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Viaje a México en 1864

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  • Viaje a México en 1864

  • Condesa Paula Kolonítz

    Un viaje a México en 1864 Traducción del italiano de Neftalí BeltránPrólogo de Luis G. ZorrillaIlustraciones de Antonio Barrera SEP SETENTAS 291

  • SecretaríadeEducaciónPúblicaSecretarioVíctor Bravo AhujaSubsecretaría de Cultura Popular y Educación Extraescolar Gonzalo Aguirre BeltránDirecciónGeneraldeDivulgaciónMaría del Carmen MillánSubdireccióndeDivulgaciónRoberto Suárez Arguello

    Primera edición: 1976© Secretaría de Educación Pública Dirección general de DivulgaciónSEPSETENTAS: Sur 12 4, núm. 3 0 06; México 13, D. F. Impreso y hecho en México / Printed in Mexico

  • La condesa Paula Kolonitz llegó a México el día 28 de mayo de 1864. Vino formando parte del séquito de Carlota durante la travesía deMiramar a Veracruz. Pisando suelo mexicano cesaban sus funciones, pero permaneció casi seis meses en nuestro país y en este libro noscuenta sus impresiones.

    Con frecuencia se expresa de un modo que podría herir nuestros sentimientos aunque también, con su punto de vista muy del norte deEuropa, parece no querer demasiado a los latinoeuropeos. Cuando pasa por Gibraltar, menosprecia a los españoles; cuando se detiene enMadera, sus conceptos sobre los portugueses no son nada halagüeños, y de los franceses tiene constantes quejas durante su estancia enMéxico. Los europeos del norte, que siempre se han sentido superiores a los demás, continúan pensando que los que no viven como ellosson necesariamente pueblos infelices. La Kolonitz no podía escapar a este complejo y lo demuestra así al través de las páginas de su libro.

    Pero en fin, la obra puede tener el valor descriptivo de un momento de la historia de nuestro país. Entre otras muchas cosas, la condesahabla del recibimiento que les fue dado a Maximiliano y a Carlota, de las costumbres y de la sociedad mexicana de aquel tiempo y, con unempeño que en ocasiones pretende acercarse a lo científico pero que su romanticismo ahoga en el más dulce almíbar, observa nuestrospaisajes, nuestra flora y nuestra fauna. Muchas veces no podemos dejar de sonreír ante las peripecias de su viaje y, en su totalidad, si se leve con ojos suspicaces, el libro resulta más divertido que ofensivo.

    La señora Kolonitz embarcó nuevamente rumbo a Europa el día 17de noviembre del mismo año de 1864.Su obra fue publicada en Viena en 1867 y traducida al italiano, en Florencia, en 1868. Yo la traduje de este último idioma, ya que

    desconozco el alemán. Es, pues, la traducción de una traducción, con todas las consecuencias que eso puede acarrear.Suprimí las dedicatorias, que no ofrecían ningún interés tanto en la edición austríaca como en la italiana, y me concreté al libro en sí.

    Leámoslo con ojos curiosos ytolerantes .

    N. B.

  • PRÓLOGO

    Desde hace varios años, en que el mexicano comenzó a analizarse a sí mismo de manera sistemática, se interesó también en conocer yanalizar los juicios de los extranjeros que visitaron nuestro pueblo en el pasado, cuando se afianzaba nuestra nacionalidad, reeditando antiguaspublicaciones o dándolas a conocer por primera vez en nuestro medio. Pues: bien, éste es un libro de una viajera europea con cierta ilustraciónmuy de su tiempo, apasionada por la historia natural y seducida por las civilizaciones y regiones remotas, idealizadas, quien estuvo en México enuno de sus momentos más dramáticos como espectadora de primera fila, en el inicio del segundo imperio.

    Pensando en el sitio que ocupaba la autora, no deja de llamar la atención el hecho de que personas como ella que procedían del elementoconservador en Europa, aparezcan como liberales comparadas con nuestros conservadores vernáculos, mostrándolo así al juzgar, aunquesuavemente, a Gutiérrez de Estrada, o al evocar fugazmente a Garibaldi o a Juárez. Así lo dejan ver también sus varias alusiones al cleromexicano, aun siendo ella misma católica. Por otra parte, el mal gusto que vio en todos los sitios que visitó, las casas de terrado feas por no serde tejas y hasta la costumbre de la clase media mexicana de bañarse constantemente, no hacen sino mostrar diferencias con lo que era lo suyo,diferencias que le son intolerables porque el único patrón o medida de lo bueno y lo conveniente era lo europeo. Sin embargo, varios de susjuicios sobre el mexicano parecen seguir siendo válidos, si bien algunos son superficiales o representan meros estereotipos que circulaban yadesde entonces.

    En el caso concreto de este libro, procede dedicar unas palabras al traductor, quien pudo haber obtenido un buen prólogo de entre lasmuchas personas de letras, historiadores o sociólogos que conoce, pero insistió en tenerlo de mí, creo que por no otra razón que la de sercompañeros en el servicio exterior mexicano, atribuyéndole así un nuevo valor a esa función a la que ha dedicado buena parte de su vida. Y esque en todos los lugares donde ha sido comisionado para servir, ha encontrado, ciertamente porque los ha buscado, viejos periódicos que dieronuna noticia de nuestro país, folletos, muchos grabados, todo lo cual por supuesto ha adquirido. Así encontró también este libro. Y lo tradujo. Yseguramente lo publicará movido por el mismo impulso que lo llevó a encontrarlo. Ese esfuerzo suyo dentro de su reducido presupuestorepresenta un meritorio aporte a nuestro acervo común, y por tener algún interés el libro para cualquier lector, la contribución semultiplica.

    Luis G. zorrilla

    CAPÍTULO I

    Partida de Miramar. El Adriático. El Mediterráneo. Estrecho de Messina. Scila y Caribdis. Las Islas Lipari. Llegada a Civitavecchia.

    Roma

    EL 14 DE ABRIL de 1864 era el día ansiosamente esperado de nuestra partida. El sol lo saludaba con sus rayos ardientísimos. No habíanubes en el cielo. Con el corazón conmovido me acerqué a la ventana mirando al mar, de cuya discreción era necesario fiarse. Estaba agitado.Un viento ligero rizaba las olas que, más impacientes que nunca, irrumpían contra las rocas sobre las cuales se levanta Miramar. ¡Oh! Cuántasveces había yo asistido a aquel espectáculo, ya absorta y en estática admiración, ya apresurada y ansiosa. Y cuántas veces había consideradoesta fuerza arcana y misteriosa, asaltada súbitamente por las más fuertes impresiones. Sin embargo nunca fueron más vivas, más intensas,nunca para mí tan diferentes como aquel día. De los caprichos de este mar dependían el bien y el mal de la semana futura, las alegrías y lospadecimientos del viaje, la realización de todo aquello que yo deseaba y soñaba, los peligros y el alcance de la meta lejana. Y cuanto más selevantaba de su inmensurable profundidad y en grandes olas se erguía empujado por una fuerza tremenda e irresistible, más apreciaba yo lasolemnidad del momento que me esperaba, y me sentía extraordinariamente feliz de todo lo que me estaba reservado, y de poder gozar detantas cosas maravillosas.

    Aquel día en Miramar y sus alrededores todo era vida, mientras el edificio se erguía solitario y tranquilo como si fuese un palacio encantadode las azules aguas del Adrio. El camino polvoriento y asoleado que a lo largo del mar o en medio de rocas y salientes conduce a Trieste, estabacubierto de hombres y de carrozas. El golfo sobre cuya costa se levanta Trieste, a manera de anfiteatro, y que desde aquí se domina en supintoresca belleza, hormigueaba de grandes y pequeñas naves. A alguna distancia de nosotros estaba desde hacía varios días la Novaraesperándonos con ansia; y junto a ella, destinada a escoltarla, había anclado la fragata francesa Themis.

    Admirable espectáculo habíamos gozado en las tardes pasadas en la estancia de la archiduquesa, mirando al occidente donde el sol, queparecía de púrpura, hundiéndose en el mar, doraba las olas, los mástiles y las antenas de los dos navíos de guerra. Dejaba después detrás de sí,sobre el horizonte, una faja de fuego sobre la cual bruscamente, grandiosa y magnífica, se destacaba la nevada cadena de los Alpes de la altaItalia; en el fondo, las naves parecían levantarse como grandes y oscuros espectros. Después de todas las maravillas que he visto, aquel cuadrome ha quedado para siempre espléndido y claro en la memoria. Las bellezas de la naturaleza son tan variadas, tan extraordinarias, tan ricas, tanperfectas en su forma y en su especie, que no pueden temer entre sí las comparaciones.

    Una media hora antes de nuestra partida una representación de la ciudad de Trieste presentó al archiduque, hoy emperador, sus despedidas.El archiduque Maximiliano era un príncipe al que el pueblo amaba grandemente. Trieste le debe mucho. Y fue con dolor y grave aprensión que

    lo vio partir para correr al encuentro de un futuro peligroso e incierto. Diez mil firmas atestaban el afecto que se tenía por su persona y que ledeseaban felicidad acompañándolo más allá de los mares, en su nueva patria, en su difícil misión.

    El emperador prorrumpió en lágrimas cuando el corregidor de Trieste le aseguró con afectuosas y cálidas palabras la tristeza general, elinterés popular. El momento era tan solemne y tan imponente, que todos estaban conmovidos. Casi no hubo ojos que permanecieran secos.

    Cuando poco después, siguiendo a la pareja imperial, bajamos al patio, la multitud que había en el augusto recinto era inmensa. Todosquerían ver una vez más al amado príncipe, darle desde lo profundo de su corazón el último adiós, invocar sobre él mil bendiciones, desearlefelicidades. Con italiana vivacidad el pueblo se echaba a sus pies, lo cubría de flores, le besaba las manos y las ropas. Él, con los ojos hinchados

  • por las lágrimas, con el alma presa de una febril emoción, no podía, arrebatado por la aflicción, decir una sola palabra y solamente saludaba conademanes.

    Lentamente fue posible abrirse paso a través de aquella multitud para descender las escalerillas que conducían al lugar del embarque. Nosesperaba un esquife graciosamente decorado al que habían puesto un dosel de terciopelo rojo recamado de oro. El emperador ayudó a laemperatriz a descender; después estrechó con afectuosa cordialidad las manos que aún hacia él se extendían; luego también su pie dejó laantigua y tan amada tierra natal.

    Quién sabe si podrá pisarla una vez más. Un diluvio de flores le seguía; entonces tronaron los cañones de las dos fragatas, la Bellona y laThemis, que llenas de banderas y espléndidas de admirable belleza, teníamos delante. La Novara había izado la bandera mexicana; nosotrosnos acercamos a ella con vigorosos golpes de remo. Los gritos de adiós de la población resonaban en todo alrededor y con ellos las salvas de laartillería de los fuertes y de todas las obras de fortificación. Todo parecía estar de acuerdo para dar a aquel momento un aspecto grandioso yconmovedor. El emperador necesitaba de su mucha energía para dominar la fuerte emoción de su ánimo mientras la emperatriz estaba alegre ytranquila: con fe miraba el porvenir y con suave y grande satisfacción gozaba las pruebas de afecto que se le prodigaban.

    Mientras tanto habíamos llegado a la Novara y subimos. El paso estaba dado y una vida nueva comenzaba para nosotros. De pronto se levóanclas, tembló el motor bajo nuestros pies; humo denso y negrísimo giraba en pesados remolinos hacia el cielo.

    La fragata francesa Themis (a las órdenes del comandante Morier) que había sido destinada por el emperador Napoleón III paraacompañarnos, nos seguía. Seis vapores del Loyd y un número infinito de pequeñas barcas, todas embanderadas y bellas, nos escoltaban.

    Nos dirigimos hacia Trieste, de donde todavía se dominaba el bellísimo Miramar, la perla del Adrio, la joya del emperador, que él habíalevantado sobre la roca adriática, y que a pesar de lo estéril del terreno, y del adverso furor del bóreas había transformado en un paraísocircundado de las más bellas flores, y árboles siempre verdes.

    Apenas pudo hacerlo, el emperador bajó de prisa a su cabina a esconder y reprimir en la soledad el profundo sacudimiento de su alma.Cuando lo vimos al día siguiente, estaba tranquilo y alegre, y así lo vi siempre después.

    Los vapores del Loyd nos siguieron hasta la altura de Capo d'Istria, y allá un incesante agitarse de millares de pañuelos, de miles y afectuososvivas.

    Después de un instante todo había desaparecido, todo callaba.Frío e impetuoso soplaba el bóreas, que era propicio para nuestro viaje. Toda excitación, todo temor habían desaparecido de mi alma; estaba

    superado el dolor del adiós, el viaje tan frecuentemente puesto en duda ya comenzaba; y yo llena de esperanzas y de alegría, era feliz. Todo eranuevo, todo me interesaba, no sentía más el movimiento debajo de mis pies, al cual sucumbía tan a menudo cuando me encontraba sobre unpequeño vapor en el Canal de la Mancha. Yo esperaba haberme liberado de aquel horrible mal que es el mareo y así poder gozar de todoplenamente. Para mi desgracia mis bellas esperanzas pronto fallaron, lo que mucho deploro ya que el efecto de aquel malestar tanto me turbó yparalizó, que gran parte de las bellezas del viaje me estuvieron vedadas y fui incapaz de muchas observaciones. El recuerdo de esta travesía enlugar de entusiasmarme, como sucede con todos aquellos que no sufren de mareo, me duele en el corazón como una pesadilla.

    Quien ha hecho un largo trayecto sobre el mar, aprende a limitar sus exigencias. Hasta ahora no sabía bien lo que aquello significaba; a pesarde todo, desde el principio me adapté a las dimensiones de mi cabina. Aun así, comparándola con la que, a mi regreso, me sirvió para sufrircuatro semanas de una vida miserabilísima, puedo decir el bien inestimable que es tener una ventana que poder abrir cuando se desea. Estacabina estaba ricamente aderezada. Su anchura la ocupaba mi pequeño lecho puesto a lo ancho de la fragata y protegido por una cortina. Habíaun tocador, un escritorio y un pequeño armario para mis vestidos. En las paredes estaban colocadas tablas que podían servir como repisas: unatela encerada de color oscuro cubría elegantemente el suelo.

    En este recinto podía yo tenderme cómodamente, estar derecha sobre mis pies y respirar; privilegio propio de pocos camarotes. Sinembargo, no me sentía allí dentro ni tranquila ni valiente. La falta de estabilidad de las paredes es demasiado sensible. Mi cabina estaba sobre elcorredor. La gran sala común de almuerzo estaba sobre la cubierta, debajo del puesto de observación. Encima de ella se encontraba la segundacubierta, que servía casi exclusivamente como nuestro punto de reunión.

    Estábamos fatigados. El ligero balanceo de la nave invitaba a dormir, de modo que todos fuimos a descansar y poco tiempo después,nuestras lámparas se apagaron.

    No obstante el crujir del piso de madera todavía nuevo, no obstante el rechinar y el estrépito que se oía en la escalera que conducía a lacubierta, no obstante la gritería y el correr de los marineros que hacían el servicio nocturno, me quedé dormida.

    Al amanecer arreció el viento, se agitó el mar y cuando desperté veía bajar y subir la pared y el techo de mi camarote. Estaba perdida. A todaprisa me vestí como mejor pude y corrí a la cubierta donde todos advirtieron mi palidez y rieron. Pero me rehíce bien pronto; las olas se calmarony a grandes sorbos respiré el aire fresco y balsámico que sólo se encuentra en el mar. Desde entonces no más o casi nunca más abandoné lacubierta, donde me sentaba hasta las dos o las tres de la madrugada y enferma o sana, alegre o triste, allá arriba todos los males eran menores;en tanto que en el angosto espacio de mi camarote casi todo me era insoportable.

    El aire era purísimo, y se nos ofrecía un panorama tan espléndido y bello como raras veces lo ofrece el mar Adriático a los viajeros.Estábamos pasando las cadenas de los montes napolitanos y la de los confines turcos. Todo observábamos, todo admirábamos, era común elentusiasmo y el deseo de saber.

    El mar Adriático, generalmente proceloso e incierto, se hacía cada vez más tranquilo y liso y lo veíamos ante nosotros espléndidamente bello yazul. El cielo sonreía a nuestro viaje. El 16 pasamos ante Otranto, navegamos junto a las desnudas y horribles costas de Calabria, admiramos lasbellas y nevadas montañas de Albania, saludamos a la lejana Corfú y alcanzamos el mar Mediterráneo al cual se entra muy bruscamente.Definitivamente, yo no estaba adaptada a la vida en el mar; cada cambio de movimiento me hacía sufrir; todos se habían salvado del terriblemareo y sólo yo sucumbía a la más ligera ocasión. Esta experiencia, lo confieso, me entristecía. Tenía ante mí un largo viaje que me habíapropuesto gozar lo más que pudiera. Por el contrario, me amenazaban los padecimientos grandes y penosos, los cuales cuando llegásemos alAtlántico, que siempre me describieron agitadísimo, podrían alcanzar proporciones espantosas.

    Tuve que superar momentos de desaliento. Sin embargo estaba decidida a vencer el mal físico para tener el espíritu listo y capaz de recibirtoda impresión.

    En la noche del 16 al 17 dimos vuelta a la punta meridional de Italia y cuando por la mañana nos reunimos sobre la cubierta, se veían a nuestraderecha las costas napolitanas. Espectáculo magnífico; despeñaderos o fértiles valles, villas y bosques de naranjos. A la izquierda se alzaban lasmontuosas costas de Sicilia que desgraciadamente estaban envueltas por las nubes; sólo de vez en vez quedaban fuera las cimas de los montes,o la del Etna, pero una espesa niebla las sustrajo bien pronto de nuestros ojos. Me parecía un sueño. Cuántas veces tuve el deseo de ver la bellaregión del mediodía. Y ahora la tenía delante de mí con todos sus atributos de belleza. ¡Cuántas descripciones había yo leído, cuántos cuadroshabía visto! Y sin embargo cuántas sorpresas. ¡Cómo cada cosa parece nueva y cuanto más bella y más espléndida de lo que puede imaginarlola más ardiente fantasía! Tal vez en ningún lugar había yo visto tantos atractivos, tanta armonía y dulzura de colores. La pureza del aire, la

  • intensidad de la luz, el azul del mar, cuyas ondas parecían torcerse en suaves y oleosas masas, los colores y sus graduaciones ya del violeta, yadel verde oscuro armonizándose suavemente. Todo aquello lo veo ante mí, probando mi insuficiencia para reproducir con la monótona pluma, aunde lejos, el cuadro como vivirá eternamente en mi memoria.

    En Sicilia el convento de San Plácido, sobre una alta roca, domina todo el estrecho de Messina. Debe ser un lugar paradisíaco, edificantepara el corazón y el espíritu.

    Sobre las bajas costas napolitanas, dentro del mar, está la vieja ciudad de Reggio. Poco después aparece Messina apoyada en los montes yen las rocas sobre las cuales hay miles y miles de bellísimas villas que la circundan. Cuando pasamos en medio del estrecho, tan cercanasestaban las costas que a simple ojo se veían los naranjos, los sicómoros y las palmas, y su perfume aromático llegaba hasta nosotros. Por sobretodo aquello se difundía la luz meridional. Lanchas y barcos animaban el cuadro, un navío mercante austríaco nos saludó al pasar. Recogida ymuda permanecía yo con la nostalgia de mis seres queridos en el corazón, deseando tenerlos a mi lado como por arte de encantamiento paraque conmigo admiraran todo aquello; y casi con tristeza contemplaba la velocidad con la cual el vapor se alejaba de este paraíso.

    Las opuestas corrientes de agua entre Sicila y Caribdis formaban nuevamente tal efecto de luces que ningún pincel podría reproducirlas.Caribdis es un antiguo y grande castillo sobre una roca saliente de la costa italiana y domina todo el golfo. Scila es un faro que se encuentra en unlugar arenoso y bajo de Sicilia.

    Fugaz como un sueño, todo había desaparecido. No habíamos perdido todavía a Sicilia de vista cuando ya estaban ante nosotros las IslasLípari. El Stromboli surge del mar como un cono. Humea incesantemente, sus erupciones son frecuentísimas, y durante la noche sirve de faroluminoso a los navegantes. Las Lípari se extienden por aquí y por allá y algunas no son más que montones de rocas aisladas, habitadas porpobres pescadores, cuyas miserables cabañas son visibles a través de los matorrales. Pasamos tan cerca del Stromboli que podíamos distinguirhasta las cabras que pacían, único animal doméstico que poseen aquellos isleños.

    La noche que precedió nuestra llegada a Civitavecchia, fue de nuevo tremendamente fastidiosa; el movimiento de la fragata se había hechomás fuerte, y con él los crujidos de la nave. Dickens en la narración de sus viajes a Norteamérica, describe con elocuentes palabras eseespectáculo que trastorna los sentidos y en medio del cual se pretende que el pobre viajero enfermo pueda dormir. Cada tabla, cada trabe, cadatornillo, cada gozne, cada clavo, todo aquello que compone una nave, todo lo que une sus partes, tiene su ruido propio ya ronco, ya estridente, yagimiente, ya sibilante, y diferente en su rugir y en su crepitar. Dentro de todo esto yace el pobre viajero trabajosamente metido en una camita tanestrecha y tan corta que no hay modo de poder reposar. El movimiento de la nave le empuja a uno la cabeza a los pies contra las extremidadesdel lecho, especialmente cuando está colocado a lo ancho de ella, como en la Novara, y donde el movimiento es de ordinario de rotación. Yo nopodía adaptarme a estas fatigas, a estas miserias; y con siempre creciente angustia yo veía avecinarse la hora que me obligaba a volver a lacabina y desde donde debía oír, durante la limpieza, el regar y el fregar que de las cuatro a las siete de la mañana se hace sobre la cubierta. Sólodespués de esta diaria inundación, podíamos regresar a nuestro lugar sobre los bancos húmedos, allá arriba.

    El 18 de abril nos envolvió una espesa niebla, jamás podré ver el Vesubio; de golpe e inesperadamente habíamos llegado a Civitavecchia. Elpuerto de esta ciudad es tan estrecho y tan pequeño que a nuestra grandiosa fragata le fue imposible entrar; anclamos en alta mar y pasaron doshoras enteras antes que fuese acordado tomar tierra, cosa que yo deseaba ansiosamente. La primera que se acercó a la nave fue la lancha de lasanidad, abanderada de amarillo. Primero subieron a bordo el mariscal duque de Montebello y el ministro francés Sartiges; inmediatamentedespués los embajadores de Austria y Bélgica y finalmente los cardenales mandados por el Papa a saludar a sus majestades. A todos estosseñores les fue dada la debida acogida. El puente central y todos los lugares de la nave hormigueaban de toda clase de uniformes. Entrenuestros compatriotas teníamos conocidos a los cuales estrechamos las manos afectuosamente. Por fin pudimos bajar a las lanchas que nosesperaban para entrar al puerto. Allá estaban, mezcladas sin ningún orden, grandes y pequeñas naves, de los países que en honor de susmajestades habían izado la bandera de gala. Todos los mástiles, todas las arboladuras de las naves, estaban cubiertas de marineros queagitando sus gorros nos saludaban con entusiastas hurras. En el mismo instante tronaron en los barcos y en los fuertes las salvas de artillería y enel momento del arribo los tambores y las fanfarrias papales y francesas rivalizaban ensordecedoramente. Estas últimas tocaban la famosacanción Par la grâce de l'Empereur des français, del modo más ruidoso y extraño. Sus tropas en fila nos saludaban con las espadas y lasbayonetas. Levantaron las carrozas y nos llevaron a fuerza de brazos. Era una algazara, una agitación, una gritería, un mirarnos con curiosidad, uncorre corre, un chillar, de perder la cabeza. Finalmente nos sentamos en el coupé de un convoy extraordinario, el cual, traqueteando y a lassacudidas, nos condujo a la antigua ciudad.

    Atravesamos una región en gran parte cubierta de fértiles prados y pantanos, donde pastaba el ganado y domina un aire insalubre.¡A Roma, a Roma! ¿Era eso una realidad? Lo era.Después de dos horas de viaje, la magnífica Roma se extendía ante nosotros con su bello Castillo de San Angelo, con la cúpula de San

    Pedro, el Coliseo, con los pinos y los cipreses del monte Pincio, con todo aquello que de Roma se oye decir, con todo lo que sobre Roma se lee;y aquello por lo cual se suspira una vida entera aparecía como por el encanto de una varita mágica.

    A nuestra llegada a Roma fuimos nuevamente saludados por las fanfarrias, los tambores, los calzones rojos, los bigotes, las patillas, losmantos violeta, y miles y miles de personas entre las cuales había buenos y queridos amigos. A través de estrechas, oscuras y sucias calles, enmedio de jardines llenos de arbustos florecidos, de ruinas cubiertas de enredaderas, llegamos al palacio Marescotti, donde vivía Gutiérrez deEstrada, el más caluroso partidario del emperador. Después, las confusiones de los equipajes, el trabajar, el correr, la gran toilette, la cena ytodos los horrores de la vida oficial a los cuales los grandes de la tierra no pueden sustraerse y que solamente el largo hábito hace soportable.

    Después de tantas incomodidades, a las once de la noche estábamos en el Coliseo. La luna brillaba bella y límpida cuando llegamos; laprimera impresión nos subyugó. Pero poco después, sobre aquellas gigantescas muestras de la magnificencia romana, de la romana arrogancia,se hizo una espesísima niebla. Luego que fatigosamente alcanzamos el último escalón un velo nos cortaba la vista que buscábamos. Por mi partefui presa de vértigos y todo se balanceaba y ondulaba como si el incierto elemento que hacía pocas horas había dejado, se encontrara todavíabajo mis pies.

    Era ya la una de la madrugada cuando sin fuerzas entré en mi estancia. A la mañana siguiente, a las siete y media, estábamos en la Basílicade San Pedro, donde en las catacumbas monseñor Nardi nos dijo la misa. Después, junto con monseñor Hohenlohe, visitamos el gran templo.

    ¡Oh, San Pedro! ¡La Plaza de San Pedro, con sus peristilos, con sus fuentes! Aquí se encuentra toda la perfección de la simetría, de lograndioso, de lo noble y de lo sublime. ¡Oh!, cómo sería hermoso permanecer aquí y ver y rever todo. Pero de prisa debíamos tornar a casaporque a las once teníamos audiencia con el Santo Padre. Vestidas de negro y con velos llegamos al Vaticano pasando por en medio de rosales.El recibimiento fue solemne. Cardenales, monseñores, guardias nobles con vestidos medievales nos acompañaron hasta Su Santidad, el cual,pasando por múltiples estancias vino a encontrarnos, alegre de humor, de espléndido y robusto aspecto y con una gran dignidad. Todos nospostramos; él bendijo a la pareja imperial; la levantó con solicitud y la condujo a su gabinete. Estuvo algún tiempo solo con ellos y despuésnosotros fuimos también llamados. Hecha la genuflexión de rigor él extendió la mano, besamos el anillo papal y nos bendijo a todos. Era sencillo yvenerable por sí mismo, cordial y benévolo: él es la más perfecta imagen de la dulzura y caridad cristianas.

  • Los monseñores Hohenlohe, Talbott, Merode y Borromeo, con otros muchos, nos condujeron a ver las galerías y las obras maestras delVaticano. En dos horas vimos todo muy de prisa.

    Cuando una impresión grandiosa hace desaparecer otra, ésta se convierte casi en dolor. Esta sensación la tuve cuando a las volandaspasamos de la Capilla Sixtina a las logias donde se encuentran los divinos frescos de Rafael; del ángel que visita a San Pedro en la cárcel alApolo de Belvedere; de la Diana al conmovedor grupo de Laocoonte.

    Nos asomamos al balcón desde el cual Su Santidad bendice al pueblo en el día de la Ascensión. Ofrece una bella vista de la ciudad y de losmontes cuyas cimas estaban cubiertas de nieve, y de los jardines que ostentaban infinitas cualidades de flores. ¡En los jardines del Vaticano seencuentran ejemplares maravillosos de las plantas del mediodía! El aire es puro y benigno, el sol ardiente.

    Cuando volví a casa, encontré a una queridísima amiga de la infancia, la cual vive en Roma en una verdad era felicidad doméstica. Y comosus majestades no me llevaron consigo a la visita que hicieron a los reyes de Nápoles, pude, mientras el tiempo lo permitía, admirar junto con miamiga algunas de las maravillosas bellezas de Roma. Visitamos las iglesias de Santa María la Mayor, de San Juan de Letrán, y de San Pedro inVmculis con su magnífica estatua de Moisés, de Miguel Ángel.

    Esta última iglesia me causó la más profunda impresión. Estoy acostumbrada a la sencilla belleza de las iglesias góticas y no son de mi gustola pompa de los mármoles y los dorados. Volvimos solícitas a la Villa Aldobrandini, a la encantadora casa de mi amiga. Se encuentra la Villa enmedio de un jardín donde hay profusión de flores, frutos, verdor, enredaderas; toda la lozanía de la vegetación espontánea. Aquí y allá los pinos,las encinas, las palmas, los cipreses, los naranjos, las camelias exuberantes en plena primavera; las fuentes, las estatuas. El jardín, que seencuentra sobre lo alto, ofrece una magnifica perspectiva entre los montes; aquí encontré junto, en un espacio augusto, todo lo que sobrepasa lamás audaz expectativa: el color, el perfume, la luz, el arte y la nataleza, la riqueza y la felicidad.

    Tornamos a salir en un coche, pasando por las plazas más importantes, junto a las obras de arte más célebres de Roma, hasta llegar al MontePincio, de donde se goza del espectáculo magnífico de la ciudad y sus contornos. Por la noche tuvimos gran cena y una espléndida recepción.Los primeros invitados fueron los grandes dignatarios del gobierno pontificio, los embajadores y los ministros residentes. Me interesaba muchoconocer al cardenal Antonelli, el poderoso ministro del Exterior al que la inteligentísima mirada, el rostro sereno y gentil, su altura y su elegancia, ledan un aire juvenil, aunque entre los cabellos castaños aparecían algunos hilos de plata.

    Durante la cena estuve sentada junto a monseñor de Merode, entonces ministro de Guerra, y caído en desgracia después, y al cual el estadoeclesiástico no le impedía las alegres bromas, las agudezas, las frases amables. Su mirada de soslayo me molestaba, así como la de mi vecinode la izquierda, el embajador austríaco, señor Bach, que tenía la misma fea costumbre y así estaba yo en medio de un fuego cruzado. Merode, deuna ilustre casa belga, fue en su juventud oficial y sólo en la edad madura dejó la espada por el breviario. En sus maneras, en su presencia, habíatodavía algo de militar y quién sabe si el uniforme no le sentase mejor que la sotana. Involuntariamente mis ojos recorrían a todos aquellosgrandes dignatarios eclesiásticos viendo la expresión de sus fisonomías, y sus modales no faltos de una fuerza un poco prepotente. ¿Cuántosentre ellos seguirán el camino del amor divino, de la humildad, de la abnegación, del deseo del bien de sus almas y las de su prójimo? Yo no supeencontrar una sola cara que me testimoniara tales motivos; y cuando vi las joyas fulgurantes y admiré los preciosos encajes que con femeninocuidado ornaban las severas vestes sacerdotales, me estremecí de angustia porque no estaba bien segura de si alguno de aquellos píos señorespodría leer en mis facciones las impresiones que sentía.

    Después de la cena, en los salones del señor Gutiérrez de Estrada se encontraban reunidos todos los más espléndidos nombres de laaristocracia romana. Entre ellos gentiles señoras cuya magnífica belleza y el brillo de sus ojos competían con el esplendor y el cintilar de losdiamantes que llevaban en el cuello y en los cabellos.

    Al día siguiente, que era el 20 de abril, Su Santidad correspondió la visita a sus majestades imperiales. Y antes que su carroza de gala tiradapor cuatro caballos entrase a la estrecha calle del palacio Marescotti, la gritería, el estrépito de la gran multitud que lo acompañaba ya habíaanunciado la llegada del jefe de la Iglesia. El emperador y la emperatriz, seguidos de toda su corte bajaron la escalera y lo recibieron de rodillas.Después besamos sus manos y sus pies y alegre y benévola Su Altísima Santidad tuvo para todos una palabra cordial.

    El viejo Gutiérrez de Estrada lloraba de alegría por el honor que su casa recibía. Él es un hombre excelente cuyos conceptos políticos nocorresponden a los tiempos que corren, pero cuya individual honestidad y lealtad son tales que quizá no vi igual en su país.

    Después de la partida de Su Santidad la emperatriz me llevó consigo, así como al gran maestro, e hizo un rápido recorrido por las calles máscélebres, vio los templos y los arcos de triunfo, las fuentes y las columnas de la ciudad santa; después visitó las iglesias, la Villa Borghese con suparque encantador, un bello conjunto de pinos, de cipreses, de hermosas flores, de bellísimas estatuas. De allá se tiene de Roma una vista con laque mi corazón se llenaba de júbilo y voluptuosidad pero me sentí súbitamente triste porque tenía forzosamente que alejarme de todas aquellasmaravillosas bellezas, antes de que fuese capaz de incorporarlas a mí misma.

    Encontramos en Roma la más bella estación del año; todo resplandecía con la exuberancia de lo nuevo, de la lozanía, del verdor; el calor delsol había llamado a todo a la vida nueva, nada estaba marchito, como suele ocurrir al final de la estación; ¡si pudiese algún día retornar! ¡sipudiese una vez más en mi vida ver nuevamente el monte Pincio, ver Roma desde la Villa Borghese, entrar en San Pedro y pasar el puente queconduce al castillo de San Angelo, admirar de nuevo la fuente de Trevi, visitar miles de lugares que no pude ver, y un momento de vida gozar alláde la suprema y purísima belleza!

    Acompañados de miles y miles de populares, volvimos a las cuatro de la misma tarde a la estación de ferrocarril, de vuelta a Civitavecchia.No sé decir bien por cuántos motivos me era penosa y grave esta partida. Roma me atraía tanto cuanto el largo viaje marítimo que me

    esperaba, y que debía hacer, pero, que me ponía, después de los padecimientos sufridos y la incapacidad de sobrellevarlos, en una seriaangustia. Sin embargo, yo no podía escoger y el categórico deber es en estos momentos una excelente cosa, porque nos quita todo temor ypusilanimidad y nos lleva felizmente más allá de toda incertidumbre. Bajo el repetirse de las salvas de artillería y otros clamores, los esquifes quegraciosamente engalanados nos habían llevado a Civitavecchia, a las siete nos transportaron directamente a laNovara.

  • "Mientras tanto habíamos llegado a la Novara y subimos. Tembló el motor bajo nuestros pies; humo denso y negrísimo giraba enpesados remolinos hacia el cielo.."

    CAPÍTULO II

    Travesía del Mediterráneo. Caprera. Estrecho de Bonifacio. Las Baleares. Las costas españolas. Gibraltar. Partida. El Océano Atlántico.Las islas Madera.

    ocupaba de nuevo mi camarote, la vida del mar había recomenzado e iniciábamos la travesía del Mediterráneo. Nuestro comandante Baroynos aseguraba que no podía haber mejor tiempo, y en realidad el mar estaba ejemplarmente tranquilo. El aire era fresco y yo, abrigada con misropas de franela, me sentaba en el puente cubierto.

    El 21 de abril pasamos cerca de Caprera, la isla tan querida por Garibaldi. En aquella época él se encontraba en Inglaterra donde algunosfanáticos ingleses hacían todo lo posible por ridiculizarlo y por ridiculizarse a sí mismos. Desnuda, peñascosa y fría aparecía la isla. No podíamosver ni la menor señal de vegetación; y por el bien de Garibaldi no se puede más que desear que el interior ofrezca mayores atractivos.

    Bellísima y seductora me pareció la isla de Córcega con sus nevados y altísimos montes y con sus ubérrimos valles. Tuve el deseo de bajar yrecorrer lo que fue la cuna de Napoleón. Viendo aquella austera y grave naturaleza puede comprenderse fácilmente que en su seno se formencaracteres enérgicos.

    Atravesando el estrecho de Bonifacio no veíamos tierra en torno a nosotros. El Golfo de León nos acogió poco graciosamente. La noche del22 al 23 sopló un viento impetuoso que, creciendo más y más, azotó con grandes olas nuestra nave, que comenzó a tambalearse con fuerza. Lassillas tuvieron que ser amarradas; los viajeros no acostumbrados al mar no podían moverse de sus puestos; el agua penetró en las cabinas y enlas bodegas y muchas de nuestras provisiones se echaron a perder. una espesísima niebla nos privó de la vista de los Baleares y de las costasde España, y aquí vimos por la primera vez nadar ante nosotros a los delfines, con tal domesticidad que parecían no querer otra cosa más queestar cerca del navío. Pero el vapor los trastornó. Temen esa extraña potencia que con estrépito rompe las olas dejando tras de sí surcosprofundos.

    Diluviaba cuando nos acercamos a Gibraltar, aunque antes de alcanzar el puerto escampó. Yo había permanecido sobre el puente envuelta enmi manta y así pude saludar las montañas africanas, los maravillosos despeñaderos de Gibraltar y las verdosas olas del Océano quebruscamente trazaban el confín del azul Mediterráneo. Corría el cuarto día de nuestra partida de Civitavecchia y era el 24 de abril. El puertoestaba lleno de navíos; nosotros anclamos lejos y era ya demasiado tarde para poder bajar a tierra. El mar estaba inquieto. El guardacostashabía izado la bandera amarilla en señal de tormenta. Había tanto que ver y que admirar que el tiempo nos parecía corto.

    El espectáculo era tan grandioso como bello. La roca es de una considerable altura y se alza a plomo, imponentísima en la forma y en lagrandeza. De lejos parece desnuda e inhóspita pero algunas manchas verdes aquí y allá nos hacen imaginar la hermosa vegetación que seesconde entre aquellas grietas y entre aquel terreno pedregoso.

    Muy allá, al pie del peñón, se extiende la ciudad de Gibraltar y sube por él hasta una cierta altura. Las obras de fortificación de los ingleses,que excavaron a través de toda la roca, no puede verlas quien no es un escrupuloso observador.

    Innumerables naves animaban el puerto. Las banderas de sus naciones ondulaban al viento; pequeñas embarcaciones de vela iban de nave anave y de éstas a la costa. Era un eterno moverse y agitarse. Aunque el mar estaba inquieto, se deslizaban graciosamente sobre las olas estaspequeñas embarcaciones, las cuales, hundiéndose en los abismos que amenazaban tragárselas, de pronto reaparecían sobre las escurridizascrestas. Los chalanes del carbón venían remolcados por pequeños vapores los cuales, como intrépidos caballos, resoplaban inquietos en torno anuestra nave, digámoslo así, por su ingrata labor, una vez cumplida la cual se volvían presurosos. Bello se extiende allá el mar, que tiene porconfines los montes de Marruecos, atrevidos y al mismo tiempo elegantes en la forma.

    En las costas africanas esplende clara y blanca la ciudad de Ceuta. Hay una maravillosa armonía en la naturaleza. Todo está grandiosamentedispuesto, y puede parecer una culpable audacia que el nombre débil y siempre amenazado por la muerte como está, haga todo provechoso a spasajeros fines.

    La ambición y el orgullo del hombre, dinamitándola, abrió caminos en aquella roca que debe su origen a la fuerza primitiva del universo; y elmar, que podría hacerla desaparecer en un instante, y con él todos sus haberes, tolera su continuo ir y venir y mece con paciencia aquella cascarade nuez con la cual el hombre desafía su potencia. Algunos oficiales de nuestra marina nos mostraban un barco de guerra que venía del océanoAtlántico. Avanzaba lentamente y ofrecía un lamentable y tristísimo espectáculo; había perdido sus jarcias y sus lanchas; había tirado al mar suscañones y después de una lucha desesperada con el furioso elemento estaba, naturalmente, feliz de llegar a puerto. El navio era el Re.Galantuomo, que algunos de los señores que venían con nosotros ya conocían de las guerras de Italia y que desde hacía algunos meses se creíaperdido o naufragado en las costas de América. El capitán fue convidado a cenar y una después de otra nos contó sus desventuras y los muchospeligros que él y su tripulación habían superado.

    Al día siguiente nos fue permitido bajar a tierra. El cielo estaba límpido y puro, la luz bella, pero el viento soplaba impetuoso. una media horanos costó llegar hasta la costa. Las olas provocaban nuestra impaciencia y los remeros tuvieron que hacer un gran esfuerzo para conducirnoshasta el lugar del desembarque. Finalmente subimos por el empinado y asoleado camino que conduce a las galerías en medio de las rocas. Unoficial inglés, que parecía feliz de poder hablar con extranjeros en su lengua nativa, nos abrió la puerta y del modo más sencillo y cortés nos sirvió

  • de cicerone.Algunos habían hecho el camino cabalgando. Mi compañera y yo preferimos hacerlo a pie. Aquí supimos por primera vez lo que son los

    calores del Mediodía. El sol daba con fuerza sobre las rocas. Pero el ansia de gozar de todo y el interés por todo, que era hermosísimo, no turbópara nada nuestro humor.

    Las galerías vastas, bellísimas, talladas en la roca, finalmente nos protegieron de los rayos del sol. En espiral conducen hasta la cima donde,desde una terraza armada de cañones, se goza de un espectáculo maravilloso. La obra es gigantesca y única en su género, por lo que el visitarlacompensa cualquier fatiga.

    Sobre la punta extrema de la roca, por la parte que ve al Oriente, se alza solitaria la casa del suboficial que nos acompañaba. Aquí él quisoque se hiciese un descanso y nos obsequio con queso, limonadas y gaseosas, lo cual fue una verdadera fiesta. Después remidamos la marchapor un camino demasiado pedregoso que corría por un bosquecillo de palmeras donde se dice que hay monos. Los buscamos, aunqueinútilmente, y quién sabe si únicamente sea el "se dice", o tal vez huyan a la mirada del hombre que los busca con curiosidad. A nuestro regresopasamos por los más lindos jardincillos, donde los nopales con sus frutos, que yo aún no conocía, sobrepasan la altura de los muros. Lossaludamos como símbolos del Mediodía. Soberbios árboles de los cuales no sabía el nombre ofrecían la más fresca sombra, y flores y árboles seentrelazaban el uno al otro con indescriptible ostentación y magnificencia. Solamente en los países meridionales se sabe lo que es un jardín. Ahíno vi trazas de aquella ansiosa economía donde artificialmente se cultivan, y con gran trabajo se cuidan, aquellas pobres plantas de nuestrastierras para preservarlas de los rigores del clima donde viven. Aquí todo crece con salvaje lozanía, todo florece despreciando la mano del hombre,aquí todo se desenvuelve con tal perfección y con tal grandeza que supera toda proporción. Las plantas toman dimensiones arbóreas, y mientrasentre nosotros se alcanzan encorvándose, aquí tiene uno que alzar los brazos para tocarlas. Nada hay raquítico, todo es vicioso, todo está plenode vigor y de savia. Hasta los colores de la exuberante vegetación son más vivos. Así había soñado los jardines de mi infancia cuando leía librosde cuentos en que los hombres vivían lejos de cuidados y afanes y preservaban su juventud con un filtro que un hada benéfica les daba.

    Llegamos a la Alameda, donde reposamos en las bancas del camino, mirando la multitud que pasaba ya a pie, ya a caballo, gozando con lasnaranjas recién cortadas que ofrecían a la venta.

    Aquí conocimos al gobernador de Gibraltar, el general Codrington y a su ayudante, los cuales sin habernos podido alcanzar, pensandogentilmente acompañarnos, nos habían seguido por la roca durante varias horas.

    La ciudad es bella y graciosa. El espíritu de orden y la limpieza, propio de los ingleses, domina todo aquí, a pesar de los funestos elementosmoros, españoles y hebreos, tan contrarios a estos principios.

    La hora de comer nos obligó a retornar a bordo de la Novara. Ya de lo alto de las rocas habíamos visto la creciente agitación del mar y no fuepoco el trabajo para poder entrar a nuestro esquife. Éste se alzaba y se hundía despreciando todo cálculo. Solamente con un largo ejercicio seobtiene la ventaja de poder entrar y salir de la barca con ambos pies. El trayecto fue espantoso. Las olas nos empujaban ya para aquí o para allá,ya para un lado o para otro. Parecía casi imposible que alzándose amenazadoras como verdaderos montes, no nos tragaran. Antes de habersalido del estupor estábamos de nuevo levantados a la altura de una torre y, con la velocidad del relámpago, precipitados en el abismoespumoso.

    Aparte de todo, el esquife era tan bajo que apenas un palmo sobresalía del agua. Mi amiga, de ordinario tan intrépida, perdió esta vez elcoraje. Gritaba, rezaba y el oficial y los marineros que remaban se reían de nuestro miedo. Bañadas infinitas veces por las olas al fin alcanzamosla Novara. Nos aproximamos y después de varias e inútiles tentativas pudimos poner el pie sobre la escala que conducía a la cubierta. Elemperador nos había reunido para comer en su camarote. Entre los invitados estaba el general Codrington, algunos oficiales ingleses y el cónsulaustríaco. Junto a mí estaba sentado el príncipe Hohenlohe que sirve en la marina inglesa bajo el nombre de conde de Gleichen. La reina seopuso al casamiento de este príncipe, pariente de ella, con la señorita Seymour y quería declarar el matrimonio morganático; pero el prínciperenunció a su nombre y como conde de Gleichen casó con la rubia y gentil moza que yo había tenido ocasión de conocer el día anterior. En honora sus majestades mexicanas, los oficiales ingleses hablan organizado carreras de caballos a las cuales fue también invitado su séquito marítimo.Esto me dio la oportunidad de conocer lugares, pueblos y costumbres que yo ignoraba totalmente.

    Con alegría, el 26 de abril zarpamos hacia el peñón que se alza majestuoso y severo y que oculta entre las piedras y las grietas las más bellasflores. Para nosotros, pobres criaturas del norte, todo esto tiene una fascinación indescriptible. El tiempo en que llegamos era propicio. Cuando elsol abrasa durante largos meses aquellas rocas y seca la vegetación, éste parecerá un lugar triste y penoso a los habitantes de Gibraltar y lanaturaleza debe ser estéril y melancólica.

    El lugar de las carreras era bellísimo. Entre la altísima roca y el mar está el prado limitado al norte por la Sierra de España (Sierra Nevada). Viuna extraña agitación que me interesaba más que cualquier otra cosa. ¿Cuál sería el caballo ganador, el del capitán Smith o el del coronel John?

    Los oficiales encabezaron la cabalgata; algunas damas inglesas a caballo, y otras en su Pouychaisen. Al espectáculo también le daban vivointerés los soldados vestidos de rojo. En medio de todo los pilludos españoles, tipos puros de Murillo, gritando y alborotando nos ofrecían abajísimo precio los más exquisitos frutos. Junto a ellos rígidos, graves en su aspecto, majestuosos en sus movimientos, estaban los moros con elturbante en la cabeza y lindísimos trajes. Aquí y allá hombres de aspecto elegante mantenían viva la conversación ya con los caballeros, ya con lasdamas. Aquí se hacían apuestas y se reía, allá se bromeaba y se discutía.

    La emperatriz se dignó sentarse en la carroza del general, y teniendo a su lado a la señorita Codrington, el emperador se mezcló entre lamultitud. Yo estaba sentada en el palco, atenta a aquellas escenas tan nuevas y atrayentes. De la purísima claridad y del calor de la luz meridional,que se difunde por todos lados, nace un encantamiento que solamente comprende el que lo siente por experiencia propia.

    Pasada la segunda carrera, sus majestades y nosotros fuimos conducidos a una tienda donde ya se encontraba preparado un banquete. Lacondesa de Gleichen, amable y gentil señora, hacía los honores junto con la señorita Codrington. Los oficiales trinchaban y servían, y reinaba entorno a nosotros tal perfume de cortesía y de gentileza junto con los modales más exquisitos, que recordaré siempre con cariño la hospitalidadinglesa. Y, como siempre, cuando se comparan la cortesía inglesa y la francesa, la diferencia está a favor de las formas y los modales ingleses,porque todos sus actos de gentileza y de amistad tienen en sí la estampa de la más respetuosa galantería; mientras que en los otros no pasa deuna muy ambigua imposición.

    Es verdad que he encontrado franceses bien educados y corteses, tal como deben ser los caballeros de todo el mundo, pero fueronexcepciones.

    A las 4 dejamos el lugar de las carreras. El general Codrington y su ayudante nos acompañaron a caballo por toda la ciudad y al magníficojardín del capitán del puerto, señor O'Mannly, que en el muelle nos esperaba con su pequeño vapor, en el cual nos condujo a la Novara dondetodos volvimos a vernos en la mesa imperial. Esa misma noche nos hicimos al mar, que se agitaba más inquieto que nunca. La tempestad de losdías pasados lo había alterado grandemente; era aquello que en el Adriático se suele llamar "marea muerta".

    Lentas van y vienen las olas en una interminable largura, no hacen espuma, no se alzan. La superficie parece lisa, pero la nave se vuelve yrevuelve, por decirlo así, sobre su ancha superficie, se hunde, se abisma, y este movimiento me fue mucho más penoso que el del mar cuando es

  • sacudido por la tempestad. La nave, con las velas desplegadas, parecía que volaba con el viento.El primer saludo que me daba el Atlántico era descortés. Tenté vanamente de conservar los pobres nervios de mi estómago en actividad. Ni

    el curacao ni el sherry me ayudaron en nada. Mi lagrimear aumentaba con el tiempo, pero al segundo día me sentí mejor.Esta vez no estaba sola en mi padecimiento. Muchos de mis compañeros de viaje tenían el mismo horrible mal. La propia emperatriz no

    aparecía por la cubierta más que al oscurecer y se veía pálida y dolorida. Mientras reposábamos, leíamos nuestros libros y revisábamos nuestrospapeles.

    El océano, si se miraba bien de cerca, era oscuro, denso, índigo; a la distancia parecía casi gris, de plomo; pero había días en que tomabaaquel bello clarísimo color celeste que es propio del Adriático y del Mediterráneo. El encuentro con cualquier nave nos hacía felices. Todoscorríamos hacia el puente para reconocer, ya a ojo desnudo, ya por medio de un anteojo de larga vista, el rango de la nave y a qué naciónpertenecía; y cuando por la tarde pasaba junto a nosotros algún gran vapor, en ambos lados se prendían fuegos de bengala que producían unmagnífico efecto.

    Esa tarde el vapor que encontramos era el correo cargado de pasajeros que hacía el trayecto Río de JaneiroHamburgo.La temperatura en pleno mar era fría para el bajo grado de latitud en que nos encontrábamos. Estábamos a la vista de la isla Madera; yo me

    encontraba sobre cubierta abrigada con mis mantas de viaje, olvidada de todo mal, alegre en la ansiosa impaciencia de ver aquella perlapreciosa del jardín del océano Atlántico; la bella, la tan celebrada Madera de la cual estábamos tan vecinos.

    Pasamos primero ante las Islas Desiertas, rocosas, pequeñas, deshabitadas. No se veían más que cabras salvajes, las cuales se burlan delos cazadores que vienen de Madera para matarlas.

    Porto Santo, del cual se pasa cerca, es una altísima torre formada naturalmente por las rocas. Y antes de alcanzar, al amanecer, Funchal, quees la capital; antes de poder anclar en el peligroso puerto, navegamos en torno a Madera largamente.

    La isla, no puede ignorarse, es de naturaleza volcánica, formando un infinito número de montes y de salientes, y se yergue hasta unaconsiderable altura. La visita que hicimos a Madera para mí no fue otra cosa que un sueño fugaz, pero un sueño que ni la fantasía puede crearlo.

    Pocas horas nos fueron concedidas para recorrerla, pues sus majestades la conocían desde hacía tiempo. El archiduque Maximiliano y laarchiduquesa Carlota hacía más o menos tres años que la habían visitado juntos, y ella vivió allí durante largos meses.

    Arribamos a las 10. Pero ¡qué lugar! "Florece el valle más lejano, el más profundo, y el florecer no cesa". Estaba ante este encantador cuadrode primavera en que las bellezas son tantas y tan variadas, que el ánimo se me llenaba de asombro. Nos acercamos hasta la Villa Davis donde,para restablecer su delicada salud, estuvo durante varios meses la emperatriz Isabel de Austria. La villa está construida con todas lascomodidades y conforme a las exigencias del clima. Allí, como su mayor ornamento, se encuentra el retrato de nuestra bella soberana, el cual nosda una idea poco justa de los raros atractivos de la augusta señora, así como mi pluma es poco hábil para describir las infinitas bellezas deMadera.

    La villa se encuentra a pocos pasos del mar, en un piélago de flores. Flores que ya conocíamos pero que aquí tienen dimensiones dos o tresveces mayores que entre nosotros: ¡no vi jamás tan magníficas rosas! En medio de una incesante florescencia y con las más encantadorasvariedades de color y de tonos, hay verbenas, petunias, geranios y heliotropos, con miles de otras flores deslumbrantes. Cerca, amorosamentecultivadas, se ven las magnolias, las mimosas, las camelias arbóreas, las palmas reales, las bananeros y las higueras; y todo este paraísocercado con rosas, con heliotropos, con naranjos, con nopales, con áloes y agaves o nopales con fruto.

    Perfumes y colores eran tantos que se creía una transportada a un país encantado. ¡Si pudiera compartir con alguien aunque sólo fuese undébil reflejo de aquella voluptuosidad que me aplastaba! Yo me regocijaba como si estuviera en éxtasis.

    Un pino que el emperador, según la usanza de su país nativo, había mandado el día de Navidad a su amada lejana, fue plantado por ella eneste jardín. Aquí prospera magnífico, gozando de la tierra, de la luz, y de la igualdad del calor. ¿Era, quizá, éste el pino solitario cantado por Heiney del cual decía que moría de amor, deseoso de alcanzar a la palma lejana? Sus anhelos se habían cumplido, pues no lejos de él ésta se erguíaelegante y altanera en las formas, siempre dominándolo.

    Fui de prisa a visitar a la joven e interesante escultora Elizabeth Ney. Había oído muchos elogios de ella y admirado el retrato que le hizo aGuillermo Kaulbach. Tenía su estudio entre rosales y naranjos; solamente flores rodeaban a esa amable sacerdotisa del arte. Pero yo no podíadejarme llevar de su encanto ni del interés que despertaban sus obras de arte. Teníamos las horas contadas y todo lo bello que Madera ofrecía yoquería verlo. Cada minuto era un goce nuevo.

    Sus majestades, acompañadas de varios caballeros, habían hecho un paseo a caballo. Mi compañera y yo, con el resto del cortejo, tomamosotro camino. Después de una exquisita comida con fresas, plátanos y naranjas, donde no podía faltar el prosaico beefsteak, emprendimos unpaseo hacia un alto monte donde se yerguen una iglesia y la Villa Gordon. Las damas subieron en una carroza grande, forrada de rojo, mediocubierta, ante la cual pusieron dos bueyes. Los señores nos seguían a caballo. Por un ríspido camino sembrado de pequeños guijarros subimoscosa de una hora. Para los pobres bueyes fuera menos pesado el trabajo si durante la fatigosa subida no hubieran sido azuzados por los feos ysucios indígenas, ya con articulaciones que apenas si podían llamarse humanas, ya con látigos a los cuales habían puesto clavos puntiagudos yque usaban sin misericordia.

    En general, si hay alguna cosa que desentone con este reino florido es el propio hombre. Los indígenas son una muestra funesta de todo loque es degradación moral y física; y con sus gorritos rojos, los cuales solamente les cubren la extremidad de la cabeza, se parecen tanto a losmonos que el contraste con la maravillosa y poética naturaleza es desconsolador.

    Los europeos que vienen aquí son en su mayor parte ingleses, casi todos hombres tísicos y enfermizos, los cuales con el benigno y bellísimoclima buscan la prolongación de la vida. Demacrados y pálidos yacen en las hamacas y son transportados por las empinadas calles de la ciudado por sus propios criados o por los indígenas; espectáculo que estruja y aflige el corazón.

    El conde Farrabo, rico propietario en Portugal y en Madera, fue para nosotros un amabilísimo guía y cortés cicerone. Atravesamos jardinescuyas flores colgaban por todos lugares y recubrían muros, árboles y terreno; después por frondosos bosques y por selvas de pinos que estabanjunto a las bananeras y a las palmas. La vista se extendía estupenda con las aguas que atraviesan los valles murmurando y caen hasta el marpara terminar en las Islas Desiertas. Finalmente, alcanzada la meta, admiramos el jardín de la Villa Gordon que no tiene señales de manos que locuiden pero que por el caos de esplendorosas flores, por el abandono lujurioso y desordenado de su vegetación, por la estupenda vista, fascina yenamora.

    Poco después descendimos pero ya no a caballo ni en la carroza tirada por los bueyes sino sentados de dos en dos en una especie de carrode paja que los isleños montan por detrás y que a fuerza de patadas y empujones dirigen con la rapidez del relámpago como si se deslizaran porel hielo, tanto que en menos de diez minutos habíamos bajado un monte de mil pies de altura.

    Era forzoso separarse de la Villa Davis, de la isla Madera, de aquel mundo que en una belleza divina se extendía ante nosotros. Era necesariosepararse del continente por semanas largas y penosas, separarse de la querida tierra natal.

    Aquella misma noche se levó anclas.

  • 'Cuanto más nos acercábamos a las Antillas el sol se volvía más candente, el aire más pesado y se transpiraba por cadaporo..."

    CAPÍTULO III

    ElAtlántico. Alegría y padecimientos de un viaje por mar. La Martinica. Jamaica. El Golfo de México.Meta.

    CON EL ADIÓS a Madera nuestro viaje comenzaba en serio. Hasta ahora, aquí o allá nos deteníamos. Tres veces en quince días habíamosestado en tierra, cinco días habíamos dedicado a Roma, a Gibraltar, a Madera. Ahora el océano Atlántico se extendía ante nosotros en su graninmensidad y no antes de quince días debíamos ver el continente. Este solo pensamiento me imponía.

    Cuando nos despertamos el 30 de abril ya habíamos dejado a muchas y muchas leguas atrás de nosotros la bellísima isla en la cual pasamosalgunas horas difíciles de olvidar.

    Ya habíamos alcanzado las regiones de los vientos regulares y buena parte de nuestro viaje hasta las Antillas debía hacerse a vela. Nuestrafragata no estaba originariamente construida para viajar por el Atlántico y por eso no podía ser provista de carbón más que para ocho o nuevedías.

    El océano estaba agitado, plomizo, tenebroso. El cielo oscuro y nublado, pero el viento era propicio y ahora todo se limpiaba y se lavaba yestábamos contentos porque no se necesitaba más del carbón que todo lo ennegrece y ensucia; felices estaban también el comandante y losoficiales que podían ahora navegar a vela, lo cual es la mayor fiesta para un hombre de mar. El descubrimiento del vapor ha hecho desaparecergran parte de aquella poesía, de aquel prestigio que en otros tiempos tenía la vida del marino; estancó el ingenio y la audacia. A su inteligencia ypericia, a su fuerza, providencia y energía, debía confiar su propia persona; era necesario que conociese la dirección de los vientos yaprovecharlos y donde surgiese la tempestad debía saber vencerla y evitarla. Era una ciencia seria y difícil, como suelen explicar sus adeptos;aquel que comandaba un velero y regresaba bronceado de sus largos viajes marinos podía decir que había vivido, combatido y ganado, quehabía empeñado todas sus fuerzas y que en la espantosa soledad del mar había justificado el proverbio: "Ayúdate, que Dios te ayudará".

    El balanceo, el agitarse del navio eran más fuertes que nunca; más irregulares que nunca el movimiento, los crujidos, el gemir más que nuncainsoportable, tanto que mi espantoso mal recomenzó. Caída en completo abatimiento, incapaz de aquella resistencia y elasticidad que nos hacenluchar contra los padecimientos físicos, necesité de toda mi fuerza de voluntad y me fueron útiles los regaños y las risas de mi amiga. Esta partedel viaje me traerá siempre melancólicos recuerdos. La absoluta separación de los míos, la imposibilidad de verlos de nuevo, eran una pesadillapara mi corazón.

    La eterna monotonía de las cosas y de los objetos que se ofrece a quien viaja mucho tiempo por mar deja a la fantasía un campo infinito. Nadadistrae, nada llama la atención, ninguna de las cosas externas obliga a observaciones. Está uno, por así decirlo, encerrado en sus propiospensamientos, hay tiempo para abandonarse a tristes recuerdos, a nacientes inquietudes. Muchas veces me he preguntado a mí misma siigualmente desconsoladora es la vida de un prisionero el cual, sin nada que hacer, se sienta frente a las cuatro paredes de su celda. Pero la vidade mar es bien diferente para los que no sufren con ella. Escriben, leen, se ocupan de sus estudios con mayor interés que en ningún otro ladopara después mirar a su alrededor aquella grandiosa naturaleza, esa inmensa potencia de riquezas y de maravillosa variedad que el mar encierraen sus entrañas, y se exaltan y se regocijan y a todo se asocian con el más vivo interés. Desgraciadamente lo mejor y lo más recóndito quedarápara siempre escondido ya que nos faltaba un compañero científicamente instruido que supiese explicar, denominar, y con ello atraer hacia sínuestra común atención. Mucho deploramos esto ya en el mar, ya en el continente, porque miles y miles de cosas eran nuevas para nosotros ymuchísimas habrán pasado inadvertidas ante nuestros ojos.

    La alegría de navegar a vela fue breve para todos. Sea porque no tomamos la dirección precisa o porque el viento regular hubiesecaprichosamente variado, lo que es muy cierto es que cada vez se hacía más débil hasta pararse por completo; apenas se hacían tres nudos porhora. Fue universal la consternación porque sin viento y sin carbón no se podía alcanzar no Veracruz, sino ni siquiera la Martinica, que era la metamás cercana.

  • Había inquietud, desazón, un incesante cambiar de señales con la Themis, una agitación nerviosa y un terrible mal humor en el círculo de losoficiales; finalmente las calderas se recalentaron; después, al retornar el viento, el fuego se apagaba nuevamente para volver a encenderloapenas las velas colgaban flácidas de los mástiles. Y así prosiguió el viaje hasta el 12 de mayo; aquel día era necesario resolver alguna cosa. Laresolución que se tomó fue dejarse remolcar por la Themis la cual tenía un gran depósito de carbón. Remolcados por ella, era fácil viajar ynuestras provisiones bastarían hasta llegar a la Martinica. Pero esta resolución causó mucho descontento y grandes diferencias de opiniones.Penosamente se soportaba la altanera superioridad de la Themis; el sentimiento austríaco sufría bajo la necesidad de aprovechar el servicioofrecido por los franceses. Pero cuando la Themis nos llevó consigo y en completa tranquilidad se deslizaba sobre el mar sin traqueteos y sinsacudidas ¡ahí me sentía demasiado bien para no consolarme.

    Poco a poco me había esforzado, mi coraje se había impuesto y ahora podía leer o trabajar, y mejor de lo que yo esperaba me encontré enalta mar. La temperatura había sido fría hasta el Trópico de Cáncer. Ahora, después de haberlo pasado, el calor sólo era insoportable dentro delcamarote. Sobre cubierta, en los días de calma y en los que soplaba la brisa favorable, una tienda nos protegía del ardiente sol y un aire puro ysuave nos envolvía. Ahora también la emperatriz abandonaba su graciosa cabina donde asiduamente leía y escribía y en cubierta hacía suspaseos continuando al aire libre sus ocupaciones. Y cuando por las tardes admirábamos alguna bellísima puesta de sol a ella parecía noimportarle aquella maravilla y al lado de la escasa luz de una linterna, permanecía fiel a sus libros y sus papeles. Durante una adolescencia severay solitaria se desarrollaron en ella al máximo grado el amor al estudio, el placer de los libros, la vasta inteligencia y la sorprendente facilidad pararetener las cosas. Desplegaba una diligencia férrea, una atención siempre concentrada en la ayuda de la cual venía su maravillosa memoria. Enbrevísimo tiempo aprendió idiomas, así que además del francés, que es su lengua materna, ella habla bien y con graciosísima espontaneidad elalemán, el italiano, el inglés y el español. Preocupada por la misión para la cual se encaminaba, la augustísima señora pasaba su tiempo en todasuerte de preparativos los cuales, más o menos, tenían algo que ver con su nueva vida, elaborando un Reglamento de corte y de casa ointeresada en otros trabajos que le confiaba el emperador. Por esto permanecía casi extraña a todo lo que la rodeaba.

    También el emperador estaba ocupadísimo y poco venía a cubierta. Todos los días reunía consigo durante varias horas a los señores de suséquito entre los cuales estaban el ministro de Estado mexicano Velázquez de León y su secretario Iglesias. El general Woll, un mixlumcompositum de nacionalidad alemana, de origen y de educación franceses, y al servicio de los mexicanos, era el ayudante general.

    Anteveros [sic], joven mexicano que en calidad de prisionero los franceses habían llevado a París después de la toma de Puebla, venía con elemperador Maximiliano reconducido a su tierra natal. Estudiando el carácter de estos señores pudimos anticipadamente formarnos un conceptode las formas y de la índole del mexicano; y la verdad es que tienen una especial individualidad. El señor Velázquez de León es un hombre yaviejo. Sus años de infancia se remontan a los tiempos de la liberación del reino de México de la Madre Patria, creciendo en condicionesregulares. Así pudo formarse un carácter y una enérgica firmeza antes que la ambición y la codicia, antes que las pasiones de partido, la falta deconciencia de los reinantes y de los gobernantes, hicieran presa sobre los individuos y las masas, y éstos y aquélla cayesen en la funesta ydesmoralizante influencia. Se parece a Gutiérrez con el cual divide las ideas políticas y las afecciones y es hombre de indudable lealtad. Sencillo,gentil, modesto, silencioso, con frecuencia cuando hablaba apenas si oíamos su voz. La mezcla de sangre india y española es en él clara yvisibilísima, y su original fealdad no hay tal vez quien la iguale. Tanto él como su secretario tienen sutiles y exquisitos modales, propios de unarefinada educación natural, la cual con frecuencia encontramos más tarde en sus conciudadanos. En la forma y en los modales de Ángel Iglesias,todavía joven e insinuante, había aquel no sé qué de sospechoso, de tímido y de esquivo que caracteriza a la nueva generación mexicana.Iglesias es un joven médico que hizo sus estudios en París y que juzga a su propio país y a sus connacionales muy objetivamente aunque en elamor que siente por su tierra natal, así como en el de la mayor parte de los mexicanos, hay algo de profundamente melancólico. No perderémuchas palabras en describir a Anteveros. Representa al joven México en su lado menos edificante. Vano, afeminado, desleal y voluble, sóloparece capaz de asociarse al partido del cual podría esperar las mayores ventajas. Desgraciadamente tal carácter no es una excepción en supaís.

    Ya habíamos pasado el Trópico de Cáncer pero la tripulación hizo una fiesta y aquel día se celebró alegremente aunque de ordinario sólo sehace al pasar el ecuador. Los marineros se vistieron ya de Neptuno, ya de Anfitrite, o de ésta o aquélla divinidad marina. Después aparecieronsobre cubierta en carros triunfales, arengaron al emperador y a los comandantes pidiendo la necesaria anuencia. Después, a una señaldeterminada, comenzó una aspersión general, y mojaduras parciales de las cuales estuvieron exentas las damas.

    El agua escurría a torrentes sobre la cubierta inferior y al son de una banda musical bien dirigida que nos servía de diario solaz, alegres yfestivos los marineros comenzaron a danzar.

    Mientras más bajo era el grado de latitud más breves se hacían los días. A las seis y media se ponía el sol ofreciendo diariamente unespectáculo maravilloso con las más multiformes variaciones.

    De ningún modo éstas maravillas de los trópicos pueden compararse con las de la zona nórdica. Aquí todo es armonía, graduación, unafusión, una comunión delicada mientras allá todo es contraste. Duros y crudos son allá, uno frente al otro, los colores más disímiles. El violetaoscuro junto al amarillento sobre el cual se destaca en estrías vivaces el verde más vivo junto al rojo que parece de fuego. Como en un cuadronebuloso las tintas fundiéndose unas con otras. El mar, que ahora se extendía ante nosotros con su intenso y sin embargo transparente azulrecibe en su seno, por así decirlo, todo aquel encantador mudar de colores prestándole nuevas gradaciones y nuevo esplendor. Pero pronto lanoche cubre con un velo tanta armónica unión; y la noche también se enciende sobre el cielo y sobre el mar.

    ¡Qué indefinibles e inmensamente bellas son las noches bajo los trópicosl A velas desplegadas avanza sobre las olas la nave silenciosa ytranquila dejando tras de sí vivísimas estrías de luz, las cuales se pierden y esfuman en la más lejana inmensidad. De lo profundo de las olas sealzan globos de fuego ya amarillos, ya azules. Por muy poco amor que se tenga a la ciencia de las esferas todos pueden ver que aquel cielo quese alza sobre nosotros es un cielo nuevo del todo. Aquí brillan las estrellas como en el norte helado y se encuentra entre mis viejos amigos la OsaMayor, pero aparece como una constelación sin orden. Orion, el cual entre nosotros es visible en el invierno, brilla más bello y magnífico aloccidente. No lejos esplende Sirio, la estrella de las estrellas.

    Pocos días después de nuestra partida de Madera aparecía en el lejano horizonte, resplandeciente y purísima, la Cruz del Sur, la cual, cuantomás nos acercábamos al ecuador se elevaba y siempre más grande y resplandeciente parecía.

    Hasta en mi antigua y fidelísima luna encontré cambio. Su luz es más dorada, más rojiza; la posición de sus fases no es la misma. No sesostiene como entre nosotros sino que yace horizontalmente en dirección creciente y decreciente [sic]. Jamás olvidaré la pompa suave deaquellas tardes, de aquellas noches. Hay allí un mundo entero de poesía sublime y divina.

    Sin interés o cualquier pequeña mudanza pasaban los días. El mar, que parecía un gran desierto, se pobló también para nosotros. Vimos denuevo los delfines los cuales solamente sumergida la mitad de su cuerpo en el agua nos escoltaban o, pasando ante nosotros con increíblevelocidad y jugando desenfrenadamente, daban caza a miles de pequeños pececillos que más tarde oímos que los franceses llamabanmarsouins. Igualmente, ávido de las presas visibles entre las purísimas aguas nos seguía la hiena de los mares, el tiburón. Vimos los pecesvoladores que a poca altura volaban sobre el mar para después sumergirse prontamente.

  • Pero especialmente nos alegramos cuando las medusas, como si fueran rosas flotantes balanceándose sobre las olas, venían a nuestroencuentro. El interés ante la vista de estos maravillosos animales que desde hace tiempo ocupan la atención de los naturalistas fue general. Unaespecie de manto de ocho a diez pulgadas de color rosáceo transparente se mueve sobre las olas; ningún órgano es visible. Cuando porórdenes del emperador un marinero que desde el mástil se había lanzado al mar logró atrapar con su red uno de estos animalitos, pudimoscontemplarlo con atención. Era una masa gelatinosa, blanda, con la parte superior roja y de un azulado violeta oscuro la inferior. A su alrededorcuelgan ocho filamentos del mismo color los cuales son los únicos instrumentos de vida orgánica. El contacto con estos animales produce unaquemadura dolorosísima semejante a la que ocasionan las ortigas. Los marineros que con la piel desnuda se descuidan y tienen contacto con losfilamentos, caen en convulsiones.

    Grande fue la alegría a la vista de los primeros pájaros. Ellos nos anunciaban la cercanía de la tierra. Es raro que sobre el mar lleguendemasiado lejos. Muchos días antes de que pudiésemos tocar tierra, un alcatraz visiblemente cansado reposó largamente sobre un mástil y mástarde continuó su viaje. Quién sabe a dónde iría. Las más lindas aves con brillantes y espléndidos colores ya circundaban la nave o seabandonaban a las olas que las mecían, ya se elevaban en numerosa hilera con las alas abiertas y aparentemente inmóviles, ya alejándose, yaretornando como alegres compañeras de viaje. Cuanto más nos acercábamos a las Antillas el sol se volvía más candente, el aire más pesado, yse transpiraba por cada poro. Por la tarde las bancas y los respaldos estaban empapados. La lluvia, que caía raramente, nos alegraba; y unatarde, aunque a gran distancia, gozamos del espectáculo de una tromba de agua.

    La larga travesía de 17 días llegaba a su término. La necesidad y el ansia que tenía de poner los pies en tierra, la avidez de gozar de un sorbode agua fresca cuya privación me resultaba tan penosa, podía al fin satisfacerlas. La Themis nos había precedido a la Martinica con el fin deacaparar para nosotros los depósitos de carbón de la isla; y un día después, el 16 de mayo, el guía negro nos llevó hasta el puerto deFortdeFrance. La nave amarró en el puerto donde centenares de negros y negras casi desnudos se ocupaban de transportar el carbón. En elmismo momento, por el otro lado, la fragata fue casi asaltada por un número infinito de barquichuelos en los cuales se sentaban otros negros que,vestidos con paños de lo más vivaz y desentonados colores, aretes de oro y turbantes en la cabeza, tenían un aire provocante y desvergonzado.En medio de una gritería y exclamaciones indecibles algunos ofrecían sus servicios de lavandería, otros llevaban magníficas frutas. Para el cuadroque nos rodeaba, nada era mejor que aquella staffage.

    Mucho tiempo precioso fue desperdiciado antes de que pudiésemos pisar tierra. Las autoridades sanitarias, las civiles y militares debíanantes ser recibidas. Bajo mis pies me parecía que las tablas ardían por el ansia vivísima de ver la suspirada tierra y las espléndidas maravillas delos trópicos. Finalmente entramos en los esquifes que debían llevarnos hasta la playa. Era mediodía. El calor tenía una fuerza como nunca la habíasentido. Señores y señoras que vivían allí llevaban en los cabellos anchas tiras de muselina blanca. Envolviéndose con ellas la cabeza y el cuello amanera de turbante, se resguardaban de los peligrosos rayos del sol.

    Arribamos a la Savanne, que es una plaza enorme y llena de yerbas, circundada por estupendos mangos. En el centro se encontraba laestatua de la emperatriz Josefina, nativa de la Martinica. Junto al bello paseo está la casa de madera del gobernador, el contralmirante monsieurde Conde. Es un hombre de edad, sencillo, benévolo y silencioso. Junto a la esposa parece ser su víctima; y quizá no sin razón la pequeña y feaseñora tiene en la colonia la reputación de ser de carácter violento y peleonero. Su nombre se pronuncia con poco afecto. Sólo tiene mimos ycuidados para los perros y los papagayos. Pero los dos fueron muy corteses con nosotros. Condujeron a sus majestades por todos lugares y eljardín, aunque un poco descuidado, tiene árboles, flores y bosquecillos tan bellos que no cesábamos de admirarlos.

    Lo que en los invernaderos y jardines botánicos de Europa crece y se cultiva con el máximo cuidado, lo que entre nosotros sólo se da enpequeñas macetitas, aquí esplende magnífico. Y para aumentar aquel encanto aquí y allá se equilibran los colibríes que como gemas voladorascentellean y esplenden al sol, rondando como las abejas chupan la miel de los cálices de todas las flores.

    Jamás podré describir ni olvidar la alegría y la gratitud que me inundaron el alma en aquel momento. Incesantemente tenía que preguntarme amí misma si no era quizá un sueño mío, uno de aquellos sueños que se acaban en un momento y con ellos desaparece toda tenue visión.

    A las 2 emprendimos un paseo por el monte hacia un lugar llamado el Pitón de Vauquelin. Unos en carroza, otros a caballo. Por dos horasenteras subimos por un estupendo camino en que cada árbol era nuevo para nosotros. Esta parte de la isla está poco cultivada. Aquí y alláveíanse cañas de azúcar, árboles de cacao y algunas plantas de mandioca, pero por todos lados aparecían magníficas las palmeras en forma deabanico y los cocoteros, y árboles del pan, de mango y del tauro.

    Allá las mimosas, los bananeros, los bambúes, los zapotes y miles y miles de otros árboles y plantas todos cargados de flores y de frutos,apiñados y cubiertos de lianas que con sus tentáculos y sus flores se juntaban unas a otras. Allá las parásitas, las orquídeas; y por todos lados lamaleza, las malvas con sus flores púrpura, las altísimas higuerillas de anchas hojas. Y por si esto fuera poco, el ardientísimo sol de los trópicos,aquel cielo maravillosamente transparente, montes, valles, salientes. He aquí el mundo encantado en el cual estaba viviendo.

    He aquí el mundo cuya riqueza, cuyo esplendor, cuya potencia creadora son tan maravillosos que hacen aparecer como nueva toda impresión.Madera es un sublime encantamiento. La Martinica es la naturaleza salvaje, grandiosa, lujuriosa de los trópicos. Alcanzamos la meta de

    nuestro paseo acompañados siempre por los gendarmes franceses a caballo y por una multitud de negros a pie, los cuales, cortésmente, habíancortado para nosotros cañas de azúcar cuyo jugo es refrescante. Así esta misma ardiente naturaleza ofrece toda suerte de recompensas.

    Sobre el Pitón de Vauquelin, cuya forma es la de un pan de azúcar, se yergue una casucha de madera con una terraza desde la cual se gozade la magnífica vista del Golfo. Allí nos fueron servidos unos horrorosos fiambres, pero el agua era tan fresca y límpida que parecía un néctar. Nossirvieron una gran cantidad de frutas pero no me parecieron buenas; son demasiado aromáticas. Los cocos tiernos, cuyo interior puede comersecon cuchara me parecieron delicadísimos. Del Pitón de Vauquelin fue hecho un paseo a la selva virgen pero para las damas aquel camino ofreceenormes dificultades tanto que la emperatriz regresó, y con ella la gobernadora, que así llaman en la isla a la esposa malvadilla y severa delgobernador.

    Mi servicio era estar cerca de su majestad y regresé. Pero fue mi valerosa compañera a la cual ninguna dificultad desanimaba. Asícontinuaron por un sendero casi perpendicular, largo, angostísimo. Pero bien pronto perdieron el camino en medio de la espesura de la virgenfloresta. Descendiendo por el lecho de un torrente, saltando de uno a otro precipicio, de una a otra roca, ya agarrándose, ya trepando, bajo un solabrasador, prosiguieron su peregrinación. Allí no penetraba el aire, miles de plantas trepaban, se enlazaban, estrangulando los árboles;reaparecieron las orquídeas de un morado encendido; no hay pájaro que penetre en aquella espesura; sólo el colibrí, allí se solaza y reina.Cansados, pero no abatidos, regresaron extasiados con todo lo que habían gozado. Viendo a mi amiga con las mejillas abrasadas me persuadí,conociéndome a mí misma, que aunque de no muy buena gana era mejor que yo hubiese regresado. A la pobre le faltaba el aliento; luchó contales obstáculos y dificultades que le fue necesario ser socorrida, si no es que casi cargada, por dos señores. Ni antes en su vida ni después enel curso de nuestro viaje ella vio mayores bellezas, tanto que, dormida o despierta, sólo soñaba con la floresta virgen.

    El emperador gozaba de esta maravillosa naturaleza así como él lo hace, con una admiración viva, entusiasta, espontánea. Todos estaban debuenísimo humor, nadie se cansaba de narrar, de describir sus propias sensaciones, su fascinación. Poco a poco llegaron los demás. Al caer dela noche, bajo los rayos de la luna, descendimos corriendo el empinado monte. Brillaban los enjambres de insectos luminosos en las

  • profundidades. El encanto era completo.¡Oh! de qué mala gana volvimos a la Novara, la cual, por el demorado trabajo de los negros ocupados en transportar el carbón, estaba

    cubierta de sucio