Urbanario #2 Baja california - La ciudad

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Presentación C on este segundo número de Urbanario en Ensenada, más los siete anteriores ya conocidos aquí de la edición de Monterrey, esta hoja literaria se fortalece no sólo con la colaboración de escritores que toman muy en serio su labor –algunos con varios libros publicados–, sino con el favor de los lectores que va encontrando en el camino. En este presente número dedicado a la ciudad, las imágenes de Lourdes Gonzá- lez y Lauro Acevedo nos muestran su personal mirada de este puerto, lo mismo que logra Karla Bertotti con sus fotos. Sean bienvenidos a este Urbanario que inicia con el verano. GO. Urbanario No. 2. Junio 2011 Resurrección Fabiola del Castillo D esde que Francisco me dejó, no he vuelto a usar anillos en mis dedos, ¿para qué? me digo, mejor los dejo libres de ataduras. Me sorprendo cada día de todo el tiempo que tengo y de todo lo que he podido hacer; bueno, desde que me levanté de la depresión que me dio su abandono. Durante ese tiempo, mi hermana me cuidó en su casa. Las monjitas amigas de ella venían a verme, leían la Biblia, rezaban y cantaban acompañadas de una guitarra. Mi hermana sacaba ratitos entre sus hijos y su marido para atenderme, nunca la vi llorar pero sabía que lo hacía. Todas ellas hablaban, trataban de animarme y hacerme reír, pero yo no podía, estuve callada por mucho tiempo, sólo fumaba y tomaba soda. Lo único que puedo decir es que algo me pasó después de esa noche. Estaba más inquieta que de costumbre, sentía un calor que me subía del ombligo a la cabeza, no podía cerrar los ojos, me moría de miedo, las imágenes de él y su voz se me agolpaban en la cabeza, estuve en vela toda la noche hasta ver el primer rayo de sol, empapada en sudor vi la luz, ésta trajo una nueva claridad. Me puse de pie, fui a la cocina. Mi hermana fingió no sorprenderse de verme ahí, llevaba meses en cama, apresurada me dijo: - Si quieres café allí hay, voy a dejar a mi’jo y ahorita vengo. Dije: - Está bien. Ahí también fingió, eran mis primeras palabras después de meses, quise haberle dicho más, pero no pude. Ahora camino por la Primera, veo sus colores, me reconozco en ellos, son míos, siempre lo han sido, permito que me atravie- sen los aullidos de los gringos desesperados, desesperados por vivir unas horas, por sentir algo bajo mi sol. Oigo el tambor de un ciego vestido de azteca y pienso: ¿Es él mi abuelo o el abuelo de mi abuelo? Todavía me ensordecen los motores de los baja- mileros, esos hombres que no tienen miedo, no tienen miedo del dolor que causan, así como Francisco. ^ Fabiola del Castillo nació en San José de Costa Rica en 1972 y creció en la Ciudad de México. Estudió Etnología en la Escuela Nacional de Antropo- logía e Historia. Participó en el Encuentro de Mujeres Poetas en Oaxaca en 1997. Su trabajo ha sido incluido en publicaciones como La Jornada, en la Revista Literaria del Departamento de Español de la Universidad de Florida. En 2009 fundó junto con la escritora Suzanne White el proyecto Bilingus, poesía en dos lenguas. Desarrollado en Granada, España. Lourdes A. González Lara es originaria de Ensenada. Egresada de la Fa- cultad de Ciencias de la UABC, ha trabajado en el mundo del libro y la cultura desde hace más de 20 años. Ha sido representante editorial, libre- ra, mediadora de lectura en diversos niveles escolares y gestora cultural. Actualmente cursa el posgrado virtual en Gestión Cultural que ofrecen la OEI, la UAM y el Centro Nacional de las Artes. [email protected]. > Mi ciudad Lourdes A. González *E s mediodía, el anciano encorvado, como su bastón, afuera de una tienda de abarrotes acaricia a un perro que ayer el tendero corrió de su puerta. El perro está sentado en la banqueta, el hombre ya sin prisa, con las manos del niño que ha redescubierto que es, lo acaricia en la cabeza una y otra y otra vez. Su mano y su mirada son toda la ternura que se puede reunir en un tiempo sin tiempo. Si el perro tuviera los ojos abiertos se estarían viendo en las pupilas, pero los ha cerrado para ver lo que sólo se encuentra en el interior. Cronos se detiene, lo invitan a sentarse y prueba con ellos la miel del amor incondicional. * De nuevo es mediodía, ellas colocan mesas al aire libre, en el espacio libre de un borde del arroyo. Sobre las mesas ollas, platos, cubiertos sencillos en un banquete sin mantel. Ellos hacen fila pacientes, comerán algo caliente que renueve la fe frente al frío del horizonte. Llegan de cualquier parte: indigentes, migrantes, desempleados crónicos, jubilados a destiempo por la desesperan- za. Esa mesa no es para siempre, lo saben. Es para hoy y hoy es suficiente. Cada día tiene su propio afán y reciben ahora el pan de cada día, sus ofensas son perdonadas y tal vez el vapor de la sopa les ayude a no caer de nuevo en la tentación de no amarse y se liberen del mal de sus circunstancias y de la indiferencia social. Para ellas, sí existen, y al día siguiente regresarán. * Un hombre camina por la playa municipal, lo acompañan su perro, una bolsa grande y un gancho de metal. Son amigos de la arena, de la gente, del mar. Lo van diciendo en silencio con cada papel que recogen, lo cantan con cada lata, lo reflejan con cada trozo de vidrio que guardan en su camión recolector personal. La bolsa va y viene varias veces al bote de basura más cercano, la vacían y se alejan con el corazón lleno. * En el alto del semáforo, los minutos son para ellos la eterni- dad. Ella lo acaricia y él juega con sus pies. En el asiento poste- rior, en su sillita, recibe la mano cálida de su madre que le peina con los dedos. Ella no lo ve, su vista está al frente, sólo lo siente y en silencio le asegura que todo está bien, que está ahí para él. La luz cambia y los dos sonríen. * El joven limpia carros frente a una tienda de cadena transna- cional, lo hace “por si quieren darme algo”, “me arriesgo”, dice. Su rostro está sucio pero no es el de un adicto, sus palabras son coherentes y parecen honestas. Nervioso se nos acerca y dice sentirse mal. Su mano y brazo izquierdo están enrojecidos e hin- chados, al parecer algo le picó, −no me drogo, mire mis brazos limpios.- Siente que algo no anda bien en su cuerpo. Le digo que llamaremos a la Cruz Roja y se resiste, no quiere escándalo, pre- fiere ganar algo para comer, tiene mucha hambre. Lo ayudamos y después acepta. Llegan los paramédicos en una ambulancia moderna, bien equipada. Un joven y una muchacha lo tratan con amabilidad, lo revisan, una alergia tal vez. “Te quedas en buenas manos” le decimos. Lo agradece con una sonrisa y una mirada directa y sincera. Lo dejamos con la Cruz Roja, que es de todos. Omar Chavira Diseñador de Ensenada, Baja California. [email protected] cabernillotempranet.com. Fabiola del Castillo René Pinet Plasencia Salvador Martínez Manzanos Lourdes A. González Pilar Aguirre Lauro Acevedo Omar Chavira Karla Bertotti

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Publicación Literaria

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Page 1: Urbanario #2 Baja california - La ciudad

Presentación

Con este segundo número de Urbanario en Ensenada, más los siete anteriores ya conocidos aquí de la edición de Monterrey, esta hoja literaria se fortalece no sólo con

la colaboración de escritores que toman muy en serio su labor –algunos con varios libros publicados–, sino con el favor de los lectores que va encontrando en el camino. En este presente número dedicado a la ciudad, las imágenes de Lourdes Gonzá-lez y Lauro Acevedo nos muestran su personal mirada de este puerto, lo mismo que logra Karla Bertotti con sus fotos. Sean bienvenidos a este Urbanario que inicia con el verano. GO.

Urbanario No. 2. Junio 2011

Resurrección

Fabiola del Castillo

Desde que Francisco me dejó, no he vuelto a usar anillos en mis dedos, ¿para qué? me digo, mejor los dejo libres de ataduras. Me sorprendo cada día de todo el tiempo

que tengo y de todo lo que he podido hacer; bueno, desde que me levanté de la depresión que me dio su abandono. Durante ese tiempo, mi hermana me cuidó en su casa. Las monjitas amigas de ella venían a verme, leían la Biblia, rezaban y cantaban acompañadas de una guitarra. Mi hermana sacaba ratitos entre sus hijos y su marido para atenderme, nunca la vi llorar pero sabía que lo hacía. Todas ellas hablaban, trataban de animarme y hacerme reír, pero yo no podía, estuve callada por mucho tiempo, sólo fumaba y tomaba soda. Lo único que puedo decir es que algo me pasó después de esa noche. Estaba más inquieta que de costumbre, sentía un calor que me subía del ombligo a la cabeza, no podía cerrar los ojos, me moría de miedo, las imágenes de él y su voz se me agolpaban en la cabeza, estuve en vela toda la noche hasta ver el primer rayo de sol, empapada en sudor vi la luz, ésta trajo una nueva claridad. Me puse de pie, fui a la cocina. Mi hermana fingió no sorprenderse de verme ahí, llevaba meses en cama, apresurada me dijo: - Si quieres café allí hay, voy a dejar a mi’jo y ahorita vengo. Dije: - Está bien. Ahí también fingió, eran mis primeras palabras después de meses, quise haberle dicho más, pero no pude. Ahora camino por la Primera, veo sus colores, me reconozco en ellos, son míos, siempre lo han sido, permito que me atravie-sen los aullidos de los gringos desesperados, desesperados por vivir unas horas, por sentir algo bajo mi sol. Oigo el tambor de un ciego vestido de azteca y pienso: ¿Es él mi abuelo o el abuelo de mi abuelo? Todavía me ensordecen los motores de los baja-mileros, esos hombres que no tienen miedo, no tienen miedo del dolor que causan, así como Francisco.

F̂abiola del Castillo nació en San José de Costa Rica en 1972 y creció en la Ciudad de México. Estudió Etnología en la Escuela Nacional de Antropo-logía e Historia. Participó en el Encuentro de Mujeres Poetas en Oaxaca en 1997. Su trabajo ha sido incluido en publicaciones como La Jornada, en la Revista Literaria del Departamento de Español de la Universidad de Florida. En 2009 fundó junto con la escritora Suzanne White el proyecto Bilingus, poesía en dos lenguas. Desarrollado en Granada, España.

Lourdes A. González Lara es originaria de Ensenada. Egresada de la Fa-cultad de Ciencias de la UABC, ha trabajado en el mundo del libro y la cultura desde hace más de 20 años. Ha sido representante editorial, libre-ra, mediadora de lectura en diversos niveles escolares y gestora cultural. Actualmente cursa el posgrado virtual en Gestión Cultural que ofrecen la OEI, la UAM y el Centro Nacional de las Artes. [email protected].>

Mi ciudad

Lourdes A. González

*Es mediodía, el anciano encorvado, como su bastón, afuera de una tienda de abarrotes acaricia a un perro que ayer el tendero corrió de su puerta. El perro está

sentado en la banqueta, el hombre ya sin prisa, con las manos del niño que ha redescubierto que es, lo acaricia en la cabeza una y otra y otra vez. Su mano y su mirada son toda la ternura que se puede reunir en un tiempo sin tiempo. Si el perro tuviera los ojos abiertos se estarían viendo en las pupilas, pero los ha cerrado para ver lo que sólo se encuentra en el interior. Cronos se detiene, lo invitan a sentarse y prueba con ellos la miel del amor incondicional. * De nuevo es mediodía, ellas colocan mesas al aire libre, en el espacio libre de un borde del arroyo. Sobre las mesas ollas, platos, cubiertos sencillos en un banquete sin mantel. Ellos hacen fila pacientes, comerán algo caliente que renueve la fe frente al frío del horizonte. Llegan de cualquier parte: indigentes, migrantes, desempleados crónicos, jubilados a destiempo por la desesperan-za. Esa mesa no es para siempre, lo saben. Es para hoy y hoy es suficiente. Cada día tiene su propio afán y reciben ahora el pan de cada día, sus ofensas son perdonadas y tal vez el vapor de la sopa les ayude a no caer de nuevo en la tentación de no amarse y se liberen del mal de sus circunstancias y de la indiferencia social. Para ellas, sí existen, y al día siguiente regresarán. * Un hombre camina por la playa municipal, lo acompañan su perro, una bolsa grande y un gancho de metal. Son amigos de la arena, de la gente, del mar. Lo van diciendo en silencio con cada papel que recogen, lo cantan con cada lata, lo reflejan con cada trozo de vidrio que guardan en su camión recolector personal. La bolsa va y viene varias veces al bote de basura más cercano, la vacían y se alejan con el corazón lleno. * En el alto del semáforo, los minutos son para ellos la eterni-dad. Ella lo acaricia y él juega con sus pies. En el asiento poste-rior, en su sillita, recibe la mano cálida de su madre que le peina con los dedos. Ella no lo ve, su vista está al frente, sólo lo siente y en silencio le asegura que todo está bien, que está ahí para él. La luz cambia y los dos sonríen. * El joven limpia carros frente a una tienda de cadena transna-cional, lo hace “por si quieren darme algo”, “me arriesgo”, dice. Su rostro está sucio pero no es el de un adicto, sus palabras son coherentes y parecen honestas. Nervioso se nos acerca y dice sentirse mal. Su mano y brazo izquierdo están enrojecidos e hin-chados, al parecer algo le picó, −no me drogo, mire mis brazos limpios.- Siente que algo no anda bien en su cuerpo. Le digo que llamaremos a la Cruz Roja y se resiste, no quiere escándalo, pre-fiere ganar algo para comer, tiene mucha hambre. Lo ayudamos y después acepta. Llegan los paramédicos en una ambulancia moderna, bien equipada. Un joven y una muchacha lo tratan con amabilidad, lo revisan, una alergia tal vez. “Te quedas en buenas manos” le decimos. Lo agradece con una sonrisa y una mirada directa y sincera. Lo dejamos con la Cruz Roja, que es de todos.

Omar ChaviraDiseñador de Ensenada, Baja California. [email protected].

Fabiola del CastilloRené Pinet PlasenciaSalvador Martínez ManzanosLourdes A. GonzálezPilar AguirreLauro AcevedoOmar ChaviraKarla Bertotti

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Veredas en el mar

Pilar Aguirre

La mar origen y vida

rumor de caracol

caldo de Oparín

semblante azul

en mi horizonte

Olas seductoras

de mil caras

deseadas

temidas

móviles

La mar madre y vida

nos circunda eterna

rumor de caracol

tus veredas mar, dejan estelas

no huellas

siempre caminos nuevos

de libertad.

Pilar Aguirre nació en el Distrito Federal de orgullosa familia párren-se. Es educadora con, estudios de licenciatura en literatura y maestría en docencia y psicoterapia infantil. Ha publicado el poemario Atado al viento, el fuego, editado por la Universidad de Sonora, así como en varias revistas y antologías. [email protected]

Karla BertottiDiseñadora gráfica y fotógrafa nacida en Ensenada en 1981. [email protected].

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Urbanario agradece el apoyo de Lourdes González (Cearte) y Salvador Martínez Manzanos, Carlos Munguía y Burbu-téDirector: Gerardo Ortega. Corrección: Paola Gericke. Diseño e impresión: emeestudio.com. El tema del mes de julio será La enfermedad. Recibimos sus colaboraciones (poemas, cuentos, y artículos) hasta el 30 de junio en [email protected].

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La parábola de los líquenes polares

René Pinet Plasencia

Por el arrecife de tu amor no volveré a pasar.E., B. & C. ¹

María Antonieta se revolvió en la cama antes de despertar por completo. La leve incomodidad se le fue haciendo presente poco a poco. Revisó la humedad con sus dedos.

El color le confirmó que, otra vez, un suicidio colectivo había ocu-rrido en su endometrio. Empezaban a llegarle ya noticias de un bre-ve luto de jaquecas y cólicos. —Es tan variable— se quejó; -nunca lo puedo predecir-. La imagen de Teresilla con sus pantaloncitos grises y sus tenis blancos ocupó su conciencia. María Antonieta tenía un sueño recurrente: un cuerpo en una contorsión extraña, tirado en el piso. Ella sabía bien lo que significaba, pero bloqueaba en el instante cualquier re-ferencia al asunto. Había desarrollado toda una serie de técnicas para distraerse: el noticiero de la mañana, el cuidadoso ritual de preparación para elegir su ropa, vestirse, preparar y consumir el desayuno. Hoy, en particular, tendría la mejor distracción de todas: viajaría medio pla-neta, llegaría a un lugar “donde sí había problemas”. Sin pensarlo dos veces, respondió a la convocatoria de voluntarios en el hospi-tal —ella tenía experiencia en primeros auxilios, en situaciones de desastre—. Hoy saldría a un país totalmente ajeno, con otro idioma, con otra religión, donde nadie conociera más de ella que sus habi-lidades de enfermera, de sanadora, de refugio. El grupo de auxilio se reuniría en el aeropuerto al medio día y volarían por unas veinte horas, antes de llegar a su destino. María Antonieta conocía a los demás miembros de la caravana por reputación, solamente; eso la aliviaba y la inquietaba al mismo tiempo. Una escena en el noticiero de la televisión la congela: Gente co-rriendo en conmoción, atropellando cajas en un mercado, en algún lugar del planeta. Tiene que salir, llegar a tiempo, pero no puede desprenderse —recuerda que Teresilla podía quedarse dormida en las posiciones y lugares menos esperados: durante el desfile de una banda de trompetas y tambores, acostada de cabeza en el sofá de la sala…—. La escena ha pasado. El noticiero está terminando. Final-mente, como si fuera otra persona, lo apaga y sale a la calle. Desde que se quedó sola (Tere tendría entonces como cuatro años), María Antonieta se había encargado de la cafetería del hospi-tal y la había convertido en un verdadero restaurante. Su entrena-miento profesional como enfermera y su participación en las accio-nes de apoyo en emergencias le habían asegurado la buena voluntad de los directivos del Instituto. Pero no era suficiente. Llevaba una carga demasiado pesada. Los días se llenaban de ocupaciones sin sentido: formas qué llenar, so-licitudes qué atender, entrevistas...María Antonieta sentía cada vez más lejanos los días en que hacía planes; los días en que se soñaba con sobrinos, hijos y nietos, haciendo pasteles, contando cuentos, secando lágrimas. Había tenido que pasar sola su último cumplea-ños y eso la había deprimido. Los años pasaban y ella no tenía nada qué mostrar, nadie con quien compartir. —A mi abuela nunca le pasó esto— se decía, mientras recorda-ba a la vieja contándole por centésima vez el cuento del ratón que tenía nalgas de hule y podía, por ello, ser tan rebelde como fuera necesario: podía resistir cualquier castigo corporal.Y, encima de todo, se había vuelto consciente de esas pequeñas ma-nías que caracterizan una vejez solitaria: La repulsión y la angustia que le provocaba el olor de los mangos, por ejemplo ¡eso no era normal a su edad: no llegaba aún a los cuarenta!. Por eso había saltado a la oportunidad de dar un cambio radical a su vida —se decía como justificación o como reflexión ¿quién sabe?, mientras volaba—. La verdad es que nunca hubo un razonamiento: ver la convocatoria, llenar la solicitud y anexar sus documentos era algo que había hecho como en otra consciencia. Como hipnotizada, como ejecutando un programa automático —como Adán, cuando tomó la manzana—, pensó, sin saber bien por qué. Nada —ni la miseria del campo mexicano, ni el abandono de los niños en las ciudades, ni los enmascarados de la televisión— nada había preparado a María Antonieta para los despojos de una guerra de verdad. Lo que más la conmovía no era la muerte, presente en todos lados, sino la terca resistencia a morir. Sin esperanzas, sin futuro, después de haber presenciado una muestra sustantiva de crueldad e indiferencia humanas, estos niños simplemente se ne-gaban a morir. En cuanto llegó, se entregó al trabajo. Pronto, la vista de cuerpos dolientes pasó a ser parte del fondo, lo mismo que los reporteros y los agentes de organizaciones internacionales de ayuda, como la que la había traído. Lo único que estaba siempre presente era esa negativa a morir, a dejarse llevar, a avanzar hacia un futuro vacío. María Antonieta se miró las manos. Se concentró en los espa-cios entre sus dedos. En los fetos de pocas semanas, esos espacios no existen. Las células que forman el tejido entre ellos tienen que cometer suicidio —apoptosis, lo llama el clínico lenguaje de los biólogos— para lograr la destreza que manifestamos en guitarras, caligrafías y caricias en el pelo. —En el vasto esquema de las cosas— pensó —una vida es una gota de agua en el mar.- Tomó su maletín y, tratando de no pensar demasiado, dejó a su

El leal arquitecto Alberto Patiño Roldán

Salvador Martínez Manzanos

Oriundo de la Ciudad de México, con domicilio en calle La Purísima No. 34 nació el 14 de mayo de 1876. Sus padres fueron Pedro Patiño Gómez y Encarnación Roldán Busti-

llos, muy devota del Sagrado Corazón de Jesús. Su padre fue quí-mico y boticario, propietario de la famosa Droguería Patiño, en la Nueva Santa María. David, su hermano mayor, hombre de gran sensibilidad pictó-rica y muy sagaz en la imagen e ilustraciones de todo tipo, incur-sionó en la pintura y en la fotografía artística llegando a instalar un negocio de fotografía para pasaportes, credenciales, bodas, primeras comuniones y XV años etc. A este negocio llegaron a ir para foto-grafías de estudio algunas bailarinas y cantantes de moda. Su hermana Julia, viuda y sin hijos, casó muy joven con un militar 35 años mayor que ella. Cuando enviudó ya contaba con 50 años de edad. Este hombre duro acaudaló fortuna en vecindades y edificios de apartamentos usados como bodegas y talleres de arte-sanías. El padre de Alberto, al ver su buena disposición para el estudio, al cumplir 19 años lo envió a estudiar arquitectura a la Escuela de Ingeniería Municipal de París. En 1917 regresa a México y vive con sus padres hasta 1920. Este viaje trazó en Alberto no sólo la sabiduría para construir y diseñar casas y edificios de acuerdo al gusto del fin del siglo XIX, sino que además supo de banquetas, cañerías, instalaciones de agua y luz, etc. Los diplomas y buenas notas, así como su dominio del francés y el gusto por el teatro y la ópera, lo hicieron chocante frente a los empleados y funcionarios que por aquellos días asignaban obra pública, como le sucedió a Emile Bernard y su Palacio Legislativo, y que terminó siendo un mausoleo. Con base en el tesón obtuvo la colocación de la red de agua en las colonias Chapultepec Morales y Verónica Anzures. A partir de 1925 y durante muchos años fue arquitecto consultor y diseñador para los constructores influyentes que obtenían los buenos contratos. Esta actividad le permitió vivir con algún desahogo. Su vida amorosa se tramitó en los mejores burdeles de la ciu-dad. Ahí se enamoró de Rosa. Todos le dijeron que éste era un amor

de perdición, una vergüenza y un descrédito familiar y profesional. La llevó a vivir con él ante el absoluto rechazo de la familia y de las empresas constructoras que lo empleaban. Después nadie lo buscó ni le dio trabajo. En 1930, obtiene su plaza como profesor de diseño arquitec-tónico y dibujo de construcción en la Academia de San Carlos, y también en la Escuela de Arquitectura de la UNAM. Modestamente se casa con Rosa. Ese día su hermano David, se acerca a la boda, abraza a la virginal novia, convive y festeja la boda con su hermano y con las amigas de ella. Le hace la foto del recuerdo.Como secuela de alguna enfermedad profesional, el embarazo de Rosa es difícil. Cuando llega el parto, antes de término, es atendida en el Hospital General y lamentablemente la niña nace muerta, un rato después Rosa muere de una hemorragia. En 1931 a los 45 años de edad, sufriendo enormemente la doble pérdida, se refugia en su vida de maestro. Ingresa en la Gran Logia del Valle de México y encuentra consuelo en los compañeros y el estudio de la filosofía. Se cambia a vivir a una habitación de tres cuartos en la vecindad que le facilita su hermana, ya viuda del te-niente coronel Manuel Rodríguez Montero. El tiempo lo ayuda, la pena la vive solo, con los mismos zapatos de hace 25 años, renova-dos con tapas y medias suelas, en luto eterno, comiendo y cambián-dose de ropa gracias a la vecina que le lava y cocina, bebiendo café expreso y fumando diariamente un puro desvencijado que enciende después de comer, con los dientes chimuelos y color chocolate, con los olores de pies y axilas después de un riguroso baño semanal en tina, lo más caliente posible, porque hay que cuidarse de las pul-monías. A sus alumnos les enseña arquitectura, filosofía; platica de las óperas de Verdi y Puccini, del trabajo de Miguel Ángel, el más grande de los arquitectos y artistas del mundo. Con sus alumnos diseña casas y edificios para los terrenos bal-díos de la ciudad. Algunos llegan a ser construidos porque el alum-no es hijo de alguien. Recopila planos, maquetas, esbozos y mil di-seños que entrega al patrimonio de las escuelas donde trabaja y con los cuales, debido al entusiasmo de compañeros maestros jóvenes y de sus alumnos, se monta la única exposición con su obra después de su muerte. Fallece el 16 de octubre de 1960, a los 74 años de edad.

Salvador Martínez Manzanos nació en el Distrito Federal hace 69 años. Es economista y radica en Ensenada desde 2010. Ha escrito diversos do-cumentos educativos, poesía y narrativa. Recibe comentarios en el correo [email protected].

cuerpo caminar hacia los pobres camastros con gente sin esperanza. Le sorprendió el desdoblamiento que sufrió. Como si ella se viera desde lejos limpiar heridas, lavar abcesos, coser y vendar. Como si fuera otra persona quien lo estuviera haciendo. No se conocía esa serenidad y se preguntó si sería parte del shock. Aun al terminar la jornada, y caer en su catre de campaña, esperó la angustia y el tem-blor en vano: nunca llegaron. Se quedó dormida inmediatamente, hasta la madrugada. El sueño no fue reparador. Al levantarse, le pareció que pesaba tres veces más; que el aire era más denso y más seco; que el sol la había elegido como víctima. No tuvo fuerzas ni para llorar.Se levantó, a pesar de todo. Fue por los botes y partió en busca de agua al depósito. Enfocó su mente en el siguiente paso que iban a dar sus pies; no más allá. Después, en el siguiente paso. El polvo trató de distraerla, pero ella se concentró en mover los botes con agua. Los lamentos de los enfermos la llamaban como el canto de las sirenas, pero ella se ató con sus brazos al mástil sobre sus hombros, los botes colgando en sus extremos, y avanzó, paso por paso. Desde las plataformas de los camiones, los cuerpos inertes la llamaban: —Ven, aquí sí se descansa. Para siempre.Ella dio el siguiente paso; luego, el siguiente. No pensó en que el día se alargaba interminablemente. No sintió el hambre, ni el cansan-cio, ni la soledad. Sólo sentía el piso bajo sus sandalias y el siguiente paso. De repente, el día se terminó. De regreso al galerón, se dejó caer en el catre y trató de dor-mir. Todo era distinto de la noche anterior. Apenas caía al sueño, la despertaba una sensación de dolor, de entumecimiento, en las articulaciones. Ella misma no reconoció los síntomas, ni siquiera la mañana siguiente, cuando no pudo levantarse. La situación en el campamento era tan caótica, que nadie la extrañó. Tendida, sintió que se apagaba poco a poco, como si se le fuera acabando la batería. —Me voy a morir— se dijo —Y es justo: me lo merezco.Se deslizó al sueño otra vez y, nunca supo si dormida o despierta, revivió la escena que jamás se había permitido recordar:Un mercado mexicano. Un cuerpo tirado en la calle, en una con-torsión extraña. Es el cuerpo de una niña: de su niña, de Teresa. Cuando la gente se retira, cuando se levanta del piso, allí queda ella. ¿ Se durmió en el pavimento? Repite la escena una y otra vez: la conmoción, la gente corrien-do, los disparos, la gente tirándose al piso. —¿Tere? ¿ Dónde está? Su cuerpo pequeño, retorcido en el piso; su pelo —normalmente cepillado y limpio— alborotado y con pedacitos de paja; sus pan-talones y sudadera manchados con rodetes pardos; un agujero en la rodilla de su pantalón; su nariz colorada; un ojo abierto y el otro cerrado. —Y todo, ¿por qué? ¿Por llevarla al mercado a comprar mangos? ¿Porque quería que ella los conociera? ¿Por un estallido de violen-cia tan absurdamente aleatorio como una epidemia? Termina la escena y empieza otra vez, con más detalle: los true-nos, que no identificó en el momento como disparos; la agitación de la gente corriendo y tirándose al piso; la luz del sol en el polvo entre las lonas sobre los puestos del mercado; el silencio. La gente retirándose con desconfianza; María Antonieta dándose cuenta de que se ha sentado en la banqueta y de que un hombre se ha acerca-do a sostenerla para que no se desplome; el sabor a cobre en la boca; la cara de su Teresita, mucho más allá de la tranquilidad, infinita-mente más allá de los desvanecimientos de sus peores calenturas; la imposibilidad de volver atrás el tiempo. Cuando despertó, ya había amanecido. Por un momento, sintió el vientecillo fresco que entraba moviendo la cortina de la tienda. Pensó que se tendría que levantar. Oyó a los niños correr entre el polvo. Sonrió al pensar que la seguirían al regresar del pozo, en la tarde. Estos niños de tierra, secos como mazapanes oscuros, que nunca habían visto el mar y para quienes el agua era un lujo mayor que el dulce. Sí, los reuniría otra vez cuando cayera el sol y les contaría por centésima vez la historia de Buellia frigida, un líquen que crece en la Antártida, bajo las piedras. Crece un centímetro cada mil años, porque tiene que esperar que el brevísimo verano polar derrita unas gotas de agua que disuelvan unos granos de mineral; los incorpora y a los pocos días volverá a congelarse, hasta el siguiente verano. —“¡Pero vive, y crece!”— gritarían en silencio los ojos de los niños, fijos en ella, a pesar de haber oído el mismo cuento tantas veces, que podrían repetirlo ellos mismos. Seguramente lo harán, a sus hijos y nietos, duros, resilientes, como de hule. Sí, vive. Y crece.

-¹ Emilio Estefan Jr., Rubén Blades y A. Chirino: “Punto de referencia” (cantada por Gloria Estefan en Alma Caribeña, Epic 2000)

René Pinet Plascencia nació en el Distrito Federal hace 69 años. Es eco-nomista y radica en Ensenada desde 2010. Ha escrito diversos documentos educativos, poesía y narrativa. Recibe comentarios en el correo [email protected].

se llevará la caricia amanteel rozar de la piel cercanaLa ciudad que ahora permanece contigo ya no es toda tuya como siempreahora le falta un gran renglón en su sinfonía prescrita las cuerdas platinadas de las olas no alcanzan no acallarán nunca tu vacío tendrás que dejar un poco la ciudad donde nacistey no volver en otra playa distantea dejar que los pies desnudos se pierdan otra vez de seguir las huellas del amor. sé bien lo sébuscarás que sea en otro puerto el olor a sal el rumor del mar y el anclaje de las últimas horas de la tarde son tu refugio preferidopero necesitas otro mapa para inscribir en la palma de la mano y no perderte para adivinar como

[buen gitano que eresel destino de la entrega total de tus amarres de la entrega total de tus viajespara llegar al puerto que anhelas desde siempre.

Escrito en el mes de junio casi el verano del año bienamado de 2011 , en la Ciudad y Puerto de Ensenada, Baja California, México.

Lauro Acevedo es poeta y ensayista, ha publicado su obra en libros, revis-tas periódicos, y dado lecturas en diversos lugares dentro y fuera del país, cuenta con 22 poemarios publicados, dos selecciones y dos antologías di-dácticas. Ha recibido varios reconocimientos, el más reciente: Ser el autor de la letra del himno oficial de Ensenada. Ha sido integrante del consejo editorial del Instituto de Cultura de Baja California y profesor en las cáte-dras de Semiótica y Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autó-noma de Baja California. Actualmente es profesor del Taller de Lectura y Redacción y de Literatura en el Colegio de Bachilleres del Estado de Baja California, plantel Ensenada. Es miembro del Seminario de Cultura Mexi-cana y del Subcomité de Cultura de Copladem, e integrante del Consejo del Instituto Municipal de Cultura y Desarrollo Humano. [email protected].

Urbanario se consigue en: Ensenada: Galería de la ciudad, Café Tomas, Café Su Taza, Café D´Volada, Cearte, La Alcoba Casa de Té, Café Kaffa, Café Arábiga, Gym Life, Tecnilibros y Arte y Diseño, 7 Heaven Tattoo & Body Piercing, Jazz Café, Culture Beat, La Stella Pizza, La casa de los abuelos, Café Once y Burbu-té. Monterrey: En la librería Gandhi. Si quieres toda nuestra colección, escribe a: [email protected]

Dejar la ciudad

Lauro Acevedo

¿Qué ruta seguirás dentro de poco?cuando se te agoten las líneas de la mano para encontrar los caminos del recuerdopara recorrer desnudo los parajes recónditos del alma esos que cada madrugada te despiertan como viejos fantasmas en la casa antigua del sueño bajo la soleras viejas de la espera en esa ciudad imaginaria que llevas en el recorte de tus labios cuando murmuras la oración de la tardede esa tarde en la cual decidiste dejar las calles del silencio para gritar a voces llenas de entusiasmoque deberías dejar la ciudad donde naciste insomnio y primaverapara hojear otoños en otros principios del inviernoy caer en la cuesta del olvido para descansar plácido en el vaivén del viento que mece todas las mañanas la esperanzahoy llevas esa ciudad en la palma de la mano inscrita en las líneas de la vida para ni perderte en los andares para no caerte del columpio amable ése que se ve en la foto antiguaTenías siete años eras retoño en el jardín trasero de la casaen esa calle polvorienta del puerto que un día será bien lo sabes una ciudad de cuerdas marineras atadas al cabo de tu puertopara llevarte en el andamio del amanecer hasta la verdadera luz de las cinco de la tarde donde tomarás el té y recogerás las amarrasy otra vez el viaje hacia la alcoba de la noche y el encierro en la cárcel del insomnio para mantener los ojos cerrados y que el sueño no lleguemientras en el telón interior de tus ojos aparece la comedia del añorado viajede volar hacia la otra orilla del océanoese mar pacífico que te vio recoger caracolas en la tibia arena y regalar un pedazo de madera recogida en la resaca del continuo esperardonde grabaste tu nombre dentro de un corazón arrepentidode no robarte de cerca un beso enterrarás una mano en la arena solitariacomo un castigo a no haber podido tocar los rubores en la mejilla ansiada del amor decir adiós fue tu respuesta cobarde dejaste que la silenciosa distancia