EL NIÑO, EL BUITRE Y EL CERDO POR SERGIO RAMÍREZ
Quizá no hay otra fotografía más famosa en el mundo contemporáneo que
aquella de Kevin Carter, con la que ganó el Premio Pulitzer en 1994, en la
que un buitre vigila pacientemente a un niño agonizante de desnutrición
en algún tramo del desierto del Sahara, en Sudán. Nunca se ha dejado de
discutir sobre esa foto en los cónclaves de defensores de los derechos humanos y
en las escuelas de periodismo, para buscar cómo dilucidar la posición ética del que
tiene que informar. Se aprovecha del horror o lo evita. Ahuyenta al buitre o toma la
foto.
Y hay otra, no menos dramática, tomada en las vecindades del volcán
Casitas, en el occidente de Nicaragua, después de que el huracán Mitch
devastó al país en 1999. En el mar de lodo que quedó después del alud
que bajó del volcán, el cadáver de un niño desnudo es acechado por un
cerdo. Igual que el niño agonizante y el buitre, no hay nada más que ellos
dos en la foto, el niño muerto y el cerdo. Con la memoria de esa foto cierro mi
novela Mil y una muertes, que tiene por personaje precisamente a un fotógrafo.
Pero hay una última de este mismo año, que difiere de las anteriores. El fotógrafo
Chris Anderson carga sobre sus espaldas a una anciana desvalida, para evacuarla
de la aldea de Aitaroun, en Líbano, que se halla bajo el fuego de la artillería israelí,
mientras otra anciana camina trabajosamente a su lado. Aquí su opción fue distinta.
Prefirió ayudar a la anciana que tomar su foto entre los escombros, abandonada a
su suerte.
No es tan sencillo afirmar que se trata de dos propuestas contradictorias, una que
es ética y la otra no. Hay quienes dicen, para paliar la imagen de insensibilidad que
pesa sobre el fotógrafo Carter, que tras conseguir la foto ahuyentó al buitre y sacó
al niño del escenario, pero esto tampoco resuelve el problema. El gran debate
regresa a su punto de origen y tiene que ver con el papel de quien se halla en el
lugar de los hechos para informar. Y tiene que ver también con el papel del artista
frente a su modelo. ¿El buitre es el que está en la foto esperando la muerte del
niño, o el buitre es el fotógrafo, un buitre profesional? El artista, que como ha dicho
Vargas Llosa, vive de la carroña.
Flaubert defendía la absoluta neutralidad de ese artista que se topa de
pronto con una composición plástica que le ofrece la propia vida y no
puede despreciarla. No opina sobre ella, no entra a hurgar en sí mismo
acerca de la justicia moral de lo que contemplan sus ojos. Ve la
oportunidad de consumar su papel de artista, nada más. Sólo ve “motivos
o pretextos de la naturaleza rica en variedades de crueldad y maravilla,
destinados al ojo”.
En Mil y una muertes, Castellón, mi fotógrafo, oculto tras las cortinas de una
ventana, retrata el cadáver de su hija y de su yerno que acaban de ser acribillados
a tiros en la calle por la Gestapo, cuando están por ser conducidos al gueto de
Varsovia. El niño Rubén, su nieto, se ha quedado contra un muro, aturdido por el
terror, y también sale en la foto.
La neutralidad, como generadora de arte, y por tanto de belleza, que
derrota a los sentimientos o los congela. Porque lo terrible también es
bello, si es capaz de conmover. Si el artista ahuyenta al buitre, o al cerdo, y los
saca de cuadro, no hay obra de arte. Si el anciano fotógrafo que atisba desde la
ventana baja corriendo al oír los disparos antes de tomar la foto, la magia de que es
capaz el artista desaparece.
Anderson se perdió de tomar la foto de una anciana desvalida entre las ruinas de lo
que hasta hacía poco había sido su hogar, pero en cambio otro fotógrafo encontró
su propia oportunidad al retratar a Anderson cargando a la anciana. La piedad,
queda visto, también es bella, como lo es el horror. Pero es la piedad registrada por
la cámara, que en términos de arte no existiría sin ese registro. Y más allá de la
neutralidad que impide escoger entre tomar la foto o no tomarla, el grito de dolor
de Castellón será, precisamente, esa foto. ¿No es ésa su manera de involucrarse?
¿Se trata, entonces, realmente de insensibilidad? ¿Quién dice que una imagen de
ésas, la del niño frente al buitre o frente al cerdo, no va a ser multiplicada en todo
el mundo y tendrá consecuencias de advertencia acerca de los abismos de injusticia
que, en lugar de cerrarse, se abren cada vez más? Una foto es capaz de decirlo
todo. El niño no representaría esa advertencia solo. Necesita a su lado al buitre.
La belleza siempre está contaminada, nada ocurre por separado. El
cuchillo tiene un doble filo igualmente cortante, uno para la crueldad, otro
para la compasión. “En el destrozado cementerio se veían esqueletos casi
podridos mientras los árboles balanceaban sus frutos dorados encima de
nuestras cabezas. ¿No sientes lo completo de esta poesía y cómo supone una
gran síntesis?”, dice Flaubert en una carta a Louise Colet.
El niño y el buitre, el niño y el cerdo. El padre frente al cuerpo de su hija asesinada.
El olor de los azahares junto al olor de los cadáveres, el gusano en la rama florida,
pero los dos filos en armonía dentro del todo que es el cuchillo mismo.
Al fin y al cabo, el artista no es responsable del horror. No lo produce. Y
no puede dejar de hacer su oficio, que es registrarlo.
* Escritor y ex vicepresidente de Nicaragua. Autor de Sombras nada más y Adiós
muchachos, entre otras novelas. De La Jornada de México. Especial para
Página/12. 19 de Septiembre de 2006.
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