Verne, Julio - El pueblo aéreo

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EL PUEBLO AÉREO JULIO VERNE

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Julio Verne

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    J U L I O V E R N E

    Diego Ruiz

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    1UN VIAJE PELIGROSO

    -Y el Congo americano? -inquiri Max Huber -.Acaso no falta agregar un Congo americano?

    -Para qu, mi querido Max?- le contest JohnCort -. Acaso nos faltan grandes extensiones en losEstados Unidos? Qu necesidad hay de colonizartierras en otros continentes cuando an tenemoscentenares de miles de kilmetros cuadrados de te-rritorio virgen entre Alaska y Texas?

    - Pero si las cosas continan as, las nacioneseuropeas terminarn por repartirse frica y nadaquedar para tus compatriotas!

    -Ni los norteamericanos ni los rusos tienen nadaque hacer en el Continente Negro -repuso JohnCort con acento terminante.

    -Pero por qu?

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    -Porque es intil fatigarse caminando en buscade lo que se tiene al alcance de la mano...

    -Bah! Ya vers, querido amigo. El GobiernoFederal de los Estados Unidos reclamar uno deestos das su parte en el postre africano. Si hay unCongo francs, otro belga, y otro alemn, hay unCongo independiente que slo espera la oportuni-dad de dejar de serlo. Y a esto cabe agregar laenorme extoensin sin explorar que llevamos ya tresmeses recorriendo. . .

    -Explorando como curiosos y no como con-quistadores, Max.

    -La diferencia no es considerable, digno ciuda-dano de los Estados Unidos -declar Max Huber -.Te repito que esta parte de frica podra convertir-se en una magnfica colonia de la Unin... tiene te-rritorios extraordinariamente frtiles, que esperantan slo que se los utilice, bajo la influencia de unairrigacin natural de gran generosidad. . .

    -Y un calor igualmente generoso -lo interrumpiJohn, secndose la transpiracin que le baaba lafrente.

    -Bah! No hagas caso -replic Max -. Todo escuestin de aclimatarse. Recin estamos en prima-vera. Espera que llegue el verano y me dirs.

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    -Ya lo ves. No tengo el ms mnimo deseo deconvertirme en un nativo de tez oscura. Acepto laafirmacin de que hemos realizado una bonita ex-cursin a travs de extensos territorios inexplora-dos, contando en todo momento con el apoyo de labuena suerte. Pero quiero regresar cuanto antes aLibreville para descansar tranquilo, despus de tresmeses de continuas fatigas.

    -De acuerdo, John. Sin que esto signifique queesta expedicin me haya proporcionado toda la di-versin que yo esperaba. . .

    -No te comprendo. Hemos recorrido muchoscentenares de kilmetros a travs de una comarcadesconocida, entre tribus salvajes que muchas vecesnos recibieron a flechazos, cazamos leones y pante-ras por deporte y elefantes en provecho del amigoUrdax... y no te sientes satisfecho?

    - Tal vez no me expres bien, John. Todo lo quenos ocurri forma parte de las aventuras ordinariasde los exploradores africanos. Es lo que los lectoreshallan en los relatos de Barth, Barton, Speke, Grant,Du Chaillu, Livingstone, Stanley, Cameron, Brazza,Gallieri, Massari, Buonfanti, Dibowsky...

    El tren delantero del carretn donde este dilo-go tena lugar choc en aquel momento con una

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    piedra, cortando la nomenclatura de exploradoresafricanos que con extraordinaria memoria formula-ba Max Huber. John Cort se apresur a intervenirantes de que su amigo prosiguiera.

    -Es decir, que esperabas que en nuestro viajeocurriera otra cosa?

    - Eso mismo!-Algo imprevisto?-Ms que imprevisto...-Extraordinario?- Eso mismo! Te aseguro que todava no he te-

    nido oportunidad de verificar la afirmacin de losantiguos: "La portentosa frica".

    -Por lo que veo es ms difcil satisfacer a unfrancs que a...

    -Un norteamericano? Puede ser, John. Por lomenos si nuestro viaje te resulta suficiente...

    - S.-Y si vuelves contento...- Contentsimo!-Y crees que quienes lean nuestras memorias se

    maravillarn por nuestras hazaas?-Naturalmente!-Pues me parece que sern lectores muy poco

    exigentes.

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    -Te parece que para dar ms realce al relatotendramos que terminar en el estmago de un leno digeridos por un canbal de los que tanto abundanen estas regiones?

    -No quiero llegar a semejante extremo.-Pero seras capaz de jurar que hemos estado

    en algn sitio donde jams puso su planta el hom-bre blanco?

    -No...-Y bien?-Eres un exagerado que pretende pasar por vir-

    tuoso, amigo mo -dijo el norteamericano -. Yo medeclaro satisfecho y no espero de nuestro viaje nadams que lo que ya hemos pasado.

    -O sea, nada!-El viaje todava no ha concluido, Max. Todava

    puede ocurrir algo que te entusiasme.-Bah! Estamos en la ruta comercial hacia Libre-

    ville.-Eso no significa nada. Todava pueden pasar

    muchas cosas.El carretn se detuvo. Haban llegado al fin de

    la jornada. La noche ya no tardara en tenderse so-bre la vasta llanura, pues en aquellas latitudes el cre-psculo es muy breve. Por lo dems esa noche la

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    oscuridad sera profunda, pues espesas nubes cu-bran el cielo.

    El carretn, destinado exclusivamente a trasla-dar pasajeros, no conduca ni mercaderas ni provi-siones. En realidad era poco ms que un gran cajnrectangular, colocado sobre dos ejes con ruedas,tirado por media docena de bueyes. En la parte an-terior tena una puerta y lateralmente cuatro peque-as ventanas, que servan para ventilar y dar luz alinterior, que estaba dividido en dos compartimen-tos. El del fondo estaba reservado a los dos jvenesque haban sostenido la conversacin precedente,un norteamericano -John Cort - y un francs -Huber -. En la cmara anterior viajaban un comer-ciante portugus llamado Urdax y el gua nativo, unindgena del Camern a quien conoca como Kha-mis.

    Tres meses antes ese vehculo haba partido deLibreville, dirigindose hacia el Este, por las llanurasdel ro Ubanghi, ms all del Bahar-el Abiad, uno delos tributarios que vierten sus aguas en el sur dellago Chad.

    En aquella extensa regin que era inexploradaan, poblada por tribus salvajes y belicosas, habatodava antropfagos que por costumbre antiqusi-

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    ma saciaban sus bestiales instintos en prisioneros ycautivos, por lo que el portugus Urdax se habavisto forzado varias veces a cambiar el uso de losfusiles que llevara para cazar elefantes y destinarlosa defenderse de los feroces congoleses.

    La expedicin haba sido afortunada. Ningunode sus miembros haba quedado tendido para novolverse a levantar, y regresaba con todo el personalsubalterno ileso.

    En uno de los poblados cercanos al Bahar-elAbiad, John Cort y Max Huber haban podidosalvar a un nio de diez aos de correr la horrendasuerte de los prisioneros, arrancndolo de las garrasde aquellos salvajes canbales a cambio de unas ba-ratijas. El pequeo, hurfano de padre y madre, sellamaba Llanga, y demostraba un afecto y una fide-lidad canina hacia sus salvadores. Esto haba ocurri-do durante una expedicin anterior de los dosamigos, que desde entonces no se separaban delnio.

    Cuando el carretn se detuvo, los bueyes, ago-tados, se dejaron caer en su sitio, y cuando los blan-cos descendieron, el pequeo Llanga se les acerccorriendo.

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    -No te sientes fatigado? -le pregunt John, aca-ricindole la cabeza.

    -No... tengo buenas piernas!-Pues bien! Es hora de comer! -le record Max.-Oh, s! Tengo apetito...Con estas palabras, el negrito sali a parlotear

    con los cargadores de la caravana.Si el carretn serva exclusivamente para llevar a

    John Cort, Max Huber, Urdax y Khamis, el marfilrecolectado y la carga general estaban confiados alos portadores negros, medio centenar de hombresrobustos y alegres, que acababan de depositar todoen tierra para preparar el campamento.

    Una vez que todo estuvo ordenado a la luz delos magnficos tamarindos que rodeaban al campa-mento, el gua, que oficiaba de capataz, se asegurque los distintos grupos de cargadores tenan todolo necesario para cenar. Numerosas hogueras fue-ron encendidas y se pusieron a asar los cuartos deantlopes cazados durante la jornada. Pronto cadauno dio pruebas de un apetito envidiable, rivalizan-do con su vecino en cantidad de carne ingerida.

    Resulta intil aclarar que si bien los negros lle-vaban la carga general de la expedicin, las armas y

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    municiones seguan a los jefes y eran transportadasen la carreta, a mano para cualquier eventualidad.

    Una hora ms tarde la comida concluy y la ca-ravana, los estmagos llenos y los cuerpos fatigados,se entreg al reposo.

    Antes de retirarse, el gua estableci cuartos deguardia; pese a que estaban ya cerca de la costa, eranecesario cuidarse siempre de los seres hostiles quepodan rondar el campamento, tanto de cuatro patascomo de dos. Al respecto, tanto Khamis, el gua, unnativo delgado pero fuerte, de treinta y cinco aosde edad, valeroso y experimentado, como Urdax, elcomerciante portugus, un hombre de cincuentaaos, muy vigoroso an, prudente y conocedor desu oficio, ofrecan una verdadera garanta de seguri-dad a los dos jvenes.

    Los tres blancos cenaron bajo la copa de uno delos tamarindos, sentados sobre las prominentes ra-ces. Mientras coman, hablaban, y siguieron hacin-dolo cuando la cena concluy. El tema, como todaslas noches, se relacionaba con la ruta a seguir pararecorrer los dos mil kilmetros que faltaban parallegar a Libreville.

    - Desde maana -dijo por fin Urdax- tendremosque seguir hacia el suroeste...

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    - Y eso es ms indicado que proseguir hacia elsur, pues segn veo hay una selva impenetrable enesa direccin -exclam Max Huber, sealandomientras hablaba.

    -Inmensa -afirm el portugus-. Si siguiramossu lindero este, tardaramos meses en llegar a desti-no.

    - En cambio hacia el oeste...- Sin alejarnos mucho de la ruta habitual, en-

    contraremos nuevamente al Ubangui en los alrede-dores de los rpidos de Zongo.

    -Y si cruzamos la jungla...no abreviaremos elviaje? -inquiri entonces el francs.

    -S, por lo menos un par de semanas.-Y en tal caso... que nos impide lanzarnos a tra-

    vs de la foresta?-Es que se trata de una selva impenetrable.-Vamos! No ser para tanto!-Para un grupo de caminantes, puede que la jun-

    gla tenga senderos practicables, pero con vehculoses absolutamente infranqueable.

    -Y dice usted que nadie ha intentado jams re-correr esta selva virgen? -era evidente que Max seinteresaba cada vez ms.

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    -Un momento! -John Cort intervino advirtien-do que aquello pasaba a mayores-. No pensarsintroducirte en semejante foresta! Podemos consi-derarnos felices si alcanzamos a rodearla!

    -No tienes inters en averiguar qu misterios seencierran entre esos troncos aosos?

    -Qu quieres hallar, amigo mo? Reinos des-conocidos? Ciudades encantadas? Animales deespecies desconocidas? O acaso seres humanoscon tres piernas en lugar de dos?

    -Por qu no? Todo puede ser!Llanga escuchaba la conversacin, con sus gran-

    des ojos atentos a los movimientos de Max Huber,como si hubiera querido decirle que estaba dis-puesto a seguirlo hasta el fin del mundo.

    -En todo caso -prosigui John -, puesto queUrdax no tiene intenciones de atravesar la selva parallegar a las costas del Ubangui. . .

    - Eso sera muy peligroso! -terci el portugus-.Nos expondramos a no volver a salir!

    -Ya ves, querido Max. Pero me parece que ya eshora de dormir. Aprovecha y suea que entras enesa tierra misteriosa y la recorres... soando.

    - Rete de m! Era lo nico que me faltaba...provocar risa a mis amigos! Pero recuerda lo que

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    dijo cierto poeta: "Huye hacia lo desconocido enbusca de algo nuevo. "

    -Realmente dijo eso, Max? Y cmo sigue?-Lo he olvidado.- Pues olvdate tambin lo que sabes y vete a

    dormir!El consejo era inmejorable. Los viajeros acos-

    tumbraban a pernoctar al aire libre siempre y cuan-do no amenazara lluvia. As, pues, los dos amigos seenvolvieron en las mantas que les llev Llanga ycerraron los ojos.

    Urdax y Khamis por su parte, antes de retirarsea descansar dieron una ltima vuelta por el campa-mento, para asegurarse que todo marchaba bien.Luego se acostaron tambin ellos, confiando en loscentinelas.

    Pero el silencio y la tranquilidad reinantes pare-cieron contagiar a los que estaban encargados develar por la seguridad del campamento, y tambin sereclinaron bajo los rboles, quedando profunda-mente dormidos. Por esta razn nadie pudo verciertos resplandores sospechosos que se desplaza-ban entre la foresta, a cierta distancia de su lmiteexterior.

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    2LOS FUEGOS MOVEDIZOS

    El campamento estaba a dos kilmetros del lu-gar donde se producan aquellos fuegos misteriosos.Se trataba de luces rojizas, que saltaban, cambiabande lugar y se movan, reunindose y alejndose. Setratara de una banda de indgenas acampados enaquel sitio durante la vspera? Esas luces no podanser hogueras a causa de su movilidad, pero era depresumir que una docena de negros con antorchasproduciran aquel extrao efecto, vistos desde ciertadistancia.

    Eran aproximadamente las veintids y treinta,cuando el pequeo Llanga despert. No cabe dudaque hubiera vuelto a dormirse de no haberse dadovuelta precisamente en direccin del bosque. Deinmediato sus ojos, cargados de sueo, se abrieron

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    enormemente. Incorporndose a medias, se frot elrostro con las manos y volvi a mirar, parpadeando.No caba duda. No se engaaba: en el lindero de laselva se movan llamas que iluminaban dbilmente.

    De inmediato el nio pens que la caravana es-taba por ser atacada; esto fue instintivo en l, enrelacin con su amarga experiencia anterior.

    Sin embargo, antes de despertar a sus dos amosblancos, se arrastr hacia el carretn sin hacer ruidoy cuando estuvo junto al gua, lo llam suavemente.

    Khamis, que tena sueo liviano, abri los ojos ylo interrog con la mirada. El pequeo, sin hablar,seal hacia la jungla, donde danzaban aquellasmisteriosas luces.

    - Urdax!- llam el africano con voz firme.El portugus era hombre acostumbrado a dor-

    mir con cuatro sentidos alerta. De un salto estuvode pie, alerta y vigilante.

    -Qu ocurre?- Mire!El gua seal hacia los fuegos que se multipli-

    caban en el sombro borde de la foresta.-Atencin! -grit el comerciante, con toda la

    fuerza de sus pulmones.

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    Segundos despus todo el campamento habadespertado, y nadie pens en recriminar a los centi-nelas por su falta de atencin, pues el peligro pare-ca demasiado cercano para perder tiempo entonteras.

    Max Huber y John Cort se unieron al portugusy el gua.

    Debe ser una gran reunin de nativos -dijo Ur-dax con acento preocupado-. Probablemente deesos Budjos, que viven en las costas del Congo y delUbangui.

    -Seguramente. Esas llamas no se han encendidosolas. . . -asinti Khamis.

    -Evidentemente alguien tiene que mover lasantorchas de un lado para el otro -exclam JohnCort.

    -Sin embargo, no se vislumbra el contorno deningn cuerpo -afirm Max, entrecerrando los ojospara ver mejor.

    -Es que estn detrs de los primeros rboles -observ el gua.

    -Pero no se desplazan en una sola direccin...van y vuelven -prosigui diciendo el francs.

    -Qu piensa usted? -pregunt John al portu-gus.

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    -Creo que estamos a punto de ser atacados poruna banda de nativos. Debemos prepararnos inme-diatamente para la defensa.

    -Pero por qu esos indgenas no cayeron sobrenosotros cuando dormamos?

    -Los africanos tienen extraas costumbres peroen definitiva son peligrosos como panteras negras.

    -Buen trabajo tendrn nuestros misioneros! -coment Max framente.

    -Por eso mismo conviene que nos mantengamosalerta -insisti Urdax.

    S. Haba que estar preparado y defenderse hastamorir, pues las tribus ribereas del Ubangui no eranmisericordiosas con sus prisioneros. Resultaba pre-ferible caer con las armas en las manos a ser toma-dos prisioneros; ninguna crueldad era poca para lashordas de guerreros negros, de refinado salvajismo.

    En un instante los tres blancos y el gua se pro-veyeron de rifles y revlveres, buscaron cartucherasllenas de municiones y armaron a una docena deportadores de reconocida fidelidad con el resto delos fusiles y carabinas.

    Al mismo tiempo Urdax orden a sus hombresque se refugiaran tras de los grandes tamarindos de

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    espeso follaje, para ampararse de las flechas, cuyaspuntas estaban frecuentemente envenenadas.

    As preparados, esperaron. Ningn sonido lle-gaba desde el gran bosque. Los fuegos seguanmostrndose en constante movimiento, y por mo-mentos se multiplicaban.

    -Parecen antorchas resinosas paseadas por elborde de la selva -aventur Urdax.

    -Seguramente -asinti Max -, pero no alcanzo acomprender por qu no se quedan quietos y nosatacan. . .

    -Y en caso de que no lo hagan, quisiera saberpor qu se mantienen en ese sitio, sin marcharse niacercarse -agreg John Cort.

    Era inexplicable. Claro que tampoco haba mu-cho de qu asombrarse, tratndose de los degrada-dos habitantes del Ubangui.

    Transcurri otra media hora sin aportar cambioalguno a la situacin. El campamento se mantenasobre ascuas. Las miradas de todos se dirigan haciael este y el oeste, tratando de perforar las sombras.Mientras las antorchas saltarinas distraan a losguardias, era posible que se produjera un ataque porlos flancos. Sin embargo tampoco esto ocurra, y los

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    nervios de los expedicionarios estaban cada vez msresentidos.

    Poco despus, y eran ya las veintitrs, Max Hu-ber se dirigi a sus compaeros con voz resuelta:

    -Vamos a reconocer a nuestros enemigos.-No convendra esperar a que amanezca? -

    inquiri John Cort, ms prctico y prudente.-Paciencia... paciencia... -exclam el francs,

    moviendo las manos-. Siempre hacndonos espe-rar hasta el ltimo momento!

    -A usted qu le parece? -John se dirigi al co-merciante portugus, ms experimentado en seme-jantes lances.

    -Puede que convenga prestar atencin a la pro-puesta de Max. Naturalmente, procediendo conmuchas precauciones.

    -Si nadie se opone, yo ir en descubierta -seofreci el francs.

    -Y yo lo acompaar -agreg el gua.-Es lo mejor -aprob el portugus.-No... me parece que ser mejor que vaya tam-

    bin yo -dijo John Cort, resueltamente.-Sera demasiada gente. Alguien tiene que que-

    dar en el campamento -lo interrumpi Max Huber -.

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    No iremos demasiado lejos, y si descubrimos activi-dades sospechosas, regresaremos de inmediato.

    -Lleven las armas preparadas...-As lo haremos -repuso Khamis -, pero espero

    que no necesitemos utilizarlas para nada...-Tienes razn. Lo esencial es que no sean des-

    cubiertos -agreg Urdax.Max Huber y Khamis se alejaron, desaparecien-

    do entre las espesas tinieblas apenas a un centenarde pasos de las hogueras del campamento.

    Acababan de recorrer cincuenta metros ms,cuando advirtieron que el pequeo Llanga los habaseguido.

    - Eh! Qu haces aqu? - pregunt el gua al ni-o.

    -Yo... ir con seor Max -repuso aqul.-Pero el seor John qued en el campamento.

    Vete a acompaarlo. Tal vez te necesite. : .-Seor Max correr peligro tal vez, s? -exclam

    vivamente en su pintoresco lenguaje el protegido delos dos amigos -. Seor John, no!

    - No te necesitamos! -le dijo entonces Khamiscon acento algo duro -. Vuelve al campamento!

    -Dejmoslo venir -intervino entonces el francs,enternecido por el afecto que le demostraba el chico

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    -. Ya que ha llegado hasta aqu, bien puede acompa-arnos. No creo que haya peligro alguno para l.

    -Oh! Yo ver mucho de noche! -le asegurLlanga.

    -Eso nos servir. Abre los ojos.Los tres siguieron avanzando. Media hora des-

    pus estaban a mitad camino entre el campamento yla selva.

    Los resplandores que produjeron aquel estadode alarma en los expedicionarios eran ms vivos acausa de la menor distancia, pero pese a la aguadavisin de Llanga y Khamis y a los binculos decampaa utilizados por Max, nada se vislumbrabafuera de las luces mismas.

    Esto confirmaba la opinin del portugus, quecrea que los portadores de las antorchas se encon-traban tras de los grandes rboles de la foresta. Talvez esos nativos no pensaban salir de all.

    En verdad aquello era cada vez ms inexplicable.Si se trataba de una mera reunin de negros queplaneaban pernoctar pacficamente y seguir viaje alotro da, por qu iluminaban as la selva? A quceremonia nocturna estaban dedicados?

    -Me pregunto si saben que estamos acampadoscerca de ellos -murmur Max Huber.

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    -Supongo que s. Aunque hayan llegado despusde la puesta del sol, nuestras hogueras deben de ha-berles advertido. Maana sabremos sus intencionesmejor...

    -Si es que todava estamos aqu despus que ha-ya amanecido. . .

    La marcha fue reanudada en silencio. Por fin seencontraron a medio kilmetro del lmite de la jun-gla.

    Nada sospechoso se adverta en aquel sitio, ilu-minado por el reflejo de las antorchas. Pese a la luz,no se vea a ser humano alguno.

    -Nos acercamos ms? -inquiri Max a compa-ero, cuando se detuvieron por segunda vez.

    -Para qu? -repuso Khamis -. No resultaraimprudente? Quiz esos hombres no tengan inten-ciones belicosas y al vernos se despierten sus ins-tintos guerreros.

    -Sin embargo me hubiera gustado estar seguro!-murmur el francs -. Esto es algo singular...

    Nada ms era necesario para despertar su vivaimaginacin. El gua, comprendindolo as, insisti:

    -Regresemos al campamento. . . -pero ya Maxhabase puesto nuevamente en marcha, forzando asus dos compaeros a seguirlo.

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    Sin embargo haban recorrido un centenar demetros, cuando Khamis exclam:

    - Ni un paso ms!Qu haba descubierto aquel hombre acostum-

    brado a los bosques? Un grupo de indgenas hosti-les? Lo cierto era que se acababa de producir unbrusco cambio en la disposicin de las luces quebrillaban entre los rboles.

    Por un momento las llamas desaparecieron trasla cortina vegetal, y las tinieblas se tornaron profun-das.

    -Atentos! -exclam Max.-Retrocedamos! -repuso Khamis.Convena acaso batirse en retirada bajo la ame-

    naza de una inmediata agresin? No era mejor en-frentar a los posibles atacantes?

    De pronto las luces volvieron a iluminar la no-che. Pero esta vez no se trataba de resplandores anivel del suelo, que podan tomarse por antorchasen movimiento. Ahora brillaban a una altura detreinta o cuarenta metros.

    -Diablos! -coment Max -. Esto es extraordina-rio! Sern fuegos fatuos?

    Pero esta explicacin no result plausible paraKhamis, que sacudi la cabeza. Pero entonces...

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    significaba aquello que los indgenas acampados alpie de los rboles haban trepado a las ramas mselevadas? Con qu fin?

    -Sigamos avanzando! -insisti el francs.-Sera intil. Nuestro campamento se halla ame-

    nazado por ahora. No quisiera que pasen temorespor nosotros. . . regresemos.

    -Pero si averiguamos lo que ocurre podremostranquilizar mejor a nuestros compaeros...

    -No me convence su idea. No nos aventuremosms adelante... estoy seguro que una tribu ntegra seha reunido en las lindes de la selva. Por qu encen-dieron esas antorchas? Para qu han trepado a lacopa de los rboles? Por temor a las fieras?

    -Qu fieras? No hemos odo ningn rugido...el ms mnimo grito que indicara la presencia deanimales salvajes! Yo quiero saber qu ocurreKhamis!

    Y seguido por Llanga, Max Huber avanz algu-nos pasos ms, mientras el gua lo llamaba vana-mente.

    De pronto, el francs se detuvo. Las antorchas,como extinguidas por un soplo sbito, habanvuelto a apagarse. Una oscuridad profunda, som-bra, cubri todo.

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    Del extremo opuesto, un rumor lejano, irreco-nocible, se propagaba a travs del espacio, verdade-ro concierto de mugidos prolongados, trompeteosnasales y estruendos crecientes.

    Era acaso una tormenta ecuatorial que llegabacon la imprevista rapidez de aquellas latitudes?

    No! Esos mugidos caractersticos traicionabanel origen animal de todo aquello. No se trataba deuna tormenta sino de algo mucho ms peligroso yterrible.

    -Qu es eso, Khamis? -pregunt Max Huber.-Volvamos al campamento! --repuso el gua.-Qu? Acaso...?- S! Vamos pronto... antes de que sea demasia-

    do tarde!

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    3EL DESASTRE

    Max, Llanga y Khamis no tardaron ms dequince minutos en franquear los dos kilmetros quelos separaban del campamento. Corriendo, no semolestaron en volverse una sola vez para mirar ha-cia atrs, pues por parte de los indgenas subidos alas copas de los rboles reinaba una tranquilidadabsoluta. El peligro llegaba de otra direccin.

    El campamento, cuando los dos hombres y elnio llegaron, estaba dominado por un terrible te-mor, completamente justificado frente a un peligrocontra el que nada valan el valor, la habilidad y lainteligencia. Enfrentarlo? Imposible. Huir? Esque acaso tenan tiempo de huir? Max y Khamis seunieron inmediatamente a John Cort y Urdax, queestaban cincuenta pasos ms all del campamento.

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    -Una manada de elefantes asustados! -grit elgua.

    -S -repuso el portugus -, y dentro de quinceminutos estarn aqu!

    -Vayamos al bosque --sugiri John.-No se detendrn -afirm el gua.-Qu ocurri con los indgenas que estaban

    all? -quiso saber John.-No pudimos saberlo -explic Max.-Pero no pueden haberse marchado tan pronto!-Naturalmente que no.A lo lejos, a unos dos mil quinientos metros, se

    divisaba una ancha lnea oscura y ondulante, que sedesplazaba a regular velocidad. El sonido se hacacada vez ms fuerte, semejante a un trueno que cre-ca de volumen, mezclado con trompeteos amena-zadores. Los viajeros del frica Central hancomparado justamente este sonido al ruido que ha-ce una batera de caones en movimiento sobre unacarretera de empedrado irregular. A esto debe agre-garse el sonido desgarrador de las trompetas tocadascon toda fuerza. Es de imaginar el terror de la cara-vana, amenazada por la horda de furiosos elefan-tes...

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    Si Urdax haba podido preparar una defensacontra el posible ataque de indgenas hostiles... es-tara en condiciones de idear algo para proteger alcampamento de las moles irracionales que lo ame-nazaban? Pareca difcil.

    -No podemos perder tiempo! -gritaba Khamis -. Tenemos que huir de inmediato!

    -Huir! -repiti el portugus, comprendiendoque en aquella palabra se encerraba su ruina, pues severa forzado a abandonar todo lo recogido durantela expedicin. Por lo dems, permanecer en el cam-pamento sera un verdadero suicidio.

    Max y su amigo esperaron a que el portugus yel gua adoptaran una resolucin para seguirla deinmediato. Entretanto, los elefantes se aproxima-ban; el tumulto era tan fuerte que ya nada podaorse.

    El gua repiti su consejo: era necesario alejarsede inmediato.

    -En qu direccin? -pregunt Max.-Rumbo a la selva.-Y los indgenas?-El peligro es menor all que aqu -repuso senci-

    llamente Khamis.

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    Quin poda afirmar algo en contra? Por lomenos exista la certeza de que, no era saludablepermanecer en aquel sitio.

    Todos esperaban una orden de Urdax, virtual je-fe de la expedicin. Por fin, el portugus, agobiadopor sus preocupaciones pregunt:

    -Y el carretn?-Habr que abandonarlo! Es demasiado tarde! -

    repuso Khamis.En efecto, tras romper sus ataduras, los bueyes

    haban echado a correr enloquecidos, dirigindoseen su pnico hacia la masa de elefantes, que losaplastara como moscas. Al ver lo que ocurra, Ur-dax trat de recurrir al personal de la caravana.

    -A ver! Los portadores! Aqu! -grit.Pero los negros, cargando bultos y colmillos de

    elefantes sobre sus cabezas, corran hacia el oesteabandonando a sus amos.

    - Cobardes! -exclam John Cort, enojado.Pronto en el campamento quedaron tan slo los

    tres blancos, el gua y el pequeo Llanga.- El carretn! ... El carretn!... -repeta Urdax

    con desesperacin, empujando el vehculo hacia elmacizo de tamarindos en la esperanza de salvarlo.Khamis se encogi de hombros y fue a ayudarlo.

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    Por fin, gracias a la colaboracin de John Cort yMax Huber, el carretn qued junto a los rboles. Sila manada de elefantes no segua en lnea recta, anexista una posibilidad de salvarlo.

    Pero esta tarea dur algunos minutos, y cuandoestuvo concluida, ya era demasiado tarde para in-tentar llegar hasta el bosque. Los elefantes estabandemasiado cerca.

    Khamis, que conoca muy bien la extraordinariavelocidad que pueden alcanzar esos animales, cal-cul la distancia y grit:

    - A los rboles!Aquella era la nica posibilidad de salvacin que

    tenan: trepar a los colosos de la selva y esperar quela manada se apartara al llegar ante aquel obstculo.

    Antes de hacerlo Max y John entraron en el ca-rretn y se cargaron con todos los paquetes de mu-niciones que haba, en tanto que Khamis buscaba elhacha y un machete.

    En el largo camino que les faltaba por recorrer,necesitaran todo aquello...

    John Cort, con una sangre fra a toda prueba,verific la hora a la luz de un fsforo. Max, msnervioso, mir hacia la enorme masa ondulante quese acercaba.

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    -Se necesitara artillera pesada! -murmuro.Khamis, por su parte, aguardaba con el aire im-

    pertrrito de africano de sangre rabe. Dos re-v1veres en la cintura, el fusil cruzado en bandolera,hacha y machete colgando del cinturn, se habacruzado de brazos.

    En cuanto al portugus, incapaz de ocultar sussentimientos, se quejaba ms por las prdidas mate-riales que aquella situacin le reportara, que por lospeligros fsicos que iba a correr. As, gema, malde-ca y juraba volublemente.

    Llanga se haba pegado a Max y John, sin de-mostrar miedo alguno. En su alma de nio creafirmemente que bastaba la presencia de sus protec-tores para que todo saliera bien.

    Ya haba llegado el momento de trepar a los r-boles. Tal vez la manada pasara sin haber visto aaquellos intrusos.

    Los tamarindos se alzaban hasta treinta o cua-renta metros de altura, y estaban suficientementecerca el uno del otro como para que sus ramas su-periores se tocaran, llegando a entrelazarse.

    El gua se apresur a arrojar varias cuerdas decuero de rinoceronte trenzado, utilizadas paramantener juntos a los bueyes, y pasarlas por las ra-

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    mas superiores de los tamarindos para poder treparmejor. As pronto los dos blancos y e pequeoLlanga estuvieron en un rbol y el portugus con elgua en otro vecino.

    La manada de elefantes haba llegado a tres-cientos metros de distancia del campamento; un parde minutos ms y los animales alcanzaran el macizode tamarindos.

    -Qu tal, amigo mo? -inquiri John Cort irni-camente-. Ests satisfecho?

    -En lo ms mnimo. Esto es algo ordinario. . .comn.

    -No creas, Max. Si llegamos a salir con vida deeste lance, ser una aventura realmente excepcional.Lo comn resultara que muriramos todos.

    - Caramba! Me parece que despus de todo tie-nes razn! Creo que sera preferible que los elefan-tes tomaran otro rumbo en lugar de venirnos aamenazar con sus enormes trompas, patas y colmi-llos...

    -Por una vez estamos en un todo de acuerdo,Max. . .

    La respuesta del francs qued ahogada por elestruendo horroroso de los elefantes avanzando

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    hacia el campamento. Al mismo tiempo resonaronmugidos de dolor que hicieron estremecer a todos.

    Apartando el follaje, Urdax y Khamis miraron.A un centenar de pasos del macizo los bueyes quehuyeran despavoridos haban chocado contra aque-lla muralla en movimiento, siendo arrollados por laspoderosas patas de los paquidermos. Uno solo con-sigui cambiar de direccin y huy en direccin delos tamarindos. Los elefantes, enardecidos, persi-guieron a la pobre bestia, llegando bajo las copas delos dos rboles donde estaban refugiados los expe-dicionarios, terminando as con cualquier esperanzaque stos se hubieran forjado de verlos alejarse.

    En un instante la carreta qued aplastada, redu-cida a verdaderas astillas, en tanto que el desdichadobuey, falto de aliento, caa tambin bajo las patas deaquellos poderosos seores de la selva virgen, desa-pareciendo de la vista de los hombres que estabanrefugiados en lo alto de los tamarindos.

    El portugus comenz a maldecir en alta voz,pero ningn sonido alcanz a escucharse, tanto erael ruido que hacan los elefantes enloquecidos. Nisiquiera pudo orse el disparo del rifle del desespe-rado comerciante, que comenz a descargar sus ar-mas sobre los rugosos lomos de los paquidermos.

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    Max y John se miraron consternados. Admitien-do que cada bala aniquilara a un elefante, lo que eraprcticamente imposible, hubiera resultado igual-mente imposible terminar con aquella manada, inte-grada por un millar de animales.

    -Esto se complica -coment el norteamericano.-Digamos que empeora -lo corrigi su amigo.

    Luego mir al nio negro y le pregunt-: No tienesmiedo, Llanga?

    -Estando con ustedes Llanga no teme a nada -fue la valiente respuesta.

    - Entretanto no caba duda que los elefantes ha-ban descubierto a los hombres refugiados en lo altode los tamarindos. Mientras los que estaban en lasltimas filas empujaban a los de las primeras, el cr-culo se estrechaba. Una docena de animales procu-raba arrancar de raz los rboles, en tanto que otrostrataban de enlazar con la trompa las ramas bajaspara atraerlas hacia ellos. Por fortuna los tamarindoseran fuertes y parecan capaces de resistir la carga delos colosos. Desgraciadamente, llevados por la de-sesperacin, los expedicionarios dispararon al un-sono sus armas contra aquellos rugosos lomos quese movan como las olas de un mar embravecido.De inmediato se alz un coro de barritos impresio-

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    nantes, pese a que ningn paquidermo se desplom.Entonces un nuevo choque sacudi con mayorviolencia a los fuertes tamarindos, que crujieron pe-ligrosamente.

    Otros dos tiros resonaron de inmediato. Eran elportugus y el gua que disparaban sus rifles; Max yJohn se limitaron a aferrarse con mayor ahnco a susramas, convencidos de la inutilidad de hacer fuegocontra aquella horda de colosos imposibles de de-rrotar.

    -Reservemos nuestras municiones -sintetizMax-. No sabemos si podemos llegar a necesitarhasta el ltimo cartucho.

    -Siempre y cuando salgamos de aqu con vida -agreg John.

    Entretanto, el tamarindo en que estaban refu-giados Urdax y Khamis volvi a ser sacudido contanta violencia que pareci a punto de resquebrajar-se de arriba a abajo.

    Evidentemente sus races resistan, pero no se-guiran hacindolo por mucho tiempo. Permaneceren la copa de ese rbol era un verdadero suicidio.

    -Debemos pasar a otro rbol! -grit Khamis aUrdax.

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    El portugus haba perdido la cabeza y no res-pondi, limitndose a disparar primero su rifle yluego los revlveres contra los enfurecidos elefan-tes.

    -Vamos! -repiti el gua. En ese momento eltamarindo recibi una segunda y ms violenta sacu-dida. Khamis, sin dudar ms, salt hacia una ramadel rbol donde estaban refugiados Max y su amigo,con el pequeo Llanga.

    -Y Urdax? -grit John Cort.-No ha querido seguirme. . . -jade el gua-. Est

    enloquecido...-En tal caso hay que irlo a buscar! -exclam el

    norteamericano.-S. De lo contrario caer a tierra -agreg Max.-Demasiado tarde! -gimi entonces Khamis.En efecto. Era demasiado tarde. Arrastrado una

    ltima y violenta carga, el tamarindo cay estrepito-samente.

    Ninguno de los hombres que estaban en el se-gundo tamarindo supo con certeza lo que le ocurria Urdax. Sus gritos indicaron que se debata entrelas patas de los elefantes, pero casi de inmediatocesaron. Todo haba concluido para el desdichado.

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    -Pobre hombre! -murmur entristecido JohnCort.

    -Ahora nos toca a nosotros -repuso Khamis.-Eso sera tambin muy lamentable -observ

    framente Max.-Una vez ms estoy de acuerdo contigo -dijo

    John.Qu hacer? Los elefantes haban comenzado a

    sacudir los otros rboles, agitados como si hubieransido sometidos a la accin desencadenada de loselementos furiosos. Acaso el horrible fin de Urdaxestaba reservado tambin a los dems? Tendrantan slo algunos minutos ms de vida? Les seraposible abandonar su refugio arbreo y buscar otrolugar ms seguro? Pero si llegaban a descender enprocura del abrigo que ofreca la selva prxima...podran alcanzarla?

    El rbol continuaba oscilando, en forma cadavez ms brusca y acentuada; pronto los hombres sevieron forzados a aferrarse con fuerza para no caer,en tanto que Llanga hubiera sido vctima de los fu-riosos paquidermos de no haberlo sostenido Maxcon su fuerte mano izquierda, mientras mantena suderecha cerrada sobre una gruesa rama.

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    Pero aquello no poda prolongarse. De un mo-mento a otro las races cederan o el rbol se que-brara en la base.

    Los embates prosiguieron y el tamarindo se do-bl peligrosamente.

    - Corramos al bosque! -grit Khamis angustiado.Los elefantes se haban alineado en un solo

    frente para poder atacar mejor al rbol. Del otrolado no haba ningn paquidermo; esto favoreci aMax y sus compaeros. Primero se descolg el gua,y tras l saltaron velozmente a tierra los dos amigoscon el nio.

    Luego echaron a correr con toda la velocidadque les result posible. Max cargaba al nio en bra-zos y John se mantena a su lado, con el rifle listopara entrar en accin. Khamis por su parte abra lamarcha.

    Acababan de recorrer medio kilmetro cuandouna docena de elefantes advirti la fuga lanzndosea toda marcha tras ellos.

    -Animo! -grit el gua-. Mantengamos nuestraventaja y llegaremos!

    Llanga advirti que el generoso Max se fatigabams que los otros.

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    -Djame, amigo Max -rogle-. Djame, queLlanga tener buenas piernas!

    Pero el francs no se molest en contestarle ysigui corriendo llevndolo en sus brazos.

    Un kilmetro qued atrs sin que los paquider-mos hubieran conseguido sacar ventaja alguna. Pordesgracia la velocidad de los fugitivos iba disminu-yendo. Todos jadeaban, fatigados por aquella carre-ra enloquecedora a travs de un terrenoabsolutamente irregular.

    La selva no estaba ya a ms de doscientos me-tros de distancia y todos se convencieron que suespesura era el nico obstculo que podra detener alos monstruosos paquidermos.

    -Rpido! Rpido! -insisti el gua-. Dme aLlanga, seor Huber.

    -No. Lo llevar hasta el fin!Uno de los elefantes estaba a menos de doce

    metros de ellos y se acercaba cada vez ms. Ya sesenta hasta el calor del aliento que surga de la ex-tendida trompa. Un minuto ms, y Max Huber conel nio caeran bajo las patas del coloso.

    Entonces John Cort dio una demostracin de suextraordinaria pericia y sangre fra. Detenindose

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    apoy una rodilla en tierra, apunt un instante haciael paquidermo, y dispar.

    La bala del rifle penetr en el ojo derecho delelefante, alcanzando el cerebro de la bestia y matn-dolo inmediatamente.

    Un tiro con suerte! -murmur John entre dien-tes, echando a correr nuevamente.

    Los dems paquidermos llegaron junto a sucongnere y se detuvieron un momento, proporcio-nando as un respiro a los hombres que huan.

    En la jungla no haba vuelto a verse fuego algu-no, ni a nivel ni sobre los rboles. Todo se confun-da con el permetro del oscuro horizonte.

    Agotados, jadeantes, cubiertos de transpiracin,los tres hombres parecieron desfallecer a cincuentapasos de la salvacin.

    -Vamos! Vamos! -repeta Khamis.Los elefantes haban reiniciado la persecucin y

    estaban cada vez ms cercanos. Pero el instinto deconservacin es ms poderoso que la fatiga, yKhamis, Max y John consiguieron llegar al refugioofrecido por los primeros rboles, dejndose caer atierra apenas franquearon aquella salvadora muralla.

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    En vano los elefantes trataron de alcanzarlos. Lajungla era demasiado impenetrable para sus cuerposgigantescos.

    Los fugitivos estaban a salvo... por lo menos encuanto a los elefantes se refera. Ante ellos, densa,impenetrable, misteriosa, se extenda la selva deUbangui.

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    4HACIA EL UBANGUI

    Cuando los expedicionarios llegaron a la foresta,era casi medianoche. Tras descansar un rato rodea-dos de la ms inmensa oscuridad, comenzaron ainquietarse. Haban escapado de un terrible peligro,pero ignoraban si estaban por caer en otro. En me-dio de la noche haban visto subir a los rboles lasmisteriosas antorchas que iluminaran la selva, paraextinguirse luego... Dnde estaban los indgenasque deban de haber acampado all? No se produci-ra una agresin al rayar el alba?

    -Debemos vigilar -dijo el gua cuando recuperel aliento.

    -S -asinti John Cort-. Corremos peligro de seratacados en cualquier momento... alcanzo a vislum-brar los restos de una hoguera...

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    En efecto. A cinco o seis pasos de ellos, al piede un rbol, se vean brillar varios tizones encendi-dos an.

    Max Huber se levant y preparando su carabinafue a revisar los alrededores. Su ausencia fue muybreve.

    -No hay peligro alguno -anunci cuando regre-s-. Esta parte de la jungla est totalmente desierta.Los indgenas deben de haberse marchado.

    -Tal vez se fueron cuando vieron aparecer a loselefantes -observ John Cort.

    -Quizs. Los fuegos que vislumbramos se extin-guieron cuando el seor Max y yo omos los prime-ros barritos de esos animales -afirm Khamis-. Noalcanzo a comprender. Esa gente tiene que habersesentido segura detrs de los rboles.

    -La noche no es precisamente muy adecuada pa-ra buscar razones y motivos, amigos -dijo el francsbostezando -. Confieso que tengo mucho sueo.Los ojos se me cierran solos...

    -Este no es momento oportuno para dormir -exclam John.

    -Comprendo tus escrpulos, pero el sueo noobedece, ordena. Hasta maana! -y con estas pala-

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    bras el despreocupado joven se recost, cerr losojos y se qued profundamente dormido.

    -Acustate tambin t, Llanga -dijo suavementeJohn-. Yo velar hasta maana.

    -Duerma tranquilo, seor Cort -intervino Kha-mis-. Yo estoy acostumbrado a la vigilia nocturna ypuedo montar guardia sin riesgo de ser sorprendido.

    El gua era hombre de absoluta confianza, peroel norteamericano insisti en acompaarlo. Llangase acurruc cerca de Max y pronto sum sus ron-quidos a los del francs.

    John resisti durante quince minutos pese a quela fatiga lo dominaba. Khamis no lograba arrancarde su recuerdo la muerte del desdichado portugus,con el que haba estado unido por una antigua y s-lida amistad.

    -El desdichado perdi la cabeza y vindoseabandonado por los portadores y con todo el frutode su trabajo perdido, no supo qu hacer -dijo porfin.

    -Pobre, hombre! -murmur John.Estas fueron las dos ltimas palabras que alcan-

    z a pronunciar. Vencido por el agotamiento fsico,se desliz sobre la hierba y se durmi profunda-mente.

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    Solo, los ojos bien abiertos y la diestra cerradasobre la carabina, Khamis se incorpor para podervigilar mejor, comenzando a pasearse, listo paradespertar a sus compaeros ante la menor seal depeligro que se presentara.

    Por fortuna lleg el alba con sus primeras lucessin que nada hubiera turbado el descanso de los tresdurmientes. Khamis empero continu vigilando.

    En los captulos precedentes el lector ha podidoformarse una idea fiel de las diferencias de carcterque distinguan a los dos amigos, el francs y elnorteamericano. Este ltimo era un joven de esp-ritu serio y prctico, con todas las virtudes que ca-racterizan a los hombres de Nueva Inglaterra yninguno de los vicios comunes en los yanquis. Na-cido en Boston, haba viajado, mucho pues amaba lageografa y la antropologa. A estos mritos una unvalor extraordinario y una profunda devocin porsus amigos, siendo capaz de llegar a cualquier sacri-ficio por ellos.

    Max Huber, francs tpico, nacido en Pars yconservado sin cambios pese a los azares de la vidaque lo llevaran a aquellas tierras lejanas, era la ant-tesis de su amigo. No ceda un pice en cuanto ainteligencia y buen corazn, pero careca de su sen-

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    tido prctico. Viva "en verso", en tanto que JohnCort lo haca "en prosa". Su temperamento lo lan-zaba en procura de lo extraordinario. Para satisfacersu imaginacin era capaz de correr las ms alocadasaventuras, y de no ser por su amigo, ms reposado ysereno, en ms de una oportunidad hubiera dejadoel pellejo, desde el momento en que partieron deLibreville rumbo a la selva.

    Los dos jvenes se haban conocido seis aosatrs en la pequea localidad de Glass, villorrio ubi-cado a corta distancia de Libreville, donde las fami-lias de ambos tenan importantes interesesradicados. Los muchachos trabajaban en puestos deresponsabilidad dentro de la misma empresa y ha-ban llegado a conocerse muy bien y estimarse enconsecuencia.

    Tres meses antes del momento en que tomamosla accin, Max Huber y John Cort haban proyecta-do visitar la regin que se extiende al Este del Con-go francs y del Camern. Cazadores audacesambos, no vacilaron en unirse al personal de unacaravana que estaba a punto de partir de Librevillehacia el pas de los elefantes, ms all del Bahar-el-Abiad, en los confines del Baghirmi y el Darfour. Eljefe de la caravana era conocido de los dos jvenes.

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    Se trataba del portugus Urdax, natural de Loango,que era justamente considerado un hbil comer-ciante.

    Urdax formaba parte de aquella sociedad de ca-zadores de elefantes que Stanley encontr en 1887-1889 cerca de Ipot, al recorrer el Congo septen-trional. Pero el portugus, al contrario de sus cole-gas, no tena la mala reputacin habitual en loshombres dedicados a tal comercio, que muchas ve-ces estaba manchado por la sangre de incontablesnativos, muertos para satisfacer la codicia del hom-bre blanco.

    Por el contrario, Urdax era un digno compaeropara los dos jvenes, que lo aceptaron, haciendoextensiva su confianza al gua, Khamis, que en nin-guna circunstancia iba a dar motivos para dudar desu dedicacin y su celo.

    Ya hemos visto que la cacera haba sido feliz;perfectamente aclimatados, John Cort y Max Hubersoportaron con singular resistencia todas las penu-rias comunes en semejante expedicin. Al empren-der el regreso estaban perfectamente bien, algodelgados pero llenos de entusiasmo, hasta que lamala suerte se interpuso para alterar sus planes.Ahora faltaba el jefe de la caravana, no tenan equi-

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    po ni portadores, y estaban a casi dos mil kilme-tros de Libreville.

    El Gran Bosque, como lo llamara Urdax, la fo-resta del Ubangui, justificaba esta denominacin.

    En las regiones conocidas del globo terrestreexisten an superficies cubiertas por millones derboles, y sus dimensiones son superiores a la ma-yor parte de los Estados Europeos.

    Entre las ms vastas del mundo, se citan cuatroselvas, a saber: la de Amrica del Norte, que seprolonga en direccin septentrional hasta la Bahade Hudson y la pennsula del Labrador, cubre en lasprovincias de Quebee y Ontario un rea de 2.750kilmetros de largo por 600 de ancho. La segundaes la de Amrica del Sur, que ocupa el valle delAmazonas, al noroeste del Brasil, parte de Per, Pa-raguay, Colombia y Venezuela, con una longitud de3.300 kilmetros y un ancho de 2.000. La tercera esla zona boscosa de Siberia, con 4.800 kilmetros ade largo por 2.700 de ancho, cubierta por enormesconferas, que alcanzan hasta los setenta metros dealto, y que est ubicada en Siberia meridional, msall de los llanos de la cuenca del Obi, al oeste, hastael valle des Indighiska, al este, regada por los rosYenissei, Yana, Olamk y Lema.

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    En cuanto a la cuarta zona boscosa, que tieneuna superficie difcil de determinar pero que sobre-pasa a las otras tres, se extiende en frica Ecuato-rial, cubriendo el valle del Congo hasta las fuentesdel Nilo y el Zambezi. All hay todava una enormeextensin totalmente inexplorada que sobrepasa enms del doble a la superficie de Francia.

    Recordemos que el portugus Urdax se habanegado a entrar en aquella comarca disponindose abordearla por el norte y el oeste. En verdad la ca-rreta y los bueyes nunca hubieran podido circular enmedio de aquel laberinto. En cambio siguiendo ellindero de la jungla, si bien el viaje aumentaba enalgunos das, la ruta se tornaba sencilla y fcil, hastallegar a la orilla derecha del Ubangui, desde donderesultara muy simple alcanzar el destino final de laexpdicin.

    Pero con los acontecimientos que acabamos derelatar la situacin se haba modificado totalmente.Ya no tenan los expedicionarios ni carreta ni cara-vana cargada con mercaderas y elementos que de-moraran la marcha entre los rboles. Eransimplemente tres hombres y un nio a dos mil ki-lmetros de la costa y sin medios de transporte...

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    Qu era lo que convena hacer? Retomar elitinerario trazado por Urdax, pero en condicionespoco favorables? Procurar el cruce de la selva, conmenos riesgo de encontrar salvajes en la ruta, aho-rrando as largos kilmetros de camino?

    Cuando Max y John despertaron, ste fue elprimer problema que se trat de resolver.

    Durante las largas horas que precedieron al alba,Khamis mont guardia constantemente. Ningnincidente haba turbado el reposo de los dos amigosy el nio, haciendo suponer una posible incursinnocturna por parte de enemigos. Sin embargo, cadasonido que el agudo odo del gua no alcanzaba acatalogar, lo haca adelantarse hasta el sitio donde seprodujera, con los sentidos alerta y las armas listas.Pero nunca paso ninguna alarma de ser producidapor el crujido de las ramas secas, el golpe de ala deun pjaro a travs de la espesura, el paso de un ru-miante o el murmullo del viento en las frondas.

    Cuando Max y John abrieron los ojos, lo prime-ro que preguntaron fue por los nativos.

    -No aparecieron -repuso Khamis, que parecahaber descansado toda la noche por su aspecto ro-zagante.

    -Hay alguna seal de su paso?

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    -Es de suponer que s.-Veamos...Se dirigieron los tres, seguidos por Llanga, hasta

    la linde del bosque. Las seales dejadas por los nati-vos eran evidentes: hierbas pisoteadas, restos dehogueras, cenizas, tizones a medio consumir. Peroningn ser humano a la vista, ni en tierra ni sobrelos rboles.

    -Partieron. . . -concluy Max Huber.-O por lo menos, se alejaron -afirm Khamis-.

    No creo que haya nada que temer.-Si los indgenas se marcharon, los elefantes no

    siguieron el ejemplo -observ John Cort.As era. Los monstruosos paquidermos seguan

    rondando enojados el sitio por donde escaparanhoras antes sus presuntas vctimas.

    Algunos se esforzaban an en querer derribarlos rboles con sus vigorosos enviones, pero la es-pesura era demasiado para ellos.

    Khamis coment con sus compaeros el estadolastimoso en que quedara el macizo de tamarindos,destrozado y pisoteado por los elefantes como si enlugar de corpulentos rboles hubieran sido hierbasdel campo.

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    Siguiendo el consejo del gua, se retiraron inme-diatamente del lindero de la selva, para evitar quelos paquidermos volvieran a verlos. Tal vez as loselefantes se marcharan de aquel sitio.

    -Si se alejan podremos regresar al campamentopara buscar las provisiones y cartuchos que queden-dijo Max Huber-, y enterrar adems al pobre Ur-dax.

    -Es imposible soarlo siquiera mientras los ele-fantes estn a la vista -repuso Khamis-. Por lo de-ms, en el campamento no puede haber quedadonada en condiciones de uso. Todo debe de estardestrozado.

    As deba de ser. Y como los paquidermos nodemostraban la mejor intencin de marcharse, losviajeros resolvieron alejarse ellos de all.

    Mientras caminaban, Max tuvo la buena suertede matar una hermosa pieza de caza, que les asegu-raba la alimentacin durante dos o tres das.

    Se trataba de un impala, especie de antlope depelo gris y castao, de gran talla, con largos cuernosen espiral. La bala lo haba alcanzado en el mo-mento en que se deslizaba entre la maleza.

    El animal deba pesar por lo menos un centenarde kilos. Al verlo caer, Llanga haba corrido alegre-

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    mente a buscarlo, pero naturalmente el nio no pu-do cargarlo.

    El gua, acostumbrado a tales menesteres, quitel cuero al antlope y separ las partes comestibles,que fueron llevadas hasta el sitio donde pasaran lanoche y puestos a asar en un fuego que Khamisprepar diestramente.

    Las conservas, bizcochos y alimentos envasadosque con tanta abundancia contaran los expediciona-rios, se haban perdido por completo durante la car-ga de los elefantes. Por fortuna en las salvajes selvasafricanas un cazador diestro no puede padecerhambre, pues abundan los animales comestibles. Esclaro que para eso se necesitan armas y municiones;y si bien los expedicionarios disponan de rifles yrev1veres de alta precisin, no tenan por desgraciams de doscientos cartuchos entre los tres, pues lamayor parte de su arsenal haba quedado aplastadobajo las patas de los paquidermos, entre los restosde la carreta.

    Esto era un grave inconveniente, sobre todo sise considera que los primeros seiscientos kilmetrosde recorrido que deban realizar era a travs de te-rritorio poblado por tribus salvajes y animales depresa.. Una vez que llegaran a la costa derecha del

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    Ubangui la situacin cambiara fundamentalmente,pues podran reaprovisionarse sin problemas encualquier aldea costera en una de las numerosas mi-siones que se escalonan a lo largo de ese ro o en lasmismas flotillas que descienden por su curso.

    Tras haber repuesto sus fuerzas comiendo elexquisito asado preparado por Khamis, bebieron untrago del agua cristalina de un arroyo que corra en-tre los rboles y se sentaron para discutir el caminoque seguiran.

    El primero en hablar fue John Cort.-Hasta ahora hemos obedecido las rdenes de

    Urdax por la confianza que nos mereca -comenzdiciendo-. Esta confianza es la misma que experi-mentamos hacia usted, Khamis. Dganos qu es loque a su parecer conviene que hagamos ahora...

    -As es -afirm Max Huber-. Hable, que noso-tros obedeceremos a sus indicaciones.

    -Usted, ha recorrido el pas -prosigui John-.Hace aos que gua caravanas con una dedicacinque conocernos perfectamente. Hacemos un llama-do a esa dedicacin y a la fidelidad que siempre hademostrado. Sabemos que usted no nos llevar pormal camino.

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    -Pueden contar conmigo -repuso sencillamenteel gua, estrechando las manos de los dos amigos.

    -Qu nos aconseja hacer? -inquiri John Cort-.Debemos o no renunciar al proyecto de Urdax debordear la selva hacia el oeste?

    -Habr que cruzarla -repuso sin vacilar el gua-,estaremos menos expuestos a un mal encuentro;fieras, puede ser, pero nada de indgenas hostiles,que son peores que las fieras. Ni denkas, ni budgosni pahuinos se han arriesgado jams a entrar en elGran Bosque. Los peligros que correramos en lallanura seran mayores. Repito que en esta foresta,donde una caravana no hubiera podido internarse,tendremos mayores posibilidades de salir con vidaque siguiendo cualquier otro camino. Creo que conun poco de suerte llegaremos bien a los rpidos deZongo.

    Estos rpidos atraviesan el curso del Ubangui enel punto donde el gran ro cambia bruscamente dedireccin, virando del oeste hacia el sur, y es alldonde la gran selva prolonga su extremo ms lejano;as, pues, bastaba a los viajeros seguir aquella direc-cin para tener la certeza de entrar en contacto conotra caravana a breve plazo.

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    El consejo de Khamis era el ms inteligente quepoda esperarse; por lo dems el itinerario que pro-pona abreviaba la marcha rumbo al Ubangui. Lanica pregunta que se formulaban todos era: qupeligros desconocidos encerraba aquella selva vir-gen? Adems, no haba senderos de ninguna espe-cie, excepcin hecha de los sitios utilizados por losanimales salvajes para atravesar la maleza baja. Hu-biera sido necesario tener machetes para abrir cami-nos, pero deban conformarse con el hacha decampaa de Khamis y los cuchillos de monte deMax y John.

    Tras haber meditado sobre todas las posibilida-des, John Cort no dud ms. En cuanto al proble-ma de la orientacin, si bien el sol era casi invisible acausa del follaje, no era un problema.

    En efecto, una especie de instinto, semejante alde los animales, inexplicable y que se encuentra enalgunas razas de hombres ms que en otras, y queles permite guiarse y orientar sus pasos en la direc-cin deseada aunque no dispongan de medio algu-no de informacin, facultaba a Khamis aencaminarse sin margen casi de error hacia el Uban-gui... Max y John confiaban plenamente en esta ap-titud como si hubieran tenido una brjula y un

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    sextante. En cuanto a los obstculos de otra ndoleque podan interponerse en el camino de regreso, elgula dijo:

    -No encontraremos ms que senderos apenaspracticables, cortados por troncos de rboles secos,cados por la edad o el embate del rayo y otrosobstculos por el estilo. Adems debe de haberotros cursos de agua desconocidos, que desembo-can en el Ubangui.

    -Pero eso sera una ventaja para nosotros y noun problema. Con construir una balsa de troncos... -comenz a decir Max, lleno de entusiasmo, peroJohn Cort lo interrumpi.

    -No tan rpido, querido amigo! No te dejes lle-var por una imaginacin calenturienta...

    -El seor Max tiene razn -terci Khamis-. Ha-cia el Poniente tendremos que encontrar. un cursode agua que desemboca en el Ubangui...

    -De acuerdo -afirm John Cort-. Pero recuerdaqu clase de ros tiene frica... en su mayor parte noson navegables.

    -No ves ms que dificultades, John-Las dificultades conviene imaginarlas antes de

    que se presenten para poderlas prevenir, amigo mo.

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    El norteamericano tena razn: los ros africanosno ofrecen caractersticas semejantes a la de otroscontinentes, y sus cuatro grandes cuencas lquidas,la del Nilo, la del Zambezi, la del Niger y la delCongo, no son navegables ni siquiera en los cursosde agua ms importantes, pues se encuentran corta-dos por rpidos, cataratas y cadas de agua que hancontribuido a lo largo de siglos a convertir al conti-nente negro en una tierra inexplorada y difcil derecorrer.

    Por lo tanto la objecin hecha por John Cort eraseria. Khamis as lo reconoci, pese a que no era tangrave como para hacer abandonar el proyecto queenunciara anteriormente.

    -Cuando encontremos un curso de agua lo se-guiremos hasta donde sea posible -dijo el gua-. Silos obstculos que se presenten son fciles de sal-var, los salvaremos. En caso contrario, nos limita-remos a tomar tierra y proseguir la marcha a pie.

    -Aclaremos que yo no me opongo en ningunaforma a su propuesta -interrumpilo el norteameri-cano-. Por el contrario, me parece una buena ideaseguir rumbo al Ubangui tomando uno de susafluentes como medio de viajar ms rpidamente. . .

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    Ya no caba discutir ms. Tan slo era posibleadoptar una resolucin, y fue Max Huber quien lamaterializ en palabras!

    -Bueno... en marcha!Sus compaeros las repitieron llenos de entu-

    siasmo.En el fondo el ms satisfecho con la situacin

    era el francs: aventurarse en el interior de aquellainmensa foresta, hasta aquel momento inexploraday tradicionalmente impenetrable... Tal vez all halla-ra el elemento extraordinario que le hara correr lasaventuras que tanto anhelaba y que le fueran nega-das hasta aquel momento.

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    5LOS PRIMEROS DIAS DE MARCHA

    Alrededor de las ocho comenz la marcha haciael sudoeste. Qu distancia deban recorrer para al-canzar el curso de agua que buscaban y llegar ashasta el Ubangui? Nadie poda decirlo. Y si se trata-ba del arroyo que atravesaba el sitio donde se alza-ran anteriormente los tamarindos, y que ahoraestaba cubierto por los troncos destrozados y losrestos del campamento. . . no seguira una direc-cin demasiado oblicua para desembocar en el granro? Adems, por el momento su caudal no autori-zaba a considerarlo navegable en ninguna porcinde su curso. Por otra parte, si aquella inmensa masade rboles no tena en su seno un camino ms omenos apto para avanzar, resultara bastante difcilabrirse paso hasta la civilizacin. Los expediciona-

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    rios confiaban que los grandes animales, como losrinocerontes y bfalos, hubieran trazado sendastransitables entre la maraa vegetal, achatando losarbustos y quebrando lianas y enredaderas.

    Llanga, gil como un lebrel, corra adelante pesea las insistentes voces con que lo llamaba John Cort,instndolo a que fuera ms cauto y no se alejara.Pero, pese a que a menudo se perda de vista, su vozaguda y penetrante llegaba constantemente hasta losodos de sus protectores.

    -Por aqu! -gritaba-. Por aqu!Y los tres hombres lo seguan a travs de la sen-

    da que iba descubriendo.Cuando se torn necesario orientarse en aquel

    maremagnum de ramas y hojas, el instinto del guaactu automticamente. Por lo dems, a travs delos intersticios de las copas de los rboles el sol de-jaba filtrar sus rayos dorados, por medio de los queresultaba fcil calcular la altura del astro rey. Empe-ro, la mayor parte de la jungla estaba ensombrecidapor el espeso follaje, reinando una semipenumbraincreble a aquella hora temprana. Los viajeros co-mentaron que durante los das tormentosos aquelbosque deba de estar totalmente a oscuras a me-dioda. En cuanto a las noches, todo intento de cir-

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    culacin se tomaba evidentemente imposible. Porsu parte Khamis haba expresado su intencin dehacer alto entre la puesta del sol y el alba de cadajornada, para descansar y no correr riesgos intiles.En cuanto a otras precauciones, acamparan bajo lacopa de alguno de los gigantes de la selva y no en-cenderan fuego alguno, excepto durante el rato ne-cesario para asar la caza atrapada en el da. Si bien laselva no deba de ser muy frecuentada por los n-mades, y no haban encontrado traza alguna de losque acamparan en el lindero la noche del desastre,era preferible pasar inadvertidos entre la espesura,no llamando la atencin con hogueras nocturnas.Algunas brasas bastaran para la rudimentaria cocinay en aquella poca del ao no era de temer que du-rante las noches refrescara.

    La caravana haba sufrido mucho los grandescalores tropicales de la regin recorrida durante losmeses anteriores. Ahora, bajo las copas de aquellosgrandes rboles, los aventureros se sentan msprotegidos de la temperatura y mientras la humedadno aumentara podan considerar un cambio venta-joso el poder dormir al aire libre.

    Lo ms temible de todo era la lluvia. Aqulla erauna comarca con grandes precipitaciones pluviales a

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    lo largo de todo el ao. En la zona equinoccial so-plan vientos alisios que se neutralizan. De este fe-nmeno climatrico, surge como resultante quesiendo el cielo habitualmente calmo, las nubes es-parcen sus vapores hmedos en forma de copiososaguaceros. Durante los ltimos quince das, el fir-mamento se haba mostrado sereno y habiendo co-menzado la luna con buen tiempo, poda esperarseque siguiera durante otras dos semanas.

    En aquella parte de la jungla, que segua unapendiente poco sensible hacia el Ubangui, el terrenono era pantanoso, lo que no era dable esperar ms alsur. El suelo, firme, estaba tapizado por una hierbaalta y espesa que haca difcil caminar, sobre todoporque las patas de los animales salvajes no la ha-ban hollado an.

    -Eh! -observ Max Huber-. Es de lamentar quenuestros amigos los elefantes no hayan llegado hastaaqu! Hubieran podido abrirnos un sendero en estaendemoniada maleza.

    -Aplastndonos con la vegetacin... -agregJohn Cort irnicamente.

    -Con toda seguridad -agreg el gua-. Debemoscontentarnos con los caminos trazados por bfalosy rinocerontes, cuando los haya.

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    Khamis era quien mejor conoca aquella partede la selva africana, pues haba recorrido las junglasdel Congo y Camern. Se comprender, pues, queno tuviera dificultad alguna en clasificar los magnfi-cos ejemplares del reino vegetal que iban dejandoatrs. John Cort en particular se interesaba en elestudio de aquellas plantas y rboles, encontrandomaravillosas las fanergamas que tanto abundan enaquella selva, y que llegan desde el Congo hasta elNilo.

    -Lo mejor de todo ser poder variar nuestradieta mezclando la carne con los vegetales comesti-bles que encontremos -agreg comentando el hechocon sus amigos.

    Sin mencionar a los gigantescos tamarindos, tancomunes en la jungla, haba mimosas de extraordi-naria altura y baobabs de hasta ochenta metros.Ciertos especmenes alcanzaban treinta y cinco ocuarenta metros, con sus ramas espinosas, hojaslargas y anchas, con frutos que al estar maduros es-tallan lanzando las semillas a mucha distancia deltronco. De no haber tenido su maravilloso instintode orientacin, Khamis hubiera podido dirigir lamarcha con slo seguir las indicaciones del sylphi-num lacinatum, pues las hojas de este arbusto se

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    abren a ambos lados de cada rama, sealando unashacia el este y otras hacia el oeste.

    Un brasileo perdido en medio de aquellas vas-tas forestas, hubiera podido creerse en medio de laselva de su pas natal. Mientras Max Huber protes-taba contra los arbustos enanos que erizaban la tie-rra de ramas y espinas, John- Cort no se cansaba deadmirar el tapiz verde donde se multiplicaban lasdistintas especies en una demostracin de vitalidadextraordinaria.

    Todos aquellos representantes del reino vegetalno estaban demasiado unidos en aquella enormeextensin de tierra. De no haber sido por las grue-sas lianas y enredaderas, hubiera podido transitarpor la selva una caravana con carretas y vituallas, sindificultad alguna.

    Desde todas las copas y todas las ramas caan enguirnaldas caprichosas, cadenas vegetales y festonesde diversos colores las plantas parsitas que se nu-tran de la savia de los colosos del bosque, forman-do verdaderas cortinas que imposibilitaban casi elpaso de los viajeros.

    Y del medio de aquella amalgama viva de malezay frondas, escapaba un concierto de chillidos, aulli-dos y gritos, mezclados con cantos y silbidos, que se

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    prolongaban desde la salida hasta la puesta del sol.Los cantos escapaban de los picos alargados de mi-llones de pjaros que revoloteaban y se posabansobre las ramas.

    Los gritos pertenecan a las distintas colonias desimios, de babuinos de pelo grisceo de chimpancsy de gorilas, los ms fornidos y peligrosos monos deAfrica. Hasta aquel momento aquellos cuadrumanosno se haban dejado llevar por ningn sentimientohostil hacia los viajeros, que deban de ser los pri-meros hombres que indudablemente pisaban aque-lla parte de Africa. Haba, pues, en aquellosanimales ms curiosidad que clera; esto no hubieraocurrido en otras partes del Continente Negro,donde los traficantes de marfil ya haban hecho co-nocer el significado de las armas de fuego a las bes-tias de la selva a lo largo de sus expediciones, quetantas vidas humanas costaban anualmente.

    Tras un primer alto en medio de la ornada, otrose hizo al caer el sol. El camino se tornaba real-mente difcil, a causa del constante aumento de lia-nas que formaban una red espesa y difcil dequebrar. Cortarlas era un trabajo penoso y largo.Por fortuna, de tanto en tanto podan avanzar sindificultades por los senderos trazados por los bfa-

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    los, cuyas cabezas se alcanzaban a divisar entre lamaleza, entre los macizos de espesos arbustos. Es-tos rumiantes son peligrossimos, y los cazadoresdeben evitar al atacarlos caer bajo sus cuernos. Porotra parte, son difciles de abatir, y una de las for-mas ms seguras es pegarles un tiro en la frente.Max y John no haban tenido la oportunidad de ca-zar a aquellos animales, pero, como la carne del an-tlope duraba, no se arriesgaron a gastar intilmentemuniciones. Durante el viaje no deba resonar tiroalguno, excepto cuando fuera absolutamente im-prescindible para la salvaguardia de todos, en defen-sa propia o para cazar el diario sustento.

    Khamis dio la voz de alto en el borde de un pe-queo claro de la selva y acamparon bajo la copa deun gigante vegetal, cuyas ramas nacan a seis metrosde altura, prolongndose hacia el cielo en un magn-fico despliegue de follaje verde grisceo, con floresde color blanco que caan sobre un tronco de corte-za plateada. Era el algodonero africano, cuyas racessobresalen formando arcos, bajo los cuales es posi-ble buscar refugio.

    - La cama est lista! -exclam Max-. Faltar elcolchn elstico pero en cambio tenemos un mulli-do tapiz de algodn!

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    Khamis encendi una pequea hoguera queconvirti rpidamente en un rescoldo que no ilumi-naba casi, y as otro trozo de antlope. La cena fueidntica al almuerzo y a la comida de la tarde. Todoslamentaron la falta de galletas que durante el viajehaban reemplazado al pan, pero esta vez no lesquedaba ms remedio que resignarse. Por otra parte,las costillas asadas fueron suficientes para satisfacerel apetito de todos.

    Terminada la cena, antes de acostarse bajo lasramas del enorme algodonero, John Cort dijo algua:

    - Si no me equivoco, hemos avanzado constan-temente hacia el suroeste...

    -S -repuso Khamis-. Cada vez que pude vis-lumbrar el sol, verifiqu nuestra ruta.

    -Cuntos kilmetros calcula usted que hemosrecorrido en esta jornada?

    - Alrededor de veinte, seor Cort. Si podemosmantener este tren de marcha, dentro de un mesestaremos en la costa del Ubangui.

    -Bueno, pero creo conveniente calcular tambinlas contingencias imprevistas. . .

    -No olvides que cabe agregar a eso los golpes desuerte, amigo mo -agreg Max, siempre optimista-.

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    Quin sabe si no descubrimos pronto algn cursode agua que nos lleve hasta el gran ro sin fatigas?

    -Pero ahora no hay seales de semejante evento,Max.

    -Es que todava no hemos avanzado suficientehacia el oeste -afirm Khamis-. Les aseguro que mesorprendera mucho si maana o pasado no alcan-zamos...

    -Hagamos de cuenta que no vamos a descubrirningn curso lquido tributario del Ubangui -lo inte-rrumpi John Cort- Un viaje de treinta das a travsde la selva, calculando siempre que las dificultadesno se hagan mayores, no es como para que expedi-cionarios aguerridos desfallezcan. Verdad?

    -Adems, espero que esta selva no est tan des-provista de misterio como parece -termin Maxsonriendo-. Por ahora es un sitio tan seguro comouna plaza europea!

    -Tanto mejor si sigue as!-Tanto peor para m, John! Y ahora, Llanga,

    hay que dormir!-S, amigo Max -repuso el pequeo nativo, mi-

    rando con sus grandes ojos a sus protectores. Enverdad estaba agotado tras una jornada agobiadora

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    para un nio de su edad. Sin embargo, sus labios nose haban abierto una sola vez para quejarse.

    John lo carg en sus brazos y lo acost bajo lasramas del algodonero, al advertir que se le cerrabanlos ojos y no poda ya mantenerse despierto.

    El gua insisti en quedarse nuevamente mon-tando guardia, pero los dos amigos no se lo permi-tieron, resolviendo reemplazarse cada tres horas,pues si bien los alrededores del improvisado cam-pamento no resultaban sospechosos, era imposiblesaber qu peligros podan ocultarse en aquella in-trincada selva. La prudencia aconsejaba vigilarmientras durara la noche.

    Mientras Khamis y John se tendan bajo la copadel algodonero, Max Huber mont guardia dis-puesto a vigilar durante las primeras tres horas.

    El francs, apoyando su rifle cargado contra eltronco del rbol, se abandon al encanto de la no-che africana. Todos los ruidos del da haban cesadoy entre las altas ramas de los rboles se filtraba, co-mo una respiracin entrecortada, el viento noctur-no.

    Los rayos de la luna, muy alta sobre el follaje, yse deslizaban entre las hojas y caan a tierra trazandolneas semejantes a las rayas de una cebra. Ms all

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    del claro la jungla tambin se iluminaba suavementecon el resplandor del satlite terrestre.

    Extraordinariamente sensible a esta poesa de lanaturaleza, el francs la aspiraba por todos sus po-ros, gozando en silencio de tanta hermosura. Nodorma, pero soaba. Por momentos le pareca queera el nico ser viviente en medio de aquel mundovegetal.

    Mundo vegetal! As haba llamado con su ima-ginacin latina a la enorme selva del Ubangui...

    -Acaso es necesario ir a los extremos ms aleja-dos del mundo para descubrir sus secretos? -pensaba perezosamente-. Para qu tentar la con-quista de los dos polos, a costa de obstculos quequizs son infranqueables? Con qu fines? Parasolucionar algunos problemas de magnetismo yelectricidad terrestres? Vale acaso la pena que porlograr estos fines muera tanta gente? No sera mstil para la Humanidad recorrer a fondo estas selvasimpenetrables, desentraar sus misterios, vencer suimpasible impenetrabilidad Cmo? No existen enAmrica, Asia, Africa y Oceana sitios como ste,vrgenes, frtiles, dignos de ser poblados y entrega-dos al mundo? Nadie ha arrancado an a estos vie-jos rboles sus enigmas, como los antiguos lo hacan

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    a los robles de Dodona... y acaso no tenan raznlos hombres de antao, al poblar sus bosques defaunos, dradas, ninfas y seres sobrenaturales?

    As soaba Max Huber.Acaso no era en aquellas selvas del Africa

    Ecuatorial donde la leyenda ubicaba a seres semi-humanos, fabulosos? No era hacia el este de la jun-gla del Ubangui donde, en el pas reconocido yexplorado por Schweinfurth y Junker, vivan losNiam-Niam, esos hombres con cola, que una vezestudiados resultaron no tener ningn apndicecaudal?

    No haba encontrado Henry Stanley durantesus viajes al norte del Ituri, tribus ntegras de pig-meos, cuyos integrantes medan en promedio me-nos de un metro de estatura? Y el misionerobritnico Albert Lhyd no haba reconocido comar-cas entre Uganda y Cabinda pobladas por ms dediez mil enanos perfectamente proporcionados, deun metro a un metro treinta de estatura? Y no ha-ba en los bosques de Ndoucorbocha, ms all delIpoto, cinco pueblos pliliputienses?

    Lo ms extraordinario de todo era que aquellastribus diminutas no dejaban de ser laboriosas, gue-

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    rreras y valientes como sus primas de estatura nor-mal.

    As, dejndose llevar por su entusiasmo aventu-rero y su imaginacin inflamada, Max Huber seobstinaba en creer que la selva del Ubangu deba dealbergar seres extraos, desconocidos para el hom-bre europeo, cuya existencia no fuera sospechada nipor los antroplogos.

    Por qu no poda haber cclopes, con un soloojo, con trompa en lugar de nariz, clasificables entrelos proboscidios?

    El francs, bajo la influencia del ambiente, do-minado por esos sueos fantsticos, no cumpla consu deber de vigilar atentamente como hubiera debi-do. As, un enemigo hubiera podido acercrsele encualquier momento sin que lo advirtiera, poniendoen grave peligro su seguridad y la de sus compae-ros.

    Por eso cuando una mano se apoy sobre suhombro lo sobresalt hacindolo incorporar de unsalto, fusil en mano.

    -Eh? Qu pasa? -inquiri mirando en derre-dor.

    -Soy yo -lo tranquiliz John Cort-. Me has to-mado por un salvaje del Ubangui? Ha pasado algo?

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    -Nada...-Vete a dormir, amigo mo. Ya has velado tres

    horas.-Sea, pero estoy seguro que los sueos que me

    asalten mientras duerma no sern tan fantsticos,como los que acabo de tener con los ojos abiertos...Hasta maana, John.

    La primera parte de la noche no haba sido tur-bada por ningn acontecimiento desagradable y elresto tambin transcurri sin peligro alguno para losviajeros.

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    6RUMBO AL SUROESTE

    Al da siguiente, el 11 de marzo, restablecidos delas fatigas de la vspera, John Cort, Max Huber,Khamis y el pequeo Llanga se dispusieron a en-frentar la segunda jornada de marcha.

    Abandonando el refugio que les prestara el al-godonero, cruzaron el claro de la selva saludadospor millares de pjaros silvestres que chillaban ycantaban con voces estridentes ante la invasin deaquellos intrusos.

    Antes de reiniciar la marcha la prudencia acon-sejaba comer algo: el desayuno se compuso de carnede antlope fra y agua de un arroyo que aument laprovisin de las cantimploras.

    El comienzo de la etapa se hizo tras verificar laaltura del sol en el calvero; los rastros y seales indi-

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    caron que aquella parte de la selva era recorrida ha-bitualmente por grandes cuadrpedos. Los pasos ysenderos se multiplicaban, y al promediar la maanalos viajeros vislumbraron cierto nmero de bfalosy dos rinocerontes que se mantuvieron a distanciaevidentemente sin humor de presentar batalla, loque result en parte sorprendente y beneficioso,pues les permiti ahorrar balas.

    Tras recorrer una docena de kilmetros, el pe-queo grupo se detuvo: era casi medioda y el ape-tito se hacia sentir.

    En aquel punto John Cort abati dos avutardasde las llamadas paauw, de carne excelente y ms de-licada que la de sus congneres europeos.

    -Ante todo, exijo que se sustituya el asado deantlope! -dijo Max, frotndose las manos.

    -No hay nada ms sencillo que eso -repusoKhamis, y tras limpiar una de las aves la atraves enuna estaca y la dor al fuego lento. Pronto la avu-tarda desapareci entre los dientes de la partida, quela encontr exquisita.

    Tras descansar unos minutos despus de la co-mida, el pequeo grupo se puso nuevamente enmarcha.

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    Las condiciones fueron tornndose peores amedida que avanzaban. Los senderos eran cada vezms escasos y el trnsito se haca penoso y proble-mtico. Era necesario abrirse camino entre los ar-bustos, pastizales y lianas, cortando a golpe dehacha todo lo que era posible y seccionando con elcuchillo el resto. Para empeorar las cosas, comenza llover, y gruesas gotas cayeron durante horas. Es-to, que en principio fue una incomodidad ms, setransform luego en una bendicin, pues al llegar aun calvero pudieron llenar las cantimploras, queestaban casi vacas. Khamis buscaba en vano lasseales de un curso de agua, y al no hallarlo atribuya esto la falta de animales grandes que abrieran sen-das en la selva.

    - Por lo visto no estamos cerca de un ro -coment John Cort cuando se prepararon paraacampar y pasar la noche.

    Esta simple reflexin era fruto de un fro razo-namiento: el arroyo que vieran introducirse en laselva al principio del viaje deba de trazar un semi-crculo, volviendo a salir en algn otro sitio de laforesta. Naturalmente, esto no significaba que te-nan que abandonar la direccin escogida. Por el

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    contrario, era la nica que los llevara con vida hastael Ubangui.

    -Por lo dems, no sera difcil que siguiendo estaruta logremos entrar en contacto con otro tributariodel gran ro -afirm Khamis.

    La noche cay rpidamente; los expedicionarioshaban acampado junto a otro rbol gigantesco, unbombax, cuyo tronco simtrico se elevaba a ms decuarenta metros de altura.

    La vigilancia fue establecida como la noche an-terior; esta vez el sueo de los viajeros fue turbadode tanto en tanto por los lejanos mugidos de bfa-los y rinocerontes, pero los durmientes no hicieroncaso. No era de temer que apareciera algn len,pues es raro que estas peligrosas fieras visiten lasregiones ecuatoriales del Continente, prefiriendolatitudes ms elevadas, sea hacia el norte, sea haciael sur. Los bosques demasiado espesos no resultansatisfactorios para esos animales de temperamentocaprichoso, de costumbres independientes, que secomplacen viviendo en espacios abiertos donde lesresulta ms cmodo moverse a voluntad.

    Pero si no hubo rugidos, tampoco se escucha-ron gruidos de hipoptamos, lo que era de lamen-tar, pues las voces de esos monstruosos anfibios

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    hubieran indicado con su presencia que haba uncurso de agua cercano.

    Al da siguiente se pusieron en marcha al rayar elalba, bajo la luz griscea de un cielo encapotado queapenas se filtraba hasta la selva. Max Huber derribde un tiro con su rifle a un antlope del tamao deun asno, o mejor dicho, de una cebra. Era un oryx,de pelambre rayada en caprichosos dibujos, concuernos de casi un metro de largo que se curvabanelegantemente hacia arriba y atrs, presentando unasimetra de diseo exquisito.

    Este antlope tiene en sus cuernos un arma de-fensiva de primera, que en zonas ms al norte lepermite resistir victoriosamente los ataques delmismo len. Pero el animal en cuestin, apenas fuevisto por Max tuvo su suerte sellada y cay sin po-der huir, con una bala atravesndole el corazn.

    Se trataba de una abundante provisin de carneobtenida con el gasto de una sola bala, lo que paranuestros amigos era una verdadera suerte. Conaquel antlope podran alimentarse varios das.

    Una vez que terminaron de descuartizarlo, tra-bajo que realiz casi enteramente Khamis con suhabilidad caracterstica en todas las tareas relaciona-das con la vida al aire libre, repartieron la carga, en-

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    tregando inclusive un pequeo bulto a Llanga, quereclamaba insistentemente su parte, y reanudaron lainterrumpida marcha.

    -Eh! Parece que aqu la carne es barata? -coment John Cort.

    -Depende de la puntera que se tenga repuso elgua.

    -Y de la suerte -agreg Max, que era ms mo-desto de lo que suelen serlo los cazadores afortuna-dos.

    Pero si bien los tres hombres estaban firme-mente resueltos a no gastar ms plvora y balas quelas necesarias para cazar su alimentacin, estaba es-crito que la jornada no concluira sin que las carabi-nas no sirvieran para la defensa comn.

    A lo largo de un buen kilmetro el gua creyque se veran forzados a hacer uso de sus armas defuego para repeler el ataque de una tribu de monos,que les sigui por las ramas de los rboles, saltandocon la agilidad de atletas consumados, gritando ygruendo amenazantes.

    Eran cuadrumanos de gran tamao, cinocfalosde tres colores, amarillos, rojos y negros. A stos sehaban unido bandas de pequeos micos que chilla-

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    ban y gesticulaban desde las ms altas ramas, pro-duciendo ruidos ensordecedores.

    Pero esta escolta, que se haba reunido alrededorde medioda, desapareci dos horas ms tarde sinque se produjera ninguna agresin. En aquel mo-mento los cuatro viajeros recorran una senda anchay cmoda que se perda de vista. Pero si por un tre-cho se felicitaron de haber encontrado un caminopracticable, pronto tuvieron que arrepentirse de ha-berlo seguido, pues se encontraron con dos de losanimales que seguramente contribuan a mantenerloen condiciones.

    Se trataba de una pareja de rinocerontes, cuyojadeo peculiar oyeron poco antes de las cuatro de latarde. Khamis, que fue el primero en escucharlo,dio la voz de alto.

    -Malas bestias, esos rinocerontes -dijo, tomandola carabina que llevaba en bandolera.

    -S ... peligrosas -replic Max-. Y eso que sonherbvoros.

    -Que tienen el pellejo bien duro!-Qu hacemos? -pregunt John, con su espritu

    prctico privando sobre toda reflexin de ndolepersonal.

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    -Trataremos de seguir sin que nos vean -contest Khamis-, o por lo menos nos ocultaremosdel paso de esas moles ambulantes.

    Tal vez no nos vislumbren y si conseguimosmovernos viento a favor, no nos descubrirn. Perode cualquier manera, tenemos que ir con las armaspreparadas para hacer fuego en cualquier momento.Si llegan a advertir nuestra presencia, caern sobrenosotros.

    Los fusiles fueron revisados para evitar incon-venientes de ltimo momento, que podran ser tr-gicos. Luego, saliendo del sendero para dejar pasolibre a los dos colosos, los viajeros se introdujeronentre la maleza que creca a la derecha del camino.

    Cinco minutos despus los mugidos haban au-mentado notablemente de volumen y aparecieronclaramente los monstruosos paquidermos, pertene-cientes a la subespecie de los ketloa, desprovistoscasi de pelambre. Avanzaban al trote, flexionandogilmente sus patas cortas y macizas, con las peque-as orejas erguidas y prestas a captar el menor soni-do.

    Se trataba de dos especmenes esplndidos, decasi cuatro metros de largo, patas cortas y fuertes,cabeza armada de un solo cuerno, capaz de producir

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    terribles heridas. Estos animales tienen un verdade-ro blindaje que los protege de sus enemigos, tor-nndolos casi invulnerables, y su resistencia los llevaa comer cactos de largas espinas como si fueranmanjares, sin que sus maxilares dursimos y su len-gua crnea parezcan sufrir en lo mas mnimo.

    La pareja se detuvo bruscamente, mugiendo.Los expedicionarios comprendieron que estaban apunto de ser atacados.

    Uno de los rinocerontes, un monstruo de pielrugosa y seca, se acerc a la maleza, resoplando.

    Max Huber alz su rifle y lo prepar.- Tire a la cabeza! -le advirti Khamis.Una detonacin, luego otra y una tercera. Las

    balas penetraron a duras penas el fuerte blindaje delas bestias, pero no les hicieron dao alguno. Ha-ban sido tres cartuchos perdidos.

    Ni las detonaciones ni los impactos asustaron alos paquidermos. Los arbustos y lianas no podanoponer una seria resistencia a la carga de aquellosmonstruos. Un instante ms y todo caera aplastado,reducido a fragmentos. Khamis y sus compaeroshaban logrado escapar a la carga de los elefantes...estaban acaso destinados a perecer bajo las formi-dables pezuas de aquellos otros paquidermos? Si

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    trataban de huir, las lianas y altos pastizales retarda-ran su carrera, en tanto que los dos rinocerontes,lanzados en su persecucin no se detendran antenada, semejantes a una avalancha que arrasa contodo.

    Empero, entre los rboles de la selva, se alcan-zaba a divisar un baobab gigantesco, que podaofrecer refugio ante los embates de los paquider-mos. Aquello era una repeticin de la escena de daspasados en el macizo de los tamarindos, que costarala vida al desdichado portugus. Acaso haba moti-vos para creer que aquello no terminara como ellance anterior?

    En realidad el baobab era mucho ms grande yresistente que los tamarindos y posiblemente la car-ga de los rinocerontes, con ser formidable no eratan potente como la de los elefantes.

    Lo malo de todo esto era que la copa se abra aveinte metros del suelo y que el tronco no ofrecahasta all ningn asidero capaz de permitir una as-censin.

    El gua comprendi con slo echar una miradaque resultara imposible alcanzar las ramas; por suparte Max y John esperaban nerviosamente a queKhamis se resolviera.

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    En aquel momento la maleza baja se abri paradar paso a una enorme cabeza.

    Un cuarto disparo retumb en la selva. Esta vezera John quien haca fuego, con no mucha mssuerte que su amigo. La bala penetr en el dorso delrinoceronte, provocando tan slo un fuerte gruidode dolor, en tanto que aumentaba la furia del paqui-dermo.

    El animal, en lugar de detenerse, aument lavelocidad de su marcha, precipitndose hacia ade-lante con un salto prodigioso, en tanto que el otrorinoceronte, rozado por la bala de Khamis, se pre-paraba para seguirlo.

    Ya no hubo tiempo de volver a cargar las armas.Era demasiado tarde para separarse y huir en dis-tintas direcciones, procurando as desorientar a lospaquidermos. Lo nico que los cuatro atinaron ahacer, fue buscar refugio tras el tronco del gruesobaobab, que tena alrededo