Vitalidad desbordada: el índex en el arte sonoro y la fotografía

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Una crítica de la noción de indicialidad fotográfica a través de su paralelismo con la música electroacústica.

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Vitalidad desbordada: El índex en el arte sonoro y la fotografía

José Raúl Pérez Fernández

Universidad Politécnica de ValenciaFacultad de Bellas Artes

Doctorado: Artes Visuales e Intermedia

El sonido no-instrumental, ya sea electrónico o acústico, ve atribuirse una pre-existencia fatal, proliferante e irreprimible, propia para descorazonar por adelantado la creatividad de los compositores e incitándolos más bien a ser, no dinámicos fono-creadores, sino severos y temerosos censores de esta vitalidad desbordada.

Michel Chion (1991: 35)

Introducción

Se cuenta que, en cierta ocasión, Unamuno recibió de la imprenta las pruebas de galera de uno de sus libros de próxima publicación. El corrector de estilo había señalado la palabra sustancia y, en una nota al margen, había escrito: “Ojo: substancia.” Bajo esa nota, Unamuno simplemente agregó: “Oído: sustancia.”

¿Oímos con los oídos? ¿Vemos con los ojos? ¿O acaso los actos de oír y de ver están sometidos a tales prejuicios y condicionamientos culturales que en esencia hemos perdido dichas capacidades?

En el caso del sonido, por ejemplo, los programas actuales de edición por ordenador suelen proporcionar representaciones gráficas de las ondas acústicas, al grado de que en infinidad de ocasiones el operador de esos programas, dentro de su flujo de trabajo, se basa fundamentalmente en esos signos visuales, más que en el sonido en sí, para tomar sus decisiones.

En lo que se refiere a la fotografía, es frecuente que al enfrentar una imagen concreta nuestra manera de interpretarla sea oyendo mentalmente un discurso expresado en palabras. Así, nuestra valoración de una imagen particular estará en función de qué tanto ésta se ajusta o no a una determinada concepción de la fotografía previamente expresada de forma verbal y, por lo tanto, acústica. (Parto de la concepción del carácter sonoro del lenguaje verbal, aun en su forma escrita, como una petición de principio, ya que éste no es el espacio para desarrollarla.)

Siendo la fotografía mi área primordial de interés, la lectura del libro El arte de los sonidos fijados (1991), de Michel Chion, ha despertado en mí la inquietud de abordar algunos aspectos del quehacer fotográfico desde sus similitudes con la creación de música electroacústica. La finalidad de este ensayo es partir de ese paralelismo para intentar

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arrojar luz sobre una reflexión teórica que ha provocado la primacía del oído sobre el ojo en la interpretación fotográfica.

La fiebre del índex

Paradójicamente, el campo de la teoría fotográfica padeció de una notable sequía durante un periodo sumamente prolongado. Siendo la precursora de la imagen técnica, destaca el hecho de que durante más de un siglo las contadas disquisiciones teóricas respecto del medio hayan tenido que entresacarse fundamentalmente de poéticas y declaraciones de intenciones de los propios fotógrafos. La paradoja crece al considerar, por contraste, el gran volumen de escritos que teorizan respecto del cine, derivado de la fotografía y surgido más de medio siglo después de ella; o también al constatar los incontables títulos que abordan el fenómeno fotográfico, pero sólo desde un punto de vista simple y llanamente técnico.

En este sentido, la década del año 1980 –¡a finales de la cual, por cierto, el invento de la fotografía cumplió 150 años!– ha quedado marcada por la sobreabundancia de títulos publicados en plena efervescencia de los enfoques postestructuralistas. Dentro de esa línea, para la presente reflexión tomaré en consideración tres obras que se han ganado un lugar por pleno derecho dentro de la teoría fotográfica y que pueden ser ya consideradas como clásicas. Me refiero, en primer lugar, a El acto fotográfico (1983), de Philippe Dubois, que tiene la virtud de sintetizar y explicar los principales enfoques en boga en ese momento de una manera conciliatoria, no excluyente. De manera secundaria también aludiré a La cámara lúcida (1980), de Roland Barthes y a Una filosofía de la fotografía (1983), de Vilém Flusser. Las ideas de estos autores me permitirán hacer un contrapunto con el libro de Chion.

Dubois retoma la clasificación peirceana de los signos, según la cual…

…los índex (o índices) son signos que mantienen, o han mantenido en un momento dado del tiempo, con su referente (su causa) una relación de conexión real, de contigüidad física, de copresencia inmediata, mientras que los iconos se definen más bien por una simple relación de semejanza atemporal y los símbolos por una relación de convención general. (Dubois, 1983: 56)

Al ser la fotografía un signo indicial, su relación con el objeto referencial será necesariamente “del orden de la singularidad, del atestiguamiento y de la designación.” (Ídem: 57)

Este énfasis en el carácter indicial de la fotografía subyace en algunas de sus definiciones mínimas, las cuales privilegian el aspecto de la huella luminosa, esto es, el aspecto químico del dispositivo fotográfico, sobre el óptico y representacional del mismo, más vinculado al concepto de semejanza o iconicidad y en la misma línea desde el punto de vista teórico con el concepto de mímesis en el arte occidental.

La referencialidad, impulsada fuertemente por las ideas de Roland Barthes, centra todo su énfasis en el momento de la toma y soslaya, con plena conciencia, el análisis de los códigos fotográficos. Al respecto, dice Dubois:

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…el principio de la huella, por esencial que sea, sólo marca un momento en el conjunto del proceso fotográfico. En efecto, antes y después de ese momento del registro ‘natural’ del mundo sobre la superficie sensible hay, de una y otra parte, gestos absolutamente ‘culturales’, codificados, que dependen por completo de opciones y decisiones humanas… (Ídem: 49)

El carácter conciliador de Dubois será esencial al proponer un equilibrio entre las concepciones mimética y realista –o icónica e indicial, o semiótica y referencial–, las cuales más que excluyentes, son –o deberían ser– complementarias. Subrayará, además, el hecho de que el fotográfico es un signo mixto: icónico-indicial.

Respecto de las “concepciones ‘ontológicas’ sobre el estatuto de la fotografía como pura huella física de una realidad”, Dubois subraya algo fundamental para nuestra argumentación: “que todos esos trabajos insisten sobre la ‘génesis’ del dispositivo en detrimento del ‘resultado’.” (Ídem: 61)

Llegado este punto conviene hacer un breve paréntesis para señalar un error frecuente en el que suelen caer los teóricos de la disciplina, consistente en hablar genéricamente de fotografía y no de fotografías, así, en plural, o al menos de especificar a qué tipo de práctica o especialidad fotográfica se refieren. Así, por ejemplo, Barthes, Sontag o el mismo Dubois, suelen pasar inadvertidamente dentro de una misma argumentación de la foto de recuerdo tomada por un aficionado (enfoque socio-antropológico), a la foto periodística en la que prima la vocación de objetividad y realismo (enfoque referencial), o a la foto artística, en la que suele dominar un uso a contrapelo de los códigos fotográficos, precisamente cuestionándolos, violentándolos e incluso ironizando a partir de ellos (enfoque estético-semiótico).

Cuando Barthes afirma que “percibir el significante fotográfico no es imposible (hay profesionales que lo hacen), pero exige un acto secundario de saber o de reflexión” (1980: 30), ¿no habría que responderle que precisamente nuestra función como productores y estudiosos de imágenes, como profesionales, es plasmar esa reflexión? ¿No habría que decirle, también, que su frase entre paréntesis es terrible porque rebaja a la persona común al grado de un analfabeto visual? Más aún, en un momento como el actual, en el que priman los Estudios de Cultura Visual, ¿no habría que destacar que ese acto secundario de saber o de reflexión no puede ser considerado en absoluto secundario ni privativo del profesional, sino que ya forma parte de la doxa?

Retomando nuestro discurso, el mismo Dubois reconoce la limitación del enfoque referencial a un nivel de interpretación e incluso su peligro como obstáculo epistemológico para la teoría fotográfica:

Se ve pues que si el índex fotográfico, más que cualquier otro medio de representación, implica en algún punto una fuerza, un poder, una plenitud de real, éste opera sólo en el orden de la existencia y en ningún caso en el orden del sentido. El índex se detiene con el ‘esto ha sido’. No llena el lugar de ‘esto quiere decir’. La fuerza referencial no se confunde con ningún potencial de verdad. La contingencia ontológica no se duplica con una hermenéutica. (Dubois, 1980: 81)

Dejemos bien claro, entonces, que nuestro enfoque de la fotografía se dirigirá específicamente a la práctica fotográfica artística, en la cual la producción de sentido no puede ser soslayada y, por lo tanto, la intervención del autor en todo el proceso del acto de

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producción de la imagen, tanto en las etapas previas al momento de la toma como en las posteriores, está marcada por la intencionalidad en el uso –y abuso– de los códigos que intervienen en el proceso comunicativo fotográfico, en el esto quiero decir. De esta forma, dejamos fuera de nuestro horizonte los usos ingenuos de fotografía (el aficionado) y en general la fotografía directa (periodística, documental). Lo hacemos con plena conciencia de los riesgos que esto implica dada la permeabilidad de los géneros fotográficos y de los usos sociales que se hacen de fotografías concretas.

El arte de fijar sonidos

Al contrario de lo que hemos planteado anteriormente respecto de la teoría fotográfica, Chion acota perfectamente desde el inicio de su reflexión su ámbito específico de interés dentro del universo de los sonidos fijados. Éste se centra en una forma artística específica, la música electroacústica, por lo que de entrada todo uso utilitario de la fijación sonora –documental, científico, etcétera– queda excluido de su campo.

La música electroacúsctica o concreta no tiene como objetivo la fijación sonora de una interpretación en vivo, sino que utiliza las grabaciones como su material. Cabe en principio señalar que los sonidos concretos son todos aquellos que se pueden captar con un micrófono, incluidas las voces humanas y el sonido de los instrumentos musicales. Esta distinción es necesaria ya que hay un malentendido histórico “que definió esta música por unas fuentes sonoras, y no por su naturaleza misma: la de un arte de los sonidos fijados.” (Chion, 1991: 14) En este sentido, el autor cita a Pierre Schaeffer (entrevista radiofónica de 1975), uno de los fundadores de la música concreta a fines de la década de 1940:

La palabra ‘concreto’ no designaba una fuente. Quería decir que se tomaba el sonido en la totalidad de sus caracteres. Así un sonido concreto, es por ejemplo un sonido de violín, pero considerado en todas sus cualidades sensibles, y no solamente en sus cualidades abstractas, que están anotadas en la partitura. Reconozco que el término ‘concreto’ ha sido rápidamente asociado a la idea de ‘sonidos de cacerola’, pero en mi espíritu, este término quería decir en primer lugar que se consideraban todos los sonidos, no refiriéndose a las notas de la partitura, sino en relación con todas las cualidades que contenían. (Ídem: 15)

El compositor de música electroacústica (término preferido por Chion sobre concreta) abstrae los sonidos de su referencia causal. Si bien el acto de fijación sonora –así como el acto fotográfico– es indicial e implica la presencia de la fuente sonora, del dispositivo de grabación y de su operador en un mismo momento y espacio, los sonidos obtenidos en la toma sonora pierden su carácter figurativo dentro del flujo creativo del autor, quien no es un cazador de sonidos, sino un compositor.

Chion busca eliminar los “malentendidos, que hacen de la música concreta un arte de objetos encontrados.” (Ídem: 18) Por ello, enfatiza:

…el compositor concreto no remite el sonido adonde ha venido, ya que ha renunciado a la presencia de la causa y sobre todo, sabe que cortar el objeto sonoro de su fuente real –para hacer oír, si la ocasión se presenta, fuentes imaginarias, incluso ninguna fuente– es el acto fundador mismo de la música de los sonidos fijados. (Ídem: 22)

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No hay aquí lugar para la idealización de los sonidos naturales. En el flujo de trabajo del compositor, cada sonido es válido, ya sea producto de la toma directa a través del micrófono o de la generación de nuevos sonidos en el estudio, a partir de los primeros. El carácter indicial de los sonidos es, simple y llanamente, irrelevante. Al quedar así soslayado el valor de verdad de un sonido, la noción de trucaje resulta inoperante: “Dado que no hay sonidos naturales en música de sonidos fijados, no hay tampoco trucaje acerca de lo que sería la verdad de un sonido, su autenticidad original: todo es creación.” (Ídem: 25)

Otra consecuencia derivada de esto es que la complejidad tecnológica de los aparatos utilizados para generar y/o fijar sonidos es también irrelevante: lo único que importa es el resultado. Así, un debate equiparable al que ha acompañado a la fotografía durante los últimos tres lustros enfrentando lo analógico y lo digital, tomaría el viso de un falso debate y solamente distraería la atención de ese resultado.

Para esta música, (…) la fabricación del material sonoro no se termina más que en el momento en el que se ha dado la última mano a la realización de la obra. El material no está dado en el inicio; como para el pintor su material visual, no es un punto de partida, sino el punto de llegada, el término. Mientras que simétricamente, la composición se inaugura con el primer sonido fijado. (Ídem: 38)

De esta forma, al primar la reflexión en torno al resultado final, esto es, la obra terminada en sí, se relativiza y pone en segundo plano la importancia de otro tipo de argumentaciones –principalmente ontológicas– las cuales, si bien son perfectamente válidas en el campo de los estudios artísticos y proveen aportaciones específicas, corren el riesgo de desviar la atención desde la obra hacia su proceso de producción y, por lo tanto, de anclar la interpretación en ciertas particularidades del dispositivo generador.

Desbordar la vitalidad referencial del índex

La producción de sentido es una tarea ardua, máxime en un entorno social en el cual algunas formas comerciales de dicha producción se han convertido en actividades ampliamente difundidas y dominantes, además de que se han democratizado, abarcando en su campo la participación masiva de diletantes. Inmerso en ese alud informativo, el artista, en su intento de producir sentido significativo, acepta como un a priori la condición de vivir a contrapelo. Esta aceptación, sin embargo, no le asegura la capacidad de lograr la significatividad, esto es, que su obra sea informativa en el sentido definido por Flusser cuando afirma:

Las posibilidades contenidas en el programa del aparato [fotográfico] son prácticamente inagotables. Es imposible fotografiar realmente todo lo fotografiable. La imaginación de la cámara abarca más que la de todos los fotógrafos juntos. Y precisamente en esto consiste el reto del fotógrafo. Ciertamente hay partes del programa fotográfico que ya están muy exploradas. Si bien en ellas se puede seguir tomando nuevas imágenes, serían imágenes redundantes, imágenes no informativas, imágenes ya vistas en forma similar. (…) …el tipo de fotógrafo al que aquí nos referimos indaga las posibilidades aún desconocidas del programa de la cámara y busca realizar imágenes informativas, jamás vistas e improbables. (Flusser, 1983: 36)

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Es común, sin embargo, que al margen de la significatividad del resultado –la obra en sí–, el proceso de su producción suponga una intensa experiencia de vida. Esta experiencia vivida tiene particulares implicaciones en las artes indiciales como las que aquí nos ocupan, ya que éstas exigen como parte de su proceso de producción la copresencia del autor con los sujetos referenciales, copresencia que en muchos casos representa indudablemente momentos intensos de vida.

El fotógrafo y crítico Robert Adams habla a este respecto de tres niveles en la fotografía, a saber: geografía, autobiografía y metáfora. El primero se refiere al aspecto referencial y representacional de la foto; el segundo, a esa copresencia con el sujeto, la cual convierte a cada fotografía, indirectamente, en un documento autobiográfico de su autor; el tercer estadio, el carácter metafórico, sería alcanzado solamente por aquellas imágenes que logran un nivel significativo.

Chion también señala, en relación al compositor, el peligro de desviar la atención desde el resultado hacia el proceso de producción:

…exactamente como el escenario relatado en un filme debe distinguirse de las peripecias de su rodaje, la cuestión de la música concreta narrativa o anecdótica no debe confundirse con la de las fuentes reales empleadas para hacerla. Una confusión en la que, desgraciadamente, los compositores son los primeros en caer, más cogidos de la trampa todavía que otros por el hecho de que han participado en la génesis del sonido, y que tienen dificultades para romper sus nexos causales, o al menos para situarlos en otro plano. (Chion, 1991:17)

La retórica que envuelve a los medios es representativa. Mientras que Chion deplora la concepción del compositor de música electroacústica como un cazador de sonidos, acaso en el ámbito de la fotografía no hay tópico más extendido que el del fotógrafo como cazador de momentos. Si bien esto suele referirse a la fotografía directa, también incluye al campo artístico con poéticas como la cartier-bressoniana sobre el momento decisivo y su analogía del fotógrafo con el arquero zen. ¿Fetichización del referente? Sigamos con el paralelismo:

Pero nuestro foniurgo afronta, con el soporte, una tentación más sutil: la de fetichizar el sonido inicial grabado sobre cinta (o sobre otro medio de fijación), del que parte para multiplicarlo y reunirlo, suponiendo que sobre este fragmento inicial de cinta o de disquete habitaría su impalpable ‘material’. (Ídem: 36)

Superado este escollo y liberado de la tentación de convertir el sonido indicial en fetiche, el compositor, entonces, lo somete a una cadena de manipulaciones donde cada nuevo sonido obtenido es autónomo y tan válido como los precedentes. A mayor manipulación, tendrá menor indicialidad, lo cual es irrelevante ya que lo que importa son las cualildades sensibles concretas de cada nuevo sonido. De ahí que, como ya señalamos, la noción de trucaje sea inoperante en este campo.

En la fotografía, como hemos visto, la fetichización del referente ha bloqueado el estudio de los códigos fotográficos. Si en el caso de la música electroacústica la invisibilidad de la fuente confunde al que escucha, en la fotografía la hipervisibilidad de la fuente es, de manera contradictoria, uno de los aspectos que le impiden al espectador ver realmente.

Paradójicamente, la noción de trucaje ha estado presente desde los mismos orígenes del medio –el lenguaje delata: alejarse de la referencialidad es un truco, una trampa– y

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los discursos de exaltación romántica del referente lo han condenado. Al respecto, es esclarecedora la distinción que hace Fontcuberta entre las actitudes purista y pictorialista en fotografía, definiendo la segunda como una actitud que privilegia el fin obtenido sobre los medios utilizados y en la cual es válido todo tipo de manipulación tanto sobre el sujeto como sobre los materiales, ya sea previa, simultánea o posterior al acto de toma. (cfr. Fontcuberta, 1984: Introducción) Así, dentro de nuestro discurso paralelo con la música, diríamos que en este sentido el fotógrafo también es un compositor.

Tomando en consideración la longevidad de las prácticas pictorialistas, resulta notable que ese viejo debate siga vivo. El contrasentido ha alcanzado su más absurda expresión en los años recientes, con el falso debate que enfrenta la fotografía analógica con la digital en vanas discusiones teñidas de un cariz pretendidamente ontológico. En este sentido, Flusser es tajante:

Se trata de hacer imágenes. Dejemos la pregunta ‘¿para qué?’ (…) y consideremos primero el ‘¿cómo?’. Actualmente existen dos métodos. 1. Se toma una superficie sensible programada a propósito, se la introduce en un aparato programado a propósito, se la ajusta de un modo programado a propósito sobre los fotones que oscilen dentro del espacio, y el resultado es una imagen que llamamos ‘copia’. 2. Se toma algoritmos programados a propósito, se los introduce en aparatos programados a propósito, se los ajusta de un modo programado a propósito sobre los electrones que pululen dentro de un tubo catódico, y el resultado es una imagen que llamamos ‘modelo’. A primera vista, las ‘copias’ (fotos) parecen ser ilustraciones del realismo moderno, y los ‘modelos’ (imágenes de ordenador), ilustraciones del idealismo moderno. Tenemos que abandonar este modo de ver, pues los dos métodos pueden combinarse: p. ej., los vídeos pueden acoplarse con ordenadores. De esta manera, las copias pueden convertirse en modelos, y los modelos, en copias. (Es posible digitalizar fotos y fotografiar imágenes sintéticas). No nos interesa, pues, (…) ninguna polémica ideológica, sino las imágenes concretas. (Flusser, 1983: 164)

El propio término fotografía digital es bastante desafortunado ya que en la doxa se ha identificado con la fotografía manipulada, trucada, cuando éste no tiene por qué ser el caso. Más aún, actualmente vemos cómo se confunde de manera permanente la fotografía digital con el fotomontaje hecho con medios digitales. Recordemos que las aplicaciones informáticas –de las cuales el programa Photoshop es el de uso más extendido– son herramientas de edición y retoque de imágenes rasterizadas, y que en esencia hacen lo mismo que se venía haciendo históricamente en la fotografía pictorialista, aunque de manera más simple, rápida y puesta al alcance de un usuario masivo. De hecho, la mayoría de las funciones del programa simplemente imitan (toman como referente) prácticas y posibilidades fotográficas que ya existían –sean ópticas, químicas, lumínicas o cinéticas– y su uso se basa primordialmente en las acciones de cortar y pegar, las cuales el fotomontador practica desde los orígenes del medio.

Hagamos otra precisión semántica: recordemos que Fontcuberta (op. cit.) también distingue entre pictorialismo y pictoricismo, reservando para el segundo la connotación peyorativa de imitación de la pintura e identificando el primero con la actitud ante el medio que ya definimos como composición. Consecuentemente, las palabras de Dubois apoyan el argumento cuando afirma que el

rasgo de sincronismo distingue radicalmente a la fotografía de la pintura. Allí donde el fotógrafo corta, el pintor compone; allí donde la película fotosensible recibe la imagen (aunque sea latente) de un solo golpe y en toda su superficie y sin que el operador pueda

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cambiar nada en el curso del juego (en el tiempo de la exposición), la tela que se pinta sólo puede recibir progresivamente la imagen que se construye lentamente, pincelada a pincelada y línea a línea, con detenciones, movimientos de distanciamiento y acercamiento, en el control centímetro a centímetro de la superficie, con esquemas, esbozos, correcciones, recomienzos, retoques, en resumen, con la posibilidad para el pintor de intervenir y modificar a cada instante el proceso de inscripción de la imagen. Para el fotógrafo sólo hay una elección, una elección única, global, y que es irremediable. Pues una vez dado el golpe (hecho el corte), todo está dicho, inscrito, fijado. Es decir, que ya no se puede intervenir sobre la imagen que se hace. Si son posibles las manipulaciones –como las pictorialistas–, es después del golpe (corte), y justamente tratando la foto como una pintura. (Dubois, 1983: 147)

Sobra apuntar que cuando se utiliza un equipo de toma digital en lugar del analógico, el golpe del obturador sigue estando ahí, así como la copresencia en el acto fotográfico del sujeto fotografiado, el dispositivo y su operador. También sobra apuntar que, aunque no exista proceso químico y la información sea codificada numéricamente, el proceso sigue siendo apto para realizar lo que se conoce como fotografía directa y para el espectador no hay cambio respecto del resultado final.

Por otro lado el fotomontador digital –pictorialista–, lejos de actuar de manera equiparable al fotógrafo directo, lo hace de manera similar al pintor o al compositor de música electroacústica, siendo su ámbito principal de intervención el de los códigos que se ponen en juego posteriormente a la producción de la o las tomas que utilizará como materia prima. Asimismo, como aquéllos, tiene claro que lo único relevante es el resultado final: todo lo que atañe al proceso de producción es simple y sencillamente anecdótico.

Problema de timing o capricho del destino, la introducción de la tecnología digital en fotografía coincide con esa década que ya hemos señalado –la de 1980, la del 150 aniversario del invento y también la del boom de producción teórica– y contribuye a que, para la doxa, la concepción tradicional del medio como objetivo, realista y con poder de constatación, pierda fuerza progresivamente. Éste, sin embargo, es un factor extrafotográfico.

Chion también se interroga acerca de la influencia del cambio tecnológico respecto de la música electroacústica. Dice: “Algunos pueden preguntarse, sin embargo, si los cambios técnicos del soporte no van a cuestionar la fabricación misma de esta música, y por tanto su espíritu. Es esta una cuestión que no podemos eludir.” (Chion, 1991: 45) Y a continuación agrega:

Pero una máquina no es solamente un auxiliar, puede ser también una trampa. (…) se trata de reafirmar que la técnica de la música concreta no es su tecnología; dicho de otro modo que un conjunto de aparatos, aún abierto y constantemente enriquecido, no es suficiente para definir una técnica…Lo esencial (…) sigue siendo el sonido final, y escoger en el proceso de su creación las etapas mecánicas y las etapas electrónicas no tiene casi más que un interés anecdótico, y sobre todo, ninguna pertinencia en cuanto a la apreciación musical y técnica del resultado. (Ídem: 47-48)

La máquina como trampa. Hemos de constatar que la tentación de utilizar el nuevo repertorio de opciones es grande: “…en el universo fotográfico, en general, se observa que los programas tienen cada vez más éxito en desviar las intenciones humanas hacia las funciones de la cámara.” (Flusser, 1983: 44)

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Comentario final

En la cita que utilizamos como epígrafe, Chion exalta la creatividad del compositor y la necesidad de que éste supere ciertos vicios de su práctica para alcanzar un estadio de vitalidad desbordada. Esta misma situación la hemos extendido al campo de la práctica fotográfica, dados los notables paralelismos entre ambas.

Hemos puesto un gran énfasis en la consideración del resultado final sobre el proceso de producción. “¡Oído: sustancia… vitalildad!”, dirá el compositor. Contra el discurso referencial que somete a la fotografía a un limitante deber ser, el fotógrafo dirá: “¡Ojo: veamos el resultado, no el proceso!”

En las últimas décadas, se ha cumplido la premonición:

La fotografía ha evolucionado en diversas direcciones. Las tres más importantes de ellas parecen ser: a) la tendencia a la digitalización, b) la tendencia a la imagen puramente electromagnética, y c) la tendencia a las técnicas mixtas. Las tres parecen desembocar en un nuevo concepto de la imagen fotográfica que la define no ya como la reproducción de una escena, ya sea ‘dada’ o ‘hecha’, sino como un producto de la fantasía creativa. (Flusser, 1983: 171)

He ahí la vitalidad desbordada, la vitalidad de la fantasía creativa que desborda el escollo teórico de la referencialidad.

Bibliografía

Adams, Robert [1981]: Beauty in Photography. Essays in Defense of Traditional Values, Aperture, Nueva York, 1996.

Barthes, Roland [1980]: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós, Barcelona, 2006.

Chion, Michel [1991]: El arte de los sonidos fijados, Taller de Ediciones / Centro de Creación Experimental, Universidad de Castilla-La Mancha / Diputación de Cuenca, 2001.

Dubois, Philippe [1983]: El acto fotográfico. De la representación a la recepción, Paidós, Barcelona, 1986.

Flusser, Vilém [1983]: Una filosofía de la fotografía, Síntesis, Madrid, 2001.

Fontcuberta, Joan (ed.) [1984]: Estética fotográfica: una selección de textos, Gustavo Gili, Barcelona, 2003.