Todas las tardes

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TODAS LAS TARDES A eso de las siete, todos los días, enterraban a los muertos. Era el atardecer, el ángelus, la hora más indicada para hacerlo. Ya todos habían abandonado sus tareas, y hasta la cena mediaba a veces una hora larga. Todos salían entonces a sus jardines, o a los fondos de sus viejas casas, y lo hacían. Mientras desde el interior de los ranchos llegaba el aroma dulzón de los guisos, o la llamada picante de las tortillas, los hombres cavaban pacientemente, sin apuro. No podía decirse que era un trabajo agradable, ni siquiera divertido, pero llenaba generosamente el tiempo vacío del crepúsculo. Había días, pocos en verdad, en que algunos no tenían muertos para enterrar. Se unían entonces, silenciosos, en esos tácitos acuerdos pueblerinos, a sus compadres de las casas vecinas, y los ayudaban en las excavaciones. Era quizás un poco embarazoso hacerlo, pues a pesar de todo, enterrar los muertos no deja de ser algo personal. De todos modos, difícilmente alguien se quedaba sin su labor más de dos días al mes. Recuerdo que con mi padre parábamos en la colina, desde donde podíamos ver todo el poblado. Mi padre debía estar allí unos tres meses enviado por la Azucarera. Aún recuerdo, a pesar del tiempo que ha pasado, que un día, vaya a saber por qué resorte de la curiosidad, preguntó a uno de los lugareños de dónde sacaban los muertos. El hombre lo miró, se secó la transpiración con la manga, sonrió, y no le contestó nada. "¿Son acaso siempre los mismos?", aventuró mi padre. El hombre volvió a sonreír como si no lo entendiera y prosiguió su trabajo en silencio. Recuerdo que mi padre vaciló unos momentos y luego, encogiéndose de hombros, regresó a casa. Roberto Fontanarrosa. Cuando los trenes matan a los autos. Cátedra Didáctica y Curriculum. Lic. Silvia G. Escudero. Posgrado UNLZ, Facultad de Ciencias Sociales. Especialización en Didáctica y Curriculum

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TODAS LAS TARDESA eso de las siete, todos los días, enterraban a los muertos. Era el atardecer, el ángelus, la hora más indicada para hacerlo. Ya todos habían abandonado sus tareas, y hasta la cena mediaba a veces una hora larga. Todos salían entonces a sus jardines, o a los fondos de sus viejas casas, y lo hacían. Mientras desde el interior de los ranchos llegaba el aroma dulzón de los guisos, o la llamada picante de las tortillas, los hombres cavaban pacientemente, sin apuro.No podía decirse que era un trabajo agradable, ni siquiera divertido, pero llenaba generosamente el tiempo vacío del crepúsculo. Había días, pocos en verdad, en que algunos no tenían muertos para enterrar. Se unían entonces, silenciosos, en esos tácitos acuerdos pueblerinos, a sus compadres de las casas vecinas, y los ayudaban en las excavaciones. Era quizás un poco embarazoso hacerlo, pues a pesar de todo, enterrar los muertos no deja de ser algo personal.De todos modos, difícilmente alguien se quedaba sin su labor más de dos días al mes.Recuerdo que con mi padre parábamos en la colina, desde donde podíamos ver todo el poblado. Mi padre debía estar allí unos tres meses enviado por la Azucarera. Aún recuerdo, a pesar del tiempo que ha pasado, que un día, vaya a saber por qué resorte de la curiosidad, preguntó a uno de los lugareños de dónde sacaban los muertos. El hombre lo miró, se secó la transpiración con la manga, sonrió, y no le contestó nada. "¿Son acaso siempre los mismos?", aventuró mi padre. El hombre volvió a sonreír como si no lo entendiera y prosiguió su trabajo en silencio.Recuerdo que mi padre vaciló unos momentos y luego, encogiéndose de hombros, regresó a casa.

Roberto Fontanarrosa. Cuando los trenes matan a los autos.

Cátedra Didáctica y Curriculum. Lic. Silvia G. Escudero. Posgrado UNLZ, Facultad de Ciencias Sociales. Especialización en Didáctica y Curriculum