Tsukiko tiene 38 años y lleva una - ForuQ

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Tsukiko tiene 38 años y lleva unavida solitaria. Considera que no estádotada para el amor. Hasta que undía encuentra en una taberna a suviejo maestro de japonés. Entreambos se establece un pacto tácitopara compartir la soledad. Escogenla misma comida, buscan lacompañía del otro y les cuestasepararse, aunque a veces intentenescapar el uno del otro: el maestro,en el recuerdo de la mujer que undía lo abandonó; Tsukiko, en unantiguo compañero de clase. Conuna prosa sensual y despojada,

Kawakami nos cuenta una historiade amor muy especial: elacercamiento sutil de dos amantes,con toda su íntima belleza, ternura yprofundidad. Todo un descubrimientoliterario.

Hiromi Kawakami

El cielo es azul, latierra blanca

Una historia de amorセンセイの鞄

ePub r1.0jugaor 21.09.13

Título original: センセイの鞄 (Sensei nokaban)Hiromi Kawakami, 2001Traducción: Marina Bornas Montaña

Editor digital: jugaorePub base r1.0

La luna y las pilasOficialmente se llamaba profesorHarutsuna Matsumoto, pero yo lollamaba «maestro». Ni «profesor», ni«señor». Simplemente, maestro. Mehabía dado clase de japonés en elinstituto. Puesto que no fue mi tutor nime entusiasmaban sus clases, noconservaba ningún recuerdosignificativo suyo. No había vuelto averlo desde que me gradué.

Empezamos a tratarnos a menudocuando coincidimos, hace unos cuantosaños, en una taberna frente a la estación.El maestro estaba sentado en la barra,

tieso como un palo.—Atún con soja fermentada, raíz de

loto salteada y chalota salada —pedí, yme senté en la barra. Casi al unísono, elviejo estirado que estaba a mi lado dijo:

—Chalota salada, raíz de lotosalteada y atún con soja fermentada.

Al darme cuenta de que teníamos losmismos gustos, me volví y él también memiró. Mientras intentaba recordar dóndehabía visto aquella cara, empezó ahablarme.

—Eres Tsukiko Omachi, ¿verdad?Cuando asentí, sorprendida, siguió

hablando.—No es la primera vez que te veo

por aquí.—Ya —repuse, y lo observé con

más atención. Llevaba el pelo blancocuidadosamente peinado, y vestía unacamisa de corte clásico y un chalecogris. Frente a él había una botella desake, un plato con un pedacito deballena y un tazón donde sólo quedabanrestos de algas. Mi asombro fuemayúsculo al comprobar que al viejo y amí nos gustaban los mismos aperitivos.Entonces fue cuando lo recordé en elinstituto, de pie en la tarima del aula.Siempre llevaba el borrador en unamano y la tiza en la otra. Escribía en lapizarra citas clásicas como: «Nace la

primavera, el rocío del alba», y lasborraba cuando apenas habían pasadocinco minutos. Ni siquiera soltaba elborrador al volverse para dar algunaexplicación a los alumnos. Era como unapéndice de la palma de su manoizquierda.

—Las mujeres no suelen frecuentarsolas lugares como éste —comentó,mientras mojaba el último pedacito deballena en vinagreta de soja y se lollevaba a la boca con los palillos.

—Ya —murmuré.Vertí un poco de cerveza en mi vaso.

Yo sabía que él había sido profesor míoen el instituto, pero no recordaba su

nombre. En cambio, él era capaz deacordarse del nombre de una simplealumna, hecho que me maravillaba ydesconcertaba a partes iguales. Apuré lacerveza de un trago.

—En aquella época llevabas trenza.—Ya.—Me acordé al verte entrar y salir

de la taberna.—Ya.—Debes de tener treinta y ocho

años.—Todavía no los he cumplido.—Perdona la indiscreción.—Qué va.—Estuve hojeando álbumes y

consultando listas de nombres paraasegurarme.

—Ya.—Tienes la misma cara.—Usted tampoco ha cambiado nada,

maestro. —Me dirigía a él como«maestro» para disimular que norecordaba su nombre. Desde esemomento, siempre ha sido «el maestro».

Aquella noche bebimos cincobotellas de sake entre los dos. Pagó él.Otro día, volvimos a encontrarnos en lamisma taberna y pagué yo. A partir deltercer día, pedíamos cuentas separadas ycada uno pagaba lo suyo. Desdeentonces lo hicimos así. Supongo que no

perdimos el contacto porque teníamosdemasiadas cosas en común. No sólonos gustaban los mismos aperitivos, sinoque también estábamos de acuerdo en ladistancia que dos personas debenmantener. Nos separaban unos treintaaños, pero con él me sentía más a gustoque con algunos amigos de mi edad.

Solíamos ir a su casa. A veces, salíamosde una taberna y entrábamos en otra. Enotras ocasiones, nos despedíamos prontoy cada uno volvía a su casa. Algunosdías visitábamos tres o cuatro tabernasdistintas, hasta que decidíamos tomar la

última copa en su casa.—Vamos, está muy cerca —me

propuso la primera vez que me invitó asu casa.

Me puse en guardia. Había oídodecir que su mujer había muerto. No meapetecía entrar en una casa donde vivíaun hombre solo, pero cuando empiezo abeber alcohol tengo ganas de beber más,así que acabé aceptando.

Estaba más desordenada de lo queimaginaba. Esperaba encontrar una casaimpoluta, pero en los rincones oscuroshabía montañas de trastos acumulados.En la habitación contigua al recibidorreinaba el silencio. No parecía habitada,

sólo había un viejo sofá y una alfombra.La siguiente estancia, una salita bastantegrande, estaba repleta de libros, hojasen blanco y periódicos apilados.

El maestro abrió la mesita, sedirigió hacia un rincón de la estanciadonde había un montón de cachivaches ycogió una botella de sake. Llenó hasta elborde dos tazas de distintos tamaños.

—Adelante, bebe —dijo.Acto seguido, entró en la cocina. La

salita daba al jardín. La puertacorredera estaba entreabierta. A travésdel cristal se intuía la forma de lasramas de unos árboles. No estabanflorecidos, así que no supe

reconocerlos. Nunca había entendidomucho de árboles. El maestro trajo unabandeja con galletitas de arroz y un pocode salmón.

—¿Qué árboles son los del jardín?—inquirí.

—Son cerezos —me respondió.—¿Sólo tiene cerezos?—Sí. A mi mujer le gustaban.—En primavera deben de ser

preciosos.—Se llenan de bichos. En otoño la

hojarasca cubre todo el jardín, y eninvierno están tristes y marchitos —meexplicó en un tono bastante indiferente.

—Ha salido la luna.

Una media luna brumosa brillaba enlo alto del cielo.

El maestro mordisqueó una galletita dearroz, inclinó la taza y bebió un sorbo desake.

—Mi mujer nunca preparaba niplaneaba nada.

—Ya.—Tenía muy claro lo que le gustaba

y lo que no.—Ya.—Estas galletitas son de Niigata.

Me gustan porque tienen un saborintenso y amargo.

Eran amargas y un poco picantes, elaperitivo perfecto para acompañar elsake. Estuvimos un rato en silencio,comiendo galletitas. Un aleteo sacudiólas copas de los árboles del jardín.¿Había pájaros? Se oyó un débil gorjeo,y las ramas y el follaje se agitaron.Entonces, el silencio se impuso denuevo.

—¿Hay nidos de pájaros en eljardín? —pregunté, pero no obtuverespuesta.

Me volví. El maestro estabaenfrascado en la lectura de un periódicoatrasado. Lo había escogido al azar deentre los ejemplares apilados en el

suelo. Estaba leyendo ávidamente unasección que recogía las noticiasinternacionales, con unas fotos de chicasen traje de baño. Parecía haber olvidadomi existencia.

—Maestro —lo llamé otra vez, peroestaba tan concentrado que ni siquierapestañeó—. Maestro —repetí, subiendoel tono de voz. Al fin levantó la vista.

—Tsukiko, ¿puedo enseñarte algo?—preguntó de repente.

Sin esperar mi respuesta, tiró elperiódico abierto al suelo, abrió lapuerta corrediza y entró en otrahabitación. Sacó algo de un viejoarmario y volvió con las manos llenas

de pequeñas piezas de cerámica. Hizovarios viajes entre la salita y lahabitación.

—Fíjate en esto.El maestro, sonriendo con regocijo,

alineó las piezas encima del tatami.Todas tenían un asa, una tapadera y uncaño.

—Obsérvalas.—Ya…¿Qué eran aquellos objetos? Los

contemplé en silencio, con la vagasensación de que los había visto antes enalgún lugar. Eran piezas rudimentarias.Parecían teteras, pero eran demasiadopequeñas para serlo.

—Son las teteras de barro de lostrenes de vapor —me explicó elmaestro.

—¿Eh?—Cuando viajaba en tren, compraba

comida para llevar y una tetera comoéstas en la estación. Ahora el té sevende en recipientes de plástico, peroantes te lo vendían en estas teteras debarro.

Había más de diez teteras alineadas,algunas de color ámbar, otras másclaras. Cada una tenía una formadiferente. Las había con el caño grande,el asa gruesa o la tapadera pequeña, yalgunas eran más abultadas.

—¿Las colecciona? —le pregunté.Él sacudió la cabeza para negar.—Las compraba en la estación

cuando iba de viaje. Ésa la comprédurante el viaje a Shinshu, en mi primeraño de universidad. Aquélla es decuando fui a Nara con un compañerodurante las vacaciones de verano. Bajéen una estación a comprar comida y,justo cuando iba a subir de nuevo altren, se me escapó delante de misnarices. Ésa de ahí la compré enOdawara, en mi luna de miel. Mi esposala envolvió en papel de periódico y laguardó entre la ropa para que no serompiera. La llevó a cuestas durante

todo el viaje.Una tras otra, fue señalando todas

las teteras de barro alineadas encima deltatami y me explicó su origen. Yo melimitaba a asentir con monosílabos.

—Hay gente que se dedica acoleccionar esta clase de objetos.

—Usted es uno de ellos, maestro.—¡Qué va! Yo no soy ningún

chiflado.El maestro sonrió complacido y me

explicó que él se limitaba a recopilarcosas que siempre habían existido.

—Mi problema es que soy incapazde tirar nada —añadió, mientras volvíaa entrar en la otra habitación. Regresó

cargado de bolsas de plástico.—Como esto —dijo, mientras

desataba las bolsas y las abría.Sacó su contenido. Eran un montón

de pilas viejas. En cada una de ellashabía etiquetas escritas con rotuladornegro donde ponía: «maquinilla deafeitar», «reloj de pared», «radio» o«linterna de bolsillo», entre otras. Memostró una y dijo:

—Esta pila es del año del gran tifónen la bahía de Ise. Un tifónespecialmente violento azotó también laciudad de Tokio. Durante el veranoagoté la pila de mi linterna de bolsillo.Estas otras pertenecen al primer

radiocasete que tuve. Funcionaba conocho pilas, que se gastaban en unsantiamén. Como nunca me cansaba deescuchar el casete de sinfonías deBeethoven, las pilas me duraban pocosdías. No quise guardarlas todas, pero mepropuse quedarme por lo menos una, asíque cerré los ojos y la escogí al azar.

Le daba lástima desprenderse sinmás de unas pilas que tan buenosservicios le habían prestado. Habíanalumbrado sus noches de verano, habíanhecho sonar su radiocasete y habíanhecho funcionar otros aparatos. No leparecía justo tirarlas cuando ya noservían.

—¿No crees, Tsukiko? —mepreguntó, mirándome a los ojos.

Sin saber qué responder, musité elmismo «ya» que había repetido variasveces aquella noche, y rocé con la puntadel dedo una de aquellas decenas depilas de distintos tamaños. Estabahúmeda y oxidada. La etiqueta indicabaque había pertenecido a una«calculadora Casio».

—La luna ha bajado bastante,¿verdad? —comentó el maestro,levantando la cabeza.

La luna había conseguido escapar delas nubes y se recortaba en el cielonocturno.

—Seguro que el té sabía mejor enestas teteras de barro —suspiré.

—¿Te gustaría comprobarlo? —propuso el maestro mientras alargaba elbrazo.

Hurgó en el rincón donde guardabalas botellas y sacó un bote de té. Metióunas cuantas hojas en una tetera de barrode color ámbar, abrió la tapadera de unviejo termo que había en la mesita yvertió agua caliente en la tetera.

—Este termo me lo regaló unalumno. Es una antigualla fabricada enAmérica, pero es de mucha calidad. Elagua de ayer todavía se mantienecaliente.

Llenó las mismas tazas quehabíamos utilizado para beber sake yacarició el termo con delicadeza. El tése mezcló con los restos de sake quequedaban en el fondo de la taza y cogióun sabor extraño. De repente, noté losefectos del alcohol y todo lo que había ami alrededor me pareció más agradable.

—Maestro, ¿puedo curiosear por lasalita? —le pregunté.

Sin esperar respuesta, me dirigíhacia la montaña de trastos acumuladosen un rincón. Había papeles viejos, unantiguo Zippo, un espejo de manooxidado y tres maletines grandes de pielnegra y desgastada por el uso. Los tres

eran del mismo estilo. También encontréunas tijeras de podar, un pequeño cofrepara guardar documentos y una especiede caja negra de plástico. Tenía unaescala graduada y un indicador en formade aguja.

—¿Qué es esto? —le pregunté con lacaja negra en la mano.

—¿A ver? ¡Ah, eso! Es un medidorde carga de pilas.

—¿Un medidor? —repetí.El maestro cogió la caja de mis

manos con suavidad y buscó algo entrelos cachivaches. Encontró un cable rojoy otro negro, y los conectó al medidor.En el extremo de cada cable había una

clavija.—Se hace así —me dijo.Unió la clavija del cable rojo a uno

de los polos de la pila etiquetada como«maquinilla de afeitar», y sujetó el cablenegro en contacto con el polo opuesto.

—Fíjate bien, Tsukiko.Puesto que tenía ambas manos

ocupadas, el maestro señaló el medidorcon el mentón. La aguja oscilólevemente. Cuando la clavija seseparaba de la pila la aguja dejaba demoverse, y cuando volvían a entrar encontacto oscilaba de nuevo.

—Todavía le queda energía —constató el maestro en voz baja—.

Quizás no podría hacer funcionar unaparato eléctrico, pero no está del todoagotada.

El maestro conectó todas las pilas almedidor, una tras otra. En la mayoría delas ocasiones el indicador permanecíainmóvil cuando las clavijas rozaban lospolos, pero algunas pilas hacían oscilarla aguja. Cada vez que eso ocurría, elmaestro soltaba un pequeño grito desorpresa.

—Todavía les queda un poco devida —comenté.

Él asintió con la cabeza.—Pero tarde o temprano todas

morirán —dijo sin alterarse.

—Acabarán sus vidas dentro delarmario.

—Sí, tienes razón.Permanecimos un rato en silencio,

contemplando la luna.—¿Quieres más sake? —ofreció al

fin el maestro, en un tonodespreocupado.

Llenó de nuevo las tazas.—¡Vaya! Todavía quedaba un poco

de té.—Será sake diluido.—El sake no se debe diluir.—No tiene importancia, maestro.Para quitarle hierro al asunto, vacié

la taza de un trago. El maestro bebía a

pequeños sorbos. La luz de la luna eradeslumbrante.

—«A través de los sauces / reluce elresplandor ceniciento, / el humo selevanta más allá de la pradera» —recitóel maestro con voz potente.

—¿Qué es eso? Parece un mantrabudista —comenté.

—Tsukiko, veo que no prestabasatención en clase —me reprendió elmaestro.

—Usted nunca nos enseñó eso —protesté.

—Es un poema de Seihaku Irako —aclaró el maestro, en tono didáctico.

—Nunca había oído ese nombre —

le aseguré.Cogí la botella de sake y llené de

nuevo mi taza.—Las mujeres no deben servirse a sí

mismas —me regañó el maestro.—Usted está chapado a la antigua —

le respondí.—Prefiero ser un anticuado que un

antisistema —refunfuñó. Se sirvió otrataza de sake y siguió recitando—: «Elhumo se levanta más allá de la pradera, /una flauta suena dulcemente / y ablandael corazón del caminante».

Recitaba con los ojos cerrados,como si escuchara atentamente su propiavoz. Me quedé absorta contemplando las

pilas inmóviles, bañadas por un tenueresplandor.

La luna empezaba a esconderse denuevo tras la bruma.

Los pollitosFue el maestro quien propuso visitar elmercado.

—El mercado abre los días ocho,dieciocho y veintiocho de cada mes.Este mes el veintiocho cae en domingo,así que supongo que estarás libre —anunció sacando una agenda del maletínnegro que siempre llevaba encima.

—¿El día veintiocho? —repetíhojeando mi agenda lentamente, aunqueya sabía que no tenía nada que hacer—.Sí, el veintiocho estoy libre. Ningúnproblema —confirmé dándome aires deimportancia.

El maestro cogió una gruesa plumaestilográfica y apuntó en la columna deldía veintiocho: «Mercado con Tsukiko.Al mediodía, frente a la parada deautobús de Minami-machi». Tenía unacaligrafía bonita.

—Nos encontraremos al mediodía—me recordó el maestro, y guardó laagenda en la cartera. Se me hacía unpoco raro quedar a plena luz del día.Nuestras reuniones siempre tenían lugaren la oscuridad de las tabernas, dondenos sentábamos, bebíamos sake ycomíamos tofu frío o tofu hervido, segúnla época del año. Nunca quedábamos deantemano, nos encontrábamos por

casualidad. A veces no coincidíamosdurante unas cuantas semanas. Otrasveces, en cambio, nos veíamos variasnoches seguidas.

—¿Qué tipo de mercado es? —lepregunté, sirviéndome un poco de sake.

—Un mercado como cualquier otro.Tiene toda clase de artículos necesariospara el día a día.

Visitar un mercado normal ycorriente con el maestro me parecía unpoco extraño, pero no vi ningúninconveniente. Yo también anoté en miagenda: «Al mediodía, frente a la paradade autobús de Minami-machi».

El maestro bebió sin prisa y se

sirvió otro vaso. Inclinó ligeramente labotella desde una altura considerablehasta que el líquido empezó a caerdescribiendo una línea vertical, como siel vaso ejerciera una especie deatracción magnética. No derramó ni unasola gota. Tenía mucha práctica. Traté deimitarlo e incliné la botella por encimade mi cabeza, pero derramé la mayorparte del sake. A partir de aquel día,dejé la elegancia a un lado y me servísujetando fuertemente el vaso con lamano izquierda y la botella con laderecha. El cuello de la botella estabatan cerca del borde del vaso, que casi setocaban.

Un día, un compañero de trabajo me dijoque mi forma de servir la bebida notenía ningún encanto. La palabra«encanto» me pareció poco adecuada, yel comentario también, porquepresuponía que las mujeres teníamos laobligación de servir las bebidas congracia. Sorprendida, le dirigí una miradafulminante. Al parecer interpretó mal miexpresión, porque cuando salimos de lataberna intentó besarme aprovechando laoscuridad. Dispuesta a impedírselo,cogí con ambas manos aquella cara quese abalanzaba sobre mí y traté deapartarla con todas mis fuerzas.

—No tengas miedo —susurraba él,sujetándome las manos y acercando sucara a la mía.

Era un anticuado en todos losaspectos. Tuve que reprimir el impulsode propinarle un guantazo.

—Hoy no es un buen día —leespeté, con el rostro serio y la vozgrave.

—¿Por qué no?—Porque es el día de la mala suerte.

Y mañana también es un díadesfavorable para todo.

—¿Eh?Dejé a mi compañero boquiabierto

en aquel callejón oscuro, eché a correr y

entré en la boca del metro. Bajé lasescaleras sin dejar de correr. Cuandotuve la certeza de que no me seguía, fuial servicio, alivié la vejiga y me lavélas manos. Dejé escapar una risillasofocada al mirarme en el espejo y vermi pelo alborotado.

Al maestro no le gustaba que lesirvieran. Él mismo se servía el sake yla cerveza, y lo hacía con delicadeza ypulcritud. Una vez le serví cerveza.Cuando incliné la botella encima de suvaso pestañeó ligeramente, pero no dijonada. Cuando hube terminado, levantó el

vaso y murmuró: «Salud». Apuró lacerveza de un trago y se atragantó. Noestaba acostumbrado a beber deprisa.Era evidente que había querido vaciar elvaso cuanto antes. Cuando levanté labotella para servirle de nuevo, irguió laespalda y me dijo:

—Te lo agradezco, pero no esnecesario. Prefiero hacerlo yo mismo.

Desde entonces no volví a intentarlo,aunque él a veces sí que me servía a mí.

Cuando el maestro llegó, yo ya estabafrente a la parada del autobús. Habíallegado un cuarto de hora antes, y él se

presentó cuando aún faltaban diezminutos. Era un domingo soleado.

—¿Oyes el susurro de las zelkovas?—me preguntó, levantando la vista hacialos árboles plantados en la acera.

Las ramas verde oscuro sebalanceaban. No parecía que el vientosoplara con fuerza, pero agitabaviolentamente las copas de las altaszelkovas.

Era un caluroso día de verano, peroel ambiente no era bochornoso, y a lasombra no hacía calor. Fuimos enautobús hasta Teramachi y, una vez allí,anduvimos un rato. El maestro llevabaun sombrero panamá y una camisa

hawaiana muy llamativa.—Esa camisa le queda bien —le

dije.—¡Qué cosas dices! —exclamó

sofocado, y aceleró el paso.Caminamos en silencio a paso ligero

durante un buen rato, hasta que elmaestro bajó el ritmo.

—¿Tienes hambre? —me preguntó.—Se lo diré en cuanto recupere el

aliento —jadeé.Él soltó una carcajada.—Ha sido culpa tuya. Me has puesto

nervioso con tus tonterías —respondió.—No he dicho ninguna tontería.No obtuve respuesta. El maestro

entró en un restaurante de comida parallevar que había muy cerca de allí.

—Póngame un especial de cerdo conkimchi —pidió a la camarera, y sevolvió hacia mí.

Enarcó las cejas con expresióninterrogante. Había tantos platos en elmenú, que yo no sabía cuál escoger.Estuve a punto de decantarme por unbibimba con huevo frito, pero recordé atiempo que la clara del huevo no megusta. Cuando empiezo a vacilar soyincapaz de tomar una decisión. Despuésde mucho dudar, acabé pidiendo lomismo que el maestro.

—Yo también tomaré el menú de

cerdo con kimchi.Nos sentamos en un banco que había

al fondo del local y esperamos a que lacomida estuviera lista.

—Se nota que está acostumbrado aencargar comida para llevar —observé.

El maestro asintió.—Es porque vivo solo. ¿Tú sueles

cocinar, Tsukiko?—Sólo cuando tengo novio —

respondí.Él asintió de nuevo con gravedad.—Es lógico. Yo también debería

echarme una o dos novias.—Debe de ser duro tener dos novias

a la vez.

—Sí. Creo que no soportaría tenermás de dos.

Mientras estábamos enfrascados enaquella absurda conversación, nosprepararon la comida. La camarerametió en una bolsa de plástico dosfiambreras de distinto tamaño. Meacerqué al maestro y le susurré al oídoque una fiambrera era más grande que laotra, a pesar de que habíamos pedido lomismo. Él me respondió, también en vozbaja, que yo no había pedido el menúespecial sino el normal, por eso mifiambrera era más pequeña. Cuandosalimos a la calle, el viento habíaarreciado. El maestro llevaba la bolsa

de la comida en la mano derecha, y conla izquierda se sujetaba el sombreropanamá.

A lo largo del camino aparecieronlos primeros tenderetes. Había unodonde sólo se vendían jikatabi, zapatosde tela gruesa con suela de goma. Enotro sólo había paraguas plegables.Algunos ofrecían ropa usada o librosnuevos y de segunda mano. La calleestaba abarrotada de pequeños puestosde venta, que se amontonaban en ambasaceras, uno al lado de otro.

—Hace cuarenta años, un tifón azotóesta zona y la inundó por completo.

—¿Hace cuarenta años?

—Murió mucha gente.El maestro me explicó que el

mercado ya se celebraba antes del tifón.El año siguiente a las inundaciones seinstalaron muy pocos tenderetes, pero apartir de entonces el mercado volvió aabrir tres veces al mes. Elacontecimiento fue ganando popularidadaño tras año y, actualmente, lostenderetes situados entre la parada deautobús de Teramachi y la de Kawasujioeste estaban abiertos todo el año,incluso los días que no terminaban enocho.

—Sígueme —dijo el maestro.Entramos en un pequeño parque que

quedaba un poco apartado. Estabadesierto. A pesar de que la calle era unhervidero de gente, aquel lugar era unremanso de paz. El maestro compró doslatas de té con arroz integral en unamáquina expendedora situada en laentrada del parque.

Nos sentamos en un banco y abrimoslas fiambreras. Enseguida noté el olordel kimchi.

—Así que su menú es especial.—Así es.—¿En qué se diferencia del normal?Codo a codo, observamos

detenidamente nuestros menús.—Son casi iguales —concluyó el

maestro, que parecía divertirse.Bebí un sorbo de té. A pesar del

viento, el calor del verano me habíadejado sedienta. El té frío se deslizó pormi garganta.

—Me da la impresión de que estásdisfrutando de la comida, Tsukiko —comentó el maestro, que me observabacon envidia mientras yo mojaba el arrozen la salsa de kimchi que me habíasobrado. Él ya había terminado decomer.

—Lo siento, ya sé que es de malaeducación.

—Tienes razón, no es muy elegante.Pero tiene buena pinta —repitió el

maestro.Tapó su fiambrera vacía y la

envolvió con una goma elástica. Ajuzgar por el tamaño de las zelkovas ylos cerezos que nos rodeaban, el parquedebía de ser bastante antiguo.

A continuación de los tenderetes deartículos variados había muchos puestosde comida. Vendían legumbres, plátanos,marisco o cestas llenas de gambitas ycangrejos. El maestro se detenía entodos los puestos para curiosear. Secolocaba a una distancia prudente, conla espalda tan recta como de costumbre,y observaba a sus anchas.

—Mira, Tsukiko. Ese pescado

parece fresco.—Hay demasiadas moscas.—Las moscas están en todas partes.—¿Quiere comprar un pollo,

maestro?—¿Un pollo entero? Sería muy

engorroso desplumarlo.Recorríamos el mercado

intercambiando comentarios triviales.Los tenderetes estaban tan apiñados queapenas quedaban espacios libres entreellos. Los tenderos se disputaban agritos la atención de los transeúntes.

—Mamá, esas zanahorias tienen muybuena pinta —le dijo un niño a sumadre, que llevaba un cesto con la

compra.—¡Pero si a ti no te gustan las

zanahorias! —respondió la madre,asombrada.

—Pero ésas parecen muy sabrosas—protestó el niño. Parecía un chicolisto.

—El chaval lleva toda la razón, mishortalizas son deliciosas —intervino elverdulero, levantando la voz.

—¿Por qué le parecerán tansabrosas? —se preguntó el maestro,examinando las zanahorias con seriedad—. A mí me parecen normales.

—Tal vez.El sombrero panameño del maestro

estaba un poco ladeado. Avanzábamosempujados por la multitud. De vez encuando, la silueta del maestrodesaparecía entre el gentío y lo perdíade vista. Entonces, buscaba la punta desu sombrero para dar con él. El maestrono parecía preocupado cuando nosseparábamos. Si un tenderete le llamabala atención, se detenía de inmediatocomo un perro ante un poste de teléfono.

Vimos a la madre y el niño de antesfrente a un puesto de setas. El maestro sequedó de pie tras ellos.

—Mamá, esas setas kinugasa tienenmuy buena pinta.

—¡Pero si a ti nunca te han gustado

las setas!—Pero ésas parecen muy sabrosas.La madre y el hijo repitieron la

misma conversación de antes.—¡Son un señuelo! —exclamó el

maestro, alborozado.—Es una buena idea utilizar como

reclamo a una madre y un hijo.—Pero lo de las setas ha sido

demasiado. ¿Qué niño conoce las setaskinugasa?

—¿Está seguro?—¡Pues claro! Si hubiera hablado de

champiñones habría sido más creíble.Más adelante los puestos de comida

empezaron a escasear, y las tiendas que

vendían aparatos electrónicos ocuparonsu lugar. Había electrodomésticos,ordenadores, teléfonos e inclusopequeñas neveras de colores. Un viejotocadiscos reproducía una música deviolines. Era una melodía sencilla quesonaba un poco anticuada. El maestro sequedó escuchándola hasta el final.

Todavía era pronto, pero losprimeros indicios del anochecerempezaron a manifestarse con timidez.El calor sofocante del día menguabapaulatinamente.

—¿Tienes sed? —me preguntó elmaestro.

—Sí, pero prefiero esperar y salir a

tomar una cerveza por la noche —repliqué.

El maestro asintió con expresiónsatisfecha.

—Correcto.—¿Era un examen sorpresa?—Tsukiko, eres una buena alumna en

cuanto a alcohol se refiere. Aunque tusnotas de japonés dejaban mucho quedesear.

En uno de los tenderetes vendíangatos. Había gatitos recién nacidos, peroalgunos eran bastante mayores yconsiderablemente rollizos. El mismoniño de antes le pedía un gato a sumadre.

—No tenemos sitio para un gato —protestó la madre.

—No importa, lo tendremos fuera —replicó el niño.

—¿Los gatos pueden vivir a laintemperie?

—No te preocupes —la tranquilizósu hijo—. Ya nos las arreglaremos.

El vendedor escuchaba laconversación sin intervenir. Finalmente,el niño señaló un gatito atigrado. Elvendedor lo envolvió en un paño suave,la madre lo cogió y lo acomodó en lacesta de la compra. Desde el fondo de lacesta, el gato maullaba con un hilo devoz.

—Tsukiko —dijo de repente elmaestro.

—¿Qué ocurre?—Voy a comprar algo.Pero no se acercó al tenderete de los

gatos, sino a otro donde vendíanpollitos.

—Deme un macho y una hembra —pidió con determinación.

Los pollitos estaban separados endos grupos. El tendero escogió al azarun pollito de la derecha y otro de laizquierda, y los metió separados en dospequeñas cajas.

—Aquí tiene —dijo.El maestro cogió con cuidado las

cajas que le tendía. Mientras lassostenía con una mano, sacó elmonedero del bolsillo con la otra y melo dio.

—¿Te importa pagar?—Prefiero sujetar las cajas.—De acuerdo.El sombrero panamá del maestro

estaba aún más ladeado que antes. Sesecó el sudor de la frente con un pañueloy pagó. A continuación, guardó elmonedero en el bolsillo y, tras uninstante de vacilación, se quitó elsombrero y lo puso al revés.

Entonces cogió las cajas de lospollitos que yo sujetaba y las depositó

en el interior del sombrero. Echó aandar con el sombrero bajo el brazo,con mucha precaución.

Cogimos el autobús de vuelta en laparada de Kawasuji oeste. No estaba tanlleno como el de ida. El mercado volvíaa estar abarrotado porque mucha gentehabía salido de compras por la tarde.

—No será fácil distinguir el pollitomacho de la hembra —observé.

El maestro asintió con un suspiro.—Sí, lo sé.—Ya.—Pero no me interesa distinguir el

macho de la hembra.—Ya.

—Me daba lástima quedarme sólouno.

—¿De veras?—Sí.Pensé que quizás tenía razón.

Bajamos del autobús y el maestro mellevó a la taberna donde solíamosencontrarnos.

—Dos cervezas —pidió—. Y unplatito de brotes de soja.

Enseguida nos trajeron las cervezasy dos vasos.

—¿Quiere que le sirva la cerveza,maestro? —ofrecí.

Él negó con la cabeza.—No. Yo te serviré a ti, y luego me

serviré a mí mismo.Nunca me lo permitía.—¿No le gusta que le sirvan la

bebida?—Si lo hacen bien, no me importa.

Pero tú no sabes servir.—Vaya…—Yo te enseñaré.—No hace falta.—Eres muy testaruda.—Usted también.En la cerveza que me sirvió el

maestro se formó una capa compacta deespuma. Le pregunté dónde iba a guardarlos pollitos, y me respondió que demomento los tendría en casa. Los

pollitos se removían inquietos en lascajas, dentro del sombrero. Quise sabersi le gustaba tener animales en casa. Élsacudió la cabeza.

—No se me da muy bien.—¿Y cree que lo conseguirá esta

vez?—Espero que sí. Los pollitos no

despiertan ternura.—¿Prefiere los animales poco

tiernos?—Si lo fueran, me encariñaría

demasiado con ellos.Las cajas de los pollitos seguían

crujiendo. El vaso del maestro estabavacío, así que lo rellené. En lugar de

intentar detenerme, se limitó a darmeinstrucciones.

—Un poco más de espuma. Así, essuficiente.

El maestro estaba impaciente porsacar los pollitos de las cajas, de modoque aquella noche nos conformamos conuna sola cerveza. Terminamos de comerlos brotes de soja, la berenjena frita y elpulpo con wasabi y pedimos la cuenta.

Cuando salimos de la taberna, eracasi de noche. Pensé que la madre y elniño que habíamos visto en el mercadoya habrían terminado de cenar, y meimaginé al gatito maullando. En el oeste,el cielo todavía conservaba el tenue

resplandor del crepúsculo.

Veintidós estrellasEl maestro y yo no nos hablábamos.

Eso no significa que no nosviéramos. Nos encontrábamos de vez encuando en la taberna de siempre, perono nos dirigíamos la palabra.Entrábamos, nos buscábamos con elrabillo del ojo y simulábamos nohabernos visto. Yo fingía no conocerlo,y él hacía lo mismo conmigo.

Todo empezó el día que en la pizarradonde anunciaban el plato del díaapareció escrito: «Hay guisos». Desdeentonces había pasado un mes. A vecesnos sentábamos de lado en la barra, pero

no nos decíamos nada.El origen de todo fue la radio.Estaban retransmitiendo un partido

de béisbol muy importante, de la fasefinal del campeonato. La radio de lataberna no solía estar encendida. Yoestaba sentada con los codos apoyadosen la barra, bebiendo sake caliente, sinprestar mucha atención al partido.

Al cabo de un rato, la puerta seabrió y entró el maestro. Se sentó a milado y le preguntó al tabernero:

—¿De qué es el guiso del día?Detrás del tabernero, en un armario,

había varios cuencos de aluminioapilados.

—De bacalao al chili.—Suena muy bien.—¿Le pongo una ración? —ofreció

el dueño del local.Pero el maestro rechazó sacudiendo

la cabeza.—Ponme erizos de mar salados.«Tan imprevisible como de

costumbre», pensé para mis adentrosmientras escuchaba la conversación. Eltercer bateador del equipo líder hizo unremate largo, y el clamor procedente dela radio subió de tono.

—¿Cuál es tu equipo favorito,Tsukiko?

—Ninguno —le respondí. Vertí un

poco de sake en mi vaso. Todos losclientes de la taberna estaban pendientesde la radio.

—Yo soy de los Giants, naturalmente—dijo el maestro.

Se acabó la cerveza y se sirvió sake.Me di cuenta de que estaba más eufóricoque de costumbre. ¿A qué se debería?

—¿Naturalmente?—Sí, naturalmente.El partido retransmitido era un duelo

entre los Giants y los Tigers. No meconsideraba partidaria de ningúnequipo, pero en realidad los Giants nome caían bien. Antes no tenía reparos enadmitirlo, hasta que alguien me dijo que

los «anti-Giants» eran inconformistasque se negaban a reconocer suadmiración por los Giants, como si setratara de una declaración de amorencubierta. Aquella teoría me indignó,pero desde entonces soy incapaz depronunciar la palabra «Giants».Tampoco he vuelto a escucharretransmisiones de partidos de béisbol.En la actualidad, ni siquiera yo mismatengo claro si los Giants me gustan o no.Es una cuestión bastante ambigua.

El maestro escuchaba atentamente laretransmisión. Cada vez que el lanzadorde los Giants eliminaba a un jugador delequipo contrario o el bateador hacía un

buen lanzamiento, movía vigorosamentela cabeza de arriba abajo.

—¿Qué te pasa, Tsukiko? —mepreguntó cuando, en la séptima entrada,los Giants sacaron tres puntos de ventajaa los Tigers con un homerun—. Deja demoverte.

Había empezado a movernerviosamente las piernas cuando losGiants se adelantaron en el marcador.

—Es que las noches ya empiezan aser frías —le respondí sin dirigirle lamirada, con la vista fija al techo.

Aquella respuesta no tenía nada quever con la realidad. En ese precisoinstante, el maestro soltó una

exclamación de júbilo y yo,simultáneamente, mascullé unapalabrota. Los Giants habían conseguidoel cuarto punto de ventaja que lesaseguraba la victoria, y el público de lataberna estalló en gritos de alegría. ¿Porqué aquella ciudad estaba llena dehinchas de los Giants? Aquello mesacaba de quicio.

—Tsukiko, ¿vas contra los Giants?—me preguntó el maestro.

En la novena entrada, los Tigerscometieron dos outs y su situación eracrítica. Afirmé con la cabeza sinpronunciar palabra. La taberna estaba ensilencio. La mayoría de los clientes

escuchaba la radio con los cincosentidos. El ambiente era tan tenso quese podía cortar con un cuchillo. Despuésde tantos años sin escuchar ni un solopartido de béisbol, mi antigua aversiónhacia los Giants me hacía hervir lasangre de nuevo. Aquello me sirvió paraconvencerme definitivamente de que yoera una «anti-Giant», y no un hinchaencubierto.

—Los odio —susurré con rabiacontenida.

El maestro abrió los ojos comoplatos y musitó:

—¿Cómo puedes odiar a los Giantssiendo japonesa?

—Eso no son más que prejuicios —repuse, mientras el último bateador delos Tigers hacía un strike.

El maestro se puso en pie de un saltoy levantó el vaso. Cuando la radioanunció que el partido había terminado,el murmullo de fondo habitual volvió ainvadir el ambiente de la taberna. Todoel mundo empezó a pedir sake yaperitivos, y el tabernero respondía conun estruendoso «¡ya voy!» cada vez querecibía un nuevo pedido.

—¡Hemos ganado, Tsukiko!Con una amplia sonrisa, el maestro

intentó servirme sake de su propiabotella. No era algo habitual. Teníamos

un acuerdo tácito que consistía en nocompartir la bebida ni la comida. Cadauno pedía lo que le apetecía. Cada unose servía sake de su propia botella.Pagábamos por separado. Siempre lohabíamos hecho así. Sin embargo, elmaestro estaba llenando mi vaso con subotella de sake. Había violado lasnormas. Por si fuera poco, lo hacía paracelebrar una victoria de los Giants.Jamás imaginé que el maestro seatrevería a reducir distancias entrenosotros. ¡Y todo por culpa de loscondenados Giants!

—Me da igual —refunfuñé mientrasapartaba la botella de sake que me

ofrecía el maestro.—Nagashima es un entrenador

fabuloso.A pesar de mi reticencia, se las

arregló para llenarme el vaso con unahabilidad prodigiosa. No derramó ni unasola gota.

—Fabuloso, señor profesor.Sin beber ni un sorbo, aparté el vaso

y desvié la mirada.—Eso ha sonado muy raro, Tsukiko.—Lamento haberle ofendido, señor

profesor.—El lanzador también ha estado

magnífico.El maestro rió. «¿Cómo te atreves a

reírte de mí, sinvergüenza?», pensé. Sedesternillaba de risa. Aquellascarcajadas no eran propias de sucarácter apacible.

—Será mejor que cambiemos detema —le advertí, lanzándole unamirada fulminante. Pero él no dejaba dereír. Había algo diabólico en suscarcajadas. Era la risa de un niño queacaba de aplastar una hormiguita.

—No puedo, ¡no puedo parar!¿A qué estaba jugando? Sabía que yo

detestaba a los Giants y se estababurlando cínicamente de mí. La verdades que lo estaba pasando en grande.

—Los Giants apestan —sentencié, y

vertí el vaso de sake que él me habíaservido en el plato vacío.

—¿Apestan? Una mujer joven comotú no debería usar ese vocabulario —mereconvino el maestro con voz reposada.Irguió la espalda y bebió.

—Yo no soy una mujer joven.—Perdona.Una incómoda sombra se instaló

entre los dos. Fue culpa suya. Y todoporque los Giants habían ganado.Guardamos silencio y nos servimos otrovaso de sake. No pedimos nada parapicar, cada uno se limitó a rellenar supropio vaso. Al final, tanto él como yoacabamos borrachos como cubas.

Pagamos la cuenta sin hablar, salimos dela taberna y cada uno volvió a su casa.Desde entonces no habíamos vuelto aentablar conversación.

El maestro era mi única compañía.Últimamente, él era el único con

quien compartía bebidas, daba largospaseos y veía cosas interesantes.Aquellos días no hacíamos nada de eso.

Cuando intento recordar con quiénsalía antes de trabar amistad con elmaestro, no se me ocurre nadie.

Estaba sola. Subía sola al autobús,paseaba sola por la ciudad, iba de

compras sola y bebía sola. Inclusocuando estaba con el maestro era comosi fuera sola a todas partes. No dependíade su compañía, pero cuando estaba conél me sentía más completa. Era unasensación curiosa, como si me hubieracomprado un reloj nuevo y no quisieraquitar el plástico adherente que protegíael cristal. Si el maestro llegara aenterarse de que lo estoy comparandocon un pedazo de plástico,probablemente se enfadaría.

Cuando coincidíamos en la taberna ynos tratábamos como perfectosdesconocidos, me sentía como el relojque ha perdido el plástico adherente.

Por otro lado, las reconciliacionesfáciles nunca me habían gustado, yestaba segura de que al maestro tambiénle resultaban ofensivas. Por esoseguíamos fingiendo que no nosconocíamos.

Un día tuve que ir a Kappabashi portrabajo. Era un día ventoso, y lachaqueta fina que llevaba no me protegíadel frío. El viento que soplaba no erauna suave brisa otoñal, más bien parecíaun amago del invierno. En Kappabashihabía muchas tiendas de venta al pormayor de vajilla y utensilios de cocina

como ollas, cacerolas y toda clase decuencos y platos. Cuando hubesolucionado el asunto que me habíallevado allí, me dediqué a curiosear losescaparates de las tiendas. Lascacerolas expuestas parecían muñecasrusas. Las más pequeñas estaban dentrode las mayores, y así sucesivamente. Enla entrada de una tienda había unaenorme olla de barro decorativa. Lasespátulas y cucharones estabanagrupados por tamaños. Pasé pordelante de una cuchillería. A través delcristal del escaparate se podíanobservar toda clase de cuchillosafilados para cortar verduras y pescado

crudo. También había cortaúñas y tijerasde podar.

Entré en la cuchillería, atraída por elbrillo del acero, y descubrí unosralladores de distintos tamaños en unrincón. Un cartel de cartón indicaba quese trataba de una oferta especial.Estaban atados con una goma elástica.Escogí un modelo pequeño.

—¿Cuánto vale? —pregunté.—Mil yenes —me respondió la

vendedora, que llevaba un delantal—.Con impuestos incluidos —añadió, conel curioso acento del dialecto local.Pagué y me envolvió el rallador.

Ya tenía un rallador en casa. Pero

cada vez que voy a Kappabashi meapetece comprar algo. La última vez quefui, compré una enorme olla de acero.Pensé que me vendría bien cuandotuviera invitados, aunque no sueloorganizar fiestas multitudinarias en casa.Y si tuviera invitados, no sabría quécocinar en una olla tan grande, de modoque se quedó arrinconada en un estantede la cocina.

Había comprado el rallador pararegalárselo al maestro.

Mientras contemplaba aquellacantidad de objetos relucientes, tuveganas de ver al maestro. Observandoaquellos cuchillos, tan afilados que

cortaban la piel con sólo rozarla y unhilo de sangre roja brotaba de la herida,sentí la necesidad de ver al maestro. Nosé por qué extraña asociación de ideasel brillo de los filos me hizo pensar enél. El caso es que me invadió unapremiante deseo de verlo. Habíapensado en comprarle un cuchillo decocina o algo por el estilo, pero unobjeto cortante habría llamado mucho laatención en su casa. No encajaba con lahumedad y la oscuridad que reinaban enel ambiente. Por eso escogí un rallador,que pasaba más desapercibido. Además,sólo costaba mil yenes. Si me gastabamucho dinero en un regalo y el maestro

seguía haciéndose el ofendido, quedaríacomo una estúpida. El maestro noparecía una persona tan maliciosa, peropor desgracia era un hincha de losGiants, y no podía permitirme el lujo deconfiar a ciegas en alguien como él.

Al cabo de pocos días, el maestro y yocoincidimos en la taberna.

Como de costumbre, me ignoró. Sindarme cuenta, yo también adopté laactitud habitual y fingí que no nosconocíamos.

Me senté en la barra, a dos taburetesde distancia de él. Había un hombre

sentado entre nosotros que leía elperiódico y bebía sake. Al otro lado delhombre del periódico, el maestro pidiótofu hervido. Yo pedí lo mismo.

—Hace frío, ¿verdad? —comentó eltabernero.

El maestro musitó unas palabras envoz baja. Probablemente habría dichoalgo como: «Sí, hace frío». El ruido quehacía nuestro vecino pasando laspáginas del periódico me impidió oír larespuesta.

—El frío ha llegado pronto este año—observé, levantando la voz porencima del crujido de las páginas.

El maestro me miró con perplejidad.

Quise saludarlo, pero el cuerpo no merespondía. Desvié la miradainmediatamente. Percibí que el maestrome daba la espalda poco a poco, al otrolado del hombre del periódico.

Cuando nos sirvieron el tofuhervido, comimos simultáneamente ybebimos al mismo ritmo. Meemborraché a la misma velocidad queél. Puesto que ambos estábamosnerviosos, notamos antes los efectos delalcohol. El hombre del periódico noparecía dispuesto a levantarse. Aquelcliente que se interponía entre nosotrosnos permitía mirar en direccionesopuestas y beber con aparente calma.

—El campeonato de béisbol ya haterminado —le comentó el hombre delperiódico al tabernero.

—Y el invierno está a la vuelta de laesquina.

—No soporto el frío.—Con el frío, los guisos apetecen

más.El cliente y el tabernero charlaban

tranquilamente. El maestro giró lacabeza en mi dirección. Notaba sumirada acercándose lentamente. Yotambién me volví hacia él, con cautela.

—¿Quieres sentarte aquí? —sugirióen voz baja.

—Vale —acepté tímidamente. Entre

el hombre del periódico y el maestrohabía un taburete vacío. Avisé altabernero de que me cambiaba de sitio,cogí el vaso y la botella y me trasladé.

—Gracias —le dije.Por toda respuesta, el maestro soltó

una especie de gruñido ininteligible.Cada uno empezó a beber su propio

sake, con la mirada fija al frente.Pagamos por separado, apartamos la

cortinilla de la entrada de la taberna ysalimos al exterior. El ambiente era máscálido de lo previsto, y en el cielocentelleaban las estrellas. Era más tardeque de costumbre.

—Tome, maestro —le dije.

Le di el envoltorio, que estabaarrugado porque lo había llevadoencima desde que volví de Kappabashi.

—¿Qué es?El maestro cogió el paquete,

depositó la cartera en el suelo y lodesenvolvió cuidadosamente. Elpequeño rallador apareció, relucientebajo la tenue luz que se filtraba a travésde la cortinilla. Brillaba mucho más quecuando lo vi en la tienda de Kappabashi.

—Es un rallador.—Sí.—¿Es para mí?—Claro.Nos hablábamos bruscamente.

Siempre nos habíamos tratado así.Levanté la mirada hacia el cielo y meestremecí. El maestro envolvió de nuevoel rallador, lo guardó en el maletín yechó a andar, tieso como un palo.

Yo caminaba mirando hacia arriba.Iba un poco rezagada, escrutando elcielo nocturno y contando estrellas.Cuando había llegado hasta ocho, elmaestro me interrumpió.

—«Flor de ciruelo. / Hierbasfrescas en la fonda de Mariko. / Sopa deraíz de ñame» —dijo de repente.

—¿A qué viene eso? —le pregunté.El maestro sacudió la cabeza con

aire disgustado.

—Veo que tampoco conoces lapoesía de Bashô —se lamentó.

—¿Bashô? —repetí.—Eso es. Te lo enseñé en clase —

replicó.No recordaba aquel haiku.El maestro caminaba velozmente.—Maestro, va demasiado rápido —

observé desde detrás.No respondió y empecé a

mosquearme. Repetí el verso en tono deburla.

—Sopa de raíz de ñame en la fondade Mariko…

El maestro siguió caminando sinvolverse durante un rato, hasta que se

detuvo.—Un día de estos prepararemos

juntos una sopa de raíz y de ñame. Elhaiku de Bashô es una oda a laprimavera, pero la raíz de ñame estámuy rica en esta época del año. Yo larallaré con el rallador, y tú tendrás quemachacarla con el mortero —dijo sinvolverse hacia mí, en el mismo tono desiempre.

Yo caminaba tras él y seguíacontando estrellas. Cuando llevabaquince, llegamos al lugar dondesolíamos despedirnos.

—Adiós —le dije, agitando la mano.El maestro imitó mi gesto y también

se despidió.Lo seguí con la mirada mientras se

alejaba, y me encaminé hacia mi piso.Cuando llegué llevaba veintidósestrellas, contando las pequeñas.

Cogiendo setas (I)No tenía la menor idea de qué estabahaciendo en aquel lugar. Todo empezócuando al maestro se le ocurrióhablarme de setas.

—Me gustan las setas —me dijo unafría noche de principios de otoño.

Estábamos sentados en la barra de lataberna.

—¿Se refiere al hongo blanco? —pregunté, pero el maestro sacudió lacabeza.

—El hongo blanco está muy rico,por supuesto.

—Sí.

—Pero decir que el hongo blanco esla seta por excelencia es sacarconclusiones precipitadas. Es lo mismoque decir que los Giants son el equipode béisbol por excelencia.

—Pero a usted le gustan los Giants,¿no es así?

—Me gustan, pero soy consciente deque, objetivamente, el mundo delbéisbol no sólo gira en torno a losGiants.

Habían pasado unos días desde queel maestro y yo discutimos acerca de losGiants. A partir de entonces, tanto élcomo yo extremábamos las precaucionescuando hablábamos de béisbol.

—Existen muchos tipos de setas.—Ya.—Como el champiñón lila, que se

come asado y aliñado con salsa de soja,a poder ser justo después de haberlocogido. Está delicioso.

—Ya.—O el iguchi, que también es muy

sabroso.—Ya.Mientras hablábamos, el tabernero

asomó la cabeza desde el otro lado de labarra.

—Veo que entiende mucho de setas.El maestro hizo un breve gesto de

asentimiento.

—No es para tanto —dijoquitándose importancia.

—En otoño suelo ir a coger setas —dijo el tabernero, que acercó su cabeza alas nuestras alargando el cuello como unpájaro que se dispone a alimentar a suspolluelos.

—Ya —repuso el maestro, imitandola respuesta imprecisa que yo solíautilizar.

—Si le interesa el tema, podríamosir juntos a coger setas.

El maestro y yo intercambiamos unamirada. A pesar de que íbamos a aquellataberna casi todos los días, el dueñonunca nos había tratado con tanta

confianza ni nos había hablado como sifuéramos viejos conocidos. Siempretrataba a todos los clientes como si fuerala primera vez que acudían a su local. Y,de repente, nos proponía ir juntos deexcursión.

—¿Dónde sueles ir a coger setas? —se interesó el maestro.

El dueño alargó un poco más elcuello hacia nosotros.

—A Tochigi —respondió.Mi mirada se cruzó de nuevo con la

del maestro.El tabernero, con el cuello estirado,

esperaba una respuesta.—¿Qué hacemos? —pregunté yo, al

mismo tiempo que el maestro decidía:—Vamos.Así que decidimos ir a coger setas a

Tochigi en el coche del tabernero.Yo no entiendo de coches, y estoy

convencida de que el maestro tampoco.El coche del tabernero era un turismoblanco. No tenía nada que ver con losmodelos aerodinámicos que circulan porla ciudad hoy en día. Era un sencillocoche viejo y compacto de los quesolían verse antes.

Quedamos un domingo a las seis de lamañana frente a la taberna. Me levanté a

las cinco y media, me lavé la cara, cogíuna vieja mochila que la noche anteriorhabía rescatado del fondo del armario ysalí de casa. El ruido de la llave de laentrada rompió la calma de la mañana.Varios bostezos más tarde, llegué a lataberna.

El maestro ya había llegado. Estabade pie, con su inseparable maletín en lamano. El tabernero estaba inclinadoencima del maletero abierto, de modoque sólo se le veía medio cuerpo.

—¿Eso es material para ir a cogersetas? —le preguntó el maestro.

—No. Son cuatro cosas para miprimo, que vive en Tochigi —aclaró el

hombre, desde el fondo del maletero.El maestro y yo inspeccionamos el

equipaje por encima del hombro deltabernero. Consistía en unas bolsas depapel y un paquete alargado. Un cuervograznó, encaramado a un poste deelectricidad. Sus graznidos eran tanestridentes como de costumbre, pero mepareció que a primera hora de la mañanasonaban más dulces que a plena luz deldía.

—Aquí llevo galletas de arroz yalgas secas —explicó el tabernero,señalando las bolsas.

—Ya —respondimos al unísono elmaestro y yo.

—Y esto es sake —prosiguiómientras nos indicaba el paquetealargado.

—¡Caramba! —exclamó el maestro,sin soltar su maletín.

Yo opté por guardar silencio.—A mi primo le gusta el sake

Sawanoi.—A mí también.—Me alegro. En la taberna sólo

tengo sake de Tochigi.El tabernero se mostraba mucho más

jovial que cuando estaba trabajando.Tanto, que parecía haberse quitado diezaños de encima.

—Subid —nos invitó, y abrió las

puertas traseras. Apoyó una nalga en elasiento del conductor y encendió elmotor. A continuación, se levantó denuevo para ir a cerrar el maletero. Unavez se hubo asegurado de que el maestroy yo estábamos acomodados en losasientos traseros, se fumó un cigarrillomientras deambulaba alrededor delcoche. Al fin, se sentó en el asiento delconductor, se abrochó el cinturón y pisóel acelerador sin prisa.

—Has sido muy amable al invitarnos—le agradeció el maestro desde elasiento trasero.

El tabernero giró la cabeza hacianosotros.

—No hay de qué —respondió conuna agradable sonrisa. Pero siguiómirando hacia atrás sin levantar el piedel acelerador, y el coche avanzabapoco a poco.

—Ten cuidado, por favor —le pedítímidamente, pero él no me oyó y alargóel cuello hacia mí para preguntarme:

—¿Cómo dices?El coche seguía avanzando, pero él

no hizo ademán de girar la cabeza.—¡Mira hacia delante!—¡Date la vuelta de una vez!El maestro y yo gritamos al unísono

al ver que nos acercábamospeligrosamente a un poste telefónico.

—¿Eh? —dijo el tabernero, girandola cabeza a la vez que daba un volantazopara esquivar el poste.

El maestro y yo suspiramosaliviados.

—No os preocupéis —nostranquilizó nuestro conductor, y aumentóla velocidad.

¿Qué estaba haciendo yo en un cochedesconocido a aquellas horas de lamañana? Desconcertada, me di cuentade que ni siquiera entendía de setas. Mesentía como si hubiera bebidodemasiado. El coche circulaba cada vezmás deprisa.

Creo que me dormí. Cuando abrí los

ojos, estábamos en una carretera demontaña. Cuando salimos de la autopistay entramos en una carretera que noconocía, aún estaba despierta. Duranteel trayecto, nos entretuvimos charlandodel maestro, que había sido mi profesory que no tuvo ningún reparo enrecordarme que mis notas de japonés noeran precisamente brillantes. Hablamostambién del tabernero, que se llamabaSatoru, y de una especie de seta llamadamodashi que crecía en las montañasadonde nos dirigíamos. Podríamos haberprofundizado en cualquiera de aquellostemas de conversación. Podríamos haberentrado en detalles sobre el modashi o

sobre lo estricto que era el maestro enclase, pero cada vez que decíamos algoSatoru apartaba la vista de la carreterapara mirarnos, así que tanto el maestrocomo yo procurábamos hacercomentarios lo más triviales posible.

El coche ascendía lentamente por lacarretera de montaña. Satoru subió unpoco la ventanilla, que estaba abierta. Elmaestro y yo hicimos otro tanto con lasventanillas traseras. El aire era un pocomás fresco. Oíamos nítidamente el trinarde los pájaros en el bosque.

Llegamos a una bifurcación. Uno delos caminos que seguían estabaasfaltado, mientras que el segundo era

una pista de tierra. Tomamos el caminode tierra y al poco rato Satoru detuvo elcoche, bajó y echó a andar cuesta arriba.El maestro y yo lo observábamos desdelos asientos traseros.

—¿Adónde irá? —pregunté.El maestro se encogió de hombros.

Bajé la ventanilla y noté el aire frescode la montaña. Los pájaros se oían máscerca. Eran poco más de las nueve, y elsol estaba bastante alto.

—¿Crees que podremos volver acasa, Tsukiko? —me preguntó el maestrosúbitamente.

—¿Cómo?—Es que me da la impresión de que

no saldremos de aquí nunca más.—¡Qué tontería! —le respondí.Él se limitó a sonreír, mirando por el

retrovisor sin despegar los labios.—¿Está cansado? —inquirí.El maestro sacudió la cabeza.—En absoluto.—Si quiere podemos volver a casa,

maestro.—¿Por qué deberíamos volver?—Pues…—Prefiero que sigamos juntos. Me

da igual adónde vayamos.—Ajá.

El maestro parecía delirar. Lo observépor el rabillo del ojo, pero no noté nadaextraño en su expresión. Estabatranquilo y sereno como de costumbre,con el maletín a su lado y la espaldatiesa. Mientras yo examinaba al maestro,Satoru volvió al coche acompañado deun hombre. Los dos eran idénticos.Cuando llegaron al coche, abrieron elmaletero, descargaron el equipajerápidamente y se lo llevaron cuestaarriba. Pronto volvieron y se fumaron uncigarrillo junto al vehículo.

—¡Buenos días! —nos saludó el

segundo hombre, que ocupó el asientodel copiloto.

—Éste es mi primo Toru —nospresentó Satoru.

Eran como dos gotas de agua. Teníanla misma cara, la misma expresión y lamisma constitución física. Hasta el aireque respiraban era el mismo. Separecían en todo.

—Así que tú eres el admirador delsake Sawanoi —le dijo el maestro.

Toru se volvió hacia nosotros, apesar de que ya se había abrochado elcinturón.

—El mismo —respondiójovialmente.

—Yo prefiero el sake de Tochigi.Satoru se volvió, imitando

exactamente el movimiento que habíahecho su primo, y reemprendimos lamarcha cuesta arriba.

—¡Cuidado! —gritamos el maestro yyo.

El coche pasó rozando la valla deseguridad.

—Eres un memo —dijo Toru, sinalterarse.

Satoru soltó una carcajada yenderezó el volante. El maestro y yoexhalamos un segundo suspiro de alivio.Los pájaros trinaban en lasprofundidades del bosque.

—¿Piensa subir vestido así,maestro?

Al cabo de media hora de haberrecogido a Toru, Satoru paró y apagó elmotor. Los dos primos y yo llevábamosvaqueros y zapatillas de deporte. Nadamás bajar del coche, Toru y Satoruhicieron un par de flexiones de rodillas.Yo también hice estiramientos. Elmaestro era el único que estaba tiesocomo un palo. Llevaba una americana detweed y zapatos de piel. Era de estiloanticuado, pero parecía ropa de calidad.

—Se va a ensuciar —le advirtióToru.

—No me importa —replicó el

maestro, y se cambió el maletín demano.

—¿Por qué no deja el maletín en elcoche? —le propuso Satoru.

—No creo que sea necesario —rechazó el maestro tranquilamente.

Empezamos a subir por un caminoque se adentraba en el bosque. Satoru yToru llevaban mochilas parecidas a lamía, pero mucho más grandes. Eranespeciales para montañeros. Toruencabezaba la marcha y Satoru iba elúltimo.

—Subir es la parte más pesada —observó Satoru, que caminaba detrás demí.

—Tienes razón —jadeé.—Sí, hay que subir despacito —dijo

una voz idéntica a la de Satoru, queprocedía de más arriba.

El maestro subía a un ritmoconstante, sin perder el aliento. Yoascendía entre jadeos. De vez en cuandose oía un repiqueteo, como un martilleomuy rápido.

—¿Qué es eso? ¿Un cuco? —preguntó el maestro. Toru se volvióhacia él.

—No, es un pájaro carpintero. ¿Esusted aficionado a los pájaros, maestro?—le preguntó—. Picotean el tronco delos árboles para comerse los insectos,

por eso hacen ese ruido.—Son unos escandalosos —rió

Satoru desde la retaguardia.La pendiente era cada vez más

pronunciada, y el camino no era másancho que un sendero trazado poranimales. A ambos lados del caminocrecía la maleza otoñal, que nos rozabala cara y las manos mientrasavanzábamos. Los colores del otoñotodavía no habían teñido los árboles dela falda de la montaña, pero la zonadonde nos encontrábamos estabacubierta de hojas rojas y amarillas. Apesar de que el aire era fresco, yoestaba empapada en sudor porque no

solía hacer ejercicio. En cambio, elmaestro parecía fresco como unalechuga, y llevaba el maletín como si nonotara su peso.

—Veo que está acostumbrado a subirmontañas, maestro.

—Tsukiko, esto ni siquiera puedeconsiderarse una montaña.

—Ya.—¡Escucha! Otra vez el ruido del

pájaro carpintero comiendo insectos.Pero yo no me sentía capaz de hacer

esfuerzos suplementarios y seguícaminando sin despegar la vista delsuelo.

Toru, o tal vez Satoru, observó que

el maestro estaba en plena forma. Comoiba mirando al suelo, no supe de dóndeprocedía la voz. Satoru, o quizás Toru,me dio ánimos para que siguieraadelante con la excusa de que yo eramucho más joven que el maestro. Elsendero subía y subía sin parar. Lossilbidos, gorjeos y un sinfín de sonidosvarios se sumaban al martilleo delpájaro carpintero.

—Ya falta poco —anunció Toru.—Sí, era por aquí —corroboró su

primo.Toru se desvió del camino

bruscamente y se adentró en la espesura.Cuando dejamos atrás el camino, tuve la

sensación de que el aire era más denso.—Aquí hay algunos. ¡Cuidado con

los pies! —advirtió Toru mirándonos.—Intentad no pisarlos —reiteró

Satoru desde abajo.El suelo era húmedo. Un poco más

adelante, la maleza desaparecía y losárboles ocupaban su lugar. La pendientese hizo más suave, y la ausencia demaleza en los bordes del caminopermitía avanzar con más comodidad.

—Aquí hay algo —dijo el maestro.Toru y Satoru se acercaron despacio.—¡Qué curioso! —exclamó Toru,

agachándose.—¿Es un cordyceps sinensis? ¿El

hongo que se alimenta de larvas deinsectos? —quiso saber el maestro.

—El huésped es todavía muy grande.—Es una especie de larva.Hablaban todos a la vez.—¿Qué clase de seta es ésa? —

pregunté en voz baja.Con la punta de un tronco, el maestro

escribió en el suelo «cordycepssinensis».

—Veo que en clase de cienciasnaturales tampoco prestabas muchaatención, Tsukiko —me sermoneó.

Cuando intenté protestar, alegandoque aquello no me lo habían enseñadonunca en clase, Toru soltó una sonora

carcajada.—En la escuela nunca te enseñan las

cosas que verdaderamente importan —dijo, y siguió riendo.

El maestro guardó silencio, sinalterarse, hasta que Toru dejó de reír.

—Con la disposición adecuada, laspersonas podemos aprender muchascosas en cualquier lugar —explicó sinperder la calma.

—¡Qué gracioso es tu profesor! —me dijo Toru, y siguió riendo durante unbuen rato.

El maestro sacó una bolsa deplástico del maletín, introdujo el hongoen el interior con delicadeza e hizo un

nudo en la punta. A continuación guardóla bolsa en el maletín.

—Sigamos adelante. Entraremos enel bosque para encontrar setascomestibles —dijo Satoru adentrándoseen la espesura.

Nos dispersamos y echamos a andarexaminando cuidadosamente el suelo. Elelegante traje de tweed del maestro seconfundía con los árboles y producía elmismo efecto que un uniforme decamuflaje. Creía que estaba justodelante de mí, pero si apartaba la vistadurante un segundo y volvía a mirar, yase había esfumado. Entonces lo buscaba,sorprendida, para descubrir que se

encontraba a mi lado.—¡Estaba aquí, maestro! —

exclamaba yo.—No me he movido en todo el rato

—respondía él misteriosamente, con unarisita disimulada. Entre los árboles, elmaestro se transformaba por completo.Parecía un legendario habitante delbosque.

—¿Maestro? —lo llamé de nuevo,inquieta.

—Ya te he dicho antes que no me hemovido de aquí, Tsukiko.

Fuera como fuese, el maestro seguíaadelante sin darse cuenta de que yo meestaba quedando rezagada.

—Es que eres una despistada,Tsukiko. Si estuvieras más centrada, esono te pasaría —me reconvenía él, queavanzaba sin mirar atrás. Oíamos elmartilleo muy cerca de allí. El maestrose internaba en el bosque. Mientrasseguía su silueta con la mirada, mepregunté de nuevo qué estaba haciendoallí. Su traje de tweed aparecía ydesaparecía entre los árboles.

—¡Aquí hay muchas!La voz de Satoru retumbó desde las

profundidades del bosque.—Es una colonia entera, ¡hay

muchas más que el año pasado! —confirmó la lejana voz de Satoru, o tal

vez fue la de Toru, desde algún lugarrecóndito.

Cogiendo setas (II)Estaba mirando al cielo.

Me había sentado en un gran tronco.Toru, Satoru y el maestro habíandesaparecido en el bosque. Desde ellugar donde estaba, el martilleo delpájaro carpintero era casi inaudible.Otros pájaros trinaban en su lugar.

La humedad impregnaba todos losrincones. La tierra no era lo único queestaba empapado: las hojas de losárboles, la maleza, los hongos, losinnumerables microbios que habitabanel subsuelo, los insectos que searrastraban por la superficie, los bichos

alados que volaban en el cielo, lospájaros que descansaban en las ramas ylos animales más grandes del interiordel bosque llenaban el ambiente de viday de rebosante humedad.

Entre las copas de los árboles sevislumbraban pequeñas manchas azules.El follaje parecía una red extendida a lolargo del cielo. Cuando mis ojos seacostumbraron a la oscuridad, detectémuchas formas de vida entre la maleza:musgo, pequeñas setas de color naranjay unas nervaduras blancas queprobablemente pertenecían a unaespecie de moho. Vi escarabajosmuertos, infinitas variedades de

hormigas, insectos de toda clase ymariposas que dormían en los reversosde las hojas.

Me sorprendió estar rodeada detantas criaturas vivas. En la ciudadsiempre estaba sola, aunque estuvieracon el maestro. Creía que en lasciudades sólo vivían criaturas de grantamaño. Sin embargo, al reflexionarsobre el asunto me di cuenta de que en laciudad también estaba rodeada de seresvivos. Nunca estábamos solos. Aunqueen la taberna sólo hablara con elmaestro, Satoru también estaba allí, asícomo una multitud de clientes habitualescuyas caras me resultaban familiares.

Aun así, nunca había considerado a losdemás personas de carne y hueso. Nohabía caído en la cuenta de que cada unode ellos tenía su propia vida, llena dealtibajos como la mía.

Toru regresó.—¿Va todo bien, Tsukiko? —me

preguntó. Llevaba un puñado de setas encada mano.

—Todo bien, gracias —respondí.—Deberías habernos acompañado

—me reprochó Toru.—Tsukiko es una chica muy

romántica —tronó la voz del maestrodetrás de nosotros. Acto seguido, surgióde entre las sombras de los árboles.

Hasta entonces no había percibido supresencia porque llevaba ropa decamuflaje, o tal vez por su formadiscreta de caminar—. Ha preferidoquedarse aquí sola, ensimismada en suspensamientos —añadió—. ¿No es así,Tsukiko?

Su americana de tweed estabacubierta de hojitas secas.

—Las mujeres son muysentimentales —dijo Toru con unaestruendosa carcajada.

—Así es —afirmé sin alterarme.—¿Nos ayudas a preparar la

comida, señorita romántica? —me pidióToru, que abrió la mochila de Satoru y

sacó una cacerola de aluminio y unhornillo portátil—. ¿Puedes ir por agua?

Me levanté de un salto. Meindicaron el lugar donde se hallaba unapequeña fuente, un poco más arriba. Laencontré entre dos grandes rocas. Cogíun poco de agua con las manos y me lallevé a los labios. Estaba fría y eraligera. Repetí el gesto varias veces.

—Pruébela —le ofreció Satoru almaestro, que estaba sentado encima deuna hoja de periódico, con la espaldarecta.

Bebió un sorbo de la sopa de setas.

Satoru y Toru cocinaron las setasque habían reunido a lo largo de lamañana. En primer lugar, Toru laslimpió de tierra y barro. Satoru cortó lasmás grandes y dejó enteras laspequeñas. Las salteó todas en unapequeña sartén. A continuación, lasmetió en un cazo con agua hirviendo,añadió un poco de miso y las cociódurante un rato.

—Anoche estuve estudiando un poco—dijo el maestro.

Sujetaba entre ambas manos un tazónde aluminio, muy parecido a los quehabía antiguamente en los comedores delos colegios, y soplaba para enfriar la

sopa.—¿Estudiando? Es usted un profesor

de pura cepa —repuso Toru, que sorbíasu sopa enérgicamente.

—Hay muchas setas que sonvenenosas y no lo parecen —explicó elmaestro.

Pellizcó una seta con los palillos yse la llevó a la boca.

—Así es.Satoru ya había despachado su

primera ración de sopa y estabarellenando su tazón.

—Es evidente que nadie se comeríauna seta de aspecto venenoso.

—Maestro, no diga esas cosas

mientras comemos —le pedí, pero nome hizo caso, como de costumbre.

—De todos modos, hay unas setasllamadas «engañosas» que son casiidénticas a los hongos blancos, delmismo modo que las setasfosforescentes se parecen mucho a lassetas de madera de roble. Ahí está elproblema.

El tono solemne del maestro hizoque Satoru y Toru estallaran encarcajadas.

—¿Sabe, maestro? Llevamos más dediez años cogiendo setas y nunca hemosencontrado esas especies que acaba demencionar.

Tras una breve pausa, seguícomiendo. Levanté la vista paracomprobar si Toru y Satoru habíancaptado aquel instante de vacilación,pero no parecían haberse dado cuenta.

—La que antes era mi esposa secomió una vez una seta de la risa —dijoel maestro.

Toru y Satoru lo miraron intrigados.—¿La que antes era su esposa? ¿A

qué se refiere?—Me refiero a que mi esposa me

abandonó hace quince años —aclaró elmaestro, con su seriedad habitual.Ahogué una exclamación de sorpresa.Creía que la esposa del maestro había

muerto. Esperaba que Toru y Satorutambién mostraran su perplejidad, peropermanecieron impasibles. Entre sorboy sorbo, el maestro nos explicó lasiguiente historia:

—Mi mujer y yo solíamos ir deexcursión. Habíamos recorrido todas lascolinas de los alrededores que quedabana una hora en tren de casa. Los domingosmadrugábamos, cogíamos la comida quehabía preparado mi mujer y subíamos alprimer tren de la mañana, que todavíaestaba vacío. A ella le gustaba leer unlibro titulado Las mejores excursionesde los alrededores. En la portadaaparecía una fotografía de una mujer con

botas de piel, pantalones bombachos ysombrero de plumas caminando por lamontaña con un bastón en la mano. Miesposa se vestía como la mujer del libropara ir de excursión, con el bastónincluido. Yo le decía que aquellaindumentaria no era necesaria, que sólose trataba de una simple excursión. Peroella alegaba que había que cuidar elaspecto y no me hacía caso. A veces noscruzábamos con gente que hacía lamisma excursión que nosotros enchanclas de goma, pero ella nuncacambiaba su atuendo. Era muy testaruda.

»Nuestro hijo ya iba a la escuelaprimaria. Aquel día fuimos de excursión

los tres juntos, como siempre. Sería máso menos la misma época del año queahora. El otoño había teñido los árbolesde rojo y amarillo, pero las lluviashabían hecho caer la mayor parte de lashojas. Mis zapatillas de deporte sequedaban atascadas en el lodo y tropecémás de una vez. Mi mujer, en cambio,caminaba tranquilamente con sus botasde montaña. Cuando yo me caía, no mereprochaba nada ni me recordaba que yame lo había advertido. A pesar de sucabezonería, no era una personarencorosa.

»Cuando ya llevábamos un buen ratocaminando, nos detuvimos para

descansar. Comimos cada uno dosrodajas de limón con miel. A mí nuncame han gustado las cosas ácidas, peromi mujer insistía en que las rodajas delimón con miel no podían faltar en unaexcursión, así que me las comía sinrechistar. Si hubiera protestado ella nose habría enfadado, pero los pequeñosdisgustos se van acumulando. Del mismomodo que una pequeña ola puededesencadenar un tsunami en la otra puntadel océano, una tontería puede provocaruna discusión en el momento másinesperado. Forma parte del matrimonio.

»A mi hijo el limón le gustaba aúnmenos que a mí. Se metió una rodaja en

la boca, se levantó y fue hacia losárboles. Se agachó como si estuvierarecogiendo las hojas de coloresesparcidas por el suelo. Me pareció unabuena idea. Cuando me acerqué a élpara echarle una mano descubrí que, enrealidad, estaba escarbando el suelo aescondidas. Cavó un hoyo pocoprofundo, escupió apresuradamente larodaja de limón que tenía en la boca y laenterró con rapidez. No se podíaconsiderar un niño tiquismiquis. Miesposa lo había educado bien en esesentido, pero el limón era algo quesuperaba los límites de su tolerancia.

»—¿No te gusta el limón? —le

pregunté. Me miró sorprendido y asintiósin decir nada—. A mí tampoco —leconfesé.

Él sonrió, un poco más aliviado.Cuando sonreía se parecía a su madre.Sigue pareciéndose a ella. Por cierto, mihijo está a punto de cumplir cincuentaaños, la edad que tenía mi esposacuando me abandonó.

»Mientras ambos estábamosagachados recogiendo hojas de colores,apareció mi mujer. Se nos acercó sinhacer ruido, a pesar de las gigantescasbotas de montaña que llevaba.

»—Escuchad —dijo a nuestrasespaldas. Mi hijo y yo nos volvimos,

sorprendidos—. He encontrado una setade la risa.

Su voz era un susurro casi inaudible.Aunque había bastante sopa, entre

los cuatro nos la acabamos pronto. Lamezcla de las distintas especies de setasle daba un sabor exquisito. Fue elmaestro quien la describió con eseadjetivo, «exquisita». Estaba contandosu historia cuando, de repente, seinterrumpió para decir:

—Satoru, la sopa está exquisita ytiene una fragancia deliciosa.

Satoru enarcó las cejas.—Sólo se le ocurriría a un profesor

describir una sopa con esas palabras —

observó Toru, y le pidió que siguieracontando su historia.

—¿Qué pasó con la seta de la risa?—preguntó Satoru.

—¿Cómo pudo identificarla? —inquirió su primo.

—Además de Las mejoresexcursiones de los alrededores, a mimujer también le gustaba mucho hojearun pequeño manual titulado Cienvariedades de setas. Siempre llevabalos dos libros en la mochila cuandoíbamos de excursión. Aquel día, abrió ellibro por la página de la seta de la risa.

»—Sí, tiene que ser ésta —repitióvarias veces.

»—¿Por qué te interesa tanto saberqué clase de seta es? —le pregunté.

»—Porque voy a probarla —merespondió con determinación.

»—¿No es venenosa? —mesorprendí.

»—¡No te la comas, mamá! —lesuplicó nuestro hijo a gritos. Ella nisiquiera nos escuchó. Se llevó la seta ala boca sin quitarle la tierra que lecubría el sombrero.

»—Las setas crudas no saben muybien —nos explicó, y cogió unas rodajasde limón con miel para acompañarla.Desde aquel día, mi hijo y yo no hemosvuelto a probar el limón con miel.

»Entonces empezó el espectáculo.Mi hijo rompió a llorar.

»—¡Mamá se va a morir! —sollozaba desconsolado.

»—Nadie ha muerto por comerseuna seta de la risa —intentabatranquilizarlo mi esposa. Ella no queríair al hospital, así que tuve quellevármela a la fuerza y deshicimos elcamino que habíamos recorrido.

»Cuando ya casi habíamos llegadoal pie de la montaña, se manifestaron losprimeros síntomas. Más tarde, el médicoimpasible que nos atendió en el hospitalnos explicó que una única seta bastabapara provocar los síntomas de la

intoxicación. A mí me dio la impresiónde que se había comido un bosqueentero de setas de la risa.

»Mi mujer, que hasta entonces habíamantenido la compostura, empezó aproferir una especie de risita ahogada.Al principio sólo eran espasmosentrecortados que pronto se convirtieronen una estridente carcajada que parecíano tener fin. Se estaba desternillando,pero no era una risa alegre ni placentera.Lo que salía de su interior eranconvulsiones que la poseían porcompleto y que no podía controlar apesar de sus esfuerzos. Su cerebrointentaba dominar el cuerpo, que no

reaccionaba. Aquella risa sonaba comosi alguien le hubiera contado un chistemacabro y estuviera riendo en contra desu voluntad.

»Mi hijo estaba asustado y yoempezaba a sentirme intranquilo, peroella seguía riendo con los ojosinundados de lágrimas.

»—¿No puedes dejar de reír? —lepregunté.

»—N… no puedo parar —consiguióarticular entre jadeos—. La garganta, lacara y los pulmones… no… no meresponden.

»Estaba pasando un mal rato, perono podía dejar de reír. Yo me sentía

furioso. Me preguntaba por qué mi mujersiempre me metía en líos. Para sersincero, aquellas excursiones semanalesnunca habían sido de mi agrado. A mihijo le gustaban tan poco como a mí. Élhubiera preferido mil veces quedarse encasa con sus juegos de construcciones, oir a pescar a un riachuelo cercano. Aunasí, tanto él como yo hacíamos lo que aella le apetecía. Nos levantábamos a unahora intempestiva y nos dedicábamos arecorrer todas las dichosas colinas querodeaban la ciudad. Pero se ve que ella,como si no tuviera bastante, sintió lanecesidad de tragarse una seta de la risa.

»En el hospital le trataron la

intoxicación, pero aquel médicoimpasible nos hizo saber que una vez elveneno ha entrado en el torrentesanguíneo, ya no hay nada que hacer. Ytenía razón. El estado de mi mujer nocambió después del tratamiento. Siguióretorciéndose de risa hasta el anochecer.Regresamos a casa en taxi. Acompañé ami hijo al futón, lo arropé y se durmió enel acto, agotado de tanto llorar. Mientrasobservaba por el rabillo del ojo a mimujer, que seguía riendo sola en lasalita, preparé dos tazas de té amargo.Ella se lo tomó riendo, yo me lo toméhecho una furia.

»Cuando al fin los síntomas

empezaron a remitir, le reproché suactitud y le pedí que reflexionara sobrelas molestias que había ocasionado a losdemás a lo largo del día. Los sermoneseran mi especialidad. La regañé como sifuera una de mis alumnas. Ella meescuchaba cabizbaja y acataba todo loque le decía con un movimiento decabeza. Me pidió disculpas variasveces.

»—Todo el mundo provocamolestias a los otros —repuso al fin.

»—Yo no molesto a nadie. Tú, encambio, has sido una carga. No debesinvolucrar a los demás en tus asuntospersonales —le respondí a

regañadientes.»Ella volvió a agachar la cabeza.

Diez años más tarde, cuando meabandonó, evoqué con claridad susilueta cabizbaja. Mi esposa no era unapersona de trato fácil, pero yo tampoco.Dicen que nunca falta un roto para undescosido. Es evidente que yo no era elroto ideal para su descosido.

—¿Un traguito de sake, maestro? —ofreció Toru, mientras sacaba unabotella de Sawanoi de casi un litro de sumochila.

Cuando se hubo acabado la sopa desetas, Toru empezó a extraer cosas de sumochila como por arte de magia: setas

desecadas, galletas de arroz, calamarahumado, tomates naturales y escamasde bonito.

—¡Esto es un festín! —se regocijóToru.

Los dos primos apuraron con avidezsus vasos de plástico llenos de sake ehincaron el diente a los tomates.

—El alcohol acompañado de unbuen tomate no sube tan fácilmente —aclararon, y siguieron bebiendo.

—Maestro, ¿estarán en condicionesde conducir? —cuchicheé.

—No te preocupes. Según miscálculos, tocamos a ciento ochentamililitros de sake por barba —me

tranquilizó.El ardor del alcohol se sumó al

sofoco que me había provocado la sopade setas. Los tomates eran deliciosos.Los comíamos a mordiscos, sin sal. Torulos cultivaba en el jardín de su casa.Cuando terminamos con nuestrasrespectivas dosis de sake, Toru sacóotra botella de la mochila, de modo quetuvimos ración doble de alcohol.

El pájaro carpintero volvía arepiquetear. De vez en cuando notabacómo los insectos se arrastraban pordebajo de la hoja de periódico dondeestaba sentada. Aparecieron algunosbichitos alados y otros de gran tamaño,

que venían zumbando y se deteníancerca de nosotros. Un gran número deinsectos se reunió alrededor del calamarahumado y el sake. Toru seguíacomiendo y bebiendo, sin molestarse enahuyentarlos.

—Acabas de comerte un bicho —leadvirtió el maestro.

—¡Delicioso! —respondió Toru, sinalterarse en absoluto.

Las setas desecadas no estaban deltodo deshidratadas, todavía conservabanalgo de jugo. Sabían a carne ahumada.

—¿Qué clase de seta es ésa? —pregunté.

—Una amanita muscaria —me

respondió Satoru, que tenía la cara rojacomo un pimiento.

—¡Pero si es muy venenosa! —exclamó el maestro.

—¿Eso lo ha encontrado en Cienvariedades de setas, maestro? —lepreguntó Toru con una sonrisa burlona.

El maestro no respondió. Se limitó aabrir el maletín y sacar el ejemplar deCien variedades de setas. Era un libromanoseado y encuadernado a la antigua.En la portada aparecía una setapuntiaguda de color rojo, muy llamativay algo deteriorada, que parecía unaamanita muscaria.

—¿Conoces esta historia, Toru?

—¿Cuál?—La historia de Siberia. Hace

mucho tiempo, los jefes de los pobladosde la meseta siberiana comían amanitasmuscaria antes de ir a la guerra. Es unaseta que contiene sustanciasalucinógenas. Una vez ingerida, provocauna gran excitación y aumenta laagresividad. Otorga una fuerzadescomunal y duradera que, encondiciones normales, una persona sólopodría mantener durante brevesinstantes. En primer lugar, el jefe delpoblado comía una seta. A continuación,el hombre que ocupaba el rangoinmediatamente inferior bebía la orina

del jefe. El siguiente hombre hacía lomismo con la orina de su superior y asísucesivamente, hasta que todos habíaningerido las propiedades de la seta.Cuando el ritual terminaba, el ejércitoya estaba listo para combatir —explicóel maestro.

—Ese libro es más instructivo de loque parece —observó Satoru, haciendoesfuerzos por aguantarse la risa.Despedazó una seta desecada y se llevóun trocito a la boca.

—Probadlas —nos invitó Toru almaestro y a mí, y nos ofreció una seta acada uno. El maestro observó la suyaatentamente, mientras yo olisqueaba la

mía con reticencia. Toru y Satoruestallaron en carcajadas sin motivoaparente.

—Veréis… —dijo Toru.Satoru rió con más ganas. Cuando se

hubo tranquilizado, fue él quienintervino.

—Esto… —empezó, pero no pudoacabar porque Toru lo interrumpió conotro ataque de risa.

Al final, hablaron al unísono ydijeron algo como: «Veréis… esto…», yambos estallaron en carcajadas.

La temperatura había subido unpoco. Aunque se avecinaba el invierno,la tierra del sotobosque estaba

impregnada de humedad y desprendíacalidez. El maestro bebía a pequeñossorbos y mordisqueaba la seta desecada.

—¿Está seguro de que se puedecomer? Creía que era venenosa —observé.

Él se limitó a sonreír.—Quién sabe —dijo con el rostro

iluminado por una agradable sonrisa.—Toru, Satoru. ¿De verdad son

amanitas muscaria?Los primos respondieron al unísono,

de modo que me fue imposible distinguirquién dijo qué.

—¡Qué va! ¡Claro que no! —exclamó uno.

—¡Pues claro! Son auténticasamanitas —aseguró el otro.

El maestro seguía sonriendo. Sellevó su seta a la boca de nuevo.

—Demasiado roto —susurró con losojos cerrados.

—¿Ha dicho algo? —le pregunté.—Uno demasiado roto, y el otro

demasiado descosido —repitió—.Prueba la seta, Tsukiko —me ordenó elmaestro, como si estuviera dando clase.

Todavía recelosa, saqué la punta dela lengua y lamí la seta que tenía en lamano, pero sólo sabía a polvo. Toru ySatoru seguían riendo. El maestrosonreía con la mirada perdida.

Desesperada, me metí la seta entera enla boca y la mastiqué varias veces.

Seguimos bebiendo durante poco más deuna hora, pero no pasó nada digno de sermencionado. Recogimos las mochilas yemprendimos el camino de vuelta.Mientras descendíamos, no sabía si reíro llorar. Tal vez fuera culpa del alcohol,que también me había hecho perder lanoción del espacio y caminar sin tener lamás remota idea de dónde estaba. Satoruy Toru encabezaban la marcha. Susilueta era idéntica, y tenían la mismaforma de caminar. El maestro y yo

andábamos de lado, riendo.—¿Sigue enamorado de su esposa,

maestro? —le pregunté en voz baja, y élrió con más ganas.

—Mi mujer sigue siendo un misteriopara mí —me respondió, un poco másserio.

Entonces se echó a reír de nuevo.Los insectos zumbaban a nuestroalrededor, y yo seguía sin entender quéestaba haciendo allí.

Año nuevoTuve un pequeño percance.

Se me fundió un fluorescente de lacocina que medía más de un metro delargo. Subí encima de un taburete alto,de puntillas, e intenté cambiarlo.Llevaba mucho tiempo sin hacerlo, y norecordaba cómo quitar el fluorescente.

Tiré y empujé, pero no lo conseguí.Intenté desmontar la lámpara con undestornillador, pero estaba colgada deltecho mediante unos cables rojos yazules, de modo que de poco servía undestornillador.

En vista de la situación, di un fuerte

tirón y el fluorescente se rompió. Losfragmentos de cristal se dispersaron porel suelo, delante del fregadero. En esemomento iba descalza, y cuando bajé deltaburete a toda prisa me clavé unpequeño cristal en la planta del pie. Unchorro de sangre roja brotó de la herida.El corte era más profundo de lo queparecía.

Asustada, fui a la habitación y mesenté en el suelo, pero empecé asentirme mareada y temí desmayarme.De haber estado allí, el maestro sehabría echado a reír y me habría dichoalgo como: «¿De veras has estado apunto de desmayarte por un hilillo de

sangre? ¡Qué aprensiva eres, Tsukiko!».Pero el maestro nunca había estado enmi casa, aunque yo a veces iba a la suya.Me quedé sentada en la habitación y mesentí los párpados muy pesados. Nohabía comido nada desde el desayuno.Había pasado casi todo el día tumbadaen el futón, sin hacer nada. Era lo únicoque me apetecía el día de año nuevo,cuando volvía de casa de mi madre.

Mi madre, mi hermano y la familia deéste vivían en el barrio, pero apenas nosvisitábamos. No me sentía a gusto enaquella casa llena de ajetreo. Mi familia

ya no me presionaba como antes paraque me casara y dejara de trabajar, hacíamucho tiempo que había dejado deatormentarme con esa letanía. Perohabía algo en aquella casa que meprovocaba incomodidad. Era como siencargara varias piezas de ropa hechas amedida y al probármelas descubrieraque unas eran demasiado cortas y otraseran tan largas que las arrastraba por elsuelo al caminar. Entonces me quitaba laropa, estupefacta, comprobaba de nuevolas medidas y me daba cuenta de queeran exactas. Así me sentía con mifamilia.

Al mediodía del día 3 de enero,

mientras mi hermano estaba fuera devisita con su mujer y sus hijos, mi madrehizo tofu hervido. Siempre me habíagustado el tofu hervido de mi madre. Yame gustaba incluso antes de empezar elcolegio, aunque no suele ser la comidafavorita de los niños. Mi madre mezclósalsa de soja con sake en una tacita de téy añadió un poco de atún. Acontinuación, calentó el tofu en una ollade barro. Al cabo de un rato, abrí latapadera y la olla exhaló una nube devapor. Cogí con los palillos la porciónde tofu entera y la despedacé. Mi madresólo compraba tofu en la tienda de laesquina, que también abría los días

festivos. Mientras me contaba todo eso,preparaba ilusionada el tofu hervidopara mí.

—¡Delicioso! —dije.—Siempre te ha gustado el tofu

hervido —me recordó mi madre,conmovida.

—A mí nunca me queda tan rico.—Será porque utilizas un tofu

distinto. Este tofu no lo encontrarás enuna tienda cualquiera.

Mi madre y yo nos quedamoscalladas. Yo cortaba el tofu en silencio ylo mojaba en la salsa de soja con sake.Comía sin hablar. Ninguna de las dosdecía nada. Quizás porque no teníamos

nada que decirnos, aunque podríamoshaber hablado de un sinfín de cosas.Pero no sabíamos de qué hablar. Aunqueestábamos muy unidas, o precisamentedebido a ello, no sabía qué decirle.Tenía el presentimiento de que siintentaba forzar la conversación, caeríapor un abismo abierto bajo mis pies. Dehaberlo oído, el maestro me habríadicho algo como: «Así me sentiría yo sime encontrara con mi esposa, que meabandonó muchos años atrás. Pero unono se siente así por el simple hecho devisitar a la familia que vive en la mismaciudad. ¡Qué exagerada eres, Tsukiko!».

Mi madre y yo teníamos caracteres

parecidos. El maestro podía opinar loque quisiera, pero lo cierto es que enese momento éramos incapaces demantener una conversación. Esperamosen silencio el regreso de mi hermano ysu familia, evitando que nuestrasmiradas se cruzaran. El pálido sol deaquella tarde invernal se filtraba por elcorredor exterior e inundaba la estanciahasta acariciar el pie del brasero.Cuando terminé de comer, llevé la ollade barro, los platos y los palillos a lacocina. Mi madre empezó a lavar loscacharros en el fregadero.

—¿Quieres que seque los platos? —le pregunté.

Ella asintió. Levantó la cabeza ysonrió torpemente. Le devolví la sonrisacon idéntica torpeza. Fregamos losplatos codo con codo, sin dirigirnos lapalabra.

Desde que regresé a mi casa el día 4 deenero hasta que volví al trabajo el día 6,no hice nada más que dormir. Era unsueño distinto al de cuando dormía encasa de mi familia. Soñaba mucho más.

Trabajé dos días y llegó el fin desemana. Como no tenía sueño medediqué a holgazanear tumbada en elfutón. Lo único que estaba al alcance de

mi mano era un termo lleno de té, unlibro y unas cuantas revistas. Hojeé unarevista mientras me tomaba una taza deté. También comí un par de mandarinas.El futón conservaba la calidez de micuerpo. Pronto me adormecí. Medesperté al poco rato y retomé la lecturade la revista. De ese modo, me olvidéde comer.

Así pasé todo el día, tumbada en elfutón, presionando con un pañuelo depapel la herida sangrante de la plantadel pie y esperando a que se me pasarael mareo. Los ojos me hacían chiribitas,como si estuviera frente a un televisorestropeado. Estaba tumbada boca arriba,

con una mano en el pecho. Los latidosde mi corazón iban un pocodescompasados con respecto a laspalpitaciones de la herida sangrante.

El fluorescente de la cocina se habíaroto cuando empezaba a anochecer. Meencontraba tan mal, que no podíadistinguir si todavía quedaba luz en elexterior o si ya había oscurecido porcompleto.

Cerca del futón había una cesta llenade manzanas que exhalaban un dulcearoma. Con el frío del invierno, el olorera más intenso que nunca. Me descubrípensando que yo suelo pelar lasmanzanas después de haberlas cortado

en cuatro trozos. En cambio mi madrelas pela enteras, con un cuchillo decocina. Recordé que, hace tiempo, peléuna manzana para el chico que antes erami novio. Cocinar nunca ha sido miespecialidad. Aunque se me hubieradado bien, no era partidaria de cocinarpara que él se llevara la comida altrabajo, ni de ir a su casa a preparársela,ni de invitarlo a cenar un menú casero.Si empezaba a hacer tales cosas, mehabría metido en un callejón sin salida,y tampoco quería que él se sintieraacorralado. Quizás la rutina delcompromiso no fuera tan mala, pero mecostaba mucho imaginármela.

Cuando pelé aquella manzana, minovio se quedó estupefacto.

—Pero ¡si sabes pelar manzanas! —exclamó.

—Es lo más fácil del mundo. ¿Porqué te sorprende?

Al poco tiempo de haber mantenidoaquella conversación, empezamos adistanciarnos. Ninguno de los dos sacóel tema de forma explícita, pero dejé dellamarle. No es que ya no me gustara.Los días pasaban sin vernos y apenas medaba cuenta.

—No tienes corazón —me dijo una

amiga—. Tu novio me ha llamado unmontón de veces para pedirme consejo.Quiere saber qué sientes exactamentepor él. ¿Por qué no le llamas? Te estáesperando.

Me miró fijamente, y yo le devolvíla mirada sin entender por qué el chicono había compartido sus dudas conmigoen vez de llamar a una tercera persona.Me quedé boquiabierta y le dije a miamiga que no entendía nada. Ella suspiróprofundamente.

—Es normal que un jovenenamorado se sienta inseguro. Supongoque a ti te pasa lo mismo —mereprendió.

Una cosa no tenía nada que ver conla otra. Son las personas implicadas enla relación quienes deben enfrentarse asus propias dudas. No tenía ningúnsentido involucrar a una tercera persona,en ese caso mi amiga, para que actuaracomo intermediaria. Le pedí perdón porlas molestias y le dije que mi novio nohabía actuado de forma adecuada. Ellavolvió a suspirar profundamente y medijo:

—¿Qué significa para ti actuar deforma adecuada?

Mi novio y yo llevábamos tresmeses sin vernos. Mi amiga intentó portodos los medios hacerme entrar en

razón, pero sus opiniones me traían sincuidado. Estaba convencida de que elamor y yo no estábamos hechos el unopara el otro. Si tan caprichoso era elamor, no quería tener nada que ver conél.

Al cabo de medio año, mi amiga secasó con el chico que había sido minovio.

Por fin se me pasó el mareo y pude abrirlos ojos. La habitación estaba a oscuras,pero la bombilla estaba intacta. Elproblema era que todavía no habíaencendido la luz. Fuera ya era de noche.

Me estremecí al imaginar el frío de lacalle al otro lado de la ventana. Tras lapuesta del sol, la temperatura caía enpicado. Recordé varias escenas de mipasado mientras holgazaneaba en elfutón. La herida del pie ya casi nosangraba. La cubrí con una tirita grande,me puse los calcetines y unas zapatillasy limpié el suelo de la cocina.

La luz de la bombilla de lahabitación arrancaba débiles destellos alos fragmentos de cristal. En realidad,mi ex novio me gustaba mucho. Mearrepentí de no haberle llamado antes deque fuera tarde. Me sentí tentada ahacerlo, pero me daba miedo que

reaccionara con frialdad y acabédesistiendo. No sabía que él también sesentía como yo. Cuando me enteré, yahabía enterrado mis sentimientos haciaél en lo más profundo de mi corazón.

Fui a la boda de mi amiga y mi exnovio. Alguien pronunció un discursosobre el destino, que había jugado unpapel muy importante en aquellarelación.

El destino. Mientras escuchaba eldiscurso desde el banco, observando alos novios, pensaba que el destino nuncase portaría tan bien conmigo.

Cogí una manzana del cesto. Intentépelarla entera, como hacía mi madre,

pero la piel se rompió a medias. Derepente, los ojos se me inundaron delágrimas. Ya no eran sólo las cebollas loque me irritaba los ojos, ahora tambiénlloraba pelando manzanas. Me la comísin dejar de llorar. Entre mordisco ymordisco, oía el goteo de las lágrimasque se estrellaban contra el fregadero deacero. Mi mayor actividad del día fuequedarme de pie frente al fregadero,comiendo y llorando a la vez.

Me puse un viejo abrigo grueso ysalí de casa. El abrigo desprendía unapelusa de color verde oscuro, peroabrigaba mucho. Cuando he lloradosiempre tengo frío. Después de comerme

la manzana entré en la habitación yestuve tiritando hasta que me cansé. Mevestí con un jersey rojo holgado quetambién tenía unos cuantos años y unpantalón de lana marrón. Me cambié loscalcetines por otros más gruesos, meenfundé unos guantes, me calcé unaszapatillas de deporte de suela gruesa ysalí a la calle.

Las tres estrellas de la constelaciónde Orión brillaban en el cielo. Eché aandar en línea recta, a paso ligero.Durante el paseo entré en calor. Unperro me ladró desde algún lugar yestuve a punto de romper a llorar otravez. Estaba cerca de cumplir los

cuarenta, pero me comportaba como unaniña. Caminaba como los niños,balanceando los brazos de formaexagerada, dando puntapiés a las latasvacías que encontraba en medio de lacalle y arrancando los hierbajos quecrecían en el margen de la acera. Mecrucé con unas cuantas bicicletas quevenían de la estación. Estuve a punto dechocar con una que no llevaba la luzencendida, y me sentí furiosa. Laslágrimas volvieron a nublarme la vista.Tenía ganas de sentarme y llorar ensilencio, pero como hacía mucho fríoseguí caminando.

Había retrocedido en el tiempo y

volvía a ser una niña. Llegué a la paradadel autobús y estuve diez minutosesperando, hasta que comprobé elhorario y me di cuenta de que el últimoya había pasado. Me sentí aún másdesamparada. Empecé a golpear el suelocon los pies, pero no conseguí entrar encalor. Un adulto sabría qué hacer parano pasar frío, pero los niños como yo noteníamos ni idea.

Seguí andando hacia la estación. Erael camino de siempre, pero me parecíacompletamente distinto. Había vuelto ami infancia. Era como una niña que seentretiene de camino a casa hasta queempieza a oscurecer, y cuando decide

volver las calles no parecen las mismas.—Maestro —murmuré—. Maestro,

no sé volver a casa.Pero el maestro no estaba allí. Al

preguntarme dónde estaría aquellanoche, me di cuenta de que nuncahabíamos hablado por teléfono. Nosencontrábamos por casualidad,paseábamos juntos por casualidad ybebíamos sake por casualidad. Cuandole hacía una visita en su casa, mepresentaba sin previo aviso. A vecesestábamos un mes entero sin vernos.Antes, si mi novio y yo no nosllamábamos ni nos veíamos durante unmes, empezaba a preocuparme.

¿Y si hubiera desaparecido comopor arte de magia? ¿Y si se hubieraconvertido en un completo desconocido?

Pero el maestro y yo no éramosnovios, así que no nos veíamos amenudo. Pero aunque nocoincidiéramos, el maestro nunca estabalejos de mí. Él nunca sería undesconocido, y estaba segura de queaquella noche se hallaba en algún lugar.

La soledad se adueñaba de mí pormomentos, así que decidí cantar.Empecé cantando «Qué bonito es el ríoSumida en primavera», pero no era unacanción muy adecuada a la época delaño, así que la dejé a medias. Intenté

recordar una canción invernal, pero nose me ocurrió ninguna. Al final meacordé de una canción para ir a esquiartitulada «Las montañas plateadas brillanbajo el sol de la mañana». No reflejabaen absoluto mi estado de ánimo, peroera la única canción de invierno que seme ocurrió, así que empecé a cantarla.

—«No sé si es nieve o niebla lo quevuela, ¡oh! Mi cuerpo también correveloz».

Tenía la letra de la canción grabadaen la memoria. Recordaba incluso lasegunda estrofa. Hasta yo me quedésorprendida al acordarme de una fraseque decía: «¡Oh! Nos divertimos

saltando con gran habilidad». Un pocomás animada, entoné la tercera estrofa,hasta que me quedé atascada en laúltima parte. Canté hasta «El cielo esazul, la tierra es blanca», pero noconseguía recordar los últimos cuatrocompases.

Me detuve bruscamente en laoscuridad y me puse a pensar. La genteque venía de la estación pasaba por milado, tratando de esquivarme. Cuandoempecé a tararear la tercera estrofa envoz alta, los transeúntes que venían endirección contraria daban un ampliorodeo cuando llegaban a mi altura.

Incapaz de recordar la letra, sentí

ganas de llorar de nuevo. Mis piernas semovían solas y las lágrimas me rodabanpor las mejillas en contra de mivoluntad. Alguien pronunció mi nombre,pero no me volví. Pensé que habría sidouna alucinación auditiva. Era imposibleque el maestro estuviera allí en esepreciso instante.

—¡Tsukiko! —me llamó alguien porsegunda vez.

Cuando giré la cabeza, ahí estaba elmaestro. Llevaba una chaqueta ligeraque parecía abrigar y su inseparablemaletín en la mano. Estaba de pie, tiesocomo de costumbre.

—¡Maestro! ¿Qué está haciendo

aquí?—He salido a dar un paseo. Hoy

hace una noche espléndida.Me pellizqué el dorso de la mano

para asegurarme de que aquello no eraun producto de mi imaginación, y medolió. Por primera vez en mi vida,constaté que el truco de pellizcarse paracomprobar que uno no estaba soñandofuncionaba de verdad.

—Maestro —lo llamé en voz baja,todavía sin acercarme.

—Tsukiko —respondió él. Sólopronunció mi nombre.

Nos quedamos de pie en la calleoscura, mirándonos. Temía que las

lágrimas me traicionaran de nuevo, perono tuve ganas de llorar. Me sentí mástranquila. ¿Qué habría pensado elmaestro si me hubiera echado a llorar?

—Tsukiko, la última parte es: «¡Oh!,las colinas nos reciben» —dijo elmaestro.

—¿Cómo?—La última frase de la canción.

Antes iba a esquiar de vez en cuando.Nos encaminamos hacia la estación.—Satoru ha cerrado por vacaciones

—le anuncié.Él asintió sin mirarme.—No nos vendrá mal un cambio de

taberna. ¿Qué te parece si tomamos

juntos la primera copa del año, Tsukiko?Por cierto, feliz año nuevo.

Entramos en un bar cercano a lataberna de Satoru que tenía un farolillorojo en la entrada, y nos sentamos sinquitarnos los abrigos. Pedimos cervezade barril. Yo me tomé la mía de un trago.

—Me recuerdas a algo, Tsukiko —me dijo el maestro, que también habíaapurado su vaso de un trago—. Pero nosabría decir a qué.

Pedimos tofu hervido y una raciónde pescado asado con salsa de soja.

—¡Ya lo tengo! Me recuerdas a laNavidad —vociferó—. Con ese abrigoverde, el jersey rojo y el pantalón

marrón, pareces un árbol de Navidad.—De todos modos, la Navidad ya

pertenece al año pasado —le respondí.—¿Has pasado las fiestas con tu

novio, Tsukiko? —me preguntó.—No.—¿No tienes novio?—Claro que sí. He estado cada día

con un novio diferente.—Ya veo.Pronto abandonamos la cerveza y

pedimos sake. Cogí la botella y llené elvaso del maestro. El sake caliente mehizo entrar en calor, y los ojos se meinundaron de lágrimas otra vez. Peroaguanté. Beber sake era mucho más

agradable que llorar.—Le deseo un feliz año nuevo lleno

de salud y felicidad, maestro —dije deun tirón.

Él se echó a reír.—Bien dicho, Tsukiko. Veo que eres

fiel a las buenas costumbres —observó,y alargó la mano para acariciarme lacabeza.

Mientras el maestro me pasaba lamano por el pelo, yo bebía a pequeñossorbos.

AlmasUn día, de repente, me encontré almaestro en la calle.

Había estado holgazaneando en lacama hasta muy tarde. Había tenido unmes muy ajetreado en el trabajo, yllevaba muchos días saliendo de laoficina a las doce de la noche. Cuandollegaba a casa ni siquiera me apetecíabañarme. Me lavaba la cara y mequedaba dormida en el acto. Además,tuve que ir a la oficina casi todos losfines de semana. Como apenas teníatiempo para comer, estaba pálida ydemacrada. Yo soy una sibarita, y

cuando no puedo disfrutar de la comidadurante una temporada me voyconsumiendo poco a poco. La expresiónde mi rostro era cada vez más lúgubre.

El viernes, por fin, el nivel de estrésdisminuyó un poco y pude levantarmetarde el sábado por la mañana. Trashaber recuperado las horas de sueñoperdidas me levanté, llené la bañera deagua caliente y entré con una revista enla mano. Me lavé el pelo y me sumergívarias veces en el agua perfumada, hastaque hube leído media revista. De vez encuando, salía de la bañera pararefrescarme. Así pasé unas dos horas.

Luego, vacié y limpié la bañera, me

enrollé una toalla alrededor del pelo ysalí del baño desnuda y sin complejos.Por un momento me alegré de vivir sola.Abrí la nevera, cogí una botella de aguacon gas, vertí la mitad en un vaso y bebíávidamente. Cuando era joven no megustaban las bebidas gaseosas. A losveinte años viajé a Francia con unaamiga. Un día, entramos en una cafeteríamuertas de sed y pedimos agua, pero nostrajeron agua con gas. Bebí un largotrago para calmar la sed y estuve a puntode escupir. Estaba sedienta y tenía unabotella de agua delante de mis narices,pero dentro de la botella el carbonatorevelaba su presencia en forma de

pequeñas burbujas. Me apetecía beber,pero mi garganta no lo habría soportado.Como no sabía francés, no podía pedirleal camarero que me trajera agua sin gas,así que mi amiga acabó compartiendoconmigo la limonada que había pedido.Era muy dulzona, y a mí no me gustabanlas cosas dulces. En aquella épocatodavía no me había acostumbrado abeber cerveza para calmar la sed.

Las bebidas gaseosas empezaron agustarme a partir de los treinta y tantosaños. Fue entonces cuando empecé atomar whisky con gaseosa y aguardientecon tónica. En mi nevera nunca faltabauna botellita verde de gaseosa

Wilkinson. También tenía en la despensaunas cuantas botellas de Ginger Ale deWilkinson, por si venía a verme alguienque no tomaba alcohol. No tengo marcasfavoritas en cuanto a ropa, comida yotros utensilios, pero la gaseosa tieneque ser Wilkinson. Uno de los motivosprincipales es que la bodega que hay ados minutos de mi casa sólo vende esamarca de gaseosa. Puede parecer unmotivo casual, pero si ahora me mudaray no tuviera cerca de casa ningunabodega que distribuyera la marcaWilkinson, mis reservas de gaseosaempezarían a menguar. Mi obsesión notiene límites.

Cuando estoy sola tengo lacostumbre de pensar en un sinfín decosas, desde la marca Wilkinson hasta elviaje a Europa que hice mucho tiempoatrás. Mi cabeza se llena de burbujas enexpansión, como si fuera una botella deagua con gas. Desnuda, me coloquéfrente al espejo de cuerpo entero y mimente empezó a divagar. Hablabaconmigo misma como si tuviera alguiena mi lado. Ensimismada en mispensamientos, apenas prestaba atencióna mi cuerpo desnudo, que ya empezaba anotar los efectos de la gravedad. Nohablaba con mi yo visible, sino con miotro yo, una presencia invisible que

flotaba en la habitación.Permanecí en casa hasta el

anochecer, hojeando un libro paradistraerme. En un momento dado se mecerraron los ojos y me quedé dormida.Cuando me desperté al cabo de mediahora y corrí las cortinas, ya estabaoscureciendo. Según el calendario yahabía empezado la primavera, pero losdías todavía eran cortos. Yo prefiero losdías próximos al solsticio de invierno,cuando la oscuridad persigue la luzdiurna y le gana la carrera. Si sé deantemano que pronto oscurecerá, lamelancolía del crepúsculo no me afectatanto. Esta época en que los días

empiezan a alargarse y nunca acaba deoscurecer del todo me saca de quicio.Cuando me doy cuenta de que ya esnoche cerrada, la soledad me invade.

Salí a la calle. Quería comprobarque no estaba sola en el mundo y que noera la única que se sentía angustiada.Pero era imposible saber cómo se sentíala gente que pasaba por la calle. Cuantomás lo intentaba, más difícil me parecía.

Entonces fue cuando me encontré almaestro.

—Me duele el trasero, Tsukiko —meespetó a bocajarro nada más verme.

Lo miré perpleja, pero su rostro notraslucía dolor. Parecía tan tranquilocomo siempre.

—¿Qué le ha pasado en el trasero?—le pregunté.

Él frunció el ceño.—Una jovencita como tú no debería

usar ese vocabulario.Antes de que pudiera preguntarle si

conocía otra palabra más formal parareferirse a esa parte del cuerpo, me dijo:

—Deberías haber usado otraexpresión, como «posaderas»,«asentaderas» o «nalgas». Elvocabulario de los jóvenes de hoy endía es cada vez más pobre —se lamentó.

Yo me limité a reír sin responder, yél también rió.

—¿Por qué no vamos a la taberna deSatoru esta noche? —le propuse.

El maestro negó con la cabeza,apesadumbrado.

—Si Satoru se da cuenta de queestoy dolorido, se preocupará por mí.No sería muy considerado de mi partepasarlo bien mientras los demás sufrenpor mi salud.

Decidimos dejar el sake para otrodía.

—De todos modos, hay unaexpresión que dice que «aun elencuentro más casual es karma».

—¿Quiere decir que nuestroencuentro ha sido cosa del destino? —sugerí.

—¿Sabes qué es el karma, Tsukiko?—me preguntó.

—¿Una especie de destino que teune a otra persona? —aventuré, trasreflexionar detenidamente.

El maestro sacudió la cabeza conexpresión de disgusto.

—No tiene nada que ver con eldestino, sino con la reencarnación.

—Ya —respondí—. Es que nunca seme han dado bien los refranes.

—Será porque no dedicabassuficiente tiempo a estudiar —me espetó

el maestro—. «Karma» es un términobudista. Es la energía que todos nosllevamos de nuestras villas anteriores yque condiciona nuestras vidas futuras.

Entramos en el bar cercano a lataberna de Satoru, donde tenían cocidojaponés. Observé al maestro y me dicuenta de que caminaba un pocoencorvado. No sabía hasta qué punto ledolían las posaderas o asentaderas. Suexpresión era hermética.

—Un sake caliente, por favor —pidió.

Yo pedí una cerveza. Al poco ratonos trajeron una botella de sake, unacerveza mediana, un vaso y una jarra.

Cada uno se sirvió su propia bebida ybebimos.

—El karma es una conexión connuestra vida anterior.

—¡Ya lo entiendo! —exclamé en vozalta—. Usted y yo ya estábamos unidosen nuestras vidas anteriores, ¿verdad,maestro?

—Supongo que todo el mundo loestá de alguna forma —respondiótranquilamente.

Cogió la botella y se sirvió condelicadeza. A nuestro lado, en la barra,había un chico joven que no nos quitabala vista de encima. Supongo que mi tonode voz demasiado elevado le había

llamado la atención. Llevaba trespendientes en la oreja. Dos de ellos eranpiedrecitas doradas, mientras que en elagujero inferior llevaba un pendientebrillante que oscilaba.

—¿Usted cree en la reencarnación,maestro? —le pregunté, y me volvíhacia el tabernero para pedirle otro sakecaliente. Nuestro vecino de barra eratodo oídos.

—Un poco.No esperaba aquella respuesta.

Estaba convencida de que medevolvería la pregunta en vez deresponderme, como era habitual en él.

—¿En la reencarnación o en el

destino?—Un cocido con nabo y albóndigas

de pescado, por favor —pidió elmaestro.

—Otro con pasta de pescado, fideosde konjac y nabo —añadí yo, para noparecer menos.

El chico joven pidió un cocido dealgas con tarta de pescado. Aparcamosmomentáneamente la conversación sobreel destino y la reencarnación y nosconcentramos en nuestros respectivosplatos. El maestro, un poco encorvado,troceaba el nabo con los palillos y se lollevaba a la boca. Yo mordía el naboentero, inclinada encima de la barra.

—Tanto el sake como el cocidoestán deliciosos —observé, y el maestrome acarició el pelo. Últimamenteaprovechaba la menor oportunidad parahacerlo.

—No hay mayor placer que ver aalguien disfrutando de la comida —dijo,sin apartar la mano de mi cabeza.

—¿Quiere pedir algo más, maestro?—No estaría mal.Pedimos un par de platos más.

Nuestro vecino de barra estaba rojocomo un pimiento. Frente a él había tresbotellas de sake vacías y un vaso conrestos de cerveza. Estaba tan borrachoque casi podía notar su aliento cargado

de alcohol.—¿Qué clase de gente sois? —nos

preguntó el hombre bruscamente.Aún no había tocado la comida de su

plato. Mientras cogía la cuarta botellade sake y vertía el contenido en el vaso,nos dirigió una vaharada de alcohol. Lospendientes que llevaba en la orejacentellearon.

—¿A qué se refiere? —inquirió elmaestro a la vez que llenaba su propiovaso.

—Pues a eso. Parecéis gente bien —aclaró el chico riendo.

Su risa era una extraña mezcla devarias cosas. Sonaba como si de

pequeño se hubiera tragado una rana porerror y desde entonces fuera incapaz dereír a carcajadas.

—¿Gente bien? —repitió el maestro,en un tono algo más serio.

—Los que tienen pasta siempreligan, aunque se lleven treinta o cuarentaaños.

El maestro asintió con unmovimiento brusco de cabeza y ledirigió al muchacho una miradafulminante, que le cayó encima como unbofetón. No despegó los labios, pero yosabía lo que estaba pensando: «Yo nohablo con tipos como tú». El chicotambién lo notó.

—¡Menuda marcha tiene el abuelete!Aunque intuía que el maestro no

estaba dispuesto a hablar con él, oquizás precisamente por eso, el chicosiguió hurgando en la llaga.

—¿Qué tal lo hace el viejo? —mepreguntó, en un tono de voz demasiadoalto. Observé al maestro por el rabillodel ojo, pero no era hombre que seescandalizara con insinuaciones de esaclase.

—¿Cuántas veces al mes os lomontáis?

—Ya basta, Yasuda —intentódetenerlo el dueño del local.

Pero el joven estaba más borracho

de lo que parecía. Su cuerpo sebalanceaba como un tentetieso. Sihubiera estado sentado a mi lado, lehabría propinado un buen guantazo.

—¡Cállate! —le espetó al camarero,e intentó tirarle a la cara el contenido desu vaso. Pero iba tan borracho que lefalló la puntería y derramó casi todo elsake en su propio regazo—. ¡Idiota! —insultó al camarero.

Aceptó la toalla que éste le ofrecía eintentó secarse el pantalón, aunque sóloconsiguió extender aún más la manchade sake. Entonces se dejó caer de brucesencima de la barra y empezó a roncarsin más preámbulos.

—Yasuda está pasando por una malaépoca —se disculpó el tabernero, congesto compungido.

—Ya —le respondí vagamente. Elmaestro, que no parecía alterado enabsoluto, se limitó a pedir otra botellade sake caliente.

—Lo siento, Tsukiko.El joven seguía roncando encima de

la barra. El camarero lo sacudió variasveces, pero no había forma dedespertarlo.

—Lo echaré de aquí tan pronto sedespierte —nos aseguró, y se dirigióhacia las mesas para tomar nota de lospedidos.

—Lamento que hayas tenido quepresenciar una escena tan desagradable.

Quise decirle que no se preocupara,pero no me salían las palabras. Estabafuriosa. No conmigo misma sino con elmaestro, porque me pedía perdón sinhaber hecho nada malo.

—¿Por qué no se larga de una vez?—musité señalando con la barbilla aljoven, que no se había movido ni unmilímetro. Sus ronquidos eran cada vezmás estruendosos.

—¿Has visto cómo brillan? —mepreguntó el maestro. Le pregunté a quése refería y me señaló con una sonrisalos pendientes del chico.

—Tiene razón, brillan mucho —lerespondí, un poco más tranquila. Aveces no entendía las reacciones delmaestro. Pedí otra botella de sakecaliente y bebí un largo trago. Elmaestro seguía riendo con disimulo.¿Qué le haría tanta gracia? Un pocomosqueada, fui al servicio y alivié lavejiga. Quizás fue eso lo que metranquilizó. El caso es que, cuando volvía ocupar mi taburete al lado del maestro,me sentía mucho mejor.

—¡Mira lo que tengo, Tsukiko!El maestro me mostró su puño

cerrado y lo abrió poco a poco. En lapalma de la mano tenía un objeto

brillante.—¿Qué es eso?—Lo que llevaba en la oreja.El maestro miró al borracho que

roncaba en la barra. Seguí el recorridode su mirada y observé que el pendienteinferior, el más brillante, habíadesaparecido. Todavía conservaba lasdos piedrecitas doradas, pero en lapunta del lóbulo no había nada, sólo unagujero bastante grande.

—¿Se lo ha quitado usted, maestro?—Se lo he robado —admitió,

orgulloso como un niño que se sienteimportante porque acaba de hacer unatravesura.

—No debería haberlo hecho —lereproché, pero él sacudió la cabeza.

—Hyakken Uchida escribió uncuento sobre eso —dijo, y me relató unabreve historia titulada El rateroaficionado.

Trata de un hombre que lleva unacadena de oro alrededor del cuello. Seemborracha, pierde los modales yempieza a comportarse como un grosero.Es tan impertinente que no merece llevaruna cadena tan bonita. Entonces elprotagonista del cuento se la roba sinninguna dificultad. Se supone que elladrón también ha bebido más de lacuenta, por eso no le resulta difícil

quitarle la cadena de oro al otroborracho.

—Hasta aquí el relato —concluyó elmaestro—. Hyakken era un gran escritor.

Tenía la misma expresión inocenteque en clase.

—Y por eso le ha quitado elpendiente, ¿no es así? —le pregunté.

Él asintió enérgicamente.—En realidad, me he limitado a

imitar a Hyakken.Creía que el maestro me preguntaría

si conocía a Hyakken Uchida, pero no lohizo. El nombre me resultaba vagamentefamiliar, pero no conocía su obra.Aquella historia no tenía pies ni cabeza.

La embriaguez no puede justificar unrobo. Aun así llegué a entender la lógicadel autor, quizás porque su forma derazonar se parecía mucho a la delmaestro.

—Oye, Tsukiko. Cuando le herobado el pendiente, mi intención no eradarle un escarmiento. Lo he hecho paraquedarme satisfecho y sentirme mejor.No quiero que me malinterpretes.

—No lo haré —le aseguré, y bebí unlargo trago de sake. Pedimos una botellamás cada uno, pagamos por separadocomo siempre y salimos del bar.

Una luna casi llena resplandecía enel cielo.

—Maestro. ¿Se siente solo a veces?—le pregunté de sopetón.

Caminábamos con la vista fija alfrente.

—Cuando me hice daño en el traserome sentí muy solo —confesó sin desviarla mirada.

—Por cierto, ¿qué le pasó en eltrasero? Quiero decir, en las posaderas.

—Tropecé cuando me estabaponiendo los pantalones y me caí. Me diun fuerte golpe en la rabadilla.

No pude contener la risa. Él tambiénrió.

—Me sentí más solo que nunca. Eldolor físico te hace sentir muy

desamparado.—¿Le gustan las bebidas con gas,

maestro? —le pregunté.—No entiendo a qué viene esa

pregunta, pero si te interesa saberlo,siempre me ha gustado la gaseosa quefabrica la marca Wilkinson.

—¿De veras? Qué curioso —comenté sin ni siquiera girar la cabeza.

La luna estaba en lo alto del cielo,parcialmente cubierta por la neblina.Todavía faltaba mucho para laprimavera, pero cuando salimos del bartuve la sensación de que estaba un pocomás cerca que antes.

—¿Qué piensa hacer con ese

pendiente? —quise saber.El maestro reflexionó brevemente.—Lo guardaré en el armario y lo

sacaré de vez en cuando para recordarlo mucho que he disfrutado robándolo—respondió al fin.

—¿En el mismo armario dondeguarda las teteras de barro? —lepregunté.

Él asintió con expresión solemne.—Sí, lo guardaré en mi propio baúl

de los recuerdos.—¿Por qué quiere recordar una

noche como la de hoy?—Porque llevaba mucho tiempo sin

robar nada.

—¿Cuándo aprendió a robar,maestro?

—En mi vida anterior —merespondió, sofocando una risita.

Seguimos caminando despacio,embriagados por los efluviosprimaverales que flotaban en elambiente. La luna dorada brillaba en elcielo.

Cerezos en flor (I)—He recibido una invitación de laseñorita Ishino —anunció el maestro.

Aquella noticia me inquietó un poco.

La señorita Ishino era la profesora dearte del instituto. Cuando yo estudiabaera una mujer treintañera. Tenía el pelonegro y poblado, y siempre lo llevabarecogido. La recuerdo cruzando lospasillos con su bata de trabajo. Era unamujer delgada que rebosaba energía.Gozaba de gran popularidad entre losalumnos de ambos sexos. Cuando

terminaban las clases, una multitud dealumnos de lo más extravagante seagolpaba frente a la puerta del aula delclub de arte. La señorita Ishino estabadentro. Cuando les llegaba elinconfundible aroma del café, losmiembros del club llamaban a la puerta.

—¿Qué queréis? —preguntaba laseñorita Ishino con su voz ronca.

—¿Nos invita a tomar café,profesora? —le pedían los alumnos,gritando todos a la vez desde el otrolado de la puerta.

—Adelante —respondía ella, y lesabría la puerta. Los alumnos se servíande un termo de café. El presidente del

club, el vicepresidente y algunosalumnos de tercero eran los únicos quetenían el honor de compartir el café conla profesora. Los alumnos más pequeñostodavía no podían gozar de eseprivilegio. La señorita Ishino aparecíasujetando entre las manos una taza de lafamosa cerámica Mashiko que unalfarero amigo suyo le había dejadococer en su horno. Tomaba café con losalumnos y luego supervisaba sustrabajos. Entonces, se sentaba de nuevoen su silla y acababa el café que lequedaba. Los alumnos le traían sobresde azúcar y cartoncitos de leche, peroella siempre tomaba el café solo.

Una de mis compañeras de claseadmiraba a la señorita Ishino hasta elpunto de considerarla un ejemplo aseguir. Intrigada, asistí un par de vecescon ella a las sesiones del club de arte.El ambiente era cordial, y me sentíbienvenida aunque no pertenecía al club.En el aula reinaba una cálida atmósferaque olía a disolvente y a tabaco.

—¿No te parece una mujerestupenda? —me preguntó mi amiga.

Yo asentí, pero en realidad detestabaaquella taza de cerámica Mashiko. Elaspecto de la señorita Ishino no meresultaba desagradable. Tampoco tengonada en contra de la cerámica Mashiko

original, pero lo que no podía soportarera aquella taza hecha a mano.

La señorita Ishino sólo me dio clasede arte en primero. Recuerdo quemoldeábamos figuritas de escayola,dibujábamos a carboncillo y pintábamoscon acuarelas. No solía sacar buenasnotas. La señorita Ishino se casó con elprofesor de ciencias sociales delinstituto. Ahora debe de tener unoscincuenta años.

—Me ha invitado a un picnic deprimavera al aire libre —dijo elmaestro tras una breve pausa.

—Ajá —le respondí—, así que unpicnic.

—Lo organiza todos los años.Comemos frente al instituto, en unterraplén, unos días antes del comienzode las clases. ¿Te apetece acompañarme,Tsukiko? —propuso el maestro.

—Claro —le respondí sin el menorentusiasmo—. Me encantan las fiestasde primavera.

El maestro, sin embargo, estabaabsorto contemplando la invitación y nopareció darse cuenta de mi tono de voz.

—La señorita Ishino siempre hatenido una caligrafía preciosa —observó. Abrió con delicadeza el cierre

de su maletín y guardó la invitación enuno de los bolsillos interiores. Cerró elmaletín con idéntico cuidado, bajo miatenta mirada.

—La fiesta será el día siete de abril.No lo olvides —me recordó cuando nosdespedimos en la parada del autobús.

—Intentaré acordarme —le prometí,como si le estuviera asegurando queharía los deberes. Le respondí aregañadientes, en un tono triste einfantil.

A pesar de que había oído el nombredel maestro varias veces, nunca meacostumbraría a llamarlo «profesorMatsumoto». Pero oficialmente era el

profesor Harutsuna Matsumoto. Entreellos los maestros se tratan de«profesor». Profesor Matsumoto,profesor Kyogoku, profesor Honda,profesor Nishigawa, profesora Ishino, yasí sucesivamente.

No tenía la menor intención de ir aese picnic de primavera. Pensabajustificar mi ausencia con la excusa deque tenía mucho trabajo. Pero el día dela fiesta, el maestro hizo una excepcióny vino a buscarme. Apareció frente a micasa, con su inseparable maletín en lamano y una chaqueta de primavera.

—¿Has cogido la esterilla, Tsukiko?—me preguntó desde el portal.

No hizo ademán de subir hasta elprimer piso y entrar en mi casa. Cuandovi al maestro esperándome, confiado ysonriente, no fui capaz de inventarmeninguna excusa. Resignada, embutí unarígida esterilla de plástico en una bolsa,me vestí a toda prisa con lo primero queencontré entre un montón de ropadesordenada, me calcé las zapatillas dedeporte, que no había lavado desde eldía de la excursión al bosque, y meprecipité escaleras abajo.

El terraplén estaba abarrotado. Habíaprofesores de mediana edad, viejos

maestros jubilados y algunos ex alumnossentados en sus esterillas. En el suelohabía varias botellas, latas de cerveza ycomida que habían traído los invitados.El ambiente era festivo y la gente comía,bebía y se divertía en pequeños gruposdiseminados a lo ancho de la explanada.El maestro y yo desenrollamos nuestrasesterillas y saludamos a los invitadosque teníamos alrededor. El terraplén eraun hervidero de gente que desfilaba consu esterilla bajo el brazo, buscando unhueco donde instalarse. Los reciénllegados se multiplicaban como brotesde una planta que florece en primavera.

Al cabo de un rato, una vieja

maestra llamada Setsu se sentó entre elmaestro y yo, y una tal Makita, unaprofesora joven, se acomodó entrenosotras. Al lado de la profesora Makitase sentaron los ex alumnos Shibazaki,Onda y Utayama, y siguió apareciendogente hasta que acabé perdiendo lacuenta y confundiendo todos losnombres.

El maestro estaba sentado junto a laseñorita Ishino y bebía animadamente.En una mano sujetaba la brocheta depollo con soja dulce que habíacomprado en una pollería del centro.Malhumorada, observé que encircunstancias normales el maestro sólo

comía brochetas saladas, pero aquel díase había adaptado sin ningún problema.Me quedé bebiendo sake a solas, unpoco apartada del grupo.

Desde el terraplén, que quedaba unpoco elevado, veía el patio del institutobañado por la intensa luz del sol. Elnuevo curso aún no había empezado y elinstituto estaba en silencio. El edificio yel patio no habían cambiado desde miépoca de estudiante. La única diferenciaque pude apreciar fueron los cerezosplantados alrededor del patio, quehabían crecido bastante.

—¿Sigues soltera, Omachi? —mepreguntó alguien de repente.

Levanté la cabeza. Un hombre demediana edad se había sentado a milado. Sin dejar de mirarme, bebió unsorbo de sake de su vaso de plástico.

—Me he casado diecisiete veces yme he divorciado otras diecisiete, peroahora estoy soltera —le respondí sintitubear. Su cara me sonaba, pero nosabía quién era. Tras un momento devacilación, el hombre se echó a reír.

—¡Qué vida sentimental másajetreada!

—Qué va.Su rostro sonriente me recordaba

vagamente a alguien del instituto. Alfinal caí en la cuenta de que habíamos

sido compañeros de clase. Me acordéde él porque la expresión de su caracambiaba por completo cuando reía.¿Cómo se llamaba? Tenía su nombre enla punta de la lengua, pero no lograbaacordarme.

—Pues yo sólo me he casado ydivorciado una vez —me explicó sindejar de sonreír.

Bebí un largo trago de sake. Dentrodel vaso de plástico había un pétaloflotando.

—La vida no nos ha tratado muybien.

Su sonrisa permanente irradiabacalidez. De repente me acordé de que se

llamaba Takashi Kojima. Fuimoscompañeros de clase en primero ysegundo. Puesto que ambos éramos delos primeros de la lista, siempre nosasignaban pupitres cercanos.

—Perdona, ha sido una broma demal gusto —me disculpé.

Takashi Kojima aceptó misdisculpas sacudiendo la cabeza y volvióa sonreír.

—Siempre has sido muy sarcástica,Omachi.

—Sí.—Eres capaz de decir auténticos

disparates manteniendo la seriedad entodo momento.

Quizás tuviera razón. Yo nunca hesido de las personas que bromean ycuentan chistes. A la hora del recreo mesentaba tranquilamente en un rincón delpatio y me limitaba a devolver losbalones de fútbol extraviados que iban aparar a mis pies.

—¿Qué es de tu vida, Kojima?—Trabajo en una empresa como

asalariado. ¿Y tú, Omachi? ¿A qué tededicas?

—Trabajo en una oficina.—¿Ah, sí?—Sí.Soplaba una suave brisa. Las flores

de los cerezos aún no habían empezado

a caer, pero las ráfagas de vientoocasionales arrancaban alguna hoja devez en cuando.

—Estuve casado con Ayuko —meanunció de repente Takashi, rompiendoel silencio.

—¡No me digas!Ayuko era la chica a quien acompañé

un par de veces al club de arte porqueidolatraba a la señorita Ishino. Enrealidad, Ayuko se parecía un poco aella. Era menuda y enérgica, pero enocasiones dejaba traslucir unamentalidad conservadora. No lo hacíaaposta, pero su faceta tradicionalista eracomo un imán que atraía a los chicos.

Ayuko siempre recibía cartas de amor einvitaciones pero, que yo sepa, nunca sedecidió por ningún chico. Corríanrumores de que quedaba conuniversitarios y chicos mayores que ella,pero cuando salíamos juntas del institutoy dábamos un paseo tomando un heladonunca tuve la menor sospecha de queAyuko flirteara con chicos mayores.

—No tenía ni idea.—Es que no lo sabe casi nadie.Takashi me explicó que se casaron

cuando estudiaban en la universidad y sedivorciaron tres años más tarde.

—Os casasteis muy jóvenes.—Es que Ayuko no quería vivir en

pareja, tenía una obsesión con elmatrimonio.

Como él tuvo que presentarse dosveces al examen de acceso a launiversidad, Ayuko empezó a trabajar unaño antes que él. Tuvo un romance consu jefe y, después de muchos problemas,decidieron divorciarse. Takashi mecontó su historia con voz tranquila.

De hecho, una vez salí con TakashiKojima. Fue en el instituto, durante eltercer trimestre de segundo curso.Fuimos a ver una película. Quedamosfrente a la librería, dimos un paseo hasta

el cine y entramos con unas entradas quellevaba Takashi.

—¿Qué te debo? —le pregunté.—No te preocupes, mi hermano me

ha regalado las entradas —me aseguró.Al día siguiente caí en la cuenta de

que no tenía hermanos.Cuando salimos del cine dimos un

paseo por el parque e intercambiamosopiniones sobre la película. A él lehabían encantado los efectos especiales,mientras que a mí me maravilló lacolección de sombreros de laprotagonista. Pasamos por delante de unpuesto de crepes y Takashi me preguntó:

—¿Quieres uno?

—No —rechacé.Él se echó a reír.—Menos mal, porque a mí tampoco

me gusta lo dulce.Acabamos comiendo un perrito

caliente y unos fideos con Coca-Cola.Mucho más tarde, cuando nos

graduamos, me enteré de que a Takashisí que le gustaban las cosas dulces.

—¿Ayuko está bien? —le pregunté.Él movió la cabeza en señal de

asentimiento.—Se casó con su jefe y están

viviendo en un dúplex construido con el

sistema «dos por cuatro».—¿Dos por cuatro? —repetí,

extrañada.—Es un sistema de construcción

americano —me explicó.Sopló una fuerte ráfaga de viento y

una lluvia de pétalos cayó encima denosotros.

—¿Tú no estás casada, Omachi? —me preguntó Takashi Kojima.

—No. Es que no sé muy bien cómofunciona eso del dos por cuatro —repuse.

Él soltó una carcajada. Apuramosnuestros vasos de sake, que estabanllenos de pétalos.

—¡Ven, Tsukiko! —me llamó elmaestro.

La señorita Ishino me indicó porseñas que me acercara. El maestroparecía contento. Fingí que estabaenfrascada en una conversación conTakashi Kojima y que no oía sus gritos.

—Te están llamando, Omachi —meavisó Takashi.

Respondí distraídamente y Takashise sonrojó.

—El profesor Matsumoto no me caemuy bien —me confesó en un susurro—.¿Y a ti?

—No me acuerdo mucho de él —dije.

Takashi asintió.—En clase siempre estabas

distraída, como encerrada en ti misma.Por enésima vez, el maestro y la

señorita Ishino me invitaron por señas aunirme a ellos. En un momento dado mevolví hacia ellos para apartarme lamelena de la cara, que se me habíadespeinado con el viento, y mi mirada secruzó con la del maestro.

—¡Ven con nosotros, Tsukiko! —vociferó. Era la voz del maestro que medio clase en el instituto. No tenía nadaque ver con el tono que utilizaba cuandoíbamos a beber juntos. Le di la espaldacon aire disgustado.

—La señorita Ishino me gustabamucho —admitió Takashi, alborozado.

Sus mejillas enrojecieron aún másque antes.

—Todo el mundo la quería —observé sin mucho entusiasmo.

—Ayuko estaba loca por la señoritaIshino, ¿verdad?

—Sí.—Al final me contagió su

admiración por ella.Takashi era de los que se dejan

influenciar fácilmente. Le serví un pocode sake. Él suspiró y bebió un pequeñosorbo.

—La señorita Ishino está tan guapa

como de costumbre.—Es cierto —afirmé sin

convencimiento.Estaba haciendo un gran esfuerzo

por esconder mis verdaderas opiniones.—Parece mentira que ya tenga

cincuenta años.—Así es —corroboré, con idéntica

indiferencia.El maestro y la señorita Ishino

charlaban alegremente. Estaba deespaldas a ellos y no podía verlos, perosupuse que seguirían hablando porque elmaestro había dejado de llamarme agritos. Empezaba a oscurecer. Seencendieron un par de linternas. La gente

estaba cada vez más animada, y algunoscantaban.

—¿Vamos a tomar algo, Omachi? —propuso Takashi Kojima.

A nuestro lado, unos ex alumnosmayores que nosotros entonaron unacanción patriótica: «Yo cazaba conejosen el bosque…».

—Pues no sé qué decir —lerespondí en voz baja.

Una de las mujeres que cantaba soltóun estridente gallo en la estrofa de «Yopescaba peces en el río», de modo queTakashi no oyó mi respuesta y tuvo queacercarse un poco más a mí.

—Que no sé qué decir —repetí,

levantando la voz. Takashi se apartó y seechó a reír.

—Veo que sigues siendo tan indecisacomo siempre.

—¿Tú crees?—Antes nunca sabías qué hacer,

pero lo decías con una seguridadpasmosa. Eres una mujer decididamenteindecisa —dijo Takashi, con evidenteregocijo.

—Si quieres, vámonos —acepté,tras un momento de vacilación.

—Sí, vamos a tomar algo.El sol ya se había puesto, y los ex

alumnos que teníamos al lado habíancantado las tres estrofas enteras de la

canción patriótica. De vez en cuanto meparecía oír las voces del maestro y de laseñorita Ishino entre el barullo de lafiesta. El maestro hablaba en un tono devoz un poco más elevado que cuandoestaba conmigo, mientras que la señoritaIshino tenía la misma voz ronca que yorecordaba. No sabía de qué estabanhablando, sólo atrapaba al vuelo lasúltimas palabras de cada frase.

—Vamos —dije, y me levanté.Takashi se me quedó mirando

mientras yo sacudía la esterilla y laenrollaba torpemente.

—Eres un poco torpe, ¿verdad,Omachi? —me preguntó.

—Efectivamente —confirmé.Takashi se echó a reír de nuevo. Su

risa era cálida. Dirigí la mirada hacia ellugar donde se encontraba el maestro yescruté la oscuridad, pero no pudedistinguir nada.

—Déjamelo a mí —dijo Takashi.Me quitó la esterilla de la mano y la

enrolló cuidadosamente.—¿Adónde vamos? —le pregunté

mientras nos alejábamos del terrapléndonde se celebraba la fiesta ybajábamos las escaleras que nosllevarían a la carretera.

Cerezos en flor (II)Takashi Kojima me llevó a un barescondido en el sótano de un edificio.

—No sabía que hubiera un bar asítan cerca del instituto —observé.

Takashi asintió.—Cuando estudiaba no iba a lugares

como éste, naturalmente —aclaró conexpresión seria.

La mujer que estaba detrás de labarra rió al oír las palabras de Takashi.Llevaba el pelo suelto y se le intuíanalgunas canas. Vestía una camisa bienplanchada y un delantal negro que sólole cubría el regazo.

—¿Cuántos años han pasado yadesde que apareciste aquí por primeravez, Kojima?

—Maeda, la dueña del bar —nospresentó Takashi Kojima.

La mujer nos sirvió dos platos dejudías crudas. Tenía una voz grave yaterciopelada.

—Ayuko y yo solíamos venir juntos.—Ajá.Aquello explicaba tanta

familiaridad. Hice unos cálculos rápidosy deduje que Takashi llevaba unos veinteaños frecuentando aquel bar.

—¿Tienes hambre, Omachi? —mepreguntó.

—Un poco —le respondí.—Yo también —dijo—. Aquí se

come muy bien —añadió, aceptando lacarta que le ofrecía Maeda.

—Pide tú —le dije.Takashi leyó la carta en silencio.—Una tortilla de queso, una

ensalada de lechuga y unas ostrasahumadas —pidió.

Mientras pronunciaba los nombresde los platos, los repasaba con el dedoencima de la carta. Entonces descorchócon sumo cuidado la botella de vinotinto que Maeda acababa de traernos yllenó dos copas.

—Salud —dijo, levantando la suya.

—Salud —le respondí yo.Una fugaz imagen del maestro

apareció en mi cabeza, pero la ahuyentérápidamente. Las copas tintinearon albrindar. El vino tenía un buen cuerpo ydesprendía un intenso aroma.

—Es un buen vino —observé.Takashi Kojima volvió la cabeza

hacia Maeda.—¿Lo has oído? —le preguntó.Maeda me hizo una pequeña

reverencia agachando la cabeza.—El honor es mío —le dije yo, y

también me incliné precipitadamente.Takashi y Maeda se echaron a reír.—No has cambiado, Omachi —

observó Takashi.Describió un par de círculos con la

copa y se la llevó a los labios. Maedaabrió una nevera plateada que seencontraba bajo la barra, empotrada enla pared, y empezó a preparar nuestracomida. Podría haberle preguntado sisabía algo más de Ayuko o cómo le ibael trabajo, pero sus respuestas no meinteresaban, así que guardé silencio.Takashi Kojima seguía describiendocírculos con la copa.

—Hay mucha gente que hace estocon las copas de vino. Ya sé que parecelo más ridículo del mundo —sejustificó.

Había seguido mi mirada y se habíadado cuenta de que le estaba observandolas manos fijamente.

—No estaba pensando lo que crees—titubeé.

Pero la verdad era que sí.—Pruébalo tú también y sabrás por

qué lo hago —me sugirió Takashi,mirándome a los ojos.

—Está bien —acepté.Cogí mi copa y empecé a moverla

describiendo círculos. Los efluvios delvino ascendieron hasta mi nariz. Cuandobebí un sorbo su sabor me parecióligeramente distinto, menos agresivo queantes. Se podría decir que el sabor

conectaba conmigo en vez de llevarmela contraria.

—No es lo mismo —admití,sorprendida.

Takashi Kojima asintióenérgicamente.

—¿Lo entiendes ahora?—Gracias por la demostración.Sentada al lado de Takashi, en aquel

bar donde nunca había estado,describiendo círculos con mi copa devino y comiendo ostras ahumadas, mesentía como si hubiera entrado en unamisteriosa dimensión temporal. De vezen cuando pensaba en el maestro, peroapartaba rápidamente su recuerdo de mi

mente. No me sentía transportada denuevo a mi época de estudiante, perotampoco tenía la sensación de estarviviendo el presente. La barra del BarMaeda producía un efecto relajante enmí. La tortilla de queso estaba caliente yla ensalada aliñada con especias. Poco apoco, nos acabamos la botella de vino.Takashi tomó un cóctel que llevabavodka y yo pedí uno de ginebra. Cuandoterminamos era más tarde de lo quecreía. Ya eran más de las diez, aunquetenía la impresión de que acababa deanochecer.

—¿Nos vamos? —propuso Takashi.La conversación había ido

decayendo a lo largo de las horas.—Vámonos —acepté sin pensarlo

dos veces.Takashi me había estado explicando

su divorcio con todo lujo de detalles,pero la verdad es que no le presté muchaatención. Al principio me habíaparecido un local bastante frío, pero amedida que avanzaba la noche el BarMaeda se había convertido en un sitioíntimo y recogido. Detrás de la barrahabía aparecido un camarero joven. Nosabía cuándo había llegado. Hablaba ensusurros, para no desentonar con elambiente. Takashi Kojima pagó la cuentasin darme tiempo a reaccionar.

—Pagaré mi parte —le ofrecí en unmurmullo, pero él rechazó amablementecon un ligero movimiento de cabeza. Meapoyé en su brazo y subimos lasescaleras que conducían a la salida.

La luna brillaba en el cielo.—Tu nombre se escribe con los

ideogramas de «niña» y «luna» —observó Takashi, contemplando el cielo.

El maestro nunca diría algo así. Medescubrí pensando en él. Mientrasestábamos en el bar, el maestro no eramás que un recuerdo lejano. Takashi merodeó la cintura delicadamente y mehizo sentir incómoda.

—La luna está casi llena —observé,

y me aparté de él con un movimientosutil.

—Sí, está casi llena —repitióTakashi.

No intentó acercarse de nuevo. Sequedó absorto contemplando la luna.Parecía mayor que antes, cuandoestábamos en el bar.

—¿Estás bien? —le pregunté.Él me miró.—¿A qué te refieres?—¿Estás cansado?—Será por la edad —me respondió.—¡No digas eso!—Es la verdad.—No lo es.

Mi testarudez me asombró a mímisma. Takashi sonreía mientras yo lellevaba la contraria.

—No debería haber dicho eso.Había olvidado que tenemos la mismaedad, Omachi.

—No lo decía por eso.Estaba pensando en el maestro. Él

nunca se había quejado de su edad.Quizás no lo hacía porque los ancianosse tomaban el tema mucho más en serio,o tal vez porque no le gustaba quejarse.¡El maestro estaba tan lejos de la calledonde me encontraba! Cuando fuiconsciente de la distancia que habíaentre los dos, sentí un profundo dolor.

No nos separaba la edad, ni tampoco elespacio, pero entre el maestro y yohabía una distancia insalvable.

Takashi Kojima volvió a rodearmela cintura, aunque apenas me tocaba. Selimitaba a rozar la capa de aire quehabía alrededor de mi cuerpo. Era ungesto delicadísimo. El contacto era tansutil, que no podía rechazarlo ni fingirque no me daba cuenta. Me preguntécuándo habría aprendido a hacerlo.

Con su brazo alrededor de micuerpo, me sentía como una marionetaque él manipulaba a su antojo. Takashicruzó la calle y se encaminó hacia laoscuridad. Yo lo seguí. El instituto se

alzaba frente a nosotros. La puerta deentrada estaba cerrada. De noche, bajola luz de las farolas, el edificio parecíaun gigante. Takashi subía la calle queconducía al terraplén. Yo caminaba a sulado.

El picnic de primavera ya habíaterminado. No quedaba nadie, ni untriste gato. Cuando abandonamos lafiesta el suelo estaba lleno de broquetas,botellas de sake vacías y bolsas decalamares ahumados, y había gente portodas partes sentada en sus esterillas.Unas horas más tarde, no quedaba nirastro de la fiesta. Lo habían recogidotodo y no habían dejado ni una lata vacía

en el suelo. La explanada estaba tanlimpia que parecía que alguien lahubiera barrido. En las papeleras no seveía ni un solo residuo de la fiesta,como si el picnic que se había celebradoaquella misma tarde hubiera sido unespejismo o una ilusión.

—No queda nada —observé.—Es normal —dijo Takashi Kojima.—¿Normal?—Los profesores son unos

defensores acérrimos del civismopúblico.

Takashi me explicó que, unos añosatrás, ya había ido al tradicional picnicde primavera que organizan los

profesores justo antes del comienzo delas clases. En aquella ocasión se quedóhasta el final, y fue testigo delzafarrancho de limpieza queprotagonizaron los profesores cuandodieron la fiesta por terminada.Recogieron los papeles y los metieronen las bolsas de basura que habíantraído. Agruparon todas las botellasvacías y las cargaron en el camión de lalicorería, que pasó por delante delinstituto cuando estaban recogiendo.Takashi estaba convencido de que, unosdías antes, le habían pedido altransportista que pasara a recoger lasbotellas justo en ese momento. Las

botellas llenas que habían sobrado serepartieron entre los profesores quebebían alcohol. A continuación,allanaron la tierra con la pala que seutiliza para arreglar el jardín delinstituto y guardaron en una caja losobjetos olvidados. Trabajabanágilmente, como una brigada del ejércitoespecialmente entrenada. En menos deun cuarto de hora habían eliminado porcompleto cualquier resto de la animadafiesta que había tenido lugar unosmomentos antes.

—Me quedé petrificado, no podíahacer nada más que observar —admitióTakashi.

Al parecer, en esa ocasión losprofesores también habían activado eldispositivo de limpieza al final delpicnic.

Takashi y yo dimos un breve paseopor el lugar que una hora antes estaballeno de gente celebrando la llegada dela primavera bajo los cerezos en flor.Las flores parecían transparentesbañadas por la blanca luz de la luna.Takashi me condujo hacia un banco quehabía en un rincón. Seguía rodeando micintura con delicadeza, como antes.

—Creo que he bebido demasiado —confesó.

Tenía las mejillas rojas. Durante el

picnic también estaba sonrojado. De noser por el rubor que cubría sus mejillas,habría parecido completamente sobrio.

—Todavía refresca por la noche —comenté, sin saber muy bien cómoactuar. ¿Qué estaba haciendo allí?¿Dónde estaba el maestro?Probablemente habría recogido lasbolsas de calamares ahumados y lasbrochetas de pollo que había compradoen el centro, habría ayudado a limpiar elterraplén y se habría ido con la señoritaIshino quién sabe adónde.

—¿Tienes frío? —me preguntóTakashi.

Se quitó el abrigo y me cubrió los

hombros con él.—No lo decía en ese sentido —

protesté.—¿En qué sentido lo decías? —me

preguntó Takashi, riendo.Había adivinado mi confusión

interior, pero no me sentí especialmenteviolenta. Me sentí como un niño quehace una travesura y es descubierto porsus padres.

Nos sentamos en el banco yestuvimos un rato así, muy juntos. Elabrigo de Takashi conservaba la calidezde su cuerpo y un ligero olor a perfume.Él sonreía. Ambos mirábamos haciadelante, pero estaba segura de que

sonreía.—¿De qué te ríes? —le pregunté, sin

desviar la mirada.—De que no has cambiado.—No te entiendo.—Eres tan huraña como en el

instituto —dijo Takashi tranquilamente.Entonces, me pasó el brazo por

encima de los hombros y me abrazó.«¿Es esto lo que quiero?», me pregunté.«¿Quiero que Takashi Kojima sigaatrayéndome hacia él?». En mi cabezahabía algo que no encajaba, pero micuerpo se acercaba inevitablemente alde Takashi.

—Hace frío. ¿Por qué no vamos a un

lugar más cálido? —susurró él.—No sé qué decir —murmuré con

un esfuerzo.—¿Cómo? —preguntó Takashi.—¿Tan lejos hemos llegado?Takashi se incorporó de un salto sin

responderme. Yo me quedé sentada. Mesujetó la barbilla con la mano, melevantó la cara y me besó de improviso.

Fue un beso tan repentino, que no medio tiempo a reaccionar. «¡Malditasea!», maldije para mis adentros. Habíabajado la guardia. Me había cogidodesprevenida. No me sentía violenta,pero tampoco feliz. Me invadió unaoleada de inseguridad.

—¿Y eso? —le pregunté.—Pues eso —me respondió Takashi,

que parecía muy seguro de sí mismo.Pero yo tenía la sensación de que todoestaba ocurriendo en contra de mivoluntad. Takashi, que seguía de pie,volvió a acercar su cara a la mía.

—No sigas —le advertí, tanclaramente como pude.

—No pienso parar —me desafió él,con idéntica claridad.

—Ni siquiera estás enamorado demí.

Takashi Kojima sacudió la cabeza.—Siempre he estado enamorado de

ti, Omachi. Por eso te invité a salir

conmigo, aunque no funcionó.Su rostro se ensombreció.—¿Has estado enamorado de mí

durante todo este tiempo? —le pregunté.Él esbozó una tímida sonrisa.—Bueno, eso es imposible. La vida

da muchas vueltas.Levantó la mirada hacia la luna,

cubierta por la neblina.«Maestro», pensé. «Kojima», pensé

después.—Gracias por todo —le dije a

Takashi, mientras contemplaba su siluetade perfil.

—¿Cómo dices?—Lo he pasado muy bien esta tarde.

Takashi tenía mucha más papada quecuando era joven. Pero no era su papadalo que me provocaba rechazo, inclusome gustaba aquel abultamiento carnoso.Recordé la barbilla del maestro. Seguroque, a nuestra edad, el maestro tambiéntenía un pliegue de grasa bajo labarbilla. Pero con el paso de los años lapapada del maestro había desaparecidoen vez de aumentar de tamaño.

Takashi Kojima me miraba un pocosorprendido. La luna brillaba conintensidad. Seguía oculta tras la neblina,pero resplandecía vivamente.

—Esto no va a salir bien, ¿verdad?—me preguntó, exhalando un suspiro

premeditado.—Creo que no.—¡Qué desastre! Está claro que las

citas no son lo mío —se lamentó riendo.Yo también me eché a reír.—No es para tanto. Me has

enseñado a mover la copa de vino.—¡Por eso lo he echado todo a

perder!La luz de la luna iluminaba a

Takashi.—¿Te parezco atractivo? —me

preguntó, volviéndose hacia mí.—Eres muy atractivo —le respondí

con toda la convicción que fui capaz dereunir.

Entonces, me cogió de la mano y tiróde mí para levantarme.

—Si te parezco atractivo, ¿por quéno quieres nada conmigo?

—Porque sigo siendo una alumna deinstituto, ¿recuerdas?

—No eres ninguna niña —dijo él,torciendo la boca en una mueca dedisgusto. Con aquella expresión, él síque parecía un alumno de instituto.Podría haber pasado por un adolescenteque todavía no ha aprendido a describircírculos con su copa de vino.

Takashi y yo dimos un paseo por elterraplén cogidos de la mano. Su manoestaba caliente. La luna bañaba las

flores de los cerezos con su resplandor.Me pregunté dónde estaría el maestro.

—La señorita Ishino nunca me cayómuy bien —le confesé a Takashimientras caminábamos.

—¿De veras? Pues a mí me gustababastante, ya te lo he dicho.

—Pero el profesor Matsumoto no tecaía bien.

—No mucho, la verdad. Siempre mepareció un cabezota inflexible.

Tuve la vaga impresión de quehabíamos retrocedido en el tiempo.Inundado por la luz de la luna, el patiodel instituto parecía pintado de blanco.Si seguíamos paseando por la explanada

sin detenernos, tal vez podríamos volvera ser estudiantes.

Cuando alcanzamos el borde delterraplén, dimos media vuelta hastallegar al extremo opuesto y repetimos elrecorrido una vez más, cogidos de lamano. Íbamos y volvíamos una y otravez, pero apenas hablábamos.

—¿Nos vamos? —propuse, cuandollegamos al punto de partida porenésima vez.

Takashi tardó un momento enresponder. Al final, me soltó la mano.

—Vamos —dijo en un susurro.Caminamos codo con codo. Era

cerca de la medianoche, y la luna se

encontraba en el punto más alto de surecorrido por el firmamento.

—Creía que seguiríamos paseandohasta el amanecer —murmuró Takashi,sin apartar la mirada del cielo.

—Yo también lo creía —lerespondí.

Entonces, él me miró fijamente.Nos miramos a los ojos durante un

instante. Luego cruzamos la calle ensilencio. Takashi hizo señas a un taxique se acercaba. Cuando se detuvo,subí.

—Si te acompaño a tu casa, volveréa hacerme ilusiones —se excusó Takashicon una sonrisa.

—Lo comprendo —repuse.La puerta se cerró automáticamente y

el taxi arrancó.Seguí con la mirada la silueta de

Takashi a través del cristal trasero. Sefue empequeñeciendo hasta que la perdíde vista.

—Quizás no habría estado tan malhacerse ilusiones —murmuré desde elasiento trasero del taxi.

Pero también era consciente de quelas cosas se habrían complicado másadelante. Pensé que quizás el maestrohabía ido solo a la taberna de Satoru, yme lo imaginé comiendo una brocheta depollo asado con sal. También era

probable que él y la señorita Ishinoestuvieran en un restaurante,coqueteando como dos tortolitos.

Todo quedaba muy lejos. El maestro,Takashi Kojima y la luna estaban muylejos de mí. A través de la ventanilla,contemplaba el paisaje en silencio. Eltaxi cruzaba como un rayo la ciudaddesierta. «Maestro», dije en voz alta. Elruido del motor ahogó mi voz. Duranteel recorrido vi varios cerezos. Algunoseran jóvenes, otros ya tenían unoscuantos años. Pero todos estabanflorecidos. «Maestro», dije por segundavez. Mi voz no llegó a ninguna parte. Eltaxi me llevaba por las calles oscuras.

Buena suerteDos días después del picnic deprimavera me encontré con el maestroen la taberna de Satoru, pero yo ya habíapagado, así que nos limitamos aintercambiar un saludo.

A la semana siguiente nos vimos enel estanco frente a la estación, pero enaquella ocasión era él quien tenía prisay tampoco pudimos hablar.

Llegó el mes de mayo. Los árbolesde las calles y los parques se revistieronde un nuevo follaje verde. Algunos díashacía tanto calor que se podía salir a lacalle en manga corta. Otros, en cambio,

hacía tanto frío que parecía que elinvierno hubiera vuelto y se echaba demenos el calor del brasero. Fui variasveces a la taberna de Satoru y siempreme cruzaba con el maestro, pero nuncateníamos ocasión de beber juntos.

—¿Ya no quedas con el maestro,Tsukiko? —me preguntó Satoru,inclinándose hacia mí por encima de labarra.

—En realidad, nunca hemosquedado —le aclaré.

—Ya —repuso Satoru, incrédulo.Habría preferido que no hubiera

dicho nada. Cogí los palillos y medediqué a desmenuzar sin piedad el

sashimi que tenía en el plato. Satoru melanzó una mirada de reproche mientrasyo jugueteaba con la comida. Sólo eraun pobre pez volador, pero yo no teníala culpa. Había sido Satoru, con surespuesta sarcástica, quien habíaprovocado la masacre.

Me entretuve durante un ratodesmigajando el pez volador. Satoruvolvió a la tabla de cortar para prepararla comida de otros clientes. La cabezadel pez volador reposaba rígida encimadel plato, con los ojos abiertos. Cogícon los palillos un trozo de sashimi y lomojé en salsa de soja con jengibre. Lacarne era fresca y tenía un sabor

peculiar. Bebí un sorbo de sake frío yeché un vistazo alrededor de la taberna.En la pizarra se podía leer el menú deldía, escrito con tiza: atún crudo picado,pez volador, patatas nuevas, habas ycerdo cocido. No me cabía ninguna dudade que el maestro habría pedido atúncrudo y habas.

—El otro día el maestro vino conuna señora muy guapa —le dijo a Satoruun hombre gordo que estaba sentado ami lado.

El tabernero levantó brevemente lavista de la tabla de cortar, pero norespondió. Miró hacia el interior dellocal y gritó:

—¡Tráeme una fuente blanca!Un chico joven salió de la cocina.—¡Caramba! —exclamó el hombre

gordo, intrigado.—Es mi nuevo empleado —presentó

Satoru.El muchacho hizo una leve

reverencia y dijo:—Encantado.—Se parece mucho a ti —observó

mi vecino.Satoru asintió.—Es mi sobrino.El chico hizo una segunda

reverencia. El tabernero empezó a servirel pescado crudo en la fuente que le

había traído su sobrino. El hombregordo observó al muchachodetenidamente durante un momento yvolvió a centrar la atención en sucomida.

Cuando el gordinflón se fue, otrosclientes empezaron a pedir la cuenta y lataberna se quedó vacía. Desde la cocina,donde estaba el sobrino del tabernero,llegaba un chapoteo de agua. Satorusacó un pequeño recipiente de la neveray repartió el contenido en dos platitos.Me acercó uno.

—Pruébala. La ha hecho mi mujer—me ofreció.

Cogí con los dedos la gelatina de

konjac que había preparado su mujer yme llevé un trocito a la boca. Era másconcentrada que la que preparabaSatoru, y tenía un sabor picante.

—Está muy rica —le dije.Satoru asintió con aire serio y se

llevó un pellizco a la boca. Acontinuación, encendió la radio quehabía en el estante. El partido de béisbolacababa de terminar y estaban a puntode dar las noticias. Antes anunciaron uncoche, unos grandes almacenes y unamarca de arroz con té precocido.

—¿Sabes si el maestro se deja caermucho por aquí últimamente? —lepregunté a Satoru con fingido desinterés.

Su respuesta imprecisa no satisfizomi curiosidad.

—De vez en cuando —me dijo.—El señor que estaba sentado a mi

lado ha dicho que vino con una mujermuy guapa.

En esa ocasión intenté dar a mi vozel tono despreocupado de una clientahabitual que comenta los chismes delvecindario, pero me temo que no loconseguí.

—Es probable. No lo recuerdo bien—me respondió Satoru, sin levantar lavista del suelo.

—Ajá —murmuré—. Claro.Permanecimos un rato en silencio.

En la radio, un periodista estabainformando sobre los asesinatos en serieque habían tenido lugar en la prefecturaA.

—Es el pan de cada día —comentóSatoru.

—El mundo está fatal —le respondí.El tabernero escuchó con atención un

ratito más y luego dijo:—La gente lleva miles de años

diciendo que el mundo está fatal.Oí la risita sofocada de su sobrino

procedente de la cocina. No supe si lehabía hecho gracia el comentario deSatoru o si había sido algo que no teníanada que ver. Pedí la cuenta y Satoru

cogió un lápiz y esbozó una suma en untrozo de papel.

—Hasta la próxima —me dijo,mientras yo apartaba la cortinilla de laentrada y salía al exterior. La brisanocturna me refrescó las mejillas.Tiritando, cerré la puerta de golpe. Elambiente estaba impregnado de olor alluvia. Una gota se estrelló en mi cara.Volví a casa a paso ligero.

Estuvo lloviendo varios días seguidos.Los nuevos brotes de los árbolestomaron un color verde más intenso einvadieron mi ventana. Frente a mi casa

había unas zelkovas, todavía jóvenes.Sus hojas resplandecían bajo la lluvia.Un martes, Takashi Kojima me llamó.

—¿Te apetece ir al cine? —propuso.—Vale —le respondí.Oí un suspiro al otro lado de la

línea.—¿Qué te pasa?—Es que estoy nervioso. Me siento

como un adolescente —se justificó—.La primera vez que invité a una chica asalir conmigo, apunté en un papel todolo que quería decirle por teléfono.

—¿Hoy también te has hecho unachuleta? —inquirí.

—No —repuso él, completamente

serio—. Pero he estado a punto.Quedamos el domingo en Yurakucho,

un punto de encuentro clásico. TakashiKojima parecía un hombre chapado a laantigua.

—¿Quieres que vayamos a comeralgo cuando salgamos del cine? —sugirió.

Estaba convencida de que mellevaría a un lujoso restauranteoccidental de Ginza, el distritocomercial de la ciudad. Un sitio dondecomeríamos exquisiteces, como estofadode lengua y croquetas de nata.

El sábado por la tarde fui al centro acortarme el pelo para mi cita conTakashi. Estaba diluviando y había pocagente en la calle. Caminaba sujetando elparaguas firmemente. ¿Cuántos añosllevaba viviendo en aquella ciudad?Cuando me emancipé viví en otraciudad, pero del mismo modo que lossalmones siempre acaban remontando elrío donde nacieron, yo también acabéregresando al lugar donde había nacidoy crecido.

—¡Tsukiko! —me llamó alguien.Cuando me volví, vi al maestro. Iba

ataviado con botas de agua y unchubasquero que le cubría todo elcuerpo.

—¡Cuánto tiempo sin vernos!—Ya. Hacía mucho tiempo —

repuse.—El día del picnic de primavera te

fuiste muy pronto.—Ya —respondí de nuevo—.

Aunque volví más tarde —añadí en vozbaja.

—Cuando terminó el picnic, fui a lataberna de Satoru con la señorita Ishino—continuó el maestro, queaparentemente no había oído mis últimaspalabras.

—¿Ah, sí? Qué bien —observé sinel menor interés.

Me pregunté por qué, cuandohablaba con el maestro, estaba tanirritable y me disgustaba con tantafacilidad, hasta el punto de tener ganasde llorar. Nunca me he considerado unapersona sensible.

—La profesora Ishino tiene el donde cautivar a los demás. Pronto hizobuenas migas con Satoru.

«Será porque Satoru tiene ojo paralos negocios y sabe que le convienellevarse bien con sus clientes», estuve apunto de replicar. Pero conseguí callar atiempo. Habría parecido que estaba

celosa de la profesora Ishino, y aquelloera un disparate. Simplemente absurdo.

El maestro levantó su paraguas y sepuso en marcha. Estaba convencido deque iría tras él, pero no lo hice. Mequedé de pie, inmóvil. Él anduvo untrecho sin volverse. Cuando al fin se diocuenta de que yo no lo seguía, se volvióhacia mí.

—¡Tsukiko! —dijo—. ¿Qué ocurre?—Nada. Es que iba de camino a la

peluquería. Mañana tengo una cita —leespeté a bocajarro, sin que viniera acuento.

—¿Con un hombre? —me preguntóel maestro, muy intrigado.

—Sí.—Vaya.Retrocedió hacia mí y me miró con

expresión grave.—¿Quién es?—No es asunto suyo.—Tienes toda la razón.Inclinó el paraguas. Una gota de

agua se deslizó por una de las varillas ycayó encima de su hombro.

—Tsukiko —me dijo el maestro, enun tono de voz exageradamente solemne.

—¿Qué pasa?—Tsukiko —repitió.—¿Sí?—¿Quieres ir a jugar a un salón de

pachinko?Su voz era cada vez más

trascendental.—¿Ahora? —le pregunté yo.El maestro asintió con gravedad.—Sí, ahora mismo —insistió.Por la expresión de su cara, parecía

que el mundo estallaría si no íbamos aun salón de pachinko en ese momento.Me sentí tan presionada, que acabéaceptando.

—De acuerdo. Pues vamos a jugar alpachinko.

El maestro me condujo por unacallejuela de la calle principal.

En el salón sonaba una versión

bastante moderna de una vieja marchamilitar. El sonido de una guitarraacústica destacaba por encima de losinstrumentos de viento. Con aireexperto, el maestro se abrió paso através de las hileras de máquinas depachinko. Se detuvo frente a una, lainspeccionó e hizo lo mismo con lasiguiente. El salón estaba a rebosar.Siempre estaba lleno, tanto en los díasde lluvia o viento como cuando hacíasol.

—Tsukiko, elige la que quieras —me ofreció cuando hubo escogido sumáquina.

Sacó el monedero del bolsillo del

chubasquero y extrajo una tarjeta de suinterior. La introdujo en una ranurasituada al lado de la máquina, queexpulsó bolitas plateadas por valor demil yenes. Recogió la tarjeta y volvió aguardarla en el monedero.

—Tiene mucha práctica —observé.El maestro afirmó con la cabeza sin

decir nada. Parecía muy concentrado.Empezó a mover la palancadelicadamente, lanzando una bola trasotra. La primera entró, y la máquinaescupió unas cuantas más de propina. Elmaestro volvió a accionar la palanca.Cada vez que una bola entraba en uno delos agujeros laterales del panel de

juego, la máquina expulsaba más bolas.—Lo está haciendo muy bien —lo

elogié desde detrás.Él sacudió la cabeza sin despegar la

vista del panel.—Qué más quisiera.En ese preciso instante, coló una

bolita en el agujero central del panel, ylas tres ruedas que había en el centroempezaron a girar enloquecidas. Elmaestro tensó los músculos de laespalda y siguió lanzando con calma unabola tras otra, pero ya no entraban contanta facilidad como antes.

—Se acabó la buena racha —dije.Él asintió.

—Es que esas ruedas me sacan dequicio.

Dos de las ruedas se detuvieronmostrando el mismo dibujo. La terceraseguía girando. Cuando parecía queempezaba a perder impulso, volvía aponerse en movimiento.

—¿Qué pasa si las tres ruedas tienenel mismo dibujo? —le pregunté.

Entonces, se volvió hacia mí.—¿Es la primera vez que entras en

un salón de pachinko, Tsukiko? —inquirió.

—No. Una vez, cuando era pequeña,acompañé a mi padre a un salón de losde antes, donde había que lanzar las

bolitas manualmente. Se me dababastante bien.

Tan pronto hube terminado de hablar,la tercera rueda se detuvo. Las tresmostraban el mismo dibujo.

—El cliente de la máquina cientotreinta y dos acaba de ganar unabonificación. ¡Enhorabuena! —dijo unavoz por megafonía.

La máquina empezó a parpadear. Elmaestro volvió a olvidarse de mí ycentró toda su atención en el juego.Sorprendentemente, tenía la espalda unpoco encorvada. En el centro del panelse había abierto un tulipán enorme queiba engullendo todas las bolas que el

maestro lanzaba. La máquina expulsabatantas bolas, que la bandeja que había enla parte inferior estaba a punto dedesbordarse. Un empleado del salónapareció con un cubo. El maestroaccionó con la mano izquierda unamanecilla de la máquina mientras que,con la derecha, seguía sujetandofirmemente la palanca y lanzando bolas.Cambió ligeramente de ángulo, de modoque el tulipán todavía engullía más bolasque antes.

El cubo estaba lleno.—Ya falta poco —murmuró el

maestro.Cuando las bolas llegaron al borde

del cubo, el tulipán se cerró y lamáquina se apagó de improviso. Elmaestro irguió la espalda de nuevo ysoltó la palanca.

—¡Lo ha conseguido! —exclamé.Él asintió de espaldas a mí y exhaló

un profundo suspiro.—¿Quieres probar suerte tú también,

Tsukiko? —sugirió, girando la cabezahacia mí—. Tómatelo como unexperimento social.

Un experimento social. Típico delmaestro. Tomé asiento frente a lamáquina que había a su lado.

—Tienes que ir a comprar lasbolitas —me recordó el maestro, así que

fui a comprar una tarjeta, la introdujetímidamente en la ranura y la máquinaexpulsó bolas por valor de quinientosyenes.

Erguí la espalda imitando la posturadel maestro y accioné la palanca, perono conseguí colar ninguna bola. Losquinientos yenes se me acabaron enmenos que canta un gallo, así que saquéla tarjeta y fui a comprar más bolas. Enaquella ocasión lo intenté desdedistintos ángulos. A mi lado, el maestroseguía jugando tranquilamente. Las tresruedas centrales todavía no habíanempezado a girar, pero oía el ruidoincesante de las bolas que entraban en

los agujeros. Cuando se me acabó lasegunda tanda de bolas, las tresruedecillas de la máquina del maestroestaban girando otra vez.

—¿Volverán a coincidir los tresdibujos? —le pregunté, pero él negó conla cabeza.

—Las probabilidades son de unaentre varios centenares. Esta vez no loconseguiré.

Tal y como había predicho, cuandolas ruedas se detuvieron no coincidíaningún dibujo. Siguió jugando diezminutos más, durante los cuales ganónuevas bolas. Cuando comprobó queestaba ganando la misma cantidad de

bolas que gastaba, se levantó. Cogió elcubo y lo llevó al mostrador a pasoligero. No bien el empleado hubocontado las bolas, el maestro se acercóal rincón donde estaban expuestos lospremios.

—¿No va a cambiarlo por dinero?—pregunté.

El maestro me miró fijamente.—A pesar de que no juegas nunca, lo

sabes todo.—Soy una mujer bien informada —

respondí.El maestro se echó a reír. Yo creía

que los premios de un salón de pachinkoconsistían básicamente en tabletas de

chocolate, pero la oferta era bastanteamplia. Había desde máquinaseléctricas para hervir el arroz hastacorbatas. El maestro examinó coninterés todos los artículos. Al final,escogió una caja de cartón que conteníauna aspiradora de mesa, y cambió lasbolas que habían sobrado por tabletasde chocolate.

—El chocolate es para ti —me dijocuando salimos del salón.

Había más de diez tabletas.—Quédese algunas —dije.Le tendí las tabletas en abanico

como si fueran las cartas de unapitonisa, y el maestro cogió tres.

—¿También estuvo en un salón depachinko con la profesora Ishino? —lepregunté, como si fuera lo más normaldel mundo.

—¿Yo? —dijo el maestro,enarcando las cejas—. ¿Y tú, Tsukiko?¿Adónde fuiste con tu amigo? —mepreguntó a su vez.

—¿Yo? —disimulé. En aquellaocasión me tocó a mí enarcar las cejas—. Es usted muy bueno jugando alpachinko —lo elogié.

El maestro hizo una mueca dedisgusto.

—Jugar demasiado no es bueno,pero el pachinko es un vicio muy

agradable —dijo, y se acomodó bajo elbrazo la caja que contenía la aspiradorade mesa.

Emprendimos el camino de vueltahacia el centro, conversando en vozbaja.

—¿Te apetece tomar una copa en lataberna de Satoru?

—De acuerdo.—¿No tenías una cita mañana?—No importa.—¿En serio?—En serio.«No importa», repetí para mis

adentros, y me arrimé al maestro.Los pequeños brotes recién nacidos

habían dado lugar a un follajeexuberante. El maestro y yocaminábamos despacio, bajo el mismoparaguas. De vez en cuando, su brazorozaba mi hombro accidentalmente. Elmaestro sujetaba el paraguas abiertomuy por encima de su cabeza.

—¿Cree que Satoru ya habráabierto? —pregunté.

—Si no ha abierto todavía, podemosir a dar un paseo —respondió.

—¿Vamos a dar un paseo? —propuse, mientras levantaba la mirada ycontemplaba el techo del paraguas.

—Vamos —dijo el maestro, en elmismo tono resuelto de la marcha militar

que sonaba antes en el salón depachinko.

La lluvia había perdido intensidad.Una gota de agua me cayó en la mejilla,y me la sequé con el dorso de la mano.

—¿No llevas ningún pañuelo,Tsukiko? —me preguntó el maestro.

—Sí, pero es más cómodo con lamano.

—Qué comodonas sois lasjovencitas de hoy en día.

El maestro caminaba a grandeszancadas, y yo me había adaptado a suritmo para no quedarme rezagada. Elcielo se abrió y los pájaros empezaron atrinar. Había dejado de llover, pero él

seguía con el paraguas abierto.Caminando deliberadamente despacio,nos dirigimos al centro de la ciudad.

La estación lluviosaTakashi Kojima me invitó a ir de viajecon él.

—Conozco un hostal tipo ryokandonde se come de fábula —me dijo.

—¿Se come de fábula? —repetí.Takashi asintió, con la expresión

grave que a veces adoptan los niños. Mesorprendí pensando que, cuando erapequeño, seguro que le sentaba bien elpelo cortado a lo paje.

—Estamos en la temporada de lastruchas.

—Ajá —respondí.Un ryokan de lujo con buena

comida. Parecía un lugar hecho a lamedida de Takashi Kojima.

—Podríamos ir antes de queempiecen las lluvias.

Cuando estaba con Takashi Kojima,siempre me pasaba por la cabeza lapalabra «adulto». En la escuela primariaseguro que había sido un niño comocualquier otro, moreno y canijo. Ensecundaria habría sido un chicolarguirucho. Luego se despojó de su pielde adolescente para convertirse en unjoven. El Takashi universitario debió deser un muchacho al que el adjetivo«joven» le iba como anillo al dedo. Melo imaginaba perfectamente. Cuando

cumplió los treinta, se había convertidoen un hombre. No podía haber sido deotra forma.

Siempre hacía lo que tocaba segúnla edad que tenía. Su vida transcurría deforma equilibrada, y su cuerpo y sumente se desarrollabanproporcionalmente a la edad.

Yo, sin embargo, todavía no mepodía considerar una «adulta» hecha yderecha. Cuando iba a la escuelaprimaria era bastante madura. Empecé aestudiar secundaria y luego pasé abachillerato, pero mi nivel de madurezdisminuía a medida que transcurrían losaños. Nunca me he llevado muy bien con

el tiempo.—¿Por qué no podemos ir durante la

estación de lluvias? —le pregunté.—Porque nos mojaríamos —

respondió automáticamente.—Podríamos llevarnos un paraguas

—objeté.Takashi se echó a reír.—Te estoy invitando a pasar un fin

de semana conmigo a solas. ¿Lo hasentendido? —me explicó mirándome alos ojos.

—Antes has mencionado las truchas,¿verdad?

Era plenamente consciente de lo queTakashi me estaba proponiendo. Y no me

desagradaba en absoluto la idea deviajar con él. Pero sin saber por qué, meiba por la tangente para evitar darle unarespuesta.

—Cerca del ryokan hay un ríodonde pescan las truchas. Y las verdurasde la región son exquisitas —meexplicó. Se había dado cuenta de que yoestaba esquivando su pregunta, pero noparecía desquiciado, sino todo locontrario. No perdió la calma en ningúnmomento.

—Piensa en pepinos recién cogidoscon pulpa de ciruelas saladas, imagínateunas rodajas de berenjena fresca conjengibre y salsa de soja, o un repollo

condimentado con salvado de arroz. Lasverduras cultivadas en los huertoscaseros tienen un sabor mucho másintenso —intentaba convencermeTakashi—. Los productos se recogen enlos huertos cercanos y se comen elmismo día. El miso y la salsa de sojatambién son de elaboración casera. Es ellugar perfecto para una sibarita como tú—bromeó riendo.

Me gustaba la risa de Takashi.Estuve a punto de aceptar la invitación,pero seguí esquivando la respuesta.

—Así que truchas… y verduras,¿eh? —musité, indecisa.

—Cuando te hayas decidido, dime

algo y llamaré para hacer la reserva —dijo, y pidió otra copa.

Estábamos sentados en la barra delBar Maeda. Debía de ser la quinta vezque quedábamos. Takashi masticabaruidosamente las pipas que nos habíantraído en un pequeño plato. Yo tambiénpicaba alguna de vez en cuando. Maedadejó discretamente un vaso de FourRoses con soda frente a Takashi.Siempre que iba al Bar Maeda conTakashi me sentía fuera de lugar. Defondo se oía música de jazz. La barraestaba limpia y reluciente y los vasos,impolutos. El ambiente olía ligeramentea tabaco. El murmullo de voces era

prácticamente inaudible. No había nadaque llamara la atención, y me sentíaincómoda.

—Qué ricas están las pipas —dije, ycogí unas cuantas más. Takashisaboreaba su Bourbon con soda. Meacerqué el vaso a los labios y bebí unsorbo de mi Martini, que era tanperfecto como todo lo demás. Dejé elvaso en la barra con un suspiro. Elcristal estaba frío y ligeramenteempañado.

—Pronto empezará la estación lluviosa—comentó el maestro.

—Así es —gruñó Satoru. Su sobrinotambién asintió. Estaba completamenteadaptado a su nuevo trabajo.

El maestro se volvió hacia el chico yle pidió una trucha.

—Entendido —respondió el sobrinode Satoru. Acto seguido, desaparecióhacia el interior del local. Pronto nosllegó el olor a pescado asado.

—¿Le gusta la trucha, maestro? —lepregunté.

—Me gustan todos los peces, tantode mar como de río —respondió.

—Entonces, le gusta la trucha.El maestro me miró fijamente.—¿Tienes algo en contra de las

truchas, Tsukiko? —inquirió, sin dejarde mirarme.

—No, al contrario —respondíprecipitadamente, agachando la cabeza.El maestro siguió mirándome durante unrato, con las cejas enarcadas.

El sobrino de Satoru salió de lacocina con la trucha en un plato. Lahabía aliñado con vino de bistorta.

—El color verde del vino debistorta es muy adecuado a la estaciónlluviosa —musitó el maestro mientrasobservaba la trucha.

Satoru se echó a reír.—Profesor, es usted todo un poeta

—comentó.

—No era ningún poema, sólo unaimpresión —puntualizó el maestro.

Desmenuzó delicadamente la truchacon los palillos y empezó a comer. Susmodales eran exquisitos.

—Maestro, veo que le gusta latrucha. ¿Por qué no va a algún balneariode esos donde las cocinan bien? —sugerí.

Él arrugó la frente.—Jamás iría a un balneario

expresamente para comer truchas —repuso, recuperando su expresiónnormal—. ¿Qué te pasa, Tsukiko? Hoy tenoto un poco rara.

Estuve a punto de explicarle que

Takashi Kojima me había invitado a irde viaje con él, pero guardé silencio. Elmaestro bebía a la velocidad ideal.Daba un traguito, hacía una breve pausa,seguía bebiendo y descansaba de nuevo.

Yo, en cambio, vaciaba mi vasomucho más rápido que de costumbre. Lollenaba, me lo bebía de un trago y volvíaa llenarlo. Ya llevaba tres botellas desake.

—¿Qué te preocupa, Tsukiko? —insistió el maestro.

Yo sacudí la cabeza.—Nada. No es nada. ¿Qué iba a

preocuparme?—Si realmente no te pasara nada, no

te esforzarías tanto en negarlo.En el plato del maestro sólo quedaba

la espina de la trucha. La pinchó con lospalillos. Estaba intacta.

—Estaba deliciosa —le dijo elmaestro a Satoru.

—Gracias —respondió el tabernero.Apuré mi vaso a toda prisa. El

maestro me miraba con una mueca dereproche.

—Estás bebiendo demasiado,Tsukiko —me reprendió con suavidad.

—Déjeme en paz —le espeté, yllené mi vaso de nuevo. Lo apuré de untrago. Era la tercera botella que caía enuna noche.

—Otra —le pedí a Satoru.—¡Sake! —gritó brevemente hacia

la cocina.—Tsukiko… —intentó detenerme el

maestro.Esquivé su mirada.—Ahora ya la has pedido, pero

procura no acabártela —me advirtió.En su voz había un deje amenazante

que no era propio de él. Mientrashablaba, me daba palmaditas en laespalda.

—De acuerdo —respondí con unhilo de voz. Pronto empecé a notar losefectos del sake.

—Deme unas palmaditas más,

maestro —farfullé.—Hoy te estás comportando como

una niña caprichosa, Tsukiko —rió elmaestro, y siguió dándome palmaditasen la espalda.

—Es que lo soy. Siempre lo he sido—dije.

Mientras tanto, acariciaba la espinade la trucha que el maestro había dejadoen el plato. Era tan blanda, que seencorvaba. El maestro apartó la mano demi espalda y se llevó el vaso a loslabios muy despacio. Apoyé la cabezaen su hombro durante un breve instante,pero la aparté enseguida. Él no diomuestras de haberse percatado de mi

gesto. Siguió bebiendo en silencio.

Cuando abrí los ojos, me encontraba encasa del maestro.

Estaba tumbada en el tatami. Encimade mí había una mesita, y justo enfrentevi los pies del maestro. Me incorporécon un sobresalto.

—¿Ya te has despertado? —mepreguntó.

La puerta corrediza y el ventanalestaban abiertos, y la brisa nocturnainvadía la estancia. Hacía un poco defrío. En el cielo la luna brillaba entre lasnubes, rodeada por un grueso halo.

—¿Me he dormido? —pregunté.—Sí, has estado durmiendo —rió el

maestro.—He dormido como un tronco.Comprobé el reloj. Eran cerca de las

doce de la noche.—Pero no he estado dormida mucho

rato, ¿verdad? Una horita más o menos.—Teniendo en cuenta que estás en

una casa ajena, considero que una horaes suficiente —repuso el maestro, conuna sonrisa burlona.

Tenía las mejillas más coloradas quede costumbre. Supuse que había estadobebiendo mientras yo dormía.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —

pregunté.El maestro abrió los ojos,

sorprendido.—¿No te acuerdas? Empezaste a

gritar pidiéndome que te llevara a micasa.

—¿En serio? —dije, y me dejé caerde nuevo en el suelo.

Apreté la mejilla contra el tatami.Mi melena se esparció por el suelo,enredada. Contemplé las nubes quesurcaban el cielo nocturno. En esemomento supe que no quería ir de viajecon Takashi Kojima. Tumbada en elsuelo, con la mejilla apoyada en eltatami, evoqué la vaga incomodidad que

sentía cada vez que estaba con él. Erauna molestia casi imperceptible, peroque nunca se desvanecía del todo.

—Tengo la marca del tatami en lacara —le dije al maestro desde el suelo.

—¿Dónde? —preguntó. Rodeó lamesita y se me acercó—. Es verdad,está perfectamente marcado.

Me acarició suavemente la mejilla.Tenía los dedos fríos. Parecía más alto,quizás porque lo veía desde el suelo.

—Tienes la mejilla ardiendo,Tsukiko.

Siguió acariciándome. Las nubespasaban rápidamente. Ocultaban la lunapor completo y la descubrían un instante

más tarde.—Es por el alcohol —le respondí.El maestro se tambaleó ligeramente.

Él también parecía ebrio.—¿Quiere que vayamos juntos de

viaje, maestro? —propuse.—¿Adónde quieres ir?—A algún lugar donde podamos

comer unas buenas truchas.—Con las truchas de Satoru tengo

más que suficiente —replicó él, y apartóla mano de mi cara.

—Pues vayamos a un balneario demontaña.

—No tenemos por qué ir tan lejos.Cerca de aquí hay balnearios que no

están nada mal —protestó.Se sentó en el suelo sobre los

talones, a mi lado. Ya no se tambaleaba.Estaba tan tieso como siempre.

—Quiero que vayamos juntos aalgún lugar —insistí.

Me incorporé y lo miré directamentea los ojos.

—No iremos a ningún sitio —respondió él, aguantándome la mirada.

—¡Yo quiero ir de viaje con usted!Por culpa del alcohol, no era

consciente de todo lo que decía. Enrealidad sabía perfectamente de quéestaba hablando, pero mi cerebro sóloquería comprenderlo a medias.

—¿Adónde iríamos tú y yo solos,Tsukiko?

—Con usted iría al fin del mundo,maestro —grité.

El viento soplaba con másintensidad, y las nubes cruzaban el cielorápidamente. El ambiente estabacargado de humedad.

—Tranquilízate, Tsukiko —meadvirtió el maestro.

—Estoy muy tranquila.—Deberías volver a casa y

descansar.—No quiero volver a casa.—No seas cabezota.—No soy cabezota, lo que pasa es

que estoy enamorada de usted.Tan pronto lo hube dicho, me

invadió una oleada de turbación.Había metido la pata. Un adulto

debe evitar palabras que puedandesconcertar a los demás, y nunca debedecir nada de lo que pueda avergonzarsea la mañana siguiente.

Pero ya era tarde. Quizás se mehabía escapado por falta de madurez. Yonunca sería tan adulta como TakashiKojima.

—Estoy enamorada de usted —repetí, como si quisiera asegurarme lavictoria.

El maestro me miraba perplejo.

Un trueno retumbó cerca de allí, y eldestello fugaz de un relámpago iluminólas nubes. Unos segundos más tarde, seoyó otro trueno.

—El cielo se ha vuelto loco porquetú te has vuelto loca, Tsukiko —musitóel maestro, asomándose al balcón.

—No me he vuelto loca —protesté.Él rió amargamente.—El temporal está a punto de

empezar.Cerró la puerta corrediza, que se

deslizó con un chirrido. Los relámpagoscaían con más frecuencia y los truenosretumbaban muy cerca de allí.

—Tengo miedo, maestro —dije, y

me acerqué a él.—No tengas miedo. Sólo es una

tormenta con mucho aparato eléctrico —respondió con calma, mientras tratabade esquivarme. De rodillas, hice unnuevo intento de aproximación. Mimiedo a los truenos era auténtico.

—Diga lo que diga, yo estoy muertade miedo —repetí, con los dientesfuertemente apretados.

El estruendo de los truenos era cadavez más intenso. El fulgor de unrelámpago iluminó el cielo, y justodespués un fuerte chasquido resquebrajóel silencio nocturno. Había empezado allover. La lluvia caía oblicuamente y

repiqueteaba con fuerza contra loscristales del ventanal.

—Tsukiko —dijo el maestro,observándome. Yo me tapaba los oídoscon las manos. Estaba sentada a su lado,con el cuerpo tenso—. Veo que estáspasando miedo de verdad.

Afirmé con la cabeza, sin despegarlos labios. El maestro asintió con airegrave. Luego se echó a reír.

—Eres una chica peculiar —observó intrigado—. Ven aquí. Teabrazaré.

El maestro me atrajo hacia sí. Sualiento olía a alcohol, y su pechorezumaba el aroma dulzón del sake.

Acomodó la parte superior de mi cuerpoen su regazo y me estrechó firmemente.

—Maestro —susurré.Mi voz sonó tan débil como un

suspiro.—Tsukiko —respondió él.

Pronunció mi nombre con claridad,como suelen hacerlo los profesores—.Las niñas no deben decir cosas raras. Yalguien como tú, que teme a los truenos,no es más que una niña.

Soltó una sonora carcajada que semezcló con el estruendo del temporal.

—Pero yo le quiero de verdad,maestro —intenté defenderme, pero mivoz quedó sofocada por el ruido de la

tormenta y las carcajadas del maestro.Los truenos eran cada vez más

intensos. Estaba lloviendo a cántaros. Elmaestro reía. Yo permanecía en suregazo sin saber qué hacer. ¿Qué diríaTakashi Kojima si se encontrara en misituación?

Nada tenía sentido. Era absurdo queyo le hubiera dicho al maestro queestaba enamorada de él, y que élestuviera tan tranquilo a pesar de queaún no me había dado una respuesta.Aquellos truenos repentinos tambiéneran irreales, así como la asfixiantehumedad que se había instalado en lasalita desde que el maestro había

cerrado la ventana. Todo parecía unsueño.

—¿Estoy soñando, maestro? —lepregunté.

—Sí, es probable. Podría ser unsueño —me respondió con airedivertido.

—¿Cuándo me despertaré?—Quién sabe.—Yo no quiero despertarme.—Pero si es un sueño, tarde o

temprano te despertarás.Los relámpagos centelleaban y los

truenos retumbaban. Tenía los músculosde todo el cuerpo agarrotados. Elmaestro me acariciaba la espalda.

—No quiero despertar —repetí.—Yo tampoco —dijo él.La lluvia repiqueteaba contra el

techo. Yo estaba en el regazo delmaestro, tensa. Él me acariciaba laespalda dulcemente.

En la isla (I)Por fin habíamos llegado.

El maestro había dejado suinseparable maletín en una esquina de lahabitación.

—¿Ahí dentro lleva todo suequipaje? —le pregunté en el tren.

Él asintió.—Sólo necesito ropa para dos días.

En el maletín hay espacio suficiente.—Ya —respondí, escéptica.Con las manos encima del maletín,

el maestro se dejaba llevar por elvaivén del tren. Él y su equipaje sebalanceaban al compás del traqueteo.

Cogimos juntos el tren, subimosjuntos al transbordador, remontamosjuntos la cuesta de la isla y llegamosjuntos a la pequeña pensión.

Aquella noche, cuando llegaron laslluvias y los truenos retumbaban, debíde insistir tanto que el maestro no tuvomás remedio que claudicar y aceptar miinvitación. O quizás cambió de opiniónmás tarde, cuando la tormenta ya sehabía disipado, mientras yo estaba solatumbada en el futón que me habíapreparado en la habitación de invitadosy él estaba en su propia habitación,también solo. Pero también era probableque, de repente y sin motivo alguno, al

maestro le hubiera apetecido ir de viaje.—¿Quieres ir de viaje a una isla el

próximo fin de semana, Tsukiko? —mepropuso el maestro sin previo aviso,cuando volvíamos de la taberna deSatoru.

Había llovido sin cesar y las callesestaban mojadas. Los charcos reflejabanla luz blanca de las farolas, que parecíaflotar en la oscuridad de la noche. Elmaestro caminaba en línea recta,pisando los charcos. Yo intentabasortearlos todos y caminaba sin rumbofijo, desviándome constantemente. Poreso me había quedado un poco rezagada.

—¿Eh? —le pregunté.

—¿No fuiste tú quien propuso la otranoche ir juntos de viaje?

—¿De viaje? —repetí como unatonta.

—Conozco una isla adonde solía ircon frecuencia.

—¿Por qué?—Tenía mis motivos —murmuró el

maestro.—¿Qué motivos? —insistí, pero no

obtuve respuesta.Apreté el paso para darle alcance.—Si no puedes acompañarme, iré yo

solo.—Claro que puedo —me apresuré a

responder.

Y allí estábamos, en una pequeñapensión de aquella isla que el maestrotan bien conocía. Él llevaba suinseparable maletín. Yo llevaba unamaleta de viaje recién estrenada quehabía comprado expresamente para laocasión. Estábamos solos. Juntos. Perodormíamos en habitaciones separadas.El maestro decidió que yo dormiría enla habitación con vistas al mar, mientrasque él se quedó la que daba a las colinasque constituían el relieve del interior dela isla.

Dejé la maleta en medio de mihabitación y llamé a la puerta del

maestro.—Toe, toe. Soy mamá. Abrid la

puerta, cabritos, que no soy el lobo.Tengo la pata blanca.

El maestro abrió la puerta sinmolestarse en comprobar el color de mipata.

—¿Te apetece un té? —propuso,mientras me invitaba a entrar con unasonrisa en los labios. Yo también sonreí.

A pesar de que ambas habitacioneseran iguales, la suya parecía un pocomás pequeña. Quizás el paisajemontañoso que se veía por la ventana lahacía parecer más estrecha.

—¿Quiere que vayamos a mi

habitación? Es preciosa, tiene vistas almar —sugerí, pero el maestro rechazómi propuesta.

—Un hombre jamás debe entrar enla habitación de una señorita.

—Ya —respondí.Quise decirle que a mí no me

molestaba, pero para él parecía ser unasunto de vital importancia, así quedecidí olvidarlo. No sabía por qué elmaestro me había invitado a viajar conél. Cuando le confirmé que loacompañaría, su rostro no reflejó ningúntipo de emoción. En el tren se comportócomo de costumbre. Tomamos el téfrente a frente, como cuando estábamos

en la taberna de Satoru y teníamos quesentarnos en una de las mesas porque labarra estaba llena. Su actitud era lamisma de siempre.

Aun así, allí estábamos.—¿Quiere otra taza de té? —le

ofrecí alegremente.—Sí, por favor —aceptó el maestro.Aún más alegremente, llené la

pequeña tetera con agua hirviendo. Seoían los alaridos lastimeros de lasgaviotas, que procedían de las colinas.Tenían una voz ruda y estridente, ysobrevolaban la isla rompiendo la calmadel atardecer.

—¿Vamos a dar un paseo? —sugirió

el maestro, mientras se calzaba loszapatos en el vestíbulo.

Yo iba a ponerme unas chanclas quellevaban el nombre de la pensión escritoa rotulador, pero él me lo impidió.

—El terreno de la isla es másirregular de lo que parece —dijo, yseñaló mis zapatos, que había dejado enel estante del vestíbulo.

Tenían un poco de tacón. Cuando melos ponía, mi cabeza quedaba a la alturade los ojos del maestro.

—Es que estos zapatos no sonadecuados para caminar por la montaña—objeté.

El maestro frunció el ceño

levemente. Fue un gesto tan sutil quehabría pasado desapercibido a los ojosde cualquier otra persona. Pero yo nodejaba pasar por alto ningún cambio quese produjera en su expresión.

—No me mire con esa cara, maestro.—¿Qué cara?—Como si algo lo estuviera

fastidiando.—Tú no me fastidias, Tsukiko.—Soy un incordio.—No es cierto.—Pregúnteselo a quien quiera.

Nadie me soporta.Enfrascada en aquella absurda

conversación, me calcé las chanclas de

la pensión y seguí al maestro. Se habíapuesto un chaleco y caminaba despacio,con la espalda recta y las manos vacías.

El momento de calma que precede elatardecer había terminado. Soplaba unabrisa suave. Las nubes formabancolumnas gigantescas que colgabansuspendidas por encima de la línea delhorizonte. El sol, que se estabahundiendo en el mar, teñía las nubes deun pálido tono rosado.

—¿Cuánto se tarda en rodear la isla?—jadeé.

El maestro estaba en plena forma,como el día en que fuimos a recogersetas con Satoru y su primo. Subíamos

poco a poco por la empinada pendientede una de las colinas de la isla.

—A buen ritmo, una horita más omenos.

—¿A buen ritmo?—A tu ritmo probablemente

tardaríamos tres horas.—¿Tres horas?—Deberías hacer más ejercicio,

Tsukiko.El maestro caminaba a paso rápido.

Incapaz de seguir su ritmo, me detuve amedia ladera para contemplar el mar. Elsol se iba acercando a la línea delhorizonte y las nubes resplandecían conun rojo más intenso. «¿Dónde estoy?»,

me pregunté. «¿Qué estoy haciendo aquí,rodeada de mar, a media ladera de unacolina de un pueblecito de pescadoresdesconocido?». El maestro se ibaalejando. Su silueta de espaldas meparecía fría y distante. Habíamos idojuntos de viaje, aunque fuera sólo un finde semana, pero el maestro me estabadejando sola. De repente, aquel hombreque caminaba delante de mí me parecióun completo desconocido.

—¡Ya falta poco, Tsukiko! —me dijoel maestro, volviéndose hacia mí.

—¿Cómo dice? —le pregunté desdemás abajo.

Él agitó la mano.

—Cuando hayamos subido estacuesta, ya casi habremos llegado.

—¡Pues sí que es pequeña la isla!Cuando lleguemos al final de la cuesta,¿la habremos rodeado entera? —lepregunté.

El maestro agitó la mano de nuevo.—Piensa un poco, Tsukiko. Eso que

dices no tiene ningún sentido.—Pero si…—¿Cómo voy a rodear la isla entera

con una persona sedentaria como tú? Ymucho menos con esas cosas en los pies.

Las chanclas todavía le molestaban.—Venga, date prisa. No te quedes

ahí como un pasmarote —me apremió.

Levanté la cabeza.—Si no estamos rodeando la isla,

¿adónde vamos?—No pierdas el tiempo quejándote y

sigue caminando.El maestro siguió subiendo a paso

rápido, hasta que lo perdí de vista. Elúltimo trecho, que rodeaba la colina, eraaún más empinado. Me ajusté laschanclas rápidamente y fui tras él.

—¡Espéreme, maestro! Ya voy.Enseguida voy —dije mientras seguíasus pasos.

Cuando llegué al final de lapronunciada pendiente, divisé la ampliacima de la colina. Unos árboles altos y

frondosos bordeaban el camino. Entrelos árboles había cuatro casas queformaban una aldea. Todas las casastenían un pequeño huerto donde crecíanpepinos y tomates. Junto a uno de loshuertos había un corral, y al otro lado dela tosca alambrada metálica se oían loscacareos de las gallinas.

Más allá del poblado había unapequeña ciénaga. Por culpa de lamenguante luz del crepúsculo, no la vi yzambullí el pie en un charco verdoso. Elmaestro me esperaba al lado de laciénaga.

—Por aquí, Tsukiko.Estaba a contraluz. Cuando miré en

su dirección, sólo vi una silueta negrarecortada contra el cielo rojizo. No pudeadivinar la expresión de su cara. Saquéel pie del charco arrastrando la chanclay me dirigí al lugar donde me estabaesperando. Los jacintos de agua y losnenúfares flotaban en la superficie de laciénaga. Los insectos se deslizaban porel agua. Cuando llegué al lado delmaestro, pude verle la cara. Suexpresión era tan pacífica como el aguaestancada de la ciénaga.

—¿Vamos? —dijo, y se puso enmarcha de nuevo.

La ciénaga era pequeña. El caminola rodeaba y descendía suavemente. El

paisaje cambió, y los altos árboles quebordeaban el camino se transformaronen arbustos. El sendero se estrechó y elasfalto del pavimento empezó a serirregular.

—Ya hemos llegado.El asfalto había desaparecido por

completo y se había convertido en uncamino de tierra. El maestro avanzabadespacio y yo lo seguía. Las chanclashacían un ruido curioso al chocar contralas plantas de mis pies. Parecía unpájaro batiendo las alas. Frente anosotros apareció un pequeñocementerio al final del camino.

Las tumbas que se encontraban cerca

de la entrada estaban muy bien cuidadas,pero las sepulturas fusiformes y lasviejas tumbas mohosas que había alfondo se hallaban rodeadas de malashierbas. El maestro se dirigió hacia elfondo pisoteando los hierbajos, que lellegaban a la altura de la rodilla.

—¿Adónde va, maestro? —lepregunté levantando la voz.

Él se volvió y me dirigió una cálidasonrisa.

—Ya hemos llegado. Es aquí —dijo,y se agachó frente a una pequeña tumba.

A diferencia de las viejas tumbasque la rodeaban, el musgo aún no lahabía cubierto por completo. Justo

delante había un cuenco con un poco deagua. Probablemente lo habría llenadola lluvia. Los tábanos zumbaban anuestro alrededor.

El maestro juntó las manos y empezóa rezar en silencio, agachado y con losojos cerrados. Los tábanos nos atacabanalternativamente. Cuando se meacercaban demasiado, los ahuyentabacon un «¡Pst!». El maestro, en cambio,seguía rezando sin preocuparse por losinsectos.

Al fin, separó las manos y selevantó. Me miró fijamente.

—¿Es la tumba de un pariente suyo?—inquirí.

—Supongo que se podría decir así—respondió él, vagamente.

Algunos tábanos se posaron en sucabeza. El maestro la sacudióbruscamente y los insectos levantaron elvuelo.

—Es la tumba de mi mujer.Ahogué una exclamación. El maestro

sonrió de nuevo, con idéntica calidez.—Al parecer, murió en esta isla.El maestro me explicó que, cuando

lo abandonó, su mujer estuvo viviendoen el pueblo donde cogimos eltransbordador para llegar a la isla.Pronto se separó del hombre con quiense había fugado. Después de varios

escarceos amorosos acabó viviendo conun hombre de un pueblo situado en uncabo cercano. Se mudaron a la islaquién sabe cuándo. La esposa delmaestro vivió en la isla con su últimoamante hasta que, un día, la atropellóuno de los escasos coches que pasabanpor allí y murió.

—Era una mujer algo excéntrica —añadió el maestro con seriedad cuandoterminó de contarme la vida de su«esposa».

—Sí.—Además, tuvo una vida extraña.—Sí.—¿Cómo pudo morir atropellada en

una isla tan tranquila como ésta? —sepreguntó, apesadumbrado.

Luego sonrió ligeramente. Meacerqué a la tumba, me agaché y miré almaestro. Él me observaba sonriente.

—Quería venir aquí contigo —medijo tranquilamente.

—¿Conmigo?—Sí. Llevaba mucho tiempo sin

venir.Unas cuantas gaviotas sobrevolaban

el cementerio y gritaban con estridencia.Quería preguntarle al maestro por quéme había traído allí, pero las gaviotashacían demasiado escándalo y pensé queno oiría mis palabras.

—Era una mujer extravagante —musitó el maestro, mirando al cielo—.Todavía sigo pensando en ella.

Aquel «todavía» llegó a mis oídostraspasando como una flecha el jaleo delas gaviotas. Todavía. Todavía. «¿Me hallevado hasta esta isla remota sólo paradecirme eso?», grité para mis adentros,pero no dije nada. Miré fijamente almaestro. Tenía una media sonrisadibujada en la cara. ¿Por qué estabasonriendo?

—Yo vuelvo a la pensión —dije alfin, y le di la espalda.

Me pareció oír su voz llamándome,pero pensé que habrían sido

imaginaciones mías. Recorrí a pasoligero el camino que separaba elcementerio de la ciénaga, dejé atrás lapequeña aldea y bajé la cuesta. Mevolví varias veces, pero el maestro nome seguía. Me pareció oír de nuevo suvoz pronunciando mi nombre.

—¡Maestro! —exclamé.Las gaviotas seguían gritando

ruidosamente. Esperé un momento, perono volví a oír su voz ni vi su siluetadetrás de mí. Deduje que se habríaquedado rezando solo en el cementerio,apenado, junto a la tumba de la difuntaesposa que todavía ocupaba suspensamientos.

«¡Maldito viejo!», pensé para misadentros. Lo repetí en voz alta:

—¡Maldito viejo!Seguro que el maldito viejo habría

seguido caminando para rodear la islaentera. Decidí olvidar al maestro yaprovechar mi estancia en la isla paradarme un baño al aire libre en elpequeño balneario de la pensión. Estabadispuesta a disfrutar del fin de semana,con el maestro o sin él. Al fin y al cabo,siempre había estado sola. Bebía sola,me emborrachaba sola y me divertíasola.

Bajé la cuesta a paso firme. El soldel atardecer seguía suspendido por

encima del horizonte. Las incómodaschanclas me golpeaban las plantas delos pies y me sacaban de quicio. Elescándalo de las gaviotas erainsoportable. El vestido que me habíacomprado expresamente para el viajetenía la cintura demasiado estrecha. Laschanclas me venían grandes y me dolíael empeine. Tanto la playa como elcamino estaban desiertos y tristes, y yome sentía furiosa porque el maestro delas narices no me seguía.

¿Qué estaba haciendo con mi vida?Estaba en una isla que no conocía,arrastrando los pies por un caminodesconocido y había perdido de vista al

maestro, a quien creía conocer pero enrealidad tampoco conocía. No mequedaba otra opción queemborracharme. Había oído decir quelas especialidades gastronómicas de laisla eran el pulpo, la oreja marina y lalangosta. Comería orejas marinas hastareventar. Puesto que era el maestroquien me había invitado, él lo pagaríatodo. Tendría una resaca monumental yno podría caminar, de modo que elmaestro debería arrastrarme a todaspartes. La esperanza de pasar un fin desemana romántico con él se había rotoen mil pedazos.

En el porche de la pensión había una luzencendida. Dos grandes gaviotasdescansaban en el tejado, acurrucadasentre las tejas. El sol ya se había puestoy la oscuridad por fin había silenciadolas gaviotas.

—¡Buenas noches! —grité.La puerta de entrada a la pensión se

abrió con un chirrido.—¡Buenas noches! —me

respondieron alegremente desde elinterior.

Me llegó el olor de la cena. Mevolví para mirar hacia fuera, donde yaera noche cerrada.

—Maestro, ya es de noche —

murmuré—. Vuelva pronto, maestro. Haoscurecido. No me importa que sigapensando en su esposa. Vuelva conmigoy beberemos juntos.

La rabia que sentía momentos antesse había esfumado por completo.

—Podemos ser amigos y compartiruna copa o una taza de té de vez encuando. Es lo único que necesito.Vuelva pronto —repetí en voz baja,escrutando la oscuridad.

Creí atisbar la silueta del maestroentre las tinieblas, fuera de la pensión,pero lo que me había parecido unafigura humana sólo era oscuridad.

—Vuelva pronto, maestro —seguí

susurrando.

En la isla (II)—¿Has visto cómo flota el pulpo,Tsukiko? —me dijo el maestro,señalando con el dedo.

Yo asentí.Lo que estábamos comiendo se

podría considerar una fondue de pulpo.Cortábamos el pulpo a rodajas muyfinas, lo metíamos en un cazo con aguahirviendo y, cuando emergía a lasuperficie, lo pescábamos rápidamentecon los palillos. Antes de comerlo, lomojábamos en una salsa de naranjasamargas. El sabor dulzón del pulpo semezclaba en la boca con la naranja

amarga y dejaba un regusto muyespecial.

—Cuando lo metes en aguahirviendo, la carne transparente delpulpo se vuelve blanca —me explicó elmaestro, en el mismo tono reposado queutilizaba en la taberna de Satoru.

—Sí, se vuelve blanco —corroboré.Me sentía insegura y desorientada,

no sabía si sonreír o guardar silencio.—Pero justo antes de volverse

blanco adopta un ligero tono rosado. ¿Loves?

—Sí —respondí con un hilo de voz.El maestro me dirigió una sonrisa y

cogió tres rodajas de pulpo a la vez.

—Hoy estás muy callada, Tsukiko.El maestro había tardado mucho en

volver. Los alaridos de las gaviotashabían cesado y la oscuridad eraabsoluta. En realidad ni siquiera sé sitardó mucho o si sólo pasaron cincominutos. Me quedé de pie en elvestíbulo de la pensión, esperándolo,hasta que oí el leve ruido de suspisadas, que avanzaban firmes en lanoche.

—¡Maestro! —exclamé.—Ya estoy aquí, Tsukiko —me

saludó.—Hola —le respondí yo, y entramos

juntos en la pensión.

—Estas orejas marinas estándeliciosas —dijo el maestro conadmiración, mientras bajaba el fuego delcazo.

Nos habían traído un plato concuatro conchas. Dentro de cada conchahabía una oreja marina cruda.

—Pruébalas, Tsukiko.El maestro mojó una oreja marina en

salsa de soja con wasabi y la masticólentamente. Su boca era la de unanciano. Probé una oreja marina y penséque yo todavía tenía la boca de unapersona joven. En ese instante, deseécon todas mis fuerzas tener también bocade anciana.

Nos sirvieron un plato tras otro:fondue de pulpo, orejas marinas,marisco, lenguado, cangrejo hervido ylangosta frita. Después del lenguado, elmaestro empezó a comer más despacio ya beber a pequeños sorbos. Yo engullíarápidamente todo lo que nos traían y meservía sake sin apenas despegar loslabios.

—¿Te gusta, Tsukiko? —me preguntóel maestro en tono cariñoso, como sifuera mi abuelo y disfrutara viéndomecomer.

—Mucho —respondí conbrusquedad—. Está todo muy rico —añadí, para intentar suavizar mi

respuesta anterior.Cuando nos llegó el olor a verduras

cocidas, tanto el maestro como yoestábamos llenos. Rechazamos el platoque nos servían y aceptamos sólo untazón de sopa de miso, que estaba hechacon un delicioso caldo de pescado.Entre los dos nos acabamos el sake quehabía sobrado.

—¿Vamos?El maestro cogió la llave de la

habitación y se levantó. Yo también melevanté, pero el sake me había subido ala cabeza y las piernas me pesaban.Eché a andar a paso vacilante, peroperdí el equilibrio y tuve que apoyar la

mano en el tatami para no caerme debruces al suelo.

—¡Cuidado! —dijo el maestro,mirándome desde arriba.

—¡No intente sermonearme yayúdeme! —grité.

Él se echó a reír.—Por fin vuelves a ser la misma de

siempre —suspiró mientras me tendíauna mano.

Me ayudó a subir las escaleras y nosdetuvimos a medio pasillo, frente a suhabitación. Introdujo la llave en lacerradura, que giró con un chasquido.Yo me quedé en el pasillo,tambaleándome detrás de él.

—Dicen que el balneario de estapensión está muy bien, Tsukiko —medijo el maestro volviéndose hacia mí.

—Vale —repuse en un tonodistraído.

Las piernas me flaqueaban.—¿Por qué no vas a bañarte y

descansas un rato?—Vale.—Te vendrá bien despejarte.—Vale.—Cuando salgas del balneario, si

todavía no es de noche, ven a mihabitación.

Abrí la boca para responderle conotro «vale», pero reaccioné a tiempo.

—¿Eh? —exclamé, sorprendida—.¿A qué se refiere?

—A nada en concreto —repuso elmaestro.

Acto seguido, entró en la habitacióny cerró la puerta delante de mis narices.Me quedé plantada en el pasillo.Todavía me sentía mareada. Con lacabeza nublada, empecé a reflexionarsobre las palabras del maestro. «Ven ami habitación», había dicho. Estabasegura de haberlo oído bien, pero…¿qué haríamos en su habitación? Estabaclaro que no íbamos a jugar a las cartas.A lo mejor quería seguir bebiendo.También era probable que, una vez allí,

me propusiera recitar poesías.—No te hagas ilusiones, Tsukiko —

me dije a mí misma mientras me dirigíaa mi dormitorio.

Abrí con la llave y encendí la luz.Me habían preparado un futónindividual. Mi maleta estabaarrinconada en un hueco de lahabitación.

Mientras me desnudaba y me poníaun kimono de verano para ir albalneario, me repetí varias veces:

—No te hagas ilusiones… No tehagas ilusiones.

Las aguas termales me ablandaron lapiel. Me lavé el pelo, entré y salí unas

cuantas veces de la piscina de aguacaliente y, al final, me sequé el pelo aconciencia con el secador del vestuario.Había estado una hora en el balneario,pero me había parecido mucho menos.

Cuando volví a la habitación, abrí laventana para dejar entrar la brisanocturna. El murmullo de las olas se oíamás cerca. Estuve un rato apoyada en elalféizar.

Intenté recordar cuándo el maestro yyo empezamos a hacernos amigos. Alprincipio era sólo un conocido, unanciano que había sido mi profesor en elinstituto. Aparte de las escasas palabrasque intercambiábamos, apenas me fijaba

en él. Era una vaga presencia que bebíaen silencio en la barra, sentado a milado. Lo único que me llamó la atencióndesde el primer momento fue su voz. Noera muy grave, pero tenía un matizprofundo y vibrante. Al oír aquella voz,me fijé en el hombre del que procedía.

En algún momento, más adelante, alsentarme a su lado empecé a notar lacalidez que desprendía. Su presenciadulce y afectuosa se filtraba a través dela tela de su camisa almidonada. Eracaballeroso y tierno a la vez. Nunca hesido capaz de describir la presencia queirradiaba el maestro. Cuando intentabacapturarla, se esfumaba para aparecer

de nuevo en otra ocasión.Me preguntaba si aquella presencia

se convertiría en algo palpable en elcaso de que el maestro y yo nosacostáramos juntos. Pero su misteriosapresencia siempre se me acababaescurriendo de las manos.

Una polilla entró atraída por la luz ydio una vuelta alrededor de lahabitación. Tiré de la cadenita de lapequeña lámpara naranja y la apagué. Lapolilla se quedó revoloteandodesorientada, hasta que salió por laventana. Aguardé unos instantes, pero novolvió.

Cerré la ventana y me apreté el

cinturón del kimono. Me pinté con unpintalabios discreto y cogí un pañuelo.Intentando no hacer ruido, abrí la puertade mi habitación y salí. Las lámparasdel pasillo estaban cubiertas de polillas.Antes de llamar a la puerta del maestro,hice una profunda inspiración. Me frotéel labio superior con el inferior, mealisé el pelo con la palma de la mano ycogí aire de nuevo.

—Maestro —llamé.—Está abierto —me respondió

desde dentro. Hice girar suavemente elpomo de la puerta.

El maestro estaba bebiendo cervezacon los codos apoyados en la mesita.

—¿No tiene sake? —le pregunté.—Sí, en la nevera hay, pero no me

apetecía —me dijo mientras inclinaba labotella de cerveza y llenaba el vaso.

Se formó una capa de espumaperfecta. Encima de la nevera había unabandeja con un vaso boca abajo. Lo cogíy se lo tendí al maestro. Sonriendo,vertió un poco de cerveza y obtuvo unacapa de espuma idéntica a la suya.Encima de la mesa quedaban unoscuantos triángulos de queso.

—¿Lo ha traído usted? —pregunté.Él asintió—. Es un hombre precavido.

—Se me ocurrió meterlo en elmaletín cuando iba a salir de casa.

Era una noche tranquila. A través delcristal de la ventana se oía el lejanomurmullo de las olas. El maestro abriódos botellas de cerveza. El ruidometálico del abridor resonó en lahabitación. Vaciamos las botellas y nosquedamos callados. El ruido del oleajellenaba el silencio.

—Qué tranquilidad —comenté.El maestro asintió.—Tienes razón —dijo al cabo de un

rato.Yo asentí.Los trozos de papel de plata que

envolvían el queso estaban encima de lamesa, arrugados. Los junté todos e hiceuna bola. Recordé que cuando erapequeña me gustaba hacer grandes bolascon el papel plateado que envolvía lastabletas de chocolate. Arrugabacuidadosamente los envoltorios y lospegaba unos con otros. De vez encuando me salía un envoltorio dorado,que guardaba en el cajón de mi pupitrepara hacer una estrella y colgarla en elárbol de Navidad. Pero cuando llegabala Navidad, los envoltorios doradosestaban aplastados bajo una montaña delibretas y utensilios del colegio, y ya nopodía utilizarlos.

—Qué tranquilidad —dijimos elmaestro y yo al unísono.

Él se incorporó en su cojín. Yo hiceotro tanto. Cogí la bolita de papel deplata y me puse a juguetear con ella.Estábamos cara a cara. El maestro abrióla boca para decir algo, pero no salióningún sonido. Las arrugas que tenía enlas comisuras de la boca revelaban suedad. Parecía aún mayor que cuandomasticaba las orejas marinas durante lacomida. Ambos apartamos la miradasimultáneamente. El murmullo de lasolas era incesante.

—¿Vamos a dormir? —sugiriótranquilamente.

—Sí —acepté.¿Qué otra respuesta podía darle? Me

levanté, cerré la puerta detrás de mí yfui a mi habitación. Cada vez había máspolillas en las lámparas del pasillo.

Me desperté a medianoche.Me dolía la cabeza. Estaba sola en

la habitación. Intenté evocar lapresencia escurridiza del maestro, perono lo conseguí.

Una vez despierta no podía volver aconciliar el sueño. Oía el tic-tac delreloj de pulsera que había guardadobajo la almohada. A veces sonaba muy

cerca, y según cómo me parecía oírlomás lejos. Era curioso, puesto que no semovía de sitio.

Me quedé inmóvil durante un rato.Entonces, deslicé la mano por debajodel kimono y me palpé los pechos. Noeran ni blandos, ni duros. Seguírecorriendo mi cuerpo hasta acariciarmeel vientre. Era bastante liso. Bajé lamano un poco más y la deposité a laaltura del pubis. No tenía ninguna graciaacariciarme para pasar el rato. Mepregunté si me gustaría que el maestrome tocara a propósito, pero no conseguíimaginármelo. Permanecí tumbadadurante una media hora. Creía que el

murmullo lejano de las olas me ayudaríaa conciliar el sueño, pero no podíadormir. Quizás el maestro tambiénestaba despierto en la oscuridad.

Aquella idea fue tomando forma enmi mente, hasta que empecé a imaginarque el maestro me estaba llamandodesde la habitación contigua. Lostemores nocturnos son como bolas denieve, que acaban formando un alud sino se detienen a tiempo. Ya no podíaaguantar más. Silenciosamente, abrí lapuerta de mi habitación sin encender laluz. Fui a los servicios, que estaban alfondo del pasillo, y oriné. Tenía laesperanza de que mis inquietudes se

disiparan, pero no hicieron más queintensificarse.

Regresé a mi habitación, me retoqué conel pintalabios discreto y fui a lahabitación del maestro. Pegué la oreja ala puerta y escuché atentamente. Mesentí como un delincuente. Al otro ladode la puerta no se oía la respiraciónacompasada de alguien que estádurmiendo, sino algo distinto. Agucé eloído y me pareció que aquel extrañoruido aumentaba de volumen.

—Maestro —susurré—. Maestro,¿qué ocurre? ¿Está bien? ¿Hay algo que

le preocupa? ¿Quiere que entre?Abrí la puerta sin llamar. La luz que

había en la habitación me deslumbró.—No te quedes en la puerta,

Tsukiko. Adelante —me invitó elmaestro, haciéndome señas con la mano.

Abrí los ojos, que se meacostumbraron enseguida a la luz. Elmaestro estaba escribiendo. Tenía lamesa llena de papeles.

—¿Qué escribe? —le pregunté.Cogió uno de los papeles de la

mesita y me lo enseñó. «La carne delpulpo / tiene un tono rosado», leí.

—Sólo me falta el último verso delhaiku —me explicó, dirigiéndome una

mirada grave—. ¿Qué podría venir acontinuación de «tiene un tono rosado»?

Me senté en un cojín. Mientras yo nopodía dejar de pensar en él, el maestroocupaba su tiempo pensando en pulpos.

—Maestro —musité.Él levantó la cabeza, imperturbable.

En uno de los papeles que cubrían lamesita había dibujado un pulpoespantoso. Para colmo, llevaba una cintaen la frente, alrededor de la cabeza.

—¿Qué pasa, Tsukiko?—Maestro, es que…—Dime.—Bueno, pues…—¿Sí?

—Maestro.—¿Qué quieres decirme

exactamente, Tsukiko?—¿Qué le parecería algo como «el

ruido sordo del oleaje»?No me atreví a abordar directamente

el meollo del asunto, tal vez porque nosabía si lo que había entre el maestro yyo tenía algún meollo.

—«La carne del pulpo / tiene untono rosado. / El ruido sordo deloleaje». ¿Era eso? Veamos…

El maestro no había notado el tonoapurado de mi respuesta, o quizás lohabía ignorado aposta. Escribió el haikuen una hoja mientras lo recitaba en voz

baja.—Me gusta. Tienes mucha

sensibilidad, Tsukiko.—Gracias —repuse con un hilo de

voz. Saqué el pañuelo de papel y mequité el pintalabios con disimulo.Mientras, él seguía murmurando yretocando el haiku.

—¿Qué te parece esto, Tsukiko?«Las olas susurran. / La carne del pulpo/ tiene un tono rosado».

¿Que qué me parecía? Despegué loslabios, que habían recuperado su palidezhabitual, y dejé escapar un «bueno»desabrido. El maestro escribió suvariación del haiku. Se lo estaba

pasando en grande. Movía la cabeza enseñal de asentimiento o la sacudíacuando no estaba conforme.

—Me recuerda a Bashô —observó.Yo ya no tenía fuerzas para responder.Sólo fui capaz de mover la cabeza dearriba abajo—. Bashô es el autor de unhaiku que dice: «Se oscurece el mar. /Las voces de los patos / son vagamenteblancas» —me aleccionó el maestro enmitad de la noche, sin dejar de escribir—. Se podría decir que el haiku quehemos escrito entre tú y yo, Tsukiko, estáinspirado en el estilo de Bashô. Tieneuna rima irregular y llamativa. Nopodríamos decir «Se oscurecen las olas

/ son vagamente blancas / las voces delos patos». En ese caso, el verso «sonvagamente blancas» podría referirsetanto a las olas como a las voces de lospatos. Colocando el verso «sonvagamente blancas» al final, el haikugana mucha vitalidad. ¿Está claro? Loentiendes, ¿verdad? ¿Por qué no intentasescribir uno, Tsukiko?

Puesto que no tenía nada mejor quehacer, me senté al lado del maestro y mepuse a escribir. ¿Cómo habíamosllegado a aquella situación? Ya eran másde las dos de la madrugada. Y ahí estabayo, sin saber cómo, contando sílabas conlos dedos y escribiendo poemas

mediocres como: «Al atardecer / unapolilla en la luz. / Parece triste».

Escribía llena de indignación. Era laprimera vez en mi vida que lo intentaba,pero los versos me salían sin pensar.Escribí diez, doce, veinte poemas. Alfinal estaba tan cansada, que apoyé lacabeza en el futón del maestro y metumbé encima del tatami. Cuando se mecerraron los párpados, no fui capaz devolver a abrirlos. En vez dedespertarme, el maestro me acomodó enel futón y me dejó dormir. No recuerdonada más. Sólo sé que, al despertar, oíel murmullo de las olas y vi la luz queinundaba la habitación a través de una

rendija de la cortina.Sentí una sensación de asfixia y giré

la cabeza. El maestro estaba durmiendoa mi lado. Yo tenía la cabeza apoyada ensu brazo. Ahogué un grito y me levantéprecipitadamente. Salí corriendo haciami habitación, con la mente en blanco.Me dejé caer en el futón, me levanté deun salto, di un par de vueltas por lahabitación, abrí y cerré las cortinas, metumbé en el futón, tiré del edredón hastacubrirme la cabeza, me levanté porsegunda vez y regresé a la habitación delmaestro sin pensar. Las cortinas estabancerradas y el maestro se hallabatumbado en la penumbra, esperándome

con los ojos abiertos.—Ven, Tsukiko —me dijo

tiernamente, echando el edredón haciaatrás.

—Vale —susurré. Me tumbé a sulado y lo sentí muy cerca.

—Maestro —musité, hundiendo lacabeza en su pecho.

Él besó mi pelo una y otra vez. Meacarició los pechos, al principio porencima del kimono y luego por debajo.

—Tienes unos pechos muy bonitos—me dijo en el mismo tono que habíausado la noche anterior para analizar elpoema de Bashô. Solté una risa ahogada,y él también rió—. Son muy bonitos.

Eres encantadora, Tsukiko —añadió,mientras me acariciaba el pelo una yotra vez. Los ojos se me cerraban desueño.

—Me quedaré dormida, maestro —le advertí.

—Pues vamos a dormir, Tsukiko —me respondió.

—Es que no quiero dormir —murmuré, incapaz de abrir los párpados.Era como si la mano del maestroprovocara un efecto somnífero en mí.Quería decirle que no me dejara dormiry pedirle que me abrazara, pero lalengua me pesaba demasiado y sóloconseguí farfullar—: No quiero…

dormir. No quiero. No.Al cabo de un rato, dejó de

acariciarme y empezó a respirar deforma acompasada.

—Maestro —lo llamé, reuniendomis últimas energías.

—Tsukiko —susurró.Cuando estaba a punto de dormirme,

oí los gritos de las gaviotas quesobrevolaban el mar. Ni siquiera fuicapaz de abrir la boca para decirle almaestro que no se durmiera. Arropadaentre sus brazos, caía en un profundoabismo. Estaba desesperada. Me sentíaarrastrada hacia un sueño que estabamuy lejos del sueño del maestro. Las

gaviotas graznaban bajo las primerasluces del alba.

Marea baja. Un sueñoOí un susurro en el exterior y abrí laventana. Era un alcanforero. Parecíaestar diciendo «¡Ven, ven!». O tal vez:«¿Quién eres?». Asomé la cabeza a laventana y contemplé la escena. Unabandada de pajaritos revoloteaba entrelas ramas del árbol. Volaban tan deprisaque no podía identificarlos. Sabía dóndeestaban porque las hojas se movían a supaso.

Recordé que, en cierta ocasión,también había visto pájaros en loscerezos del jardín del maestro. Aquellanoche oí un aleteo que cesó de repente.

Los pajaritos del alcanforero no dejabande batir las alas ni por un momento.Cada vez que se movían, el árbolsusurraba como si los invitara aacercarse.

Llevaba un tiempo sin ver almaestro. Seguía yendo a la taberna deSatoru, pero no lo veía sentado en labarra como de costumbre.

Mientras los pájaros agitaban lasramas del alcanforero y el árbolsusurraba «¡Ven, ven!», decidí queaquella noche iría a la taberna deSatoru. La temporada de las habas habíaterminado, pero seguro que habríabrotes de soja verde. Los pajaritos

seguían aleteando entre el follaje.—Tofu frío, por favor —pedí, y me

senté en uno de los extremos de la barra.El maestro no estaba. Recorrí la

taberna con la mirada, pero tampocoestaba en las mesas. Pedí una cerveza.Cuando llegó la hora del sake, elmaestro aún no había aparecido. Se meocurrió ir a su casa, pero me pareció unaintrusión en toda regla. Ensimismada enmis pensamientos bebí un vaso de saketras otro, hasta que tuve sueño.

Fui al servicio. Mientras estabasentada, miré al exterior a través de unventanuco. Me acordé de un poema quehablaba de lo triste que era ver el cielo

azul desde la taza de un váter. En efecto,aquella ventana me hizo sentir triste.

Cuando al fin había decidido queiría a visitar al maestro a su casa, salídel servicio y ahí estaba. Había untaburete libre entre él y yo. Estabasentado con la espalda tan recta comosiempre.

—Aquí tiene su tofu frío.El maestro cogió el tazón que Satoru

le tendía por encima de la barra y aliñóel tofu cuidadosamente con salsa desoja. Cogió un trocito con los palillos yse lo llevó a la boca.

—Delicioso —dijo, volviéndosehacia mí.

Me dirigió la palabra sin habermesaludado, como si reanudara unaconversación que habíamos dejado amedias.

—Lo he probado antes —respondí.El maestro asintió.—El tofu es un alimento delicioso.—Sí.—Me gusta hervido, frío, cocido y

frito, se puede comer de mil formasdiferentes —dijo de un tirón. Luego sellevó el vaso a los labios.

—¿Le apetecen unas copas,maestro? Llevábamos mucho tiempo sinvernos —dije, y le rellené el vaso.

—Vamos a beber, Tsukiko —aceptó.

Aquella noche bebimos mucho.Bebimos como nunca.

¿Qué eran aquellas agujas que sedivisaban en el horizonte? ¿Eranbarquitas navegando hacia mar abierto?

El maestro y yo nos quedamosmirando fijamente las barquitas. Al cabode un rato noté que se me secaban losojos y desvié la mirada, pero el maestrono apartaba la vista del mar.

—¿No tiene calor, maestro? —lepregunté.

Negó sacudiendo la cabeza.Me pregunté dónde estábamos.

Habíamos estado bebiendo sake. Nisiquiera recordaba cuántas botellashabíamos tomado.

—Son almejas —murmuró elmaestro. Apartó la mirada del horizontey la depositó en la playa. En la arenahabía mucha gente que aprovechaba lamarea baja para recoger marisco.

—Ya no es época de recogermarisco, pero parece que aquí todavíase puede encontrar —añadió.

—¿Dónde estamos, maestro? —lepregunté.

—Otra vez aquí —me respondió.—¿Otra vez? —repetí.—Otra vez —afirmó—. Vengo aquí

de vez en cuando. Me gustan más losberberechos que las almejas.

Quería preguntarle dónde estaba eselugar donde venía de vez en cuando,pero él siguió hablando antes de quepudiera formular la pregunta.

—Yo prefiero las almejas —lerespondí, dejándome llevar.

Las aves marinas graznaban ysobrevolaban la playa. Con muchocuidado, el maestro dejó encima de unaroca el vaso de sake que tenía en lamano. Estaba lleno hasta la mitad.

—Bebe si quieres, Tsukiko —medijo.

Me miré la mano y me di cuenta de

que yo también tenía un vaso de sake.Estaba casi vacío.

—Cuando hayas terminado, ¿podréutilizarlo como cenicero?

Apuré el vaso de un trago.—Gracias.El maestro cogió el vaso y tiró la

ceniza del cigarrillo que se estabafumando. Las nubes vaporosas recorríanel cielo. De vez en cuando, las voces delos niños nos llegaban desde la playa.«¡He encontrado uno enorme!», decían.

—¿Dónde estamos?—No lo sé —repuso el maestro

mirando al mar.—¿Hemos salido de la taberna de

Satoru?—Puede que no.—¿Cómo?Mi voz sonó tan estridente, que me

sorprendí a mí misma. El maestro seguíacontemplando el mar, absorto. La brisaera húmeda y salada.

—A veces vengo aquí, pero es laprimera vez que vengo acompañado —dijo con una amplia sonrisa—. O quizássólo me lo parece.

El sol brillaba intensamente. Lasaves marinas alborotaban en el cielo.Parecían estar diciendo: «¡Ven, ven!».Sin saber cómo, en mi mano habíaaparecido otro vaso de sake. Estaba

lleno. Lo apuré de un trago, pero no notélos efectos del alcohol.

—Así es este lugar —murmuró elmaestro para sí—. Vuelvo enseguida —anunció, y los contornos de su siluetaempezaron a difuminarse.

—¿Qué ocurre? —inquirí.Su cara adoptó una expresión triste.—No te preocupes, volveré —me

aseguró.Acto seguido, desapareció sin dejar

rastro. El cigarrillo que se había fumadotambién se desvaneció. Recorrí andandounos cuantos metros en todasdirecciones, pero no lo encontré. Lobusqué entre las rocas, pero tampoco

estaba. Resignada, me senté encima deuna roca. Bebí el sake de un trago. Dejéel vaso vacío en la piedra y desaparecióen cuanto aparté la vista, del mismomodo que el maestro se había esfumado.Así era aquel lugar. En mi mano ibanapareciendo vasos de sake. Yo bebíacon la mirada perdida en el horizonte.

Tal y como había prometido, elmaestro volvió.

—¿Cuántos vasos llevas ya? —mepreguntó, mientras se me acercaba pordetrás.

—Ni idea.Estaba un poco borracha. El alcohol

siempre hacía efecto, incluso en un lugar

como aquél.—Ya estoy aquí —dijo el maestro

con brusquedad.—¿Ha vuelto a la taberna de Satoru?

—le pregunté.Sacudió la cabeza.—He vuelto a casa.—Ah. Ha sido muy rápido.—Aunque parezca mentira, los

borrachos somos criaturas muy caseras—anunció el maestro con aire solemne.

Me eché a reír y derramé todo elsake encima de la roca.

—¿Me pasas el vaso vacío, porfavor?

El maestro estaba fumando, como

antes. En la taberna no fumaba casinunca, pero en aquel lugar siempre teníaun cigarrillo encendido entre los dedos.Echó la ceniza en el vaso.

La mayoría de la gente que estaba enla playa llevaba sombrero. Recogíanmarisco en cuclillas y todos miraban enla misma dirección. Tenían una pequeñasombra en el trasero.

—¿Por qué lo harán? —preguntó elmaestro, aplastando el cigarrillo contrael borde del vaso.

—¿A qué se refiere?—A eso de recoger marisco.De repente, el maestro apoyó la

cabeza y las manos en la superficie de la

roca e hizo el pino. Como la piedra teníaun poco de pendiente, su cuerpo seinclinó. Se tambaleó durante unmomento y enseguida recuperó elequilibrio.

—Lo querrán para cenar —aventuré.—¿Crees que van a comerlo? —

preguntó el maestro.Su voz llegaba desde abajo.—Quizás quieran adoptar un

berberecho como animal de compañía.—¿Un berberecho?—Cuando era pequeña tenía

caracoles.—Tener caracoles es relativamente

normal.

—¿Y qué tiene de raro tenerberberechos?

—Los caracoles no son marisco,Tsukiko.

—Es cierto.El maestro seguía haciendo el pino.

Ya no me parecía extraño. Así era aquellugar. Me acordé de su esposa. No lahabía conocido, pero me acordaba deella a través del maestro.

Su mujer era una buena prestidigitadora.Había aprendido a dominar los juegosde manos: desde los más sencillos, queconsistían en hacer desaparecer una

bolita roja entre los dedos, hasta los máscomplejos, que se hacían con animales.No actuaba delante de la gente.Practicaba en casa, siempre sola. Muyde vez en cuando le enseñaba al maestroun nuevo truco que había aprendido. Élsospechaba que su mujer dedicaba díasenteros a ensayar. También sabía quetenía conejos y palomas encerrados enuna jaula, pero los animales que usan losprestidigitadores son más pequeños ytranquilos que los demás, de modo queal maestro no le costó olvidar supresencia en la casa.

Un día, el maestro tuvo que ir alcentro de la ciudad a hacer unos

recados, y vio a una mujer idéntica a suesposa que caminaba en su dirección.Sólo se diferenciaban en la ropa y en losgestos. Llevaba un vestido llamativo quele dejaba los hombros al descubierto.Iba del brazo de un hombre barbudo,ataviado con un traje chillón que le dabamuy poca credibilidad. La mujer delmaestro era un poco caprichosa, peronunca le había gustado llamar laatención. Por eso el maestro llegó a laconclusión de que no podía ser suesposa, sino una mujer que se le parecía,y apartó la mirada.

La mujer y el hombre barbudo seacercaban rápidamente. El maestro no

pudo evitar dirigirles una última mirada.Ella rió. Su risa era idéntica a la de suesposa. Mientras reía, sacó una palomadel bolsillo y la depositó en el hombrodel maestro. A continuación, sacó unpequeño conejo del escote y lo colocóen el otro hombro. El conejo se quedóinmóvil, como una estatuilla. El maestrotambién estaba petrificado. Finalmente,la mujer sacó un mono de debajo de lafalda y lo colgó de la espalda delmaestro.

—¿Cómo estás, cariño? —dijotranquilamente.

—¿Eres tú, Sumiyo?—¡Quieta! —le ordenó la mujer a la

paloma, que no dejaba de aletear.No respondió a la pregunta del

maestro. La paloma se calmó. El hombrebarbudo y la mujer iban cogidos de lamano. El maestro dejó el conejo y lapaloma en el suelo, pero no consiguióquitarse el mono de encima. El barbudorodeó los hombros de la mujer con elbrazo y la atrajo hacia sí. Se fueron sinmás y dejaron al maestro sin saber quéhacer con el mono.

—Sumiyo era su mujer, ¿no es así? —pregunté.

El maestro afirmó con la cabeza.

—Sumiyo era una mujer muypeculiar.

—Ya.—Se fue hace quince años, y desde

entonces se dedicó a deambular por todoel país. Cada vez que se mudaba, meenviaba una postal. Era muyconsiderada.

El maestro, que estaba haciendo elpino, recuperó su postura habitual y sesentó encima de la piedra. Describía asu mujer como una excéntrica, pero sucomportamiento en aquella playatampoco se podía considerar normal.

—La última postal me llegó hacecinco años, y me la envió desde la isla

donde estuvimos aquel fin de semana.En la playa había cada vez más

gente. Recogían marisco entusiasmados,de espaldas a nosotros. Los niñosgritaban. Sus voces me llegaban acámara lenta, como si estuvieraescuchando una cinta estropeada.

El maestro cerró los ojos y aspiró elhumo del cigarrillo que subía desde elvaso cenicero. Era curioso que yorecordara tan bien a su mujer, a quiennunca había conocido, y que fueraincapaz de recordar nada sobre mímisma. Las barquitas que navegabanhacia mar abierto sólo eran puntitosluminosos.

—¿Cómo se llama este lugar?—Es un lugar de paso.—¿De paso?—Podríamos llamarlo «frontera».¿Qué clase de frontera? ¿Por qué el

maestro frecuentaba ese lugar? Bebí untrago de mi enésimo vaso de sake ycontemplé la playa. Veía las siluetas dela gente ligeramente borrosas.

—Teníamos un perro —empezó elmaestro. Dejó el vaso vacío en lapiedra. Se esfumó sin dejar rastro—.Cuando nuestro hijo aún era pequeño,teníamos un perro. Era un shiba. Megustan los perros de raza shiba. Mimujer prefería los perros cruzados. Una

vez le regalaron un perro muy extrañoque parecía una mezcla entre un buldogy un perro salchicha. Vivió bastantesaños. Mi mujer le tenía mucho cariño. Elshiba lo tuvimos antes. El pobre comióalgo que le sentó mal, estuvo enfermounos días y al final murió. Para mi hijofue un golpe muy duro. Yo tambiénestaba triste, pero mi mujer no derramóni una sola lágrima. Estaba enfurecidaporque mi hijo y yo nos pasábamos eldía lloriqueando.

»Cuando enterramos al perro en eljardín, mi mujer le dijo al niño:

»—No te preocupes, el perroresucitará. Chiro se reencarnará.

»—Pero ¿en qué? —le preguntó mihijo entre sollozos.

»—En mí.»—¿Eh? —exclamó el chaval,

abriendo los ojos como platos. Yotambién me quedé perplejo. ¿De quédiablos estaba hablando? Aquello notenía ningún sentido, y tampoco serviríapara consolar al niño.

»—No digas cosas raras, mamá —lepidió nuestro hijo, algo mosqueado.

»—No son cosas raras —replicóSumiyo, y entró en casa rápidamente. Eldía terminó sin más novedades. Al cabode una semana, mientras estábamoscenando, Sumiyo rompió a ladrar

súbitamente.»—¡Guau! —ladraba con una voz

muy estridente, idéntica a la de Chiro.Además de tener un gran talento para lostrucos de magia, sabía ladrarexactamente igual que Chiro.

»—Eso es una broma de mal gusto—le advertí, pero no me hizo caso.Siguió ladrando hasta que terminamosde cenar. Tanto mi hijo como yoperdimos el apetito y nos levantamos dela mesa lo antes posible.

»Al día siguiente Sumiyo volvía aser la misma de siempre, pero mi hijo nohabía olvidado lo sucedido.

»—Quiero una disculpa, mamá —le

exigía, pero ella hacía oídos sordos.»—Te dije que el perro se

reencarnaría en mí. Era Chiro quienestaba dentro de mí —se justificaba. Mihijo estaba cada vez más enfadado yninguno de los dos parecía dispuesto aceder. A partir de aquel día empezaron adistanciarse. Cuando acabó el instituto,nuestro hijo se matriculó en unauniversidad lejos de la ciudad y se alojóen una residencia. Se quedó a trabajarcerca de allí. Ni siquiera cuandonacieron nuestros nietos recuperamos elcontacto.

»—¿Acaso no quieres a tus nietos?¿No te gustaría verlos más? —le

preguntaba yo a Sumiyo.»—No —me respondía ella.»Hasta que, un buen día, se fue.—¿Y dónde estamos ahora? —

pregunté otra vez. No obtuve respuesta.Quizás Sumiyo odiaba la muerte, o no legustaba la tristeza que provoca—.Maestro —dije—. Quería mucho aSumiyo, ¿verdad?

El maestro gruñó y me miró.—La quisiera o no, era una mujer

muy egoísta.—Es verdad.—Era caprichosa, egoísta y lunática.—Todo eso significa más o menos lo

mismo.

—Sí, todo es lo mismo.La playa quedó oculta tras un denso

manto de niebla. El maestro y yoestábamos solos, de pie y con un vasode sake en la mano, en aquel lugar dondeno había nada más que aire.

—¿Dónde estamos?—¿Dónde? Aquí.De vez en cuando, las voces de los

niños nos llegaban desde la playa, lentasy distorsionadas.

—Sumiyo y yo éramos muy jóvenes.—Usted sigue siendo joven.—Pero no como antes.—He bebido demasiado, maestro.—¿Quieres bajar a la playa y

recoger almejas?—Las almejas no se comen crudas.—Podemos encender una hoguera y

asarlas.—¿Asarlas?—Sería demasiado complicado,

¿verdad?Oí un ruido en el exterior. El

alcanforero susurraba junto a miventana. Me gustaba aquella época delaño. Llovía con facilidad, pero la lluviamojaba las hojas del alcanforero y lesarrancaba un brillo deslumbrante. Elmaestro fumaba, absorto en suspensamientos. Movió los labios y mepareció que articulaba algo como «esto

es la frontera», pero en realidad noemitió ningún sonido.

—¿Cuándo empezó a venir aquí? —le pregunté.

—Cuando tenía más o menos tuedad. Sentía la necesidad de venir —merespondió con una sonrisa.

—¿Por qué no volvemos a la tabernade Satoru? No quiero quedarme en estelugar tan extraño. ¡Vayámonos de aquí!—le supliqué.

—¿Y cómo vamos a salir? —mepreguntó el maestro.

De la playa nos llegaba unaalgarabía de voces. El alcanforeroseguía susurrando. El maestro y yo

permanecimos de pie, con sendos vasosde sake en la mano, sumidos en unprofundo sopor. Las hojas delalcanforero susurraban: «¡Ven! ¡Ven!».

Los grillosLlevaba mucho tiempo sin ver almaestro.

La visita a aquel lugar extraño notuvo nada que ver con nuestrodistanciamiento. Había decididoesquivarlo a propósito.

Evitaba acercarme a la taberna deSatoru. Renuncié a mi paseo vespertinolos fines de semana. En vez de ir almercado viejo del centro de la ciudad,hacía la compra en un gransupermercado situado frente a laestación. Tampoco me detenía en lalibrería de segunda mano ni en las otras

dos librerías del barrio. Sabía que, sitomaba aquellas pequeñas precauciones,no me cruzaría con el maestro. Así desencillo.

Era tan sencillo, que si seguía así novolvería a ver al maestro nunca más. Ysi no volvía a verlo, acabaríaolvidándolo.

—Cada uno recoge lo que ha sembrado—solía decir mi difunta tía abuela.

A pesar de su avanzada edad eramucho más liberal que mi madre.Cuando murió su marido estuvo saliendocon varios hombres que la llevaban de

excursión en coche, a comer o a jugar alcriquet.

—En eso consiste el amor —repetíala mujer—. Cuando tienes un gran amor,debes cuidarlo como si fuera una planta.Debes abonarlo y protegerlo de la nieve.Es muy importante tratarlo con esmero.Si el amor es pequeño, deja que semarchite hasta que muera.

Mi tía abuela no se cansaba derecordarnos a todos su consejo, como side un dogma se tratara.

Según ese método, si no veía al maestrodurante una temporada larga, lo que

sentía por él acabaría marchitándose.Por eso hacía todo lo posible por evitarel encuentro.

Si salía de mi casa, caminaba por lacalle principal, tomaba la calle quellevaba al barrio residencial y seguía elrío durante unos cien metros, llegaría acasa del maestro. Vivía en el terceredificio de un callejón perpendicular alrío, que se desbordaba con muchafacilidad. Hasta hace unos treinta años,cada vez que un tifón azotaba la regiónse inundaban los bajos de las casas. Enla época del gran crecimientoeconómico se puso en marcha unproyecto de reparación a gran escala de

los lechos de los ríos, que se ampliarony rodearon de muros de cementoexcavados a gran profundidad.

Pero antes de las obras la corrienteera tan violenta que costaba distinguir siel agua era turbia o cristalina. Era muyfácil acceder al río, de modo que era unbuen reclamo para los suicidas. Ademáshabía oído decir que, una vez saltabas,era imposible que te rescataran convida.

Los sábados y domingos tenía lacostumbre de ir paseando junto al ríohasta el mercado de la estación. Perocuando empecé a esquivar al maestrotuve que renunciar a esos paseos y perdí

una de mis distracciones del fin desemana.

Cogía el tren para ir al cine o alcentro a comprarme ropa y zapatos.

Pero no me sentía cómoda. Mecostaba mucho aguantar el olor apalomitas que impregnaba las salas delos cines los fines de semana, elambiente fresco pero viciado de losgrandes almacenes en las tardes deverano y el murmullo de voces querodeaba la caja registradora de lasgrandes librerías. Tenía la sensación deque me faltaba el aire.

Hacía escapadas de fin de semana ensolitario. Me compré un libro titulado

Viajar sin rumbo. Balnearios de losalrededores. Y así, sin rumbo, visitévarios lugares. Antes se considerabasospechoso que una mujer viajara sola,pero los tiempos han cambiado. Losempleados del hotel me acompañabanamablemente a mi dormitorio, meenseñaban amablemente el comedor y lasala de baños y me decían amablementea qué hora tenía que dejar la habitación.Una vez me había instalado me bañaba,cenaba, me bañaba otra vez y mequedaba sin saber qué hacer. Iba adormir, al día siguiente desalojaba lahabitación y daba el viaje porterminado.

¿Por qué no conseguía sentirme agusto conmigo misma si estabaacostumbrada a estar sola?

Pronto me cansé de viajar sin rumbo.Como tampoco podía salir a pasearjunto al río al atardecer me quedaba encasa, holgazaneando y preguntándome simi vida estaba siendo tan agradablecomo creía.

Divertida. Dolorosa. Agradable.Dulce. Amarga. Salada. Cosquillosa.Picante. Fría. Caliente. Tibia.

¿Qué clase de vida había llevadohasta entonces?

Mientras estaba tumbada,ensimismada en mis pensamientos, los

párpados empezaron a pesarme. Merecosté en la almohada doblada en dos yme quedé dormida. La ligera brisa queentraba a través de la tela metálica de laventana me acariciaba el cuerpo. A lolejos oía el canto de los grillos.

A medio camino entre el sueño y lavigilia, en ese sopor en que uno no sabesi está soñando o divagando, mepregunté por qué estaba esquivando almaestro. Soñé que andaba por un caminoblanco y polvoriento. Avanzababuscando al maestro, mientras losgrillos cantaban desde algún lugar, porencima de mí.

Pero no encontraba al maestro.

De repente, recordé que habíadecidido encerrarlo en una caja. Lohabía envuelto en un paño de seda y lohabía guardado en un rincón del armarioempotrado de madera de paulonia.

El armario era demasiado grandepara recuperarlo. El envoltorio de sedaera tan fresco, que el maestro no queríasalir de ahí. El interior de la caja eraoscuro, para que pudiera dormirtranquilo. Mientras pensaba en elmaestro acostado dentro de la caja, conlos ojos abiertos, seguía caminando sindescanso por el camino blanco. Losgrillos enloquecidos cantaban porencima de mi cabeza.

Un día, después de mucho tiempo, quedécon Takashi Kojima, que había estado deviaje de negocios durante un mes. Medio un cascanueces metálico muy pesadoy me dijo que era un regalo.

—¿Dónde has estado? —le preguntémientras jugueteaba con el cascanueces.

—Por ahí, en el oeste de América —me respondió.

—¿Cómo que por ahí? —inquiríriendo.

Takashi también rió.—Es una ciudad que no conoces,

cielo.Fingí no darme por aludida con

aquello de «cielo».—¿Y qué has estado haciendo en esa

ciudad que no conozco?—Trabajando.Tenía los brazos bronceados.—El sol americano te ha sentado

bien —observé.Takashi afirmó con la cabeza.—Bien mirado, el sol americano y el

sol japonés son un único sol.Mientras abría y cerraba el

cascanueces, contemplabadistraídamente los brazos de TakashiKojima. Sólo hay un sol. Me dejé llevarpor la belleza de aquellas palabras yestuve a punto de ponerme sentimental,

pero pude contener a tiempo missentimientos.

—¿Sabes qué? —empecé.—¿Qué?—Este verano he estado viajando.—¿De veras?—Sin rumbo fijo. De un lado a otro.—¡Qué lujo! Qué envidia me das —

exclamó Takashi.—Un auténtico lujo —le respondí.El cascanueces brillaba pobremente

bajo la suave luz del Bar Maeda.Takashi Kojima y yo tomamos dos vasosde Bourbon con soda cada uno. Pagamosla cuenta y subimos las escaleras delbar. En cuanto pisamos la calle, nos

dimos un apretón de manos formal y unbeso también formal.

—Te veo distraída —observóTakashi.

—Es que llevo tiempo viajando sinrumbo —repliqué.

Él arrugó la frente.—¿A qué te refieres, cielo?—Eso de «cielo» no va conmigo.—Yo creo que sí —insistió Takashi.—Pues a mí me parece que no —

repetí.Takashi rió.—El verano ya se acaba.—Sí, ya se acaba.Entonces, nos estrechamos las manos

de nuevo y nos despedimos.

—¡Cuánto tiempo sin verte, Tsukiko! —me saludó Satoru.

Eran más de las diez. Satoru estaba apunto de cerrar. Llevaba dos meses sinaparecer por allí. Había ido a la fiestade despedida de uno de mis jefes, queestaba a punto de jubilarse. Habíabebido más de la cuenta y meenvalentoné. Pensé que después de dosmeses ya lo habría superado.

—Sí, ha pasado mucho tiempo —respondí, con la voz más aguda que decostumbre.

—¿Qué tomarás? —me preguntóSatoru, levantando la vista de la tabla decortar.

—Una botella de sake frío y unosbrotes de soja verde.

—Marchando —dijo Satoru, yagachó de nuevo la cabeza.

La barra estaba vacía. En una de lasmesas había un hombre y una mujersentados frente a frente, en silencio. Nohabía nadie más.

Bebí un sorbo de sake. Satoru no medijo nada. La radio anunciaba losresultados de los partidos de béisbol.

—Los Giants han dado la vuelta almarcador en el último momento —

murmuró el tabernero, hablando consigomismo.

Recorrí con la mirada el interior dellocal. En un paragüero había unoscuantos paraguas olvidados.Últimamente no había llovido.

De repente, oí un «cri-cri»procedente del suelo. Al principio penséque sería la radio, pero parecía el cantode un insecto. El «cri-cri» se prolongódurante un rato más y se interrumpió,pero volvió a empezar casi deinmediato.

—Creo que hay un bicho por aquí —anuncié a Satoru, cuando me sirvió unplato humeante de brotes de soja verde.

—Será un grillo. Ha entrado estamañana y sigue ahí desde entonces —merespondió el tabernero.

—¿Dentro de la taberna?—Sí, en el desagüe.El grillo reanudó su canto, como si

quisiera confirmar las palabras deSatoru.

—El maestro me dijo que estabaresfriado. Espero que se encuentre bien.

—¿Eh?—La semana pasada vino un par de

días, por la tarde. Tenía mucha tos.Desde entonces no he vuelto a verlo —me informó Satoru. El cuchillo de cortargolpeaba la tabla y producía un ruido

tosco.—¿No ha venido ni un solo día? —

le pregunté. Mi voz sonó demasiadoestridente, como si fuera la de otrapersona.

—No.El grillo seguía cantando. Oía mis

latidos y el zumbido del torrentesanguíneo circulando por mis venas. Micorazón latía cada vez más acelerado.

—Espero que se encuentre bien —repitió Satoru, dirigiéndome una miradainterrogante.

Evité responderle y guardé silencio.El grillo cantaba. Al cabo de un rato,

se quedó en silencio. Mi corazón seguía

latiendo acelerado, y notaba laspulsaciones por todo el cuerpo.

El cuchillo de cocina de Satoruchocaba contra la tabla de cortar. Elgrillo empezó a cantar de nuevo.

Llamé a la puerta.Llevaba más de diez minutos

dudando frente a la casa del maestro,hasta que por fin decidí llamar.

Había intentado pulsar el timbre,pero el dedo se me quedó paralizado.Rodeé el jardín y traté de asomar lacabeza al balcón, pero la puertacorrediza estaba cerrada. Escuché

atentamente y no oí nada. Al dar lavuelta a la casa, me di cuenta de quehabía luz en la cocina y me sentí másaliviada.

—Maestro —lo llamé desde el otrolado de la puerta.

Como era de esperar, no respondió.No había gritado lo suficiente. Lo llaméunas cuantas veces más. Mi voz seperdió en la oscuridad de la noche.Entonces decidí llamar a la puerta.

Oí unos ruidos de pasos que seacercaban por el pasillo.

—¿Quién es? —preguntó una vozronca.

—Soy yo.

—¿Cómo voy a saber quién es «yo»,Tsukiko?

—Pues lo ha sabido.Mientras hablábamos, el maestro

abrió la puerta. Llevaba un pantalón depijama rayado y una camiseta de mangacorta con la inscripción «I ♥ NY».

—¿Qué haces aquí? —me preguntócon voz tranquila.

—Es que…—No son horas de que una señorita

visite a un hombre en su casa.Seguía siendo el mismo de siempre.

En cuanto le vi la cara, las fuerzas meabandonaron y las rodillas meflaquearon.

—¿Cómo que no? Cuando habebido, es usted mismo quien me invitaa entrar.

—Pero hoy no he bebido suficiente.Me hablaba con naturalidad, como si

nos hubiéramos visto recientemente.Aquellos dos meses que había pasadointentado alejarme de él se borraron demi memoria.

—Satoru me ha dicho que estabaenfermo.

—Cogí un resfriado, pero ya meencuentro mejor.

—¿Por qué lleva esa camiseta tanrara?

—Me la dio mi nieto.

Nos miramos a los ojos. No se habíaafeitado. Llevaba una barba de dos días.

—Por cierto, Tsukiko, cuánto tiemposin vernos.

Intenté aguantarle la mirada. Unaamplia sonrisa se dibujó en su rostro. Sela devolví torpemente.

—Maestro.—Dime, Tsukiko.—¿Se encuentra bien?—¿Creías que estaba muerto?—Reconozco que he llegado a

pensarlo.Soltó una carcajada. Yo también reí,

pero la risa se me quedó atascada en lagarganta. Quería pedirle al maestro que

no volviera a mencionar la muerte. Perome habría respondido algo como: «Lagente muere, Tsukiko. Además yo ya soymayor, y tengo muchas másprobabilidades de morir que tú. Es leyde vida».

La muerte siempre flotaba a nuestroalrededor.

—Entra. ¿Te apetece una taza de té?—me ofreció mientras se adentraba enla casa.

En la parte trasera de la camisetatambién había una inscripción de «I ♥NY», pero era más pequeña. Me quitélos zapatos murmurando: «I love NewYork».

—Maestro, ¿por qué lleva un pijamaen vez de un camisón? —le pregunté enun susurro mientras lo seguía por elpasillo.

Él se volvió.—¿Tienes alguna queja sobre mi

estilo, Tsukiko?—En absoluto —le aseguré.—Estupendo —dijo él.En la casa reinaban el silencio y la

humedad. En la sala había un futónextendido. El maestro preparó el té y losirvió despacio. Yo intenté beber apequeños sorbos, para que me duraramás.

—Maestro.

—Dime —me respondió, pero yo mequedé callada. Lo intenté un par deveces más, pero cada vez que merespondía guardaba silencio. No sabíaqué decir.

Cuando hube terminado mi taza deté, me despedí.

—Que se mejore —le deseéeducadamente desde el recibidor,inclinando la cabeza.

—Tsukiko.En esa ocasión fue él quien me llamó

a mí.—¿Sí? —inquirí yo, levantando la

cabeza y mirándolo a los ojos. Tenía lasmejillas rasposas y el pelo enmarañado.

—Cuídate —dijo, tras una brevepausa.

—No se preocupe —lo tranquilicé.El maestro quería acompañarme al

recibidor, pero se lo impedí y cerré lapuerta yo misma. Era una noche demedia luna. El jardín estaba lleno decantos de insectos.

—No lo sé —murmuré, mientras mealejaba de su casa—. Pero da igual. Noimporta si es amor o no. ¡Qué más da!

La verdad es que me daba igual.Nada tenía importancia mientras elmaestro estuviera bien.

—Ya no importa. No quiero nadacon el maestro —me decía a mí misma,

mientras caminaba junto al río.El agua fluía en silencio rumbo al

mar. Probablemente el maestro estuvieraacurrucado en el futón, con su pantalónde pijama y su camiseta de manga corta.¿Habría cerrado la puerta con llave?¿Habría apagado la luz de la cocina?¿Habría comprobado que el gasestuviera apagado?

—Maestro… —suspiré—. Maestro.Un frescor otoñal ascendía desde el

río. «Buenas noches, maestro. Lacamiseta de “I ♥ NY” le sienta muybien. Cuando esté del todo recuperadoiremos juntos a tomar algo. Como yaempieza a hacer frío, le pediremos a

Satoru alguna cosa caliente y beberemosjuntos».

Hacía un buen rato que había dejadoatrás la casa del maestro, pero seguíadirigiéndome a él como si estuviera a milado. Caminaba despacio, siguiendo elcurso del río. Parecía que estuvierahablando con la luna.

En el parqueEl maestro me había pedido una cita.

Me daba mucha vergüenza utilizar lapalabra «cita». Además, el maestro y yoya habíamos viajado juntos, aunquenunca habíamos sido una pareja en elsentido estricto de la palabra, porsupuesto. Más que una cita, lo quehabíamos planeado parecía unaexcursión escolar, porque el maestro mehabía invitado a visitar una exposiciónde caligrafía antigua en el museo de arte.En cualquier caso era una cita en todaregla, y fue el maestro quien mepropuso: «Tsukiko, ¿por qué no salimos

juntos un día?».No se trataba de una borrachera

improvisada en la taberna de Satoru, nide un encuentro accidental en medio dela calle. Tampoco me había invitadoporque casualmente llevara dos entradasen el bolsillo. Me llamó por teléfonoexpresamente, cuando yo ni siquierasabía que tuviera mi número, y fuedirecto al grano para invitarme a salircon él. Al otro lado de la línea la vozdel maestro sonaba más dulce que decostumbre, quizás porque el sonidollegaba un poco distorsionado.

Quedamos el sábado a primera horade la tarde frente a la estación del museo

de arte. Tenía que hacer dos transbordospara llegar desde mi casa. Al parecer, elmaestro tenía cosas que hacer por lamañana y me dijo que iría directamenteal museo.

—Aquella estación es muy grande,Tsukiko. Me da un poco de miedo que tepierdas —bromeó por teléfono.

—No voy a perderme, ya soymayorcita —le respondí.

Me quedé callada, sin saber quédecir a continuación. Hablar porteléfono con Takashi Kojima, cosa quehacíamos con frecuencia aunque apenasnos viéramos, parecía lo más sencillodel mundo comparado con hablar con el

maestro. Cuando estábamos sentados enla taberna rellenábamos las pausascontemplando el ir y venir de Satoru trasla barra. Pero por teléfono los silencioseran mucho más evidentes.

—Bueno, pues… vale —balbucípara dar continuidad a la conversación,pero mi voz sonaba poco convencida.Aunque me hacía ilusión hablar porteléfono con el maestro, estaba deseandoque colgara.

—Bien, Tsukiko. Me alegro de quenos veamos pronto —empezó adespedirse.

—Sí —repuse, con un hilo de voz.—Entonces, quedamos el sábado a

la una y media frente a los torniquetes dela estación. Intenta ser puntual. Sillueve, la cita sigue en pie. Nos veremosel sábado. Hasta luego.

En cuanto se cortó la comunicación,me dejé caer al suelo. A lo lejos oía lospitidos procedentes del auricular, queseguía sujetando en la mano. Permanecíun rato en esa posición.

El sábado amaneció despejado. Era uncaluroso día de otoño. La camisa demanga larga que me había puesto era unpoco demasiado gruesa y me molestaba.Durante el viaje a la isla había

aprendido a prescindir de los vestidos ylos zapatos de tacón. Llevaba unacamisa, un pantalón de algodón ycalzado sencillo. Tenía el presentimientode que el maestro me diría que parecíaun hombre, pero no me importaba.

Había decidido pasar por alto susopiniones. Me mantendría distante.Neutral. Si él era caballeroso, yo mecomportaría como una dama. Queríamantener una relación formal,superficial y duradera, sin esperar nadaa cambio. Ya había intentado acercarmea él, pero no me había dejado. Era comosi hubiera un muro invisible entre losdos. A primera vista parecía blando y

maleable, pero por mucho que lopresionara no me devolvía nada. Era unmuro de aire.

Hacía un día fabuloso. Losestorninos se apiñaban en los postes deelectricidad. Yo tenía entendido quesolían reunirse cuando empezaba aoscurecer, pero los postes de aquellazona estaban abarrotados desde primerahora de la tarde. Parecían estar hablandoentre ellos en el idioma de los pájaros.

—Qué escandalosos —comentóalguien detrás de mí, súbitamente.

Era el maestro. Llevaba un abrigooscuro, una camisa lisa de color beige yun pantalón marrón claro. Tan elegante

como siempre. Jamás se pondría unacorbata hortera.

—Parece que se divierten —dije.El maestro observó durante un rato

los estorninos. Luego me miró con unasonrisa en los labios.

—¿Vamos? —sugirió.—Sí —acepté, mirando al cielo.Sólo había dicho un simple

«vamos», en el mismo tono de siempre,pero me sentí extrañamente nerviosa.

El maestro compró las entradas.Cuando le ofrecí el dinero, negó con lacabeza y rechazó el billete que yo letendía.

—No tienes por qué devolvérmelo,

fui yo quien te invité.Entramos en el museo de arte. En el

interior había mucha más gente de la queimaginaba. El museo estaba tanabarrotado, que los documentosexpuestos apenas se podían leer, y mesorprendió que hubiera tanta genteinteresada en la ilegible caligrafía de lasépocas Heian o Kamakura. El maestrocontemplaba los rollos de pergamino ylos cuadros colgantes expuestos en lasvitrinas. Yo sólo veía su espalda.

—¿No te parece precioso?El maestro estaba señalando un

documento que parecía una carta repletade caracteres retorcidos escritos con

tinta diluida. No entendí nada.—¿Usted entiende lo que pone ahí?—La verdad es que no —confesó

riendo—. Pero los caracteres meparecen muy bonitos.

—Ya.—Cuando tú ves a un hombre

atractivo te fijas en él aunque no loconozcas, ¿verdad? Pues con loscaracteres ocurre lo mismo.

—Ya —repuse. Según eserazonamiento, cuando él se cruzaba conuna mujer atractiva también se fijaba enella, pensé.

Durante dos horas visitamos laexposición itinerante de la primera

planta, bajamos de nuevo a la plantabaja y recorrimos la exposiciónpermanente. Yo no entendía en absolutoaquellos garabatos, pero el maestro loscomentaba uno por uno. «Qué caligrafíamás bonita», susurraba.

O bien: «Esos trazos son pococuidadosos», o: «¡Qué pergamino tanmagnífico!». Al final me contagió suentusiasmo. Me divertía expresar milibre opinión sobre la caligrafía de lasépocas Heian y Kamakura. «¡Ésa megusta!», «Tiene algo especial», «Merecuerda a un conocido», comentaba,como si estuviera sentada en unacafetería del centro sin nada mejor que

hacer que criticar a los transeúntes quepasaban por la calle.

Nos sentamos en un sofá del rellano.La gente iba y venía frente a nosotros.

—¿Te has aburrido mucho, Tsukiko?—me preguntó el maestro.

—Al contrario, me ha parecido muyinteresante —le respondí mientrasobservaba el desfile de gente.

Notaba el calor que desprendía elcuerpo del maestro, sentado a mi lado.Mis sentimientos afloraron de nuevo.Aquel sofá duro e incómodo me parecíael lugar más agradable del mundo. Mesentía feliz a su lado. Eso era todo.

—¿Va todo bien, Tsukiko? —me

preguntó el maestro, mirándome. Yocaminaba junto a él y me iba repitiendopara mis adentros: «No te hagasilusiones, no te hagas ilusiones».Recordé un cuento que leía cuando erapequeña, titulado El aula voladora, enque el joven protagonista se decía a símismo: «No llores, no llores, no llores».

Creo que era la primera vez que elmaestro y yo caminábamos tan cerca eluno del otro. Normalmente él caminabadelante de mí y yo lo seguía a pasoligero, un poco rezagada.

Cuando venía alguien de frente, nosapartábamos a derecha e izquierda ydejábamos el espacio justo para que

pudiera pasar entre nosotros. Cuando eltranseúnte había pasado, volvíamos ajuntarnos.

—No hace falta que nos separemos,Tsukiko. Podemos apartarnos hacia elmismo lado —sugirió el maestro al verque otra persona venía en direccióncontraria y teníamos que dejarla pasar.Sin embargo, me separé del maestro yme hice a un lado. Me sentía incapaz dearrimarme a él.

—Deja de moverte como si fuerasun péndulo —me ordenó de repente, yme sujetó el brazo cuando yo estaba apunto de apartarme otra vez. Tiró de míenérgicamente. No me agarró con fuerza,

pero como yo intentaba ir en direccióncontraria noté un fuerte tirón.

—Quiero que te quedes a mi lado —me dijo sin soltarme el brazo.

—Vale —repuse, cabizbaja.Estaba mil veces más nerviosa que

el primer día que salí con un chico. Elmaestro me sujetaba por el codo. Lashojas de las calles empezaban a teñirsede rojo. Yo me dejaba llevar por él,como una delincuente recién arrestada.

El museo de arte estaba situado en elcentro de un gran parque. A la derechahabía un zoológico. El sol de mediatarde iluminaba la parte superior delcuerpo del maestro. Un niño iba

esparciendo palomitas por el camino.Una bandada de palomas se abalanzóinmediatamente encima de las palomitas.El niño gritó, sobresaltado. Los pájarosrevoloteaban a su alrededor, intentandopicotear las palomitas que le quedabanen la palma de la mano. El niño sequedó petrificado, con los ojos llenos delágrimas.

—Qué palomas más intrépidas —comentó el maestro con voz tranquila—.¿Descansamos un rato? —sugirió, y sesentó en un banco. Yo me senté a sulado. Los rayos del atardecer tambiénme iluminaban de cintura para arriba.

—Ese niño está a punto de romper a

llorar —observó el maestro. Se inclinóhacia delante, aparentementepreocupado.

—Puede que al final se trague laslágrimas.

—No lo creo. Los niños son unoslloricas.

—¿Más que las niñas?—Sí. Los niños no suelen ser tan

fuertes como las niñas.—¿Usted también era un llorica de

pequeño, maestro?—Yo sigo siendo un llorica.Tal y como el maestro había

vaticinado, el niño rompió a llorar. Laspalomas volaban a su alrededor e

incluso se habían posado en su cabeza.Una mujer, que parecía la madre, loabrazó riendo.

—Tsukiko —dijo el maestro,volviéndose hacia mí. Noté que meestaba mirando, pero yo seguí con lavista fija al frente—. Quería darte lasgracias por haberme acompañado a laisla aquella vez.

—Ya —respondí.No me apetecía recordar nada de lo

que pasó en la isla. Desde aquel fin desemana, las palabras «no te hagasilusiones» resonaban sin cesar en mimente.

—Siempre he sido un poco obtuso.

—¿Obtuso?—¿No se dice eso de los niños que

son lentos en actuar y reaccionar?—Usted nunca me ha parecido una

persona obtusa.Era un hombre decidido y resuelto,

que actuaba sin titubear y que siempremantenía la espalda tiesa como un palo.

—Pues te equivocas. Soy bastanteobtuso.

Cuando la madre lo abrazó, el niñoempezó de nuevo a esparcir palomitasde maíz.

—Ese niño no escarmienta —selamentó el maestro.

—Los niños nunca escarmientan.

—Es cierto. Y yo tampoco.Era un obtuso y nunca escarmentaba.

¿Qué quería decirme con eso? Lo mirécon el rabillo del ojo. Estabaobservando al niño detenidamente, conla espalda tan recta como siempre.

—En la isla también me comportécomo un obtuso.

El niño volvía a estar rodeado depalomas que revoloteaban a sualrededor. La madre lo regañó. Lospájaros empezaron a acorralar también ala mujer, que cogió a su hijo en brazos yechó a andar para escapar de la bandadahambrienta. Pero el niño seguíaesparciendo palomitas, de modo que los

pájaros no los dejaban en paz. Daba lasensación de que caminaban por unaenorme alfombra de palomas.

—¿Cuánto tiempo crees que mequeda de vida, Tsukiko? —me preguntóel maestro bruscamente.

Nuestras miradas se encontraron.Sus ojos parecían tranquilos.

—¡Mucho, mucho tiempo! —gritésin pensar.

Una joven pareja que ocupaba elbanco contiguo se volvió hacia nosotros.Unas cuantas palomas alzaron el vuelo.

—No viviré tanto.—Pero aún le queda mucho tiempo.El maestro tomó mi mano izquierda

con su derecha y la envolvió con suáspera palma.

—Pero si no viviera tanto tiempo túno serías feliz, ¿verdad?

No supe qué decir y me quedé con laboca entreabierta. El maestro se habíadescrito a sí mismo como un obtuso,pero era yo quien se estaba comportandocomo una tal. A pesar de lo importanteque era aquella conversación, me habíaquedado boquiabierta, incapaz dereaccionar.

La madre y el hijo se habían ido. Elsol empezaba a ponerse y la oscuridadse cernía sigilosamente sobre nosotros.

—Tsukiko —dijo el maestro.

De repente, acercó la punta del dedoíndice a mi boca entreabierta y rozó mislabios. Cerré la boca inmediatamente,sobresaltada. El maestro apartó el dedoantes de que acabara aplastado entre misdientes.

—¿Qué está haciendo? —grité.El maestro sonreía con disimulo.—Es que estabas en las nubes.—Estaba pensando muy seriamente

en lo que acaba de decirme.—Perdón —se disculpó.Entonces me pasó el brazo por

encima del hombro y me atrajo hacia sí.Cuando me abrazó, el tiempo parecíahaberse detenido.

—Maestro —musité.—Tsukiko —susurró él.—Aunque usted muriera ahora

mismo yo estaría bien, maestro. Losuperaré —le prometí mientras hundía lacara en su pecho.

—No pensaba morir ahora mismo —replicó, abrazándome.

Su voz era apenas un murmullo dulcey suave, como cuando hablamos porteléfono.

—Sólo era un decir.—Exacto, un decir. Muy bien dicho.—Gracias.Estábamos abrazados, pero nuestra

conversación seguía siendo

completamente formal.Las palomas alzaban el vuelo en

busca de refugio entre los árboles. Unabandada de cuervos revoloteaba en elcielo. Sus graznidos resonaban en elparque. La oscuridad iba ganandoterreno. La pareja joven que ocupaba elbanco contiguo al nuestro se habíaconvertido en una silueta confusa.

—Tsukiko —dijo el maestro,irguiendo la espalda.

—¿Sí? —respondí mientras meincorporaba yo también.

—Me preguntaba si…—¿Sí?El maestro hizo una breve pausa. La

luz era tan escasa que no le veía la cara.Nuestro banco era el más alejado de lafarola. El maestro carraspeó variasveces.

—Verás…—¿Sí?—¿Querrías iniciar conmigo una

relación basada en el amor mutuo?—¿Cómo? —exclamé, perpleja—.

¿A qué se refiere con eso? Sabe quellevo mucho tiempo enamorada de usted—le espeté, olvidando guardar lasdistancias—. Sabe perfectamente queme siento atraída por usted desde hacemucho tiempo. ¿A qué viene esa tonteríadel «amor mutuo»?

Un cuervo graznó desde una ramacercana. Sobresaltada, di un bote en elbanco. El cuervo graznó otra vez. Elmaestro sonrió y envolvió mi mano entrela suya.

Me arrimé a él. Pasé el brazo pordetrás de su cintura y presioné micuerpo contra el suyo. Aspiré el olor desu chaqueta. Olía levemente a naftalina.

—No te arrimes así, Tsukiko. Me davergüenza.

—Pero si usted me ha abrazadoprimero.

—No te imaginas lo que me hacostado.

—Pues ha quedado muy natural.

—Es que he estado casado muchosaños.

—Precisamente por eso no deberíasentirse avergonzado.

—Pero estamos en un lugar público.—Es de noche, no nos ve nadie.—Sí que nos ven.—No lo creo.Con la cabeza apoyada en su pecho,

rompí a llorar. Para que no notara missollozos, hundí la cara en su chaqueta yempecé a parlotear mientras él meacariciaba el pelo tiernamente.

—Acepto la proposición —dije—.Estoy de acuerdo en iniciar con usteduna relación basada en el amor mutuo —

añadí.—Eso es estupendo. Eres una chica

encantadora, Tsukiko —me respondió—.¿Qué te ha parecido nuestra primeracita?

—Lo he pasado muy bien —admití.—¿Aceptarías otra? —me preguntó.La oscuridad nos arropaba con su

negro manto.—Claro. En eso consiste una

relación basada en el amor mutuo.—¿Adónde te gustaría ir la próxima

vez?—¿Por qué no vamos a Disneyland?—¿Desniland?—Disneyland, maestro.

—Ah, Disneyland. Es que no megustan mucho las aglomeraciones degente.

—Pero yo quiero ir.—Pues entonces iremos a

Desniland.—Es Disneyland, maestro.—No seas tan quisquillosa, Tsukiko.Las tinieblas nos envolvían por

completo y nosotros seguíamos hablandosin decir nada. Las palomas y loscuervos ya se habían refugiado en susnidos. El maestro me rodeaba con sucálido brazo, y yo no sabía si reír ollorar. Al final, no hice ni una cosa ni laotra. Me tranquilicé y me acurruqué en

sus brazos, en silencio.Oía los latidos de su corazón a

través de la chaqueta. Nos quedamossentados en la oscuridad.

El maletín del maestroContrariamente a la costumbre, entré enla taberna de Satoru cuando todavíahabía luz.

Era un día de principios de invierno,de esos en que oscurece temprano, demodo que debían de ser alrededor de lascinco. Había salido a hacer unasgestiones, pero acabé antes de loprevisto y decidí ir directamente a casa,sin volver a la oficina. En otros tiemposhabría ido a dar una vuelta por el centrocomercial, pero en aquel momento se meocurrió ir a la taberna de Satoru y llamaral maestro desde allí. Así funcionaban

las cosas desde que el maestro y yomanteníamos una «relación formal»,según sus propias palabras. Antes deempezar aquella «relación» no habríallamado al maestro. Habría ido sola a lataberna de Satoru y lo habría esperadobebiendo sake con el corazón en unpuño, porque nunca sabía si acabaríaapareciendo o no.

Las cosas no habían cambiadomucho. La única diferencia era que laincertidumbre había desaparecido.

—Esperar puede ser muy pesado,¿verdad? —comentó Satoru, levantandola cabeza desde detrás de la barra,donde estaba cortando verduras.

Había llegado cuando la tabernatodavía estaba cerrada. Encontré aSatoru frente a la puerta, barriendo lacalle. Me dijo que aún no tenía nadapreparado, pero me invitó a entrar detodos modos.

—Siéntate donde quieras. Abrirédentro de media hora —me informó, yme trajo una cerveza, un vaso, unabridor y un plato con un pedacito demiso.

—Sírvete tú misma —me ofreció eltabernero, mientras movía el cuchillo agran velocidad encima de la tabla decortar.

—Esperar tampoco es tan malo.

—¿Tú crees?Bebí un trago de cerveza. Al cabo de

un rato, noté un agradable calorcillo queme recorría el esófago. Mordisqueé untrocito de miso. Era de trigo.

—Tengo que hacer una llamada —me disculpé.

Saqué el móvil del bolso y marquéel número del maestro. No sabía sillamarle al fijo o al móvil, pero trasunos instantes de vacilación me decantépor marcar el número de su móvil.

El maestro descolgó al cabo de seistonos, pero no dijo nada. Permaneció ensilencio durante unos diez segundos. Nole gustaban los móviles porque la voz

llegaba con un poco de retraso.

—No tengo nada en contra de losteléfonos móviles. Es muy interesantever a un tipo hablando solo en voz altadelante de todo el mundo.

—Ya.—Pero eso no significa que me guste

utilizar esos aparatitos.Ésa fue la conversación que

mantuvimos cuando le aconsejé que secomprara un móvil. Al principio se negóen redondo, pero insistí tanto que nopudo rechazarlo. Un antiguo ex noviomío tenía la mala costumbre de no

dejarse convencer nunca cuandoteníamos opiniones opuestas, pero elmaestro era bastante razonable. O quizásdebería decir que era bueno. La bondaddel maestro procedía de su estrictosentido de la justicia. No era amableconmigo para hacerme feliz, sino porqueanalizaba mis opiniones sin tener ideaspreconcebidas. Se podría decir que subondad era más bien una actitudpedagógica. Por eso cuando me daba larazón me sentía mucho más feliz que sise hubiera limitado a decirme que sípara tenerme contenta. Aquello fue todoun descubrimiento. No me sientocómoda cuando me dan la razón sin

tenerla. Prefiero mil veces que me tratencon justicia.

—Si le pasa algo me quedaré mástranquila —alegué.

El maestro abrió los ojos comoplatos.

—¿Qué va a pasarme? —replicó.—Cualquier cosa.—¿Por ejemplo?—Supongamos que va usted andando

por la calle con un par de bolsas en cadamano cuando, de repente, empieza allover. No hay ninguna cabina telefónicacerca, el porche donde se haresguardado de la lluvia está cada vezmás abarrotado y tiene prisa por volver

a casa.—Si me encontrara en esa hipotética

situación volvería a casa andando bajola lluvia, Tsukiko.

—¿Y si acabara de comprar algoque no pudiera mojarse? Como unabomba que explotara al contacto con elagua.

—Yo no compro bombas.—Podría haber un asesino entre la

multitud refugiada bajo el porche.—Los asesinos no sólo están bajo

los porches. También existe el riesgo deque nos crucemos con uno cuandosalimos a pasear juntos.

—Pero figúrese que resbala en la

calle mojada.—Si alguien va a resbalar eres tú,

Tsukiko. Yo voy de excursión y memantengo en forma.

Todos sus argumentos eran ciertos.Me quedé en silencio, con la vista fijaen el suelo.

—Tsukiko —dijo el maestro al cabode un rato—. Tú ganas. Me compraré unteléfono móvil.

—¿De veras? —exclamé.—A los viejos nos puede pasar

cualquier cosa en cualquier momento —admitió, acariciándome la cabeza.

—Usted no es viejo, maestro —objeté.

—Pero a cambio…—¿Sí?—A cambio, me gustaría que dejaras

de llamarlo «móvil». Debes decirsiempre «teléfono móvil». Es muyimportante. No soporto que la gente serefiera a esos cacharros como«móviles».

Así fue como el maestro se compróun teléfono móvil. A veces le llamabapara que practicara, pero él nunca mellamaba desde el móvil.

—Maestro.—Sí.

—Estoy en la taberna de Satoru.—Sí.Siempre me respondía con

monosílabos. Era su forma habitual dehablar, pero en una conversacióntelefónica sonaba muy brusca.

—¿Va a venir?—Sí.—Me alegro.—Lo mismo digo.Había conseguido arrancarle una

frase entera. Satoru sonreía con aireburlón. Salió de detrás de la barra parair a colgar la cortinilla en la entrada.Cogí el trocito de miso con los dedos ylo mordisqueé. El olor a cocido empezó

a impregnar el ambiente de la taberna.

Sólo me preocupaba una cosa.El maestro y yo todavía no habíamos

hecho el amor. Era un tema que meinquietaba tanto como la amenaza de lamenopausia, o los resultados de losanálisis hepáticos que me hacían en lasrevisiones médicas. El cuerpo humanogira en torno a tres ejes: las glándulas,las vísceras y los órganos genitales. Lohabía aprendido gracias al maestro.

Estaba un poco preocupada, pero nome sentía insatisfecha. Hacer el amor noentraba en mi lista de prioridades. Pero

al parecer el maestro no compartía mipunto de vista.

—Hay algo que me inquieta, Tsukiko—me confesó un día.

Estábamos en su casa. Llevábamostoda la tarde comiendo tofu hervido ybebiendo cerveza. El maestro habíahervido el tofu en una olla de aluminio,con bacalao y crisantemo comestible. Eltofu que hacía yo no llevaba guarnición.Empecé a preguntarme cómo era posibleque dos desconocidos llegaran aadaptarse tan bien.

—¿Qué es?—Verás, llevo muchos años sin

acostarme con una mujer.

—Ya —repuse con la bocaentreabierta, procurando que el maestrono me metiera el dedo dentro.Últimamente siempre lo hacía cuandome cogía desprevenida. Era mástravieso de lo que parecía.

—No tenemos por qué hacer nada —respondí precipitadamente.

—¿Podríamos no hacer nada? —inquirió el maestro, meditabundo.

—Sí, podríamos no hacerlo —leaseguré, y me senté en el suelo.

Él afirmó gravemente con la cabeza.—El contacto corporal es básico,

Tsukiko. Independientemente de la edad,es un asunto de vital importancia —

anunció, con la misma voz firme queempleaba para recitar fragmentos delCantar de Heike desde su tarima deprofesor—. Pero no estoy seguro de sipodré hacerlo o no —siguió recitando—. Y si fuerzo la situación sin estarconvencido y las cosas no salen bien,perderé la poca confianza que me queda.Ese miedo es lo que me impide dar elpaso. Lo siento muchísimo —dijo amodo de conclusión, y agachó la cabezaen señal de disculpa. Le devolví lareverencia sin levantarme. «Yo leayudaré, intentémoslo», me habríagustado decirle, pero me sentíaapabullada por su solemne discurso y no

me salían las palabras. Ni siquiera fuicapaz de tranquilizarlo y pedirle que nose preocupara, que podíamos seguirbesándonos y acariciándonos comohasta entonces sin hacer nada más.

Con la mente en blanco, vertí unpoco de cerveza en el vaso del maestro.Se la bebió de un trago. Cogí un poco debacalao de la cacerola. El bacalao saliópegado a un pedazo de crisantemo. Elcontraste entre el verde y el blanco mepareció hermoso.

—¿Ha visto lo bonito que es,maestro? —observé.

Él sonrió y me acarició el pelo comode costumbre.

Quedábamos en distintos lugares. Almaestro parecía gustarle la palabra«cita».

—Te propongo una cita —solíadecirme.

Aunque vivíamos en el mismobarrio, siempre quedábamos en laestación más cercana al lugar de la cita.Cada uno iba por su cuenta y nosencontrábamos allí. Cuandocoincidíamos en el tren, el maestromusitaba: «¡Caramba, Tsukiko! Quécasualidad».

Visitamos el acuario varias veces.Al él le encantaban los peces.

—Cuando era pequeño ya megustaba hojear libros ilustrados de peces—me explicó.

—¿Qué edad tenía?—Todavía iba al colegio.Me enseñó fotos de cuando era

pequeño. Aquellos retratos en sepia,desteñidos por el paso del tiempo,mostraban al maestro con un gorro demarinero y una sonrisa de oreja a oreja.

—Qué adorable —comenté.Él asintió.—Tú sigues siendo adorable,

Tsukiko.Estábamos de pie frente al acuario

de los atunes y los bonitos. Mientras

contemplaba los peces, que nadaban encírculos en una única dirección, tuve lasensación de que el maestro y yollevábamos mucho tiempo ahí, de pie.

—Maestro —dije.—¿Qué ocurre, Tsukiko?—Le quiero.—Yo también te quiero, Tsukiko.Los dos hablábamos muy en serio.

Siempre estábamos serios, inclusocuando bromeábamos. Los atunes y losbonitos también estaban serios. Lamayoría de los seres vivos son serios.

También fuimos a Disneyland. Elmaestro dejó escapar una lagrimitamientras contemplábamos el desfile

nocturno. Yo también lloré. Supongo quecada uno lloraba pensando en sus cosas.

—Es que las luces nocturnas sonmuy tristes —se justificó, mientras sesonaba la nariz con un enorme pañueloblanco.

—No sabía que usted tambiénlloraba.

—Las glándulas lacrimales de losviejos son más sensibles.

—Le quiero, maestro.No respondió. Seguimos

contemplando el desfile en silencio. Lasluces iluminaban su perfil y sus cuencasparecían vacías.

—Maestro —lo llamé, pero no me

hizo caso—. Maestro —repetí, con elmismo resultado. Sin insistir más,entrelacé mi brazo con el suyo y centréla atención en Mickey, los siete enanitosy la Bella Durmiente.

—Hoy lo he pasado muy bien —ledije.

—Yo también —me respondió al fin.—Me gustaría volver a salir con

usted.—Volveré a invitarte.—Maestro.—Sí.—Maestro.—Sí.—No se vaya, maestro.

—No pienso irme.El volumen de la música aumentó

considerablemente. Los enanitossaltaban. Al final, el desfile se alejó. Laoscuridad nos envolvía. Mickey, quecerraba el desfile, avanzaba despacio,moviendo las caderas. El maestro y yonos dimos la mano en medio de lapenumbra. Un escalofrío me hizotemblar levemente.

Me gustaría hablar de la única vez queel maestro me llamó desde su teléfonomóvil. Supe que me llamaba desde elmóvil por el ruido de fondo que oía al

otro lado de la línea.—Tsukiko —dijo.—Sí.—Tsukiko.—Sí.En aquella ocasión era yo quien

respondía con monosílabos, como si noshubiéramos intercambiado los papeles.

—Eres un encanto, Tsukiko.—¿Cómo?Eso fue lo único que dijo antes de

colgar súbitamente. Le llamé deinmediato, pero no respondió. Al cabode dos horas, volví a llamarle al fijo.Descolgó y respondió tranquilamente,como si no hubiera pasado nada.

—¿Qué quería antes?—Nada. Me apetecía llamarte, eso

es todo.—¿Dónde estaba cuando me ha

llamado?—Al lado de la verdulería, frente a

la estación.—¿En la verdulería? —repetí con

extrañeza.—Sí, he ido a comprar nabos y

espinacas —me respondió.Solté una carcajada, y él también rió

al otro lado de la línea.—Quiero que vengas, Tsukiko —me

pidió sin más preámbulos.—¿A su casa?

—Sí.Preparé a toda prisa una bolsa donde

embutí el cepillo de dientes, el pijama yla crema facial; y me dirigí a pasorápido a casa del maestro. Me estabaesperando de pie en el portal. Entramosen la habitación cogidos de la mano. Elmaestro extendió el futón, y yo lo cubrícon una sábana. Preparamos la camaperfectamente sincronizados.

Sin mediar palabra, nos dejamoscaer en el futón. Hicimos el amor porprimera vez, apasionadamente.

Pasé la noche en casa del maestro ydormí a su lado. Al día siguiente,cuando abrí la ventana, los frutos de la

aucuba brillaban bajo el sol de lamañana. Los ruiseñores se acercaban apicotearlos y trinaban en el jardín. Elmaestro y yo contemplábamos lospájaros desde la ventana, codo concodo.

—Eres un encanto, Tsukiko —dijo elmaestro.

—Le quiero, maestro —respondí yo.Los ruiseñores coreaban nuestras

palabras.

Todo aquello me parece muy lejano. Losdías que pasé junto al maestro fuerontranquilos e intensos. Habían pasado dos

años desde nuestro reencuentro. Nuestra«relación oficial», tal y como solíadecir él, duró tres años. No tuvimos mástiempo para compartir.

No ha pasado mucho tiempo desdeentonces.

El maestro me dio su maletín. Lodejó escrito en su testamento.

Su hijo no se parecía a él. Sólo merecordó un poco al maestro cuando sedirigió hacia mí e inclinó la cabeza sindecir nada.

—Gracias por todo lo que ha hechopor mi padre Harutsuna —me agradeciócon una profunda reverencia.

Cuando oí el nombre del maestro,

Harutsuna, las lágrimas me inundaronlos ojos. Hasta entonces casi no habíallorado. Lloré porque aquel nombre,Harutsuna Matsumoto, me resultaba muypoco familiar. Lloré porque el maestrose había ido antes de que meacostumbrara a él.

Dejé su maletín junto al tocador.

De vez en cuando voy a la taberna deSatoru, pero no tanto como antes. Satoruno me dice nada. Siempre va arriba yabajo como si estuviera muy ocupado.El ambiente de la taberna es cálido, demodo que a veces doy alguna que otra

cabezadita. «Eso es de muy malaeducación», me diría el maestro.

He recorrido un largo camino,el frío penetra mi ropa gastada.Esta tarde el cielo está despejado,¡cómo me duele el corazón!

Es un poema de Seihaku Irako que elmaestro me enseñó un día. Sola en mihabitación, leo en voz alta poemas querecitaba el maestro y también otros queno llegó a enseñarme. «Desde que ustedmurió he estado estudiando», susurro.

Suelo llamarlo en voz baja:«¡Maestro!». De vez en cuando, oigo suvoz que me responde desde algún lugar

del cielo: «¡Tsukiko!». Preparo el tofuhervido como él, con bacalao ycrisantemo. «Algún día volveremos avernos», le digo, y el maestro meresponde desde el cielo: «No tengo lamenor duda».

En noches como ésta, abro el maletíndel maestro. En su interior no hay nada,sólo un vacío que se extiende. Unenorme espacio vacío que crece sinparar.

* * *

HIROMI KAWAKAMI (Tokio, 1958).Estudió Ciencias naturales en laUniversidad de Ochanomizu y fueprofesora de Biología hasta que en 1994apareció su primera novela, Kamisama(«Dios»). En 1996 obtuvo el PremioAkutagawa por Hebi wo fumu («Pisar

una serpiente»). Con su libro de relatosOboreru (Abandonarse a la pasión,1999), obtuvo el Premio Itô Sei y elWoman Writer’s. Asimismo, ganó elprestigioso Premio Tanizaki por Senseino kaban (El cielo es azul, la tierrablanca, 2000), adaptada posteriormenteal cine y al cómic con gran éxito.También se han traducido al castellanolas novelas Hikatte mieru monno, arewa (Algo que brilla como el mar, 2003)y Furudogu Nakano shoten (El señorNakano y las mujeres, 2005).