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Estrellas de vainillaMoisés Sheinberg F.
Aleida Ocegueda ilustración
Dirección editorialAna Laura Delgado
Cuidado de la ediciónSonia Zenteno
Revisión del textoAna María Carbonell
DiseñoAna Laura DelgadoMabel Totolhua
© 2009. Moisés Sheinberg Frenkel, por el texto© 2009. Aleida Ocegueda, por las ilustraciones
Primera edición, 2009Primera reimpresión, mayo de 2011D.R. © 2009. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cerrada Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice, 10200, México, D. F. Tel/fax + 52 (55) 56 52 1974 [email protected] www.edicioneselnaranjo.com.mx
ISBN 978-607-7661-02-3
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos.
Impreso en México • Printed in Mexico
Moisés Sheinberg F.Aleida Ocegueda ilustración
Estrellas de vainilla
Para Ilán, mi inspiración
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Tomo la caja y me tiemblan las manos, no puedo creer que por
fin la haya encontrado. ¿Qué es lo que contiene que la hace tan
importante?
La toco y la analizo. Es pequeña, más o menos del tamaño de
un libro grueso o un diccionario. Su oxidado metal es áspero y
está manchado de lodo. Me pregunto ¿cuántos años habrá esta-
do enterrada?
No la abro. Aunque tengo mucha curiosidad, no estoy seguro
de querer que termine esta historia. Me invaden sentimientos de
emoción y tristeza a la vez. Es como cuando estás a punto de con-
cluir un buen libro de aventuras: deseas saber en qué termina,
pero, al mismo tiempo, no quieres que se acabe.
La sombra del espeso árbol de mangos empieza a cubrirme
mientras el sol se acerca al horizonte, pero el calor no cede.
Sin soltar la caja salgo del agujero y me tumbo en el pasto.
Estoy agotado, bañado en sudor y cubierto de lodo de pies a ca-
beza. Tengo ampollas que me queman las manos y raspones por
todo el cuerpo. En mis doce años de vida nunca había trabajado
tanto, estoy agotado y al mismo tiempo emocionado. Empecé
a cavar desde muy temprano. Todo por esta cajita de metal. Y
pensar que al principio no quería venir.
Veo unas nubes doradas pasar lentísimas por encima de mí.
Le doy vueltas a la caja. Algo duro se mueve dentro, una piedra o
un metal. Cierro los ojos y siento que el tiempo se detiene. Me lle-
gan a la cabeza las imágenes de cómo comenzó esta aventura…
Prólogo
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Recuerdo que era el último día de clases. ¡Qué feliz me sentía!
¡Había terminado la primaria! Tenía por delante dos larguísi-
mos meses de descanso y luego, la secundaria: ese anhelado
sueño que separa a los hombres de los niños, ese paraíso en
el que tendría mi propio casillero, una banca para mi solito,
un maestro distinto para cada materia, la envidia de los niños
y la admiración de las niñas de primaria.
Ansioso por comenzar las vacaciones corrí a casa, entré en
mi cuarto, aventé el morral al piso y me enchufé los audífo-
nos del estéreo en las orejas sin siquiera sospechar lo que me
esperaba. Era el ser más dichoso sobre la tierra. Mi cuarto, mi
música, mis juegos, mis libros: éste sería mi mundo durante
dos meses completos. Pero apenas comenzaba a saborear la
anhelada libertad, cuando entró mi madre para informarme
que la comida estaba lista y que me esperaban en la mesa.
Mamá es una mujer delgada y bajita, su cara es redonda
y tiene unos ojos enormes que, cuando se enoja, parece que
echan rayos láser.
Me levanté de un salto.
—Tranquilo, vaquero —me dijo—, estuviste a punto de no-
quearme.
Capítulo i El inicio de las vacaciones
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Por alguna razón que ignoro, mamá me ha llamado “va-
quero” desde que era pequeño. Odio que lo haga.
—Oye, ya te he pedido muchas veces que no me digas así.
Ayer se te salió frente a mis amigos y todo el día se estuvieron
burlando —le reclamé.
—De acuerdo —contestó mientras se apartaba un mechón
de cabello negro y lacio que le había caído sobre la cara.
—¿Después de comer me puedes llevar a casa de Gera o
tienes que quedarte a calificar? —le pedí mientras caminába-
mos hacia el comedor.
—No tengo nada que calificar, yo también ya estoy de va-
caciones.
—Yo pensé que en la universidad terminaban hasta dentro
de dos semanas —le dije.
—Terminaron las clases, ya solamente quedan los exáme-
nes y los de Etnohistoria son casi los últimos.
Mamá da clases de Etnohistoria en la Escuela Nacional de
Antropología e Historia. Su especialidad son las lenguas anti-
guas.
—Entonces, ¿me llevas?
—Ya veremos.
Me senté junto a mi hermanito Altaír, quien tenía la cara em-
barrada de sopa. Uno pensaría que a sus cuatro años ya podía
comer sin ensuciarse, pero no es así, siempre tiene la cara, las
manos y su esponjado pelo embarrados de algo, sin embargo,
su mirada es tan tierna que mis papás casi nunca lo regañan.
Empecé a comer y al ver a papá me percaté de que tenía
una sonrisa sospechosa. Me preocupé porque esa expresión
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significaba que tenía algún nuevo proyecto en mente. Mi papá
es de esos señores a los que de vez en cuando se les ocurren
grandes planes como armar aviones de madera, salir de cam-
pamento o construir una casa para el perro y a la mera hora
todo les sale mal: el pegamento no agarra bien, llueve en el
campamento o la puerta de la casa del perro queda demasiado
pequeña. No me malentiendan, lo hace con las mejores inten-
ciones y nos quiere, pero tiene mala suerte. Su sueño dorado
siempre fue ser doctor, sin embargo, después de terminar la
universidad decidió poner un laboratorio de análisis médicos,
el cual le ha funcionado bien, por lo menos hasta ahora.
—Skat —me dijo con su voz ronca—, hubo un cambio de
planes.
—¿Y ahora qué? —exclamé, derramando la sopa de re-
greso en el plato.
—Mañana nos vamos de viaje a una casa cerca de Pa-
pantla, en Veracruz —me explicó mientras me escrutaba
con sus ojos casi negros.
¡Ya sabía yo que algo se tramaba!
—¡Veracruz! —grité indignado—. ¡No manches! ¡Yo me
quiero quedar aquí! Ya tengo planes para ver a mis amigos
todos los días.
Me puse furioso, llevaba meses esperando que llegara el
momento de poder encerrarme en mi cuarto para hacer lo
que quisiera sin ninguna obligación, y realmente ya había he-
cho planes con mis compañeros para jugar torneos de Super
Mario y rentar películas. Sentí cómo se me subía la sangre a
la cara y me ponía colorado.
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—Por favor, papá, no vamos a tener nada qué hacer en
Veracruz, va a ser horrible.
Volteé a ver a mi madre para que me rescatara.
—Dile, mamá, siempre nos pasa algo y se echa todo a per-
der, seguro no van a servir las llaves o se va a descomponer
el coche.
—Oye, Skat —me dijo ella—, ten un poco de fe en tu papá,
todo saldrá bien. Además —agregó—, a mí me viene de mil
maravillas el viaje porque estoy haciendo un proyecto para
estudiar las raíces de la lengua totonaca y Papantla es uno de
los pocos lugares en que aún se habla ese idioma. Ya verás, es
un lugar hermoso y lleno de misticismo, te va a encantar.
—Enano, ayúdame —le pedí a Altaír, pero él nada más se
reía—, ¿quieres ir a Papantla de vacaciones? —insistí.
—Voladores de Papantla —fue lo único que contestó, y se
puso en posición de Supermán volando.
Papá, siempre sereno, me tomó del brazo para que me sen-
tara. Mientras terminaba mi comida me explicó que una se-
mana antes había recibido un paquete de su tía Alhena,
en paz descanse, con un título de propiedad y una antigua
llave.
Su tía Alhena había muerto un año atrás y ahora, cada
vez que papá mencionaba su nombre tenía que decir “en paz
descanse”. La tía había sido la típica solterona como las de las
caricaturas: gorda, chaparra, con lentes de fondo de botella.
Era muy encimosa, siempre nos pellizcaba los cachetes a mi
hermano y a mí, pero muy dulce, y a todos nos dio mucha
tristeza su muerte.
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—Como te decía —continuó papá—, mi tía Alhena, en paz
descanse, le encargó aquel paquete a un abogado que me lo
entregó apenas la semana pasada. Resulta que Alhena, en paz
descanse, era dueña de una casa en las afueras de Papantla y
me la heredó. La casa lleva muchos años abandonada y quie-
ro aprovechar las vacaciones para arreglarla.
Yo sentía que la cabeza me iba a explotar del enojo.
—Suena aburridísimo, ¿y tú qué opinas, Aguilucho? —me
dirigí a mi hermano, a quien de cariño llamábamos Aguilucho
porque su nombre, Altaír, significa Águila. El niño me volteó
a ver con su cara de sopa verde y dijo de nuevo: “voladores
de Papantla”.
—Estás loco tu también, mocoso —le dije—, ni siquiera sa-
bes lo que es Veracruz, ahí no hay nada más que calor, mos-
cos y marimbas. Altaír se puso a llorar.
—No le hables así a tu hermano, Skat —sentenció mamá in-
tentando calmarme—. Papantla es muy bonito, te vas a diver-
tir. Cerca hay un lugar llamado El Tajín, que tiene unas ruinas
muy impresionantes, además, la comida es riquísima y la gen-
te es maravillosa. Lo olvidaba, también es un excelente lugar
para ver estrellas en la noche. Te aseguro que te gustará.
Eso de las estrellas es una obsesión de mis padres. Des-
de adolescentes eran aficionados a la astronomía. De hecho
se conocieron en el campo durante el eclipse total de sol de
1991. Están tan clavados con eso de los astros que a mi her-
mano y a mí nos pusieron nombres de estrellas: Skat y Altaír,
apelativos tan extraños y tan poco comunes que los cuates se
burlan de nosotros en la escuela. Bueno, supongo que pudo
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ser peor, nos podrían haber puesto otros nombres de estrellas
como Alphecca o Betelgeuse.
Como el asunto del viaje ya estaba decidido y de nada ser-
vía discutir, me fui a mi cuarto entre azotones de puertas,
fingiendo gran desesperación. Nadie vino a consolarme. Mis
papás ya no se tragaban esos cuentos, pero yo seguía inten-
tando. En vista de mi mala actuación me puse a empacar mi
discman, mis compactos de los Molotov y de Café Tacuba,
mi Gameboy y el último libro de Harry Potter que me había
prestado el buen Charly, mi mejor amigo. Luego empecé a
meter mi ropa en la maleta.
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Skat acaba de terminar la primaria y se dispone a pa-
sar plácidamente los dos largos meses de vacaciones
rodeado de su música, sus juegos, sus libros y sus ami-
gos. Saborea la idea de que está a punto de entrar a
ese territorio que separa a los hombres de los niños: la
secundaria. Su padre tiene otros planes: irse a Papantla,
ciudad que Skat no conoce y en la que piensa que mo-
rirá de aburrimiento. Sin embargo, desde que comienza
el viaje una serie de acontecimientos extraños empie-
zan a envolver a Skat, que se debate entre el miedo y la
curiosidad. La travesía será al mismo tiempo un viaje
al pasado, una aventura espeluznante y un regocijo in-
terior. A partir de entonces Skat ya no será el mismo.
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Para niños lectores
6610237860779
ISBN 978-607-7661-02-3