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ACTO CONMEMORATIVO DEL 60 ANIVERSARIO DE LA PROMULGACIÓN DEL ESTATUTO DEL SERVICIO CIVIL San José, Costa Rica, 29 de mayo de 2013
POLÍTICA, GOBERNANZA, LIDERAZGO
Francisco Longo
ESADE. Barcelona, España
Señores Ministros, Viceministros, Legisladores, miembros del Cuerpo
Diplomático, Director, Subdirectora y exDirectores del Servicio Civil,
Directores del Servicio Civil de los países de la región centroamericana,
señoras y señores:
Quiero empezar mi intervención expresando mi gratitud al Gobierno
de Costa Rica y a su Dirección General del Servicio Civil por invitarme a
compartir esta celebración del 60 aniversario de la promulgación del
Estatuto del Servicio Civil. Es para mí un alto honor dirigirles la
palabra en este importante acto conmemorativo y hacerlo ante
representantes tan cualificados de las instituciones y de la sociedad
costarricense.
Se me ha pedido que les hable sobre “Política, Gobernanza y
Liderazgo”. Lo haré con la modestia de quien es consciente de manejar
conceptos complejos, cargados de significaciones diversas, incluso
antagónicas, que han sido abordados desde múltiples disciplinas y
están cruzados por perspectivas ideológicas y valorativas diferentes.
Ruego, por tanto, que tomen mis palabras como una invitación a la
reflexión, desprovista, desde luego, de toda pretensión dogmática.
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I
Como ha escrito Francis Fukuyama, “…hoy en día, la afirmación de que
las instituciones constituyen la variable clave del desarrollo forma
parte ya de la sabiduría popular”. Iberoamérica ha aprendido, como
pocas regiones del mundo, esta lección, a lo largo de las diversas
peripecias que jalonaron su historia durante el siglo XX. La teoría del
desarrollo ha constatado en América Latina el fracaso de enfoques
que, enarbolando como bandera ya fuera la sustitución de
importaciones o bien el ajuste estructural, pusieron el énfasis en los
contenidos de la política económica de los países.
La mirada se ha vuelto desde los contenidos de la política hacia los
modos de hacer política. Por eso, el BID tituló su Informe de Progreso
Económico y Social para 2006, como “La política de las políticas”. El
juego de palabras refleja este giro: Es importante acertar en el diseño
de cada política concreta, pero lo decisivo es cómo se desarrolla el ciclo
completo de creación de políticas, esto es, los modos mediante los
cuales se forma la agenda, se implementan y se evalúan las políticas
públicas.
Este cambio de perspectiva nos conduce directamente a los actores de
estos procesos, a los valores que encarnan, a las formas mediante las
que expresan sus preferencias e intereses, a las interacciones que se
producen entre ellos, y a las normas, tanto escritas como no escritas,
que rigen todo lo anterior. Esto es, nos llevan a analizar la calidad de
los marcos y arreglos institucionales que configuran el modelo de
gobernanza actuante en cada caso.
¿Qué hace que podamos hablar de una buena gobernanza? Depende, en
primer lugar, de cuáles sean los valores que adoptemos para analizar el
funcionamiento del espacio público y, en segundo lugar, de cómo
configuremos, basándonos en esos valores, nuestras expectativas.
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Una primera opción podría ser tener en cuenta, sobre todo, el grado de
eficacia de los procesos de decisión, la solvencia con que estos
permiten elegir buenas opciones y su capacidad para producir un
impacto rápido y efectivo. Desde esta perspectiva, un estudioso de la
cuestión, mi colega en Naciones Unidas, el profesor mexicano Luis
Aguilar, ha equiparado la buena gobernanza con la “eficacia directiva”
de una comunidad políticamente constituida.
La crisis económica actual nos lleva a echar mucho de menos estos
atributos tanto en el plano interno de los estados como en el ámbito
supranacional o global. El que algunos han llamado “déficit cognitivo”
de los poderes públicos actuales y la dificultad de las materias que
afrontan, por no hablar de la multiplicación de los puntos de veto, o de
lo complicado que resulta gestionar las interacciones y conseguir los
consensos necesarios, son elementos que conspiran contra esta
cualidad. En estos días, algunos tienden a concentrarse en ella,
relegando otras dimensiones de la gobernanza, para exaltar, por
ejemplo, la eficacia y velocidad de reacción de China o de los llamados
“tigres asiáticos”, en contraste con la complicación y lentitud de las
viejas democracias occidentales.
Podríamos, también, valorar la gobernanza atendiendo a otra
dimensión: su potencial de creación de estabilidad y certidumbre.
Sería una cualidad estimable, por razones obvias, para toda la
ciudadanía, que aspira en general a un entorno seguro y a un
comportamiento previsible e imparcial de los poderes que deben
garantizarlo, especialmente en estos tiempos de incertidumbre.
Pero lo que suele destacarse en esta aproximación es su extrema
importancia para los actores económicos. Lo que cuenta es, sobre todo,
la capacidad del sistema de gobernanza para crear un entorno de
seguridad jurídica que reduzca los costos de transacción y en el cual
los mercados puedan funcionar eficazmente. Ésta es la visión desde la
cual los organismos internacionales, como el Banco Mundial o el Fondo
Monetario Internacional, evalúan preferentemente la calidad de la
gobernanza de los países y su idoneidad para atraer inversiones y
promover el desarrollo.
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Y tampoco sería extraño que optáramos por valorar de un modo
especial la gobernanza por su grado de calidad democrática, es decir,
por la concurrencia de aquellos elementos que facilitan y promueven el
acercamiento y la participación de los ciudadanos en la acción
colectiva.
Si lo hiciéramos así, otorgaríamos la preferencia a atributos como la
amplitud e inclusividad de la deliberación pública, la transparencia de
los procesos de decisión, la responsabilización de quienes ejercen el
poder y el buen funcionamiento de los procesos de rendición de
cuentas de los gobiernos. El Libro Blanco de la Gobernanza Europea,
aprobado en 2004, se inspira justamente en esta visión para definir las
características deseables de la gobernanza en los países del continente.
Hay algo de lo que debiéramos ser conscientes y es que, si unimos
estas tres perspectivas, estaremos proyectando sobre nuestras
sociedades y sobre sus modelos de gobernanza una mirada
considerablemente exigente. En su último libro, (Los orígenes del orden
político), Fukuyama –construyendo algo así como una síntesis de las
tres aproximaciones descritas- sostiene que una democracia liberal
tiene éxito cuando combina, en un equilibrio estable, tres conjuntos de
instituciones: fortaleza del estado, imperio de la ley y rendición de
cuentas democrática mediante elecciones libres.
Pero –añade- el hecho de que haya países capaces de alcanzar ese
equilibrio constituye un milagro de la política moderna, ya que no es
nada fácil que puedan combinarse. Sólo algunas democracias
avanzadas lo consiguen. En realidad, como subraya el profesor de
Stanford, el hecho de que concurra alguno de esos conjuntos de
instituciones no quiere decir que se den también los otros, y así nos lo
muestra el análisis comparado de los países y sus sistemas
institucionales, en el que la gran mayoría son deficitarios en alguno de
esos tres componentes.
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II
El marco que he intentado describir invita a contrastarlo con la
realidad y a sacar conclusiones acerca de la calidad de la gobernanza
en los entornos en que nos movemos. Desde luego, sería un
atrevimiento inaceptable por mi parte intentarlo con referencia a Costa
Rica, dado mi desconocimiento de muchos elementos de la base
institucional del país. Por eso, les trasladaré algunas reflexiones
originadas en los contextos español y europeo que me son próximos,
esperando que les resulten –ya sea por afinidad o por contraste- de
algún interés, también para ustedes.
¿En qué punto nos encontramos? ¿Cuál es la calidad de la gobernanza
en nuestras sociedades? Podemos dar por sentado que, en tanto que
europeos y españoles, nos encontramos entre las democracias liberales
consolidadas a las que alude Fukuyama. Esto no es poco, en sí mismo.
Sin embargo, si juzgamos por las percepciones de los ciudadanos, la
respuesta no puede ser del todo optimista.
Vivimos en toda Europa momentos de decepción por el
funcionamiento de lo público que atraviesan los diferentes entornos
nacionales y se extienden últimamente al funcionamiento del modelo
de integración europea. En España, en particular, el duro impacto de la
crisis agrava esas sensaciones, llevando la confianza ciudadana en las
instituciones al punto más bajo en mucho tiempo. No se trata solo de
un estado de depresión colectiva forzado por la recesión y por el temor
a un futuro incierto. Más allá de los datos de nuestra peripecia reciente,
hay razones de peso para el descontento.
Como recuerda Amartya Sen, recuperando a John Stuart Mill, la
democracia es, sobre todo, gobierno por discusión. Sin embargo, el
tono de la deliberación pública se ha ido apagando progresivamente en
nuestras sociedades. Los medios de comunicación, convertidos en la
cancha de juego dominante, han sustituido en alguna medida a los
parlamentos imponiendo a la política reglas que estimulan la
simplificación del mensaje, la búsqueda del titular, la exaltación
simbólica de la diferencia o la descalificación del contrario.
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La expansión de las redes sociales no parece corregir la tendencia,
sino, más bien, intensificarla. En estos escenarios, los argumentos
ceden el paso a una dialéctica banal y previsible de confrontación en la
que mengua el intercambio de las propuestas y la valoración de las
diferencias de enfoque. El funcionamiento del ágora pública garantiza
así cada vez menos la fundamentación democrática de las decisiones
de interés general.
Y si la forma del discurso político se ha empobrecido, no lo han hecho
menos sus contenidos. Los programas de los partidos tienden a
agregar preferencias de los diferentes grupos de electores y a rehuir
las iniciativas más susceptibles de provocar rechazo. Las agendas se
construyen, cada vez más, en función del respaldo mostrado
previamente por los estudios de opinión. Un sesgo populista se adueña
a menudo del debate público y lo centra aquellos temas capaces de
provocar adhesión espontánea, desterrando aquellos otros que se
sitúan a contracorriente de las percepciones mayoritarias.
Se eluden las malas noticias aunque se sepa que la situación va a
hacerlas inevitables. Todo ello es percibido por la ciudadanía, que
desconfía cada vez más de las propuestas y desmentidos de los
políticos. La credibilidad de los liderazgos públicos sufre, con todo ello,
un deterioro preocupante.
En estos escenarios, el sistema político encuentra dificultades cada vez
mayores para construir consensos. Ciertamente, la confrontación entre
propuestas es consustancial a la deliberación y a la alternancia, pero
existen áreas de la acción colectiva donde la continuidad de las
políticas públicas resulta imprescindible para conseguir impactos
efectivos en el largo plazo. En estos casos (podemos citar la educación,
como ejemplo, o también la reforma del Estado), sólo los consensos
mayoritarios permiten sustraer las políticas de los vuelcos propios del
ciclo electoral.
Algo parecido sucede con el gobierno de aquellas instituciones
(agencias reguladoras, órganos consultivos, medios de comunicación
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públicos) cuya estabilidad no debiera hallarse sometida a vaivenes o
bloqueos.
Por otra parte, en algunos supuestos, cada vez más frecuentes, el
acuerdo sería necesario para explorar caminos cuyo éxito no está
garantizado de antemano y para facilitar aprendizajes colectivos. La
pérdida de capacidad para el consenso es, por todo ello, cuando se
produce, un déficit institucional remarcable.
Todo lo anterior está llevando a muchos, y en muchos países, a pensar
que quienes dirigen no están a la altura. Se cuestiona abiertamente la
calidad de las élites que intervienen en buena parte de los procesos de
alcance colectivo. En mi país, ha hecho fortuna la expresión, tomada de
un libro reciente de los economistas norteamericanos Azemoglu y
Robinson, de “élites extractivas” para calificar a los grupos que ejercen
el poder político y económico.
Críticas similares se han producido en otras latitudes. David Brooks ha
denunciado la deriva oligárquica de la meritocracia en los Estados
Unidos y su incapacidad para producir una clase dirigente consciente
de su papel rector y realmente dispuesta a asumirlo. El alejamiento de
la ciudadanía respecto de estas élites se agudiza al constatar la
facilidad e impunidad con que a veces privatizan las ganancias,
socializan las pérdidas y eluden la responsabilidad por decisiones que
pueden llevar a la ruina financiera a empresas y países enteros. El
incremento de la desigualdad en el ingreso, constatable en Occidente a
lo largo de las tres últimas décadas, agrava estas percepciones.
El problema de la calidad de las élites se extiende a las interacciones
que se producen entre lo público y lo privado. Son interacciones
nevitables, cada vez más intensas y además están llenas de
posibilidades para impulsar iniciativas de interés general. Ahora bien,
en el espacio público actual, estas relaciones deben precaverse de la
captura del patrimonio público por intereses particulares.
Desde el Financial Times -tribuna del capitalismo europeo- Martin
Wolff ha escrito: “Proteger la política democrática de la plutocracia
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está entre los mayores desafíos para la salud de las democracias”. Los
déficit de regulación de la actuación de los lobbies o de la financiación
de los partidos dejan un espacio demasiado amplio a la actuación de
grupos de interés que los utilizan en su provecho. Los escándalos de
corrupción crean en la ciudadanía, desazón y desmoralización, y
reducen el capital de confianza imprescindible para articular una
buena gobernanza
En este contexto, la partitocracia es vista, cada vez por más gente,
como un serio problema. Los partidos son, en las democracias
liberales, canales prácticamente exclusivos para el progreso de las
vocaciones políticas. El problema principal radica en que, para forjarlas
y hacerlas progresar, utilizan con frecuencia mecanismos que, por su
carácter cerrado y endogámico, dificultan la emergencia y la
renovación de liderazgos de buena calidad.
Y si volvemos la mirada a las administraciones públicas, observamos
que padecen, en muchos países de Europa la crisis de un modelo de
expansión incremental de los servicios públicos que presenta serios
problemas de sostenibilidad. Por otra parte, sufren de una tendencia a
la inflexibilidad de sus estructuras y procesos, especialmente los que se
relacionan con el empleo público. A menudo, estos últimos resultan
vulnerables a la acción de corporaciones profesionales y gremios que
introducen en el sistema una creciente rigidez. La consecuencia suele
ser una excesiva judicialización de las relaciones de trabajo que se ven
interferidas con demasiada frecuencia, en el sector público, por la
acción de los tribunales.
Cuando todo esto sucede, las burocracias basadas en el mérito corren
el riesgo de convertirse en maquinarias pesadas y auto-referenciadas,
poco aptas para operar con eficacia y agilidad, llenas de restricciones
para los gerentes e inadecuadas para gestionar el talento, el esfuerzo y
la excelencia. Esto resulta especialmente problemático en contextos de
consolidación fiscal, que obligan a los gobiernos a hacer más cosas con
menos recursos.
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III
El panorama descrito muestra problemas de institucionalidad que
afectan a segmentos esenciales del espacio público. Llegados a este
punto, y si optáramos por mantenernos en el plano teórico, sería
relativamente fácil contraponer racionalmente un modelo ideal que
evidenciara la distancia que existe entre nuestros deseos y
aspiraciones y la realidad. Pero este sería, me temo, un ejercicio más
inclinado a la melancolía que útil para suministrar claves de mejora de
la situación.
Personalmente, estoy convencido de que, para adentrarse en los
problemas del espacio público, conviene huir de lo que podríamos
llamar la “tentación del púlpito”. Sostenía hace unos años el politólogo
español –prematuramente desaparecido- Rafael Del Águila que el tipo
de intelectual que proliferó en las democracias de Occidente, tras la
caída del muro de Berlín, es aquel que tildaba de “intelectual
impecable”. Dado que la política, se caracteriza, como sabemos -decía-
por una metodología esencialmente imperfecta y contingente, este
intelectual decide rehuirla y sustituirla por la prédica.
Pero si queremos ser constructivos y mejorar las cosas, más que
cargarnos de razón –viene a decir Del Águila- procuremos ser
razonables. Es preferible, en este punto, pasar de la razón a la
razonabilidad, en el sentido con que describía esta antinomia –con ecos
de John Rawls- el filósofo Fernando Savater: “…Es preciso –dice- no
confundir lo racional con lo razonable. Lo racional busca conocer las
cosas para saber cómo podemos arreglárnoslas mejor con ellas,
mientras que lo razonable intenta comunicarse con los sujetos para
arbitrar junto con ellos el mejor modo de convivir humanamente. Todo
lo racional es científico, pero la mayor parte de lo razonable ni lo es ni
puede serlo: no es lo mismo tratar con aquello que sólo tiene
propiedades que con quienes tienen proyectos e intenciones”. Hasta
aquí la cita.
Pues bien, desde estas premisas, podemos preguntarnos por aquellas
cosas que harían más razonable un modelo de gobernanza afectado
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por las disfunciones que hemos apuntado. Preguntarnos cómo
construir una acción colectiva de mejor calidad. O, expresado con otras
palabras, cómo conseguir que las relaciones (de interlocución, de
colaboración, de negociación, de confrontación) entre los diferentes
actores que intervienen en el espacio común mejoren de un modo
efectivo su capacidad para crear valor público.
Resulta, probablemente, más fácil buscar las respuestas si invertimos
el planteamiento, poniéndolo en negativo, y empezamos por
considerar qué tipo de aproximaciones y propuestas no pasarían el
filtro de la razonabilidad.
No sería razonable, de entrada, pedir a la política lo que la política no
está en condiciones de ofrecer. La política se desarrolla en el reino de
lo incierto, lo tentativo, lo negociable, lo falible y contradictorio. No
podemos usar para diagnosticar sus problemas y proponer respuestas
un marco de análisis compuesto por principios abstractos, eternos,
atemporales, sin contradicciones, sin mácula... Pero, además, si en
algún momento pudo tener sentido intentarlo, no es así ya en los
tiempos que vivimos.
En la actualidad, en palabras de Daniel Innerarity, “…la política ha
entrado en un horizonte postheroico, en el que hay tantas
limitaciones... que la figura del héroe (con sus diversos formatos: el que
sabe, el experto, el que decide, el líder exclusivo, el que asume la
responsabilidad, el que unifica o polariza) ha sido o debe ser cuanto
antes abandonada”. En su forma actual la política está condenada a
decepcionar a quien espere de ella un saber asegurado y un
procedimiento de control jerárquico sobre la sociedad.
Lo razonable sería, pues, que, como ciudadanos interesados por los
asuntos públicos, ajustáramos nuestras expectativas a este escenario.
Que nos reconciliáramos con una visión más realista sobre la
racionalidad de los procesos políticos. Que comprendiéramos sus
limitaciones cognitivas y predictivas y que aceptáramos el contenido a
menudo exploratorio de sus propuestas.
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De este modo, renunciando tanto a la ensoñación heroica como a la
descalificación antipolítica, estaríamos en condiciones de esperar y de
exigir una política mucho más modesta, menos segura de la
infalibilidad de su discurso, menos exaltante de la diferencia, menos
crispada y descalificante, más abierta al antagonista, más proclive al
acuerdo posible que al repliegue ideológico. Como advierte Niklas
Luhman, “la política debe entender su relación con la sociedad como
una relación de aprendizaje y no de enseñanza”.
Así las cosas, tampoco sería razonable, pese a las muchas deficiencias
que presenta el ejercicio de la representación política, situar en ella el
núcleo exclusivo del problema, y mucho menos repudiarla como
superada por otras formas de articulación de la democracia.
Ciertamente, como decíamos antes, las dos instituciones clave de la
democracia representativa –parlamentos y partidos políticos- se hallan
en crisis. Y, desde luego, la existencia de una ciudadanía activa y
vigilante –la que el sociólogo francés Pierre Rosanvallon llama “contra-
democracia”- es un importante activo de la gobernanza democrática.
Diferentes modalidades de control social y exigencia de
responsabilidad pueden ejercer un importantísimo impulso
regenerador. La tecnología, la remoción de obstáculos al escrutinio
público, los flujos transparentes de información en tiempo real y
también las redes sociales pueden acelerar y multiplicar el impacto de
estas expresiones.
Ahora bien, la participación social no es ni puede ser la alternativa a la
representación. La solución para una mala representación no radica en
las fórmulas asamblearias o la movilización directa de los grupos
sociales, sino en conseguir una buena representación. Más allá de los
parlamentos y los partidos, al otro lado de invocaciones como “no nos
representan” o “que se vayan todos”, solo hay un territorio que la
historia y la experiencia nos muestran poblado por populismos y
dictaduras.
Por eso, lo razonable sería, justamente, invertir toda la energía social
necesaria en mejorar la calidad de la representación. La participación e
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implicación de una ciudadanía activa debieran convertirse –en mi
opinión- en un estímulo a la regeneración de la democracia
representativa. Si me permiten llevar un poco de agua a mi molino, les
diré que la buena representación tiene bastante que ver con la calidad
de los recursos humanos-
Como explica Sartori, la democracia, cuando la contemplamos en su
dimensión vertical, debe aspirar a constituirse en “poliarquía selectiva”
o, lo que viene a ser lo mismo, en una meritocracia basada en la
elección. La igualdad no está reñida con el mérito. No hay buena
calidad en la democracia si sus procedimientos no facilitan que los
mejores –lo que, desde luego, no quiere decir los más galardonados y
tampoco los más expertos- accedan a los cargos representativos.
La representación democrática -recuerda Bernard Manin- se
fundamenta en un principio de distinción. Contiene implícitamente la
aspiración de ser gobernados por ciudadanos poseedores de un alto
grado de sabiduría y de virtud cívica. Por supuesto, sin que ello
implique depositar una fe ciega en las élites y siempre que se cuente
con imperativos, recompensas y sanciones, además de elecciones
frecuentes. También, con partidos renovados, abiertos y capaces de
producir liderazgos de buena calidad. Y, desde luego, con una
ciudadanía dispuesta a ejercer de forma meditada y selectiva su
función electoral. Debiéramos asumir, por ejemplo, que cada vez que se
tolera o reelige a un corrupto no sólo se ensombrece el diagnóstico
sobre la calidad moral de los representantes, sino también -y este es,
en el fondo, el mayor problema- sobre la de los representados.
Tampoco sería razonable aceptar que la política –y la sociedad, en
general- se sigan desentendiendo de la gestión de los asuntos públicos.
Nos hemos acostumbrado a juzgar a los políticos por sus ideas o
propuestas, y a veces también por el modo en que asignan los recursos
a unas u otras prioridades, pero nos despreocupamos después a
menudo de los resultados de lo que hacen. El verdadero impacto de las
políticas públicas en la sociedad acostumbra a ser un territorio oscuro,
ambiguo y con frecuencia impune.
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Pues bien, en buena parte, ese impacto depende del funcionamiento de
una maquinaria estatal cuyo manejo es olvidado con demasiada
frecuencia por quienes gobiernan, o considerado como un asunto de
orden menor. Han contado para ello con la indiferencia de una opinión
pública para la cual la administración de lo que es de todos resulta las
más de las veces un universo alejado y extraño.
Lo razonable sería, por el contrario, rescatar para la agenda pública la
gestión pública, y otorgar a los problemas de nuestras
administraciones la importancia debida. En primer lugar, porque son
un componente básico de un estado de derecho capaz de ofrecer
seguridad jurídica e imparcialidad. También, porque su papel es
fundamental en la correcta gestión de las interacciones público-
privadas que caracterizan a la gobernanza actual. En tercer lugar,
porque de ellas dependen la eficacia y eficiencia de una enorme
cantidad de servicios públicos que financiamos entre todos.
Finalmente, porque su buen funcionamiento es condición sine qua non
para la existencia de una rendición de cuentas efectiva de los gobiernos
y de las organizaciones que dependen de ellos. Por todo ello, la
administración pública constituye una parte muy relevante del
entramado institucional que hace posible una gobernanza de buena
calidad.
IV
Señores Ministros, señoras y señores, permítanme, precisamente en
este punto y para concluir, volver la mirada hacia este país, hacia Costa
Rica. Nos encontramos precisamente conmemorando los primeros 60
años de vida de una institución clave de su Administración Pública: su
Servicio Civil. Les diré cuál es para mí el significado de esta
conmemoración.
No creo que se trate simplemente del aniversario de una ley, con toda
la importancia que cabe atribuirle, en especial por el carácter
precursor que tuvo en su momento. Al fin y al cabo, leyes con un
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contenido similar podemos encontrarlas en muchos países, y, sin ir
más lejos, en casi toda Latinoamérica.
La diferencia, aquello que merece la pena resaltar y celebrar, es que,
mientras en muchos casos esas normas quedaron en proclamaciones
retóricas que no impidieron la persistencia de las prácticas de clientela
y botín político, ustedes fueron capaces de producir un verdadero
cambio institucional; fueron capaces de trasladar la ley, con todo su
aliento meritocrático, a la realidad del funcionamiento de su sistema
político- administrativo; y fueron capaces de hacer algo que otros
países han intentado sin éxito: profesionalizar de un modo consistente
su empleo público.
Por eso, esta conmemoración no nos habla solamente de una historia
de cambio legislativo. Se trata de una historia de voluntad colectiva, de
liderazgo, de tenacidad, de capital público, de desarrollo institucional.
Con todos esos ingredientes, Costa Rica supo dotar de un fundamento
importante más al edificio institucional que caracteriza al país como
una democracia consolidada de las que superarían con claridad los
requisitos que citábamos al principio.
Estos son los principales motivos, a mi juicio, para la celebración de
hoy. Yo quiero felicitarles por ello, y desearles que mantengan el tono
reformador y el impulso colectivo que les permitirán actualizar y
perfeccionar su sistema de servicio civil, desarrollando sus fortalezas,
afrontando sus áreas de mejora y manteniéndolo como un referente de
solidez y de buena gobernanza para otros países. Estoy plenamente
convencido de que así será.
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