¡Un viaje!

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FRANCISCO MATA ROSAS Un viaje CARLOS MONSIVáIS F ABRIZIO MEJíA MADRID GILDARDO MONTOYA CASTRO

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Elo metro de la ciudad de México en fotografías de Francisco Mata Rosas y textos de Carlos Monsivais, Fabrizio Mejía Madrir y Gildardo Montoya Castro.

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Francisco Mata rosas

Unviaje

carlos Monsiváis

Fabrizio Mejía Madrid

Gildardo Montoya castro

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El mEtro dE la Ciudad dE méxiCo

Francisco Mata rosas

Unviaje

carlos Monsiváis

Fabrizio Mejía Madrid

Gildardo Montoya castro

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La hora deL transporteEl metro: viaje hacia el fin del apretujón

¿De cuántas opciones dispone un usuario del Metro? Se entra al monstruo inevitable y de inmediato, y porque

así debe ser, uno o una se incorpora al tropel, ese movimiento que a trechos se inmoviliza, el poderío que

anula los reflejos condicionados de la soltura, los que ejercitan los sectores populares en aquellas noches cuando

no hay nadie más de la familia en el cuarto que es recámara, sala y comedor. El Metro: el vertedero de almas

en pena o en regocijo, la precipitación del silencio ruidoso, la especie nueva que certifica las nuevas funciones

de los decibeles. El silencio ruidoso: lo que se deja de oír porque ya se tiene incorporado desde siempre, lo

que persiste porque entre las costumbres auditivas de la sociedad de masas se encuentra la docilización del

estrépito, uno vive dentro de una disco incorporado al volumen, uno sigue oyendo las primeras mentadas de

madre que le dedicaron en la escuela primaria, uno se aferra a las primeras porras que escuchó en un juego de

futbol, uno todavía confunde la idea del orden con los gritos en las reuniones familiares. Y no se diga que esto

es digresión porque las asociaciones libres en el Metro son la gran reflexión urbana.

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El Metro: el canje de semblantes agudizado en las horas pico y que, en el momento de abandonar

los vagones, se transforma en la ceremonia de las devoluciones: “Aquí tiene sus facciones tan preocupadas,

¿no me regresa mi expresión sonriente?/ Me cayó bien usar por un rato tu mirada de caerle a lo que se mueva,

¿no me das mi aspecto de cura sin parroquia?/ Ya me quería llevar tu semblante de indiferencia, pero prefiero

el mío de atención cortés a lo que no me importa”. El trueque y la devolución de las facciones: un milagro del

tiempo perdido en el Metro.

Francisco Mata ha procedido disciplinadamente, porque el Metro ofrece demasiado y la ambición puede

desembocar en la repetición. Para él, el Metro es el ámbito del relato que suele desembocar en la fantasía melancólica

o en la simple melancolía: dos mujeres caminan sin preocuparse de las reproducciones de escultura prehispánica

que acechan como monstruos a la caza de oportunidad fílmica; un hombre duerme mientras a su lado una mujer

se engalana por si al llegar a su casa hay quien valore sus cambios faciales; en las escaleras eléctricas unos cuantos

descienden a las entrañas de la Ciudad como dirigiéndose al templo de una ciudad minera en la selva; un vendedor

promueve las ocho columnas de un diario donde el criminal anuncia su decisión de morirse para evitar que no lo

maten; un forzudo amparado en la Guadalupana está a punto de salir del vagón y hay personas cuyo destino es

jamás convertirse en punto de referencia… Todo esto encuentra y sistematiza Francisco Mata.

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En los años recientes Francisco Mata ha prescindido en lo posible de los beneficios de la casualidad,

esa diosa ambulatoria de los fotógrafos y se ha concentrado en la construcción de colonias de imágenes, las

series que inventan o siguen a una especie, digamos los habitantes de Tepito que, entre otras de sus ventajas

no tienen por qué afinar su excentricidad, porque quién se imagina un “excéntrico” o una “excéntrica” en

esas zonas de la ciudad, donde todo, desde lo simbólico a lo real, es muy céntrico, ya estuvo allí, ya estará,

ya dio de qué hablar, ya dio de qué callar. Entre otras características, la serie de Tepito describe, por vía del

close-up o del retrato de cuerpo entero, el entusiasmo de los modelos o los personajes por lo que constituye

su gran patrimonio: el estilo que nomás es suyo, el estilacho, el look cultivado y estudiado como si se tratara

de un renacimiento espiritual, que a lo mejor eso es o de eso se trata... Escribí la palabra fatal o sacramental:

look. Digámoslo de una vez con voz de prontuario: el look no es propiedad de cada persona, no se hagan

ilusiones, las personas le pertenecen a su look, el depósito de las algarabías secretas y públicas, así se dice

ahora: bailando por un look, gastando lo que no se tiene en mejorar el look, esperando la eternidad por un

look, soñando con un look, atesorando los viejos looks en el ropero. ¿Para qué seguir hablando de rasgos

o facciones si existe el look? En su serie de Tepito Mata explora el placer de tener, pregonar y extender el

look, algo más difícil de conseguir en el Metro.

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En su serie del Metro a Mata le absorbe la fusión de lo inevitable con lo venidero. Así somos y no

me preguntes cómo seremos, porque la pregunta quedó respondida nomás al hacerla. ¿Qué es la vida en el

Metro? Según Mata, es una ronda de combinaciones a cargo del azar y la necesidad. ¿Escribí esto? Ni Mata ni

yo sostendríamos algo tan pedante. La vida en el Metro es… ¿Qué puedo decir cuando ya todos estamos al

tanto de esos largos minutos o incluso horas donde todos nos volvemos tan compactos, tan compactos que

nos regala en vano su asiento esa pareja?

En el Metro las especies son flor de un día, vean esas quinceañeras a punto de elevar su inocencia

a los cielos, vean a este señor sentado que nos recuerda la utilidad del arrepentimiento y eleva un cartel con la

inscripción “Apocalipsis 6-versículo 12” que, por si a alguien le interesa a la letra dice:

Y miré cuando él abrió el sexto sello, y he aquí fue hecho un gran terremoto; y el sol se puso negro

como un saco de cilicio, y la luna se puso toda como sangre

Hasta el Metro llega la literatura bíblica convertida en distopia, la utopía negativa, la que nos

informa de la sensualidad de las catástrofes. ¿Qué tiene que ver esto con un medio de transporte masivo? Todo,

porque si algo se transparente es un hecho: las consecuencias de la explosión demográfica son tan apremiantes,

y la humanidad dispone de tan escasos recursos habitacionales que cuando se produzca el último momento

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y todos los que queden deban comparecer en el Valle de Josafat, que no es una serie norteamericana, ojalá,

pero hay castigos peores que los argumentos repetitivos, el lugar más hospitalario para recibir las instrucciones

postreras será el Metro, porque allí, aunque no haya espacio, hay técnicas de reducción corporal, las que observa

numerosamente Francisco Mata, por ejemplo, en el instante en que la multitud penetra en la nueva caverna

de los arquetipos (así puede decírsele a los pasillos), o cuando alguien triunfa y se acomoda mágicamente en

el pequeño lugar a la disposición.

Mata documenta la parte teológica, por así decirlo, del Metro, que no tiene que ver con la vida más

allá de la muerte sino con la vida más acá del cupo, de la felicidad y la tristeza. El hombre que lleva a su hija a

ofrecer flores a la Vírgen está alborozado aunque no lo muestre: ¿qué mejor uso de la devoción que enseñarle

a la Guadalupana su orgullo de padre amantísimo? Los chavos se pelean en el Metro, contentísimos de hallar

un lugar a la altura de sus expresiones bélicas.

Mata, desde el principio de su gran trayectoria de fotógrafo, sigue la ruta de la curiosidad, ésa que

en el Metro puede llevar, si se extrema, a cansarse y dormirse y pasarse de estación. Y Mata lo sabe: la curiosidad

ha cambiado muchísimo de temas y obsesiones, en una época obsesionaba el catálogo de apariencias, luego

se incursionó en el “Me valen madre los demás”, más tarde vino la indiferencia al atractivo sexual porque el

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uso de la ropa es una insolencia a la hora de precisar y contabilizar el deseo. “Piensen que lo que digo no es tan

enigmático, la ropa es el gran enemigo del quickie”. ¿Pero de qué hablo? Mata no teoriza y tampoco se ciñe a

la captación de personajes urbanos, eso se da por añadidura, a él le fascinan no los aspectos sino las imágenes,

siempre a medio camino entre las apariencias y la realidad. Una imagen no es la fijación de una persona, es

la suma del aspecto y de las actitudes que se le entrega al fotógrafo para que de allí extraiga algo que tiene o

no que ver con la materia prima.

El Metro no alberga ya demasiadas sorpresas sociológicas o psicológicas, pero sí es y

victoriosamente un surtidor de un hecho constitutivo del siglo XXI: las imágenes infalsificables, no reales

sino infalsificables. Mata se expresa a través de lo irrepetible y una imagen, si se cumple en sí misma, es lo

único y su propiedad, lo único que no volverá a ocurrir ni admitirá semejanzas. Nadie tomará la misma foto

en el mismo vagón colmado.

Sin demasiado énfasis, cada viaje en el Metro saca a flote cuestiones de la edad y la posición social,

de la timidez y la desinhibición, de la simpatía y la altanería, del carisma sexual y la invitación a la castidad (la

mayor ventaja de ser casto es que en casos de ligue no tienes que vestirte de nuevo y salir a la calle a deshoras).

A veces, el viajero observa y cataloga y urde las biografías de los de junto, así son, así viven, te lo apuesto,

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este bato se afligió muchísimo cuando la mujer lo engañó, y si han estado casados se divorcia, pero a mí qué

me importa, yo qué gano con saber de vidas ajenas si la mía todavía no la arreglo, ah que hipócrita al Metro

se viene a averiguar el destino ajeno, cómo crees, al Metro se viene a ver quién se interesa por como te ves.

¡Ah los problemas ajenos! Son lo propio de la gran ciudad, o de las zonas conurbadas o de la

geografía que usted quiera y guste, o de lo que a ti se te antoje. El derecho ajeno da igual si uno cuando dice:

“No me metas en tus enredos”, entrega su definición de la paz y si, también, su axioma: los enredos son parte

de las soluciones. Y dándole a las ojeadas el rango de encuestas, las fotos de Mata no dejan duda: no puede

haber intimidad donde los cuerpos pierden su honesto nombre, no puede haber intimidad cuando un beso se

convierte, lo reconozcan o no los enamorados, en un acto de abolición de lo íntimo.

En el Metro se producen los juegos de la fantasía: se corre sin que los competidores se muevan de

su sitio, los rumores tienen un olor parecido al de las proclamas de los vendedores, las vestimentas son todo

lo que la decencia le permite a la escasez, el ligue es el uso libidinoso del tiempo libre, la sensualidad es una

serie de mensajes ópticos, la compasión hacia los cantantes minusválidos nunca se extiende a su repertorio,

es apasionado el morbo por el pleito de los enamorados (riña que cesará al cerciorarse romeo y julieta de que

al vagón entraron solos)…

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El vagón es la Calle, el Metro es la ciudad, el boleto es el santo y seña de los que se sumergen en la

asamblea del pueblo, ya se sabe: luego de la expulsión de la primer pareja del Edén lo que siguió, sin transiciones,

fue el hacinamiento. “Ganarás tu espacio con el sudor de tu frente”. Y el usuario (Francisco Mata en este caso,

o cualquier otro de los escasos cinco o seis millones que a diario se agregan y se alejan) acepta las fatigas de

la convivencia con tal de ver qué sucede con el cansancio, la fatiga, los júbilos. Y ya se está al tanto también:

al margen de los ofrecimientos del Metro el día de hoy, el verdadero espectáculo es el enfrentamiento con el

espacio, flexible, riguroso, dúctil, impenetrable. En esta serie el espacio es uno de los temas de Mata, el otro

es el de los fugitivos de la compresión, de los decididos a no aceptar la buena suerte de estar todos juntos.

Una foto icónica de Mata: de la estación Zócalo del Metro emerge la muerte o la calavera o las

piernas escuálidas que sostienen una pretensión de terror, y nadie se estremece ni podría estremecerse porque

en algún nivel el carnaval es ya práctica de todo el año, y los atavíos más delirantes pueden ser asunto del

carnaval más tímido, son lo propio de la ciudad inacabable: donde lo que se advierte no escandaliza porque

de otro modo la acción de observar se vuelve un trabajo de tiempo completo, un escándalo sigue a otro, un

“Cómo es posible que vengan así, hay niños” anuncia el siguiente “Cómo es posible que vengan así estos

chavos, aquí hay adultos”.

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Mata combina o entremezcla las post-multitudes (ya no sujetas a conteo) y los momentos de

amarga o dichosa soledad y mi ejemplo ahora es la señora que aislada en la inmensidad vende tortas. Y esto

sí se desprende de una estrategia del fotógrafo, no dejarse atrapar por los lugares comunes o por lo que ya se

sabe que estará presente. Vean a ese joven sin camisa y sin felicidad, que se quiere ganar la vida, con actitudes

de faquir, como se decía antes, y él se ve ya muy trastornado en su organización de la lógica (así les dicen ahora

a los “pasados”) y se tiende en el suelo del vagón, un suelo nómada y si vamos a hablar claro, y él pretende

la condición de faquir, me equivoqué, en el sistema de organización de la lógica de este compañero no hay

tal cosa como los faquires, la India es algo distinto, aquí se trata de seguir la trayectoria de la inercia. Mata

no quiere por las reacciones a este desamparo, localiza la imagen y la tiene a su disposición, no compadece,

no se afana en moraleja alguna, deja que la imagen establezca su imperio, la respeta y la deja en su precisión

última, allí en el suelo del vagón.

A Mata le interesa sobre manera un fenómeno religioso, místico, de aspiraciones laborales, de

convocatoria generacional, de metamorfosis urbana: el culto a San Judas Tadeo que se efectúa cada 28 de mes

en el templo de San Hipólito, en las inmediaciones del Metro Hidalgo. Cada 28 de enero a diciembre, con la

puntualidad de las necesidades, siempre presentes antes de que las llamen, acuden miles, en su gran mayoría

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jóvenes, la cifra nunca disminuye sino lo contrario, y entregan sus demandas, le piden al Patrón de los Imposibles

que los atienda, que les dé empleo, que les quite de encima el hostigamiento policíaco, que no te olvides San

Judas, San Juditas, de que no tengo chamba, alivia a mi mamá o a mi papá, ayúdame en la escuela, quiero ser

alguien, quiero disponer de mis quincenas.

A Mata los judastadeístas le enseñan sus esculturitas, se las muestran como un trofeo de la piedad,

se enorgullecen de sentirse desvalidos porque son tantos que al Santo no le va a quedar otro remedio sino

hacerles caso, quien querría perder una clientela así. Y los judastadeístas hacen del Metro su capilla ardiente

y sofocante, allí mueren y resucitan las esperanzas, y Francisco Mata, sin los comentarios que a veces las fotos

contienen, registra el fervor, y anota también con las imágenes un fenómeno: las nuevas peregrinaciones ya

usan el Metro así puedan venirse caminando desde Toluca. La fe no disminuye por el número de estaciones, ni

nadie puede burlarse de las rogativas, porque todos andamos en lo mismo.

Francisco Mata es un fotógrafo profesional, lo que entre otras cosas quiere decir entregado a la

disciplina que hace de cada imagen una visión de conjunto.

Carlos Monsiváis

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La hora deL transporteEl metro: viaje hacia el fin del apretujón

Fabrizio Mejía Madrid

A diario, cerca de cinco millones de capitalinos utilizan el sistema del Metro, en batalla álgida por

el oxígeno y el milímetro. Quedaron muy atrás las secuencias del cine cómico donde un camarote

minúsculo o un taxi se la arreglaban para contener poblaciones innumerables. Eso de cualquier modo era

una metáfora surreal, lo de ahora es algo distinto, el caos es una cáscara de nuez por asó decirlo. El Metro

es la ciudad, y en el Metro se escenifica el sentido de la ciudad, con su menú de rasgos característicos:

humor callado o estruendoso, fastidio docilizado, monólogos corales, silencio que es afán de comunicarse

telepáticamente con uno mismo, tolerancia un tanto a fuerzas, contigüidad extrema que amortigua los

pensamientos libidinosos, energía que cada quien necesita para retenerse ante la marejada, destreza

para adelgazar súbitamente y recuperar luego el peso y la forma habituales. En el Metro, los usuarios y las

legiones que los usuarios contienen (cada persona engendrará un vagón) reciben la herencia de corrupción

institucionalizada, devastación ecológica y supresión de los derechos básicos y, sin desviar la inercia del

legado, lo vivifican a su manera. El “humanismo del apretujón”.

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Si es falso que donde comen diez comen once, es verdad que donde se hallan mil se acomodarán

diez mil, el espacio es más fértil que la comida, un pensamiento arrincona al vecino, y la mente en blanco

le devuelve su crédito a la inocencia. Lo más flexible en el universo es el espacio, siempre hay sitio para otra

persona y otra y otra, y en el Metro la densidad humana no es sinónimo de la lucha por la vida, sino más bien,

de lo opuesto. El éxito no es sobrevivir, sino hallar espacio en el espacio. ¿Cómo que dos objetos no pueden

ocupar el mismo lugar al mismo tiempo? En el Metro, la estructura molecular detiene su imperio universal, las

anatomías se funden como si fuesen esencias espirituales, y las combinaciones transcorporales se imponen.

¿Cómo no ser pluralista si el viaje en Metro es lección de unidad en la diversidad? ¿Cómo no ser

pluralista cuando se mantiene la identidad a empujones y por obra y gracia de los misterios de la demasía?

Los prejuicios pasan a ser comentarios privados y la demografía toma el lugar de las tradiciones, y del pasado

esto recordamos: había menos gente, y las minorías antiguas (en relación a las mayorías del presente) con

tal de compensar su deficiencia numérica solían entretenerse fuera de su domicilio. Fue entonces, en la

vida de la calle, cuando tuvo su auge la claustrofobia, decretada por la necesidad del aire libre, de lo que

no era ni podía ser subterráneo, ni admitir la comparación del descenso a los infiernos. Luego vino el Metro,

y puso de moda la agorafobia.

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El pluralismo es también una conquista del ingreso al Metro en las horas pico (hazaña de la

retirada bélica que ya exige a su Jenofonte), de multifamiliares o unidades habitacionales donde la intimidad

es asunto de sorteos, de calles atestadas, de partenogénesis familiar ante el televisor. Somos tantos que

el pensamiento más excéntrico es compartido por millones. Somos tantos que a quién le importa si otros

piensan igual o distinto. Somos tantos el verdadero milagro ocurre al cerrar la puerta de la casa o del

apartamento, cuando resulta que allí el número disminuye.

¿Es posible el ligue en el Metro? Muchos dicen que sí, que el lo más fácil, que si el Metro

reconstruye la ciudad y escenifica por su cuenta a la calle, incluye por fuerza en sus variadas manifestaciones.

En el Metro la especie vuelve al desorden que niega el vacío, y eso permite las insinuaciones, el arrejunte que

es lascivia frustrada por la indiferenciación, el faje discreto, el faje obvio, las audacias, las transgresiones.

Todo da lo mismo. El Metro anula la singularidad, el anonimato, la santidad, la cachondería; todas ésas son

reacciones personales en el horizonte donde los muchos son el único antecedente de los demasiados. Aquí

entrar o salir de la mismo.

¿Cómo no ser pluralista si el viaje en Metro es lección de unidad en la diversidad? ¿Cómo no ser

pluralista cuando se mantiene la identidad a empujones y por obra y gracia de los misterios de la demasía?

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Los prejuicios pasan a ser comentarios privados y la demografía toma el lugar de las tradiciones, y del pasado

esto recordamos: había menos gente, y las minorías antiguas (en relación a las mayorías del presente) con

tal de compensar su deficiencia numérica solían entretenerse fuera de su domicilio. Fue entonces, en la

vida de la calle, cuando tuvo su auge la claustrofobia, decretada por la necesidad del aire libre, de lo que

no era ni podía ser subterráneo, ni admitir la comparación del descenso a los infiernos. Luego vino el Metro,

y puso de moda la agorafobia.

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Lo MIo es La VaGanCIaGildardo Montoya Castro

EEscribe Eduardo Chillida estas líneas puntuales: “Uno no debe olvidar que el futuro y el pasado

son contemporáneos”, y con este impulso incisivo paso a señalar que si aguzamos el manar

memorioso podríamos recordar una observación del maestro Gustave Flaubert referente al ejercicio

literario pero cuya resonancia, creo, involucra necesariamente a cualquier expresión deseante de lo

artístico. Flaubert diserta acerca de que las cosas, los seres, pueden decirnos “un algo más”, si sabemos

mirarlos con demorada atención. Esto es, cualquier sujeto u objeto en designio una golondrina,

un árbol, acaso una sencilla muchacha con “la falda bajada hasta el huesito” guarda un misterio,

una esplendente fuerza significativa.

Desde hace muchos años, el fotógrafo Francisco Mata Rosas sale a las calles de la Ciudad de México

(“lo mío es la vagancia”) tras ese “un algo más” flaubertiano para así trastocar, transfigurar esa

“foto” directa que la realidad le entrega, adentrándose en el vivísimo y pródigo tejido de la cultura

popular urbana, cual si dijera, como José Carlos Becerra, en una relación de los hechos: “Conozco

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esta ciudad, estos orines de perra, esta piel acechante de gato, estas calles que he recorrido mirando

en silencio lo que me devora.”

Cuenta Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras que cuando decidió conocer Dublín para

contrastarlo con el que “retrataba” James Joyce en su Ulises, lo ganó el desconcierto al encontrar una

ciudad bella, con gente dispuesta al júbilo y que “no tenía la densidad, la sordidez ni la metafísica

grisura del Dublín de la novela.” Joyce había inventado su propia ciudad en la memoria; y no es que

traicionara a la verdad “aparente”. El escritor, gracias a la sólida y sensible construcción de un punto

de vista muy particular, totalmente subjetivo, redimensionaba su ciudad, la descubría entrañable.

Esa es, precisamente, la percepción, la sensación que brota: entrañable, cuando se recorren las

imágenes una especie de lotería visual-vivencial de lo humano: sueño, besos, amistad, miradas,

manos… que Mata Rosas ofrenda en Un viaje, libro dedicado al Metro de la Ciudad de México.

En efecto, cuando el lector-usuario-espectador vuelve a insertar un boleto y se encamina a algún

encuentro o destino, ingresa de nuevo a la ciudad ambulatoria, subterránea, y descubre con asombro

por enésima-primera vez el calidoscopio de los vagones que materializan apretadamente todo tipo

de superlativos adjetivales (supra, ultra, mega…), y sus ojos también se vuelven uno solo recreando

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al cíclope encantado “habitado por un canto” que atrapó con su lente a las parejas besándose

(“Cada beso llama a otro beso. ¡Con qué naturalidad nacen los besos en esos tiempos primeros del

amor!”: Proust) mientras encima y detrás de ellos se despliega un cartel con su silente y ¿fortuito?

reconocimiento: “Te lo mereces”.

Hablé antes de lotería. Tendría que haber dicho vida, el azar quintaesenciado que nos tiene aquí

y que nos da identidad, pues todo nuestro periplo por el mundo es una imitación de ese “toque”

vital, y desde que nacemos barajamos las cartas de nuestra existencia asumiéndonos como parte

de su juego. Y entonces aparece un jugador extraño, alguien que nos ofrece sus cartas y que nos

hipnotiza con su entrecruzamiento de luces y de sombras.

Detengámonos, así, en dos de las imágenes-cartas arrebatadas a la realidad por este jugador. Dos

hombres, cada cual por su lado, deambulan carcomidos en el aterido silencio de su herrumbre. Uno

de ellos duerme en el olvido de sí mismo y del mundo, encobijado de peldaños, al pie de una

escalera que tal vez en su sueño lo conduce al cielo como lo hace la imagen con nuestra mirada,

presta al abordaje hacia ignotos andenes e inciertas estaciones.

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Es por esto que dudo. ¿Y si el que duerme es otro? ¿Y si no es el que sueña? Y casi confirmándolo

aparece el que falta, maduro de ser otro, al borde de sí mismo y de las vías del tren, sumida en

el silencio su imagen, muda intensidad acogiendo los ecos de antiguas resonancias rescatadas por

Antonio Porchia: “No, no es nada, nada. Es sólo el dolor.”

Y la secuencia avanza. Ahora un campesino escala andamios o remonta escaleras como atendiendo

un mandato, espejeante jalón de providencial y proverbial armadura cual granítica circe. He aquí la

carga imaginativa de lo visual, precisa y preciosamente asentada en el talante de su composición.

Todo pareciera imantarse a la yuxtaposición, al amontonamiento del rompecabezas urbano, ese

sólido entreverar geométrico: tubos, acero, cemento, casas que son cajas, puentes, deprimidos…

Escribe Mata Rosas en algún artículo: “Documentar es interpretar y comunicar; cuestionar afirmando”;

también “la acción de ver es una acción del pensamiento.”

Barajar, murmuro, doy vuelta a la hoja, entronque de mirada, transito a otra bitácora del viaje y

me dejo llevar por la oscuridad subterránea a donde la luz, el Metro, serpentea urbe ciudad arriba

y abajo, abismal, el Cristo tendido a la vera, fugacidad, el Metro alejándose, raudo, tan distante…

del Cristo.

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Me estoy yendo. Pero en el Metro llevamos en vilo al tiempo, ¿o nos lleva él? No, lo llevamos nosotros.

He aquí la prueba. Este personaje que carga en las manos un reloj de pared, me hace penetrar en

cierto intersticio, sueño desencajado de lo real, pues ya lo estoy abordando con inusual exquisitez:

¿Sabe usted lo que comenta el Johnny Carter, saxofonista y toxicómano del relato imprescindible

El perseguidor de Julio Cortázar? El hombre guarda prudente silencio. Extraigo el librito de marras

de mi bolsillo, busco la página y practico, a petición de mí mismo, la lectura en voz alta: “¿Cómo

se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? […] Sólo en el Metro me puedo dar

cuenta porque viajar en Metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos,

comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora, pero yo sé que hay otro, y he estado pensando,

pensando…”

TRANSICIÓN. Antes de dar paso a otras palabras en mi texto, ¿será oportuno mencionar que

Francisco, su mester visual, no desdeña la foto insólita, desconocida, la que encuentra en el

camino diario --en este viaje expositivo es evidente su presencia -- , pero habrá que añadir su

predilección por “retar” a la realidad, hacerle guiños, trampas, “construirla” para descubrir su almendra,

destello latente, que no conoce el tiempo?

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Después de un largo trayecto en su quehacer profesional, el fotógrafo, necesariamente, hace un

recuento, un balance de las miles de imágenes realizadas y comunicadas a través de periódicos,

revistas, galerías y museos de su país y del mundo. Entonces tal vez suele preguntarse: ¿Habré

sido capaz de crear una foto que permanezca en la memoria del espectador? En el presente libro se

puede apreciar una imagen, la muerte en vivo, caminando, asomándose al exterior del Metro Zócalo,

digo, la cual, desde hace algunos años pertenece a ese tipo de obras inscritas en el paradigma de

lo inolvidable; pero en esta ocasión me gustaría agregar una, otra, la que pareciera abarcar todas

las potencialidades, las exigencias artísticas que requiere un fotógrafo para descubrir y perpetuar

una imagen: depurada habilidad sintética para aprehender, límpidamente, el sujeto o situación

promisoria; necesaria hiperestesia en la composición y una capacidad que, como diría Octavio Paz,

le permita colocar “la flecha del ojo / justo / en el blanco del instante”, y una última, misma que

borda la unicidad ético-estética: desatar el asombro solidario. Me refiero a la foto donde se observa

a una mujer que vende tortas a nadie en la penumbra. Aquí, el artista, su visión de poeta, quien

pulsa con luz la acción del pensamiento, capta ese quebranto, una creciente oscuridad, el baldío

grito imposible de la mujer. ¿Qué sostiene a la danzante mesa, los alimentos terrestres donde nadie

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aparece, el desamparo, la soledad de ser en el tiempo, su irrealidad?

Este viaje con viso duradero que hoy nos propone Francisco Mata Rosas en su introspectivo recorrido

por el Metro de la Ciudad de México, muestra la sólida convergencia racional, intuitiva, reveladora

que todo verdadero artista carga en sus alforjas, en el imaginativo telar del pensamiento.

En el instante que Francisco oprime el botón sensitivo de su cámara, ¿cuál será, aventuro, la recepción,

los modos de ver del posible espectador? Yo, aquí, sólo puedo signar un punto de vista, decir que

el hilar de fotos son besos, fresco antojo estampado en la dicha que tantos merecen o también

múltiples rostros huidizos, esquivos, acaso Teseos reptantes en el interminable laberinto… ¿Cuándo

vendrás, Ariadna? Imágenes, escritura con luz que narra el peregrinar doliente del nazareno en el

doquier de estaciones, claroscuro, que bullen, cargan consigo un antiguo ilusionado anhelo litúrgico;

asimismo, corolario, constelación, manos, hervidero, tantas sensaciones que se juntan apretadamente,

en el horizonte tubular del tiempo ausente de espacio. Voy a insertar otro boleto, Odiseo. Atención,

atención, quiero seguir mirando lo que encontró Francisco en su estadía sinuosa en el Metro. Concluyo:

su estela entrañable, inteligente lotería visual-vivencial de lo humano.

Corre película

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Francisco Mata Rosas Ciudad de México, 1958

Su trabajo fotográfico se ha publicado en algunos de los principales periódicos y revistas de Canadá, China, España, Estados Unidos, Japón, Inglaterra, Italia, y México.

Ha participado en más de 120 muestras colectivas y 70 individuales en: Alemania, Argentina, Argelia, Brasil, Costa Rica, Cuba, China, Ecuador, Escocia, España, Eslovaquia, Estados Unidos, México, Etiopia, Francia, Honduras, Holanda, Inglaterra, Italia, Japón, Líbano, México, Panamá, Perú, Ucrania, Uruguay y Sudáfrica.

Es autor de los libros:América Profunda, 1992.Sábado de Gloria, 1994.Litorales, 2000.México Tenochtitlan, 2005Tepito, ¡bravo el barrio!, 2007Arca de Noé, 2009

Es profesor titular en la Universidad Autónoma Metropolitana de Cuajimalpa y pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte de México del FONCA.

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