Una paradoja histórica

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UNA PARADOJA HISTÓRICA. El caso del señor Reva ofrecía, a primera vista, ciertos elementos contradictorios, o cuanto menos oscuros. Servida de prisa y como comida fría daba esto, poco más o menos: un grupo de 367 judíos sefarditas que habitaban Salónica fueron arrancados, por así decir, de las uñas de los nazis, quienes, ¿qué duda cabe?, pensaban hacer con ellos lo que todos sabemos que solían hacer con los judíos, nada menos que por el general Franco. Ahora bien, es de dominio público que este personaje, durante la guerra civil y la primera posguerra, había adoptado para desayunar la tan aleccionadora como aperitiva costumbre de tomar chocolate con soconusco y firmar sentencias de muerte. También las firmaba después, las firmó hasta el último año de su vida, pero con menos frecuencia. De hecho la guerra civil la ganó, aparte de con la ayuda masiva de los nazis y de los fascistas italianos (amén de la complicidad de los conservadores británicos y la gasolina norteamericana) matando más en la retaguardia y en los territorios ocupados que en los frentes, los cuales, ya de por sí, eran crudos. No estamos pues ante la figura de un individuo sensible. Pero lo que resulta más que curioso, paradójico más bien, es que en toda su vida no dejó de agitar el espantajo del comunismo y de lo que él denominó “la conspiración judeo-masónica.” Y de repente alguien declara que se vino a erigir como tabla de salvación de un puñado de judíos sefarditas que, sin su preciosa ayuda, se iba de cabeza a los campos de exterminio. Pero en lugar de ello, fueron deportados, sí, mas en condiciones relativamente holgadas. Y finalmente atraídos a España, gracias a los buenos oficios del embajador de dicho país en Grecia, si bien tan sólo en situación transitoria. Semejante plato, servido ya muy frío además, ofrecía el riesgo de una indigestión. Y antes de probarlo, bien pagaba la pena efectuar un viaje a París para escuchar cómo se explicaba el propio señor Reva, protagonista, junto con su familia y otros conciudadanos suyos, de esta insólita peripecia. Así, una soleada tarde primaveral, como las hay bien pocas en París, un grupo constituido por 21 estudiantes y tres profesores del Instituto Estienne d´Orves de Niza, nos plantamos en la ciudad que, según un poeta español, Jaime Gil de Biedma, es postal del cielo. Y, ni cortos ni perezosos, nada más dejar nuestros efectos personales en el albergue, nos dirigimos al museo de la Shoah, con objeto de visitar la exposición consagrada a la deportación de los judíos de Salónica y de asistir a la esperada conferencia. Mediada la visita, que una joven guía nos explicó muy bien en un luminoso español, un caballero provecto, pero muy erguido, cabello cano, vestido con elegancia, distinguido en modales y maneras, se acercó a la guía e intercambió unas palabras con ella. Es cierto que aquel caballero podía haber sido uno cualquiera, pero era indudable que era el señor Reva. Era el señor Reva, en efecto, y se explicaba como un libro abierto. La

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UNA PARADOJA HISTÓRICA. !! El caso del señor Reva ofrecía, a primera vista, ciertos elementos contradictorios, o cuanto menos oscuros. Servida de prisa y como comida fría daba esto, poco más o menos: un grupo de 367 judíos sefarditas que habitaban Salónica fueron arrancados, por así decir, de las uñas de los nazis, quienes, ¿qué duda cabe?, pensaban hacer con ellos lo que todos sabemos que solían hacer con los judíos, nada menos que por el general Franco. Ahora bien, es de dominio público que este personaje, durante la guerra civil y la primera posguerra, había adoptado para desayunar la tan aleccionadora como aperitiva costumbre de tomar chocolate con soconusco y firmar sentencias de muerte. También las firmaba después, las firmó hasta el último año de su vida, pero con menos frecuencia. De hecho la guerra civil la ganó, aparte de con la ayuda masiva de los nazis y de los fascistas italianos (amén de la complicidad de los conservadores británicos y la gasolina norteamericana) matando más en la retaguardia y en los territorios ocupados que en los frentes, los cuales, ya de por sí, eran crudos. No estamos pues ante la figura de un individuo sensible. Pero lo que resulta más que curioso, paradójico más bien, es que en toda su vida no dejó de agitar el espantajo del comunismo y de lo que él denominó “la conspiración judeo-masónica.” Y de repente alguien declara que se vino a erigir como tabla de salvación de un puñado de judíos sefarditas que, sin su preciosa ayuda, se iba de cabeza a los campos de exterminio. Pero en lugar de ello, fueron deportados, sí, mas en condiciones relativamente holgadas. Y finalmente atraídos a España, gracias a los buenos oficios del embajador de dicho país en Grecia, si bien tan sólo en situación transitoria. Semejante plato, servido ya muy frío además, ofrecía el riesgo de una indigestión. Y antes de probarlo, bien pagaba la pena efectuar un viaje a París para escuchar cómo se explicaba el propio señor Reva, protagonista, junto con su familia y otros conciudadanos suyos, de esta insólita peripecia. Así, una soleada tarde primaveral, como las hay bien pocas en París, un grupo constituido por 21 estudiantes y tres profesores del Instituto Estienne d´Orves de Niza, nos plantamos en la ciudad que, según un poeta español, Jaime Gil de Biedma, es postal del cielo. Y, ni cortos ni perezosos, nada más dejar nuestros efectos personales en el albergue, nos dirigimos al museo de la Shoah, con objeto de visitar la exposición consagrada a la deportación de los judíos de Salónica y de asistir a la esperada conferencia. Mediada la visita, que una joven guía nos explicó muy bien en un luminoso español, un caballero provecto, pero muy erguido, cabello cano, vestido con elegancia, distinguido en modales y maneras, se acercó a la guía e intercambió unas palabras con ella. Es cierto que aquel caballero podía haber sido uno cualquiera, pero era indudable que era el señor Reva. Era el señor Reva, en efecto, y se explicaba como un libro abierto. La

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nacionalidad española la poseían, por obra y gracia de otro dictador: Don Miguel Primo de Rivera, padre del fundador del único partido español realmente fascista, La Falange, que se llamaba José Antonio Primo de Rivera. Hay que conocer el paternalismo de don Miguel para, pasada la sorpresa inicial, colegir que, a pesar de todo, ello era posible. Muchos sefarditas de Salónica rechazaron la oferta, probablemente por venir de quien venía, no así la familia Reva y muy pocas más, lo cual permitió al embajador español, de apellido Radigales, un hombre cabal, asir ese amarre legal y sacar con él a flote a esta familia más española que los descendientes, por ejemplo, de los godos, y probablemente de los romanos, porque llegaron a España antes. Claro que, sin la autorización de Franco, nada se hubiera podido hacer y, de hecho, nada se hacía. El propio Rey don Juan Carlos lo dijo una vez: “durante un año tuve los poderes de Franco, que eran inmensos.” Con ello venimos a caer en el papel de Franco en este curioso asunto. Pues bien, el dictador dio en este caso, como en todos los demás concernientes a la política exterior del momento, una de cal y otra de arena, tan pronto aceleraba en el buen sentido los trámites, como los congelaba. No en balde el único elogio que se le ha podido hacer por parte de la historiografía imparcial es el de taimado, astuto, no forzosamente inteligente, pero sí dotado de una especie de habilidad proveniente de la suspicacia y el recelo, como tienen fama de ser todos los gallegos. Y es que Franco estaba aguardando a ver qué pasaba en el terreno bélico y en cuanto vio que los alemanes tenían perdida la guerra, salvó a unos cuantos judíos y se apuntó algunos tantos con los aliados. En política esto se llama diplomacia, estrategia. Hablando en plata se dice sólo hipocresía, lágrimas de cocodrilo. Todo ello debía estar muy claro en el interior de la lucidísima cabeza del señor Reva. No obstante, parecía flotar por encima de la misma como una nube tenue, un leve vaporcillo de embarazo. Tanto él como su familia tenían la vida salva gracias a la intervención de un dictador sanguinario. No debe ser fácil deberle algo a un tipo así. Hay veces en que, por muy sabidas que sean las cosas, hace muchísimo bien el mencionarlas. Por eso, no porque tuviera la sensación de descubrir nada nuevo, me pareció justo y necesario poner los puntos sobre las íes. Creo que el señor Reva me entendió. !! José Alemany Puig.