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Mosén Millán se dispone a

ofrecer una misa en sufragio

del alma de un joven a quien

había querido como a un hijo.

Mientras aguarda a los

asistentes, el cura reconstruye

los hechos: el fracaso de su

mediación, con la que creyópoder salvar al joven, pero que

sólo sirvió para entregarlo a

sus ejecutores. El relato es de

una perfecta sobriedad y de

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una sencillez no por ello menos

profunda y estremecedora. La

narración sobrecoge por su

ajustado realismo, por la

eficacia de sus símbolos y por

el profundo conocimiento de

los mecanismos de la

conciencia, puesto de

manifiesto a través de la

evocación del sacerdote.

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Ramón J. Sender

Réquiem por uncampesino español

Prólogo de Enrique Múgica

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Título original: Mosén MillánRamón J. Sender, 1953Diseño de portada: Aga_Rafi/ Shutterstock

Editor digital: BloperePub base r1.0

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A Jesús Vived Mairal.

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PrólogoContaba Fernando Savater que seconvirtió en un incondicional deSender a partir de la lectura deMister Witt en el cantón y deRéquiem por un campesino español,a las que califica de «dos de lasrarísimas piezas perfectas de lanarrativa española moderna».

Ciertamente este libro, Réquiempor un campesino español, queapareció en su primera edición conel título de Mosén Millán, es una de

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esas obras perfectas que los grandesautores nos regalan en su madurezcreadora. Tal como El viejo y el marde Hemingway, La perla de JohnSteinbeck, Mortal y rosa de Umbral,Los santos inocentes de Delibes,Crónica de una muerte anunciadade García Márquez, o El duelo deJoseph Conrad. Una obra maestragrande, aunque por su tamaño puedaparecer pequeña o corta.

Se dice que Sender escribió suRéquiem en una semana, y esoasombra con toda verdad. Pero es

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igual. A la manera de la geometría,en la literatura no importa el tiempo.Quiero decir que una obra maestra loes tanto si su ejecución duró unasemana o siete años —Stendhal tardó54 días en La Cartuja de Parma—.Y este Réquiem senderiano es unaobra maestra, donde parece increíbleque tanto pueda reunirse en tan pocoespacio.

En tres tiempos transcurre lanarración. En el momento presente,cuando el cura se dispone a decir unamisa por Paco el del Molino, el

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joven campesino al que bautizó y queluego fue su monaguillo, al que casóy al que acabaría por delatar y asistiren su ejecución en los días de laguerra civil. Un año atrás deentonces, con el recuerdo de aquellosdías terribles de la delación yprendimiento de Paco y su asesinato.Y, finalmente, la rememoración en lavieja sacristía del nacimiento,infancia y crecimiento del campesinoque después del 14 de abril acabarácon el dominio señorial de aquelduque ausente, dueño de los pastos

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del monte, cuando Paco dirá:—Vamos a quitarle la hierba al

duque.Y aquí está todo, decía, porque

no falta nada. El aire permanente, ylatente, de la tragedia de Paco. Delniño condenado acaso desde aqueldía infantil en que acompaña aMosén Millón a llevar laextremaunción a un pobre moribundohabitante en las cuevas. Ese episodio—que el propio Ramón José Senderconfesó haber vivido en la niñez—marca su vida con el afán de redimir,

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de liberar a los moradores de lascavernas, presos en una miseria nadaplatónica.

En la tragedia senderiana,tampoco falta el coro que agrandabalos hechos a la manera clásica,cuando la amplia abertura de la bocaen la máscara servía de megáfono. Elcoro es aquí el «carasol», ellavadero público del pueblo, con lajerónima, entre ensalmadora ycurandera, entre Casandra ycorreveidile. Al «carasol», losseñoritos asesinos llegados de la

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capital, le soltaron una rociada debalas, manera brutal de acabar contoda la opinión pública, si es que asílo podemos ver.

Si queremos seguir viendosímbolos, ninguno mejor que laactitud del cura, parábola acaso deuna Iglesia que proclamó cruzada ybendijo así la atroz guerra civil. O alseñor Cástulo, nadador entre dosaguas, cuyo coche servirá para laboda de Paco y también para suejecución. O el leitmotiv delromance popular, que nos canta por

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boca del monaguillo la vida, pasión,prendimiento y muerte del campesinoespañol.

Y aquí está todo, decía, porqueno falta nada. El aire permanente, ylatente, de la tragedia de Paco. Delniño condenado acaso desde aqueldía infantil en que acompaña aMosén Millón a llevar laextremaunción a un pobre moribundohabitante en las cuevas. Ese episodio—que el propio Ramón José Senderconfesó haber vivido en la niñez—marca su vida con el afán de redimir,

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de liberar a los moradores de lascavernas, presos en una miseria nadaplatónica.

En la tragedia senderiana,tampoco falta el coro que agrandabalos hechos a la manera clásica,cuando la amplia abertura de la bocaen la máscara servía de megáfono. Elcoro es aquí el «carasol», ellavadero público del pueblo, con lajerónima, entre ensalmadora ycurandera, entre Casandra ycorreveidile. Al «carasol», losseñoritos asesinos llegados de la

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capital, le soltaron una rociada debalas, manera brutal de acabar contoda la opinión pública, si es que asílo podemos ver.

Si queremos seguir viendosímbolos, ninguno mejor que laactitud del cura, parábola acaso deuna Iglesia que proclamó cruzada ybendijo así la atroz guerra civil. O alseñor Cástulo, nadador entre dosaguas, cuyo coche servirá para laboda de Paco y también para suejecución. O el leitmotiv delromance popular, que nos canta por

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boca del monaguillo la vida, pasión,prendimiento y muerte del campesinoespañol.

Ahí va Paco el del Molino,que ya ha sido sentenciado,y que llora por su vidacaminó del camposanto.

O el zapatero, librepensador amedias, que «como casi todos los deloficio tenía anchas caderas»…

O el centurión, que capitanea lapartida de los asesinos, dispuesto a

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rematar al Paco moribundo junto almismo coche del rico señor Cástulo,hasta que alguien grita, para evitarmanchas:

—No. ¡Ahí no!Pero ningún símbolo tal vez más

hermoso que el potro del campesino.El caballo que campa sólo por losmontes y que entrará en la iglesia dela aldea (un lugar del Alto Aragón«cerca de la raya de Lérida»), en lamañana del funeral que el curaculpable y apesarado dice por suantiguo monaguillo y que los tres

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ricos del pueblos quieren pagar.Nadie acude a la misa, salvo elpotro, que nos hace recordar alcaballo blanco de Emiliano Zapata,símbolo de la libertad en la películade Elia Kazan.

También podemos olvidarnos detodos los símbolos. Es igual,podemos leer este libro claro yemocionante, según lo viera MaxAub, como lo que por encima de todoy en primera instancia es, un relatoextraordinario, una tragediaimpresionante, con esa fuerza terrible

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que tenían las matracas en SemanaSanta, cuando sonaban como «unrumor de huesos agitados».

El libro se llamó primero MosénMillán, centrado en el cura culpable.Titularlo Réquiem lo hace pasar aser algo que llora por todos nosotros,incluido el párroco delator, quecomo hace poco escribía josé CarlosMainer en la revista Turia había sido«un sacerdote vulgar, abnegado yseguramente feliz hasta que en suvida se cruzó la guerra civil yparticipó en la innoble trampa que

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trajo la muerte a Paco el delMolino».

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El cura esperaba sentado en un sillóncon la cabeza inclinada sobre lacasulla de los oficios de réquiem. Lasacristía olía a incienso. En un rincónhabía un fajo de ramitas de olivo delas que habían sobrado el Domingode Ramos. Las hojas estaban muysecas, y parecían de metal. Al pasarcerca, mosén Millán evitaba rozarlasporque se desprendían y caían alsuelo.

Iba y venía el monaguillo con suroquete blanco. La sacristía tenía dosventanas que daban al pequeño

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huerto de la abadía. Llegaban delotro lado de los cristales rumoreshumildes.

Alguien barría furiosamente, y seoía la escoba seca contra las piedras,y una voz que llamaba:

—María… Marieta…Cerca de la ventana entreabierta

un saltamontes atrapado entre lasramitas de un arbusto trataba deescapar, y se agitabadesesperadamente. Más lejos, haciala plaza, relinchaba un potro. «Ésedebe ser —pensó mosén Millán— el

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potro de Paco el del Molino, queanda, como siempre, suelto por elpueblo». El cura seguía pensandoque aquel potro, por las calles, erauna alusión constante a Paco y alrecuerdo de su desdicha.

Con los codos en los brazos delsillón y las manos cruzadas sobre lacasulla negra bordada de oro, seguíarezando. Cincuenta y un añosrepitiendo aquellas oraciones habíancreado un automatismo que lepermitía poner el pensamiento enotra parte sin dejar de rezar. Y su

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imaginación vagaba por el pueblo.Esperaba que los parientes deldifunto acudirían. Estaba seguro deque irían —no podían menos—tratándose de una misa de réquiem,aunque la decía sin que nadie se lahubiera encargado. Tambiénesperaba mosén Millán que fueranlos amigos del difunto. Pero estohacía dudar al cura. Casi toda laaldea había sido amiga de Paco,menos las dos familias máspudientes: don Valeriano y donGumersindo. La tercera familia rica,

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la del señor Cástulo Pérez, no era niamiga ni enemiga.

El monaguillo entraba, tomabauna campana que había en un rincóny, sujetando el badajo para que nosonara, iba a salir cuando mosénMillán le preguntó:

—¿Han venido los parientes?—¿Qué parientes? —preguntó a

su vez el monaguillo.—No seas bobo. ¿No te acuerdas

de Paco el del Molino?—Ah, sí, señor. Pero no se ve a

nadie en la iglesia, todavía.

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El chico salió otra vez alpresbiterio pensando en Paco el delMolino. ¿No había de recordarlo? Lovio morir, y después de su muerte lagente sacó un romance. Elmonaguillo sabía algunos trozos:

Ahí va Paco el del Molino,que ya ha sido sentenciado,y que llora por su vidacaminó del camposanto.

Eso de llorar no era verdad, porqueel monaguillo vio a Paco, y no

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lloraba. "Lo vi", se decía, con losotros desde el coche del señorCástulo, y yo llevaba la bolsa con laextremaunción para que mosénMillán les pusiera a los muertos elsantolio en el pie." El monaguillo ibay venía con el romance de Paco enlos dientes. Sin darse cuentaacomodaba sus pasos al compás dela canción:

… y al llegar frente a las tapiasel centurión echa el alto.

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Eso del centurión le parecía almonaguillo más bien cosa de SemanaSanta y de los pasos de la oracióndel huerto. Por las ventanas de lasacristía llegaba ahora un olor dehierbas quemadas, y mosén Millán,sin dejar de rezar, sentía en ese olorlas añoranzas de su propia juventud.Era viejo, y estaba llegando —sedecía— a esa edad en que la sal haperdido su sabor, como dice laBiblia. Rezaba entre dientes con lacabeza apoyada en aquel lugar del

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muro donde a través del tiempo sehabía formado una mancha oscura.

Entraba y salía el monaguillo conla pértiga de encender los cirios, lasvinajeras y el misal.

—¿Hay gente en la iglesia? —preguntaba otra vez el cura.

—No, señor.Mosén Millán se decía: es

pronto. Además, los campesinos nohan acabado las faenas de la trilla.Pero la familia del difunto no podíafaltar. Seguían sonando las campanasque en los funerales eran lentas,

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espaciadas y graves. Mosén Millánalargaba las piernas. Las puntas desus zapatos asomaban debajo delalba y encima de la estera de esparto.El alba estaba deshilándose por elremate. Los zapatos tenían el cuerorajado por el lugar donde sedoblaban al andar, y el cura pensó:tendré que enviarlos a componer. Elzapatero era nuevo en la aldea. Elanterior no iba a misa, pero trabajabapara el cura con el mayor esmero, yle cobraba menos. Aquel zapatero yPaco el del Molino habían sido muy

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amigos.Recordaba mosén Millán el día

que bautizó a Paco en aquella mismaiglesia. La mañana del bautizo sepresentó fría y dorada, una de esasmañanitas en que la grava del río quehabían puesto en la plaza durante elCorpus, crujía de frío bajo los pies.Iba el niño en brazos de la madrina,envuelto en ricas mantillas, ycubierto por un manto de rasoblanco, bordado en sedas blancas,también. Los lujos de los campesinosson para los actos sacramentales.

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Cuando el bautizo entraba en laiglesia, las campanitas menorestocaban alegremente. Se podía sabersi el que iban a bautizar era niño oniña. Si era niño, las campanas —una en un tono más alto que la otra—decían: no és nena, que és nen; noés nena, que és nen. Si era niñacambiaban un poco, y decían: no ésnen, que és nena; no és nen, que ésnena. La aldea estaba cerca de laraya de Lérida, y los campesinosusaban a veces palabras catalanas.

Al llegar el bautizo se oyó en la

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plaza vocerío de niños, comosiempre. El padrino llevaba unabolsa de papel de la que sacabapuñados de peladillas y caramelos.Sabía que, de no hacerlo, los chicosrecibirían al bautizo gritando a corofrases desairadas para el reciénnacido, aludiendo a sus pañales y asi estaban secos o mojados.

Se oían rebotar las peladillascontra las puertas y las ventanas y aveces contra las cabezas de losmismos chicos, quienes no perdían eltiempo en lamentaciones. En la torre

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las campanitas menores seguíantocando: no és nena, que és nen, ylos campesinos entraban en laiglesia, donde esperaba mosénMillán ya revestido.

Recordaba el cura aquel actoentre centenares de otros porquehabía sido el bautizo de Paco el delMolino. Había varias personasenlutadas y graves. Las mujeres conmantilla o mantón negro. Loshombres con camisa almidonada. Enla capilla bautismal la pila sugeríamisterios antiguos.

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Mosén Millán había sidoinvitado a comer con la familia. Nohubo grandes extremos porque lasfiestas del invierno solían ser menosalgareras que las del verano.Recordaba mosén Millán que sobreuna mesa había un paquete de velasrizadas y adornadas, y que en unextremo de la habitación estaba lacuna del niño. A su lado, la madre,de breve cabeza y pecho opulento,con esa serenidad majestuosa de lasrecién paridas. El padre atendía a losamigos. Uno de ellos se acercaba a

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la cuna, y preguntaba:—¿Es tu hijo?—Hombre, no lo sé —dijo el

padre acusando con una tranquilasorna lo obvio de la pregunta—. Almenos, de mi mujer sí que lo es.

Luego soltó la carcajada. MosénMillán, que estaba leyendo sugrimorio, alzó la cabeza:

—Vamos, no seas bruto. ¿Quésacas con esas bromas?

Las mujeres reían también,especialmente la Jerónima —parteray saludadora—, que en aquel

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momento llevaba a la madre un caldode gallina y un vaso de vinomoscatel. Después descubría al niño,y se ponía a cambiar el vendaje delombliguito.

—Vaya, zagal. Seguro que no teecharán del baile —decía aludiendoal volumen de sus atributosmasculinos.

La madrina repetía que durante elbautismo el niño había sacado lalengua para recoger la sal, y de esodeducía que tendría gracia yatractivo con las mujeres. El padre

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del niño iba y venía, y se detenía aveces para mirar al recién nacido:«¡Qué cosa es la vida! Hasta quenació ese crío, yo era sólo el hijo demi padre. Ahora soy, además, elpadre de mi hijo».

—El mundo es redondo, y rueda—dijo en voz alta.

Estaba seguro mosén Millán deque servirían en la comida perdiz enadobo. En aquella casa solíantenerla. Cuando sintió su olor en elaire, se levantó, se acercó a la cuna,y sacó de su breviario un

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pequeñísimo escapulario que dejódebajo de la almohada del niño.Miraba el cura al niño sin dejar der e z a r : ad perpetuam reimemoriam… El niño parecía darsecuenta de que era el centro deaquella celebración, y sonreíadormido. Mosén Millán se apartabapensando: «¿De qué puede sonreír?».Lo dijo en voz alta, y la Jerónimacomentó:

—Es que sueña. Sueña con ríosde lechecita caliente.

El diminutivo de leche resultaba

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un poco extraño, pero todo lo quedecía la jerónima era siempre así.Cuando llegaron los que faltaban,comenzó la comida. Una de lascabeceras la ocupó el feliz padre. Laabuela dijo al indicar al cura el ladocontrario:

—Aquí el otro padre, mosénMillán.

El cura dio la razón a la abuela:el chico había nacido dos veces, unaal mundo y otra a la iglesia. De estesegundo nacimiento el padre era elcura párroco. Mosén Millán se

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servía poco, reservándose para lasperdices.

Veintiséis años después seacordaba de aquellas perdices, y enayunas, antes de la misa, percibía losolores de ajo, vinagrillo y aceite deoliva. Revestido y oyendo lascampanas, dejaba que por unmomento el recuerdo se extinguiera.Miraba al monaguillo. Éste no sabíatodo el romance de Paco, y sequedaba en la puerta con un dedodoblado entre los dientes tratando derecordar:

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…ya los llevan, ya los llevanatados brazo con brazo.

El monaguillo tenía presente laescena, que fue sangrienta y llena deestampidos.

Volvía a recordar el cura lafiesta del bautizo mientras elmonaguillo por decir algo repetía:

—No sé qué pasa que hoy noviene nadie a la iglesia, mosénMillán.

El sacerdote había puesto lacrisma en la nuca de Paco, en su

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tierna nuca que formaba dosarruguitas contra la espalda. «Ahora—pensaba— está ya aquella nucabajo la tierra, polvo en el polvo».Todos habían mirado al niño aquellamañana, sobre todo el padre, felices,pero con cierta turbiedad en laexpresión. Nada más misterioso queun recién nacido.

Mosén Millán recordaba queaquella familia no había sido nuncamuy devota, pero cumplía con laparroquia y conservaba la costumbrede hacer a la iglesia dos regalos cada

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año, uno de lana y otro de trigo, enagosto. «Lo hacían más por tradiciónque por devoción —pensaba mosénMillán—, pero lo hacían».

En cuanto a la Jerónima, ellasabía que el cura no la veía conbuenos ojos. A veces la Jerónima,con su oficio y sus habladurías —odijendas, como ella decía—, agitabaun poco las aguas mansas de laaldea. Solía rezar la jerónimaextrañas oraciones para ahuyentar elpedrisco y evitar las inundaciones, yen aquella que terminaba diciendo:

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Santo justo, Santo Fuerte, SantoInmortal —líbranos, Señor, de todomal, añadía una frase latina quesonaba como una obscenidad, y cuyoverdadero sentido no pudo nuncadescifrar el cura. Ella lo hacíainocentemente, y cuando el cura lepreguntaba de dónde había sacadoaquel latinajo, decía que lo habíaheredado de su abuela.

Estaba seguro mosén Millán deque si iba a la cuna del niño, ylevantaba la almohada, encontraríaalgún amuleto. Solía la Jerónima

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poner cuando se trataba de niños unatijerita abierta en cruz paraprotegerlos de herida de hierro —desaña de hierro, decía ella—, y si setrataba de niñas, una rosa que ellamisma había desecado a la luz de laluna para darles hermosura yevitarles las menstruacionesdifíciles.

Hubo un incidente que produjocierta alegría secreta a mosénMillán. El médico de la aldea, unhombre joven, llegó, dio los buenosdías, se quitó las gafas para

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limpiarlas —se le habían empañadoal entrar—, y se acercó a la cuna.Después de reconocer al crío dijogravemente a la Jerónima que novolviera a tocar el ombligo delrecién nacido y ni siquiera acambiarle la faja. Lo dijo secamente,y lo que era peor, delante de todos.Lo oyeron hasta los que estaban en lacocina.

Como era de suponer, almarcharse el médico, la Jerónimacomenzó a desahogarse. Dijo que conlos médicos viejos nunca había

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tenido palabras, y que aqueljovencito creía que sólo su cienciavalía, pero dime de lo que presumes,y te diré lo que te falta. Aquelmédico tenía más hechuras y manerasque concencia. Trató de malquistar almédico con los maridos. ¿No habíanvisto cómo se entraba por las casasde rondón, y sin llamar, y se ibaderecho a la alcoba, aunque lahembra de la familia estuviera allívistiéndose? Más de una había sidosorprendida en cubrecorsé o enenaguas. ¿Y qué hacían las pobres?

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Pues nada. Gritar y correr a otrocuarto. ¿Eran maneras aquéllas deentrar en una casa un hombre solteroy sin arrimo? Ése era el médico.Seguía hablando la Jerónima, perolos hombres no la escuchaban.Mosén Millán intervino por fin:

—Cállate, Jerónima —dijo—.Un médico es un médico.

—La culpa —dijo alguien— noes de la Jerónima, sino del jarro.

Los campesinos hablaban decosas referentes al trabajo. El trigoapuntaba bien, los planteros —

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semilleros— de hortalizas ibangerminando, y en la primavera seríaun gozo sembrar los melonares y lalechuga. Mosén Millón, cuando vioque la conversación languidecía, sepuso a hablar contra lassupersticiones. La Jerónimaescuchaba en silencio.

Hablaba el cura de las cosas másgraves con giros campesinos. Decíaque la Iglesia se alegraba tanto deaquel nacimiento como los mismospadres, y que había que alejar delniño las supersticiones, que son cosa

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del demonio, y que podrían dañarleel día de mañana. Añadió que elchico sería tal vez un nuevo Saulopara la Cristiandad.

—Lo que quiero yo es queaprenda a ajustarse los calzones, yque haga un buen mayoral delabranza —dijo el padre.

Rió la Jerónima para molestar alcura. Luego dijo:

—El chico será lo que tenga queser. Cualquier cosa, menos cura.

Mosén Millán la miró extrañado:—Qué bruta eres, Jerónima.

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En aquel momento llegó alguienbuscando a la ensalmadora. Cuandoésta hubo salido, mosén Millán sedirigió a la cuna del niño, levantó laalmohada, y halló debajo un clavo yuna pequeña llave formando cruz.Los sacó, los entregó al padre, ydijo: «¿Usted ve?». Después rezó unaoración. Repitió que el pequeñoPaco, aunque fuera un día mayoral delabranza, era hijo espiritual suyo, ydebía cuidar de su alma. Ya sabíaque la Jerónima, con sussupersticiones, no podía hacer daño

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mayor, pero tampoco hacía ningúnbien.

Mucho más tarde, cuando Paquitofue Paco, y salió de quintas, y cuandomurió, y cuando mosén Millántrataba dé decir la misa deaniversario, vivía todavía laJerónima, aunque era tan vieja, quedecía tonterías, y no le hacían caso.El monaguillo de mosén Millánestaba en la puerta de la sacristía, ysacaba la nariz de vez en cuandopara fisgar por la iglesia, y decir alcura:

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—Todavía no ha venido nadie.Alzaba las cejas el sacerdote

pensando: «No lo comprendo». Todala aldea quería a Paco. Menos donGumersindo, don Valeriano y tal vezel señor Cástulo Pérez. Pero de lossentimientos de este último nadiepodía estar seguro. El monaguillotambién se hablaba a sí mismodiciéndose el romance de Paco:

Las luces iban po'l montey las sombras por el saso…

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Mosén Millán cerró los ojos, yesperó. Recordaba algunos detallesnuevos de la infancia de Paco.Quería al muchacho, y el niño lequería a él, también. Los chicos y losanimales quieren a quien los quiere.

A los seis años hacía fuineta, esdecir, se escapaba ya de casa, y seunía con otros zagales. Entraba ysalía por las cocinas de los vecinos.Los campesinos siguen el viejoproverbio: al hijo de tu vecinolímpiale las narices y mételo en tucasa. Tendría Paco algo más de seis

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años cuando fue por primera vez a laescuela. La casa del cura estabacerca, y el chico iba de tarde en tardea verlo. El hecho de que fuera porvoluntad propia conmovía al cura. Ledaba al muchacho estampas decolores. Si al salir de casa del curael chico encontraba al zapatero, éstele decía:

—Ya veo que eres muy amigo demosén Millán.

—¿Y usted no? —preguntaba elchico.

—¡Oh! —decía el zapatero,

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evasivo—. Los curas son la genteque se toma más trabajo en el mundopara no trabajar. Pero mosén Millánes un santo.

Esto último lo decía con unaveneración exagerada para que nadiepudiera pensar que hablaba en serio.

El pequeño Paco iba haciendosus descubrimientos en la vida.Encontró un día al cura en la abadíacambiándose de sotana, y al ver quedebajo llevaba pantalones, se quedóextrañado y sin saber qué pensar.

Cuando veía mosén Millán al

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padre de Paco le preguntaba por elniño empleando una expresiónhalagadora:

—¿Dónde está el heredero?Tenía el padre de Paco un perro

flaco y malcarado. Los labradorestratan a sus perros con indiferencia ycrueldad, y es, sin duda, la razón porla que esos animales los adoran. Aveces el perro acompañaba al chicoa la escuela. Andaba a su lado sinzalemas y sin alegría, protegiéndolocon su sola presencia.

Paco andaba por entonces muy

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atareado tratando de convencer alperro de que el gato de la casa teníatambién derecho a la vida. El perrono lo entendía así, y el pobre gatotuvo que escapar al campo. CuandoPaco quiso recuperarlo, su padre ledijo que era inútil porque lasalimañas salvajes lo habrían matadoya. Los búhos no suelen tolerar quehaya en el campo otros animales quepuedan ver en la oscuridad, comoellos. Perseguían a los gatos, losmataban y se los comían. Desde quesupo eso, la noche era para Paco

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misteriosa y temible, y cuando seacostaba aguzaba el oído queriendooír los ruidos de fuera.

Si la noche era de los búhos, eldía pertenecía a los chicos, y Paco, alos siete años, era bastante revoltoso.Sus preocupaciones y temoresdurante la noche no le impedían reñiral salir de la escuela.

Era ya por entonces una especiede monaguillo auxiliar o suplente.Entre los tesoros de los chicos de laaldea había un viejo revólver con elque especulaban de tal modo, que

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nunca estaba más de una semana enlas mismas manos. Cuando poralguna razón —por haberlo ganadoen juegos o cambalaches— lo teníaPaco, no se separaba de él, ymientras ayudaba a misa lo llevabaen el cinto bajo el roquete. Una vez,al cambiar el misal y hacer lagenuflexión, resbaló el arma, y cayóen la tarima con un ruido enorme. Unmomento quedó allí, y los dosmonaguillos se abalanzaron sobreella. Paco empujó al otro, y tomó surevólver. Se remangó la sotana, se lo

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guardó en la cintura, y respondió alsacerdote:

—Et cum spiritu tuo.Terminó la misa, y mosén Millán

llamó a capítulo a. Paco, le riñó y lepidió el revólver. Entonces ya Pacolo había escondido detrás del altar.Mosén Millán registró al chico, y nole encontró nada. Paco se limitaba anegar, y no le habrían sacado de susnegativas todos los verdugos de laantigua Inquisición. Al final, mosénMillán se dio por vencido, pero lepreguntó:

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—¿Para qué quieres eserevólver, Paco? ¿A quién quieresmatar?

—A nadie.Añadió que lo llevaba para

evitar que lo usaran otros chicospeores que él. Este subterfugioasombró al cura.

Mosén Millán se interesaba porPaco pensando que sus padres eranpoco religiosos. Creía el sacerdoteque atrayendo al hijo, atraería tal vezal resto de la familia. Tenía Pacosiete años cuando llegó el obispo, y

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confirmó a los chicos de la aldea. Lafigura del prelado, que era unanciano de cabello blanco y altaestatura, impresionó a Paco. Con sumitra, su capa pluvial y el báculodorado, daba al niño la ideaaproximada de lo que debía de serDios en los cielos. Después de laconfirmación habló el obispo conPaco en la sacristía. El obispo lellamaba galopín. Nunca había oídoPaco aquella palabra. El diálogo fueasí:

—¿Quién es este galopín?

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—Paco, para servir a Dios y a suilustrísima.

El chico había sido aleccionado.El obispo, muy afable, seguíapreguntándole:

—¿Qué quieres ser tú en la vida?¿Cura?

—No, señor.—¿General?—No, señor, tampoco. Quiero

ser labrador, como mi padre.El obispo reía. Viendo Paco que

tenía éxito, siguió hablando:—Y tener tres pares de mulas, y

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salir con ellas por la calle mayordiciendo: ¡Tordillaaa Capitanaaa,oxiqué me ca…!

Mosén Millán se asustó, y le hizocon la mano un gesto indicando quedebía callarse. El obispo reía.

Aprovechando la emoción deaquella visita del obispo, mosénMillán comenzó a preparar a Paco ya otros mozalbetes para la primeracomunión, y al mismo tiempo decidióque era mejor hacerse cómplice delas pequeñas picardías de losmuchachos que censor. Sabía que

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Paco tenía el revólver, y no habíavuelto a hablarle de él.

Se sentía Paco seguro en la vida.El zapatero lo miraba a veces concierta ironía —¿por qué?—, y elmédico, cuando iba a su casa, ledecía:

—Hola, Cabarrús.Casi todos los vecinos y amigos

de la familia le guardaban a Pacoalgún secreto: la noticia delrevólver, un cristal roto en unaventána, el hurto de algunos puñadosde cerezas en un huerto. El más

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importante encubrimiento era el demosén Millán.

Un día habló el cura con Paco decosas difíciles porque mosén Millánle enseñaba a hacer examen deconciencia desde el primermandamiento hasta el décimo. Alllegar al sexto, el sacerdote vaciló unmomento, y dijo, por fin:

—Pásalo por alto, porque tú notienes pecados de esa clase todavía.

Paco estuvo cavilando, y supusoque debía referirse a la relaciónentre hombres y mujeres.

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Iba Paco a menudo a la iglesia,aunque sólo ayudaba a misa cuandohacían falta dos monaguillos. En laépoca de Semana Santa descubriógrandes cosas. Durante aquellos díastodo cambiaba en el templo. Lasimágenes las tapaban con pañoscolor violeta, el altar mayor quedabaoculto también detrás de un enormelienzo malva, y una de las naves ibasiendo transformada en un extrañolugar lleno de misterio. Era elmonumento. La parte anterior teníaacceso por una ancha escalinata

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cubierta de alfombra negra.Al pie de esas escaleras, sobre

un almohadón blanco de raso estabaacostado un crucifijo de metalcubierto con lienzo violeta, queformaba una figura romboidal sobrelos extremos de la cruz. Por debajodel rombo asomaba la base, labrada.Los fieles se acercaban, searrodillaban, y la besaban. Al ladouna gran bandeja con dos o tresmonedas de plata y muchas más decobre. En las sombras de la iglesiaaquel lugar silencioso e iluminado,

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con las escaleras llenas decandelabros y cirios encendidos,daba a Paco una impresión demisterio.

Debajo del monumento, en unlugar invisible, dos hombres tocabanen flautas de caña una melodía muytriste. La melodía era corta y serepetía hasta el infinito durante todoel día. Paco tenía sensacionescontradictorias muy fuertes.

Durante el Jueves y el ViernesSanto no sonaban las campanas de latorre. En su lugar se oían las

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matracas. En la bóveda delcampanario había dos enormescilindros de madera cubiertos dehileras de mazos. Al girar elcilindro, los mazos golpeaban sobrela madera hueca. Toda aquellamaquinaria estaba encima de lascampanas, y tenía un eje empotradoen dos muros opuestos delcampanario, y engrasado con pez.Esas gigantescas matracas producíanun rumor de huesos agitados. Losmonaguillos tenían dos matraquitasde mano, y las hacían sonar al alzar

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en la misa. Paco miraba y oía todoaquello asombrado.

Le intrigaban sobre todo lasestatuas que se veían a los dos ladosdel monumento. Éste parecía elinterior de una inmensa cámarafotográfica con el fuelle extendido.La turbación de Paco procedía delhecho de haber visto aquellasimágenes polvorientas ydesnarigadas en un desván deltemplo donde amontonaban lostrastos viejos. Había también allípiernas de cristos desprendidas de

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los cuerpos, estatuas de mártiresdesnudos y sufrientes. Cabezas deecce homos lacrimosos, paños deverónicas colgados del muro,trípodes hechos con listones demadera que tenían un busto de mujeren lo alto, y que, cubiertos por unmanto en forma cónica, se convertíanen Nuestra Señora de losDesamparados.

El otro monaguillo —cuandoestaban los dos en el desván—exageraba su familiaridad conaquellas figuras. Se ponía a caballo

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de uno de los apóstoles, en cuyacabeza golpeaba con los nudillospara ver —decía— si había ratones;le ponía a otro un papelito arrolladoen la boca como si estuvierafumando, iba al lado de sanSebastián, y le arrancaba los dardosdel pecho para volvérselos a poner,cruelmente. Y en un rincón se veía eltúmulo funeral que se usaba en lasmisas de difuntos. Cubierto de pañosnegros goteados de cera mostraba enlos cuatro lados una calavera y dostibias cruzadas. Era un lugar dentro

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del cual se escondía el otro acólito, aveces, y cantaba cosas irreverentes.

El Sábado de Gloria, por lamañana, los chicos iban a la iglesiallevando pequeños mazos de maderaque tenían guardados todo el añopara aquel fin. Iban —quién iba asuponerlo— a matar judíos. Paraevitar que rompieran los bancos,mosén Millán hacía poner el díaanterior tres largos maderosderribados cerca del atrio. Sesuponía que los judíos estabandentro, lo que no era para las

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imaginaciones infantiles demasiadosuponer. Los chicos se sentabandetrás y esperaban. Al decir el curaen los oficios la palabra resurrexit,comenzaban a golpear produciendoun fragor escandaloso, que durabahasta el canto del aleluya y el primervolteo de campanas.

Salía Paco de la Semana Santacomo convaleciente de unaenfermedad. Los oficios habían sidosensacionales, y tenían nombresextraños: las tinieblas, el sermón delas siete palabras, y del beso de

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Judas, el de los velos rasgados. ElSábado de Gloria solía ser como lareconquista de la luz y la alegría.Mientras volteaban las campanas enla torre —después del silencio detres días— la Jerónima cogíapiedrecitas en la glera del río porquedecía que poniéndoselas en la bocaaliviarían el dolor de muelas.

Paco iba entonces a la casa delcura en grupo con otros chicos, quese preparaban también para laprimera comunión. El cura losinstruía y les aconsejaba que en

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aquellos días no hicieran diabluras.No debían pelear ni ir al lavaderopúblico, donde las mujeres hablabandemasiado libremente.

Los chicos sentían desdeentonces una curiosidad más viva, ysi pasaban cerca del lavaderoaguzaban el oído. Hablando loschicos entre sí de la comunión,inventaban peligros extraños ydecían que al comulgar era necesarioabrir mucho la boca, porque si lahostia tocaba en los dientes, elcomulgante caía muerto, y se iba

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derecho al infierno.Un día, mosén Millán pidió al

monaguillo que le acompañara allevar la extremaunción a un enfermograve. Fueron a las afueras delpueblo, donde ya no había casas, y lagente vivía en unas cuevas abiertasen la roca. Se entraba en ellas por unagujero rectangular que teníaalrededor una cenefa encalada.

Paco llevaba colgada del hombrouna bolsa de terciopelo donde el curahabía puesto los objetos litúrgicos.Entraron bajando la cabeza y pisando

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con cuidado. Había dentro doscuartos con el suelo de losas depiedra mal ajustadas. Estaba yaoscureciendo, y en el cuarto primerono había luz. En el segundo se veíasólo una lamparilla de aceite. Unaanciana, vestida de harapos, losrecibió con un cabo de velaencendido. El techo de roca era muybajo, y aunque se podía estar de pie,el sacerdote bajaba la cabeza porprecaución. No había otraventilación que la de la puertaexterior. La anciana tenía los ojos

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secos y una expresión de fatiga y deespanto frío.

En un rincón había un camastrode tablas, y en él estaba el enfermo.El cura no dijo nada, la mujertampoco. Sólo se oía un ronquidoregular, bronco y persistente, quesalía del pecho del enfermo. Pacoabrió la bolsa, y el sacerdote,después de ponerse la estola, fuesacando trocitos de estopa y unapequeña vasija con aceite, y comenzóa rezar en latín. La ancianaescuchaba con la vista en el suelo y

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el cabo de vela en la mano. Lasilueta del enfermo —que tenía elpechó muy levantado y la cabeza muybaja— se proyectaba en el muro, y elmás pequeño movimiento del ciriohacía moverse la sombra.

Descubrió el sacerdote los piesdel enfermo. Eran grandes, secos,resquebrajados. Pies de labrador.Después fue a la cabecera. Se veíaque el agonizante ponía toda laenergía que le quedaba en aquellahorrible tarea de respirar. Losestertores eran más broncos y más

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frecuentes. Paco veía dos o tresmoscas que revoloteaban sobre lacara del enfermo, y que a la luztenían reflejos de metal. MosénMillán hizo las unciones en los ojos,en la nariz, en los pies. El enfermono se daba cuenta. Cuando terminó elsacerdote, dijo a la mujer:

—Dios lo acoja en su seno.La anciana callaba. Le temblaba

a veces la barba, y en aquel temblorse percibía el hueso de la mandíbuladebajo de la piel. Paco seguíamirando alrededor. No había luz, ni

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agua, ni fuego.Mosén Millán tenía prisa por

salir, pero lo disimulaba porqueaquella prisa le parecía pococristiana. Cuando salieron, la mujerlos acompañó hasta la puerta con elcirio encendido. No se veían por allímás muebles que una silladesnivelada apoyada contra el muro.En el cuarto exterior, en un rincón yen el suelo había tres piedrasahumadas y un poco de ceniza fría.En una estaca clavada en el muro,una chaqueta vieja. El sacerdote

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parecía ir a decir algo, pero se calló.Salieron.

Era ya de noche, y en lo alto seveían las estrellas. Paco preguntó:

—¿Esa gente es pobre, mosénMillán?

—Sí, hijo.—¿Muy pobre?—Mucho.—¿La más pobre del pueblo?—Quién sabe, pero hay cosas

peores que la pobreza. Sondesgraciados por otras razones. Elmonaguillo veía que el sacerdote

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contestaba con desgana.—¿Por qué? —preguntó.—Tienen un hijo que podría

ayudarles, pero he oído decir queestá en la cárcel.

—¿Ha matado a alguno?—Yo no sé, pero no me

extrañaría.Paco no podía estar callado.

Caminaba a oscuras por terrenodesigual. Recordando al enfermo elmonaguillo dijo:

—Se está muriendo porque nopuede respirar. Y ahora nos vamos, y

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se queda allí solo.Caminaban. Mosén Millán

parecía muy fatigado. Paco añadió:—Bueno, con su mujer. Menos

mal.Hasta las primeras casas había un

buen trecho. Mosén Millán dijo alchico que su compasión era virtuosay que tenía buen corazón. El chicopreguntó aún si no iba nadie a verlosporque eran pobres o porque teníanun hijo en la cárcel y mosén Millánqueriendo cortar el diálogo aseguróque de un momento a otro el

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agonizante moriría y subiría al cielodonde sería feliz. El chico miró lasestrellas.

—Su hijo no debe ser muy malo,padre Millán.

—¿Por qué?—Si fuera malo, sus padres

tendrían dinero. Robaría.El cura no quiso responder. Y

seguían andando.Paco se sentía feliz yendo con el

cura.Ser su amigo le daba autoridad

aunque no podría decir en qué forma.

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Siguieron andando sin volver ahablar, pero al llegar a la iglesiaPaco repitió una vez más:

—¿Por qué no va a verlo nadie,mosén Millán?

—¿Qué importa eso, Paco? Elque se muere, rico o pobre, siempreestá solo aunque vayan los demás averlo. La vida es así y Dios que la hahecho sabe por qué.

Paco recordaba que el enfermono decía nada. La mujer tampoco.Además el enfermo tenía los pies demadera como los de los crucifijos

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rotos y abandonados en el desván.El sacerdote guardaba la bolsa

de los óleos. Paco dijo que iba aavisar a los vecinos para que fuerana ver al enfermo y ayudar a su mujer.Iría de parte de mosén Millán y asínadie se negaría. El cura le advirtióque lo mejor que podía hacer era ir asu casa. «Cuando Dios permite lapobreza y el dolor —dijo— es poralgo».

—¿Qué puedes hacer tú? —añadió—. Esas cuevas que has vistoson miserables pero las hay peores

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en otros pueblos.Medio convencido, Paco se fue a

su casa, pero durante la cena hablódos o tres veces más del agonizante ydijo que en su choza no tenían nisiquiera un poco de leña para hacerfuego. Los padres callaban. La madreiba y venía. Paco decía que el pobrehombre que se moría no teníasiquiera un colchón porque estabaacostado sobre tablas. El padre dejóde cortar pan y lo miró.

—Es la última vez —dijo— quevas con mosén Millán a dar la unción

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a nadie.Todavía el chico habló de que el

enfermo tenía un hijo presidiario,pero que no era culpa del padre.

—Ni del hijo tampoco.Paco estuvo esperando que el

padre dijera algo más, pero se puso ahablar de otras cosas.

Como en todas las aldeas, habíaun lugar en las afueras que loscampesinos llamaban el carasol, enla base de una cortina de rocas quedaban al mediodía. Era caliente eninvierno y fresco en verano. Allí iban

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las mujeres más pobres —generalmente ya viejas— y cosían,hilaban, charlaban de lo que sucedíaen el mundo.

Durante el invierno aquel lugarestaba siempre concurrido. Algunavieja peinaba a su nieta. LaJerónima, en el carasol, estabasiempre alegre, y su alegríacontagiaba a las otras. A veces, sinmás ni más, y cuando el carasolestaba aburrido, se ponía ella abailar sola, siguiendo el compás delas campanas de la iglesia.

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Fue ella quien llevó la noticia dela piedad de Paco por la familiaagonizante, y habló de la resistenciade mosén Millán a darles ayuda —esto muy exagerado para hacer efecto— y de la prohibición del padre delchico. Según ella, el padre habíadicho a mosén Millán:

—¿Quién es usted para llevarseal chico a dar la unción?

Era mentira, pero en el carasolcreían todo lo que la Jerónima decía.Ésta hablaba con respeto de muchagente, pero no de las familias de don

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Valeriano y de don Gumersindo.Veintitrés años después, mosén

Millán recordaba aquellos hechos, ysuspiraba bajo sus ropas talares,esperando con la cabeza apoyada enel muro —en el lugar de la manchaoscura— el momento de comenzar lamisa. Pensaba que aquella visita dePaco a la cueva influyó mucho entodo lo que había de sucederledespués. «Y vino conmigo. Yo lollevé», añadía un poco perplejo. Elmonaguillo entraba en la sacristía ydecía:

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—Aún no ha venido nadie, mosénMillán.

Lo repitió porque con los ojoscerrados, el cura parecía no oírle. Yrecitaba para sí el monaguillo otraspartes del romance a medida que lasrecordaba:

… Lo buscaban en los montes,pero no lo han encontrado;a su casa iban con perrospa, que tomen el olfato;ya ventean, ya venteanlas ropas viejas de Paco.

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Se oían aún las campanas. MosénMillán volvía a recordar a Paco.«Parece que era ayer cuando tomó laprimera comunión». Poco después elchico se puso a crecer, y en tres ocuatro años se hizo casi tan grandecomo su padre. La gente, que hastaentonces lo llamaba Paquito,comenzó a llamarlo Paco el delMolino. El bisabuelo había tenido unmolino que ya no molía, y queempleaban para almacén de grano.Tenía también allí un pequeño

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rebaño de cabras. Una vez, cuandoparieron las cabras, Paco le llevó amosén Millán un cabritillo, quequedó triscando por el huerto de laabadía.

Poco a poco se fue alejando elmuchacho de mosén Millán. Casinunca lo encontraba en la calle, y notenía tiempo para ir ex profeso averlo. Los domingos iba a misa —enverano faltaba alguna vez—, y paraPascua confesaba y comulgaba, cadaaño.

Aunque imberbe aún, el chico

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imitaba las maneras de los adultos.No sólo iba sin cuidado al lavaderoy escuchaba los diálogos de lasmozas, sino que a veces ellas ledecían picardías y crudezas, y élrespondía bravamente. El lugar adonde iban a lavar las mozas sellamaba la plaza del agua, y era,efectivamente, una gran plazaocupada en sus dos terceras partespor un estanque bastante profundo.En las tardes calientes del veranoalgunos mozos iban a nadar allícompletamente en cueros. Las

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lavanderas parecían escandalizarse,pero sólo de labios afuera. Susgritos, sus risas y las frases quecambiaban con los mozos mientras enla alta torre crotoraban las cigüeñas,revelaban una alegría primitiva.

Paco el del Molino fue una tardeallí a nadar, y durante más de doshoras se exhibió a gusto entre lasbromas de las lavanderas. Le decíanpalabras provocativas, insultosfemeninos de intención halagadora, yaquello fue como la iniciación en lavida de los mozos solteros. Después

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de aquel incidente, sus padres ledejaban salir de noche y volvercuando ya estaban acostados.

A veces Paco hablaba con supadre sobre cuestiones de haciendafamiliar. Un día tuvieron unaconversación sobre materia tanimportante como los arrendamientosde pastos en el monte y lo que esosarrendamientos les costaban.Pagaban cada año una suma regular aun viejo duque que nunca habíaestado en la aldea, y que percibíaaquellas rentas de los campesinos de

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cinco pueblos vecinos. Paco creíaque aquello no era cabal.

—Si es cabal o no, pregúntaseloa mosén Millán, que es amigo de donValeriano, el administrador delduque. Anda y verás con lo que tesale.

Ingenuamente Paco se lo preguntóal cura, y éste dijo:

—¡Qué te importa a ti eso, Paco!Paco se atrevió a decirle —lo

había oído a su padre— que habíagente en el pueblo que vivía peor quelos animales, y que se podía hacer

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algo para remediar aquella miseria.—¿Qué miseria? —dijo mosén

Millán—. Todavía hay más miseriaen otras partes que aquí.

Luego le reprendió ásperamentepor ir a nadar a la plaza del aguadelante de las lavanderas. En esoPaco tuvo que callarse.

El muchacho iba adquiriendogravedad y solidez. Los domingos enla tarde, con el pantalón nuevo depana, la camisa blanca y el chalecorameado y florido, iba a jugar a lasbirlas (a los bolos). Desde la abadía,

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mosén Millán, leyendo su breviario,oía el ruido de las birlas chocandoentre sí y las monedas de cobrecayendo al suelo, donde las dejabanlos mozos para sus apuestas. A vecesse asomaba al balcón. Veía a Pacotan crecido, y se decía: «Ahí está.Parece que fue ayer cuando lobauticé».

Pensaba el cura con tristeza quecuando aquellos chicos crecían, sealejaban de la iglesia, pero volvían aacercarse al llegar a la vejez por laamenaza de la muerte. En el caso de

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Paco la muerte llegó mucho antes quela vejez, y mosén Millán lorecordaba en la sacristíaprofundamente abstraído mientrasesperaba el momento de comenzar lamisa. Sonaban todavía las campanasen la torre. El monaguillo dijo, depronto:

—Mosén Millán, acaba de entraren la iglesia don Valeriano.

El cura seguía con los ojoscerrados y la cabeza apoyada en elmuro. El monaguillo recordaba aúnel romance:

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… en la Pardina del monteallí encontraron a Paco;date, date a la justicia,o aquí mismo te matamos.

Pero don Valeriano se asomaba ya ala sacristía. «Con permiso», dijo.Vestía como los señores de laciudad, pero en el chaleco llevabamás botones que de ordinario, y unagruesa cadena de oro con variosdijes colgando que sonaban al andar.Tenía don, Valeriano la frenteestrecha y los ojos huidizos. El

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bigote caía por los lados, de modoque cubría las comisuras de la boca.Cuando hablaba de dar dinero usabala palabra desembolso, que leparecía distinguida. Al ver quemosén Millán seguía con los ojoscerrados sin hacerle caso, se sentó ydijo:

—Mosén Millán, el últimodomingo dijo usted en el púlpito quehabía que olvidar. Olvidar no esfácil, pero aquí estoy el primero.

El cura afirmó con la cabeza sinabrir los ojos. Don Valeriano,

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dejando el sombrero en una silla,añadió:

—Yo la pago, la misa, salvomejor parecer. Dígame lo que vale ycomo ésos.

Negó el cura con la cabeza ysiguió con los ojos cerrados.Recordaba que don Valeriano fueuno de los que más influyeron en eldesgraciado fin de Paco. Eraadministrador del duque, y, además,tenía tierras propias. Don Valeriano,satisfecho de sí, como siempre,volvía a hablar:

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—Ya digo, fuera malquerencias.En esto soy como mi difunto padre.

Mosén Millán oía en su recuerdola voz de Paco. Pensaba en el día quese casó. No se casó Paco a ciegas,como otros mozos, en una explosióntemprana de deseo. Las cosas sehicieron despacio y bien. En primerlugar, —la familia de Paco estabapreocupada por las quintas. Laprobabilidad de que, sacando unnúmero bajo, tuviera que ir alservicio militar los desvelaba atodos. La madre de Paco habló con el

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cura, y éste aconsejó pedir el favor aDios y merecerlo con actosedificantes.

La madre propuso a su hijo queal llegar la Semana Santa fuera en laprocesión del Viernes con un hábitode penitente, como hacían otros,arrastrando con los pies descalzosdos cadenas atadas a los tobillos.Paco se negó. En años anterioreshabía visto a aquellos penitentes. Lascadenas que llevaban atadas a lospies tenían, al menos, seis metros delargas, y sonaban sobre las losas o la

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tierra apelmazada de un nodo broncoy terrible. Algunos expiaban asíquién sabe qué pecados, y llevabanla cara descubierta por orden delcura, para que todos los vieran.Otros iban simplemente a pedir algúndon, y preferían cubrirse el rostro.

Cuando la procesión volvía a laiglesia, al oscurecer, los penitentessangraban por los tobillos, y al haceravanzar cada pie recogían el cuerposobre el lado contrario y seinclinaban como bestias cansinas.Las canciones de las beatas sobre

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aquel rumor de hierros producían uncontraste muy raro. Y cuando lospenitentes entraban en el templo elruido de las cadenas resonaba más,bajo las bóvedas. Entretanto, en latorre sonaban las matracas.

Paco recordaba que lospenitentes viejos llevaban siempre lacara descubierta. Las mujerucas, alverlos pasar, decían en voz bajacosas tremendas.

—Mira —decía la Jerónima—.Ahí va Juan el del callejón de SantaAna, el que robó a la viuda del

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sastre.El penitente sudaba y arrastraba

sus cadenas. Otras mujeres sellevaban la mano a la boca, y decían:

—Ése, Juan el de las vacas, es elque echó a su madre polvos desolimán pa’ heredarla.

El padre de Paco, tan indiferentea las cosas de religión, habíadecidido atarse las cadenas a lostobillos. Se cubrió con el hábitonegro y la capucha y se ciñó a lacintura el cordón blanco. MosénMillán no podía comprender, y dijo a

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Paco:—No tiene mérito lo de tu padre

porque lo hace para no tener queapalabrar un mayoral en el caso deque tú tengas que ir al servicio.

Paco repitió aquellas palabras asu padre, y él, que todavía se curabacon sal y vinagre las lesiones de lostobillos, exclamó:

—Veo que a mosén Millán legusta hablar más de la cuenta.

Por una razón u otra, el hecho fueque Paco sacó en el sorteo uno de losnúmeros más altos, y que la alegría

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desbordaba en el hogar, y tenían quedisimularla en la calle para no herircon ella a los que habían sacadonúmeros bajos.

Lo mejor de la novia de Paco,según los aldeanos, era su diligenciay laboriosidad. Por dos años antes deser novios, Paco había pasado díatras día al ir al campo frente a lacasa de la chica. Aunque era laprimera hora del alba, las ropas decama estaban ya colgadas en lasventanas, y la calle no sólo barrida ylimpia, sino regada y fresca en

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verano. A veces veía también Paco ala muchacha. La saludaba al pasar, yella respondía. A lo largo de dosaños el saludo fue haciéndose unpoco más expresivo. Luegocambiaron palabras sobre cosas delcampo. En febrero, por ejemplo, ellapreguntaba:

—¿Has visto ya las cotovías?—No, pero no tardarán —

respondía Paco— porque yacomienza a florecer la aliaga.

Algún día, con el temor de nohallarla en la puerta o en la ventana

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antes de llegar, se hacía Pacopresente dando voces a las mulas y,si aquello no bastaba, cantando.Hacia la mitad del segundo año, ella—que se llamaba Águeda— lomiraba ya de frente, y le sonreía.Cuando había baile iba con su madrey sólo bailaba con Paco.

Más tarde hubo un incidentebastante sonado. Una noche elalcalde prohibió rondar al saber quehabía tres rondallas diferentes yrivales, y que podrían producirseviolencias. A pesar de la prohibición

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salió Paco con los suyos, y la parejade la guardia civil disolvió la ronda,y lo detuvo a él. Lo llevaban adormir a la cárcel , pero Paco echómano a los fusiles de los guardias yse los quitó. La verdad era que losguardias no podían esperar de Paco—amigo de ellos— una salida así.Paco se fue con los dos rifles a casa.Al día siguiente todo el pueblo sabíalo ocurrido, y mosén Millán fue a veral mozo, y le dijo que el hecho eragrave, y no sólo para él, sino paratodo el vecindario.

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—¿Por qué? —preguntaba Paco.Recordaba mosén Millán que

había habido un caso parecido enotro pueblo, y que el Gobiernocondenó al municipio a estar singuardia civil durante diez años.

—¿Te das cuenta? —le decía elcura, asustado.

—A mí no me importa estar singuardia civil.

—No seas badulaque.—Digo la verdad, mosén Millán.—¿Pero tú crees que sin guardia

civil se podría sujetar a la gente?

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Hay mucha maldad en el mundo.—No lo creo.—¿Y la gente de las cuevas?—En lugar de traer guardia civil,

se podían quitar las cuevas, mosénMillán.

—Iluso. Eres un iluso.Entre bromas y veras el alcalde

recuperó los fusiles y echó tierra alasunto. Aquel incidente dio a Pacocierta fama de mozo atrevido. AÁgueda le gustaba, pero le daba unainseguridad temerosa.

Por fin, Águeda y Paco se dieron

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palabra de matrimonio. La noviatenía más nervio que su suegra, yaunque se mostraba humilde yrespetuosa, no se entendían bien.Solía decir la madre de Paco:

—Agua mansa. Ten cuidado,hijo, que es agua mansa.

Pero Paco lo echaba a broma.Celos de madre. Como todos losnovios, rondó la calle por la noche, yla víspera de San Juan llenó de floresy ramos verdes las ventanas, lapuerta, el tejado y hasta la chimeneade la casa de la novia.

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La boda fue como todosesperaban. Gran comida, música ybaile. Antes de la ceremonia muchascamisas blancas estaban yamanchadas de vino al obstinarse loscampesinos en beber en bota. Lasesposas protestaban, y ellos decíanriendo que había que emborracharlas camisas para darlas después a lospobres. Con esa expresión —darlas alos pobres— se hacían la ilusión deque ellos no lo eran.

Durante la ceremonia, mosénMillán hizo a los novios una plática.

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Le recordó a Paco que lo habíabautizado y confirmado, y dado laprimera comunión. Sabiendo que losdos novios eran tibios en materia dereligión, les recordaba también quela iglesia era la madre común y lafuente no sólo de la vida temporal,sino de la vida eterna. Comosiempre, en las bodas algunasmujeres lloraban y se sonabanruidosamente.

Mosén Millán dijo otras muchascosas, y la última fue la siguiente:«Este humilde ministro del Señor ha

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bendecido vuestro lecho natal,bendice en este momento vuestrolecho nupcial —hizo en el aire laseñal de la cruz—, y bendecirávuestro lecho mortal, si Dios lodispone así. In nomine Patris etFilii…».

Eso del lecho mortal le pareció aPaco que no venía al caso. Recordóun instante los estertores de aquelpobre hombre a quien llevó la unciónsiendo niño. (Era el único lechomortal que había visto). Pero el díano era para tristezas.

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Terminada la ceremonia salieron.A la puerta les esperaba una rondallade más de quince músicos conguitarras, bandurrias, requintos,hierros y panderetas, que comenzó atocar rabiosamente. En la torre, elcimbal más pequeño volteaba.

Una mozuela decía viendo pasarla boda, con un cántaro en el anca:

—¡Todas se casan, y yo, mira!La comitiva fue a la casa del

novio. Las consuegras ibanlloriqueando aún. Mosén Millán, enla sacristía, se desvistió de prisa

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para ir cuanto antes a participar de lafiesta. Cerca de la casa del novioencontró al zapatero, vestido de gala.Era pequeño, y como casi todos losdel oficio, tenía anchas caderas.Mosén Millán, que tuteaba a todo elmundo, lo trataba a él de usted. Lepreguntó si había estado en la casade Dios.

—Mire, mosén Millán. Siaquello es la casa de Dios, yo nomerezco estar allí, y si no lo es,¿para qué? El zapatero encontrótodavía antes de separarse del cura

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un momento para decirle algo deveras extravagante. Le dijo que sabíade buena tinta que en Madrid el reyse tambaleaba, y que si caía, muchascosas iban a caer con él. Como elzapatero olía a vino, el cura no lehizo mucho caso. El zapatero repetíacon una rara alegría:

—En Madrid pintan bastos, señorcura.

Podía haber algo de verdad, peroel zapatero hablaba fácilmente. Sólohabía una persona que en eso se lepudiera igualar: la Jerónima.

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Era el zapatero como un viejogato, ni amigo ni enemigo de nadie,aunque con todos hablaba. MosénMillán recordaba que el periódico dela capital de la provincia nodisimulaba su alarma ante lo quepasaba en Madrid. Y no sabía quépensar.

Veía el cura a los noviossolemnes, a los invitados jóvenesruidosos, y a los viejosdiscretamente alegres. Pero nodejaba de pensar en las palabras delzapatero. Éste se había puesto, según

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dijo, el traje que llevó en su mismaboda, y por eso olía a alcanfor. A sualrededor se agrupaban seis u ochoinvitados, los menos adictos a laparroquia. «Debía de estarhablándoles —pensaba mosén Millán— de la próxima caída del rey y deque en Madrid pintaban bastos».

Comenzaron a servir vino. En unamesa había pimientos en adobo,hígado de pollo y rabanitos envinagre para abrir el apetito. Elzapatero se servía mientras elegíaentre las botellas que había al lado.

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La madre del novio le dijoindicándole una:

—Este vino es de los que raspan.En la sala de al lado estaban las

mesas. En la cocina, la Jerónimaarrastraba su pata reumática.

Era ya vieja, pero hacía reír a lagente joven:

—No me dejan salir de la cocina—decía— porque tienen miedo deque con mi aliento agrie, el vino.Pero me da igual. En la cocina estálo bueno. Yo también sé vivir. No mecasé, pero por detrás de la iglesia

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tuve todos los hombres que se meantojaban. Soltera, soltera, pero conla llave en la gatera.

Las chicas reían escandalizadas.Entraba en la casa el señor

Cástulo Pérez. Su presencia causósensación porque no lo esperaban.Llegaba con dos floreros deporcelana envueltos en papel ycuidadosamente atados con una cinta.«No sé qué es esto —dijodándoselos a la madre de la novia—.Cosas de la dueña». Al ver al cura sele acercó:

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—Mosén Millán, parece que enMadrid van a darle la vuelta a latortilla.

Del zapatero se podía dudar,pero refrendado por el señorCástulo, no. Y éste, que era hombreprudente, buscaba, al parecer, elarrimo de Paco el del Molino. ¿Conqué fin? Había oído el cura hablar deelecciones. A las preguntas del cura,el señor Cástulo decía evasivo: «Unrunrún que corre». Luego,dirigiéndose al padre del novio, gritócon alegría:

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—Lo importante no es si ponen oquitan rey, sino saber si la rosadamantiene el tempero de las viñas. Ysi no, que lo diga Paco.

—Bien que le importan a Pacolas viñas en un día como hoy —dijoalguien.

Con sus apariencias simples, elseñor Cástulo era un carácter fuerte.Se veía en sus ojos fríos yescrutadores. Al dirigirse al curaantes de decir lo que se proponíahacía un preámbulo: «Con losrespetos debidos…». Pero se veía

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que esos respetos no eran muchos.Iban llegando nuevos invitados y

parecían estar ya todos.Sin darse cuenta habían ido

situándose por jerarquías sociales.Todos de pie, menos el sacerdote, sealineaban contra el muro, alrededorde la sala. La importancia de cadacual —según las propiedades quetenía— determinaba su proximidad oalejamiento de la cabecera del cuartoen donde había dos mecedoras y unavitrina con mantones de Manila yabanicos de nácar, de los que la

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familia estaba orgullosa.Al lado, en una mecedora, mosén

Millán. Cerca los novios, de pie,recibiendo los parabienes de los quellegaban, y tratando con el dueño delúnico automóvil de alquiler quehabía en la aldea el precio del viajehasta la estación del ferrocarril. Eldueño del coche, que tenía lacontrata del servicio de correos,decía que le prohibían llevar almismo tiempo más de dos viajeros, ytenía uno apalabrado, de modo queserían tres si llevaba a los novios. El

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señor Cástulo intervino, y ofrecióllevarlos en su automóvil. Al oír esteofrecimiento, el cura puso atención.No creía que Cástulo fuera tan amigode la casa.

Aprovechando las idas y venidasde las mozas que servían, laJerónima enviaba algún mensajevejatorio al zapatero, y ésteexplicaba a los más próximos:

—La Jerónima y yo tenemos untelégrafo amoroso.

En aquel momento una rondallarompía a tocar en la calle.

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Alguien cantó:

En los ojos de los noviosrelucían dos luceros;ella es la flor de la ontina,y él es la flor del romero.

La segunda canción después de unlargo espacio de alegre jota de bailevolvía a aludir a la boda, como eranatural:

Viva Paco el del Molino

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y Águeda la del buen garbo,que ayer eran sólo novios,y ahora son ya desposados.

La rondalla siguió con la energía conque suelen tocar los campesinos demanos rudas y corazón caliente.Cuando creyeron que habían tocadobastante, fueron entrando. Formarongrupo al lado opuesto de la cabeceradel salón, y estuvieron bebiendo ycharlando. Después pasaron todos alcomedor.

En la presidencia se instalaron

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los novios, los padrinos, mosénMillán, el señor Cástulo y algunosotros labradores acomodados. Elcura hablaba de la infancia de Paco ycontaba sus diabluras, pero tambiénsu indignidad contra los búhos quemataban por la noche a los gatosextraviados, y su deseo de obligar atodo el pueblo a visitar a los pobresde las cuevas y a ayudarles.Hablando de esto vio en los ojos dePaco una seriedad llena dedramáticas reservas, y entonces elcura cambió de tema, y recordó con

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benevolencia el incidente delrevólver, y hasta sus aventuras en laplaza del agua.

No faltó en la comida la perdizen adobo ni la trucha al horno, ni elcapón relleno. Iban de mano en manoporrones, botas, botellas, con vinosde diferentes cosechas.

La noticia de la boda llegó alcarasol, donde las viejas hilanderasbebieron a la salud de los novios elvino que llevaron la Jerónima y elzapatero. Éste se mostraba másalegre y libre de palabra que otras

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veces, y decía que los curas son lasúnicas personas a quienes todo elmundo llama padre, menos sus hijos,que los llaman tíos.

Las viejas aludían a los reciéncasados:

—Frescas están ya las noches.—Lo propio para dormir con

compañía.Una decía que cuando ella se

casó había nieve hasta la rodilla.—Malo para el novio —dijo

otra.—¿Por qué?

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—Porque tendría sus noblezasescondidas en los riñones, con lahelada.

—Eh, tú, culo de hanega. Cuandoenviudes, échame un parte —gritó laJerónima.

El zapatero, con más deseos dehacer reír a la gente que de insultar ala Jerónima, fue diciéndole unaverdadera letanía de desvergüenzas:

—Cállate, penca del diablo, patade afilador, albarda, zurupeta, tíachamusca, estropajo. Cállate, que tetraigo una buena noticia: Su Majestad

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el rey va envidao y se lo lleva latrampa.

—¿Y a mí qué?—Que en la república no

empluman a las brujas.Ella decía de sí misma que

volaba en una escoba, pero nopermitía que se lo dijeran los demás.Iba a responder cuando el zapaterocontinuó:

—Te lo digo a ti, zurrapa,trotona, chirigaita, mochilera, trasgo,pendón, zancajo, pinchatripas,ojisucia, mocarra, fuina…

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La ensalmadora se apartabamientras él la seguía con susdicharachos. Las viejas del carasolreventaban de risa, y antes de quellegaran las reacciones de laJerónima, que estaba confusa,decidió el zapatero retirarsevictorioso. Por el camino tendía laoreja a ver lo que decían detrás. Seoía la voz de la Jerónima:

—¿Quién iba a decirme que esemonicaco tenía tantas dijendas en elestómago?

Y volvían a hablar de los novios.

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Paco era el mozo mejor plantao delpueblo, y se había llevado la noviaque merecía. Volvían a aludir a lanoche de novios con expresionessalaces.

Siete años después, mosénMillán recordaba la boda sentado enel viejo sillón de la sacristía. Noabría los ojos para evitarse lamolestia de hablar con donValeriano, el alcalde. Siempre lehabía sido difícil entenderse con élporque aquel hombre no escuchabajamás.

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Se oían en la iglesia las botas decampo de don Gumersindo. No habíaen la aldea otras botas comoaquéllas, y mosén Millán supo queera él mucho antes de llegar a lasacristía. Iba vestido de negro, y alver al cura con los ojos cerrados,habló en voz baja para saludar a donValeriano. Pidió permiso para fumar,y sacó la petaca. Entonces, mosénMillán abrió los ojos.

—¿Ha venido alguien más? —preguntó.

—No, señor —dijo don

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Gumersindo disculpándose como situviera él la culpa—. No he vistocomo el que dice un alma en laiglesia.

Mosén Millán parecía muyfatigado, y volvió a cerrar los ojos ya apoyar la cabeza en el muro. Enaquel momento entró el monaguillo, ydon Gumersindo le preguntó:

—Eh, zagal. ¿Sabes por quién esla misa?

El chico recurrió al romance enlugar de responder:

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Ya lo llevan cuesta arribacamino del camposanto…

—No lo digas todo, zagal, porqueaquí, el alcalde, te llevará a lacárcel.

El monaguillo miró a donValeriano, asustado. Éste, la vistaperdida en el techo, dijo:

—Cada broma quiere su tiempo ylugar.

Se hizo un silencio penoso.Mosén Millán abrió los ojos otravez, y se encontró con los de don

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Gumersindo, que murmuraba:—La verdad es que no sé si

sentirme con lo que dice.El cura intervino diciendo que no

había razón para sentirse. Luegoordenó al monaguillo que saliera a laplaza a ver si había gente esperandopara la misa. Solía quedarse allíalgún grupo hasta que las campanasacababan de tocar. Pero el curaquería evitar que el monaguillodijera la parte del romance en la quese hablaba de él:

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Aquel que lo bautizara,mosén Millán el nombrado,en confesión desde el cochele escuchaba los pecados.

Estaba don Gumersindo siemprehablando de su propia bondad—como el que dice— y de la gentedesagradecida que le devolvía malpor bien. Eso le parecíaespecialmente adecuado delante delcura y de don Valeriano en aquelmomento. De pronto tuvo un arranquegeneroso:

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—Mosén Millán. ¿Me oye, señorcura? Aquí hay dos duros para lamisa de hoy.

El sacerdote abrió los ojos,somnolente, y advirtió que el mismoofrecimiento había hecho donValeriano, pero que le gustaba decirla misa sin que nadie la pagara. Huboun largo silencio. Don Valerianoarrollaba su cadena en el dedo índicey luego la dejaba resbalar. Los dijessonaban. Uno tenía un rizo de pelo desu difunta esposa. Otro, una reliquiadel santo padre Claret heredada de

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su bisabuelo. Hablaba en voz baja delos precios de la lana y del cuero, sinque nadie le contestara.

Mosén Millán, con los ojoscerrados, recordaba aún el día de laboda de Paco. En el comedor, unaseñora había perdido un pendiente, ydos hombres andaban a cuatro manosbuscándolo. Mosén Millán pensabaque en las bodas siempre hay unamujer a quien se le cae un pendiente,y lo busca, y no lo encuentra.

La novia, perdida la palidez de laprimera hora de la mañana —por el

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insomnio de la noche anterior—,había recobrado sus colores. De vezen cuando consultaba el novio lahora. Y a media tarde se fueron a laestación conducidos por el mismoseñor Cástulo.

La mayor parte de los invitadoshabían salido a la calle a despedir alos novios con vítores y bromas.Muchos desde allí volvieron a suscasas. Los más jóvenes fueron albaile.

Se entretenía mosén Millán conaquellas memorias para evitar oír lo

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que decían don Gumersindo y donValeriano, quienes hablaban, comosiempre, sin escucharse el uno alotro.

Tres semanas después de la bodavolvieron Paco y su mujer, y eldomingo siguiente se celebraronelecciones. Los nuevos concejaleseran jóvenes, y con excepción dealgunos, según don Valeriano, gentebaja. El padre de Paco vio de prontoque todos los que con él habían sidoelegidos se consideraban contrariosal duque y echaban roncas contra el

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sistema de arrendamientos de pastos.Al saber esto Paco el del Molino, sesintió feliz, y creyó por vez primeraque la política valía para algo.«Vamos a quitarle la hierba alduque», repetías.

El resultado de la elección dejó atodos un poco extrañados. El curaestaba perplejo. Ni uno solo de losconcejales se podía decir que fuerahombre de costumbres religiosas.Llamó a Paco, y le preguntó:

—¿Qué es eso que me han dichode los montes del duque?

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—Nada —dijo Paco—. Laverdad. Vienen tiempos nuevos,mosén Millán.

—¿Qué novedades son ésas?—Pues que el rey se va con la

música a otra parte, y lo que yo digo:buen viaje.

Pensaba Paco que el cura lehablaba a él porque no se atrevía ahablarle de aquello a su padre.Añadió:

—Diga la verdad, mosén Millán.Desde aquel día que fuimos a lacueva a llevar el santolio sabe usted

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que yo y otros cavilamos pararemediar esa vergüenza. Y más ahoraque se ha presentado la ocasión.

—¿Qué ocasión? Eso se hace condinero. ¿De dónde vais a sacarlo?

—Del duque. Parece que a losduques les ha llegado su San Martín.

—Cállate, Paco. Yo no digo queel duque tenga siempre razón. Es unser humano tan falible como losdemás, pero hay que andar en esascosas con pies de plomo, y noalborotar a la gente ni remover lasbajas pasiones.

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Las palabras del joven fueroncomentadas en el carasol. Decían quePaco había dicho al cura: «A losreyes, a los duques y a los curas losvamos a pasar a cuchillo, como a loscerdos por San Martín». En elcarasol siempre se exageraba.

Se supo de pronto que el reyhabía huido de España. La noticia fuetremenda para don Valeriano y parael cura. Don Gumersindo no queríacreerla, y decía que eran cosas delzapatero. Mosén Millán estuvo dossemanas sin salir de la abadía, yendo

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a la iglesia por la puerta del huerto yevitando hablar con nadie. El primerdomingo fue mucha gente a misaesperando la reacción de mosénMillón, pero el cura no hizo la menoralusión. En vista de esto el domingosiguiente estuvo el templo vacío.

Paco buscaba al zapatero, y loencontraba taciturno y reservado.

Entretanto, la bandera tricolorflotaba al aire en el balcón de la casaconsistorial y encima de la puerta dela escuela. Don Valeriano y donGumersindo no aparecían por ningún

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lado, y Cástulo buscaba a Paco, y seexhibía con él, pero jugaba con dosbarajas, y cuando veía al cura ledecía en voz baja:

—¿A dónde vamos a parar,mosén Millán?

Hubo que repetir la elección enla aldea porque había habidoincidentes que, a juicio de donValeriano, la hicieron ilegal. En lasegunda elección el padre de Pacocedió el puesto a su hijo. Elmuchacho fue elegido.

En Madrid suprimieron los

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bienes de señorío, de origenmedioeval y los incorporaron a losmunicipios. Aunque el duque alegabaque sus montes no entraban enaquella clasificación, las cincoaldeas acordaron, por iniciativa dePaco, no pagar mientras lostribunales decidían. Cuando Paco fuea decírselo a don Valeriano, éste sequedó un rato mirando al techo yjugando con el guardapelo de ladifunta. Por fin se negó a darse porenterado, y pidió que el municipio selo comunicara por escrito.

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La noticia circuló por el pueblo.En el carasol se decía que Pacohabía amenazado a don Valeriano.Atribuían a Paco todas lasarrogancias y desplantes a los que nose atrevían los demás. Querían en elcarasol a la familia de Paco y a otrasdel mismo tono cuyos hombres,aunque tenían tierras, trabajaban desol a sol. Las mujeres del carasoliban a misa, pero se divertían muchocon la Jerónima cuando cantabaaquella canción que decía:

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El cura le dijo al amaque se acostara a los pies.

No se sabía exactamente lo queplaneaba el ayuntamiento «en favorde los que vivían en las cuevas»,pero la imaginación de cada cualtrabajaba, y las esperanzas de lagente humilde crecían. Paco habíatomado muy en serio el problema, ylas reuniones del municipio notrataban de otra cosa.

Paco envió a don Valeriano elacuerdo del municipio, y el

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administrador lo transmitió a su amo.La respuesta telegráfica del

duque fue la siguiente:Doy orden a mis guardas de que

vigilen mis montes, y disparen sobrecualquier animal o persona queentre en ellos. El municipio debehacerlo pregonar para evitar lapérdida de bienes o de vidashumanas. Al leer esta respuesta,Paco propuso al alcalde que losguardas fueran destituidos, y que lesdieran un cargo mejor retribuido enel sindicato de riegos, en la huerta.

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Estos guardas no eran más que tres, yaceptaron contentos. Sus carabinasfueron a parar a un rincón del salónde sesiones, y los ganados del puebloentraban en los montes del duque sindificultad.

Don Valeriano, después deconsultar varias veces con mosénMillón, se arriesgó a llamar a Paco,quien acudió a su casa. Era la de donValeriano grande y sombría, conbalcones volados y puerta cochera.Don Valeriano se había propuestoser conciliador y razonable, y lo

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invitó a merendar. Le habló delduque de una manera familiar yligera. Sabía que Paco solía acusarlode no haber estado nunca en la aldea,y eso no era verdad. Tres veceshabía ido en los últimos añosa versus propiedades, pero no hizo nocheen aquel pueblo, sino en el de allado. Y aún se acordaba donValeriano de que cuando el señorduque y la señora duquesa hablabancon el guarda más viejo, y ésteescuchaba con el sombrero en lamano, sucedió una ocurrencia

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memorable. La señora duquesa lepreguntaba al guarda por cada uña delas personas de su familia, y alpreguntarle por el hijo mayor, donValeriano se acordaba de las mismaspalabras del guarda, y las repetía:

—¿Quién, Miguel? —dijo elguarda—. ¡Tóquele vuecencia loscojones a Miguelico, que está enBarcelona ganando nueve pesetasdiarias!

Don Valeriano reía. También rióPaco, aunque de pronto se pusoserio, y dijo:

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—La duquesa puede ser buenapersona, y en eso no me meto. Delduque he oído cosas de más y demenos. Pero nada tiene que ver connuestro asunto.

—Eso es verdad. Pues bien,yendo al asunto, parece que el señorduque está dispuesto a negociar conusted —dijo don Valeriano.

—¿Sobre el monte? —donValeriano afirmó con el gesto—. Nohay que negociar, sino bajar lacabeza.

Don Valeriano no decía nada, y

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Paco se atrevió a añadir:—Parece que el duque templa

muy a lo antiguo.Seguía don Valeriano en silencio,

mirando al techo.—Otra jota cantamos por aquí —

añadió Paco.Por fin habló don Valeriano:—Hablas de bajar la cabeza.

¿Quién va a bajar la cabeza? Sólo labajan los cabestros.

—Y los hombres honradoscuando hay uña ley.

—Ya lo veo, pero el abogado del

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señor duque piensa de otra manera.Y hay leyes y leyes.

Paco se sirvió vino diciendoentre dientes: con permiso. Estapequeña libertad ofendió a donValeriano, quien sonrió, y dijo:sírvase, cuando Paco había llenadoya su vaso.

Volvió Paco a preguntar:—¿De qué manera va a negociar

él duque? No hay más que dejar losmontes, y no volver a pensar en elasunto.

Don Valeriano miraba el vaso de

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Paco, y se atusaba despacio losbigotes, que estaban tan lamidos yredondeados, que parecían postizos.Paco murmuró:

—Habría que ver qué papelestiene el duque sobre esos montes. ¡Sies que tiene alguno!

Don Valeriano estaba irritado:—También en eso te equivocas.

Son muchos siglos de usanza, y esotiene fuerza. No se deshace en un díalo que se ha hecho en cuatrocientosaños. Los montes no son botellicasde vino —añadió viendo que Paco

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volvía a servirse—, sino fuero.Fuero de reyes.

—Lo que hicieron los hombres,los hombres lo deshacen, creo yo.

—Sí, pero de hombre a hombreya algo.

Paco negaba con la cabeza.—Sobre este asunto —dijo

bebiendo el segundo vaso ychascando la lengua— dígale alduque que si tiene tantos derechos,puede venir a defenderlos él, mismo,pero que traiga un rifle nuevo,porque los de los guardas los

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tenemos nosotros.—Paco, parece mentira. ¿Quién

iba a pensar que un hombre con unjaral y un par de mulas tuvieraaliento para hablar así? Después deesto no me queda nada que ver en elmundo.

Terminada la entrevista, cuyostérminos comunicó don Valeriano alduque, éste volvió a enviar órdenes,y el administrador, cogido entre dosfuegos, no sabía qué hacer, y acabópor marcharse del pueblo después dever a mosén Millán, contarle a su

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manera lo sucedido y decirle que elpueblo se gobernaba por las dijendasdel carasol. Atribuía a Pacoamenazas e insultos e insistía muchoen aquel detalle de la botella y elvaso. El cura unas veces leescuchaba y otras no.

Mosén Millán movía la cabezacon lástima recordando todo aquellodesde su sacristía. Volvía elmonaguillo a apoyarse en el quiciode la puerta, y como no podía estarquieto, frótaba una bota contra laotra, y mirando al cura recordaba

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todavía el romance:

Entre cuatro lo llevabanadentro del camposanto,madres, las que tenéis hijos,Dios os los conserva sanos,y el Santo Ángel de la Guarda…

El romance hablaba luego de otrosreos que murieron también entonces,pero el monaguillo no se acordaba delos nombres. Todos habían sidoasesinados en aquellos mismos días.Aunque el romance no decía eso,

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sino ejecutados.Mosén Millán recordaba. En los

últimos tiempos la fe religiosa dedon Valeriano se había debilitadobastante. Solía decir que un Dios quepermitía lo que estaba pasando, nomerecía tantos miramientos. El curale oía fatigado. Don Valeriano habíaregalado años atrás una verja dehierro de forja para la capilla delCristo, y el duque había pagado losgastos de reparación de la bóvedadel templo dos veces. Mosén Millánno conocía el vicio de la ingratitud.

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En el carasol se decía que con elarriendo de pastos, cuyo dinero ibaal municipio, se hacían planes paramejorar la vida de la aldea.Bendecían a Paco el del Molino, y elelogio más frecuente entre aquellasviejecillas del carasol era decir quelos tenía bien puestos.

En el pueblo de al lado estabancanalizando el agua potable yllevándola hasta la plaza. Paco el delMolino tenía otro plan —su pueblono necesitaba ya aquella mejora—, ypensaba en las cuevas, a cuyos

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habitantes imaginaba siempreagonizando entre estertores, sin luz,ni fuego, ni agua. Ni siquiera aire querespirar.

En los terrenos del duque habíauna ermita cuya festividad secelebraba un día del verano, conromería. Los romeros hacían ese díaregalos al sacerdote, y el municipiole pagaba la misa. Aquel año sedesentendió el alcalde, y loscampesinos siguieron su ejemplo.Mosén Millán llamó a Paco, quien ledijo que todo obedecía a un acuerdo

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del ayuntamiento.—¿El ayuntamiento, dices? ¿Y

qué es el ayuntamiento? —preguntaba el cura, irritado.

Paco sentía ver á mosén Millántan fuera de sí, y dijo que comoaquellos terrenos de la ermita habíansido del duque, y la gente estabacontra él, se comprendía la frialdaddel pueblo con la romería. MosénMillán dijo en un momento depasión:

—¿Y quién eres tú para decirleal duque que si viene a los montes no

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dará más de tres pasos porque loesperarás con la carabina de uno delos guardas? ¿No sabes que eso esuna amenaza criminal? Paco no habíadicho nada de aquello. DonValeriano mentía. Pero el cura noquería oír las razones de Paco.

En aquellos días el zapateroestaba nervioso y desorientado.Cuando le preguntaban, decía:

—Tengo barruntos.Se burlaban de él en el caracol,

pero el zapatero decía:—Si el cántaro da en la piedra, o

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la piedra en el cántaro, mal para elcántaro.

Esas palabras misteriosas noaclaraban gran cosa la situación. Elzapatero se había pasado la vidaesperando aquello, y al verlo llegar,no sabía qué pensar ni qué hacer.Algunos concejales le ofrecieron elcargo de juez de riegos —pararesolver los problemas decompetencia en el uso de las aguasde la acequia principal.

—Gracias —dijo él—, pero yome atengo al refrán que dice:

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zapatero a tus zapatos.Poco a poco se fue acercando al

cura. El zapatero tenía que estarcontra el que mandaba, no importabala doctrina o el color. DonGumersindo se había marchadotambién a la capital de la provincia,lo que molestaba bastante al cura.Éste decía:

—Todos se van, pero yo, aunquepudiera, no me iría. Es unadeserción.

A veces el cura parecía tratar deentender a Paco, pero de pronto

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comenzaba a hablar de la falta derespeto de la población y de supropio martirio. Sus discusiones conPaco siempre acababan en eso: enofrecerse como víctimapropiciatoria. Paco reía:

—Pero si nadie quiere matarle,mosén Millán.

La risa de Paco ponía al curafrenético, y dominaba sus nervioscon dificultad.

Cuando la gente comenzaba áolvidarse de don Valeriano y donGumersindo, éstos volvieron de

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pronto a la aldea. Parecían segurosde sí, y celebraban conferencias conel cura, a diario. El señor Cástulo seacercaba, curioso, pero no podíaaveriguar nada. No se fiaban de él.

Un día del mes de julio laguardia civil de la aldea se marchócon órdenes de concentrarse —segúndecían— en algún lugar a dondeacudían las fuerzas de todo eldistrito. Los concejales sentíanalguna amenaza en el aire, pero nopodían concretarla.

Llegó a la aldea un grupo de

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señoritos con vergas y con pistolas.Parecían personas de poco más omenos, y algunos daban voceshistéricas. Nunca habían visto gentetan desvergonzada. Normalmente aaquellos tipos rasurados y finoscomo mujeres los llamaban en elcarasol pijaitos, pero lo primero quehicieron fue dar una paliza tremendaal zapatero, sin que le valiera paranada su neutralidad. Luego mataron aseis campesinos —entre ellos cuatrode los que vivían en las cuevas— ydejaron sus cuerpos en las cunetas de

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la carretera entre el pueblo y elcarasol. Como los perros acudían alamer la sangre, pusieron a uno delos guardas del duque de vigilanciapara alejarlos. Nadie preguntaba.Nadie comprendía. No habíaguardias civiles que salieran al pasode los forasteros.

En la iglesia, mosén Millánanunció que estaría El Santísimoexpuesto día y noche, y despuésprotestó ante don Valeriano —al quelos señoritos habían hecho alcalde—de que hubieran matado a los seis

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campesinos sin darles tiempo paraconfesar. El cura se pasaba el día yparte de la noche rezando.

El pueblo estaba asustado, ynadie sabía qué hacer. La Jerónimaiba y venía, menos locuaz que decostumbre. Pero en el carasolinsultaba a los señoritos forasteros, ypedía para ellos tremendos castigos.Esto no era obstáculo para quecuando veía al zapatero le hablara deleña, de bandeo, de varas de medir yde otras cosas que aludían a lapaliza. Preguntaba por Paco, y nadie

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sabía darle razón. Habíadesaparecido, y lo buscaban, eso eratodo.

Al día siguiente de haberseburlado la Jerónima del zapatero,éste apareció muerto en el caminodel carasol con la cabeza volada. Lapobre mujer fue a ponerle encima unasábana, y después se encerró en sucasa, y estuvo tres días sin salir.Luego volvió a asomarse a la callepoco a poco, y hasta se acercó alcarasol, donde la recibieron conreproches e insultos. La Jerónima

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lloraba (nadie la había visto llorarnunca), y decía que merecía que lamataran a pedradas; como a unaculebra.

Pocos días más tarde, en elcarasol, la Jerónima volvía a susbufonadas mezclándolas conjuramentos y amenazas.

Nadie sabía cuándo mataban a lagente. Es decir, lo sabían, pero nadielos veía. Lo hacían por la noche, ydurante el día el pueblo parecía encalma.

Entre la aldea y el carasol habían

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aparecido abandonados cuatrocadáveres más, los cuatro deconcejales.

Muchos de los habitantes estabanfuera de la aldea segando. Susmujeres seguían yendo al carasol, yrepetían los nombres de los que ibancayendo. A veces rezaban, perodespués se ponían a insultar con vozrecelosa a las mujeres de los ricos,especialmente a la Valeriana y a laGumersinda. La Jerónima decía quela peor de todas era la mujer deCástulo, y que por ella habían

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matado al zapatero.—No es verdad —dijo alguien

—. Es porque el zapatero dicen queera agente de Rusia.

Nadie sabía qué era la Rusia, ytodos pensaban en la yegua roja de latahona, a la que llamaban así. Peroaquello no tenía sentido. Tampoco lotenía nada de lo que pasaba en elpueblo. Sin atreverse a levantar lavoz comenzaban con sus dijendas:

—La Cástula es una verrugapeluda.

—Una estaferma.

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La Jerónima no se quedaba atrás:—Un escorpión cebollero.—Una liendre sebosa.—Su casa —añadía la Jerónima

— huele a fogón meado.Había oído decir que aquellos

señoritos de la ciudad iban a matar atodos los que habían votado contra elrey. La Jerónima, en medio de lacatástrofe, percibía algo mágico ysobrenatural, y sentía en todas partesel olor de sangre. Sin embargo,cuando desde el carasol oía lascampanas y a veces el yunque del

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herrero haciendo contrapunto, nopodía evitar algún meneo y bandeode sayas. Luego maldecía otra vez, yllamaba patas puercas a laGumersinda. Trataba de averiguarqué había sido de Paco el delMolino, pero nadie sabía sino que lobuscaban. La Jerónima se daba porenterada, y decía:

—A ese buen mozo no loatraparán así como así.

Aludía otra vez a las cosas quehabía visto cuando de niño lecambiaba los pañales.

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Desde la sacristía, mosén Millánrecordaba la horrible confusión deaquellos días, y se sentía atribulado yconfuso. Disparos por la noche,sangre, malas pasiones, habladurías,procacidades de aquella genteforastera, que, sin embargo, parecíaeducada. Y don Valeriano selamentaba de lo que sucedía y almismo tiempo empujaba a losseñoritos de la ciudad a matar másgente. Pensaba el cura en Paco. Supadre esta ba en aquellos días encasa. Cástulo Pérez lo había

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garantizado diciendo que era trigolimpio. Los otros ricos no se atrevíana hacer nada contra él esperandoecharle mano al hijo.

Nadie más que el padre de Pacosabía dónde su hijo estaba. MosénMillán fue a su casa.

—Lo que está sucediendo en elpueblo —dijo— es horrible y notiene nombre.

El padre de Paco lo escuchabasin responder, un poco pálido. Elcura siguió hablando. Vio ir y venir ala joven esposa como una sombra,

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sin reír ni llorar. Nadie lloraba ynadie reía en el pueblo. MosénMillán pensaba que sin risa y sinllanto la vida podía ser horriblecomo una pesadilla.

Por uno de esos movimientos enlos que la amistad tiene a vecesnecesidad de mostrarse meritoria,mosén Millán dio la impresión deque sabía dónde estaba escondidoPaco. Dando a entender que lo sabía,el padre y la esposa tenían queagradecerle su silencio. No dijo elcura concretamente que lo supiera,

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pero lo dejó entender. La ironía de lavida quiso que el padre de Pacocayera en aquella trampa. Miró alcura pensando precisamente lo quemosén Millán quería que pensara:«Si lo sabe, y no ha ido con el soplo,es un hombre honrado y enterizo».Esta reflexión le hizo sentirse mejor.

A lo largo de la conversación elpadre de Paco reveló el esconditedel hijo, creyendo que no decía nadanuevo al cura. Al oírlo, mosénMillán recibió una tremendaimpresión. «Ah —se dijo—, más

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valdría que no me lo hubiera dicho.¿Por qué he de saber yo que Pacoestá escondido en las Pardinas?».Mosén Millán tenía miedo, y nosabía concretamente de qué. Semarchó pronto, y estaba deseandoverse ante los forasteros de laspistolas para demostrarse a sí mismosu entereza y su lealtad a Paco. Asífue. En vano estuvieron el centurión ysus amigos hablando con él toda latarde. Aquella noche mosén Millánrezó y durmió con una calma quehacía tiempo no conocía.

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Al día siguiente hubo una reuniónen el ayuntamiento, y los forasteroshicieron discursos y dieron grandesvoces. Luego quemaron la banderatricolor y obligaron a acudir todoslos vecinos del pueblo y a saludarlevantando el brazo cuando lomandaba el centurión. Éste era unhombre con cara bondadosa y gafasoscuras. Era difícil imaginar a aquelhombre matando a nadie. Loscampesinos creían que aquelloshombres que hacían gestosinnecesarios y juntaban los tacones y

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daban gritos estaban mal de lacabeza, pero viendo a mosén Millány a don Valeriano sentados enlugares de honor, no sabían quépensar. Además de los asesinatos, loúnico que aquellos hombres habíanhecho en el pueblo era devolver losmontes al duque.

Dos días después don Valerianoestaba en la abadía frente al cura.Con los dedos pulgares en las sisasdel chaleco —lo que hacía másostensibles los dijes— miraba alsacerdote a los ojos.

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—Yo no quiero el mal de nadie,como quien dice, pero ¿no es Pacouno de los que más se han señalado?Es lo que yo digo, señor cura: pormenos han caído otros.

Mosén Millán decía:—Déjelo en paz. ¿Para qué

derramar más sangre?Y le gustaba, sin embargo, dar a

entender que sabía dónde estabaescondido. De ese modo mostraba alalcalde que era capaz de nobleza ylealtad. La verdad era que buscabana Paco frenéticamente. Habían

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llevado a su casa perros de caza quetomaron el vierto con sus ropas yzapatos viejos.

El centurión de la carabondadosa y las gafas oscuras llegóen aquel momento con dos más, yhabiendo oído las palabras del cura,dijo:

—No queremos reblandecidosmentales. Estamos limpiando elpueblo, y el que no está con nosotrosestá en contra.

—¿Ustedes creen —dijo mosénMillán— que soy un reblandecido

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mental?Entonces todos se pusieron

razonables.—Las últimas ejecuciones —

decía el centurión— se han hecho sinprivar a los reos de nada. Han tenidohasta la extremaunción. ¿De qué sequeja usted?

Mosén Millán hablaba de algunoshombres honrados que habían caído,y de que era necesario acabar conaquella locura.

—Diga usted la verdad —dijo elcenturión sacando la pistola y

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poniéndola sobre la mesa—. Ustedsabe dónde se esconde Paco el delMolino.

Mosén Millán pensaba si elcenturión habría sacado la pistolapara amenazarle o sólo para aliviarsu cinto de aquel peso. Era unmovimiento que le había visto hacerotras veces. Y pensaba en Paco, aquien bautizó, a quien casó.Recordaba en aquel momentodetalles nimios, como los búhosnocturnos y el olor de las perdices enadobo. Quizá de aquella respuesta

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dependiera la vida de Paco. Loquería mucho, pero sus afectos noeran por el hombre en sí mismo, sinopor Dios. Era el suyo un cariño porencima de la muerte y la vida. Y nopodía mentir.

—¿Sabe usted dónde se esconde?—le preguntaban a un tiempo loscuatro.

Mosén Millán contestó bajandola cabeza. Era una afirmación. Podíaser una afirmación. Cuando se diocuenta era tarde. Entonces pidió quele prometieran que no lo matarían.

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Podrían juzgarlo, y si era culpable dealgo, encarcelarlo, pero no cometerun crimen más. El centurión de laexpresión bondadosa prometió.Entonces mosén Millán reveló elescondite de Paco. Quiso hacerdespués otras salvedades en su favor,pero no le escuchaban. Salieron entropel, y el cura se quedó solo.Espantado de sí mismo, y al mismotiempo con un sentimiento deliberación, se puso a rezar.

Media hora después llegaba elseñor Cástulo diciendo que el

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carasol se había acabado porque losseñoritos de la ciudad habían echadodos rociadas de ametralladora, yalgunas mujeres cayeron, y las otrassalieron chillando y dejando rastrode sangre, como una bandada depájaros después de una perdigonada.Entre las que se salvaron estaba laJerónima, y al decirlo, Cástuloañadió:

Ya se sabe. Mala hierba…El cura, viendo reír a Cástulo, se

llevó las manos a la cabeza, pálido.Y, sin embargo, aquel hombre no

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había denunciado, tal vez, elescondite de nadie. ¿De qué seescandalizaba? —se preguntaba elcura con horror—. Volvió a rezar.Cástulo seguía hablando y decía quehabía once o doce mujeres heridas,además de las que habían muerto enel mismo carasol. Como el médicoestaba encarcelado, no era fácil quese curaran todas.

Al día siguiente el centuriónvolvió sin Paco. Estaba indignado.Dijo que al ir a entrar en las Pardinasel fugitivo los había recibido a tiros.

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Tenía una carabina de las de losguardas de montes, y acercarse a lasPardinas era arriesgar la vida.

Pedía al cura que fuera aparlamentar con Paco. Había doshombres de la centuria heridos, y noquería que se arriesgara ninguno más.

Un año después mosén Millánrecordaba aquellos episodios comosi los hubiera vivido el día anterior.Viendo entrar en la sacristía al señorCástulo —el que un año antes se reíade los crímenes del carasolvolvió aentornar los ojos y a decirse a sí

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mismo: «Yo denuncié el lugar dondePaco se escondía. Yo fui aparlamentar con él. Y ahora…».Abrió los ojos, y vio a los treshombres sentados enfrente. El delcentro, don Gumersindo, era un pocomás alto que los otros. Las tres carasmiraban impasibles a mosén Millán.Las campanas de la torre dejaron detocar con tres golpes finales graves yespaciados, cuya vibración quedó enel aire un rato. El señor Cástulo dijo:

—Con los respetos debidos. Yoquerría pagar la misa, mosén Millán.

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Lo decía echando mano albolsillo. El cura negó, y volvió apedir al monaguillo que saliera a versi había gente. El chico salió, comosiempre, con el romance en surecuerdo:

En las zarzas del caminoel pañuelo se ha dejado,las aves pasan deprisa,las nubes pasan despacio…

Cerró una vez más mosén Millán losojos, con el codo derecho en el brazo

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del sillón y la cabeza en la mano.Aunque había terminado sus rezos,simulaba seguir con ellos para que lodejaran en paz. Don Valeriano y donGumersindo explicaban a Cástulo almismo tiempo y tratando cada uno decubrir la voz del otro que tambiénellos habían querido pagar la misa.

El monaguillo volvía muyexcitado, y sin poder decir a untiempo todas las noticias que traía:

—Hay una mula en la iglesia —dijo, por fin.

—¿Cómo?

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—Ninguna persona, pero unamula ha entrado por alguna parte, yanda entre los bancos.

Salieron los tres, y volvieronpara decir que no era una mula, sinoel potro de Paco el del Molino, quesolía andar suelto por el pueblo.Todo el mundo sabía que el padre dePaco estaba enfermo, y las mujeresde la casa, medio locas. Losanimales y la poca hacienda que lesquedaba, abandonados.

—¿Dejaste abierta la puerta delatrio cuando saliste? —preguntaba el

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cura al monaguillo.Los tres hombres aseguraban que

las puertas estaban cerradas.Sonriendo agriamente añadió donValeriano:

—Esto es una maula. Y unamalquerencia.

Se pusieron a calcular quiénpodía haber metido el potro en laiglesia. Cástulo hablaba de laJerónima. Mosén Millán hizo ungesto de fatiga, y les pidió quesacaran el animal, del templo.Salieron los tres con el monaguillo.

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Formaron una ancha fila, y fueronacosando al potro con los brazosextendidos. Don Valeriano decía queaquello era un sacrilegio, y que talvez habría que consagrar el templode nuevo. Los otros creían que no.

Seguían acosando al animal. Enuna verja —la de la capilla delCristo— un diablo de forja parecíahacer guiños. San Juan en suhornacina alzaba el dedo y mostrabala rodilla desnuda y femenina. DonValeriano y Cástulo, en suexcitación, alzaban la voz como si

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estuvieran en un establo:—¡Riiia! ¡Riiia!El potro corría por el templo a su

gusto. Las mujeres del carasol, si elcarasol existiera, tendrían un buentema de conversación. Cuando elalcalde y don Gumersindoacorralaban al potro, éste brincabaentre ellos y se pasaba al otro ladocon un alegre relincho. El señorCástulo tuvo una idea feliz:

Abran las hojas de la puertacomo se hace para las procesiones.Así verá el animal que tiene la salida

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franca.El sacristán corría a hacerlo

contra el parecer de don Valerianoque no podía tolerar que dondeestaba, él tuviera iniciativa alguna elseñor Cástulo. Cuando las grandeshojas estuvieron abiertas el potromiró extrañado aquel torrente de luz.Al fondo del atrio se veía la plaza dela aldea, desierta, con una casapintada de amarillo, otra encalada,con cenefas azules. El sacristánllamaba al potro en la dirección de lasalida. Por fin convencido el animal

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de que aquél no era su sitio, semarchó. El monaguillo recitabatodavía entre dientes:

… las cotovías se paranen la cruz del camposanto.

Cerraron las puertas, y el templovolvió a quedar en sombras. SanMiguel con su brazo desnudo alzabala espada sobre el dragón. En unrincón chisporroteaba una lámparasobre el baptisterio.

Don Valeriano, don Gumersindo

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y el señor Cástuló fueron a sentarseen el primer banco.

El monaguillo fue al presbiterio,hizo la genuflexión al pasar frente alsagrario y se perdió en la sacristía:

—Ya se ha marchado, mosénMillán.

El cura seguía con sus recuerdosde un año antes. Los forasteros de laspistolas obligaron a mosén Millán air con ellos a las Pardinas. Una vezallí dejaron que el cura se acercarasolo.

—Paco —gritó con cierto temor

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—. Soy yo. ¿No ves que soy yo?Nadie contestaba. En una ventana

se veía la boca de una carabina.Mosén Millán volvió a gritar:

—Paco, no seas loco. Es mejorque te entregues.

De las sombras de la ventanasalió una voz:

—Muerto, me entregaré.Apártese y que vengan los otros si seatreven.

Mosén Millán daba a su voz unagran sinceridad:

—Paco, en el nombre de lo que

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más quieras, de tu mujer, de tumadre. Entrégate.

No contestaba nadie. Por fin seoyó otra vez la voz de Paco:

—¿Dónde están mis padres? ¿Ymi mujer?

—¿Dónde quieres que estén? Encasa.

—¿No les ha pasado nada?—No, pero, si tú sigues así,

¿quién sabe lo que puede pasar?A estas palabras del cura volvió

a suceder un largo silencio. MosénMillán llamaba a Paco por su

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nombre, pero nadie respondía. Porfin, Paco se asomó. Llevaba lacarabina en las manos. Se le veíafatigado y pálido.

—Contésteme a lo que lepregunte, Mosén Millán.

—Sí, hijo.—¿Maté ayer a alguno de los que

venían a buscarme?—No.—¿A ninguno? ¿Está seguro?—Que Dios me castigue si

miento. A nadie.Esto parecía mejorar las

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condiciones. El cura, dándose cuenta,añadió:

—Yo he venido aquí con lacondición de que no te harán nada.Es decir, te juzgaran —delante de untribunal, y si tienes culpa, irás a lacárcel. Pero nada más.

—¿Está seguro?El cura tardaba en contestar. Por

fin dijo:—Eso he pedido yo. En todo

caso, hijo, piensa en tu familia y enque no merecen pagar por ti.

Paco miraba alrededor, en

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silencio. Por fin dijo:—Bien, me quedan cincuenta

tiros, y podría vender la vida cara.Dígales a los otros que se acerquensin miedo, que me entregaré.

De detrás de una cerca se oyó lavoz del centurión:

—Que tire la carabina por laventana, y que salga.

Obedeció Paco.Momentos después lo habían

sacado de las Pardinas, y lo llevabana empujones y culatazos al pueblo.Le habían atado las manos a la

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espalda. Andaba Paco cojeandomucho, y aquella cojera y la barba dequince días que le ensombrecía elrostro le daban una aparienciadiferente. Viéndolo mosén Millán leencontraba un aire culpable. Loencerraron en la cárcel delmunicipio.

Aquella misma tarde losseñoritos forasteros obligaron a lagente a acudir a la plaza e hicierondiscursos que nadie entendió,hablando del imperio y del destinoinmortal y del orden y de la santa fe.

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Luego cantaron un himno con elbrazo levantado y la mano extendida,y mandaron a todos retirarse a suscasas y no volver a salir hasta el díasiguiente bajo amenazas graves.

Cuando no quedaba nadie en laplaza, sacaron a Paco y a otros doscampesinos de la cárcel, y losllevaron al cementerio, a pie. Alllegar era casi de noche. Quedabadetrás, en la aldea, un silenciotemeroso.

El centurión, al ponerlos contrael muro, recordó que no se habían

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confesado, y envió a buscar a mosénMillán. Éste se extrañó de ver que lollevaban en el coche del señorCástulo. (Él lo había ofrecido a lasnuevas autoridades). El coche pudoavanzar hasta el lugar de laejecución. No se había atrevidomosén Millán a preguntar nada.Cuando vio a Paco, no sintiósorpresa alguna, sino un grandesaliento. Se confesaron los tres.Uno de ellos era un hombre quehabía trabajado en casa de Paco. Elpobre, sin saber lo que hacía, repetía

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fuera de sí una vez y otra entredientes: «Yo me acuso, padre…, yome acuso, padre…». El mismo cochedel señor Cástulo servía deconfesionario, con la puerta abierta yel sacerdote sentado dentro. El reo searrodillaba en el estribo. Cuandomosén Millán decía ego te absolvo,dos hombres arrancaban al penitentey volvían a llevarlo al muro.

El último en confesarse fue Paco.—En mala hora lo veo a usted —

dijo al cura con una voz que mosénMillán no le había oído nunca—.

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Pero usted me conoce, mosén Millán.Usted sabe quién soy.

—Sí, hijo.—Usted me prometió que me

llevarían a un tribunal y mejuzgarían.

—Me han engañado a mítambién. ¿Qué puedo hacer? Piensa,hijo, en tu alma, y olvida, si puedes,todo lo demás.

—¿Por qué me matan? ¿Qué hehecho yo? Nosotros no hemos matadoa nadie. Diga usted que yo no hehecho nada. Usted sabe que soy

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inocente, que somos inocentes lostres.

—Sí, hijo. Todos sois inocentes;pero ¿qué puedo hacer yo?

—Si me matan por habermedefendido en las Pardinas, bien. Perolos otros dos no han hecho nada.

Paco se agarraba a la sotana demosén Millán, y repetía: «No hanhecho nada, y van a matarlos. No hanhecho nada». Mosén Millán,conmovido hasta las lágrimas, decía:

—A veces, hijo mío, Diospermite que muera un inocente. Lo

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permitió de su propio Hijo, que eramas inocente que vosotros tres.

Paco, al oír estas palabras, sequedó paralizado y mudo. El curatampoco hablaba. Lejos, en elpueblo, se oían ladrar perros ysonaba una campana. Desde hacíados semanas no se oía sino aquéllacampana día y noche. Paco dijo conuna firmeza desesperada:

—Entonces, si es verdad que notenemos salvación, mosén Millán,tengo mujer. Está esperando un hijo.¿Qué será de ella? ¿Y de mis padres?

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Hablaba como si fuera a faltarleel aliento, y le contestaba mosénMillán con la misma prisaenloquecida, entre dientes. A vecespronunciaban las palabras de talmanera, que no se entendían, perohabía entre ellos una relación desobrentendidos. Mosén Millánhablaba atropelladamente de losdesignios de Dios, y al final de unalarga lamentación preguntó:

—¿Te arrepientes de tuspecados?

Paco no lo entendía. Era la

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primera expresión del cura que noentendía. Cuando el sacerdote repitiópor cuarta vez, mecánicamente, lapregunta, Paco respondió que sí conla cabeza. En aquel momento mosénMillán alzó la mano, y dijo: Ego teabsolvo in… Al oír estas palabrasdos hombres tomaron a Paco por losbrazos y lo llevaron al muro dondeestaban ya los otros. Paco gritó:

—¿Por qué matan a estos otros?Ellos no han hecho nada.

Uno de ellos vivía en una cueva,como aquel a quien un día llevaron la

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unción. Los faros del coche —delmismo coche donde estaba mosénMillán— se encendieron, y ladescarga sonó casi al mismo tiemposin que nadie diera órdenes ni seescuchara voz alguna. Los otros doscampesinos cayeron, pero Paco,cubierto de sangre, corrió hacia elcoche.

—Mosén Millán, usted meconoce —gritaba enloquecido.

Quiso entrar, no podía. Todo lomanchaba de sangre. Mosén Milláncallaba, con los ojos cerrados y

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rezando. El centurión puso surevólver detrás de la oreja de Paco,y alguien dijo alarmado:

—No. ¡Ahí no!Se llevaron a Paco arrastrando.

Iba repitiendo en voz ronca:—Pregunten a mosén Millán; él

me conoce.Se oyeron dos o tres tiros más.

Luego siguió un silencio en el cualtodavía susurraba Paco: «Él medenunció… Mosén Millán, mosénMillán…».

El sacerdote seguía en el coche,

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con los ojos muy abiertos, oyendo sunombre sin poder rezar. Alguienhabía vuelto a apagar las luces delcoche.

—¿Ya? —preguntó el centurión.Mosén Millán bajó y, auxiliado

por el monaguillo, dio laextremaunción a los tres. Después unhombre le dio el reloj de Paco —regalo de boda de su mujer— y unpañuelo de bolsillo.

Regresaron al pueblo. A travésde la ventanilla, mosén Millánmiraba al cielo y, recordando la

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noche en que con el mismo Paco fuea dar la unción a las cuevas, envolvíael reloj en’ el pañuelo, y loconservaba cuidadosamente con lasdos manos juntas. Seguía sin poderrezar. Pasaron junto al carasoldesierto. Las grandes rocas desnudasparecían juntar las cabezas y hablar.Pensando mosén Millán en loscampesinos muertos, en las pobresmujeres del carasol, sentía unaespecie de desdén involuntario, queal mismo tiempo le hacíaavergonzarse y sentirse culpable.

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Cuando llegó a la abadía, mosénMillán estuvo dos semanas sin salirsino para la misa. El pueblo enteroestaba callado y sombrío, como unainmensa tumba. La Jerónima habíavuelto a salir, e iba al carasol, ellasola, hablando para sí. En el carasoldaba voces cuando creía que nopodían oírla, y otras veces callaba yse ponía a contar en las rocas lashuellas de las balas.

Un año había pasado desde todoaquello, y parecía un siglo. La muertede Paco estaba tan fresca, que mosén

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Millán creía tener todavía manchasde sangre en sus vestidos. Abrió losojos y preguntó al monaguillo:

—¿Dices que ya se ha marchadoel potro?

—Sí, señor.Y recitaba en su memoria,

apoyándose en un pie y luego en elotro:

… y rindió el postrer suspiroal Señor de lo creado. —Amén.

En un cajón del armario de la

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sacristía estaba el reloj y el pañuelode Paco. No se había atrevido mosénMillán todavía a llevarlo a lospadres y a la viuda del muerto.

Salió al presbiterio y comenzó lamisa. En la iglesia no había nadie,con la excepción de don Valeriano,don Gumersindo y el señor Cástulo.Mientras recitaba mosén Millán,introibo ad altare Dei , pensaba enPaco, y se decía: «Es verdad. Yo lobauticé, yo le di la unción. Al menos—Dios lo perdone— nació, vivió ymurió dentro de los ámbitos de la

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Santa Madre Iglesia». Creía oír sunombre en los labios del agonizantecaído en tierra: «… Mosén Millán».Y pensaba aterrado y enternecido almismo tiempo: «Ahora yo digo ensufragio de su alma esta misa deréquiem, que sus enemigos quierenpagar».

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RAMÓN J. SENDER. Nació el 3 defebrero de 1901 en Chalamera(Huesca). Comenzó a incursionar porel camino literario durante suadolescencia, elaborando artículos ycuentos para reconocidos medioscomo El imparcial , El país, España

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nueva y La tribuna.Sin terminar sus estudios de

Filosofía y Letras, optó por instruirsede forma independiente en distintasbibliotecas de Madrid. Por esaépoca, también se interesó por lascuestiones políticas y comenzó adesarrollar actividadesrevolucionarias con grupos deobreros anarquistas. De regreso enHuesca, quiso probar suerte comodirectivo del diario La Tierra.

En 1922, cuando ya habíacumplido los 21 años, Ramón J.

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Sender ingresó al ejército, dondecomenzó como soldado y terminócomo alférez de complemento en laGuerra de Marruecos. Al regresar deese compromiso, retomó susactividades como redactor ycorrector del diario El sol. Por eseentonces escribió la novela Imáncuyo texto fue traducido a variosidiomas. Además, en el marco de sumilitancia social y política, prestócolaboraciones a Solidaridad obreray La libertad. Precisamente, eseactivismo fue el que lo llevó, en

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1927, a la Cárcel Modelo de Madridpor manifestarse en contra delGeneral Miguel Primo de Rivera.

A lo largo de su carrera literaria,el autor fue galardonado con elPremio Nacional de Literatura y elPremio Planeta, entre otros.Respecto a su obra, caben destacarvarios títulos como El lugar de unhombre (1939); el ciclo narrativo deCrónica del alba (1942-1966);Réquiem por un campesino español(1953); la serie de Nancy, con eltítulo La tesis de Nancy (1962), al

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que siguieron Nancy, doctora engitanería (1974), Nancy y el Batoloco (1974), Gloria y vejamen deNancy (1977) y Epílogo a Nancy:bajo el signo de Taurus , (1979); Laaventura equinoccial de Lope deAguirre (1964); En la vida deIgnacio Morell (1969); Tanit(1972); La mesa de las tres moiras(1974); El superviviente (1978); Lamirada inmóvil (1979); MonteOdina (1980), etc. También cultivóel género del ensayo, siendo algunosde sus trabajos América antes de

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Colón (1930); Carta de Moscúsobre el amor (1934); Madrid-Moscú, narraciones de viaje (1934);Proclamación de la sonrisa (1934) yTres ejemplos de amor y una teoría(1969), entre muchos otros.

Pese a que, durante los últimosaños de su vida, el escritor manifestósu deseo de recuperar su perdidanacionalidad española renunciando ala estadounidense que habíaadquirido, Ramón J. Sender fallecióel 16 de enero de 1982 en EstadosUnidos, lejos de su tierra natal.