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PRIMERA PARTE
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Nicte, segunda labor
A través de los arbustos, Nictacechaba.
Sus ojos no se apartaban del bult
que había depositado en la puerta de lcasa del otro lado de la calle. Era uncasa bonita de dos pisos. La familia qu
vivía en el interior era de clase medialta. Pero a Nicte no le preocupaban laetiquetas sociales; en su plan no cabía
este tipo de consideraciones. Sólo sfijaba, y con gran escrúpulo, en el físicde sus víctimas.
Miró su reloj de pulsera. Pasaba
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de las diez y media de la noche. Sabíque las luces en el interior de la casdenotaban preocupación. A esa hora yasólo debería estar encendida lelevisión. Pero no ese lunes. No
Prácticamente todas las ventanas estaba
vivas. Los corazones de los miembrode la familia se habían vuelto uno; y éstatía agitadamente. Un ir y venir de lo
padres a través de ciertos marcos de ludelataba su angustia. “Eso es bueno”, sdecía Nicte desde su oculta posición
“Eso es muy bueno”.Se acomodó en la hierba del jardínDetrás, había un letrero: “Se renta”. Eesa casa no habitaba nadie. Y eso le
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concedía diversas ventajas. No teneque cubrirse las espaldas, para empezarAguardar toda la noche, en caso de senecesario. Pero Nicte sabía que laangustias crecen exponencialmente. Yque, al llegar a cierto punto, so
mposibles de controlar. En esmomento, en el que ella, la madreabriera la puerta de la casa… O él, e
padre, diera con el espantosobsequio… podría poner punto final su segunda misión. Por ello, Nicte no s
desesperaba. Porque sabía que en unhora, cuando mucho, todo detonaría. Langustia, el miedo y la desesperacióforman un coctel letal.
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Berlín, la calle, estaba oscura. Sólos autos de los trasnochados de lunes s
detenían en el semáforo de la esquincon Marsella para esperar el cambio duz y seguir su marcha. Nicte aprovech
para sacar de su cartera dos fotografías
Las acomodó sobre el pasto de modque les pegara la luz del farol. Sintisatisfacción. Con ése, ya eran dos
Ahora faltaban cinco. Y cinco niños emenos que siete. Su labor estaba emarcha.
Escuchó, del otro lado de la calleque el volumen de las voces aumentabaLos padres peleaban. El coctel hacíefecto. “Hay dolor”, se dijo Nicte. “Es
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es muy bueno”. El padre y la madre srecriminaban mutuamente la falta dcuidado, la nula vigilancia. Que su hijde once años no hubiera vuelto a casdespués de dos días y que nadie supiernada de él los tenía al borde de l
ocura. No había habido llamadas dninguna especie. La policía no sabínada. Probablemente fuera un secuestr
pero… ¿cuánto tardaría el secuestradoen hacerles saber lo que pediría por emuchacho y si éste se encontraba bien
icte respiró en paz. Sabía que lncertidumbre terminaría pronto. Por esno quería perder detalle. Devolvió lafotos a su cartera, junto con las otra
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cinco. Y volvió a posar su mirada sobrea gran bolsa café de gruesa tela qu
hacía su propia guardia a los pies de lpuerta de la casa.
La madre comenzó a llorar. Epadre guardó silencio. Los do
hermanos, totalmente mortificadosprobablemente habrían renunciado ya asueño. Todas las luces de todas la
habitaciones seguían encendidas.Entonces, ocurrió. L
desesperación. La angustia. El miedo
La señora decidió salir de la casa, comotras tantas veces, a mirar en una y otrdirección de la calle con la esperanza dver a su hijo volver, dar la vuelta a l
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esquina, bajarse de algún taxi. No fue así. A sus pies ya l
esperaba un misterioso obsequio. Nictvolvió a sentir un torrente de paz. Hizuna anotación mental: “Siete menos dosda cinco”. Contó los segundos mientra
a señora intentaba levantar la bolsadescorrer el nudo, insertar la mano…
Luego, el grito fulminante. Un grit
que se quedaría en los oídos del padrdurante años. Un grito de dolor comnunca han escuchado los oídos humanos
El final era previsible: la madrcaería desmayada. El padre acudiría coel rostro desfigurado de terror. Lohermanos, con la piyama puesta
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bajarían las escaleras a toda prisarenunciando para siempre al sueño.
De la mano de ella se desprendería camisa de la escuela primaria a la qu
por cuatro años asistió su hijo, sucia dsangre. El padre apenas alcanzaría
distinguir, por un hueco del espeluznantsaco, algo que no podía ser sino udesnudo hueso. Abrazó a sus otros hijo
para evitarles contemplar la escenaPero era demasiado tarde. La casa slenó de gritos. Esa zona de la coloni
Juárez, en cambio, siguió quietasilenciosa, indiferente. Nicte miraba con aprobación e
lanto de toda la familia. “El dolor e
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bueno”, se dijo, antes de recostarssobre el pasto de la casa en renta, antede sonreír complaciente. Esperaría que la confusión se trasladara al interiode la casa para salir de su escondite volver a su guarida.
Siete menos dos, da cinco.
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Capítulo uno
Eran las siete de la noche. El sol ya socultaba. Comenzaron a sonar loprimeros acordes de “I can’t quit you
baby” cuando Sergio tecleó el passworde su cuenta para ingresar al MessengerJusto en ese momento volvió a fallar e
monitor de su computadora y todo spuso negro. Miró su rostro en el reflejo“A quién miras, calvo”, se dijo a s
mismo. Estaba tan orgulloso de su greñ—cuando había podido tenerla— queahora que lo obligaban en la escuela levar casquete corto, siempre que s
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veía en algún reflejo se lo recriminabaSe estiró por encima del escritorio aló el cable de corriente del monitor
Éste parpadeó tres veces hasta quvolvió a encender. Cuando srestableció la pantalla, Sergio ya tení
un par de saludos en puerta: un amigo dsu antigua escuela primaria y Jop. Al dsu antigua escuela prefirió sacudírselo
e dijo que no podía atenderlo, que shabía conectado al Internet para haceuna tarea. A Jop, en cambio, lo saludó
con entusiasmo. —¿Tienes el nombre del grupoop?
Jop era la forma breve de Hopeles
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sin remedio) con que se autonombrabAlfredo Otis, el único amigo de Sergien la escuela secundaria. El padre dJop había concluido que éste no teníninguna esperanza para ser uempresario de éxito, como lo eran todo
en su familia. Y de ahí el mote. —Estoy platicando con una nen
que dice que es ejecutivo de cuenta d
un banco en Edimburgo. ¿Tú crees? —respondió Jop.
Sergio y Jop se habían hech
amigos por el simple hecho de que Jophablaba perfectamente inglés y le habíraducido varias letras de sus discos
Sergio. Sergio, en pago, le ayudaba
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aprobar los exámenes; al menos pargarantizar un siete y que no lexpulsaran (como ya había ocurridantes con otras escuelas) de lsecundaria “Isaac Newton” en la quambos formaban parte del grupo 1°E. A
final resultó una amistad muy afortunadapues eran más similares de lo quhubieran deseado admitir, ya que ambo
reconocían que el otro encajabperfectamente en ese tipo de muchachoque todo mundo reconoce com
“inadaptados”. —Pásame la dirección del grupoop. Y ya no te molesto —tecleó Sergio
—Estoy a punto de proponerl
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matrimonio. A ver qué me dice.Sergio comprendía que Jop tenía u
humor retorcido. Y que uno de sumayores divertimentos era hacerse pasapor gente mayor en la Red. Pero no lcriticaba. Cada quién se entretiene com
puede. —Te voy a copiar la URL del grup
la cuenta con la que me di de alta.
—Te debo una.La única otra cosa que podí
volver loco a Sergio, además de tocar l
batería, era todo lo referente a LeZeppelin. Y Jop, en sus múltiplenavegaciones en Internet habídescubierto un foro de discusión e
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Argentina —sólo para socios— con umontón de fotos inéditas y otracuriosidades de la banda de rock inglesde los años 70. Así pues, le envió Sergio en el siguiente mensaje ldirección del grupo, la cuenta y la clav
de acceso. A Sergio sólo le restabentrar y bajar todos los archivos qupudiera sin entablar conversación co
nadie, que eso de la suplantación no se daba tan bien como a Jop.
—Bueno, Jop, te dejo. Nos vemo
mañana en la escuela. —Ja. Dice que lo va a pensar. —¿Quién? —La nena escocesa.
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—Ni hablar. Tiene pegue tu primoJop siempre mandaba, en ese tip
de aventuras, una foto de un primo suyque tenía una beca deportiva en lUniversidad de California. Sergio le diun click a la dirección del grupo, e
donde se le pidió que se identificaraTecleó la cuenta y el password“Bienvenido a ZeppelinManía”, fue e
mensaje que le arrancó a Sergio unenorme sonrisa.
Hizo hacia atrás la silla y, po
flojera a colocarse la prótesis, caminen saltitos hacia el baño. Ya tenía bienestudiado el movimiento y por ellprefería caminar por el interior de
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departamento sin la pierna ortopédicao encendió ninguna luz porque
después de ocho meses de vivir ahíconocía el espacio a la perfección. Srecargó en la pared del baño, hizo pipí volvió al escritorio. Al sentarse, se frot
as manos, como hace quien está a puntde devorar un delicioso manjar. Perouna ventana nueva en el monito
consiguió borrarle la sonrisa.
Farkas desea iniciar un
conversación contigo. ¿Aceptas?Sergio pensó que alguien del for
de discusión lo estaba localizando. Y no
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pudo evitar contestar que sí aceptaba. Sel material contenido en la página degrupo lo valía, era capaz de decicualquier cosa o de platicar con quiefuera.
—¿Por qué un niño de doce año
está interesado en música tan vieja? —fue con lo que inició Farkas lconversación.
La mente de Sergio se revolucionóSegún él, no tenía alimentado ningúdato personal en la cuenta con la qu
entraba al Messenger. ¿Cómo podríhaberse dado cuenta el tal Farkas de quera un niño de doce?
—No sé. Me gusta el grupo —
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contestó.Farkas no añadió nada. Así que
para no dejar hilos colgando, Sergipreguntó:
—¿Puedo bajar algunos archivoaunque esté chico?
—Por mí haz lo que se te dé lana —contestó groseramente Farkas
Luego agregó—. Yo no tengo nada que
ver con esa página. —Gracias —respondió
confundido, Sergio.
Entró a la sección de archivos vio, complacido, que había variacarpetas con fotos, entrevistas y otracuriosidades de su grupo de roc
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favorito. Se dio a la tarea de explorarlodo cuando llegó otro mensaje d
Farkas. —¿C UÁNTO MIEDO PUEDE
SOPORTAR, M ENDHOZA?Los ojos de Sergio se abriero
enormes. “¿Cuánto miedo puedsoportar?”
Luego, el mismo mensaje, repetido
—¿C UÁNTO MIEDO PUEDESOPORTAR, M ENDHOZA?
El monitor volvió a fallar
dejándolo todo en penumbra. Ya eranoche cerrada y la oscuridad se lcomió todo en la pequeña habitaciónSergio sintió un escalofrío en la part
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baja de la nuca que se expandió comuna araña que abriera sus patas y sposara en su cabeza, en su espalda, esus brazos.
¿Cómo había sabido su apellidoSu nick en el Messenger era “Poo
Tom”, igual que una canción de LedZeppelin. Su cuenta de correo ersma1910 (sus iniciales y la fecha de s
cumpleaños). No entendía qué estabpasando. Además, el uso de puramayúsculas en el mensaje le pareci
ofensivo, casi una provocación. “¿Questá pasando aquí?”, se dijo.Un ruido se coló desde el exterio
de su habitación. Un pequeño crujid
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que consiguió, de nuevo, erizarle locabellos. El crujido se volvió ugolpeteo.
Más por costumbre que povoluntad, se estiró nuevamente parorcer el cable del monitor y remediar e
“falso contacto”. Éste encendió anstante. La pregunta de Farkas seguí
ahí, suspensa, como flotando a mitad d
a pantalla. Lo primero que hizo Sergifue revisar su perfil en el MessengerTal y como pensaba, no había ninguna
referencia personal, ni siquiera el sexoMucho menos la edad o el nombre. Ecrujido aumentó de volumen en epasillo.
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Crrt. Crrrrt. Crrrrt. —¿C UÁNTO MIEDO PUEDE
SOPORTAR, M ENDHOZA? —preguntFarkas de nuevo.
El crujido, fuera de su habitaciónera molesto. Y parecía estar ligado a la
pregunta de Farkas. Sergio sintió queran pasos. O golpes en la puerta dedepartamento. O un rechinido de goznes
O leves jadeos. Podía ser cualquiecosa. Podía no ser nada.
“¿Qué demonios pasa aquí?”
volvió a preguntarse. —P OOR S ERGIO. P OOR, POOR, POO
S ERGIO —lo molestó Farkas. “Pobrepobre, pobre Sergio”.
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Crrrrt. Crrrrrrrt. Trató de comparael ruido con algo, cualquier cosa, pardeterminar su origen. Aun pensó qupodría ser el vecino del piso inferiorquien a veces golpeaba el techo con upalo de escoba para conseguir qu
Sergio dejara de tocar los tamboresPero no, era algo distinto. Era algcomo...
Crrrrrt.Prefirió no indagar más. Con do
clicks presurosos al mouse abandonó e
Messenger. Su respiración era violentaAún sentía el escalofrío recorrerle ecuerpo. El crujido no se iba. Lo que lacontecía era algo muy parecido a un
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pesadilla. Le dolió el muñón de lpierna ausente. Miró la prótesirecargada sobre su cama. Por algunrazón sintió que debía ponérsela por snecesitaba correr. Pero... ¿por qucorrer si nada lo estaba realment
amenazando? ¿O sí? Seguramente eruido era algo perfectamente explicableO probablemente no. “¿Qué pasa aquí?”
Se puso de pie y miró por lventana hacia la calle. La estatumpasible de Giordano Bruno, com
siempre, miraba hacia la plaza. La gentcaminaba apática. Los autos transitabacon lentitud.
“No pasa nada, Sergio. No pas
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nada”, intentó tranquilizarse. Porazones muy íntimas creyó escuchar, a loejos, el lastimero aullido de un lobo
“Es una ambulancia”, volvió a decir.El aullido le mordía los tímpanos
“Tiene que ser una ambulancia”. Otro
aullido. “Una ambulancia, unambulancia, una ambulancia”, intentranquilizarse.
Miró el monitor. Todo estaba encalma en la computadora. Por umomento había temido que ni cerrand
el Messenger se libraría del misteriosndividuo que lo había molestado coanta insistencia.
Crrrrrt. Crrrt. Crrrrt.
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Tomó la prótesis y se la colocó conrapidez. Luego, caminó a la puerta de scuarto y encendió la luz. Todo en pazaparentemente. Pero el crujido... ecrujido...
Pudo notar, entonces, que la puert
del departamento estaba abierta. Unsuave brisa la golpeaba contra la pareuna y otra vez. Una y otra vez. Una y otr
vez. “¿Dejé la puerta abierta cuandlegué de la escuela? Dios mío. ¡Alguie
se metió a la casa!”
Temblando, caminó al pasillo yencendió la luz. Lo mismo hizo en ecuarto de Alicia. En el baño. En lcocina. No había nadie. Los latidos d
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su corazón pulsaban frenéticos. Srecargó en el refrigerador, tratando dserenarse, preguntándose si eso nendría algo que ver con su pasado, coo que había ocurrido en el Desierto d
Sonora cuando era casi un recié
nacido.“¿Cuánto miedo puedo soportar
¿Cuánto miedo puedo...?”
—¡Oye, inconsciente! No pudo evitar el sobresalto al ve
a cara de su hermana en el dintel de l
puerta. —¿Crees que somos ricos? ¿Poqué tienes todas las luces de la casprendidas, eh?
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Desde pequeño había desarrolladuna especial desconfianza por todo y poodos, que luego se había traducido e
una perspicacia muy aguda. Sergio solíver más allá de lo que las demápersonas veían. No se le iba ningú
detalle. A simple vista era capaz dereconocer rasgos, minuciasparticularidades en las que la mayorí
de sus compañeros jamás se fijaríanPero tal vez era ésta una cualidad que shabía desarrollado gracias al miedo,
a necesidad de estar siempre alerta.Después de haber huido con shermana a través del Desierto dSonora, todos sus sentidos s
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agudizaron. Naturalmente, él no sacordaba porque era apenas un bebépero el solo relato que hacía su hermande lo que le había pasado aquella lejan fría noche de enero bastaba par
explicar por qué desconfiaba hasta de
sonido más minúsculo, de la sombra mánofensiva, del menor presentimiento. Y
cuando lo evocaba, inmediatament
sentía un singular cosquilleo por debajde la rodilla derecha, justo en el sitio eel que había perdido la pierna.
—¿Estás bien? —preguntó Aliciaal notarlo tan agitado. Tenía lacostumbre de preocuparse por shermano en cuanto veía algún signo d
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alarma en su rostro. El haberlo cuidadella sola desde hacía doce años habíhecho de su atención por Sergio casi unstinto.
—Sí. Es que me agité tocando lbataca.
Y aunque Alicia pudo notar qumentía, prefirió no insistir.
—Ayúdame a vaciar las bolsas de
súper, anda. —¿Tú abriste la puerta? —Claro. ¿Pues quién más?
El espíritu de Sergio descansó. Ydedujo lo que seguramente habrípasado: que Alicia habría entrado sique él lo notara, cargada con dos bolsa
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del supermercado. No habría prendida luz por no perder tiempo y habrí
bajado los tres pisos hasta la puerta deedificio para recoger el resto de lacompras, todo esto sin anunciarse.
—Traje pan de dulce para qu
merendemos.Vaciaron las bolsas en silencio.A sus veinticinco años, Alicia
estaba estudiando la carrera de medicin, a la vez, trabajaba como representant
de ventas de una empresa farmacéutica
Casi no tenía tiempo de estar en la cas Sergio pasaba la mayor parte deiempo solo. Pero acaso no habría otr
manera de que su particular familia d
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dos elementos subsistiera. Alicia shabía encargado de cuidar de Sergidesde que ella tenía trece años, sin layuda de ningún adulto.
Por lo demás, eran poco parecidosÉl tenía la nariz afilada, ella redonda; é
enía el cabello castaño quebradaunque con su corte tan al ras era difíci
de apreciar), ella completamente lacio
oscuro; él tenía los ojos negros vivarachos; ella verdes y diminutosElla era muy segura de sí misma; Sergio
no tanto.“¿Cuánto miedo puedo soportar?”La pregunta parecía surgida de s
propio interior, no de un desconocido.
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Esa noche, como era de esperarsecasi no durmió. Los ruidos del exterioo hacían despertar con frecuencia. Yos mensajes de Farkas cruzaban por s
mente en cuanto cerraba los ojos.Al otro día, a la hora del recreo
aún se encontraba taciturno. —¿Qué me cuentas, Serch? ¿Estuv
buena la página? —preguntó Jop, dand
una gran mordida a su sándwich.Se habían sentado en la banca d
siempre, la más alejada del patio en e
que jugaban los demás. Y contemplabancomo siempre, los juegos de los otros. —Sí. Estaba buena. —¿Entonces por qué no me ha
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platicado nada?Miraban a sus compañeros jugar
a distancia una especie de futbol sireglas, en el que se valía hasta jalarsde la camisa. Jop era demasiado bajitcomo para desear participar (siempr
erminaban cometiéndole faltas) Sergio prefería no exponerse a perder lprótesis cada cinco minutos.
—Ayer me pasó algo raro. Undesconocido me hizo la plática en eMessenger —comentó.
—¿Y qué te dijo o qué? —Era como si me conociera. Mlamó por mi nombre y apellido.
Jop terminó su sándwich y volvió
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su carpeta de dibujo. Un vampiraparecía en la ventana de la habitacióde una mujer dormida.
—Algún tarado del salón —opin—. Uno de esos zonzos se enteró de tcorreo y te quiso jugar una brom
pesada. —Ya lo había pensado. Pero fue un
poco más... cómo te digo... má
aterrador.Sergio miró a los demás niños
Recordó que en los primeros grados d
a escuela primaria, varias veces sucompañeros le habían quitado lprótesis para hacer mofa de él. Se vio sí mismo de ocho años diciéndose qu
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no debía llorar, que él era más fuertque eso, que no debía tener miedo. Coel paso de los años los demás niñohabían aprendido a respetarlo. Y en laescuela secundaria nunca había habidun incidente como ése. Pero no dejab
de estar siempre a la defensiva. Unespecie de halo de temor lo rodeabodo el tiempo.
Jop levantó los ojos. Miró a lejos cómo el balón salía despedid
hacia el área de los salones gracias a u
fallido puntapié. —Cuando tenga dieciocho años yvoy filmar cortos de terror como Briade Palma. Y todos esos babosos, en
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cambio, van a seguir pateando la pelotgual de mal.
Sergio sonrió. Estaba seguro dque Jop no tenía miedo casi de nada. Lhabían expulsado de tantas escuelasestaba tan acostumbrado al regaño d
sus padres y al rechazo de los demániños, que se había creado una especide cápsula de confort en la que n
necesitaba de nadie y él mismo era smejor amigo. En su aislamiento, el cinde terror, el Internet y el dibujo parecía
bastarle para ser feliz.El color en la capa del vampiro señía de azul por el reflejo de la luna.
“Es una tontería”, pensó Sergio
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“No hay ninguna razón para tenemiedo”.
Se rascó, distraídamente, la unióde la rodilla con la pierna. Se interesmecánicamente en el dibujo de Jop.
* * *De pronto se volvió una tard
luviosa. Cuando el teniente Guillé
legó a los velatorios en donde spracticaba el funeral de Adrián Romeroel niño de la casa de la colonia Juárez
un sol esplendoroso brillaba en el cieloY ahora, a las cuatro horas de hacer lguardia del ataúd cerrado, la lluvi
había comenzado a caer, convirtiendo
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automáticamente el ambiente en uno mámelancólico, más sombrío.
Recargado en una de las columnadel salón, Guillén sentía una enormnecesidad de prender un cigarro. Peren tales circunstancias era imposible
De ahí que su nerviosismo sncrementara poco a poco. De ahí que n
dejara de pasear la mirada por todos lo
rostros de los familiares. Con sevidente sobrepeso, su eterno traje cafoscuro y su bigote de cepillo, con la
manos entrelazadas sobre la barriga una inquietud evidente, más parecía uburócrata ansioso por volver a soficina cuanto antes, que un detective e
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busca de sospechosos.A la distancia, el padre del meno
difunto le hizo un gesto de saludo. Aúenía el rostro congestionado por laágrimas. El teniente inclinó la cabeza
respondiendo el saludo. Su patrull
había llegado al velatorio casi al mismiempo que el catafalco y desde entonce
no se había querido desprender de es
sitio, convencido de que era lo menoque podía hacer por la familia, dada lpoca ayuda que les habían podid
brindar. Además, se los debía. Lopadres habían aceptado mantener ecrimen oculto y evadir a la prensasegún lo que les había solicitado e
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procurador para “ayudar en lnvestigación”, aunque Guillén sabía qu
había algo más de fondo en dichsolicitud.
—¿Usted lo conocía? —le preguntde pronto un hombre mayor.
—Eh... sólo por su fotografía —respondió el teniente.
—Su risa —continuó el hombre—
Su risa es lo que más recuerdo de él. Sreía mucho con las caricaturas de la tele
El teniente Guillén se sorprendió
sí mismo tratando de hacer encajar essegundo asesinato con el del primeniño. Porque sabía que las coincidenciade ambos crímenes apuntaban hacia u
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solo asesino. Y ahora había que intentauna nueva línea de investigación, ahorhabía que fijarse en las similitudes qucompartían ambos niños antes de seasesinados para detectar un motivoGuillén pensó, de todos modos, que e
hecho de que tal vez ambos se rieracon las caricaturas de la tele no podíser razón suficiente para que sufrieran l
misma suerte. Tenía que haber otra cosaMiró su reloj y se dijo a sí mism
que bien podía salir un momento par
fumarse un cigarro. Ya llevaba más decuatro horas en la misma posición. Perel llanto de la madre volvió a retenerlen su columna, a un lado del féretro
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Sentía que era su obligación permaneceahí. La culpa lo carcomía por dentro. Lpolicía no había hecho nada por impediese segundo crimen.
—Era mi nieto —volvió a hablar eviejo—. Un excelente muchacho.
Guillén forzó una sonrisa. Dpronto le atemorizó pensar que ese fuersólo el segundo de una larga serie d
asesinatos de la misma índoleecesitaba pistas o no podría impedi
que continuaran los crímenes. Imaginó
os abuelos de las futuras víctimarecordando las risas de sudesaparecidos nietos.
Se aflojó la corbata nuevamente
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En tantas horas de pie, ya habíadoptado el tic nervioso de aflojarla apretarla inconscientemente. Entoncessonó su teléfono celular. Aliviado, sedisculpó. Era una excelente excusa parabandonar el funeral y encender u
cigarro. Llegó a la calle y, procurandoque la lluvia no lo alcanzara, se pegó a pared del edificio. Vio el mensaje qu
e había llegado al aparato. Ya no lequedaron ganas de encender el cigarro.
“Sólo hay un modo de qu
detengas esto”, decía el texto.Era como si hubieran estadeyendo su mente. Miró en toda
direcciones, confundido. A su lado no
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había sino un par de personaprotegiéndose de la lluvia bajo ecobertizo del edificio de los velatorios.
Se apresuró a responder.“¿Quién es usted?”, fue el mensaj
que envió. Al poco rato recibió l
contestación.“Sólo hay un modo de qu
detengas esto” , decía nuevamente e
exto.El teniente decidió marca
directamente al teléfono del remitente
Sonó varias veces pero nadie contestóVolvió a enviar un nuevo mensaje. Sólocontenía una palabra, una musignificativa: “¿Nicte?”
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En vano esperó que volvieran responderle. Insistió. “¿Es uste
icte?”. La lluvia, de pronto, arrecióEl frío le calaba los huesos.
“Detener esto”, se dijo a sí mismsombríamente. “Entonces... va
continuar”.
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Capítulo tres
—Pon atención, Sergio —dijo Briandadando saltitos—. “Jeté, Jeté. Pas dBourré”.
Miró de soslayo a Sergio. —No te fijaste. Te enseño otra ve
—exclamó.
—Sí me fijé —respondió él.Brianda se colocó en posición
volvió a mostrarle lo aprendido en s
clase de ballet. Siempre que lo visitabpor las tardes se presentaba con emismo atuendo: un tutú rosa, pantalón dmezclilla, zapatos tenis y el cabell
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amarrado en forma de cola de caballo. —“Pas de Bourré. Pas de Bourré.
¿Te fijaste? —¿Para qué quieres que me fije
eh? —Porque es lo que se supone qu
hacen los novios, Checho. Interesarse eas cosas que hace su novia.
Sergio exprimió el trapeador co
fuerza y lo regresó al piso de la cocina. —Tú y yo no somos novios
Brianda. Y deja de decirme Checho.
A los pocos días de haberse ido vivir con Alicia a ese departamento da calle de Roma, en la colonia Juárez
Sergio había descubierto a Briand
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hablando con la estatua de GiordanBruno. Una tarde de un viernes la habívisto, desde su ventana, pararse frente a figura de piedra del monje y hablarl
sin descanso, como si éste pudiera oírlaLuego, la vio a la semana siguient
repetir la misma locura. Y de nuevo aercer día. No pudo más con la intriga
bajó a la calle a observar con atención
Con cautela se acercó a la escenacreyendo que tal vez habría una cámaroculta en la estatua o que acaso Briand
e estuviese hablando a alguien ququedaba fuera de la vista de Sergio. Ano descubrir nada se convenció de qua niña estaba loca e intentó volver a s
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casa, pero antes de que pudiera siquierdarle la espalda, ella ya lo habíabordado. En menos de dos horas Sergia sabía toda su vida, con pelos
señales. La niña hablaba con GiordanBruno cuando necesitaba desahogarse
ni más ni menos. Y lo hacía con granregularidad porque en su casa “no lcomprendían y la regañaban por todo”
según sus propias palabras. —Claro que somos novios. O
bueno... lo seremos un día.
—¿No te lo tengo que pedir yo? —No a fuerzas. Mi mamá le pidia mi papá que se casara con ella.
Sergio terminó de pasar e
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rapeador por el piso de la cocina evantó la cubeta para tirarla a
fregadero. Mientras veía el agua irse poel desagüe sonrió levemente. Briandera una niña hermosa. Es cierto questaba chiflada pero eso no la hací
menos bonita. Desde la primera vez quSergio notó sus grandes ojos cafésdetrás de los anteojos redondos qu
portaba sobre la respingada narimorena, admitió para sí mismo que eren verdad bonita. Pero eso n
significaba necesariamente que lquisiera como novia. Y menos si ellaera tan insistente a este respecto.
—Lo que pasa es que ya somo
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amigos. Y vamos a crecer. Y cuandocrezcamos yo te voy a empezar a gustarPor eso vamos a ser novios. Y por esoes como si ya lo fuéramos —dijo ellauntando las manos por encima de s
cabeza y parándose en un solo pie.
—No me digas —gruñó Sergio alevar el trapeador y la cubeta hacia e
cuarto de lavado. Se secó las manos
volvió a la estancia. —Esto es un “Arabesque” —
presumió Brianda al inclinar su cuerp
hacia delante y levantar una pierna haciatrás, abriendo los brazos. —Te vas a caer como el otro día
boba.
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Brianda forzó la pose y Sergio lcontempló recargado en la puerta de lcocina, deseando en secreto que scayera. Por el contrario, Brianda ssostuvo, sobre la punta de su tenis, pounos instantes, haciendo fuerza co
ambas piernas y ambos brazos. —Puedes aplaudir si quieres. —Otro día —dijo Sergio, y camin
hacia su cuarto.Ella suspendió su función de balle
corrió hacia él, tomándolo de u
brazo. —No, espérate. No te vayas poner a tocar. Quiero que me acompañea un lado.
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que lo hacían despertarse a media nocho que lo sorprendían con el corazóagitado antes de atravesar un oscurpasillo. En cierto modo, la envidió.
—¿Metiste la pata? ¿Tú? ¡No mdigas! —se burló.
—Tienes que ayudarme —insistióella—. Es que mi mamá me didoscientos pesos para que el señor de l
iendita los abonara a nuestra cuenta. —Ya sé. Te los gastaste en vez de
dárselos.
Ella lo golpeó, juguetonamente, eun hombro. —¡Claro que no! —subió los pie
al sillón. Luego, se comenzó a morde
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as uñas. Era algo que hacía cuandestaba preocupada.
—¿Entonces? —Es que le dí el dinero pero e
señor no me dio ningún recibo. Y tengomiedo de que luego vaya a negar que l
pagué. ¡Ayúdame, Checho! —Deja de decirme Checho.Sergio sabía que Brianda era capa
de hacer ese tipo de cosas todo eiempo. Su teléfono celular era el má
austero porque siempre acabab
perdiendo los aparatos u olvidándoloen cualquier lugar. No era difícil ver uniga amarrada a su muñeca derech
como recordatorio de algo que, al fina
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ampoco recordaba tan sencillamente. —¿Me ayudas? —Bueno. Pero nada más porqu
está bien fácil —dijo, socarronamenteentrelazando las manos detrás de scabeza.
—No tanto. Ya ves que ese señoes bien especial. ¿Sí te dije que una veme regresó mal el cambio y ni porque l
reclamé me dio mi dinero? —¿Si te consigo el recibo m
compras unas papas?
—Bueno. Papas y refresco. Peracuérdate que no puedo llegar y decirlcomo si nada que me dé el reciboSeguramente lo va a negar. Hay qu
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hacer que lo admita sin que se dé cuentaSergio se puso de pie y Briand
detrás de él, feliz. No se lo dijo pero ibpensando, mientras bajaban laescaleras del edificio, que esas son lacosas que hacen los novios por su
parejas: ayudarlas en todo. Llegaron a lienda, a dos cuadras de la casa d
Sergio, y se detuvieron antes de entrar.
—¿Qué le vas a decir? —preguntBrianda.
—Le vas a decir tú. Pero ahora qu
entre algún cliente. —¿Por qué? —Para que tengas testigos.Aguardaron algunos minutos
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entonces entró una señora a la tienda. —Este es el momento —dij
Sergio—. Le vas a decir: “Señordisculpe la molestia pero quiero urecibo por los trescientos pesos que lpagué hace rato”.
—¡Cómo! ¡Pero si sólo fuerodoscientos, ya te dije!
—Precisamente.
Brianda lo pensó por un momento comprendió. Ambos entraron a la tiendaEl tendero, un hombre hosco
malhumorado, ya despachaba a lseñora que se les había adelantadoBrianda exclamó:
—Señor. Usted disculpe pero.
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quiero un recibo por los trescientopesos que le pagué hace rato.
El tendero dejó de hacer lo questaba haciendo y se volteó, enojado.
—¿QUÉ? ¡Qué te pasa, niña! ¡Persi sólo fueron doscientos!
Sergio le guiñó un ojo a Briandmientras tomaba unas papas del anaquel
—Tiene razón. Se me olvidaba qu
fueron doscientos... ¿me da mi recibo?En un santiamén ya estaban ambo
en la plaza de Giordano Brun
comiéndose las papas y compartiendo erefresco. Brianda tampoco lo diría, persabía que ese tipo de cosas también lahacen los novios: compartirlo todo.
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Mientras ella le mostraba cómo shace un port de bras, Sergio miró desda plaza hasta su casa. Y comprendió
por qué había sentido un extrañconsuelo cuando Brianda lo sacó désta. No se trataba de sus ejercicios e
a batería sino de lo que seguramentvendría después: el momento en el quhabía de prender la computadora y, po
costumbre, conectarse a Internet.La sola mención del nombre
“Farkas”, lo hacía sentir un liger
emblor en todo el cuerpo. “Tal vedeba platicarlo con Alicia”, pensó.Un menesteroso pasó entonce
frente a la banca en que ambos niños s
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encontraban sentados. Era un hombre da calle que solía deambular por l
colonia y tanto para Sergio como parBrianda resultaba muy familiar; llamaban, entre ellos, “el hombre de
abrigo”.
Por lo general, el pordiosero nuncse metía con nadie. Llevaba el cabellenmarañado, el rostro y las mano
completamente sucios. Portaba un graabrigo maloliente y sus pies calzabazapatos muy desgastados. Al cuello
levaba amarrada una extraña bolsita dcuero. En su caminar, hablaba solocomo si padeciera alguna locuraManoteaba, también. Y, a ratos, bufaba
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Entonces, por un muy breve momento, umomento en el que Sergio apartó la vistde la ventana de su cuarto a la distanciapercibió que el hombre clavaba sus ojoen él. Por un brevísimo instante en eque Brianda seguía haciendo cabriolas
otros niños jugaban en la plaza, loautos transitaban por la calle, la gentseguía su camino hacia sus casas
rabajos... por un minúsculo instante eel que todo se volvió ausente... Sergiuvo la certeza de que el hombre lo mir
e hizo una horrible mueca. Como shubiese estado fingiendo, como si sdesvarío y su parloteo fueran sólactuación, por ese fugaz momento, e
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hombre fue dueño de su voluntad y forzun rostro grotesco con la intención dque lo viera un único destinatarioSergio. Por ese insólito segundo sólexistieron ellos dos.
En seguida el muchacho miró
Brianda, para constatar que ella hubiernotado lo mismo que él, los ojos ciego desorbitados, la lengua de serpiente
as narices arrugadas, los enormecolmillos. Pero no. Brianda seguía en lsuyo, feliz. Los otros niños también, lo
autos, las personas...Un instante después, el hombre deabrigo volvía a su incomprensiblmonólogo. Volvía a su manoteo. Seguía
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su camino para ser, nuevamente, udemente más de la vasta Ciudad dMéxico. Pero Sergio no pudo dejar atráel escalofrío que se le instaló en la basde la nuca, que le produjo un gélidsentimiento de desamparo, d
nexplicable pesar. Miró hacia shabitación vacía desde la plaza.
“¿Cuánto miedo puedo soportar?”
se dijo. “¿Por qué? ¿Qué quiere decir?”Brianda le mostró, riendo, qu
omaba la última papa de la bolsa.
Nicte, tercera labor
icte se inclinó sobre la serie de siet
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fotografías alineadas. Esbozó unsonrisa mientras ponía de espaldas lados primeras. Detrás de ellas ya sveían sendas cruces hechas cobolígrafo, el par de marcas con las qudaba por terminadas las labores. Po
ello, dedicó toda su atención a lercera. Un niño moreno de cabellacio. Entre diez y doce años. Algo
bajito. La sonrisa incipiente de Nicte sradujo entonces en una completa. Ya
podía imaginar la ira, el llanto, l
desesperación de los padres, de lohermanos. Con ternura acarició lfotografía y la echó en su cartera. L
ercera misión estaba en marcha.
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Abandonó el recinto y subió a ldestartalada camioneta. Se dio el lujo dsilbar la melodía de un concierto dpiano. “El dolor es bueno”, pensabmientras conducía por las calles de lciudad. La noche ya tendía su manto. E
ánimo de Nicte era jovial, más cuandpodía actuar en complicidad con loscuridad. Seguía silbando. A
detenerse en un semáforo sacó el papecon la dirección. Corroboró que, eefecto, ya había llegado a la call
prevista. En pocos minutos identificó enúmero exterior. Se trataba de unhumilde vecindad de un solo piso, covarios departamentos interiores. Afuera
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ugaban todavía un par de chiquillosucios.
Estacionó la camioneta y esperóEsperó. Esperó. No dejaba de silbar. Apoco rato, los niños entraron a lvecindad. La calle se quedó sola. Sól
se oían los perros ladrar a lo lejos. Lnoche lo pintó todo de negro.
Pudo ver por el espejo retroviso
que se aproximaba un auto. Sonrió. Lercera tarea estaba en marcha. El aut
se detuvo sin apagar el motor y de ést
se apeó un niño. Moreno. Cabello lacioDe entre diez y doce años. Nicte volvia sonreír. Los del auto no esperaron asegurarse que el muchacho entrara a l
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vecindad. Lo abandonaron en la callvacía.
—¿José Luis Rodríguez Otero? —dijo Nicte, a través de la ventanilla.
Llevaba indumentaria de karateVolvía de alguna clase de arte
marciales. Tenía puesta una cintaamarilla. Se veía feliz.
—Sí, soy yo —respondió—. ¿Por?
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Capítulo cuatro
El teniente Guillén se frotaba las sienedetrás de su escritorio. El cenicerestaba rebozante de colillas. El teléfon
seguía descolgado: no quería semolestado por nadie. Un uniformadngresó a la oficina sin antes llamar a l
puerta. —Teniente, el número del celula
que nos dio corresponde a uno que fu
reportado como perdido ese mismo día.Guillén dejó de frotarse las sienesLa jaqueca no se iba de todos modos.
—Me lo imaginaba, sargento.
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—¿Alguna otra cosa? —le preguntel policía.
“Un masaje no me vendría mal”pensó el teniente, como si pudierbromear al respecto. Pero llevabvarios días de no bromear para nada. E
asunto de los crímenes lo tenídescompuesto. No dormía, comía maenía frecuentes dolores de cabeza.
—Prepare una patrulla. Quierhacer una visita.
Miró los tres expedientes sobre s
escritorio: eran los reportes de niñodesaparecidos en los últimos días, todoresidentes de las cercanías de la coloniJuárez. Entre ellos había uno que, po
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pura corazonada, le parecía que podíencajar en la serie de los dos recienteasesinatos. Miró sus ojos en lfotografía entregada por los angustiadopadres. Leyó el nombre en voz alta“José Luis Rodríguez Otero”. Se ocup
en los pormenores, tratando de encontrauna similitud con los otros domuchachos muertos, tratando de halla
una pista que le permitiera evitar esiguiente crimen. Algo que no fuera tanevidente como que todos eran vecino
de la misma colonia.Una cosa obsesionaba al tenientsobre todo: que los padres de José Luino tenían ni idea de lo que podía pasarl
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a su muchacho cuando lo reportarodesaparecido. La policía se habíencargado de ocultar que había uasesino en serie, un maniático quasesinaba niños y entregaba los restos sus padres en sus propias casas. Ciert
que el primero de la serie sí habísalido a la luz de los noticieros, pero nel segundo, no el del pequeño Adriá
Romero, el de la risa estridente. Por ellno había pánico en la ciudad, porqunadie podía imaginar, todavía, qu
hubiera un asesino despiadado de niñosuelto por las calles.“Tenemos que actuar con rapidez”
se dijo Guillén. “O no podremo
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mantener esto por más tiempo esilencio. Y habrá pánico. Mucho pánicoAdemás... es mi responsabilidaprevenir a la ciudadanía si esto no sdetiene”, se lamentó. Él hubiera queridsacar a la luz pública el asunto enter
cuanto antes, pero el procurador habísido muy claro en sus órdenes“Evitemos notificar a la prensa. As
nadie entorpecerá las investigaciones”.Se frotó las sienes por última vez
Quería hablar con los padres de Jos
Luis Rodríguez Otero para ver si podíobtener alguna información mádetallada, rascarle a la vida demuchacho y obtener una pista, algo qu
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o pusiera en la dirección correcta, algque le permitiera devolverlo a su cascon vida. A él y a los otrodesaparecidos.
Tomó su saco y la pistola, queencajó en la sobaquera. Sonó su celular
Un nuevo mensaje. —Maldita sea —dijo en voz alta.“ Esta es la segunda pregunta”
decía el mensaje de texto, remitiddesde un teléfono cualquiera, un teléfonque, en cuanto fuera investigado
aparecería como robado o sin dueño. —Maldita sea.
* * *
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Sergio seguía el ritmo d“Inmigrant song” en la batería. Sudabcopiosamente y eso lo hacía sentir bienComo no tenía ningún problema parhacer sonar el bombo con la piernortopédica, al sentarse frente a lo
ambores no sólo era un niño normal, erun niño extraordinario. Se imaginaba sí mismo en un gran escenario, mile
aplaudiendo, las luces estroboscópicacreando un efecto fantasmal de su solen la batería.
—Cuando tenga dieciocho añovoy a tocar como el “Oso Bonham” —dijo, recreando la frase de Jop de hacíalgunos días respecto a su anhelo d
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hacer cine de terror.Terminó la canción por octava ve
fue a la computadora para hacer quésta dejara de tocar cíclicamente. Tomóa toallita que ponía encima del bombo
se secó la frente. Luego, fue al baño y, a
regreso a su habitación, dio un largrago a su botellita de agua. Estab
seguro de que a los dieciocho, o antes
ba a tocar como el baterista de LeZeppelin, muerto prematuramente a sureinta y dos años.
Se acercó a la ventana y miró ravés de ella. La tarde amenazabluvia, por eso la plaza se veía desierta
Sergio pensó, de manera distraída, qu
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a vista de la estatua de Giordano Brundesde su habitación le hacía sentir biepor algún motivo. Era como observar ucuadro hermoso.
Se sentó a la computadora. Habíapasado tres días desde su últim
conexión a Internet y consideró que yera tiempo.
“No hay nada que temer”, se dijo
sí mismo. Pero el cosquilleo debajo da rodilla parecía contradecirlo.
El ruido del módem al conectars
e hizo sentir bien. En Internet tenímuchas cosas buenas: camaradas coquienes chatear, docenas de sitios dfanáticos de la batería y de Le
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Zeppelin, juegos virtuales...Respiró profundamente, s
acomodó en la silla y enfrentó al instanto que más temía, precisamente tratand
de conjurar ese miedo que lo habíatormentado durante los últimos días
entrar al chat. Notó en seguida que seguí
eniendo la cuenta de Farkas entre su
contactos. Y llevó el cursor del moushasta ésta, con el propósito deliminarla. Pero algo en su interior l
hizo sentir mal, como si estuvierevadiendo el problema, como si fuera sdeber enfrentar al sujeto. “No tengnada que temer. Si entra, le digo que m
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deje de molestar y asunto arreglado”Una reacción muy típica en Sergio. Antalgo espeluznante, prefería abrir grandeos ojos aunque después no pudier
dormir por varias noches. Era eso sentir que sucumbía a sus temores, qu
era el miedo el que lo vencía. Unespecie de valor obligado.
U n Hola en grandes caractere
apareció en la pantalla. Luego, uncarita feliz guiñando un ojo. ErBrianda.
—Hola —respondió él. —Pensaba ir a tu casa, pero nome dejó mi mamá. Estoy castigada sisalir por dos días.
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—¿Qué hiciste? —Me sorprendió viendo L
profecía.Sergio rió. Y después tecleó:
—J AJAJAJAJA. —No te burles. Estaba aburrida
¿Tú ya la viste? —La verdad, no. —Sí está fea. Y eso que no vi má
que media hora. Por algo me la teníarohibida. A ver, espérame tantito.
A Sergio no le costó ningún trabajo
maginarse a Brianda tomando lpelícula del montón de DVDs de supadres. Era capaz de hacer cascualquier cosa con tal de no aburrirse
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Una vez se puso a calcular el gastmensual de su madre y dedujo que lpodían comprar mil pesos más de ropal mes si la señora ahorraba en ciertorenglones. Se ganó una buena regañada dos semanas sin tele por entrometida.
—Tengo que despedirme —dijBrianda. Y una carita triste aparecióambién.
—¿Qué pasó? —Dice mi mamá que el castig
ncluye el Internet. Ni modo. Bye.
Sergio ya no pudo responder. Emensaje de “Brianda acaba ddesconectarse” fue inmediato.
Llevó el mouse hasta el menú d
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sitios favoritos y pulsó uno en el que sdaban consejos para mejorar la técnicpara pegarle a los tambores. Al pocorato ya estaba abstraído leyendo cómpodía arrojar las baquetas al aire atraparlas sin perder el ritmo. Pero l
ranquilidad no le duró mucho.“Farkas acaba de iniciar sesión” No pudo evitarlo. El corazó
comenzó a latirle con rapidez. Lamanos le sudaron. Su rostro, no obstanteno delató ningún cambio.
—Maldito. Ojalá que no empiece molestar —exclamó en voz alta.Siguió leyendo. Pero a cada minut
e costaba más trabajo concentrarse. Y
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extrañamente, también a cada minuto ssentía mejor. Farkas no parecía estanteresado en él.
Fue a la batería y puso en prácticun par de los consejos que había leídoaunque no podía quitarle de encima lo
ojos a la computadora. Sabía que ecualquier momento podía aparecer en lpantalla un mensaje, uno que l
produjera un extraño escalofrío.Terminó de practicar y volvió a su
silla. Y en cuanto se sentó, ya lo
esperaba una pregunta. En cierto modo prefirió. La angustia de la espera lestaba matando.
— ¿Miedo, Mendhoza? —pregunt
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Farkas.Sergio aspiró aire con fuerza y s
animó a teclear: — Ja ja, Diego. Me matas de l
risa.Diego Cravioto era el único en e
que podía pensar Sergio para perpetrauna broma como ésa. En la escuelaDiego era célebre por cometer fechoría
que se acercaban mucho al delitflagrante. Una vez había incendiado lacortinas del salón; otra, le había puest
purgante a la vitrolera de las aguas euna fiesta. Al final terminaba riéndose ésolo de sus maldades.
— El miedo es bueno —asever
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Farkas—. El miedo te puede salvar lvida.
—Deja de molestar, Diego. Puedohacer que te expulsen.
Suponía Sergio que con unamenaza de ese tamaño podía ponerlo e
su lugar sin problemas. No es que fuercierta, pero sí podía hacer recapacitar cualquiera. Más a alguien como Dieg
Cravioto, el único niño al que habíaexpulsado de más escuelas que a Jop.
— Poor Sergio. Poor Sergio. Poo
Sergio.En ese momento pensó Sergio quno tenía por qué tolerar a un abusócibernético. “Se acabó. Saco a éste de l
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ista y sigo con mi vida”. Pero esiguiente mensaje de Farkas ya nparecía venir de ningún latoso de trecaños. Sergio no pudo evitar sentir eescalofrío nuevamente en la espalda.
— ¿No dice tu hermana que no so
ricos? ¿Por qué entonces dejas que sire el agua del baño?
Apartó instintivamente las mano
del teclado. “¿El agua del baño?”Miró por encima de su hombro
Aguzó el oído. En efecto. La última ve
que había ido al baño no habíregresado bien la palanca a su lugarcomo ocurría algunas veces. Sescuchaba el gorgoreo del agu
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irándose en el depósito de la taza.“¡Dios mío! ¡Está aquí dentro!”Fue al baño y se cercioró. E
efecto, el agua se tiraba. Corrigió eproblema y tomó instintivamente lprimero que encontró a la mano: u
destapacaños. Caminó por edepartamento con sigilo, blandiendo sridícula arma. Entró al cuarto de Alici
examinó el clóset. Fue a la salaEntonces, otro pensamiento lo acometió“¿Cómo puede estar aquí dentro
ambién en Internet?”Se detuvo entre la sala y ecomedor. “Sí, pero... ¿cómo pudo sabeo del agua tirándose?” El escalofrío n
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se iba. Tuvo que volver a su cuarto. Nohabía ningún nuevo mensaje de Farkasasí que él mismo tomó la iniciativa.
— ¿Quién eres?La respuesta no se hizo esperar.
—Llámame Tío Farkas.
—¿Cómo supiste lo del agua? —¿Cómo sé lo del destapacaños?Fue golpeado por un súbito mareo
Volvía la pesadilla del primer día. Sepuso de pie al instante y corrió por todel departamento. Entró a la cocina, sali
al balconcito, entró al cuarto de lavadora, volvió a la sala, al comedorentró al baño, se asomó a la regadera, acuarto de Alicia, debajo de la cama...
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“Está en mi cuarto”, pensó cuanderminó de examinar toda la casa. S
detuvo en la puerta de entrada a shabitación y lo meditó un segundo. “A lomejor está usando una computadorportátil y una conexión inalámbrica”
Revolucionó su mente, tratando dencontrar alguna salida al dilema. Larde cedía ya su lugar a la noche. E
corazón le latía como si hubiera tocada batería por dos horas seguidas. “Est
no puede estar pasando. No puede”. S
frotó la cara, tratando de encontrar unexplicación a lo que le ocurría.El miedo, uno como no habí
sentido más que en sueños, cuando er
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alcanzado por grandes terrores a mitade la noche, lo invadió e hizo presa dél. Corrió a la puerta de salida de scasa con toda la intención de llegar a lcalle dando de gritos. Pero casi eseguida se detuvo. “¿Y a quién voy
recurrir? ¿Qué voy a decir?” Terminópor soltar la perilla de la puerta volver adentro. Sólo una cosa pud
pensar y la puso en práctica.“Está en mi cuarto. Y algo quiere
Así que ya veremos”.
Fue a la cocina y tomó el cuchil más grande que pudo encontrar.Entró en su habitación con e
corazón en la garganta, apuntando e
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cuchillo hacia delante. Sabía que entruso sólo podía estar escondido baja cama o en el clóset. Así que, despué
de limpiarse el sudor de las manos en epantalón, se agachó. Nada debajo de lcama. “Tiene que estar en el clóset”. S
paró frente a éste y trató de dominarsePero no podía. Trataba de controlar loatidos de su corazón, el ligero temblo
que ya comenzaba a adueñarse de épero no podía. Sabía que al abrir lpuerta se enfrentaría a algo. Un algo qu
no tenía buenas intenciones y que shacía presente de una forma terroríficen su vida. Un algo que tenía quenfrentar de una vez o no podría volve
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a conciliar el sueño jamás.Volvió a aspirar con fuerza y, de un
rápido movimiento, abrió la puerta declóset procurando no cerrar los ojos.
Nada.Dentro no había nada. Y e
reducido espacio que dejaban sus cosasu ropa, sus útiles escolares, suuguetes viejos) no permitía pensar qu
alguien, ni siquiera un niño pequeñopudiera ocultarse ahí.
Se llevó una mano a la cara y s
impió el sudor. “Esto no puede estapasando”. Se asomó por la ventanapensando que probablemente fuera ravés de ésta que Farkas lo estuvier
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espiando. Nada. Era igualmentmposible. Frente al edificio no habí
otro inmueble de la misma altura. Nadipodía observarlo desde ningún lado.
Se sentó a la computadora, aunquel ritmo de su respiración aún era mu
agitado. No obstante, en seguidcomenzó a volver a la normalidad. Emensaje en la última línea del chat l
alivió: “Farkas ha abandonado lsesión”.
Suspiró con alivio. Dejó d
sentirse mareado. El temblodesapareció. Su ánimo se compuso.hasta que leyó la penúltima línea de lconversación.
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— Mesones 115 bis. ColoniaCentro. Pregunta por Doña Santa.
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Capítulo cinco
Guillén encendió otro cigarrillo. Ya ibaen la segunda cajetilla de esa noche.
—No debería fumar tanto, tenient
—dijo el sargento, detrás del volantdel automóvil.
Llevaban casi cinco hora
custodiando la entrada de la vecindad da familia Rodríguez Otero, únicament
por una terrible corazonada de Guillén
que probablemente ya no había modo drescatar al muchacho, pero sí dcapturar al asesino cuando se presentarcon el paquete. Dio el teniente un gra
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alón al humo del cigarro. —¿En qué piensa, teniente? —dij
el sargento, paseando entre sus dedouna bala recién extraída de su arma.
Guillén llevaba tanto tiempviviendo solo en un pequeñ
departamento en la colonia Escandónque no le era nada difícil adecuarse asilencio. En cambio el sargent
Miranda, quien convivía diariamentcon cuatro ruidosos hijos pequeños, doperros y un gato, era un caso distinto; l
quietud excesiva lo ponía muy nerviosoGuillén, en contestación, apagó ecigarro y encendió uno nuevo. Pensaben lo rutinaria que se había vuelto s
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vida, en lo fácil que había entrado euna gris monotonía de hombre madursin aspiraciones. Lo mismo le daba qufuera jueves, domingo o martes, igual spresentaba todos los días a ldelegación, a falta de vida social,
rabajar en casos totalmente insípidoscrímenes pasionales en los que no habíque hacer ningún tipo de investigación
Su única distracción era el cine y auéste ya le empezaba a parecer insulsoLa mayoría de las veces se quedab
dormido en la sala y tenían qudespertarlo los hombres de la limpiezaLe dolía admitirlo pero el caso de Nicthabía llegado a sacarlo de su letargo
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rónicamente, era como si las muertes desos niños le hubieran inyectado vida.
Miró los expedientes de lomenores desaparecidos sobre el tablerdel auto. Todos habían sidoencontrados. Todos excepto uno. Y
ahora vigilaban la entrada de su casa. —Tal vez me equivoqué —
exclamó Guillén. Miró su reloj. Pasaba
a de las doce de la noche—Probablemente el asesino no venga hoyO venga hasta mañana.
—O el muchacho sigue vivo y easesino quizá no venga —respondióácitamente, el sargento.
Guillén asintió. Pero no consentí
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mucho esa idea. Sabía que los lococomo Nicte no cambian caprichosamentsus métodos. Y de acuerdo al patrón deas otras dos víctimas, José Lui
Rodríguez Otero ya debía haberssumado a la lista.
—Ojalá, sargento. Ojalá mequivoque.
La calle estaba completament
oscura. Y ambos vigilaban desde enterior de un auto cualquiera a vario
metros de la entrada de la vecindad
Ambos en traje de civil. “Seguro mequivoqué. Ya se habría presentado”pensó de nuevo Guillén.
—Encienda el auto. Vámonos
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descansar —dijo.Entonces, como si hubiera estad
esperando esta frase para aparecersurgió una camioneta de repartos a largo de la calle.
—¡Espere! —detuvo el teniente a
sargento.La camioneta, en efecto, se detuv
delante de la vecindad.
—¡Rápido!Ambos policías se bajaron de
automóvil y, pistola en mano, corriero
a interceptar al hombre que ya se bajabde la camioneta. —¡Alto! ¡Ponga las manos dond
as pueda ver! —gritó Guillén.
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El conductor, un hombre joven dunos veinte años, les dio la cara. Estabsorprendido. Obedeció de inmediatoGuillén lo empujó contra el auto. Y puddarse cuenta: se trataba de un servicide mensajería express.
—¿Qué pasa? ¿Qué hice? —preguntó el joven, totalmentconfundido.
—No se nos ocurrió esta opción —confesó el sargento, decepcionado.
—No puede ser. No puede tene
anta sangre fría —respondió Guillénquien ya soltaba al muchacho y lencaraba—. ¿Trae un paquete urgentpara la familia Rodríguez?
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El chofer miró su hoja de rutaMiró el apellido. Sí. Rodríguez OteroUn paquete que carecía del nombre deremitente.
—¡Maldita sea! —rugió Guillén—Muéstremelo!
El sujeto abrió la parte trasera da camioneta y subió. En seguida baj
con una caja pesada, en la que se leía
en letras rojas: “Urgente”. Se la entrega Guillén, quien la abrió a toda prisa. Asus ojos se mostró lo que tanto temía
dentro sólo había un saco grande, caféatado con una soga.Y claro. Una nota. Idéntica a la
otras dos que habían recibido los padre
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de las otras víctimas.
Todo ocurre por una razón.
Nicte
Sólo para estar seguro, Guillé
soltó un poco la soga, lo suficiente parapenas alcanzar a ver una cinta amarill un traje de karate, ambos enrojecido
por la sangre. Se sintió enfermo. Patea banqueta, se llevó las manos a lcabeza horrorizado, impotente, burladoTardó unos cuantos minutos en calmarse
—¿Aviso a los padres? —preguntóel sargento, cuando lo vio más tranquilo
Guillén se sentó en la banqueta. N
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se sentía nada bien. Por puro reflejencendió un cigarro. Y tomó el teléfonocelular para avisar a su jefe de locurrido. Entonces se dio cuenta: teníun nuevo mensaje en el buzón. Apretó upar de botones para abrirlo. “ Esta es l
ercera pregunta” decía el texto inicialTanto el muchacho de la mensajerí
como el sargento se sorprendieron al ve
cómo Guillén arrojaba el teléfono contrel suelo, en un nuevo arranque de ira ndignación.
* * * —¡Mendhoza! ¡Mendhoza! ¡Sergi
Mendhoza!
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Sergio reaccionó hasta que Jop lzarandeó un poco. Todos sucompañeros de salón rieron al unísono.
—Perdón, maestra. Estabdistraído —respondió poniéndose dpie.
—¿Estabas distraído o estabadormido? —replicó la maestra—. Pasa resolver esta ecuación, ya que tiene
anto tiempo para pensar en otras cosas.Sergio pasó al frente, tomó e
plumón y comenzó a resolver la fórmula
Para su fortuna, no era nada que nhubiera hecho antes, así que pudo salidel trance en pocos minutos. Pero avolver a su lugar, al lado del de Jop
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odavía llevaba la misma cara dconsternación con la que se habíevantado.
—¿Qué te pasa, Serch? ¿Te sientebien? —le preguntó Jop en voz baja.
—Sí. Al rato te cuento.
Tenía la cabeza en las nubeporque en varios días lo habíobsesionado una idea: que estaba loco
que él había inventado a Farkas y ahorsu propia imaginación lo atormentaba
o sólo era aquel rostro grotesco qu
había visto por un segundo en la cara dehombre del abrigo, era también quedesde el día en que Farkas casi lo matdel susto, había estado oyendo ruido
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por todos lados, viendo sombranexistentes, sintiendo hormigueos en e
cuerpo. Para él sólo había unexplicación: Farkas era una especie dmaterialización de su miedo. Su mento había inventado para justificar su
emores. No hallaba otra forma dexplicar que el individuo supiera tantde él.
Cuando llegó el recreo, Jop se llevó aparte.
—Cuéntame. Tú traes algo.
—Creo que estoy loco paranoico.Jop rio con ganas. —¿Ves? Por tanto oír Heavy MetalSergio aprovechó el camino qu
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hicieron hacia la tiendita de la escuelpara contarle lo mejor que pudo todo lque le había pasado en los últimos díasCuando ya tenían sus refrescos, fueron sentarse a su banca de siempre.
—¿Por eso no te he visto en el cha
últimamente? —Sí. Me da miedo encontrarme
ese loco.
—Sí está raro —reflexionó Jop—Pero no creo que lo hayas inventadoComo que tú no eres así.
Sergio sonrió. Pero él mismo nestaba seguro de no estar arrastrandalguna especie de trauma desde snfancia, dado lo acontecido en e
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desierto muchos años atrás. —Ven. Ya sé cómo podemos
averiguarlo —dijo Jop.Sergio lo siguió. Sabía que cuand
a su amigo se le ocurría una idea, nhabía modo de pararlo. Jop se metió a
salón de los maestros y fue directo coa maestra Luz, la directora de l
escuela, quien charlaba con alguno
otros colegas. —Maestra, necesito un pase para e
salón de computadoras, porfa.
—¿Y para qué, si se puede saber—dijo ella, suspicaz, dando un sorbo su taza de café. Conocía a Jop y sabíque era capaz de ponerse a jugar o alg
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peor, probablemente tirar toda la redescolar.
—Mendhoza dice que Maximilianera rubio como yo. Pero yo digo que erpelirrojo. Quiero demostrarle que estequivocado.
La maestra torció la boca. —¡Ayúdeme a ganar esta apuesta
porfa, porfa, porfa!
Terminó cediendo. Ni siquiera ellarecordaba de qué color era el cabelldel personaje histórico.
Faltaban pocos minutos para querminara el recreo, así que fueron asalón de computadoras y entregaron epase al encargado. “Ya saben. Si lo
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agarro jugando o chateando los reporto”dijo éste. Ambos asintieron y tomaron lprimera computadora que vierodesocupada. Jop, que podía tecleafácilmente usando todos los dedosescribió rápidamente “Maximiliano” e
el cuadrito del Buscador y presionó ebotón para que desplegara sólo lamágenes. Al instante apareciero
diversos cuadros de Maximiliano dHabsburgo. Con eso bastó para que eencargado de desinteresara y volviera a
ibro que estaba leyendo. Con muchcuidado, entraron al Messenger. Todoos maestros creían que no estabnstalado en las computadoras sól
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porque los niños habían eliminado econo, pero Jop, como casi todos lo
otros niños, sabía acceder al programdirectamente, navegando por el discduro.
—Anda. Pon tu cuenta y t
password. Rápido —luego agregó evoz alta, para despistar:—. ¡Te dije queMaximiliano era pelirrojo!
Sergio tecleó su cuenta de correo a clave de acceso. Al instante s
desplegaron todos sus contactos, uno po
uno. Jop fue el que se lo hizo notar. —No sólo sí existe el tal Farkasino qué crees.
—Ya vi. Está conectado —
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respondió Sergio, sufriendo un ligeremblor en las manos.
De todos modos, ahí, en lcomputadora de la escuela, se sintió máconfiado. Incluso hasta supuso que endividuo no se atrevería a molestarlo
Apareció un mensaje de Alicipreguntándole dónde andaba, al qucontestó rápidamente: “En la compu d
a escuela. Luego platicamos”, y sapresuró a cambiar el status de la sesiópara que nadie pudiera contactarlo. Per
no lo hizo lo suficientemente rápido. —¿Mesones? ¿Qué es eso? —dijJop, súbitamente.
Sergio en ese momento estab
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cuidándose del encargado, quien shabía puesto de pie para estirar lomúsculos. Volvió a sentir un peculiafrío en la espalda.
—¿Qué dices? —Tu amigo Farkas te mandó eso.
Era el mismo mensaje con el que shabían despedido la última vez, aquécon la referencia a un domicilio en l
colonia Centro. Mesones 115 bis. —A ver, se acabó el recreo
Entreguen sus equipos y regresen a su
salones —dijo el encargado a los niñoque ocupaban alguna computadora.Sergio y Jop cerraron todas la
ventanas y salieron disparados de
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salón. El primero, al paso que se lpermitía su prótesis; Jop, tomando ldelantera.
—Al menos ya sabes dos cosas —dijo Jop sagazmente mientras ssentaban en sus pupitres.
—¿Cuáles? —Una, que el tipo existe. Y dos... —Sí, ya sé. Que no eres tú —s
adelantó Sergio.En la tarde, Sergio volvió a evadi
el Internet. Estuvo tanto tiemp
practicando la batería que era obvio questaba rehuyendo el momento dsentarse a la computadora. No se atrevía conectarse y, a la vez, tampoco querí
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eliminar a Farkas de sus contactosLamentablemente, ambos actos los veícomo producto de la cobardía. Y lecostaba mucho trabajo enfrentar esfaceta de sí mismo. “A lo mejor sí soun cobarde y no hay nada más qu
hacerle”.Durante el resto de la tarde prefiri
ponerse a estudiar para un examen y oí
música. Nada de Led Zeppelin, ciertoaunque sí de Heavy Metal viejo.
Al llegar Alicia, poco después d
as ocho, se alegró. Necesitaba hablacon alguien. Y Alicia era la mejoopción cuando se sentía mal. Briandenía a Giordano Bruno, él tenía a s
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hermana. —Ahorita que merendemos quier
pedirte un consejo —disparó.Alicia se preparaba para darse u
baño. Pero la imagen de su hermano, coun libro de Geografía en las manos, l
piyama puesta, el ánimo apachurradodetonó ese sentimiento maternal que casoda la vida había abrigado por él.
—Mejor de una vez porque tengrabajo. ¿Qué pasó? —respondió.
—Es una tontería.
—No, no creo que lo seaPlatícame.Se sentaron en el comedor. Sergio
suspiró y, lentamente, esbozó s
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pregunta. —Si algo te da mucho miedo... ¿E
mportante que lo enfrentes para que tdeje de dar miedo? ¿O puedes huir hacer como que nunca existió?
Alicia conocía este modo ta
críptico, tan huidizo de Sergio parhablar. Y muchas veces sunterrogantes tenían que ver con es
necesidad tan íntima de no sentir miedode saberse dueño de su propia vida.
—Lo que tú quieres saber... —
completó Alicia—, es si no te va atormentar la idea de haber hecho algque, según tú, es una cobardía.
—Pues sí.
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—Eso no lo puede saber nadie máque tú. Pero sí ten por seguro que nienes que demostrarle nada a nadie. N
siquiera a ti mismo. Haz lo que te hagsentir mejor.
“El miedo te puede salvar la vida”
El problema, entonces, tal vez no fuersentir miedo... sino tomar la elecciócorrecta al respecto. Avanzar hacia e
monstruo o darle la vuelta. “¿Qué es lque me hace sentir mejor?”
Casi sin pensar, cambió de tema:
—Alicia... ¿tú crees que mi papodavía esté vivo? —Sí. Honestamente, sí —un
sombra cruzó por sus ojos. Era un tem
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difícil para ambos. Hacía mucho que nhablaban de eso.
—¿Y tú crees que nos encuentralgún día?
Alicia sintió una especie delectricidad corriendo por su cuerpo
Como si enfrentara una fotografía mudolorosa. El sentimiento fue fugaz, spero también horriblemente familiar
Como si en un segundo hubiera tenidque vivir de nuevo los días de terror aado de su padre, como si hubiera
cruzado frente a ella, en un segundo, locrueles ojos, la malévola sonrisa, laoscas manos del hombre a quien máemían ambos en el mundo.
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—Escúchame —dijo ellseriamente—. Nunca nos va a encontrarY si un día lo hiciera...
Llevaban doce años juntosoportando esa maldición. Y un halo desolidaridad, de compañerismo, lo
rodeó. “Cualquiera puede tener miedo”pensó Sergio. “Hasta Alicia. Lomportante es qué haces al respecto”.
—No. Olvida lo que dije —sentenció Alicia—. Nunca nos va encontrar. Nunca.
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Capítulo seis
El capitán Ortega, el jefe de Guilléncolgó de un golpe el teléfono. El teniento observaba desde el otro lado de
escritorio. Ambos estabaverdaderamente mortificados.
—¿Sabe quién era, Guillén? —
escupió Ortega, un hombre delgado qusiempre parecía estar de mal humor.
—Me lo puedo imaginar, capitá
—admitió el teniente, cohibido. —Los padres de la segundvíctima. El niño scout.
—¿Y qué querían?
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—Dicen que van a hablar con loperiódicos y con los noticieros. Que sno resolvemos esto en una semana, van hablar con todo el mundo. Y nos van aacusar de irresponsables.
—¿Cómo se enteraron que ya so
res niños? —Ése es el problema. Que no l
saben. No me puedo imaginar cómo va
arder esta ciudad en cuanto se sepa qunos callamos que había un loco sueltasesinando niños.
—¿Y por qué no nos adelantamos hablamos de una vez con la prensacapitán? —sugirió Guillén. Todo eiempo había pensado que la orden de
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procurador era un tanto insensata. Tavez fuera momento de desobedecerla.
—Óigame bien, Guillén, porque nse lo voy a repetir —gruñó Ortega.
—Sí, capitán. —No puede haber una cuart
víctima. No puede. ¿Quedó claro? Hago que tenga que hacer, pero no quiero
que esto crezca. Mi jefe me va
crucificar si esto sigue y todo el mundse entera de que nos lo estuvimocallando.
—Sí, señor. —¿Comprendió? —Perfectamente. —¡Entonces qué demonios hac
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aquí! ¡A TRABAJAR !Guillén salió a toda prisa de l
oficina de Ortega y lo primero que hizfue encender un cigarro. Malhumoradoentró a su propia oficina. Sobre sescritorio estaban, numeradas en u
papel, sus únicas pistas: 1) las cuatrpreguntas que le habían mandadanónimamente por teléfono celular, 2) e
apodo con el que firmaba el autor de locrímenes y 3) la única similitud quhabía encontrado entre los tres casos
que todas las víctimas vivían en unzona más o menos cercana del centro da ciudad, la colonia Juárez. Fuera d
eso, no tenía nada. Excepto, claro, un
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errible jaqueca que no se aliviaba conada. Y la horrible certeza de que sí, enefecto, sí podía haber una cuartvíctima.
* * *Al menos dos cosas tenía en clar
Sergio. La primera, que no iría dnoche. La segunda, que no iría solo
Pero la tardanza de Brianda ya pasabde la media hora. “A ver si no terminoendo solo y ya tarde”. No quería ir
buscar a su amiga a su casa; si su mamsospechaba a dónde iríanprobablemente los encerraría a ambo
en un clóset antes que dejarlos ir. Lo
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cierto es que sí estaba decidido a ir duna buena vez. Había llegado a lconclusión de que, si no iba, no podríamás quitarse de encima esa obsesión
Y cuanto antes, mejor.Sentado en una de las bancas de l
plaza, veía con detenimiento la ventandel departamento en el que vivíBrianda, sobre la calle de Bruselas
ada podía distinguir desde ahí. A lomejor ni se encontraba en casa.
—A ver si no se le olvidó... —
murmuró.Entonces apareció ella por lpuerta del edificio. Pero su aspecto ndenotaba nada bueno. Llevaba los ojo
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húmedos, se veía que había llorado. —No me digas. No te dejaron —s
anticipó Sergio. —Perdóname, Checho. Es qu
había quedado de acompañar a mi mama ver a mis primas. Y no me acordaba.
—Ni modo. —Le dije que se fuera sola, qu
siempre no quería ir, que ya habí
quedado de ayudarte en una tarea, perno me dejó por mucho que le rogué —exclamó ella, con la voz quebrada por e
lanto. —No te apures —respondió Sergiseriamente afligido. Desvió la miradhacia su propio departamento. “¿Y si no
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voy? ¿Y si lo dejo para otro día?” —No vayas a ir solo, Sergio —l
pidió Brianda, adivinando supensamientos.
Sergio ya estaba harto de estaeniendo pesadillas con la direcció
proporcionada por Farkas. Ya queríaponer punto final a ese asunto, darscuenta de que no había nada d
sobrenatural en eso. Ya quería traspasaesa puerta y seguir con su vida
ecesitaba volver a dormi
ranquilamente y sin sobresaltos. —Ya te dije que puede ser uno deesos viejos cochinos que molestan a loniños por Internet. No te vaya
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secuestrar o algo. Tengo miedo —admitió Brianda mordiéndose las uñas.
—Yo también. Pero una cosa sí taseguro: no es un viejo cochino. Lmalo...
—¿Lo malo qué? —lo urgió.
—Lo malo es que no sé si sea algaun peor.
Estaba pensando en alguna especi
de espíritu maligno. O algo más terriblodavía: que fuera su padre. Pero esto n
podía transmitírselo a Brianda. Aún no
era tiempo. —¿Ves? ¡No vayas solo, porfa! Yoe acompaño mañana, te lo juro.
—No sé. Le voy a hablar a Jop.
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—¿Me lo prometes? —Te lo prometo.Ella lo abrazó rápidamente, cos
que él no se esperaba. Acaso por eso, oporque no sabía cómo reaccionar, no ldevolvió el abrazo. Brianda corrió a s
casa pero, antes de entrar, se detuvo y lgritó:
—¡Mándame un mensajito cuand
a hayas vuelto!Sergio asintió y volvió a sentars
en la banca. Tomó su celular y escogió
en su agenda, el número de Jop. Esperansioso a que éste contestara. Yapasaban de las cinco y media de larde.
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—¿Qué onda, Serch? —dijo la vode su amigo, del otro lado de la línea.
—Necesito un favorzote. Quierque me acompañes a ver qué quiere eal Farkas.
—¡Claro! ¡Hay que desenmascara
al infeliz! ¿Cuándo? —Ahora mismo.Jop vivía lejos del centro
específicamente en la colonia Del ValleEran varias estaciones del Metrobúdesde su casa hasta la de Sergio
Haciendo cálculos mentales, Sergisabía que, aun si aceptaba, tendría quesperarlo por más de media hora. Temíaque la noche se les echara encima.
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—¿Ahora? No hay problema. Nadmás necesito que me aguantes a quermine de lavar los coches de mi papá.
—¡CÓMO! ¿Qué hiciste ahora?Era bien sabido que a Jop l
ponían a lavar los cuatro coches d
colección de su padre cuando se portabmal.
—Me agarró jugando a la Bols
por Internet con su cuenta. Ya ni la hacei porque le hice ganar ochociento
dólares con una venta de acciones d
una empresucha de salsa de tomate. —Mmmh... mejor entonces vosolo.
—¿Solo? —exclamó Jop—. ¡No
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Serch! ¡No! ¡Qué tal que te destripa!Sergio sintió un vacío en e
estómago. —Gracias —ironizó—. Es lo qu
necesitaba oír para animarme a ir. —En serio. No vayas solo. Mejo
espérame. Lavo dos y te caigo. A lomejor convenzo al chofer.
Sergio tomó aire. A lo lejos e
hombre del abrigo recogía basura de ubote de la calle. Sentía que todo estabconectado. Ya quería salirse de eso.
—¿Conoces ese sentimiento dhaber estudiado toda la noche para uexamen y que al otro día el maestro tdiga que mejor lo va a posponer?
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—No. Nunca he estudiado toda lnoche para un examen.
—No importa, imagínatelo. Es lque siento. Ya me preparé para estemomento y quiero que de una vez shaga el examen. Ya quiero quitarme de
encima este peso.Hubo un silencio. Uno largo. —Bueno. Pero prométeme que m
lamas si hay algo que te dé un mapresentimiento.
Colgaron y Sergio se puso de pie
Para llegar a la calle de Mesones, en ecentro histórico de la ciudad, tendríque tomar el metro, bajarse en lestación Salto del Agua y camina
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algunas cuadras. Probablemente podríganarle a la noche si se apurabaProbablemente, dentro de unas cuantahoras, ya habría visto que la dirección nexistía y se estaría riendo de todo. “Poo menos no creo que hoy llueva”, s
dijo, tratando de darse ánimos.Cuando llegó a la transitada call
de Mesones, el ritmo de sus paso
comenzó a aminorar. En su mentestaban todas las veces que habíngresado al Messenger a preguntarle
Farkas para qué quería que se presentaren esa dirección y en las que siemprobtenía como respuesta lo mismo“Mesones 115 Bis. Pregunta por Doñ
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Santa”. También comenzaba a sentialgo de culpa por no haberle dicho nada Alicia, ni de Farkas ni de la manera enque éste lo hostigaba. “Si algo me pasame voy a arrepentir toda mi vida de nhaberle dicho, de no haberla puest
sobre aviso”, se dijo. Sus pasos eraentos, cada vez más lentos. Pero el so
aún estaba bastante alto.
No era la primera vez que andabsolo por la ciudad. Para ir al Tianguidel Chopo, allá por Buenavista, dond
compraba mucha de la música quescuchaba, nunca tuvo ningún reparo er sin compañía. Al principio iba con é
Alicia, cierto, pero después ella empez
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a trabajar también los sábados y ya npudo seguir yendo con él. Además, en eChopo Sergio se sentía como en casaodos los rockeros más grandes que él
que compartían sus aficiones lestimaban y cuidaban. Así que el temo
que sentía Sergio en ese momento no erpor andar solo. Era por el sitio qudebía visitar.
“Esto está mal”, se dijo“Cualquier adulto lo desaprobaría. Quvenga a la casa de un tipo del que n
conozco ni el nombre. Y es cierto. Estoestá muy, muy mal”.Llegó a la dirección. Era una cas
muy derruida. Las paredes eran d
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adobe y la puerta era sólo una delgadhoja de madera que no encajaba bien eel marco. Con carbón tenía dibujado e“115 Bis” sobre una pared. Salcanzaba a ver un foco de pocpotencia a través de una de las orillas d
a puerta.“Esto está mal. Muy mal”.Se arrepintió en seguida
Comprendió que lo que tenía que haceera sacar a Farkas de sus contactos seguir con su vida. Además, ya habí
demostrado que no le temía. Habílegado hasta el final. No tenía por qudarle el gusto de ir más allá.
Antes de que pudiera dar un pas
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atrás, una mano muy menuda lo tomó poa muñeca izquierda. Era un niñ
moreno, bajito, de unos siete años. Suropas eran viejas y humildes. En suojos había algo que hizo sentir confianza Sergio. O probablemente fuera l
sonrisa. O la calidez del apretón. Por umomento dejó de acordarse de Farkas.
—Dice mi abue que pases —l
nstó el niño. —Este... pero... —titubeó Sergio. —Dice que no tengas miedo. N
ahora.Soltó el brazo de Sergio, quiesintió ganas de detener a alguno de lohombres que pasaban por ahí y pedirl
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que, si no volvía a la calle en menos dquince minutos, llamara a la policíausto como hubiera hecho con su
amigos si lo hubieran acompañado. Peros ojos del niño... O quizá la sonrisa...
Se decidió a entrar. El ambiente
detrás de la frágil puerta, era oscurpese al sol del exterior. Y la luz defoco era tan tenue que no ayudaba nada
Había un fogón de leña echando humoun par de catres y muchas yerbas, atadaen grandes paquetes. Hasta que sus ojo
se acostumbraron a la oscuridad pudSergio ver a la anciana, sentada en unsilla de madera, al fondo de la diminutcovacha. Sus ojos estaba
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completamente ciegos, blanquecinocomo leche turbia.
—Acércate, mediador —dijo ella. —¿Usted es Doña Santa? —
preguntó Sergio. No pudo evitar sentimiedo. El rostro de la vieja er
desagradable a primer golpe de vistaEstaba surcado de arrugas, no tenía usolo diente y los ojos eran como do
ámparas vivas. Pero la sonrisa qusostenía era idéntica a la del niño, tavez por ello es que Sergio se aproximó
ella. La vieja tomó el rostro de Sergientre sus nudosas manos y lo palpó sidelicadeza, obligándolo a cerrar lo
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ojos. El corazón de éste comenzó a latiapresuradamente.
—Tienes miedo, mediador... —observó ella—. Eso es bueno.
—¿Por qué me llama así“mediador”?
—Cómo. ¿No lo sabes? —respondió la vieja—. ¿Pues quién tmanda?
Sergio dudó. ¿Sabía quién lmandaba? ¿Y para qué? No. De prontouvo la certeza de que le sucedería
cosas malas porque se había metido posu propio pie a la garganta del monstruo —Tienes miedo —volvió a señala
a vieja—. Es bueno sentir miedo. Per
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no ahora, mediador. No ahora. ¿Quién tmanda?
—Farkas —se animó a deciSergio.
Algo en el rostro de la anciana sransformó. Sus ojos se clavaron en u
punto, como si pudiera ver por ellosDejó de palpar a Sergio.
—Farkas... hace mucho que n
escuchaba ese nombre en tu lenguaMucho, mucho tiempo.
—Usted perdone señora, pero.
¿qué estoy haciendo aquí?La vieja abandonó supensamientos y volvió a sonreír.
—Eres muy joven. Claro que no l
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sabes. No tienes por qué saberlo. Pero.antes, tengo que estar segura.
Fue al fondo de la habitación y, dun grupo de repisas, removió algunacosas. De entre ellas extrajo un librgrande, pesado, con las pastas duras
algunas inscripciones en relieve. Lvieja sopló sobre la cubierta, retirandde ella una gruesa capa de polvo
Volvió al lado de Sergio y abrió el libroa la mitad. Sergio miró de reojo, en lapáginas interiores, uno de los grabado
que contenía el antiquísimo libro: sveía un hombre con grandes colmillomordiendo a otro en el cuellohaciéndole saltar la sangre e
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del sello era bastante peculiar: una mancon una espada de un lado y un rostrcornudo del otro. A ambos los separabaun rayo. Sergio sintió que si rompía esello estaría desatando alguna fuerza coa que no quería lidiar. Sintió que s
comprometería de algún modo. Sdetuvo.
—No quiero abrir ningún maldit
sobre —repuso—. Quiero que mexplique qué hago aquí o, si no, margo. Y le dice por favor a Farkas que
me deje de molestar o aviso a la policíaLa abuela arrugó la frente. Nesperaba esa reacción. Pero no tardó esonreír nuevamente. Tomó el libro y s
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fue a sentar a su silla de madera. Desdahí, arrojó algunas briznas de hierba afuego que calentaba el recinto. Sergipercibió el nuevo aroma que sdesprendía de las llamas. Era, en ciertmodo, pacificador.
—¿Cuánto miedo puedes soportareh, mediador? —exclamó la vieja.
Sergio sintió un escalofrío. No s
e había ocurrido que la vieja pudierser Farkas. ¿Pero cómo ingresaba nternet estando tan vieja, ciega
viviendo en tal pocilga? Lo supo eseguida porque no había otra conclusióposible: era una bruja. Instintivamentdio un paso atrás. Esperaba poder sali
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corriendo, pero algo lo detuvo. Un pade manos presionaron su espalda. Girel cuello y vio al niño. Ya no sonreíaLe obstruía el paso con toda intención.
—¡Déjenme ir! ¡Déjeme ir, bruja¿Qué quiere de mí? —exclamó Sergi
gritando, apartándose del niño. Ahoréste tenía los ojos ciegos, igual que sabuela. Y su sonrisa no era más la de un
niño pequeño, parecía la de un hombrmuy anciano.
—Claro que soy una bruja —
respondió la vieja—. Pero me estprohibido hacerte daño. Yo sólo tengoque entregarte el libro.
Le extendió la mano a Sergio
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éste, después de unos instantescomprendió que no podría salir de ahí sno les seguía la corriente. Tomó la manode la abuela y se dejó conducir. Ésta lolevó a una silla al lado de ella y le pusas manos sobre las rodillas.
—Un mediador... mantiene eequilibrio —dijo ella, de pronto—. Umediador... soporta el terror. Un
mediador... discierne. Por eso se lencomienda la misión.
—¿La misión? ¿Qué misión?
—Pues la misión más antigua demundo, claro. Aniquilar demonios.El niño se había sentado en u
rincón, abrazando sus rodillas. Dejab
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salir de sus labios un cántico en unengua desconocida.
—Una buena parte de lo que sdice es cierto —continuó la vieja—Cada leyenda que has escuchado tienalgo de verdad. Monstruos, engendros
aberraciones… muchos de ellos haexistido desde hace milenios. Sólo quea partir de la publicación de este libr
que tengo en mis manos... se produjo uequilibrio. Los héroes y los demoniopactaron una tregua. Y ésa, mi estimado
mediador, es la única razón por la quhoy en día no te cruces en la calle con uservidor del maligno que te arranque ecuello de una mordida.
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El niño rió, divertido. No era uniño. Era un ente. Un algo perverso.
—¿Y yo qué tengo que ver coeso?
Parecía un mal sueño. Sergio lúnico que deseaba era irse a su casa
hacer como que nunca había ocurridnada de eso.
—Los mediadores descubren a lo
demonios a través del miedo. Ayudan aos héroes a aniquilarlos. Para mantene
el equilibrio, por supuesto.
—Hay un error. Yo no soy ningúnmediador. De eso estoy seguro —replicó Sergio.
La abuela sonrió.
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—Mírame, muchacho. ¿Cuántofrascos tengo sobre las repisas?
Sergio lo sabía. Catorce. No podíexplicar por qué, pero lo sabía. Y no lohabía contado conscientemente. Le quita vista de encima a la vieja y miró a la
repisas. Sí, catorce. La mayoría de ellocon fetos de extraños animales flotanden el interior. Sus ojos se detuvieron en
uno que parecía tener múltiples ojos un par de diminutos cuernos.
—Tú observas, muchacho —
añadió la vieja—. Eso ayuda mucho eun mediador. Tu capacidad deobservación y de tolerar el miedo hacede ti un buen mediador.
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—No importa. ¡Yo no quiero semediador! ¡No quiero! —refunfuñSergio. No dejaba de tener miedo. Nquería seguir teniendo miedo. Estabharto del miedo.
—Es tu elección —espetó la viej
forzando una mueca de desagrado—. Yosólo tengo que entregarte el libro.
Se lo extendió. Sergio lo tom
emblando. Sabía que no podría irse siel libro. Ya lo tiraría o lo quemaríadespués.
—Libro de los héroes —leySergio en voz alta.La abuela dejó salir una tétric
carcajada. Luego, también el niño, que
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cada segundo se transformaba en usimio. O en algo que parecía un simio.
—¡Abre el sobre! —gritó labuela.
—Pero... —¡Que lo abras!
Sergio quería terminar ya con todeso. Rasgó el sello del sobre, separandpara siempre al demonio y la espada
Del interior extrajo una hoja que, con epuro contacto, amenazaba codeshacerse. El escalofrío se apoderó d
él. Era un miedo terrible, enormensoportable. Quería gritar, querídespertar, quería huir, quería salicorriendo, no detenerse jamás.
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—¡Dime! ¿Está bien? ¿Está bien—gritó la vieja, ansiosa.
Sergio quería soltar la hoja pero npodía. Era una pesadilla. Era algo peoque una pesadilla porque en verdaestaba ocurriendo. Con trazos de un
singular tinta color marrón había uncifra en caracteres estilizados.
2 0 0 7 0 5 2 2 2 3 0 7 3 8
No tardó en darse cuenta de lo qu
se trataba. La cifra representaba esmismo día, ese mismo momento. Lsupo porque miró su reloj de pulsera advirtió que los números eran idénticos
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En cuanto posó los ojos sobre ecambiante tiempo de su reloj, losegundos de pronto ya no eran 38 sin39. De las once de la noche con sietminutos. Del veintidós de mayo de2007.
—¿Está bien? —insistió la vieja.Pero Sergio seguía mudo. Porqu
o que le heló la sangre no fue l
exactitud preparada por siglos demomento en que abriría el sobre, sino eretrato que estaba debajo de la cifra. “A
quién miras, calvo”, pensó siproponérselo. Todo en el rostro que lomiraba desde la hoja era idéntico a ureflejo. Y le horrorizó pensar que su
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propia cara había estado tantos sigloaguardando en ese papel a que él misma descubriera. Alguien en el siglo trec
había anticipado con tanta precisión sufacciones que no pudo dejar escapar usollozo de angustia, de desamparo. D
error. —¿Está bien? ¿Es correcto? —
gritó la vieja.
—¡No sé de qué me habla! ¡Esobre está vacío! —mintió Sergimientras traspasaba la puerta cargand
el libro y escapando de las garras de esen lo que se había convertido el niño que ya no pudo o no quiso distinguir.
La calle estaba oscura, vacía
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Efectivamente, pasaban de las once da noche. Había estado metido en l
guarida de la bruja casi cinco horas.
Nicte, cuarta labor
icte estudiaba a través del cristal a locandidatos. Ya no los acechaba en e
monitor pues temía cometer unequivocación. El patrón debíconservarse.
Aprovechó la rutina para ir a lconsola de la música y presionar ebotón de play. El concierto para piannúmero dos de Rachmaninoff comenzó
sonar. Nicte se deleitó en las notas
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Sonrió. Era una sonrisa concupiscenteuna sonrisa cínica, de placer malvadoCualquiera lo habría podido decir; per
icte se encontraba fuera de las miradadel mundo. Desde su cómodo sitiopodía mirar hacia afuera. Nadie, e
cambio, podía mirar hacia adentroObservaba y esperaba. Sin prisa. Siurgencia, sí, pero también sin descanso
Mientras más pronto culminara smisión, mejor. Por eso no retiraba lvista del vidrio. Y esperaba. Esperaba
Esperaba.Siete menos tres, da cuatro.Miró las fotografías sobre la tabl
rasa que utilizaba a modo de escritorio
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Tres niños, tres metas. Estaba a punto dograr la mitad. Pensaba que tal ve
pudiera celebrar después del cuartoaplaudirse la eficiencia con que habrílegado a concluir la mitad de su misión
Lo pensaba, pero no lo admitía del todo
Si la misión era truncada antes de losiete, nada tendría sentido. Jugaba coos siete rostros entre sus manos. Sabí
que podía hacer lo mismo con sietdestinos. Y, con todo, le preocupaba unade las tareas pendientes. Una que n
sería tan fácil de concluir, porque srefería a un muchacho tan especial qusólo si los dioses le favorecían, darícon él pronto. Mientras tanto, trataría d
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concluir con los otros tres lo anteposible. “Nada de celebraciones hastconcluir los siete”, se reprendió.
Levantó el rostro, de ojos cerradosusto en el momento en que terminaba e
primer movimiento del concierto
niciaba el segundo, el Adagisostenuto. Era como degustar una buencomida, gozar una excelente vista de
mar, acariciar seda muy fina. Y al abrios ojos, lentamente, volvió a sonreír
Un muchacho de cabello rizado de uno
once años se había detenido del otrado del cristal. —Es él —dijo, reacomodando co
os dedos las fotografías—. Es el cuarto
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En silencio agradeció a los diosesProbablemente seguirían favoreciéndolcuando tuviera que buscar al séptimo, ede las capacidades especiales.
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Capítulo siete
Detuvo su carrera. Se volvió. Levantó lvista. Había llegado a una zona debosque donde la vegetación era meno
densa. Concentró los ojos en un punto da ladera que conducía a dicho paraje
Contó las bestias a la distancia. Cinco
seis. Las suficientes para que hicieracon él una carnicería. Volvió a correr.
Se internó entre los árbole
nuevamente. Se golpeó con un troncoLuego, con otro. Podía sentir el dolor, esabor de la sangre manar de su boca. Npodía detenerse. Cambió el rumbo
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Detrás de él podía escuchar claramentcómo el número de fieras ya habíaumentado. Seguro ahora serían diez más.
No era una noche con luna. Por econtrario, era tan oscura que echaba po
ierra toda su mitología conocida. Loobos no se congregan sólo en noches duna llena; prefieren atacar a su
víctimas en la más profunda de lainieblas.
Los gruñidos eran aterradores. E
cansancio era terrible. La oscuridad ercada vez más densa. Se detuvnuevamente. Miró hacia atrás. Entre efollaje se distinguía a la jaurí
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avanzando a toda prisa hacia él. Volvióa correr. Siguió golpeándose contra loárboles, dejando pedazos de su ropa de su carne herida en el follaje. Salterada respiración le dolía. Lesperanza lo abandonaba. Sólo u
milagro lo salvaría.Diez o más. Quince o veinte. O, ta
vez, treinta o cuarenta. “Por lo menos”
pensaba Sergio mientras avanzaba, “serun festín sangriento que terminarpronto. Quizás no tendré tiempo d
sufrir. Quizás muera instantáneamente.”La prótesis cedió. Tuvo que seguia huida con una sola pierna. Luego
cayó, y se vio obligado a arrastrarse po
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el suelo fangoso. Los feroces animalese aproximaban a cada segundoComprendió que no tendría casresistirse. Dejó de escapar. Cerró loojos ante el espantoso aullido que hizeco en la noche sin luna. Se hizo u
ovillo y aguardó. Una mordida. OtraOtra más. Los colmillos de un furiosobo en un costado. El dolor. El llanto
La impotencia. Las tarascadas asesinade la manada, cientos de púancandescentes en su cuerpo sangrante
El dolor... —¡Sergio! ¡Sergio!Apenas abrió los ojos vio el rostr
angustiado de Alicia frente a él.
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—Hacía más de dos años... —murmuró ella mientras trataba darrancarle de las manos la almohada quSergio trituraba con todas sus fuerzas.
—Perdón, Alicia —se disculpóéste, soltando el cojín.
—Hacía más de dos años que nenías pesadillas así de violentas.
Sergio se sentó contra el respald
de su cama. Estaba sudando. Srespiración apenas se normalizaba.
—Dime dónde anduviste ayer hast
an tarde. Pensaba guardarte el castigpara cuando amaneciera, pero en vistde esto...
Sergio titubeó. El regreso a su cas
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había sido como otro mal sueño. Apenahabía alcanzado a tomar el metro antede que lo cerraran. Y el camino a lacalle de Roma en medio de la noche, unvez que salió de la estación Insurgenteso había colmado de todo tipo d
miedos; creía ver seres infernales ecada hombre que se cruzaba con él, ecada perro callejero, en cada gato negro
Al llegar a su casa, Alicia lo esperabviendo la televisión. “Estaba a punto dhablarle a la policía, inconsciente. ¿Po
qué no me contestas el teléfono? ¿Tequedaste sin batería o qué?”. Y sólohasta ese momento se dio cuenta Sergide que tenía más de veinte llamada
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perdidas, unas de Brianda, otras de Jo, por último, las más numerosas, d
Alicia. Pensó explicarle: “Nunca sonó”pero ni él mismo entendía cómo habíperdido varias horas de su vida en usitio en el que no había estado más qu
unos cuantos minutos. —¿Dónde estuviste? —volvió
preguntar Alicia. Ahora eran las tres y
media de la mañana. No se escuchaba usolo ruido, ni siquiera en la calle.
Sergio quería contarle. Per
ambién quería dejarla fuera de eso. Eran disparatado lo que había vivido edía anterior que no sabía ni cómexpresarlo.
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—No andas en malos pasos¿verdad? No andarás en rollos ddrogas o juntándote con rateros —preguntó ella nuevamente, con otro tipde angustia pintado en la cara.
—No, cómo crees —respondi
Sergio, complacido de poder decir lverdad en eso—. Lo que pasa...
El libro, sobre su escritorio, a u
ado de la computadora, confirmaba lvisita a la casa de Mesones.
—Lo que pasa... es que fui a que u
amigo me prestara ese libro para unarea. Y se nos fue el tiempo con suvideojuegos.
Sergio temió que Alicia tomara e
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ibro y le cuestionara acerca de lnaturaleza de dicha tarea. Pero no lhizo. Simplemente se puso de pie yarrastrando las pantuflas, se aproximó a puerta.
—No soy tonta, Sergio —dijo
recargada en el marco—. Qué tarea nqué tarea. Pero tú sabrás. Así que nadmás te pido que, si vas a andar tan tard
fuera de la casa, te reportes, porque lpróxima vez te castigo los tambores uaño. ¿Entendiste?
—Sí, Alicia.Ella apagó la luz del cuarto dSergio y volvió al suyo a continuar ssueño interrumpido. Sergio esper
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sentado en la penumbra, sin atreverse recostarse. Temía volver a la mismapesadilla. Temía que el libro comenzara brillar en la oscuridad o que se abriersolo. Temía que algo saliera del clóset oentrara por la ventana. Temía. Temía
Temía... “No sé qué me hizo ir a esadirección”, se lamentó. “Ahora sí que nvoy a volver a dormir en toda mi vida”.
Terminó por tomar su celular yponerse a jugar con él. Antes, respondióa los mensajes de sus amigos, aunqu
sólo Brianda le agradeció el gesto eseguida. Alicia se dio cuenta, desde shabitación, por el ruido al presionar laeclas en el aparato, de la incapacida
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de Sergio de conciliar el sueño. Sabíque eso le ocurría a su hermano siemprque tenía esas horribles pesadillas. Yaunque sí se preocupó, no tardó equedarse dormida.
A Sergio, en cambio, lo sorprendió
a madrugada con el teléfono entre lamanos. Ya había roto todos los récordposibles de los pocos juegos con los qu
contaba. Y aparentemente seguía sinsueño, aunque con un terrible cansanciencima.
—¡Qué pasó! —le reclamó Jop ecuanto se vieron en la escuela—. ¡Youraba que ya te habían puesto a pediimosna en Tijuana!
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—Ja, qué chistoso. —¿Viste al tal Farkas? ¿O a la ta
Doña Santa? —A la señora sí. Al rato te platicoEn el recreo, Sergio le contó tod
o que le había ocurrido. Y aunque Jop
se mostró asombrado, tampoco satrevió a dudar de la palabra de samigo.
—Esto es como de una película dDarío Argento, Serch. Le voy a hablar mi papá para que no mande a Pered
hoy. Le voy a decir que hoy comocontigo, ¿te parece? —Está bien —aceptó Sergio—
Pero... ¿por qué?
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—Quiero ver el libro.Sergio, por el contrario, no s
había atrevido ni a hojearlo. Tenía queadmitir que le asustaba, que no querícontinuar con nada de eso. La amenazera terrible: miedo, miedo, miedo: U
mediador hace uso de su miedo. Nobstante, en compañía de Jop, la coscambiaba. Tal vez hasta le encontraran
algún encanto al mentado libro. Tal vehasta se pudieran reír de los viejísimograbados y sus ridículos personajes.
Para su mala suerte, el padre dJop no lo dejó acompañar a Sergio comer. Así que, de vuelta en su casasolo como siempre, tuvo que enfrentars
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a la presencia del libro y a la necesidanterna de hablar con Farkas cuant
antes para poner las cosas en claro duna buena vez.
Ni siquiera calentó su comida. Nse quitó el uniforme de la escuela
Tampoco descansó de la prótesis. Encuanto llegó a su cuarto, se sentó a lcomputadora y entró al Messenger
Estaba, incluso, un poco ansioso, poeso puso música de Led Zeppelin en labocinas de la computadora par
ranquilizarse. Farkas se encontraba esesión. — ¿Cómo se aniquila un
orgona, Mendhoza? —fue con lo qu
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acometió a Sergio. — No sé, ni quiero saberlo
respondió éste. Se daba cuentamientras tecleaba, que al menos había uogro: ya no temía a Farkas. El habers
presentado en la casa de Mesones, e
haber enfrentado a la bruja y habelevado el libro hasta su escritorio, era
pequeños triunfos. Ya no sentía, a
hablar con el sujeto, ningún tipo destremecimiento. Por el contrario, poneas cosas en claro lo hacía sentir mejor.
— Tienes el libro, ¿o no? —Como si no lo supieras. — Claro que lo sé. Pero no porque
estuviera ahí. Me ofende que me haya
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confundido con esa vieja decrépita. —Es una tontería eso de
mediador. No quiero participar. —No se trata de que quieras
endhoza. Si tienes el libro es porquee corresponde. En el sobre estaba
odo.Sergio le echó una mirada al libro
Ahí, a la luz de la tarde, el vetust
volumen parecía del todo inofensivoRepentinamente, se sintió confiado. Aupara decirle a Farkas que se fuera a
diablo con todo y sus rollos dmonstruos, miedos y equilibrios. — Presta atención, Mendhoza. A
rincipios del siglo VI —continu
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Farkas— Teodorico el grande, rey deos ostrogodos, cometió una traición
vil: acabó con otro rey, Odoacro deVerona, a través de un acto decobardía terrible. Teodorico invitó aOdoacro a un festín en el que le dio
muerte, abusando del exceso dconfianza de este último. Dicho actoque parece tan insignificante, fue e
nicio del fin de la concordia entre dosmundos. Detrás del nombre dTeodorico está oculto el nombre de
Señor de los héroes; detrás del nombrede Odoacro, el del Señor de lodemonios. Desde entonces, y hasta esiglo XIII, se desató una cruenta luch
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entre héroes y demonios, entre la luz yas tinieblas. Dragones, hidras
vampiros, ogros... toda clase deservidores del Maligno pelearon encontra de los héroes en venganza de suseñor, arrojado de la tierra de tan ruin
manera el día en que se debió habeactado la paz.
—Tengo tarea, no tengo tiempo de
esto — tecleó Sergio. No le gustaba nado que le estaba contando Farkas.
— No te confundas. Los demonio
habían prometido dejar a la humanidavivir en paz. Fue el Señor de los héroeel que traicionó, no los demonios.
—Tengo tarea tengo tarea tengo
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area tengo tarea tengo taA lo que siguió, no pudo Sergio
simplemente hacer oídos sordos. Eescalofrío volvió de la peor maneraSintió que la sangre lo abandonaba. Umareo lo acometió como una bofetada
Pensó que se desmayaría pero.simplemente no lo hizo. “¿Cuánto miedpuedo soportar? ¿Cuánto?”
La puerta de su habitación se azotcon fuerza. Las ventanas estabacerradas, no había modo de que fuer
producto del viento. Sergio supo que npodía escapar. La música se detuvo. Esilencio era ensordecedor.
— ¿Quién eres? — tecleó Sergi
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con lentitud. — Ahora tengo tu atención. —¿Quién eres? — insistió Sergio. — Por siglos el mundo estuvo
merced de los demonios. Y los héroeuvieron que controlarlos a fuerza de
espada. Todo esto quedó consignado enun libro. Un libro que apareció el díaque la oscuridad fue subyugada, just
en el siglo trece. El mismo día qusurgieron los mediadores.
Sergio miró nuevamente e
ejemplar que descansaba a un lado demonitor. — El Libro de los héroes contiene
os secretos para mantener a lo
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demonios a raya. Secretos que sóloconocen los mediadores. En el siglorece se copiaron a mano veintidós
ejemplares. Uno de ellos está ahora enu poder.
—No quiero el libro — tecleó
furioso, Sergio. — En la Historia de la literatur
ermánica se consignó la aparición de
ibro de los héroes como un hechoaparentemente insignificante. Locopistas crearon ejemplares que
narraban sucesos sin importancia pardespistar a los historiadores. Everdadero Libro de los héroes, el queahora tú posees, narra la historia rea
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de la lucha centenaria entre héroes ydemonios.
—No quiero el libro no quiero eibro no quiero el libro no qui
—Pon atención, Mendhoza. Eequilibrio se está rompiendo. Hacen
alta mediadores. La oscuridad avanza s tarde ya. Los monstruos surgen de
sus guaridas.
—No quiero el libro no quiero ei
—No tienes alternativa. Muestr
el libro a tu amiga y verás por qué. —No quiero el libro no qu
El mensaje de que Farka
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abandonaba la sesión tomó por sorpresa Sergio. Seguía tecleando rabiosamentcuando llamaron a la puerta de su casa.
“Muestra el libro a tu amiga”.Se le volvió a helar la sangre
Sabía, por la afirmación de Farkas, qu
enía que ser Brianda la que llamaba. Yque tendría, por fuerza, que mostrarle eibro.
—¿Te sientes bien? ¡Estás súpepálido! —dijo ella en cuanto Sergio labrió la puerta.
—Sí. Estoy bien. Es que no hcomido. —¡Ay, Checho! Yo te ayudo a
calentar tu comida, si quieres.
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—Gracias. Pero antes quierenseñarte una cosa.
La llevó a su habitación y le señalel libro a la distancia, como si prefirierno acercarse. Ella lo tomó.
—Qué viejo. Y qué pesado, ¿no
¿De dónde lo sacaste, eh? —¿Notas algo raro?Brianda frunció el ceño. Se lo pus
en las rodillas y acarició las letradoradas de la portada en relieve. Leyen voz alta:
—“Heldenbuch”. —¿Cómo dijiste? —preguntóazorado, Sergio.
—No te burles. Ya sé que está ma
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pronunciado. —No importa. Léelo otra vez. —“Heldenbuch”.Sergio se aproximó. A sus ojo
estaba clarísimo. Libro de los héroesEn cambio, para Brianda...
—Heldenbuch —repitió ella—¿Qué significa?
—No sé. Alguna tontería
seguramente.Brianda iba a abrirlo y Sergio s
nterpuso en seguida, obligándola
cerrar el libro de golpe. —Luego lo vemos, si quieresAhorita ayúdame a calentar mi comidaporfa.
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Capítulo ocho
—¿Y el libro? —preguntó Jop, ansiosoaprovechando que aún no llegaba eprofesor de español, su primera clas
del día. —Lo tiré a la basura —respondi
malhumorado Sergio, acomodándose e
su banca. —¡Cómo que lo tiraste! —Estaba maldito, Jop —explic
Sergio—. No tienes idea. Era horribleEra un libro del diablo. Fue mejodeshacerme de él, te lo aseguro.
—Mal amigo. Yo quería verlo
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Hubiera podido usarlo para sacar ideade guiones de cine.
—No te perdiste de nada. Ni estaban interesante.
Entró el maestro de español dejaron la plática. La verdad es qu
Sergio jamás había abierto el libro. Persí estaba seguro de que estaba malditoEn el recreo, como era de esperarse, Jop
volvió a reclamarle. —Te hubiera convenido má
venderlo, burro.
—Ya hablas como tu padre —respondió Sergio—, viendo todo comun negocio.
—Es que si era tan viejo, segur
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que le sacabas buen dinero. —Pues sí, pero ya ni modo.Sergio le invitó a Jop de su lunc
en compensación. Era mejor así. El madebe permanecer lejos de todo y dodos.
—¿Y sacaste a Farkas de tucontactos?
Sergio se encogió de hombros.
—Ya no le tengo miedo.Era cierto. Esa era la mejor parte
o importaba que se sintiera vigilad
odo el tiempo por la mirada del oscurpersonaje, o que éste fuera capaz dazotar puertas y hacerse presente dmodos terroríficos, el más recient
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diálogo con él había desterrado el temode las entrañas de Sergio. “No soy ucobarde”, se repetía constantemente. Yesa era su principal victoria. Inclushabía dormido bien esa última nocheSin sueños ominosos de ningun
especie.Al volver a su casa, comió de bue
alante y vio un poco de televisión
Luego, se sentó a la batería. Ahora, máque otras veces, sentía un mayor placecuando presionaba el pedal del bombo
el tambor más grande de toda su bateríacon todas las fuerzas que le permitía spierna ortopédica. A cada golpe, sesentía más a salvo. A cada golpe, un
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nuevo torrente de paz y liberación corrípor sus venas. Tocó varias veces sucanciones preferidas. En momentocomo ése, en el que la actividad físico colmaba, sentía que podía enfrenta
cualquier cosa. Vampiros y gárgolas
Espectros y brujas. Si la puerta de shabitación se hubiera azotado en esmomento, se habría permitido reír.
Dejó su práctica y se secó el sudorFue al baño, como solía hacer despuéde cada sesión. Luego, se sentó a l
computadora. Avanzó en las tareaescolares que tenía pendientes y, hastentonces, se conectó al Internet. Entró aquella página de Led Zeppelin, el for
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de discusión que lo había detonado todo se dedicó a bajar fotos y alguno
videos. Lamentó no tener una conexiórápida al ciberespacio, seguidependiendo del módem telefónicoPero faltaba poco para que Alicia l
hiciera ese regalo, lo sabía; la navidapasada había prometido que ése sería eúltimo año de conexión lenta.
Por fin, entró al Messenger. Farkaspara variar, se encontraba conectado.
— ¿Por qué no te consigues un
vida, eh? — le reclamó Sergio. Se dio egusto de imaginar que Farkas fuera ufantasma. Su frase cobraría un sentidverdaderamente humorístico si hubies
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dado en el blanco. — ¿Estás listo, Mendhoza? — fu
odo lo que éste respondió. — ¿Para la tontería esa de
mediador? Ya te dije que no estoynteresado. Además, ya me deshice de
ibro para siempre. —Podrás mentirle a otros. No a
mí.
—Pues es la verdad. No mmporta si no me quieres creer.
—La maquinaria ya está andando
Y si no participas, seguro es por unarazón que sólo tú y yo sabemos. PooSergio... Poor Sergio...
Sergio dejó de reír. Se le olvidab
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a increíble capacidad que tenía endividuo para sacarlo de sus casillas.
— No me importa lo que creas. —Podrás esconder tu miedo
otros... —No es miedo.
—Como quieras.La conversación se detuvo. Sergi
enía que admitir que Farkas lo conocí
an íntimamente que a ratos no podíestar seguro de no estar hablando couna oculta parte de sí mismo.
— No es miedo — insistió Sergio. Yabandonó el Messenger.Se cruzó de brazos y observó po
un largo rato el monitor, vacío d
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diálogos siniestros. Por su mentdesfilaban todo tipo de conjeturas. Nsabía si hacerles caso o desatenderlasHasta hacía unos minutos se sentíperfectamente bien consigo mismo yahora, nuevamente volvía a abrigar l
duda de estar siendo sometido al miedo“El miedo no es malo”, se dijo. “Lmalo es no saber qué hacer con él. S
enfrentarlo o desecharlo”.Miró a través de la ventana
Estudió por un momento a las personas
Era fácil distinguir que todo el mundiene miedo de algo, de morir de cánceo de ser asaltado, de no poder pagar ladeudas o de defraudar a los sere
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queridos. Y no por eso la gente seavergüenza de sí misma. La gente sabvivir con sus miedos, sabe acotarlosdarles su lugar. “¿Por qué yo no?”, spreguntaba Sergio. Desde pequeñocualquier peligro, cualquier situació
que le produjera miedo, lo obligabsiempre a esa secreta discusión internaEnfrentar o huir. “¿Por qué?”
Porque es lo que hace un mediador
La frase apareció súbitamente en e
monitor, en lugar de la foto de JohnBonham que tenía de protector dpantalla. Sergio, no obstante, no satemorizó de esta nueva intrusión d
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Farkas. Movió el mouse e hizdesaparecer la frase.
Pese a que el equipo ya no estabconectado al Messenger, apareció en emonitor un mensaje nuevo de Farkas.
— A partir de ahora muchas cosa
cambiarán, Mendhoza. Los demonioreconocerán tu aroma, identificaránus pasos, se familiarizarán con t
magen. Los demonios se conjurarán eu contra.
—Eso de ser mediador suen
como una verdadera porquería —ecleó Sergio. Se sentía un poco raro dsostener este nuevo diálogo. El icono ea pantalla era bastante claro: no habí
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sesión abierta. Y aún así, estabanconversando.
—¿Qué es el miedo? — preguntFarkas.
Sergio pensó muchas definiciones ninguna le gustó. Espanto, malestar, frío
nseguridad. Prefirió no contestar. Noquería ser regañado.
— Si alguien tiene miedo
endhoza, es porque CREE que le puedasar algo malo — se apresuró a deci
Farkas.
Sergio no añadió nada. Decidiesperar. — El miedo es una fe maligna. E
a creencia de que te puede pasar algo
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malo. Pero no deja de ser una creencial daño puede o no ocurrir. Así que e
siguiente paso... es el terror.A Sergio ya no le gustaba l
plática. Recordó las palabras de lbruja. “Un mediador soporta el terror”
o le gustó imaginarse a sí mismsoportando ningún terror.
— El terror no tiene nada d
creencia, Mendhoza. El terror escerteza. Si alguien siente verdaderoerror es porque, en su interior, SABE
ECONOCE que algo malo está por venirY se prepara para ello. Muere osobrevive, no tiene más opciones.
Sergio se sintió mareado de nuevo
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Reconocía su propio temor. Lo qudecía Farkas parecía, ahora, unamenaza. Como un acto reflejodesconectó el cable del teléfono deCPU. Quedaba así, aislado por completdel ciberespacio. Y, con todo, de alguna
manera sabía que eso no detendría Farkas.
— Ya aprenderás — continu
Farkas, a pesar de que Sergio habídesconectado el módem—, que semediador tiene sus ventajas. Y l
rincipal tiene que ver con el terrorrecisamente. Cuando experimenteor primera vez el terror verás a qu
me refiero.
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Sergio presionó el botón de lcomputadora y la apagó “en caliente”, edecir, pulsando el botón del CPU siantes abandonar los programasnmediatamente recibió un mensaje en s
celular.
— No importa si estás listo o noa maquinaria está andando.
Arrojó su celular hacia una de la
paredes, consiguiendo que se desarmaraque el chip, la batería, la cubiertacayeran regados por todo el cuarto.
—¡DÉJAME EN PAZ! ¡DÉJAME EN PAZSentía que le estallaba la cabeza
ecesitaba aire fresco. Necesitabrecordar que había un mundo real all
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afuera, uno que no formaba parte de espesadilla. Tomó a la carrera su suéter da escuela y sus llaves. Abandonó e
departamento, bajó a toda prisa laescaleras. Se refugió en la calle, entras decenas de personas que no l
conocían y que le recordaban que shabía vidas comunes y corrientes, vidaque podían tolerar el miedo, vidas qu
no tenían que conocer nunca el terror.A lo lejos vio al hombre de
abrigo, aquel pordiosero en el que habí
creído ver la sombra de un monstruoSintió miedo, sí, pero ahora veía qupodía, de alguna manera, controlarloComo si pudiera extraerlo de sí mismo
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omarlo con sus manos, se dio cuenta dque podía medirlo, pesarlo, utilizarlo.
“Hacer uso del miedo... como haríun mediador.”
Apenas se sintió más tranquilocaminó hacia la plaza, hacia la estatu
de Giordano Bruno. Se sentó frente ella, aunque no se animó a hablarlePoco a poco la mirada del monj
consiguió que empezara a sentirsmejor. Poco a poco, Sergio dejó dsentir miedo.
* * *Guillén tuvo que admitir que s
encontraba en un bache, pues no sabí
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hacia dónde dirigir las investigacionesque era un poco como admitir que estabperdido, derrotado, sin rumbo. Adespertar esa mañana comprendió queen tales circunstancias, daba lo mismactuar que quedarse inmóvil y por ell
decidió no presentarse en la delegacióde policía por ese día. La necesidad dorganizar sus ideas terminó po
conducirle a organizar su casa, quúltimamente parecía un reflejo de scaótico estado de ánimo: había rop
sucia en el comedor y restos de comiden la recámara, montones dcorrespondencia sin abrir reparaciones domésticas que urgí
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atender.Puso manos a la obra y, en una
cuantas horas, ya había concluido todo importante. Una cosa lo llevó a l
otra y se sorprendió a sí mismo, a mediarde, con un cigarro entre los labios
sentado en el suelo de su recámararevisando papeles viejos. Dio con sucertificados escolares, la música que l
gustaba de joven, sus viejas historietas.Luego, con fotos de sus difuntos padresde sus amigos de la juventud y d
algunas novias del pasado. Como ubalde de agua fría lo golpeó econvencimiento de que toda su vidpersonal se remitía a recuerdos; cad
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día que pasaba, hablaba y convivía comenos gente. “Cochina vida de policía”pensó, súbitamente consciente de lpoco satisfactorio que era su oficio parél en los últimos días.
Levantó su boleta de la escuel
primaria. Su propio rostro infantil lmiró desde el cartón. Toda su vida habíquerido ser policía. Desde que tení
memoria, había querido ser un guardiáde la ley. Podía verse a sí mismo, ddoce años, diciendo con orgullo qu
sería policía. Luego, a los quince. Y afin, a los veinte, cuando entró en lacademia. En cambio ahora, a sucuarenta y tres años, gordo, fumador
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hipertenso, ya no estaba seguro de nadaYa no se acordaba para qué queríaportar una placa, cargar un arma, peleapor el bien. Se sintió súbitamentcansado. Se imaginó a sí mismbuscando trabajo de cualquier otra cosa
siendo una persona común y corrienteviviendo una vida con menos sangre pólvora en ella.
Miró en derredor. Su cuarto vacío silente, su propia estampa derrotada e
el espejo de cuerpo entero que l
confrontaba.“Mírate, Guillén. ¿Para qudemonios elegiste ser policía?”
Su teléfono celular lo sacó de su
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cavilaciones. Temió que fuera unmensaje de la delegación, uno en dondse le informara que ya había ocurrido ecuarto crimen mientras él perdía eiempo revisando fotos antiguas. Por e
contrario, se trataba de uno más d
aquellos mensajes anónimos que shabían detenido después de la cuartpregunta, uno de aquellos mensajes qu
siempre venían de algún teléfonmposible de localizar. Lo leyó enstintivamente, marcó un número.
En el mensaje se consignaba undirección y un nombre. En cuanto lcontestaron del otro lado de la líneaexclamó:
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—Sargento, mande dos unidades a calle de Roma, en la colonia Juárez
frente a la plaza de Giordano Bruno. Yoo alcanzo ahí. Vamos a hacer una visit
a un tal Sergio Dietrich Mendhoza quseguramente tiene algo que ver con lo
crímenes.
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SEGUNDA PARTE
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Capítulo nueve
Sergio hablaba con Jop por el teléfonnalámbrico cuando escuchó el ruido das sirenas. Se asomó por la ventana d
su cuarto al instante. —¿Qué pasa? ¿Qué es ese ruido
—preguntó Jop.
—Acaban de llegar dos patrullacon la torreta y la sirena encendidas. Spararon aquí enfrente.
—¿Van a tu edificio? ¡Guau!De las dos patrullas se bajarocinco policías armados. Entre todohicieron una valla para impedir qu
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nadie entrara o saliera del edificioSergio asomó la cabeza por la ventanpara no perder detalle. Entonces lleguna nueva patrulla, ésta sin armar tantalboroto. De ella se bajó un hombrrobusto con ropas de civil. Llevaba e
a mano un cigarrillo. —Acaba de llegar otra patrulla. —Se me hace que se va a armar l
gorda.El hombre que recién acababa d
legar se paró al lado de los otro
policías y éstos señalaron a la parte altdel edificio. Sergio metió al instante lcabeza.
—No me gusta cómo pinta esto
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Luego te llamo. —¡No! ¡No me puedes dejar así
Serch! ¡No puedSergio colgó el teléfono y se sent
a la computadora. Comenzó a revisar sarea de las partes de la célula par
concentrarse en otra cosa. Lo qupasaba fuera de su casa no le gustabnada. “¿Miedo?”, se preguntó
“Probablemente”. Pero no sabíexplicarlo. No había ninguna razóógica para sentir miedo. Sigui
revisando su esquema de la célulaLuego, sacó su libro de matemáticas y spuso a resolver los ejercicios que lhabían encargado. Pero el cosquilleo e
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a unión de la pierna ortopédica y srodilla lo delataba.
Sí, tenía miedo.Prefirió dejar lo que estab
haciendo y salió de su habitación. Sacercó a la puerta de entrada de
departamento y aguzó el oído. Sabía quos policías entrarían en cualquie
momento al edificio. Quería estar a
pendiente para oírlo todo. Se imagincon complacencia que se llevaban avecino del piso inferior, el que no
cesaba de golpear el techo con unescoba cuando Sergio practicaba lbatería.
Se sentó en una silla del comedor
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esperó. El segundero del reloj de pareera el único sonido audible.
Entonces, todo se desató. En un pade segundos se escuchó cómo forzabaa puerta de la calle. Luego, un ruid
apresurado de pies subiendo la
escaleras. Al final, golpes.Golpes frenéticos... en su propi
puerta.
Los ojos de Sergio se dilataron amáximo. Su corazón latía con fuerza. Uemblor en las manos lo acometió. Po
un breve instante imaginó que lo questaba sintiendo tenía que parecersmucho al terror. “¿Qué? ¿Qué pasa¿Por qué tocan aquí? Debe haber un
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equivocación”, se dijo.Más, más golpes. —¡Sergio Dietrich Mendhoza
Abre la puerta! ¡Es la policía!Al escuchar ese nombre sintió u
golpe de adrenalina. Nadie en el mund
conocía ese nombre. Nadie. Excepto...Corrió a la cocina y se salió a
balconcito que asomaba al patio de
estacionamiento del edificio. Luegoentró al cuarto de la lavadora. Ahí, sacósu celular, recompuesto con cint
adhesiva. Seleccionó a Alicia en sagenda y llamó. “Contesta, contestacontesta”, dijo repetidas veces, sabiendas de que su hermana a vece
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estaba en alguna práctica o en unreunión importante y no le contestabnmediatamente. El teléfono sonó cuatro
cinco, seis veces. —Más vale que sea importante. —¡Alicia! ¡Creo que mi papá y
dio con nosotros!Hubo una muy breve pausa. —¿Por qué? ¿Qué te hace pensa
eso? —Sergio percibió que el tono dvoz de su hermana ahora era dpreocupación.
—Porque hay unos policías allafuera. Y preguntan por Sergio DietrichMendhoza.
Nadie en el mundo conocía es
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nombre. Ambos habían renunciado aapellido de su padre desde que habíaescapado de él. Se habían quedado coos dos apellidos de su madre
Mendhoza Aura, principalmente por dorazones: para que su progenitor n
pudiera encontrarlos nunca y para nconservar nada de él, ni siquiera snombre. No había registros en todo e
mundo, según Alicia, de que antes sapellidaban así, Dietrich.
—Alicia... tengo miedo —admiti
Sergio. —Si puedes evitarlo, no les abrasVoy para allá —dijo. Y colgó eleléfono.
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Sergio no sabía qué hacer. En epequeño y oscuro cuartito de la lavadorse sintió seguro. Quería desaparecerQuería que todo eso pasara sin tener quparticipar de ningún modo. Quería quAlicia volara hasta ahí. Alcanzó
escuchar nuevamente la voz de lpolicía:
—¡Sabemos que estás ahí
Dietrich! ¡Abre o tiramos la puerta!Se preocupó. Si tiraban la puert
erminarían por encontrarlo. Y el que lo
encontraran escondido como si fuera ucriminal no le ayudaría en nada. Decidivolver a la estancia. Los golpes de lopolicías hacían estremecerse a la puerta
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Se acercó con sigilo. Se atrevió a decir —Aquí no hay nadie con es
nombre.En el fondo era cierto. En todos su
documentos aparecía como SergiMendhoza Aura. Podría fácilmente nega
su verdadera identidad si quería. Dio uargo suspiro. Se preparó para lo qu
viniera. “Miedo, sí”, se dijo. “El dañ
puede o no ocurrir”. Y se animó pensar que el daño, el peligro, lo qusea que estuviera acechándolo, no tení
necesariamente por qué ocurrir.Guillén, del otro lado de la puertase mostró consternado. No esperaba oía voz de un niño. Pidió con un gesto
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os policías que dejaran de golpear. —Abre —dijo, más calmado—
o te haremos daño.Sergio se acercó a la puerta
abrió. Guillén no contaba con ver a umuchacho en uniforme de escuel
secundaria, con los ojos oscuros tabrillantes, en una actitud taaparentemente tranquila.
—Espérenme abajo, muchachos —ordenó a los uniformados.
—¿Qué pasa? —preguntó Sergio.
El teniente ingresó al departament cerró la puerta tras de sí. —¿Cómo te llamas, muchacho? —Sergio Mendhoza Aura.
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El teniente forzó un gesto ddescontento. Nada en ese departamente parecía que tuviera algo que ver coos crímenes. Fue hasta la sala y s
sentó. Estaba seguro de que había sidvíctima de una broma absurda.
—¿Qué tienes que ver con JorgRebolledo Ávila? ¿Con Adrián RomeroHernández? ¿Con José Luis Rodrígue
Otero? —preguntó sin ganas. Se frotos ojos mientras lo hacía. Ya temía una
de esas terribles jaquecas.
—¿Con quiénes? —preguntSergio, desconcertado.El teniente, por fórmula, repitió lo
nombres. Pero ya sabía la respuesta
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Después de tantos años de investigacrímenes, sabía decir, con la purmirada, quién era capaz de asesinar sangre fría y quién no. Y ese muchacho.a sola idea era completamente absurda
—Nada. No sé quiénes sean —dij
Sergio. —¿Quién es Sergio Dietric
Mendhoza? ¿Un pariente tuyo?
—No —mintió Sergio—. No squién sea esa persona.
El teniente Guillén volvió
ponerse de pie. Suspiró largamenteReconocía que estaba más atorado qununca y que, además, ya respondía a laprovocaciones que le hacían po
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eléfono celular como si fuera uanimalito de laboratorio. Se imaginó aanónimo individuo que tanto lmolestaba con mensajes y preguntariéndose de buena gana. Se recargó euna de las paredes y observó a Sergi
con los brazos cruzados. Algo buenoendría que salir de eso. Algo. Tal vez s
comenzaba por identificar a lo
enemigos del muchacho podría obteneuna pista. Sólo un enemigo le gastaríuna broma así a alguien, aunque s
ratara de un niño. —¿Tienes idea de por qué alguiee jugaría una broma como ésta?
—¿Qué broma?
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Guillén le mostró el mensaje en seléfono celular. El que indicaba l
dirección y el nombre. —Supongo que el que me envi
dicho mensaje —continuó Guillén—erró tus apellidos. Pero se refiere a ti
a tu padre. Por cierto, ¿dónde está? —Murió —se apresuró a deci
Sergio—. Mis dos padres están muertos
Yo vivo aquí con mi hermana Aliciaque no tarda en venir.
—Mmhhh...
Guillén se paseó por la estancia. Sasomó a la cocina. Un poco a lahabitaciones. Excepto por la existencide la batería, el cuarto de Sergio l
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pareció bastante común. Algo tendríque salir de bueno de eso. Algo. Volvióa la sala y se sentó nuevamente.
—Ven, te voy a contar algo. Tavez me puedas ayudar a descubrir poqué me enviaron a esta dirección.
Sergio ocupó el sillón frente al sofen que se había sentado el teniente. Yhasta ese momento notó el oficial que e
muchacho no tenía una pierna. Nobstante, no hizo ningún comentario.
—Tienes que prometerme ser mu
discreto. Y... valiente, tal vez.Sergio sintió una punzada. Se locurrió que el teniente tal vez no habílegado hasta ahí por casualidad o po
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error. Asintió, un poco temeroso. —Han estado ocurriendo uno
crímenes espantosos. Crímenes dmuchachos que tienen más o menos tedad.
El escalofrío.
—No te asustes. Supongo que tengque contártelo. Se trata de un mismasesino. Secuestra a los niños, les d
muerte y, después de uno o dos díasentrega a los padres sus ropas y sesqueleto en una bolsa. Todo menos e
cráneo. —¿El cráneo? —preguntó Sergio. —El siquiatra de la policía opin
que las calaveras son como trofeos. Po
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eso las conserva.Sonó el teléfono y Sergio
distraídamente, contestó. —¡Checho! ¿Ya viste que l
policía está rodeando tu edificio? —Sí, Brianda. De hecho están aquí
—¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Estábien?
—Sí. Luego te cuento. Por ahor
engo que colgar.Volvió a su lugar en el sillón. E
rostro de Guillén seguía mortificado
Retomó su línea de diálogo, casi codesgano. —Cada vez que comete un crimen
el asesino deja una nota que dice l
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mismo “Todo ocurre por una razón”. Yfirma “Nicte”. Estuve investigando
icte es la diosa de la noche en lmitología griega.
—Ah.Los parcos asentimientos de Sergi
hacían que el oficial se sintiera aún mádecepcionado. A cada respuesta demuchacho se convencía más de que nad
bueno conseguiría de ese diálogo. —De todo lo que te he contado.
¿hay algo que te dé un indicio, que t
sugiera cualquier cosa? —cuestionGuillén. —¿Algo como qué?Era obvio que se trataba de un
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broma, una trampa, alguna jugarreta. Nquería seguir perdiendo el tiempo. Erverdaderamente absurdo.
—No. Como nada. Olvídalo. —Spuso de pie. Entonces recordó que habíalgo más. Sacó su teléfono celular y, e
el buzón de entrada, buscó los mensajeanónimos. Fue directamente al primero.
—Una persona me ha estad
mandando mensajes al celular —explic—. El primero decía esto.
Lo mostró a Sergio, quien leyó
“Sólo hay un modo de que detengaesto”. El teniente avanzó entonces asiguiente mensaje significativo, lpregunta.
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—Después me envió esto.Sergio tomó el teléfono y leyó e
voz alta.
Una mujer espera el amanecerente a su casa. A las veinticuatro
horas sale su esposo por la puerta coun saco y se despide de ella. ¿Qucontiene el saco?
Sergio reflexionó por un segundo. —¿Qué tiene esto que ver con l
que me contó? —No sé. Hay otras tres pregunta
del estilo. Parecen acertijoabsolutamente inconexos. Pero no sé qu
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engan que ver con los crímenes. Y laverdad no tengo idea de cuál podrá sea respuesta. ¿Quieres ver las otra
preguntas?Sergio se encogió de hombros. —No le veo el caso.
Guillén regresó el teléfono a sfunda. Forzó una sonrisa.
—Tienes razón. No tiene caso.
El teniente no tardó en desapareceras la puerta y Sergio se sintió ma
automáticamente. Caminó hacia s
habitación arrastrando los pies como santas emociones lo hubieran devastadoPero no era así. Era otra sensación lque lo hacía mostrarse tan abatido.
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Era algo, tal vez, demasiadsimple.
Sabía la respuesta a la pregunta que había mostrado el policía.
Pensó en ponerse a pegarle a loambores pero no se animó. Querí
entender por qué le había sido tan fácidarse cuenta del truco del acertijoSabía, sí, que a veces veía cosas qu
otros no, pero en una pregunta disparadan a quemarropa era otra cosa. Se sent
en la batería y dio un golpe a la tarol
con una mano. “Está bien. Sé lrespuesta. ¿Y?”, se dijo, tratando dsacudirse el malestar.
En realidad lo que lo atormentab
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era suponer que no le había dicho nadal oficial porque tenía... sí, porque tenímiedo. Porque en el fondo prefería lcómoda indiferencia, el fácidesentendimiento, la apatía. Actitudeodas, en cierto modo, cobardes.
En su mente aparecieron entonceos huesos de los niños asesinados, su
nombres, sus posibles rostros, la idea d
que las víctimas hubieran podido ser suamigos, sus compañeros de escuela, émismo. Supo al instante que lo
crímenes le producirían pesadillas pomucho tiempo si no hacía algo arespecto. “Un mediador... observa”. “Umediador... soporta el terror”. “U
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mediador... mantiene a raya a lodemonios”.
—¡Maldita sea! —pateó el bomboplenamente consciente de que, despuéde eso, no habría marcha atrás.
Corrió hacia la ventana y se asomó
El teniente Guillén estaba a punto dsubir a su patrulla. Ya había despedidoa los demás policías.
—¡Juguetes! —gritó Sergio. —¿Qué? —dijo Guillén, mirand
hacia arriba.
—¡Juguetes! —repitió Sergio—Lo que hay en el saco son juguetes!
Nicte, cuarta labor
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icte, desde su camioneta, observaba aniño que había seguido desde su cashasta ahí.
Mientras tanto, escuchaba lanoticias en la radio del vehículo. Spreguntaba por qué no habría ningun
referencia a sus crímenes, por quningún noticiero hacía una sola menciónAunque eso favorecía sus maniobras
ambién le causaba curiosidad. Ermposible saber si la policía tenía pista
o estaba totalmente confundida.
Levantó la vista y notó que Celsavarro Castrejón, el cuarto, conectabuna pelota con su bat de béisbonmediatamente echó a correr a l
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primera base. Llegó de pie, siproblemas. El muchacho era bueno parel béisbol. Así como probablemente eercer niño fuera bueno para el karate. Oos dos anteriores fueran buenos para e
futbol y las actividades propias de u
scout. Nicte jamás se enteraría. De todamaneras, no era eso lo importante. “Lmportante es el dolor. El dolor”.
Metió la mano a su cartera extrajo la fotografía. Sabía que nardaría en concretar la cuarta labor. Y
eso, la certeza de saberse en buerumbo, era una sensación gratificanteLuego, extrajo las otras fotografías. Fijsus ojos en el séptimo, el niño que habí
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dejado para el final porque era el casmás difícil. La memoria le resultabamarga y eso le enardecía la sangreHubiese querido concretar toda smisión esa misma tarde, terminar coodo de una buena vez. Pero no podía
Hacía falta paciencia.Celso aprovechó un error de
pitcher y corrió a la segunda base.
Nicte se sorprendió pensandomientras golpeaba el volante con lodedos de ambas manos: “¿De dónde vo
a sacar un niño al que le falte unpierna?” “¿De dónde?”Esa sería la séptima víctima, l
conclusión, el fin de los crímenes.
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Temía cuando llegara ese momentoTemía que no pudiera concretar lo quese había propuesto desde el inicioTemía no dar con tan especial víctima yener que renunciar al éxito en su misión
Sintió nuevamente que le hervía l
sangre, que algo en su cabezretumbaba. Miró con insistencia Celso, moreno y de cabello rizado, u
poco regordete, un poco bajitosimpático al primer golpe de vistaperfecto para la cuarta labor. Se imagin
que bajaba de la camioneta, que lsaludaba a la distancia, que el muchachsonreía, que aceleraba el final.
Se deleitó pensando en el moment
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en que rebasara la línea imaginaria de lmitad. Cuando pudiera decirsolemnemente: “Siete menos cuatro dres”.
Apagó la radio.Siguió esperando.
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Capítulo diez
Guillén volvió a entrar al edificio. Yasubía por las escaleras cuando se locurrió que tenía que verificar. S
detuvo en el descansillo del primer pis contestó al mismo número desde e
cual le habían enviado la dirección d
Sergio. “ Respuesta a la primerregunta: Juguetes”. No tardó en llegaa contestación. “ Acertado”.
Guillén se encontraba sumamentemocionado. No terminaba de creer quel muchacho hubiera dado tan rápidcon la respuesta cuando él había estad
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varios días dándole vueltas preguntando a todo el mundo sin obtenemás que puras adivinanzas sifundamento. Llamó a la puerta.
—Pase —dijo Sergio. No podídejar de pensar que, si ayudaba a
policía, estaría traspasando una barreraun punto sin retorno. No habría vueltatrás. Al menos, por el momento, no
enía miedo. —Acertaste —fue lo primero qu
dijo Guillén—. Lo acabo de corroborar
—Jaló una de las sillas del comedopara sentarse. Sergio hizo lo mismo. —¿Cómo supiste? —pregunt
Guillén, que ya buscaba en su celular l
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segunda pregunta. Sonó el teléfono dSergio.
—Sergio, el tráfico es unporquería. Estoy atorada en Reforma —dijo Alicia.
—¡Discúlpame! ¡Debí llamart
antes! —respondió Sergio—. Ya no haynecesidad de que vengas.
—¿Por qué?
—Falsa alarma. Si quieres tcuento en la noche.
—Sergio, no tengo tiempo par
estas tonterías, en serio. —Discúlpame. Creo que mconfundí.
Alicia colgó, molesta, si
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despedirse. Sergio miró a Guilléapesadumbrado. Éste aprovechó parpresentarse.
—Soy el teniente de policíOrlando Guillén. Perdón por no habermpresentado antes, pero comprenderá
que todo este asunto me tiene con lcabeza en las nubes.
—El hombre es Santa Claus —dij
Sergio en respuesta. —¿Cómo dices? —La respuesta a la pregunta. L
que lleva el hombre en el saco souguetes porque el hombre es SantClaus.
Guillén no atinaba a deducir d
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dónde había sacado Sergio la respuestaSentía el corazón agitado y la cabezlena de entusiasmo. Quienquiera que l
hubiera puesto en contacto con Sergisabía que no era un niño común corriente. Tal vez fuera justo lo que
necesitaba para investigar el caso. —Explícame, por favor —suplic
el teniente.
—Porque sólo en el polo norte o eel polo sur puede alguien esperaveinticuatro horas a que salga el sol. U
hombre con un saco... en alguno de lodos polos... seguro se trata de SantClaus.
Guillén no dejaba de mirarlo
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suspicaz. —El día dura seis meses en lo
polos. Igual que la noche —abundSergio.
—¿Eres una especie dsabelotodo?
—Eh... no creo. Tengo buenmemoria y sé poner atención. Es todo.
Guillén se mostraba receloso.
—¿Podrías ver las otras preguntas?Sergio todavía no sabía si estab
siendo útil o si sólo estaba agrandand
a posible broma que había llevado a lpolicía hasta su casa. —¿Quién le hace estas preguntas
—preguntó. El que estuviera detrás d
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ellas tendría algo que ver, por fuerzacon el asesino. Y no le gustaba quedicha persona conociera su verdadernombre y su dirección. No se quitaba da cabeza que cierto personaje anónim
con el que tenía contacto por Interne
podía estar involucrado, no sólo en easunto de los mensajes sino también eel de los crímenes.
—Siempre que investigamos enúmero del que surgen estos mensajenos enteramos que el celular fue robad
o no existe.Sergio asintió en silencio. Sonabmuy similar a lo que él habíexperimentado en los últimos días
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Guillén le acercó el teléfonnuevamente.
—Aquí se trata de completar unserie —confesó—. Ninguna de nuestracomputadoras ha podido adivinar lsecuencia.
I E E ... A A O ...O I O ...
Sergio fue a la cocina y volvió coun vaso de agua. Tomó despacio de él yrepentinamente, dijo:
—Dos letras. “U” y “E”. —¿Estás seguro? —preguntó e
eniente—. La verdad... yo no lo creo.porque vamos... si tomamos en cuent
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que son tres grupos de tres letras...Sergio asintió y el teniente, aunqu
confundido, se apresuró a mandar lrespuesta. El mensaje anónimo no tarden llegar: “Acertado” .
—Difícil de creer —dijo e
eniente—. ¿Me explicas? —No está basado en una secuenci
ógica. Por eso las computadoras n
pudieron resolverlo. —¿Entonces? —Son las vocales qu
corresponden a tres días de la semanaViernes... sábado... y domingo. —U y E —concluyó el teniente—
Claro. Lo que sigue al domingo es...
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Guillén se rascó la cabeza. Estabazorado. Sin decir nada pasnuevamente el teléfono a Sergio.
El rey se enamoró de La Duquesadespués de verla competir. Ambo
estaban orgullosos de su linaje y susangre pura. Lamentablemente, un díaantes de morir, La Duquesa cayó en
una zanja y se rompió el fémur. A losocos días murió. ¿Quién la mató?
—El veterinario... supongo —
respondió Sergio en cuanto terminó deer en voz alta, sin siquiera tomar aguni aguardar un segundo.
—¿Qué? —replicó Guillén.
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—Me imagino que la duquesa euna yegua, no una persona.
Aguardaron a la confirmación dedestinatario anónimo. “Acertado” .
—Creo que empiezo a comprende—dijo el teniente.
—Que competía es la primerclave —comenzó a aclarar Sergio—“Sangre pura o Pura sangre”, la segunda
A los caballos de carreras los matacuando se rompen una pata y no tieneremedio.
—La cuarta pregunta —sentenciel teniente mientras le pasaba el teléfona Sergio.
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¿Cuánto miedo puedes soportar?
Sergio aventó el celular. Se puso
de pie instantáneamente. Era como unfirma. Ahora veía quién, efectivamenteestaba detrás de los mensajes.
—¿Pasa algo? —preguntó Guillénnquieto—. ¿Hay algo raro con es
pregunta?
Sergio no quiso admitirlo. Srecargó en el respaldo de la silla.
—No. Nada. Es que... no parece u
acertijo. —Cierto. No parece —admitiGuillén, para, acto seguido, leer émismo:
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¿Cómo evitas que mueran losantos inocentes?
Sergio se desconcertó. No era esa pregunta que había observado l
primera vez. Tomó el celular de lamanos del teniente y confirmó que, eefecto, se trataba de una pregunt
distinta. Incluso se animó a buscar, entros mensajes del teniente, aquel que lhabía causado el sobresalto. No lencontró por ningún lado.
—¿Tienes idea de cuál es lrespuesta? —preguntó el teniente.
—No. No se me ocurre nada —
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dijo, apesadumbrado. Sentía en snterior algo muy similar al miedo, per
con la sutil diferencia de que le parecíque podía controlarlo con sólproponérselo. Miró en su derredor. Alge decía que Farkas estaba observando
“No te tengo miedo”, pensó. “Ya no teengo miedo”. No tardó en calmarse.
—No importa —dijo Guillé
poniéndose de pie—. Para mí esuficiente con las tres primeras. ¿Puedpedirte que me acompañes a l
delegación de policía?Sergio no pudo evitar sentir questaba por traspasar una puerta que scerraría para siempre detrás de él, com
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cuando había roto cierto sello en el quepor siglos, se habían confrontado udemonio y una espada.
Nicte, cuarta labor
o se desesperaba. Sabía que toddebía seguir su curso. Miró la
fotografías, los cuatro niños que faltabaen el recuento, los cuatro que aún debíasumarse a la lista. Un varón. Domujeres. El muchacho especial, sin unpierna.
Siguió observando a través devidrio. Se imaginaba que su ventana er
como una bola de cristal. Podía ve
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cosas que otros no. Podía ver cualquiera sin que éste descubriera questaba siendo observado.
Se imaginaba que cumplía smisión y podía, al fin, descansar, dejade soñar con los siete pares de ojo
nfantiles que aparecían en sus sueños.Una lágrima salió de los ojos d
icte. El recuerdo era triste, difícil d
soportar.Siguió observando, pacientemente
a través de su “bola de cristal”. Sonab
un nuevo concierto de piano en labocinas. Uno de Edvard Grieg.
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Capítulo once
Brianda y Jop se saludaron con esritual de manos tan extraño que Serginunca había podido entender.
Los había citado a ambos en lplaza de Giordano Bruno para contarleodo sin tener que repetir la historia. Jo
consiguió permiso de su papá para quel chofer lo llevara y recogiera en esmismo punto, por eso fue tan puntua
Brianda simplemente se salió de su casen cuanto vio, por la ventana, que yhabían llegado los dos alumnos de lescuela Isaac Newton, ambos todaví
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con el uniforme puesto. Ella, parvariar, portaba su tutú de ballet, upantalón de mezclilla y tenis toscos.
—Bueno, ¿ahora sí me vas a contao qué? —reviró Jop hacia Sergio. Samigo le había estado posponiendo e
relato durante todo la mañana en lescuela. Ya no podía con la curiosidad.
—Sí, cuéntanos, porfa —suplic
ambién Brianda, que no lo había vistni había podido hablar con él desde quel teniente se lo había llevado a l
delegación. —Siéntense —dijo Sergiohaciéndoles un huequito en una banca ea que ya tenía tres fólders apilados—
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Primero tienen que prometer no decirla nadie, pero de veras a nadie, lo ques voy a contar. Ni a sus papás ni a su
hermanos ni a nadie. Ni siquiera a sumascotas o a sus muñecas —miró cofirmeza a Brianda.
—¿Ni siquiera a Giordano? —dijésta.
Sergio miró al monje. La mirad
ranquilizadora de la estatua lo hizconsentir.
—Pero con nadie más.
—Palabra de honor —dijeron lodos, ansiosos. Jop se cruzó el pecho coun ademán.
—Han estado ocurriendo uno
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crímenes horribles aquí en la coloniJuárez —fue con lo que inició Sergio—Ya han asesinado a tres niños de lamisma manera.
Les narró, durante varios minutos con toda precisión, lo que le habí
contado el teniente en su oficina el díanterior.
—¿Y a ti para qué te quieren? —
preguntó Jop en cuanto Sergio concluysu relato.
—El teniente quiere que revise lo
expedientes —dio una palmada a lores fólders que estaban sobre la banc—. Para ver si detecto algo raro, algque los pueda ayudar a identificar a
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asesino. —¿Quieres que te ayudemos? —
preguntó Brianda.Sergio dudó pero acabó po
entregar un fólder a cada uno de suamigos. En cada uno de los expediente
estaba todo lo relacionado con los niñomuertos, su nombre, sus estudios, sdirección, algunas fotografías. Al poco
rato Brianda cerró el que le tocó a ellael de José Luis Rodríguez. Sergicomprendió, por el cambio en su rostro
que involucrarlos había sido una maldea. —¿Qué pasa? —le preguntó Jop
Brianda.
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—Yo conocía a este niño —respondió gravemente.
Sergio detectó miedo en su mirad se arrepintió de no haber tomado co
seriedad su encomienda. Le quitó efólder de las manos.
—No sabía que se había muerto —exclamó Brianda, asombrada—Tomaba karate en la escuela en la que
o tomo danza. Luego, creo que se fue otra escuela, por eso lo dejé de ver haccomo medio año. ¡Qué feo!
Las fotografías de José Luis lhabían impresionado. Había sido comver a la muerte a los ojos. CuandSergio contó la historia fue como oír u
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relato de miedo de esos que se cuentapor diversión alrededor de una fogata a mitad de un apagón; de pronto, lacosas habían cambiado. Se trataba duna historia real, verídica, algo qupodía pasar en cualquier momento
Brianda se percató de que el asesinestaba suelto y podía ir en contra dcualquier niño. En contra de cualquier
de ellos tres. —¿Por qué niños? —pregunt
como si hubiera escuchado apenas qu
as víctimas, todas, eran menores dcatorce años. —Nadie sabe —admitió Sergio. —¿Por qué estos niños? —insisti
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Brianda. En su mirada seguía habiendverdadero espanto. Si el asesino habíescogido a José Luis, podría escogerlambién a ella.
—Mejor hagamos otra cosa —dijSergio, tratando de parecer jovial—
Vamos por unas papas y luego ansurcentro, la plaza nueva que abriero
del otro lado de Insurgentes, ¿qué le
parece?Pero tanto Jop como Brianda y
enían una sombra de pesimismo metid
en los ojos. Parecieron coincidir en supensamientos cuando Jop le preguntó Sergio:
—¿Por qué quiere la policía qu
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frecuencia. Y sólo podía pensar en unarazón. Si algo había de especial en évenía de muchos años atrás. Y eso quee había acontecido en el desierto, era l
más parecido a una explicación qupodía encontrar.
Miró a sus amigos y, luego, haciel frente, hacia ningún punto eparticular, procurando dar con la
palabras precisas. —¿Saben cómo perdí la pierna? —
preguntó.
Desde luego, él no tenía memoride ello, pero había escuchado tantaveces el relato en boca de Alicia, que nenía ningún problema en repetirlo com
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si lo hubiera vivido a una mayor edaque la que tenía entonces.
Comenzó a contar.El embarazo de su madre iba ya e
el último trimestre. Alicia tenía trecaños en ese tiempo y, aunque la notici
de la venida del bebé la tomó posorpresa, aguardaba con ansia y cariñsu llegada. Eran una familia com
cualquier otra. Vivían en una colonia denorte de la ciudad de México y, sin sericos, no tenían problemas económico
ni de salud. Alicia siempre se refería esos años como los más felices de svida; nada empañaba su dicha. Eraplicada en la escuela, iba a mucha
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fiestas, tendría un hermano...Sin embargo, todo cambió cuand
se enteraron los señores Dietrich de quel bebé que esperaban era un varónContra lo que se hubiera podido pensarel señor Dietrich no tomó esta notici
con la supuesta alegría que debiercausar a un padre. Comenzó rastornarse sin motivo aparente
Hablaba del pago de una deuda como sdebiera dinero a la mafia. No dormía empezó a faltar a sus obligaciones d
padre y esposo.Para los últimos meses deembarazo las cosas se complicaron aúmás. El señor ya era otro, totalment
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rreconocible. No perdía ocasión eagredir verbalmente a su mujer, a su hij a quien se le pusiera enfrente. Inclus
hasta pensó la señora que tal vez sesposo tuviera un problema de alcohol de drogas, aunque en el fondo sabía qu
no era así, que lo que a éste le ocurríenía que ver con algún extraño tipo d
afección mental.
El parto, considerado de altriesgo, se adelantó. Y, aunque el niñonació sano, la señora quedó mu
delicada de salud. Alicia se recordaba sí misma, en esos días, siempre drodillas, rezando hasta el cansancio parque no ocurriera lo que a la postr
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aconteció.A las pocas semanas de
alumbramiento, la señora falleció con eniño en los brazos.
El señor Dietrich, hosco ndiferente, dejó a Alicia encargarse de
bebé hasta que, una tarde aciaga dnvierno, tomó el auto y la obligó a subi
con el niño sin dar ninguna explicación
Tomaron la autopista hacia el norte y, apesar de las lágrimas de su hija, nuncabrió la boca en todo el trayecto par
dar razón de tan misteriosa y repentinravesía.Se detuvieron en varios puntos d
a carretera y, aunque Alicia nunca
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dejaba de atender a su hermano, lrompía el corazón ver que su padre ndaba señales de querer aproximarse éste, como si no se tratase de su propihijo. En dos de esas paradas, gracias pedazos de algunas conversaciones qu
sostuvo su padre por teléfono y quAlicia pudo escuchar subrepticiamenteconcluyó ella que estaban siend
levados para el otro lado de la fronteraY que no les esperaba nada bueno en loEstados Unidos.
Una noche, mientras descansabaen un motel en Sonora, el señor Dietricdeliró en sueños. Su locura lo llevó balbucear incoherencias. Hablaba,
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ratos, en una lengua desconocida, unengua que consiguió desatar los má
ocultos temores en Alicia. Sintiórepentinamente, que ése que dormía a sado ya no era su padre y, por tanto, noenía ninguna obligación de obedecerlo
Tomó sus cosas y cargó a su hermanousto en el momento en que el hombre
en castellano, hablaba dormido co
alguien. Claramente hacía tratos parentregarle a sus hijos.
Alicia siempre recordaría és
como la peor noche de toda su vidaDecidió no correr por la carretera sinadentrarse en el desierto para evitar qusu padre les diera caza en el auto. E
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frío era extremo, la noche, oscura; perel miedo superaba a cualquier otrsentimiento que Alicia hubierexperimentado en sus trece años dvida.
Corrió todo el tiempo que pudo
Luego, caminó. Por último, presa decansancio, se detuvo al cobijo de unoarbustos arropando a Sergio contra s
cuerpo.La despertaron los aullidos.Un pavoroso sonido que hací
repidar la llanura. No había luna. Efrío era creciente. Una auténtica nochde pesadilla.
Se puso de pie y reinició l
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carrera, víctima de otro tipo de pánicoAhora anhelaba volver a la autopistaabandonar ese yermo paisaje aterradordar con alguien y pedir auxilio. Peropor más que corrió, jamás pudo recordacómo volver sobre sus pasos. Lo
aullidos se escuchaban cada vez mácerca. Se recargó contra unas rocas empezó a llorar. Se recordaba a s
misma llamando a su madre. Srecordaba a sí misma asombrada de uhecho inaudito: que el sueño de Sergi
no había sido interrumpido durante toda huida.Repentinamente, la oscuridad cedi
parcialmente. La luna asomó por entr
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as nubes y Alicia pudo distinguir uárbol lo suficientemente alto como parponerse a resguardo. Corrió hacia écomo si fuera la luz al final de un largo estrecho túnel.
Recordaría después que, a punto d
subir, habiendo atado a su hermano a sespalda con su suéter para poder trepacon ambas manos, el grito de Sergio s
sobrepuso al silencio artificial de esnoche maldita. En un instante todo smundo se vino abajo. Se volvió y vio
alarmada, a un lobo solitario qusostenía a Sergio de una pierna. Elanto incontrolable del bebé a mitad de
desierto. Los ruidos que hacían las otra
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bestias al aproximarse. No tuvo tiempo de pensarlo, d
asustarse, de arredrarse ante la visiónSe descolgó del árbol y recuperó a shermano, en ese momento de espaldas ea tierra. Fue cuestión de un segundo. L
fiera lo había dejado caer, acaso parasestarle una última mordida mortaacaso para contemplarlo y regocijars
en su agonía.El suéter sobre los ojos amarillo
del monstruo hizo el milagro. Y Alicia
consiguió subir al árbol. Esta vez couna sola mano.La sangre. El dolor. La noche
Todo formaba parte de una amalgama d
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recuerdos que Alicia llevaría a cuestapor años. La lucha con la hemorragia. Larga espera del amanecer. El rescate d
aquel hombre que, con un disparo darma larga, dispersaría a la manada. Urecuerdo que cada año sanaba un poc
pero que jamás terminaría por disiparseEl ambiente se tornó sombrío.Sergio lo lamentó. Pero tambié
comprendió que el contar su pasado lacercaba más a sus amigos.
Una lágrima delató en Brianda l
mpresión que le había causado erelato. Se limpió de prisa la mejillacomo si se avergonzara de ser tasensible.
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—¿Por qué yo, Jop? No lo sé —explicó Sergio—. Pero porque tampocsé la razón de que pueda decirte qudetrás de mí están dos señoraplaticando, una lleva blusa azul comoñitos verdes, en una solapa tiene u
prendedor de angelito, sus pantaloneson color crema con una pequeñmancha de humedad del lado izquierdo
sus zapatos son azules y una de lacorreas está deteriorada, el peinado ede chongo con pasadores, creo que so
cinco, y tiene los labios pintados drosa, debe tener unos cuarenta años está casada, porque lleva sortija en lmano izquierda.
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Jop contempló a la señora quSergio describía con tanto detalle siverla.
—¿Tienes ojos en la espalda oqué? —preguntó.
—Soy muy observador. Eso e
odo.El chofer llegó a recoger a Jop,
se terminó la reunión. Los tres s
despidieron con un abrazo, sin palabrascon el ánimo un tanto apagado. Briandextendió un beso sobre la mejilla d
Sergio y se tardó en dejarlo ir, peroampoco dijo nada.Sergio, ya en su casa, contempló
su amiga por algunos minutos desde l
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ventana de su habitación: se desahogabcon Giordano Bruno, tratando de darlsentido a tantas y tan fuertes impresionede esa tarde. Acaso Sergio se hubierquedado un poco más en la plaza coella si no hubiera tenido la urgent
necesidad de volver a su casa, prendea computadora y entrar al Internet.
—Da la cara, cobarde —dijo e
voz alta mientras tecleaba su passworpara entrar al Messenger.
Pudo ver que Farkas tenía la sesió
abierta. Así que comenzó a teclear sureclamos, aunque algo en su interior ldecía que daría lo mismo si hablaba coél de viva voz, como si estuviera ah
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mente. Puso todo en mayúsculas parque Farkas notara su ira.
—¿QUIÉN ERES ? ¿P OR QUÉ CONOCE
I VERDADERO NOMBRE ? — Sé cosas, Mendhoza. Mucha
cosas. Cosas que es imposible qu
otros sepan. Y las utilizo en mconveniencia. Eso es todo.
—¿QUIÉN ERES ?????
—Ya te dije. Llámame Tío Farkas. —¿QUIÉN ERES ? ¿QUIÉN ERES
¿QUIÉN ERES ?????
—Estaré detrás de ti, Mendhozao te dejaré caer. Cuando conozcas eerror, el verdadero terror, estaré ahíara no dejarte caer.
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—¡QUIEEEEEEEEEN EEEEEREEEEES ! — Todavía tienes mucho que
aprender, mediador. Mucho.La desaparición del icono del cha
fue contundente. Se cerraron todas laventanas. La pantalla quedó e
oscuridad absoluta.Sergio se arrojó de cara contra l
almohada de su cama. Quería dormir
quería dejar de pensar, quería olvidarsde todo.
Nicte, cuarta labor
Fue al segundo día, cuando después d
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short porque es su sobrino. ¿Cómo slama eso?
—No sé. ¿Favoritismo? —Sí. Eso.Siguió jugando hasta que perdi
una vida. Entonces volvió a levantar l
vista. —¿Alguno de sus hijos juega aquí? —No. De hecho estoy aquí por ti.
El muchacho se puso alerta. Eso yera bastante raro. Se echó un poco paratrás.
—Tú eres Celso NavarrCastrejón, ¿no es así? —Sí, ¿por qué? ¿De dónde m
conoce? —Celso estaba a punto d
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ponerse de pie, pedir auxilio.Entonces Nicte abrió la camioneta
Entró en ella y, segundos despuésvolvió a la calle. Los ojos de Celso sluminaron. Dejó el celular. Sonrió
ampliamente.
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Capítulo doce
La llamada de Guillén llegó justo antede entrar al salón de clases, ubicado eel segundo piso.
—¿Sergio? Habla Guillén.Sergio se sentó en su pupitre ante
de contestar. Jop, a su lado, se dio
cuenta de que era una llamadmportante.
—Hola, teniente.
—¿Encontraste algo?Sergio se avergonzó un pocoHabía estado revisando los expedientehasta bien entrada la noche, pese a qu
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Alicia se opuso rotundamente. Y nohabía encontrado nada que le dieralguna pista.
—No, teniente. Perdóneme.Hubo un breve silencio. —Ayer desapareció un niño. Ést
es de la colonia Roma. Creí que seríbueno que lo supieras —concluyó eeniente.
En ese momento entró la maestra dbiología y Sergio pensó que nada de lque vieran en clase podría ser ta
mportante como sumarse a lnvestigación. Pero también recordó epleito que había tenido con Alicia por sdecisión de apoyar a la policía. L
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último que necesitaba era bajar srendimiento en la escuela.
—Tengo que irme, teniente. Yalegó la maestra —dijo antes de colgar.
—¿Qué pasó? —preguntó dnmediato Jop, a pesar de que la maestr
a pedía que se acercaran a su escritoripara entregar las tareas.
—Ya desapareció otro niño —le
nformó Sergio.Jop no supo qué decir. En la car
de su amigo se reflejaba lo terrible d
esa noticia. Ese nuevo niñdesaparecido podría, en poco tiempounirse a la lista de las víctimas.
Comenzó la clase y Sergi
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confirmó a los pocos minutos que npodía concentrarse. Sentía que debídedicarle más al caso de los niñomuertos. Recordó que, cuando estuvo eel despacho del teniente Guillén, ésthabía sido muy enfático en su súplica
“Hay que evitar a toda costa que estcrezca a cuatro.”
Trató de apartar su mente de lo qu
decía la maestra respecto a lamitocondrias, el citoplasma y los ácidonucléicos para volver a ocuparse, en s
cabeza, de los expedientes de lavíctimas. Probablemente había algo quno había notado, algo que podría poneas investigaciones en la direcció
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correcta. Pero por más que se esforzabno hallaba ninguna clave. Al parecer, loúnico que los tres niños tenían en comúera que todos vivían en la mismcolonia. Y también esa pista se habíaesfumado porque el nuevo —si es qu
estaba relacionado con el caso— no erde la colonia Juárez sino de la Roma.
—¿Por qué no apuntas nada? —l
preguntó Jop. —Mejor luego me prestas tu
apuntes —respondió Sergio al moment
en que levantaba la mano.La maestra detuvo su explicación. —¿Sí, Mendhoza? —Necesito ir al baño.
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necesitaba ir al baño. nicamente queríestar solo para pensar mejor. Pese a quse había acostado a las tres de lmañana, quería seguir meditando sobrel asunto. Sabía que el teniente Guilléconfiaba en él y no quería defraudarlo
“Piensa, piensa...”, se dijo. Repasó lonombres de los muchachos pocentésima vez, los nombres de su
colegios, las direcciones de sus casasel mapa que trazó en la guía-roji que lprestó su hermana. Nada arrojaba un
verdadera pista.Miró su reloj. Habían pasado dominutos desde que salió del salón. Nenía mucho tiempo. Quería hallar alg
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en ese momento porque sabía que, si no hacía, las clases lo absorberían hast
el final de la mañana y sería imposiblayudar en nada al teniente. Perderíiempo. Tiempo muy valioso para e
nuevo niño desaparecido. Se recarg
sobre el barandal, ahora viendo hacia epatio vacío de la escuela. “Piensapiensa...”
Oyó un ruido a su derecha. Pasoapresurados.
Giró el cuello rápidamente y vio d
reojo a un muchacho que bajaba laescaleras a toda prisa. Un muchachrubio como de su estatura. Le pareciextraño por un detalle: no llevaba e
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uniforme de la escuela.Se asomó por el balcón para ver s
alcanzaba a ver al muchacho cuandapareciera por debajo del balcón. Eefecto, al poco rato salió al paticorriendo. Era un muchacho delgado, d
pelo rubio, que Sergio no había vistantes en la escuela. Portaba anteojos. Ylevaba mucha prisa por llegar... a
baño, sí, del otro lado del patio. Nlevaba uniforme sino ropa de diario
“¿Qué anda haciendo un niño que no e
de la escuela aquí?”, se preguntó.Fue hasta que el niño llegó a lpuerta del baño que Sergio advirtió algque desde un principio le había hech
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retumbar el corazón sin saber por quéos anteojos. En la puerta del baño s
detuvo el muchacho y volteó a ver Sergio. El primer niño, la primervíctima, Jorge Rebolledo Ávila, tambiélevaba anteojos de armazón grueso...
se asemejaba en gran medida a esextraño muchacho salido de Dios sabdónde.
Miró su reloj. Ya había pasadomucho tiempo como para haber salido abaño y no haber vuelto. La maestr
podría ponerle un reporte si se seguídemorando. Pero no podía quedarse coesa curiosidad, por muy extraño qupareciera todo el asunto. Además, e
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misterioso rubio no parecía querequitarse de la puerta del baño, no lquitaba la vista de encima a Sergio, nngresaba al sanitario. Era como si l
estuviera esperando. Los separaba undistancia de unos treinta metros. Y
ambos estaban inmóviles.Pensó en gritarle pero s
arrepintió: si lo hacía, todo el mundo s
enteraría y seguro hasta saldría algúmaestro a regañarlo. Tuvo que apartarsdel balcón y correr hacia abajo, hacia e
patio. Tenía un mal presentimiento, unonada grato. El parecido del muchachcon la primera víctima le decía que teníque hacer algo al respecto. “A lo mejo
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es un hermano suyo y supo que yo estoen la investigación y se coló a la escuel...”
Detuvo sus pensamientos al mismiempo que interrumpió su carrera. Alegar a la planta baja, vio que e
objetivo de sus pensamientos ya nestaba en la puerta del baño.
Entró al sanitario tan rápido com
pudo pero, en cuanto traspasó la puertase dio cuenta de que estaba solo. Nhabía nadie ahí. Todo estaba en
completo silencio. Sólo se escuchabuna pertinaz gotita de una llave davabo mal cerrada. “Creo que ya teng
alucinaciones”, pensó. “Mejor me dej
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de tonterías y me pongo a estudiar”.Para no quedarse con la duda
empujó las puertas de todos loprivados, uno por uno, sólo parcerciorarse.
—Oye... niño... —se atrevió
decir en voz alta. Pero no obtuvninguna respuesta.
Se acercó a uno de los mingitorio
aprovechó para orinar. No podíquitarse de la cabeza que todo lo habímaginado. “A lo mejor sí tiene razó
Alicia y es preferible que le diga aeniente que no puedo ayudarlo”.Terminó y bajó la palanca de
mingitorio. Entonces volteó.
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Un grito involuntario.Detrás de él estaba el muchach
rubio de anteojos, mirándolo de cerccon una gran tristeza.
—Oye, me espantaste —dijSergio tratando de reponerse del susto.
En efecto. El parecido con lprimera víctima era notableProbablemente fuera su primo o s
hermano. —Tú no eres de esta escuela
¿verdad? —preguntó Sergio.
Pero el otro no parecía interesaden articular palabra. Sólo miraba Sergio con una gran, gran tristezaEstaba tal vez demasiado delgado
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demacrado. Sus ropas estaban sucias rotas en algunas partes. En la manderecha llevaba una extraña llavantigua con la forma de un león visto dperfil.
—¿Te sientes bien? —preguntó
Sergio.Pero era tarde. Sergio siguió s
nstinto y sintió miedo. Sabía que alg
ahí no estaba bien. Que no estaba bien lsemejanza que había detectado con lprimera víctima o que no hubiera oíd
entrar al muchacho al sanitario. Sabíque no estaba bien esa mirada tacargada de tristeza y rencor; el aspectde todo su cuerpo, casi translúcido
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otó entonces que los ojos demuchacho no eran normales, que a cadsegundo se tornaban más y más rojos. Eescalofrío le recorrió la espalda. Lhizo sentir que los cabellos se lerizaban. No, no estaba preparado par
nada como eso.Trató de caminar lateralmente par
ntentar evadir la visión y echarse
correr fuera, pero el otro se interpuso anstante. Quiso gritar pero no pudo.
Ahora los ojos del muchacho era
completamente rojos. Ya no sedistinguía en ellos el iris, sólo uprofundo rojo brillante. Sergio queríapartar la vista pero no podía. Querí
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empujarlo y correr para poder salir debaño, pero sus piernas no le respondían
De los ojos del aparecido empeza brotar la sangre, un par de lágrimarojas que le mancharon las mejillas corrieron hasta su cuello. Levantó un
mano e intentó tocar a Sergio, quieautomáticamente se pegó contra lpared. El espectro abrió la boca y dej
salir un gemido sibilante, un horrendchirrido. Sergio no podía quitarle lvista de encima. Estaba paralizado
Quería huir, y, a la vez, queríapresenciarlo todo.El del rostro sangrante soltó l
lave con forma de león, se llevó la
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manos al vientre y, por sí mismo, comosi desgarrara una fruta henchida, hizsaltar sus vísceras, sus órganos internosUn borbotón sanguinolento abandonó scuerpo y cayó a los pies de Sergiosalpicándolo todo. Sangre por doquier
un torrente inagotable, cientos y cientode litros abandonaban el escuálidcuerpo de la aparición para ensucia
piso, paredes, espejos, lavabos, erostro de Sergio.
El grito se volvió tan agudo qu
consiguió por fin que a Sergio se lescapara uno similar, uno que alcanzó escucharse hasta el otro lado del patiousto en el momento en que pudo cerra
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os ojos y cubrirse la cara, tratando quel viscoso líquido rojo dejara densuciarlo por todos lados.
Siguió gritando hasta que una mano empezó a sacudir con violencia.
Nicte, cuarta labor
—¿Qué me va usted a hacer? —dijCelso, llorando. Miraba hacia todoados. No reconocía dónde estaba. No l
gustaba el frío, no le gustaba loscuridad, no le gustaba lo que sentía.
—El miedo es bueno —dijparcamente Nicte.
Se aproximó al niño. Por lo pronto
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necesitaba un poco de su sangre. Lmaginó en el Tártaro, pagando el preci
de ser tan privilegiado.Celso se cubrió la cara. Dio u
grito espeluznante que hizo eco en laparedes del tenebroso recinto.
En el exterior, en cambio, nadiogró escucharlo.
Los perros de Nicte ladraron a
unísono.
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Capítulo trece
Tardó en darse cuenta de que la manoque lo zarandeaba no tenía nada despectral. Se sobresaltó, luchó un bue
rato contra las sacudidas hasta que abrios ojos y pudo notar que el baño estabntacto, que sus ropas no estaba
húmedas. No había sangre por ningúado. Frente a él estaba el rostro de
conserje de la escuela.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué gritas?Sergio tardó en recomponerse. Nsabía qué responder. Nada a sualrededor indicaba que hubiera ocurrid
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algo. Y, sin embargo, había sido tanreal...
—No sé. Es que... —respondiapenas.
En ese momento entró la maestrLuz, seguida de otros dos profesores.
—¿Qué ocurre aquí? ¡Señor OjedaQué pasa aquí!
El conserje, el señor Ojeda, s
apartó de Sergio al instante. Temió queo culparan. Temió que creyeran que lo
estaba lastimando.
—No sé, maestra. Cuando ylegué estaba gritando como loco —explicó.
—¿Qué pasó aquí, Sergio?
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—Eh...La maestra Luz tenía los suficiente
años dando clases como para darscuenta de que lo que le ocurría a Sergino era normal. Se acercó a él y sagachó un poco, para verlo directament
a los ojos. —Acompáñame a la dirección.Salió con paso firme del sanitario
seguida por Sergio. Los otros doprofesores se quedaron a la zagconversando con el conserje. En cuant
salió Sergio al patio observó qualgunos alumnos habían salido de susalones, aun sin permiso de suprofesores, para tratar de enterarse de
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porqué de tan peculiar grito. —¡Todos a sus aulas o empiezo
poner reportes! —gritó la maestra Luzconsiguiendo que todos los curiosoregresaran a sus clases.
Ya en la dirección, la maestra Lu
ocupó su escritorio y sirvió agua en dovasos. Ofreció uno a Sergio en cuantéste se sentó en la silla que más temía
ocupar los alumnos del colegio Isaaewton. Luego, juntó las manos po
encima de sus papeles y comenzó
nterrogar a Sergio. —¿Y bien? Nadie grita de esmanera sólo porque sí. ¿Qué pasó?
Sergio se tardó en soltar el vaso d
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diera lugar que se consumara el crimen. —Está bien. De todos modos... n
creo que podamos mantenerlo muchiempo más en secreto. Sólo pídele qu
sea discreta.Sergio colgó y comenzó a hablar
Le contó absolutamente todo a ldirectora, casi sin tomar aire, desde lexplicación de los asesinatos hasta e
desvelo de la noche anterior tratando dencontrar coincidencias, motivo por ecual se había “quedado dormido” de pi
lo asaltaron las pesadillas. La maestro escuchó sin interrumpirlocompletamente atónita. Cuando Sergiconcluyó con su relato, no dudó e
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preguntar. —¿Y por qué tú, si se puede saber
o es común que la policía pida layuda de un niño para resolver un caso.
Sergio se rascó la base de la nuca. —Creo que... porque soy mu
observador. —¿Muy observador?Sergio se apresuró a demostrarlo
o estaba seguro de que la directora nestuviera pensando que lo estabnventando todo. En cualquier moment
podía sacar un formato de reporte de sescritorio, llenarlo con sus datos firmarlo.
—¿Así que suspende tres días
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enía que bajar a ver qué pasaba, dejó lhoja en la mesita de la entrada. Conozcos reportes de suspensiones por los que ha dado a Jop, que diga, a Alfredo
Otis. Lo primero que pone es el númerde días de suspensión.
La directora se quedó estudiando Sergio detenidamente, aún con lamanos entrelazadas sobre sus papeles
Miró el expediente al lado de lcomputadora. En la pestañamedianamente oculta por el CPU, apena
se alcanzaba a ver “ego Ortiz”, unfracción del nombre del niño a seamonestado. Sergio había tenido qudeducir el nombre completo. Miró l
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hoja sobre la mesa de la entrada, espaldas de Sergio. Éste ni siquierhabía volteado a echarle una segundmirada mientras afirmaba lo del númer3. Estaba sorprendida. No sólo porquparecía como si Sergio se hubier
metido a husmear con antelación a soficina sino también a su cerebro. Lprofesora aún estaba decidiendo s
proseguía con la suspensión cuandescuchó el grito en el baño de los niños
o sabía cómo reaccionar.
—¿Desde cuándo eres tan.observador? —Desde chico.La profesora reflexionó por uno
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nstantes. —Está bien. Puedes irte. —Gracias.Él se puso de pie y le dio l
espalda, dispuesto a salir. La directorambién se puso de pie. Fue hacia l
ventana y, con las manos enlazadas trade sí, miró al patio. Esperó a que Sergiestuviera en la puerta para hablar.
—¿Dices que hay un cuarto niñdesaparecido?
Sergio asintió automáticamente. E
ese momento meditaba sobre ciertapalabras de Farkas: “Los demonioreconocerán tu aroma, los demonios sconjurarán en tu contra”. Los sangriento
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ojos del espectro que lo habíacorralado en el sanitario le hacíapensar que sí, que ya había comenzado.
—Ojalá lo encuentren pronto —concluyó la directora sin voltear a verlo
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Capítulo catorce
— Pide permiso en tu casa, Jop. Quieroque me acompañes a un lado mañana.
—¿A dónde? — respondió Jop en e
Messenger. —Luego te digo. Ya va a llegar e
eniente por mí.
—Bueno. Me cuentas.Se despidieron sin cerrar sesión
Jop iría a seguir sus travesura
cibernéticas; Sergio, a resolver una dudcon Farkas. — No entiendo la cuarta pregunta
lo abordó, mandándole un mensaje.
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— Es una lástima porque ahí estáa clave de todo — respondió Farkas.
— ¿Qué tiene que ver? ¿Los santonocentes no son los niños qu
murieron en tiempos del niño Jesús? —Exactamente.
—Pues no entiendo. —¿Cómo evitas que mueran lo
santos inocentes?
Sergio se quedó pensativo un buerato. Había hecho todas las búsquedaposibles en Internet alrededor del tem
de los santos inocentes. Sabía que el reHerodes había ordenado la matanza. Yque el niño Jesús se había salvadgracias a que su padre José había tenid
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sueños en donde se le advertía depeligro que corría su hijo. Pero nhallaba qué tenía que ver lo que estabocurriendo con el incidente histórico.
— Supongo que... si eliminas erodes... —se animó a contesta
Sergio. —No —contestó tácitament
Farkas.
— Claro que sí. Sin Herodes, easesino, ya no hay muertes.
—No.
Sergio se molestó. La participacióde Farkas en todo eso era enfadosamentcínica.
— Si tú sabes quién es el asesino
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¿por qué no me lo dices y ya? —preguntó Sergio.
—Porque no puedo. —¿No puedes decirme pero s
sabes? —Algo así.
—Eso te hace cómplice. Eres unasesino también. Te divierte saber que
ueden morir muchos niños. Eres un
desgraciado.La respuesta de Farkas tardó e
aparecer.
— Las cosas son distintas de comú las ves, Mendhoza. Muy distintas. —No sé por qué te creo. Algo m
dice que tú eres el asesino.
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—Mejor abre bien los ojosmediador. Y no pierdas el tiempo enconjeturas inútiles. No lo voy a repetide nuevo: Yo-NO-Soy-El-Asesino.
— Dame una pista entonces. Ssabes quién es, dame una pista.
—Poor Sergio. Pidiendo ayuda drodillas y con los ojos llenos dágrimas. Mejor límpiate la cara y dej
de moquear o no podrás abrir bien loojos para atrapar al asesino.
—Te odio.
—Me necesitas. —Adiós. —Y por cierto... lo que sentist
hoy en el baño de los niños de t
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escuela... no se acerca ni tantito aerror. Ese fue un miedito cualquiera
Un miedo de segunda clase.Sergio ya no quiso leer más
Apretó el botón del CPU y lo apagó otrvez “en caliente”. Se enfrentó a su rostr
reflejado en la oscura pantalla demonitor. “A quién miras, calvo”, se dijoratando de reanimarse. Luego, abrió e
fólder de la primera víctima pomilésima vez. El rostro de JorgRebolledo en las fotos era rubio
levaba lentes y era algo flaco. Peropara descanso de Sergio, no lrecordaba a la fantasmagórica visión desanitario de la escuela. Los dos niño
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eran parecidos pero no idénticos“Algún demonio habrá querido tomar ldentidad del niño”, pensó Sergio, “parntentar amedrentarme”.
Se sorprendió hablando ddemonios como si ya fuera algo mu
común en su vida. Sintió un nuevescalofrío. “Ya ha comenzado”. Y justoen ese momento llamaron al timbre de l
entrada del edificio. Se asomó por lventana e hizo una seña al teniente dque ya bajaba. Tomó un suéter y un CD
que había preparado de antemano, spuso la pierna ortopédica y abandonó scasa.
La música de Led Zeppeli
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comenzó a sonar en el estéreo de lpatrulla.
—¿De veras te gusta esa música—le preguntó el teniente, asombradodespués de insertar el CD que le habíextendido Sergio.
—Sí. Y me ayuda a pensar —fue lrespuesta.
El teniente hizo todo el camin
hacia la calle de Orizaba, en la coloniRoma, en silencio. Tener que toleramúsica que, desde su punto de vista
estaba especialmente diseñada parproducir migraña, lo hizo enmudecerTodavía no se sentía cómodo recibiendoayuda de un niño. Pero que éste, encima
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escuchara música compuesta por Satáno ponía verdaderamente de malas. Sac
un cigarro, lo encendió y se sumió en supensamientos. “Tengo que ser el peodetective del mundo para estar en estsituación”.
—Aquí vive el niño qudesapareció ayer —sentenció el tenientuna vez que estacionó la patrulla—
Vamos a ver qué nos dicen los padres ya ver si podemos detectar algo.
Llamaron al timbre exterior, a u
ado de la reja. Era una casa grande bonita, con jardín. Por la puerta de lcasa apareció una señora guapa morena.
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encendía su cigarro y exhalaba lprimera bocanada de humo.
—En fin... tengo que decirles…con gran pesar… —inició el teniente—que hay un asesino serial suelto. Y eposible que su hijo haya sid
secuestrado por él.En los ojos de la señora Navarr
se reflejó el dolor. Un dolor terrible
Las lágrimas aparecieronstantáneamente.
—¿Cómo sabe? —preguntó e
señor. —Porque hemos tenido tres casocon anterioridad. Y todos son parecidoal de su hijo.
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avarro. —¿Qué probabilidades hay de qu
mi hijo viva? —preguntó la madrenquieta.
—Bastantes... —mintió Guillén—si nos apresuramos.
El señor Navarro ya se paseabnquieto por la estancia. Dio un fuert
puñetazo a uno de los muros. Dejó s
paseo y se detuvo frente al teniente. —Óigame bien, detective… —
conminó a Guillén señalándolo con e
ndice—. ¡Pienso hacer responsable a lpolicía de lo que le ocurra a mi hijoAsí que rece por que aparezca sano
salvo!
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Guillén se lamentó. Sabía que espasaría tarde o temprano, que los padreexigirían castigo para aquellos qudecidieron mantener por tanto tiempo lnoticia en secreto.
—Debe comprender... —balbuceó
el teniente— que necesitábamos guardasilencio... para no... entorpecer... lanvestigaciones.
—Pues se ve que han hecho uexcelente trabajo —bufó el padre—Hagan lo que tengan que hacer y déjeno
solos.El teniente se puso de pie y llevó Sergio al piso superior. Ahí, dieron conel cuarto de Celso y entraron.
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Sergio se sintió solidario con eeniente. Ahora era también parte de sabor hacer algo, poner todo de su part
para detener los crímenes. Estaban demismo lado.
—Revisa todo lo que quieras —
dijo el teniente con el rostrdescompuesto—. Y avísame si ves algoque valga la pena investigar más
fondo.Sergio asintió y se dio a la tarea d
hurgar en todo lo que tenía frente a s
Con un solo golpe de vista pudo deducivarias cosas: las preferencias de Celsoque tenía novia, que iba en sexto gradde primaria, que no era muy cuidados
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con su ropa y sus útiles escolares. . pernada que le dijera en dónde podría estaoculto o por qué podría haber sidsecuestrado.
También el teniente buscaba poodos lados pero no era difícil notar qu
enía la mente muy lejos de ahí. Lnvestigación lo tenía enfermo de lo
nervios y aún seguía sin pista alguna.
—No dejo de preguntarme... —dijde pronto el teniente mientras revolvíos cajones de Celso— quién sería e
ndividuo que nos puso en contacto. Ehombre de los mensajes.Sergio sintió que era s
responsabilidad hablar sinceramente de
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ema con el teniente. Ahora estaban demismo lado.
—Se trata de un tipo en Internet quparece que sabe muchas cosas. Entrellas, el nombre del asesino.
Guillén se puso alerta. Fue haci
Sergio y lo tomó por los hombros. —¿Cómo lo sabes? —Porque lo sé. Me contacta
menudo en el chat. —¿Y cuándo pensabas decírmelo
Hay que rastrearlo!
Sergio torció la boca. —No sé cómo lo hace, tenientepero sé que es imposible de ubicar. Nosé si es un fantasma o qué cosa. Pero d
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o que sí estoy seguro es que sería unpérdida de tiempo tratar de dar con él.
Guillén comprendió. Ya habíaexperimentado algo similar al intentadar con el origen de los mensajeenviados a su celular. Se desanimó
nuevamente. —¿Por qué siento que todo est
iene un toque sobrenatural?
Sergio se encogió de hombros siañadir nada, pero respondió en voz bajapara sí mismo: “Porque lo tiene”.
Cuando terminaron de revisar todaas cosas de Celso Navarro, ya habípasado una hora. Y en los rostros deambos se reflejaba el desencanto. Habí
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sido una búsqueda del todo infructuospara los efectos de la investigación. Coodo, aún restaba que fueran a las casa
de los otros chicos del caso.Al bajar las escaleras tuvieron qu
enfrentarse de nuevo con la mirad
errible de los padres del muchacho. —Sigo en lo dicho —afirmó e
hombre—. Pienso hablar con la prensa
hacerlos responsables. Y cuando hablecomenzaré por mencionar su falta dprofesionalismo. ¡Involucrar a un niñ
en las pesquisas! ¡Habrase visto mayoburla!Sergio bajó la mirada y salió de l
casa detrás del teniente. Pensaba
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mientras atravesaba el jardín, quGuillén era verdaderamente malo parmentir. El cuento del ahijado le habíparecido absurdo desde el principio.
Entraron en la patrulla en el mismestado de ánimo abatido.
—No te aflijas —dijo el tenientmientras echaba a andar la patrulla encendía un cigarro—. El asunto enter
es mi responsabilidad. Tú haz lo qupuedas.
“Lo que pueda”, pensó Sergio
Pero no podía sacarse de la cabeza queentre mejor hiciera las cosas, mámuertes evitaría. Ya sentía suficientepeso sobre sus hombros como par
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omar el caso a la ligera. —Me lleva… —dijo el tenient
mientras avanzaba por las calles. —¿Qué pasa? —Debí haber tomado notas —s
amentó—. Últimamente no sé ni dónd
engo la cabeza —¿Notas? ¿Cómo de qué? —No sé. Como de los objetos en l
cartera del muchacho, por ejemplo.Sergio suspiró y, sin apartar l
vista de la calle, exclamó:
—Cuarenta pesos en dos billetede veinte, su credencial de la escuela, upapelito de su novia lleno de corazonesuna estampita de San Judas Tadeo, do
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arjetas de Yugi-Oh, un boleto de metroque se ve que guarda como curiosidaporque nunca usa el metro, un boleto da rifa de un MP3 Player, una foto en l
que sale con un perro que tuvo de máchico, tres estampitas de súper-héroes
una calcomanía sin usar de la guerra das galaxias y su credencial del equip
de beis en el que juega.
Guillén lo contempló por un par dminutos arrojando grandes bocanadas dhumo.
—¿Tienes un disco duro entre laorejas o qué?Sergio no respondió de inmediato. —Fuma usted mucho, ¿no, teniente
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—fue lo que dijo, al cabo de unosegundos.
Guillén se dio tiempo para pensaen los casos que había resuelto durantsu carrera. Ninguno, realmente, lproducía el menor orgullo.
—Y tú oyes música tan hermoscomo una pelea de mandriles —observmientras iniciaba la reproducción del CD
de Sergio y abría su ventanilla.“Seguramente sí soy el peo
detective de todo el mundo”, cavil
mientras conducía por las calles de lcolonia Juárez. “Pero eso no me impidhacer la promesa solemne de que, si eal Sergio Mendhoza Aura me ayuda
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aunque sea un poquito, a resolver estcaso, dejo para siempre el cigarro, asme vuelva loco de los nervios”.
Ninguno rompió el silencio hastque llegaron a la casa de José LuiRodríguez Otero, la tercera víctima.
Nicte, cuarta labor
icte apenas contuvo el llanto. La cuartabor estaba hecha. No dejaba d
repetir: “Siete menos cuatro, da tres”.Con gran cuidado tomó el cuart
cráneo. Lo depositó en el suelo. Luegouno a uno, comenzó a echar los hueso
restantes en una bolsa café. Las ropas, e
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detective. Si la policía no sabe hacer srabajo no es asunto tuyo. No sabes en l
que te estás metiendo. —Sí. Bueno… nos vemos al rato. —Te lo advierto. Si te tardas y no
me llamas, te castigo en serio, Sergio.
Él asintió y salió de su casaMientras bajaba las escaleras poco poco, recibió un mensaje en su celular
Creyó que se trataría de Jop o dBrianda urgiéndolo, pero no.
Un mediador no es un héroeendhoza, recuérdalo. No hagaonterías que pongan en riesgo tu vida
Cordialmente... tu tío F.
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—Te da coraje que me haydecidido a renunciar a todo esto —dij
en voz alta.Al llegar a la plaza, ya s
encontraban ahí sus dos amigos.
—¿Estás segura de que nos quiereacompañar, Brianda? —preguntó Jop, upoco molesto. Creía que probablement
es pasarían cosas inexplicables comas que le había contado Sergio, qu
Brianda podría echarse a llorar e
cualquier momento y echarlo todo perder. —¿Por qué lo dices, eh? —
respondió ella aún más molesta—
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Puedo ganarles a correr a los dos, grito más fuerte.
—Bueno... ya –intervino Sergio—Lo más probable es que el asunto serápido y no pase nada raro.
Ni siquiera él podía estar seguro
Pero, por si las dudas, había invitado Jop. Luego, Brianda, al enterarse poculpa de Jop —quien le había contad
en el chat el incidente del fantasma en ebaño y que iba a acompañar a Sergio a vecindad en Mesones— se habí
sumado al grupo sin preguntarFinalmente, Sergio prefería ir bieacompañado que ir solo como la últimvez.
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—¿Qué llevas en esa bolsa? —preguntó Jop.
—Nada.Jop quiso arrebatársela y Sergio s
opuso, pero no pudo impedir que éste sasomara al interior.
—¡El libro! ¡Me dijiste que lhabías tirado!
—Bueno… sí, te mentí. Lo tení
guardado en esta bolsa detrás del bombde mi batería.
—Déjame verlo aunque sea, po
favor, Serch. Por favor, por favor, porfavor, por favor...Sergio protegió la bolsa con s
cuerpo.
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—No, Jop. Es que no entiendes.odas esas cosas que me están pasando
como lo de ayer en la escuela... son poculpa de este libro maldito. ¿Cuántaveces en mi vida crees que se me haaparecido fantasmas horribles como e
de ayer? ¡Nunca! Apenas empezó. Yodo por culpa de esto.
—¿Entonces ya no vas a ayuda
más a la policía? —preguntó Brianda. —Eso es aparte –confesó Sergi
—. Lo que no quiero... es ser “u
mediador”. —¿Un qué? —preguntaron amboal unísono.
Caminaron hacia la estación de
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metro y Sergio les contó todo lrelacionado con la existencia de Farkas
—Tiene alguna extraña ligconmigo que no entiendo. Al principiocreí que sería mi padre, pero él lo niegaParece saber mucho de mí. Gracias a é
es que ahora, por culpa de este libro, ssupone que soy un mediador.
Entraron al metro Insurgentes. Jop
compró boletos para los tres y lorepartió. Hasta que estuvieron dentro dun vagón fue que Sergio sigui
contándoles. —Parece que mi trabajo es detectademonios, o algo así. Y ayudar a lohéroes a aniquilarlos.
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—¡Qué chido! —respondió Joprealmente interesado.
—¡No, Jop! Por eso te digo que nentiendes. Según Farkas, los demonioambién andarán detrás de mí, s
pondrán en mi contra. Y después de lo
que viví en el baño de la escuela ayerprefiero pasar sin ver. Por eso quierodevolver el libro.
Brianda, por su parte, no dejaba dsentir fascinación. Era como estar dentrde un cuento. O dentro de una película
Aunque sí le extrañaba que Sergio sviera tan tranquilo. —¿Te da miedo? —preguntó. S
habían recargado los tres contra l
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puerta que no abre. El vagón iba muaglomerado.
Sergio no quería admitirlo… persí, era algo muy parecido al miedo. Uorrente de electricidad le recorrió e
cuerpo. Miedo, la dichosa palabrita.
—¿Por qué lo preguntas? —respondió él.
—Porque no parece que tuviera
miedo —dijo ella, sinceramente—. Mábien te ves enojado, no asustado.
—Eso es cierto —dijo Jop, dand
una chupada a una de las cinco paletaque recién había comprado a uvendedor ambulante—. Yo, la verdadcreo que me habría hecho pipí en lo
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pantalones si se me aparece un espectrcomo a ti. O si tengo que enfrentar unbruja como tú hiciste la otra vez.
Sergio tomó la paleta que le ofrecíJop. “Un mediador... discierne”, pensó.
Miraron a la gente entrar y salir de
vagón en la estación Balderas sin decinada, cada uno con su paleta en la boca.
—¿Y cómo se supone que debe
ayudar a los héroes? —dijo de prontBrianda.
—¿Qué dices? —respondió Sergio
o se había hecho la pregunta. —Sí. Se supone que un mediadoayuda a los héroes, ¿no? ¿Cómo lo haco cómo los encuentra o qué onda?
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Sergio meditó por un momentoTodos esos días había estado tanocupado dándole importancia a la partnegativa, al asunto de los demonios, qununca se había puesto a pensar en el otrado de la moneda, en los héroes. E
mismo Farkas se lo había hecho ver eel mensaje reciente, le había intentadrecordar que él no era ningún héroe.
—La verdad no sé —contestSergio—. Y ahora ya ni me importa. Encuanto regrese esta cosa me olvido par
siempre de esa tontería.Al llegar a la estación Salto deAgua, los tres bajaron del Metro esilencio. De pronto regresar el libro s
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había vuelto un asunto de vitamportancia. Y el paseo había dejado d
ser jovial.Caminaron por la calle de Bolíva
hasta llegar a Mesones. Ahí, dierovuelta. Jop y Brianda iban bastante má
espantados que Sergio, y no dejaban dmirarse.
—Oye, Serch... ¿vas a querer qu
entre contigo a ver a la bruja? —Como tú quieras, Jop.Jop pensó que quizás a la bruj
podría enfrentarla. Pero no sabía qupensar del niño que la acompañaba que, según Sergio, la otra vez se habíransformado en algo horrible frente
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sus ojos. —Yo te acompaño —dijo Brianda —Alguien se tiene que queda
afuera —añadió Sergio—. Por si nsalimos o nos pasa algo.
—Ya pensándolo bien, yo lo
espero afuera —dijo Jop tratando docultar un temblorcito que le habíacometido en las manos.
—¡Ja! —se burló Brianda—. ¿Quno eres tú el que de grande quiere hacepelículas de miedo?
Jop no agregó nada. En secretesperaba que nunca llegaran. PerSergio se detuvo de improviso. Smostraba extrañado.
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—¿Pasa algo? —preguntó Jop. —No lo entiendo —dijo Sergio—
Ésta es la dirección. Lo recuerdo bien.Frente a ellos no había más que u
ote baldío abandonado lleno dmontones de basura que despedían u
hedor repugnante. No había ninguncasa, ningún edificio, nada. Ni siquieruna covachita de adobe en la qu
pudiera vivir nadie, fuera bruja o no. Siembargo, la peste, a esa distancia, ercasi insoportable.
—¿Estás seguro? —dijo Brianda. —Segurísimo.Jop agradeció al cielo que la cas
hubiera desaparecido misteriosamente.
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—Vamos a preguntar enfrente —dijo Sergio, cruzando la calle.
Entraron a una imprenta muy viejaen la que laboraban un anciano y uoven con las manos llenas de tinta. E
ambiente era oscuro y tuvieron qu
esperar a que su vista se acostumbrara a falta de luz. El muchacho interrumpi
su trabajo en una de las máquinas par
escucharlos. —Oiga… ¿no sabe si ahí enfrent
vivía una señora? —preguntó Sergio.
—¿Una señora? —contestó emuchacho—. Ahí siempre ha estadoabandonado.
Jop y Brianda se miraron, sintiend
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un escalofrío. —Es que me dijeron que ahí viví
una señora. Doña Santa, se llamaba. —¿No me oíste? Ahí siempre h
estado abandonado.El joven volvió a la máquina par
seguirla operando cuando el anciano sacercó y se lo impidió. Luego, saproximó a Sergio. Lo miró co
curiosidad. —¿Doña Santa, dijiste? —Sí, ¿la conoce? —volvió
preguntar Sergio.El viejo se rascó la cabezamirando al frente, al lote baldío.
—No creo que sea la misma
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Conocí una hace muchos años que, eefecto, vivía ahí —afirmó—. Pero murien 1944, cuando yo era un niño.
Jop y Brianda se estremecieronuevamente.
—¿Y de qué murió? —insistió
Sergio. —La gente incendió su casa co
ella y su horrible mascota dentro. S
decía que era bruja. Desde entoncenadie ha querido construir nada ahí. ¿Ddónde sacaste su nombre?
Sergio miraba hacia el fétiderreno, lleno de basura, cubierto denjambres de enormes moscas.
—Eh... Lo leí en un libro d
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levaba décadas impidiendo a la gentacercarse.
Sergio detuvo su pasoProbablemente estaba tratando de “jugaal héroe” y eso no era buena idea. Erun lugar maldito, tal vez una entrada a
nfierno, un pasaje al inframundoDecidió que no valía la pena hace“tonterías” que pusieran en riesgo s
vida. —Jop, hazme un favor —s
apresuró a decir—. Tú podrás lanza
más lejos esta cosa.Jop asintió. Tomó la bolsa con eibro y, haciéndola girar, la arrojó a
centro del muladar, a unos quince metro
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de distancia de ellos. —Misión cumplida —sentenci
Jop, al ver cómo la bolsa se hundía entra basura—. Vámonos de aquí cuant
antes.Sergio no lo comentó con su
amigos, pero una tétrica risa resonó esus oídos. Una risa que ya habíescuchado antes en ese mismo sitio. A
regreso, prefirieron no comentar encidente. Hablaron de ir juntos al cin
el día siguiente. Jop y Briand
discutieron todo el camino sobre lelección de la película.Ya en su casa, Sergio se encontró
con una nota de Alicia pidiéndole qu
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comiera sin ella, puesto que había tenidque atender una emergencia del trabajoSuspirando, metió su comida amicroondas y digitó el tiempo necesaripara calentarla.
Mientras aguardaba a que l
comida estuviera lista fue a shabitación a deshacerse de su suéter. Norecordaba haber dejado encendida l
computadora. Y, mucho menos, haberdejado abierta una sesión en el chat.
— No es tan fácil, Mendhoza.
Enojado, se sentó a la computador se apresuró a responder. —¿Qué no es “tan fácil”? —Sabes a lo que me refiero.
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—Pues a mí me pareció bastantácil.
—Las apariencias engañan. Mejodeberías ponerte a hacer tu trabajo
endhoza. Tal vez ya sea demasiadoarde para el pobre Celso. Y tú
erdiendo el tiempo en tonterías. — ¿Por qué? ¿Sabes algo? —Sé algunas cosas. Sé que Nict
era la diosa de la noche. Y sé que domás dos son cuatro.
—¿Te estás burlando?
—Sé que Nicte era madre, lamadre de Némesis. Y que todo ocurreor una razón.
Sergio recordó la frase que dejab
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el asesino al entregar todos los cuerpos¿Némesis? ¿Quién era Némesis? ¿Nera así como nombraban en lahistorietas a los archienemigos de losúper héroes? Abandonó por umomento el Messenger y fue a
Buscador. Tecleó “Némesis” y éste learrojó diversas páginas, por las qunavegó durante varios minutos. Así
pudo enterarse que Némesis era tambiéuna diosa de la mitología griega. Ldiosa griega... de la venganza. “Todo
ocurre por una razón”. Volvió aMessenger. —¿Se está vengando? ¿Nicte s
está vengando? — preguntó a Farka
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apresuradamente. — Yo sólo sé que dos más dos son
cuatro.Sergio pensó si esa sería una pista
¿Nicte se vengaba por algo que lhabían hecho los niños? ¿Los conocerí
de algún lado? ¿Qué podía ser taerrible que merecían ser asesinados?
— También sé... —continuó Farka
— que tú no sabes nada de héroes.así va a ser difícil que salves el pellejomediador. Muy difícil.
—Ya no soy un mediador, para tunformación.Sergio reflexionó lo dicho po
Farkas respecto a Némesis. Por ello n
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dio mucha importancia al momento eque éste abandonó la sesión.
Se liberó de la prótesis. Se rascó emuñón. Siguió meditando. Se levantó yen pequeños saltos, abandonó shabitación para ir a comer. Pero algo lo
arrancó de sus reflexiones. Algo quobservó de reojo. Tuvo que volver a sucuarto.
—¡No puede ser! ¡No puede ser!Se agachó y tuvo que sentarse en e
suelo. Entre las cobijas que ponía dentr
del bombo de la batería para atenuar esonido, asomaba el asa de una bolsa dplástico que olía a podrido. Apartó lacobijas.
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—¡Maldita sea! —se llevó lamanos a la cabeza.
“No es tan fácil”, había dichFarkas.
—¡Maldita sea! —repitió.Sacó el libro de la bolsa y, furioso
o arrojó de nuevo al bulto de teladentro del gran tambor de piso de lbatería, ahí donde había permanecid
desde el día que lo recibió. Eantiquísimo sobre, con su rostresbozado, apenas asomó de entre la
páginas.
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Capítulo dieciséis
—¡Sergio, despierta! ¡Ven a oír lo qudicen en el noticiero!
Eran las seis de la mañana de
unes. Faltaban quince minutos para qusonara el despertador y en ese momentSergio se encontraba teniendo un sueñ
placentero, cosa inusual en esos días. Sencontraba a mitad de un concierto drock pesado en el que las luces de
escenario lo iluminaban sólo a él, en lbatería; la gente aplaudía a rabiar. —¿Qué dices, Alicia? —preguntó
amodorrado.
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—Ven a ver esto.Fue a la sala dando saltos sobre l
pierna izquierda. En la pantalla sencontraba Guillén dando lopormenores de los asesinatos. Se le veíenormemente mortificado. En es
momento admitía que estabaenfrentándose a un asesino en serie.
—Dime la verdad. ¿Ése es e
policía con el que estás colaborando—le preguntó Alicia, aún en piyama.
—Sí.
—Ayer en la noche entregaron unbolsa con los huesos de una cuartvíctima en su propia casa, como con laotras tres —explicó ella—. ¿De qué s
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rata todo esto, Sergio?Sergio sintió que se l
descomponía el estómago. No esperabque fuera tan rápido, aunque el tenienta le había advertido que podía ocurri
en cualquier momento. De pront
aparecieron en cuadro los dos señoreavarro, entrevistados por otr
reportero. En ambos había una tristez
nfinita. Ya no quedaba rastro del granenojo de hacía algunos días. Ahora, eseñor Navarro simplemente lamentab
que su hijo ya no estuviera con ellos. Yloraba a la par de su esposa. El vacíen el estómago de Sergio creció. Sentíque debía haber hecho más. Al fina
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Farkas tuvo razón: se debió esmerar máen vez de perder el tiempo en el asuntdel libro. Y luego, el domingo, habíadedicado la mañana a hacer su tarepara, en la tarde, poder irse al cine cosus amigos. Nada hizo en relación con e
caso. Se sentía sumamente arrepentidoAlicia notó su mortificación.
—No me gusta nada esto, Sergio
Quiero que lo dejes.Él suspiró. En el fondo Alicia tení
razón, no debía estar metido en algo así
Pero ya no era fácil desentenderse, ncuando había aceptado ayudar y ssentía tan responsable.
—¿Ves ese hombre? —señaló
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Alicia hacia el televisor—. Es upordiosero. El asesino le entregó lbolsa para que llamara a la casa de lopadres. Le pagó cien pesos, dice.
—¿Y no tienen un retrato habladodel que le entregó la bolsa? —pregunt
suspicazmente Sergio. —No. El infeliz no cesa de repeti
que estaba muy oscuro.
Sergio se sentó por fin frente a lele. Trató de asirse de cualquier image
para obtener nuevas pistas. Alicia s
mostraba realmente enfadada ante lactitud de su hermano. —No puedo seguir tratándote tod
a vida como un bebé, Sergio. Tú sabe
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o que haces. Nada más quiero que tquede bien claro que no estoy dacuerdo.
Sergio no apartó la vista deaparato. Los reporteros ya habían hechsu labor: las fotografías de los otro
niños aparecieron en la pantalla. El cashabía sido bautizado como “El caso dos esqueletos decapitados”. En un cana
a estaban entrevistando a los dolidopadres de Adrián Romero, el segundo.
El capitán Ortega, el jefe d
Guillén, daba una conferencia de prensen otra cadena televisiva. Asumía toda responsabilidad y suplicaba a lo
padres de familia de toda la ciudad
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pero sobre todo de las zonas cercanas as colonias Juárez, Roma
Cuauhtémoc, que extremaraprecauciones. Una reportera alzó lmano e hizo una pregunta que le heló lsangre a Sergio. “¿Es cierto que un niñ
es está ayudando en lanvestigaciones?” A Sergio le pareció
eterno el tiempo que se tomó el capitá
para responder. “Estamos echando manode todo lo que está a nuestro alcance. Eodo lo que puedo decir”.
Sonó el teléfono. Sergio respondial instante. Alicia ya se había metido bañar.
—Qué onda Serch —dijo Jop de
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otro lado de la línea—. Ya son cuatroQué feo, ¿no?
—Sí. Es horrible —admitió Sergio —¿Vas a ir a la escuela?Sergio no lo había pensado. —Tienes razón. Luego te llamo.
Colgó en seguida y marcó acelular del teniente Guillén.
—Supongo que ya te enteraste.
—Le hablo para ponerme a suórdenes, teniente.
—¿Y la escuela?
—Voy a pedir permiso. —No sé... tal vez no sea tan buendea. Al capitán no le hizo ningun
gracia cuando se enteró de que esto
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apoyándome en ti. —Bueno... si no cree que pued
ayudar...Guillén hizo una pausa. —Está bien. Voy a mandar una
patrulla a tu casa cuanto antes. Tú l
dices al sargento adónde quieres que tleve. Por ahora yo no pued
acompañarte.
En cuanto colgó, Sergio volvió a scuarto y encendió la computadoraAlicia le gritó desde el baño.
—¿Quién llamó? —Jop —mintió a medias—. Parpedirme que le preste un libro.
Sergio se conectó a Internet y fu
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directamente al Messenger. — No puedo —inició l
conversación con Farkas. —¿Qué es lo que no puedes
endhoza? —La respuesta a la cuarta
regunta. Es ésa: No puedo. No suede. ¿Cómo salvas de morir a lo
santos inocentes? No-se-puede.
Farkas meditó su respuesta. O amenos eso pareció, porque tardó eresponder.
— Tienes razón. No se puede. ¿Poqué? —Porque ya están todos muertos
orque es algo que ya ocurrió.
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—Bien hecho, mediador. —Es una broma cruel. —¿Broma? ¿Quién está
bromeando? —Estás seguro de que no puedo
con este caso. Por eso te burlas. Po
eso das por muertos a todos. ¿Cuántoso sé. cinco, diez, los que sean. Pero t
voy a demostrar que te equivocas. Voy
a parar esto en cuatro. No sé cómoero voy a pararlo.
—No te ves muy asustado. ¿L
notaste, mediador?Era cierto. Pero no era momentpara que Sergio se pusiera a meditasobre sus miedos. Ahora lo qu
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necesitaba era tener la mente abiertpara pensar con claridad en el caso.
— No me molestes —respondió. — Tienes un libro muy gordo que
eer. —No me interesa. Tengo cosas
mejores que hacer. —Hay cosas que deberías sabe
antes de salir a enfrentar demonios
ara matar un vampiro no basta cononerte un ajo al cuello.
—¿Quién habla de estúpido
vampiros?Sergio apagó la computadora ecaliente otra vez. Tomó el teléfono ylamó a la escuela. Como supuso, l
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contestó el conserje; aún era muemprano. Sergio le encargó que avisar
a la profesora Luz que faltaría a clase“por el asunto que apareció hoy en lonoticieros”. Luego escondió su mochilase puso la prótesis y se vistió a l
carrera. Apenas se pasó un cepillo poel cabello.
—¡Ya me voy a la escuela! —le
gritó a Alicia, quien seguía en el bañoElla no respondió.
Sergio bajó lo más rápido que pud
as escaleras. Quería estar en la callantes de que llegara la patrulla. Si esargento llamaba al timbre, Alicidescubriría su mentira y su ayuda par
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resolver el caso quedaría reducida nada.
Llegó a la puerta del edificio y ssentó en la banqueta a esperar. Se dio a tarea de pensar específicamente e
Celso Navarro, la cuarta víctima. ¿Qu
habían pasado por alto él y Guillén¿Por qué no habían podido impedir smuerte? Mientras cavilaba, fijó los ojo
en la plaza, en las dos palomas posadasobre la cabeza de Giordano Bruno, ea gente que transitaba hacia su trabajo
en los niños en dirección a sus escuela, casi por distracción, en el hombre deabrigo, acostado en una banca con loojos cerrados. En la bolsita de cuer
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que pendía de su cuello. En el hilo dsangre que manaba de su boca.
Un estremecimiento lo paralizóPor alguna razón sintió que no podímostrarse indiferente ante la escena.
Después de pensarlo un minuto
caminó lentamente hacia el indigente. Eefecto, de su boca, una rebabsanguinolenta caía hacia el pavimento
El hombre dormitaba. Aún no daban lasiete de la mañana. La oscuridad todavíno retrocedía del todo.
“¿Qué estoy haciendo? Esto ndebe tener nada que ver con locrímenes”, pensó Sergio. “Mejor vuelval edificio y me dejo de cosas”.
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Pero no es usual que un hombrenga rastros de sangre en la boca
duerma o no en la calle. Además, estabel temor... ese miedo que Sergio cadvez identificaba mejor. “Un mediador..distingue a los demonios.”
En ese instante el hombre deabrigo abrió los ojos y los fijó eSergio, como si hubiera podido escucha
sus pensamientos. Su respiraciócomenzó a agitarse. “Esto no está bien”se dijo Sergio, deteniendo sus pasos
“Esto no está nada bien”. Advirtió quel hombre tensaba sus músculospreparándose para cualquier cosa, yfuera para saltar sobre él o para echars
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a correr en dirección contraria. Sergio midió a la distancia. Sí, sentía miedo
un miedo especial, uno muy distinto otros, como si pudiera palparlo. El fríen brazos y piernas, el sudor en lamanos, el pulso agitado, la resequeda
en los labios...Pero acaso pudiera dar un pas
más. Y otro. Y otro.
Y otro.El hombre del abrigo se levantó d
mproviso, miró con desprecio a Sergi
, vacilando un poco, inicio su camino o largo de la calle, musitandncoherencias, como era su costumbre
La sangre, en su boca, se detuvo.
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“Eso no estuvo bien”, se dijSergio mientras volvía a la banquetfrente al edificio. “Eso fucompletamente innecesario. Pudhaberme atacado... pudo...”
Una patrulla se estacionó en l
calle de Roma. De ésta se apeó uhombre de uniforme.
—Soy el sargento Pedro Miranda
El teniente me encargó que te llevara donde tú quisieras sin hacer preguntas.
—Quiero revisar otra vez las casa
de las cuatro víctimas, por favor. —A la orden. ¿A casa de quiénprimero? —lo cuestionó el sargento.
—A la casa de Celso Navarro.
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El sargento preguntó a Sergio squería que encendiera la torreta y lsirena pero una sola mirada demuchacho bastó para comprender quera una exageración. Un mensaje llegó acelular de Sergio.
Bravo, mediador. Un movimientonteresante. ¿Hasta dónde puede
desafiar a un demonio sin que te cuesta vida?
Sergio guardó su celular y buscósin suerte, la figura del hombre deabrigo alejándose. La calle estaba vacía¿Sería el miserable un demonio e
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verdad? ¿No lo habrían confundido spropio miedo y la sangre en la boca Era posible que el loco se hubierastimado un labio y la sangre fuer
suya. Igualmente era posible que Sergie temiera sólo por tratarse de un sucio
estrafalario hombre sin hogar. Prefirióno pensar más en ello y devolver smente al caso Nicte, que era lo qu
mportaba en ese momento.Cuando llegaron a casa de lo
avarro, Sergio consideró que tal ve
no fuera buena idea estar ahí. Decenade reporteros hacían guardia fuera de lcasa de la colonia Roma, esperando qualguna nota interesante les cayera de
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cielo. Seguramente sería imposiblpasar desapercibidos. Aun así, el oficiapudo estacionar la patrulla en la entradde la casa, frente a la reja, sin que nadise les aproximara.
—¿Nos bajamos? —preguntó e
Sargento—. Puedo pedir a los señoreavarro que me abran para introducir l
patrulla al jardín.
Sergio suspiró. Si podía deducibien el estado de ánimo de los padres dCelso, no querrían para nada se
molestados. Ya sería bastante bueno quees permitieran entrar; introducir lpatrulla al jardín...
—No, sargento. Ni modo. Habr
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que tocar. Y ojalá nos dejen entrar.Bajaron de la patrulla y, como
moscas convocadas a un pastel, loreporteros se les fueron encimautomáticamente, con cámaras micrófonos por delante.
—¿Eres el que supuestamente estayudando en las investigaciones? —lpreguntó uno.
—¿Entonces es cierto? —lo abordotro.
—¿En verdad eres ahijado d
Orlando Guillén? —dijo un tercero.El sargento corrió del otro lado da patrulla a cubrir a Sergio con s
cuerpo, pero los reporteros ya se había
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adelantado. Hubo empujones y jalonepara intentar llegar a la reja. Por eso fuque Sergio, tratando de desencajarse deamontonamiento, perdió la prótesis. Eperiodista más próximo se hizo haciatrás, sorprendido, y recogió la piern
del suelo. —Oh. Disculpa... —balbuceó.Sergio hizo caso omiso. Tomó su
pierna y, a saltos, se unió al sargento esu carrera por llegar a la reja, ahora upoco más holgado. Había conseguid
que los reporteros guardaran silencio es concedieran un poco de espacio poun muy breve momento. Apareció lseñora Navarro en la puerta de la casa.
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—¿Y ahora qué quieren? —dijomolesta, desde el interior.
—Señora, ¿puedo hacer una nuevrevisión de las cosas de Celso? —preguntó Sergio a través de los barrotes
—¿Y ya para qué?
—Para evitar que esto continúe —resolvió Sergio.
La señora lo miró desconcertada
Ya bastante monserga era tener la callelena de inoportunos reporteros com
para ahora ser molestada de esa forma.
—Dame una buena razón —espetmientras se aproximaba a la reja— parcreer que puedes conseguir algo si tdejo entrar.
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Sergio, agarrado de uno de lobarrotes con una mano, sosteniendo spierna con la otra, hubiera querido quno escucharan los reporteros. Pero nenía opción.
—¿Sabe usted cuál era l
caricatura preferida de Celso? ¿Cuántanovias tuvo? ¿Por qué le gustaba más lhistoria que las matemáticas?
La señora no pudo ocultar sextrañamiento.
—¿De qué hablas?
—¿Lo sabe? —replicó Sergio. —Su caricatura favorita... eh.creo que...
—Bob Esponja. Tuvo cuatro
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Se detuvo. Casi no había tomadaire para arrojar tal inventario de cosasSi la señora Navarro no le creía coeso, lo mejor sería largarse y seguinvestigando en las otras casas.
El rostro de ella se ablandó. Do
gruesas lágrimas cayeron de sus ojos. —Sí. Le encantaban las galleta
con chocolate. Es cierto.
Abrió la reja y los dejó entrar. Loperiodistas tardaron un par de minutomás en separarse de la reja; hasta que n
vieron a Sergio y a Miranda al lado da señora se apresuraron en volver a sucámaras para preparar ese últimreportaje.
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Antes de permitirles entrar a lcasa, la señora se animó a preguntar:
—¿Cómo lo supiste? —Hay migajas en su piyama. En s
escritorio. Debajo de las sábanas...Ella le acarició una mejilla. L
sonrió. Sólo le pidió que procurarerminar antes de que volvieran de
sepelio.
Nicte, quinta labor
Se levantó de su asiento sin poder dacrédito. Era demasiado bueno para severdad.
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Ahora que hablaban de sus trabajopor fin en la televisión, los diosedecidieron que era momento de echarluna mano.
Se acercó lo más que pudo a lpantalla. Era cierto. El muchacho qu
aparecía en primer cuadro, el qulamaba a la puerta de la casa de l
cuarta labor, en medio de una multitud
de reporteros, era un regalo del cielo. —Gracias —dijo en voz baj
mientras veía al que suponía debía ser l
séptima víctima, la más especial dodas. Acaso todo se anticipara. Acasoerminara su misión antes de lo previsto
Acarició la pantalla del televisor
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Bajó el volumen hasta obligar al aparatal silencio total. Murmuró el tema duno de sus conciertos de piano. Sonrió.
Detrás de su mano sobre el cristavislumbraba la ausencia de la piernderecha en ese niño de cabello cort
como una recompensa, como unpalmada en la espalda. Los dioseambién sonreían.
Miró las fotografías sobre sescritorio Necesitaba un niño de cabellcorto sin una pierna. Los dioses l
ofrecían uno casi calcado. Acaso todose anticipara. Siguió canturreando.“Siete menos cuatro, da tres”
pensó, dando sentido a su últim
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rabajo. “Siete menos cuatro, da tres”.Y se imaginó el momento en qu
pudiera decir: “siete menos siete, dcero”. Misión cumplida.
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Capítulo diecisiete
—¡Suéltame, bestia maldita! ¡Suéltame—gritó Sergio. Después de correr pocientos de metros, el lobo negro al fin l
había dado alcance. En breve todas lademás fieras se unirían al ataque acabarían por descuartizarlo.
—¡Sergio! ¡Sergio!Alicia tuvo que sacudir a s
hermano para que volviera en sí.
Sergio despertó sobresaltado mitad de un grito. —¿La misma pesadilla de siempreSergio asintió. Todavía sentía la
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dentelladas en sus piernas. Todavíasentía en todo el cuerpo el vaho dealiento del lobo que al final conseguíderribarlo.
—Sergio... ¿qué pasa contigo, eh—se sentó Alicia en la cama—. No
creas que soy tonta. Ya sé que no fuisteayer a la escuela.
—¿Cómo lo supiste?
—No había más que prender la telpara enterarse. ¿Por qué estás metido eesto, eh?
—Ya te dije. El teniente Guilléncree que puedo ser de utilidad. No sé...Él mismo ya tenía sus dudas puest
que aún no había podido aportar nada a
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caso. A ratos sentía que todo eso losobrepasaba, que no tenía ningún sentidsu participación.
Alicia lo miró detenidamenteSabía perfectamente cuando Sergio lmentía y, no obstante, a veces preferí
hacerse la desentendida. El día anteriora pesar de estar en la ducha, habídescubierto sin problemas que Sergi
estaba intentando engañarla. Tampocose había creído nunca que la policíbuscó en principio a su hermano porqu
a maestra de biología era cuñada deeniente Guillén y había decididponerlos en contacto, tal y como Sergie había contado inicialmente. “Per
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ampoco puedo cuidarlo toda la vida”se había intentado convencer a sí misma“Está creciendo. Y si necesitaequivocarse para aprender...”
—¿Desde cuándo eres tan buenpara deducir? ¿Cómo supiste que l
gustaba más la historia que las otramaterias?
—Hacía dibujos de la segund
guerra mundial en sus cuadernosAdemás... en sus exámenes siemprsacaba más de ocho. Bien visto, no cre
que sea muy bueno para deducir... esólo que me fijo en todos los detalles. —Está bien, pero no creas que m
iene tan contenta que ahora te haya
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vuelto tan... famoso.Sergio comprendió a qué se referí
Alicia. Seguramente el asesino, parentonces, ya conocería su cara.
El reloj marcaba las cinco y medide la mañana. Ya no tenía caso volver a
dormir. Se prepararon para el trabajo a escuela sin apresurarse demasiado
Cuando estuvieron listos, Alicia sugirió
a Sergio llevarlo en el coche a lescuela, pero éste se negó, querímeditar algunas cosas más respecto a l
nvestigación en el camino. Quería estasolo un rato.Al salir de su casa vio a Brianda
con su uniforme de escuela, frente
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Giordano Bruno. No pudo evitar ir a sencuentro.
—Hola. ¿No es muy temprano parque vengas a desahogarte?
Brianda tenía rasgos de habepasado también muy mala noche.
—Le estoy pidiendo que te cuide.Sergio no pudo evitar sonreír. Sólo
Brianda podría tener una ocurrenci
como ésa. —Brianda... Giordano Bruno n
fue un santo.
—No importa. Yo sé que me oye.Sergio miró al monje con el que shabía acostumbrado a convivir desdque él y Alicia se habían mudado a l
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calle de Roma. No podía culpar Brianda de sentir esa cercanía si ellhabía convivido con él y le habíhablado prácticamente desde que habínacido.
—Tuve un muy mal sueño, Checho
—dijo Brianda sin despegar los ojos demonje—. Algo muy feo te pasabaLlevabas una playera amarilla con u
dibujo de un tiburón en el centro. —Sólo fue un sueño, Brianda. Yo
no tengo playeras de ese color. Y mucho
menos con un tiburón en el centro. —A veces sueño cosas ciertasComo una vez que soñé que mi tío Jorgse caía de una escalera y se cumplió.
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Sergio trató de que ella no vierque seguía sonriendo.
—Sí, búrlate —se quejó Briand—. Pero no quiero quedarme viuda antede casarme.
Hubo un momento de gran silencio
Hasta que Brianda volvió a hablapausadamente, como si temiera decir lque estaba pensando.
—¿Sabe alguien lo que el asesine hace a los niños antes de matarlos
Checho?
Sergio se sorprendió de lperspicacia de Brianda. ¿Cómo saber sicte torturaba a sus víctimas o si la
decapitaba mientras estaban vivas?
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A la distancia se escuchó la voz da mamá de Brianda.
—¡Brianda! ¡Vas a llegar tardeniña!
—Me tengo que ir —dijo ellasúbitamente—. ¿Nos vemos en la tarde?
Sergio asintió. Ella le dio un besen la mejilla y se echó a correr hacia scasa para que la llevaran a la escuela
Sergio la vio alejarse. No era un masentimiento el que lo inundaba en esmomento. Era bueno tener amigos com
Brianda. Si algún día se hacían novioera todavía incierto, pero era usentimiento placentero el saber qualguien se preocupaba por él a es
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grado. Levantó la mirada y vio a Bruno. —No le hagas mucho caso —s
atrevió a decir—. Es sólo que estasustada.
Las cuatro cuadras que separabasu casa de la escuela las recorri
ratando de encontrar las similitudes eas vidas de las cuatro víctimas. Seguí
sin encontrar nada y eso lo tení
perturbado. En cierto modo sabía que shabía algo que coincidiera en los cuatrniños, él ya lo habría detectado
Efectivamente, había detalles quencajaban, pero Sergio intuía que npodían ser significativos. Por ejemplores de los niños desayunaban la mism
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marca de cereal, dos tenían el mismpóster de Ana Guevara en su habitacióndetalles ambos que no podían arrojaninguna luz sobre la investigación.
“Estoy perdido”, admitió para smismo. Y no sabía a quién recurrir para
obtener ayuda. Ya comenzaba a sentirsedesesperado. Ni siquiera la supuestrevelación respecto a Némesis que l
había hecho Farkas le había servidpara nada.
Al llegar a la escuela se dio cuent
al instante que el ambiente era distinto ade días pasados. Había menos algarabíaTodo el mundo murmuraba.
Presentó su credencial al prefecto
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quien le dio una palmada en la espald, al ingresar a la escuela, se percató d
que era el centro de todas las miradasUn par de compañeros de su salón, e1°E, se acercaron y lo bombardearocon sus preguntas.
—Te vimos en las noticiasMendhoza. ¿De veras estás ayudándole a policía?
—¿Viste los huesos? —¿Es cierto que es obra de un loc
satánico?
—¿Verdad que a todos los niñoos sacaron de sus casas mientradormían?
Sergio prefirió pasar de largo haci
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su salón. Naturalmente, en el aula, su
compañeros continuaron asediándolcon sus inquietudes, pero Jop se encargde desanimarlos a todos diciendo quos detalles eran horribles y por es
Sergio prefería no hablar. Cuando sonóa chicharra, todos fueron a sus lugares
aunque de muy mala gana.
Por la puerta entró entonces lmaestra Luz, la directora, en vez deprofesor de matemáticas, que era l
asignatura que debían tomanicialmente.El silencio fue inmediato. Que l
directora se presentara auguraba u
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cambio en la rutina. Probablementlevara noticias importantes.
—Buenos días, muchachos —dijen seguida, consiguiendo uncontestación dispareja de todos loalumnos.
Sergio se percató que ella no lquitaba la vista de encima. No obstanteen cuanto volvió a reinar el silencio
miró a todos por igual. —Se imaginarán por qué estoy aqu
—inició—. Miren a su alrededor. ¿Qu
notan?Los alumnos del 1° E miraron eorno pero, al parecer, no detectaro
nada. La maestra Luz ya sabía a quié
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preguntar. —Sergio Mendhoza, ¿qué notas?Sergio se puso de pie. —Faltan Luis Martínez, Robert
Medina, Cristina Sáenz, Dolores Huitró Laura Esquivel.
—Exacto. Y éste es el salón en eque hubo menos ausentismo. Supongque por razones obvias. Muchos d
ustedes querían ver a Sergio y hablacon él. ¿Cuántos de ustedes senfrentaron con sus padres para pode
venir? Levanten la mano.Se alzaron por lo menos oncbrazos, entre ellos el de Jop.
—Hay salones en los que no s
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unta ni la mitad de la asistencia. Eposible que estemos viviendo una ola dpánico. Exactamente lo que quería evitaa policía.
Una niña levantó la mano. —Pero dice mi papá que es mejo
que lo sepamos —opinó—. Porque aspodemos estar más alertas.
—Y tu papá tiene razón —
concedió la maestra Luz—. Por eso creque hay que tomar una resolución.
Sergio ya volvía a sentarse cuand
a maestra lo detuvo. —Sergio, acompáñame. Trae tucosas.
Sergio se despidió con un gesto d
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Jop, tomó su mochila y siguió a lmaestra. Sus compañeros comenzaron murmurar.
—Conoces de cerca lo que estpasando —le preguntó la directora en epasillo—. Dime con toda honestidad.
¿Qué tan probable es que haya mávíctimas?
Sergio no dudó. La respuesta er
fácil. —Muy probable.La profesora suspiró; tendría qu
omar cartas en el asunto. Atravesaron epatio. Y Sergio notó que la profesora loconducía hacia la puerta de entrada de lescuela.
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—Llamaron de la delegación dpolicía. Me pidieron que te permitiersalir temprano.
—Eh... gracias. —No me agradezcas. Es lo que vo
a hacer con todos. Las clases s
suspenderán hasta que capturen aasesino. Si los alumnos permanecen esus casas, no puede pasarles nada.
La maestra pidió con una seña aconserje que abriera la puerta de lescuela. Frente a ésta se encontraba e
eniente Guillén, dentro de su patrullaesperando a Sergio.Sergio le dio la mano a la maestr
a manera de despedida, pero ésta l
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retuvo. En sus ojos, por primera vez, viSergio la angustia. Hasta ese momentcomprendió que a ella, pese a su imagede dureza y frialdad, también lpreocupaba saber que había un locsuelto matando niños. Finalmente, l
maestra Luz llevaba años de atender procurar muchachos en diferenteescuelas. Seguro ya habría aprendid
ambién a quererlos. —Sergio... ¿En qué estás ayudand
a la policía?
—En muy poco, la verdad, maestraLa profesora volvió a suspirar. —Haz todo lo que puedas y t
permito traer el pelo tan largo com
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quieras a la escuela.Sergio se sorprendió. No sabía qu
a maestra Luz supiera que extrañaba smelena. Obviamente era algo que nestaba en su expediente escolar ni eningún otro lado.
—¿Cómo supo que…? —se anima preguntar.
—No eres el único que sab
observar, muchacho.Hasta entonces soltó la maestra l
mano de Sergio. Y lo despidió con un
palmada en la espalda.Sergio subió a la patrulla, aasiento del copiloto, dando la mano Guillén. Le daba verdadero gusto verlo.
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—Hola, teniente. —Vamos, “ahijado”. El capitán
quiere conocerte.La patrulla se perdió por las calle
de la colonia.
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Capítulo dieciocho
Para las cuatro de la tarde ya era oficialTodas las escuelas primarias ysecundarias de la delegación había
decidido suspender clases. Los ojos depaís estaban puestos en “El caso de loesqueletos decapitados”.
Sergio había pasado media mañanen el despacho del capitán Ortegayudando a Guillén a demostrar s
posible utilidad en la investigaciónBastó que recitara de memoria suhallazgos en las casas de las cuatrvíctimas para que Ortega diera, co
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reticencia, su visto bueno y volviera sus asuntos.
Guillén llevó entonces a Sergio dvuelta a su casa para que siguiera eanálisis que había iniciado en ldelegación de policía y aprovechó par
r él mismo a descansar. Llevaba cascuarenta y ocho horas sin dormir fuerza de angustias, café y cigarros.
Por la tarde Sergio se dedicó, juntcon Brianda, a cruzar la información coa que contaba. Brianda le ayudó a pega
varias hojas de cuaderno para relacionaodo lo que sabía de cada uno de lomuchachos muertos y llegar a unconclusión. Pero, por más que s
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esforzó, Sergio no dio con nada. Al finade la jornada sentía que le iba a estallaa cabeza.
Eran las diez y media de la nochcuando sonó el teléfono celular dBrianda.
—Es mi mamá. Yo creo que yaquiere que me vaya para la casa.
Contestó y casi colgó al instante.
—Va a venir por mí. Me dijo qu“ni loca” vaya a salirme sola de aquí. Ldije que son sólo dos cuadras pero m
colgó luego luego.Sergio asintió con la cabeza. Todaa ciudad estaba al borde de la psicosis
De hecho, ya comenzaba a preocuparl
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quedarse solo. Si en el futuro los papáde Brianda le prohibían visitarlo, lcomprendería perfectamente.
Se quedaron en silencio un buerato hasta que llamaron a la puerta de lcalle. Sergio supuso que la señor
querría ir por su hija hasta el tercepiso, así que presionó el botón quiberaba la puerta y esperó recargad
contra una pared de la sala. —Mañana te ayudo más, Checho. —No me digas Checho, Brianda.
Llamaron a la puerta de la casaTres golpes muy pausados. —Nos vemos —dijo Briand
poniéndose de pie y tomando su suéter.
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—¿Quién? —preguntó Sergio. —Yo. La mamá de Brianda
Checho —dijo la señora tras la puerta. —¿Ves lo que haces? —reclamó
Sergio a Brianda—. Al rato todo emundo va a empezar a decirme Checho.
Abrió la puerta. La señora Elizaldentró y dio un beso a Sergio.
—Checho... —dijo, sin saluda
siquiera—, sé que comprenderás que nme tranquiliza mucho que Brianda tayude.
Sergio miró a su amiga. —¡Ay, mamá! ¡No empieces! —dijo ella, molesta.
—¡Pues es la verdad!
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—¡Ay, ya vámonos! —gruñó ellasaliendo del departamento sidespedirse.
—¡A ver, señorita! ¿A dónde creesque vas tan de prisa, eh? —reclamó lseñora, yendo detrás de su hija a l
carrera.Sergio lo veía venir. Al rato no le
ban a permitir a nadie acercársele po
emor a que el asesino también lpusiera los ojos encima. Se sintisúbitamente solo. Alicia había hablado
un par de horas antes para avisar quendría que hacer una guardia en ehospital y no podría ir en toda la noche.
Dio un último vistazo a la larg
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ista de cosas que habían anotado él Brianda tratando de detectar algmportante. Se mostró abatido. Acaso noendría nada que aportar al caso. A
menos, según el teniente, todavía nhabían reportado un quint
desaparecido.Fue a su cuarto y puso “Stairway t
heaven” para acompañarla con lo
ambores y relajarse. Debido a la horael vecino de abajo no tardó en golpeacon su escoba, pero Sergio hizo cas
omiso de la queja. Entonces, en unpausa, escuchó su teléfono sonarCaminó hacia el aparato y contestó.
—¡Checho, qué bueno que m
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contestas! —¿Por qué? ¿Qué pasó, Brianda? —¡Mi mamá me acaba de decir qu
ella nunca llamó al timbre del edificioQue encontró la puerta abierta!
Sergio comprendió. Le habí
abierto la puerta del edificio a alguiemás cuando presionó el botón dentercomunicador. Un muy conocido
orrente de electricidad lo invadió justen el momento en que volvían a llamar su puerta. Cinco golpes apresurados.
Toc, toc, toc, toc, toc. —¿Estás ahí? —preguntó Brianda. —Sí. No te preocupes... —¿De veras estás bien?
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—Perfectamente. Seguro labrimos a alguien que se equivocó ddepartamento. No creo que sea parpreocuparnos.
Cinco nuevos golpes a su puertaToc, toc... toc...
—¿Y si te vienes para acá en loque llega Alicia?
—No exageres. Luego te llamo.
Sergio colgó el teléfono y fudirecto a la entrada del departamento.
Toc, toc, toc...
Se recargó en la superficie dmadera de la puerta y se puso dpuntitas para observar por la mirillpero el pasillo estaba en penumbra
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Tuvo que animarse a preguntar. —¿Quién?Toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc
oc, toc...El miedo amenazaba co
posesionarse de él. No era nada buen
que, quien estuviera del otro lado, nrespondiera.
Toc, toc, toc, toc. .
—¡Váyase o llamo a la policía!Toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc. .Lo siguiente fue un feroz gruñido
algo muy parecido a cuando un perrestá a punto de atacar o tirar unmordida. Luego, silencio. Luego, mágolpes a la puerta, golpes frenéticos
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golpes desesperados. Después, pasopresurosos que bajaban las escalerasSergio corrió entonces a la ventana dsu cuarto para ver a través de ésta quiehuía. Lamentablemente, cuando sasomó, sólo contempló la calle vacía
Algunos autos, dos transeúntecaminando como si nada a la distanciaa quieta estatua de Giordano Bruno.
Volvió a la puerta dedepartamento y echó doble candadoLuego, regresó a su cuarto.
—¿Miedo, Mendhoza?Se apresuró a sentarse a lcomputadora para responderle a Farkas
—No sé de qué me hablas.
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—No importa. Yo me entiendo. —Estoy cansado. Voy a dormir, s
no te importa. —A mí no me importa para nada
o sé a la quinta víctima. —¡H AGO LO QUE PUEDO!
—Poor Sergio.Sergio aventó el teclado. E
monitor falló y se desconectó, quedand
odo oscuro. La pausa le sirvió a Sergipara reflexionar. “Farkas tiene razónSeguro que puedo hacerlo mejor, pero.
¿cómo?” Se estiró por encima deescritorio, torció el cable del monitor a imagen volvió.
—Te voy a ayudar. Trae una hoja
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blanca —fue el mensaje de snterlocutor.
Sergio pensó por un momento¿Quería la ayuda de Farkas? ¿Y si eruna trampa? No sabía si podía confiaen él después de tantas cosas.
—Está bien. Si no quieres...Decidió arriesgarse. De su mochil
sacó un cuaderno. Lo puso sobre e
escritorio. —Arranca la hoja. Es importante.Sergio obedeció.
—Dibuja una calavera. Ponlsombrero.Sergio se detuvo. En vez d
obedecer, tecleó:
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— Ya sabía. Te estás burlando. —¡Dibuja una calavera co
sombrero!Sergio negó con la cabeza y pintó
en el centro de la hoja, una calavera. Lpuso un sombrero.
—¿Listo? —Sí. ¿Ahora qué? ¿Quieres que la
lumine con mis colores?
—No sería mala idea. Pero con loque hiciste basta. Ahora dime. ¿Quves?
—¿Qué veo? —Sí, ¿qué ves? —Pues una calavera co
sombrero.
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—Mal. —¡Cómo que mal! ¡Si es lo qu
inté! —No te estás fijando. ¿Y te dice
mediador? —¡Es un estúpido cráneo co
sombrero! —¡N O, NO Y NO! ¿Qué es lo má
evidente?
—La calavera, maldita sea. —¿Qué es lo que sobresale d
odo?
—¡L A MALDITA CALAVERA! —Adiós, mediador. Cuandoaprendas a observar, me buscas.
El mensaje anunciando que Farka
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abandonaba la sesión puso de mal humoa Sergio. Volvió a aventar el tecladopero el monitor no se apagó. Se echhacia atrás en la silla. Se quitó lprótesis. Y sostuvo la hoja frente a suojos tratando de encontrar eso que decí
Farkas que era tan evidente y él no veíaEran las doce de la noche cuando esueño lo rindió con las fotos de Joh
Bonham, pasando una y otra vez com“Protector de pantalla”, frente a sucansados ojos.
* * *Había estado tanto tiemp
ntentando conciliar el sueño que, a
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final, había preferido levantarse encender la televisión. La falta dnterés por todo lo que le ofrecía e
aparato lo empujó a sus pocos libros. Afinal, Guillén se descubrió a sí mismfrente al teléfono, buscando en su agend
alguien a quien pudiese llamar que npensara, al oír su voz, que ésta venía dultratumba. Llevaba tanto tiempo de n
hacer vida social que muchos de suviejos amigos probablemente ya ldaban por muerto. “Además, ¿quié
habla después de las doce de la nochsólo buscando conversación? Tengo quhacerme de un pasatiempo...”
Abandonó la idea y se sentó a l
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mesa del comedor con un papel y uápiz. En otros tiempos, cuando eroven y empezaba de detective, imagin
muchas veces que resolvía un caso couna sola palabra clave. Una sola palabrque, como mágico “ábrete sésamo”
conectaba todos los puntos y dabsentido al misterio. El siguiente pasógico era presentarse a la casa de
asesino y apresarlo. Caso cerrado.Escribió la única palabra que
según él, podía estar íntimamente unid
a los crímenes. “Nicte”. La miró coatención por unos segundos. Cambió eorden de las letras. Intentó insertarlas eos nombres de las víctimas... de la
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calles... se dio cuenta de que erabsurdo. Si había una palabra clave, nera esa. O él no sabía cómo emplearlaArrojó el lápiz. Se apoyó en el respaldde la silla.
* * *Despertó creyendo haber oído algo
La computadora seguía encendida, as
que la apagó. Se enderezó. La postura ea que se había quedado dormido ya l
había empezado a molestar, así qu
agradeció haberse despertado. Sevantó y, a saltos, llegó hasta su cama
Pensó en acostarse sin piyama
finalmente Alicia no estaba ahí par
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regañarlo. Entonces, confirmó que lque lo había arrancado de sus sueños nhabía sido su imaginación.
Toc, toc, toc...Llamaban, nuevamente. Pero no
a puerta.
Llamaban a su ventana.“Esto no puede estar pasando.
¿quién puede llamar a la ventana de u
ercer piso?”Toc, toc...Eran llamadas más suaves, meno
enérgicas que las otras, las que lhabían agobiado antes de quedarsdormido. Pero ahora le quedaba muclaro que nadie respondería ante ningun
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pregunta.“No tengo miedo. No tengo miedo”
se dijo. “Sé controlar mi miedo”.Toc, toc... toc... toc...“No tengo miedo.” Se aproximó
a ventana. Y, de un golpe, recorrió las
cortinas.Fue imposible no sentir un embat
de pavor. Nadie se espera ver algo
como eso frente a la ventana de un tercepiso.
Un niño de ojos sangrantes l
miraba, flotando en el aire, del otro laddel cristal. De su boca también manabun río de sangre.
Sergio sintió cómo su corazón s
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aceleraba. No obstante, pudo sostenerla mirada al espectro.
—¿Qué quieres? ¿Por qué matormentas?
El espectro, al igual que aquél quo había atacado en la escuela, s
negaba a hablar. Sólo lo miraba con unanómala tristeza. Sergio pensó que éstse parecía bastante a José Lui
Rodríguez, la tercera víctima, perconocía bastante bien las fotos del niñcomo para poder decir que no eran e
mismo. “Los demonios se conjurarán eu contra”. —¡Vete al diablo! —gritó y arrojó
a cortina.
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Por un momento todo estuvo ecalma. Sintió que había vencido, que tavez lo más fácil con esas aparicionefuera ignorarlas. Se quedó quieto y, pounos cuantos minutos, no hubo más qusilencio. Su respiración volvió a l
normalidad. La experiencia había sidonuevamente, terrorífica, pero ya srecuperaba de ella. Se permiti
felicitarse. —Lo que necesito es dormir
malditos fantasmas.
Al dar la vuelta para acostarse, npudo evitarlo. Dejó escapar un alarido.En su colchón, un niño destrozado
con el estómago abierto, lo miraba co
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gran dolor. La tenue luz del monitoapenas mostraba sus órganopalpitantes... y una llave muy antiguaprisionada entre sus manos.
Sergio sintió que las fuerzas labandonaban, que ahora sí s
desmayaría. “¿Cuánto miedo puedsoportar?” El niño estiró una de sumanos para tocarlo. Él, instintivamente
se echó para atrás. —¡DÉJENME EN PAZ!Abandonó a los saltos su recámara
Pero en el suelo del pasillo, atravesadootro engendro, igualmente con el vientrcompletamente abierto, estorbaba epaso sobre un costado. Sergio se tropez
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con él y su rostro quedó a milímetros da faz del agonizante espíritu.
—¡DÉJENME! ¡DÉJENME! —siguigritando mientras trataba de llegar a lpuerta de salida de su casa, ahorarrastrándose, sin importarle nada qu
no fuera pedir auxilio.Debajo del comedor, una nuev
visión. El cuerpo de quien esta ve
parecía una niña, también se desangrabaabierto a la mitad.
Sergio procuraba llegar a la puert
del departamento a través de ríos dviscoso fluido rojinegro. A cada pasoresbalaba más con las manos y larodillas. Y a cada paso se convencía
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más de estarse volviendo loco. Cuandpudo levantar la vista, confirmó que eésta también había otro espectro. Unque se parecía bastante a Cels
avarro, también con el cuerpdestrozado.
Sergio decidió detenerse. Pensque acaso los espíritus lo estuvieraasediando por no poder detener lo
asesinatos. Cerró los ojos y comenzó lorar, tendido en el suelo. “Perdón.
perdón... perdón...”, musitó.
“Perdón... de veras, perdón”.Se oyó un fuerte estallido. Se abria puerta de su casa de un solo golpe
se encendió la luz. Sergio no supo má
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de sí.
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TERCERA PARTE
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Nicte, quinta labor
Se levantó de su asiento. No podía creeo que estaba viendo. ¡Ahí estaba! ¡L
séptima víctima! ¡Justo del otro lado decristal!
Nicte se acercó lo más que pudo a transparente superficie, a sabienda
de que nadie podía mirar hacia adentro
El muchacho sin una pierna, ahí, del otrado. ¡Increíble!
Entonces vio a Guillén, a los otro
policías, acompañándolo. Y se diocuenta de que no todo sería tan fácicomo hubiera deseado.
Volvió a su sitio. Esperó
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Finalmente, ésa era su mayor virtud, lpaciencia.
Regresó a las fotografías. Acasofuera mejor seguir con el plan. Ir por lquinta víctima. Aguardar.
Y seguir aguardando.
Se esmeró por atender las notas deconcierto de piano que sonaba en saparato de sonido.
Pero no dejaba de mirar edirección al muchacho que representabel final de sus labores. Acaso tenía e
cabello demasiado corto, pero en ldemás era perfecto.Recordó el nombre que había
dado en el noticiero.
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—Sergio Mendhoza —dijo en vobaja.
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Capítulo diecinueve
—¡La hoja!Se despertó como si se librara d
alguna pesadilla, aunque en esta ocasió
hubiera dormido sin experimentaningún sueño.
—Gracias a Dios —dijo Alicia
poniéndose de pie.Sergio, recargándose en sus codos
notó que estaba acostado en su cama. A
su lado, Alicia abandonaba la silla deescritorio para acercarse a él. Eeniente Guillén, al oír que habí
despertado, ingresó a la habitación
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oda prisa y arrojó el cigarrillo dentrdel bote de basura. Un leve color rojizse destacaba en sus córneas por la faltde sueño.
—Alicia, ¿qué pasó? —preguntSergio, alarmado, al ver al teniente en s
casa. —Nada. Pero sí que no
preocupaste.
Hasta ese momento recordó Sergisu horrible experiencia, los múltiplecuerpos de niños destrozados en todo e
departamento. Miró sus sábanas; estabaimpias. Supuso que todo el suelo de lademás habitaciones también. Trató drecuperarse.
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—Dormiste por varias horas. Perocomo te examiné y no detecté nadadecidí esperar.
Guillén se aproximó a Sergio. —¿Estás bien? —Sí. ¿Qué hace usted aquí?
—Dirás que es una tontería... perno podía dormir y vine hasta acá a ver spodíamos hablar del caso
Probablemente fue un presentimientporque, en cuanto estacioné el auto, ogritos tuyos desde la calle. Tuve qu
forzar ambas puertas. Te encontré en esuelo, desmayado. ¿Seguro que estábien?
—Seguro.
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—El teniente hizo favor dlamarme al hospital —confirmó Alici
—. Vine lo más pronto que pude. Perohas dormido desde que llegué hastahora.
—¿Qué horas son?
—Las cinco de la tarde.Sonó el teléfono. Alicia y e
eniente se miraron. Él hizo una venia d
consentimiento y fue a responder. —Debe ser Brianda —dijo Alici
—. Ha estado llamando casi cada medi
hora. Le dará gusto saber qudespertaste. ¿Me vas a decir qué fue lque pasó? ¿Por qué te encontró eeniente gritando?
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—Pesadillas... —sentenció Sergio —Sergio. Esto no me gusta nada. Y
o sabes. —¡Claro que tuviste pesadillas! —
se apresuró a decir Guillén, de vuelta eel cuarto—. No dejabas de hablar d
una calavera con sombrero.Sergio se apresuró a salir de l
cama.
—¡Es cierto! ¡La hoja!Fue a su escritorio y tomó la hoj
en la que había hecho el dibujo. Se l
mostró a Alicia. —¿Eso fue lo que te causó usueño tan inquieto? ¿A ti? ¿Al que oyHeavy Metal?
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—Dime qué ves. —Una calavera con sombrero —
respondió Alicia. —No. Fíjate bien. ¿Qué es lo qu
debes ver antes que la calavera?Alicia se esforzó.
—Ni idea. —Es tan obvio que es difícil dars
cuenta.
—Me rindo —dijo ella. —A mí ni me mires —espetó e
eniente.
Sergio golpeó el pedazo de papecon su mano libre. —¡La hoja! —Qué tontería —dijo Alicia.
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—Exacto —resolvió Sergio—Cuando yo te pregunté que qué veías, lrespuesta tenía que haber sido: “Unhoja con una calavera”.
Guillén sabía que Sergio iba hacialgún lado con eso, pero no sabí
adónde. Prefirió esperar. —¡Estoy olvidando el entorno
Todo lo que rodea a los niños! Me
estaba esforzando tanto en concentrarmen ellos que olvidé a sus padres y lacosas de sus padres.
Guillén se puso alerta. —¿Qué necesitas? —dijo anstante—. ¿Quieres que te lleve a la
casas de las víctimas otra vez?
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—Tal vez no sea necesario.Fue dando saltos hacia la mesa de
comedor, ahí donde había estadohaciendo su análisis al lado de BriandaTomó las mismas hojas que había unido las volteó para poder realizar u
nuevo análisis desde cero. En la partde arriba apuntó los nombres de lavíctimas. Luego, trazó, al igual qu
habían hecho él y Brianda, líneas pardividir las hojas en columnas. Se puso escribir, en cada renglón, lo qu
recordaba de los padres y las casasdesde lo más evidente hasta lo mánsignificante, tratando de dejar fuera os niños.
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Alicia y Guillén se sentaron frenta él sin entender nada. Sergio escribícomo si estuviera tomando dictado dacuerdo a como le iban llegando lacosas a la cabeza. Apuntaba hasta ecolor de los zapatos, algunos títulos d
ibros y de discos, los nombres de loparientes, todo. Cuando terminó dlenar las cinco hojas que Brianda habí
pegado, Guillén ya había pegado cincnuevas, anticipándose. Alicia se sintióabrumada y molesta.
—Teniente, ¿por qué no lopersuade para que deje esto en vez dalentarlo?
Sergio detuvo su raudo escribir.
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—Lo haría, Alicia, se lo juro… —confesó Guillén—, si no sintiera qupuede ayudarnos a evitar más crímenes.
Alicia le sostuvo la mirada Sergio, aún enfadada.
—Estoy bien, Alicia. No t
preocupes —exclamó Sergio.Ella negó sutilmente y, tomando s
bolso, abandonó el departamento.
Sergio tomó el segundo grupo dhojas y continuó sus apuntes. Anotabmarcas de los autos, ocupaciones de lo
padres, apellidos de los abuelos. . todo que encontraba en su mente. Si algno conocía, marcaba una “x” y seguíadelante. Guillén se puso a pegar u
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nuevo grupo de cinco hojas.Al cuarto grupo Sergio se detuvo
Le dolía la mano de tanto escribir comenzó a abrirla y cerrarla. El tenienta revisaba las hojas, tratando d
descubrir algo en ellas. Con u
marcador ya había señalado lorenglones que coincidían en todos lopuntos. Algunos eran demasiado
absurdos como para ser tomados ecuenta, como por ejemplo, que locuatro padres de las víctimas calzaba
del mismo número o que las cuatrmadres eran del mismo signo zodiacaSe dio a la tarea de eliminar esorenglones. Al final sólo quedó uno qu
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e llamó la atención. —Moloch —dijo en voz alta.Sergio salía del baño en es
momento. —¿Cómo dice, teniente? —Este renglón. Dice “Fotos”
uego, “Moloch” en las cuatro columnas —Es el nombre del estudio en e
que revelaron sus últimas fotografía
familiares en las cuatro casas. —Nada perdemos con darnos un
vuelta.
Pidió a Sergio que se pusiera sprótesis mientras él realizaba algunalamadas a la delegación pidiendo que averiguaran la dirección y lo
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eléfonos de “Moloch”. Cuando bajabaas escaleras del edificio sonaron ambo
celulares al mismo tiempo. El de Sergiodebido a un mensaje.
Bravo, mediador. Pero ten
cuidado. Según yo, no llevas ni umiserable ajo atado al cuello. Te gustaugar con el peligro, ¿no?
Sergio sintió temor. ¿Y si de veraestaban en la pista correcta? ¿Estaba poenfrentarse a un demonio como sugeríFarkas? El teniente colgó su propilamada.
—Moloch está en el centr
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comercial nuevo que acaban de abripasando Insurgentes. “Plaznsurcentro”.
Antes de subir a la patrulla, eeniente se sintió con la obligación d
preguntarle quién le había mandado u
mensaje. Sergio estuvo a punto ddecirle la verdad, a fin de cuentas eeniente también había tenido contact
con Farkas. Pero no se atrevió. Nquería confesar que era probable que easesino fuera un demonio. No sabí
cómo transmitirle al teniente que debíaener cuidado. Sobre todo porque ni ésabía qué tipo de precauciones debíaomar.
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La patrulla hizo su recorrido haciel centro comercial con la torretencendida, pero sin sonar la sirenaCuando llegaron al estacionamiento dPlaza Insurcentro, ya había otras dopatrullas esperando. Guillén se bajó l
más rápido que pudo. —Hola, sargento —saludó a s
subalterno—. Quiero que estén alertas
pero no intervengan si yo no se los pido —Entendido, teniente.Caminaron hacia la entrada de
centro comercial. En total eran cuatruniformados, Guillén y Sergio. Al llegaa la entrada, Sergio trató de aprestar susentidos, observar todo con má
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detenimiento. Se detuvieron justo en lentrada, donde estaba el despacho dvigilancia del centro comercial. A unado había un pequeño kiosko en el qu
se solicitaba al público visitante qudejara su opinión sobre la nueva plaz
para participar en una rifa. Un letreronvitando a la gente a donar su rop
vieja para los pobres, se encontraba a u
ado de la puerta del despacho dvigilancia. Había globos adornando esitio, música suave, decenas de persona
endo y viniendo. Sergio se recargó eel kiosko, tratando de identificar esnuevo miedo que sentía. Los policías el teniente se detuvieron también
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aguardando. —¿Todo bien? —lo cuestionó
Guillén.Sergio casi podía adivinar, por lo
que estaba sintiendo, el lugar exacto qudebía tener Moloch en el centr
comercial. Ahora estaba seguro. Iban epos de un demonio.
—Sí, teniente. Vayamos.
Del puesto de vigilancia surgió eencargado: una mujer policía dsemblante afable. Se presentó a Guillén
—¿Puedo ayudarles en algo? —¿Usted está a cargo aquí? —lcuestionó el teniente.
—Ariadna Gutiérrez, para servirle
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Jefe de vigilancia. —Gracias, Ariadna. Le suplico qu
no pierda de vista esta entrada. Eposible que hagamos una detención.
—Estaré atenta —respondilevándose una mano a la gorra
sonriendo a Sergio, quien le devolviparcamente la sonrisa.
Guillén dio órdenes a los otro
policías de que también se mantuvieraa distancia sin llamar la atención.
Caminaron Sergio y el teniente po
os pasillos del centro comercial. Y acada paso se incrementaban lapalpitaciones de Sergio, el sudor frío, eigero temblor en las manos. Un mied
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casi palpable. Algo, tal vez, parecido aerror.
Cuando dejaron atrás las filas dgente para entrar a los cines pudierover, a la distancia, el letrero.
“Moloch. Revelados Ultrarrápidos.”
Guillén buscó en el rostro d
Sergio una confirmación. Y advirtió queéste estaba pálido, sudoroso.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, teniente. Es sólo que... comrecordará, no he comido.Se aproximaron al local, per
Sergio pudo decirlo mucho antes de qu
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legaran: iban en la dirección correctaDetrás del mostrador se encontraba uúnico dependiente, un corpulenthombre joven de semblante adustocabello negro, largo y despeinado cejas muy pobladas. En las mano
sostenía una revista, pero no tardó eevantar la mirada, una mirada cargad
de odio, de resentimiento, provenient
de unos ojos tan claros que parecíaransparentes. Sergio percibió, de algú
modo, que el encargado habí
presentido su llegada. Creyó ver quéste paladeaba entre los labios snombre: “Sergio Mendhoza”.
Guillén se aseguró de no hace
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demasiado evidente su misión. Entraroal local, pero Sergio y el dependiente ndejaban de mirarse.
—Buenas tardes. ¿En qué puedservirles? —dijo el de la miradranslúcida.
Sergio hubiera querido tener Farkas cerca para preguntarle si eso questaba sintiendo era verdadero terror.
—Vamos a curiosear un rato —dijGuillén.
—No estarán pensando que est
respetable establecimiento tiene algque ver con esos crímenes espantosos¿eh?
Hasta ese momento recordó Guillé
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que tanto él como Sergio ya habíaaparecido varias veces en las noticiasEra demasiado tarde para inventar otrcosa. La mirada del encargado no sdespegaba de Sergio. Y eso no legustaba nada al teniente. Se interpus
entre ambos. —Estamos investigando. Es todo l
que puedo decirle.
—A mi entender, lo que estánhaciendo es el ridículo.
—Cuide sus palabras, amigo —
dijo Guillén. —Ahora resulta que un estúpidniño con mucha imaginación puedseñalar a cualquiera y volverl
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culpable, ¿no? ¡Vaya que hemoadelantado en esta ciudad!
—¡Le he dicho que cuide senguaje! —gritó Guillén.
A la distancia, los policías saprestaron. Sergio miraba con recelo a
hombre. Suponía que ése era el trato quba a recibir, en adelante, de todos lo
demonios del mundo. Ciertamente no l
gustaba, pero tampoco podía esperamenos.
—Creo que vamos a hacer un
revisión de su tienda —encaró eeniente al encargado.Éste se violentó. Arrojó la revist
al suelo.
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—¿Y con qué bases, eh? ¿Sóloporque lo dice este maldito chiquillo?
—¡El niño no ha dicho nada! —rugió Guillén—. ¡Lo digo yo y con esbasta!
—Sólo eso me faltaba. Ser víctim
de la cochina corrupción de esta ciudadEl teniente hizo una seña a su
oficiales y éstos corrieron hacia dond
se encontraba. —Detengan a este hombre y cierre
a tienda —ordenó Guillén.
—Como usted diga, teniente. —¡Voy a quejarme! —gritó ehombre mientras los policías sntroducían al interior para esposarlo—
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Esto es un atropello!Sergio no despegaba su mirada d
os ojos del dependiente. Eran unos ojomalignos, como no había visto otros eningún lado. También el rostrodesfigurado por el odio del hombre l
hacía pensar que sí, que se trataba dicte. Y, no obstante, sabía que no
podía estar seguro. No si no descubría
su alrededor alguna prueba, algo que lncriminara realmente. Miró lo
anuncios de la tienda, sus promociones
sus cámaras, sus rollos fotográficos... nhabía nada que le indicara que podíestar seguro. Quería señalarlo como easesino pero, en ese momento, no podía
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Los policías esposaron andividuo y lo empujaron hacia l
puerta. El teniente ordenó que sdetuvieran. Afuera ya se habíaaglomerado los curiosos. Guillén sacercó a Sergio y trató de tranquilizarlo
—No te preocupes. Tengo unpresentimiento con este tipo. Además.no tenemos muchas opciones. Es nuestr
única pista.“Es un demonio”, pensó entonces e
muchacho. “Y tal vez sólo por eso ya s
merece estar tras las rejas”.El hombre clavó sus claras pupilaen él, tratando de intimidarloncreíblemente, se mostraba má
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nteresado en Sergio que en la policíaSergio desvió la mirada. A una seña deGuillén los uniformados empujaron ahombre hacia los pasillos del centrcomercial y éste comenzó a soltapalabrotas llenas de rabia mientras er
levado contra su voluntad a ldelegación de policía.
Luego, cuando todo parecía habe
concluido, ocurrió un nuevo incidentextraordinariamente rápido. El hombrse soltó de la presión de los policías
volvió a donde estaba Sergio y se hincfrente a él, poniendo su rostrcongestionado de ira a pococentímetros de su aterrorizada mirada.
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—Esto no se va a quedar asímediador. Que te quede claro —dijo eun murmullo para que sólo Sergio lescuchara—. No se va a quedar así.
Guillén reaccionó en seguida. Sacsu arma y propinó un golpe con la culat
en la nuca del dependiente, consiguiendque se desmayara. Pero ya erdemasiado tarde. Sergio, en esa fracció
de segundo, había conocido un miedque sobrepasaba todos sus miedoanteriores. Y, al parecer, lo había
olerado firmemente.
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Capítulo veinte
Le extrañó, por primera vez, nencontrar a Farkas en sesión. Y, aunquee dolía admitirlo, reconocía qu
necesitaba hablar con él. Tenía tantadudas respecto a lo ocurrido el díanterior, que le urgía hablar con alguien
con quien fuera. Y en ese momento emejor interlocutor parecía ser emisterioso ente del ciberespacio. Pero
por más que esperó, nunca pudo iniciael diálogo.Decepcionado, fue a la cocina y s
preparó un sándwich. Se sirvió leche
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fue a sentarse frente a la televisión. Pofortuna, ya habían pasado todos lonoticiarios matutinos.
Trataba de relajarse, pero sabíque algo no encajaba, que el caso npodía resolverse sólo por un
corazonada. Habían revisadminuciosamente el local y lo más quhabían podido hallar para inculpar a
ndividuo eran varios paquetes dfotografías que no había entregado a surespectivos clientes. Dos de ellos
casualmente, correspondían a familiade las víctimas. No obstante, ambafamilias admitieron no haber ido recoger las órdenes por olvido. Tambié
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halló la policía algo de droga dconsumo personal en uno de los cajonespero no era suficiente motivo parseñalar al encargado de la tienda comel autor de los crímenes. El sándwich lsupo amargo a Sergio. Le bajó todo e
volumen a la televisión; en la pantallquedaron, silentes, los aerobics qudirigía un hombre moreno
exageradamente sonriente.Llamaron a la puerta. Sergio ya n
sentía miedo y abrió sin fijarse por l
mirilla. En cierto modo se sentía biensabía que había hecho lo correcto, quhabía eliminado a un demonio de lescena. Pero no haber podido proba
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nada no lo tenía nada contento.Eran Jop y Brianda. Ella lo abraz
en seguida. —¡Checho! ¡Agarraste al asesino! —Eres un héroe, ¿no, Serch? —l
palmeó Jop.
Sergio los invitó a pasar. Y ambonotaron que en su rostro no había nadque denotara satisfacción.
—¿Qué? —le recriminó Jop—¿Por qué no estás contento?
—Porque no puedo decir que e
ipo ése, el tal Melquiades Guntra, seen verdad el asesino. ¿Te parece poco? —¿No le viste la cara? ¡Claro qu
es él! ¡Además no olvides el nombre d
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a tienda! —¿El nombre de la tienda? ¿Qu
pasa con él? —preguntó Sergio.Jop y Brianda se miraron. —No has visto las noticias
¿verdad?
Sergio negó. Deliberadamenthabía estado evitando oír más del caso.
—El tipo ese resultó ser el dueñ
del negocio de revelado. Pues dicen eos noticieros que Moloch es el nombr
de un demonio —dijo Jop—. Y también
dicen que era un diablo al que, en lantigüedad, sus adoradores lsacrificaban niños. Yo mismo lo reviséen Internet.
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Sergio sintió una extraña angustinstalarse en su estómago, una angusti
que, de pronto, tan rápido como vinodesapareció para dejar paso al alivioTal vez sí fuera posible que hubieradado en el blanco por una simpl
corazonada y el mencionado dueño de lienda fuera en realidad el asesino. Po
primera vez desde el día anterior
Sergio sintió una leve alegría. Tal vez sse detuvieran los crímenes. Tal vez todoerminaría bien.
—¿En serio eso significa Moloch? —Nadie duda que ese tipo sea easesino, Checho —afirmó Brianda—
adie excepto tú.
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—Bueno... es que... como que fumuy fácil, ¿no?
—¿Y eso qué tiene que ver? —dijoJop—. Lo bueno es que ya lo agarraron.
—¿No nos vas a contar cómo ldentificaste? —preguntó Brianda.
Sergio suspiró. Los llevó a la sal dio una mordida a su sándwichratando de darle a sus palabras un ton
que no sonara absurdo. A veces émismo seguía sin creer los eventosobrenaturales que le estaban ocurriend
desde hacía unos días. —Una de las cosas que me haceespecial, como mediador, es que puedodetectar demonios por el miedo que so
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capaces de producir. —¿El tipo ése es un demonio? —
preguntó Jop abriendo grandes los ojos. —No lo sé explicar, pero sí. S
sola presencia me inquiethorriblemente, como nada antes en l
vida. Y así como yo lo identifiqué, éambién lo hizo. La verdad es que m
dio mucho miedo lo que me dijo cuand
o agarraron. Mucho. —¿Por qué? ¿Qué te dijo? —
ndagó Brianda.
—Me dijo que esto no se va quedar así —respondió Sergio, dandun gran trago a su leche. La angustiamenazaba con volver.
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—El tipo se va a quedar en lcárcel. No te preocupes —trató dranquilizarlo Brianda—. Es imposibl
que cumpla su amenaza. —Sí. Es cierto —la apoyó Jop—
Ánimo. Por eso vinimos por ti. Porque
o mejor mañana ya nos van a hacevolver a la escuela. Así que hay quaprovechar nuestro último día d
vacaciones.Sergio trató con todas sus fuerza
de espantar a los fantasmas de
pesimismo. Quería unirse al júbilo qusentían sus amigos. Pero, no podíaSabía que Guillén no sería capaz dnventar evidencia que inculpara
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Melquiades Guntra sólo por upresentimiento o porque su negocio teníun nombre sospechoso. De cualquiemodo, la mañana era soleada y el ánimde Jop era contagioso.
—¡Vamos, anden! —los urgió Jop
—, que el chofer me lo prestó mi papsólo hasta las seis de la tarde.
Cuando abandonaron el edificio,
Sergio le ayudó darse cuenta de que emundo seguía girando como siempreque todo el mundo estaba ocupado e
vivir su vida, que no había monstruos dningún tipo acechando. Se instaló en easiento trasero del gran auto del papá dJop, al lado de sus amigos, y se sacudi
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de la cabeza los pensamientos ominososEra, para la ciudad de México, u
día como cualquier otro. Y como yapasaban de las once de la mañana, lahoras de mayor tráfico habían quedadatrás. Llegaron a Chapultepec en u
santiamén.Estuvieron disfrutando de la feri
como si fueran dueños del parque. Com
sólo las escuelas de las coloniacercanas a la Juárez habían cerrado supuertas, el parque estaba prácticament
vacío. Algunos turistas les hacían lcompetencia y éstos eran bastante pocosSe subieron a los mejores juegos variaveces y fue sólo hasta que estaba
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haciendo fila para entrar a la casa de losustos que Sergio volvió a recordar supreocupaciones. “Ya se terminó”, sedijo. “Ya se terminó, trata de ser feliz yolvidar todo”.
Entraron a la mansión y Sergi
ntentó convencerse de que, poder gritapor cosas que, aunque parecieraerribles, fueran todas falsas, era razó
suficiente para sentirse contentoVampiros, momias, zombies, hombreobo, brujas, todo era posible y, a l
vez, imposible. Sergio se dio cuentamientras Brianda le apretaba el brazcon todas sus uñas por el miedo que lcausaba Freddie Krugger, que extrañab
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ese mundo, ese feliz universo en el quos monstruos se quedaban dentro de loibros, las películas y las atracciones d
feria. Se sorprendió de sentirse bien ahdentro, donde los demonios eran todofalsos. En el mundo exterior... ya no
ocurría de ese modo. —Oye —le reclamó a Brianda—
me estás cortando la circulación de
brazo. —Ni modo, te aguantas —le dij
ella arrastrándolo porque Freddi
Krugger ya iba en pos de ellos.Cuando estaban escondidos detráde un tétrico árbol de utileríaprocurando que el asesino que matab
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niños en sus sueños no les diera alcanceBrianda lo abrazó repentinamente.
—¿Verdad que sí me vas a pedique sea tu novia algún día? —lpreguntó al oído.
Sergio luchó por persuadirse a s
mismo de que el mundo podía ser comen una casa de espantos de mentiras, quos demonios no existían, que la vid
enía que ser feliz y sin miedo. Estaba punto de responderle a Brianda cuandFreddie Krugger les dio alcance. Jop s
nterpuso entre él y sus amigos. —¡Corran! ¡Sálvense ustedes! —gritó, emulando a algún ridículo hérode ficción.
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Sergio y Brianda echaron a correde la mano mientras Jop luchaba coKrugger a brazo partido. Sólalcanzaron a escuchar, mientraescapaban, los gritos del actor detrás da máscara del monstruo:
—¡Niño! ¡No puedes tocaracuérdate!
Al alcanzar la salida, el sol le
nundó la cara, y Sergio pudo, por findar cabida a un pensamiento y ahuyentaa los demás: “Melquiades Guntra es e
asesino. Y está tras las rejas. Casocerrado”.Detrás de ellos salió Freddi
Krugger, sin máscara, arrastrando a Jop
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de la camisa. Con un movimiento rápido arrojó fuera de su alcance. Y volvió aa mansión terrorífica negando con l
cabeza y acomodándose el sombrero.Comieron en el interior de la feri
hablaron sólo de cosas simples. D
por qué el ballet preferido de Briandera La Bella Durmiente, la razón de qua Jop le encantaran las películas d
Brian de Palma y si era cierto quningún baterista jamás había igualado lmaestría del Oso Bonham. Sergio querí
creer que todo estaría bien a partir dese día. Por un momento pensó quamás volvería a sentir temor alguno
que había pasado la prueba y que,
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partir de entonces, sería un muchachnormal como todos.
A las cinco cincuenta de la tardsalieron corriendo de la feria abordaron el cadillac del papá de JopPereda, el chofer, ya estaba dormido
pero Jop se encargó de despertarlo coun grito. De regreso a la colonia Juárese encontraron con mucho tráfico
Brianda y Sergio se pusieron a haceapuestas sobre el castigo que lmpondrían a Jop por no devolver e
coche a tiempo.A las siete de la noche por finlegaron. La tarde era un tant
melancólica, con ánimos de lluvia. Y
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Sergio, al verse de pronto solo en lplaza, una vez que Brianda se despidide él, se sorprendió sintiéndose felizMiró hacia la ventana de su casa y smaginó a sí mismo volviendo a s
rutina, tocando los tambores, haciend
os deberes de su casa, preocupándospor sus notas en la escuela. Imaginó spropio rostro admirando la plaza y
después, sentándose a la computadorpara entrar a páginas de Led Zeppelin, chatear con sus amigos, a poner s
música favorita. Se imaginó que la vidaa partir de ese momento, podría sesiempre así de buena.
Se acercó a Giordano Bruno y
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asegurándose de que nadie lo estuviesviendo, se atrevió a decir:
—Gracias.Luego corrió a su casa al paso qu
se lo permitía su pierna ortopédica.
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Capítulo veintiuno
¿2+2=3? ¿Desde cuándo?El mensaje parpadeaba en l
pantalla de la computadora. La voz d
Alicia lo apresuró desde la sala. —¡Sergio! ¡Ya son las seis y veint
tú ni te has bañado!
Se apoyó en sus codos y miró litilante pantalla. Por tres días se habí
acostumbrado a que todo fuera norma
como había sido su vida por más ddoce años. No esperaba que Farkavolviera a asomar la cara. Incluso habíacariciado la idea de que ya se hubier
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perdido para siempre, que todo hubiessido un mal sueño. Se levantó de usalto.
—¡Sí, ya voy! —gritó mientras ssentaba a la silla del escritorio.
—¡Pues apúrate! —volvió
nsistir su hermana. — ¿Qué rayos quieres decir? —s
apresuró a contestar en el teclado.
— Nada, que no me cuadran lacuentas. Eso es todo.
—Puedes burlarte todo lo qu
quieras. Sabes que agarramos aasesino —tecleó Sergio con algo ddesconfianza. Ya antes había abrigado eemor de que Farkas apareciera un día
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e estropeara la tranquilidad de la quhabía disfrutado todo ese tiempo.
—Cierto, había olvidadelicitarte. Diste con un demonio y l
capturaste. ¡Bravo, mediador! Misiócumplida. ¿A quién le importa qu
ahora tu pequeño engendro esté furios a punto de salir libre? Celebremos
que es lo que cuenta. ¡Cantemos y
bailemos! —¿De qué hablas? —pregunt
Sergio, sintiendo una horrible opresió
en el pecho. — Mendhoza, Mendhoza…¿cuándo dejaste de observar? ¿De que sirve saber que el asesino firm
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como la diosa griega Nicte? —¡Sergio! ¿Estás chateando a est
hora? —se asomó Alicia por la puerta.Sergio siguió un impulso y apagó e
monitor de la computadora para quAlicia no se enterara de la plática qu
estaba teniendo con Farkas. —No —mintió.Alicia lo miró suspicazmente
Había alcanzado a ver que sí, que shermano estaba entablando unconversación a través del Messenge
con alguien. Pero parecía imposible; npor lo temprano de la hora sino por otrrazón: caminó hacia el escritorio evantó la bocina del teléfono que estab
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encima para cerciorarse. Pudcomprobar, tal y como había pensadoque no estaba conectado el módem, quel teléfono tenía línea para marcar.
—Sergio... estás cambiando —observó, titubeante—. Últimamente n
sé qué diablos pasa contigo. Actúas muraro.
Él se dio cuenta de que serí
mposible intentar un movimiento bruscpara apagar el CPU, así quprobablemente sería tiempo de contarl
as cosas por las que había tenido qupasar, que efectivamente no todo teníque ver con el caso de los niñoasesinados sino también con otro tipo d
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fuerzas más oscuras e inexplicables. —Este... yo... —dudó. No sabí
cómo comenzar.Alicia encendió el monitor. Y, para
sorpresa de Sergio, la ventana deMessenger había desaparecido.
—Sergio... —dijo Alicia, luchandopor no preocuparse—. Tengo esthorrible presentimiento de que está
metido en algo que escapa a mcomprensión. Es como si te hubierametido en una jaula de concreto y yo n
pudiera verte ni tocarte, mucho menoayudarte a escapar.Sergio pensó que la metáfora de s
hermana era bastante acertada. Despué
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de todos esos años no había perdido lcapacidad de leer en su mente, en scorazón. Pero no quería angustiarla máde la cuenta hablándole de héroesdemonios, espectros y seres incorpóreoque pueden sostener conversaciones
ravés del ciberespacio sin necesidad dutilizar un módem. “Yo puedo con esto”se dijo. “No tengo miedo. Pued
vencerlo”. —El problema... —murmuró ella—
es que estoy segura de que ni tú sabes e
qué te estás metiendo.Sergio no supo cómo contradecirlaAlicia ya no agregó nada. N
siquiera lo apuró a que se bañara
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Volvió a sus ocupaciones matutinas ensilencio.
Sergio se quedó solo frente a lcomputadora, meditando. Jugó un ratcon el cursor del mouse tratando ddesentrañar el verdadero significado d
as palabras de Farkas, luchando poconvencerse de que sí, que él estabbien y que, en el futuro, seguiría estand
bien. Pero no logró descifrar salvo uncosa que se desprendía de la erróneecuación con la que Farkas habí
niciado burlonamente el diálogo: que shabía equivocado. Y terriblementeComenzaba a tener miedo nuevamente no le gustaba el sentimiento. Era u
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miedo que parecía una certeza, como sde pronto pudiera estar seguro de que uespantoso mal estaba por acontecerle.
Se preparó lo más rápido posiblepues quería llegar a la calle para haceuna llamada que, de pronto, se volvi
mportantísima.Se encontraba en la banqueta
echándose sobre la espalda la mochila
cuando comenzó a digitar el número esu celular. Al tercer timbre contestó eeniente.
—¿En qué puedo servirte“ahijado”? —Teniente... dígame la verdad
¿Cómo va la investigación? ¿Ha
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hallado algo nuevo?Guillén se tardó un poco e
responder. —La casa de Guntra está libre d
evidencia. Los cráneos no aparecen poningún lado y él sigue negándolo todo
como te imaginarás. Estoy retrasando lmás que puedo las indagaciones parenerlo bajo arresto por más tiempo
pero...Guillén no supo cómo continuar. —Pero ambos sabemos que e
mposible mantenerlo encerrado sievidencias —concluyó Sergio la frase. —Sí, tienes razón. Aunque hay algo
en el individuo que me dice que est
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mejor tras las rejas que en libertad.“Claro, porque es un demonio”
pensó Sergio sin aminorar el paso hacisu escuela. De pronto sintió, al ver antas personas caminar con prisa haci
sus trabajos, que el mundo podía esta
poblado por demonios encubiertos, qua labor de un mediador podía sencreíblemente agotadora.
—Y el procurador piensa igual —afirmó Guillén—. Por eso hizo ldeclaración de ayer ante los medios. N
ienes idea de cómo lamento supalabras. Son extremadamentoptimistas y... cómo decirlo.rresponsables.
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Sergio sabía a lo que se refería eeniente. El procurador se había atrevid
a decir, en cadena nacional, que lciudad era segura nuevamente. Por eshabían abierto nuevamente las escuelasPor eso se respiraba un aire de má
confianza en las calles de la coloniJuárez.
—Lo siento mucho, pero... pese
o que opina mi jefe, no puedo decir quel caso esté resuelto. No todavía.
—Estoy de acuerdo, teniente.
—Me da gusto que pienses igual.Colgaron. Sergio ya había llegada la escuela. Debido a la conversaciócon Guillén, el pesimismo volvió a é
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como una infección. —Oye, Mendhoza, ¿en seri
agarraste al asesino? —lo abordó JosHuerta, un compañero de su salón.
No supo explicarlo pero essuspicacia lo hizo sentir bien, como s
no toda la gente tuviera que creer en lmaldad de un individuo sólo por srostro o el nombre de su negocio.
Siguió su paso hasta el salón. Ver Jop dibujando lo confortó.
—¿Terminaste lo de mate? —se
apresuró a preguntar. No quería que lconversación con su amigo tuviera nadque ver con el caso de los esqueletodecapitados.
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Para su fortuna, a la hora del recrea había pasado el furor. Poco a poco e
día fue perfilándose como cualquieotro. Cuando él y Jop se fueron a sentaal patio para ver a los demás jugar, hubopoco interés en el caso. Dos niñas d
segundo le hicieron pruebas de memorien las que deliberadamente falló y unde tercero lo entrevistó para e
periódico de la escuela. Pero eso fuodo.
Antes de salir de clases, fu
lamado a la dirección por la maestrLuz. Al presentarse en su oficina trató dmodificar su rostro y unirse aentusiasmo. Y aunque la maestra lo
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recibió sonriente, pudo detectar anstante lo que afectaba a Sergio
Efectivamente, los años de magisterio lhabían vuelto muy sensible.
—Ya sé lo que te preocupa. —¿A mí? —siguió fingiendo
Sergio—. No, nada. Es sólo que no hdormido bien. Se lo juro.
—Si no hallan las calaveras e
como si Guntra no lo hubiera hecho.Prefirió ser honesto. —El procurador está tan confiad
en que tarde o temprano aparecerá levidencia, que no dudó en celebrar ldetención de Guntra. Es cierto que eres días no ha habido niño
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desaparecidos ni señales de Nictpero... ni el teniente ni yo estamos taseguros de que todo haya terminado.
—Me da gusto ver que te interesmás la verdad que la fama.
Sergio lo pensó por un momento
i siquiera lo ponía en esa dimensiónÉl sólo quería que se detuvieran locrímenes y que Guntra jamás salier
ibre. —Supongo que querrás espera
para dejarte crecer el cabello.
Sergio no asintió. Tampoco negóHizo una mueca de decepción porquera una clara forma de reconocer lo qua era más que evidente: que el cas
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seguía abierto. —¿Puedo retirarme? —se puso d
pie. —Trata de no angustiart
demasiado.Estrecharon manos y Sergi
regresó a su salón. Apenas para tomasus cosas pues la chicharra de fin dclases sonó en cuanto llegó.
—No me digas. Ya te expulsaron—bromeó Jop.
—No, pero tampoco me van
evantar un monumento a medio patio.Se despidieron en la puerta dsalida, cuando Jop subió al auto cochofer que le mandaba su papá todos lo
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días. No se pusieron de acuerdo parverse por la tarde porque los maestros, raíz de los días sin clases, habíadejado montones de tarea. Sergicaminó a su casa en completanonimato, lo que le sentó bien. Po
momentos pensaba que todo podívolver a la normalidad y la ciudacontinuaría siendo todo lo terrible qu
siempre había sido pero sin dar cobijo asesinos seriales de niños entre sucalles.
Mientras comía en silencimeditaba la posibilidad de unirse dnuevo a las investigaciones. Pese a quno le causaba ningún entusiasmo volve
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a salir en las noticias, sentía que era sresponsabilidad llamar al teniente pedirle que lo llevara a casa de Guntra ntentar dar con alguna pista que l
policía pudiese haber omitido. Pero yno tenía cabeza para ello. Tenía tanta
area y tanta necesidad de volver a ser émismo que prefirió ponerse a trabajar.
A las siete de la noche por fin
concluyó con lo que debía entregar adía siguiente y puso un disco de LeZeppelin para acompañarlo en lo
ambores. Después de dos canciones fuque se animó a levantar el teléfono. Lausencia de Farkas en la computadoraal igual que en días pasados, le parecí
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más mala que buena. —Qué tal, teniente. —Es como si estuviera limpio po
completo, como si fuera un angelito —sapresuró a decir Guillén, a sabiendas do que quería escuchar Sergio—. Tien
algunas infracciones sin pagar, ciertopero fuera de eso no puede decirse qurealmente haga cosas indebidas.
—¿Quiere que le ayude con lnvestigación?
—El capitán insiste en qu
demostremos que podemos sin ti. Es.digamos... un poco vergonzoso quengas que ayudarnos. No sé si m
entiendes.
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—Sí, claro. —No me lo tomes a mal, Sergio
Sigo sin poder dormir. Estoy fumandocomo loco. Si de mí dependiera, mseguiría apoyando en ti. Pero es ciertque no es bueno que un niño de tu eda
ande metido en estos asuntos.Sergio pensó que eso se lo debi
haber pensado el que decidió, en e
siglo trece, que a su corta edad debía seun mediador.
Colgó el teléfono y miró a travé
de la ventana, sintiendo un extrañmpacto. Dirigió sus ojos a la estatua dGiordano Bruno pero algo le incomodóFue como si, al caminar distraídament
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por un bosque, metiera el pie en unrampa por no fijarse bien. S
respiración se agitó. Comprendió anstante de lo que se trataba, pero n
podía estar seguro. No hasta...Se pegó un poco más al vidrio d
a ventana, sin abrirla, para ver haciabajo, hacia la banqueta. Sus ojos sencontraron con otros que ya no l
resultaban tan ajenos. Estabanyectados en sangre y era indudable qu
miraban hacia arriba, hacia esa ventan
en particular. “¿Qué le pasa a esmaldito?”, se preguntó Sergioanticipando el miedo que poco a poccomenzaba a fluir por sus arterias. “¿Po
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qué me molesta?”. El hombre del abrigno dejaba de mirarlo. Sergio tampocquería apartar la vista. Una pequeñguerra de aguante.
“Tengo que hacer algo”, se dijoporque ya estaba harto de lidiar con esa
minucias terroríficas. Los fantasmas, ehombre del abrigo, Farkas, los golpes ea puerta... si todo se hubiera reducido
a confrontación con Guntra, al caso dos esqueletos decapitados, tal ve
podría dormir sin sobresaltos y enfoca
oda su atención en lo importante. Perel saber que estaba rodeado damenazas incomprensibles lo tenía en uestado de tensión permanente. “Tengo
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que hacer algo”. Se felicitó por nhaberse quitado la prótesis para hacer llamada con Guillén. Contó hasta tres yomando aire, se apartó de un golpe da ventana.
A toda carrera tomó su suéter, su
eléfono celular y las llaves, y salió poa puerta. Intentó bajar las escaleras d
dos en dos, pese al riesgo de caer
perder la prótesis. Tenía prisa poenfrentar al demonio y sacarse dencima una preocupación más. Sentí
miedo, sí, pero cada día aprendía mácómo actuar frente a sus temores. Y éstaera una de esas ocasiones en que sabíque debía ir hacia el monstruo y no darl
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a vuelta. “El problema no es tenemiedo... sino qué haces al respecto”.
Llegó por fin a la planta baja abrió la puerta del edificio. Casi estabdeseando que el hombre del abrigo fuera su encuentro en vez de lo que ya s
emía: que huyera y le impidiererminar de una vez con eso.
Tal y como pensó, el hombre ya no
estaba en el sitio en el que lo había vistdesde su ventana. Pero esta vez sconsiguió ver cómo huía a través de l
calle de Roma y daba vuelta en la dDinamarca. Al paso que pudo fue tras éLa calle estaba concurrida y loscuridad era incipiente, así que n
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emió en continuar con el lance.Sabía que era circunstancial, que s
relación con ese “pequeño demonio”como seguramente lo llamaría Farkassolo obedecía al hecho de que vivíacerca. Pero estaba harto de sentir que s
psicosis tenía fundamentos, que todo eiempo estaba sintiéndose observado
perseguido, y entes como el hombre de
abrigo lo obligaban a pensar que sí, quen efecto, debía cuidarse las espaldapermanentemente.
Dio la vuelta a Roma y pudo ver a distancia, aún sobre Dinamarca, quel loco continuaba corriendo por escalle. Sergio no se detenía. Pero a cad
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paso sentía que lo acompañaba la voz dFarkas. “Bravo, mediador. ¿Y se puedsaber qué vas a hacer en cuanto le dealcance? ¿Tal vez pondrás los dedos encruz para evitar que se te acerque?” Amenos una cosa sí podía decir con tod
seguridad: no era terror lo que estabviviendo. No se parecía en nada a lo quhabía experimentado con Guntra. Y eso
o hacía sentirse más confiado.Al fin, distinguió al loco entrar e
una obra negra, un edificio que s
encontraba a medio construir. Siguiócorriendo y, como si supiera coantelación lo que hubiese pensadFarkas, una idea lo acometió: “Lo que t
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hubiera servido de algo sería dar uneída a cierto libro olvidado
mediador”.Llegó al edificio, clausurado por e
gobierno. Al parecer, la compañíaconstructora no tenía los suficiente
permisos para realizar la obra y laautoridades la habían suspendido. Eoco se había introducido por debajo d
una viga que obstruía la puertprincipal, aún con el ladrillo desnudo, había ingresado a las oscura
profundidades del enorme y frínmueble. “¿Qué estoy haciendo?”, spreguntó Sergio, mientras se agachabpara sortear la viga. “¿Voy al encuentro
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de un demonio así como si nada?”Tomó su celular y activó la
pantalla para conseguir algo de luzLuego, intentó una nueva idea, mientrase adentraba en las tenebrosas cámaranacabadas del edificio: “Esto
pensando que el hombre es un demonisólo por lo que me dijo Farkas”, sconsoló, “pero debe ser sólo un pobr
orate”. Y consintió que ése era emotivo de su misión: verificar que nera más que un chiflado que se habí
encaprichado con él y acaso bastarícon decirle que lo dejara en paz parcerrar ese capítulo.
Siguió caminando con cautela. A
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cada paso la oscuridad era más profund el celular ayudaba bastante poco. E
su mente luchaba por ahuyentar lopensamientos funestos. Quería llegar a conclusión, eso era todo. Querí
mirar por la ventana de su cuarto si
miedo, quería pasear por su colonia sisentir que un nuevo demonio se habíconjurado en su contra y que n
descansaría hasta verlo caer. Era uedificio enorme, de cientos de metrocuadrados. Y llegó un momento en e
que Sergio se vio tan adentro quadmitió estar perdido. Las múltiplehabitaciones de los múltipleapartamentos, todas ellas sin puertas
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conformaban un intrincado laberinto.“Dios mío... ¿y si no encuentro l
salida?”El corazón comenzó a golpearle e
pecho con fuerza. La adrenalina lntoxicaba la sangre. Se sintió mareado
El miedo amenazaba con dispararse.De pronto, en el silencio, su celula
o traicionó. Su timbre sonó una, do
veces. Lo acalló tan pronto como pudoEra un mensaje.
Créeme, Mediador. Ésta es una deesas veces en las que, lo mejor, es huir
Escuchó un gruñido a sus espaldas
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Una de tantas pesadillas vuelta realidadConocía perfectamente ese tipo dgruñido, había formado parte de suerrores internos desde su más tiernnfancia. Luego, el gruñido se desplazó
su izquierda con una velocida
mpresionante. Después, frente a sí. Eeco surgía detrás del negro marco de lpuerta que tenía frente a sus ojos.
Apagó el celular. De pronto se diocuenta de que estaba siendo acechadgracias a la luz que emitía su aparato. S
replegó contra una pared.Un nuevo gruñido, acompañado dos jadeos de una respiración frenética
se desplazó de nuevo hacia la izquierda
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“Esto no está pasando”, se dijo. “Nuncme metí en este terror innecesario. Voy despertar en mi cama, como siempre”Pero el frío, los temblores, el sudor, lapalpitaciones... todo era real. Tenía qusalir de ahí cuanto antes.
Caminó a través de la pared sidespegarse de ella, a pesar de no veabsolutamente nada. Los bestiale
adeos eran cada vez más cercanos, perpodía percibir que venían ahora sólo duna dirección. Caminó poco a poco
ratando de no hacer ruido, lo márápido que pudo en dirección contraria.“Dios mío, sácame de aquí, po
favor”, fue todo lo que se le ocurri
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decir en un susurro, sin dejar ddesplazarse. Cuando sentía tras sespalda una puerta, entraba por ella continuaba pegado a la pared. Sabía qua mejor forma de salir a ciegas de uaberinto era mantener una sol
dirección siempre. Mientras logruñidos se mantuvieran a distancipodría seguir caminando hacia el mism
ado.Poco a poco la vista se le comenz
a aclarar. De pronto pudo ver de nuevo
Un halo de luz surgía de una habitación unos metros de distancia. “La salida”, sdijo. “Estoy a punto de lograrlo”. Simeditarlo demasiado corrió en es
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dirección. La presencia de eso que lperseguía se perdía mientras más sacercaba a la puerta.
No obstante, en cuanto llegó, ssintió petrificado. No era la salida deedificio. La luz provenía de una fogat
en la esquina más profunda. Se detuvsin entrar. La habitación se encontrabsucia de manchas marrones que Sergi
dentificó muy a su pesar: sangre secaY, junto a la fogata, el horror de unperro desollado, sin piel, las víscera
sobre el suelo, los ojos aún brillantesmudos testimonios de que lo habíamatado apenas unas horas antes. Ehorror impedía a Sergio correr: una pil
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de huesos de animales estaba sobre unpared en la que, incomprensiblementehabía innumerables textos negroescritos con carbón o tizne de carbónfrases que Sergio prefirió no leer sabiendas de que serían horrible
nvocaciones demoniacas.“No debo desmayarme. No deb
desmayarme. Tengo que salvar mi vida”
Un inconfundible ruido de ucuadrúpedo acercándose a todvelocidad, algún hambrient
depredador, alcanzó sus oídos. No quiso voltear. Echó a correabandonando el sitio, aprovechando luz de la fogata a sus espaldas para n
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chocar contra las paredes. Entró en lprimera habitación que encontróTampoco tenía ventanas. Sólo una puertal final, una nueva boca a otro mundmás cercano al infierno. Tuvo quentrar. Sin ventanas. Una nueva puerta
Las cuatro patas corriendo tras de éCada vez menos luz. Ni una sola ventanal exterior. Una nueva puerta. L
oscuridad casi total. Así corrió Sergiohasta que entró a una última habitacióque no conducía a ningún otro sitio
hasta que todo, frente a sus ojos, fue uprofundísimo negro absoluto.“Esto es el terror”, se dijo. S
arrinconó y esperó, a ciegas, el golp
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final.Un desgarrador aullido. Un torrent
de lágrimas se aglomeró en sus ojosLuego, una ráfaga de viento. Le pareciescuchar signos de lucha. Golpesncertidumbre. No pudo más.
Apenas sintió cuando su cabezgolpeó contra el suelo.
Nicte, quinta labor
Apagó el televisor con desgano. Habíranscurrido casi una semana. El tiemp
apremiaba. No podía dejar pasar mádías.
Miró las fotografías sobre l
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repisa. Las cuatro que tenía de espaldasa cruz de bolígrafo que las marcaba. E
que la policía se hubiera puesto emarcha tan rápido dictaba accionegualmente rápidas. Tomó las llaves dea camioneta y apagó el aparato d
sonido. Las notas del concierto de pianfueron devueltas al limbo del silencio.
Abordó el vehículo y se concentr
en lo que decían los noticieros: que eprincipal sospechoso estaba tras larejas, que el asunto entero tal vez y
hubiera terminado. Se imaginó qupodría, probablemente, acelerar lquinta y la sexta labor. Que el tiempo
regalado, la tregua concedida, l
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permitiría seguir hacia el final de smisión sin detenerse.
Nicte condujo la vieja camionetsin prisa a través de las calles decentro, de la delegación CuauhtémocAhora tocaba el turno a la coloni
Doctores, un edificio de un multifamiliade clase baja. Eran apenas las tres de larde, pero no había tiempo que perder
Se estacionó frente al grupo dedificios, sobre la calle de DoctoLucio, e hizo lo que hacía mejor desd
que iniciara sus trabajos: esperar.A las seis y media de la tardedespués de varias horas monótonas destar viendo gente entrar y salir por l
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puerta principal, por fin vio a María deSocorro Marín Reyes, de diez añoscabello largo, sonrisa con hoyuelossalir con su hermana a comprar el pan a leche. Tenía que actuar rápido pero
sin arriesgar demasiado. El éxito d
oda la misión dependía de que lpolicía siguiera sin pistas hasta lséptima víctima.
Así que aguardó. Y aguardó.Era lo que mejor sabía hacer.
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Capítulo veintidós
El teniente estacionó la patrulla a todvelocidad frente al edificio en la callde Roma. No podía creer que estuvier
atendiendo una llamada de esa índoleAlicia le había informado, apenas veintminutos atrás, que Sergio no habí
regresado en todo el día a la casa. Ereloj marcaba las dos de la mañana.
Se bajó de la patrulla y creyó oí
que alguien gritaba su nombre. Pero lurgencia pudo más; pensó que estabalucinando. Miró hacia la ventana de lcasa de Sergio esperando que Alicia s
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asomara por ésta; como no vio a nadilamó inmediatamente al timbre desde l
puerta de la calle. —Pronto, pronto... —dijo en vo
alta.En vez de que la puerta hiciera e
usual zumbido eléctrico que liberaba sucandados, se abrió. Y detrás de ellaapareció Alicia con un suéter de Sergio
en una mano. —¡Teniente! ¡Me espantó! —¿Qué pasa, Alicia? ¿Va a algún
ado? —Sí. Venga conmigo.Guillén la siguió. Cruzaron la call
llegaron a la plaza. Ahí se encontraba
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Brianda y su papá, ambos de piyama pantuflas. El señor Elizalde aplicaba ualgodón con alcohol sobre una de lasienes de Sergio, sentado a su lado.
—¡Gracias a Dios! —dijo eeniente.
Alicia tomó el suéter y se lo puso Sergio en los hombros.
—¿Dónde andabas? —le preguntó
molesta. —Pensé en salir a dar la vuelt
cuando...
Alicia lo abofeteó, cosa qusorprendió a todos. —Perdóname —musitó Sergio.Alicia no respondió. Se sentó a
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ado de su hermano, agobiada. —¿Qué fue lo que pasó? —
preguntó el teniente. —Mi papá descubrió a Checho po
casualidad —explicó Brianda— cuandse asomó a la ventana. Estab
durmiendo a los pies de la estatua.El teniente miró hacia el silent
monumento de Giordano Bruno, a uno
pasos de ellos. —¿Y qué hacías ahí? —Salí a dar la vuelta cuando m
ropecé y me golpeé la cabeza. Creo quperdí el conocimiento. —¿A qué horas saliste “a dar l
vuelta”? —lo cuestionó Alici
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severamente. —Como a las once —minti
nuevamente Sergio, a sabiendas de qusu hermana no debía haber vuelto de sguardia en el hospital hasta después das doce. Ni él mismo sabía cuánt
iempo llevaba ahí. —¿A quién se le ocurre salir a da
a vuelta a las once de la noche? —l
reclamó ella—. ¿Tengo que renunciar amis prácticas? No puedo dejarte solo sde pronto se te ocurre “salir a dar l
vuelta” a las once de la noche. ¿Tevolviste loco o qué? —Necesitaba aire fresco par
poder pensar.
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—Tiene razón tu hermana, ChechoEstás loco —reclamó también Brianda.
—Perdónenme todos. Fui muestúpido. Discúlpenme por haberlopreocupado.
Por fin se respiró un ambiente má
ranquilo. A fin de cuentas, Sergioestaba bien y todo había sido una falsalarma.
—Bueno... ¿por qué no volvemoodos a la cama? —declaró el tenient
—. Creo que no vale la pena hace
crecer más esto. —¿Ha podido dormir algo? —lcuestionó Sergio, preocupado.
—Poco y mal —admitió el tenient
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—. Supongo que no volveré a hacerlhasta que no le comprobemos a Guntros crímenes.
—Como sea, discúlpeme a mambién —dijo Alicia—, por haberlo
hecho venir sin necesidad.
—Al contrario. Le agradezco quhaya llamado. Nunca lo dude.
Alicia agradeció también al padr
de Brianda por su amabilidad y spronta llamada. En breve todos sdespidieron de Sergio sin dejar d
reprenderlo y volvieron a sus casas.Mientras subían las escaleras deedificio, Sergio rompió el silencio.
—No dejes tus ocupaciones
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Alicia. En serio que no lo vuelvo hacer.
—¡No puedo tratarte toda la vidcomo si tuvieras seis años, entiende!
A Sergio le enfadó que lo hiciersentir como si nunca hubiera crecido
como si ella tuviera que seguir viendpor él para siempre y esta obligación lpareciera una maldita monserga
Hubiera querido contarle la verdad parcallarle la boca, pero estaba seguro dque ésta era aun peor que el cuento qu
se había inventado; no se veíreviviendo la espeluznante experiencien el edificio en construcción, nsiquiera a través de sus propia
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palabras. Prefirió quedarse callado.Volvieron a la cama con un
creciente resentimiento entre ellos. YSergio quiso creer que fue eso lo que ne permitió dormir nada en toda l
noche, pero la verdad era otra. Temía
volver, en sus sueños, a la guarida demonstruo en la calle de Dinamarcancluso dejó la luz de su buró prendida
receloso de las sombras.Se levantó a los primeros rayos d
sol y prendió la computadora. Estab
cansado pero no quería dejar lncertidumbre para después.Se conectó al Messenger. Sintió
alivio cuando vio que Farkas estaba e
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sesión. — ¿Tú me salvaste, verdad? —¿De qué hablas, mediador? —Sabes bien a qué me refiero. —No tengo ni idea.Sergio imaginó que, quienquier
que fuese Farkas, no era tan perverscomo había pensado inicialmenteVerdaderamente había algo muy fuerte
entre ellos si era capaz de enfrentar a uhombre lobo y luego llevarlo cargandhasta la estatua de Giordano Bruno.
—Gracias, de todos modos. — No sé de qué hablas, MendhozaSergio no sabía cómo continuar co
a conversación. Pero sabía que s
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sentía más tranquilo. Increíblementehabía pasado por la experiencia máerrorífica de su vida y podía retomar s
rutina. Podía sentarse a hablar con umisterioso ente que, días anteriores, lhabía causado pavor. Verdaderamente
as cosas estaban cambiando. Él estabcambiando.
—Cuando estuve con la bruja m
dijo que cada monstruo, cadaberración... tiene algo de verdad. Qumuchos de ellos han existido desd
siempre. ¿Es cierto? —Tú mismo puedes contestartesa pregunta.
—¿Todos? —tecleó Sergio co
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algo de miedo—. ¿Los hombres loboambién?
—Te sorprendería saber la clasede servidores del maligno que andanallá afuera comprando pan en laiendas, asistiendo al cine
estacionando sus autos...Sergio se puso de pie. Miró
ravés de la ventana. El hombre de
abrigo no se veía por ningún ladoSuspiró. Se sentía bien. Acaso no lovería nunca más. Acaso Farkas s
hubiera encargado de él para siempreo obstante, volvió a su silla deescritorio y tecleó, decididamente.
— Dime la verdad... ¿hay alguna
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orma de abandonar esto? —¿Abandonar? — cuestion
Farkas. —No me gusta esto. Hasta hac
unos días era bastante feliz, aunque emiedo siempre estuviera presente en m
vida. En cambio ahora... no sé, ediferente.
—Siempre ha sido así, Mendhoza
Sólo que ahora tiene una utilidaddemás, “lo que no te mata, t
ortalece”.
En parte era cierto. Después de lacosas que había vivido en las últimasemanas, cualquiera hubiera dicho quSergio debería estar temblando com
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gelatina debajo de las cobijas de scama. Y, en cambio, ahí estaba. De unapieza.
—Pero antes tenía miedo donterías como cualquier otro niño.
ahora... ahora tengo miedo d
horribles seres sobrenaturales. Ahoraengo miedo de locos asesinos. Ahorengo miedo de morir de una form
espantosa. —Tú no eres “cualquier otro
niño”, Mendhoza. Lo siento.
—No quiero ser mediador. —Cada quien es lo que le toca serdemás, no todo es tan malo. Tú sólo t
has fijado en lo negativo. ¿Y los héroes
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endhoza?Sergio se detuvo a pensar. S
suponía que había una lucha entre ebien y el mal, una lucha ancestranterminable. Él estaba a la mitad, s
papel era identificar demonios, n
enfrentarlos. ¿Dónde quedaban lohéroes?
—Tu memoria, tu inteligencia y tu
erspicacia te son muy útilesendhoza. Pero a los demonios se le
vence con la espada. Con ellos no s
negocia. —¿Y? —A los demonios los reconoce
or el miedo. ¿Cómo reconoces a un
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héroe? —¿Cómo voy a saberlo
respondió Sergio un tanto molesto. —¿Qué es lo contrario al miedo? —El valor. —No.
—¡Claro que el valor! —No.Sergio dejó de teclear, tratando d
pensar en algo mejor. Farkas santicipó:
—Lo contrario al miedo es l
confianza. Cuando algo no te da miedoe genera confianza. Ahora piensa.¿qué es lo contrario al terror?
Sergio comenzó a sentirs
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mareado. Cada día se sentía máatrapado, más indefenso, mácomprometido con una misión que jamáhabía pedido. La palabra terror aparecídemasiadas veces en su vidúltimamente. Sabía que lo habí
experimentado la noche anterior y no lhabía gustado nada. No quería semediador porque un mediador soporta e
error, convive todo el tiempo con sere fenómenos horroríficos.
—No sé —respondió, abatido—
¿El amor? —aventuró. —Se parece, pero no. No existeuna palabra para ese sentimiento, poeso no lo sabes. Sólo alguien que h
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vivido el terror puede experimentar essentimiento opuesto. Y eso, Mendhozaes lo mejor de ser un mediador.
—No me parece algo como pararitar de alegría.
En ese momento apareció Jop en e
Messenger. Sergio lo saludó e inicióbrevemente la plática. Quería pedirle ufavor. Cuando volvió a su conversació
con Farkas, fue sólo para preguntarle: — Una última cosa... ¿e
elquiades Guntra el asesino?
—Tú mismo puedes contestartesa pregunta — dijo Farkas. Y abandonel chat.
Sergio se acomodó en la silla
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Entrelazó sus manos detrás de la nuca¿Sabía la respuesta?
— ¿Qué favor quieres pedirme? —preguntó Jop.
— Jop, ¿qué tan bueno eres en estde la computadora para averigua
cosas? —Pues... me defiendo. —Necesito que me consigas l
dirección de Melquiades Guntra.Jop tardó en contestar. — Estás loco. ¿Para qué l
quieres? —Creo que te lo imaginas. —¿Por qué no se la pides a l
olicía?
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—Sé que no me la dirían. Eeniente quiere protegerme, por eso ya
no me pide ayuda. Pero tengo que ir aasomarme. El os no detectan nada qumplique al asesino y yo no pued
quedarme con los brazos cruzados.
—Bueno. Pero ni creas que vas ar solo. Yo te acompaño.
Sergio sonrió. Aceptó su oferta y lo
dejó hacer su labor de búsqueda en eciberespacio. Aprovechó entonces parr a ducharse. Cuando salió de l
regadera, Alicia ya cocinaba huevos coamón para ambos. —Siéntate —le ordenó Alicia
sentada a la mesa del comedor. Aún s
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veía molesta.Sergio le anticipó que iría a
Mercado del Chopo a conseguir algo drock pesado. No podía decirle la verdasobre algo tan delicado como ir a lcasa del principal sospechoso de lo
crímenes; cada día se sentía máculpable de seguir mintiendo pero npodía detenerse. No todavía. Tomó con
imidez del jugo de naranja. —Alicia... —dijo, llanamente—
Te pido nuevamente que me perdones.
—¿Por lo de ayer? —Por todo. Sé que he estado muraro. Pero no todo es mi culpa, te luro.
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Alicia dio un sorbo a su café. —Sergio... te voy a confesar algo
Desde el primer momento en que te tomen mis brazos, cuando huimos de papá me adentré en el desierto, todos los díame ha asaltado una pregunta co
nsistencia: ¿Por qué no simplemente huo sola? ¿Qué necesidad tenía de carga
con un bebé que, desde el principio
sólo me dio problemas?Sergio comprendió a lo que s
refería. Alicia había renunciado a s
niñez por cuidar de su hermano. Habírabajado desde que era adolescente. Shabía preocupado por el bienestar dambos siempre. No había tenido u
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minuto de descanso desde aquella nochde lobos. Tal vez todo habría sidomucho más fácil para ella ssimplemente no hubiera rescatado a shermano de las fauces de la bestiaSergio comprendió perfectamente a l
que se refería. —Nos vemos en la tarde —
sentenció con tristeza, poniéndose d
pie. —Sergio, salte —apretó Alicia s
aza de café. Sus nudillos se volviero
blancos por la fuerza—. No quiero qusigas metido en el asunto ése de loniños asesinados. Es una orden.
Sergio se detuvo a unos pasos de l
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puerta.Alicia no quiso mirarlo porque u
malestar la asaltó repentinamente, umalestar que la embargaba cofrecuencia en los últimos doce años. Nhabía sido del todo honesta con Sergi
respecto a lo que en realidad habíocurrido aquella noche en el desierto se sentía mal automáticamente siempr
que hablaban de ello.Alicia prefirió no mirarlo y segui
apretando su taza de café porque
haciendo a un lado su súbitremordimiento, advirtió que nunca antee había reprochado ser una carga par
ella. Nunca antes le había echado e
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cara su supuesto heroísmo. Nunca antesdurante esos doce años, los ojos daquel lobo negro habían vuelto a smemoria con tanta insistencia.
Sergio cruzó la puerta dejandntacto su desayuno.
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Capítulo veintitrés
Esperó sentado en la banqueta frente aedificio a que Jop llegara. Cuando lvio llegar, no pudo evitar sonreír.
—¿Y esto? —preguntó al instanten que ingresaba al flamante auto de samigo.
—Mi papá está de viaje. Y aquíPereda, me debe un favor.
Sergio se topó con los ojo
enfadados del chofer en el espejretrovisor. —Nada más quiero que esté
conscientes —declaró el chofer— d
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que estoy en completo desacuerdo coesto.
—Sí, Pereda, lo que tú digasAhora, maneja —remilgó Jop.
El chofer comenzó a conducir poas calles de la colonia Juárez.
—¿Conseguiste la dirección? —La duda ofende —le respondi
Jop a Sergio.
—¿Cómo le hiciste? —Pues sí me costó algo de trabaj
porque cada búsqueda me arrojaba la
noticias de los periódicos. Entoncescuando ya me estaba cansando, di couna página en la que apareció snombre. Era una lista de alumnos de u
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curso que tomó Guntra de fotografíhace tres años, ¿tú crees?
—¿Y luego? —Pues imprimí la lista de lo
demás compañeros y comencé a buscauno por uno. ¡Uuuf!
—No te debe haber llevado tantiempo. ¡Apenas te encargué hace do
horas que lo buscaras y ya hasta vamo
en dirección a su casa! —Pues no, hasta eso que no. A
ercer alumno lo pude localizar en u
chat de solteros. Y ése fue el que mdijo algunas cosas de Guntra que no tvan a gustar.
Sergio tragó saliva. Los ojos d
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Pereda, en el retrovisor, eran una claracusación de que no debían estametidos en algo así.
—¿Por qué? —preguntó Sergiemeroso.
—Me hice pasar por otro alumno
se lo creyó. Empezamos a platicar entonces saqué el tema de Guntra, que shabía visto lo de las noticias y todo eso
Empezó a rememorar cuando tomabclases con él. Contó de una reunión quhizo Guntra en su casa y en la que hiz
algunas proposiciones a los demáalumnos que no le gustaron a nadie. —¿Qué tipo de proposiciones? —
preguntó Sergio
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—Tenían que ver con niños y condinero fácil. Es todo lo que te pueddecir.
—¿Por qué no te dijo más? —Porque se supone que el tipo a
que estaba yo suplantando también habí
do a esa reunión. No podía decir, asnada más, que no me acordaba de lo quhabía propuesto Guntra, si el otro n
dejaba de decir que era algo horroroso.El auto ya había abandonado l
zona centro y se dirigía hacia el sur d
a ciudad por el periférico. Era usábado soleado. Hubiera sido perfectpara ir al tianguis del Chopo. O cualquier otro lugar.
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—¿Y cómo fue que le sacaste ldirección?
—Eso no fue tan difícil. Le dijque quería ir a su casa a romperle lovidrios y que no me acordaba de ldirección.
—¿Y ya con eso te la dio? —El tipo estaba convencidísimo d
que Guntra es el asesino, Serch. Me dij
que, cuando lo vio en las noticias, salegró de que lo hubieran agarrado.
Sergio y Pereda volvieron
mirarse a través del espejo. El chofer npudo evitar opinar: —Es muy posible que sí sea e
asesino. Y que no viva solo. ¡Y ustedes
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par de mocosos insensatos, vaderechito a su casa! ¡A ver si noerminan despellejados en un saco!
—Ya, Pereda —volvió a rezongaJop—, ni aunque quieras asustarnovamos a echarnos para atrás, ¿verdad
Serch?Sergio hubiera querido decir qu
Pereda tenía razón, que lo mejor era n
meterse en aprietos innecesarios. Perera precisamente la posibilidad de quGuntra sí fuese el autor de los crímene
a que los tenía en camino. Sergio npodía simplemente desentenderse decaso. No cuando la policía estaba taperdida y él podía tal vez ayudarles
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encontrar una pista. Ya ni para quépensar en la amenaza que le había hechGuntra cuando ayudó a que lcapturaran. De pronto se imaginó Farkas advirtiéndole por teléfono que nhiciera tonterías, así que prefirió apaga
su celular. Tenía que seguir adelante.Pereda abandonó el periférico a l
altura de Tlalpan y condujo hacia e
centro de la delegación. Luego, dejatrás el centro y comenzó a zigzagueapor estrechos callejones de colonia
pobres hasta que se terminó el caminoMás allá del borde de la calle iniciabun bosque. El chofer apagó el auto.
—Me da mucho gusto ver que l
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dieron una dirección falsa, niño Alfredo—rió, mostrándole el papel—. Estcalle sólo llega hasta el número 23. Yaquí dice número 500.
Jop palmeó en el hombro a Pereda través del asiento.
—Yo inventé ese número, PeredaEl que habló conmigo en el chat me dijque Guntra vivía en una casa de pur
madera al final de esta calle.Pereda hizo bola el papel y lo ech
dentro del cenicero del auto. Sergi
miró a través del parabrisas. Una gracasa solitaria de dos pisos se encontraben el inicio del bosque. No era difícidentificarla: alrededor de puertas
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ventanas estaban los sellos de la policípara clausurar el lugar. El ambiente erextrañamente tenebroso. El sol ya shabía ocultado detrás de algunas nubenegras que, minutos antes, no se veíapor ningún lado.
—No creo que puedan encontranada ahí —intentó desanimarlos Pereda
—Tú nada más no le quites la vist
a la casa —le ordenó Jop—. Si nos vesalir corriendo y un hombre con unsierra eléctrica viene detrás de nosotros
enciende el coche. —No es gracioso —respondió echofer, a sabiendas del tipo de películaque veía Jop, muy poco aptas para s
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edad.Se apearon del automóvil
caminaron al borde de la calle. Era uncolonia miserable. Un par de niñopequeños sin zapatos les estorbaron epaso. Estaban sucios y sin sonris
alguna. —Hola, ¿saben quién vive ahí? —
preguntó Jop, tratando de ser cordial.
Los niños no respondieron. Uno dellos mostró una palma desnuda y Jop lobsequió diez pesos. Se hicieron a u
ado. —Esto no me gusta nada —dijSergio, en cuanto pisaron el céspecrecido que conducía a la casa. U
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fuerte viento surgió a través de loárboles que flanqueaban el amplinmueble de madera oscura y vieja.
—A mí tampoco.Sergio pudo notar en la voz de Jop
que ya se estaba arrepintiendo de l
aventura. Ya se veía ingresando a lacasa del asesino él solo. De todomodos, era algo para lo que ib
preparado mentalmente. Quismaginarse cómo sería todo eso s
contara con un héroe a su lado, si su sol
compañía le ayudaría verdaderamente aceptar más su condición de mediador si seguiría sintiendo el enorme peso dun deber que nunca había pedido.
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La casa no era nada pequeña. Teníados pisos, una gran puerta frontal, variaventanas sin vidrios y un auto deportivúltimo modelo estacionado a un costadocon todas las llantas desinfladas. Eviento mecía las cortinas del interior e
forma siniestra. Y algunos de los sellode la policía ya estaban rotos. Unpalabra estaba escrita con pintura roj
por todos lados, aun en el automóvilmientras más se aproximaban, más clarse hacía el mensaje: “Asesino”. L
palabra aparecía repetida una y otra vez —Al menos ahora sabemos quGuntra vive solo —dedujo Sergio—
adie puede vivir en ese lugar hech
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rizas.Siguieron aproximándose. A cad
paso aumentaba cierta sensación yconocida por Sergio, un sentimiento quno le gustaba nada y que le ayudaba detectar invisibles peligros.
Por fin llegaron a la base dmadera frente a la gran puerta de doblhoja. El viento era cada vez má
agresivo con ellos. Ahora tenían qucerrar los ojos por culpa del ventarrón a casi estaban gritando para pode
escucharse. —¿De veras quieres entraconmigo? —preguntó Sergio.
—¡La verdad, no! ¡Pero no quier
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quedarme acá afuera solo!Sergio le hizo una seña y fuero
hacia la ventana más próxima. Hicieroa un lado el sello de la policía arrancaron algunas de las puntas de lovidrios rotos. Sergio puso la rodill
zquierda sobre el borde y se impulsóEn cuanto estuvo dentro le ofreció lmano a Jop, más bajito y con mayore
problemas para ese tipo de escaladasJop cerró los ojos y así los mantuvo ecuanto puso los pies sobre el pis
nterior de la casa. —Abre los ojos, Jop —le pidiSergio—. Necesito que me ayudes buscar.
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—Prométeme que si los abro nvoy a ver los cuatro cráneos de loniños muertos.
Sergio dejó escapar una leve risa. —No seas burro, Jop. ¿Tú cree
que si Guntra hubiera dejado los cráneo
a la vista de todo el mundo no lo habrísentenciado ya la policía?
Jop se animó a abrir los ojos. S
enfrentó a una casa común y corrienteLa única singularidad era el desordenHabía grandes destrozos, la mayoría d
as cosas estaban rotas o fuera de sugar. Se veía que, en cuanto la policíhabía dejado de montar guardia, la genthabía hecho de las suyas tambié
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adentro. —Se me hace que no vamos
encontrar nada de interés. Mira qurelajo —sentenció Jop.
Caminaron hacia el interior apenaluminado, tratando de distinguir alg
que valiera la pena entre todo eiradero. Los muebles estaban rajado
con navaja, los adornos y cuadros, en e
suelo, la televisión estaba rota. Nobstante, no había nada que pudierndicar que esa era la casa de u
despiadado asesino de niños.El viento corría también adentrodada la falta de cristales en las ventanasSergio miró su reloj: eran las once
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media de la mañana pero parecían laseis de la tarde.
—¿Por qué estará tan oscuro? —satrevió a preguntarle a Jop.
—No sé, pero no me gusta nadaHay que apurarnos.
—Yo busco en el piso de arriba yú en éste.
—No me quiero quedar solo
Serch. —Sí, pero ni modo. Además, no
hay nadie, no tengas miedo.
Jop asintió pero, antes de quSergio subiera las escaleras hacia eprimer piso, preguntó:
—Y si no estamos buscando cuatro
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cráneos, ¿entonces qué? —Cualquier cosa que nos pued
decir quién es en realidad Guntra, algque nos permita continuar investigandoUna agenda, una foto, lo que sea.
Se separaron. Sergio se enfrentó
en el piso de arriba, a una casgualmente ordinaria. Había do
recámaras y, en la que parecía ocupa
Guntra, no había, a la vista, ningúdetalle que llamara la atención. Inclusenía carteles de coches de carreras
varios discos de grupos de música popTodo estaba igualmente destruido, peroera fácil imaginar una casa común pesal desastre.
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Sergio se dio a la tarea de revisapor todos lados, en los papeles del suel en los que quedaban en los cajone
arrancados a la fuerza. Había, sí, variodocumentos del negocio de fotografíapero nada que indicara que Guntr
estuviera implicado en los asesinatosComprendió Sergio por qué la policíestaba tan desconcertada.
Revisó ropa, zapatos, anaqueles aun dentro del baño. Hasta levantó lapa del excusado. Nada. Entonces, l
acometió un ligero temblor en lobrazos. Uno que ya conocía bastantbien. Miró en todas direcciones. Ercomo si Guntra estuviera presente. Él
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algún otro demonio. No le gustó nada epresentimiento.
Siguió revisando. Buscó mosaicpor mosaico, en el piso del baño, algunque estuviera flojo y sirviera comescondite. Nada. Comenzó, a gatas,
hacer lo mismo con las duelas del pisde madera de las habitaciones. Nada.
Y, de pronto, una idea.
—¡Claro! ¡Ya lo sé!Se levantó inmediatamente y baj
as escaleras a toda prisa. Se encontró
Jop con la cara metida en erefrigerador. —Guácala. Esta mantequilla deb
ener como mil años. Mírala, ya est
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verde. —Claro. ¿Y sabes por qué? Porqu
Guntra no vive realmente aquí. Esta cases una pantalla.
—¿Tú crees? —Estoy seguro. Un infeliz como é
no puede tener patitos de porcelansobre una mesa de centro. No es sestilo.
Jop miró hacia donde le señalabSergio. En efecto, un patito hechpedazos se encontraba a los pies de l
mesa de centro de la sala.El viento arreció. Las cortinas eraevantadas casi horizontalmente.
Sergio miró detrás de la puerta d
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a cocina como si supiera hacia dónddirigir la vista. Sintió que el vienthelado se le metía bajo la piel y lrecorría todo el cuerpo. Frente a épegada a la pared, estaba la tablita de lque pendían todas las llaves de la casa
as de todas las puertas y cajones, la deauto último modelo. Y, entre ellas, unacon forma de león visto de perfil.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jop. —Guntra tiene otra casa, pero n
iene registros ni nada que nos lleven
ella. Una de esas llaves abre esa casa.Sergio descolgó la llave antigua eforma de león. Volvió a sentir el temblopero ahora más fuerte. Ya era un
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escalofrío, una posible certeza. —Ya había yo visto antes est
lave, Jop. —¡Cómo! ¿Dónde? —¿Te acuerdas del prime
fantasma que se me apareció en l
escuela? Él la llevaba en la mano. —¡No inventes!Pero el escalofrío no se iba. Y
Sergio, repentinamente, estuvo seguro dque no tenía nada que ver con la llaveCorrió a asomarse por la ventana. A la
distancia, recortada por las nubes, viuna figura negra de grandes alapuntiagudas volando hacia la casa.
El verdadero terror.
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—¡Dios mío! —¡Qué! ¡Qué viste! —¡No tenemos tiempo que perder
Hay que escondernos! —¡Por qué! ¡Qué pasa!Sergio sabía que no podían corre
fuera de la casa porque serían vistosPero probablemente tampoco era buendea salir de la cocina. En un rápid
movimiento, sacó del refrigerador lcomida putrefacta y las parrillas. Arrojóodo al suelo para abrir espacio.
—¡Rápido, Jop! ¡Métete!Jop prefirió obedecer. Tras él sentrodujo Sergio y, con un certero jalón
cerró la puerta.
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—¿Me vas a decir qué pasa? —lpreguntó su amigo.
—¡Sssshhhhh! No tuvo que explicar demasiado
Al instante escucharon ruidos en la casaUn estrépito. Y luego, pasos. Jop se
puso a rezar quedito, pero Sergio le tapa boca. El frío en el refrigerador
aunado al miedo que sentían, los puso
emblar a los dos incontrolablementeEscucharon una voz grave, profundacomo si proviniera de una monstruos
garganta. —Maldita gente estúpida.Luego, un buen escándalo. El de l
voz comenzó a patearlo todo, a destrui
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o poco que quedaba en pie o en unpieza. El refrigerador se cimbró peropara su fortuna, no fue abierto. A esosiguió un espeluznante rugido, uno comninguno de los dos niños habíescuchado jamás. Después, el silencio
Un silencio sepulcral.Esperaron diez minutos más. Die
minutos que les pareciero
nterminables, tratando de no haceruido, procurando calentarse las manocon sus alientos. Pero Sergio pudo deci
que ya no estaban en peligro únicamenthasta que pudo afirmar que estabasolos de nuevo. Era algo que no podíexplicar, pero sí podía asegurarlo.
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Empujaron la puerta y salieronAmbos temblaban de frío. La cocinestaba sola pero era evidente que habíaenido una muy inusual visita. Lo
destrozos eran mayores por todos lados —Qué... fu-fu-fue... e-e-eso... —
preguntó temblando Jop. —No c-c-creo que quieras saberlo —¿A qué habrá venido?
—Tengo una teoría —dijo Sergio.Fue directamente a la pared. L
abla de las llaves ya no estaba en s
ugar, había sido arrancada. Se arrodillóa agrupar las llaves que habían caído asuelo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
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—Falta una llave, Jop. —¿Entonces...? —Supongo que sólo a eso vino. A
recuperar las llaves de su otra casaSólo que... por lo visto, le dio muchcoraje no haberlas encontrado todas.
Se escucharon golpes en la puertaGolpes furiosos que los hicieron saltadel susto.
—¡Muchachos! ¡Niño Alfredo¿Están bien? ¿Qué fue ese ruidoMuchachos! ¡Abran! ¡Abran!
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Capítulo veinticuatro
Jop y Sergio comieron juntos en un locade hamburguesas de Perisur. Estuvierocomentando la aventura largo rato baj
a rabiosa mirada de Pereda. Sergio ndejaba de mirar la llave, aunque nestuviera seguro de que ésta lo pudier
conducir a algo. Ahí mismo, mientracomían, ocurrió un incidente qudesconcertó a Sergio y que n
comprendería hasta algunas horadespués: una señora, con cierta rabimetida en los ojos, se acercó a su mes lo abofeteó sin decir palabra.
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A las cinco de la tarde ssepararon; Jop llevó a Sergio a unparada del metrobús pues tenía quhacer algunos encargos de su mamágualmente, en el metrobús, la gent
parecía mirar a Sergio con un rencor qu
no alcanzaba a entender.Cuando llegó a la calle de Roma
Brianda lo estaba esperando en la plaza
Lo abordó al instante, antes dpermitirle entrar a su edificio.
—Checho. ¿Ya supiste?
En su rostro había una enormpreocupación. Sergio sintió que ecorazón le daba un vuelco. Nada buenpodría venir después de tal pregunta.
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—¿Qué? —Hubo un quinto asesinato.Sergio sintió como si le hubiera
dado un golpe en la cara. —¿Cómo supiste? —Lo están informando en todos lo
noticieros. No conversaron más. Sergio s
dirigió a su departamento, seguido po
Brianda. Cuando llegaron, Alicia yenía encendida la televisión.
—¡Sergio, te voy a matar! ¿Por qu
apagas tu celular? —Es que Jop me invitó al cine —mintió rápidamente Sergio—. Y se molvidó volverlo a prender.
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—El teniente Guillén te ha estadbuscando. Y yo también. Eres unnconsciente —lo regañó su hermana.
—Perdón. —Últimamente pides perdó
demasiado. Ven, siéntate. Tienes que
enterarte.Tanto Sergio como Brianda se
unieron a Alicia frente al televisor si
siquiera cerrar la puerta dedepartamento. Una niña llamada Marídel Socorro Marín Reyes habí
desaparecido en la mañana y, a las dode la tarde, habían entregado en su casaen la colonia Doctores, sus restosanguinolentos en una bolsa. Todo
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menos el cráneo. El saco era idéntico os otros. El asesino era el mismo.
—Así que ahora fue una niña… —dijo, desolado, Sergio.
—La policía no tiene al verdaderasesino —concluyó Alicia.
Pero Sergio estaba callando otrdetalle que había percibido en seguida
o se trataba de una niña cualquiera, s
rataba de una niña de su propia escuelael instituto Isaac Newton.
Brianda abrazó a Sergio al ve
cómo se le descomponía el rostro. Éstno le quitaba la vista a la pantalla, a loojos de la niña identificada, su largcabello, su piel morena, al llanto de lo
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padres y la hermana mayor. Se sentíverdaderamente horrible.
—Soy un idiota —rompió esilencio.
—No digas eso —trató dconfortarlo Brianda.
—Sí, lo soy. Nunca debí señalar Melquiades Guntra si no estaba segurde que él era el asesino. Si no tení
pruebas. Sólo hice que la gente sconfiara. Esa niña está muerta por mculpa, porque sus padres la descuidaron
—En todo caso, la culpa es de lpolicía por no poder con el caso —dijAlicia—. Y por haberte involucrado.
Sergio no recordaba habers
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sentido más decepcionado de sí mismen toda su vida. Quería llorar pero npodía. En su corazón sabía que Guntrera responsable, pero su instinto npodía engañar a su mente, a surazonamientos. La falta de pruebas par
nculparlo había sido determinante. Easesino había atacado otra vez mientraGuntra estaba en la cárcel. Imposibl
seguir con esa teoría. Había que seguinvestigando por otro lado.
—Te lo dije. Quiero que te olvide
para siempre de todo esto —dijo Alici—. Te está haciendo daño. El tenientcomprenderá.
—De hecho, el teniente está d
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acuerdo —dijo una voz mientraatravesaba la puerta. Era Guillén—. Nes tu culpa, que te quede claro —insistiel teniente.
—Pues no todo el mundo piensa as—musitó él—. Hace rato, una señora e
a calle me dio una cachetada.De pronto nadie supo cóm
confortar a Sergio ante una señal ta
clara de desprecio como esa. El silencise adueñó de la estancia.
—Teniente... —dijo Sergio
súbitamente— ¿puedo hablar con usteen privado?El teniente miró a Alicia, quien
con una venia, dio su aprobación. Sergi
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fue hacia su cuarto y el teniente lsiguió. Una vez dentro, cerraron lpuerta. Sergio se sentó en el banquillde su batería, el teniente sobre la cama.
—Tu hermana tiene razón —abrióplática el teniente—. Te equivocaste
pero no es tu culpa. Todos cometemoerrores.
—Sí, pero... no es lo mismo cuand
un error cuesta vidas.A Guillén le sorprendió l
respuesta de Sergio. Verdaderamente se
sentía responsable. Tenía que pensacómo ayudarlo con esa culpa. —¿Qué querías decirme?Sergio tomó aire y se preparó. N
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sería fácil hablar con Guillén de lo quenía en mente. Sólo lo había hablad
con Jop y con Brianda, nunca con unpersona mayor. Temía alguna reacciónnegativa.
—¿Recuerda que alguna vez m
dijo que el caso parecía tener algo dsobrenatural?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues es cierto. Hay fuerzasobrenaturales detrás de los crímeneseniente.
Guillén levantó las cejassorprendido. Ése no era el Sergio quconocía. No era el muchacho que todo lrazonaba y que procuraba encontrar un
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explicación para lo aparentementnexplicable. De pronto sintió pena po
él. Tal vez ya estaba siendo afectadomentalmente. Aun así, procuró nodenotar asombro.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué pensaría si le dijera quGuntra no es una persona normal, sinun demonio?
“Pensaría que ya perdiste lcabeza”, pensó Guillén, pero se reservesta respuesta.
—No te entiendo —dijo, ecambio. —Un demonio tiene cualidade
especiales. Puede hacer cosas que un
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persona normal no puede. Por ejemplo.un demonio podría abandonar la cárcecometer un crimen y volver antes de qudescubrieran su ausencia.
Guillén se cubrió la cara coambas manos. Se odiaba a sí mismo po
haber metido a Sergio en ese casoOdiaba al anónimo individuo que lohabía puesto en contacto. Ahora veía la
consecuencias de involucrar a umuchacho inocente en sangrientoasuntos que sólo conciernen a la policía
—¿Qué estás tratando de decirme¿Que Guntra cometió el crimen a pesade que lo teníamos encerrado?
—Digo que es posible.
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Guillén no quería molestarse. Afinal, todo era culpa suya. Sergio era unsimple víctima de los acontecimientos.
—Sergio... aun suponiendo quuvieras razón, que Guntra fuera u
demonio, te juro que lo hemos tenid
bajo estricta vigilancia siempre. Sólcuando va al baño no lo vigila uncámara.
—¿A qué horas desapareció lniña? —preguntó Sergio, tratando dhacer que todo tuviera sentido.
—Como a las nueve de la mañana. —¿Y cómo a qué horas entregarosus restos?
—Esta vez Nicte actuó realment
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cuando entró al baño. Es cierto que sardó, pero porque dijo que se sentí
mal del estómago.Sergio no pudo evitar recordar l
visita que les habían hecho a él y a Jopen la casa de Guntra exactamente a es
hora. —Dígame una cosa… ¿ese bañ
iene ventana al exterior?
—Sí, la tiene. Pero... ¡por DiosSergio! ¿Te das cuenta de lo que estásugiriendo?
Sergio comprendió que sería inúticontinuar. Distraídamente tomó una dsus baquetas. Probablemente tenía razóAlicia y ya era tiempo de volver a s
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vida. —Discúlpame, Sergio —insistió e
eniente—. No creo que valga la penseguir pensando en Guntra como easesino. Y mucho menos que quieraseguir sosteniendo tu teoría con ese tip
de invenciones. Te equivocasteadmítelo.
Sergio se sintió deprimido.
—Perdón. Quise decir... que noequivocamos —corrigió Guilléndándole un afectuoso apretón en u
hombro.En el fondo, Sergio sabía quGuillén tenía razón, que era muy posiblque Guntra sólo fuera un demonio y n
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el asesino. Pero no era eso lo que lhacía sentir tan mal, sino la reacción dGuillén. Confirmaba su teoría de que eeniente nunca había creído realmente e
él y sólo lo había utilizado como urecurso desesperado ante la falta d
pistas. Se sintió completamente soloncluso renunció a la idea de pedi
protección. Sabía que Guntra, al se
iberado, sería capaz de ir tras él había pensado en pedirle al teniente qupusiera a un policía a vigilarlo. Pero y
no se sintió con ánimos. —Tiene razón, teniente. Lo sientomucho.
—No te preocupes. Tú queda
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iberado del caso. Yo, en cambio, tengoque seguir buscando al asesino. Salguien se siente mal soy yo. Por habesido tan inepto y por haberte metido eesto.
Sergio dejó escapar un nuev
suspiro de desánimo. No podía dejar dpensar en lo que le había dicho Farkacuando le preguntó si Guntra era e
asesino: “tú mismo puedes contestartesa pregunta”. ¿Era o no era el asesino¿Por qué no podía afirmarlo ni negarlo
Por otra parte, tampoco podía quitarsde encima la ecuación fallida: 2+2=3con la que Farkas se había burlado de lconclusión a la que había llegado. Tenía
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que resolver el misterio, pasara lo qupasara.
Sonó el teléfono de Sergio. Nsiquiera le sorprendió recordar que llevaba apagado. Ya sabía de quién serataba. Un mensaje apareció en l
pantalla.
Ánimo, mediador. No todo es tan
malo. Responde a esta pregunta¿Quién se muere en La profecía? Ahestá la clave de todo.
Sergio sonrió levemente. En cuantmiró el mensaje, el celular volvió apagarse.
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—¿Quién era? —le preguntGuillén.
—Era Jop, preguntándome si mgustó la película que vimos hace rato.
—¿Y te gustó? —No mucho.
—¿Por qué? —No me gustan las películas d
vampiros.
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Capítulo veinticinco
Guntra se encargó de que todo el mundse enterara, cuando lo liberaron, de ldemanda que pensaba entablar contra e
sistema de justicia mexicano por habeviolado sus derechos. Su rostro aparecien todas las primeras planas echand
espuma por la boca. Y desde emomento en que el demonio puso un pien la calle, la tarde del domingo, Sergi
volvió a tener miedo. No dejaba dmirar por la ventana de su cuarto durmió terriblemente mal: sus sueñoestuvieron colmados de todo tipo d
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feroces engendros. El lunes intentfingirse enfermo. Estaba seguro de qusólo era cuestión de tiempo que Guntrse decidiera a atacarlo yprobablemente, matarldespiadadamente. Pensaba que en l
escuela se sentiría más desprotegido por eso hubiera deseado no ir. PeroAlicia no le permitió faltar; ella, por e
contrario, creía que le haría bien volvea su vida normal.
Sin embargo, desde que lleg
Sergio a la puerta de su escuela, se dicuenta de que no era buena idemostrarse en público tan pronto. Epadre de uno de los alumnos no tuv
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ningún reparo en bajar del auto enfrentarlo:
—¿Tienes alguna idea de por quel asesino escogió a una alumna dnuestra escuela? ¿No se te ocurre qupuso sus ojos en nosotros gracias a ti?
Sergio enmudeció. Intentó seguir dargo pero no pudo.
—Ya se me hacía muy increíbl
que un niño cualquiera pudiera ayudar a policía.
Sergio quiso continuar avanzand
pero ya se habían congregado, en torno él, otros padres y algunos alumnos. —Mi papá dice que va a poner un
queja —exclamó un niño de segundo—
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porque la policía nos ha expuesto odos a un peligro, ¿cómo dijo?, ah snnecesario.
—Yo nada más vine parnformarme si van a cerrar la escuela —
afirmó también un alumno acompañad
de su mamá.Sergio no sabía cómo enfrenta
oda esa hostilidad. Para su fortuna
legó la profesora Luz. —Ya veremos si se suspenden o no
as clases —sentenció ella—, mientra
anto, les pido que pasen todos a suaulas. Tú, Sergio, acompáñame.Entró a la escuela y Sergio l
siguió sin dejar de notar el crespó
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negro que ya habían colgado encima da puerta principal, anunciando que l
escuela entera estaba de luto. Se sentíapesadumbrado y ya estaba arrepentidde no haberse quedado en casa. Lmaestra lo llevó a su oficina y cerró l
puerta. —Bien... al final tuviste y n
uviste razón —dijo.
Sergio comprendió a qué se referíao tuvo razón en pedir que apresaran
Guntra; tuvo razón en dudar si él sería
verdaderamente, el asesino.Sobre el escritorio de la directorhabía un periódico con una foto dMaría del Socorro, la quinta víctima, e
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a primera plana. Sergio la recordvagamente. Era del salón “C” de primegrado. Y en una ocasión había queridoayudarlo a subir las escaleras.
—Me siento muy mal. Todos modian —declaró. Y, por primera vez
desde el día anterior, la culpa loabrumó. Una lágrima resbaló por smejilla izquierda—. Disculpe, maestra.
—No te disculpes. Yo también heestado reprimiendo el llanto desdayer...
Guardaron silencio por un mubuen rato, hasta que Sergio se sintimejor.
—Maestra, quiero pedirle un favo
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enorme. Bueno, en realidad son dofavores.
—Veamos. —El primero... que me permit
faltar a clases el día de hoy. —Por eso ni te preocupes. Vamos
cerrar la escuela de nuevo. —Bueno... entonces el segund
favor. Es algo un poco más difícil. Y s
se niega, lo entenderé.La directora lo instó a hablar co
un gesto.
—Quiero que me dé la direccióde María del Socorro.Ella no supo qué responder. Lo
datos de los alumnos se consideraba
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confidenciales y, en un caso como ésese volvía aún más importantconservarlos así.
—¿Para qué la quieres? —Sé que podría decirle que piens
levarle flores... pero usted es mu
nteligente y estoy seguro de qucomprenderá.
—Bien. Digamos que vas a llevarl
flores. De lo demás... tú sabrás.Tecleó algunos datos en la
computadora, copió la dirección a u
papelito y se lo entregó a Sergio. Luegolevó una mano a su bolso y le extendiun billete de doscientos pesos.
—Mi cooperación para las flores.
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—Gracias. —Quédate aquí mientras convoco
odos al patio. En cuanto veas que eprudente, vete de la escuela sin avisarla nadie.
La profesora Luz abandonó s
despacho, no sin antes darle unpalmada en la espalda. Al poco tiempoSergio escuchó que ella convocaba, po
as bocinas de la escuela, a todo ealumnado al patio. En cuanto estuvieroodos formados por grupos, la maestr
comenzó a comunicarles “los graveacontecimientos que ensombrecían laactividades de la escuela”. Sergiaprovechó para salir del despacho y d
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a escuela. Llevaba el ánimo por losuelos y el corazón encogido. Pero ndudó de lo que tenía que hacer.
En cuanto llegó a su casa se quitel uniforme y se puso su único trajecasualmente negro, intentando verse l
más formal posible. Se anudó uncorbata. Luego, se preparó mentalmenteSi la familia de Socorro o la policía s
oponían a que revisara las cosas de lniña, no podría llevar más lejos lnvestigación. Pero no tenía mejor pla
que ése. Además, en cierta forma, squería disculparse con los padres.Salió de su casa y sintió un gra
mpulso por irse a sentar a la plaza
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Luego, el impulso lo llevó a pararsfrente a la estatua de Giordano Bruno comenzar a hablarle. Con timideprimero, luego con decisión, inició unplática que poco a poco lo hizo sentimejor.
—Dice Brianda que puedeescuchar. Yo no sé si sea cierto. Pero ssé que fuiste un gran pensador. Alguien
que confió tanto en sus ideas como parmorir defendiéndolas. Por eso te pidque me ayudes a resolver esto. Esto
seguro de que puedo hacerlo si mayudas a recuperar esa pieza que mestá faltando. Por favor. Últimamente mhan pasado muchas cosas inexplicables
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Pero sé que, en el fondo, puedo resolveesto con la cabeza, sin importar otro tipde sentimientos que también mabruman, como el miedo o la feAyúdame, Giordano, por favor.
—¿Ya te volviste loco? ¿Le está
hablando a una estatua?Sergio giró el cuello. Era Brianda
con el tutú puesto. Tampoco había ido a
a escuela. No pudo evitar sonreír. Émismo le decía, con mucha frecuenciaque estaba loca por hablarle a un
estatua. —¿Tus papás tampoco te dejaron ia la escuela?
—No. Y tampoco me dejan anda
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contigo. Ya se enteraron de que la niñamuerta iba en tu escuela.
—Lo siento. —No te apures. Yo le hablo a
quien yo quiera y ando con quien yquiera, aunque me castiguen.
Sergio suspiró. Sintió que debíagradecerle el gesto a Brianda pero nencontró las palabras. El panorama er
an negro que aun expresarse le costabrabajo.
—Son las cosas que hacen la
novias por los novios, ¿no? —agregella—. ¿Y por qué estás tan guapo? —Te voy a pedir un favor enorme.A Brianda no le gustó el tono d
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Sergio. —No vayas a hacer tonterías
Checho. ¿A dónde vas con ese traje? —Es una pista que me dio Farkas
ecesito que veas completa La profecía me digas quién se muere en l
película. —¿Estás loco? ¿Qué bobada e
esa? ¿Por qué no se lo pides a Jop? É
debe haberla visto un millón de veces. —No fue hoy a la escuela. Sient
que si le llamo lo voy a meter e
problemas. —¿Y adónde vas con ese traje? —En cuanto tengas los nombres
me llamas al celular y me los dices
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¿sale? —¡Claro que no! ¡Si no me dice
adónde vas no hago nada! —Ni yo mismo lo sé, Brianda
Primero voy a la casa de la niña que smurió. Luego… no sé. Depende de l
que encuentre. —Te acompaño, mejor. —No. Tus papás tienen razón
Puedes correr peligro. —No me importa. —Nos vemos luego. Te encargo
Es muy importante. —Si te pasa algo, ya no quiero seu novia.
—Adiós.
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—¡Es en serio!Sergio se dio la vuelta y camin
por la calle de Roma, en dirección haciAvenida Chapultepec para, de ahílegar a la colonia Doctores. Tenía la
esperanza de que los familiares y
hubieran vuelto del sepelio. Tenía laesperanza de que todo se resolvierpronto. La plaza de Giordano Bruno s
veía muy bien sin el hombre del abrigoQuería recuperar el mundo simonstruos ni demonios acechantes
Quería que todo fuera como antes, qusus miedos fueran más fáciles, mácontrolables.
—¡Chechooooo!
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El grito de Brianda apenas lalcanzó cuando dio la vuelta a lesquina. Decidió apurar el paso.
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Capítulo veintiséis
Cuando legó a la casa de María deSocorro, le sudaban las manos, pese que llevaba en éstas las flores que habí
comprado con el dinero de la directoraTambién se había preparadomentalmente para cualquier cosa, que l
corrieran de la manera más grosera que admitieran sus disculpas. Pero ndejaba de sentirse nervioso. Y e
corazón no cesaba de latirlapresuradamente. Al menos no habíreporteros ni gente de los medioacechando el lugar.
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Llamó un par de veces al timbrexterior de la unidad habitacional. Apoco tiempo, una voz surgió de lbocina.
—¿Quién? —Buenos días. Vengo a darle e
pésame a la familia.La puerta exterior fue liberada
Sergio entró. Sabía que, en cuanto l
vieran llegar, probablementreaccionarían de un modo muy distintoPero no podía amedrentarse. Estab
consciente de que no podría hacer nadsi no echaba un vistazo a las cosas dSocorro. Y ésa era su únicoportunidad: colándose al interior de s
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departamento.Caminó por el solitario pasillo
hacia el edificio en donde se encontrabel departamento de la quinta víctimaPero casi en seguida comenzó a sentimiedo, ese miedo que delataba l
presencia de algún ente maligno. Srespiración se entrecortó, el sudor en lasienes apareció. Estaba seguro de qu
algo o alguien, en alguna zona cercanae producía tal angustia.
Miró hacia arriba, hacia el quint
piso del edificio B, donde debía estar edepartamento de María del Socorro. Eruna unidad habitacional de clase bajade departamentos pequeños y si
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estacionamientos a la vista. Sergisupuso que la familia de su ecompañera habría hecho grandesacrificios para tener a su hija en lescuela Isaac Newton en vez de algunescuela pública. Se sintió mal. Algun
esperanza habrían puesto en ella supadres, una esperanza que ahora shabía ido para siempre.
Volvió a sentir miedo. Mientraevantaba la mirada, vio que, a través das escaleras del edificio, a descubierto
bajaba una persona de cabello largoUna persona de traje negro y con muchprisa. El miedo se aceleraba. El corazóe indicó que no estaba equivocado, qu
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el miedo era cierto, que era tangible.Se detuvo a mitad del pasillo, ante
de llegar al edificio. Contempló a lfigura bajar los cinco pisos. Lo supcasi al instante, pero no queríadmitirlo. Pensó qué tan bueno serí
echar a correr, salir de la unidad oesconderse tras los jardines del lugar
o obstante, se quedó petrificado, ancl
sus pies al pasillo como si estuvierpresto a recibir el golpe de un furiosvendaval.
Al fondo del pasillo apareciMelquiades Guntra. Su gran melendescuidada flotaba a cada paso qudaba. Sus ojos claros, de un colo
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muerto, se posaron al instante en los dSergio. Iba vestido de luto. Y habíasalido de la casa de la familia Marín.
Sergio se quedó de pieesperándolo, con las flores en la manocon la mirada fija en los hórridos ojo
del demonio.Estaban totalmente solos. Nadie lo
veía. Sergio sabía que su miedo podí
convertirse en terror en cualquiemomento, pero confiaba en que no sdesmayaría. Había olvidado lo terribl
que era la mirada de Guntra, lespantosa que podía ser su faencolerizada. Estaban solos en epasillo. Y no sabía a qué se estab
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arriesgando al permanecer ahí. “Puedsoportar el terror. Puedo soportar eerror”, repitió en su mente.
El demonio dio un par de zancada llegó hasta Sergio.
—Nos volvemos a encontrar
mediador.Sergio apretó las flores. No querí
que Guntra notara su miedo.
—¿Qué haces aquí? —se atrevió decir.
—Me sorprende lo bien que tolera
a fetidez diabólica, mediador. Estábien entrenado —su voz erespeluznantemente grave, sobrenaturaParecía surgir de lo más profundo de
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averno. —Te pregunté qué haces aquí. —Vine a ponerme al servicio de l
familia. Tanto ellos como yo somovíctimas de los imbéciles que no sabehacer su trabajo. Tú sabrás algo de eso
mediador. —No estoy equivocado. Sé que n
estoy equivocado. Tienes algo que ve
en esto y lo voy a probar. —¡Ja, ja, ja, ja! —ri
escandalosamente Guntra—. Supong
que estarás esperando que me ponga emblar de miedo.Puso una rodilla en tierra par
poner su convulso rostro frente al d
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Sergio. De pronto la cara ya no erhumana, era la de una aberracióespantosa: los ojos se volvierocompletamente blancos, los colmillocrecieron y la lengua se volvió bífidaSergio sintió el golpe de su repugnant
aliento, pero no se movió un milímetro. —Sé dónde vives, mediador. Esto
detrás de ti. Tienes los días contados...
Sergio toleró la cercanía dedemonio como si estuviera viviendo unpesadilla y pudiera despertar en breve
ncluso se mantuvo firme ante lpavorosa amenaza de Guntra. Quizás sestaba siendo entrenado. Oprobablemente sólo fuera que cada dí
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se convencía más de que sí valía la penpelear por un mundo sin demonios.
—Creí que los vampiros no salíade sus cuevas durante el día.
Guntra acarició el cuello de Sergicon vehemencia. Los dedos, de pronto
eran largas extremidades que terminabaen uñas puntiagudas. Le acercó más erostro y olisqueó el cuello. Luego dej
salir una profunda carcajada que apagsúbitamente.
—Deberías olvidarte de eso
cuentos medievales, mediador, y abribien los ojos. Soportas bien el terror…pero, por lo visto, no sabes nada dnada.
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—Me tengo que ir.Guntra se puso de pie. Su rostro y
comenzaba la metamorfosis inversa, yvolvía a ser el de una persona.
—La única razón por la que no tdevoro aquí, mediador —dijo Guntr
pausadamente— es porque quierhacerlo con toda calma. Quiero hacertpasar por el más insoportable terror qu
hayas experimentado jamás. Quiero qucontemples tu dolorosa muerte como sve a la noche sobreponerse al día.
—¡Dije que me tengo que ir! —exclamó Sergio, y se hizo a un lado parcontinuar avanzando por el pasillo.
Guntra, entonces, volvió a poners
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de pie. Se alisó el traje, se pasó unmano por el cabello y también continusu camino hacia el exterior de la unidacomo si fuera una persona normacivilizada.
Sergio comenzó a subir la
escaleras con paso decidido hasta quescuchó, a la distancia, la puerta de lunidad habitacional cerrarse; Guntra y
se había marchado. Entonces, se detuvoSe recargó contra una de las paredes comenzó a llorar. El terror le oprimía e
pecho. Le cortaba la respiración, ldetenía la sangre. Casi podía sentir locolmillos de Guntra sobre su piel. Nquería pasar por todo lo que estab
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viviendo. Quería salir corriendo olvidarse para siempre de todo, dcrímenes nefandos, de libros malditosde hombres lobo y otras alimañas. Eese momento estaba seguro de que noleraría un grado de terror más; estab
seguro de que Guntra, al final, le daríalcance y cumpliría su amenaza. Pensque su muerte sería horrible y que n
enía escapatoria. Pensó que estabnmensamente solo, que no habría jamá
consuelo alguno para él, que todo estab
perdido. —Sergio, ¿qué haces aquí?Y entonces, sin levantar la vista
sintió una oleada de inexplicable alivio
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Fue como si alguien lo levantara ebrazos y lo sacara de un negro océanque amenazaba con tragárselo. Como ssaliera de la lluvia y entrara en casacomo si dejara atrás para siempre lpeor de las tormentas
ncomprensiblemente sintió como sAlicia lo llevara bien cobijado a travédel desierto. Como si todos los terrore
del mundo pudieran ser eliminados dgolpe y en éste prevaleciera la luz, no loscuridad. Levantó la mirada.
—Te pregunté qué haces aquí.Era el teniente Guillén, de pie eas escaleras. Se mostraba molesto. Y
estaba a punto de encender un cigarrill
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que acabó por regresar a la cajetilla. —Teniente... yo... —¿Estás llorando? —No. Es que... —¿Quién te dio la dirección d
María del Socorro?
—Yo... este... era mi amigaeniente —mintió Sergio.
El rostro de Guillén perdió dureza
Se acercó a Sergio. —Comprendo. Discúlpame
¿Vienes a ver a sus papás?
Sergio no dejaba de mirarlo. Lcercanía del teniente... de pronto... SEra una extraña certeza.
—Sí, teniente. Pero también... —s
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animó a decir Sergio. —¡Te ordené que dejaras el caso
—lo interrumpió Guillén.Sergio suspiró. No se sentía co
ánimos de discutir. —Está bien, teniente. Uste
disculpe. Tiene razón. —Bueno. Tampoco es para tanto
Creo que he sido demasiado dur
contigo. Discúlpame tú también. Vamosanda.
Siguieron subiendo por la
escaleras. Y, mientras subían, Guillén seatrevió a decir: —Supongo que te habrá
encontrado con Guntra.
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—Sí. —No es tan mala persona, despué
de todo —dijo el teniente—. Se ofrecia correr con los gastos del entierro.
Sergio volvió a sentir un impulsde llanto, pero lo contuvo. Sigui
subiendo las escaleras.Solo. Inmensamente solo. —Tiene razón, teniente. No es ta
mala persona.Llegaron por fin al quinto piso y e
eniente llamó a la puerta. Al instant
acudió el padre de María del Socorro. —¿Qué pasó, teniente? ¿Todo enorden?
—Sí —respondió Guillén—. Todo
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en orden. Supongo que imaginé esrugido.
El señor Marín, dentro dedepartamento, puso los ojos en SergioEl teniente salió al rescate.
—Sergio viene a presentar su
condolencias.Contra lo que pensaba, el seño
Marín no opuso resistencia.
—Claro. Pasa. Supongo que tú Soco eran buenos amigos.
Sergio prefirió no decir nada
Entregó las flores y se unió a un sombríconvivio familiar. Había variapersonas reunidas, todas de luto. Reciélegaban de darle el último adiós a l
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niña en el cementerio. Comían de unbandeja de empanadas, bebían de un pade refrescos... y prácticamente nadihablaba. Algunos lloraban todavía. Yen general, el ambiente era tan funestcomo cabía esperarse. Guillén condujo
Sergio con la madre de la víctima y éstaal verlo, se inclinó y lo abrazó. Sdeshizo en un torrente de lágrimas
Sergio trató de ser fuerte, trató dsoportar estoicamente el desahogo de lseñora. Luego, sin decir nada, l
doliente madre dio un beso a Sergio volvió a un callado rezo que estabdirigiendo al lado de otras señoras.
El teniente se cruzó de brazos y s
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recargó contra una pared. Sergio hizo lmismo, a su lado. Se respiraba un airde tristeza que casi enfermaba a Sergiopero no se sentía animado a hacer ndecir nada. Ni siquiera quiso tomar unempanada cuando le ofrecieron.
Entonces, el teniente, casi simover los labios, dijo en un susurro:
—Pon atención.
Sergio no pudo dejar dasombrarse. No esperaba que Guillén lhablara de ese modo tan subrepticio.
—A mi izquierda, sobre el pasilloestá el baño —afirmó el teniente—. Aun lado está el cuarto de María deSocorro. Pide permiso para usar e
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baño. Yo te cubro.Sergio seguía asombrado pero n
enía tiempo que perder. Se acercó a lseñora de la casa, le pidió prestado ebaño e, inmediatamente, fue hacia alláEl teniente bloqueó con su cuerpo, com
si fuera un movimiento distraído, lvista de la gente hacia a esa sección da casa.
Sergio entró a toda prisa a lhabitación de la quinta víctima. Puso smente a trabajar. Quería absorber todo
o que viera, que todo se quedara parsiempre grabado en su memoria. Sobra cama estaban los objetos que
seguramente, habría entregado Nict
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unto con los huesos de Socorro. Sergios revisó apresuradamente. Eran apenaas ropas de ella, no había ningún efect
personal, sólo una peineta, quince peso un reloj de pulsera. Así que fue dnmediato a buscar en los cajones tod
o que pudiera decirle cómo era ella, qué se dedicaba, qué era lo que hacíaporque hasta ese momento no sabía nad
de su compañera, excepto que estudiaben el 1° C y que era muy buena persona.
Dio en el cajón del buró con un
pequeña bolsita de mano blanca. Supusque esa bolsa sería la que estaríutilizando en los días recientes parsalir a la calle. El sábado en que l
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habían secuestrado no la llevaría porquno tendría pensado salir por muchiempo, seguramente habría ido a lienda o algo así. Sergio la revisratando de no hacer ruido. Vio u
estuche de maquillaje, un espejito, e
celular de Soco, su credencial de lescuela, algo de dinero, el boleto de unrifa, una agenda y una calculadora chica
Cerró la bolsa y fue al clóset. Lo abriambién en silencio y se puso a esculca
en sus suéteres, en sus pantalones, en su
faldas, en sus abrigos, en sus...De pronto lo asaltó una revelaciónFue como salir de la oscuridad a la lumás resplandeciente. Volvió a la bolsa
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Un torrente de adrenalina lo invadióLos latidos de su corazón se aceleraron
Sacó el boleto de la rifa. El premiera un MP3 Player.
—¡Cómo pude ser tan ciego! —dijo en un grito apagado—. ¡Qué tont
soy!Tomó el boleto y se lo echó a la
bolsa del traje. Salió rápidamente de l
habitación. Guillén seguía obstruyendocon su cuerpo, la vista de los familiarehacia esa zona de la casa. Sergio s
puso a un lado de él, fingiendnaturalidad. —¿Encontraste algo? —murmuró e
eniente.
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Sergio lo reflexionó por unonstantes. Luego contestó, con gra
decisión: —No, teniente. Nada.Guillén no pudo evitar mostrar s
decepción.
—Ni hablar. Lo intentaste. —Me tengo que ir, teniente. No
vemos —afirmó rápidamente Sergio.
Guillén sospechó de la súbiturgencia de Sergio por irse. Nobstante, se quedó un rato más con l
familia. Se animó a comer empanadas omar refresco. Pensaba en los tiempoen que creía que los misterios podíaresolverse con una palabra clave, un
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secuencia de letras, un símboloEncendió un cigarro sin pedir permiso.
Para entonces, Sergio ya estabomando un taxi con dirección a Plaznsurcentro, el nuevo centro comercia
Una gran excitación lo colmaba, un
mezcla de miedo y entusiasmo. Ahorsabía que iba en pos de la pista correcta
Nicte, sexta labor
icte hubiera querido dejar a Sergipara el final, para el momento en qupudiera decir, “siete menos siete, dcero, misión cumplida.”
Pero nadie debe oponerse a l
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voluntad de los dioses. No cuando éstose muestran tan complacientes con suservidores.
Justo del otro lado del cristaestaba él, Sergio Mendhoza, el chico da televisión, la víctima a la que habí
reservado el último sitio, la osamentsin una pierna que necesitaba parograr un trabajo perfecto.
Sí, lo había imaginado en eséptimo lugar. Pero era un verdaderogolpe de suerte que hubiera vuelto po
su propia voluntad. Y completamentesolo.
Nicte no iba a desaprovechar ta
fortuna.
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La sexta labor, pues, estaba ecamino.
“Siete menos seis, da uno.”El fin estaba cerca.
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Capítulo veintisiete
“Para vencer, sin armas y sin muerteal que no puede morir, sólo el que no
uede morir. ”
Sergio miró el mensaje que habílegado de pronto a su celular. No
comprendía el significado, aunque sabí
perfectamente quién se lo enviaba. Unuevo mensaje llegó.
—Es uno de los consejos qu
vienen en cierto libro que tobsequiaron, mediador. Tengo elresentimiento de que muy pronto te
arrepentirás de no haberlo leído.
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—¿Nicte también es un demonio—preguntó Sergio de mala gana.
— ¿Quién habla de Nicte? Estoyhablando de cierto amigo de pútridaliento que cada día te acorrala más.
—Ahora no tengo tiempo d
ensar en Guntra. —Como quieras, Mendhoza. Quis
contactarte por última vez porque ta
vez no volvamos a hablar nunca más. —¿Qué dices? —Ojalá que tu muerte no se
horrible, mediador. Pero no te hagasmuchas ilusiones... casi todos lomediadores mueren de las formas máespantosas. Así que, buena suerte.
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Sergio comenzó a temblar. Sabíque se aproximaba a algo desconocidpero no sabía qué, no reconocía emiedo, la nueva sensación. Algoparecido a la angustia le colmó epecho.
—Farkas... dime lo que sepas, poavor — se atrevió a suplicar.
—Hice lo que pude, mediador. Lo
que sigue es el verdadero terror, unoal que desearás morir para no tene
que enfrentarlo. Espero que esté
reparado. —Farkas... por favor... —¿Cuánto miedo puedes soportar
endhoza? ¿Cuánto? Ahora es cuand
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o descubrirás. Buena suerte.Lo último que deseaba Sergio e
ese momento era preocuparse por smismo, por eso detestó la súbitaparición de Farkas. Tenía miedo, síUno nuevo. Uno que lo hacía senti
completamente alerta, con los músculoensos, los nervios de punta, el corazó
a punto de estallar.
—¿Estás bien, muchacho? —lpreguntó el taxista, al notar el cambio eel semblante de Sergio.
—Sí, señor, no se preocupe. No necesitaba esa nuevdistracción, así que se puso a borraodos los mensajes de Farkas del buzó
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de su celular. Trató de tranquilizarse yobligó a su cerebro a enfocarse en ecaso.
En su mente prevaleció entonces usolo pensamiento, el de su últimdescubrimiento: que a todos los niños s
os había llevado Nicte con sus carterasA todos, excepto a dos: a Celso Navarro Socorro Marín. Las otras tres víctima
habían desaparecido con sus objetopersonales, puesto que llevaban consigsus carteras al momento de se
secuestrados. Nicte las había devueltunto con los huesos. Pero de ellas habísustraído algo muy importante antes dregresarlas. “Por eso no había un
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coincidencia que se repitiera en locinco casos”, se decía Sergio mientrael taxi hacía el recorrido hacia el centrcomercial, “porque Nicte se habíencargado de eliminar esta coincidenciaAl menos las veces que pudo hacerlo”.
Nicte no había podido sustraer eboleto de la rifa en el caso de Celso de Socorro porque no lo llevaba
consigo cuando fueron secuestrados. Yése, dedujo Sergio, tenía que ser epunto de conexión entre los cinc
eslabones de la cadena.Cuando se bajó del taxi ya habíolvidado la plática con Farkas y lrevelación se hacía cada vez más fuerte
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Los niños habían sido seguidos hasta sucasas por una razón: Nicte sabía dantemano dónde vivían.
Entró Sergio al centro comercial yaunque se sentía entusiasta por edescubrimiento, trató de no mostrars
demasiado optimista. Ahora estaba solo no podía cometer errores. Se habí
prometido no involucrar de nuevo
nadie hasta no estar completamentseguro de estar haciendo bien las cosasSe detuvo justo en el lugar en el que
según sus conclusiones, había iniciadodo.Fue directamente al kioskito de l
entrada.
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Ahí, tal y como recordaba, sofrecía el premio de un MP3 Player a loque desearan dejar en el buzón sopinión respecto al nuevo centrcomercial. Sergio se acercó al kiosko revisó las hojas de opinión
Efectivamente, en éstas había que dejaos datos personales (nombre, direccióneléfono) y luego desprender el bolet
para reclamar el premio en caso de seafortunado. Al menos los cuatroprimeros niños habían pasado por e
centro comercial, cosa que Sergio habípodido deducir cuando detectó que supadres habían revelado fotografías en enegocio de Guntra. Lo que no habí
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podido concluir era que los cuatrhabían anotado sus datos para participaen la rifa porque tres de ellos habíasido despojados del boleto por scaptor.
Miró en todas direcciones. Sabí
que el kiosko era la conexión. ¿Perquién estaba detrás de la rifaSeguramente había alguien que espiaba
os niños cuando anotaban sus datos uego extraía la información del buzó
para ir tras ellos hasta sus casas. ¿Quié
podría ser? ¿El mismo Guntra? Habívarias cámaras de vigilancia en distintopuntos del centro comercial. ¿Seríposible que una de esas cámara
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estuviera manipulada para mandar lseñal a otro sitio? ¿Tal vez hacia“Moloch, Revelados Ultrarrápidos”Sergio se daba cuenta de que tendría quser cauteloso, pero por nada del munddejaría ningún hilo suelto, no esta vez
Se aproximó a la oficina de vigilanciacercana al kiosko. Aún se encontraba ahel letrero invitando a la gente a donar s
ropa vieja. Había un gran ventanal desos que permiten la vista de un solado para poder observar sin ser visto
Del lado en el que Sergio se encontrabera solamente un gran espejo. Se acerc, seguro de que estaba siendo
observado, golpeó con los nudillo
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aquí? —Es que... bueno... —dudó Sergi
—, ¿recuerda que estaba yo ayudandcon una investigación?
—Ah sí. Creo haber visto algo ea tele.
—Bueno... pues me surgió unduda.
—¿Cuál?
—¿Usted sabrá quién es eencargado de sacar de aquel buzón laopiniones que deja la gente? —señal
Sergio al kiosko.La mujer policía miró hacia alláApretó un poco la mirada. Intentabhacer memoria.
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—Ummhh... creo que síAcompáñame. Ahorita averiguamos —dijo.
Pasó uno de sus brazos sobre lohombros de Sergio y lo encaminó hacia oficina de vigilancia. Cerró la puert
ras ellos. Una agradable música dconcierto salía de las bocinas de loficina. La ropa de segunda mano
donada para los pobres, hacía bulto euna esquina.
—¿Te gusta la música clásica? —
preguntó ella mientras se dirigía haciuno de los armarios de la oficina. —Pues no mucho —admiti
Sergio.
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—¿Qué tipo de música te gustmás?
—La verdad... el Heavy Metal —respondió, un poco apenado.
—Ah, qué caray —sonrió ella—Pues entonces, si quieres, ponemos otr
estación. Esa te ha de parecer horrible. —¡No, cómo cree! Déjela —s
opuso Sergio.
—Bueno, como quieras —volvió sonreír ella.
Sergio se sintió un poco incómod
desvió la mirada. Se paró frente agran ventanal y se puso a estudiadetenidamente la oficina. Se dio cuentde que, desde esa posición, era mu
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fácil mirar hacia todas las personas quentraban en el centro comercial sin quéstas se dieran cuenta. También habíaalgunas televisiones pequeñadispuestas sobre una de las repisasTodas recibían la señal de las cámara
distribuidas por el centro comercial. Lmujer policía comenzó a revisar algunacajas dentro del armario interior de l
oficina, dándole la espalda a SergioFrente a la oficina de vigilancia habíuna estética unisex; Sergio se entretuv
estudiando a los hombres y mujeres qucortaban el pelo en ese lugaaprovechando que ellos no podían verlo¿Y si alguno de ellos fuera Nicte?
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Volvió a mirar a la oficial depolicía, muy ocupada revisandexpedientes. A Sergio le pareció unpoco extraño que ella no supiera quiéera el responsable del buzón y quuviera que verificarlo contra algú
oculto archivo. No obstante, prefirió nmpacientarse. De todos modos
sospechaba que la pista no tendría qu
levarlo hacia el responsable del buzósino hacia alguien que, seguramentehabría abierto el buzón sin permiso
Melquiades Guntra, tal vez.Sonó su teléfono celular. Miró a lpolicía, que continuaba buscando cogran diligencia entre los papeles de su
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cajas y sonrió, apenado. Ella ldevolvió la sonrisa. Se animó contestar, esbozando una disculpa poener que hacerlo.
—¡Checho! ¿Dónde andas? —¿Qué pasó, Brianda? ¿Tienes lo
que te encargué? —¿Estás bien? Creí que vendrías
comer. Te estuve esperando en la plaza.
—No. No he tenido tiempo dcomer. ¿Averiguaste los nombres?
—Estuve pensando... me encargast
esa tontería nada más para deshacerte dmí, ¿verdad? —No. Te digo que es importante. —Pues no te entiendo. No sé cóm
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pueda ayudar en nada esta bobada.Ariadna Gutiérrez desapareció d
a vista de Sergio. Éste miró sobre suhombros pero no pudo localizar adóndse había metido. Al parecer habíentrado al clóset para buscar en otra
cajas. O quizás había salido de loficina sin que él lo notara. Trató de nodarle importancia.
—Yo tampoco lo entiendo pero sesupone que ahí está la clave de todoDime, ¿quién se muere en La profecía?
—Pero te advierto que no voy poder dormir en varios días. La películestá bien fea. El niño que sale te haccreer que el diablo sí existe, te lo juro.
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“Ojalá no fuera así”, pensó Sergio“Ojalá”.
—¿Quieres los nombres de lopersonajes o de los actores?
—No sé. Dime todo lo que hayaapuntado.
Sergio volteó nuevamente. Y de unsolo golpe se dio cuenta de lo evidentque era la verdad, sólo que era ta
difícil de creer que por eso se habínegado a aceptarla desde que habílegado al centro comercial. La muje
policía lo observaba desde el interiodel clóset, oculta entre las sombras. Smirada era la de alguien que estdecidido a hacer algo terrible y apena
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iene tiempo para decidirse. Ya nolevaba la gorra de policía en la cabeza
Y había dejado de sonreír, su rostroestaba transformado. Al parecer, llorabanconsolablemente. Sergio volvió ener miedo.
Estaba frente a frente con Nicte.“Claro”, pensó Sergio fugazmente
“Nicte es una diosa griega, no un dios. A
eso se refería Farkas cuando me dijque si no me servía de nada ese dato. ¡Easesino es una mujer!”.
Empezó a lamentar que, por su faltde perspicacia, hubiera tenido quenfrentarse al asesino sin ningún tipo dadvertencia o de alarma interior. Habí
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entrado a la oficina por su propio pie ponerse en las manos del criminal comun corderito que va al matadero. Se hizpara atrás instintivamente, chocando couna de las repisas. Midió la distancihacia la puerta cerrada. Pensó qu
nadie, en los pasillos del centrcomercial, podía verlo en ese momentoMeditó qué tan útil sería gritar con toda
sus fuerzas.Brianda estaba contándole cómo u
personaje de La profecía, el fotógrafo
moría degollado por unos vidrios, en epreciso instante en que Sergio dejó caesu teléfono celular al suelo.
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Nicte, sexta labor
Forcejeó con Sergio hasta que logrponerle el trapo húmedo de somníferen el rostro. Luego, todo fue fácil. Ecuerpo del muchacho comenzó a perde
fuerza hasta que se resbaló hacia esuelo como un muñeco. Y lo depositósobre la repisa con mucho cuidado
como si temiera interrumpir su repentin obligado sueño. No tenía tiempo qu
perder. Así que aprovechó para redacta
a sexta nota de una vez. “Todo ocurrepor una razón”. Luego, firmó de formapresurada: “Nicte”. Y fue de vuelta a
clóset del archivo. Tomó uno de lo
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sacos vacíos en los que el servicipostal le hacía llegar la correspondencide los negocios del centro comercial ntrodujo el brazo completo par
asegurarse de que fuera de buen tamaño“Ahora”, se dijo, “todo tiene qu
hacerse rápido, muy rápido”. Tomó esaco, levantó al niño en brazos y caminde espaldas hacia una puerta interio
que, al abrirse, le condujo hacia eestacionamiento techado del centrcomercial.
“Hay que actuar antes que lpolicía o la misión quedará inconclusa”se dijo mientras abría la puerta laterade la destartalada camioneta. En u
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nstante consiguió introducir a Sergio aauto sin que nadie notara nada. En locentros comerciales nadie tiene ojopara eventos extraordinarios; nadie estrealmente mirando.
Empujó a Sergio hacia el fondo
recargándolo contra las cobijas cojines que había utilizado ya en cincocasiones anteriores para amortiguar e
peso de otros cinco niños inconscientesHurgó entre sus ropas. Sus ojos s
abrieron enormes. Tomó la llave en
forma del león y comprendió queefectivamente, todo ocurre por unrazón.
Encendió el auto y, a tod
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velocidad, arrancó hacia el exterior dnsurcentro. No paraba de repetir: “Siet
menos seis, da uno. Siete menos seis, duno. Siete menos seis... da uno”.
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Capítulo veintiocho
Brianda gritó con todas sus fuerzas perSergio nunca le respondió. De repentescuchó un golpe seco y la voz d
Sergio, del otro lado, enmudeció. Nobstante, como su amigo no habínterrumpido la llamada, Brianda s
quedó escuchando y gritando desde sado de la línea hasta que se le agotó e
saldo a su teléfono celular y la llamad
legó a su fin. Habían transcurrido ochminutos apenas.Luego, desde el teléfono de s
casa, marcó de nuevo al celular d
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Sergio pero éste llamaba sin que nadio contestara. Dejó un recado en e
buzón y automáticamente las lágrimaacudieron a sus ojos. Estaba segura dque algo terrible le había ocurrido a samigo. No podía olvidar aquel día e
que, antes de ir a Chapultepec, Sergies había platicado, a ella y a Jop, qu
Melquiades Guntra era un demonio. Y
que lo había amenazado. —¡Brianda! —entró su madre a l
habitación—. ¿Qué te pasa? ¿Por qu
gritas como loca?En la pantalla de la televisión decuarto de Brianda estaba el menprincipal del DVD de La profecía.
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—¡Señorita! ¿No te prohiberminantemente ver esa película?
Brianda no hizo caso del regaño corrió a los brazos de su madre.
—¡Mamá! ¡Algo malo le pasó Checho!
La señora abrazó a su hija, sisaber exactamente cómo reaccionar.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices?
—Estaba hablando con él y drepente se quedó callado. Luego soyeron unos ruidos raros y después y
nada. —¿Ruidos raros? ¿Qué clase druidos raros?
—No sé. Me dio la impresión d
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que se hubiera caído o algo así.La señora siguió abrazando
Brianda, quien ya lloraba copiosamente —Cálmate, Brianda —trató d
consolarla— estoy segura de que estbien. Sólo se le debe haber acabado e
crédito o algo así. —No, mamá. Yo fui quien le llamó
—chilló Brianda—. Me qued
escuchando un ratote, hasta que se macabó la tarjeta.
Apretó con fuerzas a su madr
porque sentía que había ocurrido alghorrible y ella, aunque había estado ecierta forma presente, no había podidhacer nada para evitarlo.
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—Mamá, tengo que hablar a lpolicía.
—Pero hija… —¡Por favor!A la señora Elizalde le admiró l
determinación de su hija. Ya no dijo
nada. Por el contrario, se apartó de scamino. Brianda tomó nuevamente lextensión del teléfono de la casa qu
enía en su habitación. De pronto se dicuenta de que no sabía qué númermarcar. Quería hablar directamente co
el teniente Guillén y no sabía dóndocalizarlo. Prefirió, entonces, haceotra llamada antes. Revisó en seléfono celular el número que buscab
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lo digitó en el aparato sobre socador.
—¿Bueno? —respondió Alicia deotro lado.
—Alicia, habla Brianda —dijo ellmientras se limpiaba las lágrimas.
—¡Brianda! ¿Pasó algo? —preguntó en seguida Alicia sin siquiersaludar. Ya se temía que la llamada no
significaría nada bueno, pues la niñnunca le había llamado a su celular.
—Ay, Alicia. Yo le dije a Checho
que no fuera solo... —¿Adónde? ¿Qué pasó, Brianda? —Estaba hablando con él hace rat
de repente se calló pero no se cortó l
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comunicación. Y después de eso le heestado llamando pero ya no contesta seléfono.
—¡Válgame Dios! —respondiAlicia.
Luego siguió un profundo silencio
Brianda no sabía qué más decir, shabía quedado sin palabras. El llantvolvió a asomar en sus ojos.
—¿Pero… adónde fue? —preguntrápidamente Alicia, como si saliera drepente del estupor.
—Primero me dijo que iba a ir a lcasa de la niña que mataron. Y queuego no sabía —respondió Briandaratando de no llorar mientras hablaba.
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—¿Ya llamaste al teniente Guillén —No. Quería saber si tú tienes s
eléfono para llamarle. —No te preocupes. Yo le llamo.Alicia cortó la comunicación
Brianda se quedó expectante, con l
mirada puesta en el vacío. El mapresentimiento se apoderaba de ella.
La señora no tenía cabeza par
nada, por eso se puso a acomodar upoco la habitación. Pensaba en lapeores posibilidades y no quería ve
pasar a su hija por algo tan terriblcomo la muerte de un ser querido tapronto. Son cosas que ocurren en lvida, que las personas mueran sin previ
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aviso. Pero cuando se tienen doce añosel golpe puede ser más terrible, mádevastador. Tomó la hoja que teníaBrianda todavía aprisionada entre sumanos y la estudió. No entendió nada da lista que contempló. Gregory Peck
Lee Remick, David Warner... Prefirióregresársela a Brianda y volver abrazarla.
Cuando Brianda controló su llantose puso de pie y confrontó a su madreDe pronto parecía un poco más dueña d
sí misma. Pese a su atuendo de ballet peinado de cola de caballo, la señorcomprendió que su hija estabcreciendo, que los acontecimientos l
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estaban haciendo más fuerte. —Mamá... voy a la plaza. Lueg
voy a la casa de Checho. No parecía una petición, parecía u
aviso. La señora no quiso enfadarse. Lacarició la cara y asintió gravemente.
Brianda se acercó a su clósetextrajo un suéter, tomó sus llaves y seléfono celular sin saldo, dio un beso
su madre y desapareció tras la puerta dsu habitación. A los pocos minutos yaestaba frente a la estatua de Giordan
Bruno. Su madre podía verla desde lventana de su cuarto, sintiendo ecorazón encogido y una terriblnecesidad de cobijarla, de evitarle l
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que probablemente estaba por venir.A la media hora llegó el tenient
Guillén acompañado del sargentMiranda en un auto común y corrienteAmbos reconocieron la figura dBrianda mordisqueándose las uñas en l
plaza, sentada frente a Giordano BrunoUna vez que estacionaron el cochefueron a unírsele.
—Cuéntamelo todo —pidiGuillén en cuanto llegó a su lado.
Brianda le repitió la historia y est
vez no lloró. Al terminar su relato, nopudo dejar de preguntar: —¿Usted cree que el asesino l
haya agarrado, teniente?
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Guillén quería ocultar suemociones pero no podía. Su semblantreflejaba una comprensible angustia.
—Supongo que es posible —confesó.
Al poco rato ya estaban los tres, e
silencio, frente a la estatua. Las palabraparecían sobrar. Guillén no dejaba damentar secretamente no haber puesto
un policía que vigilara a Sergio, nhaber sido lo suficientemente previsor.
—Teniente... —dijo Brianda par
romper la calma—, yo creo que el señoque agarraron antes, el señor Guntraiene algo que ver.
—¿Sí? ¿Por qué, pequeña?
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—Porque Checho me contó que lhabía amenazado.
Guillén la contempló con dulzuraHubiera querido creer que tenía razón.
—Guntra estuvo en la delegaciócasi todo el día, Brianda, charland
amistosamente con el capitán Ortega. Emposible que haya sido él. Al fina
parece que no es tan mal hombre.
—¿Y si tiene un cómplice? —repuso Brianda, suspicaz.
—Si tiene un cómplice... —admiti
el teniente—, entonces nosotros nhemos sido lo suficientemente listocomo para detectarlo. De todos modos.este tipo de asesinos seriales siempr
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actúan solos.Volvieron al silencio. La tarde ya
moría, la noche se apoderaba demundo. Entonces, Alicia llegó en supointer dorado. Lo introdujo aestacionamiento del edificio y se bajó
oda prisa. El teniente y los demás sacercaron a ella.
—Teniente, qué bueno que ya est
aquí. ¡El maldito tráfico! —se quejó—Vengo desde la carretera de Puebla y eráfico está imposible.
Brianda supo, con sólo verla, quhabía llorado todo el camino. Tenía emaquillaje descompuesto y los ojorojos. Ambas se abrazaron por un brev
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nstante. Luego, subieron todos, exceptel sargento, al departamento del tercepiso. Ya pasaban de las ocho de lanoche.
Brianda preparó café mientraAlicia hablaba con el teniente.
—Tengo a todas mis unidadebuscando por toda la zona, se lo juroseñorita Mendhoza —exclamó Guillé
—. El mismo capitán está pidiendrefuerzos a otras delegaciones.
—Se lo agradezco, teniente, pero…
¿y si lo capturó Nicte? ¿Tiene ustedalguna nueva pista?A Guillén se le quebró un poco l
voz cuando dijo:
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—No. Lo siento mucho.El ambiente se volvió de gra
pesadumbre. Nadie quería mencionarlopero todos temían que en cualquiemomento llamaran a la puerta parentregar una bolsa llena de huesos
Brianda sirvió el café. Incluso ella spreparó uno, pero Alicia le impidiólevarse la taza a la boca.
—No, Brianda —le sugirió—. Seruna larga noche y creo que te conviendormir.
—Puede ser —dijo ella—, pero nquiero.Dio un trago a la taza y se sumó a
silencio. Alicia no le rebatió es
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decisión. Guillén se puso de pie volvió a marcar al celular de Sergio“El número está apagado o fuera deárea de servicio”, le informó esta veuna voz grabada. Durante horas habíestado llamando con la esperanza d
que, si Sergio no tenía consigo seléfono, alguien pudiera oírlo sonar
se animara a contestarlo. Pero ahora, d
acuerdo al mensaje, seguramente ya shabría agotado la batería. Maldijo ssuerte en silencio.
Cuando dieron las diez y media da noche, el teniente ya había preferidunirse a la guardia del edificio qusostenía el sargento Miranda desde e
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auto. No podía concebir que Nicte saproximara al lugar sin que le echaran eguante. Probablemente fuera su últimoportunidad de atraparlo y no iba desaprovecharla. Ciertamente le dolíen el alma que lo agarraran de es
modo, precisamente con esa sextvíctima, pero era ese mismo coraje eque le hacía sentir que jamás s
perdonaría si Nicte salía impune de esnuevo crimen.
Y a cada minuto que pasaba y no
veía a nadie aproximarse al edificio cobultos grandes, más crecía su esperanzde que Sergio estuviera perdido como lotra noche, en vez de haber sid
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secuestrado. Todos los vecinos quevolvían de sus trabajos al edificio erarevisados por Guillén. Todos erancuestionados, tanto los individuos que sconsideraban sospechosos como los qulevaban entre manos algún objet
voluminoso de apariencia irregularPero nada. Dieron las once de la nocheLuego las once y media. Y nada.
Guillén subió nuevamente adepartamento a hacer compañía a Alici a Brianda. Cuando arribó, vio que est
última trataba de tranquilizar a Jop poeléfono. Recién le había dado la notici éste había querido correr hacia allá
Brianda trataba de impedir por todos lo
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medios que se escapara de su casa omara un taxi, tal y como habí
amenazado. Alicia, por su partesimplemente trataba de no volver lorar.
—Me acabé mis cigarros —
anunció el teniente en cuanto Briandcolgó el teléfono—. Voy a ir a unaienda de veinticuatro horas a compra
más. ¿Se les ofrece algo?Alicia negó sin decir una palabra
Brianda también.
Entonces, el teléfono sonó.Para ser casi las doce, si no eraos papás de Brianda, podría ser Sergio
O alguien más inesperado. Alguien
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quien nadie conocía la voz pero qupodía, con una sola llamada, desatar lomás dolorosos y terribles sentimientos.
Alicia se apresuró a contestar. Suojos se mudaron de terror. Crecierodesorbitadamente. El teniente adivinó l
naturaleza de la llamada y se asomó a lcalle por la ventana del cuarto dAlicia.
—¡Sargento! ¡Baje del auto revise los alrededores! ¡Avise a lademás patrullas! —gritó.
Miranda bajó del automóvil yradio en mano, cruzó la calle parobtener un mejor panorama de la zonaratando de dar con algún sospechos
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que arrestar. Guillén volvió a lestancia, al lado de Alicia.
—¿Qué pasó? ¿Era él? ¿Era Nicte?Ella asintió lentamente. Do
gruesas gotas abandonaron sus ojos y sarrastraron por sus mejillas. Briand
loró instantáneamente. —¿Qué le dijo, Alicia? —insistió
Guillén.
Alicia no podía creerlo. Se cubriel rostro. El teniente tuvo que ir haciella.
—¡Alicia! ¡No tenemos tiempo quperder! —la tomó de los hombros—Dígame si era él y qué le dijo! ¡Tal ve
podamos apresarlo todavía!
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Alicia comenzó a gritasúbitamente.
—¡No, teniente! ¡No podemos! ¡Emposible! ¡Es imposible!
—¿Por qué? —¡Porque hace mucho que se fue
Porque ya no está por aquí! —¿Qué quiere decir? —respondió
horrorizado, el teniente.
Alicia no dijo nada. Habíreprimido sus sollozos por unonstantes. Se zafó de los brazos de
eniente y cruzó la estancia para llegar a puerta del cuarto de Sergio. Desdahí, miró al interior sesgadamente. Eerror asomó a su rostro.
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—¡Qué pasa, Alicia! ¿Qué le dijo—volvió a insistir el teniente.
—¡Me dijo que Sergio está en eclóset de su cuarto! —gritó Alicia.
El teniente fue hacia ella y la hizo un lado. En efecto, el clóset de Sergi
estaba abierto y, dentro, estaba un sacocafé amarrado con una cuerda.
—¡Me dijo que el dolor está bien
—gritó Alicia, cubriéndose la carnuevamente—. ¡Me dijo que el dolor ebueno!
El teniente tuvo que controlarspara no venirse abajo. Fue a la bolsa a abrió inmediatamente. No fue la noto primero que sacó, sino la piern
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ortopédica de Sergio. Nicte habíactuado verdaderamente rápido esta vez
Alicia no pudo más y tomó la bolsentre sus brazos, como si con ellpudiera dar un último abrazo a shermano. Brianda prefirió no entrar a
cuarto. Sus gritos se escucharon a travéde la calle, hasta su propia casa.
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CUARTA PARTE
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Nicte, sexta labor
Caminó a través del oscuro pasillososteniendo fuertemente la antorchaAunque en su rostro había señales dsatisfacción, no se permitía sonreír. Er
cierto que había conseguido ya avanzaseis peldaños de la escalera, pero algen su interior le decía que la misió
entera estaba a punto de venirse abajoque tal vez se había metido con quien ndebía y ahora tendría que pagar. L
policía iría en su búsqueda siconcederle ninguna tregua.El interior de esa sección de l
casa siempre estaba oscuro. Así la habí
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conocido y así la había dejado, comuna forma de respeto por aquellos quienes estaba vengando. Todo intactopara que el recuerdo siempre estuviervivo, siempre presente. En el interior dcada una de las siete habitaciones, l
sangre seca todavía se encontrabensuciando el piso. Todo lo habídejado Nicte tal cual lo encontró a
legar para que la memoria de lomuertos no fuera afectada.
Siguió avanzando por el pasillo d
a mazmorra, sin luz eléctrica y siventanas, hasta que llegó casi al fondo.Antes de entrar a la sext
habitación sacó de su bolsillo la llav
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en forma de león. La observdetenidamente. “Todo ocurre por unrazón”, se dijo. Luego, dibujó en smente la imagen de la última víctimauna niña de la colonia Obrera a la qua tenía identificada. En menos de dos
res días quizás podría decir: “Sietmenos siete, da cero. Misión cumplida”
Y tal vez, entonces, darse un tiro
para acabar definitivamente con lamágenes mentales que la torturabancesantemente. Tal vez. Todavía no lo
había decidido.Colocó la antorcha sobre el soporta un lado de la pesada puerta de madera
Entró a la habitación.
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Capítulo veintinueve
Los lobos lo habían alcanzado. Y sedeleitaban con su carne dando ferocearascadas que le arrancaban alaridos
o podía hacer nada. Era como sestuviera atado porque sus brazos no lrespondían. Miró entonces hacia lo
ados y se dio cuenta de por qué npodía mover sus miembros: ya habíasido desprendidos de su cuerpo por la
bestias hambrientas. El rojo brillante dsu propia sangre en los colmillos de loobos fue lo último que vio antes d
sumirse en una negra y profund
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nconsciencia. “Así que esto es lmuerte”, se dijo Sergio. “Así que estes”.
El rechinido de una puerta ldespertó.
—¡Auxilio! —gritó— ¡Aliciaaaaa
Se incorporó y notó en seguida quno se encontraba en su casa. Una tenuuz surgía apenas a través de una rendij
vertical. Se puso alerta. La puerta sabrió y reconoció a Nicte, a la mujepolicía, alumbrada apenas por un
antorcha en la pared exterior.Se echó hacia atrás. Se encontrabdesnudo en una especie de celda muantigua. No había ventanas, no habí
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foco en el techo, no había muebles, sólun catre pequeño pegado a la pared montones de aserrín por todos lados. Eel suelo, una mancha enorme de colorojo oscuro, haciendo de macabralfombra a un cráneo, una calaver
humana recostada de perfil. —¡Auxilio! —gritó Sergio. Sinti
a ausencia de su pierna ortopédica, d
sus ropas.“Así que esto es la muerte”. —Grita todo lo que quieras. Nadi
podrá escucharte —dijo Nicte. —¡Auxilio! —gritó nuevamentSergio.
Nicte arrojó ropas a sus pies y s
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recargó contra una pared. —Vístete.Hasta ese momento se le ocurrió
Sergio que tal vez no se encontrabatrapado entre la vida y la muerte. Nsiquiera estaba lastimado. Lo último qu
recordaba eran los brazos de Nicte en scuello y el trapo en la cara, la súbitnconciencia. Luego, su sueñ
recurrente. Al final, había despertado eesa sucia celda. Pero nada le dolía. Nestaba golpeado o malherido. Solament
enía frío. Y estaba desconcertado, muydesconcertado. Nicte miraba intencionalment
hacia otro lado, recargada contra l
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pared y con los brazos cruzados. Sergiaprovechó para ponerse de pie vestirse. Eran ropas viejas, sucias. Pereran mejor que nada. Su mente comenza trabajar a toda velocidad para dar couna explicación a todo eso pero, po
más que se esforzaba, no lograbproducir nada. Terminó por sentarse ena cama, un tanto abatido. No tení
miedo, pero tampoco podía asegurar quicte no fuera a asesinarlo en la
próximas horas de una maner
espantosa. —¿Y mi pierna, mis ropas? Nicte no respondió. —¿Qué le hiciste a mi pierna?
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—Aquí no la necesitarás.Sergio se percató de un punt
rojizo en su antebrazo. Ya comenzaba asacar conclusiones, aunque temía hacepreguntas directas sobre su suerte.
—Puedes usar las muletas d
Apolo para caminar.Señaló hacia una esquina de l
habitación. Un par de muletas s
encontraban recargadas ahí. —¿Apolo? —preguntó Sergio. Nicte señaló con la cabeza hacia e
cráneo que estaba en el centro de lhabitación. —Es una broma muy tétrica —
afirmó él.
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—Créeme —dijo Nicte—, no hanada de broma en todo esto.
—No entiendo nada. —No se trata de que entiendas. —¿Voy a dormir en este calabozo? —Al menos por esta noche. T
ayudará a pensar. Te ayudará a ver cuánafortunado eres.
Sergio miró en derredor. El catr
estaba sucio de sangre seca también¿Quién era el tal Apolo? ¿Algunvíctima de alguna otra serie d
crímenes? ¿Lo había sacrificado ahmismo y sólo conservaba Nicte scráneo como trofeo? ¿Acaso su propicalavera se uniría pronto a la de
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desafortunado Apolo?Se echó un poco hacia atrás par
recargar su espalda contra la pared de lhúmeda habitación. Los ojos de Nictcomenzaban a parecerle temibles. Nera muy difícil comprender que padecí
algún tipo de demencia. —Puedo preguntar... ¿Dónd
estamos? —hubiera preferid
cuestionarla respecto a su futurnmediato, pero no se atrevió.
—Aquí la de las preguntas soy yo.
Diciendo esto, Nicte le mostró llave que extrajo de entre sus ropacuando estaba desmayado. Sergio miral metálico león en las manos de s
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captora como si fuera su única conexiócon el pasado, con su vida cotidianaAhí, a la mitad de esa tenebrosa cámarque parecía la antesala del horror, sintióque la llave era una señal de que sí teníuna vida en otro lado.
—¿De dónde sacaste esto? —lcuestionó Nicte.
Sergio trataba de saca
conclusiones a toda prisa. Pero la sed.el hambre... el frío... se sintisúbitamente mareado. Tuvo que volver
apoyarse en la pared para no caer. —Ya hablarás, Sergio. No tengoprisa —declaró Nicte.
Guardó la llave en uno de su
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bolsillos y se aprestó para salir de lcelda.
—Tienes una cama muconfortable, allá en tu casa. Piensa eella mientras tratas de conciliar el sueñaquí.
—¿Por qué me castiga? —replicSergio.
Nicte abrió la puerta. Estab
poniendo punto final a la conversaciónSergio no pudo más. Sintió que tenía qusaberlo. Pensó su siguiente pregunta
“¿Cuándo piensa entregar mis huesos mi hermana?”, pero se detuvoRepentinamente su mente comenzó rabajar y a conectar los puntos. Algo e
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o dicho por Nicte le producía una nuevnquietud. “Tienes una cama mu
confortable”, había dicho ella; y usegundo después Sergio había sentidque comprendía. Fue como si se abrieruna ventana en su mente por tan sólo u
segundo. “Tienes una cama muconfortable allá en tu casa”, repitiSergio interiormente. No, no era lo qu
había dicho, sino cómo lo había dichoEl tono. La inflexión en la voz. Ercomo si Nicte supiera de lo que estab
hablando. Era como si en verdadconociera su cama, como si hubierestado ahí, como si...
De pronto, todo encajó en su lugar
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Supo la verdad al instante. Detectó espequeño detalle que había pasaddesapercibido para todos. La policíaos padres de familia... él mismo
Seguramente porque las lágrimaobstruyen la visión, impiden ver co
claridad el horizonte. Recordó emomento en que, para poder pensamejor, había abandonado su clase d
biología. Ojalá no lo hubiera hecho. —Te recomiendo que descanses —
dijo Nicte con una amarga sonrisa—. Y
rata de no molestar el sueño eterno dApolo.Sergio ya no agregó nada. Tenía la
vista fija en la calavera cuando ésta, y e
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resto del cuarto, fueron devorados poas tinieblas.
* * *Jop y Pereda esperaban dentro de
auto afuera del edificio donde vivíBrianda. Los señores Otis, los padres dJop, ya se habían adelantado a lfuneraria junto con Alicia y el tenient
Guillén, pero Jop había querido pasapor su amiga en coche. Sentía qudebían estar más unidos ahora que habí
ocurrido algo tan horrible que loafectaba igualmente a ambos. Y el señoOtis, increíblemente, había apoyado a s
hijo sin chistar. Le había prestado e
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coche y el chofer sin cuestionarlo enada. Era una mañana gris con amenazade lluvia. Y Jop, usualmente tan jovialno decía nada mientras esperaba a qubajaran Brianda y su familia.
Pereda se animó a hablar.
—Era un buen amigo, ¿no, niñAlfredo?
—El mejor, Pereda —contestó Jop
odavía con el ánimo por los suelos—Era el mejor camarada de todo emundo. Y mira que yo tengo amigos d
chat hasta en Sudáfrica. —¿Lo va a extrañar mucho?Jop asintió. En realidad, estab
pensando que, en próximos días
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conseguiría que lo expulsaran tambiéde la escuela Isaac Newton para nsentirse tan solo en ella ahora quSergio ya no compartiría aula con éHizo acopio de fuerzas y variorecuerdos lo asaltaron. Se sorprendi
sonriendo. —¿De qué sonríe, niño Alfredo? —¿Sabes que Serch, a lo
dieciocho, iba a tocar la batería mejoque John Bonham?
—¿John qué? ¿Y ése quién era?
Alguien golpeó al vidrio del autcon urgencia. —¡Brianda! ¡Me asustaste! —
exclamó Jop.
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Brianda, quien portaba un vestidnegro largo, golpeaba al vidrio con lpalma abierta. Tenía toda la cara deestar huyendo.
—¡Qué esperas, Jop! ¡Ábreme! —apresuró ella a su amigo.
Jop abrió la puerta del cadillac se recorrió para que ella entrara.
—¿Qué pasó? —la cuestionó.
—Ahora te explico. ¡VámonosPereda!
—Pero... —balbuceó el chofer.
—¿Qué no oíste? —lo reprendiJop—. ¡Arranca!Pereda negó con la cabeza, segur
de que estaba haciendo mal. N
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obstante, encendió el coche y lo hizavanzar. Apenas pudo ver, por eretrovisor, al padre de Brianda, en trajnegro y sin corbata, salir en pos dellos.
—Esto no me gusta nada, niñ
Alfredo —se quejó el chofer. —Cállate, Pereda. Y sigu
manejando. ¿A dónde vamos? —
preguntó Jop a Brianda. —Vamos a Insurcentro —repuso
ella, muy segura de sí misma.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —Descubrí algo.El celular de Brianda comenzó
sonar, así que ella prefirió apagarlo
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para no tener que dar explicaciones sus padres. Jop aprovechó para hacer lmismo.
—¿Qué? ¡Cuéntame! —insistiJop.
—¿Prometes no reírte?
—Lo prometo. —¿De veras? —¡Claro! ¡Qué pasó!
—Creo que Checho no está muertoA Jop se le iluminó el rostro. Er
una de esas noticias que, aunque n
fueran ciertas, daba gusto creérselas. —¿Por qué dices eso? —Por esto —dijo Brianda
pasándole un papel todo arrugado.
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Jop lo tomó y se puso a revisarlo. —¿Y estos nombres qué tienen qu
ver? No entiendo. —Checho me pidió que viera L
rofecía y le dijera quiénes se muereen la película.
—¿Por qué no me lo pidió a mí? —Fue lo que le dije. Pero no m
nterrumpas. Te digo que me puse a ve
a película y a apuntar todos los que smueren.
—No te entiendo.
—Al principio yo tampocentendía. Por eso hice esta lista. Apuntos nombres de los actores de un lado
cómo se llaman sus personajes del otro
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Entonces me di cuenta de algo. —¿De qué? ¡No la hagas d
emoción, Brianda! —Hace rato, mientras mi mamá m
peinaba para ir al velorio, estaba puestun canal en la tele, uno de película
viejas. Entonces, en la película questaban pasando en ese momento, salGregory Peck.
—Ajá, ¿y? —Mira la lista. Es el primero
Gregory Peck, que sale como Rober
Thorn. —¡No te entiendo! —gritó Jop. —Yo tampoco —admitió Pereda. —¡Es que es una pregunt
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capciosa! —exclamó Brianda—. ¿Quiése muere en La profecía?
Jop y Pereda se miraron a travédel espejo retrovisor.
—¡Nadie! —gritó Briandaentusiasta—. Me di cuenta al ver qu
ese mismo señor aparecía en la otrpelícula. Nadie se muere en L
rofecía. Todo lo que ocurre en esa
película, como en todas las películas demundo, es de mentiras. Por eso GregorPeck puede salir después en mucha
otras películas más, porque al terminaa profecía sigue vivo. Nadie se mueren La profecía, como tampoco nadie smuere en El exorcista. Ni siquiera en L
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masacre en Texas , que me has contadque es muy sangrienta, hay muertos
adie. Nadie. Nadie. La respuesta esadie.
—¿Estás segura de que ésa es lrespuesta?
—Checho me dijo que era unpregunta que le hizo Farkas para darluna pista. Si le piensas tantito, ésa tien
que ser la respuesta, porque... —¿Porque qué? —Porque si no... entonces yo m
voy a morir de la tristeza —adujBrianda, poniéndose súbitamente seri—. No me imagino el mundo sin Sergio
Jop ya no quiso cuestionarla
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Prefirió participar en la alegrposibilidad de que fuera cierto, que samigo estuviera vivo en algún lado.
—¿Y a qué hemos venido nsurcentro, si se puede saber? —
preguntó Job cuando Pereda ya estab
ngresando al estacionamiento. —Vamos a enfrentar al seño
Guntra. Estoy segura de que él sab
dónde está. —¿Enfrentarlo? —respondió Jo
con un ligero temblor en la voz.
—Sí. Y te juro que, o me dice que hizo a Checho, o me va a conoceenojada.
Jop tragó saliva. No conocía
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Brianda enojada, pero definitivamentno creía que pudiera medir fuerzas coun demonio por muy feo que se lpusiera el carácter.
Pereda apagó el motor del auto.
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Capítulo treinta
Un llanto lo despertó.Abrió levemente los ojos despué
de dormir unas cuantas horas. No podí
saber si todavía era de noche en esmazmorra. Apenas se colaba un poco duz a través de la puerta pero, a falta d
ventanas, bien podían pasar días entero él jamás se enteraría del tiempranscurrido.
Nuevamente, el llanto. Era apenaun lloriqueo que surgía de algún sitimás allá de la puerta. Se espabiló. Eprincipio creyó que era su imaginación
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ahora estaba seguro de que no era asQue el llanto era real.
Puso sus ojos en Apolo, la calaverque le hacía compañía. ¿Quién sería¿Cómo habría muerto? ¿Qué tendría quver con los crímenes que él había estad
nvestigando?Más llanto. Se sentó en el catre
Supuso que habría otro niño en algun
celda contigua. Se levantó. Caminhacia la puerta y tosió para darse notar. El llanto siguió sin aumentar d
volumen. —¿Quién llora? —preguntó. Nadie respondió. Volvió a
preguntar.
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—¿Quién llora?Después de unos segundos, una vo
surgió de la oscuridad. —¡Cállate! —dijo la voz—. ¡T
pueden oír! —¿Quiénes? —preguntó alarmad
Sergio. En la voz del otro niño sapreciaba un gran temor.
—¡Los que nos trajeron aquí!
—No te entiendo. —Hace rato oí gritos horribles. E
ipo invocaba al diablo. ¡Quiero irme d
aquí!Volvió el silencio. Luegonuevamente los sollozos.
—Niño... ¿quién eres? ¿cómo t
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lamas? Nadie respondió. —Niño... —Me llamo Osvaldo… y no quier
morir... no quiero morir... no... quie...El llanto se fue apagando poco
poco hasta que el silencio se sobrepuspor completo.
—Niño... niño...
De pronto fue como si nunchubiera existido. Como si el llanthubiera sido arrastrado desde un
pesadilla hacia el mundo real parerminar desvaneciéndose.Sintió un escalofrío que ya tení
muy bien identificado. En un ambient
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an tenebroso como ese, supuso qucualquier cosa podría pasar... recibir lvisita de algún demonio, por ejemploMiró hacia el interior de su celda. Clavsus ojos en las cuencas vacías decráneo de Apolo, en el aserrín que lo
rodeaba, en las desnudas paredes. Npodía distinguir de dónde había surgidel llanto, pero todo indicaba que de l
puerta que confrontaba a la suya. Algúotro prisionero que esperaba su destinoO... tal vez...
Se escucharon los goznes de lpuerta principal, la que conducía a lmazmorra. La luz se coló hacia enterior de la cámara. Sergio advirti
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que ya era de día.Los pasos de Nicte se apresuraro
hacia el interior. Bajó las escaleras oda prisa y se dirigió a la sexta celdansertó la llave y abrió.
—¿Y bien? —dijo ella en cuanto
entró a la habitación. No llevabantorcha; ya no era necesaria—¿Descansaste?
—Más o menos —respondiSergio, receloso.
—Ten. Te traje calzado. Espero
que te venga —dijo Nicte, al momentde arrojarle un zapato en tan mal estadcomo sus ropas.
Notó Sergio entonces, gracias a l
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nueva luz matinal, que la playera quportaba era amarilla… y que tenía en ecentro un gastado logotipo de un tiburónSe trataba de una playera promocionade esas que regalan las estaciones dradio. Lo asaltó la memoria. Y sintió
una nueva oleada de miedo. —Apúrate —le ordenó Nicte—
Ya voy retrasada.
Sergio tomó las muletas y salió deencierro, tras de Nicte. No pudo evitamirar hacia la celda de enfrente. L
puerta estaba abierta y trató de asomarsal interior, pero no pudo hacerlo. Nicto empujó hacia las escaleras. De todo
modos, estaba prácticamente seguro d
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que no habría nadie en el interior. Ni enesa ni en ninguna otra celda. Su mentseguía sacando conclusiones.
—Éste es el sótano de la casaTiene siete celdas. Y ya no volverás poraquí si colaboras.
Subieron las escaleras y llegaron apiso superior, a la planta baja. Sescuchaba una música agradable d
piano, idéntica a la que Nicte tenípuesta en su oficina en la plazcomercial. Detrás de la música, en e
exterior de la casa, ladridos de perros.Se hallaron de pronto en unconfortable sala con chimenea y mueblerústicos. El sol ya estaba alto en e
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cielo. Probablemente serían las nuevde la mañana.
—Espérame aquí. Y no toques nad—dijo Nicte.
Sergio aguardó sin atreverse sentarse mientras Nicte entraba a l
cocina. Miró el aparato de sonido, deque salían las notas del concierto dpiano, en la parte superior de un alt
ibrero. Puso sus ojos en todos loobjetos que lo rodeaban. Era una cabañacogedora. ¿Quién iba a decir qu
guardaba, en el sótano, tan oscurosecretos? Un vago rumor de trabajo lalcanzó y giró el cuello. En un cuartaledaño, una especie de pequeño taller
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pudo distinguir a qué se debía el sonid comprobó, al fin, su teoría. En efectoodo encajaba. “¿Quién se muere en Lrofecía?”, pensó.
Aprovechó la tardanza de Nictpara mirar hacia afuera de la cabaña
abarcar con sus ojos la distancia. Unpared de coníferas cubría por completel horizonte. A través de todas la
ventanas de la cabaña sólo sdistinguían árboles. No se veía ningunotra casa, nada que indicara la presenci
de vecinos. Al menos contó tres perrodoberman haciendo guardia a un lado da camioneta. Volvió a sentir escalofrío
Luego, casi por casualidad, su
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ojos se posaron sobre una mesita al ladde la puerta de entrada. Su corazópalpitó con fuerza. Una cartera sencontraba ahí abierta, como olvidadpor descuido. Miró sobre su hombro
icte se encontraba de espaldas aún e
a cocina. Supuso que no tendría mejooportunidad que esa, así que saproximó con cautela. Un rápido vistaz
bastó para comprender en seguida lnaturaleza de la venganza de Nicte.
—Ten, come —lo sorprendió ella
sosteniendo un plato con pan duro y uvaso con agua, justo cuando Sergifingía mirar por la ventana.
Pan duro y agua. Pensó quejarse
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decirle que era muy poco, que no habícomido nada desde la mañana del díanterior... pero, si sus conclusiones eraciertas, sabía que Nicte lo castigaríprecisamente por todo lo que sus niñono habían tenido. Comida, cama... y un
buena muerte. Así que prefirió guardasilencio.
—Date prisa, te dije que ya vo
retrasada.Se sentó en un sofá y devoró el pan
Luego, acabó con el agua de un sol
rago. Nicte lo contemplaba de pie, esilencio, con una mirada fría rencorosa. Sergio terminó su precaridesayuno y no sintió ningún alivio, com
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si no hubiera comido nada. Además, sel punto rojizo de su antebrazo no lengañaba, sabía que la debilidad no sdebía sólo a lo poco que había dormido a la falta de alimento. Una incipientrabia nació en su interior. Acaso por eso
es que se atrevió a preguntar. —¿Y si tu venganza est
completamente equivocada, Nicte?
Su mirada fue insolente, retadoraPero ella no pareció molestarse. Por econtrario, hasta sonrió. Luego
súbitamente, lo abofeteó. —Las lágrimas por Apolo estávertidas —afirmó ella tranquilamente—Y sus huesos reposarán pronto en l
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ierra. De lo otro... aunque no es de tncumbencia, ya me encargué en s
momento.Sergio soportó el golpe si
quejarse, sin aumentar su enojo, siquitarle los ojos de encima a Nicte
Porque en su mente desfilaron lafotografías que observó en la carterminutos antes. En todas, el tema era e
mismo. Sólo rostros de niños con loojos cerrados. Cinco hombres, domujeres. Siete fotografías, seis de ella
marcadas al reverso con una cruz. Sietgráficas tomadas a siete niños despuéde haber fallecido. Siete venganzasSiete niños durmiendo el inagotabl
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sueño de la muerte. Recordó con detallel rostro de cada niño porque sabía qua los había visto antes. A todos. Y trajo
a su mente el rostro de unoespecialmente rubio y de anteojos, que había hecho un par de tétricas visitas
una de ellas en el sanitario de sescuela. Y pensó que la venganza d
icte, en efecto, estaba totalment
equivocada porque ninguno de los yvengados realmente descansaba en paz.
Nicte ya no agregó nada. L
empujó con violencia hacia el cuarto deque se desprendía ruido de trabajo. Ldetuvo en la puerta.
—Bienvenido al Tártaro, Sergio.
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* * * —No sé por qué tienes tanta
películas de terror si eres bien miedos—le dijo Brianda a Jop mientracaminaba entre los carros de
estacionamiento de Insurcentro. Samigo no dejaba de quedarse rezagado.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no se te ven muchaganas de querer acompañarme.
—Es precaución —se defendió é
—. ¿Qué no recuerdas que Sergio nodijo que Guntra es un demonio? —A mí no me importa —respondió
ella sin aminorar el paso—. Si es ciert
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o que pienso, ese tipo tiene a Checho. Yno lo voy a dejar en paz hasta que mdiga dónde lo tiene.
—A lo mejor sería bueno hablarlal teniente Guillén.
—No. Él ya descartó a Guntr
como sospechoso. Tenemos que haceesto solos.
Siguieron corriendo, ella delante
él atrás, hasta que llegaron a la puerta dentrada del centro comercial. Al instantse detuvo Brianda, presa de un extrañ
presentimiento. —¿Qué pasa? —le preguntó Jop. —No sé… como que tuve una rar
sensación.
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—¿Cómo de qué? —No estoy segura. Mejor sigamosContinuaron su camino a toda pris
hasta que llegaron a la sección en la quse encontraba el negocio de reveladoultrarrápidos. Lo que vieron los detuv
en seco. A Brianda le costó trabajoasimilar la noticia.
—No puede ser —dijo.
Unos trabajadores estabadesmantelando el negocio. Ya retirabanel letrero que decía “Moloch”. Lo
anaqueles estaban vacíos. Loaparadores y el mostrador, también. Noquedaban rastros siquiera de quhubiera sido una tienda de cámara
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fotográficas o cualquier otra cosa. —Creo que ya no trabaja aquí —
declaró Jop. —¿Y ahora qué hacemos?Jop lo meditó un momento. Cierto
enía miedo, pero si la idea de Briand
resultaba cierta, tendría que hacer lo qufuera para dar con Guntra.
—Sé que me voy a odiar a m
mismo por decirte esto... pero... —¿Qué, Jop? —Yo sé dónde vive Guntra.
—¿En serio? ¡Cómo! —Lo averigüé por Internet porquSergio me lo pidió. El otro día fuimos é yo a su casa. Fue una experienci
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horripilante. La verdad no quisiervolver... pero si se trata de salvar Sergio...
—No tenemos tiempo que perde—resolvió ella.
Volvieron sobre sus pasos a toda
carrera. Atravesaron los pasillos decentro comercial y llegaron a la puertdel estacionamiento. Entonces, Briand
volvió a detenerse. —¿Qué pasa? ¿Otra vez? —Jo
notó que algo raro se dibujaba en la car
de su amiga. —Sí... no sé... de repente...Miró hacia los lados, tratando d
dar forma a la idea que la habí
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asaltado. Pero, al no notar nadpeculiar, sacudió la cabeza y siguiócorriendo. Jop apenas iba detrás de ellaLlegaron al auto completamentagitados. Pereda les abrió la puerta coun gesto de gran disgusto. Ambos s
subieron a toda prisa. —Niño Alfredo, sus padres me ha
ordenado que los lleve al funeral —dij
el chofer a Jop. —¡Ay, Pereda! —se quejó éste—
¿Por qué no apagaste tu celular com
hicimos Brianda y yo? ¡Ya lo echastodo a perder! —Lo siento, niño Alfredo, pero yo
rabajo para su padre, no para usted.
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Brianda se quedó paralizada, comsi la hubiera fulminado un rayo. Lrevelación cobró forma en su cabeza.
—¡Claro! ¡El celular! —exclamó. —¿El celular? —dijo Jop. —¡Sí! ¡Ya sé por qué tuve ese
presentimiento hace rato! ¡Vamos!Se bajó del auto y Jop detrás d
ella.
—¡Niños! ¡Vuelvan acá, por favorNo me metan en más problemas! —
gritó Pereda.
No obstante, ambos muchachosiguieron corriendo de vuelta al centrcomercial. En cuanto llegaron a lpuerta de entrada, Brianda paró s
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carrera. Un tanto agitada, se recargó aprincipio del pasillo.
—¡Por Dios, Brianda! —la instJop—. ¿Me vas a decir qué te pasa?
—¡Ssshhh! —lo calló ella.Guardaron silencio por un rato
entonces ella hizo que Jop lo notara. —¿Escuchas? —Qué.
—Esa música... —¿Cuál música? —Es música clásica. Viene de po
aquí... —dijo Brianda mientracaminaba hacia la oficina de vigilancidel centro comercial.
—Tienes razón. Viene de ah
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dentro. ¿Pero qué tiene que ver eso? —Vas a decir que es una bobada
pero... cuando hablé ayer con Sergio, sescuchaba como fondo una músicsimilar. Y cuando se quedó mudo, lamúsica esa continuó sola. Es la mism
estación de radio. —Tiene que ser una coincidencia. —Puede ser, pero...
—¿Puedo ayudarles en algo?Ambos trataban de mirar hacia e
nterior de la oficina haciendo sombr
con las manos, cuando una voz femeninos hizo voltear. —Dije que si puedo ayudarles e
algo.
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Nicte, séptima labor
Con las llaves de su oficina en lamanos, Nicte, de rostro serio
confrontaba a ambos niños. —Disculpe, señora... —dij
Brianda— es que se nos perdió m
mamá y queríamos ver si usted puedayudarnos a localizarla. Nicte los miró con suspicacia
Probablemente fuera verdad. No podíarriesgarse.
—Está bien. Pasen. Ahora lvoceamos por el sistema de sonido de l
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plaza —dijo mientras insertaba su llaven el picaporte de la puerta de loficina.
Brianda y Jop se miraron a laespaldas de ella. Estaban nerviosos. YJop, para variar, se quedó un poco
rezagado. Todo eso le daba muy malaespina.
En cuanto entraron a la oficin
Brianda advirtió que en el aparato dsonido estaba puesta la estación dmúsica clásica que había escuchado po
ocho minutos el día anterior, hasta quse le acabó el crédito a su celular. Perono podía estar segura de nada hastque...
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Nicte se sentó a la silla que estabfrente a los monitores y encendió uamplificador al que estaba conectado umicrófono. Se acercó el micrófono peroantes, lo tapó con una mano.
—¿Cómo se llama su mamá, niños
—dijo ella.Los ojos de Brianda la delataron
Su rostro estaba lívido, blanquecino. S
abio inferior empezó a temblarTambién Jop lo percibió.
—¿Qué te pasa, niña? —dijo Nicte
Y no pudo dejar de mirar hacia emismo sitio al que se dirigían los ojode Brianda.
Ahí, en el suelo, debajo de l
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repisa, estaba el teléfono celular dSergio. Era inconfundible porque estabreparado con cinta adhesiva.
Se encontraron los ojos de Nicte de Brianda. Ambas parecieron adivinao que pensaba la otra. Luego, tod
ocurrió en cuestión de segundos. —¡Corre, Jop! —gritó Brianda.Jop pudo alcanzar la puerta y sali
de ahí. Pero Nicte ya estaba sobre ecuerpo de Brianda, sujetándolo coambas manos.
La lucha duró muy poco tiempo. Enecesario apenas para que Nictalcanzara la botella de somnífero obligara Brianda a olerla.
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Ahora tendría que actuar rápidoMuy rápido.
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Capítulo treinta y uno
Sergio recordó que, en sus pesquisapor Internet, mientras investigaba eorigen del nombre de Nicte, surgió l
palabra Tártaro en alguna página webTártaro era como llamaban los antiguogriegos al infierno.
Después de seis horas de estacosiendo en silencio, comprendió qual vez no estuviera tan equivocado e
apelativo. Ni siquiera había avanzaduna cuarta parte de la labor que locaba y ya se sentía desfallecer.
En los rostros de los otros cinc
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prisioneros alrededor de la mesa sdibujaban por igual la desesperanza, lristeza y el miedo. Estaba contento d
verlos, pero al mismo tiempo, no lalegraba encontrarlos en talecondiciones. Varios habían bajado de
peso y estaban pálidos y demacradosObservó también que todos llevaban laropas de los niños muertos. Él mism
levaba la camiseta amarilla de Apolo esto le producía una rara inquietudComprendía que Nicte quisiera que lo
niños muertos tomaran el lugar de loahí presentes, pero... ¿cómo funcionaba la inversa? ¿Cuál era el castigo por nerminar con la tarea encomendada
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icte no había dicho nada al respectoUna extraño desasosiego, o tal vez uncipiente miedo, le recorrió todo e
cuerpo.El trabajo era simple, rudimentari
mecánico. La orden de Nicte era qu
cada uno debía confeccionar un cobertoal día zurciendo diversas figuras egrandes pedazos de tela. Trenes
caballitos, muñecas, soldados, ositosúnicamente motivos infantiles debían secortados de un montón de ropa viej
para decorar las cobijas. Una manta adía por cada niño. “Una manta al día.para algún anónimo niño de la calle”había deducido Sergio.
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Miró las manos de todos. Exceptas de María del Socorro, todos lo
demás tenían los dedos vendados copedazos de tela. Era evidente que el usconstante de la aguja les había causadocon el tiempo, sangrantes pinchazos
Miró con atención a cada uno. Con élsumaban seis niños completamentaislados en medio del bosque, vigilado
por tres feroces perros, sin escapatoriasin esperanza, condenados por uneternidad si Nicte no decidía otr
destino para ellos. El tártaro. “Enfierno”, musitó Sergio.Habían pasado varias horas desd
que Nicte abandonó la cabaña. Y le
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detuvieron su labor, extrañados. —Y podría decirse que también e
el tuyo, Celso. —¿Cómo sabes mi nombre? —l
cuestionó el muchacho.Su intención era contarles toda l
historia, hablar de lo que había vivido aado de Guillén, hacerles saber qu
había conocido a sus padres, relatarle
as líneas de investigación que lo habíaconducido hasta Nicte. Pero sarrepintió en seguida. Adrián Romero
subió uno de sus brazos a la mesa Sergio notó, por primera vez desde slegada, una herida bastante fea. Se fij
con atención: eran marcas de colmillos
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Su corazón se aceleró. Hizo una rápidrevisión a los otros muchachos. Su vistse detuvo en Jorge. En la parte baja decuello tenía una marca similar, si acasodiferente porque ya estaba cicatrizadaEl miedo lo invadió. Supo que tenía qu
dejar para después las explicaciones. —Nicte tiene una lista de siet
niños a los que está vengando. Conmig
completó al sexto. ¿Alguien tiene idede lo que tiene pensado hacer conosotros cuando reúna a los siete?
Un distante trueno fue lo único quhizo eco a la pregunta de Sergio. Larde amenazaba lluvia.
—Entonces creo que tenemos qu
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ocuparnos en algo más útil que zurcicobijas antes de que ella vuelva a casa.
Nicte, séptima labor
Ariadna Gutiérrez Medina, alias Nictese dio cuenta de que era demasiadarde.
La policía, para esos momentos, yendría todas las referencias de lcamioneta. Las placas, principalmente.
Pese a que había tenido la últimocurrencia de utilizar a la niña devestido negro como séptima víctimasabía que esto ya no sería posible
Ahora el mundo sabría su identidad
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conocería su rostro. La misión quedarínconclusa por culpa del muchacho qu
había podido escapar.Los dioses habían dejado d
favorecerla. Detuvo el auto en ucallejón y descansó su cabeza contra e
respaldo del asiento. Comenzó a llorar.Y sus lágrimas la transportaron a
día número uno de su venganza. Just
cuando entró a la cabaña en el bosque descubrió los horrores de sus cámaranternas. Su mente viajó al momento e
que, recién contratada como jefa dvigilancia del centro comerciadescubrió la mirada aterrorizada de u
niño en los monitores, la elocuent
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mirada de un niño de la calle que erlevado, contra su voluntad, por u
hombre de mirada torva a través de lopasillos de Insurcentro. Su mente volvial momento en el que un mapresentimiento la llevó a abordar s
camioneta y seguir el vehículo en el quambos, niño y adulto, habían subidoLuego, al instante justo en el que habí
entrado a la cabaña, pistola en mano.Una mente puede fácilment
rastornarse con una imagen ta
poderosa como un golpe en el cráneoQué decir de siete golpes, sietacometidas violentas, sietconmocionantes visiones.
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Ariadna Gutiérrez hasta esmomento había sido una mujer sencillade costumbres solitarias y hábitoarraigados, cuya única cualidad notorial vez fuera que había desarrollado u
cierto gusto por la música de piano y l
mitología griega. En su primer trabajserio, a los once años, como muchachde servicio, mientras desempolvaba u
diccionario descubrió que Ariadna erel nombre de la hija de Minos, rey dCreta. Le agradó, después de habe
padecido enormes carencias durante snfancia, imaginarse a sí misma comuna princesa griega. A partir de entonceestudió los mitos helénicos, aunque s
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nivel de educación sólo llegó hasta lescuela secundaria, que terminó hasta ledad adulta.
Ariadna Gutiérrez Medina, aliaicte, nació en un cinturón de miseria d
a Ciudad de México. Hija de padre
alcohólicos, huyó de su casa a los sietaños y tuvo que enfrentarse al hambre el frío de las calles por cuatro años
hasta que una mujer caritativa le ofrecisu primer empleo, le ayudó a terminar lescuela primaria, le inculcó el gusto po
a buena música... y le permitió estudiaa los griegos. Nunca había despuntado en l
escuela. Nunca había sid
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particularmente bonita. Nunca se habídistinguido por ser muy popular. Peroera una mujer empeñosa y responsableA sus treinta años ya había trabajadocomo afanadora, obrera yrecientemente, como mujer policía
Tenía el deseo oculto de ser madre, pernunca había corrido con la suerte deamor. Tal vez por eso había tomado la
elección de una vida solitaria, casi siambiciones, casi en el anonimatoolvidando para siempre a los griegos
a música de concierto.Ariadna Gutiérrez fue una mujesencilla, meticulosa, ordenada yprobablemente feliz, hasta el día en qu
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uvo que enfrentar, en la oscuridad duna mazmorra, la visión de un niñatrozmente descuartizado. Hasta el díen que su cordura fue zarandeada hastos cimientos. Hasta aquel día de lo
siete cuerpos mutilados, las siet
pavorosas cámaras, los siete vientreabiertos como bocas, los siete charcode sangre, las siete vidas diezmadas e
espeluznantes y siniestros sacrificios.La mente de Nicte, tras el volante
volvió al momento en el que, pistola e
mano, bajaba al sótano de la cabañadescubría los horrores y dejaba de ser lcallada y complaciente mujer de unexistencia inofensiva para convertirse e
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aquella niña resentida que, urgida por lenvidia y el rencor hacia los que teníamás que ella, decidió que su vida teníque proyectarse más allá de la que lestaba destinada... mendigando siempresufriendo siempre, anhelando siempre
Temiendo siempre. Y convino que tanatroces crímenes clamaban venganza. Yse dijo que la madre de la venganza
para los griegos, se llamaba Nicte. Yella, Ariadna Gutiérrez, siempre habídeseado, en secreto, ser madre.
Su mente viajó al momento en eque, habiendo entrado sin ser notadaejecutó a sangre fría a los dos hombreque descubrió en el interior de l
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cabaña, los dos hombres que habíaperpetrado los sacrificios. Un tiro en lcabeza bastó. Y entregó los cadáverede los dos asesinos a los tres perros quencontró en una jaula. Los llamcerberos, los guardianes del infierno. Y
se ganó su confianza. Los hizo suyos. Niños de la calle, los siete. Niño
que nadie habría de extrañar. Niños qu
podían desaparecer de la faz de lTierra sin problema, como en sumomento la princesa Ariadna, que cad
noche, cuando dormía en la calle, rezabpor la llegada del amanecer. Niños sipadres. Niños sin madre. Niños quhabían de ser enterrados en secreto, qu
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nadie habría de llorar, que nadie habríde añorar. Nadie. A no ser que... a noser que...
Un automóvil deportivo negro sestacionó detrás de la camionetaobligando a la mente de Nicte a volve
al presente. Lamentó nuevamente nhaber podido completar su misión. Lehabía dado nombre y sepultura a seis d
sus niños. La última, a la que habílamado Minerva, quedaría si
venganza.
Se limpió las lágrimas.Abrió la guantera y extrajo uneringa.
Se arrepintió en seguida. No s
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sentía optimista. Brianda estabnconsciente en la parte trasera de l
camioneta, pero Nicte comprendió qua no podría hacer nada con ella. Ya no
podría extraer de sus venas la sangrcon que habría de manchar sus ropas
os huesos de esa otra niña a la que ldebía un funeral y lágrimas verdaderasTodo era inútil.
Golpeó con furia el tablero de lcamioneta. Recargó la frente contra evolante. Había sido una larg
persecución a través de la ciudadEstaba exhausta.Sintió una presencia, una mirada.Se puso alerta. Miró por e
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retrovisor.Llevó, por acto reflejo, su mano
a pistola. No le gustaba nada lo questaba sintiendo.
Y al ver, a través del espejo, ahombre que se bajó del automóvil negro
supo que, en efecto, esa era la pieza que había estado faltando. Y lamentó su
ceguera. Comprendió que Sergi
Mendhoza tenía razón.Lamentó haber pensado, todo es
iempo, que las indagaciones que había
conducido a Sergio y a la policía nsurcentro eran simplemente erróneasque estaban equivocadas.
Ahora todo cobraba un nuev
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sentido. Ahora veía que todo tenía usignificado. Por eso su primer niño, aque bautizara como Perseo, estaba esarde en el centro comercia
acompañado de un siniestro adulto. Poeso su espíritu no había encontrado pa
desde aquella noche maldita en que shabía metido a la casa en el bosque hurtadillas. Por eso su instinto no parab
de decirle día con día que los hombreque habían sido devorados por loperros eran sólo sirvientes de uno qu
era más poderoso y perverso. Por eso ndudó un instante más. Sacó la pistola da funda, le quitó el seguro y se bajó da camioneta.
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Se quedó sin aliento en cuanto pusos pies en la calle. Eso que tenía frent
a sí no era humano, no era de estmundo. La sorpresa la inmovilizó. Npudo reaccionar a tiempo.
Brianda estaba tan profundament
dormida en ese momento que no escuchel grito. Ni se enteró de la sangre qusalpicó los vidrios y las puertas de l
camioneta. Tampoco notó cuando evehículo avanzó de nuevo, abandonandpara siempre, en el callejón, el cuerp
nerte de Nicte.
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Capítulo treinta y dos
Jop se puso dar de golpes contra loasientos de cuero del cadillac.
—¡Cómo es posible que lo
perdiéramos! ¡No puede ser! —gritó un otra vez—. ¡No puede ser!
—¡Le dije que detuviéramos un
patrulla, niño Alfredo! —gritó el chofer —¡Y yo te dije que no dejaras d
acelerar, Pereda!
—¡Y yo le dije que nodesobedeciera a su padre! —¡Y yo te dije que te pasaras lo
altos y no frenaras en las esquinas!
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Entonces, se hizo el silencio, unmuy profundo. La vida cotidiana en lacalles hizo sentir a Jop como si todhubiera sido un sueño. La gente smostraba indiferente a lo que elloacababan de vivir... Y a Jop le dieron
una ganas tremendas de irse a su casa ver películas, entrar al Internet, hacer éambién como si la pérdida de Sergio
Brianda jamás hubiera pasado, tratar dconvencerse de que podría encontrarse sus dos amigos en el chat, hablarles po
celular o verlos en la plaza de GiordanBruno. Pero, por mucho que quisierdespertar de la pesadilla, sabía que ermposible. Que lo que acababa de vivi
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era real. Y se sentía responsable. —¡Soy un idiota! ¡Ahora los do
van a morir por mi culpa!Pereda lo vio por el retrovisor. No
sabía ni qué decir. —Tenías razón, Pereda —se
amentó Jop—. Hubiéramos buscado unpatrulla.
Pereda optó por no agregar nada
Súbitamente, Jop se tranquilizó. Respirhondo y, como si se tratara de otromuchacho, no uno que ha sido expulsad
de casi todas las escuelas secundariade la ciudad, prendió su teléfoncelular. Luego, decididamente, marcó unúmero. Y aguardó.
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—Papá. Ya sé que me merezco decastigo la silla eléctrica, la inyeccióetal y la cámara de gases; nada más t
pido que me guardes todos esos castigopara más adelante. Necesito que mpases al teniente Guillén si está ahí co
ustedes en el funeral de Sergio. Es súpeurgente. Luego ajustamos cuentas tú o.
Esperó un poco más.Pereda lo miró con admiración. E
efecto, parecía otro muchacho.
* * *En cuanto terminaron de comer la
seis raciones de pan y agua que Nict
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es había dejado, la lluvia comenzó arreciar. Lo que, por varias horas fuuna lluvia fina, se convirtió súbitamenten una potente tromba, con rayosruenos y furiosos vendavales. Eran casas seis de la tarde. La casa se empezó
cimbrar al poco rato. —¿Siempre llueve así por aquí? —
preguntó Sergio, un tanto alarmado
Parecía una tormenta fuera de lo normal —No —contestó José Luis—
Desde que yo he estado aquí, ha llovid
dos veces. Y nunca como ahora. —Cerremos todas las ventanas —sugirió Sergio cuando, empujada por eviento, se azotó una de las puertas de
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piso superior.Para entonces Sergio ya sabía cuá
era la vida en la cabaña y por qué emiedo estaba presente en la mirada dodos sus compañeros. Cualquier falt
en los niños (no entregar su coberto
diario, por ejemplo) era castigada coun día entero de encierro en las celdadel sótano sin comida y sin agua. La
marcas de colmillos en Adrián y Jorgse debían a un par de intentos fallidopor huir, aunque José Luis también habí
sido atacado por un perro en una piernaicte lo había lanzado contra él pohaberla insultado. Dormían en el suelo no tenían derecho a nada, excepto a usa
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el baño y a sus precarias raciones dcomida. Ni siquiera les estaba permitidcubrirse con las mantas que ellomismos fabricaban. Éstas eran recogidacada noche por Nicte, antes de encerraa los niños en el taller y recordarle
cuán afortunados eran de tener unfamilia en algún lado.
Los seis muchachos se dispersaro
por la casa y no se volvieron a reunifrente a la chimenea hasta que dejaron lormenta completamente fuera. En la
caras de todos se reflejaba uncomprensible inquietud: ahora tenían uplan de escape; tal vez no el mejor, perosí uno que les permitía creer que s
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suerte podría cambiar a partir de esdía.
Puesto que Nicte siempre ingresaba la casa acompañada de un perro, ldea era simple pero con posibilidades
Jorge fingiría un desmayo a la mitad d
a estancia. Sergio y Socorro, previendque Nicte se aproximaría en seguidaratarían de sorprenderla por la espalda
quitándole la pistola que cargaba. Si suacciones tenían éxito, podríaamedrentarla con su propia arma, si no.
odavía contaban con el plan B. Peréste era un plan que nadie deseablevar a cabo.
Adrián y José Luis intentaro
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prender el fuego de la chimeneabuscando ahuyentar el frío que ycomenzaba a sentirse pero, al poco ratde estar frotando dos maderos, srindieron.
—Ojalá tuviéramos radio —dij
parcamente Jorge, mirando la tocadorde discos compactos, fuera de salcance. En sus manos tenía el estuch
del concierto que sonaba, una y otra vezen las bocinas del aparato: el conciertnúmero dos de Sergei Rachmaninoff
Cada día, Nicte les programaba uconcierto distinto. Un concierto que srepetía inagotablemente hasta su vuelta casa. Con el tiempo, los cautivos s
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habían acostumbrado a que eso tambiéformaba parte de su infierno particularAl menos ahora sabían el nombre de lque estaban escuchando.
Nadie se animaba a romper esilencio, apenas cubierto por el ardu
golpeteo de las gotas sobre la ventanas a música de piano en las bocinas. E
frío parecía aumentar. Se respiraba un
ensión creciente.Cada uno de los seis callado
prisioneros sostenía un palo de escob
al que le habían sacado filo tenazmentcon una lámina que hallaron en lcocina. Seis macilentos niños armadosseis guerreros obligados a dar la luch
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por su libertad. El plan B era el ataqufrontal, a punta de lanza, contra Nicte su cerbero. El plan B significabmancharse las manos de sangre y abría posibilidad de morir en la batalla
Por eso ninguno quería abrigar la ide
de que fallara el plan original. —¿Es cierto que los perro
devoraron completos a dos hombres? —
dijo María del Socorro.Sergio sintió un leve escalofrío
pero éste no tenía nada que ver con l
dicho por María del Socorro. Llevó smirada más allá de los vidrios de lventana. Probablemente ya estuvierdando inicio eso que quedaba pendiente
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Tal vez estaba a punto de comenzar eúltimo episodio del caso.
—Al menos es lo que a mí me dijcuando intenté escapar —respondiAdrián—. Que esos animales sestuvieron comiendo, por varios días
os cuerpos de los que antes eran sudueños.
Una fuerte luz consiguió alumbra
súbitamente la estancia. El trueno no shizo esperar; el rayo tenía que habecaído muy cerca.
—¿Alguien sabe por qué noescogió a nosotros? —se atrevió preguntar ahora Socorro.
El frío y la tensión aumentaban. A
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Sergio le sorprendió que nadicontestara a la pregunta de la única niñdel grupo. Hasta ese momento habísupuesto que Nicte hablaba con ellosAhora veía que parte del infierno quvivían era no comprender lo que le
estaba ocurriendo. —¿En serio no lo saben? —
exclamó.
Todos negaron con la cabeza. —Es por el parecido que tenemo
con los niños que está vengando. Cad
uno de nosotros tiene un símil en egrupo de niños de la calle que fueroasesinados en esta casa y que elldecidió vengar. Apolo, por ejemplo, e
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niño que me corresponde a mí, carecíde una pierna. Estoy seguro.
—¿Qué quieres decir con que loestá “vengando”? —cuestionó José Luis
—Podría ser solamente que lequiso dar un buen funeral. Pero quié
sabe. Por eso hay que terminar estcuanto antes.
—¿Cómo sabes que eran niños d
a calle? —preguntó Celso.Sergio iba a responder que por la
maltrechas ropas que todos llevaban
que eran las mismas que portaban lavíctimas al ser asesinadas, iba a decique lo sabía por las fotografías, por loespectros, porque sólo así todo cobrab
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sentido, pero en ese momento el miedo volvió a acometer. Y trató dedentificarlo, apartarlo, darle forma.
La lluvia comenzó a amainar, noasí la tormenta eléctrica. El primemovimiento del concierto comenzó
volverse muy dramático. A Sergio lepareció tétrica la cadencia de lmelodía, el escalofrío no se iba. U
igero sudor había aparecido en sumanos. El miedo se materializaba. Ncomprendía qué estaba ocurriéndole. S
parecía mucho a… —¿Qué? ¿Pasa algo? —fue la vode Celso la que se sobrepuso a lmúsica, leyendo en Sergio que algo n
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estaba bien.En las mentes de todos s
nstalaban nuevos temores, nuevadesconfianzas. Ya casi daban las sieteLa lluvia siguió bajando de intensidahasta volverse una llovizna pertinaz.
Fue esa inesperada calma la quconsiguió que se escuchara, con todclaridad, un tintineo proveniente de l
cocina. —¡Qué fue eso! —gritó
sobresaltada, Socorro.
—Algo se cayó en la cocina —adivinó Jorge. —¿Algo cómo qué? —Habrá que averiguarlo —s
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animó Sergio a levantarse, sin muletasSabía que tenía que enterarse del origedel ruido o no podría con el peso de lcuriosidad. Sentía que el miedo crecía cada minuto y no terminaba dentenderlo, así que, cuando vio de qu
se trataba, respiró con alivio. Volvió aa sala.
—Sólo era esto. La llave que y
raía conmigo cuando Nicte msecuestró.
—No entiendo. ¿Tú traías esa llav
cuando ella te secuestró? —le preguntAdrián.Sergio sintió incrementarse e
emor. Ahora lo sabía. Era toda una
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certeza. No era un producto de smaginación. Existía en realidad. Era l
advertencia de algo horrible que estabpor ocurrir.
—¿A qué te refieres, Adrián? —puso frente a sus ojos la llave en form
de león, convencido de que no ercasual que la llave hubiera caído asuelo en ese preciso momento. Suponí
que alguna incorpórea mano podríhaberla extraído del gancho en el questaba colgada, con toda la intención d
apresurar el fin del último capítulo. —¿Cómo a qué? Pues ésa es llave de la mazmorra. La llave que abrodas las puertas de las celdas. Nict
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siempre la lleva consigo, pero ahora mmagino que se le olvidó. ¿Por qué dice
que tú la traías?Sergio no tardó en hacer la
conexiones mentales para obtener lrespuesta que estaba necesitando. Po
eso el caso estaba inconcluso todavíaPor eso el miedo, el terror que estabsintiendo... porque recordó, súbitamente
de dónde había tomado, épersonalmente, esa copia de la llave das cámaras en las que habían asesinad
a los siete niños de Nicte.Un rayo cayó a muy poca distanciaEl ensordecedor trueno fue instantáneoLuego, la insoportable certeza, l
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pavorosa convicción de lo que savecinaba.
Se escuchó el lejano sonido de umotor de auto. Siendo el único de piesólo él pudo ver, a través de la ventanaque la camioneta de Nicte se acercaba
o lejos a la cabaña. Comenzó a jadearse le dificultó la respiración. El temblode sus manos se hizo evidente. Pese a
frío, una gota de sudor resbaló de ssien derecha hasta la mejilla.
—¿Qué te pasa, Sergio? ¿Está
bien?Vio cómo las luces de la camionetcrecían al aproximarse.
—Ya vuelve Nicte —anunció
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Jorge, siguiendo la mirada de Sergio ravés de la ventana—. Todos a su
puestos.En el rostro de los demás niño
hizo eco la voz de Jorge. La inquietuera palpable. ¿Estaban verdaderament
istos para correr el riesgo, para morisi era necesario?
Socorro, por su parte, percibió qu
Sergio estaba extrañamente alteradoque a él lo afectaba otro tipo dpreocupación.
—¿Qué pasa, Sergio? ¿Qué tpasa?Sergio tragó saliva. Cerró los ojos
Trató de conjurar su terror pero e
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sentimiento era mucho más grande quodo lo que había sentido antes. Trató
con todas sus fuerzas de sobreponerseSabía que no tenía tiempo que perder.
—Muchachos... tendremos quolvidarnos del plan. Quien viene ahí n
es Nicte. —¿Qué dices? —preguntó Socorro —Que el que viene en es
camioneta no es Nicte.Pensó por unos instantes cuále
eran sus posibilidades, si podrí
escapar, huir, esconderse. Comprendióque al menos no debía arriesgar a sucompañeros.
—Van a tener que confiar en mí
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Tomen esta llave y enciérrense en esótano.
“Cualquiera puede tener miedo. Lmportante es qué haces al respecto”.
—¡Pero por qué! —gritó Socorro. —No hagan preguntas. Créanme
o salgan de ahí. Y lo más importanteQuédense quietos, no hagan ruido. Nsalgan hasta que haya pasado todo.
—¿Pasado qué? ¿Quién viene en lcamioneta de Nicte, Sergio? —preguntCelso—. ¿Cómo lo sabes?
—¡Porque lo sé! ¡Porque sólalguien como el que viene ahí puedproducir un miedo como el que estosintiendo!
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—¡Dios mío! —gritó nuevamentSocorro, cubriéndose la cara.
Lo que vieron los muchachos en loojos de Sergio fue tan convincente quno dudaron en correr hacia las escaleraque conducían al sótano.
Sergio seguía con las pupilapuestas en los faros de la camioneta quse acercaba, cuando escuchó cómo lo
cinco niños echaban llave a la mazmorrdesde adentro.
“Para vencer, sin armas y si
muerte...”, trajo a su mente el últimmensaje de Farkas, pensando que dalgún modo podría ayudarse con éutilizarlo para evitar los eventos que s
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anunciaban, pero abandonó la idea eseguida. El mensaje era, para variardemasiado críptico como pardescifrarlo en tales circunstancias.
Supo que, si salía vivo de esexperiencia, jamás olvidaría la tonad
del segundo concierto para piano dRachmaninoff.
Se despidió en silencio de s
hermana, de sus amigos, de su casa, dsu escuela, de sus cosas.
Por un instante le arrancó un
sonrisa el recordar que, en otro tiempohabía anhelado tocar la batería comJohn Bonham.
Un rayo le iluminó por segundos e
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rostro.“¿Cuánto miedo puedes soportar
Mendhoza? ¿Cuánto?”El imponente sonido del truen
sacudió toda la casa.
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Capítulo treinta y tres
Se acercó a brincos a la ventana. Lcamioneta no tardaría ni un minuto elegar a esa zona del bosque
Arriesgándolo todo, corrió hacia lcocina y se introdujo en el clóset de lalacena a toda prisa, entre alguno
utensilios de limpieza. Jaló la puertpara encerrarse. Trató de no haceruido.
“Esto no está pasando. No estpasando. No está pasando”.En breve, escuchó cómo abrían l
puerta de la entrada sin ningú
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problema; el que entraba llevaba spropia llave. El miedo aumentaba. Lnoche ya había tendido su negro mantsobre la habitación, sobre la casa, sobrel bosque. Todo estaba siendoabsorbido por una oscura tiniebla.
Escuchó la lluvia. Y los pasosLuego, la puerta devuelta a su marco. Ucallado trueno. Y la hórrida respiración
La hórrida respiración.“Dios mío... Dios mío...”Más pasos. Trataba de no hace
ruido, trataba de apretujarse más haciel fondo de la alacena. Apenas pudoapagar un grito que estuvo a punto descapársele.
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—¡Moloch, mi señor! ¡Traigo unofrenda! —tronó la voz en la sala.
Su mente se disparó. ¿Una ofrendaPensó de inmediato en Ariadna, e
icte. Seguramente habría sidcapturada y ahora serviría com
obsequio para el diablo que estabsiendo invocado. ¿Pero no era Molocel diablo al que se le sacrificaban…
únicamente...? —Una tierna niña... mi señor... —
continuó la voz.
El terror de Sergio se incrementó¿¡Una niña!? ¿Qué estaba ocurriendo? —Despierta... dulcecito.
despierta...
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El grito que escuchó entonceSergio le heló por completo la sangre. Ysupo que no podría seguir ocultándoseSupo que su suerte estaba echada.
Después del agudo grito, un grasilencio. No necesitó de más para dars
cuenta de que estaba en las garras dedemonio y que no podría hacer otra coscon su miedo que enfrentarlo.
Abrió la puerta de su escondite saltó de vuelta a la cocina. Lo que viantes de llegar a la sala le hizo senti
mareado, creyó que se desmayaría. Edemonio estaba frente a Briandanconsciente sobre el suelo, mostrand
sus enormes fauces abiertas, los ojo
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ciegos y titilantes. El hedor nauseabundque llegaba hasta él era casnsoportable.
—Bien hecho, mediador... —dijoGuntra sin cambiar la postura, sidirigirle la mirada—. Sabía que no t
resistirías a salir de tu guarida. —Déjala. Sé que viniste por mí.Guntra volteó para mirarlo. Y
Sergio sintió una poderosa descarga derror. No veía cómo podría salir vivo
de tan atroz experiencia. Los ojos de
demonio eran la viva personificaciódel mal. Poco a poco el rostro realizabuna espeluznante metamorfosis, perdísus rasgos humanos, se convertía en un
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nfernal aberración. —Error, mediador —dijo Guntr
rguiéndose—. Vine porque aquí iba establecer mi verdadero negocio. Percreo… que eso ya lo sabes. Así que noperdamos el tiempo y vayamos a l
nuestro. —¿Negocio? —¿Sabes cuánto está dispuesta
pagar cierta gente por un corazón? —srisa estentórea hizo que el último truenpareciera una broma.
Sergio se sintió invadido por ungran repulsión. No quería seguiescuchando.
—Un buen corazón... lleno d
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buenos sentimientos… lleno de sueñonfantiles inconclusos... —continu
Guntra—. Hubiera sido un negocio mupróspero… lástima que esa estúpidmujer policía descubrió a los imbécileque me trajeron a los primeros siet
niños. Lástima por ella, quiero decirporque terminó decorando el pavimentcon su sangre. ¿Te interesa saber cómo
e hice estallar la garganta?De la espalda de Guntra surgiero
un par de alas negras que rasgaron su
ropas. Sus miembros se alargaron, sconvirtieron en garras. Las orejas yeran puntiagudas; el hocico, inmenso.
Sergio comenzó a echarse haci
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atrás. —¿Sabes qué es lo mejor de todo
—continuó Guntra—, que no importaodos los obsequios que le haya ofrecid
a Moloch antes... sé que cuando lentregue tu inmóvil cuerpecito me va
elevar de rango en sus huestenfernales. Un mediador, eso sí que l
hará sonreír.
—¿Qué quieres de mí? —preguntSergio, aún echándose hacia atrás.
—Quiero tu miedo. Quiero t
dolor. Quiero tu desesperación. Quieroel peor grito que puedas dar. Quiero qusupliques que te mate y luego... cuandvuelvas de tu desmayo... descubras qu
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apenas he comenzado contigo.Sergio miraba en toda
direcciones. No había escapatoria. Nsiquiera tenía consigo su piernortopédica.
—Soportas bien el miedo
mediador. Hubieras sido un dignoenemigo. Lástima.
Se acercó a Sergio con lentitud.
—Lástima por ti, quiero decir.El volumen y la pestilencia de
rugido que emitió Guntra obligaron
Sergio a mirar hacia otro lado. Estabseguro de que ese era su fin. Mascuando abrió los ojos, el demonio ya nestaba ahí. La estancia estaba vacía, l
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cocina también... a la vista sólo estabel cuerpo desmayado de Brianda. Yusto cuando ya pensaba que todo habí
sido una alucinación, una horriblpesadilla, surgió del techo la voestentórea de Guntra. Se encontrab
agazapado como una araña sobre ecielo raso.
—Y por cierto... no te haga
muchas ilusiones respecto a tus amigosmediador. Me tardé en acabar con Nictpor una sola razón: porque sabía que m
estaba llenando la casa de angelitosContando los que encerraste en ecalabozo, suman siete. Siete es unúmero que encanta a Moloch. En cuant
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ermine contigo, volveré por ellos. Serun festín digno de ser recordado.
Sergio estaba paralizado. Guntrcontinuó:
—Así que… ¿Qué estáesperando? ¡CORRE!
No tuvo tiempo para pensar másSe aferró a las muletas y fue directo a lpuerta. La abrió e ingresó en la helad
cortina de lluvia.Corrió a grandes zancadas hast
que llegó a las inmediaciones de
bosque, justo en el punto en el quencontró a los perros, apenaalumbrados por la luz de la tormentaos tres animales estaban completament
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descuartizados, sus húmedas sangrantes entrañas esparcidas sobre lhierba.
Se internó en el follaje y mirsobre su hombro. No veía que Guntrfuera tras él, pero sabía que así era. Su
peores horrores se materializabanCorría con todas sus fuerzas, como esus pesadillas y, sin embargo, sabía qu
sería alcanzado, que nada de eso tenícaso.
La lluvia arreció, y sólo por l
ocasional luz de los rayos podíorientarse de vez en cuando. Pomomentos, mientras avanzaba en eenorme laberinto de árboles, piedras
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arbustos, sentía que el demonio podríconfundirse y perderlo, que tal vez aúpodría cobijar la esperanza de lograsalvarse.
Comenzó a escuchar ruidoextraños, ruidos que se confundían co
el de la lluvia. Creyó que granizaba, que Guntra lo iba siguiendo con un armde alto calibre. Parecía una extrañ
maquinaria. O el rugido de un motorCreyó que se volvía loco. Las muletase hundían en el fango y, a cada cinco o
seis pasos perdía una o terminaba en esuelo. Y el tiempo que le llevabaevantarse o recuperar las muletas l
parecía infinito.
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Estaba cansado. La lluvia lcortaba la respiración. El miedo ercerteza. Ya no era una malévola fe, eraa certidumbre de que, tarde o temprano
estaría viviendo los peores horrores.Se volvió a caer. La mulet
derecha quedó atrapada entre una piedr una raíz. No quiso perder el tiempo
La olvidó y siguió con la otra.
Un rayo iluminó la escena. Guntrvolaba de frente hacia él. Quisdefenderse con la muleta y el demoni
se la arrancó de un golpe. Luego, evampiro dio un viraje y volvió, con laalas desplegadas, sobre él. Sergintentó esquivarlo pero la sola ráfaga d
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viento lo obligó a caer en tierra. Guntraterrizó sobre él y, levantándolo con sufuertes brazos, lo empujó contra uárbol.
—Me hubiera gustado divertirmmás, mediador… pero creo que y
estuvo bien de jueguitos.Lo aprisionó contra el árbol y l
desgarró la camisa. Luego, con un
gruesa raíz que arrancó de la tierra lamarró al tronco para inmovilizarloSergio lo veía todo sin emitir u
quejido. Estaba convencido de qumoriría. Ahora sólo quería que fuerpronto. Lamentablemente, de acuerdo as amenazas de Guntra, seguramente n
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sería así.“Así que esto es el terror”, se dijo
“Eso es el verdadero terror”.Guntra pareció adivinar su
pensamientos, porque se aproximó a é, con nuevo golpe de fétido aliento
dijo: —Realmente soportas el terror
mediador. Bien entrenado, habrías dado
una digna batalla.Sergio levantó la vista y confirm
que Guntra lo había amarrado al árbo
por una sola razón: para hacerle pasapor las peores cosas y regocijarse en sdolor, su miedo, su agonía, como sdisfrutara de un banquete. Los rayo
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volvieron a iluminar el deforme cuerpdel demonio. Y Sergio convino que, shabría de morir, trataría de no darle egusto a Guntra de regocijarse en sdolor, intentaría no demostrarle smiedo, procuraría que sus lágrimas s
confundieran con la lluvia.Guntra preparó una de sus garra
para cortar el torso desnudo de Sergi
cuando, súbitamente, le cambió lmirada.
—¿Qué ocurre? —dijo
confundido, el demonio.También Sergio lo advirtióSúbitamente, todo estaba bienSúbitamente sintió que sus sentimiento
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corrían de un extremo al otro, que deerror pasaba a alguna otra extrañ
manifestación de tranquilidad. Era unrepentina confianza que lo invadía y lransportaba.
—Por Moloch, ¿qué est
ocurriendo? —repitió Guntra.Estaba a mitad de la noche, en l
más profundo del bosque, soportand
os embates de un despiadado monstruoaguardando la más espantosa de lamuertes y, aun así, Sergio dejó
súbitamente, de sentir miedo. Como suna luz lo hubiera invadido todo, comsi hubiera aparecido Alicia en medio da pesadilla y lo hubiese levantado e
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sus brazos para ponerlo lejos de lafauces de los lobos... sintió que todo, partir de ese momento, tendría que estabien.
Cierto, se parecía a la confianzaO, tal vez, al amor. O a la amistad, a l
alegría, al valor. Era imposible saberloUna sensación de bienestar para la quno se ha inventado ningún nombre
Farkas se lo había dicho. Tenía razón. Yera exactamente lo contrario al terrorporque su espíritu viajó de un extremo a
otro como si fuera arrancado de golpde las garras de la muerte.Lo supo. Y trató de mirar a travé
de la lluvia, de la oscuridad, sólo par
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cerciorarse.Un disparo detonó a la distancia
Luego, otro.Guntra fue alcanzado por l
espalda. Su grito fue ensordecedor. —¡Sergio! —dijo una voz desde l
noche—. ¿Estás bien?Trató de decir que sí, pero un golp
o alcanzó. Una de las garras de Guntr
e hizo saltar la sangre. —Así que ya no estás solo… —
rugió el demonio—. No importa. M
encargo primero de él. Y luego vengopor ti.Sergio quiso prevenir al tenient
respecto a la naturaleza del enemigo qu
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había de enfrentar, pero fue demasiadoarde. Guntra alcanzó a Guillén de u
salto y lo prensó del cuello.Un nuevo disparo volvió a estallar
Guillén no había perdido su armcuando Guntra lo atrapó. El demoni
salió repelido. —¡Válgame Dios! —gritó Guillé
—. ¿Qué es eso?
Guntra se incorporó. Ahora parecíhaber crecido en tamaño y en ferocidadLas balas lo habían hecho sangrar, pero
no lo habían debilitado. Sergicontempló la escena con un nuevo temorel de la posibilidad de que los demoniosí pudieran tomar el control del mundo
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Que el mal, al final, prevaleciera.Ahora, en su máxima cualida
demoniaca, Guntra parecía medir unores metros. Sus grandes alas negras l
conferían una imagen de monstruantediluviano. Y estaba furioso. E
eniente Guillén hizo otra detonación. Edemonio sintió el impacto pero no sarredró.
“Todo está concluido”, pensóSergio. “El teniente no podrá hacer naden contra del demonio. Y todo habr
acabado”.Un nuevo disparo.Y otro…Y otro…
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“A menos que…”, se dijo SergioY reconoció que no tendría otroportunidad para descifrar el mensajepara descubrir su secreto, para apoyarsen él. Así que lo repitió una y otra vezUna y otra vez. Una y otra vez.
“Para vencer, sin armas y simuerte, al que no puede morir, sólo eque no puede morir, para vencer, sin
armas y sin muerte, al que no puedmorir, sólo el que no puede morir, paravencer...”
Una y otra vez. Una y otra vez hastque, súbitamente, comprendió.Miró hacia su derecha, hacia dond
se encontraba la cabaña de los horrores
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Y se concentró. Hizo un llamado coodas sus fuerzas, con toda su mente, coodo su corazón. No sabía qué má
hacer.La lluvia seguía. Las lágrima
ambién. Era una plegaria, una súplica
una última esperanza. Si aún valía lpena luchar, lo haría aunque fuese de esmodo.
Volvió a fijar sus ojos en GuillénLamentó no haber estado “bieentrenado”.
Siguió concentrándose, enfocandsu mente, su valor, su coraje, el nuevosentimiento que lo acometía, en ese sollamado.
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“Por favor... Por favor...”Inesperadamente, la luz de uno
ojos lo hizo voltear de nuevo hacia sderecha. Unos ojos que solamente épercibió. Los ojos tristes de un niño.
“¿Será posible?”, se preguntó
olvidándose por un momento de lbatalla que libraban el teniente y Guntra
Un niño muy triste, de ropa
maltrechas, apareció de pronto en ebosque. Y se acercó a Sergio.
“¿Será...?”, volvió a preguntarse
Pero sólo hasta que la lluvia le dio unbreve tregua y reconoció al que lmiraba comprendió que su empeñhabía dado resultado. Y supo que, a
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final, sí sería posible que la eternbatalla entre la luz y la oscuridavolviera a definirse, al menos en escapítulo, hacia el lado correcto. El niñse aproximó hacia Sergio. Lo acaricien la mejilla sangrante. Le sonrió co
melancolía.Detrás del otro niño, surgió un
más. Y luego, otro. Una niña. En total
después de unos instantes, ya eran sieteY a todos, en cierto modo, los conocía.
“Para vencer, sin armas y si
muerte...”, repitió Sergio en su mente“Sólo el que ya no puede morir”.Escuchó que Guillén se quedab
sin balas. Luego, que Guntra emitía u
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emible rugido. —¡Por Dios...! —alcanzó a grita
el teniente.Una larga fila luminosa de sere
fantasmales contempló por un par dsegundos a Sergio. En sus ojos había u
ndescriptible sentimiento. Acaso aquédel que sabe que puede, por fin, ajustaas cuentas, descansar en paz.
“Gracias, amigos. GraciasOsvaldo...” musitó Sergio, haciendmención al único nombre que sabía qu
no era inventado.Los siete espectros fueron hacidonde Guntra ya sostenía al tenientnuevamente del cuello con una de su
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garras. Estaba a punto de asestarle unúltima y letal mordida.
Sergio cerró los ojos.El nuevo rugido del demoni
coincidió con un luminoso rayo. Era urugido distinto a los anteriores
Atronador. Insoportable.Múltiples voces infantile
resonaron en los oídos de Sergio ante
de que su cuerpo, aún atado al árbol, svenciera y resbalara hacia la tierrhúmeda.
La lluvia comenzó a ceder.
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Capítulo treinta ycuatro
Detuvo su carrera. Se volvió. Levantó l
vista. Había llegado a la zona debosque donde la vegetación era menodensa. Como otras veces, concentró loojos en ese punto de la ladera en el quas bestias habían de aparecer. Emitía
aullidos más rabiosos que otras vecesLa oscuridad era también más profunda.
Decenas de lobos bajaban por lpendiente. No tenía escapatoria. Pero, diferencia de otras veces, ahor
comprendió. Y se oyó a sí mismo
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repetirlo: “No tengo escapatoria”. Algoen su interior cambió. Suspirhondamente. En vez de darle la espalda la jauría, la enfrentó.
Se vio reflejado en los ojoencendidos del lobo negro.
Entonces... una luz resplandeciente —¡Teniente! ¡Sergio ya volvió en
sí!
Al abrir los ojos se encontró coos de Jop. Se dio cuenta de que estab
recostado en uno de los sillones de l
sala de la cabaña y Jop le alumbraba erostro con una linterna. Llevaba puestuna chaqueta de la policía que le venígrande.
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—Jop... ¿qué haces aquí? —dijo, ancorporarse. Se llevó la mano a l
mejilla, pues aún le dolía. Tenía puestauna gasa. La música de piano ya habíerminado. Posiblemente, el caso de lo
siete esqueletos decapitados también.
—¿Cómo que qué hago aquí? ¿Yquién crees que reconoció la camionetdesde el aire, eh?
El teniente Guillén entró a la casa. —¡Gracias a Dios! Por un moment
creí que no despertabas. Aunque y
conozco esa costumbre tuya de dormipor horas como una piedra.Sergio se sintió nuevament
nundado por ese sentimiento de paz qu
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sólo alguien que ha conocido el terropuede sentir. Sabía ahora que estaba ebuen camino. Sabía ahora que todestaría bien.
Súbitamente, unos brazos lrodearon. Era Brianda, quien se soltó
lorar instantáneamente. —¡Cálmate, Brianda! ¡Lo vas
asfixiar! —le reclamó Jop.
Brianda no decía nadaSimplemente no quería dejar dabrazarlo. Hasta que Sergio comenzó
fingir que no podía respirar fue que ldejó ir. —¡Sabía que estabas vivo! —l
dio un golpe efusivo—. ¡Lo sabía!
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Cuando Sergio pudo al fincorporarse sobre el sillón, notó que y
no llovía. Brianda sostenía entre sumanos la playera amarilla con el tiburóen el centro. Las luces azules y rojas das patrullas que se encontraban fuera d
a cabaña creaban sombras fantásticaen el interior.
—Gracias... —se animó a deci
Sergio—. Muchas gracias a los tres. —De nada —respondió Jop—
Pero tú y el teniente van a tener qu
hablar con mi papá para que no mcastigue hasta que cumpla dieciochaños.
—Cuenta con ello —dijo Guillén.
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El teniente se puso de pie y fue poun termo al exterior. En cuanto volviósirvió chocolate caliente en una tazpara Sergio.
—Esto te hará sentir mejor. —¿Y los demás muchachos?
—Están allá afuera. Sus familiarea fueron notificados. No hubo un sol
padre que no quisiera venir hasta acá —
respondió Guillén. —Me da mucho gusto, aunque... —¿Aunque qué?
—Teniente. ¿Ya sabe usted toda lahistoria? —Dimos con los archivos de
verdadero negocio que pensaba inicia
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Guntra. Venta de órganos. Pretendísecuestrar niños de la calle y... —nosupo cómo continuar. Internamentagradecía que sólo hubieran sido sietas víctimas del demonio.
—Guntra me dijo que habí
asesinado a Ariadna Gutiérrez —exclamó Sergio.
—Cierto. Dimos con su cadáve
mientras buscábamos la camioneta ehelicóptero.
Sergio adivinó, por el rostro d
Jop, que éste había tenido qupresenciar el lamentable estado en quGuntra había dejado a Nicte.
—No voy a dormir en varios día
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—confirmó Jop—. La sangre en la vidreal no es como en las películas.
—Estaba muy trastornada —agregSergio—. Aunque no creo que todo haysido su culpa. Lo que presenció aquí ldebe haber traumatizado. Tal vez po
eso se propuso esa misión tan extraña.El sargento Miranda asomó la car
a través de la puerta.
—Teniente… el helicóptero estisto. En cuanto usted lo decida podemo
partir.
—Creo que podremos irnosmuchachos —exclamó Guillén—. Hdispuesto que los tres vuelvan por aire a ciudad conmigo.
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—¿Ya le avisó a Alicia, teniente? —No. Creí que preferirías hacerl
ú.Sergio asintió. Guillén lo ayudó
evantarse y le ofreció el par de muletaque habían rescatado del fango para qu
caminara hasta el helicóptero. Cuanda estaban por salir de la cabaña, Sergi
recordó algo.
—Teniente... la llave en forma deeón, ¿quién se la quedó?
Guillén introdujo la mano a s
chaqueta y le entregó la copia que teníaos niños antes de ser rescatados. —Aún hay algo que debo hacer
Jop, préstame tu linterna. ¿M
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acompaña, teniente, por favor?A pequeños pasos bajó con Guillé
al sótano, abrió la mazmorra y fudirectamente a la séptima celda. Eeniente lo seguía de cerca. Sergio l
pidió que abriera la puerta. La luz de l
interna alumbró el interior, los huesorregularmente ordenados de la quicte llamara “Minerva
resplandecieron en el suelo. —No sabemos nada de ella. Sól
que corrió con la misma suerte que lo
otros niños de Nicte. Creo que si lpolicía le organiza un funeral dignoodo este asunto habrá terminado bien.
—Comprendo. Cuenta con ello.
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La puerta volvió a su marcoAmbos recorrieron de vuelta el pasilloSubieron las escaleras y salieron de lcabaña. El caso de los esqueletodecapitados quedaba para siempre atrás
Jop y Brianda ya estaban en e
nterior del vehículo. En cuanto subieroGuillén y Sergio, el piloto encendimotores. Guillén se sentó com
copiloto; Sergio, en la parte de atrás, aado de sus amigos. En breves instante
despegaron.
—Oficial... —pidió Guillén apiloto mientras señalaba hacia unsección del terreno—, por favoralumbre hacia esa parte del bosque.
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—A la orden.El piloto dirigió las luces de
helicóptero hacia donde le pedíGuillén. Los árboles se encontrabacalcinados, desnudos de ramas. En unzona de aproximadamente treinta metro
de diámetro, no había más que despojode vegetación.
Guillén obsequió una mirad
cómplice a Sergio. Sólo ellos doconocían los extraordinarios eventoque habían acontecido en ese luga
marcado del bosque. “Fuerzasobrenaturales”, pensaba Guillén, aúsin dar mucho crédito a la idea. Pero lque había presenciado no podía se
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lamado de otra forma. Así que sonrió amuchacho, tratando de dejar en clarque no volvería a dudar de él. Dcualquier modo, el sentimiento dsatisfacción que lo invadía no ernventado. Súbitamente recordó por qu
había escogido la profesión de policíaSúbitamente recordó por qué habídecidido portar una placa, luchar por e
bien, combatir las injusticias. Recordque anhelaba ser como los héroes quprotagonizaban las historietas que leí
de niño.Sergio volvió a dirigir su visthacia los árboles que habían sufrido lespantosa destrucción de un demonio. S
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sintió bien después de mucho tiempoAhora sabía que podría descansar pofin, después de muchos días de tantribulación. Miró a sus amigos, aeniente, a la ciudad que ya se dibujab
en el horizonte. Había negros nidos d
maldad en todos lados, pero tambiébastiones invencibles de bondad. Todoera cuestión de no perder la esperanza
continuar la lucha. Sí, sabía que seguiríeniendo miedo… sabía que volvería
experimentar el terror algún día, per
ahora estaba seguro de lo que debíhacer. —Por cierto, teniente... —dij
Sergio—. Teniente... Teniente…
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No obtuvo ninguna respuestaGuillén se había quedado dormido coa cabeza apoyada sobre el pecho.
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Capítulo treinta ycinco
— Sólo quería despedirme, Mendhoza.
Sergio recién volvía del sepeliopero sabía que, antes de marcharse, nhabía dejado prendida la computadoraY que tampoco había iniciado sesión eel chat. Pero no le importó. Se sentfrente al escritorio y se puso a teclear dnmediato.
La ceremonia fue el verdaderpunto final del caso. Los dos ataúdes, ede Ariadna Gutiérrez y el de Guadalup
Meza, habían bajado a la tierra en e
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mismo panteón y en el mismo instanteAmbas cajas estaban cubiertas posendos cobertores tapizados cocaballitos, trenecitos, muñecas...
Todo el mundo estuvo ahí, lopadres de las cinco “víctimas”, Sergio
Alicia, Brianda, Jop y, por supuesto, eeniente Guillén. Y los inevitable
reporteros.
Después de tres días dndagaciones, la policía habí
conseguido que los padres de cuatro d
os siete niños de Nicte identificaran sus hijos gracias a las fotografíapublicadas en varios periódicos dcirculación nacional. Entre ellos, lo
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cargo del discurso para los medionformativos y para los invitados al actuctuoso, trató de dejarlo muy en claro.
—Cuando un niño desaparece, dejel mismo hueco siempre. Sea un niño da calle o uno con todos los privilegio
—dijo al micrófono—. Nuestrobligación, como adultos civilizadoscomo habitantes de esta ciudad, es nota
siempre que falte uno de nuestros niñosPor cada niño en la calle somoresponsables todos. Y es nuestro debe
hacer algo para que encuentren ecamino de vuelta a casa.Las fotografías de los siete niño
de Nicte habían sido ampliadas
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estaban a la vista de todos. Niños quban recuperando poco a poco su
nombres, sus historias. —“Todo ocurre por una razón” —
continuó el jefe de Guillén—. Si siguhabiendo niños en situación de calle
niños maltratados, niños que prefiereenfrentar el frío, el hambre y lopeligros de la urbe a seguir en sus casas
es porque algo estamos haciendo maTodo ocurre por una razón. Y no bastacubrirlos con una manta a medianoche
como hacía Nicte, para modificar ssuerte. Hay que cambiar lo que estamohaciendo mal... para que las cosas noresulten bien.
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Guillén hizo una discreta muecao podía evitar sentir que todos lo
discursos del procurador estabasiempre enfocados a producir simpatíentre los reporteros y la gente.
Poco a poco, sin emitir un sonido
os asistentes fueron dejando atrás locatafalcos, que ya iban siendo cubiertopor los enterradores. A cada golpe de
ierra se iban quedando solos GuillénSergio y Alicia.
—Teniente, estaba pensando… —
dijo Sergio, una vez que ya no habínadie con ellos en el cementerio—. Qual vez el caso sí se hubiera podid
resolver con una o dos palabras clave
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como usted alguna vez me confió. O couna secuencia de letras.
Guillén dejó de mirar al hueco qua iba siendo cubierto de tierra.
—Sorpréndeme. —Lo estábamos viendo en la clas
de biología en esos días, precisamenteLos ácidos nucléicos.
Guillén regresó la vista a la labo
de los enterradores. — ADN —dijo pausadamente, dand
en parte la razón a Sergio.
—¿Por qué no hicieron pruebas dADN a los restos? —Las hicimos —admitió Guillé
—. Pero sólo de la sangre. No de lo
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huesos. Nadie dudó que los huesocorrespondieran a las víctimas porque easesino entregaba ropas y sangrauténticas junto con esqueletos falsos. Yusto en el momento en que los padres y
estaban realmente desesperados. L
procuraduría dispensó todas laautopsias. Era más fácil para todos creeo peor.
—¿Sabe por qué no entregabicte los cráneos en realidad? —dij
Sergio—. Lo estuve meditando.
Guillén tuvo que rendirse. —Casi todos los niños de mi edaenemos algún trabajo de dentista. Co
eso habría bastado para advertir que lo
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huesos no correspondían. Nicte estaboca, sí. Pero no era ninguna tonta.
—¿Qué es eso? —preguntó Alicianteresada, al ver que Guillén extraía d
su saco un pedacito de papel doblado. —Estoy buscando en qué ocupar m
mente cuando no estoy en la delegaciónSe llama papiroflexia. Y eextremadamente difícil.
El papelito, doblado en múltiplesecciones, carecía completamente dforma. Sergio y Alicia se miraron
ratando de ocultar su sonrisa. —No estará intentando dejar dfumar… ¿O sí? —sonrió Alicia.
Guillén prefirió seguir peleand
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por dar forma de ave a la hoja en sumanos. Una labor “extremadamentdifícil”.
—¿Quiere ir a la casa al ratoeniente? —preguntó Alicia—. Vamos a
ver una película y a comprar pizza. Irá
os amigos de Sergio. —Eh... muchas gracias. Lo pensaréSe separaron de Guillén e hiciero
el camino de regreso a su casa esilencio. Alicia conducía el autoratando de hacerse a la idea de qu
Sergio, después de todo lo que habívivido, era otro. Podía percibir ecambio. Se daba cuenta de que la actitude su hermano era distinta, como s
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hubiera sido contratado para un trabajmuy importante y ahora hubiera decididomarse la cosa en serio. Siempre habí
creído que lo acontecido en el Desiertde Sonora tenía un significado mayorLo que realmente había acontecido
¿Sería momento de hablar con Sergirespecto a esa noche? En uno de tantosemáforos… quiso decir algo, pero n
encontró las palabras. Aún después dantos años, lo ocurrido había sido tanconcebible, tan inexplicable, que n
sabía cómo relatarlo sin sentir que srataba de un cuento, una fantásticnvención, un producto de su mente
Porque todo el mundo sabe que lo
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animales... son animales solamente.ncapaces de...
Prefirió guardar silencio.Sergio, por su parte, se quedab
con las lágrimas que Alicia habíderramado al momento de volver
encontrarlo. Se fundieron en un silentabrazo de varios minutos, sin discursode ningún tipo. No eran muy buenos par
ransmitir sus emociones pero esto caddía parecía menos importante. Las cosasiempre estaban perfectamente clara
entre ellos.Sabía, no obstante, que tendría quhablar con su hermana algún día. Seríbueno que, si iban a seguir viviend
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untos, Alicia supiera quién errealmente el muchacho que dormía en lrecámara de al lado, qué es lo que ssupone que hace un mediador“Aunque... también... sería bueno que ymismo lo supiera”, pensó sagazmente.
Llegaron al edificio en la calle dRoma y Sergio pudo ver a la distanciaantes de que Alicia introdujera el auto a
estacionamiento, que las flores quBrianda había llevado a Giordano Brunen gratitud por “cuidar a Sergio” seguía
ntactas al pie de la estatua. Él mismo yhabía tenido una plática dagradecimiento con el monje, una pláticque, curiosamente, no lo había hech
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sentir incómodo. Era una de esas cosaque ahora le daba gusto creer: quGiordano podía realmente escucharloaunque esto escapara por completo doda explicación racional. En lo
últimos días había decidido que tení
derecho a creer en lo que él quisiera. Ysi iba a tener que enfrentar demonios, lharía con las armas que él mism
escogiera. Conversar con GiordanBruno ahora le traía paz. Y seguiríhaciéndolo mientras tuviera que lucha
con fuerzas desconocidas cuyo origen ncomprendía.Mientras subían las escaleras
Alicia se sintió con la obligación d
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decir: —Te prometo que pronto no
mudamos a un edificio que tengelevador.
Sergio siguió subiendo siamentarse. De una puerta del segund
piso asomó un hombre, un viejo quSergio no conocía y que, escoba emano, le sonrió a manera de bienvenida
Sergio le devolvió la sonrisa. Luego, eviejo cerró la puerta.
—No es necesario. Me gusta aquí
De hecho... me gusta mucho aquí.Entraron al departamento y caduno fue a su cuarto. Sergio no recordabhaber dejado prendida la computadora
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Pero no le importó. — Sólo quería despedirme
endhoza. — Creí que no volvería a habla
contigo. Tenía que agradecerte eavor.
— Si hubieras abierto alguna veu libro...
— ¿Cómo lo haces? ¿Por qu
estamos tan comunicados? — Te lo dije una vez. Por la
sangre.
— No te entiendo. Por una vedéjate de enigmas y dime quién eres. —Me tengo que ir, Mendhoza. M
abor contigo ha terminado.
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Sergio miró con algo de tristeza eúltimo mensaje. No quería admitirlpero sentía que estaría un pocdesamparado sin la ayuda de Farkas.
— ¿Ya no tendremos estasláticas? —preguntó.
— Nos veremos las caras algúndía, Mediador. Eso sí te lo puedo
rometer. Aunque no estoy seguro de
que te vayan a gustar lacircunstancias en que nos veamos.
— ¿Por qué?
— No te confundas mediador. Nougamos para el mismo equipo.Sergio sintió el escalofrío ese qu
a tenía tan conocido. Su respiración s
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agitó. — ¿A qué te refieres? — Adiós, Mendhoza. Espero que t
avorezca tu nuevo corte de pelo. — ¡Espera!El mensaje de que Farkas habí
cerrado la sesión fue contundente. Hizsentir a Sergio desolado. ¿A qué srefería con eso de que no jugaban par
el mismo equipo? ¿Acaso Farkas.era...?
Se puso de pie. Puso un disco d
Led Zeppelin y dio vuelta a sus baquetaa una mano, tratando de encontrar algde tranquilidad. Pero no podía sacarsde la cabeza la despedida de Farkas.
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Entonces, como si siempre hubiersabido que eso era lo que debía habehecho desde el principio, volvió a lcomputadora. Fue al Buscador y teclea palabra “Farkas”. Luego, presionó e
botón para que el Buscador le mostrar
únicamente las imágenes. Nada en particular. Pero
comprendió por qué al instante.
Cambió el idioma del buscadorUna y otra vez. Así hasta que en lapreferencias del programa seleccionó e
húngaro. Las palabras exactas de lbruja habían sido: “Farkas... hace muchque no escuchaba ese nombre en tengua”. Dirigió el cursor del mouse
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Presionó el botón. Lo que vio lo dejó sialiento. El miedo volvió. Decenas dfotografías con un mismo rostrnvadieron la página de su computadora
Se puso de pie como impulsado por uresorte.
—¡Alicia! ¡Ahorita vengo! —¿Qué? ¿A dónde vas ahora? —Es importante.
—¿Y tus invitados? ¿Qué les digo? —Que no me tardo.Alcanzó a toda carrera la puerta. Y
bajó las escaleras de dos en dosratando de no tropezar. Era una tardquieta de domingo. Y las calles estabancasi vacías. El ánimo de la ciudad er
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un tanto melancólico, sin viento, sinubes, sin ruido.
Corrió a través de la calle y divuelta en la esquina con Dinamarca. Dahí, siguió hasta llegar al edificio econstrucción en el que se había metid
una vez en pos de aquel demonio quanto le había molestado en día
pasados. Cruzó la puerta de la obr
negra, aún clausurada, todavía detenidoos trabajos. No recordaba el siti
exacto; en aquella ocasión había hech
el recorrido de noche, impulsado por emiedo, por el instinto de supervivenciaAhora era llevado por la rabia, lnecesidad de saberlo todo, de conoce
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a verdad que hay al fondo de todas lacosas.
Al cabo de varios minutos dio coel cuarto donde se encontraba aquellvez una hoguera prendida. Apenas la lulegaba de la calle, pero reconoció a
nstante el lugar por el olor a carndescompuesta, los desnudos huesos dperros y gatos que habrían servido d
alimento al monstruo que ahí se alojaba¿Qué es lo que iba buscando? Ni émismo lo sabía. No había huellas de l
dentidad del individuo, de su nombre su pasado. Tal vez se había equivocadoTal vez no. La cabeza le daba vueltasSe agachó para tratar de identificar, e
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el suelo, alguna pertenencia olvidadaalgún objeto, lo que fuera.
Pero sólo hasta que levantó la vistsupo que estaba en lo correcto. Supo qua sangre a la que se refería Farkas era suya. Era una sangre derramada hací
doce años en el Desierto de Sonora.Sobre las paredes del gran cuarto
medio construir, innumerables texto
escritos con carbón. Innumerables textoque le arrancaron a Sergio un lamentoTenía frente a sí la evidencia de la
artes oscuras que tantas veces se habícuestionado.Todos los mensajes formaban parte
de las conversaciones que habí
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sostenido en los pasados días con eenigmático Farkas.
“¿Por qué un niño de doce añoestá interesado en música tan vieja?”decía la primera.
Sus ojos recorrieron todas la
paredes, centímetro a centímetro“¿C UÁNTO MIEDO PUEDES SOPORTAR
ENDHOZA?”.
“Llámame Tío Farkas.”“Sólo hay un modo de qu
detengas esto”.
“Por siglos el mundo estuvo merced de los demonios”.“Sé cosas, Mendhoza. Mucha
cosas. Cosas que es imposible qu
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otros sepan.”“Me necesitas.”“Lo que sigue es el verdadero
error.”“El verdadero terror... e
verdadero terror... el verdadero
error...” resonó en sus oídos como umacabro eco.
¿Qué diabólicas artes le permitía
a Farkas, desde su guarida, comunicarscon él escribiendo con carbón en unpared? ¿Así que entonces... Farkas, e
efecto, era...?Un sonido a sus espaldas lo hizvoltear. Reconoció al instante de qué srataba. Eran las patas de una bestia
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Huía. En esta ocasión huía. Había siddescubierto y evitaba el enfrentamiento.
Sergio se aprestó. Tenía miedopero también quería conocer la verdadQuería ver a los ojos a aquel a quien lunía la sangre, su propia sangre. Corri
o más rápido que pudo. Hizo el caminde vuelta a toda prisa. Pero al llegar a lcalle, ésta estaba completamente vacía
Miró en todas direcciones. Nada. A loejos, sí, un aullido. Un lastimer
aullido que poco a poco se fu
perdiendo en la naciente noche.Trató de traer a su memoria erostro del hombre del abrigo. No pudoSe lamentó por ello.
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A mitad de la calle se detuvo atender cierta comezón que le acometidebajo de la rodilla derecha, justo en eugar en el que encajaba la prótesis. S
recargó en una pared.Tantos años de ver su rostro en
pesadillas... Y ahora... ahora...Siguió su camino de vuelta a casa
Algo no concordaba. ¿Por qué, si “n
ugaban para el mismo equipo” habírecibido tanta ayuda de él?
Estaba sumido en sus pensamiento
cuando, al atravesar la plaza, sencontró con Brianda. Era bueno verlcon su atuendo de siempre, el luto no lsentaba bien.
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—Oye... ¿te puedo hacer unpregunta? —la abordó.
—La respuesta es sí, ChechoClaro que sí!
—¿De qué hablas? —Ah... ¿no me ibas a preguntar...?
Sergio sonrió. Brianda siemprdecía que algún día, cuando crecieran...
Se sintió bien. Olvidó por u
momento de dónde venía. —¿Qué me ibas a preguntar
entonces? —lo cuestionó ella.
—Ya se me olvidó —respondióácitamente. Pensaba preguntarle cómhabía resuelto la última pista de FarkasLo cierto es que ya no importaba.
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Entraron juntos al edificio en lcalle de Roma. Ella se atrevió a tomarlde la mano. Él no quiso retirarlaBrianda pensaba que tal vez era una desas cosas...
Al entrar al departamento, s
enfrentaron con un lente apuntando a sucaras.
—Unas palabras para el noticier
—dijo Jop detrás una cámara de video. —¿Y eso? —preguntó Brianda. —Me la regaló mi papá —declar
Jop, muy ufano—. Por la ayuda qupresté para resolver el caso. ¿Qué leparece? Hasta me dijo que estaborgulloso de mí.
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—Qué bien —respondieron aunísono.
—Ya siéntense —interrumpióAlicia—. Vamos a poner la película.
—Sí. Nada más espérenme umomento. Voy a mi cuarto a dejar m
suéter y vuelvo —respondió Sergio.Alicia lo miró con suspicacia
Conocía a su hermano.
—Bueno... pero no tardes. —¿Y el teniente? —preguntó ante
de entrar a su habitación.
—Se disculpó. Dijo que le habísurgido algo importante.En realidad, Guillén se encontraba
en ese momento, marcando los teléfono
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de varios viejos amigos. Le urgíencontrar “algo importante” en su vidaPara entonces ya tenía apalabradas docitas para jugar al dominó y una paromar café con una antigua condiscípula
Era el primer domingo, en much
iempo, que no iría al cine a quedarsdormido.
Sergio entró a su cuarto y s
arrodilló inmediatamente frente abombo, el tambor más grande de sbatería. De entre las cobijas que poní
para amortiguar el sonido, extrajo uibro. Uno muy grande y viejo. Lo pussobre su cama y dio vuelta a la gruesportada.
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Tienes en tus manos la mejor herramienta para aniquilar demonios.
Úsala con sabiduría. No malgastes su poder.
El avance de las tinieblas depende de
tu valor, de tu entereza.Sé un digno mediador.
—¡Sergio! ¡Ya pusimos la película—gritó Alicia.Sergio avanzó un poco las páginas
Miró las ilustraciones. Se detuvo en unen la que un hombre lobo atacaba a umuchacho con apariencia de campesino
—¡Sergio, apúrate!
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Sus ojos se posaron en locolmillos del hombre lobo, en la sangrque saltaba de la mordida que asestabel monstruo sobre su víctima. Sintió unuevo cosquilleo en la pierna derecha.
—¡Ay, no me digas que es de
miedo la película! —se quejó Brianda. —Claro. Es de mi colección —s
actó Jop.
“Un digno mediador”, pensSergio.
Se puso de pie. Se quitó el suéter
Miró por la ventana a Giordano Bruno.Cerró el Libro de los héroes.Salió de su habitación.
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Antonio Malpica nació en la Ciudadde México en 1967. Es músico,dramaturgo y novelista, además esingeniero en sistemas. Cuando yahabía terminado la carrera deingeniero, descubrió que le divertía
más contar historias. Así queempezó a hacer teatro con suhermano Javier y, luego, a escribir
novelas. Hoy tiene publicados másde veinte libros. En OcéanoTravesía ha publicado las novelas:
Siete esqueletos decapitados, Nocturno Belfegor y El llamado dela estirpe. Ha ganado, entre otros,los premios Barco de vapor y Gran
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Angular convocados por SM,México; Novela Breve RosarioCastellanos, y el Premio Nacionalde Literatura Infantil y JuvenilCastillo de la Lectura.
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SIETE ESQUELETOS DECAPITADOS
© 2009 Antonio Malpica
Edición: Daniel GoldinDiseño de portada:Roxana Deneb y DiegoAlvarez
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Primera edición impresa: 2013Primera edición libro electrónico: 2013
eISBN: 978-607-400-938-5
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