Un dia en la vida de ivan denis alexandr solzchenitsyn

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Es éste uno de los más conocidos ytambién más escalofriantestestimonios de la crueldad quesufrieron millones de deportados enlos campos de trabajo soviéticos.Las terribles condiciones de vida ylas vejaciones descritas con detallepor Solzhenitsyn en ArchipiélagoGulag cobran aquí entidad literariay, bajo la forma de novela,inmortalizan un drama que nuncacaerá en el olvido. El protagonista,Iván Denísovich Shújov, llevaencerrado ocho años de unacondena de diez en un campo de

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trabajo situado en algún lugar de laestepa siberiana. Aunque en teoríase halla allí por «traición a lapatria», la realidad es mucho másamarga: durante la guerra contraAlemania, Denísovich fue capturadopor los nazis, pero logró escapar yreintegrarse en las filas soviéticas.Se le acusó entonces de haberhuido del ejército soviético con laintención de traicionar, y deregresar para ejercer de espía paralos alemanes. A fin de evitar lacondena a muerte, Denísovichreconoció los hechos de los que sele acusaba y fue mandado al Gulag.

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Éste es el relato de uno de sus díasen el campo de trabajo.

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Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vidade Iván

Denísovich

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ePUB v1.0vidadoble 10.01.12

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Alexandr Solzchenitzyn nació enRostov en 1919.

Curso estudios superiores en launiversidad de Moscú y durante laguerra mundial lucho como artillero,alcanzando el grado de capitán conuna brillante hoja de servicios. Alacabar la guerra, se le asignó unpuesto de profesor en una escuela deenseñanza media. Un día Solschenizynescribió una carta a su esposa. Era elaño 1945. La carta fue intervenida y elfuturo premio Nobel se convirtió enuna víctima más de las «purgas»desencadenadas por Stalin. Fuesentenciado a ocho años de trabajos

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forzados. Por ese tiempo enfermó decáncer, enfermedad que logró superar.En 1953, cumplida su condena, aúnestuvo desterrado cuatro años más enSiberia, basta que en 1957 fuerehabilitado por Kruschev. En laactualidad ejerce de profesor dematemáticas en un colegio de Ryazan.

Sin embargo, aún no han acabadolas persecuciones para AlexandrSolschenizyn. A la caída de Kruschevde nuevo fue desacreditado, aunqueahora ya era conocido en todo elmundo como uno de los herederos másgenuinos de la gran literatura rusa.Durante su destierro en Siberia había

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ido preparando un libro: Un día en lavida de Iván Denisovich, que dio lavuelta al mundo. El propio Kruschev nohubiera podido encontrar mejorargumento para utilizarlo contra labrutal represión llevada a cabo porStalin, así que personalmente urgió lapublicación de la obra y durante uncierto tiempo Solschenizyn disfrutó dela protección y el respeto oficial.Siguió publicando: Matryona en elhogar, Por el Dios de la causa,Pabellón de cancerosos —relato de susexperiencias como preso político yenfermo de cáncer—, y El primerCírculo. En 1969 comenzó de nuevo la

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persecución. Fue expulsado dela Unión de Escritores y obligado apermanecer en silencio. Se le haquerido facilitar la salida del país,pero Solschenizyn se ha negado aabandonar su patria. Como hacíadurante su destierro en Siberia, guardaahora en su memoria breves relatos,apuntes de una realidad que no puedeplasmar, pero que se niega a ignorar.Su actitud de dignidad, su actitud deexaltación de la persona humana,resumida en su primera novela, le havalido ahora el premio Nobel 1970.Más que su obra, se ha premiado suvida, una vida que, como en Un día en

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la vida de Iván Denisovich, se haconvertido en testimonio orgullosoante la miseria, el dolor y la injusticia,en un patético canto a esa condiciónhumana pisoteada y ofendida. Hay unepisodio en esta novela que resumeplenamente el sentido de esa luchaterca del autor: Un preso va a sufrir unduro castigo en la checa; alguien, alsalir del barracón, le grita: «¡Mantenla cabeza erguida!» Esa clase deterquedad, ese orgullo final, es elúltimo recurso que le queda alhumillado, para afirmar, a pesar detodo, su condición de hombre libre, sudignidad.

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A las cinco de la mañana, comosiempre, resonó el toque de diana: ungolpe dado con un martillo en un carrilde la barraca central. El interrumpidosonido penetró débilmente a través de laventana cubierta con dos dedos de hieloy enmudeció pronto; hacía frío, y en laguardia se les pasaron las ganas de tocarmás veces.

El sonido se había extinguido, ydetrás de la ventana todo estaba comocuando durante la noche Sujov visitabalas letrinas, tétrico y sombrío. Sólo eltriste resplandor de tres lámparasamarillas, dos en la zona exterior y otraen el propio campo, penetraba a través

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de la ventana.Por alguna razón nadie venía a abrir

la barraca ni se oía tampoco que los quese cuidaban de sus servicios cogieranlas letrinas para sacarlas al exterior.

Sujov jamás se había quedadodormido después del toque de diana; selevantaba siempre puntual. Hasta la horade la marcha quedaban libres una hora ymedia, las cuales le pertenecían a unopor completo, y quien conoce la vida delcampo de concentración aprovechatodas las oportunidades para hacersemerecedor de alguna cosa: uno podíaechar un remiendo con cualquier clasede tela en las manoplas de éste o aquél,

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o alargar a los de la brigada que aúnestaban en los catres las polainas secas,a fin de que éstos no tuvieran que darvueltas con los pies desnudos y escogersus botas de en medio del montón. Orecorrer, uno por uno, los almacenes ymirar a quién se podía hacer un favor,como barrer el suelo o traerle cualquiercosa; o recoger, en la barraca destinadaa comedor, los platos de hojalataapilados por todas partes sobre lasmesas de madera y llevarlos alfregadero, con la esperanza de encontraralguna sobra.

Desgraciadamente, la gente se abríapaso a codazos para realizar este

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servicio; y cuando, con mucha suerte, seencuentra un resto ínfimo en una de lasescudillas de hojalata, se pierde eldominio de sí mismo y uno lo vacía alengüetadas. A Sujov se le habíanquedado grabadas en la memoria laspalabras del primer brigada, Kusiomin,un más que experimentado lebrato decampos de concentración que ya en 1943llevaba doce años de experiencia enellos encima de las costillas, y quehabía dicho una vez en un calveroabierto en el monte en un fuego decampamento y ante el avituallamientotraído del frente: «Aquí, muchachos,impera la ley de la taiga. Pero también

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aquí viven hombres. En el camposucumben aquellos que lamen los platos,especulan con la enfermería odenuncian.»

En lo que concierne a denunciarhabía él, naturalmente, exagerado. Ya secuidaban ellos bien de no exponerse aningún peligro, sólo que esta prevenciónla compraban con la sangre de losdemás.

Siempre se había levantado Sujov altoque de diana, pero hoy no se levantó.Ya desde ayer no se encontraba bien,tiritaba y le dolían los huesos. Por lanoche no había conseguido entrar encalor. Le pareció, en sueños, como si se

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encontrara muy enfermo y que, mástarde, disminuía algo su enfermedad.Quería y no quería que amaneciera.

Pero también aquella mañanaamaneció.

Y ¿dónde diablos va aquí uno acalentarse? En la ventana,completamente helada, y en las paredes,a todo lo largo de las junturas del techoy por toda la barraca —un edificiogigantesco— sólo había rayas blancas:la escarcha.

Sujov no se levantó. Estaba tendidoen el catre de arriba, tapado hasta lasorejas con la manta y la enguatadachaqueta, con los pies metidos en las

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subidas mangas de la sahariana. No veíanada, pero percibía todos los ruidos y sedaba cuenta de lo que pasaba en labarraca y en su rincón. Allí los delservicio de la barraca arrastraban afuera—graves y pesados pasos a todo lolargo del pasillo— uno de los ochocubos que servían de letrinas. Unopiensa que esto es un trabajo fácil, untrabajo para inválidos, pero ¡intentasacar una cosa así afuera sin verternada! Allá, alguien de la brigada 75hacía restallar un manojo de polainassobre los sitios secos del pavimento.También en nuestra brigada se hacía lomismo (también nos había tocado hoy a

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nosotros el turno de secar las polainas).El brigadier y su ayudante se calzabanlas botas en silencio; su catre crujía. Elayudante del brigadier marcharíainmediatamente para la recepción delpan y el brigadier se iría de la barracacentral a la barraca de guardia.

Pero no sólo para dirigir el cambiode guardia como hacía a diario. Sujov lorecordaba ahora: hoy se decidía eldestino. Pretendían separar su brigada,la 104, de la construcción de los talleresy enviarla a un nuevo edificio, a la«Sozkolonie» (Colonia Socialista). Yesta «Sozkolonie» es sólo un calverocon puras nevascas, y lo que allí se debe

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hacer lo primero es cavar hoyos con laspalas, levantar postes y tender elalambre de púas con las propias manospara que ninguna de aquéllas sobresalga.Después, y sólo después, construir.

Allí se comprueba cómo un hombrees incapaz de encontrar calor en partealguna: no hay ni una miserable choza.Tampoco hay que contar con un fuego decampamento. ¿Cómo calentarseentonces? ¡La única salvación estrabajar hasta reventar!

El brigadier estaba preocupado. Yse puso en movimiento para arreglar elasunto. Hay que llevar allí como sea, aalguna otra brigada que no sea la

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nuestra. Claro, con las manos vacías nolo conseguiremos; hay que pasarle aescondidas al jefe de guardia medio kilode grasa. Quizás un kilo.

Intentarlo no cuesta nada. ¿No eshasta cierto punto natural que uno puedaponerse un día enfermo y pasarlo en laenfermería? La verdad es que me dueletodo el cuerpo.

Algo más todavía. ¿Qué inspectorestá hoy de servicio?

Tiene servicio —se le ocurrió—Poltora Iwan, un macilento y altísimosargento de ojos negros. Cuando se le vepor primera vez se asusta uno, pero unavez se le conoce resulta el más tratable

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de todos los de servicio. No le pone auno a la sombra ni le lleva arrestado aver al oficial del regimiento. Todavíapuede uno, pues, permanecer un ratotumbado, hasta que los de la barraca 9se dirijan al otro lado, hacia la barracacomedor.

Las camas de campaña crujían y semovían. Dos se levantaron al mismotiempo; el vecino de la litera de arribade Sujov, el anabaptista Alioska, y el deabajo, Buinovski, antiguo capitán.

Los de servicio en el barracón, doshombres viejos, que ya habían sacadoafuera las letrinas, se disputaban paraver a quién le tocaba ir a buscar agua

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caliente. Reñían obstinadamente, comomujeres. El electricista de la brigada 20gruñó, arrojándoles una polaina:

—¡Eh, vosotros, vigilantes! ¡A ver sios calláis!

La bota resonó apagadamente contrauno de los postes. Enmudecieron.

En la brigada vecina, el ayudante delbrigada murmuraba:

—¡Vasil Fiodoritsch! En el repartode provisiones me han engañado estosatorrantes; había cuatro porciones denovecientos gramos y ahora hay sólotres. ¿A quién se lo voy yo a quitarahora?

Habló bajo, pero, naturalmente, la

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brigada completa había aguzado lasorejas y contenido la respiración. Aalguien le sería acortada la ración de latarde.

Y Sujov seguía tumbado sobre lasduras virutas de madera de su colchón.Si por lo menos pudiera unosobreponerse, si tuviera escalofríos o sise terminaran esos lancinantes dolores.Pero ni una cosa ni otra ocurría.

Mientras el anabaptista musitaba susoraciones, volvió Buinovski de afuera ydijo entre dientes y con un tonillomalicioso:

—Agarraos bien, rojos marineros.¡Treinta grados justos!

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Y Sujov decidió visitar laenfermería.

Pero en ese mismo momento unapoderosa mano retiró violentamente suchaleco y la enguatada chaqueta de sucuerpo. Sujov apartó la sahariana de surostro y se incorporó. Debajo de él seencontraba el flaco Tatarin, cuya cabezaalcanzaba casi los cantos de la literamás alta.

Al parecer tenía servicio fuera deturno y estaba de ronda.

—S-ochocientos cincuenta y cuatro—leyó en alta voz Tatarin, en elblancuzco remiendo sobre la espalda dela negra sahariana—. ¡Tres días de

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reclusión con trabajo!Y apenas había resonado su

curiosamente comprimida voz cuando yaen el barracón —en el que no estabanencendidas todas las lámparas y en elque dormían doscientos hombres encincuenta literas de a cuatro, plagadasde chinches— empezaron los rumores ytodos aquellos que aún no se habíanlevantado empezaron a vestirse con todarapidez.

—¿Por qué, camarada jefe? —preguntó Sujov, y su voz sonó másplañidera de lo que pretendía.

Salir a trabajar significaba todavíamedia reclusión, uno obtiene algo

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caliente y no queda tiempo parareflexionar. Pero reclusión totalsignifica: sin trabajo.

—¡Por no levantarse a la llamada!¡Largo, hacia la Jefatura del campo! —aclaró Tatarin indiferente, porque paraél, tanto como para Sujov y todos losdemás, estaba bien claro el porqué delcastigo.

En el barbilampiño, marchito rostrode Tatarin no había ninguna excitación.Se dio la vuelta buscando una segundacabeza de turco, pero ya todos —los queestaban en la penumbra, los que seencontraban bajo las mortecinas luces ylos de los primeros y segundos pisos de

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las literas— metían sus piernas en losnegros pantaIones de guata con elnúmero colocado en el muslo superiorizquierdo o, ya vestidos, ponían los piesen polvorosa y se precipitaban hacia lasalida para esperar a Tatarin en el patio.

Si Sujov hubiera recibido el castigopor alguna otra cosa, por la cual se lohubiera merecido, no estaría tanenojado. Pero precisamente lemolestaba porque él siempre había sidouno de los primeros en levantarse. Elrogar y suplicar a Tatarin no teníaningún sentido, ya lo sabía de sobra,pero de todos modos, de acuerdo con lasordenanzas, Sujov comenzó a implorar a

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Tatarin, al mismo tiempo que se poníalos pantalones (encima de la rodillaizquierda del pantalón había, cosido,igualmente, un parche gastado y sucio ypintado en él, con un negro y yadesvaído color, el número S-854). Sepuso la chaqueta (también sobre ellahabía dos números, uno en el pecho yotro en la espalda), escogió del montónde polainas que yacían en el suelo lassuyas, se caló la gorra (con un parcheparecido, con el número delante) ysiguió a Tatarin.

La brigada 104 entera vio cómoSujov era conducido, pero nadie dijouna palabra; bromas aparte, ¿qué se

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podía decir? El brigadier hubierapodido interceder en su favor, pero yase había ido. El mismo Sujov no hablótampoco a nadie con objeto de noexcitar a Tatarin. Que se tomarían sudesayuno, era una cosa segura.

Iban demasiado lejos.El frío y la niebla le cortaban a uno

la respiración. Desde las lejanas torresde control resplandecían dos grandesreflectores que cruzaban sus luces sobretoda la zona del campo. Las lámparas dela zona exterior y las del interior estabanencendidas. Las habían cargado tantoque eclipsaban completamente a lasestrellas.

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Los penados se apresuraron a ir enbusca de sus propios asuntos: bajo suspolainas crujía la nieve; uno iba alretrete, otro a los depósitos, el de másallá a la recogida de paquetes, aquélotro a entregar cebada perlada en lascocinas privadas. Todos llevaban lacabeza cubierta, mantenían la chaquetaapretada contra sí y todos se helaban, notanto por el frío en sí como por elpensamiento de tener que pasar todo eldía con un frío semejante. Tatarin, sinembargo, en su viejo abrigo, atado condos desgastados, cordones azules,marchaba con paso comedido yaparentemente no le importaba la

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temperatura.Contornearon la alta talanquera en

dirección a la prisión del campamento—un edificio de piedra—, pasaron pordelante de la alambrada que protegía lapanadería del campo de los penados, ydejaron atrás la barraca central donde,suspendido en un poste y sujeto con ungrueso alambre, había un carrilcompletamente cubierto de escarcha. Denuevo, al lado de un segundo poste, delque colgaba, protegido para no marcardemasiado bajo, un termómetroenteramente cubierto de rocíocongelado, Sujov miró de reojo,esperanzado, al blanquecino tubo: si

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hubiese marcado cuarenta y un grados nolos hubieran podido enviar afuera, altrabajo. Pero aquel armatoste no parecíaquerer moverse jamás por encima de loscuarenta.

Penetraron en el barracón central yse dirigieron inmediatamente alalojamiento de los inspectores. Lo queya Sujov había presentido por el caminose confirmó allí. No hubo reclusión deninguna clase; lo que ocurríasimplemente era que el pavimento delalojamiento de inspectores no había sidolimpiado. Ahora, aclaró Tatarin,perdonaba a Sujov y le ordenaba fregarel suelo.

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El fregar el suelo del alojamiento deinspectores era tarea de un detenidoespecial, que no necesitaba salir atrabajar: el asistente del barracón deoficiales. Pero éste se había llegado ahacer tan familiar entre los oficiales,que tenía entrada en los aposentos delMayor, del oficial del regimiento, delsoplón; los servía a todos y escuchaba,de cuando en cuando, cosas que jamásllegaban a oídos de los inspectores.Desde hacía algún tiempo, el limpiarsuelos para simples inspectores leparecía estar por debajo, en ciertomodo, de su dignidad; los vigilantes lehabían llamado varias veces oliéndose,

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finalmente, la tostada. Así fue comoempezaron a uncir a los «trabajadores»para limpiar los suelos.

En el cuarto de los guardas la estufaestaba al rojo vivo. Dos vigilantes quese habían despojado de toda su ropa,excepto de sus sucias camisas, jugaban alas damas, mientras que el tercero, tal ycomo estaba, con la ceñida piel y laspolainas, dormía sobre un estrechobanco. En un rincón había un cubo contrapos para la limpieza.

Sujov se alegro y dijo a tatarin,puesto que le habia perdonado:

Gracias, camarada jefe. Ahora novolvere jamas a quedarme tumbado mas

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de lo debido.Aquí reinaba una ley muy sencilla: ¿

Listo? ¡ fuera!Ahora, una vez que Sujov tenia

trabajo asignado, sus dolores pareciantambien haberse terminado. Atrapo elcubo y se fue sin guantes ( con la prisalos habia dejado debajo de la almohada)en dirección de la fuente.

Los brigadieres, que habian salidoen dirección al puesto de guardia, seapelotonaron rodeando al poste, y unode ellos, un joven y antiguo heroe de launion sovietica, se suspendio del poste yfroto el termómetro.

Desde abajo le aconsejaron.

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—¡Échale el aliento; si no, sube!Suba o no... Inútil, desde luego.Tiurin, brigadier de Sujov, no estaba

entre ellos. Sujov había dejado el cubo asu lado, las manos escondidas en lasmangas y miraba curioso en derredorsuyo.

—¡Veintisiete y medio! ¡M...!Por razones de seguridad echó

todavía una ojeada hacia abajo y saltódespués al suelo.

—¡No marcha bien! Miente siempre—dijo alguien.

—Ya se cuidarán de no ponerninguno que marche bien.

Los brigadieres se marcharon y

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Sujov se apresuró en dirección a lafuente. Las orejas, bajo las orejerasbajadas pero no sujetas, empezaban atorturarle por el frío.

El pozo estaba cubierto por unaespesa capa de hielo, de tal modo que elcubo apenas cabía por el agujero. Lasoga estaba rígida, helada.

Sin notarse las manos, Sujovregresó, con el cubo humeando, hacia elbarracón de los vigilantes y metió lasmanos en el agua del pozo. Se lascalentó.

Tatarin no estaba allí, por ello sehallaban reunidos los cuatro vigilantes.Habían terminado los unos de jugar a las

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damas y el otro de dormir, y discutían lacantidad de mijo que se les daría enenero (en la colonia las cosas iban muymal con los alimentos y se compraba alos vigilantes, aun cuando tampoco sedispusiera de muchas cosas).

—¡Cierra la puerta, mal bicho, haycorriente! —dijo uno de ellos,distrayéndose de lo que estabanhablando. No conducía a nadaempaparse las botas ya desde por lamañana. Uno no se podía poner otras niaun dentro de los barracones. Enrelación con el calzado, en los ochoaños Sujov había vivido diferentesordenanzas. Había ocurrido tener que

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marchar durante todo el invierno sinpolainas; y también no recibir ni unosolo de estos zapatos, sino sólo calzadoshechos de corteza o de neumáticos decoche. Ahora se había arreglado todo,por decirlo así, en la cuestión delcalzado. En octubre, Sujov habíarecibido un par de sólidos y fuerteszapatos, lo suficientemente grandes parameter algunos harapos que protegieransus pies (en realidad, los había robadodel aposento situado detrás del asistentedel brigadier). Durante una semanaentera se había pavoneado dentro deellos como un niño el día de sucumpleaños con un regalo, martilleando

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continuamente el suelo con los taconesnuevos. Y en diciembre habían llegadolas polainas justo a tiempo; una vidaagradable, no hay por qué morir.Después, alguien así como un diablo dela administración, había sugerido al jefedel campo: «Si tienen polainas, quedevuelvan los zapatos.» No concebíaque uno de los penados poseyerasimultáneamente dos pares. Y Sujovdebía escoger ahora entre andar elinvierno entero con zapatos o con botasde fieltro, y andar con ellas también entiempo de deshielo, pero optó pordevolver los zapatos. ¡Los habíacuidado tanto, manteniéndolos flexibles,

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gracias a un unto —Solidel—, y ahora,ay, adiós flamantes zapatos! En los ochoaños no había sufrido por nada tantocomo por esos zapatos.

Alguien los habrá arrojado acualquier montón, en la primavera ya note pertenecerán más Inmediatamente levino a Sujov un pensamiento. Sedescalzó, colocó las botas de fieltro enun rincón y tiró los andrajos de los piesdetrás de él (la cuchara resonó en elsuelo, aunque se había apresurado alllamarle, no había olvidado la cuchara);disfrutó correteando con los piesdesnudos, distribuyendo el agua con labayeta, sin ahorrarla, de la que también

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las botas de fieltro de los vigilantesrecibieron su parte.

—¡Eh, tú, basura, con más cuidado!—dijo uno de ellos indignado,levantando sus pies sobre una silla.

—¿Arroz? ¡El arroz va según otranorma! ¡No se te ocurra comparar almijo con el arroz!

—¡Eh, cabeza de madera, qué estáshaciendo con tanta agua! ¿Quién es elque friega así el suelo?

—¡Camarada jefe! No hay otraforma de hacerlo. La porquería hacorroído demasiado el suelo...

—¿Es que no has visto nunca cómofregoteaba tu mujer el suelo, cerdo?

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Sujov se incorporó con el goteantetrapo en la mano. Sonrió mansamente ymostró las mellas dentales que elescorbuto le había ocasionado en 1943en Ust-Ishma, cuando la cosa se pusobastante fea. Tan fea que la disentería lodejó completamente desmirriado y elenfermizo estómago no quería,sencillamente, admitir nada más. Ahorasólo le quedaba de aquel tiempo,todavía, unos retortijones de tripas.

—Camarada jefe, me han separadode mí mujer desde 1941. No tengo niidea de lo que puede haber sucedido conella.

—Mírales cómo friegan... No

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pueden ni quieren hacer nada, losgranujas. No valen ni el pan que se lesda. Se les debería cebar con m...

—¿Y por qué demonios hay quefregar el suelo cada día? La humedad nodesaparece. ¡Tú, 854, escucha! Friegaun poco por ahí, para que esté algomojado y lárgate con viento fresco.

—¡Arroz! ¡Mira que comparar arrozcon mijo! —dijo el otro, volviendo a losuyo.

Sujov había logrado lo que sepropuso.

El trabajo es como un bastón, condos extremos. Si lo haces para hombres,te ennoblece; si lo haces para

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imbéciles... Si lo haces para imbéciles,no te esfuerces. Así pensaban todosellos. Si no, estaba claro que ya habríanreventado hace tiempo.

Sujov lavó el suelo de tal maneraque no quedara ningún sitio seco, arrojóla retorcida bayeta detrás de la estufa, secalzó en el umbral sus botas de fieltro,arrojó el agua sobre la conducción queservía de desagüe, hurtó el cuerpo ypasó corriendo por delante de la Sauna yde la barraca-club, oscura y helada,hacia el barracón comedor.

Tenía que lograr quedarse en laenfermería, de nuevo le dolía todo elcuerpo. Además, debía uno andarse con

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cuidado para no caer en las manos dealgún vigilante. El mismo comandantedel campo había dado orden estricta decoger a los prisioneros rezagados yponerlos a la sombra.

Delante de la barraca comedor —¡qué milagrosa casualidad!— no seapelotonaba hoy la masa, no había quehacer cola. ¡Adentro! En el interior, unvaho como en la Sauna; desde la puertahacia adentro, neblina del frío y vaporesde la sopa. Los brigadieres estabansentados en las mesas o se apretujabanen los pasillos, esperaban hasta que unaplaza quedara libre.

Gritando y abriendose paso entre las

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masas, dos o tres hombres de cadabrigada llevaban, en bandejas demadera, fuentes con sopa y pure, ybuscaban sobre las mesas un sitio dondeponerlas. Sin embargo, Sujov no oyenada, ni el ruido de los taburetes, ni elpataleo, y ahora ha topado él tambiéncon una de las bandejas. ¡Zas, zas!Alguien le golpea en la nuca con lamano libre. ¡Otro, también! ¡Es natural!No te pongas en medio del paso, no tequedes parado donde haya algo paralamer.

Allá, detrás de la mesa, sin habersumergido la cuchara en la fuente, sesantigua un muchacho. Claro, un

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ucraniano occidental, y encima reciénllegado. Mientras los rusos han olvidadoincluso con qué mano se santigua uno.

Hace frío, sentado en la barracacomedor. La gente come, en su mayoría,con la gorra puesta pero sin prisa;pesca, entre las hojas de la lombarda,los pequeños trozos de pescadorecocidos y medio disueltos, y escupelas espinas en la mesa. Se ha acumuladoun gran montón de ellas encima de lamesa y antes de que la nueva brigadallegue, alguien las barre con la mano ylas tira al suelo, donde rechinan cuandose las pisotea. Escupir directamente enel suelo es considerado como una

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indelicadeza.El barracón está atravesado en su

centro y de un extremo a otro por dosfilas de pilares, vigas maestras o algosemejante, y en uno de estos postesestaba sentado Fetiukov, compañero debrigada de Sujov, que le guardaba eldesayuno. Era uno de los últimospertenecientes a la brigada, situado pordebajo de Sujov. Exteriormente toda labrigada se parecía mucho, con lasmismas negras chaquetas enguatadas ycon los mismos números, perocontemplada interiormente, era muydesigual. Había grados. Buinovski noesperaría con los platos de otro y

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tampoco Sujov aceptaba cualquiertrabajo; había tipos que sufrían aún máshumillaciones.

—Está todo frío. Ya iba a comer yopor ti; pensé que te habían encerrado.

El no se esperó porque sabía queSujov no dejaría nada, que limpiaríacompletamente los dos platos.

Sujov extrajo la cuchara de la bota.Quería a esta cuchara, le habíaacompañado por todas partes en elNorte, la había fundido él mismo conarena e hilo de aluminio y en ella,arañada con un clavo, se podía leer:«Ust-Ishma, 1944.»

Sujov se quitó la gorra de la

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trasquilada cabeza. Hiciera el frío quehiciese, sencillamente, es que no habíapodido nunca decidirse a comer con lagorra puesta. Removió la, por tantosmotivos, desvirtuada sopa y se asegurócon rapidez de lo que le habían echadoen el plato. Regular. No le habíanservido de los bordes de la marmita,pero tampoco del fondo. De Fetiukovera de suponer que mientras le habíaguardado los dos platos, le habríapescado una patata.

La única ventaja de la sopa es queestá caliente, pero para Sujov estabaahora completamente fria. A pasar deello, comenzo tan lenta como

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circunspectamente a tomarla acucharadas. Ahora podia empezar aarder el cobertizo; no habia ningunarazon para apresurarse.

Exceptuando el sueño, el ocupantede un campo de concentración vive parasi exclusivamente diez minutos cadamañana en ocasión del desayuno, cincodurante la comida y otros cinco durantela cena.

La sopa era la misma cada dia; ellodependia de la clase de verdura que sehubiera almacenado para el invierno. Elaño pasado se habia almacenadoexclusivamente zanahorias saladas, y asila sopa, desde septiembre hasta junio,

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no tenia otra cosa que zanahorias. En elaño actual era la Lombarda. El tiempode las vacas gordas para los prisionerosdel campo es junio; después todas lasverduras han sido consumidas y se lassustituye por cebada perlada. El de lasvacas flacas es julio. Entonces lo quecontienen las marmitas son ortigaspicadas.

De los pescaditos salían cada vezmás espinas; la carne estaba recocidahasta los huesos, deshecha, y sólo habíaalgo que rascar chupándolos. Sujov nodejó del desmoronado esqueleto delpescado ni una sola escama, ni unamigaja, masticó la raspa con los dientes,

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la chupó y la escupió encima de la mesa.No importa de qué pescado lo comíatodo, las agallas y la cola, incluso losojos cuando cogía algún trozo de elloscon la cuchara, pero ahora sobrenadabanhervidos y solitarios en el plato unosenormes ojos de pez y no se los comió.Los otros se rieron de él.

Sujov había vivido hoyeconómicamente. Puesto que no habíaido al barracón, no había recibido suración y comió ahora sin pan. El pan locomería solo, después, con gran apetito.Solo, sacia más.

Como segundo plato había puré demijo, convertido ya en un informe

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montón congelado. Sujov lo cortó enpedacitos. No era sólo porque la mezclade hinojo y de mijo se hubiera quedadofría; caliente tampoco hubiera tenidoningún gusto y no llenaba. Sabía a hierbay sólo tenía del mijo el color amarillo.De algún chino, como se suele decir, seles había ocurrido distribuir eso, en vezde cebada o trigo mondados. Cocida, lapasta pesaba 300 gramos y basta. Puré ynada eran la misma cosa, pero tú tetienes que arreglar sólo con eso. Sujov,después de haber chupadocuidadosamente la cuchara y deguardarla en su viejo escondite de labota de fieltro, se caló la gorra y se fue

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a la enfermería.En el firmamento, cuyas estrellas no

se veían por la iluminación del campo,todo seguía estando oscuro. Los dosreflectores dividían el campo en dosanchos rayos. Cuando se instaló estecampo, el especial, los puestos teníantodavía, procedentes del frente, unsinnúmero de bengalas de situación.Apenas se había extinguido la luzcuando la zona cerrada se inundaba decohetes, blancos, verdes y rojos —unaguerra en toda regla—. Después finalizóel disparo de estos cohetes. ¿O es queresultaban demasiado caros?

Reinaban las mismas tinieblas que

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cuando el toque de diana, pero para elojo experimentado era fácil comprobar,por pequeños indicios, que pronto seríadada la señal de marcha. El asistente deKromoj (el de servicio, destinado albarracón comedor, Kromoj, sostenía asu vez a un ayudante y le daba de comer)se encaminó a la Barraca de Inválidos 6,es decir, los que no tenían que salir atrabajar, a llamarles para el desayuno.Un viejo pintor barbudo se dirigió a lasala de estudios para buscar color ypincel y pintar los números. De nuevo,Tatarin, con enormes pasos, de prisa,cruzó la divisoria del campo endirección al barracón de oficiales. Casi

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todos los tipos se habían retirado delexterior, todos se habían camuflado y serecalentaban durante los últimos dulcesminutos.

Sujov se escondió rápidamente deTatarin, detrás de una esquina delbarracón. Crúzate de nuevo en sucamino y te llevará esta vez del cabezal.Ya, y sobre todo, que uno no puede estarnunca papando moscas. Se debeprocurar que un vigilante no te veanunca solo, sino en manada. Quizábusque él un hombre para darle trabajo,quizá no tiene a nadie en quien desfogarsu ira. En los barracones, la orden hasido leída: cinco pasos antes de

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encontrarse al vigilante hay que quitarsela gorra y volvérsela a poner tres pasosdespués. A uno de los vigilantes, que davueltas de acá para allá como un ciego,le da todo igual; pero a los otros eso lesviene muy a propósito. ¡A cuántos hanenviado a chirona a causa de estasgorras! No; es preferible permanecertras el rincón.

Tatarin había pasado por delante ySujov se había decidido por laenfermería, cuando se le ocurrió,repentinamente, que hoy por la mañana,antes de la marcha, había hecho unencargo al largo Lette, el de la barraca7; podría ir y comprarle dos vasos de

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tabaco de su propia cosecha. Pero Sujovse había entretenido tanto que se lehabía olvidado. El largo Lette habíarecibido ayer por la tarde un paquete yseguramente mañana ya no quedaríanada de ese tabaco. ¡Y quién espera otromes para un nuevo paquete!

A Sujov le invadió la indignación,pataleó. ¿No sería mejor regresar a labarraca 7? Pero la enfermería estabasólo a dos pasos y subió rápidamente laescalinata. La nieve crujía,perceptiblemente, bajo sus pies.

El corredor de la enfermería estaba,como siempre, tan limpio que uno teníamiedo de pisar el suelo. Las paredes

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estaban pintadas con laca blanca, losmuebles eran todos blancos.

Las puertas del dispensario sehallaban cerradas. Seguro que losmédicos no se habían levantado todavía.En el cuarto de guardia, sentado detrásde una limpia mesa, con una batablanquísima, estaba el médico KoliaDovuskin, un muchacho joven. Escribíaalgo.

Aparte de él no había nadie.Sujov se quitó la gorra, como

delante de los jefes, y tuvo, siguiendouna vieja costumbre del campo, quemirar servil a todas partes, donde uno nopudiera advertir que Nikolai estaba

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escribiendo unas derechísimas líneas yque cada línea, empezando desde elmargen, comenzaba, escrupulosamente,una detrás de otra, con mayúscula.Naturalmente Sujov comprendió enseguida que no se trataba de ningúnverdadero trabajo, sino de algofraudulento, pero eso a él no leimportaba.

—Es sólo que... NikolaiSemionitch... estoy... enfermo... —dijoSujov avergonzado, como si dijera algoque él mismo no creía.

Dovuskin levantó los ojos, grandes ytranquilos, de su trabajo. Vestía unquepis blanco y una bata blanca, pero no

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tenía ningún número.—¿Por qué vienestan tarde? ¿Y por qué no lo hicisteanoche? Ya sabes que por las mañanasno hay ambulatorio. La lista de losexentos de trabajo está ya en el cuerpode guardia.

Todo eso lo sabia Sujov; sabiatambien que por la noche tampoco erasencillo ser inscrito como enfermo.

—Hombre, ya sabes, Kolia… Por lanoche, cuando sería necesario, escuando no duele…

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es loque te duele?

—Si tengo que decirlo exactamente,tengo la impresion de que nada me

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duele, pero un malestar general.Sujov no pertenecía a aquellos que

visitan la enfermería todos los días, yDóvuskin lo sabía. De todos modos,sólo estaba capacitado para dar de bajapor las mañanas como máximo a doshombres, y estos dos habían sido yaeximidos del trabajo. Debajo delverdoso cristal de la mesa estaban estosdos hombres anotados y subrayados conuna línea.

—Deberías haberte preocupado de tiun poquito antes. ¿Por qué vienestambién con tan poco tiempo antes de lamarcha? ¡Toma!

Dóvuskin sacó de un vaso cubierto

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de gasa, en el que se encontraban lostermómetros, uno de ellos. Le secó lahumedad proviniente de un líquidoaséptico y se lo pasó a Sujov paratomarle la temperatura.

Sujov se sentó en el estrecho bancopegado a la pared, justo en su cantoexterno, como si no quisieracontaminarse con él. No lo hizointencionadamente, sólo de un modoinvoluntario. Dio a entender con elloque era un extraño en la enfermería yque no la visitaba sólo por pequeñeces.

Dóvuskin, mientras, seguíaescribiendo.

La enfermería estaba situada en el

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ángulo más alejado del campo y ningúnresplandor penetraba en ella. Tampocohabía relojes, los penados no teníanderecho a utilizarlos; la hora la sabíapor ellos, la dirección del campo.Tampoco había ratones aquí; todoshabían sido cazados por los gatos de laenfermería, empleados exclusivamentepara este fin.

Para Sujov era maravilloso estarsentado en una habitación tan limpia,durante cinco minutos enteros, consemejante silencio, con una iluminacióntan clara, y sin tener nada que hacer.Contempló todas las paredes y no pudodescubrir nada sobre ellas. Revisó su

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chaqueta, y restregó un poco el númerocolocado sobre el pecho: necesita serrenovado para que no te echen el guantea causa de él. Con la mano libre sepalpaba, además, la barba.Razonablemente tupida, crece desdeaquella Sauna de hace diez días. Pero nomolesta. Dentro de tres días habrá denuevo Sauna, y entonces le afeitarían.¿Por qué guardar estúpidas colas en elpeluquero? Sujov no necesitabaembellecerse para nadie.

Contemplando el quepis deDóvuskin, blanco como la nieve, Sujovrecordaba el hospital de sangre delbatallón en el río Lovat; cómo logró

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llegar hasta allí con su mandíbula heriday cómo después —¡mira que había sidotonto!— había vuelto, voluntariamente alfrente; ¡se habría podido quedar allícinco días! Hoy sueña uno con enfermardos o tres cortas semanas, no de muerteni de peligro de operación, porsupuesto. Le parecía que se quedaría allítres semanas, sin moverse, mientras lealimentaban con sopa de Cuaresma; noestaría mal.

Pero Sujov se acordó de que ahoraya no se podía guardar cama allí. Vete asaber de dónde, había aparecido unnuevo doctor: Stefan Grigoritch, unmono gritador que se mataba a trabajar y

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que no dejaba en paz a ningún enfermo.Se le había ocurrido echar fuera delhospital a todos los enfermos capaces decaminar y emplearlos en lasinmediaciones: en levantar cercados,construir caminos, llevar tierra a losbancales y almacenar nieve en invierno.Decía que el trabajo era la mejormedicina.

Con el trabajo revientan hasta loscaballos, esto hay que comprenderlo.

Si él mismo se hubiera derrengadoen la construcción de todos esos muros,ahora preferiría estar tranquilamentesentado.

...Y Dovuskin escribía lo suyo. En

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realidad, se ocupaba en un trabajo «bajocuerda», que era completamenteincomprensible para Sujov. Transcribíaun largo poema, que había terminadoayer y había prometido enseñárselo hoya Stefan Grigoritch, precisamente a esemédico tan fanático de la terapéutica.

Stefan Grigoritch había aconsejado aDovuskin, como sólo es posible hacerloen los campos de concentración, hacersepasar por médico, le había asignado eltrabajo normal de un médico decampaña y había empezado a enseñarlea poner inyecciones intravenosas a losincultos «trabajadores», a los cuales, ensu buena fe, jamás se les hubiera

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ocurrido pensar que el médico no era talmédico. Kolia había sido estudiante deliteratura y fue detenido en el segundosemestre. Stefan Grigoritch quería queescribiera en la prisión lo que no ledejaban escribir fuera de ella.

La señal para la marcha, que penetróa través de la doble ventana, opaca porel hielo, era apenas perceptible. Sujovsuspiró y se levantó. Tenía escalofríoscomo antes, pero no bastaban para no ira trabajar. Dovuskin alargó la manohacia el termómetro y lo miró:

—Lo ves, nada; 37,2. Si tuvieras 38estaría claro para todo el mundo. Nopuedo inscribirte enfermo. Si quieres, y

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bajo tu propia responsabilidad, quédateaquí. Si después de la auscultación, eldoctor te inscribe como enfermo,quedarás exento. Pero si te declara sano,eso significa que eres un holgazán e irása prisión. Mejor es que vayas con losdemás.

Sujov no respondió. Se caló la gorray se fue.

¿Entenderá, alguna vez, aquel queestá sentado en un lugar caliente al quese hiela de frío?

El frío atenazaba. Una cáusticaniebla envolvía a Sujov y le obligaba atoser. Veintisiete grados de frío afuera;dentro de Sujov treinta y siete grados de

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calor. ¿Ahora, quién, a quién?Sujov trotó hacia la barraca. Las

callejuelas del campo aparecíandesiertas, el campo entero parecíamuerto. Era uno de aquellos pocosmomentos en los que a uno le esindiferente sentirse engañado, sentirseya desligado de todo o el que hoy nohubiera que marchar. Los centinelasestaban sentados en las calientescasetas, las cabezas soñolientasapoyadas en los fusiles. Para ellostampoco iba a ser un caramelo, con estefrío, el caminar a tientas en sus atalayas.En el cuerpo principal de guardia, losvigilantes echaban carbón en la estufa.

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Los vigilantes, en su alojamiento, fumanlos últimos cigarrillos hechos a manoantes del último control, mientras lospenados, con todos los miserablesharapos pegados al cuerpo, ceñidos portoda clase imaginable de correas,embozados desde la barbilla hasta losojos en trapos contra el frío, siguentumbados sobre la manta de sus catres,con las botas de fieltro puestas, con losojos cerrados, como petrificados. Hastaque el brigadier exclame: «¡Arriba!»

En la barraca 9, los de la brigada104, junto con todos los demás, estabanmedio dormidos. Sólo el asistente delbrigadier, Pavlo, movía los labios

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mientras sumaba algo con un lápiz, entanto que en la litera superior elanabaptista, Alioska, vecino de catre deSujov, esmeradamente lavado y aseado,leía en su libro de notas, que habíacubierto completamente con citas delEvangelio.

Sujov inclinó la cabeza con cuidadoy la asomó un poco sobre el catre delasistente del brigadier.

Pavlo levantó la cabeza:—¿No le habían encerrado, Iván

Denisovich? ¿Está usted vivo aún?A los ucranianos occidentales no hay

quien los haga aprender. Le hablan auno, incluso en el campo, de usted y le

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nombran con el nombre paterno.Cogió la ración de la mesa y se la

alargó. Sobre el pan había amontonadouna montañita de azúcar.

Sujov tenía mucha prisa; no obstante,contestó convenientemente (el ayudantedel brigadier es también un superior, delque dependen muchas cosas, incluso másque del comandante del campo). A pesarde la prisa y de las cosas que debíahacer —retirar con los labios el azúcardel pan, lamerlo luego con la lengua,poner un pie sobre la tarima y treparpara hacer la cama— encontró tiempopara examinar cuidadosamente la raciónpor todos lados. Sopesarla en la mano

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para ver si tenía los 550 gramos que lecorrespondían. En prisiones y camposde concentración, había recibido Sujovmiles de raciones como ésta. A pesar deque jamás había tenido ocasión de pesarninguna y de que, como tímido, nunca sehabía atrevido a armar jaleo y a insistiren su derecho, hacía tiempo que paraSujov y los demás penados estaba claroque no recibían, en la distribución delpan, el peso debido. Cada porciónestaba falta de peso, pero ¿en quécantidad? Por ello y para apaciguar elánimo, la examinaban todos los días.Quizá no me han engañado hoydemasiado descaradamente. Quizá tenga

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casi todos los gramos que mecorresponden...

«Faltan unos veinte gramos»,rezongó Sujov, y dividio la ración endos mitades. Una de ellas la introdujo enel espacio comprendido entre pecho ychaqueta; ahí se había cosido unbolsillito especial, blanco (puesto queen la fábrica cosen las chaquetas paralos presos sin bolsillos). Pensó encomerse la otra mitad inmediatamente,pero comer con prisas no es comer; noaprovecha, no satisface. Se enderezó,con el propósito de esconder la mediaración en los cajones que servían demesilla, pero lo pensó mejor, al

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ocurrírsele que ya era la segunda vezque el de servicio del barracón se habíallevado una tunda por robo. Un granbarracón es como un palomar.

Por esta razón, Iván Denisovitch, sindejar el pan de las manos, se despojótan diestramente de las botas de fieltroque dejó dentro de ellas los trapos quehacían las veces de calcetines y lacuchara, y descalzo se encaramó a lalitera, ensanchó el agujero del colchón ydejó que la media ración desaparecieraentre las virutas. Se quitó la gorra de lacabeza, y sacó aguja y torzal, los cualesmantenía cuidadosamente escondidosdentro de ella. También palpaban las

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gorras en los registros, por lo que unavez un guarda se había pinchado con laaguja, y lleno de cólera, casi le rompe lacabeza. Mientras el azúcar se habíadisuelto completamente en la boca,Sujov estaba con todos los nervios entensión, ya que en seguida empezaría agritar el jefe de parada en la puerta. Losdedos de Sujov se movían como rayos,en tanto que su cabeza planeaba deantemano qué es lo que había quecontinuar haciendo.

El anabaptista leia las citas delevangelio, pero no para si, sino que lohacia en voz baja, y en cierto modo,hacia abajo (posiblemente a propósito

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para Sujov, puesto que a estosanabaptistas les gusta hacerpropaganda):

—«Que ninguno de vosotros sufracomo el ladrón o como el asesino ocomo aquel que codicia los bienesajenos. Obra como cristiano y no teavergüences, sino alaba a Dios por tudestino.»

Alioska es estupendo: hacedesaparecer su librejo tan rápidamenteen las resquebrajaduras de la pared que,hasta ahora, no se lo han encontrado enningún registro. Con los mismos ágilesmovimientos descolgó Sujov la chaquetaguateada del travesaño, y sacó los

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guantes de cuero del colchón, además deun par de calcetines malos y un trapejodividido en dos tiras. Repartió bienproporcionalmente el serrín del colchón(que estaba duro y apelmazado), colocóel cobertor debajo del colchón, puso laalmohada en su sitio y empezó acalzarse las botas, poniéndose primerolos calcetines de punto en buen estado y,encima, los malos.

Y entonces empezó el brigadier aladrar, se enderezó y anunció:

—¡Se acabó el racanear, 104!¡Afuera!

Inmediatamente se irguió la brigadaentera, soñolienta o no, bostezó y se

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encaminó hacia la salida. El brigadierllevaba diecinueve años enchiquerado;cuando ordenaba algo, había de hacerseya. Había dicho: «¡Afuera!», y esosignificaba que no se podía tardar ni unminuto en salir.

Y mientras los miembros de labrigada, uno tras otro y en silencio,salían —primero por el comedor,después por el zaguán y finalmente porlas escaleras— y mientras el brigadierde la 20, en unión de Tiurin, gritabaigualmente: «¡Afuera!», Sujov habíaconseguido calzarse las botas junto conlos trapos para los pies, ponerse elanorak sobre la chaqueta y ceñírselo con

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una cuerda.Así había llegado Sujov al mismo

tiempo que los demás y dio alcance alos últimos de su brigada en el zaguán;sus espaldas, junto con los números,pasaron por la puerta hacia lasescaleras. Los miembros de la brigada,que se habían puesto todas las ropas queposeían, marchaban por las calles delcampo, pesadamente, arrastrando lospies, en fila india y apretada, cuidandode no adelantarse el uno al otro; la nieverechinaba.

Continuaba la oscuridad a pesar deque el cielo, a la salida del sol, se teñíade un color verdoso y comenzaba el

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amanecer. Del Este soplaba un sutil ymaligno viento.

No existen momentos más amargosque los de por la mañana al marchar altrabajo. En la oscuridad, con frío,hambrientos para el resto del día. Lalengua está como paralizada; no setienen ganas de hablar. En el camino delcampo, el jefe de cuerpo más joven ibade acá para allá.

—Eh, Tiurin, ¿cuánto tiempotendremos que esperar todavía? ¿Terezagas de nuevo?

Es posible que Sujov temiera a estejoven jefe de cuerpo, pero no así Tiurin,al que no le gustaba abrir la boca, sobre

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todo con este frío, cuando no eranecesario. Siguió caminando en silencio.La brigada detrás de él —tap, tap—,sobre la chirriante nieve.

Deben de haber soltado un kilo degrasa, ya que la brigada 104 volvia denuevo a su antiguo puesto; se conociaesto por las brigadas de al lado. A lacolonia social (Sozkolonie) ira algunotro mas pobre y mas tonto. ¡Oh, hoyhara alli un frio terrible! ¡ventisietegrados, viento, ningun refugio, y nadapara calentarse!

Un brigadier necesita mucha grasa.Para llevarla a la Plana Mayor yllenarse la propia barriga. Un brigadier

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no se queda sin grasa, aun cuando élmismo no reciba ningún paquete. Aquelde la brigada que recibe alguno, le haceinmediatamente entrega de él.

De otra forma no se puedesobrevivir.

El jefe de cuerpo superior anotabaalgo sobre una tablilla:

—En tu brigada, Tiurin, hay hoy unenfermo. ¿Marchan veintitrés?

—Sí, veintitrés —asintió elbrigadier.

—¿Quién falta, pues? ¿Panteleiev?¿Estará enfermo?

E inmediatamente un murmulloatraviesa la brigada entera: Panteleiev,

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ese hijo de perra, se ha vuelto a quedaren el campo. Ni idea de estar enfermo.El comisario del Ministerio del Interiorlo ha retenido. Volverá a denunciar aalguien.

Estará con él, tranquilo, durante treshoras; nadie ha visto ni oído nada.

Pero la baja se la darán comoenfermo...

La calle del campo estaba negra deanoraks; despacio y a lo largo delcamino, las brigadas continuabanavanzando, para el registro. Sujov seacordó de que había querido renovar losnúmeros de la chaqueta y se abrió pasohasta el otro lado. Allí, y ante el pintor,

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había dos, tres filas de penados.También Sujov se puso a la cola. Sóloun número, querido amigo, puede ser tudesgracia. Gracias a él se percata de tiel vigilante ya desde muy lejos; tambiénte anota el del puesto de guardia; si norenuevas el número a tiempo te ponentambién a la sombra. ¿Por qué no tepreocupas del número?

En el campo hay tres artistaspintores. Pintan cuadros gratis para losjefes del campo y pintarrajean, además,alternativamente, los números para lamarcha.

Hoy es el viejo de la barba cana.Cuando te pinta los números con el

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pequeño pincel es como si el pope teungiera con aceite la frente.

Pinta y pinta y se echa el aliento alas manos. Tiene guantes de punto, muyfinos; la mano se le queda helada, nopuede dibujar las cifras.

El pintor restauró a Sujov el «S-854» de la chaqueta y Sujov alcanzó alos de la brigada; sin anudarse lachaqueta guateada, ya que quedaba pocohasta el control. Sostenía la cuerda en lamano, e inmediatamente se percató deque su camarada de brigada, Zesar,fumaba, y que no lo hacía en pipa; era uncigarrillo. Se le podría pedir uno. PeroSujov no comenzó a suplicarle así,

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sencillamente, sino que se plantó a sulado y le miró, al pasar junto a él,volviéndose un poco de perfil.

Miró, casi indiferente, al pasar, perovio cómo después de cada chupada(Zesar fumaba despaciosamente ysumido en sus pensamientos) un anillode candente ceniza avanzaba a lo largodel cigarrillo, lo consumía y seaproximaba a su fin.

En el mismo instante, ese chacal deFetiukov tuvo la misma idea, se colocójusto delante de Zesar y comenzó amirarle fijamente a la boca; sus ojosechaban chispas.

Sujov no poseía ya ni un gramo más

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de tabaco y no veía, antes de anochecer,ninguna posibilidad de hacerse con él.Esperaba, como un resorte en tensión, lacolilla; la deseaba más aún incluso, enaquel momento, que la libertad. Pero élno se hubiera rebajado ante Zesar tantocomo Fetiukov, no le miraría así a laboca.

En Zesar se mezclaban todas lasnacionalidades; quizás era griego ojudío, quizá gitano.Incomprensiblemente. Era joventodavía, y había hecho cine. Pero nohabía terminado de filmar la primerapelícula cuando lo detuvieron. Llevabaun abundante y acicalado bigote negro.

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No se lo habían afeitado aquí porquetambién lo llevaba en la foto delexpediente.

—Zesar Markovitch. —Fetiukov nopudo contenerse más y comenzó a tragarsaliva.— ¡Déjeme dar una chupada! —Su rostro temblaba de avidez y codicia.

Zesar abrió los párpados, quemantenía medio cerrados sobre susnegros ojos, y contempló a Fetiukov.Precisamente por esto prefería fumar enpipa, para que nadie le interrumpieramientras fumaba, o le suplicara el queles concediera una chupada. No lesentaba mal por el tabaco, sino porqueinterrumpían sus pensamientos. Fumaba

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para abstraerse, para encontrar algunailusión duradera. Pero apenas habíaencendido un cigarrillo cuando ya leía,inmediatamente, en todos los ojos: Dejaalgo para nosotros.

Zesar se dirigió a Sujov:—¡Eh!, toma, Iván Denisovich.Y con el pulgar expulsó de la

boquilla de ámbar la encendida colilla.Sujov volvió la cabeza (estaba

acechando el momento en que el mismoZesar le ofreciera el cigarrillo), agarróagradecido la colilla y mantuvo,protectora, la otra mano debajo por sitenía que dejarla caer. No tomó a mal elque a Zesar le repugnara dejarle fumar

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la colilla en la boquilla misma (hayalgunos que tienen la boca limpia, otrosno), y no se notó nada en el calloso dedoal mantenerla encendida. Lo importantees que había aventajado a ese chacal deFetiukov. Inhaló el humo hasta casiquemarse los labios. ¡Hmmm! El humopenetró por su hambriento cuerpo, lonotó en la cabeza y en las piernas. Peroapenas había atravesado su cuerpo esadeliciosa sensación, cuando IvánDenisovich percibió un barullo devoces:

—¡Te quitan la camisa...!Así es la vida de los presidiarios, a

la cual Sujov se había acostumbrado:

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había que mantener siempre los ojosbien abiertos para que nadie te saltara alcuello.

¿Por qué las camisas? Las camisaslas había distribuido el mismocomandante del campo. No, no podíaser…

Sólo faltaban dos brigadas parapasar el control, cuando toda la 104 viocómo el teniente de régimen, Volkovoi,se aproximaba desde la barraca deoficiales y les gritaba algo a losvigilantes. Y aquellos que, en ausenciade Volkovoi, habían llevado a cabo elregistro con cierta negligencia, seestremecieron. Se precipitaron como

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animales salvajes mientras el sargentogritaba:

—¡Desabrochaos las camisas!No sólo los penados y los vigilantes

temían a Volkovoi, sino —según sedecía— hasta el propio comandante delcampo. ¡Pero eso era mantener la cuerdaen casa del ahorcado! Volkovoi parecíaun lobo. Sombrío, muy alto, con unrostro siempre hosco y movimientosfelinos. Como un rayo apareció dedetrás de las barracas:

—¡Qué hace aquí esta manada decerdos!

No se le podía eludir. Al principiollevaba siempre consigo un látigo de

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cuero trenzado, de una longitud demedio brazo, que —según contaban—hacía silbar en el barracón deprisioneros, y también cuando lospenados se apelotonaban al entrar en lasbarracas al toque de retreta. Entonces seaproximaba furtivamente por detrás yhacía restallar el látigo sobre las nucas:

—¿Por qué no te mantienes enformación, tú, animal hediondo?

Como una ola la masa de penadosretrocedía delante de él. El castigado sellevaba las manos a la garganta, selimpiaba la sangre y callaba. ¡Si encimano te encierra!

Ahora, por alguna razón, ya no

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llevaba más consigo ese látigo.Cuando hacía mucho frío regía, para

las revistas diarias —no las de la nochesino las de la mañana—, un reglamentomás suave. El penado desabotonaba suanorak y mantenía los faldones abiertosy lejos de su cuerpo. De esta maneramarchaban de cinco en cinco hacia losvigilantes colocados enfrente. Estostanteaban al penado a ambos lados de sudeforme chaqueta, palpaban el únicobolsillo permitido en el muslo derecho ymantenían allí, durante un rato, susguantes de cuero. Cuando notaban algosospechoso, no lo extraíaninmediatamente, sino que preguntaban

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con negligencia:—¿Qué es lo que tienes aquí?¿Qué es lo que podía uno encontrar

por las mañanas sobre un penado?¿Cuchillos? Estos no los saca uno

del campo de concentración, si acasolos tiene. Tal vez se ejercita el controlpor las mañanas por si acaso alguientransporta consigo tres kilos deprovisiones para largarse con ellas.Hubo un tiempo en el que se temían tantoestos doscientos gramos de la ración delmediodía, que se dio la orden: «Cadabrigada ha de construirse una maletade madera en la que se traerá todo elpan de la brigada y en la que se

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guardará el pan de los miembros de labrigada una vez distribuido.» Lo que,naturalmente, permaneció en el misterioera el objeto que se perseguía con esto.Pero el propósito, seguro, era vejar a lagente, proporcionarles una preocupaciónmás: ¿debía uno, mejor, mordisquear suporción, para reconocerla después en lamaleta, ya que los trozos de pan sontodos iguales? Uno piensa en ello todoel día y se atormenta con la idea de si eltrozo propio no será cambiado, y, aveces, se llega a pelear. Pero un día sedieron el bote, del lugar de trabajo, trestipos con un auto y se llevaron consigotodas las maletas llenas de pan.

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Despabiló entonces la Jefatura delcampo y en seguida todas las maletasdel cuerpo de guardia fueron hechasastillas. ¡Ahora, transportad vuestrasraciones vosotros mismos!

¿O le controlan a uno por lasmañanas para ver si alguien lleva untraje de civil bajo las ropas de penado?¡Qué estupidez! Todas las ropas civilesse las quedan ellos cuando uno cae eneste pozo, y prometen devolverlasdespués de la expiación de la pena. Esdecir, nunca, porque en este camponadie ha vivido lo bastante para verlo.

Aún quedaba por controlar sialguien lleva cartas encima para

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enviarlas por medio de algún civil. Perosi se quisiera registrar a todos en buscade cartas nos daría aquí todavía la horadel mediodía.

Pero tan pronto como Volkovoi dabauna orden, gritando, para el registro, losvigilantes se quitaban inmediatamentelos guantes, mandaban abrirse laschaquetas (en las cuales se habíaalmacenado un poco del calor delbarracón), desabrocharse las camisaspara comprobar si bajo ellas no habíanada contra las ordenanzas. Al penadole están permitidas sólo una camisa yuna camiseta: todo lo demás ¡fuera!

La orden de Volkovoi fue

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transmitida por los penados de fila enfila. ¡Vaya suerte para las brigadas queya están a salvo! Algunas se encuentranya al otro lado de la puerta del campo,mientras que a las de este lado se lasgrita:

—¡Desabrochaos!Aun con este frío tremendo quien se

haya puesto debajo alguna cosa, debequitársela en el acto.

Así se empieza a hacer, pero aconsecuencia de ello se produce un grandesbarajuste. Ante la puerta está ya tododespejado y el del puesto de guardiavocifera:

—¡Largo! ¡Adelante!

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Volkovoi se muestra indulgente conla brigada 104:

—Apuntad al que lleve puesto algosuperfluo. Debe entregarlo él mismo porla tarde en el depósito y dejar unaaclaración escrita del cómo y del porquélo ha ocultado.

Sujov llevaba sólo las ropas deordenanza: ¡Ahí, palpa tranquilo, sólopecho y alma! Pero a Zesar le anotaronuna camisa de franela, a Buinovski loque aparentemente parecía un chaleco oalgo así como una faja abdominal.Buinovski se encolerizó. Estabahabituado a su torpedero, lo que no leocurría con el campo en los tres meses

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que llevaba en él:—¡No tenéis ningún derecho a

desnudar a la gente con este frío!¡Infringís el artículo 9 del Código Penal!

Conocen el artículo, pero tienenderecho. Vives en la luna, mi queridoamigo.

—¡Vosotros no sois soviets! —repetía el capitán a continuación.

—¡Vosotros no sois comunistas!Volkovoi se había tragado lo delartículo del Código Penal, pero ahorareaccionó impetuosamente:

—¡Diez días de encierro!Y, al sargento, un poco más bajo:—Hoy por la tarde arregla esto.

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Porque no les gustaba meter a uno enchirona por las mañanas, se perdería undía de trabajo. Que trabaje primero todoel día como un negro y luego, por latarde, ¡a la trena con él!

La prisión del campo se hallainmediatamente al lado de la carretera;un edificio de piedra con dos alas. Lasegunda ala la construyeron nueva eneste otoño; en la otra ya no cabían todosdentro. Una prisión con dieciochoceldas; subdivididas, además, enseparaciones individuales. El campocompleto, los barracones, eran demadera; sólo la cárcel era de piedra.

El frío se había metido por debajo

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de la camisa, y ya no había manera dequitárselo de encima. ¡Con el cuidadoque habían puesto ellos en abrigarse,todo a la m...! Sujov notaba ya el frío enla espalda. Poderse tumbar en una camadel lazareto y dormir. Era todo lo queuno deseaba. Sólo la manta un poquitomás gruesa.

Los penados se hallan delante de laspuertas del campo, anudan suschaquetas, las atan, mientras la escoltadesde afuera grita:

—¡Vamos! ¡Adelante!Y los jefes de marcha les golpean en

la espalda:—¡Vamos! ¡Adelante!

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La primera puerta, la antezona, lasegunda puerta.

Aparte del bloqueo a ambos ladosdel puesto de guardia.

—¡Alto! —chilla el centinela—.Como un rebaño de corderos, ¡de cincoen fondo!

Amanece. El fuego de campamentode la escolta, detrás del puesto deguardia, está casi consumido. Antes dela marcha encienden siempre un fuegopara calentarse y tener más luz para elrecuento.

Un centinela empieza a aullar,enérgico:

—¡Un, dos; un, dos!

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Y las cinco filas marchan enformación de tal manera que, miradaspor delante o por detrás, se ven cincocabezas, cinco espaldas y diez piernas.

En la otra intercepción hay unsegundo centinela, callado —elinterventor—, que sólo controla si elrecuento ha sido bien hecho.

Hay, además, un teniente queobserva.

Todos ellos pertenecen al campo.El hombre es más valioso que el

oro. Si al otro lado de la alambrada faltauna cabeza, debes tú poner la tuya.

Y otra vez la brigada estarácompleta.

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Y ahora empieza a aullar el sargentode escolta.

Por segunda vez se ponen en marchalas columnas de a cinco.

Y desde el otro lado, controla elayudante del comandante.

Y, además, un teniente.Estos pertenecen a la escolta.No puede haber ningún error. Si has

firmado y hay un hombre menos, has deofrecer tu cabeza por él.

La columna destinada a la centraltérmica la han formado en semicírculo,mantienen las ametralladoras agarradaspor la culata justo delante de tushocicos.

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Luego los laceros con sus perros yguías. Un perro rechina los dientes comosi se riera de los penados. Los de laescolta llevan todos cazadoras de piel.Sólo seis con pellizas. Se cambian laspellizas unos a otros. La mejor se lapone el que ha de estar de vigía.

Y de nuevo, mezclando las brigadas,todas, la escolta vuelve a contar lacolumna entera destinada a la centraleléctrica, en filas de a cinco.

—¡A la salida del sol es cuandohace más frío! —dice el capitán—.Porque es entonces cuando se alcanza elpunto más intenso de la congelaciónnocturna.

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Generalmente, al capitán le gustaexplicarlo todo. Qué luna tenemos, si esmenguante o creciente. Te lo calculapara cualquier año, para cualquier día.

El capitán va envejeciendo,visiblemente, tiene las mejillashundidas, pero mantiene su buen humor.

Aquí, detrás del campo, el vientoarrecia y el frío muerde cruelmente el yaacostumbrado a todo rostro de Sujov.Como él ya había barruntado que elviento les soplaría en plena cara durantetodo el camino hasta la central eléctrica,se cubre con el trapo. Precisamente lollevaba encima —él como otros muchos— para el caso de que se levantara el

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viento. Los forzados sabían porexperiencia que esos trapos ayudan.Sujov se envolvió el rostro hasta losojos, pasó las tiras por debajo de lasorejas y se lo anudó con fuerza en lanuca. Después se cubrió la nuca con lasorejeras del gorro y se levantó el cuellode la chaqueta de guata. Además estiróel ala delantera del amplio gorro sobrela frente. Y de este modo sólo quedabansus ojos al descubierto. Se apretó lachaqueta, firmemente, con un cordel.Ahora estaba todo en regla, aunque lasmanoplas no valían nada, porque lasmanos están ya heladas. Se las frotó unacontra otra y se golpeó con ellas todo el

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cuerpo porque sabía que pronto tendríaque ponérselas a la espalda ymantenerlas así durante toda la marcha.

El jefe de la escolta deacompañamiento canturreaba el«sermón» cotidiano del preso, del quetodos estaban hasta la coronilla:

—¡Atención, reclusos! ¡Durante lamarcha hay que respetar la formación encolumna! ¡Caminad sin dejar demasiadadistancia, no marchéis demasiado juntos,no cambiéis de una fila de cinco a otra,no habléis, no miréis a los lados, lasmanos siempre detrás de la espalda! ¡Unpaso hacia la derecha o hacia laizquierda será considerado como intento

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de evasión; el cuerpo de guardia disparasin previo aviso! ¡Jefe de columna,marchen!

Como estaba señalado, dos de laescolta abrían la marcha por lacarretera. La columna de marchaavanzaba vacilante, balanceando lasespaldas de un lado para otro, mientrasla escolta marchaba a derecha eizquierda, a unos veinte pasos de lacolumna, guardando entre sí unos diezpasos de diferencia, con lasametralladoras siempre a punto.

Hacía una semana que no nevaba yel camino estaba muy batido. Doblaronel campo, y el viento les soplaba ahora,

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de lado, en el rostro. Las manoscruzadas detrás de la espalda, lascabezas hundidas, la columna marchabacomo en un entierro. Lo único que seveía eran las piernas de dos o tres de loshombres de delante y un trozo delpataleado suelo donde uno ponía lospies. De vez en cuando gritaba uncentinela:

—¡Ju-cuarenta y ocho, las manos enla espalda! ¡B-cincuenta y dos,enderezarse!

Luego los gritos se espaciaban, yaque el viento molestaba también a loscentinelas y les impedía la visualidad. Aellos no les estaba permitido arrollarse

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trapos. No era, tampoco, un servicioagradable...

Cuando hacía menos frío, en lacolumna hablaban todos, tanto si lesgustaba como si no. Pero hoy todos sehabían replegado en sí mismos, todos seocultaban tras la espalda del que ibadelante y seguía sus propiospensamientos.

Pero tampoco los pensamientos delos detenidos se movían libremente: ¿Nohallará alguien, por casualidad, suración dentro del colchón? ¿Teinscribirán hoy como enfermo? ¿Leencerrará a uno o no el capitán por latarde? ¿Cómo ha conseguido Zesar su

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caliente ropa interior? Seguro que hasobornado a alguien de los delguardarropa privado. Si no, ¿cómo... ?

Como Sujov había desayunado sin laración de pan y comido todo frío, no sesentía satisfecho y, para que el estómagono empezara a pellizcarle ni a pedirlecomida, dejó de preocuparse del campoy empezó a pensar en la carta que prontoiba a escribir a casa.

La columna paso al lado de lasedificaciones en madera que losforzados habian construido, del bloquede viviendas tambien de madera (lasbarracas las habian levantado tambienlos penados, aunque eran civiles los que

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vivian dentro), del nuevo club (desdelos cimientos hasta el revoco todo hechopor los penados, mientras los civilesveian películas), y salio a la estepacontra el viento y en dirección alnaciente y rojizo sol. La pura y blancanieve se extendia a izquierda y derechahasta el horizonte, y en toda la estepa nohabia ni un solo arbolillo.

El nuevo año 1951 había empezado,y Sujov tenía derecho a escribir doscartas. La última la había enviado enjulio, y en octubre había recibido lacontestación. En Ust-Ishma habíaempezado otra clase de orden, allí unopodía, al menos, escribir cada mes. Pero

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¿qué podía uno escribir? En aquelentonces, Sujov tampoco escribía más amenudo que ahora...

Sujov había salido de su casa el 23de junio de 1941. Aquel domingo, lagente había vuelto de la feria dePolomuja gritando: «¡Hay guerra!» EnPolomuja lo había sabido la oficina decorreos. En Temgeniovo, antes de laguerra, nadie poseía una radio; hoydicen que resuena un altavoz en cadacabaña.

Escribir, ahora, significa arrojarpiedrecillas a un tranquilo y profundolago.

Lo pasado está pasado y lo lejano

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está lejano, no hay más que hablar. Alfin y al cabo, no puedes escribir en québrigada trabajas ni la clase de brigadierque es Andrei Prokofievich Tiurin. ConKilgas, el letón, tiene uno más de quehablar que con los de casa. Tambiénellos escriben un par de veces al año —¿pueden tener intimidad?—. ¡Jamás selos imagina uno con sentimientos! Unnuevo presidente del Koljós, todos losaños lo mismo. Han juntado losKoljoses. Ya lo habían hecho antes yluego los habían repartido otra vez. Ouno no había cumplido las normas detrabajo y entonces le eran arrebatadashasta quince áreas de tierra, y a otros,

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incluso toda.Por lo que Sujov no quería pasar era

por las noticias que le escribían de quedesde la guerra ni un alma había vuelto apisar los Koljoses. Las muchachas y losmuchachos se las arreglaban de unamanera o de otra para huir en masa a laciudad, a la fábrica, a la industria quelos transformaría en turba. Le decían quela mitad de los hombres no habíanvuelto de la guerra, y que aquellos quehabían vuelto no querían saber nada delKoljós; que entre los hombres quehabían permanecido en el Koljósestaban el brigadier Sajar Vasilitch ytambién el carpintero Tichon, que tiene

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ochenta y cuatro años y se ha casadohace poco; también hay niños. En elKoljós se marchitaban las mismasmujeres que en 1930.

Precisamente esto no le cabía aSujov en la cabeza. Viven en el Koljós ytrabajan en otras partes. Sujov habíavisto la vida del labrador individual y lavida en el Koljós, pero eso de que loslabradores no trabajaran en su pueblo,esto no le cabía en la cabeza, no loentendía. ¿Es que no se asemejaba eso alcomercio ambulante, o... ? ¿Y cómomarcha la siega del heno?

«El comercio ambulante —levolvían a escribir un año después—

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hace tiempo que se ha acabado. Ya no setrabaja a destajo ni de carpintero —acausa de lo cual su región había sidomuy conocida—, ni se hacen cestos demimbre; ya no los utiliza nadie. Encambio, ha surgido un oficio nuevo ycurioso; pintar tapices. Alguien hatraído, desde la guerra, modelos, ydesde entonces marcha la cosa; y cadavez habrá más de esos maestros; se lesllaman pintores. No están empleados enningún sitio, ayudan en el trabajo delKoljós durante un mes, precisamente enla recolección. Después el Koljós leshace un certificado para once meses enque dice que el del Koljós tal y tal tiene

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permiso a causa de asuntos privados yque no existe ninguna reclamación sobreél. Después viajan por todo el país yutilizan hasta aviones, porque debeneconomizar su tiempo, pero ganan rublosa millares y pintan tapices por todaspartes, a cincuenta rublos el tapiz;cubren de colores cualquier clase delienzo viejo, del que uno podíaprescindir y para que a uno ahora no ledé pena. Se puede pintar un tapiz así enuna hora, como mucho.»

Su familia alimentaba la granesperanza de que Iván volvería y seconvertiría también en un pintor de ésos.Podrían, entonces, escaparse de la

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miseria en la que se debatían, enviaríana los chicos al Técnico y en vez de laruinosa cabaña instalarían una nueva.Todos los pintores se instalaban encasas nuevas. En las inmediaciones delferrocarril ya no costaban las casascinco mil rublos como antes, sinoveinticinco mil.

Sujov escribió entonces pidiendo sele describiera cómo él podríaconvertirse en pintor, si él no habíasabido nunca pintar. Y qué clase demaravillosos tapices tenían que ser lospintados. Su familia le había respondidoque sólo un tonto no sabría pintar; sólohay que poner encima el modelo y pasar

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el pincel por los sitios. De estos tapiceshay sólo tres clases: una, el «tapiz-troika», en el que un oficial de húsareslleva las riendas de una troika conhermosos arreos; después, un «tapiz devenados», y luego un tercero pintado ala manera persa. No hay más modelos,pero por éstos las gentes de todo el paíste decían: «Muchas gracias», y te losquitaban de las manos. Porque un tapizauténtico costaba no cincuenta rublos,sino muchos miles.

Si Sujov hubiera podido echar almenos una mirada a esos tapices...

En los campos y cárceles, Sujov sehabía quitado la costumbre de devanarse

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los sesos sobre lo que pudiese ocurrirmañana, o dentro de un año, y cómohacer para alimentar a la familia. Todoel trabajo de pensar se lo ahorran a unolos superiores, y así es sin duda másfácil. Y aún se pasaría encerrado unverano y luego otro invierno y otroverano. Pero lo de los tapices le dabamucho que pensar.

Una ganancia fácil y rápida, claro.También era fastidioso ser menos quelos demás vecinos del pueblo... Pero,con todo, la cosa de los tapices noterminaba de gustarle. Se necesitabadescaro, frescura, para endilgárselas aéste o al otro. Sujov ya llevaba cuarenta

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años vegetando en este mundo, lefaltaban la mitad de los dientes, sucabeza era calva. Nunca había endilgadonada a nadie, ni tomado nada. Ni en elcampo aprendió a hacerlo.

El dinero fácilmente obtenido nopesa, no tienes la sensación de habérteloganado. Decían bien los viejos: «Lo queno pagas, no lo has comprado.» Sujovaún tiene buenas manos, fuertes. ¿No ibaa encontrar trabajo como fumista,carpintero o fontanero cuando estuvieseen libertad? Pero como ha perdido tododerecho, nadie querrá emplearle, ni ledejarán volver a su casa. Entonces, porDios, que vengan los tapices, cuando

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llegue el momento.Entre tanto, la columna había

llegado, antes que los vigilantes, a laextensa obra, haciendo alto. Algo antes,al llegar a la zona de trabajo dosvigilantes con sus pieles se habíandestacado y trotaban a campo traviesahacia sus torres de vigilancia. Hasta queno ocupaban todas las torres, no dejabanentrar a nadie. El jefe de la escolta sedirigió a la guardia con la metralletaterciada. El humo brotaba eninacabables voluntas de la chimenea delcuarto de guardia. Allí estaba devigilancia un civil, toda la noche, paraque no sacaran tablas ni cemento.

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Como sumergido en la niebla, ungran sol rojizo luce a través del portalalambrado, corta todo el terreno de laobra y la alambrada del otro lado, en lalejanía. Junto a Sujov, Alioskacontempla el sol y se alegra; una sonrisaretoza en sus labios. Las mejillashundidas, no cuenta más que con laración. No tiene ninguna gananciaextra..., ¿de qué se alegra? Losdomingos se les ve secreteando con losdemás baptistas. Estar en el campo lestiene sin cuidado.

El trapo que protege el rostrodurante la marcha se ha empapadodurante el camino por la respiración,

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convirtiéndose en una costra helada.Sujov se lo apartó de la cara y volvió laespalda al viento. No le habíaperjudicado mucho; sólo en las manostenía frío, por los malditos guantes, y losdedos del pie izquierdo estabaninsensibles. Esto era a causa de la botade fieltro, chamuscada y remendada dosveces.

Tenía retortijones en el pecho y laespalda, hasta en los hombros. ¡Tieneque trabajar ahora!

Se volvió, y su mirada tropezó conel brigadier, que había ido en la hilerade cinco de atrás. El brigadier tiene loshombros fuertes, es recio como un

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armario. Se queda parado y te mira,sombrío. Por lo que se refiere a subrigada, no ahorra denuestos, pero encuanto a la comida, no hay queja de él.Procura que las raciones sean mejores.Es la segunda vez que estáenchiquerado; el favorito de lacomandancia del campo, conoce lascostumbres de aquí al dedillo.

El brigadier lo es todo en el campo:un buen brigadier te regala una segundavida, pero uno malo te lleva a la tumba.Sujov ya conocía a Andrei Prokofievitchdesde Ust-Ishma, pero allí no estuvo ensu brigada. Cuando, por el artículo 58,pasaron a los condenados del campo

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corriente a éste de castigo, Tiurin leechó aquí el guante.

Sujov no tiene nada que ver con eljefe del campo, la plana mayor, losaparejadores ni los ingenieros. En todaspartes, el brigadier responde por él; elbrigadier tiene el pecho de hierro. Poreso mueve sólo las cejas o hace un signocon el dedo: «¡Vamos, adelante!» En elcampo engaña a quien quieras, menos aAndrei Prokofievitch, y seguirás convida.

Sujov querría preguntar al brigadiersi trabajarán en el mismo lugar que ayero si cambian de puesto de trabajo, perotiene miedo de turbar el curso de sus

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elevados pensamientos. Precisamenteacaba de ahorrarles la «Sozkolonie» yestá calculando los porcentajes de losque depende la comida para lospróximos días.

El brigadier tiene toda la carapicada de viruelas. Se mantiene erguidocontra el viento, sin torcer el gesto, lapiel de la cara como corteza de encina.Todos los de la columna se golpean conlos brazos, patean el suelo. ¡Qué vientomás terrible! Los seis zoquetes parecenestar ya en sus torres, pero aún no losdejan entrar en la obra. Exageran lavigilancia.

¡Por fin! El jefe de escolta y el

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controlador salen del cuarto de guardia,se apostan a ambos lados de la puerta yabren.

—¡En fila de a cinco! ¡Primera!¡Segunda!

Como en el desfile, a paso demarcha, empiezan a entrar los presos.Ahora, a la zona de obras; allí, quenadie nos diga lo que hemos de hacer.

La oficina viene a continuación delcuarto de guardía. Allí está elaparejador y hace señal de acercarse alos brigadieres, que de todos modos yase dirigían hacia él. También Derr seacerca, jefe de década y preso comonosotros, un bandido redomado que

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acosa a sus compañeros peor que unperro.

Las ocho y cinco minutos (acaba desonar la sirena). La dirección de la obrateme que los presos puedan perdertiempo, desperdigarse por los cuartos decalefacción, a pesar de que el día eslargo para ellos y el tiempo alcanza paratodo. Todos los que están en el terrenode la obra se inclinan: una astilla poraquí, otra por allá. Fuego para nuestraestufa. Comienzan a meterse en susagujeros.

Tiurin ordena a su ayudante Pavloque le acompañe a la oficina. TambiénZesar se desvía hacia allí. Zesar es rico,

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recibe paquetes dos veces al mes,siempre pasa algo al que le hace falta, ytrabaja de listero en la oficina, comoayudante del calculista de normas. Elresto de la brigada 104 se hace a un ladoy... a empezar.

El sol, rojo y neblinoso, sale sobrela obra vacía. Las piezas de madera delas casas prefabricadas están cubiertaspor la nieve; aquí se empezó un muro, sehizo un fundamento y se dejó; aquí hayuna cuchara de draga, rota, allá un cubo,más allá un montón de chatarra; un canalde desagüe a medio hacer, fososexcavados; los talleres de reparación deautomóviles terminados sin el techo; la

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central de fuerza, sobre la colina, secomenzó por el primer piso.

Todos se han esfumado. Sólo losseis vigilantes están en sus torres, y enlas oficinas corren de un lado para otro.¡Ese es nuestro momento! Todas lasveces que el aparejador responsableamenazó con asignar las brigadas ya lanoche anterior —se dice— fue unfracaso. Porque entre ellos desde lamañana a la noche todo va de cabeza.

¡Ha llegado nuestro momento! Hastaque la dirección de la obra haya puestosus cosas en claro, métete donde hacemás calor, agáchate o siéntate, que ya tedoblarás la espalda trajinando. Es

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bonito estar cerca de la estufa y podervolver y calentar un poco los trapos delos pies. Pero también está bien aunqueno haya estufa.

La brigada 104 ha pasado al grantaller de reparación de autos, que tienevidrios desde el otoño, y en el que labrigada 38 moldea planchas dehormigón. Algunas planchas están dentrode los encofrados, otras están dispuestasverticalmente; allí hay acero para lasarmaduras. Una nave alta, suelo detierra. Aquí no hará calor, pero al menoscaldean esta nave un poco, no ahorran elcarbón. Incluso hay un termómetro, yhasta en domingo, cuando por el motivo

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que sea el campamento no sale atrabajar, un civil se queda encargado decaldearla.

Naturalmente, nadie ha ordenado ala 38 acercarse a la estufa. Ellos mismosse han sentado alrededor y se secan lostrapos de los pies. De acuerdo, nosdecidiremos por ese rincón de ahí.

Con el trasero de su pantalón dealgodón ya muy desgastado, Sujov seacomodó al borde de un encofrado,apoyando la espalda en la pared. Alresbalar un poco, le aprietan la chaquetaenguatada y el chaleco y siente algo quele oprime en el lado izquierdo delpecho, sobre el corazón. Ese algo duro

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es la esquina de la corteza de pan, lamitad de la porción de la mañana,reservada para el mediodía. Siempre sellevaba al trabajo la misma cantidad, sintocarla antes de mediodía. Por lo demás,siempre comió la otra mitad por lamañana, menos hoy. Y Sujovcomprendió que no había ganado nadacon ello. Ahora era presa del deseo decomerse la ración allí mismo, al calor.Hasta el mediodía quedaban aún cincolargas horas.

El dolor de los lomos había pasadoahora a las piernas. Se sentía vacilante,¡si al menos pudiese acercarse a laestufita!...

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Sujov puso los guantes sobre susrodillas, desabotonó la chaqueta,desanudó de la nuca el helado protectorde la cara, lo dobló un par de veces y selo metió en un bolsillo. Luego sacó lamísera corteza de pan del trapo blancoy, manteniendo el trapo en el bolsillosuperior, para que no se desperdiciaseninguna miga, comenzó a masticar muylentamente, a bocados pequeños. Comohabía llevado el pan bajo dos prendasde vestir calentándolo con el calor de supropio cuerpo, no se había helado.

En los campos, Sujov recordabaalguna vez lo que solían comer en elpueblo: patatas —sartenes llenas de

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ellas; puré— a ollas enteras, y antesaún, carne, en buenos trozos. Y sobretodo eso, atiborrándose de leche hastareventar. Hay que comer con todo elpensamiento dedicado a la comida. Asímismo, como ahora comes este pequeñobocado, estrujándolo con la lengua ychupándolo en el carrillo, qué aromáticote parece ese pan negro y mojado, queSujov lleva comiendo desde hace ochoaños, y quizás aún un noveno año más.Nada que decir. Y además trabaja. ¡Ycómo!

Así estaba Sujov, ocupado con susdoscientos gramos, mientras cerca de él,al mismo lado, estaba toda la brigada

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104.Dos estonianos estaban sentados

juntos, como hermanos de sangre, sobreuna baja plancha de hormigón,pasándose el uno al otro una tristecolilla de cigarrillo. Esos estonianoseran ambos muy rubios, muy altos, muydelgados. Y ambos tenían largas naricesy grandes ojos. Estaban tan unidos,como si el uno no tuviera suficiente airepara respirar sin el otro. El brigadiernunca los separaba. Compartían lacomida a medias y también la literasuperior. Y cuando estaban en filaesperando a salir, y cuando se echaban adescansar, hablaban todo el rato entre

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ellos, siempre en voz baja,calmosamente. Pero no eran hermanos,sino que se habían conocido aquí, en labrigada 104. El uno, se decía, era unpescador de la costa; el otro fue llevadopor sus padres a Suecia de pequeño,cuando la ocupación de los soviets. Yamayor, volvió por su propia decisión,para terminar la carrera en Estonia.Luego dicen que la nacionalidad nosignifica nada, que en todos los paíseshay malvados. Pero, de tantos estonianoscomo había conocido Sujov, nuncaencontró ninguno malo.

Todos estaban sentados: éste sobrelas planchas, el otro sobre el encofrado

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de madera, otros en el suelo,simplemente. Por la mañana, la lenguano se inclina a conversar; cada cualseguía el hilo de sus pensamientos ycallaba. Ese chacal, Fetiukov, habíarecogido colillas de algún lugar (no leimportaba pescarlas de la escupidera).Ahora las deshacía sobre las rodillas yechaba los restos de tabaco en un papel.

Antes Fetiukov era padre de treshijos. Desde que estaba encerrado,todos le habían repudiado, y su mujer secasó con otro. De modo que no recibíaninguna ayuda.

Buinovski miraba de reojo aFetiukov durante todo el rato, y

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finalmente ladró:—¿Por qué diablos recoges toda esa

porquería de microbios? ¿Es quequieres agarrar la sífilis? ¡Deja eso!

El capitán de fragata estáacostumbrado a mandar. Cuando hablacon la gente, es como si diera órdenes.Pero Fetiukov no depende de Buinovskipara nada, y el capitán tampoco recibepaquetes. Por ello replica, torciendo enuna sarcástica sonrisa su boca casidesdentada:

—¡Espera, capitán, a estar ochoaños encerrado, y tú también lasrecogerás! Ya hemos tenido gente másorgullosa que tú en el campo...

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Fetiukov juzga según su propiaexperiencia, pero el capitán quizá nodoble la cabeza...

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —SenkaKlevschin, que no oye bien, no lo hacogido todo. Piensa que hablan de cómopor la mañana, al salir, Buinovski montóen cólera.

—¡No vale la pena alterarse! —movió la cabeza, abatido—. Todotermina por olvidarse.

Senka Klevschin es un pobre tonto.Ya se le rompió el tímpano en 1941. Poreste tiempo fue hecho prisionero,escapó, volvieron a echarle el guante yle encerraron en Buchenwald. Allí

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escapó a la muerte de milagro. Ahoracumple su condena resignadamente: sisales de tus casillas, estás perdido.

Eso es cierto; gime y aguanta. Si terebelas, te pierdes. Alexei tenía la caraoculta entre las manos y callaba,rezando.

La porción de Sujov se habíaquedado en nada; de todos modos, seguardó un trocito roído de la cortezaredonda del trozo de pan. Pues conninguna cuchara puede aprovecharsetodo el puré de la escudilla tan biencomo con el pan. Envolvió la míseracorteza otra vez en el trapo blanco, parala ración del mediodía; guardó el

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envoltorio en el bolsillo interior, bajo elchaleco, se abotonó la chaqueta a causadel frío y se dispuso a trabajar. Claroque sería mejor si aún esperara un poco.

La brigada 38 se puso en pie,dispersándose. Este a la máquinamezcladora, el otro a por agua, el otro alas armaduras. Pero ni Tiurin ni suayudante Pavlo se dejaban ver de subrigada. Y aunque la 104 llevaba sóloveinte minutos esperando, y la jornadainvernal abreviada era hasta las seis, atodos les parecía una gran felicidad,como si no faltase ya mucho hasta elanochecer.

—¡Ah! ¡Hace mucho que no hay

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tormenta de nieve! —suspiró elsonrosado y bien alimentado letónKilgas—. ¡En todo el invierno, ni unasola tormenta de nieve! ¡Eso no esinvierno ni es nada!

—Sí..., tormentas de nieve...,tormentas de nieve... —suspiró toda labrigada.

Cuando había tormenta de nieve eltemor no era de salir a trabajar, sinosimplemente de traspasar la puerta delbarracón. Pues si del barracón de losdormitorios al del comedor no hantendido un cable, uno se pierde. Si unpreso se hiela en la nieve, mal rayo loparta. Mas, ¿y si se las pira? Ya pasó.

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Durante las tormentas, la nieve es comopolvillo y se adensa durante la neviscacomo si alguien la apisonara.Precisamente durante una de esastormentas, al quedar la alambradacubierta de nieve, se largaron algunos.Claro que no llegaron muy lejos.

La tormenta de nieve, si se piensabien, no trae ninguna ventaja. Los presosquedan encerrados, el carbón no llega atiempo y el calor se disipa del barracón.No traen harina al campo, y no hay pan.Ni en la cocina les llega. Pero, portiempo que dure una de estas tormentas—tres días, una semana quizá—, esosdías cuentan como tiempo libre y luego

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le echan a uno a trabajar el mismonúmero de domingos.

A pesar de todo, los presos aman latormenta de nieve y rezan para que sepresente. Apenas se hace un pocoinsistente el viento, todas las miradas sedirigen al cielo. ¡Si hubiera candela!¡Candela! O sea, nieve.

Con un viento rasante sobre el suelo,no puede resultar una tormenta de nievecomo es debido.

Ya se acercaba uno para calentarse ala estufa de la brigada 38, siendoahuyentado ruidosamente.

En el mismo momento, Tiurin entróen la nave. Estaba sombrío. Los

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compañeros de la brigadacomprendieron: había que hacer algo, yen seguida.

—Bieeen —miró Tiurin a sualrededor—. ¿Todo listo, la cientocuatro?

Sin controlar ni hacer recuento —aTiurin jamás se le escapará nadie—,comenzó a repartir rápidamente. Los dosestonianos, junto con Klevschin yGopsik, fueron enviados a llevar la granartesa para el mortero a la central deenergía. Con esto resultaba evidente quela brigada se cambiaba a la central, queno estaba terminada y había sidoabandonada a finales de otoño. Dos

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hombres fueron enviados a la entrega deherramientas, donde Pavlo recibíautensilios. Cuatro hombres fueronencargados de quitar la nieve de losalrededores de la central, de la entrada ala sala de máquinas, de la misma sala demáquinas y de las escaleras. Dos másrecibieron la orden de cargar la estufade la nave con carbón, y de procurarse ypartir madera y tablas. Otro transportabacemento allí con el trineo. Dos llevabanagua, dos acarreaban arena y uno debíaquitar la nieve de esta arena y reducirlaa trocítos con el formón.

Con ello, sólo quedaron Sujov yKilgas, los capataces de la brigada. El

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brigadier los llamó así:—Bien, muchachos —no tenía más

edad que ellos, pero tenía la costumbrede llamarlos «muchachos»—, a partirdel mediodía empezaréis a levantar unapared con tochanas en el primer piso,donde terminó la sexta brigada en otoño.Ahora hay que calentar la sala demáquinas. Tiene tres grandes ventanas,que habrá que tapar de alguna manera.Os daré gente para que os ayuden, peroantes hay que pensar con qué taparlas.La sala de máquinas servirá para mezclade mortero y calefacción a la vez. Si noconseguimos calentarla, pasaremos unfrío de perros, ¿entendido?

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Quizás habría seguido hablando,pero entonces se acercó Gopsik, unmuchacho de unos dieciséis años,rosado como un cerdito, para quejárselede que la otra brigada no quería entregarla artesa y había disputas. Tiurin se pusoen camino hacia allí.

Aunque era difícil comenzar lajornada de trabajo con aquel frío, sóloera cuestión de aquel comienzo. Loúnico que importaba era superarlo.

Sujov y Kilgas se miraron. No era laprimera vez que trabajaban juntos, yapreciaban cada uno en el otro alcarpintero y al albañil. No sería fácilencontrar en ese desierto de nieve algo

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que sirviera para tapar las ventanas.Pero Kilgas dijo:

—¡Vania! Sé un sitio, al lado de lascasas prefabricadas. Hay un grueso rollode cartón alquitranado. Yo mismo loguardé. ¿Vamos allá?

Aunque Kilgas es letón, habla rusocomo su lengua materna. En la vecindadhabía un poblado de baptistas, y allí loaprendió de niño. Hace sólo dos añosque Kilgas conoce los campos, perosabe de todo: lo que no sacas amordiscos, tampoco lo sacas pidiendo.

Decidieron agenciarse el cartón decubiertas. Sujov se dirigió antes,acompañado por Kilgas, al edificio del

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taller de reparación de automóviles,dentro del recinto de la obra, parabuscar su paleta. La paleta es algoextraordinario para el albañil, pues seadapta bien a la mano y es ligera. Peroen todas las obras la regla era que porlas mañanas se recibían las herramientasy por la noche se devolvían. Eracuestión de suerte la herramienta que secogía a la mañana siguiente. Un día,Sujov engañó al encargado y nodevolvió la mejor de las paletas. Ahorala escondía todas las noches en un sitiodistinto y cada mañana, si había quelevantar una pared, volvía a sacarla.Seguro que si la 104 hubiera tenido que

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ir a la «Sozkolonie», Sujov se habríaquedado sin paleta. Mas ahora apartóuna piedra, metió el dedo en lahendidura y la sacó. Sujov y Kilgasabandonaron el taller de reparación decoches y se dirigieron a las casasprefabricadas. Su respiración formabadensas nubes de vapor. El sol habíasalido ya, sin rayos, como entre laniebla. A un lado se erguían unos postes.

—¿No son postes eso? —señalóhacia delante Sujov.

—¡No nos han de molestar lospostes! —Kilgas hizo un gesto negativoy comenzó a reír:— A menos que hayantendido alambres de púas entre ellos.

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¡Eso es lo que importa!Kilgas no dice una frase sin

bromear. Por eso le aprecian en toda labrigada. ¡Y cómo charlan con él losletones del campo! Bien, Kilgas sealimenta normalmente, dos paquetes almes, está sonrosado y como si noestuviera en un campo de concentración.Así ya se puede bromear.

El terreno de la obra es gigantesco.Se tarda algún tiempo en cruzarlo. Por elcamino se encuentra a los compañerosde la brigada 82. Están haciendo fosasde 50 X 50 en cuadrado y sólo 50 dehondo, pero el suelo es aquí comopiedra, incluso en verano, y ahora está

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helado además: ¡Intenta penetrarlo! Sigolpeas con el pico, rebota, y saltanchispas. De tierra, ni asomos. Cada unode los muchachos está sobre su agujero,mirando a su alrededor. No hay dondecalentarse, y no les dejan marcharse. Demanera que vuelven a coger su pico; almenos, calienta.

Entre ellos, Sujov reconoce a uno dela región de Viatka y le da un consejo:

—Oye, haced una hoguera sobrecada agujero y se deshelará la tierra.

—No lo permiten —suspira elpaisano—, ni dan madera.

—Hay que encontrarla. Kilgasescupe al suelo.

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—Bueno, Vania, tú mismo: si ladirección de la obra tuvieraentendimiento, ¿pondría gente a cavar elsuelo con picos, con frío?

Kilgas rezonga cosasincomprensibles durante un rato aún, yluego se calla, pues el frío quita lasganas de hablar. Siguen y siguenadelante, llegando al lugar donde estáncubiertas por la nieve las planchas paracasas prefabricadas.

A Sujov le gusta trabajar con Kilgas.Sólo tiene una falta; no fuma, y en suspaquetes no le envían tabaco.

Realmente, Kilgas es un finoobservador. Levantan una tabla, luego

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otra, y debajo aparece el rollo decubierta alquitranada.

Lo sacan. Ahora ¿qué? ¿Cómollevarlo? Pueden ser vistos desde latorre de vigilancia, pero eso no importa.Los zoquetes sólo se ocupan de que nose les escapen los presos, pero dentrode la obra podrían hacer palillos de lamadera de construcción; aunque lesviera el inspector del campo, no seríagrave. El también procura por su interés.A los «trabajadores» les importan unpito las casas prefabricadas, igual que alos brigadieres. Sólo el aparejadorcivil, el jefe de década de entre lospresos y el altísimo Schkuropatenko, un

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preso cualquiera. Por esto le hanencargado provisionalmente de vigilarlas casas prefabricadas para que lospresos no se lleven nada. EseSchkuropatenko es precisamente quienpodría pescarlos en campo abierto.

—No debemos llevarlo horizontal,Vania —reflexiona Sujov—. Cojamos elrollo verticalmente; así podremostransportarlo con facilidad y cubrirlocon nuestros cuerpos. Desde lejos no loverá.

La idea de Sujov es buena. Seríaincómodo llevar el rollo bajo el brazo.Abandonan el intento y en su lugar lollevan apretado entre los cuerpos, de

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manera que parece un tercer hombre.Visto de perfil, se diría que dos hombrescaminan uno al lado del otro.

—Pero más tarde el aparejador veráel cartón en las ventanas y así lodescubrirá —dice Sujov.

—Y a nosotros ¿qué nos importa? —pregunta Kilgas, admirado—. Nosotroslo encontramos todo puesto en la central,¿íbamos a arrancarlo?

También era verdad.Los dedos se han quedado rígidos

dentro de los delgados guantes; estáninsensibles. La bota de fieltro izquierdaaguanta. Eso es lo principal. Las manosya se deshelarán durante el trabajo.

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Ambos cruzan por la nieve virgen yllegan a las huellas del trineo, quellevan del cobertizo de las herramientasa la central. Sin duda acarrean ahí elcemento.

La central eléctrica está en unacolina; detrás termina la zona exterior.Hace mucho que nadie pasaba por aquí,todos los caminos de entrada a la centralestán uniformemente cubiertos de nieve.Por eso se marcan con más claridad lashuellas del trineo y el rastro reciente, lasprofundas huellas que ha dejado nuestragente. Ya están despejando con palas demadera el espacio alrededor de lacentral, y abren el camino para el

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camión.Si al menos hubiera funcionado el

pequeño montacargas. Pero el motorestá quemado, y evidentemente no hasido reparado. Eso quiere decir que unavez más uno tiene que subirlo todo alprimer piso por sí mismo. El mortero.Las tochanas.

Durante dos meses la central haquedado abandonada en la nieve comoun esqueleto gris. Ahora llega la 104.¿Qué ha de hacer la gente? Las tripasvacías están rodeadas con una faja delona; hace un frío atroz, y en ningunaparte una oportunidad de calentarse, niuna chispita de fuego.

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Mas, a pesar de todo, llega la 104, yla vida empieza de nuevo. Nada másentrar a la sala de máquinas, la artesa separte en dos. Ya estaba vieja, y Sujov nohubiera creído posible traerla sana hastaallí. El brigadier suelta algunasmaldiciones para cubrir el expediente,pero dándose cuenta de que nadie tienela culpa. Ahí llegan Kilgas y Sujovtrayendo entre los dos el cartónalquitranado. El brigadier se alegra y enseguida organiza una nueva distribución:Sujov arreglará el tubo de la chimenea;Kilgas está encargado de reparar laartesa del mortero, en lo cual leayudarán dos estonianos, y a Senka

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Klevschin le dan el hacha para que hagalistones largos en que clavar el cartón,pues éste sólo es la mitad de ancho quela ventana. ¿De dónde sacar listones? Elaparejador no proporciona madera parauna nave de calefacción. El brigadiermira a su alrededor, y los demástambién. No hay más que una solución:arrancar algunas de las tablas que en laescalera del primer piso sirven debaranda. No hay que adormilarse alsubir, y así no se caerá nadie. ¿Quépodía hacerse, si no?

¿Por qué habría de partirse loslomos trabajando durante diez años unpreso en un campo de concentración?

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No quiero, y basta. Hay que estirar eltrabajo durante el día, hasta queanochezca, y así al menos le pertenece auno la noche.

Mas este cálculo no sale. Para esose inventaron las brigadas.Naturalmente, no se trata de brigadascomo las de fuera del campo, en las queIván Ivanitch recibe más paga que PiotrPetrovitch. La brigada en los campos noestá para que la comandancia vigile alos presos, sino para que unos presos sevigilen a otros. Entonces sólo hay unasolución, todos trabajan más, o todosrevientan. ¿No trabajas, marrano?¿Habré de pasar hambre por tu culpa?

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¡A pensar, sucio!Y cuando llega encima un momento

como el de ahora, sí que no debesquedarte sentado. Quieras o no, has desaltar, correr y moverte. Si en dos horasno organizamos una nave de calefacción,habrá sonado la última hora paranosotros.

Pavlo ha traído ya las herramientas;no tiene más que escoger. También hayalgunos tubos. No son herramientas defontanero, desde luego, pero hay unmartillo de mecánico, de tamaño menor,y una pequeña hacha. Ya nosarreglaremos.

Sujov se golpea los guantes, acopla

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los tubos y une las junturas.Alternativamente, se golpea las manos yune tubos (acaba de esconder su paletaaquí cerca. Hasta los compañeros de labrigada podrían cambiársela. HastaKilgas).

Todos los pensamientos quedancomo apagados de repente. Sujov nopiensa más que en cómo hará paracomponer y montar los codos y que nose escape el humo. Envía a Gopsik abuscar alambre, para que el tubo de lachimenea pueda colgarse de la ventana.

En el rincón todavía hay una estufabaja con un tiro de obra. Tiene arribauna plancha de hierro, que puede

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caldearse. Sobre ella se deshiela y secala arena. La estufa ya está encendida. Elcapitán y Fetiukov traen la arena enartesas de mano. Para ese trabajo no senecesita mucho entendimiento. Por esoel brigadier emplea en él a los quefueron mandos. Fetiukov parece habersido un director importante de algunaoficina; iba en coche.

Durante los primeros días, Fetiukovse insolentaba con el capitán y le gritabaa veces. Pero en una ocasión el capitánle atizó un gancho en la barbilla, y hubopaz.

Los muchachos se arraciman junto ala estufa con la arena, para calentarse,

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pero el brigadier les advierte:—¡Ya os haré yo entrar en calor!

¡Terminad antes la instalación!A perro escarmentado, no hay más

que enseñarle el palo. El frío es duro,pero el brigadier aún lo es más. Loschicos ponen otra vez manos a la obra.Sujov oye cómo el brigadier le dice envoz baja a Pavlo:

—Quédate aquí y vigila. Voy a fijarlos tantos por ciento.

Depende más de los tantos porciento que de todo el trabajo. Si elbrigadier es listo, se empeña en esto, yasí vamos pasando. Cuando no se hizocosa alguna, demuestra que se hizo. Si

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algo se paga poco, dale de vueltas paraque te den más. Para eso el brigadier hade tener algo de mollera y estar a laaltura de los de la norma. También éstostienen que ser vivos.

Si se piensa bien, ¿para quién sonesos tantos por ciento? Para los delcampo. Se saca de la obra unos cuantosmiles de más y se da prima a lostenientes; como a ese Volkovoi para sulátigo. Y a ti te dan doscientos gramosmás de pan para cenar, doscientosgramos que deciden de tu vida.

Traen ahora dos cubos de agua, quese heló durante el camino. Pavlo se diocuenta que así no valía la pena. Sería

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más rápido fundir agua de la nieve. Demanera que colocaron los cubos sobre laestufa.

Gopski trajo hilo de aluminio, comoel que usan los electricistas para tenderconducciones.

—¡Iván Denisovich! Este cable esbueno para cucharas. ¿Me enseñaráusted cómo se funden las cucharas?

Iván Denisovich ama a ese Gopsik,ese pillo (su propio hijo murió, depequeño, y sólo le quedan en casa doshijas mayores). A Gopsik le encerraronpor llevar leche a los partisanos delbosque. Le condenaron igual que a losmayores. Es un animalillo amable,

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siempre de buen humor con todos. ¡Y eslisto! Siempre se come sólo lo de suspaquetes, y a veces mastica por lanoche. No se puede dar de comer atodos.

Cortaron el cable en trozos para lacuchara, y los escondieron en un rincón.Sujov clavó dos tablas formando unaescala y encargó a Gopsik de colgar eltubo. Ligero como una ardilla, Gopsiktrepó por las traviesas, clavó un clavo,le ató un cable y colgó el tubo. Mientrastanto Sujov no se estuvo mano sobremano, sino que proyectó al tubo de unrecodo hacia arriba. Hoy no hace viento,pero aunque haga mañana, el humo no

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entrará. Hay que entenderlo: la estufaestá para uno mismo.

Senka Klevschin había terminado loslistones, y el rápido Gopsik tuvo queclavarlos. El pequeño diablo trepó yaullaba desde arriba.

El sol estaba más alto, habiendodispersado la niebla; los postes habíandesaparecido... y el disco parecía másrojo. Y mientras tanto, aquícalentábamos la estufa con la maderarobada. Así era mucho más divertido.

—En enero el sol calienta lascostillas de las vacas —explicó Sujov.

Kilgas terminó de clavar la artesa,golpeó unas cuantas veces con la

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pequeña hacha y exclamó:—¡Oye, Pavlo, por este trabajo el

brigadier tendrá que pagarme cienrublos; con menos no me conformo!Pavlo rió.

—Cien gramos más te darán.—¡El fiscal te pondrá algo de

propina! —bramó Gopsik desde arriba.—¡Quieto! ¡Deja eso! —exclamó

Sujov. Habían empezado a cortar mal elcartón alquitranado.

Les enseñó cómo debía hacerse.Se habían reunido mucha gente

alrededor de la estufita de hojalata.Pavlo los separó. A Kilgas le asignaronun ayudante con la orden de hacer

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cubetas para mortero, con el fin depoder subirlo. Dos hombres más sedestinaron a acarrear arena. Pavlo losmandó arriba para que limpiaran denieve el puesto de trabajo y el muro.Luego destinó a otro para que quitase laarena caliente de la estufa y la vertieseen la artesa. Fuera se oyó el rugido deun motor; traían las tochanas.

Pavlo salió corriendo y movió losbrazos para indicar dónde tenían quedescargar el material.

Entretanto quedó clavada una, luegootra tira de cartón. Pero ¿qué protecciónpuede dar el cartón? El papel no puedeser más que papel. Con todo, se formaba

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una especie de pared continua. En lanave, ahora a oscuras, la estufa al rojobrillaba más.

Alioska trajo carbón. Los unos legritaban: «¡Carga!»; los otros: «¡Nocargues! ¡Nos calentaremos con lamadera!» El se detuvo, y no sabía quépartido tomar.

Fetiukov se había sentado junto alfuego. El muy idiota se acercaba muchoal fuego con las botas de fieltro. Elcapitán lo cogió por el cogote y loempujó hacia las cubetas:

—¡A llevar arena, cabrito!El capitán consideraba el trabajo del

campo igual que el servicio de la

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Marina. ¡Si se ha recibido una orden,hay que ejecutarla! Ha adelgazadomucho en el último mes, pero aún puedecon el paquete.

En fin, las tres ventanas han quedadotapadas. Sólo por la puerta entra aún laluz, pero también el frío. Pavlo ordenacubrir la parte superior de la puerta y nodejar más espacio que el necesario parapasar con la cabeza baja.

Mientras, tres volquetes han subidolas tochanas y han descargado. Elsiguiente problema será el de subirlas.¿Cómo podrá hacerse sin montacargas?

—¡Los albañiles, vamos, iremosarriba! —les estimula Pavlo.

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Cuestión de honor. Sujov y Kilgassuben con Pavlo. Si la escalera ya eraestrecha antes, ahora, después que Senkaha arrancado la baranda, hay quearrimarse al muro para no caer. Además,la nieve se ha helado en los escalones,redondeándolos, de modo que el pie noencuentra apoyo. ¿Cómo podrá subirseel mortero?

Se vuelven hacia donde se ha delevantar el muro. Otros están quitando lanieve de encima con palas. ¡Ah!, bien.Romperemos el hielo que cubre el muroviejo con el hacha y lo quitaremos conla escoba de ramaje.

Calculan desde dónde habrá que

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pasarse las tochanas, y miran haciaabajo. Luego deciden lo siguiente: Envez de acarrear las piedras por laescalera, cuatro hombres las lanzarán alpuesto de trabajo, hacia arriba, dondedos más las seguirán pasando. Al primerpiso irán también dos hombres parapasarlas, y así adelantará más de prisael trabajo.

Arriba, el viento no es fuerte, perohay corriente de aire. Los traspasarádurante el trabajo; pero tú te colocasdetrás de la parte terminada, te ocultasdetrás del muro, y así será un poco mássoportable, menos frío. Sujov miró alcielo: ¡Ah, qué despejado, y el sol casi

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en el cénit! ¡Cómo pasa el tiempotrabajando! Como muchas otras veces,Sujov se dio cuenta: los días en elcampo pasan volando. Pero la condenamisma no parece cambiar; no toca nuncaa su fin.

Volvieron abajo. Todos estabanjunto a la estufa; sólo el capitán yFetiukov seguían transportando arena.Pavlo se enfureció y mandó a ochohombres de una vez para que seocuparan de las tochanas. Otros doshubieron de echar cemento en la artesa ymezclarlo en estado seco con la arena.Uno fue enviado a buscar agua, otro apor carbón. Y Kilgas se dirigió a su

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comando:—Bien, hijos míos, hay que acabar

de una vez las cubetas.—¿Puedo echarles una mano? —

Sujov pide así a Pavlo que le dé trabajo.—Bien —asiente éste.En aquel momento traen un

recipiente con que derretir nieve parahacer el mortero. Alguien dice que yason las doce.

—Deben ser las doce —explicaSujov—, porque el sol está en su cénit.

—Cuando está en el cénit —anunciael capitán— no son las doce, sino launa.

—¿Cómo? —se asombra Sujov—.

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Pero si ya los antiguos sabían que amediodía el sol está en lo más alto.

—¡Sería en la Antigüedad! —replicó secamente el capitán—. Peroahora se ha publicado una orden, por lacual el sol ha de estar en lo más alto a launa.

—¿Quién ha publicado esa orden?—¡El Gobierno soviético!El capitán sale cargado con sus

cubos, y Sujov no quiere peleas. ¿Serácierto que hasta el sol obedece lasórdenes de ellos?

Siguieron martillando y golpeando, yal fin terminaron cuatro cubetas dealbañil pequeñas.

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—Está bien; sentémonos ycalentémonos un poco —dijo Pavlo alos dos albañiles—. Y usted, Senka,ayudará a levantar el muro después decomer. ¡Siéntese!

Se acurrucaron debidamente junto ala estufa. Antes del mediodía, de todosmodos, no comenzarían a levantar pared,y no valía la pena de empezar a mezclarel mortero, pues entre tanto se helaría.Los carbones esparcían un calorbastante regular. Claro que no se notabasino cerca de la estufa; en el resto delrecinto hacía un frío de perros, igual queantes.

No conviene acercar demasiado los

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pies calzados al fuego, ¡convienerecordarlo! El cuero se vuelvequebradizo y se raja. Las botas de fieltrose humedecen, empiezan a desprendervapor, pero de calentarse los pies, niasomos. Si los acercamos más al fuego,se chamuscan. Luego vas con un agujerohasta la primavera, y no te hagasilusiones de conseguir otro par.

—¿Qué hace Sujov ahí? —iniciaKilgas una conversación—. El Sujov,muchachos, casi está con un pie en casa.

—Sí, con el desnudo —intervieneuno. Todos ríen: Sujov se ha quitado labota izquierda, la que está chamuscada,y seca los trapos al fuego.

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—Sujov ya termina de cumplir sucondena.

Al propio Kilgas le clavaronveinticinco años. Los demás tuvieronmás suerte en el juicio; los tomaron enbloque y los encerraron por diez años.Mas, desde 1949, todas las condenaseran mayores, a veinticinco años sindiscriminaciones. Diez años aún puedenpasar de algún modo, pero sobrevivirdurante veinticinco...

Sujov se sentía satisfecho cuandotodos los dedos le señalaban: «A ése lefalta poco para salir.» Pero en su fuerointerno no estaba muy seguro. Los quecumplían la condena durante la guerra

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fueron retenidos «en reserva» hasta1946. El que estaba condenado a tresaños por ejemplo, se quedaba encerradocinco años más. Es una ley muy elástica.Pasan los diez años, y pueden caerteotros diez, o el destierro.

Cuando uno lo piensa, se vuelveloco. Alguna vez tiene que acabar lacondena, como un film... ¡Dios mío! ¿Serdueño de sí mismo? ¿Estar en libertad?

Naturalmente, como perro viejo enlos campos, esto no podía decirse enalta voz, no hubiera estado bien. Sujovse dirigió a Kilgas:

—¡No cuentes tus veinticinco años!Querer cumplir veinticinco años de

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condena sería como sacar agua con untenedor, ¿no? Llevo ya ocho añosencima, justos.

Somos en este mundo como unabrizna de paja.

Según la acusación, Sujov estabacondenado por alta traición. El habíaconfesado y declaró que hizo que lecogieran prisionero con intención detraicionar a su país, y que fue puesto enlibertad para cumplir una misión delservicio secreto alemán. Cuál fuese estamisión, no pudo precisarlo Sujov ni eljuez de instrucción. Una misión, pues,quedó en los papeles.

El cálculo de Sujov fue bien

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sencillo: si no firmas, será tu muerte; sifirmas, aún vivirás unos añitos. Demanera que firmó.

En realidad, las cosas ocurrieronasí: en febrero de 1942 encerraron atodo el ejército en una bolsa del frente, yde los aviones ya no tiraban comida,pues no debían de quedar aviones.Llegaron incluso a raspar los cascos delos caballos que reventaron, mezclandoluego esa materia córnea con agua, paracomérsela. Tampoco había con quédisparar. Así, los alemanes los cazaronen grupos a través de los bosques,haciéndolos prisioneros. Con uno deestos grupos, Sujov estuvo unos días en

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cautiverio, aún dentro de los bosques, yluego se escapó con otros cuatro.Ocultándose en los bosques y lospantanos, encontraron al fin, como pormilagro, las propias tropas. Un tiradorde ametralladoras segó a dos de ellosallí mismo, el tercero murió aconsecuencia de su herida; los dosrestantes consiguieron pasarse. Habríasido mejor decir que se perdieron en losbosques, y no hubiera ocurrido nada.Pero ellos confesaron abiertamente:¡prisioneros de los alemanes, sí!¿Conque prisioneros? ¡Hijitos de puta!¡Si hubieran sido cinco, se habríancomparado sus declaraciones, y les

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habrían creído; pero siendo dos,¡imposible! ¡Los muy canallas se hanpuesto perfectamente de acuerdo en esahistoria de la fuga!

Senka Klevschin ha oído, como delejos, que la conversación versa sobrefugas y prisiones, y dice en voz alta:

—Yo me largué tres veces, y las tresvolvieron a cogerme.

Senka, el paciente, se vuelve cadadía más silencioso. No puede oír a laspersonas, y no se mezcla en ningunaconversación. Por esto se sabe poco deél, salvo que estuvo en Buchenwald yperteneció a una organización deresistencia que introducía armas en la

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zona del campo de concentración, paraorganizar una revuelta. Y que losalemanes lo colgaban con las manosatadas a la espalda y le daban debastonazos.

—Tú, Vania, llevas ocho añospreso. ¿En qué campos? —intervieneKilgas.

—En los normales, pues. Viviríaiscon mujeres. No llevabais números.¡Pásate ocho años en el campo decastigo, en cambio! ¡Eso no lo resistenadie!...

—¿Con mujeres?... ¡Con viruela deballena, y no con mujeres...!

Con los vigilantes, pues.

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Sujov tiene los ojos fijos en lalumbre y se acuerda de los siete añospasados en el Norte. Cómo transportódurante tres años, con el remolcador,madera escuadrada y traviesas. Allítambién había hoguera durante laspausas entre la corta de madera; no dedía, naturalmente, sino por la noche. Elcomandante del campo lo habíaconvertido en ley: si una brigada nocumple la norma del día, se queda por lanoche en el bosque.

Y luego volver al campo amedianoche, y por la mañana otra vez albosque.

—No, hermanos, aquí hay más

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tranquilidad... —murmuró para sí—.Aquí el final del trabajo es ley.Terminado o no... ¡al campo! Y la normagarantizada es de cien gramos más. Aquíse puede vivir. Un campo de castigo.Bien, pero ¿te molestan los números?No pesan nada esos números.

—¡Silencio! —siseó Fetiukov. Seacerca la pausa de mediodía, y todos seapretujan junto a la estufa—. ¡Matanpersonas en la cama! ¡Silencio!

—No personas, sino soplones —Pavlo alza el dedo, amenazando aFetiukov.

En efecto, algo nuevo pasaba en elcampo. Una mañana, dos conocidos

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soplones fueron encontrados en susyacijas, degollados. Luego le ocurrió aun inocente, cuyo lugar confundieron.Otro denunciante escapó a la dirección,a las celdas del campo, donde leescondieron. .. en el «bunker» dehormigón. Cosa rara... ¡Aquello nopasaba en los campos normales! Ni allípasó nunca hasta entonces.

De súbito sonó la sirena; alprincipio no a plena potencia, sino demanera algo ronca, con un gorgoteo.

¡Mediodía! ¡Descanso!¡Perdido, lástima! Había pasado el

momento de ir al comedor a hacer cola.En la obra trabajaban once brigadas,

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pero en el comedor cabían sólo dos. Elbrigadier aún no ha vuelto. Pavlorecorre el terreno con rápida mirada ydecide:

—Sujov y Gopsik, conmigo. ¡Kilgas!¡Cuando le envíe a Gopsik, traiga enseguida a la brigada!

Otros ocupan en seguida sus puestosjunto a la estufa, que rodean como a unamujer a quien quisieran abrazar.

—¡Basta de charla! —gritaron losmuchachos—. ¿Quién fuma uno?

Todos se miran entre sí, a ver cuálfuma. Pero nadie tiene; o bien no haytabaco, o lo retiene y no quieremostrarlo. Salen afuera con Pavlo;

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Gopsik trota tras ellos.—Hace más calor —comprueba

inmediatamente Sujov—. Dieciochogrados, no más. Irá bien para trabajar.

Se vuelven hacia las tochanas. Losmuchachos han subido muchas al puestode trabajo, algunas incluso al pisoanterior.

Sujov mira también hacia el sol, conlos ojos entrecerrados, por lo de laorden de que habló el capitán. Enterreno abierto, que pasa libremente elviento, el frío aprieta aún. No olvidesque estamos en enero.

La cocina de la obra es una choza detablas, muy pequeña y miserable,

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montada alrededor del hogar, yclaveteada con chapa oxidada para taparlas rendijas. Por dentro, esa míserachoza está dividida en cocina y comedorpor medio de una pared. Ni en la cocinani en el comedor hay entablado. Talcomo apisonaron el suelo con los pies,así ha quedado, con pequeñas jorobas yhoyos. La cocina no es más que un hogarcuadrado con caldera encastrada.

En esta cocina mandan dos hombres,el cocinero y un sanitario. Cuando salenal campo por la mañana, el cocinerorecoge en la gran cocina del campo lacebada. Para cada uno alrededor decincuenta gramos, un kilo por brigada; y

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la columna de trabajo recibe algo menosde un «pud». El cocinero no llevaría esesaco de cebada tres kilómetros; para esotiene a su peón. Antes que tullirse loslomos con la carga, prefiere dar al peónuna ración especial a costa de los«trabajadores». Ir a por agua, llevarmadera, encender la cocina, todo eso nolo hace el cocinero por sí mismo, sinolos «trabajadores» y muertos de hambre,que reciben su ración especial; regalarbienes ajenos no duele. Luego se ordenóque sólo se debía comer en el comedor;hay que traer las escudillas del campo(no puedes dejarlas en la obra; por lanoche las roban los civiles), cincuenta

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unidades y no más, las lavan aquí yvuelven a usarlas, para ir más de prisa(el portador de las escudillas tambiénrecibe su ración especial). Para que nodesaparezcan las escudillas delcomedor, se aposta otro ayudante a lapuerta; ninguna escudilla ha de salir deallí. Pero, por mucho que vigile,siempre desaparece una, seaconvenciendo o distrayendo al vigilante.Por esto hay que enviar por toda la obraa un hombre que va recogiendo lasescudillas sucias y las devuelve a lacocina. A éste una ración, al otro otraración.

El cocinero sólo hace lo siguiente:

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Echa la cebada y la sal en la marmita, ydivide la grasa entre ésta y él mismo: lagrasa buena ni la ven los«trabajadores», la mala va a parar alcaldero. Por eso los presos prefierenque el campo suministre grasa mala.Luego el cocinero remueve el purécuando está a punto. Pero el sanitario nisiquiera hace esto; está sentado y mira.Una vez hecho el puré, le sirve enseguida al sanitario. ¡Come hastareventar! Y él mismo también seatiborra a placer. Luego viene elbrigadier de servicio —cada día unodistinto— para hacer una prueba,supuesto que tiene que probar si el puré

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puede darse a los «trabajadores». Dobleración para el brigadier de servicio.

Luego suena la sirena. Losbrigadieres se acercan en fila, y elcocinero les pasa las escudillas a travésde la ventanilla. En estas escudillas elfondo está bien cubierto de puré. Cuántode su cebada hay allí, no lo podrás saberni calcular jamás. Si abres la boca, te latapan a estacazos.

Sobre la estepa desnuda sopla elviento... seco en verano, helado eninvierno. Aquí no crece nada, y en elrecinto de entre las cuatro alambradas,menos aún. Sólo hay pan donde locortan, y la avena en el almacén. Puedes

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romperte los lomos a trabajar o arrastrarla barriga por el suelo, que aquí la tierrano produce nada. No tendrás más de loque te asigne el comandante. Y nisiquiera eso, pues primero vienen loscocineros, luego sus ayudantes, y lospeones. Aquí roban, en la obra roban, ytambién antes, en el almacén. Y todoslos que roban, no dan golpe. ¡Tú, encambio, trabaja y toma lo que te den, yapártate de la ventanilla! Aquí rige laley del más fuerte.

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Aquí rige la ley del más fuerte.Pavlo y Sujov entran con Gopsik en

el comedor. Está lleno de bote en bote, ydetrás de las muchas espaldas no se venlas estrechas mesas ni los bancos.Algunos comen sentados, pero lamayoría está de pie. La brigada 82, quedurante toda la mañana y sin pausa paracalentarse ha estado cavando fosas, es laprimera en ocupar los puestos despuésdel toque de la sirena. Ahora que hancomido, no querrán levantarse. Dóndeiban a calentarse mejor que aquí. Losotros maldicen a la brigada, pero ellosno oyen ni ven; aun con maldiciones, seestá mejor dentro que fuera, al frío.

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Pavlo y Sujov se abren camino acodazos. Llegan a tiempo, una brigadaestá recibiendo sus raciones, de modoque sólo queda otra. También losayudantes de brigadier están junto a laventanilla. Por lo tanto, los demás irándetrás de nosotros.

—¡Platos! ¡Platos! —grita elcocinero a través de la ventanilla, y yale están pasando, también Sujov recogeescudillas y las hace pasar; no por unaración extra de papilla, sino por ir másde prisa.

Ahora los ayudantes, detrás de lapared de separación, están lavando lasescudillas, una vez más por su ración.

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El ayudante de brigadier que estádelante de Pavlo acaba de recibir suporción. Pavlo grita por encima de lascabezas:

—¡Gopsik!—¡Aquí! —se oye desde la puerta.

Tiene la voz delgada, como una cabrilla.—¡Trae a la brigada!Se fue.Lo principal es que hoy el puré es

bueno. El mejor es el de avena. Mas nodan a menudo; lo más frecuente es elmijo o la papilla de harina. En el puréde avena sobrenadan círculos saturantesde grasa, por eso es más caro.

¡Cuánta avena dio en su vida Sujov

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de pasto a los caballos, sin pensar quealgún día suspiraría con toda su almapor un puñado de esa avena!

—¡Platos! ¡Platos! —gritan por laventanilla.

Ahora le toca a la 104. El primerayudante de brigadier recibe una doble«porción de brigadier» en su plato y seaparta de la ventanilla.

También esto es a costa de los«trabajadores», pero ninguno se queja.Todos los brigadiers reciben esaporción, que comen ellos o bien se lapasan a su lugarteniente. Tiurin la cede aPavlo.

Sujov se ha abierto paso hasta la

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mesa, ha echado a dos muertos dehambre y ha pedido por las buenas a un«trabajador» que ceda el sitio,limpiando luego una parte de la mesapara unas doce escudillas. Si se ponenbien juntas, aún pueden ponerse seis ydos más arriba. Ahora hay que recibirlas escudillas conforme las entregaPavlo, contar y cuidar de que ningúnextraño robe una de la mesa. Y quenadie dé un codazo y las vuelque. Allado, otros se levantan del banco, otrosse sientan y comen. Hay que fijarse bienen el límite. ¿Comen de lo suyo? ¿O hancogido una de las nuestras?

—¡Dos! ¡Cuatro! ¡Seis! —cuenta el

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cocinero detrás de la ventanilla. Sacalas escudillas de dos en dos, con ambasmanos. Así es más fácil, pues dando deuna en una podría equivocarse.

—Dos, cuatro, seis —repite Pavlofrente a la ventanilla, en voz baja,pasando los platos de dos en dos aSujov. Este los pone sobre la mesa.Sujov no repite los números en voz alta,pero cuenta con mucha más atención quelos de detrás, en la cocina.

—Ocho, diez.¿Por qué no llega aún Gopsik con la

brigada?—Doce, catorce —siguen contando.En la cocina se acaban las

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escudillas. Por encima de la cabeza y elhombro de Pavlo, Sujov ve las dosmanos del cocinero, que coloca dosplatos en la ventanilla, sujetándolos yvacilando. Posiblemente se ha vuelto yestá insultando al lavaplatos. Entoncesle meten desde fuera toda una pila deescudillas ya vacías. Coge la pila y lapasa atrás, soltando las que tenía abajo.

Sujov abandona su montón de lamesa, alarga los brazos por encima delbanco, coge las dos escudillas y repiteen voz baja, no al cocinero, sino aPavlo:

—Catorce._¡Eh! ¿Adonde te las has llevado?

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—ruge el cocinero.—Son nuestras._Aunque sean vuestras, no debes

confundirme con los números.—Catorce.Pavlo se encoge de hombros. El

mismo no habría robado escudillas.Como ayudante del brigadier, tiene quecuidar su autoridad. A pesar de ello,repite lo dicho por Sujov, pues en casonecesario puede echarle la culpa a éste.

—¡Yo ya había dicho «catorce»! —aulla el cocinero.

_¿Y qué? Pero no las soltaste, sinoque las tenía sujetas —escandalizaSujov—. ¡Si no lo crees, cuenta! ¡Están

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todas sobre la mesa!Sujov grita al cocinero, ve a los dos

estonianos que se abren paso hacia él yal pasar les da las dos escudillas.Consigue luego volver a la mesa ycomprobar que todo está en orden y losvecinos no hurtaron nada, que bienhubiera podido suceder.

En la ventanilla aparece la roja fazdel cocinero en todo su tamaño.

—¿Dónde están las escudillas? —pregunta severamente.

—¡Por favor! —grita Sujov—.¡Quita de ahí, amigo, no estorbes! —daun empellón a uno.

—¡Aquí, dos! —Cogió dos

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escudillas y las levantó.—Y debajo, tres filas de a cuatro,

exactamente. ¡Cuéntalas!—¿La brigada aún no está aquí? El

cocinero mira por la pequeña abertura,desconfiado. La ventanilla es tanestrecha para que no se pueda mirardesde el comedor y ver lo que queda enla marmita.

—No, todavía no ha llegado. —Pavlo mueve la cabeza.

—¡Infierno! ¿Por qué cogéis lasescudillas, si aún no ha llegado? —gritael cocinero, furioso.

—¡Ahí! ¡Ya llega la brigada! —gritatambién Sujov. Y todos oyen al capitán

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exclamando desde la puerta, como siestuviera en su puente de mando:

—¿Qué hacéis ahí apiñados? ¡Si yahabéis comido, fuera! ¡Dejad sitio a lossiguientes!

El cocinero rezongó algo, retiró lacabeza, y otra vez aparecieron susmanos en la ventanilla.

—Dieciséis, dieciocho... Y la últimaporción, doble:

—Veintitrés. ¡Se acabó! ¡Los de labrigada siguiente!

Los de la nuestra empezaron aabrirse paso a empellones. Pavlo lespasó las escudillas a la segunda mesa, aveces por encima de las cabezas de los

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que estaban sentados.En verano habrían cabido cinco

hombres en un banco, pero como ahoratodos iban muy envueltos, apenas cabíancuatro y no podían manejar bien suscucharas.

Sujov contaba con que al menos unade las raciones robadas lecorrespondiera a él, de modo que sededicó rápidamente a la suya. Encogióla rodilla derecha y sacó de la caña dela bota su cuchara «Ust-Ishma, 1944», sequitó la gorra, sujetándola bajo el brazoizquierdo, y rascó con la cuchara el purédel borde de la escudilla.

Este momento estaba íntegramente

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consagrado a la comida; tenía querecoger del fondo la delgada capa depuré, llevárselo cuidadosamente a laboca y removerlo en ella con la lengua.Pero tenía que darse prisa, para quePavlo viera que había terminado y lepasara la segunda ración. Allí estaba yaFetiukov, que había llegado con losestonianos y vio cómo apartaban dosraciones de puré. Estaba de pie frente aPavlo, comiendo y mirandocontinuamente las cuatro porciones aúnno repartidas de la brigada. Con estoquería dar a entender a Pavlo que, si notoda una porción, al menos podría darlemedia.

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Mas el joven y moreno Pavlo comía,tranquilo, su ración doble, y no se podíaleer en su rostro si se daba cuenta deque tenía alguien delante ni si seacordaba de que había dos racionessobrantes.

Sujov terminó su puré. Pero comohabía dispuesto su estómago para dosraciones, no le satisfizo una, como otrasveces le ocurría con el puré de avena.Sujov metió la mano en el bolsillointerior, sacó del trapo blanco supedacito de corteza, que aún no se habíahelado, y comenzó a limpiar el fondo ylos lados de la escudilla de todos losrestos del acuoso puré de avena. Con la

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lengua lamía lo limpiado y volvía apasar la corteza por la escudilla.Finalmente, ésta quedó completamentelimpia, como si la hubieran lavado, sóloque algo grasienta. La entregó porencima del hombro a los encargados derecogerlas y se quedó un rato sentado,sin ponerse la gorra. Aunque fue Sujovquien hurtó las raciones, el ayudante debrigadier mandaba.

Pavlo aún los hizo sufrir un poco,antes de vaciar también su escudilla. Elno la rebañó; lamió sólo su cuchara, laguardó y se persignó. Luego tocólevemente dos de las escudillasrestantes —estaba demasiado estrecho

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para cogerlas—, como si así lasadjudicase a Sujov.

—Coja usted una, Iván Denisovich,y llévele la otra a Zesar.

Sujov recordó que había que llevarel plato de Zesar a la oficina (pues ésteno se rebajaba a ir al comedor allí ni enel campo). Aún sabiéndolo, cuandoPavlo señaló las dos escudillas a la vezsu corazón dio un salto. ¿Serían para éllas dos raciones sobrantes? Pero enseguida su corazón recuperó su ritmoacostumbrado.

En seguida se inclinó sobre sulegítimo botín y comenzó a comer conunción, sin notar los codazos que le

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daban en la espalda los de las brigadasque acababan de entrar. Sólo lefastidiaba pensar que quizá Fetiukovconseguiría la segunda escudilla.Fetiukov siempre fue maestro endefraudar, pero para robar algo élmismo le faltaba valor.

Cerca de ellos se sentaba el capitánBuinovski. Ya hacía rato que no lequedaba puré, y no sabía que a labrigada aún le sobraban raciones.Además, no se preocupaba de mirar si elayudante de brigadier aún tenía alguna.Estaba simplemente amodorrado por elcalor que hacía allí dentro, y no teníafuerzas para levantarse y salir al frío o a

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la nave de calefacción, que todavía noestaba caldeada. Permanecía en su lugar,que no le correspondía, y molestaba alas brigadas entrantes, como sólo cincominutos antes hacían aquellos que éldispersó con su sonora voz. No llevabamucho tiempo en el campo y los trabajosforzados. Los minutos como aquél (sinque él lo supiera) eran muy importantespara él, pues del autoritario y estentóreooficial de Marina que había sido hacíanun preso torpe y miedoso, que sólogracias a esa torpeza podría resistir losveinticinco años que le cayeron.

Los otros estaban maldiciéndolo y lepropinaban codazos en las costillas para

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que se marchase.Pavlo exclamó:—¡Capitán! ¡Eh, capitán!Buinovski se estremeció, como si

despertase en aquel momento, y miró asu alrededor.

Pavlo le alargó el puré, sinpreguntarle si quería otra ración.

Las cejas de Buinovski se alzaron ysus ojos contemplaron el puré como sifuese un milagro sin igual.

—¡Vamos, coja, coja! —letranquilizó Pavlo, marchándose con laúltima escudilla para el brigadier.

Una sonrisa culpable distendió loscortados labios del capitán, que había

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estado en toda Europa y cruzó el granCanal del Norte. Lleno de felicidad, seinclinó sobre aquella cucharada escasade acuoso y desengrasado puré deavena... de avena y agua.

Fetiukov lanzó una furibunda miradaa Sujov y al capitán y se fue.

Sujov halló muy justo dar al capitánla segunda ración. El capitán yaaprendería a vivir allí, pero aún nosabía.

Sujov aún alimentaba una ligeraesperanza...,,quizá Zesar le cederíatambién su ración. Pero no, pues hacíaya dos semanas que no recibía ningúnpaquete.

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Después de vaciar la segundaescudilla, Sujov limpió el fondo y elborde con la corteza de pan, igual queantes, lamiendo cada vez el puré. Paraterminar, se comió la corteza. Luegocogió el puré frío de Zesar y salió.

—¡Para la oficina! —convenció alvigilante de la puerta, que no dejabasalir a nadie llevando una escudilla.

La oficina consistía en un cuartohecho con tablas, cerca del de guardia.Como por la mañana, el humo brotabaespesamente de la chimenea. Lacalefacción de la oficina era atendidapor los servicios de los barracones, quetambién servían de mensajeros y eran

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tratados como obreros ocasionales. Nose ahorraban virutas y tablas para laoficina.

Sujov abrió primero, rechinando, lapuerta del paraviento, y luego otra quehabía sido estopada. Desprendiendovapores de vaho, entró y cerrórápidamente la puerta tras de sí. Se dabaprisa para que nadie le gritara: «¡Cierrala puerta, estúpido!»

El calor de la oficina le recordó unaSauna. A través de las ventanas, en lasque se derretía la nieve, lucía el sol; noaquel sol maligno de la colina dondeestaba la central, sino un sol amable.Sobre sus rayos se extendía el humo de

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la pipa de Zesar, como el incienso en laiglesia. Y la estufa estaba toda al rojo,tanto la habían cargado aquellosberzotas. También los tubos estabanincandescentes.

Con este calor, si se sienta unoaunque sólo sea un segundo, se quedadormido.

La oficina tiene dos habitaciones; laotra es para el aparejador. La puerta noestá cerrada, y desde dentro se oye suvoz:

—Nuestro presupuesto para salariosy material de obra está sobrecargado.Con las tablas más caras, para no hablarde la plancha, vuestros presos hacen

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astillas para la calefacción, y vosotrosno os dais cuenta de nada. Tambiéndescargaron el cemento alrededor delalmacén, en día de fuerte viento, y loacarrearon diez metros con sus cubetas,de modo que en los alrededores delalmacén se hunde uno hasta los tobillosen cemento. Cuando los «trabajadores»se fueron, no estaban negros, sino grises.¿Cuantía de la pérdida?

Por lo visto el aparejador estáconferenciando probablemente con losjefes de década.

En un rincón de la entrada estáacurrucado el servicio del barracón,agotado. Además: el Schkuropatengo, un

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tío largo y encorvado, B-219. Estámirando por la ventana y controla aúnque nadie le desmonte sus casasprefabricadas. No hace más quesuspirar, el tío.

Dos contables, también presos,tuestan pan sobre la estufa. Para que nose les queme, han fabricado una rejillade alambre. Zesar fuma en pipa y sedespereza, sentado en su escritorio. Estáde espaldas a Sujov y no le ve.

Enfrente está Ch-123 con su puré, unviejo nervudo, veinte años de trabajosforzados.

—No, querido —dice Zesarsuavemente, con voz contenida—.

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Hemos de ser objetivos y reconocer queEisenstein es genial. ¿O acaso su «Ivánel terrible» no es genial? ¡El baile demáscaras de los pritschniki! ¡La escenade la catedral!

—¡Tonterías —exclama Ch-123,disgustado, deteniéndose un segundoantes de llevarse la cuchara a la boca—.Tanto arte, que no hay arte siquiera.¡Pimienta y canela en lugar del pan decada día! Y luego, la puerca ideapolítica: justificar la tiranía autocrática.¡Insultar la memoria de tresgeneraciones de pensadores rusos!

Come su puré sin sentimiento, sinverdadera dedicación.

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—¿Qué otra versión habríanpermitido?

—¡Vaya, permitido! ¡Pues no hableusted de genio! Diga usted mejor que esun pelotillero y cumplió un perroencargo. ¡Un genio nunca adapta suinterpretación a los gustos del tirano!

—¡ Ejem, ejem! —carraspeó Sujov,sin atreverse a interrumpir la cultaconversación. Además, no se le haperdido nada aquí.

Zesar se vuelve, alarga la mano paracoger el puré, sin conceder ni unamirada a Sujov, como si la raciónhubiera llegado volando por los aires, einsiste en su punto de vista:

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—¡Pero oiga usted! ¡El arte no es elqué, sino el cómo!

Ch-123 se levanta de un salto ybarre varias veces la mesa con el cantode la mano:

—¡Al infierno con su cómo, si nodespierta buenos sentimientos en mí!

Sujov aún se quedó el rato que lepareció de rigor, después de haberentregado el puré. Esperaba por si Zesarle invitaba a fumar. Pero Zesar habíaolvidado completamente la presencia asus espaldas.

Sujov dio media vuelta y salió sinhacer ruido.

No importaba. No hacía mucho frío

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fuera, y podría levantar bastante pared.Siguiendo el sendero, Sujov

encontró en la nieve un trozo de hoja desierra. Aunque no lo destinaba a un usoen particular, lo recogió; nunca se sabelo que se va a necesitar. Lo metió en elbolsillo de su pantalón. En la central loescondería. Hombre prevenido vale pordos. Cuando llegó a la central, y laintrodujo en su cinto. Luego desaparecióhacia donde fabricaban el mortero.

Dentro, la oscuridad le pareció másdensa, después de haber estado al sol, yde ningún modo más caldeado que elaire libre. Sólo más húmedo. Todos seapretujaban en torno a la pequeña estufa

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puesta en funcionamiento por Sujov, yjunto a la otra, que servía para secar laarena. El que no había encontrado sitiose sentaba al borde de la artesa; elbrigadier estaba muy cerca de la estufa,comiendo su puré previamente calentadopor Pavlo.

Los jóvenes murmuran entre sí.Están más alegres. A Iván Denisovitchle susurran que el brigadier haconseguido buenos porcentajes y havuelto de buen humor.

Ahora es cuestión suya lo que valoracomo trabajo; es su cometido comobrigadier devanarse los sesos. ¿Qué hanhecho por la mañana? Nada. El arreglo

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de la estufa no se paga, ni la instalaciónde la nave de calefacción. Eso lo hanhecho para sí mismos, no para laproducción. Pero en el informe detrabajos habrá de constar algo. QuizáZesar ayude un poco al brigadier; éste letrata muy amablemente, y por algo será.

«Conseguir buenos porcentajes»quiere decir que habrá buenas racionesdurante cinco días. Cinco, o digamosmejor cuatro días, pues de los cinco ladirección del campo se embolsa unocomo mérito propio, atribuyendo luego atodo el campo, a los mejores como a lospeores, la norma garantizada. Como sino se quisiera perjudicar a nadie, puesto

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que todos van igual. Pero el ahorro es acuenta de nuestras tripas; no importa, elestómago de un preso es resistente. Hoyvamos tirando, y mañana ya noshartaremos. Esos son los pensamientoscon que se echa a dormir el campo eldía que recibe la norma garantizada.

Hay que darse cuenta... Trabajamoscinco días, y comemos cuatro.

La brigada no arma bulla. El quetiene, fuma en silencio. Se hanapelotonado en la oscuridad y miran alfuego. Como una gran familia. Enrealidad es una familia la brigada. Estánescuchando al brigadier que estácontando algo a dos o tres. Siempre es

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muy parco en palabras; pero cuandoempieza a contar, es que está de buenhumor.

Andrei Prokofitch tampoco haaprendido a comer con la gorra puesta.Sin ella, su cabeza parece ya la de unviejo. El pelo al rape, igual que losdemás. A la lumbre del fuego puedeverse cuántas canas se mezclan a loscabellos grises.

—Yo ya temblaba delante delcomandante, ¡figuraos con el coronel!«Se presenta el soldado Tiurin»... El memiró bajo sus pobladas cejas: «¿Cómote llamas, cuál es el nombre de tupadre?» Yo respondo. «¿Año de

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nacimiento?» Yo respondo. En aqueltiempo, en 1930, yo tendría unosveintidós años, era un crío. «¿A quiénsirves, Tiurin?» «¡Sirvo al puebloobrero!» Entonces estalló, golpeando lamesa con ambos puños: «¡Sirves alpueblo obrero! ¿Y quién eres enrealidad, canalla!» Yo estoy hirviendo...Pero me domino: «Tirador de primera,citado en la instrucción militar ypoliti...» «¡Mierda de primera, marrano!¡Tu padre es un kulak! ¡Mira, un informede Kamen! ¡Tu padre es un kulak, y tú teocultaste! ¡Hace dos años que tebuscan!» Yo me puse pálido y callé.Durante un año no envié ninguna carta a

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casa, para que no me descubrieran. Nosabía siquiera si vivían, y ellos tampocotenían noticias mías. «¿Dónde está tuconciencia?», gritaba el otro, haciendotemblar las paredes, «¡ Engañando alEstado obrero y campesino!» Ahora mepegará, pensaba yo. Pero no hizo nadade eso. Firmó una orden: «Dentro deseis horas, fuera de aquí...» Y fuera eranoviembre. Me arrancaron el uniformede invierno, me dieron uno de verano,todo usado, llevado tres veces, y unabrigo corto. Me sentí vacío; no sabíaque no hubiera tenido por quédevolverlo todo. ¡Al infierno con lacamarilla! Y luego, el cruel certificado:

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«Licenciado del ejército por ser hijo deun kulak.» ¡Anda a buscar trabajo consemejante papel! Tuve que viajar en trendurante cuatro días, sin que me dieran unbillete, ni provisiones para un solo día.Me dieron una última comida, y meecharon del cuartel.

»Por cierto que en 1938, en Kotlas,encontré en el destierro a mi antiguosuboficial. Le habían condenado a diezaños. Por él supe que el coronel y elcomisario fueron fusilados en 1937. Sinconsiderar si eran kulaks o proletarios,o si tenían conciencia o no. Me persignéy dije: " ¡Tú reinas en el Cielo, Señor!Tu clemencia es grande, y tu castigo

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inexorable."»Después de las dos escudillas de

puré, Sujov habría dado la vida por unpitillo. Se decidió a comprarles a losletones del barracón 7 tabaco de sucosecha, con que devolver lo de ahora;en voz baja, dijo al pescador estoniano:

—Oye, Eino. Préstame un liadohasta mañana. No te engañaré.

Eino miró a Sujov a los ojos. Luegosu mirada se volvió, muy lentamente, asu hermano de ocasión. Todo locompartían, y uno de ellos jamásentregaría una brizna de tabaco sinconsultar con el otro. Murmuraron algoentre sí, y Eino sacó una bolsa adornada

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con una cinta rosa. Sacó una pizca detabaco de manufactura, la depositó en lapalma de la mano de Sujov, evaluó a ojoy agregó unos hilos más. Bastaba justopara un cigarrillo, no más.

El propio Sujov tenía ya periódico.Arrancó un trozo, se lió un cigarrillo,recogió el trocito de ascua que habíarodado hasta los pies del brigadier ychupó y chupó. Un vértigo se apoderó detodo su cuerpo. Apenas había empezadoa fumar, sintió la mirada de unos ojosverdes a través de toda la nave.Fetiukov. Quizá se habría compadecidoy hubiera dado algo a aquel chacal, peroSujov había visto que Fetiukov ya se

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procuró algo aquel día. Mejor seríadejarle un poco a Senka Klevschin.

El pobre no escuchaba el relato delbrigadier, estaba sentado junto al fuegoy mantenía la cabeza inclinada. Lalumbre iluminaba el rostro picado delbrigadier, que hablaba tranquilamente,como si no fuese su propia historia:

—Las baratijas que llevaba lasvendí por la cuarta parte de su valor.Compré de matute dos panes, puesto quehabía ya cartillas de racionamiento.Quise viajar con el tren de mercancías,pero estaba prohibido por severas leyes.Quien pueda acordarse sabrá que ni condinero había modo de conseguir billete,

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cuanto menos sin él; sólo por medio detalones de misión oficial se podíaviajar. No dejaban subir a los andenes.En las puertas había milicianos, y losespías de la policía se paseaban por lavía a ambos lados de la estación. El fríosol comenzaba a ponerse, y los charcosse helaban. ¿Dónde iba a pasar lanoche?... Escalé un muro de piedra lisa,salté al otro lado, con mis panes, ydesaparecí en los lavabos del andén.Esperé allí, por si alguien me seguía.Luego salí como un pasajero, comosoldado. Sobre la vía estabaprecisamente el tren «Vladivostok-Moscú». Todo el mundo se precipitaba

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a buscar agua caliente, la gente segolpeaba mutuamente con las teteras enla cabeza. Una muchacha con una blusaazul y una tetera de dos litros se acercó,pero tenía miedo de aproximarse altermosifón. Tenía unos pies diminutos, ypodrían escaldárselos o aplastarlos.«Toma, aguanta mis panes. ¡Yo voy abuscar agua!», le dije. Antes de poderempezar a llenarla, se puso en marcha eltren. Ella sostenía mis panes, lloraba ypreguntaba qué iba a hacer con ellos;hubiera querido tirar la tetera. «¡Corre!,exclamé yo, ¡corre! ¡Yo te sigo!» Elladelante, yo detrás. La alcancé, le tendí lamano y subimos al estribo. El revisor no

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me golpeó en los dedos, ni me empujósobre la multitud. Iban otros soldados enel vagón, y pensó que yo era uno deellos.

Sujov codeó a Senka en el costado:Toma, fuma el resto, pobre diablo. Lepasó el cigarrillo con su boquilla demadera. No importa que chupe. Senka esun tipo extraño. Como un artista, se ponela mano en el pecho y asiente con lacabeza. ¿Qué más puedes esperar de unsordo?

El brigadier sigue contando:—Iban seis chicas en un

compartimiento reservado. Eranestudiantes de Leningrado, que volvían

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de sus prácticas. En la mesa habíacantidades de comida; de las perchascolgaban los abrigos, balanceándose, ylas maletitas estaban metidas en fundas.Ellas pasaban por la vida con la luzverde..., conversaban, reían y bebían té.Preguntaron: «¿Usted? ¿De qué vagónsale?» Yo suspiré y me confié a ellas:«Muchachas, vengo de un vagón en queunos viajaban hacia la vida, y otroshacia la muerte...»

Silencio en la nave. La estufaalumbra.

—Ellas se lamentaron: «¡Oh!» y«¡Ay!», y parlamentaron entre sí... Luegome ocultaron bajo sus abrigos en la

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tercera litera, y así pasé hastaNowosibirsk... Dicho sea de paso, unosaños más tarde pude agradecérselo a unade ellas, en la comarca de Petschora. En1935 la complicaron en el asunto Kirovy hubiera sucumbido en los trabajosforzados, pero yo la destiné al taller decostura.

—¿Podríamos mezclar el mortero?—preguntó Pavlo al brigadier, en unsusurro. El brigadier no le oyó.

—Cruzando el campo por la noche,llegué a casa, y de noche volví amarcharme. Cogí a mi hermano pequeñoy me lo llevé a regiones más cálidas, ala comarca de Frunse. No teníamos nada

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para comer. En Frunse encontramos unabanda de vagabundos, alrededor de uncaldero, en el que hervían alquitrán. Medirigí a ellos: «Escuchad,descalzonados: Os dejo a mi hermanitocomo aprendiz, para que le enseñéis asalir adelante en la vida» Ellos lerecogieron... Ahora lamento no habermequedado con aquellos vagabundos...

—¿Y no volvió usted a ver a suhermanito? —preguntó el capitán. Tiurinbostezó.

—No; jamás he vuelto a verle.Bostezó de nuevo y agregó

—¡Bien, hijos! No os entristezcáis.Ya nos las arreglaremos aquí, en la

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central. Los encargados de mezclar elmortero pueden empezar. No esperéis aque suene la sirena.

Así es la brigada. Ni el comandantedel campo puede obligar a los«trabajadores», aún en horas de trabajo;pero aún durante el descanso, elbrigadier puede decir: «Vamos, atrabajar», y se le obedece. Porque él esquien nos alimenta, el brigadier. Y nonos obliga por capricho.

Si suena la sirena durante la mezcladel mortero, ¿van a parar los albañiles?

Sujov suspiró y se puso en pie.—Voy a picar hielo.Cogió una pequeña hacha y una

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escoba para el hielo; y para trabajar dealbañil, un pequeño martillo, una regla,cordel y una plomada.

El sonrosado Kilgas miró a Sujov,torció el gesto y pensó: «¿Por qué selevanta antes que el mismo brigadier?»Claro que Kilgas no necesitabadevanarse los sesos para hallar el modode alimentar a la brigada. El calvopodía pasar con doscientos gramos depan y aún menos, viviendo de lospaquetes que recibía.

A pesar de ello, comprendió y selevantó. La brigada no iba a esperarsepor su causa.

—¡Espera, Vania! ¡Ya vengo! —

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barbotó.¿Verdad, gordinflón, que si

trabajaras para ti mismo te habríaslevantado mucho antes?

Sujov se había dado prisa parapescar la plomada antes que Kilgas,pues era la única que había en elalmacén de herramientas. Pavlopreguntó al brigadier:

—¿Bastará con tres albañiles, oenviamos a otro más? ¿Quizá no nosllegará el mortero? El brigadier fruncióla frente, y reflexionó.

—Yo mismo me pondré a trabajarcomo cuatro. ¡Tú, Pavlo, quédate aquícon el mortero! La artesa es grande, pon

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seis hombres a trabajar; tres sacarán elmortero terminado y otros tresmezclarán el mortero fresco. ¡No paréisni un minuto!

—¡Ah! —Pavlo se levantó de unsalto. Era un mozo joven aún; sangreardiente, impulsada por bollos de harinaucranianos y no maleada por el campotodavía—. ¡Si usted levanta pared, yomismo mezclaré mortero! ¡Veremosquién produce más! ¿Dónde está la palamás grande?

¡Así es la brigada! Pavlo habíacorrido por los bosques, asaltando porlas noches los puestos del ejército, y sele envió aquí para que aprendiera a

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doblar la espalda. Pero para elbrigadier, es cosa distinta.

Sujov y Kilgas han subido arriba yoyen a Senka que los sigue sobre larechinante escalera. El sordo haadivinado de qué va.

En el primer piso, apenas empezarona levantar los muros. Tres hileras todoalrededor y algo más aquí y allá. Aquíva mejor trabajar, de las rodillas a laaltura del pecho y sin andamio.

El andamio y los caballetes quehabía antes aquí se los llevaron lospresos. Unos fueron llevados a otrasconstrucciones, y otros convertidos enleña. Lo que importa es que no caigan en

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manos de otras brigadas. Pero ahorahemos de pensar económicamente;mañana mismo haremos otros caballetes;si no, nos retrasaremos.

Desde la central hay una vista muyextensa: toda la zona alrededor estádesierta y cubierta de nieve. Los presosse han refugiado para calentarse, hastaque suene la sirena. Se ven las negrastorres de vigilancia y los postespuntiagudos con el alambre de púas. Laalambrada no puede verse sino a la luzdel sol; éste brilla tanto, que hay quecerrar los ojos. Aún se ve bastante cercael equipo de energía, ¡cómo llena elcielo con su humo! Ahora se oye el

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jadeo; ese ruido enfermizo que se oyesiempre antes del sonido de la sirena.En seguida empieza el gemido de ésta.No han hecho gran cosa todavía.

—¡Eh, tú, Stajanov! ¡Date prisa conla plomada! —insiste Kilgas.

—¡Mira el hielo que tienes en tupared! ¿Podrás quitarlo antes de que sehaga de noche? No sé para qué hastraído la paleta —Sujov devuelve laburla.

Tienen la intención de trabajar en lamisma pared que les asignaron por lamañana. Pero el brigadier clama desdeabajo:

—¡Muchachos! Para que no se hiele

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el mortero en la cubeta, trabajaremos engrupos de dos. Tú, Sujov, trabajarás conKlevschin en tu pared, y yo con Kilgas.Pero antes Gopsik limpiará la paredpara mí y Kilgas.

Sujov y Kilgas se miran. Cierto, esmás rápido.

Y cogen sus hachas.Sujov ya no vio el horizonte en la

lejanía, donde el sol lanzaba destellossobre la nieve, ni vio salir a los«trabajadores» de las naves decalefacción, distribuyéndose por lazona: unos, para seguir cavando lasfosas que no habían terminado por lamañana; otros, para componer las

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armaduras, y los terceros para hacer losentramados del techo para los talleres.Sujov no veía más que su muro, saliendode la izquierda, en donde, se escalonabahasta la altura del pecho, hasta laesquina derecha, donde su parte depared se encontraba con la de Kilgas.Mostró a Senka dónde había que quitarel hielo, y él mismo lo golpeóafanosamente, ya con la contera, ya conel filo del hacha, haciendo volar losfragmentos en todas direcciones, yalguno a sus propias narices. Estetrabajo se hacía rápidamente, y norequería pensar mucho. Su mente y susojos evaluaban ya bajo el hielo el muro

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exterior, es decir, de la fachada, de ungrueso de dos tochanas. Este muro habíasido levantado por un albañildesconocido que, o bien porque noentendía el oficio, o había trabajadodescuidadamente. Pero ahora Sujov sehabía familiarizado con este muro, comosi fuese el suyo propio. Había, porejemplo, una parte hundida; ésta nopodría igualarla con una capa, sino queharían falta al menos tres, aplicando elmortero cada vez con más espesor. Porel otro lado, el muro formaba un vientre,que no podía igualarse sino con doscapas. Sujov dividió el muro en dos, pormedio de una línea imaginaria, hasta

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donde trabajaría partiendo del arranqueescalonado de la izquierda, y desdedonde continuaría Senka, hacia laderecha, hasta encontrarse con Kilgas.En la esquina, reflexionó, Kilgas tendríaque ayudar un poco a Senka, para que lefuese menos difícil. Y mientras ambosse afanasen junto a la esquina, Sujovharía algo más de su mitad, para noquedarse atrás. Calculó cuántas tochanasnecesitaría. Apenas llegaron arriba losportadores de piedras, pescó a Alioska:

—¡Aquí, aquí! ¡Colócalas aquí, yallí!

Senka rompió el hielo que quedaba,mientras Sujov cogía ya con ambas

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manos la escoba de alambres y fregabala pared para quitar la nieve de la hilerasuperior de tochanas y sobre todo de lasrendijas; lo cual no consiguió del todo,quedando una ligera capa de nieve.También el brigadier subió, y mientrasSujov aún manejaba la escoba, aquélclavaba la regla a la esquina. Sujov yKilgas habían hecho esto hacía rato.

—¡Eh! —gritó Pavlo desde abajo—.¿Hay algún alma viviente ahí arriba?¡Recoged el mortero!

Sujov empezó a sudar. Todavía noestaba tendido el cordel. Se apresuró, ydecidió no tensar el cordel para una odos, sino para tres hileras a la vez, por

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adelantado. Para facilitar el trabajo aSenka, le ayudaría a hacer una parte dela capa exterior, y le dejaría algo de lainterior.

Mientras tiraba el cordel a la alturade los ojos, explicó a Senka conpalabras y gestos dónde tenía quetrabajar. El sordo comprendió; semordió los labios, volvió la vista e hizoun gesto hacia la pared del brigadier:¿Vamos a emplearnos a fondo? ¡No nosquedaremos atrás! Se echó a reír; enaquel momento subían el mortero por laescalera, llevado por cuatro parejas. Elbrigadier había dispuesto que no secolocaran artesas junto a los albañiles,

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pues el mortero se hubiera helado alverterlo. De modo que traían cubetasdos hombres por pared. Para que losportadores no pasaran frío inútilmentearriba, arrojarían tochanas en losintervalos. En cuanto se vaciaban suscubetas, venía repuesto , desde abajo, yse bajaban las vacías. Abajo deshelabanel mortero en las cubetas sobre la estufa,y de paso aprovechaban para calentarseellos.

Traían dos cubetas de una vez, unapara el muro de Kilgas y otra para el deSujov. El mortero echaba vapor al airefrío, pues aún quedaba un poco de caloren él. Cuando aplicas el mortero a la

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pared con la paleta, no tienes quedormirte; si no, se solidifica. Entoncestienes que quitarlo a martillazos, puescon la paleta ya no se puede. Y si nocolocas la tochana exactamente como esdebido, se hiela torcida tal como esté yno tienes otro remedio que romperla conel lomo del hacha.

Mas Sujov no se deja engañar. Lastochanas no son todas iguales. Si faltaalguna esquina, si hay algún cantoestropeado o la forma no ha quedadobien acabada, Sujov se da cuenta enseguida y ve también cómo tiene quequedar esa tochana y cuál es la parte dela pared que la está esperando.

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Con la paleta, Sujov recoge elhumeante mortero y lo lanza sobre unaparte, fijándose bien por donde pasa lajunta de debajo. Luego deberá colocar latochana exactamente con su mitad, sobreesa junta. No echa más mortero del quecabe debajo de un bloque. Luego escogeuno del montón, cogiéndolo con muchocuidado, para no romper los guantes,pues los bloques pueden causararañazos dolorosos. Cuando el morteroqueda aplanado con la paleta —¡plaf!—coloca la tochana encima. Y se ha dearreglar en seguida, rápidamente, si noqueda como debiera. Si rebosa morteropor los lados, hay que rasparlo con la

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paleta tan de prisa como sea posible yquitarlo de la pared. En verano serviríapara el ladrillo siguiente, pero ahora nisoñarlo. Otra mirada a la junta inferior,pues puede ocurrir que el de abajo nosea un bloque entero, sino partido, y hayque amontonar un poco de mortero allado izquierdo. La tochana no se colocasimplemente encima, sino que seremueve de derecha a izquierda paraeliminar el mortero en exceso, entre ellay la vecina de la izquierda. Una ojeada ala plomada. Firme. ¡El siguiente!

El trabajo va rodado. Cuandohayamos hecho dos hileras ycompensado las antiguas faltas, iremos

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más de prisa. ¡Ahora hay que tener losojos bien abiertos!

Se apresura al encuentro de Senka.Este, en su esquina, se ha separado yadel brigadier y avanza, hacia Sujov.

Sujov hace una seña a losportadores: ¡De prisa, traed morteropara que esté a mano; no hay tiempo nipara sonarse!

Cuando Sujov se encuentra conSenka, ambos cogen mortero de lamisma cubeta... y en un santiaménacaban por rascar el fondo.

—¡Mortero! —ruge Sujov porencima del muro.

—¡Venga acá! —grita Pavlo.

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Traen una cubeta. La vacían de todoel mortero que queda fluido, pues en lasparedes ya empieza a formar costra.

—¡Rascadla vosotros mismos, puestenéis que subir y bajar con esa cubeta!¡Largo de aquí! ¡La siguiente!

Sujov y los otros albañiles nosienten ya el frío. Al trabajar conrapidez e intensidad, notan la primeraola de calor, que les hace sudar pordebajo de la chaqueta, del chaleco, lacamisa y la camiseta. No paran unmomento. Al cabo de un rato, sienten lasegunda ola de calor en todo el cuerpo,y se les seca el sudor. También los piesentran en calor, que es lo principal. Ni

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el ligero viento que sopla de vez encuando consigue distraerlos del trabajo.Sólo Klevschin está golpeándose unapierna con la otra; el infeliz calza uncuarenta y seis, y le han dado unas botasde fieltro de distintos pares, que le vanpequeñas.

De vez en cuando, el brigadier grita:—¡Morteroooo aquí!También Sujov aulla su

«¡Morteroooo!». El que trabaja vivo seconvierte en una especie de brigadierpara su vecino. Sujov no quiereretrasarse respecto de la otra pareja. ¡Asu propio hermano haría trajinar ahorapor la escalera con las cubetas!

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Desde el mediodía, Buinovskiacarreaba mortero con Fetiukov. Laescalera era empinada y era fácilresbalar, por lo que al principio no ibarápido y Sujov tenía que animarle unpoco:

—¡Más de prisa, capitán, con lastochanas!

A cada viaje, el capitán sedespejaba más; Fetiukov, por elcontrario, se hacía el holgazán. El muycabrito inclinaba la cubeta al caminarderramando el mortero, para aligerarsela carga.

Sujov le propinó un golpe en lascostillas:

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—¡Eh, víbora! Eras director...,habrás maltratado a tus obreros.

—¡Brigadier! —exclamó el capitán—. Déjeme trabajar con una persona yno con ese cagón.

El brigadier le asignó otro puesto.Fetiukov quedó encargado de arrojartochanas desde abajo, y estaba colocadode modo que se podía contarexactamente cuántas echaba. Alioska fueagregado al capitán. Alioska estranquilo, sabe recibir órdenes decualquiera.

—¡Todos los hombres a cubierta! —le acució el capitán—. ¡Ya ves cómoavanzan los albañiles! Alioska sonrió,

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conforme:—Puedo ir más de prisa si hace

falta. No tiene usted más que decirlo.El humilde es un verdadero tesoro

de la brigada.El brigadier grita algo a los de

abajo. Ha llegado otro camión conbloques. Unas veces, no se ve un camiónen medio año, y otras, vienen seguidos.La cuestión es trabajar cuando traentochanas. No debe haber interrupción,pues de lo contrario no se coge el ritmo.

El brigadier lanza improperios a losde abajo. Se trata del montacargas. ASujov le gustaría saber lo que pasa, perono tiene tiempo, está alineando la pared.

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Los portadores cuentan que ha venido unmecánico para arreglar el motor; leacompaña el electricista, un civil. Elmecánico se pone manos a la obra, y elcivil mira.

Así ha de ser: uno trabaja, el otromira.

Si arreglasen el montacargas enseguida, se podría transportar lastochanas con él, y también el mortero.

Sujov ha hecho ya su tercera hilada,Kilgas la está empezando, cuando por laescalera sube jadeando un inspector,otro que quiere tener algo que decir...Derr, el vigilante de la obra. Uno deMoscú; dicen que trabajó en un

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ministerio. Sujov está al lado de Kilgasy le llama la atención sobre Derr.

—¡Ah! —Kilgas hace un gestonegativo—. Yo no tengo que ver con ladirección. Si se cae rodando por lasescaleras, puedes avisarme.

Ahora se pondrá detrás de losalbañiles para mirar. Sujov no puedetragar a esos inspectores. ¡Se hace pasarpor ingeniero, el muy cerdo! Una vezhizo una demostración de cómo se debíaconstruir con ladrillos; en aquellaocasión, Sujov se mondó de risa. Entrenosotros hay una ley: construye una casacon tus propias manos, y serás ingenieroentonces. En Temgeniov no había casas

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de piedra, las de los campesinos eran demadera. También la escuela estabahecha de vigas. Habían sacado seiscargas de madera del bosque derepoblación. Pero en el camponecesitaban albañiles; de manera queahora es albañil. El que sabe hacer dostrabajos con sus manos aprende diezmás si hace falta.

No, Derr no cayó rodando; tropezósólo una vez, y llegó arriba casi a lacarrera.

—¡Tiuuurin! —aulló, saliéndoselelos ojos de las órbitas—. ¡Tiuuurin!

Le siguió Pavlo por la escalera. Conla pala, su herramienta de trabajo.

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Derr llevaba una gruesa chaqueta decampo, pero era nueva y estaba limpia.Y una gorra de cuero, de muy buenacalidad, sólo que con un número cosido,igual que todo el mundo: B-731.

—¿Qué pasa? —Tiurin salió a suencuentro con la paleta. Se le habíaladeado la gorra de brigadier sobre unojo.

¡Lo nunca visto! Aquello había quepresenciarlo. Pero el mortero seenfriaba en la cubeta. Sujov trabajóafanosamente, escuchando.

—¿Qué se os ha ocurrido? —gritóDerr, espumeante—. ¡Eso no huele sóloa calabozo! ¡Es un crimen capital,

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Tiurin! ¡Te darán tres años más por eso!En este momento se le ocurrió a

Sujov de qué debía tratarse. Miró aKilgas, y Kilgas también comprendió.¡El cartón alquitranado! ¡Había visto elcartón en las ventanas!

Sujov no temía por su persona, elbrigadier no le traicionaría. Temía sólopor el brigadier. Para nosotros era comoun padre, para otros nada más que untítere. Por una cosa así eran capaces deecharle encima una segunda condena enel Norte.

Mas, ¡cómo se alteraba el rostro delbrigadier! ¡Cómo le arrojó la paleta alos pies y se plantó ante él de un salto!

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Derr se volvió, y Pavlo alzó la pala.¡Esa pala! Por algo la cogió Pavlo...También Senka, a pesar de su

sordera, estaba al tanto. Apoyando lasmanos en los costados, caminó hacia elotro. ¡Y era robusto el de los bosques!

Derr guiñó los ojos, se inquietó ybuscó un escape. El brigadier se inclinóhacia él y dijo muy bajo, pero inteligiblepara todos los que estaban arriba:

—¡Ha pasado el tiempo en quepodíais alargarnos las condenas,apestosos! ¡Como se te escape unapalabra, sanguijuela, habrá sonado tuúltima hora! ¡No lo olvides!

El brigadier temblaba de pies a

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cabeza; no podía serenarse.Pavlo, con sus rasgos agudos,

taladraba a Derr con la mirada.—¡Bueno, bueno, muchachos! —

Derr palideció y se apartó cuanto pudode la escalera.

El brigadier no dijo nada más, seajustó la gorra, recogió la torcida paletay volvió a su pared.

También Pavlo comenzó a bajardespacio la escalera, con su pala.

Muy despacio...Derr tenía miedo de quedarse, pero

también de bajar. Se colocó detrás deKilgas y se detuvo.

Pero Kilgas trabajaba. En la

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farmacia se pesan así las medicinas; elfarmacéutico no pierde la calma pornada del mundo. Kilgas volvía laespalda a Derr, como si no le viera.Derr se arrastró hasta el brigadier.¿Dónde quedaba su orgullo?

—¿Qué le digo al aparejador,Tiurin?

El brigadier hacía pared sin volversiquiera la cabeza.

—Di que ya estaba. Cuandovinimos, ya estaba así. Derr se quedó unrato parado. Comprendió que ahora nole asesinarían. Caminó de un lado a otro.

—Eh, S-ochocientos cuarenta ycinco —gruñó—. ¿Por qué aplicas el

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mortero tan escaso?Con alguno tenía que desahogarse.

Como no podía decir nada de las hilerasy junturas de Sujov, la tomaba con lacapa de mortero demasiado delgada.

—Permítame una observación —susurró Sujov irónicamente—. ¿Quépasará en verano, si aplico capa gruesade mortero? Esta central se derretirá.

—Eres albañil y has de atenerte a loque te digan.

Derr infló las mejillas; era una desus costumbres.

Cuestión de opiniones. Quizás elmortero realmente tenga una capademasiado delgada, podría echar más.

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Pero eso puede hacerse en una estaciónmás apacible, y no en invierno. Hay quetener consideración con la gente. Eltrabajo tiene que producir. Pero ¿qué ibaa explicarle a aquel hombre, que noentendería nada?

Derr bajó la escalera en silencio.—¡Arregla el montacargas! —le

gritó el brigadier aún—. ¿Somos burrosde carga? ¡Hemos de subir las tochanasal primer piso con nuestras manos!

—¡Te pagarán la subida! —respondió Derr desde la escalera, perotranquilo.

—¿Cómo «carretadas», quizás?Intenta subir las escaleras con una

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carretilla. ¡Mejor sería que pagarais por«cubetas»!

—Lo siento, ¿a mí qué me importa?La contabilidad no ha previsto«cubetas».

—¡La contabilidad! Aquí trabajatoda la brigada para servir a cuatroalbañiles. ¿Cuánto voy a ganar así?

Mientras le gritaba, el brigadierseguía trabajando sin interrupción.

—¡Morteroooo! —gritaba haciaabajo.

—¡Morteroooo! —le hace ecoSujov.

Con la tercera hilera, todo quedóigualado, y con la cuarta empieza de

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firme. Habría que subir el cordel, peroya va de todos modos. Saldrá la hileraaún sin cordel. Derr trotó a campotraviesa con el rabo entre piernas. A laoficina, para calentarse. Sin duda sesiente incómodo. Debió pensarlo antesde buscarle las pulgas a un lobo comoTiurin. Con tales brigadieres, conveníaestar a bien, con lo que se ahorraba unoproblemas. Nadie le pedía que sematase a trabajar, le daban una buenaración y tenía una habitación para élsolo... ¿Qué más quería? Iba por ahíhinchándose y dándose importancia.

Los hombres de abajo subieron, ycontaron que el electricista y el

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mecánico se habían marchado. Elmontacargas no sería reparado.

Eso quería decir: ¡a seguir haciendode burros de carga!

Sujov había visto muchos talleres, ylas máquinas siempre se rompían, por símismas o por causa de los presos.¡Hasta la grúa de carril habían roto!Metían una cuña en la cadena, paradescansar.

—¡Ladrillos! ¡Ladrillos! —gritabael brigadier, pues se le habíanterminado. Distribuyó sus maldicionesentre los que los lanzaban arriba y losque los traían.

—Dice Pavlo que, qué hay que hacer

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con el mortero —gritaron desde abajo.—¡Mezclarlo, naturalmente!—¡Queda media artesa!—¡Haced otra!¡Como por ensalmo! Están haciendo

ya la quinta hilera. Apenas hace unmomento trabajaban inclinados en laprimera, y ahora a la altura del pecho,¡mira! Por qué no iban a darse prisa,puesto que aún no hay ventanas nipuertas; sólo dos muros lisos,colindantes, y tochanas a montones.Habría que tender el cordel, pero ya estarde.

—La ochenta y dos ya ha salido aentregar las herramientas —informa

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Gopsik. El brigadier lanza rayos.—¡Ocúpate de tus asuntos, mocoso!

¡Acarrea tochanas!Sujov mira a su alrededor. Cierto. El

sol se pone. Con un brillo rojizo, yhundido en una especie de neblina grisplateada. Ahora no habrá quien losdetenga. La quinta hilera estaba yaempezada, y la terminarán y nivelarán.

Los portadores jadean comocaballos. El capitán se ha vuelto aúnmás gris. El capitán, ya debe ir por loscuarenta, o poco le falta.

El frío se hace más penetrante. Lasmanos trabajan, pero a través de losdelgados guantes pellizca los dedos.

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También en la bota de fieltro izquierdapenetra el frío. Trap-trap, patea Sujov.

Ahora no hay que inclinarse sobre elmuro, pero en cambio hay que agacharsepor cada tochana, por cada paletada demortero.

—¡Muchachos! —se queja Sujov—.¡Podríais subirme las tochanas al muro!

El capitán lo haría gustosamente,pero no le quedan fuerzas. Aún no estáacostumbrado al trabajo. Pero Alioska,dice:

—Bien, Iván Denisovich. ¿Dónde selas deja?

Es incapaz de negar nada, esteAlioska, cualquiera que sea lo que uno

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le pida. Si todos en el mundo fueran así,también Sujov lo sería. Cuando unapersona pide algo, ¿por qué noayudarla? Eso es natural al hombre.

En toda la zona y hasta la central,pudo oírse claramente: golpeaban laviga de hierro. ¡Fin de la jornada! ¡Loshabía sorprendido! Una vez más sedieron prisa. El mortero debía seraprovechado.

—¡Mortero aquí! ¡Mortero aquí! —grita el brigadier.

¡Ahí está la segunda artesa, reciénmezclada! Hay que seguir haciendomuro, no hay otra solución. Si ahora nosacan el mortero de la artesa, mañana

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podrán tirarlo todo tal como está. Seconvertiría en piedra.

—¡No aflojéis ahora, hermanos! —exclama Sujov.

Kilgas se enfada. No le gustatrabajar con precipitación. Peromantiene el tipo, ¡qué remedio le queda!

Desde abajo llega Pavlo, con unacubeta al hombro y la paleta en la mano.También él se pone a levantar pared.Ahora son cinco paletas.

¡No queda más que terminar latrabazón! Sujov toma medida a ojo, paraver qué tochana empleará para la unión,y le pasa a Alioska el martillo:

—¡Golpea ahí!

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El trabajo precipitado no es bueno.Ahora que todos se dan prisa, Sujovestudia la pared con calma. Haempujado a Senka a la izquierda,pasando él al rincón derecho, el másimportante. Si ahora el muro quedademasiado alto o marran la esquina,todo habrá sido inútil, y mañana les daráque hacer hasta el mediodía.

—¡Alto!Sujov aparta a Pavlo de un

empellón, y coloca él mismo la tochana.¡Es desde aquí que has de dirigir lavisual! Senka ha hecho algo así comouna concavidad. De un salto, Sujov estáa su lado y la nivela con dos tochanas.

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El capitán acarrea las cubetas, como uncaballo manso.

—¡Dos cubetas más! —grita.Al capitán le fallan ya las piernas,

pero sigue trayendo. Sujov tuvo una vezun caballo así; siempre lo cuidó, perouna vez se lastimó. Tuvieron quedespellejarlo.

El borde superior del sol hadesaparecido en el horizonte. Ahora sepuede ver sin aviso de Gopsik que todaslas brigadas no sólo han entregado yasus herramientas, sino que toda la gentese arremolina hacia la guardia, comouna ola. Nadie sale inmediatamentedespués de la señal. No son tan tontos

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como para que quieran pasar frío fuera.Todos se quedan en las naves decalefacción. Sin embargo, luego llega elmomento en que todos los brigadieres seponen de acuerdo y todas las brigadassalen a la vez. Si no se hiciera esteacuerdo, la torpe mala fe de los presoslos llevaría a competir en estarsesentados. Se pasarían hasta lamedianoche acurrucados en las naves decalefacción.

También el brigadier Tiurin seacuerda de su deber. Se da cuenta deque es muy tarde. El encargado de lasherramientas le cubrirá de maldiciones.

—¡Ah! —grita—. ¡Por este resto no

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vale la pena! ¡Portadores! Bajadlo,rascad la artesa, y lo que reunamos lotraeremos a este agujero y lo taparemoscon nieve para que no se vea. Pavlo ydos más recogerán las herramientas y selas llevarán. Te enviaré por Gopsik trespaletas; quiero poner en obra estas doscubetas. Corren a quitar el martillo aSujov, desatan el cordel. Todos losportadores bajan a donde mezclaban elmortero. Arriba no tienen nada quehacer, sólo quedan los tres albañiles —Kilgas, Klevschin y Sujov—. Elbrigadier hace la ronda, mira lo que hantrabajado, y está contento.

—¿Hemos trabajado bien, eh? Por la

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tarde, y sin montacargas.Sujov se fija en que ha quedado

mortero en la cubeta de Kilgas. Temeque la tomarán con el brigadier en elalmacén, a causa de las paletas.

—Escuchadme, muchachos —diceSujov—. Entregad vuestras paletas aGopsik. La mía no está registrada, y notengo que entregarla. Yo terminaré eltrabajo.

El brigadier ríe.—¿Cómo vamos a dejarte en

libertad? ¡El campo estaría de luto sinti!, Sujov ríe también. Sigue levantandopared.

Kilgas se ha llevado las paletas.

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Senka alcanza a Sujov las tochanas. Elmortero que Kilgas tenía en la cubeta seha terminado.

Gopsik corre a campo traviesa haciael almacén de herramientas, paraalcanzar a Pavlo. La ciento cuatro cruzael terreno sin brigadier. Si el brigadieres una fuerza, la escolta lo es más. Losque llegan tarde son apuntados y recibentrabajo.

En la guardia hay una acumulaciónpeligrosa. Todos se han reunido. Pareceque ha salido también la escolta. Estánhaciendo recuento.

Al fin de la jornada se cuenta dosveces. Una a puerta cerrada, para saber

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si se puede abrir, y otra al pasar lapuerta abierta. Si a la escolta algo leparece sospechoso, cuentan otra vezcuando todos están dentro.

—¡No importa lo que pase con elmortero! —advierte el brigadier—.¡Tíralo por encima del muro!

—¡Ve, brigadier! ¡Ve, allí haces másfalta!

Sujov suele llamarle AndreiProkofievitch, pero por su trabajo ahoraestá al mismo nivel del brigadier. No esque él piense estar al mismo nivel, sinosencillamente siente que es así. Aúnbromea mientras se va el brigadier,bajando a grandes pasos la escalera:

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—¿Qué, bandidos? ¿Tan poco durala jornada? ¡Apenas se hace uno altrabajo, se termina el turno!

Se queda solo con el sordo. Con élno se puede hablar mucho. Además, nohay nada que hablar con él; es másinteligente que los otros y comprende sinpalabras.

¡Una, el mortero! ¡Dos, el ladrillo!Colocado. Revisado. Mortero. Ladrillo.Mortero. Ladrillo...

El brigadier ha ordenado que no seahorre mortero. Por encima del muro, yfuera. Pero Sujov es tan bendito, quecada cosa y cada trabajo no hecho lesabe mal, y teme desperdiciar algo.

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Ocho años de campo de concentraciónno le han quitado esas costumbres.

¡Mortero! ¡Ladrillo! ¡Mortero!¡Ladrillo!

—Se acabó. ¡Maldita sea! —gritaSenka—. ¡Vamos!

Coge las cubetas y baja la escalera.Y Sujov —así le eche la escolta los

perros— una vez más retrocede y mira asu alrededor. En orden. Ahora caminahacia el muro y mira por encima, de laderecha, de la izquierda. ¡Los ojossirven de nivel de agua! ¡Nivelado! Lamano aún es firme.

Se lanza escaleras abajo.Senka está saliendo de la nave y

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cruza por la colina a la carrera.—¡Vamos! ¡Vivo!—Se vuelve.—¡Corre, ya voy!Sujov hace una seña, y corre a la

nave. No puede dejar tirada la paleta. Alo mejor Sujov no sale mañana delcampo, o la brigada es enviada a la«Sozkolonie». Puede ser también que novengas por aquí en medio año, yentonces, ¿habría que perderse lapaleta? Las cosas se hacen bien o no sehacen.

En la nave de mortero estánapagadas todas las estufas. Está oscuro.Atemorizante. No porque esté oscuro,sino porque todos se han ido y él falta

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aún en la guardia. Eso significa palosdel vigilante.

A pesar de todo, lanza una mirada asu alrededor. En un rincón descubre unagran piedra, la aparta, mete detrás lapaleta y la cubre. ¡Todo en orden!

Ahora ha de alcanzar a Senka tanpronto como sea posible. Este se haadelantado cien pasos y estáaguardando. Klevschin no leabandonará. Si hay que cargar conresponsabilidad, lo harán los dos juntos.

Corren uno al lado del otro, elpequeño y el grande. Senka sobrepasaen cabeza y media a Sujov; hasta sumisma cabeza parece más grande.

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Hay holgazanes que en los estadioscompiten corriendo, voluntariamente. ¡Auno de esos diablos deberían hacercorrer, después de toda una jornada detrabajo, con la espalda curvada aún, conguantes mojados y botas viejas defieltro, y con este frío!

Jadean como perros.Bien, el brigadier está en la guardia;

él ya lo explicará. Corren directamentehacia la multitud, terrible. Un grito decien gargantas:

—¡A por ellos!—¡Malditos cabrones, así revienten

los tíos marranos!¡Cuando quinientos hombres le

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escupen a uno su veneno y su bilis noresulta muy divertido!

Pero lo principal es lo que haga laescolta.

La escolta no hace nada. Elbrigadier lo ha explicado, es decir, hacargado con la responsabilidad.

¡Y los otros berrean y maldicen!Aullan tanto, que hasta Senka oye lo quedicen. Aspira profundamente, ycomienza a rugir desde su altura. Alzalos puños..., en seguida la emprenderá agolpes. Los otros enmudecen. Algunosríen.

—¡Eh! ¡Los de la ciento cuatro! Esevuestro no tiene nada de sordo —gritan

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—. Lo hemos puesto a prueba.Todos ríen. También los de la

escolta.—¡En fila de a cinco!La puerta sigue cerrada. Apartan a la

multitud de ella. Todos se apiñan en lapuerta, como si así pudieran entrarantes.

—¡De cinco en fondo! ¡Primera!¡Segunda! ¡Tercera!

Cuando llaman a una fila de lascinco, ésta tiene que adelantarse unosmetros.

Sujov, entre tanto, ha recuperado elaliento y mira a su alrededor. La lunaestá roja como un ascua y cruza el cielo

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en todo su tamaño. Pronto empezará amenguar. Ayer, a esta misma hora,estaba mucho más alta.

Sujov se alegra de que todo haya idobien. Golpea al capitán en un costado yle sonsaca:

—Capitán, ¿qué sabe usted de esto:adonde va la vieja luna?

—¿Cómo, dónde? ¡Simple!¡Sencillamente, no se la ve!

Sujov mueve la cabeza, ríe:—Y si no se ve, ¿cómo sabe que

está?—¿De veras crees que nace una luna

nueva cada mes? —se maravilla elcapitán.

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—¿Qué tiene eso de raro? ¿No nacencada día nuevas personas? Las lunaspodrían nacer también cada cuatrosemanas.

—¡Puf! —escupe el capitán—.Nunca encontré un marino que fuese tantonto como tú. ¿Adonde iría entonces laluna vieja?

—Eso te preguntaba yo, ¿adonde? —Sujov se pasa la lengua por los dientes.

—Sí, ¿adonde?Sujov suspira y contesta, casi en un

murmullo:—Nosotros decíamos: Dios

desmenuza la luna vieja en estrellas.—¡Palurdo! —el capitán ríe—.

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¡Jamás he oído cosa semejante! ¿Demodo que tú crees en Dios, Sujov?

—¿Por qué no? —se admira Sujov—. Cuando El truena... ¡intenta entoncesno creer!

—¿Y por qué hace eso el Señor?—¿Qué?—Desmenuzar la luna en estrellas.

¿Por qué?—¿Qué hay de raro en eso? —Sujov

se encoge de hombros—. De vez encuando cae alguna estrella, y hay quereponerla.

—¡En fila, imbéciles! —berreadesaforadamente el centinela.

Ahora les toca a ellos. La

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décimosegunda fila de cinco de la quintacenturia está desfilando. Buinovski ySujov detrás. La escolta está confusa,manosean el abaco. ¡No sale la cuenta!Siempre hay algo que falla. ¡Si al menossupieran contar!

Han contado cuatrocientos sesenta ydos y deberían ser, explican,cuatrocientos sesenta y tres.

Una vez más son apartados de lapuerta. Habían vuelto a acumularse. Yotra vez:

—¡En fila de aaaa cinco! ¡Primera!¡Segunda!

Esta segunda cuenta es másfastidiosa, porque el tiempo empleado

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no se resta de su jornada de trabajo, sinode su tiempo libre. ¡Antes de entrar alcampamento desde la estepa te detienenpara el cacheo! Todas las columnas detrabajo corren a galope, esforzándose enadelantarse a las demás para llegar antesal registro y así volver más pronto alcampo. La columna que llega antes alcampo lo pasa principescamente: elbarracón comedor la espera, recibe laprimera sus paquetes, es la primera en elalmacén y la cantina, la primera en elorden a recibir sus cartas o a la censurade entrega de ellas, la primera en laenfermería, en la peluquería, en laSauna..., la primera en todo.

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A veces ocurre que las escoltas nosdespiden antes, para llegar ellos tambiénpronto. Un soldado tampoco puede ir depaseo, tiene mucho que hacer y pocotiempo para ello. Y ahora no les salenlas cuentas.

Cuando dejaron pasar a la últimafila de cinco, a Sujov le pareció queeran tres los que coleaban. Pero no,estaban otra vez ellos dos.

Los contadores al jefe de escolta,con sus abacos. Reflexionan. El jefe deescolta grita:

—¡El brigadier de la ciento cuatro!Tiurin se adelanta medio paso:

—¡Presente!

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—¿Se ha quedado alguno de lostuyos en la central? ¡Piénsalo!

—No.—¡Reflexiona! ¡Te arrancaré la

cabeza!—No; digo la verdad.Mira de reojo a Pavlo... ¿No se

habrá dormido alguien abajo?—¡Formar por brigadas! —grita el

jefe de la escolta.Habían formado en fila de cinco en

fondo, mezclados tal como venían.Ahora comenzó una gran confusión.Aquí gritaban: «¡La setenta y seis,conmigo!», allá: «¡La trece!» y más allá:«¡La treinta y dos!», y como la ciento

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cuatro está detrás, se reúnen allí.Entonces ve Sujov: toda la brigada havenido con las manos vacías; hantrabajado tanto rato, los infelices, que nohubo tiempo de recoger virutas. Sólodos llevaban pequeños envoltorios.

Cada día la misma comedia. Antesde volver se recogen todas las virutas,astillas o trozos de madera, se atan conun trapo retorcido o con un cordeldelgado y se traen. La primera razzia, enla guardia. Si está allí el aparejador ouno de los jefes de década, ordena enseguida: «¡Fuera todo!» Handespilfarrado millones, y ahora quierencompensar con las virutas. Claro que el

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«trabajador» tiene su propio cálculo. Sicada uno de la brigada no lleva más queun par de maderitas, basta para calentarel barracón. Por lo general, el serviciode barracón reparte cinco kilos de polvode carbón por estufa; no hay que esperarque eso baste. Por eso se les ocurrió elrecurso de romper o aserrar las maderasy ocultarlas bajo las chaquetas. Asíescapan al aparejador.

Los de la escolta, por el contrario,nunca ordenan tirar la madera fuera, enla obra; pues ellos también la necesitan,y no pueden llevarla por sí mismos. Enprimer lugar, no estaría a tono con eluniforme, y además necesitan las dos

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manos para la metralleta con que puedandisparar sobre nosotros. Sólo cuandonos devuelven al campo, los de laescolta ordenan: «De tal fila a tal otra,arrojar aquí la madera.» Pero sonclementes; algo ha de quedar para elinspector del campo y también para lospresos, pues si no nadie traería madera.

Día a día, cada preso lleva maderasin saber si se la queda o se la quitan.Así están las cosas.

Mientras Sujov busca astillas en elsuelo, el brigadier los ha contado einforma al jefe de la escolta:

—¡La ciento cuatro está completa!Entonces Zesar se destaca de los

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chupatintas y se acerca a sus propioscompañeros. Enciende su pipa, lalumbre le ilumina el rostro; su bigotenegro está cubierto de escarcha.Pregunta:

—Bien, capitán, ¿cómo le va?El que tiene calor no puede

comprender al que pasa frío. «¿Cómo leva?», ¡vaya pregunta estúpida!

—¿Cómo ha de irme? —El capitánse encogió de hombros.— Todo el díatrajinando, sin enderezar la espaldaapenas un momento.

Esto viene a querer decir: a ver sitienes la buena idea de darme uncigarrillo.

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Zesar le da uno, en efecto. En labrigada sólo intima con el capitán; anadie más se confía.

—¡En la treinta y dos falta uno! ¡Enla treinta y dos! —grita todo el mundode repente.

El ayudante del brigadier de latreinta y dos y otro muchacho salenpitando hacia el taller de reparación deautomóviles para buscar al que falta.Entre tanto, corre un rumor: ¿Quién?¿Cómo? Luego Sujov se entera de quefalta el pequeño moldavo, el moreno.Pero ¿qué moldavo? ¿No será elmoldavo del que decían que había sidoespía rumano, un verdadero espía?

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En cada brigada al menos hay cincoespías, pero esos son espías artificiales,fabricados. En las actas constan comoespías, pero en realidad no fueron másque prisioneros de guerra. El mismoSujov es uno de tales espías.

Pero el moldavo lo era de verdad.El jefe de la escolta se vuelve violáceoal mirar en la lista. Después de todo, sise las pira un espía, ¿qué le pasa al jefede la patrulla de escolta?

Toda la gente, y también Sujov,monta en cólera. Aquel perro, aquellacarroña, aquel canalla... ¿qué se habíacreído el muy marrano? El cielooscurecido, la luna alumbra ya, fijaos,

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pronto apretará el frío de la noche... ¡yese mocoso sin aparecer! ¿No teníabastante trabajo, el cerdo, verdad? Se lehacía corta la jornada del amanecer alanochecer, las once horas, ¿no? ¡Yavería cómo lo solucionaba el fiscal!

Sujov se admira de que uno trabajetanto, que no note la señal.

Se ha olvidado de que él mismoacaba de trabajar de ese modo, y quetambién se irritó de tener que ir a laguardia. Ahora tenía frío como los otros,y compartía su furor. Si ese moldavo loshiciera esperar media hora más y los dela escolta lo entregaran a la multitud, ¡lodespedazaban como lobos a un cordero!

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Los hombres reflexionan. ¿Si sehabrá escapado el moldavo? Si se largódurante el día, sería distinto; pero siestaba escondido y esperaba a que losvigilantes bajaran de las torres, podíaesperar sentado. Si escapó por debajode la alambrada sin dejar huellas,explorarían durante tres días la zona ydurante tres días no bajarían de lastorres. Y aunque fuese una semana,igual. Así es su reglamento, y los presosveteranos lo saben. Siempre que seescapa uno, la vida ya no es vida paralos de la escolta, que van a la caza sincomida ni descanso. Mas una vez quehan montado en cólera, el preso no

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vuelve vivo.Zesar habla al capitán:—Por ejemplo, cuando los quevedos

se enredaron en el aparejo, ¿se acuerdausted?

—Hummm, sí... —el capitán fuma sutabaco.

—O lo del coche infantil en laescalera... cómo rueda y rueda.

—Sí..., pero la vida de marino sepresenta de un modo algo teatral.

—Vea usted, estamos acostumbradosa las técnicas cinematográficasmodernas...

En la película «AcorazadoPotemkin»

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—Y los gusanos en la carne, gruesoscomo lombrices. ¿Eran verdaderamentetan gruesos?

—¡Con la cámara no podían tomarsemás pequeños!

—Yo creo que si en nuestro camponos dieran hoy esa carne en vez delpescado, la echarían en la marmita sinfijarse, y nosotros tendríamos...

—¡Aaaaaah! —bramaron los presos—. ¡Uuuuuuh! Veían salir tres figurasdel taller de reparación de coches, luegohabían cogido al moldavo.

—¡Uuuuuuh —aulló la plebe junto ala puerta. Y cuando estuvieron máscerca, se desató:

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—¡Marranooooo, tío mierdaaaa!¡Bandido! ¡Perro maldito! ¡Puerco!¡Carroña! Sujov gritó también:

—¡ Marranooooo!¡Robar más de media hora a

quinientos hombres!Con la cabeza encogida, avanzaba

como un ratón.—¡Alto! —tronó el guardián. Y

anotó—: K-cuatro cientos sesenta,¿dónde estabas?

Al decirlo, se acercaba alzando laculata del fusil. En el montón aúnberreaban algunos:

—¡Andrajoso! ¡Baboso! ¡Pedazo decerdo!

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Pero los demás callaron, al ver queel sargento volvía la carabina.

El moldavo no respondía; encogido,retrocedía ante el sargento. El ayudantede brigadier de la 32 se adelantó:

—Se había subido al andamio de lospintores, el perro. Se ocultó de mí, y conel calor se quedó dormido.

¡Y dos golpes con el puño en lamandíbula! ¡Dos más en el pecho!

Con esto le apartaban del sargento.El moldavo se tambaleó hacia atrás,

y entonces saltó el húngaro de la treintay dos y le dio una patada despiadada enel trasero; sí, despiadadamente.

Eso ya no era lo mismo que hacer de

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espía. Cualquier tonto puede hacer deespía. Un espía lleva una vida bienregalada. Pero ¡intenta sobrevivir diezaños de trabajos forzados en un campode castigo! El de la escolta bajó el fusil.

Y el jefe de escolta bramó:—¡Fuera de la puerta! ¡De cinco en

fondo!¡Esos perros cuentan otra vez! ¿No

está todo bien claro? Los presosrezongaron. Toda su rabia para con elmoldavo se transfirió ahora a la escolta.Rezongaron y no se movieron un paso dela puerta.

—¡Eeeeh! —gritó el jefe de laescolta—. ¿Queréis que os haga sentaros

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en la nieve? ¡En seguida os haré sentaren la nieve hasta mañana por la mañana!

Era capaz y lo haría. No sería laprimera vez. Y hasta se había dichoalguna otra vez: «¡Cuerpo a tierra!¡Fuego a discreción!» Todo eso habíapasado y los presos lo sabían.Empezaron a retirarse de la puerta.

—¡Atrás, atráas! —los apresuró elcentinela.

—¿Quién os manda apretujaros en lapuerta, bestias? —gritaban los de detrása los primeros, venenosamente,cediendo ante la presión.

—¡De cinco en fondo! ¡Primera!¡Segunda! ¡Tercera!

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La luna lucía con toda su fuerza; elhalo rojizo había desaparecido. Estabaya en la cuarta parte de su carrera. ¡Lanoche estaba perdida...! ¡Malditomoldavo! ¡Maldita escolta! ¡Malditavida!

Los de delante, que estaban yacontados, se volvían poniéndose depuntillas para ver si en la última hilerahabía dos o tres. De esto dependía ahoratoda la vida.

A Sujov le pareció que quedabancuatro en la cola. Se quedó yerto delsusto: ¡uno de más! ¡Otra vez a contar!Luego se vio que Fetiukov, el chacal,había ido a pedirle su colilla al capitán,

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no cuidando luego de volver a su lugar,y pareciendo estar de más.

El jefe accidental de la escoltasacudió a Fetiukov, rabioso.

¡Le estaba bien empleado!En la última hilera había tres

hombres. ¡Todo estaba en orden, graciasa Dios!

—¡Fuera de la puerta! —insistió elguardián.

Pero esta vez los presos nogruñeron, al ver que salían los soldadosde la guardia y se colocaban al otro ladode la puerta.

De modo que les darían la salida.No se veía a ninguno de los jefes de

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década libres de servicio, ni alaparejador; todos llevaban su madera ala vista.

Se abrió el portal, y en seguidaapareció detrás el jefe accidental de laescolta, con el controlador.

—¡Primera! ¡Segunda! ¡Tercera!...Si ahora estaba bien, bajarían los

centinelas de las torres.¡Y desde las torres, ahí atrás, hasta

aquí, había que caminar un buen trecho!Cuando saliera el último preso de lazona de obra y todo fuese bien al contar,sonaría el teléfono en todas las torres:¡Retírense! Y si el jefe de la escolta noera tonto, daba la señal de retirada en

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seguida, por saber que el preso deningún modo podía escapar y que losguardianes de las torres ya alcanzaríanla columna. Si era estúpido, tendríamiedo de que su gente no bastara contralos presos, y esperaba.

El jefe de la escolta de hoy era unode esos idiotas. Esperó.

Durante todo el día los presosestaban fuera, con aquel frío de perros,casi reventando de frío. Y luego, alterminar, debían estar casi una hora depie, castañeteando los dientes. A pesarde ello, no los estremecía tanto el fríocomo la rabia: ¡Toda la noche al cuerno!Ya no podrían emprender nada en el

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campo.—¿Cómo conoce usted tan bien la

vida diaria en la flota inglesa? —preguntó alguien de la fila de atrás.

—Pues, verá usted, estuve casi unmes en un crucero inglés, donde teníacamarote propio. Iba en una flotilla deescolta, como oficial de enlace. Ycuando la guerra ya hacía tiempo queestaba terminada, imagínese, elalmirante inglés (en mala hora se leocurriría) me mandó un regalo comorecuerdo: «En señal de gratitud.» Yo measombro y maldigo... Y aquí... todos enun montón... Encerrado con bandoleros,vaya diversión.

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Extraño. Extraño, si uno se fija en loque hay a su alrededor. La estampapelada, la vacía zona de trabajo, lanieve reflejando la luz de la luna. Los dela escolta forman a los lados, cada diezpasos, con el arma dispuesta a hacerfuego. El negro rebaño de esos presos, ycon una chaqueta guateada, como todos,un hombre, Sch-311, que no concebía lavida sin galones, que había sido buenamigo de un almirante inglés y que ahoraacarreaba cubetas de mortero conFetiukov.

Eso podía ocurrirle a un hombre...Bien, ahora estaba completa la

patrulla de escolta. Sin «oración»,

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seguimos adelante:—¡De frente, ar! ¡Hop, hop!Eso os habéis creído vosotros, hop,

hop. Nos hemos quedado los últimos, demanera que no hay razón para que nosdemos prisa. Como de mutuo acuerdo,todos los presos tenían la misma idea:Antes nos habéis retenido, ahora osretendremos nosotros. También tendréisganas de estar bajo techado...

—¡Más de prisa! —gritó el jefe dela escolta—. ¡Vivo, el cabo!

Pásanos la... si quieres ¡vivo! Lospresos marchaban calmosamente,tristones, como en un entierro. Notenemos nada que perder, de todos

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modos llegamos los últimos al campo.Si no quería tratarnos humanamente, quegritara ahora hasta reventar.

Cuando hubo gritado varias veces«¡Más vivo!», el jefe de la escolta sedio cuenta de que los presos no iríanmás de prisa. No podía disparar, porquemarchaban en columna de a cinco, comoestaba ordenado. No estaba en su manohacer que los presos marchasen deprisa. Por la mañana, la única salvaciónde los presos era marchar despacio altrabajo. El que marcha de prisa no ve elfinal de su condena... Se moja de sudor yluego cae redondo.

De modo que marcharon con buena

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regularidad y serenidad. La nieve crujíabajo sus pasos. Unos conversaban envoz baja, otros callaban. Sujovreflexionaba... ¿Qué era lo que no habíapodido hacer aquella mañana en elcampo? Luego se le ocurrió: ¡ellazareto! Vaya, con el trabajo se habíaolvidado completamente de laenfermería.

Justamente ahora era la hora deconsulta en la enfermería. Podríapresentarse si sacrificaba la cena. Peroen realidad no se encontraba tan mal.Seguramente, no tenía fiebre... ¡Tiempoperdido! Ya se recuperaría sinnecesidad de médicos. Los médicos con

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sus tratamientos no le proporcionaban auno más que el traje de madera.

No deseaba ir al lazareto, pero...¿cómo podría enriquecer la cena? Suúnica esperanza era que Zesar recibiesesu largamente esperado paquete.

De repente, hubo una especie decambio en la columna de presos. Huboun movimiento, perdieron el paso, huboconfusión, murmullos, gruñidos; lashileras de la cola, y con ellas Sujov,perdieron el contacto con los de delante,comenzaron a correr. Durante unospasos fue bien; luego, vuelta a correrotra vez.

Cuando el final de la columna

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alcanzó la colina, Sujov pudo verlotambién: a su derecha, aún lejana en laestepa, destacaba negreante otracolumna que se dirigía diagonalmentehacia la nuestra, y ahora debía vernos,pues se echaron a correr también.

Esta sólo podía ser la columna de lafábrica de maquinaria, de unostrescientos hombres. También ellos, alparecer, habían tenido mala suerte yhabían sido retenidos como nosotros.¿Por qué razón? A veces los teníantrabajando más tiempo, cuando noterminaban con el arreglo de unamáquina. Claro que ellos no se exponíana nada, se pasaban todo el día al calor.

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Era el momento de la decisión.¡Cómo corrían, los tíos! También los dela escolta se pusieron a trotar, salvo eljefe, que gritaba una y otra vez:

—¡No se dispersen! ¡Cierren filas,por atrás!

Tendrían que partirte la boca, ¿quénos ladras ahora? ¿Acaso no cerramosfilas?

Ni visto, ni oído..., sólo unpensamiento en toda la columna:¡Adelantarse! ¡Chasquearlos!

Y allí se mezcló todo, carne ypescado, de forma que la escolta ya noera enemiga de los presos, sino amiga.Pero el enemigo era la otra columna.

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Todos estaban otra vez de buenhumor, la rabia se había disipado.

—¡Vamos, vamos! —gritaban los deatrás a los de delante.

Al fin, nuestra columna alcanzó lacarretera; los de la fábrica demaquinaria habían desaparecido detrásdel bloque de viviendas. Seguimoscorriendo, ciegamente.

Ahora íbamos mejor, sobre lacarretera abierta. Los guardianes aderecha e izquierda no tenían que temerlos tropezones. ¡Aquí superaríamos a losotros!

Además los eliminaríamos, porqueen la guardia del campo los registraban

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más detenidamente. Desde que fueronencontrados algunos con el cuellocortado, la comandancia del campo erade la opinión que los cuchillos seconfeccionaban en la fábrica demaquinaria y luego se pasaban al campo.Por eso, a la entrada del campo, loscacheaban a fondo. Avanzado el otoño,el suelo estaba ya helado, les gritaban:

—¡Los de maquinaria, zapatos fuera!¡Tenedlos en las manos!

Así los registraban, descalzos.Y ahora, a pesar del frío glacial, aún

la tomaban con alguno:—¡Vamos, quítate la bota de fieltro

derecha! ¡Y tú, la izquierda!

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El preso se quitaba la bota y eraobligado a sacudirla sacando el trapopara el pie, mientras iba a la pata coja.En orden, ningún cuchillo.

Sujov había oído decir —no sabía siera cierto— que un verano los de lafábrica de maquinaria trajeron dospostes de balón volea al campo, yescondidos en ellos muchos cuchillos.Diez largos cuchillos en cada uno. En elcampo descubrían uno aquí, otro allá, devez en cuando.

Dejaron atrás, a paso gimnástico, elnuevo club, el bloque de vivendas, elaserradero... y doblaron la esquinadirectamente frente a la guardia del

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campo.—¡Hurraaaaa! —bramó la columna,

como un solo hombre.¡Aquel cruce era la clave! Los de la

fábrica de maquinaria llegaban de laderecha, con ciento cincuenta metros dedesventaja.

Bueno, ahora podían tomárselo concalma. Toda la columna se alegraba. Sealegraban como los conejos: al menos,las ranas tienen miedo de nosotros.

¡Ahí! El campo. La misma imagen dela mañana: la oscuridad, las lámparas dela zona del campo, sobre la cerca detablas, y especialmente intensos losfaros frente al cuarto de guardia; toda la

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zona reservada al cacheo estabailuminada como a la luz del día.

Pero, antes de que llegaran a laguardia...

—¡Alto! —gritó el jefe lugartenientede la guardia.

Entregó su metralleta a un soldado yse dirigió a la columna (le estabaprohibido acercarse con la metralleta):

—Todos los que están a la derecha ylleven madera... ¡lanzar la madera haciala derecha!

Los que estaban fuera llevaban lamadera a la vista y podía darse cuentade quiénes eran. Un hatillo cayó hacia laderecha, luego otro, y un tercero.

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Algunos querían pasar su madera haciala izquierda de la columna, pero susvecinos dieron un bufido:

—¡Para que se la quiten a los otrospor tu culpa! ¡No, no, tírala ahí!

¿Quién es el mayor enemigo delpreso? El otro preso. Si los presos no secombatieran entre sí... ¡ah, entonces !...

—¡En marcha! —gritó el jefe de laescolta.

Y desfilaron hacia la guardia.En el cuerpo de guardia convergían

cinco caminos, una hora antes seacumulaban allí todos los grupos detrabajo. Si todos esos caminos seconvirtieran en calles y se hicieran

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casas a los lados, el lugar donde estabael cuerpo de guardia y se practicabanlos cacheos habría podido ser la plazamayor de la futura ciudad. Y así comoahora convergían aquí todas lascolumnas de trabajo, se reunirían en esecaso las columnas de manifestantes.

Los vigilantes ya estabancalentándose en el cuerpo de guardia.Ahora salían y cerraron el paso.

—¡Abrir chaquetas! ¡Desabrocharoslos chalecos!

Extendieron los brazos. Como siquisieran abrazarle a uno al hacer elregistro. Cachear los costados. Bueno;lo mismo que por las mañanas.

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Ahora no era tan malodesabrocharse; volvíamos a casa.

Así decían todos: a casa.Durante el día no tienen tiempo de

acordarse de otra casa.La cabeza de la columna ya está

siendo cacheada, cuando Sujov seacerca a Zesar y dice:

—¡Zesar Marcovitch! Corro enseguida a la entrega de paquetes parahacer cola.

Zesar volvió hacia Sujov su negrobigote, con la blanca escarcha pordebajo esta vez.

—¿Para qué quiere usted hacer cola,Iván Denisovich? Tal vez no haya

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llegado el paquete.—Bien..., si no está, ¿qué puedo

perder? Esperaré diez minutos; si nollega usted, me largo al barracón.

Al decirlo, Sujov pensó: «Si noviene Zesar, quizá venga otro y puedavenderle mi sitio en la cola.»

Por lo visto, Zesar no podía reprimirla impaciencia por recibir su paquete.

—Está bien, Iván Denisovich, correy ponte a la cola. Espera diez minutos, yno más.

El cacheo prosiguió, pronto letocaba a Sujov. Hoy nada tenía queocultar, y avanzó despreocupadamente.Desabotonó la chaqueta enguatada, sin

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prisas, y aflojó también el chaleco bajoel cinto de lona.

No tenía conciencia de llevar algoprohibido, pero la preocupación de ochoaños de chirona se había convertidopara él en una costumbre. Metió la manoen el bolsillo exterior del pantalón paraasegurarse una vez más de que estabavacío, aunque ya lo sabía.

¡Pero ahí estaba la hoja de sierra!Hoy la encontró en la zona de la obra yse la guardó por razones económicas,sin ninguna intención de pasarla alcampo. No había querido pasarla, peropuesto que la llevaba encima... ¡seríalástima tirarla ahora! Podría afilarla en

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forma de cuchillito, para arreglarzapatos o al menos para coser.

Si hubiera tenido intención depasarla, habría escogido un buenescondite. Pero ahora sólo faltaban doshileras de cinco para llegar hasta él, y laprimera ya pasaba al control.

Ahora debía actuar más rápido queel viento: o bien, oculto por la últimafila, arrojaba la cosa en la nieve (con locual la encontrarían más tarde, pero sinsaber de quién era), o la pasaba.

Por esa hoja de sierra podían darlediez días de arresto, si la interpretabancomo cuchillo.

¡Pero un cuchillito para componer

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zapatos significaba ganancia, significabapan!

Sería una pena tener que tirarla.Y Sujov la metió en uno de sus

guantes.Ahora pasaba la siguiente hilera de

cinco al cacheo. Y a plena luz de losfocos quedaban los tres últimos: Senka,Sujov y el muchacho de la brigada 32que acompañó a buscar al moldavo.

Como eran sólo tres, y cinco losvigilantes dedicados al registro, Sujovpudo escoger cómodamente cuál de losdos de la derecha le cachearía a él. Noescogió al joven de mejillas coloradas,sino al viejo de la barba gris. El viejo,

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naturalmente, tendría más experiencia yle sería fácil encontrar algo si buscababien; pero, como era viejo, sin dudaestaría más que harto del servicio.

Entre tanto Sujov se sacó losguantes, el que contenía el pedazo desierra y el vacío, cogiéndolos con unamano, en la que llevaba además elcinturón, y de modo que el guante vacíoquedara delante. Desabotonó del todo elchaleco, alzó el faldón de la chaqueta yel del chaleco amablemente —nuncahabía sido tan amable para el cacheo,pero ahora quería demostrar que nadallevaba escondido: ¡anda, regístrame!—,y obedeció la orden del barbudo,

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acercándose.El vigilante de la barba gris, golpeó

los costados y la espalda de Sujov,palpó por fuera el bolsillo del pantalón—vacío—, apretó los faldones de lachaqueta y del chaleco; y luego, ya porúltimo, apretó para asegurarse el vacíoguante delantero —el vacío.

El vigilante apretó, y fue como siapretara las entrañas de Sujov contenazas. Otro apretón semejante en elotro guante, y ya se veía arrestado, contrescientos gramos de pan al día ycomida caliente sólo desde el tercero.En un segundo se representó cómo iríahaciéndose débil y pasaría hambre, y

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cuánto le costaría volver a conseguir elestado de resistencia actual, medio hartoy medio hambriento.

Y en silencio rezó una fervorosaplegaria: «¡Dios del Cielo! ¡Sálvame!¡Líbrame del arresto!»

Todos esos pensamientos cruzaronpor su mente en el breve instante en queel vigilante oprimió el guante delanteroy alargó la mano hacia el otro, el deatrás (los habría apretado ambos almismo tiempo, con las dos manos, siSujov no los hubiera llevado en unasola). Entonces el jefe del control, quequería acabar pronto, gritó a la escolta:

—¡Vamos, ahora los de la fábrica de

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maquinaria!Y en vez de coger el segundo guante

de Sujov, el guardián le hizo un gestocon la mano: Pasa, adelante.

Sujov corrió para alcanzar a losdemás. Ya estaban en fila de a cinco,entre los dos terrenos de vallassemejantes a las barreras del mercadode caballos, y que venían a formar elcercado de la columna, por decirlo así.La carrera no le cansaba, no sentía elsuelo bajo los pies, y no envió unasegunda oración, una acción de gracias,al Cielo, porque no tenía tiempo yrealmente ya no hacía falta.

La escolta que los había traído aquí

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formó a un lado, para dejar paso a la delos maquinistas, y esperaba únicamentea su jefe. La madera que su columnahabía arrojado antes del registro fuerecogida por los escoltas, y la que leshabían quitado los guardianes alcachearlos estaba apilada en el cuartode guardia.

La luna estaba cada vez más alta, yen la noche clara, bla

nca, el frío se hacía más intenso.El jefe de la escolta, mientras se

dirigía a la guardia, habló brevementecon Priaja, lugarteniente de Volkovoi,para pedirle la lista de los cuatrocientossesenta y tres hombres; y Priaja gritó de

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pronto:—¡ K-cuatrocientos sesenta!El moldavo, que estaba escondido

en medio de la columna, suspiróprofundamente y salió a la barreraderecha. Aún iba encogido.

—¡Aquí! —ordenó Priaja,señalando un lugar fuera de las barreraspara caballos.

El moldavo las rodeó. Le ordenaronesperar, con las manos a la espalda. Demodo que se la cargaría por intento defuga. Le meterían en el barracón-celda.

Poco antes de llegar a la puerta, seapostaron dos vigilantes a izquierda yderecha de la barrera; la puerta, de una

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altura como tres veces la de un hombre,se abrió lentamente, y resonó la orden:

—¡De cinco en fondo! —«Fuera dela puerta» no hacía falta aquí, pues todaslas puertas de los campos deconcentración se abren hacia dentro,para que no puedan abrirlas a la fuerzani todos los presos a la vez, lanzados entromba.— ¡Primera! ¡Segunda!¡Tercera!...

A la segunda cuenta de la noche,cuando el preso vuelve a entrar por lapuerta del campo, se siente mássacudido por el viento, helado yhambriento, que en todo el resto del día,y el cucharón de sopa de coles ardientes

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y acuosa no es para él sino una gota deagua sobre una piedra al rojo: absorbidaen un segundo. Pero esa sopa es másvaliosa para él que la libertad, más quetoda la vida anterior y toda la vida porvenir juntas.

Los presos entran por la puerta delcampo como los guerreros después de labatalla —con estrépito, endurecidos ymarchosos—: ¡dejen paso!

El factótum del barracón del mandotiembla cuando ve entrar así a lospresos.

Desde esta segunda cuenta, y porprimera vez desde la señal de partida alas seis y media, el preso es un hombre

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libre. Han pasado por la gran puerta dela entrada al campo, por la pequeña delrecinto de los presos, luego por elcallejón del campo entre las barreras aizquierda y derecha, y luego... puedes iradonde quieras.

Adonde quieras, pero el jefe detrabajos echa el guante a losbrigadieres:

—¡ Brigadieres! ¡ A la plana mayor!Sujov corrió como un rayo a lo largo

del barracón de las celdas, entre losotros barracones y hasta la entrega depaquetes. Zesar, en cambio, camina conmesura y dignidad hacia el otro lado,donde se hacina un montón de presos

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alrededor del poste, con el tablero decontrachapado sobre el que se apuntacon lápiz copiador la lista de los quehan recibido paquetes.

Raramente se escribe con papel enel campo, y más a menudo sobrecontrachapado. Se ve más sólido yauténtico sobre una tabla. Tanto loscacheadores como los jefes de obrasllevan sus listas sobre una tabla. Pero eldía siguiente se rasca, y sirve otra vezpara escribir. Ahorro.

El que se queda en la zona delcampo puede ganar algo de esta otramanera: lee en el tablero quién harecibido un paquete, espera al

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destinatario por la noche al llegar y ledice en seguida el número. Mucho opoco, un cigarrillo siempre cae.

Sujov llegó al reparto de paquetes.El barracón tenía un anexo, y a éste aúnhabía pegado un vestíbulo. Este no teníapuerta exterior y el frío penetraba sinobstáculos, pero siempre se estaba mása gusto con un techo sobre la cabeza.

Los hombres que esperaban en elvestíbulo se habían apoyado en la pared.Sujov se puso a la cola. Quincehombres, más o menos, estaban ante él,o sea una hora bien larga, justo hasta eltoque de queda. Los de la columna de lacentral que se habían dirigido al tablero

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para leer los nombres, tendrían quecolocarse tras él. Y todos los de lafábrica de maquinaria, si no tenían quevolver al día siguiente a por suspaquetes, por la mañana.

Hacen cola con bolsos, conpequeños saquitos. Ahí, detrás de lapuerta (el propio Sujov no habíarecibido un solo paquete en aquelcampo, pero lo sabía por los relatos),abren la caja con una hachuela; elvigilante lo saca todo por sí mismo y loexamina. Esto corta, aquello parte, aquímanosea una cosa y vierte otra. Si hayalgo líquido, en botella o bote, lo abreny te lo vierten: recógelo como puedas,

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con las manos o con una toalla. Noentregan los botes porque tienen miedo.Si hay algo especial de pastel o dulces,un embutido o un pescadito, el vigilantetoma una parte con toda naturalidad.(Intenta protestar, que en seguida teechará un discurso sobre lo que estáprohibido y lo que no está permitido, yse lo queda todo para fastidiar. Empiezapor el vigilante: el que recibe unpaquete, tiene que dar, dar, dar.) Aúnhabiendo pasado el control no te dan lacaja. Mételo todo de la mesa a tu bolsa,o recogido en la chaqueta..., y luego, elsiguiente. A veces meten tanta prisa quese olvida algo en la mesa. Luego no

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tienes por qué volver, que ya no loencontrarás.

En los tiempos de Ust-Ishma, Sujovrecibía un paquete de vez en cuando.Pero él mismo escribió a su mujer: «Selo lleva el gato, no me envíes nada, nose lo quites a los niños.»

Aunque a Sujov, durante su libertad,le costó menos alimentar toda unafamilia de lo que le cuesta aquíalimentarse a sí mismo, sabía también loque cuesta uno de esos paquetes; y sabíatambién que no podía exigir que lemandaran paquetes durante diez años.Prefería pasarse sin ellos.

Pero si bien ésta fue su propia

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decisión, cada vez que alguno de suscompañeros de brigada o de barracónrecibía un paquete (lo que ocurría casi adiario), sentía un peso en el corazón porno recibir él ninguno. Y aunque habíaprohibido expresamente a su mujerenviarle nada por Pascua, y nunca iba altablero de lista de nombres, como nofuese para un compañero rico, a vecesesperaba que alguno llegase corriendopara decirle:

—¡Sujov! ¿Por qué no vas? ¡Tienesun paquete!

Pero nunca venía nadie corriendo...Y así tenía cada vez menos motivos

para acordarse del pueblo de

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Temgeniovo y de su casa... La vida aquíse mantenía en suspenso desde dianahasta el toque de queda, sin dejarespacio a recuerdos inútiles.

Al encontrarse así, en medio de losque se gozaban en esperanzadorasimaginaciones, de poder hundir prontolos dientes en un pedazo de tocino ocubrir un pedazo de pan con mantequillay endulzarse la bebida con azúcar, sóloexperimentó un deseo: llegar tan prontocomo pudiera al comedor y tomarse susopa caliente, no fría. Pues fría no valíani la mitad que caliente.

Reflexionó. Si Zesar no encontró sunombre en el tablero, estaría ya en el

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barracón lavándose. Si estaba sunombre, ahora iría recogiendo bolsas,vasos de plástico y recipientes. Por estoSujov había prometido esperar diezminutos.

Haciendo cola, Sujov se enteró deuna novedad: otra vez no habríadomingo aquella semana, otra vez lesrobarían el domingo. Ya lo esperaba, ylos demás también lo esperaban, puescuando el mes tenía cinco domingos, lesdejaban tres y los demás les hacían ir altrabajo. Lo esperaba, pero al decirlo losotros, algo se revolvió en su interior: elhermoso domingo, tan ardientementeesperado, ¿quién no lo echaba

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amargamente de menos? Cierto que losotros también tenían razón al decir quela comandancia del campo ya se lasarregla para hacerlos trabajar dentro delcampo en los días libres; siempreinventan algo..., construir una sauna, olevantar un muro para tapiar un paso, olimpiar el patio. O bien cambiar ysacudir las colchonetas y exterminar laschinches de las yacijas. O bien uncontrol de presidiarios según fichero. Orealizar un inventario: todos los trastosal patio, y luego permanecer medio díasentados ahí.

Lo que más los enfurece, en todocaso, es que el preso duerma después

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del desayuno.La cola avanzó, aunque lentamente.

Era que venían algunos de afuera yapartaban al primero sin más cumplidos;uno de los peluqueros, un contable y unode la imaginaria. Pero éstos no eranpresos como los demás, sino losenchufistas permanentes del campo.Cerdos de primera, que no se movían dela zona del campo. Para los«trabajadores», estos tipos eran laporquería más baja (opinión que ellos asu vez tenían de los «trabajadores»). Notenía sentido buscar disputa con ellos.Los factótums se apoyaban entre sí yestaban bien con los guardianes.

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Quedaban aún diez hombres antesque Sujov, y después de él habíanvenido siete más, cuando apareció Zesaren la puerta, inclinándose para pasar,con la nueva gorra de piel que leenviaron desde fuera. Aquello sí que erauna gorra. Zesar había sobornado aalguien, y por esto le permitían llevaraquella gorra nueva de la ciudad, tanestupenda. A los demás les quitabanincluso las viejas gorras del ejércitocuando las tenían, dándoles a cambiogorras del campo, verdaderos andrajos.Zesar sonrió a Sujov, saludando luego altipo raro de las gafas que siempre leía elperiódico mientras hacía cola:

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—¡ Aaaah! ¡ Piotr Mijalich!Ambos florecieron como dos

amapolas. El raro dijo:—¡Tengo un nuevo «Vespertino»,

vea usted! ¡Lo he recibido con faja!—¡No me diga!Y Zesar metió también la nariz en el

periódico. Y eso que la bombillita deltecho daba una luz más que débil, ¿cómopodía ver aquellas letras tan pequeñas?

—¡Aquí hay una recensión muyinteresante del estreno de Savadski...!

Los moscovitas se huelen de lejos,como los perros. Y cuando seencuentran, no hacen más que olfatearse.Y empiezan a comadrear, y cada uno

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quiere hablar más que el otro. Cuandoestán charlando así, y oyes tan pocaspalabras rusas, te parece estar oyendohablar letón o rumano.

Mas Zesar había traído todos susbolsos.

—Bien, pues yo..., ZesarMarkovitch... —tartajeó Sujov—.¿Puedo irme ya?

—Naturalmente, naturalmente. —Elbigote negro de Zesar emergió delperiódico.— Bien, ¿quién está delantede mí? ¿Quién me sigue?

Sujov le explicó quién iba detrás dequién, y como no esperaba que Zesar seacordase por sí mismo de la cena,

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preguntó:—¿Quiere que le traiga la cena?Esto quería decir, del comedor al

dormitorio, con la escudilla.Severamente prohibido, por lo demás,sobre esto había muchas disposiciones.Cuando pescaban a uno, le volcaban laescudilla y lo metían en el calabozo... Ya pesar de todo, se traían cenas ysiempre se haría, pues cuando uno teníaalgo que hacer, nunca quedaba tiempode entrar en el barracón comedor juntocon la brigada.

Preguntó si quería que le trajese lacena, mas pensando en silencio: «Noserás tan inhumano. Me regalarás tu

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cena, supongo. Por la noche, desdeluego, no ponen sémola; no es más queuna sopa clara...»

—No, no —Zesar sonrió—. ¡Lacena es para ti, Iván Denisovich!

¡Eso era lo que Sujov esperaba!Salió volando del vestíbulo como unpájaro puesto en libertad y atravesó lazona corriendo.

¡Los presos corrían en todasdirecciones! Una vez el comandante delcampo promulgó la siguiente orden:ningún preso podrá moverse solo dentrode la zona del campo. La brigada,siempre que sea posible, se llevará encolumna cerrada. Donde no sea posible,

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como para ir a la enfermería o a lasletrinas, se formarán grupos de cuatro ode cinco, que nombrarán al de más edadpara llevarlos en formación, esperarlosy volver a traerlos en formación.

El comandante del campo mantuvoinsistentemente esta orden. Nadie seatrevió a contradecirle. Los vigilantespescaban a los que iban solos, anotabansus números y los metían en las celdasdel campo. A pesar de ello, la ordenfracasó, envuelta en silencio, comomuchas órdenes ruidosas. Cuando tellaman para interrogarte, no van ahacerte venir con un grupo. O cuando túquieras ir a buscar tus alimentos al

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almacén, ¿para qué habría deacompañarte yo? O si a uno se le ocurreir a leer el periódico al hogar, ¿quiénquerrá acompañarle? Otro querrá llevara arreglar sus botas de fieltro, otroquerría ir al secadero, otro pasearsimplemente de barracón en barracón(¡aunque esto es lo que está másseveramente prohibido!). ¿Cómo puedeconseguirse evitar todo ello?

Con aquella orden, el comandantequería quitarles el último resto delibertad, pero hasta él, el gordinflón,fracasó en el intento.

Cuando Sujov, en el camino hacia subarracón, se tropezaba con algún

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vigilante, se quitaba la gorra por siacaso. Dentro: un estrépito infernal.Durante el día le habían robado a uno laración, el del servicio de barracónrecibía y devolvía los gritos. El rincónde la brigada 104 estaba vacío.

Sujov ya contaba aquella noche entrelas afortunadas, por no haber sidoregistradas las colchonetas a la vuelta ala zona del campo, ni haberse practicadoregistro en los barracones durante el día.

Sujov se precipita hacia su yacija, sequita la chaqueta guateada por elcamino, la arroja sobre la cama, encimalos guantes con el trozo de sierra, y metela mano para tocar su colchoneta... ¡El

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pedazo de pan de la mañana aún estáallí!

Se alegra de haberlo ocultado ycosido.

¡Ahora, al comedor! ¡Paso ligero!Corre directo hacia el barracón

comedor, sin toparse con guardiánalguno. Sólo se cruza con grupos depresos que caminan despacio,discutiendo acerca de su ración.

Fuera, la luz de la luna es másintensa cada vez. Las luces palidecen, ylos barracones arrojan negras sombras.La entrada al comedor tiene una anchaescalera de cuatro escalones; tambiénestá en la sombra ahora. La lámpara

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colgada sobre la entrada se balancea auno y otro lado, rechinando en el frío.Las bombillas tienen un halo irisado, defrío o suciedad.

Existe otra orden severa delcomandante del campo: Las brigadasdeben entrar en él comedor en fila de ados. Y más aún: cuando las brigadasllegan ante el comedor, no deben subiren seguida la escalera, sino formar enfila de a cinco y esperar a que losencargados del comedor les den entrada.

El servicio del comedor esdefendido férreamente por Kromoj; porser cojo, se le considera inútil para eltrabajo, pero es fuerte el muy puerco. Se

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ha hecho un garrote de abedul, con elque golpea desde la escalera a los queintentan entrar sin su permiso. Pero haceexcepciones. Tiene buen olfato, y hastaen la oscuridad reconoce por la espaldaa los que no debe golpear si no quiererecibir una en las narices a su vez. Sólogolpea a los escarmentados. A Sujov lepegó una vez.

¡Se llama «servicio de comedor»,pero se comporta como un príncipe!

¡Está a bien con los cocineros!Hay una densa multitud ante la

escalera, en parte porque todas lasbrigadas se han acumulado a la vez, enparte porque lleva mucho tiempo el

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ponerse en orden. Pero en la escaleraestá Kromoj con su ayudante y elencargado del comedor en persona. Notienen guardián; ¡se administran a símismos, esos cabritos!

El encargado del comedor es uncanalla cebado, tiene una cabeza enforma de calabaza y setenta y uncentímetros de anchura de espalda.Tiene tanto exceso de fuerza, que vacomo sobre resortes, como si sus brazosy piernas fueran de muelles. Lleva unagorra de frisa blanca sin número.Ninguno de los libres lleva una gorrasemejante. Lleva además un chaleco depiel de cordero, y sobre el pecho de éste

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un único número diminuto, del tamañode un sello de correos: una concesión aVolkovoi. En la espalda no lleva ningúnnúmero. El encargado del comedor nosaluda a nadie y todos los presos letemen. Tiene en sus manos la vida demiles. Una vez quisieron darle unapaliza, pero los cocineros fueron aayudarle inmediatamente, toda unaselección de cataduras criminales.

Habrá una desgracia si ya ha pasadola brigada 104. Kromoj conoce a todoslos presos del campo, de vista, y si estáal lado el jefe, no deja pasar a ningunoque no vaya con una brigada que no seala suya, divirtiéndose con fastidiarlo.

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A veces los presos se deslizan haciadentro a espaldas de Kromoj; así pasóSujov una vez. Pero hoy, estandopresente el jefe, no podrá pasar así. Lezurrarían fuertemente la badana hastadejarle maduro para la enfermería.

Pronto, a la escalera, para ver sientre las muchas chaquetas negras que sedivisan en la oscuridad se encuentra labrigada 104.

En este momento las brigadas seprecipitan inconteniblemente haciaadelante (¿adonde si no? Pronto sonaráel toque de queda), como si fueran aasaltar una fortaleza; suben el escalónprimero, el segundo, el tercero, asaltan

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la entrada.—¡Alto, hijos de perra! —brama

Kromoj, alzando el bastón contra losprimeros—. ¡Atrás! ¡En seguida harépapilla a uno de vosotros!

—¿Qué podemos hacer? —aullanlos primeros—. ¡Nos empujan desdeatrás!

Los de detrás empujan, naturalmente,pero los de delante no oponenresistencia seria, quieren entrar en elbarracón cuanto antes.

Kromoj coge su bastón, lo mantieneante el pecho como una barrera de pasoa nivel, y se lanza con todo su pesocontra los otros. También el ayudante de

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Kromoj coge el bastón, y el jefetampoco repara en mancharse las manos.

Los maltratan duramente; tienen unasfuerzas enormes esos carnívoros, yechan atrás a los otros. Lanzan a losprimeros desde arriba sobre los queempujan, los hacen rodar sobre los deatrás como haces de paja.

—¡Kromoj, hijo de p..., tendríamosque partirte la cabeza! —gritan desde lamultitud, pero manteniéndoseescondidos los que lo hacen. Los demáscaen en silencio y se levantan ensilencio, tan pronto como pueden, parano ser pisoteados.

Los escalones han sido barridos. El

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encargado del comedor ha desaparecidode la escalera; pero el propio Kromoj sequeda en el escalón superior y explica:

—¡En fila de a cinco, becerros!¿Cuántas veces habrá que decíroslo!¡Entraréis cuando os toque el turno!

Entonces Sujov descubre algo asícomo la cabeza de Senka Klevschinjunto a la escalera. Su alegría esenorme. Adelante, pues, a codazos. Lasespaldas se aprietan más..., no loconseguirá, imposible pasar.

—¡La veintisiete! —aulla Kromoj—. ¡Adentro!

La veintisiete asalta la escalera,entrando en tromba. Otra vez hay un alud

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hacia adelante, los de detrás empujan. YSujov empuja también, con todas susfuerzas. La escalera se estremece, lalámpara sobre la escalera rechina.

—¿Otra vez, podridos? —Kromojhierve. Sacude, sacude con el bastón enla espalda de uno, en el hombro del otro,y vuelve a echar a los primeros sobrelos de atrás.

Por segunda vez consigue vaciar laescalera.

Sujov ve desde abajo que Pavlo seha colocado al lado de Kromoj. El esquien trae aquí la brigada; Tiurin seconsidera demasiado fino para lapromiscuidad de aquí.

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—¡En fila de a cinco, los de laciento cuatro! —grita Pavlo desdearriba—. ¡A ver si pasáis, muchachos!«¡ A ver si pasáis!»... ¡ Vaya idiota!

—¡Eh! ¡Esa espalda! ¡A ver si medejas pasar, que soy de aquella brigada!

Ya le dejaría pasar si pudiera, peroestán tan apretujados por todos loslados...

El montón oscila a un lado y a otro;los hombres casi se aplastan para llegarhasta su sopa; la sopa que lescorresponde en justicia.

Entonces Sujov cambia de táctica.Cogiendo la baranda por la izquierda, seagarra luego al poste del ángulo de la

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escalera y... se queda colgado en el aire.Con los pies golpea las rodillas dealguien, recibe él mismo un violentoporrazo en un costado, unos cuantos lededican jugosas maldiciones, pero loconsigue: ha puesto un pie sobre elborde del escalón superior y espera. Suscompañeros le verían y le ayudarían asubir.

El encargado del comedor ha echadoun vistazo a la puerta volviéndose antesde irse:

—¡Vamos, Kromoj, dos brigadasmás!

—¡La ciento cuatro! —gritó Kromoj—. ¿Adonde vas, carroña?

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Le atiza al desconocido un garrotazoen el cuello.

—¡La ciento cuatrooo! —gritaPavlo, haciendo pasar a su gente ante sí.

—¡Uff!Sujov ya está dentro. No ha

esperado a que Pavlo abriera la boca:tableros, ha de encontrar tableros libresahora. El comedor está como siempre...,el vapor penetra en nubes por la puerta;unos están montados encima de otros,como las semillas en el girasol. Entrelas mesas, empujones y apreturas, aquí yallá uno que quiere pasar con un tablerolleno. Pero Sujov está acostumbradohace muchos años, está ojo avizor, y he

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aquí que Sch-208 lleva sólo cincoescudillas en su tablero; por lo tanto,éste es el último de la brigada, pues delo contrario estaría completamentecargado.

Le alcanza, y le murmurarápidamente al oído:

—¡Hermano! Necesito un tablero...,¡ahí detrás los tienes!

—Pero hay uno que espera en laventanilla, y le he prometido...

—Deja que espere. Al que bosteza,alpargata en la boca.

Se ponen de acuerdo.El otro lleva el tablero a su puesto,

lo descarga. Sujov coge el tablero, pero

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en este momento se presenta el otro, quelo tenía apalabrado, y agarra el otroextremo, aunque es más enclenque aúnque Sujov. Con el tablero, Sujov leempuja en la misma dirección quetiraba, y el otro se va a parar contra lapared, escapándosele el tablero de losdedos. Sujov se lo mete bajo el brazo ycorre al reparto del rancho.

Pavlo está en la cola frente a laventanilla, fastidiado porque aún no haytableros. Ahora se alegra:

—¡Ivan Denisovich!Da un empujón al ayudante del

brigadier de la veintisiete.—¡Déjame pasar! ¿Qué haces ahí

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parado? ¡Yo tengo tableros!Mira, caramba. También Gopsik, el

pillo, ha pescado un tablero.—Estaban papando moscas —ríe—,

y lo cogí.Gopsik será perro viejo del campo.

Tardará unos tres años en aprender aabrirse camino, y al menos el puesto derepartidor de pan lo tiene seguro.

Por indicación de Pavlo, se encargadel segundo tablero Yermolaiev, elforzudo siberiano (también diez añospor ser prisionero de guerra). Envía aGopsik a buscar una mesa en dondeestén terminando. Sujov apoya unaesquina del tablero en la ventanilla y

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espera.—¡La ciento cuatro! —anuncia

Pavlo por la ventanilla.Hay cinco ventanillas en total: tres

para la entrega normal, una para los quereciben rancho especial (los enfermosllegados, que son unos diez, y de matutetodos los de la contabilidad), y la últimapara la devolución de los cacharros (haypeleas en esta ventanilla por el derechode relamer las escudillas). Lasventanillas no son altas; lleganjustamente a la cintura. Es imposible vera los cocineros; sólo se ven sus manos ylos cucharones.

El cocinero tiene las manos blancas

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y lisas, pero peludas, unas verdaderaszarpas. Como si fuera boxeador y nococinero. Con el lápiz apunta en la listade la pared:

—La ciento cuatro... ¡veinticuatro!Panteleiev se infiltra en el comedor.

No está enfermo, el muy perro.El cocinero coge un cazo bestial,

seguro que tiene tres litros de cabida, yremueve con él en la marmita; no parade remover (la marmita está reciénllena, casi hasta el borde, y echa muchovapor). Luego coge el otro cazo, el detres cuartos de litro, y empieza a sacarcon él, así, por arriba.

—Uno, dos, tres, cuatro...

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Sujov se fija en cuáles son los platosque llenan antes de que se pose loespeso de la sopa, y en cuáles queda lomagro, que es agua pura. Coloca diezescudillas en su tablero y se vuelve.Gopsik le hace señas desde la segundahilera de soportes:

—¡Aquí, Iván Denisovich, aquí!Llevar así las escudillas es cosa que

requiere aprendizaje. Sujov avanza concuidado para balancear el tablero,aunque su lengua trabaja tanto más:

—¡Eh, tú, Ch-novecientos veinte...!¡Cuidado, abuelo...! ¡ Quita de ahí,chico!

En esas apreturas ya es cosa dudosa

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llevar una escudilla sin derramar nada,¡cuánto más con diez! A pesar de ello,no hay ninguna mancha reciente en eltablero cuando Sujov lo coloca concuidado sobre el extremo de la mesa quevigila Gopsik. Además, consigue dar ungiro al tablero al colocarlo, de maneraque las dos escudillas con lo espesoquedan orientadas hacia donde él sesentará ahora. Yermolaiev se acerca consu decena. Gopsik sale en volandas paratraer en las manos, con Pavlo, lasúltimas cuatro. Por último llega Kilgascon un tablero lleno de pan. Hoy se jalasegún el rendimiento en el trabajo: auno, doscientos; a otro, trescientos, y a

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Sujov cuatrocientos gramos. El coge suscuatrocientos de la punta, y doscientosde parte media para Zesar.

Ahora llegan los demás de labrigada saliendo de todos los rinconesdel comedor... Ahí tienes tu comida, yzámpatela donde puedas. Sujov repartelas escudillas, se fija en quiénes lasreciben y vigila su esquina del tablero.Mete la cuchara en una de las quecontienen lo espeso, en señal depropiedad. Fetiukov es uno de losprimeros que pasan a recoger la suya,marchándose en seguida. Como ya nopuede hacer el gorrón con los de labrigada, recorre todo el comedor, el

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chacal, por si alguno no termina suración (cuando uno no se la termina yaparta de sí la escudilla, a veces selanzan dos o tres a por ella, comobuitres). Sujov y Pavlo cuentan lasporciones para que todo concuerde. ParaAndrei Prokofievitch aparta unaescudilla con sopa espesa, y Pavlo lavierte en la estrecha gamella alemanacon tapa, que puede hacer pasarescondida bajo la chaqueta. Entregan lostableros. Pavlo se sienta con dobleración, y Sujov con sus dos escudillas.Ahora ya no hablan entre sí, llega elmomento sagrado.

Sujov se quita la gorra de piel y la

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coloca sobre sus rodillas. Inspeccionacon la cuchara primero una escudilla,luego la otra. Bien, hasta hay algo depescado. Por la noche, el guisotesiempre es más flojo que por la mañana.Al preso hay que alimentarlo de mañana,para que pueda trabajar; pero por lanoche se duerme de todos modos.

Comienza a comer. Primero engulleel caldo, ansiosamente. Cuando tiene ellíquido caliente en el estómago, notandocómo se extiende el calor por todo sucuerpo, todo su ser se vierte hacia elresto de la sopa. ¡Aaaah! ¡Este es elbreve momento para el que vive elpreso!

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Nada preocupa ya a Sujov, ni ellargo período de encierro, ni lointerminable de la jornada, ni el hechode que no haya domingo. Ahora piensa:«¡Lo soportaremos! ¡Todo losoportaremos, con la ayuda de Dios, yalguna vez terminará!»

Después de haber bebido el caldocaliente de ambas escudillas, vacía lasegunda en la primera y rebaña aquéllacon la cuchara. Así es mejor. No tieneque cuidarse de la segunda escudilla, nitenerla sujeta con la mano.

Como sus ojos ya no tienen trabajo,mira de soslayo las escudillas de losdemás. El de su izquierda tiene el agua

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pura en la suya. ¡Qué canallas, soncompañeros de penalidades y hacencosas así!

Sujov se come la col que sobrenadaen el resto de la sopa. Sólo en laescudilla de Zesar hay una patata. Detamaño mediano, helada, naturalmente,con una parte dura y sabor dulzón. Casino encuentra pedacitos de pescado, sóloun fragmento de espinazo de vez encuando, todo mondo. Mas hay quemasticar bien todo pedazo de espina ytoda aleta, y chupar el jugo, el buenjugo. Todo esto lleva su tiempo, peroSujov no tiene ningún proyecto urgente,ahora es festivo para él: doble ración

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agenciada a mediodía, y otra vez para lacena. Puede uno dejarse tranquilamentede lo demás.

Quizás iría aún a ver a los letones, apor tabaco. Mañana por la mañanaposiblemente ya no tendría.

Sujov no toca su pan para nada.Doble ración y encima pan esdemasiado; el pan se queda paramañana. La tripa nunca está satisfecha:si hoy das demasiado, mañana pide más.

Sujov come despacio y no sepreocupa por lo que hay a su alrededor,¿para qué? No necesita nada nuevo,mientras come su rancho legítimamenteadquirido. A pesar de ello ve que una

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mesa más lejos queda libre un sitio y sesienta Ju-81, el gran viejo. Está en labrigada 64, como Sujov sabe, y mientrasesperaba la entrega de paquetes supoademás que la sesenta y cuatro ha sidoenviada hoy a la construcción exteriorde la «Sozkolonie», en vez de la cientocuatro, tendiendo alambradas durantetodo el día, sin pausa de calefacción.Ellos mismos se cercaron su zona detrabajo.

Ese viejo siempre está encerrado encampos de concentración y prisiones, lerelataron a Sujov; no le alcanza ningunaamnistía, y cuando cumplió los diezprimeros años de encierro, le

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condenaron en seguida a diez más.Ahora Sujov puede verle de cerca.

Entre todas las espaldas encorvadas delos presos, la suya llama la atención porlo erguido, y cómo está sentado a lamesa... como en un puesto más elevado.En su cráneo no hay que rapar ya: todoslos cabellos se le cayeron con la buenavida del campo. Los ojos del anciano nomiran huidizos a los lados, sino queestán fijos, sin ver, por sobre la cabezade Sujov. Come mesuradamente suacuosa sopa con una cuchara estropeadade madera, sin inclinarse sobre suescudilla, sino alzando cada vez lacuchara hasta la boca. Ni arriba ni abajo

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tiene dientes; en su lugar, las osificadasmandíbulas mastican el pan. Su rostromuestra las huellas de las penalidades,pero no es el rostro demacrado de unvencido, sino que parece labrado enpiedra oscura. También por sus manosgrandes, negruzcas y agrietadas, seadivina lo que ha pasado en todos losaños que le han acorralado en campos yprisiones como una res. Pero no le hanpodido, no capitula: no pone sustrescientos gramos de pan sobre la suciay pringosa mesa, sino sobre un trapolimpio. Mas Sujov no tiene tiempo deseguir mirándolo. Terminando de comer,lame la cuchara y la mete en la bota de

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fieltro, se encasqueta la gorra, selevanta, coge las dos raciones de pan, lasuya y la de Zesar, y se va. La salida espor la escalera de atrás. Allí hay dosmás del servicio de comedor, que notienen más trabajo que descorrer elcerrojo, dejar salir a los hombres yvolver a cerrar.

Sujov sale con la tripa bien llena,orondo y satisfecho, y se decide, aunqueno debe faltar mucho para el toque dequeda, a hacer una rápida visita al letón.Sin detenerse a llevar el pan al barracón9, se dirige a grandes pasos al barracón7.

La luna está muy alta; parece

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recortada del cielo, pura y blanca. Elcielo está muy despejado y las estrellasclarísimas. Pero Sujov no tiene ahoratiempo de mirar al cielo. Sólo de unacosa se da cuenta: el frío no cede.Algunos han oído decir a los civiles queel parte de la radío predice treintagrados para la noche y cuarenta para lamañana.

Se podía oír de muy lejos aquellanoche; en alguna parte de la poblaciónroncaba un tractor, y más lejos, en lacarretera, rechinaba una excavadora. Enel campo se oía crujir todos los pasosde las botas de fieltro.

Ni un soplo de viento.

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Sujov quería comprar cosechacasera, como otras veces, a rublo unvaso; aunque fuera, en la libertad, unvaso costaba tres rublos o más aún,según la especie. En el campo detrabajos forzados todo tenía preciosespeciales, que no podían compararsecon los de fuera, ya que aquí nadiepodía disponer de dinero, éste era muyraro y apenas tenía nadie. En este campono pagaban por el trabajo ni un kopek.En Ust-Ishma, al menos Sujov recibíatreinta rublos al mes. Si a uno leenviaban dinero sus parientes, no se loentregaban, sino que era ingresado enuna cuenta personal. Con ésta, una vez al

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mes, se podía comprar algo en eltenderete: jabón, galletas mohosas,cigarrillos marca «Prima». Te gustara ono la mercancía entregada, tenías queaceptar el pedido hecho al jefe. Si no loquerías, como el dinero ya estabarestado de la cuenta, lo perdías de todosmodos.

Sujov sólo por medio de trabajosauxiliares conseguía dinero. Coserzapatillas con los trapos entregados, dosrublos; remendar chaleco, pago aacordar.

El barracón 7 no es como el 9, queestá dividido en dos mitades. En el 7hay un largo corredor, al que dan diez

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puertas; una brigada en cada habitación,hacinada en siete yacijas de cuatroplazas. Bien, y además una cabina comoletrina y la cabina del más viejo. Sí, ytambién los artistas habitan en unacabina.

Sujov entró en la habitación dondele había citado el letón. Estaba echadoen la yacija inferior, con las piernaslevantadas, sobre el larguero, yconversando con su vecino en letón.

Sujov se sentó a su lado. Buenasnoches, pues. Buenas, pero el otro nobaja las piernas. La habitación erapequeña, de modo que todos seenterarían de quién había venido y por

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qué. Esto ambos lo comprendieron, ypor ello Sujov se limitaba a estarsesentado, vacilando: ¿qué?, ¿cómo va?Vamos tirando. Hace frío hoy. Sí. Sujovesperó a que los otros reanudaran laconversación que sostenían antes(discutían acerca de la guerra de Corea:si entraban los chinos, si habría guerramundial o no), y luego se inclinó haciael letón:

—¿Tienes de tu cosecha?—Tengo.—A ver.El letón bajó las piernas al pasillo,

se apoyó. Este letón era un tacaño; habíaque ver cómo llenaba el vaso... siempre

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con miedo de echar para un cigarrillo demás.

Mostró a Sujov la bolsa del tabaco,la abrió cuidadosamente.

Sujov tomó una pulgarada en lapalma de la mano. Sí, era el mismo de laúltima vez, negro y cortado de la mismamanera. Alzó la mano hasta la nariz,olfateó... El mismo. Pero al letón ledijo:

—Parece que no es éste.—¡Claro que es éste! ¡Es éste! —

respondió el letón, furioso—. Nuncatengo de otra clase, siempre es elmismo.

—Bueno, bueno —apaciguó Sujov

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—, relléneme un vasito; me voy a liaruno, y luego quizá tome otro más.

Dijo «relléneme»intencionadamente, puesto que el letónsiempre medía con reserva.

El letón sacó de debajo de laalmohada un segundo bolso, másredondo que el primero, y sacó su vasitodel armario. El vasito era de plástico,pero Sujov lo había comprobado; cabíaexactamente lo mismo que en un vaso devidrio.

El letón vertió un poco.—¡Apriétalo, aprieta! —le dijo

Sujov, apretando él mismo el tabaco conel dedo.

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—¡No necesitas decírmelo!Iracundo, el letón le quitó el vaso y

apretó el tabaco, aunque no tanto. Ysiguió llenando.

Sujov desabotonó mientras tanto elchaleco, buscando en el enguatado elbilletito, por medio del tacto. Conambas manos lo fue recorriendo ymoviendo hacia un pequeño agujerosituado en una parte muy distinta, cosidosólo con dos pespuntes. Cuando corrióel billete hasta el agujero, rompió loshilos con las uñas, dobló el billete dosveces a lo largo (de todos modos, yaestaba arrugado en el sentidolongitudinal) y lo sacó por el agujero.

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Dos rublos; un billete viejo que ya nocrujía. En aquel momento aulló uno:

—¡Nuestro padrecito, el del bigote,ya os dará bien! ¡Este no se fía ni de suhermano, e iba a creeros a vosotros,infelices!

Lo bueno del campo de trabajosforzados era que uno podía desahogarsecuanto quisiera. En Ust-Ishma no teníasmás que murmurar que fuera no habíacerillas, y ya estabas arrestado o teaumentaban diez años la condena. Aquí,por el contrario, grita lo que quierasdesde la yacija de arriba, y los soplonesno se ocuparán de ti, puesto que elencargado del Ministerio del Interior

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rehusa darse por enterado.Sólo que aquí no había demasiado

tiempo para criticar.—¡Eh, ya puedes llenar

tranquilamente! —rezongó Sujov.—Bueno, toma un poco más. El letón

agregó una pizca encima. Sujov sacó supropio bolso para tabaco y vertió lahebra del vaso al bolso.

—En orden —dijo con decisión,pues no quería consumir tan pronto elardientemente deseado cigarrillo—.Mide ya el segundo.

Después de haber discutido un pocomás con el leton, vertió el segundo vaso,pagó sus dos rublos, se despidió del

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letón y se fue.Una vez fuera, se echó a correr, para

no descuidar el momento de la llegadade Zesar con su paquete.

Pero Zesar ya estaba en su yacija,ocupado con el contenido del paquete.Las cosas estaban esparcidas sobre lacama y el armarito, sólo que allí no dabala luz, interceptada por la litera deSujov, de manera que estaba casi aoscuras.

Sujov metió la cabeza entre la yacijade Zesar y la del capitán y alargó aZesar su ración de la noche.

—Su pan, Zesar Markovich.No dijo: «¿Qué, lo ha recibido?»...

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Eso hubiera sido una indirecta referidaal haber guardado sitio en la cola, por locual tenía derecho a una participación.El ya lo sabía. Mas, aún después deocho años de trabajos forzados, no sehabía convertido en un glotón, y no losería nunca.

Pero no podía dominar a sus ojos.Sus ojos, los ojos de ave de rapiña deun preso de campo de concentración,ojearon las cosas de Zesar, distribuidaspor la cama y el armario, y aunque lospaquetes no habían sido desenvueltostodos y quedaba más de un cucuruchosin abrir, la rápida mirada y el olfato deSujov le dijeron que Zesar había

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recibido un embutido, leche condensada,un gordo pescado ahumado, tocino,bizcocho de aroma intenso, otro tipo depastel con olor distinto, azúcar enterrones como un kilo, y al parecertambién mantequilla, cigarrillos, tabacode pipa... e infinidad de cosas más.

Todo eso percibió en el brevemomento de decir:

—Su pan, Zesar Marcovich.Zesar, excitado, confuso como un

borracho (todos estaban así cuandorecibían un paquete), hizo un brevegesto:

—¡Quédatelo, Iván Denisovich!La sopa y doscientos gramos de pan

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además: esto era una cena completa, ynaturalmente también la parte completade Sujov por el paquete de Zesar.

Y en seguida, como si hubierafuncionado un interruptor, Sujov dejó deesperar alguna de las cosas buenas queZesar tenía extendidas. No hay nadapeor que permitir a la tripa que serebele, y sobre todo inútilmente.

Aquí había cuatrocientos gramos depan, luego doscientos más y además losdoscientos, como mínimo, cosidos en lacolchoneta. Es bastante. Doscientos quese zampará ahora, mañana por lamañana conseguirá ciento cincuenta más,y los cuatrocientos se los llevará al

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trabajo... ¡Qué vida de sibarita! Losdoscientos de la colchoneta, que reposantranquilamente. Una suerte haber tenidola astucia de ocultar el pan en elcolchón; precisamente se lo robaron delarmario a uno de la brigada 75, y huboun gran griterío.

¡Algunos creen que el destinatariode paquetes es una especie de vaca queordeñar! Por eso, con la misma facilidadque lo recibe, lo pierde otra vez. Eldestinatario, naturalmente, se alegra siaún antes del reparto puede conseguiruna escudilla extra de puré, y haríacualquier cosa por un cigarrillo desobremesa. Al vigilante le das algo, al

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brigadier... ¿y por qué no al encargadodel correo? Si quería, podía tenerolvidado tu paquete una semana, antesde apuntarlo en la lista. Y el tipo delalmacén, al que hay que entregar por lamañana, antes de diana, llevará Zesar supaquete en un saco (para que no le robennada, para que no pispen loscacheadores, y porque al comandantedel campo le da la gana), también hayque cebarlo, porque si no, él te robapoco a poco y más que los demás. ¡Todoel día encerrado con la comida de otros,el marrano, quién va a pedirle cuentas!¿Y no vas a dar nada a Sujov por susfavores? ¿No habrá que dar algo al

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encargado de los baños para que te echeuna toalla decente..., no mucho, claro,pero algo de todos modos? Y elpeluquero, para que te afeite con papel(eso quiere decir, para que limpie lanavaja en un trozo de papel y no en turodilla desnuda). Que aquí, que allá,pero tres o cuatro cigarrillos siemprelos pierdes. ¿Y a los de la guardia, paraque te aparten tus cartas y no lasextravíen? Al doctor tienes que darlealgo, por si algún día quieres hacermarrón y tumbarte a la bartola sin salirdel campo. Y al vecino que comecontigo del mismo armarito, como elcapitán con Zesar, algo ha de caerle,

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puesto que él te cuenta los bocados quete llevas a la boca; por muy cerdo queuno sea, siempre da algo.

Sea envidioso el que cree quesiempre es el vecino quien tiene elbocado más grande. Mas Sujov conocíala vida y su estómago no ansiaba cosaspertenecientes a otros.

Entre tanto se había quitado lasbotas, subiendo a su litera y sacando elpedazo de hoja de sierra del guante; locontempló y decidió buscar a la mañanasiguiente una buena piedra de tamañopequeño, para convertir la hoja de sierraen una cuchilla de zapatero. En unoscuatro días, si se aplicaba por la mañana

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y por la noche, podría hacer un cuchillo,con filo curvo bien cortante.

Pero antes que nada, y sobre todoantes de mañana, debía esconder elobjeto. Lo escondería bajo unensamblaje de las tablas que formabansu yacija. Como aún no había llegado elcapitán, a quien le habría caído laporquería en la cara, Sujov levantó supesada colchoneta, rellena de serrín,mas no de virutas, y puso manos a laobra.

Sus vecinos de arriba, Alioska elbaptista y al otro lado del pasillo, en layacija vecina, los inseparablesestonianos, veían lo que estaba

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haciendo. Pero Sujov no tenía nada quetemer de éstos.

Fetiukov atravesó el barracón,gimiendo, encorvado. Los labiosmanchados de sangre. De manera quehabían vuelto a pegarle al ir a por lasescudillas. Sin mirar a nadie y sinocultar sus lágrimas, pasó frente a todala brigada, trepó y se apelotonó sobre sucolchoneta.

En realidad, inspiraba lástima. Noresistirá hasta el término de su condena.No sabe adaptarse.

Entonces apareció, de buen humor,el capitán, con la gamella llena de téespecialmente preparado. En el

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barracón había dos barriles con té, peroaquello no era té ni nada. Templado,casi incoloro, una verdadera bazofia, ycon el olor del barril, a podrido y amadera escaldada. Era el té para lassimples bestias de carga. Mas, alparecer, Buinovski tenía té de verdad,que Zesar le había dado, puro alrecipiente y en seguida al depósito deagua hirviendo. Contento, se acomodóbajo el armario.

—¡Por poco me quemo los dedosbajo el chorro! —fanfarroneó.

Ahí abajo, Zesar desenvolvía unahoja de papel, colocaba sobre ella estoy lo otro, y Sujov colocó su colchoneta

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en su lugar, para no seguir viendo y noponerse de mal humor. Pero, una vezmás, no podían prescindir de Sujov...Zesar se irguió en toda su altura y guiñóun ojo a Sujov:

—¡Denisovich! Oye..., dame diezdías.

Eso quería decir: déjame tu navajita.Sujov tenía una, escondida también en laarmadura de la yacija. Si doblas el dedopor la falange media, tienes una imagenaumentada de la navajita; pero vaya sicortaba, hasta pedazos de tocino decinco dedos de grueso. Sujov la habíahecho él mismo, como también elmango, y siempre la tenía afilada. Sacó

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la navaja de su escondrijo y se la dio aZesar. Este asintió con la cabeza ydesapareció otra vez hacia abajo.

También la navajita significabaganancia adicional. Después de todo, laposesión de un cuchillo se castigaba conarresto. Y luego: déjanos tu cuchillito,para cortar embutido, pero tú techuparás el dedo, eso sólo podíahacerlo uno que no tuviese concienciahumana de ninguna clase.

De manera que Zesar volvía a estaren deuda con Sujov ahora.

Después de haber ocultado el pan yarreglado el escondite del cuchillo,Sujov sacó su bolsa de tabaco. En

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seguida sacó una porción igual a la quehabía tomado prestada, y se la largó alos estonianos por encima del pasillo:muchas gracias.

El estoniano distendió los labios enuna especie de sonrisa, murmuró algo asu hermano, y en seguida liaron uncigarrillo: a ver qué tal sabe el tabacode Sujov.

¡No es peor que el vuestro; probadlotranquilamente! A Sujov también lehubiera gustado probar, pero unaespecie de relojería en su interior leavisó de que ya no debía faltar muchopara el control. Aquélla era la hora enque podía presentarse de repente un

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guardián en el barracón. Para fumarhabía que salir al corredor, y Sujov seimaginaba que en su yacija no tendríatanto frío. En realidad, en el barracón nohacía calor ni por asomo, las mantasestaban escarchadas por dentro. Por lanoche temblaban de frío, mas demomento aún parecía soportable.

Sujov no tenía nada que hacer, ycomenzó a picar de la ración dedoscientos gramos, escuchando a supesar lo que hablaban entre sí el capitány Zesar al tomar el té.

—¡Coma usted, capitán, coma sincumplidos! Tome de este pescaditoahumado. Tome del embutido.

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—Gracias; se lo acepto con gusto.—¡Úntese esa rebanada con

mantequilla! ¡Auténticos panecillos deMoscú!

—Casi resulta imposible creer queen alguna parte sigan haciéndosepanecillos. ¿Sabe usted? Esta súbitaabundancia me recuerda que, estando youna vez casualmente en Arkangelsk...

Los doscientos hombres de su mitadde barracón hacían un ruido de mildemonios, mas a pesar de ello Sujovoyó que fuera golpeaban el carril. LuegoSujov notó algo más: en el barracónhabía entrado el vigilante Kurnossenki,un tipo bajito y sonrosado. Llevaba un

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papel en la mano, y de su conducta sededucía que no había venido parasorprender fumadores y llevarlos alcontrol, sino que buscaba a alguien.

Kurnossenki leyó una vez más subillete y preguntó luego:

—¿Dónde está la ciento cuatro?—Aquí —le respondieron.Los estonianos ocultaron los

cigarrillos y aventaron el humo.—¿Dónde está el brigadier?—¿Qué hay? —preguntó Tiurin

desde su yacija sin darse mucha prisa alevantarse.

—¿Han redactado las declaracioneslos interesados?

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—¡Están escribiéndolas! —replicóTiurin con firmeza.

—Ya debían estar entregadas.—Mi gente no tiene mucha cultura;

no resulta tan sencillo —se refería aZesar y al capitán. Era un tío estupendoel brigadier; nunca se quedaba corto enlas respuestas—. Ni pluma, ni tinta hayaquí.

—Debería haber.—¡Todo lo robaron!—¡Oye, brigadier, como sigas

hablando demasiado, la tomaré tambiéncontigo! —dijo Kurnossenki, bonachón—. ¡Mañana por la mañana, antes dediana, las declaraciones habrán sido

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entregadas! ¡Y todos los objetos nopermitidos, entregados en el depósito depropiedad personal! ¿Entendido?

—Entendido.«¡El capitán tiene la suerte de

cara!», pensó Sujov. Y el propio capitánno se da cuenta de nada, cuenta sustrolas de marino y come embutido.

—Bien, y ahora —dice entonces elguardián— ¿tenéis aquí a un Sch-311?

—Voy a mirar en la lista —dice elbrigadier para camuflaje—. ¿Cómopuede uno recordar esos malditosnúmeros?

El brigadier demoraba el asunto,quería ahorrar a Buinovski al menos la

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noche, aplazando hasta el control.—¿Está aquí un tal Buinovski?—¿Cómo? ¡Presente! —asoma el

capitán bajo la yacija de Sujov, bajo lamanta.

El piojo vivo es siempre el primeroen caer en el peine.

—¿Tú? Sí, cierto, Sch-trescientosonce. Vamos.

—¿A... adonde?—Ya lo sabes.El capitán dio un profundo suspiro.

Sin duda no le habría parecido tan durosalir con la escuadrilla de torpederos enuna noche cerrada y tormentosa, comoser arrancado ahora a la apacible

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conversación para ir a parar al helado«bunker».

—¿Por cuántos días? —preguntó convoz quebrada.

—Diez. Vamos, no te duermas, vivo.El servicio de barracón gritó:

—¡Control! ¡Control! ¡Todos fuera!De manera que el vigilante ya estaba

en el barracón.El capitán se volvió. ¿Se llevaría la

chaqueta enguatada? Si lo hacía, se laarrancarían y no le dejarían más que elchaleco, de todos modos. Iría tal comoestaba. Durante un instante, el capitánhabía alimentado la esperanza de queVolkovoi se olvidaría..., mas Volkovoi

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jamás olvidaba. Abandonó, pues, todoslos preparativos; ni siquiera se metió lacajetilla de tabaco en el chaleco.Llevarla en la mano habría sidoabsurdo..., se la hubieran quitado enseguida al cachearle.

A pesar de ello, Zesar le pasó un parde cigarrillos cuando se ponía la gorra.

—Suerte, camarada.El capitán hizo un gesto con la

cabeza a la brigada 104 y siguió alguardián, desamparado.

Algunos le decían aún algo para sícomo «¡Animo», o «¡Mala hierba nuncamuere!»... ¿Qué podía decirse? Los dela ciento cuatro conocían el sótano, ellos

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mismos lo habían construido: paredes depiedra, suelo de cemento, ni sombra deventana, y la pequeña estufa sólo seencendía para que fundiera el hielo delas paredes, con el resultado de que seformaba un charco de agua en el suelo.Tenías que dormir sobre la tabla pelada,de pan, te daban trescientos gramos aldía, y sopa sólo los días tercero, sexto ynoveno.

¡Diez días! Diez días de arresto ahí,arresto severo y cumplir hasta el últimodía... Eso significa arruinarse la saludpara toda la vida. La TBC la tienesasegurada, y luego ya no sales de lasenfermerías.

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¡Mientras estés en el barracón, dagracias al Cielo y procura que no teenganchen!

—¡Vamos, fuera! ¡Voy a contar hastatres! —bramó el veterano del barracón—. ¡Si alguno no ha salido paraentonces, lo denuncio al ciudadanovigilante!

El veterano del barracón también erauno de esos marranos. Di tú mismo: porla noche lo encerraban en el barracónigual que a nosotros, y se comportabacomo el amo de todo, sin temer a nadie.Por el contrario, todos le temían a él.Denunciaba a unos a los vigilantes, aotros les rompía la cara él mismo.

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Pasaba por ser inválido, porque en unapelea le arrancaron un dedo, pero teníauna jeta criminal. En efecto, era uncriminal, pero junto con los demásartículos le condenaron por el 58,apartado 14, y así vino a parar al campode concentración.

Eso ocurre en un abrir y cerrar deojos: te apunta, te denuncia, ya te hancolgado dos días de reclusión en elsótano, con trabajo.

Lentamente fueron dirigiéndose a lapuerta, acumulándose en ella; los de lasyacijas superiores se echaban abajocomo osos y se hacinaban todos en laestrecha puerta.

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Sujov, con el cigarrillo liado, quetanto ansiaba, en la mano, saltórápidamente de la yacija, metió los piesen las botas y se disponía a marcharse,pero Zesar le inspiraba compasión. Noes que quisiera ganar más a costa deZesar, sino que le dolía de todo corazón.Zesar meditaba mucho acerca de símismo, pero no sabía nada de la vida:recibía un paquete, y se entreteníatranquilamente con él, en vez de llevarloa toda prisa al almacén, antes delcontrol. Y ahora ¿qué haría Zesar con supaquete? ¿Llevarse la gran bolsaconsigo al control? ¡Ja, ja! Sería elhazmerreír de quinientos hombres. Si la

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dejaba aquí, darían cuenta de ella losprimeros que volvieran del control. EnUst-Ishma, las costumbres eran aún mássalvajes: a la vuelta del trabajo, lachusma de criminales se adelantabacorriendo, y cuando llegaban losúltimos, sus armarios ya estabansaqueados a fondo.

Ahora Zesar recogíaprecipitadamente lo suyo, observóSujov, pero demasiado tarde. Se metióel embutido y el tocino bajo el chaleco,para salvar al menos aquello.

Sujov se sintió movido a compasióny le dijo rápidamente lo que había dehacerse:

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—Quédate el último, ZesarMarcovitch; ocúltate en la oscuridad ypermanece echado hasta el últimomomento. Cuando pase el guardián conel servicio de barracón registrando lasyacijas y todos los rincones, te levantas.¡Te haces el enfermo! Yo saldré elprimero y volveré en seguida elprimero. Así lo haremos...

Y desapareció.Al principio Sujov tuvo que abrirse

paso por la fuerza, protegiendo elcigarrillo en el hueco de la mano. En elcorredor que dividía el barracón en dosmitades no adelantaba nadie, tiposlistos, que se pegaban a las paredes; dos

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filas a la izquierda, dos filas a laderecha..., y en medio un estrechopasadizo, suficiente para que pasarauno: Sal al frío si quieres ser tan idiota;nosotros aún nos quedaremos un ratitoaquí. Todo el día al frío, y ahora, ¿diezminutos más helándonos? Nadie va a sertan memo. ¡Revienta tú hoy, y yomañana!

Por lo común, Sujov se apretabacontra la pared igual que todos. Masahora salió a largas zancadasbromeando encima:

—¿De qué os asustáis, tontainas?¿No sabéis lo que es el frío siberiano?¡Salid y calentaos al sol de los lobos!

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¡Vamos, dame fuego, abuelo!Se metió el cigarrillo en la boca al

llegar al vestíbulo y salió a la escalera.«El sol de los lobos», así llamaban a laluna, por broma, en la región de Sujov.

¡Qué alta estaba ya! ¡Un poco más yllegaría a su cénit! El cielo estabablanco, hasta un poco verdoso, y lasestrellas cada una su fulgor. La nievetenía un reverbero blanco, como tambiénlas paredes de los barracones.. . Laslámparas no podían competir enaquellas condiciones.

Ante el barracón de atrás se reuníauna masa oscura; salían para colocarseen formación. Ahí en frente también. Los

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gritos de barracón a barracón eranahogados por el crujido de la nieve.

Ante la escalera, con el rostro vueltohacia la puerta, había cinco hombres, ydetrás de ellos otros tres. Sujov secolocó junto a éstos, en segunda fila.Con pan en el estómago y un cigarrilloentre los dientes, resultabaperfectamente soportable estar allí. Erabueno el tabaco, bien fuerte y aromático.El letón no le había engañado.

Poco a poco iban saliendo losdemás; detrás de Sujov había ya dos otres filas de a cinco. Entre los queestaban fuera cundía la rabia: ¿Quéesperan esos camellos para salir del

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corredor? Aquí nos estamos helando.Ninguno de los presos veía nunca un

reloj, ¿de qué les habría servido unreloj? El preso sólo necesitaba saber:¿Cuánto falta para la diana? ¿Tardarámucho hasta la revista? ¿Hasta la horade comer? ¿Hasta el toque de queda

Con todo, se decía que el control dela noche se efectúa siempre a las nueve.Sólo que nunca terminaba con el de lasnueve, sino que se continuaba con dos otres controles más. Antes de las diez nose conciliaba el sueño. Y a las cinco,según dicen, diana. No tenía nada deextraño que el moldavo se durmiese hoyantes de acabar la jornada. En un sitio

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caliente el preso se duerme en seguida.Por la noche se recupera el sueñoatrasado durante la semana; si no loslevantaban, en domingo barraconesenteros estaban en sueños. Todos loshombres, sin excepción.

¡Ahora salían, por fin! ¡Bajaban laescalera dando tumbos!... ¡Sin duda elveterano y el guardián les pateaban eltrasero! ¡Así había que hacerlo conaquellos bestias!

—¡Eh! —los recibieron algunos delas primeras filas—. ¿Os creéis muylistos, puercos? ¿Desnatando la mierda,no? ¡Si hubierais salido antes, yaestaríamos contados!

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Echaron afuera a todo el barracón.Cuatrocientos hombres... Eso: habíaochenta filas de a cinco. Los presos sepusieron en formación, delante en filasde cinco en fondo, pero lo de atrás noera más que una manada de cerdos.

—¡Formen bien ahí detrás! —ladróel veterano del barracón ante laescalera.

¡A jorobarse todo el mundo! ¡Esosperros no quieren formar!

Apareció Zesar en la puerta,haciéndose el enfermo; tras él, doshombres del servicio de la otra mitaddel barracón, dos hombres de ésta y unenfermo del pie. Se colocaron formando

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la primera fila, de modo que Sujov sehalló en la tercera. Zesar fue empujadohacia el final.

El guardián apareció en la escalera.—¡En fila de a cinco! —gritó hacia

atrás. Tenía buena garganta el tío.—¡En fila de a cinco! —aulló el

veterano del barracón. Este aún gritabamás.

¡No forman, mierda!...Entonces el veterano bajó la

escalera como un rayo, ¡y dale fuerte enlos lomos! Sin embargo, se fijaba biendónde dejaba caer los golpes. Sóloapuñeaba a los flojos.

Formaron. Volvió adelante. Y

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entonces empezaron, él y el guardián:—¡ Primera!. ¡ Segunda! ¡ Tercera!...Cada una de las filas nombradas

ponía pies en polvorosa hacia elbarracón. Por hoy habían terminado conel «jefe».

Es decir, habían terminado si notenía lugar un segundo control. Esospiojos, cretinos, no sabían de cuentas nilo que cualquier pastor: éste quizá nosepa leer ni escribir, pero cuando llevasu rebaño sabe al menos si están todossus becerros. Esos de aquí jamás loaprenderían.

El invierno pasado no habíasecaderos en este campo, todos dejaban

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su calzado en el barracón durante lanoche, y así los secaban al segundo, altercer y al cuarto control. No vestidos,sino sólo envueltos en las mantas. Esteaño habían construido secaderos, nopara todos, pero cada dos días todas lasbrigadas podían dejar a secar las botasde fieltro durante toda la noche. Por estoel segundo control tenía lugar dentro,llevando a los presos de una a otramitad del barracón.

Sujov no entró el primero, mas noperdió de vista a los precedentes.Corrió a la yacija de Zesar y se sentó.Se quitó las botas de fieltro, se subió ala yacija cercana a la estufa y desde allí

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colocó sus botas sobre ésta. El que daprimero, da dos veces. Y vuelta a layacija de Zesar. Acuclillado, vigiló conun ojo que no robaran las cosas deZesar, y con el otro sus botas de fieltro,para que no se las echaran abajo alasaltar la estufa.

—¡Eh! —tenía que gritar—. ¡Esepelirrojo! ¿Quieres que te parta losmorros con esta bota? ¡Deja las tuyas yno toques las ajenas!

Los presos, uno a uno, volvieron albarracón. En la brigada 20 gritaban:

—¡Entregad las botas!En seguida los hacen salir con las

botas del barracón, y luego cierran éste.

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Luego los otros vagan por ahí:—¡Cuidado, vigilante! ¡Déjenos

entrar!Pero los vigilantes ya están en el

barracón de la plana mayor, haciendoinventario según sus tablillas a ver sialguno se ha escapado o están todos.Entonces apareció Zesar en el pasilloentre las yacijas.

—¡Gracias, Iván Denisovich!Sujov asintió con la cabeza y trepó

hacia arriba rápido como una ardilla.Podría comerse los doscientos gramos,fumar un segundo cigarrillo o tambiéndormir.

Sólo que la afortunada jornada había

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puesto de tan buen humor a Sujov, que nisiquiera tenía ganas de dormir.

Para Sujov era cosa sencillaacostarse: alzar de la colchoneta lamanta de color pardo sucio, echarse enla colchoneta. Sujov no había dormidosobre sábanas al menos desde..., bien,debió de ser hacia el cuarenta y uno,cuando se lo llevaron de su casa; hastale parecía curioso que las mujeresusaran sábanas, más trabajo paralavarlas. Colocando ahora la cabezasobre la almohada rellena de virutas, laspiernas cubiertas con el chaleco, lachaqueta sobre la manta y: ¡gracias aDios, un día menos!

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Gracias por no hacerme dormir en elcalabozo, aquí aún se puede soportar.

Sujov estaba echado con la cabezahacia la ventana, y Alioska, separado deSujov sólo por la tabla, en la yacija deal lado, y con la cabeza en la direcciónopuesta, para que le llegara un poco deluz de la bombilla. Otra vez leía elEvangelio.

La bombilla no estaba demasiadolejos de ellos, se podía leer, e inclusocoser a su luz.

Entonces Alioska oyó cómo Sujovalababa a Dios en voz alta, y se volvió.

—Su alma quiere rezar a Dios, IvánDenisovich. ¿Por qué no la deja usted,

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eh?Sujov lanzó una mirada de soslayo a

Alioska. Sus ojos brillaban como dosvelas. Suspiró.

—Porque las oraciones son comopeticiones, Alioska..., o no llegan a sudestino, o «Rechazada la reclamación».

Ante el barracón de la plana mayorhabía unos pequeños buzones, ennúmero de cuatro, precintados, que eranabiertos cada mes por un encargado.Muchos depositaban instancias en estosbuzones. Esperaban y contaban los días:a ver si llegaba la respuesta al cabo dedos meses o sólo de uno. Pero no habíarespuesta, o si la había: «Rechazada la

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petición.»—Porque ha rezado usted poco, Iván

Denisovich, sin fervor, por eso no secumplió su petición. ¡No hay queflaquear en la oración! Y si tiene ustedfe y dice a esa montaña: ¡levántate yanda!, la montaña se echará a andar.

Sujov sonrió y se lió otro cigarrillo.El estoniano le dio fuego.

—No digas necedades, Alioska.Jamás he visto que las montañas anden.Pero ahí abajo, en el Cáucaso, tú y todotu grupo de baptistas rezabais... ¿Seechó a andar algún monte?

Pobres tontos: rezaban a Dios, ¿aquién molestaban con eso? Todos en

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bloque fueron condenados a veinticincoaños. Pues ahora lo hacían así:veinticinco años a todo el mundo.Todos, sin excepción, por el mismorasero.

—Pero nosotros no orábamos poresto, Denisovich —insistió Alioska. Sehabía acercado mucho a Sujov, con suEvangelio; casi se tocaban sus caras—.De todas las cosas perecederas yterrenales, sólo una nos autorizó a pedirDios: «El pan nuestro de cada día,dánosle hoy.»

—¿La ración, pues? —preguntóSujov.

Pero Alioska no se dejó confundir;

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sus miradas eran aún más insistentes quesus palabras, mientras daba tirones ycaricias al brazo de Sujov.

—¡Ivan Denisovich! No hay querezar para pedir que envíen un paquete,o por una cucharada más de sopa. ¡Loque vale mucho para el hombre, anteDios es vanidad! Hay que orar por losbienes espirituales, para que el Señor tuDios elimine la escoria del mal de tucorazón...

—Escúchame. Nuestro pope dePolomnia...

—¡Deja en paz a tu pope! —rogóAlioska, frunciendo incluso la frente dedisgusto.

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—No, no, escúchame —Sujov seapoyó sobre un codo—. En Polomnia,nuestra parroquia, no hay persona másrica que el pope. Si uno encarga, porejemplo, cubrir un tejado, le cobramostreinta y cinco rublos, pero al pope lecobramos cien, por mucho que selamente. El, el pope de Polomnia,mantiene a tres mujeres en tres ciudadesdistintas, y vive con la cuarta y sufamilia. Y tiene dominado al obispo dela diócesis, de modo que cuando nuestropope le da la mano siempre se llevaalgo pegado. Y a todos los demás popesque envían los echa; no quiere partir connadie...

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—¿Por qué me hablas del pope? LaIglesia ortodoxa ha renegado delEvangelio. A ésos sí que no losencierran por disidentes.

Sujov fumó tranquilamente, viendocómo se excitaba Alioska. Apartando elbrazo y echándole una bocanada dehumo a la cara, dijo:

—Alioska, yo no estoy contra Dios,¿entiendes? Yo quiero creer en Dios.Pero eso del paraíso y el infierno no melo creo. ¿Queréis hacernos pasar portontos, haciéndonos creer que más tardevamos a parar al cielo o al infierno? Esono me gusta.

Sujov se tumbó nuevamente de

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espaldas, arrojando la cenizacuidadosamente en el espacio entre layacija y la ventana, para no quemar lascosas del capitán. Se enfrascó en suspensamientos, sin oír lo que Alioskaprofería en forma precipitada y confusa.

—Además —dijo finalmente—, quepuedes rezar cuanto quieras, y no tequitarán nada de la condena. Desde ladiana hasta el toque de queda, tienes quepasar por todo.

—¡Pero no es para eso que debesorar! —Alioska estaba horrorizado—.¿De qué te sirve la libertad? ¡En lalibertad, hasta el último resto de tu fe esahogado por las zarzas! ¡Aquí tienes

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tiempo de pensar en tu alma! El apóstolSan Pablo ha dicho: «¿Por qué lloráis ylaceráis mi corazón? Pues estoydispuesto a hacerme apresar, y tambiéna morir por el nombre de Nuestro SeñorJesús.»

Sujov miró al techo en silencio. Niél mismo sabía si deseaba realmente lalibertad o no. Al principio la anhelabamucho, y cada noche contaba los díasque habían pasado y los que faltabanpara el fin de su condena. Mas pronto secansó de hacerlo; y luego se supo porrumores que no enviaban a los presos acasa, sino al destierro. ¡Sabía el diablosi la vida sería mejor para él en otra

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parte que allí!Puesto en libertad, no tendría más

que un solo deseo: ¡A casa!Y a su casa no le dejarían volver...Alioska no mentía, se percibía

claramente en su voz y se leía en susojos: no le disgustaba estar preso en elcampo...

—¿Lo ves, Alioska? —explicóSujov—. Para ti la cosa es sencilla, pordecirlo así: Jesucristo dispone que estéspreso, y tú cumples condena en nombrede Jesucristo. Pero ¿y yo? ¿No seráporque en el cuarenta y uno no estabanpreparados para una guerra? ¿Fue culpamía acaso?

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—Parece que no hay segundocontrol... —murmuró Kilgas desde suyacija.

—Sí... —replicó Sujov—. Hay quemarcar con piedra blanca el día que nohay dos controles. Bostezó.

—A dormir, pues.Precisamente en este momento, en el

silencioso y tranquilo barracón se oyódescorrer con estrépito el cerrojo de lapuerta interior. Se precipitaron en elcorredor los dos que habían ido a llevarlas botas de fieltro, y gritaron:

—¡Segundo control!A sus talones, el vigilante:—¡Todos a la otra mitad!

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¡El que hubiese empezado a dormir!Gruñeron, se levantaron, metieron lospies en las botas. Nadie se quitaba lospantalones enguatados: sin ellos no sehubiera podido dormir bajo ladeshilachada manta, a menos dequedarse helado.

—¡Malditos cerdos! —barbotóSujov. Pero en realidad no estaba muyfurioso, puesto que todavía no habíaconciliado el sueño.

Zesar alzó la mano y dio a Sujov dosbollos, dos terrones de azúcar y unarodaja de embutido.

—Gracias, Zesar Markovich —Sujov se inclinó sobre el pasillo—. Para

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mayor precaución, suba su saco aquí.Estando arriba no sería fácil que

alguno arrebatara algo al pasar, y ¿aquién se le ocurriría buscar en la yacijade Sujov? Zesar alargó a Sujov el sacoblanco, atado. El lo ocultó bajo lacolchoneta y esperó a que saliera másgente, para no estarse tanto rato con lospies desnudos en el corredor. Pero elguardián le dio un bufido:

—¡Vamos, tú, el del rincón!Sujov bajó de un salto. Sus botas de

fieltro con los trapos para los piesestaban tan bien sobre la estufa..., ¡seríauna lástima quitarlas de allí! Tantasbabuchas como había hecho, y siempre

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fueron para otros, y él no tenía. Pero yaestaba acostumbrado, y no durabamucho.

Durante el día también robaban laszapatillas que encontraban.

Y en las brigadas que habíanentregado sus botas de fieltro en lossecaderos, los que poseían babuchas sealegraban ahora de no tener que salirdescalzos o con los pies envueltos enlos trapos.

—¡Vamos! ¡Vamos! —tronó elguardián.

—¿Estáis dormidos, carroña? —agregó furioso el veterano.

Empujaron a todos a la otra parte del

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barracón, y a los últimos hasta elcorredor. Sujov se arrimó al murovecino a las letrinas. El suelo estabaalgo húmedo bajo los pies, y llegaba porabajo una corriente helada del vestíbulo.

Una vez estuvieron todos fuera, losvigilantes y el veterano pasaron a ver sino permanecía alguno oculto o dormidoen la oscuridad. Pues si faltan en lacuenta, mierda; y si sobran, mierdatambién: otro control más. Ahoraterminaba y aparecieron en la puerta.

—Uno, dos, tres, cuatro...Los hicieron pasar rápidamente, de

uno en uno. Sujov se apretujó con elnúmero dieciocho y corrió hacia su

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yacija, apoyó el pie en el larguero y¡zas! ya estaba acostado.

Así. Los pies metidos otra vez en elchaleco, la manta encima, sobre ella lachaqueta, y ¡a dormir! Ahora traerán atodos los de enfrente a nuestra mitad delbarracón, pero eso no va apreocuparnos. Zesar volvió y Sujov lebajó su saco.

Apareció Alioska, una calamidad dehombre, servicial con todos, peroincapaz de procurarse una gananciaextra.

—¡Toma, Alioska! —Le dio unbollo. Alioska sonrió.

—¡Gracias! ¡Pero si usted mismo no

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tiene...!—¡¡Come!!Yo no tengo, cierto..., pero siempre

nos arreglamos de algún modo.¡Y ahora, la rodaja de embutido a la

boca! ¡Morderla! ¡Masticarla! ¡Sabor decarne! ¡Y verdadero jugo de carne! Yalo tenía en la tripa. Se acabó elembutido.

El resto, decidió Sujov, para mañanaantes de diana. Se cubrió la cabeza conla manta, aquella manta deshilachada ysucia, sin oír ya cómo se llenaban lospasillos entre las yacijas de presosprocedentes del otro lado, para elcontrol.

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Sujov se durmió completamentesatisfecho. El día de hoy había sido unéxito para él: Escapó al arresto, subrigada no fue enviada a la«Sozkolonie», a mediodía se agencióuna ración extra, no le cogieron la hojade sierra en el cacheo, ganó algo con losservicios prestados a Zesar, y comprótabaco. Y no se puso enfermo; se habíarecuperado.

Pasó el día, sin que nada loensombreciese, casi felizmente. Desdediana hasta el toque de queda, asi eranlos dias de su condena, en numero detres mil seiscientos cincuenta y tres.

Tres días de más: por los años

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bisiestos...