AA. VV. Estudios sobre la “Crítica del Juicio”, Visor y C.S.I.C., Madrid, 1990, pp.
147-164.
La «Crítica del Juicio» y la cuestión Grecia-Modernidad
Felipe Martínez Marzoa
La presente intervención parte de una determinada manera de leer a Kant, la cual
asume conscientemente el hecho de no ser la única posible1. Esa manera de leer, a su
vez, tiene que ver con una determinada comprensión de la relación Grecia-Modernidad-
filosofía. De acuerdo con esa manera de leer, cabe establecer algunos puntos previos.
La cuestión kantiana de las «condiciones de la posibilidad de...» es, como se
desprende inmediatamente del significado de las palabras historiográficamente
restituible para el momento en que Kant las emplea, la cuestión de «en qué consiste...».
¿«En qué consiste» qué? o ¿«condiciones de la posibilidad» de qué? La cuestión
kantiana es: en qué consiste la validez, por ejemplo: en qué consiste el que tal
«experiencia» que yo he tenido sea experiencia, esto es, sea válida como experiencia o,
lo que es lo mismo, como conocimiento, o en qué consiste el que yo haya tomado una
decisión, válida como decisión mía.
La cuestión que constituye la filosofía es, pues, vista a través de Kant, la
cuestión de en qué consiste la validez. Recordemos ahora que la primera aparición
histórica de la palabra philosophía en un contexto aclaratorio, aparición concretamente
del verbo philosopheîn, asocia el philosopheîn con algo que allí mismo2 se llama
theoría, y que esto ocurre no sólo bastante antes de que philosophía y philosopheîn
designen un modo autodelimitado de discurso, sino también bastante antes de que
theoría tenga algún significado específicamente filosófico. El «bastante antes» no se
refiere sólo ni fundamentalmente a la cronología, sino que menciona la anterioridad con
la que las palabras están ya en la lengua y siguen estando en ella antes y con
independencia de que algún decir específico haga de algunas de ellas un uso también
específico, algo así como precedente remoto de lo que son nuestros «términos
técnicos»; incluso cuando theoría ha pasado ya a ser un término filosófico, la misma
palabra sigue funcionando en el griego normal con el sentido que ahora vamos a
atribuirle y sin el cual no podría en modo alguno entenderse el específicamente
filosófico, al menos mientras éste aparece precisamente en la filosofía griega. Theoría
es la actividad o actitud del theorós. Sin entrar aquí en mayores detalles (de los que por
mi parte ya me he ocupado en algún otro lugar3), diré que el theorós es el que está en el
juego o en la fiesta viniendo de fuera. Es ciertamente un «extranjero» en el sentido de
xénos, no de bárbaros; por 1o tanto, está efectivamente en el juego, en la fiesta,
pertenece al mismo mundo, habla la misma lengua; pero está como extranjero, llegando
de fuera, por lo tanto está y no está, está en una cierta distancia. Con la palabra misma
1 Cf. mis libros Releer a Kant, Barcelona, 1989, y Desconocida raíz común, Madrid,
1987. 2 Heródoto, 1, 30. 3 Cf. mi artículo «En torno al nacimiento del título filosofía», en Anales de filosofía, Univ. de
Murcia, 1983.
está vinculada en la filosofía griega la autointerpretación según la cual es precisamente
el theorós quien tiene la más profunda relación con la esencia del juego o de la fiesta; la
theoría es la prâxis más auténticamente tal. Quien está pura y simplemente dentro del
juego está en él de manera trivial e irrelevante, sin asumir propiamente el juego,
digamos: no puede en absoluto «saber» qué juego está jugando, ni siquiera que está
jugando algún juego. Un estar que conserva cierta distancia con respecto a aquello en lo
que se está, una participación que, sin embargo, no se deja subsumir en aquello en lo
que participa, eso es el más radical estar y el más profundo participar.
Si aplicamos esta noción, griega, de theoría a la caracterización del estado de
cosas kantiano, diremos que «el juego» es el discurso válido, ya sea en el sentido de
validez cognoscitiva, ya en el de validez decisoria; la prâxis es, pues, respectivamente, o
bien el conocimiento, la ciencia (físico-matemática), o bien la conducta, la decisión; la
theoría, o sea, la filosofía, es entonces la pregunta sobre en qué consiste la validez del
discurso. La pregunta filosófica ha adquirido esta particular forma desde el comienzo de
la Edad Moderna, momento en que cierta vieja pregunta, precisamente la pregunta
filosófica, se recupera, por obra de Descartes, en la forma nueva de pregunta acerca de
en qué consiste la legitimidad (la validez) del enunciado, esto es: acerca de cuándo y en
virtud de qué condiciones se está legitimado para formular un determinado juicio.
Esto hemos dicho aplicando en parte a Kant nociones griegas, pero, a la vez, es evidente
que la pregunta filosófica no tiene en su origen griego el mencionado carácter de
cuestión de en qué consiste la validez; este es sólo el modo en el que la pregunta se
recupera al comienzo de la Edad Moderna, si bien, al decir que se recupera, ya hemos
dicho que de algún modo se trata de la misma pregunta. Como quiera que la versión
moderna pregunta en qué consiste la legitimidad del enunciado y la antigua tiene una
fórmula final en el aristotélico tí tò ón («en qué consiste ser»), se podría, de un modo
demasiado fácil, observar que la cuestión de en qué consiste la legitimidad del
enunciado es la cuestión de en qué consiste la legitimidad de la referencia de un
predicado a un sujeto y que, por lo tanto, es la cuestión «en qué consiste ser». En efecto,
fue la capacidad de ser mera cópula en un enunciado lo que capacitó al verbo «ser»
para, finalmente, en el proceso de la filosofía griega antigua, convertirse en la
designación por excelencia del tema de la filosofía. Si he dicho que la conexión es
demasiado fácil es porque no quisiera darla por establecida sin hacer expresas dos
matizaciones.
En primer lugar, que, al hablar de «ser» como la cópula del enunciado; en
ningún modo se está sentando la suposición de que todo enunciado haya de poder ser
obtenido por substitución de variables en la fórmula «A es B»; expresiones del tipo «A
es B» no son aquí, como tampoco en Aristóteles ni en Leibniz, fórmulas con variables,
sino mera esquematización de un cierto análisis fenomenológico de en qué consiste el
decir, de cuáles son los elementos constitutivos de un decir en general, análisis que ya
desde Aristóteles había establecido, por una parte, que todo decir se refiere a algo, trata
de algo, señala a algo que de alguna manera ya está ahí, a un hypokeímenon, y, por otra
parte, que, de eso a lo que se refiere, todo decir dice algo, que hay, pues, algo «dicho
de» kategoroúmenon; si nos permitimos designar el primero de estos dos elementos
como «A» y el segundo como «B», resulta muy natural designar con «es» la conexión
entre ambos, pero no en el sentido de que pensemos (ni de que Aristóteles o Leibniz o
Kant pensasen) que en todo enunciado haya una expresión separable para el
hypokeímenon y una para el kategoroúmenon y la relación entre ambos pueda entonces
expresarse en todo enunciado con el verbo «ser», sino únicamente en el sentido de que,
cuando efectivamente hay el verbo «ser», este verbo tiene la mera función de, sin añadir
por su parte substancia semántica alguna, aclarar que cierta conexión es precisamente la
de hypokeímenon y kategoroúmenon, o sea, que hay lo que Aristóteles llama
apóphansis, siendo así que el verbo «ser» es el único (de las lenguas en las que existe)
con el que ocurre exactamente lo que acabamos de decir.
Una segunda matización, ya adelantada en parte. Si bien el peculiar papel de la
palabra «ser» en el discurso lo que capacita para ser designación del tema de la filosofía,
ese tema no era en la Grecia antigua interpretado como el de la validez del discurso. Ni
siquiera fue reflexión alguna sobre la validez del discurso lo que hizo desempeñar a
«ser» ese papel. Simplemente òn eînai se elevó en algún momento a la condición de
designación del tema de la filosofía porque su papel en la lengua le confería esa
posibilidad. Por similar motivo se elevaron a lo mismo, en contextos diferentes,
términos como physis o lógos o aión. La palabra òn eînai era en principio un término ni
más ni menos adecuado que los otros citados para esa designación; lo que ocurre es que
su capacidad para efectuarla derivaba de un hecho puramente gramatical, de algo que no
podría desaparecer sin que se desquiciase toda la estructura de la lengua4, mientras que,
en el caso de las demás palabras citadas, se trataba de fenómenos de léxico, por lo tanto
mucho más modificables y que de hecho se modificaron precisamente como
consecuencia de la tematización de lo que se quiso designar con esas palabras,
tematización que condujo rápidamente a una restricción de significado. Finalmente
quedó sólo òn eínai, lo que indica ciertamente, en vez de restricción, un aplanamiento
de la fuerza significativa de esta misma palabra. Alternativamente lo uno y lo otro,
restricción y aplanamiento, ocurrió con physis; de ahí que aun hoy podamos hablar, por
una parte, de lo natural y la naturaleza en contraposición a otras cosas, como la historia,
el arte o la «Gracia» divina, y, por otra parte, podamos preguntar por la «naturaleza» del
devenir histórico, la «naturaleza» de la creación artística o la «naturaleza» del acto
«redentor».
Vuelvo al hilo central de mi exposición tras estas necesarias matizaciones. La
cuestión de la validez es la versión moderna de la cuestión del ser. Sobre esta versión,
Kant introduce una radical novedad, a saber: la consideración de modos distintos de
validez, o, en otros términos, la radical irreductibilidad de la decisión a conocimiento,
de la validez práctica a validez cognoscitiva. Esta particularidad forma parte de lo que
designamos como el peculiar rasgo kantiano de la finitud y es coherente con las demás
partes definitorias de ese rasgo. Concretamente es coherente con el que la validez, la
cognoscitiva o, en su caso, la práctica, se presenta como «un Faktum de la Razón»,
ciertamente no como un «hecho» (factum en el sentido de quaestio facti en
contraposición a quaestio iuris), sino precisamente como un ius, una legitimidad o
validez, pero como una legitimidad que tiene el carácter de un Faktum en el sentido de
que es algo con lo que el filósofo se encuentra y que no deduce; Faktum es el que haya
en general conocimiento, el que tenga sentido la distinción entre tesis verdaderas y tesis
no verdaderas, y, en su caso, el que haya en general decisión, el que yo haya en general
de tomar decisiones y de reconocer determinados actos como actos míos. A este carácter
«fáctico» está vinculada la pluralidad de modos de discurso o modos de validez, en el
sentido de que ésta es pluralidad irreductible por lo mismo que es fenomenológicamente
constatada y no deducida, o, como dirá Fichte con carácter de reproche, por ser
4 Cf. mi Heráclito-Parménides (Bases para una lectura), Murcia, 1987.
evidencia fáctica y no evidencia genética; es claro que, si la diversidad de modos de
validez apareciese en evidencia genética, entonces por definición no sería diversidad
irreductible; ahora bien, esto, que desde un punto de vista idealista es una crítica a Kant,
en Kant mismo es el meollo de su pensamiento. Igualmente es fáctico en el mencionado
sentido fenomenológico el que la pluralidad en cuestión sea precisamente dualidad, a
saber: la de validez cognoscitiva y validez práctica. Y a la misma facticidad y finitud
pertenece el que entre, por una parte, aquello que el filósofo pone de manifiesto, las
«condiciones de la posibilidad», y, por otra parte, el contenido, haya una distinción
tajante, en otras palabras: el carácter irreductiblemente contingente del contenido. A
esta misma constelación pertenece el carácter epagógico de la filosofía, su carácter de
«ponerse en camino» a partir del Faktum en dirección a las condiciones de la
posibilidad del mismo, esto es, como diría Aristóteles, de lo «más claro y más notorio
para nosotros» a lo que es más claro y más notorio «en cuanto a la physis» o «pura y
simplemente», es decir: en dirección a las arkhaì è aítia è stoikheía5. Me he permitido
expresar esto empleando términos aristotélicos para al menos sugerir algo cuya
exposición seguramente requeriría de otras formas, a saber: que ya ese rasgo mismo de
la finitud acerca a Kant a los griegos, no sólo por lo que se refiere al carácter epagógico
de la filosofía, sino ante todo en lo que es la raíz de ese carácter, esto es: la concepción
misma del ser como finitud. Más adelante nos encontraremos con alguna manifestación
concreta de esta proximidad.
De la interpretación del ser como la validez forma parte la noción moderna de
sujeto, de la cual a su vez forma parte la unidad de dicho sujeto. De esto, y de cómo
ocurre esto específicamente en Kant, ya se han ocupado muchos autores, entre otros yo
mismo, y no voy a repetirme ahora6. Esa unidad del sujeto comporta que la kantiana
irreductibilidad recíproca entre lo práctico y lo cognoscitivo habrá de ser entendida de
manera que, precisamente por esa irreductibilidad recíproca, el discurso prácticamente
válido y el cognoscitivamente válido resulten ser los dos modos de discurso de una
misma y única Razón. Correlativamente, se demuestra kantianamente que el ámbito de
los posibles objetos de conocimiento y el de los posibles objetos de decisión no pueden
ser materialmente distintos, o sea, que todo objeto posible de conocimiento es un
posible objeto de decisión de algún posible sujeto práctico en algún momento, y
viceversa, sin que esto vaya en absoluto en perjuicio de la recíproca irreductibilidad de
ambos modos de validez del discurso, muy al contrario: el que no haya en absoluto
tránsito válido del conocimiento a la decisión, de lo cognoscitivo a lo práctico, ni
viceversa, sólo es entendible admitiendo que lo cognoscitivo y lo práctico no son dos
partes del todo, sino que cada uno de ellos es el todo, lo cual sugiere que son el mismo
todo, si bien eso mismo no aparece jamás en el punto cero de la escisión, sino siempre o
como lo cognoscitivo o como lo práctico. Fichte en 18047, aun reconociendo que se
menciona en Kant una raíz común de lo cognoscitivo y lo práctico, observará que esa
raíz común aparece en Kant como esencialmente insondable; naturalmente, Fichte hace
de esto una objeción; dado que, al ser la raíz común insondable, no podrían en ningún
caso derivarse de ella los dos troncos, lo que ocurre, piensa Fichte, es que a dos
absolutos se añade un tercero, cuando absoluto sólo puede haber uno; esta es la lectura
(y la objeción) idealista, mientras que intrakantianamente, finitísticamente, no se trata
5 Todo ello alude al comienzo de la «Física» de Aristóteles (libro A, cap. 1). 6 Cf. nota 1. 7 J. G. Fichte, Die Wissenschaftslehre, Zweiter Vortrag im Jahre 1804 vom 16. April bis 8. Juni,
Hamburgo, ed. R. Lauth y J. Widmann, 1986, pág. 20
aquí en modo alguno de absoluto, y, una vez más, lo que para el idealismo es el defecto
es intrakantianamente el meollo y la razón de ser del pensamiento de Kant.
Tenemos, pues, en Kant, por una parte el problema del ser planteado en términos
modernos, como problema de la validez o legitimidad del discurso, que comporta la
noción moderna de sujeto o de Razón, y tenemos ese problema planteado, dentro de lo
moderno, concretamente en términos de finitud, que comporta la pluralidad
(concretamente dualidad) de modos de validez y el consiguiente problema de dónde
reside o comparece (o, si se prefiere, dónde y cómo se oculta) la unidad de la Razón o
del sujeto. La radicalidad con que Kant formula la escisión de los dos modos de validez
hace que el problema de la unidad ya no pueda formularse como problema de la
legitimidad de un discurso, pues no hay discurso en el punto cero de la escisión, ni
discurso que abarque ambos tipos. Aquello en lo que comparece y se oculta la unidad de
la Razón ya no podrá ser la validez de un discurso. En otras palabras: al ser planteado
radicalmente en términos de finitud, el problema del ser rompe en cierta manera el
marco de su versión moderna, versión que, sin embargo, es aquella en la que está siendo
planteado, también en Kant. La unidad de la que en último término se trata ya no podrá
comparecer en el modo de la validez de un discurso.
Y, efectivamente, así ocurre en Kant; la exigencia de señalar a una raíz común
de lo cognoscitivo y lo práctico conduce a señalar por un momento, quizá sólo en unas
pocas y enigmáticas líneas, a una presencia (o, si se quiere, a una no-presencia) que no
es la validez de un discurso. No se trata de que Kant alcance para la cuestión del ser un
marco distinto del moderno, pero sí de que llega a tocar, y hasta a designar con una
palabra, la limitación esencial de ese marco. Hay, pues, una especie de quiebra interna
del mismo.
Kant ha obtenido, antes de la «Crítica del Juicio», dos sistemas de condiciones
de la posibilidad, cada uno de ellos como constitución de una cierta validez inicialmente
reconocida en su caso como el Faktum cuya constitución («condiciones de la
posibilidad») es precisamente lo que ha de averiguar el filósofo. El reconocimiento de
los dos Fakta es el reconocimiento de la irreductibilidad de la distinción entre los dos
modos de validez. De la misma irreductibilidad de la distinción, considerada como
Faktum, surge, en los términos ya mencionados, la exigencia de una raíz común que no
podrá ser a su vez la validez de un discurso. Según mi interpretación, que no es cosa de
justificar aquí desde sus bases8, ocurre que de la consideración de los dos sistemas de
condiciones de la posibilidad obtenidos surge la identificación del problema unidad-
escisión de lo cognoscitivo y lo práctico con el problema de la unidad-dualidad en el
conocimiento mismo, a saber: entre intuición y concepto; el que todo lo sensible haya
de ser conceptuable tiene que ver con que el ámbito de los posibles objetos de
conocimiento es a la vez y por otra parte el de las posibles acciones de un posible sujeto
práctico en general. De este modo, si hay, como sin duda Kant afirma, una raíz común
anterior a la escisión de intuición y concepto, ella habrá de ser a la vez raíz común de la
propia distinción entre lo cognoscitivo y lo práctico. Estas consideraciones y su
desarrollo sistemático permiten caracterizar kantianamente la raíz común de dos
maneras complementarias, a saber: como esquematizar sin concepto y como finalismo
sin finalidad, ambas fórmulas sistemáticamente empleadas por Kant y ambas para
8 Cf. nota 1.
designar lo mismo. Sistemáticamente, la exigencia de una raíz común y su
caracterización, como esquematizar sin concepto o finalismo sin finalidad, son
anteriores al hallazgo de un Faktum en el que la raíz común así caracterizada
comparezca; es decir: aquí ya no se procede a partir de un Faktum para averiguar las
condiciones de su posibilidad, sino que primeramente se ejerce una comparación o
confrontación de los dos sistemas de condiciones de la posibilidad anteriormente
descubiertos, una especie de meta-metafísica que habría de poner de manifiesto la raíz
común de lo descubierto en la metafísica de la naturaleza y en la metafísica de la
conducta, y sólo después se busca un Faktum en el que la exigida y caracterizada raíz
común se documente o comparezca. Escurridiza búsqueda, porque habrá de ser la de
algo prerreflexivo, transdiscursivo y no tematizable. Como es sabido, Kant dice que ese
esquematizar sin concepto o finalismo sin finalidad es lo que reconocemos cuando
reconocemos que la figura es bella. Lo que comparece en el Faktum de la belleza es
algo que, por así decir, no-comparece, que permanece no tematizable, esencialmente
«desconocido». Como creo haber mostrado en otra parte9, eso «desconocido», no
tematizable, que no-compareciendo comparece en el Faktum de la figura bella, es lo que
Kant en los parágrafos 45-46 de la «Crítica del Juicio» llama «la naturaleza», que
evidentemente no es ni la «naturaleza» de la «Crítica de la Razón pura» ni la Natur de
Naturschönheit en contraposición a Kunstschönheit. La Natur de los parágrafos 45-46
de la «Crítica del Juicio» aparece precisamente para exponer lo propio de la obra de
arte una vez que ha quedado bastante claro que Kant utiliza de manera sistemática y
reiterada para caracterizar la Kunstschönheit frente a la Naturschönheit las mismas
notas que para caracterizar la belleza en general, y que, por lo tanto, la noción de una
mera y pura Naturschönheit, supuestamente sin mediación artística de ningún tipo, es
sólo un concepto referencial necesario, siendo así que la mediación artística es esencial
a la belleza misma como tal.
Afirmo, por el momento hipotéticamente, que esa «naturaleza» de los parágrafos
45-46, «naturaleza» cuya presencia (o, si se prefiere, cuyo ocultamiento) es la belleza,
esa «naturaleza», digo, es la physis griega. Incluso a título de hipótesis, esta afirmación
necesita de matizaciones.
En primer lugar. Ya he indicado que la palabra griega physis experimentó
pronto, y precisamente como consecuencia de la tematización de lo designado por ella,
los dos procesos alternativos entre sí que he mencionado como restricción y
aplanamiento; o bien physis conserva su sentido de presencia, construcción o estructura
y crecimiento o madurez, pero entonces su aplicación se restringe a cierto ámbito de
entes y/o cierto modo particular de ser, o bien se mantiene su aplicabilidad universal
(del tipo: «la naturaleza» de esto o de lo otro), pero entonces en total vaciedad léxica.
En cambio, cuando remito ahora a la physis griega, me refiero al momento en que esta
alternativa aún no se ha ejecutado, sino que un cierto crecimiento o madurez, presencia
y constitución, es asumido como el tener lugar de en principio cualquier ente, el cielo y
la tierra, los dioses y los mortales, la polis y el templo. Cuando digo «aún», la
anterioridad a que me refiero no es cronológica, sino que es la anterioridad de la palabra
misma frente a su uso específicamente filosófico. Con todo, en el primer momento en
que physis aparece como palabra clave de la filosofía, o de aquello que andando el
tiempo será reconocido como la filosofía, esto es, en Heráclito, physis conserva todavía,
9 Cf. mi Desconocida raíz común, trabajo citado en nota 1.
en el propio discurso de Heráclito, a la vez su riqueza de significado y la universalidad
de su posible aplicación10.
Segunda matización. Es imposible que Kant sepa que la «naturaleza» a la que se
refiere en los parágrafos 45-46 de la «Crítica del Juicio» es la physis griega, porque la
idea que Kant tiene de la Grecia antigua está basada en los tópicos del clasicismo
ilustrado. Sin embargo, es históricamente real (y no sólo real «para nosotros») que la
aparición de ese concepto significa una invocación a Grecia. Pues, ya que no en Kant
mismo, la «naturaleza» en cuestión aparece identificada con el mundo de los griegos
pocos años después de escrita la «Crítica del Juicio». Vale decir: ese filosofema
kantiano suministra la base conceptual para un tipo de referencia a Grecia
absolutamente nuevo en la historia moderna; y es en este contexto donde por primera
vez se produce en la Edad Moderna un contacto real con la Grecia antigua, contacto más
real cuanto más fiel es la asimilación del concepto kantiano aludido (por ejemplo: más
real en Hölderlin que en Schiller, aunque, ciertamente, real en ambos). Contacto con
Grecia que, desde luego, está vedado a todo clasicismo y, dicho de manera más general,
a todo esfuerzo definido en favor o en contra de una «imitación» de lo griego.
Sólo a partir del sentido griego de physis cabe entender, por ejemplo, el papel de
«la naturaleza» en el poema de Hölderlin Wie wenn am Feiertage..., pero, a la vez, el
que en Hölderlin pueda aparecer la physis griega sólo es posible si el propio Hölderlin
tiene a su alcance, en su propio universo conceptual, algo que conecte con tal noción; y
a este respecto no podemos remitir a otra explicación que a la condición que Hölderlin
tenía de asiduo lector de Kant y en especial de la «Crítica del Juicio».
Digo, pues, que «la naturaleza» de los parágrafos 45-46 de la «Crítica del
Juicio» aparece pocos años después identificada (no por Kant) con el mundo histórico
de la Grecia antigua, con aquello en lo que vivían y a lo que pertenecían los griegos.
Frente a eso, el «país del atardecer» (Abendland), al que pertenecemos nosotros, es el
ámbito de la escisión, de la reflexión.
Hago un inciso para indicar en qué conexiones aparece aquí el término
«reflexión».
Cuando Kant dice Reflexionsurteil y reflektierendes Urteil, detrás de la
posibilidad de este uso terminológico está el hecho de que Reflexion, en ciertas
terminologías de la lógica escolar (recogidas todavía, por ejemplo, en la «Propedéutica
filosófica» de Hegel), designa el acto de llevar contenidos de la representación al tipo de
relación con casos posibles propio del «universal» o «concepto», entendido éste como la
representación válida para una pluralidad en principio infinita de casos posibles,
representación indiferente a su aplicación a este o aquel caso. Trasladado esto a
términos específicamente kantianos, lo que hay es que al conocimiento le es inherente la
fijación del procedimiento de construcción de la figura, por lo tanto la posible
tematización de ese procedimiento y por ende la separación del mismo con respecto al
acto de construir, o sea: la constitución del procedimiento en regla de suyo indiferente a
su propia aplicación a este o aquel caso concreto; en términos aún más kantianos: el
tránsito de esquema a concepto.
10 Cf. mi Heráclito-Parménides, citado en nota 4.
Kantianamente, esta exigencia inherente al conocimiento, la exigencia de
fijación de la regla de construcción, como exigencia a priori, no es otra cosa que la
posición de objeto en general, la cual estriba en la autoposición del sujeto o
«apercepción pura». En otras palabras, la reflexión, a una con y por lo mismo que es lo
anteriormente dicho, es, con igual originariedad, la autorreferencia constitutiva del
sujeto como tal, en la cual se constituye también el objeto como objeto. Por así decir,
«antes» de la reflexión («antes» del tránsito de esquema a concepto) no hay ni sujeto ni
objeto, ni lado subjetivo ni lado objetivo.
Doy de momento por terminado el inciso sobre «reflexión» y retomo la línea
central de mi exposición.
Sería un trabajo distinto del presente perseguir historiográficamente la génesis
de la asociación entre el concepto «la naturaleza» de los parágrafos 45-46 de la «Crítica
del Juicio» y el mundo de los griegos. Nos basta, para lo que ahora pretendemos, decir
que esa asociación es fundamental ya en el «Hiperión» de Hölderlin. La trayectoria de
Hölderlin a partir de ese momento está determinada por la cuestión de cómo ha de
hacerse justicia al hecho de que «la naturaleza», la physis, es lo transdiscursivo, lo no-
presente, no tético, «desconocido», lo que sólo se manifiesta substrayéndose y dando
lugar así a lo otro, a la escisión. La preocupación por expresar esto, sin lo cual la
«naturaleza» no sería en modo alguno la de Kant, sino a lo sumo cierto concepto
prerromántico o romántico que ella no es en absoluto en Hölderlin, está ya en el propio
«Hiperión», donde eso que se identifica con la Grecia antigua aparece precisamente en
la figura (o, mejor, en la no-figura) de la muerte: Diotima tiene que morir e Hiperión
habrá de asumir la morada en el bárbaro, escindido y parcializado Norte. El primer plan
argumental para el «Empédocles», el llamado «plan de Frankfurt»11, nos presenta lo
mismo: la muerte como el único acto que tiene carácter a la vez único y total, como el
acto en el que la unilateralidad se rompe, en el que queda en suspenso lo que allí se
llama la «ley de sucesión». A su vez, la dinámica de las sucesivas versiones del
«Empédocles» está regida por el hecho de que esa no-presencia sólo sería representada
por la muerte en la medida en que la muerte misma no fuese acto alguno; considerada
como un acto, la muerte es tan unilateral como cualquier otro acto; el problema sigue
siendo, pues, bajo otra forma, el de cómo representar 1o esencialmente no presente,
atético, «desconocido». El verdadero resultado de la problemática interna del
«Empédocles» es la renuncia a hacer presente la tragedia, la renuncia a terminar la obra.
En la carta de Hölderlin a Böhlendorff de 4 de diciembre de 1801, lo que hemos visto
identificado con la Grecia antigua aparece, ciertamente, como lo «propio» o «natural»
de los griegos, el «fuego del cielo», en tanto que lo propio o natural de los hombres del
atardecer (de los modernos, de «nosotros») es, en efecto, el ámbito de la separación, la
«claridad de la presentación» y la «precisión», pero todo ello de tal manera que lo
propio es en cada caso aquello cuyo «libre uso» es más difícil; por ello, dice Hölderlin,
podremos superar a los griegos en la «bella pasión», pero siempre habremos de aprender
de ellos en cuanto a la «sobriedad», es decir: a lo propio nuestro; lo propio aparece en
cada caso como el punto de partida de un movimiento característico de cada ámbito
histórico, movimiento en el que se conquista el término opuesto o ajeno, pero esta
apropiación de lo otro no es en absoluto una meta que Hölderlin proponga, sino algo
que tiene lugar por así decir fácilmente; meta es más bien, al menos para el moderno, la
11 Hölderlin, Sämtliche Werke, Kritische Textausgabe, ed. D. E. Sattler, t. 12, 1986, págs. 19-28.
reconquista de lo propio; este modo peculiar de poseer lo propio que consiste en
retornar a ello desde lo ajeno es lo que Hölderlin llama «libre uso» de lo propio, y eso es
precisamente «lo más difícil».
Que el camino hacia lo griego es indispensable para el moderno precisamente
por cuanto sin ese camino nunca podría producirse el retorno, la reconquista (el «libre
uso») de lo propio, esto, si tenemos en cuenta la identificación que hemos reconocido de
Grecia con la «naturaleza» de los parágrafos 45-46 de la «Crítica del Juicio» y de lo
moderno con la escisión y el discurso válido, significa precisamente que no puede ser la
naturaleza aquello de lo que temáticamente se trata, por cuanto ella es lo esencialmente
desconocido, transdiscursivo, prerreflexivo, no tético, o, en otras palabras, que la physis
sólo se manifiesta (sólo tiene lugar) desapareciendo y remitiéndonos a lo otro, a la
escisión, o sea: que la physis no es sino la distinción misma de la physis y lo otro. Si
llamamos, como lo hace a veces Hölderlin, a lo «común» el ámbito de los dioses y a la
escisión el de los hombres, designación que se justifica considerando la identidad que
opera en la Grecia antigua entre el ámbito de los contenidos de la obra bella y el de lo
divino, entonces lo mismo que acabamos de decir se expresará también de la siguiente
manera: el ámbito de los dioses o de la belleza no es en su esencia el ámbito de los
dioses o de la belleza en sí mismo, sino aquello que rige su diferenciarse del mundo
escindido, de la unilateralidad; no los dioses, sino aquello, el nómos, lógos, pólemos,
que hace dioses a los dioses y hombres a los hombres. De ahí que el camino hacia
Grecia, indispensable, sólo es genuino, sólo es verdaderamente camino hacia Grecia, si
produce él mismo el retorno.
La historiografía filosófica ha puesto desde hace algunos años su vista en el
momento del apartamiento de Hölderlin con respecto a Fichte, considerándolo como un
instante clave en la historia de la filosofía, como un punto de partida común a Hegel y a
Schelling, del que ambos, cada uno a su manera, se separarían, pero del que ambos
dependerían. Hölderlin es el primero que, habiendo pasado por la escuela de Fichte,
formula una crítica de fondo a su concepción, crítica que puede quizá resumirse en
pocas palabras en el modo que a continuación indico.
Es imposible reconocer como lo absolutamente primero el yo, porque «yo»
quiere decir, como Fichte expresamente reconoce, autoposición o autoconciencia, y esto
implica relación a sí mismo y, por lo tanto, ya desdoblamiento. La conciencia no puede
ser en modo alguno un incondicionado, porque tiene por condición su propio
desdoblamiento y su referencia a sí misma en ese desdoblamiento. Lo absolutamente
primero es anterior a toda reflexión, y en ello no «se pone ello mismo», no hay «se» ni
«pone» ni siquiera hay «mismo», pues todos estos términos introducen una condición, a
saber, desdoblamiento y autorreferencia, que hace que ya no pudiese en modo alguno
tratarse de lo absolutamente primero. Lo verdaderamente primero habrá de ser
transreflexivo, no tético, no poner, áthesis. Hölderlin lo llama simplemente el ser. Tal es
al menos el término predominante en los escasos, fragmentarios y difíciles textos
«teóricos» de Hölderlin; porque hay que decir que ese «ser» es desde luego lo mismo
que «la naturaleza» del poema Wie wenn am Feiertage... y lo mismo que ya desde
«Hiperión» se identifica con la Grecia antigua y aparece en la figura (o sea: no-aparece
en la no-figura) de la muerte.
Como ya he dicho, hace algunos años que la historiografía filosófica ha señalado
esa posición crítica de Hölderlin ante Fichte como un momento crucial de la historia de
la filosofía. Lo que no ha hecho hasta ahora la historiografía filosófica, que yo sepa, es
señalarle a esa posición de Hölderlin una continuidad con la historia central de la
filosofía. En la medida en que se han buscado precedentes o fuentes de inspiración se ha
recurrido a fenómenos periféricos, como la Vereinigungsphilosophie del siglo XVIII.
Creo que la interpretación de la teoría de lo bello de Kant como reconocimiento de la
única comparecencia (o, si se prefiere, de la no-comparecencia) de la «raíz común», en
particular el interpretar en este sentido el término «naturaleza» de los parágrafos 45-46
de la «Crítica del Juicio», nos permite no darnos por satisfechos con las aludidas
remisiones a fenómenos periféricos y, por el contrario, aspirar a encontrar en un punto
central de la historia de la filosofía del que sabemos que Hölderlin era riguroso lector (la
«Crítica del Juicio» y en particular la «Crítica del Juicio estético») el punto de
entronque de ese paso hölderliniano cuya centralidad en la historia de la filosofía está
hoy tan bien establecida. Es una tarea por realizar. Entretanto permítaseme añadir lo que
pudiera valer como una cierta confirmación indirecta del planteamiento.
El ser de Hölderlin es todavía el ser de la «Lógica» de Hegel, en el sentido de
que la diferencia del uno al otro se explica por el camino que Hegel ha recorrido entre
tanto. Dicho a grandes rasgos, ante lo que él considera imposibilidad de derivar de la
pura áthesis transreflexiva la separación o la reflexión, Hegel ha optado por el camino,
en cierta manera inverso, de tratar de mostrar que la reflexión contiene en sí lo
suficiente para dar razón del ser mismo; así, por una parte, ha erigido la reflexión, la
constitución del sujeto como tal, en principio absoluto, reinterpretándola en el único
modo en que ella puede quizá ser principio absoluto, a saber: como la diferencia
absoluta, que no depende de ningún «otro», por cuanto no es diferencia sino de sí
misma, la negatividad absoluta o referencia negativa a aquello que no es otra cosa que
esa misma referencia negativa; y, por otra parte, ante la imposibilidad de derivar del ser
la reflexión, Hegel opta por tratar de mostrar que es el ser lo que tiene su raíz en la
absoluta negación o que la verdad del ser es la reflexión, estructura fundamental de lo
que Hegel llama la «esencia». Así, el ser queda relegado al papel del estadio de lo
abstracto, inmediato, todavía no desplegado en sus condiciones. Ahora bien,
correlativamente, a ese papel quedan relegadas también Grecia en la filosofía de la
historia y la belleza en la filosofía del espíritu. Puesto que, sin duda, el planteamiento de
Hölderlin frente a Fichte fue también un punto de partida decisivo en la trayectoria de
Hegel, el hecho de que incluso en la madurez de este pensador Grecia sea el «estadio
del ser» y, como tal, el «estadio de la belleza» confirma los puntos de vista que aquí se
han venido defendiendo.
Top Related