; y una cincuentena de artículos referidos a la litera-tura argentina en publicaciones colectivas y en revistas especializadas argentinas y extranjeras.

Carlos Ossandón Buljevic es profesor titular de la Universidad de Chile y Doctor en Filosofía por la Universidad de Gante, Bélgica. Es director de la revista Mapocho, de la Biblioteca Nacional de Chile. En el ámbito de la «historia de las ideas» en América Latina, sus investi-gaciones han buscado examinar principalmente el siglo XIX, orientán-dose en tres líneas básicas: las relaciones entre comunicación y cultura (formación de espacios de opinión en la segunda mitad del siglo XIX, la emergencia de la «cultura de masas» y los escritores a comienzos del siglo XX, etcétera), los autores y las ideas (Bello, Sarmiento, Bilbao, Martí, entre otros) y, por último, las relaciones entre filosofía y lite-ratura («experiencias» modernistas de fines del siglo XIX, el «sentir filosófico» de Rubén Darío en Azul…). Lo dicho se expresa en libros, compilaciones y artículos publicados en Chile y fuera de este país. De su obra cabe destacar, Ensayismo y modernidad en América Latina (comp., Santiago de Chile: Lom, 1996); El crepúsculo de los ‘sabios’ y la irrupción de los ‘publicistas’ (Santiago de Chile: Universidad Arcis, 1998); las obras colectivas Entre las alas y el plomo. La gestación de la prensa moderna en Chile (Santiago de Chile: Lom, 2001) y El estallido de las formas. Chile en los albores de la «cultura de masas» (Santiago de Chile: Lom/Universidad Arcis, 2005); el texto La sociedad de los ar-tistas. Nuevas figuras y espacios públicos en Chile (Santiago de Chile: Palinodia, 2007) y, recientemente, en coordinación con Carlos Ruiz Schneider, la obra Andrés Bello. Filosofía pública y política de la letra (Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 2013).

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Autores

Juan Poblete es profesor de literatura y estudios culturales lati-noamericanos en la Universidad de California, Santa Cruz, Estados Unidos. Es autor de Literatura chilena del siglo XIX: entre públicos lectores y figuras autoriales  (Santiago: Cuarto Propio, 2003); editor de Critical Latin American and Latino Studies (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2003); y coeditor de Andrés Bello  (con Beatriz González-Stephan, Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2009),  Redrawing The Nation: National Identities in Latin/o American Comics (con Héctor Fernández-L’Hoeste, Nueva York: Palgrave Macmillan, 2009) y Desdén al infortunio: sujeto, co-municación y público en la narrativa de Pedro Lemebel (con Fernando Blanco, Santiago: Cuarto Propio, 2010). En la actualidad trabaja en tres proyectos de libro: uno sobre trabajo y afecto en el cine latinoame-ricano reciente y dos sobre las formas de mediación entre cultura y mer-cado en Chile y los Estados Unidos, respectivamente. Además, está coe-ditando dos volúmenes: Sports and Nationalism in Latin America (con Héctor Fernández-L’Hoeste y Robert McKeeIrwin), y Humor in Latin American Cinema (con Juana Suárez).  

María Cecilia Sánchez G., es Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile y en Filosofía por la Universidad París 8 (cotutela), y Licenciada en Filosofía por la Universidad de Chile. Se des-empeña como académica del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Actualmente sus investigaciones y publicaciones giran en torno a la filosofía contem-poránea y al problema de la política, el cuerpo y la diferencia sexual (Arendt e Irigaray). En investigaciones anteriores se ha concentrado en la relación entre lengua, escritura y literatura en América Latina, la fi-losofía en Chile y la universidad. Es autora del libro Una disciplina de la distancia. Institucionalización universitaria de los estudios filosóficos en Chile (Santiago de Chile: Cerc-Cesoc, 1992), publicado en francés (París: L’Harmattan, 1997). En 2005, publica Escenas del cuerpo es-cindido. Ensayos de filosofía, literatura y arte (Santiago-Chile, Cuarto Propio/Universidad Arcis). En 2013, publica El conflicto de la letra y la escritura. Legalidades/contralegalidades de la comunidad de la lengua

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en Hispano América y América Latina (Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica).

Bernardo Subercaseaux S., es Doctor en Lenguas y Literaturas ro-mances y Magíster por la Universidad de Harvard, Estados Unidos, y Licenciado en Filosofía con mención en literatura general por la Universidad de Chile. Es profesor titular de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Ha ejercido la docencia desde 1970 en la Universidad de Chile, así como en la Universidad de Washington, la Universidad de Stanford, la Universidad de Maryland, en Estados Unidos, la Universidad de La Habana, Cuba, la Universidad del Rosario, Colombia. Su campo de estudio es la modernización y cultura latinoamericana, especialmente en las áreas de la literatura y comunicación. Es autor de numerosos libros sobre cultura chilena e hispanoamericana y de múltiples artículos publicados en revistas la-tinoamericanas, norteamericanas y europeas. Entre sus libros, desta-can: Literatura, historia y sociedad: ensayos de hermenéutica cultura (Santiago de Chile: Documenta/Cesoc, 1991); Chile, ¿un país moder-no? (Barcelona: Editorial Zeta, 1997); Historia de las ideas y de la cul-tura en Chile, t. I y II (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997); Historia del libro en Chile (Alma y cuerpo) (Santiago de Chile: Lom, 2000); Nación y cultura en América Latina: diversidad y globalización (Santiago de Chile: Lom, 2002); Historia de las ideas y de la cultura en Chile, t. III (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2004); Historia de las ideas y de la cultura en Chile, t. IV (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2007).

Ana Traverso es  Doctora en Literatura chilena e hispanoameri-cana por la Universidad de Chile. Actualmente es académica de la Universidad Austral de Chile. Su línea de investigación se inicia con la poesía chilena contemporánea, en particular con el estudio de la obra de Jorge Teillier, ampliándose posteriormente hacia problemáticas de canonización y profesionalización literaria en la escritura de mujeres de comienzos a mediados del siglo XX. Sus trabajos se han publicado en revistas académicas de corriente principal.

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Autores

Sergio Witto Mättig ha estudiado derecho, teología, filosofía, psi-cología y se ha desempeñado como editor universitario. En la actua-lidad es docente de la Escuela de Psicología de la Universidad Andrés Bello y forma parte del programa de doctorado en filosofía mención estética y teoría del arte de la Universidad de Chile. Ha creado re-vistas tales como Puercoespín, Babel e Intervalo. Ha sido becario de Kirche in Not y Stipendienwerk Lateinamerika-Deutschland. Participa en proyectos de investigación y publica artículos referidos a la relación entre pensamiento contemporáneo y psicoanálisis. Ha sido evaluador de proyectos Fondecyt.

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Teléfono: 22 22 38 100 / [email protected] de Chile, junio de 2015

Se utilizó tecnología de última generación que reduce el impacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el papel necesario para su producción, y se aplicaron altos estándares para la gestión y reciclaje de desechos en toda la cadena de producción.

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Tiempos fundacionales reúne un conjunto de artículos y en-sayos en los cuales se reflexiona sobre discursos, prácticas e

ideas que atraviesan el siglo XIX en Hispanoamérica. Desde di-versas disciplinas, incluyendo la literatura, la historia, la filosofía y la estética, los autores compilados proponen distintos recorridos y miradas acerca del campo cultural hispanoamericano decimo-nónico. Frente al vacío efectivo e imaginario que marca el tiempo posterior a las independencias políticas de las naciones en Hispa-noamérica, las prácticas culturales, sociales y políticas se orientan a la tarea fundacional. Este gesto de fundar e imaginar la identidad y el futuro de las jóvenes naciones se reitera en los más diversos planos, algunos de los cuales son explorados por los textos aquí congregados. A su vez, esta antología opera en tanto instantánea del campo de estudio del siglo XIX en nuestras coordenadas espa-ciales, configurándose un entramado crítico-teórico que posibilita una revisión de las aproximaciones vigentes, abriendo nuevas pers-pectivas.

ISBN 978-956-01-0196-9

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