brevemente [41]
Relatos en cadena
dindondin [42]
andéndos [8]
El injerto, Miguel Ángel Carmona del Barco
elmuro [3]
decamino [43]
entrecocheyandén [44]
La fiesta de los huesos, Mariana Soriano Ortega
cuentoscomochurros [20]
lapuertadelanevera [24]
junio2016nº48
andénuno [5]
Muerte de un soplón, Edward Bunker
Publicamos a los seleccionados del VI Concurso de relato de Sttorybox y
Cuentos para el andén: relato ganador, dos accésits y mención a otros dos fina-
listas entre estas páginas. ¡Enhorabuena para esos cinco entre más de mil!
diccionariodesaturno [26]
Sttorypics [27]
sinopsis [29]
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén [30]
Edita: Grupo Andén C/ Feijoo, 6 - 4ºA - 28010 Madrid | [email protected] | www.grupoanden.com
Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz.
Asesores de contenidos: Sergi Bellver, Juan Carlos Márquez y Kike Cherta (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina),
Mª Luz Carrillo (México)
Publicidad: [email protected] | Diseño: www.jastenfrojen.com
Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com
Ilustración portada e interior: Alejandro Uscategui | http://uscateguialejandro.wix.com/alejandrouscategui
nove
dade
s
Con la colaboración de:
andéntres [10]
Tres microrrelatos de Luz Leira
3
Aquí dentro te esperan: un relato que escapó de
una prisión, escrito por un autor que entró y salió
varias veces de ella: Edward Bunker; un texto de
Miguel Ángel Carmona del Barco que hace equili-
brios entre este y el otro lado; tres microrrelatos de
Luz Leira que hablan de hermanas, reformas y de-
safíos; los seleccionados del VI Concurso de relato
que organizamos junto con Sttorybox; el texto de
una alumna de taller colaborador que se sube a este
tren desde México; teatro para niños de la mano de
Kazumbo. Y más cosas. No te quitamos más tiem-
po, esperamos que lo disfrutes.
Cuentos para el andén
@cuentosanden
www.grupoanden.com
Te escuchamos:
elmuro
Finalistas:
Vía de salud - Inma Núñez
Madrid (España)
Vías de Lisboa - Carmina Córdoba
Madrid (España)
Underground - Enrique Pérez
Madrid (España)
Tema: Vías Ganador: Sin título - Antonio Ruiz - Córdoba (España)
Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a [email protected] las bases y mira las fotos en Facebook y grupoanden.comTema del próximo concurso: Fauna doméstica.
andénuno
5
UN testigo del asesinato del guardia de Soledad fue llevado a San
Quintín a la espera del juicio. Lo alojaron en la tercera planta del
hospital. Para poder llegar hasta él, había que pasar por la entra-
da del hospital tras enseñar una tarjeta de identificación con foto,
nombre y número. Facilitando esa documentación se podía
entrar a la enfermería, que normalmente se utilizaba para tratar
cortes y dispensar pastillas para el resfriado. Al otro lado de esta
primera sala había una puerta de barrotes de acero pintados de
blanco. Un guardia esperaba al otro lado y comprobaba las iden-
tificaciones y los pases. Había un panel colgado de una pared con
ciento cincuenta y dos etiquetas con nombres de presos que tra-
bajaban en algún lugar del hospital, desde la lavandería a los
enfermeros de quirófano, desde el recepcionista del psiquiatra de
la cárcel al del jefe médico. Los presos que trabajaban en el hos-
pital vestían monos verdes que los diferenciaban de los que no
trabajaban allí, vestidos con camisas azules.
Un par de semanas más tarde, el psicólogo principal de la pri-
sión le dio a su recepcionista una lista de los hombres que que-
ría ver. El preso escribió obedientemente una lista de "petición
de entrevista". La dejó en el escritorio del psicólogo, quien la
firmó y se la devolvió al preso para que la entregara a la oficina
de custodia, que es donde se preparaban los pases que el turno
de noche repartía por todas las celdas. Sin embargo, en esta
ocasión, cuando el preso recibió la lista firmada de su jefe, la
colocó de nuevo en la máquina de escribir Underwood y aña-
dió dos nombres y números, Clemens, B13566, y Buford,
B14003. Ambos eran dos jóvenes "alevines", de diecinueve y
veintidós años, y ninguno había pasado más de un año en la
Casa de Drácula, como se conocía a San Quintín. Folsom era el
Hoyo, y Soledad, la Escuela de Gladiadores. Ninguno lo admiti-
ría, pero los dos querían ser carne de leyenda en el submundo
Muerte de un soplónEdward Bunker
6
andénuno
de la prisión. Durante la noche, un guardia recorría las galerías
del bloque de celdas, colocando los pases (llamados "ducados")
entre los barrotes de los presos que eran requeridos por alguien
en algún sitio. Clemens estaba totalmente despierto y a la espe-
ra cuando el guardia pasó por su celda. Buford recogió el suyo
cuando se despertó. Se encontraron en el patio grande des-
pués del desayuno. Ninguno de los dos tenía apetito. En lugar
de hambre, lo que sentían era el vacío del miedo en el estóma-
go. Normalmente, se habrían reunido con algunos de sus ami-
gos para pasar el rato bajo el sol cerca del bloque norte hasta
que el comedor quedara vacío y sonara el timbre que los llama-
ba a trabajar. Aquella mañana querían pasar el rato tranquilos,
hasta que llegara el momento de hacerse cargo del tema.
—¿Van tarde para tocar el timbre? —preguntó Buford.
Clemens se encogió de hombros.
—No tengo ni puta idea. No sé ni en qué puto año estamos.
El timbre del trabajo rompió la mañana y provocó una explo-
sión de palomas y gaviotas. Estas últimas volaron sobre el patio
y dejaron caer su mierda sobre los presos, como si se vengaran
por el sonido del timbre. Los presos las insultaron.
—Malditas ratas voladoras —dijeron.
En un intento de represalia, algunos presos metían pastillas
de Alka Seltzer dentro de trozos de pan. Los pájaros se lanzaban
en picado, comían y se volvían locos poco después cuando las
pastillas efervescían en su interior.
La puerta del patio grande se abrió y los presos se dirigieron
hacia sus trabajos en las fábricas del patio que quedaba más
abajo. En pocos minutos, el patio quedó vacío excepto por los
presos del equipo de limpieza y los que tenían trabajos noctur-
nos. Alineados cerca del bloque sur estaban los enfermos. Un
guardia recogía las tarjetas de identificación. Cuando llegó
hasta Clemens y Buford, estos le enseñaron el ducado y sus
identificaciones.
—Seguidme —les dijo.
El guardia los llevó hasta la puerta de la enfermería. Gracias a
7
andénuno
los pases, tenían prioridad sobre los que hacían cola por inicia-
tiva propia. Cogió sus identificaciones y las colocó con las de los
demás; se las devolverían al salir del hospital.
En la puerta al otro lado de la enfermería, dieron sus pases a
través de los barrotes. El guardia abrió la puerta.
—¿Sabéis adónde vais?
Asintieron y él les dejó pasar. El pasillo era largo. Algunos pre-
sos y personal libre iban y venían. La unidad de psiquiatría esta-
ba en mitad del pasillo. En vez de entrar, siguieron avanzando
hasta el fondo. A la izquierda había un ascensor. Los presos lo
utilizaban si eran pacientes o si les habían asignado alguna
tarea que así lo requiriera. Otros utilizaban la escalera, que fue el
camino que tomaron Buford y Clemens, subiendo los peldaños
de dos en dos o de tres en tres. En la segunda planta, entraron
y se dirigieron a la unidad de rayos X. Se quitaron las camisas
rápidamente y las tiraron debajo de un banco. Ahora vestían los
monos verdes. Cualquiera que no los conociera pensaría que
pertenecían al grupo de presos que trabajaba en el hospital.
Clemens le dio una palmada a Buford en la espalda.
—Vamos allá, hermano.
Abrió la puerta del pasillo y salieron.
Al llegar al rellano de la tercera planta, giraron y vieron a un
anciano funcionario de prisiones que salía en ese momento y
casi choca con ellos.
—Tranquilos. ¿Dónde está el fuego?
—Lo siento, jefe —dijo Buford—. Llegamos tarde.
Si el funcionario hubiera preguntado "¿para hacer qué?" no
hubieran sido capaces de responder, aunque la mano sudorosa
de Clemens sujetaba con fuerza el mango cubierto de cinta
adhesiva del pincho que llevaba en el bolsillo. Tenía cuarenta
centímetros, la punta de la cuchilla había atravesado el fondo
del bolsillo y el acero le tocaba la piel.
—Muy bien, continuad. Pero con calma —les dijo el guardia
antes de desaparecer escaleras abajo.
Cruzaron la puerta y giraron a la izquierda, en dirección a las
9
andénuno
habitaciones. Era la hora de la limpieza y las puertas estaban
abiertas. Un conserje chicano estrujaba una fregona mojada en
el escurridor del cubo de la fregona. La primera puerta daba al
puesto de las enfermeras. Estaba abierta y había una enfermera
dentro.
—¿Dónde está la rata? —le preguntó Clemens a Buford.
—En el fondo, al girar la esquina.
—¿Cómo vamos a pasar por delante de la enfermera?
—Para eso sirven estos monos verdes.
—Vamos a darle lo suyo.
Pasaron por delante de la oficina de las enfermeras sin ningún
problema y saludaron con la cabeza al chicano que fregaba el
suelo. Los hombres de las habitaciones, vestidos sobre todo con
batas y vaqueros, levantaron la vista al verlos pasar pero nadie
sospechó ni dijo nada. La tensión de Clemens aumentaba a cada
paso. Cuando giraron la esquina y vieron al guardia leyendo el
periódico, Clemens se mareó por un momento. Expulsó todo el
aire de los pulmones.
El agente notó su presencia o simplemente los escuchó en
cuanto doblaron la esquina. Se levantó y dejó el periódico al ver
cómo se movían. Vio los monos verdes que indicaban que per-
tenecían a aquel lugar, pero el pasillo era un callejón sin salida.
—Esperad. ¿Adónde vais?
Clemens perdió la cabeza, literalmente. La tensión era dema-
siado fuerte y explotó.
—Dame las putas llaves, cerdo.
No esperó ninguna respuesta, sacó el pincho y se lo clavó al
agente en el estómago, a pocos centímetros por debajo de las
costillas.
—¡AAAAAAGGGHHHH Dios!
Buford dio un paso adelante y le puso una mano en el pecho
a Clemens.
—Tranquilo —dijo, y después le habló al guardia—. Será
mejor que nos des las llaves.
—No las tengo —dijo el guardia, mientras le manaba sangre
de la boca.
10
andénuno
En la celda, el testigo, una reina negra, escuchó al agente cho-
car de espaldas con la puerta cuando Clemens lo apuñaló. La
reina se levantó y miró por la ventanilla de observación. Vio lo
que estaba ocurriendo y corrió a la ventana que daba al espa-
cio abierto en el centro del edificio para gritar.
—¡AYUDA! ¡AYUDA! ¡ASESINATO! ¡DIOS, AYUDA!
Desde ventanas cercanas, le respondieron otras voces, pero
no para ayudarle. "Cállate, cabrón", "Cierra el pico, chupapollas,
negro soplón de mierda".
En el pasillo, Clemens y Buford sentaron al guardia en su silla.
Era incapaz de resistirse, la sangre le manaba de la boca y le
empapaba la camisa. Se sujetó el estómago y se dobló hacia
delante.
—No tengo las llaves —dijo.
—Sí, sí…
Buford le hurgó en los bolsillos. Nada.
De repente, la enfermera con su uniforme blanco giró la
esquina. Dio un par de pasos antes de darse cuenta de lo que
ocurría. Entonces se dio la vuelta y corrió, con Buford pisándole
los talones. Los pacientes asomaron la cabeza pero, al ver a la
enfermera corriendo y gritando, se metieron adentro y cerraron
las puertas. Cuando les interrogaran, cosa que ocurriría, respon-
derían como era habitual entre los presos: "No vi nada, no escu-
ché nada. No sé nada".
La sala de las enfermeras tenía un botón de emergencia, pero
Buford la seguía de cerca con su pincho para que no tuviera
tiempo de entrar ahí. En vez de eso, salió a las escaleras sin dejar
de gritar "¡AYUDA! ¡AYUDA!" al tiempo que saltó, se cayó y rodó
escaleras abajo. No se rompió ningún hueso de milagro y no
dejó de gritar con todas sus fuerzas.
En el momento en que Buford se disponía a bajar por las
escaleras, la convicción dejó paso al miedo y sus fuerzas men-
guaron. La enfermera llegó al primer piso y corrió por el pasillo
principal.
Clemens apareció detrás de Buford.
—¿Ha escapado?
11
andénuno
—Sí. ¿Qué vamos a hacer?
—¡Vamos!
Clemens dirigió el camino de vuelta y entró en la segunda
planta.
—Será mejor que recemos aquí.
—Rezar. ¡Qué cojones…!
—Sí, rezar para que vayan directos a la tercera planta.
Escucharon las pisadas y las voces alteradas.
—Vamos. Vamos. A la de tres.
Cuatro agentes fueron directos a la tercera planta.
Sin decir una palabra, Clemens tiró de la manga de Buford y lo
llevó hasta la primera planta. En el pasillo principal había un buen
número de presos que miraba hacia la puerta de las escaleras.
El pasillo era largo. La puerta de salida estaba más allá de la
puerta de barrotes y la enfermería.
—Aguanta, hermano. Vamos —le dijo y echó a andar segui-
do de Buford.
El guardia anciano de la puerta de barrotes se peleaba con los
presos al otro lado.
—Nos van a necesitar —dijo el preso—. Trabajamos en el
quirófano. Nos llamarán por megafonía. Mira. —Sacó una tarje-
ta amarilla que indicaba el trabajo que tenía asignado. Decía
HOSPITAL. CIRUGÍA.
—Esperad —dijo el guardia que se acercó al teléfono y llamó
a Control, en voz baja—. Quedaos a un lado. Ya os llamarán si os
necesitan.
En ese mismo momento, miró por encima del hombro y vio
a Clemens y a Buford vestidos con sus trajes verdes de trabaja-
dores del hospital. El guardia asintió y giró la llave de la puerta
con barrotes. Buford y Clemens salieron al patio grande.
"¡CIERRE! ¡CIERRE!", se escuchaba a todo volumen por los alta-
voces. Los presos se miraron los unos a los otros, se encogieron
de hombros y formaron filas que avanzaban lentamente hacia
los enormes bloques de celdas.
En las horas oscuras antes del amanecer, el sonido de las pisa-
das de botas y las altas sombras que proyectaban los guardias
12
andénuno
alertaban de que estos se encontraban en las galerías. Se lleva-
ron a Buford primero y después volvieron a por Clemens.
Mientras bajaban por las escaleras traseras de acero, las porras
subían y bajaban. Un golpe provocó un sonido similar al de un
huevo al romperse. Fue el cráneo de Clemens al abrirse.
Permaneció en coma durante una semana y se convertiría en
un imbécil que solo podía murmurar durante el resto de su
vida. Eso salvó a Buford, ya que los guardias se asustaron ante lo
que habían hecho. Sus informes dijeron que se había caído por
las escaleras y golpeado la cabeza contra el suelo de cemento.
El sol se elevaba y las crías de paloma y otros pájaros provo-
caban un jaleo desordenado que muchos presos no escucha-
ban, dormidos, mientras Buford caminaba a través de la prisión
hacia el centro de readaptación. Se escuchó el sonido de las
puertas al abrirse y cerrarse de golpe hasta que lo metieron en
una celda en la planta baja de la zona norte del centro, junto
con el grupo de media docena de hombres que los agentes
consideraban los presos más peligrosos entre los sesenta y
ocho mil que albergaba el sistema de prisiones.
tw Del libro: Huida del corredor de la muerte. Sajalín Editores, 2014.Edward Bunker (Los Ángeles, 1933 - Burbank, 2005): Escritor, guionista y actor oca-sional. Pasó gran parte de su vida entrando y saliendo de prisión, llegó a figurar enla lista de los diez fugitivos más buscados del FBI. Fue Mr. Blue en Reservoir Dogs ycandidato al Oscar por su guion de El tren del infierno. Autor de culto en EstadosUnidos, Inglaterra, Francia e Italia.
14
andéndos
CONDUZCO con cuidado por la M-40. No quiero volver a morir.
Las indicaciones de la autovía quedan atrás mientras los coches
me adelantan con rabia. Me incorporo a la A-2. ¡Habrás hecho
tantas veces este camino y, sin embargo, me resulta tan nuevo!
Intento dejarme llevar por una suerte de memoria genética
que imagino que tengo y, en lugar de recuerdos, afloran las
lágrimas. Quizás las células no almacenen datos, sino emocio-
nes. Por eso al ver la salida no siento nada especial, pero sí al
tomarla. Algo tan familiar. Algo en lo que ni siquiera reparamos
hasta que es demasiado tarde. ¿Te gusta que hayamos venido?
Es curioso. Nunca había estado aquí. Me detengo en el arcén,
justo antes de la rotonda. Necesito caminar. A pocos kilómetros
de Guadalajara, el invierno es cosa seria. Ahora entiendo por
qué llevo peor el calor de mi tierra. Este verano lo hemos pasa-
do mal. Echaba de menos un frío desconocido y antipático.
Meto las manos en los bolsillos del abrigo y camino engurru-
ñado hasta la gasolinera. Respiro lento, reabsorbiendo el vaho
que exhalo. Un hombre mayor con mono de trabajo hace vise-
ra con la mano e intenta descubrir mis intenciones. El sol en mi
espalda le ciega por un momento. Después parece renunciar a
reconocerme.
Saludo, parco y congelado. El viejo contesta a mis buenos
días con un gruñido y me sigue a la minúscula tienda donde
una estufa cuadrada alumbra más que calienta.
Cuando le pregunto por los servicios el hombre pierde inte-
rés en mí. Señala con desgana una puerta de la tienda aunque
ya tiene la mirada puesta en otro vehículo que se acerca a los
surtidores. Viste un chaleco amarillo, sucio y con el velcro des-
cosido. Las tiras reflectantes están desgarradas por la espalda.
Probablemente se ha metido debajo de más de un coche con
él. Tiene las uñas negras y lleva botas de trabajo. En los laterales
la piel se ha agrietado de tanto doblarse.
El injertoMiguel Ángel Carmona del Barco
15
andéndos
Tengo que dejar de pensar en si, alguna vez, estuviste justa-
mente aquí, haciendo exactamente esto. Tengo que dejar de
hacerlo, pero no puedo. Me siento como un niño pequeño que
juega a caminar sobre las pisadas de su hermano mayor.
Parado frente a la nevera de refrescos asumo que no puedo
tomar café. Incluso esta bazofia de gasolinera se me antoja
ahora un lujo prohibido. Nada de excitantes. Si el cardiólgo
supiera dónde estamos. Cojo un batido y espero junto a la caja.
El hombre regresa metiendo un par de billetes ordenados den-
tro de una riñonera con el logotipo de Jack Daniels.
Me pregunta si soy de por aquí. Es extraño. No parece el tipo
de hombre al que se le escapa una cara. Le digo que sí. Que viví
por aquí un tiempo, pero que ya no. Me cobra el batido inten-
tando acordarse de qué me conoce.
Cuando estoy a medio camino del coche le oigo llamarme.
Me giro nervioso, como si hubiera alguna posibilidad de que
nos reconociera, pero sólo me pregunta si no iba a los servicios.
Le despido con la mano por toda respuesta. Sólo quería verme
otra vez la cara.
Ánimo que ya estamos ahí. Tengo sudores fríos. Esto que
estoy haciendo es importante. Nunca me había considerado
muy valiente que digamos, pero aquí y ahora me estoy demos-
trando que lo soy. Para ti también debe de ser la hostia, para ser
francos. Espero que me perdones por venir aquí, y ojalá te
guste. Arranco y dejo que el coche se deslice en punto muerto
por la pendiente que conecta la rotonda con la vía de servicio.
Meto segunda y recorro lentamente el kilómetro que nos sepa-
ra del stop.
Las nubes se han apartado del camino de la luz. El sol atravie-
sa la atmósfera helada y convierte el paseo hasta la cuneta en
una secuencia de película mal iluminada. Le hubiera pegado
más la lluvia. Un cielo irlandés o patagónico.
La tengo delante. Es la típica cruz hecha con flores de plásti-
co. Clavo mi rodilla en la tierra húmeda y acaricio los objetos
que tus seres queridos depositaron ahí. Un cepillo de dientes de
un niño pequeño, un libro castigado por la lluvia cuyo título es
16
andéndos
ilegible y una radio. Un hombre de familia, culto y casero. No
esperaba menos de ti.
Me sobresalta una voz a mi espalda. Un muchacho me mira
entrecerrando los ojos. Por los rasgos debe de ser familia del
gasolinero, su hijo casi seguro.
—¿Le conocía?
Me incorporo sacudiéndome el barro de los pantalones.
Niego con la cabeza y después con una voz quebrada. Es la
segunda vez en pocos minutos que me miran así. Intento dis-
culparme por mi comportamiento pero el hombre le quita
importancia.
—No hacía usted nada malo. Estas cosas le impresionan a uno.
Vuelve a arrancar la moto de la que no se ha bajado para
hablarme. Sin embargo, no se decide a irse.
—Era un buen tipo. Algo bohemio, pero honrado. Y muy edu-
cado.
Reparo en su atuendo por primera vez. Pantalón de pana
verde, botas de agua hasta las rodillas, el cuello de una camisa
de cuadros asomando bajo el chándal. Lleva una funda de
escopeta cruzada a la espalda.
—Ahí mismo se murió. Había hecho el stop mil veces, pero
ese día...
Le pregunto al motorista si eras alguien querido en el pueblo.
Se encoge de hombros y escupe en la carretera.
—Todos le respetábamos. Era un hombre de letras, ¿sabe? No
hablaba mucho con la gente del pueblo, pero no se metía con
nadie. Tenía un buen corazón.
Le digo al motorista que doy fe, que hace seis meses que lo
llevo dentro y late como si fuera nuevo.
Mientras conduzco hasta Madrid decido fumarme el verda-
dero último cigarro. Busco el paquete en mis bolsillos pero solo
encuentro un pequeño cepillo de dientes. ¿Cuándo demonios
lo has cogido?
tw Del libro: Manual de autoayuda. Ed. Salto de Página, 2016.Miguel Ángel Carmona del Barco (Badajoz, 1979) es licenciado en Humanidades y diplomado en Biblioteconomíay Documentación. En 2013 publicó su primera novela La dignidad dormida. Actualmente dirige el Centro deEstudios Literarios Antonio Román Díez (CELARD), donde imparte talleres y cursos de escritura.
18
andéntres
Tres microrrelatos deLuz Leira
Hermanas
ERAN idénticas nuestras facciones taciturnas, nuestro carác-
ter sombrío y hasta los pensamientos que compartimos arre-
bujadas en la misma cama. Por eso pregunto, desesperada, si
fue ella o fui yo la que falleció mientras dormíamos. Porque ni
mamá puede distinguir ahora a la gemela fantasma de la que
aún sigue viva.
Pequeñas reformas
CON la edad se encoge, dicen. Y los viejitos usaban ya diez
tallas menos. Por comodidad, fueron cambiando la vajilla de
la boda por otra con platillos y cubiertos de té. El colchón por
una esponja. La mesa por un dado de parchís. Con el transcu-
rrir feliz de muchos años juntos no tuvieron más remedio que
mudarse. Pero no a un dedal ni a una cajita de cerillas, sino a
una casa más grande. En aquella no cabía tanto amor.
19
andéntres
El desafío
¡CUÁNTA fuerza y qué poca puntería tuvo el camello, para pri-
varse de agua hasta desinflar sus gibas, para enroscarse el
pescuezo, para arrancarse los dientes y retorcerse e introducir
en su boca no solo el rabillo piloso sino también, una por una,
sus cuatro zancas unguladas, para en esta sufrida posición de
contorsionista chino apretarse y fruncirse y plegarse a sí
mismo tantas veces doloridas que perdió la cuenta entre
estertores, para convertirse en raquítico, en migaja, en minia-
tura, en pigmeo artiodáctilo, en microscópico átomo de
camello exultante y conseguir contra cualquier pronóstico
divino inadmisible traspasar de una maldita vez el puñetero
ojo de la cerradura!
tw Luz María Leira Rivas es profesora de Lengua Castellana y Literatura en su ciudad natal, Ferrol.Ha sido finalista o ganadora de concursos de microrrelatos como R.E.C, La Microbiblioteca o EstaNoche Te Cuento. Publica sus textos en revistas literarias y antologías de género, además de ensu blog Suponqueesunacalandria.blogspot.com
cuentoscomochurros
21
EL hombre de lata está impaciente. Hay
una cola de domingueros detrás de
Dorothy y ella no termina de decidirse. A
él le han puesto ahí en la taquilla para
hacer caja. Le dice a Dorothy que no se lo
piense tanto, que pague y eche a andar
de una vez por el camino de baldosas
amarillas. Alarga la palma de la mano con
un chasquido metálico. Espera las tres
monedas, entregar el ticket a la niña y que
el día siga avanzando. Hace calor y los visi-
tantes llevan cantimploras con agua hela-
da y se cubren la cabeza con sombreros
de papel. Se abanican con hojas de acacia
que facilitan en el área de aparcamiento.
Pasada la taquilla, la sucesión de baldo-
sas se extiende hasta el horizonte. Un
arcoíris, que parece pintado con témpera,
cubre el cielo de este a oeste por encima
del camino. Las lomas verdean, hay pajari-
llos que cantan, mariposas, lagartijas de
cola morada ocultas entre el musgo. Un
sinfín de seres hermosos capaces de
engañar a cualquiera.
Existen servicios complementarios para
que la excursión resulte más grata: bicicle-
tas individuales y en tándem, algunas eléc-
e rainbow
22
tricas para aquellos que no aman el pedaleo, calesas decoradas
al gusto de otras épocas para grupos de turistas de cuatro a seis
miembros. A los viajeros que emprenden el camino de baldosas
amarillas se les avitualla en las cantinas que salen al paso. Boca-
dillo de pavo ahumado con mostaza. Es menú fijo, la especiali-
dad local. Recorrer el camino de baldosas amarillas es toda una
aventura para cualquier familia. Apenas cuesta tres nickels. Todo
el que no esté en la indigencia puede permitirse el dispendio.
El hombre de lata sigue esperando, mira a la niña y sonríe. A
Dorothy le irrita esa sonrisa rígida. Es impostada. No le gusta.
Tampoco le gusta recibir órdenes. Ella es muy independiente y
prefiere elegir su propio destino. Es entonces cuando gira noven-
ta grados, abandona la fila y echa a andar por otro camino.
No hay baldosas, no hay tartas de merengue ni tiernas baladas
en la ruta alternativa que Dorothy ha escogido. No hay facilida-
des de ningún tipo. Ni bicis eléctricas, ni calesas. Ninguna indica-
ción que adelante un destino. El terreno se vuelve escarpado y
van aflorando los peligros. Dorothy rasga la falda con los dedos
porque es difícil sortear esos peligros con un vestido de tanto
vuelo. A veces se engancha en los arbustos o se hace sangre con
un cardo. Pero ella no se arredra, que siempre hay un caracol a
mano. Con la baba sobre la piel cualquier herida cicatriza.
En las primeras jornadas se prodigan los salteadores, malean-
tes con olor a tabaco y whisky en garrafa que Dorothy se afana
en esquivar. Pasan unos días hasta que en un recodo conoce a
un hombre manco. Que sea manco da igual. Es un hombre de
buen carácter que no apesta a alcohol. Eso es lo que importa.
Acuerdan continuar juntos al menos un tiempo. Hablan de sus
cosas. Poco más se puede hacer además de hablar. Existen
pocos entretenimientos en ese sitio. Así que Dorothy y el hom-
bre manco no tardan en intimar y en tener un primer hijo. Lo
tienen allí mismo, en un descampado. Está la hierba reseca y
ella se siente muy incómoda con las piernas tan abiertas, el
cuerpo expuesto y jadeando como una vaca. Es un parto difícil.
El niño llega con algún problema, la cabeza tiene un tamaño
desproporcionado. Además está un poco achatada. Deciden
cuentoscomochurros
23
llamarlo Melón porque eso es lo que parece la cabeza del
niño, un melón imperfecto de esos que venden los aldeanos
en las entradas de los pueblos. Forman una curiosa familia,
Dorothy, con su vestido rasgado, el hombre manco y Melón.
Se turnan a Melón. Lo llevan a hombros, primero él, luego ella.
Es una vida complicada pero de algún modo se quieren y jun-
tos salvan muchos peligros.
Cada jornada, al caer la tarde, Dorothy hace un receso. Le
dice al hombre manco que continúe y deposita en sus brazos
a Melón. Añade que sólo necesita tomar un respiro pero que
no deje de caminar por su culpa. Son sólo un par de minutos.
Luego los alcanzará. Dorothy siempre cumple su palabra.
En esos dos minutos de soledad, respira profundo y gira la
cabeza. Otea el camino recorrido. En los días despejados aún
se aprecian allá abajo unos destellos. Es el reflejo del sol sobre
el cuerpo plateado del hombre de lata. Sigue en el cruce
señalando a los paseantes el camino de baldosas amarillas.
Recauda de tres en tres las monedas. Dorothy se pregunta si
existirá algún otro visitante que no le haya hecho caso y haya
elegido una ruta alternativa. Piensa que es muy probable que
no, y eso, por alguna razón, le hace sentirse contenta.
tw Colaboración mensual con Cuentos como Churros: ellos eligen una de las cuatro fotografíasseleccionadas de El muro y cocinan con ella un rico churro que publicamos aquí. I Inma Núñez, finalista de nuestro Concurso de Fotografía de este mes.
cuentoscomochurros
Juan Carlos Santa
En este viaje no
necesito maletas. Es un
viaje interior. Búscame
entre los helados.
José María IarussiEn la heladera hay dosmaletas enfriando tupartida que tanto va a dolerme.
Valentín BayonSigue robando y
echándoles la culpa a los
pobres, pero no olvides
hacerte bien el nudo de
la corbata.
Ángeles CastellanosDesato, nudo pornudo, el paisaje desnudo de tu
sonrisa.
Mª Antonia LA
Al final se dieron
cuenta de que era
una calamidad y me
hicieron jefe.
MielContigo todas las calami-
dades se reparten en
mitades; aunque las feli-
cidades las comes solo
por ti mismo.
Calamidad
https://fotosdesdelabase.wordpress.com/ http://www.letracero.com.ar/
http://www.sttorybox.com/users/valentinbayonmuntaner
http://mariavidaldom.wix.com/emilia-vidal
Déjale una nota al mundo en La puerta de la nevera: www.grupoanden.com
NNuuddoo
MMaalleettaass
24
lapuertadelanevera
Emilia Vidal
Nudo dudoso el abrazo
flaco, poroso, sin latidos, el
choque casual y medido
de dos pechos tibios.
26
SOCIEDAD
1. Aglomeración heterogénea de
individuos, que deambulan tro
pezando y
chocando contra unos c
on otros y
escalando
sobre las esp
aldas del vecino. Clara Ruiz
http://i
raenelbosque.blogspot.com.es/
2. Fracaso compartido con expectativ
as de
mejora. Carmen
COMIDA RÁPIDA
1. Manjares adaptados a
los ti
empos que corre
n.
Elisabet Jim
énez
2. Contradicción en lo
s térm
inos con m
ucho
kétchup.
Silvestre
TRADICIÓN
1. Repetición viciada por la
memoria
.
Jonathan Alexander España Eraso.
2. Caminar sujetando una cuerda que debe
llevar a algún lu
gar.
A. http://e
lpaseodelcancerbero.blogspot.com.es/
Una nueva civilización está empezando de cero en
Saturno, aún no tienen claros algunos conceptos,
¿les echas una mano con el diccionario?
Participa en www.grupoanden.com
2
3
1
diccionariodesaturno
Cada mes Sttorybox elige una imagen de nuestro concurso de foto, sus usuarios escri-
ben microhistorias en Sttorypics sobre ella, y nosotros publicamos las mejores aquí.
I Alba Contreras - Arroyomolinos, Madrid (España)
Sttorypics
@7mo31Entre fábulas y epístolas la abuela siempre acompañó ese
breve instante cuando rendido de sueño, tomado de la mano
por el gato con botas, me embarcaba en un viaje interespacial
tras las huellas del mago de Oz, o quizás, para reencontrarme
con tío Conejo, huyendo de un ejército de hormigas...
@Macilento—¡Nació niño —aullaban todos—, imposible!
Y tenían razones para preocuparse. Uno de los hijos del Alfa
había nacido niño. Lo olfateaban, lo lamían y no daban crédi-
to de lo que sus ojos veían. Miraban a la Alfa con extrañeza y
ella negando con la cabeza parecía sincera.
Al final lo dejaron entre los hombres... lo llamaron Pedro.
@DemonsEsta vez te lo prometo,
siempre jóvenes,
al menos por dentro.
27
29
Tenemos el título del próximo éxito editorial, nos falta la
sinopsis ¿nos ayudas? Participa en www.grupoanden.com
«Calle vacía»
Después de mucho tiempo, sale a la calle. Le sorprende no
encontrar a nadie. Los coches están mal aparcados, como si sus
ocupantes los hubieran abandonado precipitadamente. Se
asoma al interior de bares y tiendas; están vacíos. No compren-
de que todos han huido cuando le han visto aparecer.
Plácido | http://placidario.blogspot.com.es/
La Universidad, el ruido ensordecedor de los coches, las miradas
irreverentes sin dueño y la soledad de las calles mojadas; propi-
ciarán que la tímida Selene se embarque en una trepidante
aventura en pos de conseguir su más preciado sueño: alcanzar
la Luna.
Clara Ruiz | http://iraenelbosque.blogspot.com.es/
"Piensa en mí...", oye María a través de su viejo transistor. Atrapada
en una existencia vacía y de violencia, consumiéndose tras los
barrotes de una ventana, ha estado observando cómo pasa la
vida, excepto la suya, pero el pasado está a punto de llamar a su
puerta, 25 años después.
A. Pereira Gallardo
sinopsis
30
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
NUNCA pensé que esconder un cadáver fuera tan difícil. Yo
tenía que deshacerme de uno, el de Ramón: pobre hombre. No
es que fuera el más guapo del mundo, ni el más listo (más bien
lo contrario) pero, de vez en cuando, nos divertíamos en la
cama.
Por suerte para mí, ni era demasiado corpulento ni pesaba
mucho, y pude arrastrarlo con facilidad hasta el baño.
Meterlo en la bañera fue otra cosa. "¡Hay que ver lo que pesa
un muerto!"
Lo dejé allí dentro, desnudo, cubierto de agua y le eché el
resto de la bolsa de hielo que compré en el Mercadona el día
anterior. Como me daba cosa verlo así, sonriendo, lo cubrí con
una sábana.
Su muerte me cogió por sorpresa. Maldito el momento en el
que se me ocurrió hacerle eso del manta, tantra, cantra, o como
quiera que se llame, que vi en una película X. Carmen, la que
habla por los codos y siempre se mete donde no la llaman, me
contó que ella ejercitaba sus músculos interiores y que a los
hombres les gustaba mucho. "¿Por qué tuve que hacerle eso?"
Bueno, ahora a tranquilizarme y a pensar qué hago, porque
mañana llega mi Antonio y tengo un fiambre en el agua.
"Piensa, Paula, piensa", pensaba yo. "¿Qué coño hago ahora
con Ramón?" A la policía no la llamo ni de coña, que acabo
saliendo en el telediario de Antena 3 o, peor aún, en Zapeando
Ganadora
Un fiambre para Paula Paula Treideshttp://www.sttorybox.com/stories/40121-un-fiambre-para-paula
31
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
cuando se enteren cómo murió. Enseguida me viene una luz y
me acuerdo de Carmen, otra vez, y de su afición al CSI (pero al
de Las Vegas, que los otros no le gustan), aunque yo soy más de
Mentes criminales, que hay que ver cómo resuelven los casos,
qué listos son todos.
Bueno, a lo que voy, ¿cómo deshacerse de un muerto?
Primero, hay que relajarse, que las prisas no son buenas.
Respirar, darse un baño. No, el baño no, que Ramón está en
remojo. Mejor me visto, que sigo en bolas, y me fumo un ciga-
rrito en el balcón, que también me calma.
Hay que ver la cantidad de gente que se mueve por la noche.
Son las tres de la mañana y, en los cinco minutos en los que me
termino el cigarro, ya he visto a tres perros paseando a sus due-
ños por el parque. Bueno, mejor cierro ya el balcón y me meto
dentro, me vuelvo a sentar y otra vez a darle vueltas al tarro.
Segundo, ¿qué coño hago con Ramón? Estoy de nuevo
como al principio, no tengo ni zorra idea de qué hacer con
Ramón.
Idea: lo envuelvo en una manta (lo típico ¿no?), lo bajo al
garaje por el ascensor, lo meto en el coche, y qué, dónde voy,
dónde lo tiro, qué coche cojo si el mío está en el taller y no lo
recordaba. Esta idea no vale, es una mierda de idea.
Otra idea: a cortarlo en cachitos (¡uy qué asco!) y dejar cada
trozo por ahí, donde sea. Sí, creo qué esto último será lo mejor.
¿Cómo lo corto? Extremidades por un lado (dos o tres trocitos
por pierna y un par de cachos los brazos), cabeza por otro, y el
tronco, ¿qué hago con el tronco? Y otra pregunta, ¿con qué lo
corto? Se me enciende una bombillita y me acuerdo del cuchi-
llo eléctrico de sierra que me regaló mi suegra el día que me
casé con su Antonio, que el Antonio ahora es mío, y solo mío, a
ver si se entera de una vez. "A ella sí que tenía que haberla cor-
tado a cachitos".
Busco el cuchillo en la alacena, ni siquiera probé si funciona-
ba cuando me lo dio. "¡Mierda!", que el cuchillo es eléctrico, pero
de pilas, y de las gordas. Será rácana mi suegra.
Suena el teléfono. Es Antonio con sus mensajitos de madru-
gada. "Qué tal, amor. ¿Estabas dormida?" Será cabrón. Pues no,
32
no dormía, me estaba zumbando al Ramón hasta que se me
murió debajo mía, con lo bien que se lo estaba pasando.
Otra vez el puñetero teléfono.
"Vete preparando, que hace una semana que no te veo."
"He adelantado el vuelo y ya estoy recogiendo las maletas. En
veinte minutos estoy en casa. Nos vemos, guapa."
Entro en pánico, no sé si coger a Ramón y tirarlo por el bal-
cón, o hacer el salto del ángel.
"¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago?"
Vuelvo al baño para comprobar si Ramón sigue allí, y sí, no se
ha ido.
Podría dejarlo en la alacena, que mi Antonio no pisa la cocina
aunque se muera de sed. "Trae agüita, cariño" me dice siempre
al meterse en la cama. Será flojo el tío. Mañana por la tarde,
cuando se vaya, pienso en algo.
Cargo con Ramón como puedo, no me daba tiempo ni a ves-
tirlo, y lo dejo de pie, dentro del armario, junto a otros fiambres
(un jamón, una caña de lomo y un chorizo, no vayan a pensar
que mato por diversión). Recojo su ropa, la meto en la bolsa del
Merca y también a la alacena. Todo recogido, todo guardado,
todo asegurado.
Bueno, si mi Antonio es puntual, tiene que estar al llegar, así
que a la cama.
No llevo ni cinco minutos acostada cuando escucho las lla-
ves. Me hago la dormida.
Escucho cómo se despelota, pero yo, ni me inmuto.
Ahora silencio, mucho silencio.
—¡Antonio! —grito.
—Un momento, cariño, que voy a por agua —me grita desde
la cocina.
"Será cabrón".
Corro hasta la cocina, pero ya es demasiado tarde. Ha abierto
la alacena, ha visto a Ramón, Ramón se le ha caído encima, a mi
Antonio le ha dado un yuyu, y ahora, tengo dos cadáveres.
Pero hoy me acuesto, que estoy muy harta y cansada, y
mañana será otro día.
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
33
MIRÓ a aquel extraño hombre a los ojos y, sin muchas dudas,
firmó el papel. Yo, sin embargo, sí que tenía dudas y daba vuel-
tas al boli sobre mis dedos. La idea era irnos seis amigos a currar
a Inglaterra, pero al final sólo nos cogieron a mí y a Adel, los úni-
cos que hablábamos algo de inglés. Él iría a Londres, mientras
que a mí me mandaban a Shrewsbury, una ciudad del centro
de la isla.
La insistencia del tipo con pinta de pirata de la agencia hizo
que firmara. En menos de setenta y dos horas estaba en un tren
que iba de Birmingham a mi destino, el Lion Hotel, completa-
mente solo y con pocas nociones de inglés.
Nada más llegar me dieron un uniforme y esa misma noche,
a las once, me presentaron a Ondrus, un checo de cuarenta
años que me enseñaría mi duro trabajo de night porter. Parecía
quemado con su trabajo, cabreado por todo. Dijo que estaría
una semana enseñándome todo y se iría, porque no aguantaba
más ahí.
Destrozado, dormí todo el día siguiente. Por la noche bajé y
vi a Víctor, el portugués encargado del hotel.
—¿Dónde está Ondrus? —le pregunté.
—¿No te has enterado? —me preguntó él.
Víctor me contó que esa mañana después del trabajo,
Ondrus, completamente borracho destrozó su habitación y
desapareció sin decir nada. Me extrañó mucho, porque el hom-
bre no había bebido nada en toda la noche y, a pesar de decir-
me que no podía aguantar más en ese trabajo, parecía dispues-
to a enseñarme durante la semana de formación.
—¿Podrás hacer el trabajo tú solo? —me preguntó la directo-
ra del hotel saliendo de su despacho—. ¿O Víctor te ayuda esta
noche?
Accésit
El night porter Valentín Bayón Muntanerhttp://www.sttorybox.com/stories/40931-el-night-porter
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
34
—No, tranquila —dije al ver la expresión de Víctor—. Tengo
claro todo lo debo hacer.
—Si tienes algún problema —dijo rápido Víctor, visiblemen-
te contento de mi respuesta—, sólo tienes que llamar a mi
habitación.
Mi trabajo, además de abrir a los clientes que vinieran de
noche y atender a las personas que quisieran beber algo en el
bar, que no eran pocas teniendo en cuenta que eran ingleses y
escoceses en su mayoría, consistía en vigilar el hotel. Dos veces
cada noche debía hacer una ronda por todos y cada uno de los
pasillos y salones, dejando constancia en unos aparatos de
registro. El hotel era muy antiguo, en sus habitaciones habían
pernoctado celebridades como Dickens o Paganini. Las paredes
con papel pintado color crema y estampados de flores naranjas
y la moqueta color granate con geometrías verde oscuro le
daban un toque inquietante. Los tablones bajo la moqueta cru-
jían con un sonido espeluznante a cada paso, haciendo de cada
ronda una odisea tenebrosa.
Lo peor fue cuando me tocó acceder al Salón Lion, el más
grande. Era una gran sala vacía con ventanales de tres metros
de altura terminados en arco con bonitas molduras y tapados
por tupidas cortinas marrones. Del techo colgaban grandes
lámparas de cristal. A un lado, en una de las paredes, había un
gran espejo que reflejaba el centro de la sala y al fondo una
pequeña tarima de unos cuarenta centímetros de altura. En ella
había instrumentos musicales y, a un lado, colgaba el mecanis-
mo de registro de mis rondas. La ocasión que entré con Ondrus
no me dio mala espina, pero esta vez, solo y a oscuras, la cosa
era diferente. Sentía que no estaba solo, como si hubiera una
presencia. Cuando llegué al centro del salón noté un escalofrío
por toda la espalda, como si unos dedos fríos se deslizaran
desde la nuca hasta los omóplatos. Miré asustado a mi espalda.
No había nadie. Un movimiento a mi lado me espantó de
nuevo, era mi reflejo en el gran espejo. Mi cara parecía la de un
espectro, totalmente pálida por la impresión. Fui corriendo
hasta el registro y salí de la misma forma cerrando la puerta a
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
35
mis espaldas. Como tenía obligación de entrar en el salón, deci-
dí que desde ese momento nunca más lo haría sin encender las
luces antes. El resto de las tareas se me hicieron amenas des-
pués de eso. Sin embargo, a la hora de hacer la segunda ronda
un nudo se cerró en mi garganta. Hice todo el recorrido dejan-
do el salón para el final, a pesar de tener que andar más al pasar-
lo de largo y tener que volver después.
Me situé frente a la puerta y me dije a mí mismo que era una
tontería, que debía ser simple autosugestión. Respiré hondo,
encendí las luces y entré decidido. Fui con paso rápido hasta el
mecanismo, marqué mi código de vigilancia y volví hacia la
puerta.
—¿Ves? Idiota —me dije a mí mismo—, aquí no hay nada.
Entonces, de la nada surgió un grito desgarrador y unos gol-
pes que me helaron la sangre. Corrí como no había corrido en
toda mi vida hasta que llegué a la luz de la recepción, con el
corazón golpeando mi pecho a doscientas pulsaciones. Bebí un
vaso de agua y me tranquilicé. Es mi mente, me decía una y otra
vez. No me atreví a moverme de ahí hasta que despuntó el día
y pude volver a mi habitación. Estaba realmente cansado, pero
no pude pegar ojo. A diferencia del primer día, a las doce bajé
para distraerme y comer con los compañeros del hotel.
Al entrar se acercó Morris, el cocinero, un inglés de sesenta
años muy flaco y con sólo tres dientes. Me presentó al ayudan-
te de cocina, Evan. Era un chico con el pelo por las mejillas y con
cara de gilipollas. Se reía entre dientes mientras me decía algo
que no llegué a entender. Miré a Morris en busca de ayuda.
—Es que es de Mánchester —me dijo—. Hablan como si
comieran patatas —se rio. Después se puso serio—. Pregunta si
ya has visto al fantasma del salón.
Yo sonreí con falsedad, negué con la cabeza y comí sin hablar
más, aterrorizado. Después me fui a dar una vuelta por la ciudad
para despejarme. Caminé por sus hermosas calles adoquinadas,
admirando sus espléndidas arquitecturas, y visité su maravilloso
parque repleto de fuentes y jardines preciosos. Bordeé un río en
el que las terrazas de las casas colindantes se convertían en lin-
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
36
dos embarcaderos. En algunas de ellas había pequeñas barcas
de paseo. Después de la impresión que me llevé el primer día,
que sólo vi a ingleses borrachos en los pubs a las siete de la
tarde, esto cambiaba mi opinión sobre la ciudad. Por otra parte,
había estado pensando mucho sobre lo sucedido por la noche.
Tenía que enfrentarme a mis miedos, si era verdad lo del fantas-
ma, tenía que pensar que no podía hacerme nada, sólo intentar
asustarme.
Pasaron varios días en los que la llegada de la noche me hela-
ba el alma. Todo iba bien hasta que llegaba la hora de la ronda.
La segunda y la tercera noche volví a oír gemidos y arañazos.
Entré y salí corriendo sin detenerme a escuchar. Las tres siguien-
tes volví a hacerlo de la misma manera, pero la séptima noche
todo cambió.
—Esta noche hay convite de boda en el salón Lion —me dijo
Víctor—, cuando terminen limpias todo y lo dejas listo para que
mañana monten otro.
Me estuvieron temblando todas las partes del cuerpo hasta
que llegó la noche. Antes de bajar, se me ocurrió coger un mp3
para ponerme la música más heavy y estridente que tenía
mientras limpiaba. Al principio todo fue bien y cuando me dis-
ponía a irme, entre el final de una canción y el comienzo de la
siguiente, se filtraron por los auriculares unos llantos y golpes
mucho más tenues que los de las noches anteriores. No podía
hacer como si no los hubiera oído, estaban ahí. Para convencer-
me a mí mismo de que todo era producto de mi imaginación,
seguí los ruidos que me llevaron hasta la parte izquierda del
entarimado, la parte opuesta de la que estaba el mecanismo de
control de vigilancia. Me agaché en el suelo y entonces lo vi,
una tabla que sobresalía del resto y a la que le faltaban dos cla-
vos. Estiré de ella y pude ver debajo una especie de trampilla de
metal con un candado. Intenté abrirla, el resto de las tablas me
lo impedían.
—PII, PIII —me asustó el busca, avisando que alguien llama-
ba a la puerta principal.
Dejé todo como estaba, decidido a volver al día siguiente,
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
37
que era mi día libre, para concluir el asunto de una vez por
todas. Terminé la faena habiéndome sacado el miedo del cuer-
po y me metí en la cama. Me dormí en segundos, pues la noche
anterior no había pegado ojo. Por la tarde del día siguiente, en
una ferretería, me compré una palanca de metal y una linterna
de petaca. Al llegar la noche, cuando sabía que todos se habían
ido y que Edek, el polaco que venía a sustituirme, ya había dado
su primera ronda al hotel, me deslicé sin hacer ruido en el gran
salón. Fui directo a la zona del entarimado sin encender la luz,
alumbrándome con la pequeña linterna, y arranqué poco a
poco las tablas del suelo, ocho en total hasta dejar la trampilla
completamente libre. Coloqué la linterna sobre una silla de
forma que me alumbrara teniendo las dos manos libres para
hacer palanca en el candado que cerraba la trampilla.
Tras tres intentos cedió el candado y abrí la portezuela. El
cadáver blanquecino y rígido de Ondrus reposaba en el fondo
cubierto de insectos y ratas que lo mordisqueaban. La trampilla
por dentro estaba arañada y llena de sangre y trozos de uñas
arrancadas. Temblando de miedo, tuve que contener una arca-
da por la visión y el olor nauseabundo que subía del agujero.
Estuve a punto de desmayarme de la impresión cuando, de
repente, algo se interpuso entre la luz de la linterna y yo, dejan-
do todo en penumbra. Me incorporé lo más rápido que pude.
Un golpe en la cabeza me dejó inconsciente.
Me desperté con un gran dolor de cabeza, en la más comple-
ta oscuridad. El fétido olor se filtraba por mi nariz y no podía
hacer nada para contenerlo, me habían amordazado y atado de
pies y manos. El cuerpo de Ondrus se descomponía a pocos
centímetros de mí. A las horas de estar aquí, escuché ruidos en
el salón.
—¡Auxilio! —intenté gritar a través del trapo que tapaba mi
boca.
—Nadie te ayudará, inútil —dijo una irónica voz con acento
portugués.
—¿Víctor?¿Eres tú? —grité—. Por favor ayúdame —como
única respuesta escuché una risa y la puerta del salón cerrándose.
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
38
No sé cuántos días llevo aquí. Supongo que tres o cuatro por-
que el hambre y la sed son insoportables y no creo que pueda
aguantar muchos más vivo. Estoy muy débil y un profundo
sopor se está apoderando de mí, sé que no van a sacarme de
aquí, pero no puedo dormirme, no puedo rendirme. ¿Quién es
ésta gente? ¿Por qué me hacen esto? Tengo mucho miedo,
miedo a dormirme, miedo a no poder despertar más, aunque
tal vez sea lo mejor.
¿Qué ha sido eso? Parece la estática de una emisora. La puer-
ta se abre. Grito y gimo cómo puedo con esto en la boca. Nadie
parece oírme. Una franja de luz aparece, están abriendo la tram-
pilla. ¡Oh, Dios mío! La luz me hace daño en las retinas pero es
maravillosa. ¡Es la policía! El agente me saca del agujero y me
quita las ataduras. Salimos al pasillo y al doblar la esquina el poli-
cía ya no está, se ha esfumado.
—¿Hola? —pregunto.
Nada. Hay un silencio sepulcral, antinatural. No se oyen ni los
coches de la calle. Las paredes comienzan a temblar, a derretir-
se. ¡Van a aplastarme! Despierto sobresaltado, todo era un
sueño. ¡Mal... maldita sea!, sigo aquí encerrado en... este agujero
pestilente y mo... mortal. El sueño vuelve a a... propiarse de mi
ser. Sé que esta vez... esta vez no volveré... a... des... despertar.
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
39
LA derrota era inminente. Y, por más que el Comodoro Pérez de
Albaza lo sabía muy bien, no hizo nada al respecto. Año tras año
había sentido el abismo mirándole a la vuelta de la esquina.
Cada mañana, desde que se había colocado el uniforme por pri-
mera vez, abría los ojos con el temor, entremezclado de malsa-
na curiosidad, de que por fin llegara. Tanto tiempo, tanta espe-
ra, y por fin estaba aquí. Se había tomado su tiempo, sí señor.
Con un suspiro que era una puerta de bisagras rotas al centro
de su alma, el Comodoro se dejó caer en el sofá. Tamaña sole-
dad. Había sido un hombre respetado, un hombre temido. Y
ahora estaba solo. Porque, como dijo el filósofo, para la batalla
final siempre estamos solos. Había que hacer de tripas corazón
y dejarse ir.
Pérez de Albaza se reclinó contra los almohadones bordados
de flores ya gastadas, ajustó su uniforme, cargó su arma, y se
sentó a esperar. Si iba a ser derrotado, por lo menos lo haría a su
manera y en sus términos. Y no había nada que nadie pudiese
decir al respecto.
La ventana se abrió con un crujido, y el Comodoro se giró
hacia ella, arma en mano. Allí estaba. Tal como en los sueños, tal
como en las pesadillas. Parado en dos patas, luz de estrellas en
sus ojos.
Pérez de Albaza se sonrió. Era una sonrisa triste, de esas que
están cargadas hasta los topes con resignación. Era una sonrisa
de penurias aprendidas. De soledades soportadas.
Un gruñido y ya estaba más cerca. El Comodoro aferró el frío
metal del arma y apuntó cuidadosamente. No podía errar. No
esta vez. Apretó el gatillo, presionando su dedo hacia dentro y
comprimiendo toda una vida de soledad en un disparo.
Accésit
El comodoro está muy solo Neck Romancerhttp://www.sttorybox.com/stories/40148-el-comodoro-esta-muy-solo
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
40
Se suele decir que mejor solo que mal acompañado, pero eso
es porque no se entiende la soledad. Esta es una amante cruel.
Mira y sonríe, y luego apuñala.
Pérez de Albaza dejó caer el arma. El cañón humeante toda-
vía, el hierro caliente. Y ahí estaba. La derrota. Temible y bienve-
nida a la vez. Porque, como el Comodoro supo mientras caía al
suelo con un agujero de bala en el cráneo, ya no estaría solo
nunca más.
VI Concurso de relato de Sttorybox y Cuentos para el andén
Finalistas
Las cuentas pendientes de CandelaRaquel Bookishhttp://www.sttorybox.com/stories/40124-las-cuentas-pendientes-de-candela
Mensajes ocultosMagentaGiants 12http://www.sttorybox.com/stories/41172-mensajes-ocultos
Pensamientos positivos antes de dormirSemana 31 de concurso: 6 de junio de 2016Ganador: Javier Regalado Herrero
Aquel día de verano de 1945. La hoguera en las noches de San
Juan. La mañana en que Aurora me dijo que sí. El día en que tiramos
juntos por el fregadero todo el alcohol que había en casa. Los tres
kilos doscientos que pesó Álvaro al nacer. Mi ascenso a encargado de
mantenimiento. Mi primer año sin beber. El Seat 124. La boda de
nuestro hijo. Las tres veces que Aurora me abrió la puerta de casa. El
kilo trescientos de acero que recogí ayer de los contenedores. Las
mañanas, si no llueve.
Patio de sombrasSemana 32 de concurso: 13 de junio de 2016Ganador: Puy Moya Arina
Las mañanas, si no llueve, las pasa asomada a la ventana del
patio "leyendo" entre cuerdas. Sabe que algo no funciona en el ter-
cero desde que tienden juegos de noventa en vez de sábanas de
matrimonio. Ya no hay ropa de bebé en el primero, ¡pobre niño! En
cambio ahora hay baberos, gigantes, en el cuarto. Desde que está
el abuelo sobra dinero… y babas. Sonríe con los nuevos sujetado-
res de la del segundo, tres tallas más grandes que los de antes. Y
llora. Llora desde que los calzoncillos verde manzana que le regaló
a Miguel cuelgan de las cuerdas de la del quinto.
RumoresSemana 33 de concurso: 20 de junio de 2016Ganadora: Marta García Valdés
Cuelgan de las cuerdas de la del quinto; saltan sigilosos hasta la
terraza del cuarto piso. Descienden reptando por el tubo de la cale-
facción. Se deslizan de alféizar en alféizar. Hasta que al fin, alcanzan
la calle, y, una vez en la acera, se dispersan en todas direcciones.
Imparables, como si de una plaga venenosa se tratara.
juni
o
41
brevemente
tw Relatos finalistas de junio de 2016 del concurso Relatos en Cadena, organizado porla Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados enwww.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.
42
dindondin
#SINFILTROS. Miradas al éxodo que Europa no quiere ver
Hasta el 18 de diciembreMatadero de Madrid
www.mataderomadrid.org
Certamen Internacional de Micro cuentosHasta el 30 de agostoCerezo Ediciones
www.1arte.com
Exposición Antes del pop-up. Libros móviles antiguosHasta el 4 de septiembreBiblioteca Nacional de España. Madrid
www.bne.es
9º Festival Internacional de Cine en el CampoHasta el 19 de agostoFundación Todo por el Cine. México.
www.cultura.df.gob.mx
43
decamino
https://kazumbo.wordpress.com/
tw Durante el verano haremos funciones en campamentos, eventos, festivales, animaciones... Y en septiem-bre retomamos las aventuras en Madrid. El día 3 estrenamos una obra de teatro para bebés, Ratoncito y loscolores, en la sala Microteatro por dinero (Metro Callao) y volvemos con En busca del calcetín perdido a lasala de teatro Bululú (Metro Palos de la Frontera).
Kazumbo nace en 1998 en Madrid y desde
entonces no ha dejado de crecer. Somos una
productora que funciona como una compa-
ñía y viceversa. Casi siempre nos hemos cen-
trado en las marionetas y en los infantiles,
pero nos encanta hacer teatro, todo tipo de
teatro. Jorge Velasco, Manuel Varela, Susana
Latorre, Javier Sánchez, Alberto Romo, Gala
Martínez y nuevos fichajes como Rosana
Blanco son algunos de nuestros nombres.
Somos un equipo creativo y que siempre
quiere más. ¡Nos vemos en los teatros!
“
”
44
ESTOY demasiado empolvada.
Pienso, mientras miro mi reflejo en un espejo roto que he encontrado en
este gran tiradero de basura. Ya es de madrugada. Calculo que son como
las dos o tres de la mañana. He perdido la noción del tiempo desde hace
un par de años. Y es que para ser sincera, el tiempo ya no me importa. Años
atrás hubiera jurado haber hecho hasta lo imposible para poder detenerlo,
aunque fuera un segundo, pero todos mis intentos fueron en vano. Ahora
que soy esto que tanto anhelaba llegar a ser, el tiempo… ya me tiene sin
cuidado.
Continúo hurgando entre el gran tiradero, caminando entre los escombros
y todas las cosas en mal estado que aquí se encuentran. Estoy ansiosa por
saber si puedo llegar a encontrar algo decente que ponerme, para la fecha
tan especial que se acerca.
El sonido del silencio hace que me sienta sola, sin embargo, no soy miedo-
sa, sólo me siento sola. Volteo a ver el cielo y me entran unas ganas inmen-
sas de llorar. Pero ¿cómo podría si no tengo ojos? Así que la idea desaparece
rápidamente de mi mente, no de mi cerebro, pues cerebro tampoco tengo
ya. Todos mis órganos se descompusieron hace ya varios años, pero a pesar
de eso no me siento hueca, no me siento muerta, me siento viva, la muerte
me hace sentir viva y pensar en eso, produce una gran sonrisa en mi rostro y
sigo buscando algún harapo que se encuentre aquí tirado.
El sol comienza a salir en el horizonte. Amanece. Observo el matiz de la
mañana que empieza a cubrir lentamente el cielo, escucho el sonido de los
pájaros y el ruido de mis compañeros enterrándose a sí mismos, después
de una larga noche de preparativos para el gran día. Me encuentro senta-
da encima de mi lápida, observando las cosas que he encontrado y sin
duda, en mis adentros, acepto que la búsqueda exhaustiva ha valido la
pena. Encontré un bonito vestido de strapless color negro y, para mi suer-
te, un bolso pequeño en no tan mal estado. Me siento dichosa, pasado
mañana estrenaré ropa. Hace mucho tiempo que no uso ninguna vesti-
menta, pues el atuendo con el que me enterraron no era de mi agrado, así
que me lo quité, lo guardé y mucho antes de estas fechas decidí regalárse-
lo a una compañera contemporánea de fallecimiento y vecina de panteón;
la cual me agradeció mucho el regalo.
La fiesta de los huesosMariana Soriano Ortega Alumna del taller de escritura "Historias para contar". Tecámac. México
entrecocheyandén
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Ha llegado la hora de descansar, pero con toda esta ansiedad y emoción,
dudo poder pegar un ojo, y lo digo figuradamente, claro. Después de un rato
pensando, noto el cansancio en las cuencas de mis ojos y en cada una de mis
articulaciones, las grietas de mis huesos han empezado a crujir y caigo en un
sueño profundo que me mantendrá dormida todo el día de mañana.
¡Hoy es el gran día!
Ayer, primero de noviembre, fue el turno de los niños, ellos ya han tenido
el privilegio de visitar y disfrutar la ofrenda que sus familiares les han puesto
con tanta devoción. Todo el día y parte de la noche han podido saborear
cada platillo, cada fruta y dulces que se han colocado en dicho altar. Ya pudie-
ron deleitarse con el olor a cempasúchil e incienso. Tuvieron ya la dicha de
observar todos los adornos de calaveras y papel picado que se extienden a
lo largo de la ofrenda y alrededor de la misma… Ahora es el tiempo de los
grandes.
Muevo la parte superior de mi cripta para poder salir y tomo un trapo que
he encontrado colgado de un árbol. Desempolvo mis cortos y huesudos bra-
zos al igual que mis piernas, cráneo y todo mi esqueleto. Me visto, tomo mi
bolso y observo que cada hueso esté en su lugar. Qué bien me sienta esto de
la muerte. Que simpática me veo. Lo noto por el gesto de las cuencas de mis
compañeros cuando paso al lado de ellos hacia la salida del panteón, rumbo
a una calle larga que desciende desde la entrada del campo santo hasta el
centro de mi querido pueblo de Ozumbilla, aquí, en Tecámac.
Llego a la entrada de mi casa y una emoción enorme recorre el tuétano de
cada uno de mis huesos. Miro el camino hecho con los pétalos de cempasú-
chil… Traspaso el zaguán, subo las escaleras sin dejar de seguir el sendero de
pétalos naranjas y entro… Me sigue maravillando, como antaño, cada cala-
verita de azúcar y de chocolate que se encuentran en el altar. Las velas encen-
didas me hacen sentir en paz. Me hacen sentirme como lo que soy, una
muerta, un esqueleto que un día, en vida, también colocó ofrendas cada año
de la mano de su madre, abuela y hermanos. Los adornos que cuelgan de las
paredes y el papel picado, hacen que la ofrenda tenga un toque único, el olor
a incienso me hace sentir plena. Este tributo es para mí y para todos aquellos
que se han ido. Y me alegro de que mis hijos hayan aprendido de mí esta tra-
dición y que la lleven a cabo; que no dejen que desaparezca, así como lo
aprendí de mi madre, y ella de la suya. Así deseo que siga siendo siempre.
Que se trasmita de generación en generación y no permitan que el Día de
Muertos muera. Mantengan siempre viva esa cruz hecha de pétalos naranjas,
para que cuando yo quiera volver, no me sea tan difícil retornar a casa.
tw Mariana Soriano Ortega. Joven estudiante, le fascina leer y escribir, crea textos plenos de frescura y sensi-bilidad. Ama la naturaleza y se preocupa por el bienestar de todos los seres que la habitan. Es alumna del Tallerde creación literaria: Historias para contar del Centro Regional de Cultura de Tecámac, Estado de México.