JJoorrggee LLuuiiss BBoorrggeess
LLaa MMuueerrttee YY LLaa BBrrjjuullaa (1951)
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Hijo de una familia acomodada, Jorge Luis Borges naci en Buenos Aires el 24 de agosto
de 1899 y muri en Ginebra, una de sus ciudades amadas, en 1986. Vivi, desde pequeo,
rodeado de libros; y, entre 1914 y 1921, y ms tarde en 1923, viaj a Europa, lo que le puso
en contacto con las vanguardias del momento, a cuya esttica se adhiri, especialmente al
ultrasmo. En la primera mitad de esa dcada dirigi las revistas Prisma y Proa. Poeta,
narrador y autor de ensayos personalsimos, gan el premio Cervantes en 1980 y fue un
eterno candidato al Nobel, ingresando en la ilustre nmina de quienes, como Proust, Kafka
o Joyce, no lo consiguieron. Pero, como ellos, Borges pertenece por derecho propio al
patrimonio cultural de la humanidad, y as est reconocido internacionalmente.
La muerte y la brjula es una coleccin de cuentos que fueron editados tambin, aunque en
forma separada, en Historia universal de la infamia (1935), Ficciones (1944) y El Aleph
(1949).
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ndice Hombre De La Esquina Rosada.............................................................................................. 4
Emma Zunz ............................................................................................................................ 9
La Espera .............................................................................................................................. 12
Funes El Memorioso ............................................................................................................. 15
La Forma De La Espada ....................................................................................................... 20
Tema Del Traidor Y Del Hroe ............................................................................................ 24
El Jardn De Los Senderos Que Se Bifurcan ........................................................................ 27
El Milagro Secreto ................................................................................................................ 34
La Muerte Y La Brjula ....................................................................................................... 38
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Hombre De La Esquina Rosada
A Enrique Amorim
A m, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conoc, y eso que stos no eran
sus barrios porque l saba tallar ms bien por el Norte, por esos lados de la laguna de
Guadalupe y la Batera. Arriba de tres veces no lo trat, y sas en una misma noche, pero es
noche que no se me olvidar, como que en ella vino la Lujanera porque s, a dormir en mi
rancho y Rosendo Jurez dej, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la
debida esperiencia para reconocer ese nombre, pero Rosendo Jurez el Pegador era de los
que pisaban ms fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo era uno de los
hombres de D. Nicols Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Saba llegar de lo
ms paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros
lo respetaban y las chinas tambin; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba
un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como
quien dice. Los mozos de la Villa le copibamos hasta el modo de escupir. Sin embargo,
una noche nos ilustr la verdadera condicin de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarsima empez por un placero insolente de
ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos
callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dle
guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le
atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y se era el Corralero de
tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendicin de tan fresca;
dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soled juera un corso. Ese ju el
primer sucedido de tantos que hubo, pero recin despus lo supimos. Los muchachos
estbamos dende temprano en el saln de Julia, que era un galpn de chapas de cinc, entre
el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que ust lo divisaba de lejos, por la luz
que mandaba a la redonda el farol sinvergenza, y por el barullo tambin. La Julia, aunque
de humilde color, era de lo ms conciente y formal, as que no faltaban musicantes, gen
beberaje y compaeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo,
las sobraba lejos a todas. Se muri, seor, y digo que hay aos en que ni pienso en ella,
pero haba que verla en sus das, con esos ojos. Verla, no daba sueo.
La caa, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo,
una palmada suya en el montn que yo trataba de sentir como una amist: la cosa es que yo
estaba lo ms feliz. Me toc una compaera muy seguidora, que iba como adivinndome la
intencin. El tango haca su volunt con nosotros y nos arriaba y nos perda y nos ordenaba
y nos volva a encontrar. En esa diversin estaban los hombres, lo mismo que en un sueo,
cuando de golpe me pareci crecida la msica, y era que ya se entreveraba con ella la de los
guitarreros del coche, cada vez ms cercano. Despus, la brisa que la trajo tir por otro
rumbo, y volv a atender a mi cuerpo y al de la compaera y a las conversaciones del baile.
Al rato largo llamaron a la puerta con autorid, un golpe y una voz. En seguida un silencio
general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era
parecido a la voz.
Para nosotros no era todava Francisco Real, pero s un tipo alto, fornido, trajeado
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enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La
cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpe la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le ju encima y le encaj
la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa
del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para
afirmarse, estir los brazos y me hizo a un lado, como despidindose de un estorbo. Me
dej agachado detrs, todava con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Sigui
como si tal cosa, adelante. Sigui, siempre ms alto que cualquiera de los que iba
desapartando, siempre como sin ver. Los primeros puro italianaje mirn se abrieron como abanico, apurados. La cosa no dur. En el montn siguiente ya estaba el Ingls
esperndolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmi con un
planazo que tena listo. Ju ver ese planazo y ju venrsele ya todos al humo. El
establecimiento tena ms de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de
punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivasos. Primero le tiraron trompadas, despus, al
ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo
de las chalinas, como rindose de l. Tambin, como reservndolo pa Rosendo, que no se
haba movido para eso de la par del fondo, en la que haca espaldas, callado. Pitaba con
apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro despus. El Corralero fue
empujado hasta l, firme y ensangrentado, con ese viento de chamuchina pifiadora detrs.
Silbado, chicoteado, escupido, recin habl cuando se enfrent con Rosendo. Entonces lo
mir y se despej la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que
estoy buscando es un hombre. Andan por ah unos bolaceros diciendo que en estos
andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador.
Quiero encontrarlo pa que me ensee a m, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y
de vista.
Dijo esas cosas y no le quit los ojos de encima. Ahora le reluca un cuchilln en la mano
derecha, que en fija lo haba trado en la manga. Alrededor se haban ido abriendo los que
empujaron, y todos los mirbamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato
ciego que tocaba el violn, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrs, y me veo en el marco de la puerta seis o siete
hombres, que seran la barra del Corralero. El ms viejo, un hombre apaisanado, curtido, de
bigote entrecano, se adelant para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta
luz, y se descubri con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no
era limpio.
Qu le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero?
Segua callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no s si lo escupi o si se le cay de la cara.
Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del saln
no nos alcanz lo que dijo. Volvi Francisco Real a desafiarlo y l a negarse. Entonces, el
ms muchacho de los forasteros silb. La Lujanera lo mir aborrecindolo y se abri paso
con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se ju a su hombre y le meti
la mano en el pecho y le sac el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:
Rosendo, creo que lo estars precisando.
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A la altura del techo haba una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las
dos manos recibi Rosendo el cuchillo y lo fili como si no lo reconociera. Se empin de
golpe hacia atrs y vol el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo
sent como un fro.
De asco no te carneo dijo el otro, y alz, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendi y le ech los brazos al cuello y lo mir con esos ojos y le dijo con
ira:
Djalo a se, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se qued perplejo un espacio y luego la abraz como para siempre y les
grit a los musicantes que le metieran tango y milonga, y a los dems de la diversin, que
bailramos. La milonga corri como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave,
pero sin ninguna luz, ya pudindola. Llegaron a la puerta y grit:
Vayan abriendo cancha, seores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Deb ponerme colorao de vergenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la plant de
golpe. Invent que era por el calor y por la apretura y ju orillando la par hasta salir. Linda
la noche, para quin? A la vuelta del callejn estaba el placero, con el par de guitarras
derechas en el asiento, como cristianos. Dentr a amargarme de que las descuidaran as,
como si ni pa recoger changangos sirviramos. Me dio coraje de sentir que no ramos
naides. Un manotn a mi clavel de atrs de la oreja y lo tir a un charquito y me qued un
espacio mirndolo, como para no pensar en ms nada. Yo hubiera querido estar de una vez
en el da siguiente, yo me quera salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que ju
casi un alivio. Era Rosendo, que se escurra solo del barrio.
Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezong al pasar, no s si para desahogarse, o ajeno. Agarr el lado ms oscuro, el del Maldonado; no lo volv a ver ms.
Me qued mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ah abajo, un caballo dormido, el callejn de tierra, los hornos y pens que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas.
Qu iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y
atropellada no ms? Sent despus que no, que el barrio cuanto ms aporriao, ms
obligacin de ser guapo. Basura? La milonga dle loquiar, y dle bochinchar en las casas,
y traa olor a madreselvas el viento. Linda al udo la noche. Haba de estrellas como para
marearse mirndolas, unas encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a m no me
representaba nada el asunto, pero la cobarda de Rosendo y el coraje insufrible del forastero
no me queran dejar. Hasta de una mujer para esa noche se haba podido aviar el hombre
alto. Para sa y para muchas, pens, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria.
Sabe Dios qu lado agarraron. Muy lejos no podan estar. A lo mejor ya se estaban
empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcanc a volver, segua como si tal cosa el bailongo.
Hacindome el chiquito, me entrever en el montn, y vi que alguno de los nuestros haba
rajado y que los norteros tangueaban junto con los dems. Codazos y encontrones no haba,
pero s recelo y decencia. La msica pareca dormilona, las mujeres que tangueaban con los
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del Norte, no decan esta boca es ma.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedi.
Ajuera omos una mujer que lloraba y despus la voz que ya conocamos, pero serena, casi
demasiado serena, como si ya no juera de alguien, dicindole:
Entr, m'hija y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
Abr te digo, abr guacha arrastrada, abr, perra! Se abri en eso la puerta tembleque, y entr la Lujanera, sola. Entr mandada, como si viniera arrendola alguno.
La est mandando un nima dijo el Ingls.
Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entr, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos mareados alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con l lo acost de espaldas
y le acomod el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos
entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegreca un
lengue punz que antes no lo oserv, porque lo tap la chalina. Para la primera cura, una de
las mujeres trujo caa y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La
Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntndose
con la cara y ella consigui hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un
campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere
esa pualada y que ella jura que no sabe quin es y que no es Rosendo. Quin le iba a
creer?
El hombre a nuestros pies se mora. Yo pens que no le haba temblado el pulso al que lo
arregl. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpe, la Julia haba estao cebando
unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvi a mi mano, antes que falleciera.
"Tpenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo ms. Slo le quedaba el orgullo y no iba
a consentir que le curiosearan los visajes de la agona. Alguien le puso encima el
chambergo negro, que era de copa altsima. Se muri abajo del chambergo, sin queja.
Cuando el pecho acostado dej de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tena ese aire
fatigado de los difuntos; era de los hombres de ms coraje que hubo en aquel entonces,
dende la Batera hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perd el odio.
Para morir no se precisa ms que estar vivo dijo una del montn, y otra, pensativa tambin:
Tanta soberbia el hombre, y no sirve ms que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron dicindose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron
juerte despus:
Lo mat la mujer.
Uno le grit en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvid que tena que
prudenciar y me les atraves como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sent que
muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
Fijensn en las manos de esa mujer. Qu pulso ni qu corazn va a tener para clavar una pualada?
Aad, medio desganado de guapo:
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Quin iba a soar que el finao, que asegn dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como ste, ande no pasa
nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida despus?
El cuero no le pidi biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soled un ruido de jinetes. Era la polica. Quien ms, quien
menos, todos tendran su razn para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor
era traspasar el muerto al arroyo. Recordarn ustedes aquella ventana alargada por la que
pas en un brillo el pual. Por ah pas despus el hombre de negro. Lo levantaron entre
muchos y de cuanto centavos y cuanta zoncera tena, lo alijeraron esas manos y alguno le
hach un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, seor, que as se le animaban a un
pobre dijunto indefenso, despus que lo arregl otro ms hombre. Un envin y el agua
torrentosa y sufrida se lo llev. Para que no sobrenadara, no s si le arrancaron las vsceras,
porque prefer no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovech el
apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violn
le saba sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar.
Unos postes de andubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados
finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Arda en la ventana una
lucesita, que se apag en seguida. De juro que me apur a llegar, cuando me di cuenta.
Entonces, Borges, volv a sacar el cuchillo corto y filoso que yo saba cargar aqu, en el
chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegu otra revisada despacio, y estaba como nuevo,
inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.
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Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fbrica de tejidos Tarbuch y
Loewenthal, hall en el fondo del zagun una carta, fechada en el Brasil, por la que supo
que su padre haba muerto. La engaaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la
inquiet la letra desconocida. Nueve o diez lneas borroneadas queran colmar la hoja;
Emma ley que el seor Maier haba ingerido por error una fuerte dosis de veronal y haba
fallecido el tres del corriente en el hospital de Bag. Un compaero de pensin de su padre
firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Ro Grande, que no poda saber que se diriga a la
hija del muerto.
Emma dej caer el papel. Su primera impresin fue de malestar en el vientre y en las
rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de fro, de temor; luego, quiso ya estar en el da
siguiente. Acto continuo comprendi que esa voluntad era intil porque la muerte de su
padre era lo nico que haba sucedido en el mundo, y seguira sucediendo sin fin. Recogi
el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guard en un cajn, como si de algn modo
ya conociera los hechos ulteriores. Ya haba empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la
que sera.
En la creciente oscuridad, Emma llor hasta el fin de aquel da el suicidio de Manuel Maier,
que en los antiguos das felices fue Emanuel Zunz. Record veraneos en una chacra, cerca
de Gualeguay, record (trat de recordar) a su madre, record la casita de Lans que les
remataron, record los amarillos losanges de una ventana, record el auto de prisin, el
oprobio, record los annimos con el suelto sobre "el desfalco del cajero", record (pero
eso jams lo olvidaba) que su padre, la ltima noche, le haba jurado que el ladrn era
Loewenthal. Loewenthal, Aarn Loewenthal, antes gerente de la fbrica y ahora uno de los
dueos. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo haba revelado, ni siquiera a
su mejor amiga, Elsa Urstein. Quiz rehua la profana incredulidad; quiz crea que el
secreto era un vnculo entre ella y el ausente. Loewenthal no saba que ella saba; Emma
Zunz derivaba de ese hecho nfimo un sentimiento de poder.
No durmi aquella noche, y cuando la primera luz defini el rectngulo de la ventana, ya
estaba perfecto su plan. Procur que ese da, que le pareci interminable, fuera como los
otros. Haba en la fbrica rumores de huelga; Emma se declar, como siempre, contra toda
violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene
gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido,
tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisacin. Con Elsa y con la menor
de las Kronfuss discuti a qu cinematgrafo iran el domingo a la tarde. Luego, se habl
de novios y nadie esper que Emma hablara. En abril cumplira diecinueve aos, pero los
hombres le inspiraban, an, un temor casi patolgico... De vuelta, prepar una sopa de
tapioca y unas legumbres, comi temprano, se acost y se oblig a dormir. As, laborioso y
trivial, pas el viernes quince, la vspera.
El sbado, la impaciencia la despert. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio
de estar en aquel da, por fin. Ya no tena que tramar y que imaginar; dentro de algunas
horas alcanzara la simplicidad de los hechos. Ley en La Prensa que el Nordstjrnan, de
Malm, zarpara esa noche del dique 3; llam por telfono a Loewenthal, insinu que
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deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometi pasar por
el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convena a una delatora. Ningn
otro hecho memorable ocurri esa maana. Emma trabaj hasta las doce y fij con Elsa y
con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acost despus de almorzar y
recapitul, cerrados los ojos, el plan que haba tramado. Pens que la etapa final sera
menos horrible que la primera y que le deparara, sin duda, el sabor de la victoria y de la
justicia. De pronto, alarmada, se levant y corri al cajn de la cmoda. Lo abri; debajo
del retrato de Milton Sills, donde la haba dejado la antenoche, estaba la carta de Fain.
Nadie poda haberla visto; la empez a leer y la rompi.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sera difcil y quiz improcedente. Un
atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los
agrava tal vez. Cmo hacer verosmil una accin en la que casi no crey quien la
ejecutaba, cmo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y
confunde? Emma viva por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al
puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por
luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero ms razonable es conjeturar que al
principio err, inadvertida, por la indiferente recova... Entr en dos o tres bares, vio la
rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjrnan. De uno,
muy joven, temi que le inspirara alguna ternura y opt por otro, quiz ms bajo que ella y
grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta
y despus a un turbio zagun y despus a una escalera tortuosa y despus a un vestbulo (en
el que haba una vidriera con losanges idnticos a los de la casa en Lans) y despus a un
pasillo y despus a una puerta que se cerr. Los hechos graves estn fuera del tiempo, ya
porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no
parecen consecutivas las partes que los forman.
En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
atroces, pens Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo
para m que pens una vez y que en ese momento peligr su desesperado propsito. Pens
(no pudo no pensar) que su padre le haba hecho a su madre la cosa horrible que a ella
ahora le hacan. Lo pens con dbil asombro y se refugi, en seguida, en el vrtigo. El
hombre, sueco o finlands, no hablaba espaol; fue una herramienta para Emma como sta
lo fue para l, pero ella sirvi para el goce y l para la justicia.
Cuando se qued sola, Emma no abri en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el
dinero que haba dejado el hombre: Emma se incorpor y lo rompi como antes haba roto
la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepinti, apenas lo
hizo. Un acto de soberbia y en aquel da... El temor se perdi en la tristeza de su cuerpo, en
el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levant y procedi a
vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el ltimo crepsculo se agravaba. Emma
pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina subi a un Lacroze, que iba al oeste. Eligi,
conforme a su plan, el asiento ms delantero, para que no le vieran la cara. Quiz le
confort verificar, en el inspido trajn de las calles, que lo acaecido no haba contaminado
las cosas. Viaj por barrios decrecientes y opacos, vindolos y olvidndolos en el acto, y se
ape en una de las bocacalles de Warnes. Paradjicamente su fatiga vena a ser una fuerza,
pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el
fin.
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Aarn Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos ntimos, un avaro.
Viva en los altos de la fbrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, tema a los
ladrones; en el patio de la fbrica haba un gran perro y en el cajn de su escritorio, nadie lo
ignoraba, un revlver. Haba llorado con decoro, el ao anterior, la inesperada muerte de su
mujer una Gauss, que le trajo una buena dote!, pero el dinero era su verdadera pasin. Con ntimo bochorno se saba menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy
religioso; crea tener con el Seor un pacto secreto, que lo exima de obrar bien, a trueque
de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba
rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que l haba entornado a propsito) y cruzar el patio sombro. La
vio hacer un pequeo rodeo cuando el perro atado ladr. Los labios de Emma se atareaban
como los de quien reza en voz baja; cansados, repetan la sentencia que el seor
Loewenthal oira antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como haba previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior,
ella se haba soado muchas veces, dirigiendo el firme revlver, forzando al miserable a
confesar la miserable culpa y exponiendo la intrpida estratagema que permitira a la
justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento
de la justicia, ella no quera ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho
rubricara la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron as.
Ante Aarn Loewenthal, ms que la urgencia de vengar a su padre, Emma sinti la de
castigar el ultraje padecido por ello. No poda no matarlo, despus de esa minuciosa
deshonra. Tampoco tena tiempo que perder en teatraleras. Sentada, tmida, pidi excusas a
Loewenthal, invoc (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunci algunos
nombres, dio a entender otros y se cort como si la venciera el temor. Logr que
Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando ste, incrdulo de tales aspavientos,
pero indulgente, volvi del comedor, Emma ya haba sacado del cajn el pesado revlver.
Apret el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplom como si los estampidos y el
humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompi, la cara la mir con asombro y clera, la
boca de la cara la injuri en espaol y en disch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo
que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompi a ladrar, y una efusin de
brusca sangre man de los labios obscenos y manch la barba y la ropa. Emma inici la
acusacin que tena preparada ("He vengado a mi padre y no me podrn castigar..."), pero
no la acab, porque el seor Loewenthal ya haba muerto. No supo nunca ni alcanz a
comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no poda, an, descansar. Desorden el divn,
desabroch el saco del cadver, le quit los quevedos salpicados y los dej sobre el fichero.
Luego tom el telfono y repiti lo que tantas veces repetira, con esas y con otras palabras:
Ha ocurrido una cosa que es increble... El seor Loewenthal me hizo venir con el pretexto
de la huelga... Abus de m, lo mat...
La historia era increble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era
cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio.
Verdadero tambin era el ultraje que haba padecido; slo eran falsas las circunstancias, la
hora y uno o dos nombres propios.
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La Espera
El coche lo dej en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No haban dado las nueve
de la maana; el hombre not con aprobacin los manchados pltanos, el cuadrado de tierra
al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvados
rombos de la pinturera y ferretera. Un largo y ciego paredn de hospital cerraba la acera
de enfrente; el sol reverberaba, ms lejos, en unos invernculos. El hombre pens que esas
cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueos)
seran con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de
la farmacia se lea en letras de loza: Breslauer; los judos estaban desplazando a los
italianos, que haban desplazado a los criollos. Mejor as; el hombre prefera no alternar con
gente de su sangre.
El cochero le ayud a bajar el bal; una mujer de aire distrado o cansado abri por fin la
puerta. Desde el pescante el cochero le devolvi una de las monedas, un vintn oriental que
estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entreg cuarenta
centavos, y en el acto sinti: "Tengo la obligacin de obrar de manera que todos se olviden
de m. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro pas y he dejado ver que me
importa esa equivocacin."
Precedido por la mujer, atraves el zagun y el primer patio. La pieza que le haban
reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artfice haba
deformado en curvas fantsticas, figurando ramas y pmpanos; haba, asimismo, un alto
ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y
un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botelln de vidrio turbio. Un mapa
de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmes,
con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La nica puerta daba al patio. Fue
necesario variar la colocacin de las sillas para dar cabida al bal. Todo lo aprob el
inquilino; cuando la mujer le pregunt cmo se llamaba, dijo Villari, no como un desafo
secreto, no para mitigar una humillacin que, en verdad, no senta, sino porque ese nombre
lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error
literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo poda ser una astucia.
El seor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en
salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entr en el cinematgrafo que haba a las tres
cuadras. No pas nunca de la ltima fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la
funcin. Vio trgicas historias del hampa; stas, sin duda, incluan errores, stas, sin duda,
incluan imgenes que tambin lo eran de su vida anterior; Villari no los advirti porque la
idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a l. Dcilmente trataba de que
le gustaran las cosas; quera adelantarse a la intencin con que se las mostraban. A
diferencia de quienes han ledo novelas, no se vea nunca a s mismo como un personaje del
arte.
No le lleg jams una carta, ni siquiera una circular, pero lea con borrosa esperanza una de
las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con
seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Aos de
soledad le haban enseado que los das, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no
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hay un da, ni siquiera de crcel o de hospital, que no traiga sorpresas. En otras reclusiones
haba cedido a la tentacin de contar los das y las horas, pero esta reclusin era distinta,
porque no tena trmino salvo que el diario, una maana trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. Tambin era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida
era un sueo. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acab de entender si se pareca al
alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechaz. En das lejanos, menos lejanos
por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, haba deseado muchas
cosas, con amor sin escrpulo; esa voluntad poderosa, que haba movido el odio de los
hombres y el amor de alguna mujer, ya no quera cosas particulares: slo quera perdurar,
no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que
iba ganando el patio.
Haba en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amist con l. Le hablaba en espaol, en
italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rstico dialecto de su niez. Villari
trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le
importaban menos que las ltimas. Oscuramente crey intuir que el pasado es la sustancia
de que el tiempo est hecho; por ello es que ste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga,
algn da, se pareci a la felicidad; en momentos as, no era mucho ms complejo que el
perro.
Una noche lo dej asombrado y temblando una ntima descarga de dolor en el fondo de la
boca. Ese horrible milagro recurri a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al
da siguiente, mand buscar un coche que lo dej en un consultorio dental del barrio del
Once. Ah le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo ms cobarde ni ms tranquilo
que otras personas.
Otra noche, al volver del cinematgrafo, sinti que lo empujaban. Con ira, con indignacin,
con secreto alivio, se encar con el insolente. Le escupi una injuria soez; el otro, atnito,
balbuce una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompaaba una
mujer de tipo alemn; Villari, esa noche, se repiti que no los conoca. Sin embargo, cuatro
o cinco das pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante haba una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli.
Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometi la lectura
de esa obra capital; antes de comer, lea un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No
juzg inverosmiles o excesivas las penas infernales y no pens que Dante lo hubiera
condenado al ltimo crculo, donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmes parecan destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero
el seor Villari no so nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricables pjaros
vivos. En los amaneceres soaba un sueo de fondo igual y de circunstancias variables. Dos
hombres y Villari entraban con revlveres en la pieza o lo agredan al salir del
cinematgrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo haba empujado, o lo
esperaban tristemente en el patio y parecan no conocerlo. Al fin del sueo, l sacaba el
revlver del cajn de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajn guardaba un
revlver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero
siempre era un sueo y en otro sueo el ataque se repeta y en otro sueo tena que volver a
matarlos.
Una turbia maana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la
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puerta cuando la abrieron) lo despert. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente
simplificados por la penumbra (siempre en los sueos del temor haban sido ms claros),
vigilantes, inmviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara,
Alejandro Villari y un desconocido lo haban alcanzado, por fin. Con una sea les pidi que
esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueo. Lo hizo para
despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un
acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o y esto es quiz lo ms verosmil para que los asesinos fueran un sueo, como ya lo haban sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borr la descarga.
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Funes El Memorioso
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, slo un hombre en la
tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano,
vindola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepsculo del da hasta el de la
noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente
remota, detrs del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo
cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de
la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la
voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Ms
de tres veces no lo vi; la ltima, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos
aquellos que lo trataron escriban sobre l; mi testimonio ser acaso el ms breve y sin duda
el ms pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarn ustedes. Mi deplorable
condicin de argentino me impedir incurrir en el ditirambo -gnero obligatorio
en el Uruguay-,cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteo; Funes no dijo
esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para l
esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los
superhombres, un Zarathustra cimarrn y vernculo; no lo discuto, pero no hay que
olvidar que era tambin un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero
del ao ochenta y cuatro. Mi padre, ese ao, me haba llevado a veranear a Fray Bentos. Yo
volva con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.
Volvamos cantando, a caballo, y sa no era la nica circunstancia de mi felicidad.
Despus de un da bochornoso, una enorme tormenta color pizarra haba escondido el cielo.
La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecan los rboles; yo tena el temor (la esperanza)
de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de
carrera con la tormenta. Entramos en un callejn que se ahondaba entre dos veredas
altsimas de ladrillo. Haba oscurecido de golpe; o rpidos y casi secretos pasos en lo alto;
alc los ojos y vi un muchacho que corra por la estrecha y rota vereda como por una
estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el
duro rostro, contra el nubarrn ya sin lmites. Bernardo le grit
imprevisiblemente: Qu horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro
respondi: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz
era aguda, burlona.
Yo soy tan distrado que el dilogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atencin
si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el
deseo de mostrarse indiferente a la rplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejn era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas
como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agreg que era
hijo de una planchadora del pueblo, Mara Clementina Funes, y que algunos decan que su
padre era un mdico del saladero, un ingls O'Connor, y otros un domador o rastreador del
departamento del Salto. Viva con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
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Los aos ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El
ochenta y siete volv a Fray Bentos. Pregunt, como es natural, por todos los conocidos y,
finalmente, por el cronomtrico Funes. Me contestaron que lo haba volteado un
redomn en la estancia de San Francisco, y que haba quedado Tullido, sin esperanza.
Recuerdo la impresin de incmoda magia que la noticia me produjo: la nica vez que yo
lo vi, venamos a caballo de San Francisco y l andaba en un lugar alto; el hecho, en boca
de mi primo Bernardo, tena mucho de sueo elaborado con elementos anteriores. Me
dijeron que no se mova del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una
telaraa. En los atardeceres, permita que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta
el punto de simular que era benfico el golpe que lo haba fulminado... Dos veces lo vi atrs
de la reja, que burdamente recalcaba su condicin de eterno prisionero: una, inmvil, con
los ojos cerrados; otra, inmvil tambin, absorto en la contemplacin de un oloroso gajo de
santonina.
No sin alguna vanagloria yo haba iniciado en aquel tiempo el estudio metdico del latn.
Mi valija inclua el De vires illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los
comentarios de Julio Csar y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que
exceda (y sigue excediendo) mis mdicas virtudes de latinista. Todo se propala en un
pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tard en enterarse del arribo de esos
libros anmalos. Me dirigi una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro
encuentro, desdichadamente fugaz, del da siete de febrero del ao ochenta y cuatro,
ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi to, finado ese mismo ao,
haba prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingo, y me solicitaba el
prstamo de cualquiera de los volmenes, acompaado de un diccionario para la buena
inteligencia del texto original, porque todava ignoro el latn. Prometa devolverlos en
buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografa, del
tipo que Andrs Bello preconiz: i por y, j por g. Al principio, tem naturalmente una
broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a
descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latn no requera ms
instrumento que un diccionario; para desengaarlo con plenitud le mand el Gradus ad
Parnassum, de Quicherat, y la obra de Plinio.
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente,
porque mi padre no estaba nada bien. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario
de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradiccin entre la
forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentacin de dramatizar mi dolor,
fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer
la valija, not que me faltaba el Gradus y el primer tomo de la Naturales historia. El
Saturno zarpaba al da siguiente, por la maana; esa noche, despus de cenar, me encamin
a casa de Funes. Me asombr que la noche fuera no menos pesada que el da.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibi.
Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extraara encontrarla a
oscuras, porque Ireneo saba pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atraves el
patio de baldosa, el corredorcito; llegu al segundo patio. Haba una parra; la oscuridad
pudo parecerme total. O de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en
latn; esa voz (que vena de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria
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o incantacin. Resonaron las slabas romanas en el patio de tierra; mi temor las crea
indescifrables, interminables; despus, en el enorme dilogo de ese noche, supe que
formaban el primer prrafo del vigsimo cuarto captulo del libro sptimo de la Naturalis
historia. La materia de ese captulo es la memoria; las palabras ltimas fueron ut nihil non
iisdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me
parece que no le vi la cara hasta el alba creo rememorar el ascua momentnea del cigarrillo.
La pieza ola vagamente a humedad. Me sent; repet la historia del telegrama y de la
enfermedad de mi padre.
Arribo, ahora, al ms difcil punto de mi relato. ste (bueno e que ya lo sepa el lector) no
tiene otro argumento que ese dilogo d hace ya medio siglo. No tratar de reproducir sus
palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me
dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y dbil; yo s que sacrifico la eficacia de mi relato;
que mis lectores se imaginen los entrecortados perodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empez por enumerar, en latn y espaol, los casos d memoria prodigiosa registrados
por la Naturalis historia: Ciro, re de los persas, que saba llamar por su nombre a todos los
soldado de sus ejrcitos; Mitrdates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas
de su imperio; Simnides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de
repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravill de que
tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa e: que lo volte el azulejo,
l haba sido lo que son todos los cristiano: un ciego, un sordo, un abombado, un
desmemoriado. (Trat de recordarle su percepcin exacta del tiempo, su memoria de
nombre propios; no me hizo caso.) Diecinueve aos haba vivido con quien suea: miraba
sin ver, oa sin or, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdi el conocimiento;
cuando lo recobr, el presente era casi intolerable de tan rico y tan ntido, y tambin las
memorias ms antiguas y ms triviales. Poco despus averigu que estaba tullido. El hecho
apenas le interes. Razon (sinti) que la inmovilidad era un precio mnimo. Ahora su
percepcin y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vstagos y
racimos y frutos que comprende una parra. Saba las formas de las nubes australes del
amanecer del 30 de abril de 1882 y poda compararlas en el recuerdo con las vetas de un
libro en pasta espaola que slo haba mirado una vez y con las lneas de la espuma que un
remo levant en el Ro Negro la vspera de la accin del Quebracho. Esos recuerdos no
eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, trmicas, etc.
Poda reconstruir todos los sueos, todos los entresueos. Dos o tres veces haba
reconstruido un da entero; no haba dudado nunca, pero cada reconstruccin haba
requerido un da entero. Me dijo: Ms recuerdos tengo yo solo que los que habrn tenido
todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y tambin: Mis sueos son como la
vigilia de ustedes. Y tambin, hacia el alba: Mi memoria, seor, es como vaciadero de
basuras. Una circunferencia en un pizarrn, un tringulo rectngulo, un rombo, son formas
que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de
un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la
innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No s cuntas
estrellas vea en el cielo.
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Esas cosas me dijo; ni entonces ni despus las he puesto en duda. En aquel tiempo no haba
cinematgrafos ni fongrafos; es, sin embargo, inverosmil y hasta increble que nadie
hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo
postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o
temprano, todo hombre har todas las cosas y sabr todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, segua hablando.
Me dijo que hacia 1886 haba discurrido un sistema original de numeracin y que en muy
pocos das haba rebasado el veinticuatro mil. No lo haba escrito, porque lo pensado una
sola vez ya no poda borrrsele. Su primer estmulo, creo, fue el desagrado de que los
treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y
un solo signo. Aplic luego ese disparatado principio a los otros nmeros. En lugar de siete
mil trece, deca (por ejemplo) Mximo Prez; en lugar de siete mil catorce, El
Ferrocarril; otros nmeros eran Luis Melin Lafinur, Olimar, azufre, los bastos,
la ballena, el gas, la caldera, Napolen, Agustn de Vedia. En lugar de
quinientos, deca nueve. Cada palabra tena un signo particular, una especie de marca; las
ltimas eran muy complicadas... Yo trat de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas
era precisamente lo contrario de un sistema de numeracin. Le dije que decir 365 era decir
tres centenas, seis decenas, cinco unidades; anlisis que no existe en los nmeros El
Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendi o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postul (y reprob) un idioma imposible en el que cada cosa
individual, cada piedra, cada pjaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyect
alguna vez un idioma anlogo, pero lo desech por parecerle demasiado general, demasiado
ambiguo. En efecto, Funes no slo recordaba cada hoja de cada rbol, de cada monte, sino
cada una de las veces que la haba percibido o imaginado. Resolvi reducir cada una de sus
jornadas pretritas a unos setenta mil recuerdos, que definira luego por cifras. Lo
disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la
conciencia de que era intil. Pens que en la hora de la muerte no habra acabado an de
clasificar todos los recuerdos de la niez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los
nmeros, un intil catlogo mental de todas las imgenes del recuerdo) son insensatos, pero
revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de
Funes. ste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platnicas. No slo le
costaba comprender que el smbolo genrico perro abarcara tantos individuos dispares de
diversos tamaos y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de
perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia
cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendan cada vez. Refiere Swift que el
emperador de Lilliput discerna el movimiento del minutero; Funes discerna
continuamente los tranquilos avances de la corrupcin, de las caries, de la fatiga. Notaba
los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lcido espectador de un mundo
multiforme, instantneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York
han abrumado con feroz esplendor la imaginacin de los hombres; nadie, en sus torres
populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presin de una realidad tan
infatigable como la que da y noche converga sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal
sudamericano. Le era muy difcil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de
espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas
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precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era ms
minucioso y ms vivo que nuestra percepcin de un goce fsico o de un tormento fsico.)
Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, haba casas nuevas, desconocidas. Funes las
imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homognea; en esa direccin volva la
cara para dormir. Tambin sola imaginarse en el tundo del ro, mecido y anulado por la
corriente.
Haba aprendido sin esfuerzo el ingls, el francs, el portugus, el latn. Sospecho, sin
embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar,
abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no haba sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entr por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche haba hablado. Ireneo tena diecinueve aos;
haba nacido en 1868; me pareci monumental como el bronce, ms antiguo que Egipto,
anterior a las profecas y a las pirmides. Pens que cada una de mis palabras (que cada uno
de mis gestos) perdurara en su implacable memoria; me entorpeci el temor de multiplicar
ademanes intiles.
Ireneo Funes muri en 1889, de una congestin pulmonar.
1942
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La Forma De La Espada
A E. H. M.
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado
ajaba la sien y del otro el pmulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuaremb
le decan el Ingls de La Colorada. El dueo de esos campos, Cardoso, no quera vender; he
odo que el Ingls recurri a un imprevisible argumento: le confi la historia secreta de la
cicatriz. El Ingls vena de la frontera, de Ro Grande del Sur; no falt quien dijera que en
el Brasil haba sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas;
el Ingls, para corregir esas deficiencias, trabaj a la par de sus peones. Dicen que era
severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo.
Dicen tambin que era bebedor: un par de veces al ao se encerraba en el cuarto del
mirador y emerga a los dos o tres das como de una batalla o de un vrtigo, plido,
trmulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enrgica
flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su espaol era rudimental,
abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algn folleto, no reciba
correspondencia.
La ltima vez que recorr los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguat me
oblig a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos cre notar que mi aparicin era
inoportuna; procur congraciarme con el Ingls; acud a la menos perspicaz de las pasiones:
el patriotismo. Dije que era invencible un pas con el espritu de Inglaterra. Mi interlocutor
asinti, pero agreg con una sonrisa que l no era ingls. Era irlands, de Dungarvan. Dicho
esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, despus de comer, a mirar el cielo. Haba escampado, pero detrs de las cuchillas
del Sur, agrietado y rayado de relmpagos, urda otra tormenta. En el desmantelado
comedor, el pen que haba servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente,
en silencio.
No s qu hora sera cuando advert que yo estaba borracho; no s qu inspiracin o qu
exultacin o qu tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Ingls se demud; durante
unos segundos pens que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
-Le contar la historia de mi herida bajo una condicin: la de no mitigar ningn oprobio,
ninguna circunstancia de infamia.
Asent. Esta es la historia que cont, alternando el ingls con el espaol, y aun con el
portugus:
-Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que
conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compaeros, algunos sobreviven
dedicados a tareas pacficas; otros, paradjicamente, se baten en los mares o en el desierto,
bajo los colores ingleses; otro, el que ms vala, muri en el patio de un cuartel, en el alba,
fusilado por hombres llenos de sueo; otros (no los ms desdichados) dieron con su destino
en las annimas y casi secretas batallas de la guerra civil. ramos republicanos, catlicos;
ramos, lo sospecho, romnticos. Irlanda no slo era para nosotros el porvenir utpico y el
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intolerable presente; era una amarga y cariosa mitologa, era las torres circulares y las
cinagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros
que en otra encarnacin fueron hroes y
en otras peces y montaas... En un atardecer que no olvidar, nos lleg un afiliado de
Munster: un tal John Vincent Moon.
Tena escasamente veinte aos. Era flaco y fofo a la vez; daba la incmoda impresin de
ser invertebrado. Haba cursado con fervor y con vanidad casi todas las pginas de no s
qu manual comunista; el materialismo dialctico le serva para cegar cualquier discusin.
Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas:
Moon reduca la historia universal a un srdido conflicto econmico.
Afirmaba que la revolucin est predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman slo
pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor,
en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron
menos que su inapelable tono apodctico. El nuevo camarada no discuta: dictaminaba con
desdn y con cierta clera.
Cuando arribamos a las ltimas casas, un brusco tiroteo nos aturdi. (Antes o
despus, orillamos el ciego paredn de una fbrica o de un cuartel.) Nos internamos en una
calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgi de una cabaa incendiada. A
gritos nos mand que nos detuviramos. Yo apresur mis pasos, mi camarada no me sigui.
Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmvil, fascinado y como eternizado por el
terror. Entonces yo volv, derrib de un golpe al soldado, sacuda Vincent Moon, lo insult
y le orden que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasin del miedo lo invalidaba.
Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilera nos busc; una
bala roz el hombro derecho de Moon; ste, mientras huamos entre pinos, prorrumpi en
un dbil sollozo.
En aquel otoo de 1922 yo me haba guarecido en la quinta del general Berkeley. ste (a
quien yo jams haba visto) desempeaba entonces no s qu cargo administrativo en
Bengala; el edificio tena menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en
perplejos corredores y en vanas antecmaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la
planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algn modo son la historia del
siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de crculo parecan perdurar el
viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos.
Moon, trmula y reseca la boca, murmur que los episodios de la noche eran
interesantes; le hice una curacin, le traje una taza de t; pude comprobar que su "herida"
era superficial. De pronto balbuce con perplejidad:
-Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hbito de la guerra civil me haba impelido a obrar como
obr; adems, la prisin de un solo afiliado poda comprometer nuestra causa.)
Al otro da Moon haba recuperado el aplomo. Acept un cigarrillo y me someti a un
severo interrogatorio sobre los "recursos econmicos de nuestro partido revolucionario".
Sus preguntas eran muy lcidas; le dije (con verdad) que la situacin era grave. Hondas
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descargas de fusilera conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los
compaeros. Mi sobretodo y mi revlver estaban en mi pieza; cuando volv, encontr a
Moon tendido en el sof, con los ojos cerrados. Conjetur que tena fiebre; invoc un
doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprend que su cobarda era irreparable. Le rogu torpemente que se cuidara y
me desped. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no
Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso
no es injusto que una desobediencia en un jardn contamine al gnero humano; por eso ro
es injusto que la crucifixin de un solo judo baste para salvarlo.
Acaso Schopenhauer tiene razn: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres,
Shakespeare es de algn modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve das pasamos en la enorme casa del general. De las agonas y luces de la guerra no
dir nada: mi propsito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve
das, en mi recuerdo, forman un solo da, salvo el penltimo, cuando los nuestros
irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los diecisis camaradas que
fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurra de la casa hacia el alba, en la confusin del
crepsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compaero me esperaba en el primer piso: la
herida no le permita descender a la planta baja. Lo rememoro con algn libro de estrategia
en la mano: E N. Maude o Clausewitz. "El arma que prefiero es la artillera", me confes
una noche. Inquira nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos.
Tambin sola denunciar "nuestra deplorable base econmica', profetizaba, dogmtico y
sombro, el ruinoso fin. "Cest une affaire flambe" murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde fsico, magnificaba su soberbia mental. As pasaron, bien o mal,
nueve das.
El dcimo la ciudad cay definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes
silenciosos patrullaban las rutas; haba cenizas y humo en el viento; en una esquina vi
tirado un cadver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniqu en el cual los soldados
interminablemente ejercitaban la puntera, en mitad de la plaza... Yo haba salido cuando el
amanecer estaba en el cielo; antes del medioda volv. Moon, en la biblioteca, hablaba con
alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por telfono. Despus o mi
nombre; despus que yo regresara a las siete, despus la indicacin de que me arrestaran
cuando yo atravesara el jardn. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendindome.
Le o exigir unas garantas de seguridad personal.
Aqu mi historia se confunde y se pierde. S que persegu al delator a travs de negros
corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vrtigo. Moon conoca la casa muy bien,
harto mejor que yo. Una o dos veces lo perd. Lo acorral antes de que los soldados me
detuvieran. De una de las panoplias del general arranqu un alfanje; con esa media luna de
acero le rubriqu en la cara, para siempre, una media luna de sangre.
Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesin. No me duele tanto su
menosprecio.
Aqu el narrador se detuvo. Not que le temblaban las manos.
-Y Moon? -le interrogu.
23
-Cobr los dineros de judas y huy al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniqu
por unos borrachos.
Aguard en vano la continuacin de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atraves; entonces me mostr con dbil dulzura la corva cicatriz
blanquecina.
-Usted no me cree? -balbuce-. No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi
infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he
denunciado al hombre que me ampar: yo soy Vincent Moon. Ahora desprcieme.
1942
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Tema Del Traidor Y Del Hroe
Sho the Platonic Year
Whirls out new right and wrong
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W B. YEATS, The Tower
Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del
consejero ulico Leibniz (que invent la armona preestablecida), he imaginado este
argumento, que escribir tal vez y que ya de algn modo me justifica, en las tardes intiles.
Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron
reveladas an; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro as.
La accin transcurre en un pas oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la repblica de Venecia,
algn Estado sudamericano o balcnico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el
narrador es contemporneo, la historia referida por l ocurri al promediar o al empezar el
siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se
llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick,
cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y
de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre cinagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitn de conspiradores; a semejanza
de Moiss que, desde la tierra de Moab, divis y no pudo pisar la tierra prometida,
Kilpatrick pereci en la vspera de la rebelin victoriosa que haba premeditado y soado.
Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son
enigmticas; Ryan, dedicado a la redaccin de una biografa del hroe, descubre qu el
enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la polica
britnica no dio jams con el matador; los historiadores declaran que ese fracaso no empaa
su buen crdito, ya que tal vez lo hizo matar la misma polica. Otras facetas del enigma
inquietan a Ryan. Son de carcter cclico: parecen repetir o combinar hechos de remotas
regiones, de remotas edades. As, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadver
del hroe hallaron una carta cerrada que le adverta el riesgo de concurrir al teatro, esa
noche; tambin julio Csar, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puales de sus
amigos, recibi un memorial que no lleg a leer, en que iba declarada la traicin, con los
nombres de los traidores. La mujer de Csar, Calpurnia, vio en sueos abatida una torre que
le haba decretado el Senado; falsos y annimos rumores, la vspera de la muerte de
Kilpatrick, publicaron en todo el pas el incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho
que pudo parecer un presagio, pues aqul haba nacido en Kilgarvan. Esos paralelismos (y
otros) de la historia de Csar y de la historia de un conspirador irlands inducen a Ryan a
suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de lneas que se repiten. Piensa en la
historia decimal que ide Condorcet; en las morfologas que propusieron Hegel, Spengler y
Vico; en los hombres de Hesodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la
transmigracin de las almas, doctrina que da horror a las letras clticas y que el propio
Csar atribuy a los druidas britnicos; piensa que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus
25
Kilpatrick fue Julio Csar. De esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobacin,
una comprobacin que luego lo abisma en otros laberintos ms inextricables y
heterogneos: ciertas palabras de un mendigo que convers con Fergus Kilpatrick el da de
su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia
hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la
literatura es inconcebible... Ryan indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el ms
antiguo de los compaeros del hroe, haba traducido al galico los principales dramas de
Shakespeare; entre ellos, Julio Csar. Tambin descubre en los archivos un artculo
manuscrito de Nolan sobre los Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones
teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran episodios histricos en las mismas
ciudades y montaas donde ocurrieron. Otro documento indito le revela que, pocos das
antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el ltimo cnclave, haba firmado la sentencia de
muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no condice con los
piadosos hbitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa investigacin es uno de los
hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo tambin la entera ciudad, y los
actores fueron legin, y el drama coronado por su muerte abarc muchos das y muchas
noches. He aqu lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El pas estaba maduro para la
rebelin; algo, sin embargo, fallaba siempre: algn traidor haba en el cnclave. Fergus
Kilpatrick haba encomendado a James Nolan el descubrimiento de ese traidor. Nolan
ejecut su tarea: anunci en pleno cnclave que el traidor era el mismo Kilpatrick.
Demostr con pruebas irrefutables la verdad de la acusacin; los conjurados condenaron a
muerte a su presidente. ste firm su propia sentencia, pero implor que su castigo no
perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibi un extrao proyecto. Irlanda idolatraba a Kilpatrick; la ms tenue
sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelin; Nolan propuso un plan que hizo
de la ejecucin del traidor el instrumento para la emancipacin de la patria. Sugiri que el
condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente
dramticas, que se grabaran en la imaginacin popular y que apresuraran la rebelin.
Kilpatrick jur colaborar en este proyecto, que le daba ocasin de redimirse y que
rubricara su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo ntegramente inventar las circunstancias de la mltiple
ejecucin; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo ingls William Shakespeare.
Repiti escenas de Macbeth, de Julio Csar. La pblica y secreta representacin
comprendi varios das. El condenado entr en Dubln, discuti, obr, rez, reprob,
pronunci palabras patticas, y cada uno de esos actos que reflejara la gloria, haba sido
prefijado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el rol de
algunos fue complejo; el de otros, momentneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran
en los libros histricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese
minucioso destino que lo redima y que lo perda, ms de una vez enriqueci con actos y
palabras improvisadas el texto de su juez. As fue desplegndose en el tiempo el populoso
drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba
el de Lincoln, un balazo anhelado entr en el pecho del traidor y del hroe, que apenas
pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
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En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramticos; Ryan
sospecha que el autor los intercal para que una persona, en el porvenir, diera con la
verdad. Comprende que l tambin forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces
cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del
hroe; tambin eso, tal vez, estaba previsto.
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El Jardn De Los Senderos Que Se
Bifurcan
A Victoria Ocampo
En la pgina 22 de la Historia de la Guerra Europea, de Liddell Hart, se lee que una
ofensiva de trece divisiones britnicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillera)
contra la lnea SerreMontauban haba sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y
debi postergarse hasta la maana del da veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el
capitn Liddell Hart) provocaron esa demora -nada significativa, por cierto-. La siguiente
declaracin, dictada, releda y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrtico de ingls
en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos
pginas iniciales.
... y colgu el tubo. Inmediatamente despus, reconoc la voz que haba contestado en
alemn. Era la del capitn Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor
Runeberg, quera decir el fin de nuestros afanes y -pero eso pareca muy secundario, o
deba parecrmelo- tambin de nuestras vidas. Quera decir que Runeberg haba sido
arrestado o asesinado. Antes que declinara el sol de ese da, yo correra la misma suerte.
Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlands a las
rdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traicin cmo no iba a
abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quiz la, muerte, de
dos agentes del Imperio alemn? Sub a mi cuarto; absurdamente cerr la puerta con llave y
me tir de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de
siempre y el sol nublado de las seis. Me pareci increble que ese da sin premoniciones ni
smbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber
sido un nio en un simtrico jardn de Ha Feng yo, ahora, iba a morir? Despus reflexion
que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y
slo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el
mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a m... El casi intolerable recuerdo del rostro
acaballado de Madden aboli esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora
no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi
garganta anhela la cuerda) Pns que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no
sospechaba que yo posea el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de
artillera britnico sobre el Ancre. Un pjaro ray el cielo gris y ciegamente lo traduje en un
aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francs) aniquilando el parque de
artillera con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera
gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre.
Cmo hacerla llegar al odo del Jefe? Al odo de aquel
hombre enfermo y odioso, que no saba de Runeberg y de m sino que estbamos en
Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su rida oficina de Berln,
examinando infinitamente peridicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorpor sin
ruido, en una intil perfeccin de silencio, como si Madden ya estuviera acechndome.
Algo -tal vez la mera ostentacin de probar que mis recursos eran nulos- me hizo revisar
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mis bolsillos. Encontr lo que saba que iba a encontrar: el reloj norteamericano, la cadena
de nquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves intiles del
departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolv destruir inmediatamente (y que
no destru), una corona, dos chelines y unos Pniques, el lpiz rojo-azul, el pauelo, el
revlver con una bala. Absurdamente lo empu y sopes para darme valor. Vagamente
Pns que un pistoletazo puede orse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La
gua telefnica me dio el nombre de la nica persona capaz de transmitir la noticia: viva en
un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a trmino un plan que nadie
no calificar de arriesgado. Yo s que fue terrible su ejecucin. No lo hice por Alemania,
no. Nada me importa un pas brbaro, que me ha obligado a la abyeccin de ser un espa.
Adems, yo s de un hombre de Inglaterra -un hombre modesto- que para m no es menos
que Goethe. Arriba de una hora no habl con l, pero durante una hora fue Goethe... Lo
hice, porque yo senta que el jefe tema un poco a los de mi raza -a los innumerables
antepasados que confluyen en m-. Yo quera probarle que un amarillo poda salvar a sus
ejrcitos. Adems, yo deba huir del capitn. Sus manos y su voz podan golpear en
cualquier momento a mi puerta. Me vest sin ruido, me dije adis en el espejo, baj,
escudri la calle tranquila y sal. La estacin no distaba mucho de casa, pero juzgu
preferible tomar un coche. Arg que as corra menos peligro de ser reconocido; el hecho
es que en la calle desierta me senta visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le
dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Baj con lentitud
voluntaria y casi Pnosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqu un pasaje para una estacin
ms lejana. El tren sala dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresur;
el prximo saldra a las nueve y media. No haba casi nadie en el andn. Recorr los coches:
recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que lea con fervor los Anales de Tcito,
un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconoc corri en
vano hasta el lmite del andn. Era el capitn Richard Madden. Aniquilado, trmulo, me
encog en la otra punta del silln, lejos del temido cristal.
De esta aniquilacin pas a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeado mi
duelo y que yo haba ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos,
siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Arg que esa victoria mnima
prefiguraba la victoria total. Arg que no era mnima, ya que sin esa diferencia preciosa
que el horario de trenes me deparaba, yo estara en la crcel, o muerto. Arg (no menos
sofsticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen
trmino la aventura. De esa debilidad saqu fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el
hombre se resignar cada da a empresas ms atroces; pronto no habr sino guerreros y
bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la
ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado". As proced
yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel da que era tal
vez el ltimo, y la difusin de la noche. El tren corra con dulzura, entre fresnos. Se detuvo,
casi en medio del campo.
Nadie grit el nombre de la estacin. "Ashgrove?", les pregunt a unos chicos en el andn.
"Ashgrove", contestaron. Baj. Una lmpara ilustraba el andn, pero las caras de los nios
quedaban en la zona de sombra. Uno me interrog: "Usted va a. casa del doctor Stephen
Albert?" Sin aguardar contestacin, otro dijo: "La casa queda lejos de aqu, pero usted no se
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perder si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la
izquierda. Les arroj una moneda (la ltima), baj unos escalones de piedra y entr en el
solitario camino. ste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundan las
ramas, la luna baja y circular pareca acompaarme.
Por un instante, Pns que Richard Madden haba Pnetrado de algn modo mi
desesperado propsito. Muy pronto comprend que eso era imposible. El consejo de
siempre doblar a la izquierda me record que tal era el procedimiento comn para descubrir
el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos; no en vano soy bisnieto
de aquel Ts'ui Pn, que fue gobernador de Yunnan y que renunci al poder temporal para
escribir una novela que fuera todava ms populosa que el Hung Lu Meng y para edificar
un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece aos dedic a esas
heterogneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesin y su novela era insensata y
nadie encontr el laberinto. Bajo los rboles ingleses medit en ese laberinto perdido: lo
imagin inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaa, lo imagin borrado por
arrozales o debajo del agua, lo imagin infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas
que vuelven, sino de ros y provincias y reinos... Pens en un laberinto de laberintos, en un
sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algn
modo los astros. Absorto en esas ilusorias imgenes, olvid mi destino de perseguido. Me
sent, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo,
la luna, los restos de la tarde, obraron en m; asimismo el declive que eliminaba cualquier
posibilidad de cansancio. La tarde era ntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba,
entre las ya confusas praderas. Una msica aguda y como silbica se aproximaba y se
alejaba en el vaivn del viento, empaada de hojas y de distancia. Pns que un hombre
puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un
pas; no de lucirnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegu, as, a un alto
portn herrumbrado. Entre las rejas descifr una alameda y una especie de pabelln.
Comprend, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increble: la msica
vena del pabelln, la msica era china. Por eso, yo la haba aceptado con plenitud, sin
prestarle atencin. No recuerdo si haba una campana o un timbre o si llam golpeando las
manos. El chisporroteo de la msica prosigui.
Pero del fondo de la ntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos
anulaban los troncos, un farol de papel, que tena la forma de los tambores y el color de la
luna. Lo traa un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abri el portn y
dijo lentamente en mi idioma:
Veo que el piadoso Hsi Png se empea en corregir mi soledad. Usted sin duda querr ver el jardn?
Reconoc el nombre de uno de nuestros cnsules y repet desconcertado:
El jardn?
El jardn de senderos que se bifurcan.
Algo se agit en mi recuerdo y pronunci con incomprensible seguridad:
El jardn de mi antepasado Ts'ui Pn.
Su antepasado? Su ilustre antepasado? Adelante.
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El hmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de
libros orientales y occidentales. Reconoc, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos
manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigi el Tercer Emperador de la Dinasta
Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramfono giraba junto a un
fnix de bronce. Recuerdo tambin un jarrn de la familia rosa y otro, anterior de muchos
siglos, de ese color azul que nuestros artfices copiaron de los alfareros de Persia...
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de
ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote haba en l y tambin de marino; despus me
refiri que haba sido misionero en Tientsin "antes de aspirar a sinlogo".
Nos sentamos; yo en un largo y bajo divn; l de espaldas a la ventana y a un alto reloj
circular. Comput que antes de una hora no llegara mi perseguidor, Richard Madden. Mi
determinacin irrevocable poda esperar.
Asombroso destino el de Ts'ui Pn -dijo Stephen Albert-. Gobernador de su provincia natal, docto en astronoma, en astrologa y en la interpretacin infatigable de los libros
cannicos, ajedrecista, famoso poeta y calgrafo: todo lo abandon para componer un libro
y un laberinto. Renunci a los placeres de la opresin, de la justicia, del numeroso lecho, de
los banquetes y aun de la erudicin, y se enclaustr durante trece aos en el Pabelln de la
Lmpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caticos. La
familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea (un monje
taosta o budista) insisti en la publicacin.
Los de la sangre de Ts'ui Pn -repliqu- seguimos execrando a ese monje. Esa publicacin fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo
he examinado alguna vez: en el tercer captulo muere el hroe, en el cuarto est vivo. En
cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pn, a su Laberinto...
Aqu est el Laberinto -dijo indicndome un alto escritorio laqueado.
Un laberinto de marfil! -exclam-. Un laberinto mnimo...
Un laberinto de smbolos -corrigi-. Un invisible laberinto de tiempo. A m, brbaro ingls, me ha sido deparado revelar ese misterio difano. Al cabo de ms de cien aos, los
pormenores son irrecuperables, pero no es difcil conjeturar lo que sucedi. Ts'ui Pn dira
una vez: "Me retiro a escribir un libro". Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos
imaginaron dos obras; nadie Pens que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabelln de
la Lmpida Soledad se ergua en el centro de un jardn tal vez intrincado; el hecho puede
haber sugerido a los hombres un laberinto fsico. Tsui Pnmuri; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusin de la novela me sugiri que se
era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solucin del problema. Una: la
curiosa leyenda de que Tsui Pn se haba propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubr.
Albert se levant. Me dio, por unos instantes, la espalda; abri un cajn del ureo y
renegrido escritorio. Volvi con un papel antes carmes; ahora rosado y tenue y
cuadriculado. Era justo el renombre caligrfico de Ts'ui Pn. Le con incomprensin y
fervor estas palabras que con minucioso pincel redact un hombre de mi sangre: "Dejo a los
varios porvenires (no a todos) mi jardn de senderos que se bifurcan". Devolv en silencio la
hoja. Albert prosigui:
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Antes de exhumar esta carta, yo me haba preguntado de qu manera un libro puede ser infinito. No conjetur otro procedimiento que el de un volumen cclico, circular. Un
volumen cuya ltima pgina fuera idntica a la primera, con posibilidad de continuar
indefinidamente. Record tambin esa noche que est en el centro de Las mil y una noches,
cuando la reina Shahrazad (por una mgica distraccin del copista) se pone a referir
textualmente la historia de Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en
que la refiere, y as hasta lo infinito. Imagin tambin una obra platnica, hereditaria,
transm
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