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__________cat strofe VIETNAM, VIETNAM Inventario de un desastre Juan Antonio de Bias 30 y sastres. __________ , V ietnam e el clarinazo sostenido de mi generación antes del mayo que iba a cambiar el mundo. Los que hoy esta- mos por la cuarentena nos asomamos al mundo exterior con la lejana contienda de Indo- china que evolucionó de tal manera que acabó hasta cambiando de nombre y convirtiéndose en guerra del Vietnam. A lo largo de un cuarto de siglo Vietnam nos ha acompañado desde la ab- soluta seguridad de nuestro maniqueísmo radi- cal a la desgarradora comprensión de que en to- das partes cuecen habas y que los guerrilleros anticolonialistas del ayer son hoy un ejército re- gular capaz de invadir Camboya. Los vientos de la guerra se llevaron demasiadas cosas y Viet- nam, a pesar de ser una guerra distinta y distan- te, como dijo don Leopoldo refiriéndose a otra, marcó definitivamente a una generación. Y lo de distante puede que sea cierto pero de distinta nada ya que en el remoto origen está el asesinato de un obispo asturiano, Monseñor Díaz Sanjurjo, al que martirizaron en Hanoi en 1857. Como en aquella época el gobernador mi- litar de Filipinas no aguantaba bromas con la suerte de sus paisanos, no tardó en enviar una pequeña erza de castigo al mando del coronel Carlos Palanca. Los anceses de Napoleón III, que ya tenían sus planes para el territorio, pusie- ron los barcos para el transporte y los soldados españoles conquistaron Saigón. Después de dar leña a diestro y siniestro la erza expediciona- ria hispana regresó a Manila pero los anceses decidieron quedarse, y se quedaron con todo. Durante casi un siglo Indochina e un lugar ol- vidado que salió a la luz con el final de la Segun- da Guerra Mundial. A lo largo de ocho años los guerrilleros nacio- nalistas y comunistas lucharon contra los ejérci- tos anceses y al final consiguieron la victoria. Seguía siendo una guerra lejana pero los estu- diantes de los primeros cursos de bachillerato jugaban a legionarios y guerrilleros espoleados por una prensa que hablaba de un exótico lugar llamado Dien-Bien-Phu. Para los republicanos españoles enrolados en la Legión Extranjera Francesa el conflicto e demasiado cercano. Al- gunos desertaron para unirse a las tropas de Ho- Chi-Min. Otros, murieron a la sombra de una bandera tricolor que muy poco les había dado a cambio. En Madrid, en una comida, el director de una revista de inrmación militar me pre- sentó a un aristócrata, militar retirado que pa- seaba sobre nosotros su indirencia hasta que surgió el tema de la guerra. La suya empezaba con la nuestra civil que ganó, pero monárquico convencido acabó perdiendo la paz y no tuvo más remedio que exiliarse en Francia a pesar del apoyo de su influyente milia. Callejeó por París, recientemente liberada, y su acento espa- ñol le valió múltiples comidas y copas gratis, pe- ro cuando el alcohol estiraba las lenguas en las sobremesas consaba que era un exiliado del partido monárquico y sus paisanos acababan por

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VIETNAM, VIETNAM Inventario de un desastre

Juan Antonio de Bias

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y desastres. _________ _

,

Vietnam fue el clarinazo sostenido de mi generación antes del mayo que iba a cambiar el mundo. Los que hoy esta­mos por la cuarentena nos asomamos al

mundo exterior con la lejana contienda de Indo­china que evolucionó de tal manera que acabó hasta cambiando de nombre y convirtiéndose en guerra del Vietnam. A lo largo de un cuarto de siglo Vietnam nos ha acompañado desde la ab­soluta seguridad de nuestro maniqueísmo radi­cal a la desgarradora comprensión de que en to­das partes cuecen habas y que los guerrilleros anticolonialistas del ayer son hoy un ejército re­gular capaz de invadir Camboya. Los vientos de la guerra se llevaron demasiadas cosas y Viet­nam, a pesar de ser una guerra distinta y distan­te, como dijo don Leopoldo refiriéndose a otra, marcó definitivamente a una generación.

Y lo de distante puede que sea cierto pero de distinta nada ya que en el remoto origen está el asesinato de un obispo asturiano, Monseñor Díaz Sanjurjo, al que martirizaron en Hanoi en 1857. Como en aquella época el gobernador mi­litar de Filipinas no aguantaba bromas con la suerte de sus paisanos, no tardó en enviar una pequeña fuerza de castigo al mando del coronel Carlos Palanca. Los franceses de Napoleón III, que ya tenían sus planes para el territorio, pusie­ron los barcos para el transporte y los soldados españoles conquistaron Saigón. Después de dar leña a diestro y siniestro la fuerza expediciona­ria hispana regresó a Manila pero los franceses decidieron quedarse, y se quedaron con todo. Durante casi un siglo Indochina fue un lugar ol­vidado que salió a la luz con el final de la Segun­da Guerra Mundial.

A lo largo de ocho años los guerrilleros nacio­nalistas y comunistas lucharon contra los ejérci­tos franceses y al final consiguieron la victoria. Seguía siendo una guerra lejana pero los estu­diantes de los primeros cursos de bachillerato jugaban a legionarios y guerrilleros espoleados por una prensa que hablaba de un exótico lugar llamado Dien-Bien-Phu. Para los republicanos españoles enrolados en la Legión Extranjera Francesa el conflicto fue demasiado cercano. Al­gunos desertaron para unirse a las tropas de Ho­Chi-Min. Otros, murieron a la sombra de una bandera tricolor que muy poco les había dado a cambio. En Madrid, en una comida, el director de una revista de información militar me pre­sentó a un aristócrata, militar retirado que pa­seaba sobre nosotros su indiferencia hasta que surgió el tema de la guerra. La suya empezaba con la nuestra civil que ganó, pero monárquico convencido acabó perdiendo la paz y no tuvo más remedio que exiliarse en Francia a pesar del apoyo de su influyente familia. Callejeó por París, recientemente liberada, y su acento espa­ñol le valió múltiples comidas y copas gratis, pe­ro cuando el alcohol estiraba las lenguas en las sobremesas confesaba que era un exiliado del partido monárquico y sus paisanos acababan por

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romperle la cara. Así, harto de broncas con con­ciudadanos y tenazmente hostilizado por la gen­darmería, acabó por enrolarse en la Legión Ex­tranjera, para eludir una cordial invitación que le ponía en la frontera española con una orden de expulsión. Su experiencia castrense le valió el enrolamiento como sargento. Harto de la gue­rra y dispuesto a sentar plaza entre los supervi­vientes, consiguió enchufarse en una plana mayor y pidió el traslado a una posición tranqui­la e inexpugnable. La posición resultó ser Dien­Bien-Phu ... y se tiró un par de años en un cam­po de concentración de Vietnam del Norte.

A través de este soldado perdido conocí el destino de bastantes españoles que participaron

· en aquella contienda, algunos con mando debrigadas guerrilleras. Después, en la segundaguerra de Vietnam, la presencia española seríapoco menos que testimonial y estaría protagoni­zada por misioneros, mitad monjes y mitad sol­dados, y por un brigada de farmacia que paseósu hispano uniforme entre los norteamericanos,quizá para justificar que la bandera española on­dease entre las del cuerpo expedicionario aliado,en el cuartel general de Saigón.

La primera guerra francesa duró más de ocho años y costó a los galos 75.000 muertos de un ejército que no superó nunca los doscientos mil hombres. La derrota de Dien-Bien-Phu obligó a Francia a negociar. Cuando se fueron dejaron una Indochina dividida en dos Vietnams antagó­nicos que debían celebrar elecciones generales para decidir sobre la reunificación. Los franceses se llevaron sus medallas ganadas en la guerra perdida y lo que Larteguy definió como el «mal amarillo», en una de las primeras novelas que se escribieron sobre aquel conflicto. Esa enferme­dad será algo duradero en las letras francesas y llegará a la qualité y popularidad máxima con los relatos de Margarita Duras.

Larteguy, un soldado de fortuna convertido en periodista, fue el cantor de aquella olvidada guerra francesa en su novela Los centuriones, en la que hizo nacer la leyenda de los paracaidistas. Los centuriones eran el canto del cisne de unos soldados tentados por el poder que se atrevieron a amenazar a Roma para que no olvidase la cóle­ra de las legiones. Después el general De Gaulle, uno de los suyos, al ponerlos en su lugar los devolvería a su sitio. Convertido en corres­ponsal de guerra Larteguy será uno de los apa­sionados de Vietnam y tendrá el honor de que sus libros sean quemados en las plazas de Sai­gón al entrar victoriosas las fuerzas armadas norvietnamitas. Menos suerte tendrá su novela al ser llevada al cine por el director Mark Rob­son, en 1965, con el título de Mando perdido, en la que Anthony Quinn interpretó a un coronel de «paras» bastante histérico y Alain Delon un capitán depresivo, cosa que tenía muy poco que ver con el relato original.

Mejor fortuna que Larteguy tuvo Jean Pierre

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Schloendorff, otro soldado perdido que hizo la guerra como suboficial de las fuerzas coloniales y con sus recuerdos escribió La sección 317, qui­zá la mejor obra literaria sobre el lado francés de la contienda y que más tarde él mismo se encar­garía de convertir en una magnífica película del mismo título. La presencia francesa quedó poco reflejada en su cine y literatura y puede que su más sincera aportación haya sido la película Charlie Bravo, en la que la brutalidad de la gue­rra no quedó enmascarada por ninguna justifica­ción política o social. Después el silencio y el ol­vido a pesar de los éxitos de Margarita Duras.

Con la salida de los franceses y antes de la lle­gada de los norteamericanos se produjo una falsa paz que fue magistralmente retratada por Graham Greene en El americano tranquilo. To­do el cinismo del maestro inglés, que había sido corresponsal en los tiempos de la guerra france­sa, se volcó para contar la invasión de los nue­vos bárbaros que no se disfrazaban de coloniza­dores como los galos y se presentaban como mi­sioneros de una buena nueva: el anticomunis­mo. El americano no tan tranquilo de Greene estaba, ligeramente, basado en la real figura del coronel Londsdale, un especialista en contrain­surgencia que había derrotado a las guerrillas comunistas en Filipinas. Las acciones de Londs­dale, que tuvieron cierto éxito, fueron magnifi­cadas por la propaganda americana pero presin­tiendo un negro futuro el ya mítico general, des­pués de una segunda actuación en los primeros años sesenta, prefirió retirarse a los U.S.A. a dis­frutar de una merecida tranquilidad. La novela de Graham Greene fue llevada al cine con el título de El americano impasible, una película ca­si de la serie B a pesar de ir firmada por Mankie­wicz, en 1957, que protagonizó Audie Murphy, un veterano y condecorado soldado convertido en un pésimo actor.

En el intervalo de la falsa paz los espías nor­teamericanos camuflados de consultores, espe­cialistas y expertos en agricultura prepararon la llegada del 7.º de Caballería. En la capital del Imperio, el presidente Kennedy decidió sacarse la espina cubana en el lejano Oriente. Sus con­sejeros estratégicos anunciaron la teoría del do­minó y Kennedy preparó su cruzada que había de salvar a Vietnam, Laos, Camboya y Tailandia para el mundo libre. Cayeron los disfraces civi­les y los consejeros aparecieron con el uniforme de las fuerzas especiales. Nacía el mito de los «boinas verdes», de los soldados de élite que he­redaban el espíritu de los «paras» derrotados en Dien-Bien-Phu, que hasta tuvieron una canción compuesta por un cretino apellidado Sandler y que incluso en España alcanzó una cierta popu­laridad cantada, en el idioma de Mío Cid el de Vivar, por un seudo-hindú llamado Kul-dip.

Para Norteamérica la guerra seguía siendo al­go exterior. No era más que una serie de telegra­mas y banderas con lazos de luto, George que

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cayó en Tarawa, Mike en las Ardenas. John en la playa de Omaha... eran dolorosas ausencias que dejaban personales huecos pero no tierras desoladas, ni hambre ni pobreza. La última gue­rra en territorio U.S.A. había terminado en 1865 y desde entonces todos los conflictos militares no fueron más que el eco de una trompeta leja­na. Pero Vietnam cambiaría eso, ya que los jóve­nes norteamericanos pronto se dieron cuenta de que aquella cruzada anticomunista no tenía nada que ver con los recuerdos heredados de sus padres de Okinawa y Guadalcanal.

Vietnam se convirtió en una guerra de alista­dos a la fuerza, una guerra que costó cincuenta y ocho mil muertos en siete años de conflicto. A los vietnamitas la cifra total de la guerra de los treinta años apunta a los tres millones de cadá­veres.

Pero en U.S.A. la contienda no fue impopular en el principio. El mito del nuevo Camelot que se montó John Kennedy hizo que la sociedad norteamericana aceptase sus arriesgadas apues­tas. Antes de su temprana muerte había retoma­do el tema del western y el slogan de la «nueva frontera» para jugar a indios y vaqueros a escala planetaria. Como el 7.º de Caballería estaba un poco deslucido inventó las fuerzas especiales, al dotarles de la boina verde como distintivo y las protegió hasta convertirlas en un cuerpo de cho­que tan independiente como los marines. En la ofensiva publicitaria, pagada con dinero estatal, destacó el periodista Robín Moore que tituló precisamente Boinas verdes su libro sobre las fuerzas especiales en los primeros días de la guerra americana en Vietnam. Moore escribió un relato, pretendidamente novela-documento, en el que contaba su experiencia partiendo del ejemplo de modelo que aportó Ernie Pyle de dar importancia sobre todo a lo que se ve y a lo que los soldados de a pie sienten. Moore fue contan­do, a través de los otros, su cambio de periodista objetivo a escritor comprometido en una guerra, nada menos, que por la paz y la libertad de Asia. Su engendro militarista fue publicado en España con escaso éxito pero en su nativa Norteamérica fue un libro de cientos de millares vendidos. Es­ta exaltación de los Grandes U.S.A., luchadores y libertadores, tentó a John W ayne que compró los derechos, produjo, interpretó y dirigió la película Boinas verdes, el más claro ejemplo de manipulación total que ha dado el cine y en la que no se decía una verdad ni de casualidad, ni siquiera por geografía. En la última escena un coronel estadounidense prometía a un huérfano vietnamita ocuparse de él «pues para eso esta­mos aquí» durante un paseo por una playa, mientras el sol se ponía dando sensibilidad y violines a un final feliz ... en el que el sol se po­nía sobre el mar y el oeste cosa totalmente al re­vés de lo que sucedía en el paisaje de combate de Vietnam en la que el sol sale por encima del mar y se pone por las montañas.

De una época anterior a la radicalización del

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conflicto es la novela El americano feo de Wi­lliam Lereder que en 1962 escribió un relato so­bre la imaginaria nación de Sharkan, que tenía mucho del Laos real, en la que narraba los es­fuerzos de un diplomático honrado ( como si ambos términos no fuesen antagónicos) y nor­teamericano que luchaba contra un complot co­munista que pretendía subvertir una bucólica arcadia asiática. Como novela de éxito fue lleva­da al cine por George Englud, que contó con la baza de que Marlon Brando aceptó interpretar el papel principal de El embajador. El resultado, al que no fue ajeno Jocelyn Brando, bastante más radical que su famoso hermano, constituyó un producto lo suficientemente ambiguo como para parecer una dura crítica sin llegar a serlo. Cosa habitual en el cine norteamericano que lle­ga a diseccionar a personajes aislados o situacio­nes muy concretas pero que es capaz de mutilar o destrozar obras maestras que pongan en entre­dicho el «american way of life». (La puerta delcielo, de Michael Cimino, es un claro y recienteejemplo a pesar de los millones de dólares queel film puso en juego).

La guerra se iba cobrando su tributo. Los pe­riodistas siempre empeñados en demostrar que su profesión es la más peligrosa, aunque ni ellos mismos se lo crean, pusieron una cifra de 56 co­rresponsables muertos en Vietnam. Quizá el mejor de todos ellos fue el primero en caer: Robert Capa. Un fotógrafo de guerra que inmor­talizó la última contienda civil española con su imagen del miliciano muerto en el momento de avanzar. Capa, como los románticos a lo Bogart, tuvo en España su causa y su amor, una perio­dista húngara muerta en un estúpido accidente de circulación por un tanque ruso. Después liga­ría con Ingrid Bergman y sería volatilizado por una mina cuando acompañaba a unos «paras» franceses en una misión de combate en los arro­zales. Como Hollywood ya no es lo que era su vida sigue esperando una película que sería como las de antes ... Pero eso sí, los chicos de la cámara y la máquina de escribir no estuvieron siempre en el ojo del huracán, pusieron su plu­ma, su cinismo, su ética y su oportunismo al ser­vicio de su profesión. Uno de ellos conectó con un ex-soldado que había roto el muro del silen­cio y gracias a su decisión la matanza de My Lai salió a la luz. Gracias a lo que veían y leían los combatientes de la libertad del general Westmo­reland, comandante en jefe desde 1964, se pre­guntaron qué puñetas hacían ellos allí... pero se lo empezaron a preguntar después de la ofensiva del Tet, en la que los guerrilleros tomaron por asalto hasta el edificio de la embajada U.S.A. en Saigón. Nombres como Ke San o Hue significa­ron, junto a la guerra secreta por todos conocida de Laos y Camboya, que las cosas no iban nada bien. El año antes del Tet los desertores nortea­mericanos fueron 27.000, para ir subiendo la cuota cada año y llegar en el 70 a 65.643, lo que no deja de ser una buen cifra para unas fuerzas

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que en Vietnam llegaron a los seiscientos mil soldados.

Y sobre todo fue el horror, el horror que hacía palidecer las tesis de Conrad cuando la tele ofre­ció en directo el asesinato de un guerrillero pri­sionero por el general de la policía sudvietnami­ta Loan. A bocajarro el policía hizo fuego con su colt e hizo saltar la cabeza del maniatado prisio­nero. Allí no había truco. El horror. Y comenza­ron los asesinatos de oficiales norteamericanos por soldados norteamericanos. En esta guerra cayeron cuatro generales U.S.A., tres de ellos en accidentes de helicóptero y un cuarto alcanzado por la bala de un francotirador, en un campa­mento tan protegido que el guerrillero comunis­ta más cercano estaba a más de quince kilóme­tros.

La guerra, ya no tan clara, creó problemas en­tre corresponsales y generales. Al preguntarle al general Taylor, uno de los cerebros más capaci­tados del estado mayor conjunto, su opinión so­bre la publicación de los papeles del pentágono, contestó sobre el derecho a la información: «No creo en ese derecho como principio general. Un ciudadano debe saber aquellas cosas que necesi­ta saber para ser un buen ciudadano».

Empezaron a proliferar los que estaban en contra de la guerra e incluso muchos periodistas se repusieron de su pertinaz amnesia y empeza­ron a contar una guerra más sucia y sórdida que la versión oficial que hasta entonces se había es­crito. Los padres empezaron a ayudar para que sus hijos no fueran al Vietnam (hasta los padres jesuitas) y se estrenó un musical, Hair, en el que el Vietnam era la sombra del padre de Hamlet dispuesta a amargar la tranquila vida de los pro­tagonistas. Hair se convirtió en algo más que un musical de Broadway, casi en un grito colectivo de rebeldía y Hollywood siempre pendiente de las brisas monetarias lo transformó en una pelí­cula de éxito mundial, pero de eso se encargaría Milos Forman en 1978.

Los principios de la década de los setenta le­vantaron la veda y empezaron a aparecer obras sobre la guerra. Elia Kazan escribió Los visitan­tes que más tarde convirtió en una amarga pelí­cula sobre un ajuste de cuentas entre veteranos regresados de Vietnam. Al año siguiente, en el 73, y con la falta de compromiso que le caracte­riza George Lucas rodó American graffiti, en la que al igual que en Hair había una referencia a la América inocente que el Vietnam aniquilaría. Scorsesse dirigió en el 76 Taxi driver y con esa película ya fue habitual la presencia de ex-com­batientes del Vietnam en las producciones nor­teamericanas.

Mientras había quien se tomaba el problema en serio y así Frances Fitzgerald escribió El lago en llamas, que puede que sea el mejor libro es­crito por un norteamericano sobre la contienda. El lago en llamas es el símbolo de la revolución en el I Ching y la Fitzgerald se empeñó en com-

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prender y conocer antes de tratar de explicar. Su libro ganó, merecidamente, el premio Pulitzer de 1973 y el National Book Award. Francés Fitz­gerald fue de las pocas personas que no acepta­ron la corrupción semántica que llegó a que Nixon definiera, en 1970, la invasión de Cam­boya por tropas norteamericanas como «un paso hacia la paz».

Otra mujer que escribió un libro sincero a pesar de su autopropaganda y vedetismo fue la florentina Oriana Fallaci, que al año siguiente de recibir un balazo en la matanza de Tlatelolco se las arregló para visitar los campos de batalla de Vietnam. Sus recuerdos formaron Nada y así sea que se convirtió en un personalísimo best­seller. La denuncia de la Fallaci fue completada, esta vez sin ambigüedades, por Michael Herr que publicó en Despachos de guerra la recopila­ción sincera de sus recuerdos del combate. El «nuevo periodismo» escribía la crónica de lo que otros convertirían en testimonio. Así Phil Caputo sacaría Un rumor de guerra después de la caída de Saigón, en la que contaba, con credibi­lidad, su propia historia. La de un teniente de infantería que llegó a Danang, la antigua Tou­ranne de los franceses, creyéndose John Wayne y tras año y medio de combate regresó a U.S.A. maldiciendo a la guerra y a los que las causan. Pero su aborrecimiento sería lo suficientemente contradictoria para hacerle pasar de soldado a corresponsal. Sería testigo del final de Saigón cuando las tropas de Giap entraron victoriosas en la capital de Vietnam del Sur, en abril de 1975.

A Vietnam acudieron corresponsales de todas partes. Los hubo muy buenos como el alemán Peter Scholl que en La muerte en el arrozal ex­plicó, desde la óptica de sus recuerdos lejanos, una versión conjunta de las tres guerras de In­dochina, un término ya en desuso que había si­do inventado por un geógrafo danés en 1852 y que los franceses adoptaron con entusiasmo pues su imperio no tenía colonias ni en la India ni en China. Otro de los buenos corresponsales fue el vasco Manu Leguineche que escribió, diez años después del final, la recopilación de sus recuerdos vietnamitas en un libro que tituló, merecidamente, «La guerra de todos nosotros».

La guerra diferente que empezaron a contar los periodistas llegó también al cine. En 1977 Sidney J. Furie, un realizador nada brillante, di­rige Los chicos de la Compañia C, una amarga película contra la guerra que a pesar de ser de factura netamente norteamericana se produce, por si las moscas, en Hong-Kong. Al año si­guiente una buena novela de Daniel Ford «Ve y dile a los espartanos» tentó al director Ted Post que la convirtió en una película del mismo títu­lo, gracias a la ayuda de Burt Lancaster que la protagonizó. Aquí la cinta sería bautizada como La patrulla y pasó sin pena ni gloria. Pero 1978 era ya el año del Vietnam para la pantalla. Ade-

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más de Hair de Milos Forman se rodaba El caza­dor, de Michel Cimino, y se armó el follón con la clásica división de opiniones. La película al­canzó el osear y consideraciones de todo tipo se emplearon para juzgar un film que sigue siendo de lo más honesto que ha producido el cine U.S.A., a pesar de ser maldecido por unos críti­cos afectos al maniqueísmo y a la estética del panfleto. Címino reincidiría en el tema Vietnam con otra película que despertaría controversias El año del dragón (aquí Manhattan Sur), en la que vuelve a demostrar que es un genio.

El cazador era la aparición de la punta de un iceberg que había empezado a emerger mucho antes. Y a en el 73 el teniente coronel Herbert escribió en su biografía Soldado lo que el Viet­nam suponía para un militar profesional... si era honrado. Su ejemplo tenía el precedente del co­ronel Edward King, que en La muerte del ejércitoreveló lo que muchos corresponsales no se atre­vían a escribir. A estos jefes siguieron los re­cuerdos de los soldados de a pie y obras de inne­gable calidad literaria como Saint Jack, de Paul Theroux, que a pesar de su desarrollo en Singa­pur es la mejor aportación al modo de vida nor­teamericano en Vietnam. La novela fue conver­tida en una extraordinaria película por Peter Bodganovich, en la que fue básica la interpreta­ción del protagonista a cargo de Ben Gazzara.

Si 1978 fue el año del Vietnam del cine U.S.A el siguiente fue el del compromiso ambiguo. La Academia de artes cinematográficas premió Elregreso, una mediocre cinta sobre minusválidos de guerra en la que Jane Fonda paseaba su ros­tro con expresión de tomar decisiones serias y sus buenas intenciones. Al mismo tiempo apa­recía la esperada película de Francis Ford Cop­pola Apocalypse now, que la crítica «consagró» como la definitiva película sobre Vietnam. La obra en realidad eran dos distintas, con una pri­mera parte documental y una segunda filosófica que no pegaban ni con cola. Cosa que desde el principio debió estar clara, pues el guión original lo escribió el reaccionario John Millius y en el definitivo Coppola quiso meter la reflexión mo­ral de Conrad En el corazón de las tinieblas.

Al otro lado de la barricada aparecían obras importantes que no llegaban con facilidad a las pantallas occidentales, como Winter Soldiers, Pa­ralelo 17, del siempre clásico y rojo Joris lvens, y En el año del perro, del cubano Emilio de An­tonio.

Parecía que por fin la guerra de Vietnam se había convertido en Historia. Pero soplaron nuevos aires de imperio y un actor de segunda, que incluso interpretó el papel del general Cus­ter en Camino de Santa Fe, llegó a la Casa Blan­ca. 1984 fue un buen año orwelliano y se intentó reescribir la historia para ponerle un final feliz. Hollywood recogió la brisa gubernamental y se dedicó a ganar la guerra de Vietnam a través de olvidar el olvido. Y surgieron Desaparecido en

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combate, con el karateka Chuk Norris ganando por dos veces en la misma fantasía, Mas allá delvalor y Rambo. Rambo se convirtió en una ma­nía nacional U.S.A. y no deja de ser divertido, pues el origen del personaje estaba en una magnífica novela negra Primera sangre, que rela­ta el duelo mortal entre un ex-boina verde del Vietnam y un ex-sargento de Corea convertido en sheriff. La obra tentó a Silvester Stallone que la edulcoró y transformó el mensaje en reaccio­nario, suprimiendo incluso la muerte del prota­gonista con lo que quedó abierta la posibilidad de una segunda parte de Acorralado, que así se llamó el engendro. Rambo sería esa segunda parte, en la que Stallone vengaría el honor nor­teamericano todavía escocido, por el follón de Teherán y los rehenes.

La exaltación patriotera y chauvinista que di­rigió James Cameron e hizo multimillonario a Silvester Stallone fue una clara demostración de los vientos de histeria que soplan por la actual sociedad norteamericana. Su fabuloso éxito de público es sin paliativos algo aterrador. Y con Rambo los olvidados se convirtieron en héroes. Hasta en T.V. se notó el impulso de la ola y así en la serie El equipo A, un grupo de ex-boinas verdes se dedica a arreglar el mundo a pesar de te­ner una cuenta pendiente con la justicia de la que son inocentes. Dan ganas de pensar que se están pasando, pues el mensaje subconsciente es detec­table hasta leyendo solamente los fascículos de si­cología. Pero siempre queda la esperanza de que alguien no comulgue con la histeria colectiva. La esperanza se llama ahora Stanley Kubrick, que es­tá dirigiendo Un chaleco de acero, quizá la novela más dura y realista que la guerra del Vietnam ha producido y en la que el cabo de «Marines» Gustav Hasford volcó, en 1979, todo su infierno particular. En su libro consigue lo que no logró Coppola: mostrar el Horror...

Hay una anécdota que define muy bien la guerra del Vietnam. Ha sido contada tantas veces y en tan diversas formas que puede que sea verdadera: Un ciego pide limosna en una ca­lle cercana al límite de Harlem. Sobre la boina, en la que hay unas pocas monedas, un cartel ad­vierte «Mis ojos son más negros que tus no­ches». De un bar próximo sale un grupo de gen­te con unas cuantas copas de más. Uno de ellos es un comandante de las fuerzas especiales que luce entre la «chatarra» hasta la Medalla de ho­nor del Congreso. El oficial se fija en el cartel y queda un momento pensativo, deposita un bille­te de cien dólares en la gorra del mendigo e in­clinándose le murmura: «No estés tan seguro de ello, amigo» ...

Como afirmó William Ernst Hanley: «La noche quedó atrás pero me envuelve». La noche de Vietnam sigue ahí. Nunca las cosas fueron ya como antes y después de Vietnam fueron peo­res para una generación de protagonis- �tas que la hicieron, la vivieron, la sintie- � � ron o sólo la contemplaron. �