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Diócesis de Iquique Mes de María 2018 ¡Oh María,

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Diócesis de IquiqueMes de María 2018

¡Oh María, durante el bello mes a ti consagrado!

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Muy queridos hermanos y hermanas:

llega el Mes de María, tiempo de gracia y oración en nuestra Iglesia que camina en Chile.El aroma de las flores, los altares iluminados, el encuentro cada tarde, el Rosario, las Oraciones repetidas por generaciones, el Venid y Vamos todos incesantemente cantado; todo nos indica que es un tiempo especial en el cual los católicos nos sentimos invitados a una renovación en la fe, tomados de la mano de la Virgen.Hoy, más que nunca, necesitamos cobijarnos bajo el manto de la Virgen, y pedir que Ella ruegue por la Iglesia, por Chile, por cada uno de nosotros.Como obispo, quiero invitarles a que todos podamos vivir este Mes, dedicando un tiempo, cada día a la oración.Las iglesias y capillas, cada tarde se abrirán para acoger a quienes quieran rezar en comunidad y es hermoso hacerlo; pienso en nuestra ciudad de Iquique donde las Comunidades de Bailes Religiosos se reúnen también para rezar, quizá no todos pueden ir, pero sí todos podemos vivir el espíritu de este tiempo de gracia y oración. En nuestras casas, adornemos un altar con la imagen de la Virgen, que junto a ese altar podamos rezar y cantar, ojalá como familia. Para motivar la oración, comparto contigo el trabajo realizado por el hermano obispo de Los Ángeles, Mons. Felipe Bacarreza, que ha escrito una meditación para cada día de este Mes de María, estoy cierto que nos hará muy bien poder dedicar unos minutos a orar con estas reflexiones.Te invito a que cada día, en algún momento, leas y medites la reflexión que corresponda, reces el Rosario o una parte de él (un misterio), si estás como familia o con un grupo, cantar algo; lo importante es que haciéndonos un tiempo glorifiquemos a la Virgen y que través de Ella recibamos abundante bendición.Vivamos con alegría este Mes de María.

+Guillermo Vera Soto

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Todos los días del Mes de María(Excepto los domingos en que se participa de la Eucaristía)

Esquema Sugerido

Canto inicial Lectura del Evangelio del día Lectura del comentario al Evangelio Rezo de Santo Rosario Oración final del Mes de María Canto final mariano

Oración inicial del Mes de María

Oh María, durante el bello mes a ti consagrado, todo resuena con tu nombre y alabanza. Tu santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos te han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presides nuestras fiestas y escuchas nuestras oraciones y votos.Para honrarte, hemos esparcido frescas flores a tus pies y adornado tu frente con guirnaldas y coronas. Mas, Oh María, no te das por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que tú esperas de tus hijos; porque el más hermoso adorno de una Madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden poner a sus pies es la de sus virtudes.

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Sí, los lirios que tú nos pides son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzamos, pues, durante el curso de este mes, consagrado a tu gloria, ¡Oh Virgen Santa!, en conservar nuestras almas puras y sin manchas y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.La rosa cuyo brillo agrada a tus ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos; nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia cuya Madre eres tú, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que te es tan querida y con tu auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.¡Oh María!, haz producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den, al fin, frutos de gracias, para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

Oración por las familiasQuédate con nosotros, Señor Jesús, quédate en nuestras familias, ilumínalas en sus dudas, sostenlas en sus dificultades y en las fatigas de cada día. Tú que eres la vida, quédate en nuestros hogares, para que sigan siendo nidos donde nazca la vida humana abundante y generosamente, donde se acoja, se ame, y se respete la vida desde su concepción hasta su término natural.Quédate, Señor, con nuestros niños y con nuestros jóvenes, que son la esperanza y la riqueza de nuestro Continente, protégelos de tantas insidias que atentan contra su inocencia y contra sus legítimas esperanzas.¡Oh buen Pastor, quédate con nuestros ancianos y con nuestros enfermos!

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¡Fortalece a todos en su fe para que sean tus discípulos y misioneros! Amén

Oración final del Mes de María¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofrecerte, con estos obsequios que colocamos a tus pies, nuestros corazones, deseosos de agradarte y a solicitar de tu bondad un nuevo ardor en tu santo servicio.Dígnate presentarnos a tu Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él, y cambien tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el tuyo. Que convierta a los enemigos de su Iglesia y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida, y de esperanza para el porvenir.Amén.

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Misterios del Santo Rosario

Lunes y Sábado: Misterios Gozosos

1º Misterio: La Anunciación del ángel a María.2º Misterio: La visita de la Virgen a su prima Santa Isabel.3º Misterio: El nacimiento de Jesús en Belén.4º Misterio: La presentación del Niño Jesús en el templo.5º Misterio: El Niño perdido es hallado en el templo conversando con los

doctores de la ley.

Martes y Viernes: Misterios Dolorosos

1ª Misterio: La oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.2º Misterio: Los azotes que recibió nuestro Señor atado a la columna.3º Misterio: La coronación de espinas de nuestro amado Redentor4º Misterio: Jesús carga con su cruz desde Jerusalén al monte del Calvario.5º Misterio: Crucifixión y muerte de nuestro Señor Jesucristo.

Miércoles y Domingo: Misterios Gloriosos.

1º Misterio: La Gloriosa resurrección del Salvador.2º Misterio: La Ascensión del Señor.3º Misterio: La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles en Pentecostés.4º Misterio: La Asunción de la Santísima Virgen María

en cuerpo y alma al cielo.5º Misterio: La coronación de la Santísima Virgen como Reina y Madre

de todo lo creado.

Jueves: Misterios Luminosos

1º Misterio: El Bautismo del Señor en el río Jordán.2º Misterio: La manifestación de Jesús en las Bodas de Caná3º Misterio: El anuncio del Reino y el llamado a la conversión.4º Misterio: La Transfiguración del Señor.5º Misterio: La institución de la Eucaristía

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8 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 15,1-10Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos».Entonces, les dijo esta parábola: «¿Quién de ustedes que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegrense conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”. Les digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión».«O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: “Alegrense conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido”. Del mismo modo, les digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (+ Felipe Bacarreza)

El tema de fondo del Capítulo XV del Evangelio de Lucas es la revelación de cómo es verdaderamente Dios. Nadie puede presumir de tener un conocimiento perfecto de Dios y la imagen que nos hacemos de Él debe ser continuamente purificada. La revelación del Dios vivo y verdadero alcanza su plenitud en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, como lo declara San Juan: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Jesús revela cómo es Dios, no sólo con su palabra, sino también con toda su vida. Por eso, los fariseos y los escribas, que discrepan de Jesús sobre el modo de tratar a los pecadores, demuestran tener una idea falsa sobre Dios. La imagen verdadera de Dios la vemos en Jesús.

«Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”». Ellos tienen una noción de Dios, según la cual acoger a los pecadores es actuar contra la voluntad de Dios. Ellos tienen la idea de un Dios que condena a los pecadores y no se interesa por ellos. Jesús vino a revelar a un Dios que ama a todos, incluidos los pecadores; un Dios que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2,4). Bien sabe de esto Jesús, que precisamente vino al mundo para satisfacer ese deseo de Dios su Padre, como leemos en la solemne declaración del San Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos, esta afirmación: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores”» (1Tim 1,15). ¿En qué se basa para asegurar que esa afirmación es verdad? Se basa en la palabra del mismo Jesús: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17).

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Jesús responde a la crítica por medio de las tres parábolas así llamadas «de la misericordia»: las dos parábolas gemelas de la oveja perdida y de la dracma perdida y la parábola del hijo pródigo, mejor llamada «del Padre misericordioso».

Un pastor que tiene cien ovejas, todas a salvo en el corral, está contento con ellas y ciertamente las ama. Pero si se le pierde una, que el pastor conoce por su nombre, no reacciona diciendo: «Que se pierda, es culpa suya», sino que siente dolor por ella, porque la sigue amando, y ese amor lo impulsa a buscarla, hasta encontrarla. Sigue Jesús: «Cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegrense conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”». Análoga es la reacción de la mujer que pierde una de sus diez dracmas: no la deja perdida, sino que «enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra» y luego, comunica su alegría a las amigas y vecinas. La conclusión de ambas parábolas es que así se alegra Dios: «Del mismo modo, les digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

Al justo Dios ciertamente lo ama. Pero hacia el pecador, que está perdido, su amor se convierte en misericordia, es decir, compasión, que lo mueve a salvarlo. La revelación de la misericordia de Dios hacia el pecador es el objetivo de la parábola del hijo pródigo, que expone Jesús a continuación en ese mismo Capítulo 15 de San Lucas.

9 de noviembre

Texto bíblico: Juan 2,13-22 (Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán)Lectura del santo Evangelio según San JuanSe acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos.Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quiten esto de aquí. No hagan de la Casa de mi Padre una casa de mercado».Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: «El celo por tu Casa me devorará». Los judíos entonces le replicaron diciéndole: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?».Jesús les respondió: «Destruyan este Santuario y en tres días lo levantaré».Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se ha tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».Pero él hablaba del Santuario de su cuerpo.Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús.

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Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo (+ Felipe Bacarreza)

En este Evangelio Jesús se refiere a Dios, llamándolo: «mi Padre», cuando manifiesta su celo por el templo de Jerusalén: «No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado».

Muchos creen en Dios. Pero también cree el diablo, como hace notar Santiago: «¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen, y tiemblan» (Sant 2,19). Lo importante no es sólo creer en Dios, sino principalmente en qué Dios creemos. Los cristianos ciertamente creemos en un solo Dios. Pero, si alguien nos pregunta en cuál Dios creemos, es decir, quién es Dios para nosotros, tenemos que responder sin vacilar: el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esto lo comprendió bien San Pablo, que bendice a Dios diciendo: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3). Pablo ya creía en un solo Dios, más aun, era fariseo e intachable en el cumplimiento de la ley de Dios, cuyo mandamiento principal es: «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el único Señor» (Deut 6,4). ¿En qué consistió, entonces, su conversión? Precisamente en corregir su idea de Dios y adoptar la idea de Dios que nos revela Jesús: «Dios es mi Padre». Este es el Dios en quien creemos los cristianos.

Jesús nos reveló a Dios mostrándose él, como su Hijo. No tenemos otro modo de conocer al Dios verdadero que, conociendo a Jesús, meditando sus palabras y contemplando sus acciones. Entonces podemos concluir: Dios es tal que tiene semejante Hijo. Una analogía nos puede ayudar a comprender: uno puede estudiar mucho sobre Miguel Ángel, pero no sabrá bastante sobre él mientras no contemple sus esculturas; contemplando, por ejemplo, la Pietà, conocerá sobre él más que todo lo que puedan decirle los libros: sabrá que es un hombre tal que fue capaz de crear esa maravillosa obra. Para adquirir ese conocimiento sobre Miguel Ángel es necesario contemplar su obra. De manera análoga, nunca podremos conocer al verdadero Dios, mientras no conozcamos a Jesús, su Hijo. Conociendo a Jesús podremos decir: si así es el Hijo, ya sé cómo es Dios, su Padre. Jesús declara: «El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino que hace lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5,19). Y a sus discípulos que quieren ver al Padre, les asegura: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Vemos a Dios en su Hijo.

En este Evangelio Jesús contrapone dos casas, entre las cuales no hay componendas: «No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado». No hay cómo componer el servicio de Dios y el servicio del dinero: «Ustedes no pueden servir a Dios y a mammona (el dinero)» (Mt 6,24). Es una revelación de cómo es Dios. En el templo se cambiaba dinero, porque los judíos venidos de otras partes para celebrar la Pascua tenían que pagar la contribución al templo con moneda judía. Pero ese cambio de moneda era un mercado; el interés de hacerlo no era Dios, sino el dinero. Por otro lado, los que vendían animales los vendían para el sacrificio; pero ellos no tenían interés por la gloria y alabanza de Dios en que consiste el sacrificio, sino por el dinero que ganaban. Con su actitud, Jesús revela un Dios que no se presta para que algunos se enriquezcan.

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La actitud de Jesús –expulsar del templo con un látigo a los cambistas y vendedores, volcando sus mesas– hace que sus discípulos recuerden un Salmo: «El celo por tu casa me devora» (Sal 69,10). Jesús no pone resistencia, cuando él mismo es golpeado, humillado y crucificado. Todo eso lo soporta, como el cordero que es llevado al matadero (cf. Is 53,7), por amor a nosotros. Pero no tolera que se ofenda el honor de su Padre.

Los discípulos repararon en el Salmo: «El celo por tu casa me devora»; pero no repararon en lo más impactante, a saber, que Jesús llamara a Dios «mi Padre» y que, con la autoridad que recibe de Dios, pudiera interrumpir una actividad que era habitual en el templo. Las autoridades judías, en cambio, reparan en eso y le preguntan: «¿Qué signo nos muestras para obrar así?». Equivale a: ¿Qué signo nos muestras de que eres Hijo de Dios y puedes decidir lo que se hace o no se hace en el templo? Jesús da un signo; pero ellos no lo entendieron: «Destruyan este Santuario y en tres días lo levantaré». El templo tenía diversos sectores; el Santuario era la parte más sagrada. Después de su resurrección al tercer día, los discípulos comprendieron ese signo y el evangelista nos puede decir: «Hablaba del Santuario de su cuerpo». Nos revela que el verdadero Santuario es el cuerpo de Jesús. «En él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9) afirma San Pablo.

En este Mes de María debemos tratar de purificar nuestra idea de Dios. Debemos dedicar tiempo a contemplar a Jesucristo y ver que Dios es el objeto de su vida; que todo lo hace por amor a su Padre. A ese Dios, el Padre de Jesucristo, merece que también nosotros lo amemos con todo nuestro ser y nos comportemos como hijos suyos.

10 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 16,9-15Lectura del santo Evangelio según San Lucas:En aquel tiempo dijo Jesús: «Yo les digo: Háganse amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, los reciban en las eternas moradas. El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, ustedes no fueron fieles en el Dinero injusto, ¿quién les confiará lo verdadero?Y si no fueron fieles con lo ajeno, ¿quién les dará lo que es de ustedes?Ningún siervo puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. Ustedes no puedes servir a Dios y al Dinero».Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de Él.Jesús les dijo: «Ustedes son los que se las dan de justos delante de los hombres; pero Dios conoce sus corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios».

La astucia de los hijos de la luz (+ Felipe Bacarreza)

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En el Evangelio que se ha leído es continuación de la parábola del administrador infiel, cuyo punto central es la invitación a tomar decisiones profundas y rápidas ante la urgencia del tiempo. En efecto, a pesar de que el administrador, ante la inminencia de su destitución, actuó en forma deshonesta, granjeándose amigos con los bienes de su señor, «el señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente». En el breve tiempo en que aún gozaba de la administración, se aseguró un bienestar futuro. Poco astuto habría sido ese hombre su hubiera dejado pasar el tiempo viviendo igual que antes. Entonces, el llamado a rendir cuentas habría sido el desastre total para él, como él mismo calculaba: «Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza».

Esa parábola no sólo está dirigida a los fariseos y a los pecadores allí presentes, invitandolos a una conversión radical y pronta, sino también a todos los seres humanos. En efecto, todos escucharemos dentro de breve tiempo la orden: «Dame cuenta de tu administración». Una cosa es cierta: que será pronto. Todos escuchamos decir: «¡Qué rápido pasa el tiempo!». O: «Tal o cual cosa parece que fue ayer»; ¡y han pasado treinta o cuarenta años! Etc. Todos los bienes de que hemos dispuesto en esta vida nos han sido dados en administración, como dice San Pablo: «Nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él» (1Tim 6,7). Esos bienes nos han sido dados con una finalidad: procurar con ellos el bien de los demás; todo otro uso, sobre todo, disfrutar de ellos de manera egoísta, es malversación y tendremos que dar cuenta ante el Dueño de todos los bienes: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena» (Sal 24,1).

Los bienes de este mundo han sido puestos por Dios a nuestra disposición para beneficio de todos los hombres y mujeres. Usarlos para beneficio propio es injusto. Por eso el señor aconseja: «Haganse amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, los reciban en las eternas moradas». El dinero llegará a faltar inevitablemente, como dice Dios al hombre rico cuyos campos produjeron muchos bienes, quien esperando gozar de ellos muchos años, fue llamado a rendir cuentas esa misma noche: «Todo lo que has acumulado, ¿para quién será?» (Lc 12,20). Y ¿quiénes son los habitantes de esas moradas eternas que tenemos que ganarnos como amigos? Lo dice Jesús: «Dichosos los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios» (Lc 6,20). Ningún rico puede estar tranquilo mientras haya pobres. El dinero deja de ser injusto cuando se destina a erradicar la pobreza.

El Señor agrega: «Y si no fueron fieles con lo ajeno, ¿quién les dará lo que es de ustedes?». Ya hemos visto que lo ajeno son los bienes materiales, pues, «nada hemos traído al mundo» y saldremos de él sin nada. Pero ¿qué es lo nuestro? «Lo nuestro» es lo que nos ha sido dado para que lo poseamos más allá de nuestra salida de este mundo. «Lo nuestro» es la vida eterna. Esto es lo se nos dará, con tal que hayamos sido fieles con lo ajeno.

Por último, el Señor hace una afirmación que nos interpela: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz». No es una mera constatación; ¡es un reproche! Pero no es universal. Hay hijos de la luz que son mucho más astutos: lo fue San Pablo, que decía: «Me he hecho todo a todos para ganar, de todas maneras, a algunos» (1Cor 9,22); lo fueron San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, y, entre nosotros, San Alberto Hurtado. Emplearon todos sus dones para dar a conocer a Jesús, que

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es el Bien máximo. El Evangelio que hemos oído es un llamado de Jesús a imitar esa astucia y prontitud en el breve tiempo de esta vida.

11 de noviembre (Domingo 32 del tiempo ordinario, Ciclo B)Texto bíblico: Marcos 12,38-44

12 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 17,1-6Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Jesús dijo a sus discípulos: «Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y lo arrojen al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños. Cuidense de ustedes mismos. Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y, si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: "Me arrepiento", lo perdonarás».Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe».El Señor dijo: «Si ustedes tuvieran fe como un grano de mostaza, habrían dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y les habría obedecido».

Señor, auméntanos la fe (+ Felipe Bacarreza)

En el Evangelio que se ha proclamado Jesús nos hace una advertencia que ilumina la situación de su Iglesia ahora y en todos los tiempos: «Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!». El escándalo es una piedra que se pone en el camino de alguien para hacerlos caer. En este caso se trata de poner un obstáculo a la fe de los más sencillos. Desgraciadamente, es imposible erradicarlos del todo, como nos advierte Jesús, porque estamos en una parte de la Historia de Salvación en que aún está activo el pecado. Pero, de todas maneras, Jesús agrega una severa maldición: «¡Ay de aquel por quien vienen!». Y agrega: «Más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños». Antes de decidirse a abusar de un menor y ponerle en su vida un grave obstáculo a la fe, habría que pedir que nos amarraran una piedra inmensa al cuello y nos arrojaran al mar. Esto sería perder esta vida terrena. Pero lo otro sería preferir el fuego eterno, conforme a la sentencia de Cristo en aquel día del Juicio final: «¡Apartate de mí, maldito, al fuego eterno…!». Tiene razón Jesús en que esto es mucho peor, es infinitamente peor.

Enseguida Jesús exhorta al perdón, que tiene que ser sin límite, tan pronto como el hermano dice: «Me arrepiento». El cristiano no debe tener nunca rencor en su corazón. Si el hermano se arrepiente de la ofensa, debe alegrarse a dar el perdón de todo corazón. De lo contrario,

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no podría recitar la oración que nos enseñó Jesús, diciendo a Dios: «Perdonanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Si no perdonamos a los hermanos, esta oración sería falsa.

El evangelista conoce una sentencia de Jesús sobre la fe: «Si ustedes tuvieran fe, como un grano de mostaza, habrían dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y les habría obedecido». La idea es que bastaría tener un poco de fe –como un grano de mostaza– para hacer grandes obras. En otra ocasión Jesús aclara que el grano de mostaza «es ciertamente más pequeña que cualquier semilla»; pero está destinada a crecer: «Cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol...» (Mt 13,32). La fe es, entonces, una virtud que debe crecer. Por eso, Lucas ubica la sentencia de Jesús sobre la fe como respuesta a una súplica de los apóstoles: «Dijeron los apóstoles al Señor: "Aumentanos la fe"». Piensan que Jesús está en el origen de la fe; que él puede concederla y, por tanto, aumentarla. Por eso, el evangelista dice que esa petición se dirige «al Señor». Están insinuando que, tanto la fe misma, como su incremento, es un don que se recibe de Dios, porque tiene relación con un misterio que supera la naturaleza humana.

Obviamente, al hablar de fe, no nos referimos al crédito que se concede a ciertas sentencias, sino al crédito que se concede a una Persona. Se cree lo que esa Persona es. En esta petición los apóstoles no pudieron haber usado el término griego «pistis» (que tenemos en nuestro Evangelio, escrito en griego), porque ellos no hablaban esa lengua; tuvieron que usar un término procedente de la raíz hebrea «aman», probablemente, «emunah». Pero este término sugiere firmeza, estabilidad, verdad, seguridad. La imagen más propia es la de una roca. Yo concedo «emunah» a alguna realidad, cuando fundo mi vida en ella seguro de quedar firme. A menudo, en el Antiguo Testamento, se llama Roca a Dios mismo. Decimos en el Salmo de ingreso: «Vengan, aclamemos al Señor; demos vítores a la Roca que nos salva… porque el Señor es un Dios grande…» (Sal 95,1.3). Y, por boca del profeta Isaías, Dios declara: «Yo soy el primero y el último, fuera de mí, no hay ningún dios... Ustedes son testigos; ¿hay otro dios fuera de mí? ¡No hay otra Roca, yo no la conozco!» (Is 44,6.8).

En el Evangelio Jesús asume para su Persona esa condición. Su palabra ofrece esa estabilidad. Por eso, termina el Sermón del Monte diciendo: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica es como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca... El que escucha estas palabras mías y no la pone en práctica es como el hombre necio que edificó su casa sobre arena...» (cf. Mt 7,24.26). Esas enseñanzas suyas que son base firme para la vida, él las presentaba a menudo precedidas de la fórmula: «Amén, amén les digo...». Significa: «Como cosa firme les digo... pueden fundar su vida en esto».

Jesús reprocha a Pedro por su poca fe, cuando lo llama a caminar sobre el agua y Pedro duda y comienza a hundirse: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?» (Mt 14,31). Pedro debió haberse apoyado en la palabra de Jesús, que le había dicho: «Ven». En cambio, alaba a la mujer cananea por su mucha fe: «Mujer, ¡grande es tu fe!; que te suceda como deseas» (Mt 15,28). Ella tenía una medida de fe en Jesús mayor que un grano de mostaza. Por eso obtuvo la curación de su hija: «Desde aquel momento quedó curada su hija». Al pedir a Jesús: «Aumentanos la fe», le pedimos fundar nuestra vida en él y en su palabra, como lo hizo esa mujer. De esto depende nuestra vida, la vida eterna, como lo dice la conclusión del

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Evangelio de Juan: «Estas cosas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su Nombre» (Jn 20,31).

13 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 17,7-10Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Dijo Jesús: «¿Quién de ustedes que tiene un siervo arando o pastoreando, cuando regresa del campo, le dice: “Pasa al momento y ponte a la mesa?”. ¿No le dirá más bien: “Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme y, luego que yo haya comido y bebido, comerás y beberás tú?”. ¿Acaso tiene que dar las gracias al siervo porque hizo lo que le mandaron? De igual modo ustedes, cuando hayan hecho todo lo que les mandaron, digan: “Siervos inútiles somos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”».

Somos siervos inútiles (+ Felipe Bacarreza)

En el Evangelio de hoy, Jesús hace una comparación entre nuestra relación con Dios y la de un siervo con su señor: «¿Acaso el señor tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?». La comparación no es muy comprensible en nuestro tiempo, porque hoy no existe este tipo de relación Señor–siervo. Lo que quiere indicar Jesús es que nosotros hemos recibido todo de Dios: el universo, la tierra, la existencia propia, el aire, el agua, todo. Hemos recibido de Dios la relación con Él mismo. Todo es un don gratuito de Dios, sin que preceda algún mérito nuestro. Él nos dio los mandamientos, en cuyo cumplimiento consiste nuestra vida, y también el poder cumplirlos: «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece» (Fil 2,13). Por eso, no tenemos nosotros ningún mérito propio que exhibir ante Dios por el cual Él tenga que agradecernos. Somos nosotros quienes tenemos que agradecer a Él, siempre por medio de Jesucristo: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, nuestro Señor». Así lo declaramos en la celebración de la Eucaristía al comienzo del Prefacio.

San Pablo pregunta: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (1Cor 4,7). Para San Pablo el don supremo es el conocimiento de Cristo: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil 3,8). Él entendió la sentencia de Jesús: «Separados de mí, no pueden hacer nada» (Jn 15,5). Él entiende la conclusión de Jesús: «Cuando ustedes hayan hecho todo lo que les fue mandado, digan: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer». Es como decir: «Separados de Cristo, somos inútiles; si algo hemos hecho es un don suyo».

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14 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 17,11-19Lectura del santo Evangelio según San Lucas:De camino a Jerusalén, Jesús pasó por los confines entre Samaría y Galilea. Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron:

«¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!».Al verlos, les dijo: «Vayan y presentense a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

¿No fueron purificados los diez? (+ Felipe Bacarreza)

El Evangelio comienza con un dato geográfico: «De camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea». La acción tiene lugar en un pueblo de esa región.

«Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se detuvieron a distancia, y alzando la voz, dijeron: "Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros"». Los leprosos no podían entrar en los pueblos y debían vivir segregados de la sociedad. Por eso, se agrupaban entre ellos y vivían en comunidades al margen de las ciudades, de las cuales recibían limosna para su sustento. Así se explica que se detengan a distancia y deban alzar la voz para dirigirse a Jesús. ¿Qué le piden? Usan un verbo griego en modo imperativo: «Eléison», que tiene la misma raíz que «éleos» (misericordia) y «eleemosyne» (limosna). Piden a Jesús que tenga misericordia, esperando de él una limosna.

Jesús responde con una orden que parece no tener relación con lo que piden: «Vayan y muéstrense a los sacerdotes». Incluso, podría parecer que Jesús quiere deshacerse de ellos. ¿Qué ganan con mostrarse a los sacerdotes? Según la ley de Moisés, la lepra segregaba a la persona, no sólo de la sociedad de los hombres, sino también de Dios. Por eso, el leproso, al ver que alguien se le acercaba, debía gritar: «Impuro, impuro» (cf. Lev 13,45-46), y su curación era considerada una «purificación», que correspondía al sacerdote certificar. Su

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reintegración era, en primer lugar, reintegración a la asamblea del Señor (al culto) y, por tanto, a Dios. Era del dominio de los sacerdotes.

Obedecer la orden de Jesús significaba ir hasta Jerusalén, donde se encontraban los sacerdotes, en torno al templo. Si la acción ocurre en los confines entre Galilea y Samaría, estamos hablando del camino de cuatro o cinco días. Tenían que decidirse a emprender ese camino confiando en que no quedarían defraudados. Si llegaban a la presencia de los sacerdotes con su lepra, todo habría sido en vano. Ellos confiaron en la palabra de Jesús y partieron en la certeza de que no quedarían defraudados. Y, de hecho, «mientras iban, fueron purificados». Ya pueden mostrarse al sacerdote seguros de recibir una sentencia positiva: «Están limpios; pueden volver al culto y a la sociedad de la familia y el pueblo».

El milagro de la curación de esos leprosos es un hecho histórico; no es una parábola. Pero, sin duda, en el modo de narrarlo, Lucas quiere hacer una representación de la vida cristiana. La vida del cristiano también es un camino que se dirige a una meta. Lucas suele llamar a la vida cristiana simplemente: «el Camino», como leemos en los Hechos de los Apóstoles, que es obra suya: «En Éfeso, se produjo un tumulto no pequeño con motivo del Camino»; y Pablo reconoce: «Yo perseguí a muerte a este Camino, encadenando y arrojando a la cárcel a hombres y mujeres» (Hech 19,23; 22,4). Para este camino y, sobre todo, para no quedar defraudados al final, Dios nos ha dado su Palabra, en la Persona de su Hijo. Recordemos: «Este es mi Hijo... Escúchenlo» (Lc 9,35). Si escuchamos a Jesús, nuestra experiencia será la misma que tuvieron los discípulos de Emaús: «¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino?» (Lc 24,32). Debemos emprender el camino de esta vida en la certeza de que, si la fundamos sobre la palabra de Cristo –como hicieron esos leprosos–, llegaremos a la meta prometida: «Yo soy el camino... Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).

El episodio tiene una segunda parte: «Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano». Ahora entendemos por qué Lucas aclara que el hecho ocurrió en los confines de Galilea y Samaría. En la petición alzaron la voz los diez juntos: «Ten misericordia de nosotros»; en el reconocimiento del beneficio –«viéndose curado»– alza la voz sólo uno para glorificar a Dios y agradecer a Jesús. Jesús quiere dar a todos un don mayor; por eso echa de menos a los otros nueve: «¿No fueron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». La desgracia hacía que esos diez hombres superaran las barreras nacionalistas y convivieran judíos y samaritanos; la salud, en cambio, hace olvidar el don recibido, hace resurgir la autosuficiencia y, con ella, las divisiones.

La culminación del hecho es la palabra que dirige Jesús a ese samaritano, el único que reconoció el don y lo agradeció: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado». La fe es el don supremo. El hombre quedó salvado de alma y cuerpo. Muchos de nosotros podríamos pensar: «Nosotros no estamos leprosos». En realidad, la lepra, que despertó la misericordia de Jesús, es nada en comparación con el pecado, y éste nos afecta a todos y nos hace a todos objeto de la misericordia de Dios: «Dios encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos» (Rom 11,32). Para el samaritano, la lepra fue la feliz ocasión de su encuentro con Jesús y de experimentar su misericordia y su poder salvador. También

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nosotros, refiriéndonos a nuestro pecado, exclamamos en el Pregón Pascual: «¡Oh feliz culpa, que mereció tener tal y tan gran Redentor!».

15 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 17,20-25Lectura del Evangelio según San Lucas:Habiendo preguntado los fariseos a Jesús cuándo llegaría el Reino de Dios, él les respondió:«El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: "Veanlo aquí o allá", porque el Reino de Dios ya está entre ustedes».Dijo a sus discípulos: «Días vendrán en que ustedes desearán ver uno solo de los días del Hijo del hombre, y no lo verán. Y les dirán: "Veanlo aquí, veanlo allá." No vayan, ni corran detrás. Porque, como relámpago fulgurante, que brilla de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día.Pero, antes, debe padecer mucho y ser reprobado por esta generación».

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

El Evangelio de hoy (Lc 17,20-25) recoge una pregunta que los fariseos dirigen a Jesús: “¿Cuándo vendrá el Reino de Dios?”.  Una pregunta sencilla, que nace de un corazón bueno y aparece muchas veces en el Evangelio. Por ejemplo, Juan Bautista, cuando estaba en la cárcel, angustiado, envía a sus discípulos a preguntar a Jesús si Él era el que debía venir o había que esperar a otro. O bien, en otro pasaje, la pregunta vuelve, esta vez descaradamente: “Si eres tú, baja de la cruz”. Siempre la duda, la curiosidad sobre cuándo vendrá el reino de Dios.

“El Reino de Dios está en medio de ustedes”: es la respuesta de Jesús. Es ese alegre anuncio en la sinagoga de Nazaret cuando Jesús, después de leer un pasaje de Isaías, dice que esa escritura se cumplía hoy, en medio de ellos. Como la semilla que, sembrada, crece por dentro, así el Reino de Dios crece a escondidas en medio de nosotros o se encuentra escondida come la piedra preciosa o el tesoro, pero siempre con humildad.

Pero, ¿quién da el crecimiento a esa semilla, quien la hace germinar? Dios, el Espíritu Santo que está en nosotros. Y el Espíritu Santo es espíritu de mansedumbre, espíritu de humidad, es espíritu de obediencia, espíritu de sencillez. Es Él quien hace crecer dentro el Reino de Dios, no son los planes pastorales, las grandes cosas… No, es el Espíritu, a escondidas. Hace crecer y, llegado el momento, aparece el fruto.

En el caso del buen ladrón, ¿quién habrá sembrado la semilla del Reino de Dios en su corazón: quizá su madre o tal vez un rabino cuando le explicaba la ley? Luego, a lo mejor, se le olvidó, pero en cierto momento, a escondidas, el Espíritu lo hace crecer.

El Reino de Dios es siempre una sorpresa, porque es un don dado por el Señor. Jesús explica también que “el Reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí”. No es un espectáculo o peor aún –aunque muchas veces se

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piensa– un carnaval. El Reino de Dios no se deja ver con soberbia, con orgullo, no le gusta la publicidad: es humilde, escondido, y así crece. Pienso que cuando la gente miraba a la Virgen, allí, siguiendo a Jesús, dirían: “Esa es su madre…”. La mujer más santa, pero escondida, nadie sabía el misterio del Reino de Dios, la santidad del Reino de Dios. Y cuando estaba al lado de la cruz de su hijo, la gente decía: “Pobre mujer, con este criminal como hijo, pobre mujer”. Nadie, ninguno lo sabía.

El Reino de Dios crece siempre a escondidas porque está el Espíritu Santo dentro de nosotros que lo hace germinar hasta dar fruto. Todos estamos llamados a hacer ese camino del Reino de Dios: es una vocación, es una gracia, es un don, es gratuito, no se compra, es una gracia que Dios nos da. Y todos los bautizados llevamos dentro el Espíritu Santo. ¿Cómo es mi trato con el Espíritu Santo, el que hace crecer en mí el Reino de Dios? Una buena pregunta para hacernos todos hoy: ¿Creo de verdad que el Reino de Dios está en medio de nosotros, está escondido, o me gusta más el espectáculo?

Pidamos al Espíritu Santo la gracia de hacer germinar en nosotros y en la Iglesia, con fuerza, la semilla del Reino de Dios para que se haga grande, dé refugio a tanta gente y dé frutos de santidad.

16 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 17,26-37Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Dijo Jesús: «Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Lo mismo, como sucedió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, construían; pero el día que salió Lot de Sodoma, Dios hizo llover fuego y azufre del cielo y los hizo perecer a todos.Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste.Aquel Día, el que esté en el terrado y tenga sus enseres en casa, no baje a recogerlos; y de igual modo, el que esté en el campo, no se vuelva atrás. Acuerdense de la mujer de Lot. Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará.Yo les lo digo: aquella noche estarán dos en un mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado; habrá dos mujeres moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada».Y le dijeron: «¿Dónde, Señor?». El les respondió: «Donde esté el cuerpo, allí también se reunirán los buitres».

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

Pensar en el fin del mundo y también en el fin de cada uno de nosotros es la invitación que también hoy la Iglesia nos hace a través del pasaje del Evangelio de hoy (Lc 17,26-37). El texto recoge la vida normal de los hombres y mujeres antes del diluvio universal y en los

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días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían, se casaban…, pero luego llega el día de la manifestación del Señor y las cosas cambian.

La Iglesia, que es madre, quiere que cada uno piense en su propia muerte. Todos estamos acostumbrados a la normalidad de la vida, horarios, compromisos, trabajo, momentos de descanso, y pensamos que siempre será así. Pero un día vendrá la llamada de Jesús que nos dirá: “¡Ven!”.  Para algunos esa llamada será imprevista, para otros tras una larga enfermedad, no lo sabemos. ¡Pero la llamada vendrá! Y será una sorpresa, pero luego estará la otra sorpresa del Señor: la vida eterna. Por eso, la Iglesia en estos días nos dice: párate un poco, detente para pensar en la muerte. Suele pasar que, incluso la participación en las velas fúnebres o ir al cementerio, se convierta en un acto social: se va, se habla con las demás personas, en algunos casos hasta se come y se bebe; es una reunión más, para no pensar.

Y hoy la Iglesia, hoy el Señor, con esa bondad que tiene, nos dice a cada uno: “Detente, párate, no todos los días serán así. No te acostumbres como si esto fuese la eternidad. Llegará un día en que tú serás llevado, y otro se quedará”. Es ir con el Señor, pensar que nuestra vida tendrá fin. Y eso nos hace bien. Nos hace bien ante el inicio de una nueva jornada de trabajo, por ejemplo, donde podemos pensar: “Hoy quizá sea el último día, no sé, pero haré bien mi trabajo”. Y así en las relaciones con la familia o cuando vamos al médico, etc.

Pensar en la muerte no es una mala fantasía, es una realidad. Si es mala o no depende de mí, de como yo la vea, pero que será, será. Y allí será el encuentro con el Señor, eso será lo bueno de la muerte, el encuentro con el Señor; será Él quien venga a nuestro encuentro, será Él quien diga: “Ven, ven, bendito de mi Padre, ven conmigo”.

Y cuando llegue la llamada del Señor, ya no habrá tiempo para arreglar nuestras cosas. Un sacerdote me decía hace poco: “El otro día encontré a un sacerdote, de unos 65 años, más o menos, que padecía algo malo, y no se sentía bien. Entonces fue al médico y le dijo, después de la visita: “Mire, tiene usted esto, y es algo malo, pero quizá estemos a tiempo de detenerlo. Haremos esto, y si no se para, haremos esto otro; y si no se para, comenzaremos a caminar y yo le acompañaré hasta el final”. ¡Estupendo ese médico!

Pues nosotros también, acompañémonos en ese camino, hagamos lo que sea, pero siempre mirando allá, al día en que el Señor vendrá a llevarnos para irnos con Él.

17 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 18,1-8Lectura del santo Evangelio según San LucasJesús les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer: «Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquel mismo pueblo una viuda que acudió a él y le dijo: “¡Hazme justicia contra mi adversario!”.

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Durante mucho tiempo el juez no quiso, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que deje de importunarme de una vez”.Y añadió el Señor: «Ya oyen lo que dijo el juez injusto. ¿No hará entonces Dios justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Les digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?».

Esperemos con amor la venida del Señor (+ Felipe Bacarreza)

Sobre el Día de su venida gloriosa al final de los tiempos, Jesús nos enseña: «Como relámpago fulgurante, que brilla de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día». Ese Día será inconfundible; pero también imprevisible: «Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Asimismo, como sucedió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, construían; pero el día que salió Lot de Sodoma, Dios hizo llover fuego y azufre del cielo y los hizo perecer a todos. Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste» (Lc 17,24.26-30). Observamos, sin embargo, que entre esas actividades de los hombres «en los días de Noé y en los días de Lot» –comían, bebían, compraban, vendían...– falta una esencial: ¡no oraban! La oración es la única precaución que debemos tener para que ese Día no sea sorpresivo y no nos haga perecer a todos.

Por eso, aclara Lucas que la finalidad de la parábola que Jesús les dijo a continuación es «que ellos debían orar siempre sin desalentarse». Sabemos que la oración es uno de los temas preferidos del evangelista Lucas. En este caso la enseñanza se concentra sobre la perseverancia en la oración. Lo mismo que Jesús enseña por medio de una parábola, lo recomienda San Pablo en su primera carta: «Oren sin interrupción» (1Tes 5,17).

En la parábola se presentan dos personajes: «Había en una ciudad un juez, que no temía a Dios y no respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda y ella venía donde él diciendo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!"». El juez está instituido para discernir lo que es justo en los conflictos entre seres humanos. En este caso se trata de un conflicto entre esa viuda y otro hombre. Pero, dado que las viudas eran las últimas en el escalafón social, el juez no le hace caso. En la descripción del juez, ¿qué necesidad hay de decir que no temía a Dios? ¿No habría bastado con decir que este juez no respetaba a los hombres? El Evangelio lo destaca, porque todo respeto por el ser humano –que no sea movido por el egoísmo, es decir, por el beneficio propio–, nace del temor de Dios. Si se hubiera tratado de un poderoso, el juez le habría hecho justicia con toda premura, porque espera ser retribuido. En cambio, de la viuda no puede esperar nada. En Israel los jueces fueron instituidos para discernir lo recto a los ojos de Dios en los conflictos que pudieran surgir entre los hombres. Si no está en el juez el temor de Dios, la viuda no tiene esperanza de obtener justicia, excepto, por su insistencia. Esta es su única arma.

Así sigue la parábola: «Durante mucho tiempo el juez no quiso (hacerle justicia), pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me

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causa molestia, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme"». Esta es la parábola. Jesús concluye: «Oigan lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche, y les hace esperar? Les digo que les hará justicia pronto». Repetimos que el único punto de la parábola es la necesidad de orar siempre sin desalentarse.

¿Cuál es el motivo más frecuente de desaliento en la oración? Que Dios parece no escuchar. En realidad, lo que ocurre es que Él hace esperar para probar nuestra confianza y amor. La sentencia final de Jesús es esta: «Les digo que les hará justicia pronto». Dios no se parece en nada a aquel juez; es todo lo contrario, como lo afirma San Pablo respecto al desenlace final de nuestra vida: «Desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el Juez justo; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación» (2 Tim 4,8). Ese es el Día del juicio definitivo.

Por eso, Jesús agrega una pregunta que se refiere a ese Día: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?». La fe en la tierra consiste en «esperar con amor la Manifestación» del Señor. Esa espera es la oración. La oración no es siempre, ni mayoritariamente, para pedir cosas de este mundo –esas cosas el Señor «sabe que las necesitamos antes de que se las pidamos»–; la oración es nuestra relación de amor con Dios, por medio de Jesucristo, y consiste también en la alabanza, la acción de gracias y el gozo por su presencia: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La respuesta a su pregunta quedó en suspenso: «¿Encontrará fe sobre la tierra?». Cada uno puede responder, considerando que el medidor de la fe es la oración. Si hay poca oración es señal de que hay poca fe. Si viniera en nuestro tiempo, no encontraría el Señor mucha sobre la tierra.

18 de noviembre (Domingo 33 del tiempo ordinario, Ciclo B)Texto bíblico: Lucas 16,9-15

19 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 18,35-43Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Sucedió que, al acercarse Jesús a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna; al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello.Le informaron que pasaba Jesús el Nazareno; y empezó a gritar, diciendo: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!».Los que iban delante lo increpaban para que se callara, pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo, y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?». Él dijo: «¡Señor, que vea!». Jesús le dijo: «Recobra a vista. Tu fe te ha salvado».Y al instante recobró la vista, y lo seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios.

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Recobra la vista, tu fe te ha salvado (+ Felipe Bacarreza)

Este Evangelio nos presenta la última etapa del itinerario de Jesús en su camino a Jerusalén: «Al acercarse Jesús a Jericó». El evangelista sitúa el episodio a la entrada de Jericó, porque luego nos relatará un hecho que ocurrirá cuando Jesús atravesaba la ciudad: en encuentro con Zaqueo. La escena que presenta el Evangelio es habitual: «Estaba un ciego, al margen del camino, pidiendo limosna». Dado que es ciego, debe informarse qué significa la multitud que escucha. Le responden que «pasaba Jesús el Nazareno».

Lo normal es que el mendigo pidiera compasión y así lo hace: «Empezó a gritar, diciendo: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!». Este grito suena en griego: «eleison». Es tan impactante, que, durante siglos, se repitió en la liturgia penitencial de la Misa tres veces en esa misma lengua: «Kyrie, eleison - Christe, eleison - Kyrie, eleison» («Señor, ten piedad»). Dos cosas llaman la atención en ese grito. En primer lugar, el título «Hijo de David», que el ciego da a Jesús, equivale a reconocerlo como el Cristo, la misma confesión que poco antes ha hecho Pedro en representación de los Doce: «Tú eres el Cristo de Dios» (Lc 9,20), a diferencia de lo que pensaba la gente, que lo tenía sólo como un profeta. En su confesión de Jesús, el ciego de Jericó ¡está al nivel de los Doce! Lo segundo es que, gritandole: «Ten compasión de mí», él espera que Jesús le conceda algo. Pero, en ese momento, sólo él sabe lo que espera de Jesús.

Interviene la multitud, que sigue a Jesús por el camino: «Lo increpaban para que se callara». No puede parecer extraño que un mendigo pida compasión. Lo reprenden, porque les parece que el título con que se dirige a Jesús es inoportuno. Pero el ciego insiste gritando con más fuerza: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Cuando los Doce confiesan a Jesús como el Cristo, «les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie» (Lc 9,21). Pero el grito del ciego no le parece inoportuno, porque él es un mendigo y, confesando a Jesús como el Hijo de David, no pretende honores para él, como era el caso, en cambio, de los Doce, que discutían quién sería el mayor cuando Jesús asumiera el poder, que ese título significaba. Jesús, entonces, se detiene y manda que llamen al ciego.

Los que seguían a Jesús por el camino, pensaban estar en lo correcto impidiendo el acceso a Él de un marginado: «Estaba sentado al margen del camino». Pero Jesús desautoriza ese proceder y hace llamar al ciego hacia él. De esta manera, Jesús enseña que la misión de quienes lo siguen a Él es incorporar a todos, sin exclusión, como lo hace el gran apóstol San Pablo: «Me he hecho esclavo de todos para ganar a los que más pueda... Con los judíos me he hecho judío para ganar a los judíos... Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1Cor 9,19.20.22). Aquí había que hacerse ciego con ese ciego para ganarlo también a él.

Una vez ante Jesús, recién vamos a saber qué es lo que pedía a Jesús el ciego con su grito: «Ten compasión de mí». Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?». Imaginamos la expectativa de todos, hasta que llegó la respuesta del ciego: «Señor, ¡que vea!». Da a Jesús el título de «Señor», con el cual los judíos se referían a Dios. Así lo hacemos también nosotros: «Señor, ten piedad». Pero, sobre todo, pide algo que él sabe que sólo el Cristo le puede conceder, como estaba anunciado en los profetas: «Yo, el Señor... te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos...» (Is 42,6-7).

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Jesús no puede dejar de responder a la fe de ese hombre y le dice: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». Fue una palabra eficaz, que se cumplió, según la fe del ciego: «Al instante, recobró la vista y lo seguía glorificando a Dios». También «todo el pueblo, al verlo, alababa a Dios». Reconocen en ese milagro una «obra de Dios». A eso se refiere Jesús, cuando, rechazado por las autoridades judías, les dice: «Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, aunque a mí no me crean, crean por las obras, y así sabrán y conocerán que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,37-38). Ya sabemos nosotros a quién nos dirigimos y qué estamos pidiendo cuando, en el acto penitencial de la Misa, decimos: «Señor, ten piedad… Cristo, ten piedad… Señor, ten piedad». Esta invocación no debe ser cambiada por otra.

20 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 19,1-10Lectura del santo Evangelio según San LucasHabiendo entrado Jesús en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verlo, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel lugar, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa».Se apresuró a bajar y lo recibió con alegría.Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador». Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo».Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».

Jesús pasó haciendo el bien (+ Felipe Bacarreza)

En el Evangelio de hoy comienza con estas palabras: «Habiendo entrado en Jericó, Jesús atravesaba la ciudad». Ya se nos ha informado de lo ocurrido en el camino, poco antes de llegar a esa ciudad: «Al acercarse él a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna» (Lc 18,35). El paso de Jesús significó para ese mendigo ciego un don inesperado de Dios: «Recobró la vista, y seguía a Jesús glorificando a Dios». Con razón, San Pedro resume, en casa de Cornelio, el misterio de Jesús, diciendo: «Pasó haciendo el bien» (Hech 10,38).

La afirmación de San Pedro se cumple también en otro personaje que se encuentra al paso de Jesús por Jericó: «Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico». ¿Qué bien se puede hacer a semejante hombre? Él tiene poder, porque trabaja para Roma, y es rico. Pero algo le falta, tiene un vacío que sus riquezas no colman. Él ciertamente ha oído hablar de Jesús y espera algo de él: «Trataba de ver quién es Jesús». Pero, así como el ciego

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no podía ver a Jesús, a causa de su ceguera, a Zaqueo se lo impide otra circunstancia: «No podía, a causa de la multitud, porque era de pequeña estatura». Tiene que haber esperado mucho de esa mera visión de Jesús, pues venció la honorabilidad de su rango de «jefe de publicanos y rico»: «Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verlo, pues iba a pasar por allí». Trepando un árbol, siendo adulto, se comporta como un niño. Pero alcanzó su objetivo, porque Jesús llegó a aquel lugar. Entonces ocurrió lo inesperado; actuó la gracia.

«Cuando llegó a aquel sitio, mirando Jesús hacia arriba, dijo a él: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy debo quedarme en tu casa”». Si Zaqueo siente un fuerte deseo de ver a Jesús, por su parte, Jesús siente un deber. Cuando el Evangelio usa el verbo «debo, debe», generalmente se refiere a la voluntad salvífica de Dios. Es el mismo verbo que usa cuando anuncia: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho...» (Lc 9,22). Podemos imaginar la sorpresa de Zaqueo al verse llamar por su nombre y percibir que también Jesús tiene deseo de verlo a él: «Miró Jesús hacia arriba». Zaqueo «bajó pronto y lo recibió con alegría».

Interviene la multitud, de nuevo poniendo obstáculo, como lo hizo poco antes, tratando de hacer callar al ciego que gritaba hacia Jesús. Esta vez, «todos murmuraban diciendo: “Ha ido a hospedarse en casa de un hombre pecador”». Jesús fue a esa casa por la misma razón que «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La casa de Zaqueo representa a todo el mundo. Y el resultado asombroso es este: «A cuantos lo recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Esto es lo que ocurrió en casa de Zaqueo: «Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: “Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré el cuádruplo”». Nadie habría logrado este efecto; es una obra de la gracia. Lo puede obrar sólo Jesús. Por eso Jesús declara: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham». Mientras la multitud dice: «Es un pecador», Jesús contradice: «Es hijo de Abraham», es decir, «es hermano de ustedes». Así hay que acoger al pecador que se convierte.

¿Por qué recibió Zaqueo esa gracia? ¿Qué es lo que llamó la atención de Jesús hacia él? Zaqueo recibió esa gracia, porque con su actitud –correr y trepar a un árbol– se hizo como un niño. Esto es lo que cautivó a Jesús, como él mismo lo asegura: «En verdad les digo: si ustedes no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3-4).

Ambos episodios ocurridos en torno a Jericó revelan la misión de Jesús, que él mismo expresa para explicar su conducta: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». En ambos casos –haciendo callar al ciego y reprochando a Jesús que se haya hospedado en casa de un pecador–, la multitud adopta una actitud errada. Ocurre también hoy. Cuando se trata del misterio de la salvación, lo que la multitud considera correcto, suele estar en contradicción con la verdad que es Cristo. Él es el único que puede declarar: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). También ante él la multitud asumió una postura errada, como lo predica San Pedro ante todo el pueblo: «Israelitas, escuchen estas palabras: A Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios entre ustedes... ustedes lo mataron clavándolo en la cruz por mano de los impíos... Sepa, pues, con certeza toda la casa de

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Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han crucificado» (Hech 2,22.23.36).

21 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 19,11-28Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Jesús añadió una parábola, pues estaba Él cerca de Jerusalén, y creía la gente que lo escuchaba que el Reino de Dios aparecería de un momento a otro. Dijo pues: «Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la investidura real y volverse. Habiendo llamado a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: "Negocien hasta que vuelva." Pero sus ciudadanos lo odiaban y enviaron detrás de él una embajada que dijese: "No queremos que ése reine sobre nosotros".Y sucedió que, cuando regresó, después de recibir la investidura real, mandó llamar a aquellos siervos suyos, a los que había dado el dinero, para saber lo que había ganado cada uno.Se presentó el primero y dijo: "Señor, tu mina ha producido diez minas". Le respondió: "¡Muy bien, siervo bueno!; ya que has sido fiel en lo mínimo, toma el gobierno de diez ciudades". Vino el segundo y dijo: "Tu mina, Señor, ha producido cinco minas". Dijo a éste: "Ponte tú también al mando de cinco ciudades". Vino el otro y dijo: "Señor, aquí tienes tu mina, que he tenido guardada en un lienzo; pues tenía miedo de tí, que eres un hombre severo; que tomas lo que no pusiste, y cosechas lo que no sembraste". Le dijo: "Por tu propia boca te juzgo, siervo malo; sabías que yo soy un hombre severo, que tomo lo que no puse y cosecho lo que no sembré; pues ¿por qué no colocaste mi dinero en el banco? Y así, al volver yo, lo habría cobrado con los intereses".Y dijo a los presentes: "Quítenle la mina y dénsela al que tiene las diez minas". Le dijeron: "Señor, tiene ya diez minas". Les digo que a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Pero a aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, tráiganlos aquí y mátenlos delante de mí». Y habiendo dicho esto, marchaba por delante subiendo a Jerusalén.

Al que tiene se le dará (+ Felipe Bacarreza)

El Evangelio insiste en que Jesús va camino a Jerusalén: «Jesús añadió una parábola, pues estaba él cerca de Jerusalén». El evangelista Lucas presenta a Jesús caminando hacia ese destino en diez capítulos de su obra. Comienza a caminar hacia allá al finalizar al capítulo 9: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su elevación, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9,50). La lectura de hoy concluye con esa misma insistencia: «Habiendo dicho esto, Jesús marchaba por delante subiendo a Jerusalén».

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Los que seguían a Jesús tenían la idea de que antes de que Jesús llegara a al Ciudad Santa, «de un momento a otro aparecería el Reino de Dios». Entonces Jesús les presenta una parábola, donde enseña que todavía debe pasar un tiempo –tiempo para negociar– entre su partida y su regreso. Se trata de la parábola de las diez minas, que se semejante a la más conocida «parábola de los talentos» que nos relata Mateo (Mt 25,14-30). En este caso se trata de diez siervos y todos reciben la misma cantidad de dinero: «Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la investidura real y volverse. Habiendo llamado a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: "Negocien hasta que vuelva”». Son diez, pero influye la parábola de los talentos, porque, al regreso del rey, sólo rinden cuenta tres. El primero se esforzó y ganó otras diez minas; el segundo ganó otras cinco. Ambos reciben la recompensa de su señor, que, habiendo regresado con el poder de rey, les encomienda el gobierno de otras tantas ciudades. El tercer siervo que se presenta a rendir cuenta no hizo nada con el dinero de su señor, sino que lo tuvo escondido e inactivo y da una disculpa que es inaceptable: «Señor, aquí tienes tu mina, que he tenido guardada en un lienzo; pues tenía miedo de tí, que eres un hombre severo; que tomas lo que no pusiste, y cosechas lo que no sembraste». Es mentira, porque el señor puso una mina. Es excusa para su flojera. Por eso, la sentencia es severa: «Quítenle la mina y dénsela al que tiene las diez minas». Ese siervo se quedó sin nada, habiendo podido recibir la recompensa de su señor.

Observemos la reacción de todos: «Señor, ya tiene diez minas (quieren decir el mando sobre diez ciudades)». Jesús entonces dice algo que debemos aprender, porque ocurre en el campo de la gracia divina: «Les digo que a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará». La enseñanza es que todos hemos recibido de Dios la vida, el conocimiento de Cristo, la fe, el Evangelio, la gracia que tenemos a disposición en los Sacramentos, los talentos naturales, que Dios nos ha dado, etc. Si los hacemos fructificar por medio del apostolado, recibiremos muchos más. Si dejamos pasar el tiempo, sin hacer nada con estos dones, al final perderemos la misma vida de Dios que habíamos recibido en el Bautismo y los demás Sacramentos. Y la perderemos ya en esta tierra, porque «la fe crece, cuando se transmite». De lo contrario, muere. La parábola es una advertencia de Jesús a difundir el conocimiento de Cristo y a no quedar tranquilos, mientras tengamos a nuestro alrededor personas que no lo conocen o no lo aman. Todos anhelamos la sentencia de Cristo, cuando Él regrese en su Reino: «¡Muy bien, siervo bueno!». Ya sabemos lo que tenemos que hacer. El evangelista Mateo agrega esta recompensa: «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21.23).

22 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 19,41-44Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita».

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Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

Jesús llora sobre Jerusalén. Y llora porque recuerda la historia de su pueblo. Por una parte, ese amor de Dios sin medida, y por otra, la respuesta del pueblo egoísta, desconfiada, adúltera, idolátrica: un amor loco de Dios por su pueblo, que parece una blasfemia, pero no lo es. Ahí están los pasajes de los profetas, como Oseas y Jeremías, cuando expresan el amor de Dios por Israel. También en el Evangelio de hoy (Lc 19,41-44) Jesús se queja «porque no reconociste el tiempo de tu visita». Es lo que causa dolor en el corazón de Jesucristo, esa historia de infidelidad, esa historia de no reconocer las caricias de Dios, del amor de Dios, de un Dios enamorado que te busca y quiere que seas feliz. Jesús ve en ese momento lo que le espera como Hijo. Y llora…, «porque no reconociste el tiempo de tu visita». Ese drama no solo pasó en la historia ni acabó con Jesús. Es el drama de todos los días. Es también mi drama. ¿Puede decir cada uno de nosotros «Yo sé reconocer el tiempo en el que fui visitado»? ¿Me visita Dios?

Hace días la liturgia nos hacía reflexionar sobre tres momentos de la visita de Dios: para corregir, para entrar en coloquio con nosotros, y para invitarse a nuestra casa. Cuando Dios quiere corregir, invita a cambiar de vida. Cuando quiere hablar con nosotros dice: «Estoy a la puerta y llamo. ¡Ábreme!». Y a Zaqueo, para hacerse invitar a casa, le dice que baje. Es tiempo de preguntarnos cómo es nuestro corazón, de hacer un examen de conciencia, de preguntarse si sé escuchar las palabras de Jesús cuando llama a mi puerta y dice: «¡Corrígete!». Pero cada uno corre un riesgo, porque podemos caer en el mismo pecado que el pueblo de Israel, en el mismo pecado de Jerusalén: «no reconocer el tiempo en que fuimos visitados». Y cada día el Señor nos visita, cada día llama a nuestra puerta. Y debemos aprender a reconocerlo, para no acabar en aquella situación tan dolorosa: «Cuanto más los amaba, cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí». «Pues no, yo estoy seguro, tengo mis cosas... yo voy a Misa, estoy seguro…». ¿Tú haces todos los días examen de conciencia sobre esto? ¿Hoy el Señor me ha visitado? ¿He oído alguna invitación, alguna inspiración para seguirle más de cerca, para hacer una obra de caridad, para rezar un poco más? No sé, tantas cosas a las que el Señor nos invita cada día para encontrarse con nosotros.

Es central reconocer cuando somos visitados por Jesús para abrirnos al amor. Jesús lloró no solo por Jerusalén, sino por todos nosotros. Y da su vida, para que reconozcamos su visita. San Agustín decía una palabra, una frase muy fuerte: «¡Me da miedo de Dios, de Jesús, cuando pasa!». ¿Por qué tiene miedo? «¡Tengo miedo de no reconocerlo!». Si no estás atento a tu corazón, nunca sabrás si Jesús te está visitando o no. Que el Señor nos conceda a todos la gracia de reconocer el tempo en que somos visitados, fuimos visitados y seremos visitados para abrir la puerta a Jesús y así lograr que nuestro corazón esté más dilatado en el amor y sirva con amor al Señor Jesús.

23 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 19,45-48Lectura del santo Evangelio según San Lucas

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Entrando en el Templo, Jesús comenzó a echar fuera a los que vendían, diciéndoles: «Está escrito: “Mi casa será casa de oración”. ¡Pero ustedes la han hecho una cueva de bandidos!».Enseñaba todos los días en el Templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y también los notables del pueblo buscaban matarlo, pero no encontraban qué podrían hacer, porque todo el pueblo lo escuchaba pendiente de sus labios.

Homilía del papa Francisco en Santa Marta

En el Evangelio de hoy (Lc 19,45-48) Jesús expulsa a los mercaderes del Templo que han transformado la casa de Dios, un lugar de oración, en una «cueva de ladrones». El Señor nos hace entender dónde está la semilla del anticristo, la semilla del enemigo, la semilla que arruina su Reino: el apego al dinero. El corazón apegado al dinero es un corazón idólatra. Jesús dice que «no se puede servir a dos señores», a dos patrones, a Dios y al dinero. El dinero es el “anti-Señor”.

Pero nosotros podemos escoger entre el Señor Dios, la casa del Señor Dios, que es casa de oración, el encuentro con el Señor, con el Dios del amor; y el señor dinero, que entra en la casa de Dios, siempre procura entrar. Y los que hacían los cambios de monedas o vendían cosas, alquilaban esos puestos. A los sacerdotes se los alquilaban, y así entraba dinero. Ese es el señor que puede arruinar nuestra vida y nos puede llevar a acabar mal nuestra vida, incluso sin felicidad, sin la alegría de servir al verdadero Señor, que es el único capaz de darnos la auténtica alegría.

Es una elección personal. ¿Cómo es la actitud de ustedes con el dinero? ¿Están apegados al dinero? El pueblo de Dios, que tiene un gran olfato, tanto para aceptar y canonizar como para condenar –porque el pueblo de Dios tiene capacidad de condenar–, perdona tantas debilidades, tantos pecados a los curas; pero hay dos que no perdona: el apego al dinero –cuando ve al cura apegado al dinero, eso no lo perdona– y el maltrato a la gente –cuando el cura maltrata a los fieles–; eso el pueblo de Dios no puedo digerirlo, y no lo perdona. Las demás cosas, las otras debilidades, los otros pecados… «sí, no están bien, pero el pobre hombre está solo…», y procura justificarlo. Pero la condena no es tan fuerte ni definitiva; el pueblo de Dios ha sabido entender eso. El estado de «señor que tiene dinero» y lleva al sacerdote a ser dueño de un negocio o príncipe… ¡eso no!

Acordaos de los terafim, esos ídolos que Raquel, la mujer de Jacob, tenía escondidos. Es triste ver a un sacerdote que llega al final de su vida, que está en agonía o en coma, y los sobrinos como buitres alrededor, a ver qué pueden llevarse. Denle ese gusto al Señor: un verdadero examen de conciencia. «Señor, ¿eres tú mi Señor o lo es este –como Raquel– terafim escondido en mi corazón, el  ídolo del dinero?». Y sean valientes, sean valientes. Tomen decisiones. Dinero suficiente, el que tiene un trabajador honrado, y ahorro suficiente, el que tiene un trabajador honrado. Pero no es lícito –sería una idolatría– buscar los intereses.

Que el Señor nos conceda a todos la gracia de la pobreza cristiana. Que el Señor nos dé la gracia de la pobreza de los obreros, de los que trabajan y ganan lo justo y no buscan más.

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24 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 20,27-40Lectura del santo Evangelio según San LucasAcercándose a Jesús algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo, los siete murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer».Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven».Algunos de los escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien». Pues ya no se atrevían a preguntarle nada.

¿Cuándo iré a ver el rostro de Dios? (+ Felipe Bacarreza)

Hace pocos días, el 2 de noviembre, la Iglesia celebraba la conmemoración de los fieles difuntos. Nadie puede calcular cuántos son los hombres y mujeres que han gozado de la vida humana por algún tiempo y ahora están muertos. Todos ellos pueden decir: «Estuve vivo y ahora estoy muerto». Pero hay uno que puede decir lo contrario: «Estuve muerto y ahora estoy vivo, por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Apoc 1,18). Él es el único que puede revelarnos qué es lo que ocurre con los muertos. Lo hace en este Evangelio que hemos leído.

La fe en la resurrección de los muertos, es decir, en que el desenlace final no puede ser la muerte, sino la vida, se fue afirmando en Israel, junto con la fe en el Dios vivo. Un fuerte anhelo era poder ver a ese Dios, cosa que es imposible en la existencia terrena: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). Si la mayoría de los seres humanos han muerto y los que viven no pueden ver el rostro de Dios durante su existencia terrena, ¿cómo se podrá cumplir ese anhelo, cuándo se saciará esa sed? Responde Jesús: «Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, pues todos viven para Él». Dios los ve a todos como ya resucitados. Por eso –argumenta Jesús– se presenta a Moisés diciéndole: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Esos tres patriarcas habían muerto hacía varios siglos. Pero Dios los trata como vivos.

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El Evangelio comienza poniendo el problema: «Se acercaron a Jesús algunos de los saduceos, los que dicen que no hay resurrección». En el tiempo de Jesús, junto al grupo de los saduceos, estaba el grupo de los fariseos que, en cambio, creían en la resurrección, como lo declara Marta a propósito de la muerte de su hermano Lázaro: «Sé que resucitará en la resurrección, en el último día» (Jn 11,24). Jesús no sólo predica la resurrección de los muertos, sino que declara: «Yo soy la resurrección» (Jn 11,25); él tiene las llaves de la muerte. Por eso, los saduceos abren una polémica contra él sobre ese punto.

Los saduceos conciben la eventual resurrección como la vuelta a una vida semejante a esta vida nuestra terrena y se imaginan la inmensa confusión que eso traería consigo, en todo tipo de relaciones. Ponen un ejemplo: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano» (cf. Deut 25,5-6). En esta ley de Moisés están presentes dos cosas: muerte, que alcanza a todos, y anhelo de descendencia. Dado que en esta vida se envejece y se muere, es necesario dejar alguien tras de sí que perpetúe; es necesaria la descendencia. La procreación es una finalidad esencial de la vida conyugal. Y si un hombre no deja descendencia, debe suscitar esa descendencia para él, el hermano, tomando a la viuda. Sigue el caso presentado: «Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin dejar hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete, que también murieron sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer». El caso presentado es bastante absurdo; pero logra el objetivo: ridiculizar la fe en la resurrección. Jesús responde que ellos están en un error, porque conciben la resurrección como la vuelta a esta misma vida terrena en la cual se envejece, se muere y, por tanto, se debe tener descendencia. Notemos que, dada la necesidad de dejar descendencia, es decir, de procrear, la relación entre el hombre y la mujer es exclusiva, un hombre y una mujer, unidos de manera que el hijo los vea como «dos que son una sola carne». Si no fuera esta la idea sobre la unión del hombre y la mujer, la objeción presentada por los saduceos no tendría sentido. En su respuesta Jesús distingue entre «los hijos de este mundo» (modo semítico de llamar a los viven en este mundo) y los que tomarán parte en «aquel mundo». Los que resucitan de entre los muertos, forman parte de «aquel mundo». Ellos ya no envejecen ni mueren; ellos no necesitan dejar descendencia, porque su vida no acaba; por tanto, «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido». En este aspecto –explica Jesús– «serán como ángeles». De esta manera, la mujer amará a sus siete maridos –y mucho más que lo que amó a cada uno en esta tierra– y también a todos los demás hijos de la resurrección, porque en aquel mundo sólo regirá el amor. La exclusividad del amor conyugal rige para este mundo en el cual es necesario generar hijos, que, como hemos dicho, deben nacer de un hombre y una mujer que son una sola carne. Hasta aquí, Jesús refuta a los saduceos en el caso absurdo que presentan. Pero lo más importante es lo que él enseña.

Este Evangelio nos permite comprender la mente de Jesús sobre el fin procreativo de la relación conyugal. En su tiempo no existía una mentalidad contraceptiva y no existían medios artificiales para impedir la concepción. Por eso no nos da una enseñanza explícita sobre este punto. Pero podemos deducir su mente a partir de este Evangelio. En efecto, él dice que en la otra vida «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido» (no se dará la relación conyugal), porque

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«serán como ángeles». Y explica en qué sentido seremos como ángeles: «No pueden ya morir». Después de la resurrección seguiremos siendo personas humanas con carne y huesos (como tiene Jesús después de su resurrección). Pero ya no moriremos y, por tanto, no habrá peligro de que se extinga la especie humana, como ocurre en esta tierra en que todos morimos. Deducimos que, para Jesús, fin primario de la relación conyugal –por eso existe en esta tierra– es la procreación. El otro fin, igualmente esencial, es la ayuda mutua, como dijo Dios cuando creó a Eva: «Voy a hacerle (a Adán) una ayuda semejante» (Gen 2,18). Este fin perdura, aunque cese la vida sexual de los esposos. Perdurará también en la resurrección; por eso la mujer podrá amar a sus siete maridos sin problema. El amor cristiano es más fuerte que el amor conyugal y no exige exclusividad; al contrario, debe extenderse a todo hombre y a toda mujer: «Ámense unos a otros, como yo los he amado» (Jn 13,34), dice Jesús.

«Los que son hijos de la resurrección son hijos de Dios». La condición de hijo de Dios es infinitamente más que todo lo que puede anhelar e imaginar un ser humano. Significa compartir la vida divina y la condición de Jesucristo, el Hijo de Dios. No hay palabras en el vocabulario para expresarlo ni nada de esta tierra con qué compararlo: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para aquellos que lo aman» (1Cor 2,9). Eso, sin embargo, comienza en esta tierra, como un don de la gracia: «Queridos, ahora somos hijos de Dios; pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Entonces, será saciada la sed del salmista, que es también la nuestra. Entonces será la felicidad plena y sin fin.

25 de noviembre (Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo)Texto bíblico: Juan 18,33-37

26 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 21,1-4Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Alzando Jesús la mirada, vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Tesoro; vio también a una viuda pobre, que echaba allí dos moneditas. Dijo entonces: «En verdad les digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobra; ésta en cambio ha echado de lo que necesita, de todo lo que tiene para vivir». Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (+ Felipe Bacarreza)

Hace algunos días el Evangelio nos presentaba el encuentro que tuvo Jesús en su camino a Jerusalén antes llegar a la meta; se trata del mendigo ciego que en su pobreza contrasta fuertemente con el rico encontrado en su camino poco antes. Llegado a Jerusalén, la actividad de Jesús se concentró casi exclusivamente en el templo: «Todo el pueblo

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madrugaba para ir donde él y escucharle en el Templo» (Lc 21,38). El Evangelio de hoy nos presenta una de esas enseñanzas suyas importantes.

Sentado frente al tesoro del templo, «alzando la mirada, vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del tesoro». Esto no despierta en Jesús ninguna reacción. Lo que ve a continuación, en cambio, lo deja admirado: «Vio también a una viuda pobre, que echaba allí dos moneditas». Lucas no nos informa sobre el valor de ese donativo. Pero Marcos nos dice que valen «una cuarta parte del as». Para tener una idea de esta cantidad, hay que saber que un cuadrante (la cuarta parte de un as) es un denario dividido por 64. El denario es el salario diario de un obrero. Estamos hablando de aprox. $ 200 nuestros. Jesús no pierde la oportunidad de instruir a sus discípulos poniendo a la viuda como ejemplo: «En verdad les digo que esta viuda pobre ha echado más que todos». Es una afirmación provocativa si se considera que los otros «echaban mucho». Pero Jesús explica: «Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobra; ésta, en cambio, ha echado de lo que necesita, de todo lo que tiene para vivir». Ella ha echado más porque lo ha echado todo.

En el Evangelio, Jesús afirma que el primero y mayor de los mandamientos es este: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza» (Mc 12,30). Nos preguntamos: ¿Quién puede cumplir ese mandamiento? Lo ha cumplido esa viuda. Ella amó a Dios con esa totalidad. Quiso contribuir al culto que se debe a Dios con todo lo que tenía. Esta es la entrega que quiere ver Jesús en sus discípulos. Por eso nos indica como ejemplo esa viuda pobre. Nadie ha amado a Dios con más plenitud que su madre, la Virgen María. Ella entregó su vida al plan de Dios con absoluta fidelidad. Después de la muerte de su Hijo, ella también fue una viuda pobre que puso toda su confianza en Dios. La viuda pobre que contribuyó al culto de Dios con todo lo que tenía y la Virgen María se habrían entendido bien.

Tenemos una última duda. ¿No fue imprudente la viuda echando en la alcancía del templo todo lo que tenía para comer? Fue imprudente, si juzgamos según nuestros criterios humanos; pero no, si juzgamos según el criterio de Dios. Por eso, Jesús aprueba la actitud de la viuda y la pone como ejemplo para nosotros. En ese tiempo, las viudas y los huérfanos eran los últimos en la línea de la pobreza, pues no tenían el apoyo de nadie, y esta era «una viuda pobre». Ella confiaba en Dios, como lo asegura el Salmo: «Padre de los huérfanos y protector de las viudas es Dios en su santa morada» (Sal 68,6). Si hubieramos podido conocer la vida sucesiva de esa viuda, habríamos observado cómo recompensa Dios a los que confían en Él; les da el ciento por uno aquí y la vida eterna en el mundo futuro.

27 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 21,5–9Lectura del santo Evangelio según San LucasComo algunos hablaban del Templo, de cómo estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De esto que ustedes ven, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra, ni una que no sea derruida».

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Le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? ¿Cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?».Jesús respondió: «Miren, no se dejen engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: “Yo soy” y “El tiempo está cerca”. No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, no se aterren. Es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato».

No se dejen engañar (+ Felipe Bacarreza)

En el Evangelio de tres días atrás, Jesús nos revelaba la suerte de los difuntos, respondiendo a los saduceos, que negaban la resurrección de los muertos. Dado que los saduceos sólo aceptan como Palabra de Dios el Pentateuco, Jesús argumenta tomando como base un texto del Pentateuco, que se consideraba escrito por Moisés (Ex 3,6): «Que los muertos resucitan también Moisés lo ha mostrado en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven» (Lc 20,37-38). En este Evangelio Jesús responde a la pregunta sobre el «cuándo».

Era claro que la resurrección sería «el último día», como lo declara Marta ante la tumba de su hermano Lázaro: «Sé que resucitará en la resurrección, en el último día» (Jn 11,24). Y ese último día es el de la venida gloriosa de Cristo, la Parusía. Lo afirma San Pablo: «Hermanos, les decimos esto como Palabra del Señor: Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la Venida del Señor no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo... bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después, nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en las nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor... Y así estaremos siempre con el Señor» (cf. 1Tes 4,15-17). Cuando escribió esa carta (año 50 d.C.), San Pablo se consideraba entre los que aún estarían vivos para la venida final del Señor. ¿Cuándo será, entonces, esa venida del Señor?

En el Evangelio de hoy Jesús afirma que ese día final no será tan pronto: «El fin no es inmediato». Jesús asegura que antes tienen que ocurrir muchas cosas. Para entender sus palabras debemos examinar lo que las motivó. Algunos llamaron la atención de Jesús sobre el Templo, observando «que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas». Entonces Jesús hace una afirmación que deja a todos helados: «Esto que ustedes ven, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida». Los judíos del tiempo de Jesús creían que el Templo estaba edificado sobre el centro del mundo y, por tanto, la destrucción del Templo era equivalente al fin del mundo. Por eso, la pregunta obvia de sus discípulos ante esa declaración es: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?».

Jesús ha anunciado una cosa: el Templo será arrasado. Pero, para sus discípulos, como dijimos, eso debía estar precedido por una serie de eventos finales, que ellos llaman: «Todas estas cosas». En su respuesta, Jesús deshace la ecuación: destrucción del Templo = fin del mundo. Y da señales del fin del mundo. Veamos cuáles son y hasta qué punto se han cumplido.

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«Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No los sigan». En la historia, incluso en nuestro tiempo, han aparecido algunos que han fijado una fecha precisa del fin del mundo. Obviamente, no los hemos seguido.

Pero también han surgido sistemas políticos totalitarios que han prometido la salvación del ser humano –el comunismo, el nazismo– y muchos han sido engañados. En este último tiempo se nos ofrece como salvación la «ideología de género» que pone en manos del ser humano la decisión sobre el sexo de las personas, usurpando esta prerrogativa del Creador. Y muchos, incluso muchos católicos, se dejan engañar. Lo grave de esa ideología es que pone en manos del ser humano la propia creación y salvación y prescinde de Dios. Jesús afirma que esto es usurpar su nombre, porque Él es el único Salvador, como lo declaró valientemente San Pedro ante el sanedrín: «No se nos ha dado bajo el cielo otro Nombre (que el de Jesús) por el cual debamos ser salvados» (Hech 4,12). Repetimos su advertencia: «No se dejen engañar».

28 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 21,10–19Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Jesús dijo a sus discípulos: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo. Pero, antes de todo esto, les echarán mano y los perseguirán, entregándolos a las sinagogas y cárceles y llevándolos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto les sucederá para que deis testimonio. Propongan, pues, en su corazón no preparar la defensa, porque yo les daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos sus adversarios. Serán entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de ustedes, y seréis odiados por todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de su cabeza. Con su perseverancia salvarán ustedes sus almas».

Ni un cabello de la cabeza de ustedes perecerá (+ Felipe Bacarreza)

El Evangelio de hoy retoma las palabras de Jesús que leíamos ayer sobre los signos de la destrucción del templo, que los judíos consideraban equivalentes al fin del mundo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino». Lo que nuestro tiempo ha visto en materia de guerras y de luchas entre naciones y países no podían siquiera imaginarlo en el tiempo de Jesús. En las dos guerras mundiales, que vio el siglo pasado murieron millones de personas y hubo gran destrucción. En la llamada «Guerra del Golfo» (1990-1991) murieron más de 200.000 personas y en cada día se lanzaron más bombas que en toda la segunda guerra mundial. Esta señal está más que cumplida.

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«Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares». Hemos vivido últimamente grandes terremotos. Estamos viviendo grandes emigraciones de pueblos que sufren hambre y enfermedades, como no se ha visto nunca en la historia.

Tal vez la señal más clara del fin es esta: «Habrá cosas espantosas, y grandes señales en el cielo». Es la descripción de un fenómeno cósmico que aún no se ha cumplido. Sabemos que cualquier perturbación de los astros, por ejemplo, que la tierra cambie su curso, aunque sea en mínima medida, sería el fin. Esta señal no se ha cumplido.

Jesús agrega una señal que tiene que preceder al fin y que se refiere expresamente a sus discípulos: «Antes de todo esto (antes del fin), les echarán mano y los perseguirán... llevandolos ante reyes y gobernadores por mi Nombre; esto les sucederá para que den testimonio... Serán entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de ustedes, y serán odiados de todos por causa de mi Nombre». Se han producido en la historia grandes persecuciones contra los cristianos. Pero las del Siglo XX y lo que va del XXI, en el número de mártires, sobrepasan todas las anteriores. En este siglo ha habido miles de mártires y sigue habiendolos a vista y presencia de todo el mundo. En nuestro mismo país hemos visto episodios de odio contra los cristianos «a causa del Nombre de Cristo» –destrucción de capillas, profanación de imágenes religiosas, violencia verbal contra los discípulos de Cristo– que no se habían visto antes entre nosotros. La Iglesia está advertida por su Señor. Ser perseguida y despreciada es para la Iglesia un signo de autenticidad y fidelidad a su Señor, que fue el primero en ser perseguido: «Si a mí me han perseguido, también los perseguirán a ustedes» (Jn 15,20).

Jesús fue claro en declarar que «los muertos resucitan». Pero no indicó el momento preciso en que eso ocurriría. Insinuó que antes del fin hay un tiempo para el desarrollo y difusión de su Iglesia, aunque entregada a la persecución. Aseguró, sin embargo, a sus discípulos: «No perecerá ni un cabello de la cabeza de ustedes». En esta promesa solemne confiamos, porque Jesús es la verdad y aseguró: «El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33).

29 de noviembre

Texto bíblico: Lucas 21,20-28Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando ustedes vean a Jerusalén cercada por ejércitos, sepan que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella; porque éstos son días de venganza, y se cumplirá todo cuanto está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra, y Cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles.

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Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza porque se acerca la liberación de ustedes».

¡Ven, Señor Jesús! (+ Felipe Bacarreza)

Ya estamos terminando el año litúrgico. El próximo domingo ya es Domingo I de Adviento y comienza un nuevo año litúrgico, es decir, un año organizado según el desarrollo del misterio cristiano: Adviento, Navidad, Epifanía, Cuaresma, Pascua, tiempo ordinario. En estos últimos días del año litúrgico, como lo venimos viendo, se nos proponen lecturas del Evangelio que hablan de la venida final de Cristo y nos hacen un apremiante llamado a estar atentos y velando.

En el Evangelio de hoy sigue Jesús dándonos señales del fin de la historia, que estará marcada por la Venida de Cristo en gloria y majestad: «Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria». De aquí tomamos el artículo de fe que confesamos en el Credo: «De nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin».

Pero en el Evangelio de este día hay dos series de signos que hay que separar. Una serie de signos se refiere a la caída de Jerusalén que ocurrió en el año 70 d.C. bajo las tropas del general romano Tito, que sofocó un levantamiento del pueblo judío. Como resultado de este combate, se incendió el templo y así se perdió una de las siete maravillas de la humanidad. Este evento, como dijimos, ya ocurrió y está ubicado en el año 70 d.C. La segunda serie de signos se refiere al fin del mundo y a la Venida final de Cristo. Este evento final aún no ha ocurrido. Lo esperamos, cuando decimos, en cada Eucaristía: «¡Ven, Señor Jesús!».

«Cuando ustedes vean a Jerusalén cercada por ejércitos, sepan que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella… caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles». Estos son signos de la caída de Jerusalén. Los judíos fueron dispersados por el mundo y la nación judía no se recompuso, sino hasta el siglo pasado. La comunidad cristiana, que ya no se identificaba con el nacionalismo judío, huyó de Jerusalén y se estableció en un pueblo llamado Pella.

La segunda serie de signos son cósmicos y se refieren al fin del mundo: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas». Como es claro, si se sacuden las fuerzas de los cielos, la tierra, que no es más que un punto en el espacio, se saldría de su órbita, se iría a estrellar contra otro astro y quedaría destruida.

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Pero, antes de que eso ocurra, será el fin. Para los discípulos de Cristo la Venida de su Señor será el cumplimiento de algo anhelado durante siglos. Por eso Jesús nos dice: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza porque se acerca la liberación de ustedes».

«Levantar la cabeza» es el gesto de la liberación de un esclavo. El término «liberación», usando por Jesús también se traduce por «redención». Finalmente, seremos libres de toda atadura para poder unirnos a Cristo y verlo a Él en su gloria cara a cara.

30 de noviembre (Fiesta de San Andrés)

Texto bíblico: Mateo 4,18-22Lectura del santo Evangelio según San Mateo:Caminando por la orilla del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dice: «Vengan conmigo, y los haré pescadores de hombres». Y ellos, al instante, dejando las redes, lo siguieron. Caminando más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos, al instante, dejando la barca y a su padre, lo siguieron.

Los llamó y ellos, al instante, lo siguieron (+ Felipe Bacarreza)

Celebramos hoy la fiesta del Apóstol San Andrés, hermano de Pedro y el Evangelio nos relata el momento en que este Apóstol, junto con su hermano, fue llamado por Jesús. Estamos en el comienzo del ministerio público de Jesús, después del Bautismo de Juan y de las tentaciones en el desierto.

Han pasado treinta años, desde el nacimiento de Jesús y ahora reina en Judea otro hijo de Herodes, llamado también Herodes. Éste había demostrado su oposición silenciando a Juan el Bautista, cuya predicación se resume igual que la de Jesús: «Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”» (Mt 3,1-2). Allá acudió Jesús para ser bautizado por Juan y comenzar su ministerio. Después de su Bautismo, Jesús fue impulsado por el Espíritu al desierto y allí pasó cuarenta días siendo tentado por Satanás. Entretanto, Juan fue arrestado por Herodes. «Cuando oyó que Juan había sido entregado, Jesús se retiró a Galilea» (Mt 4,12). Jesús tenía la misión de anunciar al mundo la salvación y no podía permitir todavía que su Palabra fuera silenciada. Cuando él fue crucificado, la Palabra, que en su vida terrena había anunciado, ya no pudo ser detenida por nadie en la historia: «La Palabra de Dios iba creciendo. En Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe... la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba». (Hech 6,7; 12,24, etc.). Lo había asegurado Jesús: «El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

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El evangelista ve en el retiro de Jesús a Galilea y en el hecho de que allí comenzara su predicación, el cumplimiento de una profecía de Isaías que se refiere al territorio de las tribus de Zabulón y Neftalí, llamado «Galilea de los gentiles»: «El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido» (Mt 4,16). Es un hermoso modo de indicar quién es Jesús. Él mismo declaró: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Y en su Prólogo, el evangelista Juan describe la venida de Jesús diciendo: «Estaba viniendo al mundo la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Los primeros que gozaron de ella fueron esos habitantes de Galilea. De esa región fueron los primeros que escucharon de labios de Jesús la invitación: «Síganme». Veamos cómo fue.

«Caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dijo: “Vengan conmigo, y los haré pescadores de hombres”... Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan... y los llamó. Y ellos, al instante, lo siguieron». Jesús habría podido salvar al mundo Él solo, sin contar con otros. Pero quiso hacerlo por medio de otros, a quienes eligió y envió con esta garantía: «Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Siempre es Él quien salva al mundo. Su misión de salvación ha atravesado la historia y se prolonga hasta hoy, gracias a esos hombres que él llama y envía. Los consagra con un Sacramento, para que quede claro que la misión es siempre suya. El Catecismo enseña: «El Orden es el Sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el Sacramento del ministerio apostólico» (N. 1536). Uno de esos primeros hombres que respondieron al llamado de Jesús fue Andrés. Ese primer par de hermanos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, fueron los más cercanos a Jesús durante su vida terrena. Su respuesta generosa y total –«Al instante, dejándolo todo, lo siguieron»– es ejemplar y ha movido a muchos a responder de la misma manera. Luego Jesús llamó a otros, hasta completar doce.

Hoy día, aunque sean pocos los que responden al llamado de Cristo y entregan la vida por la salvación de los hermanos, nunca podrán faltar en el mundo quienes lo hagan, porque tenemos la promesa de que la misión de Cristo se prolongará hasta el fin del mundo. Puede ocurrir, sin embargo, que esa misión se cumpla con más fuerza en una región que en otra, dependiendo del número y de la fidelidad de quienes, a ejemplo de esos primeros apóstoles, dejándolo todo, respondan al llamado de Jesús. La oración constante de todas las comunidades cristianas es la que nos indica Jesús: «Oren al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies» (Mt 9,38).

1 de diciembre

Texto bíblico: Lucas 21,34-36Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Dijo Jesús a sus discípulos: «Guárdense de que se hagan pesados los corazones de ustedes por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre ustedes, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra.

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Estén, por tanto, en vela, orando en todo tiempo para que tengan fuerza y escapen a todo lo que está para venir, y puedan estar en pie delante del Hijo del hombre».

Velen, orando en todo momento (+ Felipe Bacarreza)

En el Evangelio, sigue Jesús advirtiéndonos sobre su Venida final. El momento en que eso ocurrirá lo llama «aquel Día». La primera venida de Cristo ocurrió hace veintiún siglos y está indicada por esta afirmación de San Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo nacido de mujer» (Gal 4,4). Esa venida tuvo cumplimiento, cuando el Hijo de Dios se encarnó en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, nació de ella virginalmente y reveló al mundo su misterio. ¿Cómo nos afecta a nosotros esa venida? Respondemos con las palabras de Juan: «Vino a lo propio y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo acogieron les dio el poder llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Debemos acoger a Cristo en nuestra vida y, de esa manera, llegar a ser hijos de Dios.

La segunda venida tendrá lugar al final del tiempo, como lo hemos dicho. Sobre ésta, hemos visto lo que nos dice Jesús en los días pasados: «Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,27). Nuestra vida transcurre en el tiempo intermedio entre la primera y la segunda venida de Cristo. Para este tiempo intermedio rige la promesa que nos hizo Jesús, cuando concluyó el tiempo de su primera venida y fue elevado al cielo: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Con estas palabras, nos revela que el sentido de nuestra existencia consiste en «estar con él todos los días» de nuestra vida.

Las señales que indica Jesús de su segunda y definitiva venida son terrificantes para unos y llenas de consuelo para otros. Para unos dice: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, desfalleciendo los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo...» (Lc 21,25-26). Para otros, en cambio, que son sus discípulos, dice: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca su liberación (redención)» (Lc 21,28).

Dos actitudes, que son las propias de este tiempo intermedio, recomienda Jesús a sus discípulos. La primera es: «Cuiden de que no se emboten sus corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida (bíos), y venga aquel Día de improviso sobre ustedes, como un lazo». El libertinaje, la embriaguez (hoy día debemos agregar la droga «recreativa») y el excesivo afán por la vida (en sentido biológico, las reglas de nutrición, la inseparable botella de agua, etc.) hacen que nuestro corazón se haga insensible al misterio de Cristo. Los que están en este caso serán sorprendidos por «aquel Día», como el lazo sorprende a su presa. Debemos tener moderación en los placeres de esta vida para que el corazón se conserve atento a Cristo.

La segunda recomendación es la oración constante: «Velen, orando en todo momento, para que tengan la fuerza de escapar de todo esto que está por venir, y puedan estar en pie delante del Hijo del hombre». Jesús recomienda «la oración en todo momento». Debemos examinar nuestra vida de oración de manera que incluyamos en nuestra jornada diaria

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momentos prolongados de oración. ¿Quién puede decir que «ora en todo momento?». El tiempo dedicado a la oración es el tiempo verdadero, porque es el que tiene dimensión eterna: no pasará.

2 de diciembre (Domingo I de Adviento, Ciclo C)Texto bíblico: Lucas 21,25-28.34-36

3 de diciembre

Texto bíblico: Mateo 8,5-11Lectura del santo Evangelio según San Mateo:Al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Jesús le dijo: «Yo iré a curarlo». Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Anda", y va; y a otro:  "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace». Al oír esto, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían:«En verdad les digo que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y les digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos»

Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo (+ Felipe Bacarreza)

Leemos en el Evangelio de hoy una frase que es familiar a nosotros, porque la repetimos cada vez que celebramos la Eucaristía, poco antes de recibir en nuestro corazón a Cristo, con su cuerpo glorioso, alma y divinidad, tal como está ahora en el cielo: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». La frase está un poco adaptada, como lo vemos, comparando con el relato evangélico.

«Al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: “Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos”». Se trata de un militar romano, que no es del pueblo de Israel. Sin embargo, tiene plena confianza en que Jesús puede sanar a su criado. Pero no le pide nada; deja todo a la disposición de Jesús, que él decida lo que conviene hacer. En esto, ese centurión nos recuerda a la Virgen María, cuando en las bodas de Caná, simplemente señala a Jesús una necesidad: «No tienen vino» (Jn 2,3). Al ver su prudencia y respeto, Jesús toma la iniciativa y le dice: «Yo iré a curarlo». Entonces el centurión expresa una fe inmensa en el poder de la palabra de Jesús y le dice: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano». Por segunda vez se dirige a Jesús llamándolo «Señor», que es el modo como los judíos se dirigían a Dios. Para hacerlo tuvo que estar movido por el Espíritu Santo, como lo

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enseña San Pablo: «Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino con el Espíritu Santo» (1Cor 12,3).

El centurión da al mismo Jesús argumentos para demostrar el poder de su palabra, la de Jesús. Y lo hace comparando con el limitado poder que tiene su propia palabra. Él es un subalterno y obedece a muchas palabras de sus superiores, hasta llegar al emperador romano mismo. Pero, también él tiene soldados bajo sus órdenes y, en relación a ellos, su palabra tiene poder: «Digo a éste: "Anda", y va; y a otro:  "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace». Él está convencido de que la Palabra de Jesús también realiza lo que dice, pero en relación con obras mucho mayores, como son los milagros que Él hace, en este caso, para la curación de su criado.

La fe de ese hombre impactó a Jesús: «Al oír esto Jesús quedó admirado». No sólo le hizo caso y su criado quedó curado, sin necesidad de que Jesús acudiera personalmente donde él, sino también hizo una afirmación que es muy consoladora para nosotros: «En verdad les digo que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y les digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos». Este es uno de los textos más universalistas del Evangelio, que nos revela que Jesús es el Salvador prometido a Israel –esto es claro–, pero su salvación alcanza a toda la humanidad. Respecto de Israel, nosotros venimos del extremo occidente. También nosotros estamos invitados a sentarnos a la mesa en el Reino de los Cielos. La condición es tener una fe tan grande como la de ese centurión, que logró admirar a Jesús y que supera a la fe de los mismos israelitas. Repitámoslo: «En Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande».

El Evangelio de Mateo es el más claro en afirmar que la salvación de Dios, obrada por Cristo es para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. En efecto, desde el primer capítulo nos presenta unos magos venidos de Oriente que vienen «a adorar al Rey de los judíos que ha nacido». Ellos no son de Israel y ya reconocen al Niño Jesús como Dios, en el gesto de adorarlo y de ofrecerle como regalo incienso, que no se quemaba sino ante Dios (Mt 2,1-11). El mismo Evangelio concluye con el mandato universal de Jesús: «Hagan discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), superando así los límites de Israel. Tenemos, entonces, al comienzo y al final del Evangelio de Mateo, enseñanza sobre la universalidad de la salvación. Pero también la tenemos en el medio, como lo vemos en el texto leído hoy. Lo único necesario para acceder a la salvación es la fe en Cristo. Admiremos nosotros también la fe de ese centurión que logró impactar a Jesús y mereció tal alabanza de parte de Él. Ese centurión es nuestro antecesor en la fe.

4 de diciembre

Texto bíblico: Lucas 10,21-24Lectura del santo Evangelio según San Lucas:En aquel momento, se llenó Jesús de gozo en el Espíritu Santo, y dijo:

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«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven! Porque les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron».

Has revelado estas cosas a los pequeños (+ Felipe Bacarreza)

El Evangelio de Lucas que hemos leído es una revelación de la Santísima Trinidad. En efecto, las tres Personas divinas están claramente nombradas. El episodio nos permite entrar en la intimidad de Jesús en su relación con su Padre y con el Espíritu Santo.

Comienza con una introducción que separa de lo anterior: «En aquel momento, Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo». Uno de los frutos más evidentes del Espíritu Santo es el gozo. Pero también nos impulsa a la alabanza a Dios, como hace con Jesús en ese momento.

«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra». Es evidente que Jesús se dirige a Dios, pues a ningún otro corresponde el título: «Señor del cielo y de la tierra». Toda la Biblia comienza explicando ese título: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1,1) y es el título que ya le da Abraham, que dice a su siervo: «Voy a tomarte juramento por el Señor (Yahveh), Dios del cielo y Dios de la tierra» (Gen 24,3). Jesús declara que este mismo es su Padre. De esta manera, revela que él es el Hijo, el mismo de quien hablará a continuación.

En la traducción del Evangelio desde el griego, que es su lengua original, al hebreo, hecha por especialistas, ponen en boca de Jesús el verbo hebreo «yada’», que en el Antiguo Testamento suele traducirse por «dar gracias». Esa misma expresión usa el salmista, por ejemplo, en el Salmo 86,12: «Te doy gracias, Señor Dios mío, de todo corazón y glorificaré tu Nombre por siempre» (Sal 86,12). Jesús debió usar esa misma expresión en su versión aramea, la lengua que Él hablaba. La gran diferencia es que Jesús, a ese mismo Dios, lo llama «Padre».

¿Por qué da gracias Jesús a su Padre? En la respuesta hay claramente un paralelismo antitético: «Has ocultado a sabios e inteligentes – has revelado a pequeños». Jesús da gracias a Dios, porque ha revelado a los pequeños «estas cosas», que permanecen ocultas a sabios e inteligentes. De esta manera enseña que hay verdades que son inaccesibles a la inteligencia humana –ni los sabios las alcanzan– y que son dadas como un don a los pequeños; son verdades reveladas. Conocer esas verdades es el resultado de una actividad de Dios: revelar. ¿Cómo lo hace? Las infunde en la mente de ellos. Los sabios e inteligentes, en cambio, para quienes no hay más verdad que la que ellos pueden alcanzar,

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no las conocen. A eso se refiere San Pablo cuando escribe: «Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues de haberla conocido no habrían crucificado al Señor de la Gloria. Más bien, como dice la Escritura, anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para quienes lo aman» (1Cor 2,7-9). Jesús, entonces, se alegra y da gracias a Dios por su modo de actuar: «Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito». Ese mismo modo de actuar lo vemos en Jesús que vino a llamar, no a los fuertes, sino a los débiles; no a los justos, sino a los pecadores. Con este modo suyo de actuar, Jesús nos revela a su Padre: «En verdad, en verdad les digo: el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5,19).

La segunda parte de este Evangelio de hoy comienza con una declaración de Jesús que expresa su condición de Hijo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre». No hace ninguna excepción, incluyendo también la divinidad. Lo confirma con lo que sigue: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre y nadie conoce al Padre, sino el Hijo». Este conocimiento del Padre lo tiene el Hijo, no porque le haya sido revelado, sino por su propia naturaleza divina; ese conocimiento es connatural con él y es exhaustivo. El Padre y el Hijo y también el Espíritu Santo son tres Personas distintas, pero cada una de ellas es el mismo y único Dios.

Aquí entramos nosotros: «Nadie conoce al Padre, sino aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». Ya hemos dicho que el Hijo nos muestra al Padre con su palabra y con su modo de actuar; pero es necesario que a esto se agregue una acción de Dios que revela esas cosas a los pequeños. Esta acción se realiza en nuestro espíritu, que es la parte nuestra que puede conocer la verdad. La realiza, por tanto, el Espíritu de Dios. Así lo explica Jesús a sus discípulos: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, él los guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13).

Es natural entonces que Jesús agregue una bienaventuranza a quienes ha sido revelado el Padre, es decir, a sus discípulos. Ellos conocen al Padre, porque el mismo Cristo nos enseñó a dirigirnos a Él diciendo: «Padre nuestro». Son dichosos: «Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: “¡Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven!”». Tenemos que apreciar y agradecer como lo hacía Jesús el poder conocerlo a Él y a su Padre por la acción del Espíritu Santo. En esto somos más dichosos que los grandes profetas del Antiguo Testamento, como Elías, Isaías o Jeremías; somos más dichosos que los grandes reyes como David o Josías. Ellos no conocieron al misterio de la Trinidad. Ellos anunciaron una intervención salvadora de Dios; pero no conocieron el misterio de la Santísima Trinidad y nunca imaginaron que el mismo Dios se haría verdadero hombre: «Les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron; y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron». Nuestra actitud ante Dios debe ser de continua alabanza y acción de gracias por las cosas que se nos ha concedido ver y oír.

5 de diciembre

Texto bíblico: Mateo 15,29-37

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Lectura del santo Evangelio según San Mateo:Pasando de allí Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí. Y se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies, y él los curó. La gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Le dicen los discípulos: «¿Cómo vamos a procurar en un desierto pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?» Jesús les dijo: «¿Cuántos panes tienen?». Ellos dijeron: «Siete, y unos pocos peces». Jesús mandó a la gente acomodarse en el suelo. Tomó luego los siete panes y los peces y, dando gracias, los partió e iba dándolos a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos y se saciaron, y de los trozos sobrantes recogieron siete canastos llenos.

Tomen y coman todos de él; esto es mi Cuerpo (+ Felipe Bacarreza)

En el Evangelio que se ha leído se nos relata la segunda multiplicación de los panes hecha por Jesús. Comienza explicando por qué la gente se encontraba en un lugar desierto donde era imposible procurar pan para todos los que seguían a Jesús: «Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí». La postura de sentarse es la que adopta el maestro cuando va a enseñar. Está en un lugar alejado, al otro lado del mar de Galilea en un monte.

La gente lo busca, porque ya saben que Él sana a los enfermos: «Se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies, y él los curó. La gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel». Esos son los signos de que ha venido el esperado por Israel, el que Dios había prometido a su pueblo como Salvador. Lo anunciaba así el profeta Isaías: «Digan a los de corazón intranquilo: ¡Animo, no teman! Miren que el Dios de ustedes viene… es la recompensa de Dios, Él vendrá y los salvará. Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo» (Is 35,4-6). En esas curaciones reconocían la presencia de Dios. Por eso, «glorificaban al Dios de Israel», como si fuera uno distinto del mismo Jesús. Ellos todavía no llegaban al conocimiento de la divinidad de Jesús. Cuando Isaías decía: «El Dios de ustedes viene», él no sabía cómo sería. Esto lo sabemos ahora nosotros: vino encarnándose y haciéndose hombre en Jesucristo. Este es el misterio de nuestra fe cristiana.

Jesús no sólo da a la gente el pan de su Palabra y cura sus enfermedades, sino también se preocupa del alimento material para sustento de sus cuerpos. Ellos estaban lejos de los pueblos, por seguirlo a Él. Va a demostrar lo que dice el Salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta… repara mis fuerzas… prepara una mesa para mí» (Sal 22,1.2.5) y también

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se va a cumplir en Jesús lo que otro Salmo dice sobre Dios: «Todos están esperando que les des su alimento a su tiempo… Abres Tú la mano y sacias de bienes a todo viviente» (Sal 104,27-28). Por eso, dice a sus discípulos: «Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino».

Los discípulos hacen ver la imposibilidad de proveer de alimento a esa multitud en un lugar desierto. Según ellos van a tener que irse, aunque haya peligro de que desfallezcan: «Le dicen los discípulos: “¿Cómo vamos a procurar en un desierto pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?”». Jesús pregunta: «¿Cuántos panes tienen?». La respuesta es poco alentadora: «Siete panes y unos pocos peces». Los apóstoles deben haber quedado sorprendidos al ver que eso es suficiente para Jesús: «Él mandó a la gente acomodarse en el suelo. Tomó luego los siete panes y los peces y, dando gracias, los partió e iba dándolos a los discípulos, y los discípulos a la gente». El resultado admirable es este: «Comieron todos y se saciaron, y de los trozos sobrantes recogieron siete canastos llenos». Habían comido cuatro mil hombres, a los cuales hay que agregar mujeres y niños.

Es un milagro; pero es también un signo que anuncia otro pan. Lo comprenderán los apóstoles, cuando en la última cena, Jesús repita los mismos gestos: «Tomo pan, dando gracias lo partió y se lo dio diciendo: “Tomen y coman todos de él; esto es mi Cuerpo”». También este Pan, después de tomarlo ellos lo distribuyen a la gente. Esto es lo que hace el sacerdote en la celebración de la Eucaristía. Este es el motivo que indicaba San Francisco de Asís para respetar a los sacerdotes: «Me dio el Señor y me da tanta fe en los sacerdotes, que viven conforme a las reglas de la santa Iglesia romana, por razón de su Ordenación… a ellos y a todos los demás quiero amar y honrar como a señores míos. Y no quiero fijarme en si son pecadores, porque yo descubro en ellos al Hijo de Dios, y son mis señores. Y lo hago por esta razón: porque lo único que veo corporalmente, en este mundo, de ese mismo altísimo Hijo de Dios, es su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás”.

6 de diciembre

Texto bíblico: Mateo 7,21.24-27Lectura del santo Evangelio según San Mateo:Dijo Jesús: «No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial». «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre necio que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina».

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¿Quién entrará en el Reino de los cielos? (+ Felipe Bacarreza) El ser humano ha sido creado por Dios para hacerlo participar de su felicidad, una felicidad que es plena y eterna. Este estado de felicidad plena y eterna es lo que Jesús llama «el Reino de los cielos». Entrar allí es algo que todos anhelamos. Quedar excluidos de él para siempre es el fracaso definitivo.

En el Evangelio de hoy, que nos presenta la conclusión del Sermón de la Montaña, Jesús formula la condición necesaria para entrar en el Reino de los cielos: «Entrará en el Reino de los Cielos el que haga la voluntad de mi Padre celestial». Por tanto, toda nuestra preocupación en esta tierra debería ser descubrir la voluntad de Dios y hacerla. Esto es lo que hizo Jesús en su existencia terrena: «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). Su última palabra, que define toda su vida, se refiere a esa voluntad de Dios: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). El cumplimiento de la voluntad de Dios define también la vida de la Virgen María: «Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). La preocupación de conocer la voluntad de Dios y cumplirla define la vida de todos los santos. Ellos, al fin de sus vidas, han podido decir: «Todo está cumplido» y han entrado en el Reino de los cielos.

¿Cómo podemos descubrir la voluntad de Dios? La Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros en la Persona de Jesucristo. Jesús es la Palabra de Dios personificada, como lo expresa el mismo Dios en el monte de la Transfiguración: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escúchenlo» (Mt 17,5). Es voluntad de Dios que escuchemos a Jesús y hagamos lo que él dice.

Por eso Jesús afirma que la salvación depende del cumplimiento de su palabra. Por medio de una comparación, analiza las dos alternativas opuestas: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica... el que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica». El primero se compara a un hombre prudente que construyó su casa sobre roca; el segundo se parece al hombre necio que construyó su casa sobre arena. Sobre ambas casas se abaten la lluvia, los vientos y los torrentes. La que está edificada sobre roca permanece en pie; la que está edificada sobre arena sufre la ruina total.

La lluvia, los vientos y los torrentes son las dificultades de esta vida, la pobreza, la enfermedad y, sobre todo, la muerte, cosas que a todos sobrevienen. Los que han fundado su vida en el cumplimiento de la palabra de Cristo permanecen firmes y en paz en medio de esas pruebas. En cambio, los que han fundado sus vidas en las riquezas, los placeres, y en cosas más vanas aun, como un cantante o un futbolista, ante esas pruebas sucumben. Cuando les sobreviene la muerte sucumben, porque todas esas cosas en que han fundado su vida son sólo de esta tierra, como dijo Dios al rico que se preocupó únicamente de pasarlo bien: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?» (Lc 12,20). Haciéndose eco de la enseñanza de Jesús, San Juan nos exhorta: «Queridos, no amen el mundo ni lo que hay en el mundo... Porque el mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2,15.17).

¿Cómo descubrir la voluntad de Dios sobre aquellos temas que en el tiempo de Jesús no se presentaban y sobre los cuales no pudo hablar, por ejemplo, en el campo de la bioética y de

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otras áreas de la ciencia? Jesús ciertamente sabía que la ciencia progresaría y presentaría problemas nuevos. Por eso, para ayudar a los hombres a descubrir la voluntad de Dios en esas nuevas situaciones fundó su Iglesia y dijo a Pedro y sus sucesores: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,18.19). «Atar y desatar» es la expresión del poder de establecer las condiciones para ser admitido o excluido del Reino de los cielos, es decir, el poder de exponer ante los hombres y mujeres de hoy la voluntad de Dios. La Iglesia no ha dejado de cumplir su misión. Tenemos, entonces, hoy cómo conocer la voluntad de Dios para que, cumpliéndola, podamos entrar en el Reino de los cielos. En este último tiempo la Iglesia nos ha dado un instrumento excelente para conocer la voluntad de Dios en el Catecismo de la Iglesia Católica. Es responsabilidad nuestra estudiarlo y conocerlo. Con este medio podemos también instruir a otros.

7 de diciembre

Texto bíblico: Mateo 9,27-31Lectura del santo Evangelio según San Mateo:Cuando Jesús se iba de allí, al pasar lo siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!».Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creen ustedes que puedo hacer eso?». Ellos le dicen: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en ustedes según la fe de ustedes». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Miren que nadie lo sepa!» Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.

Hágase en ustedes según la fe de ustedes (+ Felipe Bacarreza)

«Cuando Jesús se iba de allí, al pasar lo siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David!». Esta introducción nos invita a preguntarnos ¿de dónde se iba Jesús? El evangelista acaba de narrarnos la resurrección de la hija de un magistrado en cuya casa había entrado Jesús. El hecho se difundió: «La noticia del suceso se divulgó por toda aquella comarca» (Mt 9,26). Jesús se fue de la casa de ese magistrado en dirección a la casa de Pedro, donde había establecido su centro. En el camino lo abordaron los dos ciegos. Ellos piden compasión, pero se entiende que lo que piden a Jesús es que les conceda poder ver. ¿Tienen razón en pedir esto? ¿Se puede pedir esto a cualquier persona?

Cuando murió Lázaro, a quien Jesús llama «nuestro amigo», al ver la tristeza de Jesús ante la tumba del amigo, todos comentaban: «Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?» (Jn 11,37). Lo que quieren decir es que, si pudo abrir los ojos de un ciego, habría podido sanar a Lázaro antes que muriera. Pero no esperan que Jesús pudiera hacer algo, una vez muerto. Jesús demostró que no sólo habría podido sanar a Lázaro, sino también resucitarlo, una vez muerto y ya de cuatro días. Ahora la situación es

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la inversa: quien ha resucitado a una niña muerta, con mayor razón puede abrir los ojos de dos ciegos.

«Al llegar a casa, se le acercaron los ciegos. Jesús les preguntó: “¿Creen ustedes que puedo hacer eso?”». Ellos están convencidos de que Jesús es el Hijo de David, pues así lo han llamado: «¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David!». Pero el Hijo de David era el que Dios había prometido como salvador del pueblo de Israel y uno de los signos de su presencia es que los ojos de los ciegos se abrirían. Es el signo que indicó Jesús en la sinagoga de su pueblo Nazaret: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18). Jesús afirma que esa profecía se cumple en Él, que Él viene a dar la vista a los ciegos: «Esta Escritura, que ustedes acaban de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4,21).

Esos dos ciegos creen que Jesús es quien cumple esas profecías y por eso responden: «Sí, Señor, creemos». Entonces Jesús les tocó los ojos y les dijo: «Hágase en ustedes según su fe». Y se abrieron sus ojos. Y nosotros preguntamos: ¿Quién obró el milagro, el poder de Jesús o la fe de los ciegos? La respuesta es: ambas cosas concurren para que se produzca ese hecho milagroso. Jesús lo ordena; pero ocurre en la medida de la fe de ellos. Si tuviéramos fe, todos podríamos hacer milagros. Lo dice el mismo Jesús: «En verdad les digo: si ustedes tienen fe como un grano de mostaza, dirán a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada les será imposible» (Mt 17,20). Más aún: «Todo cuanto pidan con fe en la oración, lo recibirán» (Mt 21,22). La curación de los ciegos confirma con hechos la palabra de Jesús.

8 de diciembre

Texto bíblico: Lucas 1,26-38Lectura del santo Evangelio según San Lucas:Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen esposa de un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?». El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer santo será llamado Hijo de Dios.

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Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios». Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel dejándola se fue.

Dijo el ángel a María: El Espíritu Santo vendrá sobre ti (+ Felipe Bacarreza)

En el tiempo del Adviento la liturgia nos invita a contemplar la doble venida a este mundo del Hijo de Dios hecho hombre: su futura venida gloriosa al fin de los tiempos y su primera venida en la humildad de nuestra condición humana hace veinte siglos. El misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que celebramos hoy, tiene una relación esencial con esa primera venida. En efecto, una vez que Dios, en su designio insondable, decidiera, antes de la creación del mundo, que su Hijo se hiciera hombre, decretó que eso ocurriera, hasta el límite de lo posible, en la forma en que viene al mundo todo otro hombre, es decir, siendo concebido en el seno de una mujer y naciendo de ella: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). El misterio de la Inmaculada Concepción nos revela la identidad de esa mujer elegida para ser la Madre del Hijo de Dios hecho hombre.

Esa mujer, destinada a ser la Madre de Dios, tenía que ser, en todo momento de su existencia, absolutamente de Dios, debía estar inmune de todo pecado desde el primer momento de su existencia, debía ser inmaculada desde su concepción. La Iglesia Católica ha declarado esta verdad como dogma de fe, es decir, como parte esencial del misterio de Cristo: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano... Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida» (Catecismo N. 491.493). Decíamos que el Hijo de Dios, en su primera venida al mundo, se igualó a todo otro hombre «hasta el límite de lo posible», porque no era posible que él tuviera a otro hombre como padre biológico. La página del Evangelio, que leemos en esta Solemnidad de la Inmaculada Concepción, nos relata el momento de la concepción virginal del Hijo de Dios en el seno inmaculado de su madre, María. Es la página más importante de toda la literatura universal. Si faltara esa página no sabríamos cómo aconteció el hecho que da sentido a toda la creación: la encarnación del Hijo de Dios, Dios mismo hecho hombre.

María es presentada como virgen y esposa: «Fue enviado por Dios el ángel Gabriel... a una virgen esposa de un hombre llamado José, de la casa de David». El ángel le anuncia que concebirá «en el seno» (es un modo discreto de decir «virginalmente») y dará a luz un hijo; y le indica la identidad de ese niño: «Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre». Tiene, entonces, ese niño una doble filiación: del Altísimo (Dios) y de David. Parece obvio que David sea su padre, si el esposo de la virgen, a quien esta concepción se anuncia, es José «de la casa de David». José, en efecto, está destinado a ser el padre de ese niño, pero no su padre biológico, como lo expresa la objeción de la virgen, objeción, no al plan de Dios, sino al aparente modo: «¿Cómo será esto, puesto

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que no conozco varón?». La objeción tiene fácil solución para Dios: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». La concepción virginal de Jesús en el seno de María fue obra del Espíritu Santo. Fue necesario ese modo de concepción, dada la identidad del que había de nacer: «Por eso, el nacido santo será llamado Hijo de Dios».

Pero sigue siendo verdad que David es su padre. Es verdad, porque, José, siendo el esposo virginal de María, es llamado a ser el padre del Niño que nace de ella. De esta manera el Niño Jesús es Hijo de Dios, desde toda la eternidad y es hijo de David, desde su nacimiento en el tiempo.

Ese es el plan de Dios que contemplamos en este tiempo de Adviento. Pero ese plan fue anunciado antes que a nadie –ningún profeta siquiera lo imaginó– a esa joven virgen de Nazaret y fue sometido a su aceptación. Y ella aceptó sin vacilación: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Por eso los cristianos la amamos y veneramos; porque, en un momento, nuestra salvación dependió de ella. Ella es la verdadera madre de todos los vivientes, de los que gozan de la vida divina y eterna que recibimos de Dios por medio de Cristo.

Muy apropiada es esta Solemnidad para coronar el Mes de María. Por eso, en nuestra patria la Iglesia celebra este hermoso mes, dedicado a la Madre de Dios, desde el 8 de noviembre al 8 de diciembre. Ciertamente, los que han celebrado con amor este mes habrán recibido, por las manos de María, abundantes gracias de Dios. El Mes de María ser también el Mes de nuestra Diócesis, que se honra con el hermoso nombre: Santa María de los Ángeles.

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Cantos MarianosVenid y vamos todos

1. Venid y vamos todos / con flores a María,con flores a María / que Madre nuestra es.

Ant. Venid y vamos todoscon flores a María (4 veces)que Madre nuestra es.

2. De nuevo aquí nos tienes, / purísima doncella,más que la luna bella, / postrados a tus pies.

Vamos a cantar: Ave María

1. Vamos a cantar "ave" noche y día; / y el "ave María" no cese jamás.

Ant. Ave, ave, ave, María (bis)

2. El mismo saludo que el ángel te dio, / repiten tus hijos cantando a una voz.

Bajo tu amparo

Bajo tu amparo / nos acogemos, / Santa Madre de Dios.No desoigas la oración / de tus hijos necesitados,líbranos de todo peligro, / oh siempre Virgen,gloriosa y bendita.

Como una tarde tranquila

1. Como una tarde tranquila, / como un suave atardecer,era su vida sencilla / en el pobre Nazaret;y en medio de aquel silencio, / Dios te hablaba al corazón.

Ant. Virgen María, Madre del Señor,danos tu silencio y pazpara escuchar su voz (bis).

2. Enséñanos, Madre buena, / cómo se debe escucharal Señor cuando nos habla / en una noche estrellada,en la tierra que dormida / hoy descansa en su bondad.

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3. Y, sobre todo, María, / cuando nos habla en los hombres,en el hermano que sufre, / en la sonrisa del niño,en la mano del amigo, / en la paz de una oración.

Contigo Virgen del Carmen

Ant. Contigo, Virgen del Carmen,juntos por el camino,tendemos la manopara servir a Chile.

Yo soy el Camino, dice el Señor,Yo soy la Verdad y la Vida.Ya no tienen que temer:he vencido la muerte y el dolor.En su casa de alegre pazmi Padre nos espera.

Madre admirable

Ant. Madre admirable, Virgen poderosa Madre inmaculada, Puerta del cielo.

1. Calma, Madre, mis temores, / hacia Dios lleva mis ansias.Vive tú entre mis afanes, / en ti dejo mi esperanza.

2. Danos siempre, Madre nuestra, / fortaleza en la fe;ser apóstoles del Reino, / constructores de la paz.

3. Siempre, Madre, en mis senderos / tu presencia esperaré,nunca dejes de escucharme, / Santa Madre del Señor.

Madre de los pobres

Ant. Madre de los pobres, / los humildes y sencillos,de los tristes y los niños / que confían siempre en Dios.

1. Tú, la más pobre, porque nada ambicionaste;tú, perseguida, vas huyendo de Belén.Tú, que en un pesebre ofreciste al Rey del cielo,toda tu riqueza fue tenerlo sólo a él.

2. Tú, que en sus manos sin temor te abandonaste;tú, que aceptaste ser la esclava del Señor,vas entonando un poema de alegría:canta, alma mía, porque Dios me engrandeció.

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Madre de todos los hombres

Ant. Madre de todos los hombres, enséñanos a decir: Amén.

1. Cuando la noche se acerca / y se oscurece la fe.2. Cuando el dolor nos oprime / y la ilusión ya no brilla.3. Cuando aparece la luz / y nos sentimos felices.4. Cuando nos llegue la muerte / y tú nos lleves al cielo.

María tú eres mi Madre

Ant. María tú eres mi Madre, / María tú eres mi amor,María, Madre mía, / yo te doy mi corazón (bis)

1. María, cuyo nombre / es música más suaveque el cántico del ave / y que del agua el son.Tu nombre sea fuente, / do beba el alma mía,y halle la alegría / mi pobre corazón.

2. María, cuyo nombre / es fuente de purezaque da la fortaleza / al frágil corazón.Tu nombre sea el agua / que el mío purifiquede cuanto en él radique / maligna inclinación.

Mi alma glorifica al Señor, mi Dios

Ant. Mi alma glorifica al Señor, mi Dios,gozase mi espíritu en mi Salvador,él es mi alegría, es mi plenitud,él es todo para mí.

1. Ha mirado la bajeza de su sierva,muy dichosa me dirán todos los pueblos,porque en mí ha hecho grandes maravillasel que todo puede cuyo nombre es: Santo.

2. Su clemencia se derrama por los siglossobre aquellos que le temen y le aman;desplegó el gran poder de su derecha,dispersó a los que piensan que son algo.

3. Derribó a los potentados de sus tronosy ensalzó a los humildes y a los pobres.Los hambrientos se saciaron de sus bienesy alejó de sí vacíos a los ricos.

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4. Acogió a Israel, su humilde siervo,acordándose de su misericordia,como había prometido a nuestros padres,

a Abraham y descendencia para siempre.

Mientras recorres la vida

1. Mientras recorres la vida / tú nunca solo estás:contigo por el camino / Santa María va.

Ant. Ven con nosotros a caminar, / Santa María, ven (bis).

2. Aunque te digan algunos / que nada puede cambiarlucha por un mundo nuevo / lucha por la verdad.

3. Si por el mundo los hombres / sin conocerse vanno niegues nunca tu mano / al que contigo está.

4. Aunque parezcan tus pasos / inútil caminar,tú vas haciendo camino / otros lo seguirán.

Miles de jóvenes

1. Miles de jóvenes llevan / tu nombre bonito, María. Miles de jóvenes lucen / tu encanto que es flor y alegría. Y toda su vida se llena / de gracia que es vida de Dios:

te llevan, María, en el nombre, / te llevan en el corazón.

Ant. Ave María, Ave María (bis).

2. Miles de pájaros cantan / al día que está amaneciendo;estrellas que enciende la noche, / el mar, la sonrisa y el viento.Son muchas las cosas hermosas / que hizo el poder del Señor;tú eres la flor más bonita, / la estrella que brilla mejor.

Oh María madre mía

Ant. Oh María, madre mía / oh consuelo del mortal;amparadnos y guiadnos / a la patria celestial.

1. Con el ángel de María, / las grandezas celebrad;transportados de alegría, / sus finezas publicad.

2. Salve, júbilo del cielo, / del excelso dulce imán;salve, hechizo de este suelo, / triunfadora de Satán.

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3. Quien a tí ferviente clama, / halla alivio en el pesar;pues tu nombre luz derrama, / gozo y bálsamo sin par.

Oh Santísima

1. Oh santísima - oh purísima / dulce Virgen María,Madre amada, inmaculada,ora, ora por nosotros.

2. Salve estrella - de los mares, / dulce Madre del Redentor,Virgen sin mancha, puerta del cielo,ora, ora por nosotros.

3. Tú que oíste - del arcángel: / "Dios te salve, María",danos la gracia, germen de vida,ora, ora por nosotros.

¿Quién será la mujer?

1. ¿Quién será la mujer que a tantos inspirópoemas bellos de amor?Le rinden honor la música y la luz,el mármol, la palabra y el color.¿Quién será la mujer que el rey y el labradorinvocan en su dolor?El sabio, el ignorante, el pobre y el señor,el santo al igual que el pecador.

Ant. María es esa mujerque desde siempre el Señor se preparópara nacer como una floren el jardín que a Dios enamoró.

2. ¿Quién será la mujer radiante como el solvestida de resplandor?La luna a sus pies, el cielo en derredory ángeles cantándole su amor.¿Quién será la mujer humilde que vivióen su pequeño taller?Amando sin milagros, viviendo de su fe,la esposa siempre alegre de José.

Quiero decir que sí

Quiero decir que sí,como tú, María, como tú, un día, como tú, María

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Quiero negarme a mí,como tú, María, como tú, un día, como tú, María

Quiero entregarme a Él,como tú, María, como tú, un día, como tú, María

Quiero escucharle a Él,como tú, María, como tú, un día, como tú, María

Quiero servir al Rey,como tú, María, como tú, un día, como tú, María

Santa María de la esperanza

Ant. Santa María de la esperanzamantén el ritmo de nuestra espera (bis)

1. Nos diste al esperado de los tiempos, / mil veces prometido en los profetas.Y nosotros de nuevo deseamos / que vuelva a repetirnos sus promesas.

2. Brillaste como aurora del gran día, / plantaba Dios su tienda en nuestro suelo.Y nosotros soñamos con su vuelta, / queremos la llegada de su Reino.

3. Viviste con la cruz de la esperanza, / tensando en el amor la larga espera.Y nosotros buscamos con los hombres / el nuevo amanecer de nuestra tierra.

4. Esperaste cuando todos vacilaban / el triunfo de Jesús sobre la muerte.Y nosotros esperamos que su vida / anime nuestro mundo para siempre.

Santa María de los Ángeles

1. Hoy quiero cantarte, Señora de los ángeles, / Reina soberana, Madre celestial. Yo soy una alondra, que ha puesto en ti su nido / Viendo tu hermosura, te reza su cantar.

Coro: Luz de la mañana, María templo y cuna, mar de toda gracia, fuego, nieve y flor. Puerta siempre abierta, rosa sin espinas, yo te doy mi vida, soy tu trovador.

2. Salve, surco abierto, donde Dios se siembra, / te eligió por Madre Cristo el Redentor. Salve, esclava y Reina, Virgen nazarena, / casa, paz y abrazo para el pecador.

Un día la veré

1. Un día la veré, con himnos de alegría, / las glorias de María, dichoso cantaré.

Ant. Un día al cielo iré / y la contemplaré (bis)

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2. Un día la veré, es el cantar del alma, / que calma los tormentos, y aliento da a mi fe.

3. Un día la veré, y estático a su lado, / de flores coronado, por siempre reinaré.

4. Un día la veré, en la radiante gloria, / con himnos de victoria, su nombre ensalzaré.

5. Por Madre del Señor, y Reina de los cielos, / su ruego poderoso, es gracia y bendición.

Virgen del Carmen bella

1. Virgen del Carmen bella, / Madre del Salvador,de tus amantes hijos / oye el cantar de amor (bis).

Ant. Dios te salve, María, / del Carmen bella flor.Estrella que nos guías / hacia el sol del Señor (bis).

2. Salva, Señora, a Chile, / mira que es tu nación,guíala por la senda / de la virtud y honor.

3. Somos un pueblo en marcha / en busca de la luz;guíanos, Madre nuestra / llévanos a Jesús (bis).

4. Haznos cristianos, Madre, / cristianos de verdad:hombres de fe sincera, / de viva caridad (bis).

Yo canto al Señor porque es grande (Magníficat)

1. Yo canto al Señor porque es grande, / me alegro en el Dios que me salva,feliz me dirán las naciones, / en mí descansó su mirada.

Ant. Unidos a todos los pueblos / cantemos al Dios que nos salva.

2. El hizo en mí obras grandes, / su amor es más fuerte que el tiempo,triunfó sobre el mal de este mundo, / derriba a los hombres soberbios.

3. No quiere el poder de unos pocos, / del polvo a los pobres levanta,dio pan a los hombres hambrientos / dejando a los ricos sin nada.

4. Libera a todos los hombres / cumpliendo la eterna promesaque hizo en favor de su pueblo, / los pueblos de toda la tierra.