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Leonardo Rengifo Espinosa

Prosaicas, Metáforas y Estallidos

Cali Memoria del Paro Nacional Agropecuario

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Agosto-octubre 2013

Prosaicas I

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Irrevocables

Esa mancha horrible del cielo que a tantos nos duele hacia el ocaso no tiene forma de equilibrio ni voz de bálsamo, el humo del incendio nos llega irónico y brutal como obsequio tardío del viento. Al comienzo de estos inhóspitos caminos hubo épocas de plenitud en que frescas doncellas danzaban incansables entre las flores, al influjo del campo verde y el dulce amor. La tierra de las semillas graves, dura y seca, escéptica, rasga su indiferencia; la esperanza, como la fertilidad, tiene un corazón de surco que sangra cuando se ara. Todo le duele. Suele llorar por heridas con cuerdas de guitarra en manos ajenas o quemaduras de luz en ojos lejanos, a la sombra de la ciudad, amparada por la prisa de los transeúntes.

La tarde, arrogante criatura, se desplaza orgullosa de su coraza invulnerable por las callecitas empozadas y laberínticas y por las principales avenidas. Se ha detenido un momento en la plaza, moja sus pies en el rumor del río, nos invita a morir. Todos avanzamos encorvados sobre las huellas del carruaje, contra la algazara de nuestros mejores deseos resuena todavía la voluntad del destino soberano: el vecindario se cansa, con el chocar de las piedras hace música, sinfonías al pan cotidiano con oberturas de cantera. Razón suficiente para que volvamos, una y otra vez, desde los remotos reinos imaginarios de nuestro propio sueño ingrávido a perturbar con osadía y pulcritud el peso exacto de la realidad.

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Cita con el solAcudo al fuego. Voy exaltado

como a cita de amor. Salgo pues he visto una atmósfera de tinturas rojas en el clamor nocturno. De todos los barcos encendidos en la noche de las guirnaldas de gritos caen al patio de mi casa coros desafinados de centellas, los girones incendiarios del detritus incandescente, eslabones de cadenas, puntas de flechas y clavos adornando la indumentaria de las sanguijuelas empastadas en aurora boreal.

Si es voraz la hoguera como ansiedad de niño en cuarentena las proas podrán enfilarse por rutas establecidas en mapas de arcilla o corteza de árbol, igual habremos de fingir inocencia. Una empecinada corriente de lodo, enemiga del agua, se pavonea infame a mitad de la fuente, mejor no aplazar por más ilusiones la dirección calculada para la saeta. El justo desquite de los fermentos esmaltados en el origen proclama el insulto cortante a la ovación del vasallo leal, el motín a bordo del ramaje más oscuro, el elogio iracundo de las alegorías.

No por ponerme a salvo de la tempestad de cenizas llevo mis huesos ignorados, mi ojo fijo de alimaña herida en el fondo, mi actitud sospechosa, hasta mi catedral boreal de bruñida algarabía. Encogido en un mal rincón, aunque lúcido y fuerte, empiezo una epístola formal para alguien, tal vez malvado. Cualquier ligera emoción es una base más perdurable que la presunta serenidad de la ley, en casos como este, es de reyes atizar la hoguera con la espada. Alejad la inercia.

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Diagrama del holocausto

Somos enjambre, colmena de la tierra, pero hay quien nos cree capa doliente de polvo estorbando el brillo de las cosas y va por sus pasillos decretando extenuantes jornadas de limpieza. No quedará, afirman vigorosamente altoparlantes, miel en su colmena, ni testimonio de labores secretas, ni vestigio de un detractor. Que levanten las manos… del piso, y los restos de alas, falanges seccionadas, vértebras sueltas, los ojos inquisitivos de celdillas microscópicas. Cuando veas al fin la mañana, no quedará mácula roja ni blanca en el césped.

Con botones de oro sobre carroza blindada el más reciente bando real convoca a la rata gris, la abeja negra, el comején, el sarcoma, la sanguijuela de colmillos sagrados, al banquete de su majestad en evocación de la primavera. Las lujuriosas luciérnagas nómadas, rebeldes luminarias, como las cigarras sedentarias, en modo alguno podrían ser invitadas a la fiesta. En desafío inaceptable ocultaron en profundos meandros de oscuras cavernas gran parte del polvo que buscaba el radar.

En cambio el sarcoma se hincha de éxito, se abulta y esgrime como peligro irremediable de química sobrenatural. Para él poco significan los ecos rotos del arco iris, la proclama incesante de la cigarra, el diagrama inobjetable y clarísimo del holocausto. Aunque a pleno día nadie lo sostenga, cierto escozor subraya con vehemencia y exactitud las quebradas y las curvas, los montículos nauseabundos de las rectas, las erupciones heladas en los volcanes del miedo. Por los engalanados salones del palacio, a media voz, mirando de reojo, medra la camarilla diaria de la vergüenza. A partir de la línea del seto que demarca el hermoso jardín el tiempo de la represalia hierve impotente.

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La saloma oscura del nagual

Hambriento y cansado, maloliente, despertó el viajero. Huraño en su miedo y portador evidente de recuerdos distantes, bajo y energúmeno, el conquistador parecía un dios hostil, una bestia despiadada. Devoró desesperado la carne del día y la fruta de la montaña, bebió a tragos desesperados la sombra dulce de la danta y cayó dormido, como muerto. Ya despierto, bien medido y reducido a su tamaño correcto, ni siquiera semidios, ¿lo miras colgado en la pared? Yo no veo nada.

Mentiroso e ignorante el viajero, nadie sabe cuánto hace que encegueció la oscuridad y perdió el curso, más allá de usar los sentidos percibir es darse cuenta, no se enciende la hoguera bajo la cama. Ni siquiera recursivo estafador, mal pillo, puso a fuerza las reglas de un juego que conduce hasta su alforja la certeza de las cosas, los cabellos del arco iris, la risa y el susurro del viento. ¿Lo miras colgado en la pared? Yo no veo nada más que el resplandor del nagual, océanos de luminosidad, puntos de luz, telarañas de fibras luminosas y multicolores, oleajes misteriosos de calor, fértiles y generosos con todos.

Nunca habíamos tiritado. No así, y como en cualquier lugar cae la lluvia. Un mal pillo, una bestia despiadada, quiso derrumbar el sol y dejarnos a cambio un colgajo de madera para enseñarnos a aderezar el hambre con el frío, la nieve, el hielo. Ahora nos toca seguir hablando. Mejor cantar acompañando el trabajo. ¿Por dónde era que íbamos? No veo nada. Arrancaron las planchas del Sol y de la Luna, se las llevaron. A tientas encontramos leña seca bajo los escombros, esta hoguera debe brillar toda la noche, debemos resistir calientes e iluminados hasta que hable un nuevo sol.

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En la rueda de la cumbiaEn la playa blanca de luz de la luna

ya se oye la música, ya suena el tambor. Sombras alargadas bailan en la arena, los pitos aúllan, contra el mar resuenan, ¿es ésta la rumba?, ¿es una canción? Parece otra cosa, voz de catapulta, la risa o el llanto entre el griterío, ¿es la artillería de nueva invasión?, hasta en la elevada cumbre paramuna o goza el gentío o aúlla el dolor.

Atrás ha quedado ya la vaquería, el tronar del hacha, el rugir del motor, y frente a los músicos trajeron la leña, encendieron luego cerca al mar la hoguera, ya bailan y cantan, ya corren y brincan, sacuden las manos alegres y gritan, parece sufrieran un ardor de amor. Parece vivieran un dolor que agita, una gran herida, ¿una humillación? En la alta noche ya baila el gentío, lo llama en la sangre entera el rumbón, y truena la música, parece un cañón.

¿Y, si no, qué otra cosa ser podría? ¿A otros menesteres dedica la vida la gente que habita por esta región? Para mí ese ruido, esa algarabía, no era el llanto de alguien que lejos sufría la llaga visible de algún gran error, para mí era risa gozosa en la pista entre las piruetas de un buen bailador. Desde la playa blanca de luna llena y hasta en la elevada cumbre paramuna la gente del pueblo reza su fortuna, la música truena, aturde el tambor.

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Prosaicas II

La vasija rota

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Jarra rota de roja y antigua tierra con estas hebras de barro vuelvo y te ato.

Al arribo los nuevos dioses eran blancos, como la harina y el día, pero mis abuelos eran rojos como sangre y contaban de misteriosas montañas flotantes sobre el agua, cerros como pájaros enormes nadando en el mar. Se decían sinceros, los dioses blancos, pero no venían del cielo y, me consta, en nombre de la verdad nos mintieron, enseñándonos la honradez nos robaron, como ejemplo decente y de buenas costumbres destrozaron a cualquier triste que cayó en sus manos.

Enseñaron la intimidad entre el amor y el perdón con la didáctica incendiaria del hierro candente; y el fuego se extendió a galopes de herraduras con el viento. Destrozados los cántaros, en cenizas las mantas, sólo quedaron despojos del mundo, sendas de lodo, gusanos podridos, sebo infectado para cardúmenes prisioneros. Rota la jarra antigua de tierra roja la vida fue criminal, la ley, infamia. Y todavía hasta hoy el gran destructor, torpe canalla, siembra para sí mismo tercas batallas. A su alrededor arde el aire, se agrieta el suelo, la vida se pudre y sangra, y él todavía ríe, y todavía habla.

Excepto la inminencia del huracán, bajo este cielo nuestro ya nada es cierto, sólo nos quedaría, como al comienzo, la obligación de cuidar en el corazón huerto y semilla. Día a día se acaba la vida, paso a paso devoro otra esquina, vamos llegando. La mayor distancia para este ladrón, sueño dorado. No por mucho acariciar la herida le perdono la espina de la mano. Rota y antigua jarra de tierra roja con estas manos de tierra vuelvo y te canto.

El destino de la espiga

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Aunque la terca noche no se apure a ceder la ventana, un lenguaje secreto de miradas furtivas asegura que hoy nadaremos en las charcas del sol. Terminada la queja estridente, los transeúntes de la alta noche refirieron cómo al amanecer se vería ondear triunfante la cabellera del guadual. Por encima de los arbustos innobles brillaría la espiga como un destino. Los pasos conducen a veces al fondo de un sueño, suceden perfectas cosas imprevistas, el roce insistente de tantos cuerpos, ya no incandescentes, eriza la piel como fría caricia de rueda dentada.

El humo espeso de crematorios prematuros se eleva al cielo desde las chimeneas familiares. Si todo ennegrece para el ojo, el oído se hincha de malos presagios, caminatas y carreras sospechosas, como cascos innumerables, cruzan las esquinas de campanas nocturnas. La cotidiana efervescencia de la angustia, en sus reacciones primarias, iguala como al comienzo del tiempo la estatura correcta de los hombres; si la terca noche se desperezara la lupa diminuta de la razón dilataría los mensajes del frente lejano.

Nuevamente en el fluir del tráfico estallarían parpadeos de colores, el vecindario podría concurrir al ajetreo, los niños cantarían en la plaza saltando con canastas de sapos y tortas de barro, grillos de alambre y moluscos marinos. Lejos de la mirada con alcances de lince, los supersticiosos se comunican señales y fórmulas esotéricas para evitar la confusión y los riesgos, la mala influencia de los vagos rumores, el vértigo insoportable de las alturas cósmicas, la disolución disipada del espíritu. Sin embargo, ocultas entre la bruma, mujeres como fieras cansadas, aullando

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quedamente, protegen con vehemencia sus crías recientes a la entrada del bosque de cuchillos.

Jurado de conciencia

Ecos rotos del mazo infame se astillan, cristalinos, contra el desorden de sombras dispersas en la oscuridad. Los rizos artificiales de la peluca empolvada simulan el resplandor del sol cayendo diáfano sobre puentes corroídos por la ferocidad lunar. Los peces distintos de colores noctámbulos vuelan a perseguir la raíz redonda del peñasco, la sombra espesa del alga dormida, el corazón minúsculo del plancton. Es la hora del cardumen de libélulas verdes retozando a la orilla del reloj. Un aleteo de alelíes confiados es menos imperioso que la eventual intromisión de la rapiña, aunque por lo bajo y en buena compañía, se pueden pronunciar terribles ofensas, sin destinatario exacto, naturalmente, los muros oyen atentos.

El adversario pertinaz, aunque simule su imagen en el resplandor de la fuente, es por todos bastante conocido porque sus colmillos de dragón sulfúrico relucen consistentes en la oscuridad. El testimonio del río es desde ya irrefutable, la superficie bruñida de los cantos es su marca. El tiempo se aproxima arrastrando una mujer por los cabellos, la eternidad está aquí, no hay otra ocasión para el sueño y la pena del esplendor. Sin embargo, si los malvados acusadores logran sentar alguien al banquillo, no falta quien se afile y se aderece dispuesto a atestiguar travesuras imperdonables.

Los residuos férricos del progreso civilizado son una presencia fatídica en las nervaduras más secretas de los habitantes subterráneos, explican la estocada a mansalva, la disímil bandera maculada en púrpura, la fogata de cartas que no abrieron heridas nuevas en los antiguos ojos despiertos. En horas de crisis y ataques de agonía, la dama delación, toda virtud, se torna dulce y generosa con sus allegados y simpatizantes. Para nosotros esperan los arbustos cargados de

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coronas, las puertas florecidas de crespones. Aún así, vamos ahora.

Los satélites artificiales

Con su ronroneo metálico los satélites artificiales reproducen en las cuatro direcciones los ronquidos burocráticos del gigante dormido que sueña pesadillas finales, el llanto lastimero del cordero del sacrificio, la silueta de la garra sangrienta del tigre de papel anaranjado con rayas muertas y definitivas. Según la entropía y las leyes de la termodinámica los basureros polvorientos tienen poco qué perder. Poco qué poder es nada de valer, cada quien lo ve, todo está al revés. Pero hoy como ayer será la jornada siempre renovada.

Con asaltos de luces multicolores, los satélites artificiales siembran en las cuatro direcciones la nueva agresividad y el odio de mañana. ¡Pero, qué bonita la guerra a todo color, y tan aséptica en la pantalla! Por todo el planeta las explosiones luminosas de los televisores anuncian a la vida en las vitrinas de las esquinas, en los salones de conversación, en las cocinas de las casas, que ha bajado del cielo por segunda, tercera o cuarta vez, el dios malvado, el animal terrible que grita desde siempre: Mi mente está oscura como la noche, nublada como un cielo de tormenta, y mi estómago vacío.

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El tercer tiempo

Al tercer día soñó que ya no se iba a despertar. En la aurora rosada los universos recuperados permanecieron fugaces, conocía su signo en el código del destino, de nada le serviría bajar corriendo las escaleras precisas hasta los amplios prados de azules nubes que le gustaría recorrer descalzo, de nada saber llegar hasta los territorios increíbles de la barbarie donde gentes sospechosas nombran todavía dioses benignos, de nada su metálica concentración en las pesadas ideas de ancla. Descubrió con dolorosa disciplina la imposibilidad del amor entre la resignación y el olvido, los dudosos combates definitivos del espíritu, pero ya no se iba a despertar, lo soñó el tercer día.

Hubo antes un tiempo en que sólo sabía caminar, envidiaba el vuelo de los pájaros. Los recuerdos estaban al alcance de los ojos, a horas precisas manos diligentes con negros cuchillos rebanaban panes enormes en la mesa, la piedra entera de musgo invitaba a

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meditar. Hubo ese tiempo en que el mundo parecía fijo y confiable como la forma de la rosa. El suelo no temblaba, pero leyendas antiguas, con contradictores sin nombre, aseguraban que era otra de sus ocultas virtudes. ¿Ya había vivido? ¿Ya había pasado la tragedia? Cuanto supo y amó se había muerto, pero el sentimiento y el universo de algún modo eran eternos, sólo soñaba. Al tercer día soñó que ya no se iba a despertar.

Metáforas

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Plegaria de carne

La que viene pasaremos peor.

Bajo aterrados párpados enrojecidosLos oficiantes del vacío soportaránLa pesadumbre no más.

Al amanecer recordaremos el olvidoEl amoniaco de las cloacas rondará Cual fantasma por las lámparas de aceite.

Sanarán las llagas hoy tampoco.

Horrible esta jornada nocturnaY todavíaPasaremos peor la que viene.

Los arroyos de lástima serán ríos De caudalosa furia transeúnte

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Hasta oleajes de océanos coagulados.

Aún les niego mis ojos cerrados.

Nuevas burbujas se irán acumulandoEn el baúl reposado de cubiertos.¿Alguna vez esto habrá sido mejor?

Por nuestro canto de ternura infectaHa danzado en ningún lugar nadie jamás.De recuerdo cultivo el dolor.

Espantosa nuestra pobre jornadaY todavíaLa que viene pasaremos peor.

Palabras ciegas

Sólo aguanto, me resigno y me contengo,Y me trago esta espesura melancólicaFobia colectiva, sobria esquizofrenia.

Adusto la penumbra anárquica que cubreEse tedio ancestral de mi heredadHecho tristeza de ojo, frío de manta.

Aunque me inflo y me soslayo en la palabraInterpreto envilecido de nostalgiasMi toda vaina, paquiderma y blanda.

Si aderezo mi entereza con guirnaldasReclamo sempiternas ignorancias

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Ramas de oro, miserias retoñadas.

No más perturba la esperanza en nadaCanto en versos las alas lastimadasLa luz vacila, no alumbra la mirada.

Avanzo a tientas por de tierra bandasQue no veo ni oigo, mas me llamanNombrándome, muerto, a todas malas.

Discípulo de cuervos

Aunque tu mejor argumentoSe esgrima a pleno solY exprese tres o cuatro vocesNo resulto lesionadoSoy invulnerable.Soy habitante de esta guerraDiscípulo aventajado de cuervosY perfecciono día a díaLa técnica de mis malas artes.Te he capturado en buena leyTodo un dineral y vueloTu argumento brilla al solMe ansían tus ardientes moscardonesEl público te aplaude y ovaciona

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Pero tu pulso es temblorosoY en cambio yo conozcoLas cuatro direcciones del viento.

El cliente

Me ofende, señor, La rectitud de sus ojosLa tersura de sus manos De uñas tan limpias.

Me asquea ese traje nuevoEl brillo deslumbrante del calzadoLa agilidad de tus pasosY el vigor aparente de tus brazos.

¡Y ese portafolio!

¡Y la cadena de oro!, ¡maldición!

Soy este que merodea con cautela(Envidio tu ebrio tufo)Capturo tu cadena y vuelo

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A cambiarla por ciertas medicinasEn el mercado negroPara calentar mis huesosAl amanecer.

El abrigo

Soy yo, amada mía,El que mata las moscasY quiebra los platos,El que rompe los huevosY viejos candados penumbrosos y ajenos.

Sí, taladran mis dedos confiadas alacenasLa sombra de mi brazo se alargaEn las esquinas De las noches más fríasAl amparo de mi chaqueta raídaFroto y aferro el aceroDe mi fiel talismán.

Te he mentido, amor,No es ésta mi chaqueta vieja,Es mi único abrigo.

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Mírame a los ojosY ámame ahoraSi partirás mañana.

Los oficios lamentables

Tiritamos, Rodeados de pestes oscurasEn la fría sumatoria de arcos y murallasEnemiga de las miradas del cristalDe las macetas de arcilla pobladas de niñosDe las luminosas enredaderas del pan.

En cada esquina sobresalen, A la altura exacta del desperdicio,Hombres que fingen recordar la risaY las canciones antiguas con voces de infancia,Entregados con ardor a la tareaDe contar las burbujas del ríoY señalar direcciones al sueño.

Sus jefes invisibles han dispuestoVoluminosos libracos de registroPara asentar en cifras el desgaste

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De las crines y las herraduras de la espumaEn los galopes del viento.

En la roca de granito del silencioCavaremos con paciencia un orificio,De antemano están vencidos, peroAh, sus horribles oficios.

Cuenta nueva

En la radio, los diarios, la televisión,Explican repetida y claramenteCómo lo válido y trascendenteEn la escaleraPor lo elevado es sitio peligrosoDonde conviene no resbalar.

El resbalón, alguien me dice,Es evidentemente el casoDe los infinitos escalones descendentesVibrantes de dolor, de hiel, de muerte,Con ladrillos como lomosDoblados por siempre.

Difícil, entonces, conocerCon un punto de vista diferente

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De la dichosa escaleraLo válido y trascendente.

Afortunadamente, Hay aún quien piensaDejar de cavar, de tallar, de pulirY mejor invertir la herramientaPara hacer un inmenso borrónY empezar cuenta.

Estallidos

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Inocencia civil

La calle cojea en sus muletas de trapo.

El aire de agosto corrige su pasiónSu fiebre inocente y mortal.

Hay un gemir de plañideras en el vecindario.

Para vengarme el agravioHe encerrado en una bola de ceraVarios puñados de gorriones frescosY una cerilla incendiaria.

Ojalá brillen cual tea, todosUno a uno ante mis ojos.

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Ritmo del día

Yo,

Lunes y martes,

—Qué suene esa música—

Miércoles y jueves

—Qué suene alto esa música—

Y viernes y sábado

— ¡Qué suene más alto esa música!—

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Y domingo…

— ¡Siempre con esta piedra!—

Confesión

Enfurecido, y mi rabia pasa en vanoSobre las ramas y las piedras mudas(Pus selecto, radiactivo, a manos ciegas)Y sordas a la ira de las uñasAnte un otro y su: ¡No!, ¡esclavo, cueva!

Envanecido por la voz del muladarDe vanas nueces con más cáscara a podrirEn agria savia, labia inútil, pestilenciaY enfermiza ansia de amar fantasmas muertasDe antemano, sin nacer, ni previo aviso.

En tu soberbia puedo ver: todo lo ignorasEngulles troglodita idea innataTal devoras sudor cerdo, sangre insecto,Odio tumultuoso y asaz distribuido.

Sospechas no podrías destruirmeNi talando la fuente de palabrasQue habita la corteza de mi mano

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Te conozco y te sé y te he medido.

Tienes sólo el caudal de inviernos rojos,El polvo del metal, el terror de los niños,Edificaste una hacienda que cosecha sepulcrosBajo la luna llena, a la orilla del río.

Poema en legítima defensa

Subo iré la montaña de mañanasAzoto hadas de luz. Ahora ando cuerdas,Hiedras y piedras en mí su ron.Abro de tajó iré el cobre razón Del guardián de mi canciónY teñiré de espanto las orquídeasBruñidas de las doncellas.

Nada haré cruz ando asfaltosTalla daré a dentella hadasDefino iré o vislumbro haríaPaso a poco con cuencos rotosNi raudo avanza tu auto no mía.

Acudo, eludo, accedo y cedoAunque brille lujo en gobierna acción Aquende, allende, y por tanto, lerdo,Va mi desangre por el de esa aguaQue caña herías.

Hace sin no, ni esta ni otra 27

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La borda harías, tu oficio es fácil.Pero a mí y nos basta antes ingrata tu oficialíaTalar de noche la hierba manoPulcra de día.

El ha sido precolombino

El ácido histórico precolombinoNo es sonrisa ni monedaNi víctima de aquelarre, No es virtud, fruta o joya,Ni carne insaciable.Es grito de pedernal, destello yFluido inflamable.

El ácido histórico precolombinoNo es lágrima ni es cantoNo es elogio ni cariciaNi factor recomendable.Es punta de flecha enamoradaTaladrando como un odioLa carne.

Así es el ácido histórico precolombinoComo lengua de fuegoComo agua impotable.

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Ciencia

A hora que con versoY aleteo ágil y anda danzaTú, yo, él, nos habemosSi vamosOso mozo éramosMal la pasa haremosEl tiempo mal hada.

Y luz sos nosEl engaño nos debe hora fatídicoSi fuimos nos hemos perdidoSi somos, no sé,Estamos en nada.

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Embrujo

¿De cuál color comen las alas del cuervo?¿Un plato plateado de estiércol?¿Un surco surcado de inviernos?, ¿La estatua dorada de un pan?Toche la changua el chamánGrazna el maíz.

Plana la tierra bajo mis piesPelo en la lengua vuelve ciempiésLa espalda caparazón de tortuga.Todo es oruga.Capullo que va.

Dura burbuja en los ojosEn el plano la Osa MayorY el cinturón de OriónYo en el centro.¿Quién pudiera hoy romperlo?Las alas plateadas del cuervo.

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Alborada

Quienes hicieron el fuego

Ya se han ido.

Amanece,

Recién he llegado

Y tengo frío.

Entonces,

Con mi espada

Remuevo los carbones

De la hoguera

Que se apaga.

FIN

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El poeta en Colombia

Mi nombre es Leonardo Rengifo Espinosa, soy poeta, narrador, fui docente. Con motivo del Paro Nacional Agrario, agosto-octubre de 2013, he organizado este poemario: “Prosaicas, Metáforas y Estallidos”, pues considero el acontecimiento como un valioso recuerdo que debemos conservar. El trabajo, la actividad organizada, sigue siendo el núcleo de la vida humana y a mí me determinó, contaré cómo.

Al comienzo, la vida dura no me dio razones para festejar la familia, la sociedad ni el arraigo de patria, pero he logrado una meta que se perseguía en mi juventud: el viaje más alucinante, lo cual me dio un equilibrio. A los 16 años había intentado suicidarme tres veces. Las tres hice un plan que consideré perfecto, y las tres pasó algo raro que me lo impidió. Como le ocurrió a Toulouse-Lautrec, en el momento decisivo una fuerza desconocida, pero atenta, intervino y me obligó a pensarlo mejor. El espíritu llamó mi atención sobre las cosas del mundo, y acabé pensando en los misterios de la vida.

Mis padres, almas benditas, eran personas sin educación, imaginación, herencia o agallas; él, indio, minero del carbón, mi madre, blanca y rubia, trabajaba en el casino de una mina donde se conocieron. Eran tiempos salvajes, mi padre se la robó una noche, la encerró en una choza durante una semana y luego la molió a palos. Fui el mayor de varios hermanos, mis padres me enseñaron a ayudarles en el rebusque.

A los ocho años, me enseñaron a vender frutas en un platón que llevaba sobre la cabeza. En el platón de mi

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mamá, alma piadosa, vendí bolsitas de mora, aguacates, mango viche, chontaduros, y así supe que existían las escuelas y los colegios. A los nueve años, mi padre, recio de espíritu, me llevó a trabajar en la mina de carbón. Con una pala más grande que yo, me tocaba llenar de mineral una carreta grande como un camión y luego llevarla empujada y vaciarla en un terraplén.

En las primeras horas de trabajo las manos se me cubrieron de ampollas, no me detuve porque me vigilaba un ogro feroz, al final del día las ampollas habían reventado en sangre. El ogro feroz se reía invitándome a ser hombre, no lo odié porque me iba llenando de una felicidad profunda y secreta: creía que no lo volvería a ver. Estaba convencido de que, regresando a la casa, al verme en ese estado, mis padres, almas caritativas, me ordenarían no regresar jamás. Pero estaba equivocado.

Llegué a la casa ya de noche y supe que esas gentes, mis padres, almas necesitadas, estaban acostumbradas a las superficiales ampollas de aguasal y a las escandalosas manos sangrantes. Eran cristianos, tenían muchos buenos rituales, había uno para cada ocasión. Primero, un tío materno, minero también desde niño, me llevó a la cerca del patio y soltó un chorro de orina caliente que yo debí recibir en las manos. Después, mi madre me las frotó con una capa más caliente de cera derretida y me las cubrió con vendas de trapos viejos.

Con mis vendajes de trapos me mandaron a trabajar al día siguiente. Comprobé que el ogro feroz no era tan malo, donde hubo ampollas salieron cayos, durante un año llevé a mis padres, almas creyentes, mi sueldo semanal y me volví hombre. Me cambió la voz y empecé a protestar, renuncié a mi destino de minero, volví a vender frutas por

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las tardes en la calle y comencé a estudiar por las mañanas en la escuela más próxima. Sabía que las manos pueden desempeñar otros oficios, quería ser dibujante y pintor.

A los 16 años, pasó por mi barriada un grupo de caminantes, que se llamaban hippies, jugaban fútbol y basquetbol en el parque, tocaban flautas y guitarras, dibujaban y pintaban, escribían y cantaban. Cuando se fueron, junto con unos amigos del barrio, me fui con ellos.

Tiempo después regresé a la que fue mi casa. Estaba derruida y miserable. Por las creencias religiosas mis familiares eran impotentes ante la crudeza de la realidad. Con los hippies aprendí a dibujar, pintar, escribir poesía, cantar y tocar un poco la guitarra. Con ellos conocí los libros de Gonzalo Arango, que al final salió con nada, pero me llevaron a Rimbaud y al Conde de Lautremont, a quienes amo todavía.

Estudiante nocturno, terminé el bachillerato y asistí a la universidad acompañado de búhos, cuervos y murciélagos, tenía que ser poeta. He publicado algunos libros de cuentos y novelas, esta es mi primera colección de versos; la publicación de libros es otra empresa humana, incierta y fatigosa, tiene su aspecto comercial que en Colombia arrastra dificultades. Me gustan los poetas que llaman a sus pueblos a no delirar, a pensar con seriedad, me conmueven Holderlin y Federico Nietszche, detesto algunas páginas de Gunter Grass, soy un plomero de las cañerías atascadas, mientras trabajo reflexiono en la filosofía, y lo que tengo que decir lo puedo decir cantando. También que les guste mi canción, sueño dorado.

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Mi viaje alucinante comenzó en los años 80 del siglo pasado, con la lectura de Carlos Castaneda, mi maestro espiritual, y sus reportajes sobre “Las enseñanzas de don Juan”, que me llevaron hasta el fondo de los valores indígenas: el tonal y el nagual, el hacer y el no-hacer, las artes del acecho, el ensueño y el intento.

Actualmente vivo en estado permanente de silencio interior, practico los pases mágicos, no quiero nada, no planeo nada, no espero nada y no temo a nada. Como don Genaro Flores, veo que en este mundo material hay muchas construcciones, edificios de apartamentos, castillos y palacios, pero siento en mi corazón que ninguno es mi casa.

Mi casa es el Oscuro Mar de la Conciencia, el Águila, el nagual. Me fortalece y me basta saber que algún día dejaré este mundo, hermoso y aterrador, y regresaré a mi casa.

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Tabla de Contenido

No. Título Página

1. Prosaicas I……………………………… 3

2. Prosaicas II……………………………... 9

3. Metáforas………………………………...15

4. Estallidos…………………………………23

5. El poeta en Colombia…………………… 32

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