Ícaro, de Rax Rinnekangas
Por Javier Fernández Rubio
Museo de Bellas Artes de Santander
Ciclo Alucinaciones
1 de diciembre de 2009
EL ÁNGEL QUE PERDIÓ
LA GRACIA DE DIOS
‘¿Qué importa cómo se llame o quién lo hizo?’, preguntaba el atildado y un punto
calavera Sebastian Flyte a su amigo Charles Ryder en la novela Retorno a
Brrideshead. ‘Es bello y con eso basta‘, apostillaba.
A los diletantes como yo lo bello les basta y suplen su ignorancia con entusiasmo
y el atrevimiento del diletantismo. Ante la contemplación, del Ícaro del fotógrafo y
cineasta finés Rax Rinnekangas, parecemos decir: importa realmente poco el
título y quién lo hizo.
Un ciclo como éste, de alucinaciones, es ideal para la mirada alucinada del
diletante, pero por mucho que se supla con talento la falta de datos -el nombre, el
autor- el background del conocimiento proporciona herramientas indispensables
para estrujar la obra y extraer de ella gota a gota su potente caudal de
inteligencia.
Me acercaré primeramente al Ícaro como buen diletante.
Roland Barthes distinguía entre lo obvio y lo obtuso. Lo obtuso, lo que va más
allá de lo evidente, es lo que me subyuga en este y en todos los cuadros porque
me invita a desvelarlo.
Siempre que he visitado este museo me siento atraído inevitablemente por esta
obra. Ese algo indefinible es lo que intentaré definir aquí. Cuando la veo, me
aproximo dando un rodeo, sin perderle el respeto al resto de objetos con los que
entablo una conversación sucinta, apenas una mirada, antes de acercarme a
esta obra descomunal llena de referencias sensoriales, racionalistas o
alucinadas.
Es una fotografía, de grandes dimensiones y tiene color. En la descripción física
apenas quiero ir más allá de la perfecta técnica compositiva y fotográfica y de un
estilo inconfundible del polifacético creador finés que, sin saberlo, gusta de los
espacios desolados, engañosamente neutros, en donde la luz tiene
protagonismo escultórico y en donde el hombre es un objeto, pero tratado como
un objeto que reclama una atención especial.
Rehuyendo cualquier muelle en el que amarrar una interpretación, renuncio al
propio título y me limito a contemplar la imagen. ¿Qué vemos? En un espacio
descarnado, un hombre desnudo está sentado ante un armario abierto. El
hombre no es joven pero tampoco un anciano y la luz dorada apenas da pistas
sobre la hora del día, tal vez sea una primera hora, tal vez la que precede al
crepúsculo. Por lo demás, el vacío, ningún referente.
Mi primera impresión alucinada es electiva. Se trata de elegir a través del cristal
deformante de la propia personalidad. Pienso que el hombre está abatido, pero
muy bien pudiera ser que acaba de despertar, con ese entumecimiento propio del
sueño recién abandonado. Su desnudez lo sitúa en un espacio indefinido, sin
concreción de población o país, pero tampoco de oficio, gustos o épocas. Es un
hombre suspendido en el tiempo y en el espacio, en su propia desnudez que
invita a concentrarnos en lo esencial.
¿Por qué creo que es un hombre que acaba y no que empieza, al igual que el día
languidece y no prospera? Muestra su sexo, pero no lo exhibe, con la naturalidad
del que se sabe solo, sin espectadores que lo incomoden como somos nosotros
voyeurs por unos instantes de su vida. La soledad, la tristeza, la derrota es mi
primera impresión, a la cual acompaña -único asidero posible- ese armario
abierto. El armario lo acoge, pero no lo expulsa. El mueble es una caja, un
féretro, pero un féretro abierto. Aquí llega mi segundo interrogante. ¿Entra o
sale? ¿Nace o muere nuestro protagonista? En concordancia con mi anterior
apreciación, creo que es un hombre que se dispone a morir. El mueble, como la
tierra, se abre acogedera y sin dramatismos para recibirlo. Encaja así su rostro y
su expresión solitaria y entristecida, mejor dicho, cansada hasta el hartazgo,
propia de aquel que ha vivido mucho e intensamente y que poco tiene que tocar
ya en la partitura de la vida. Tenemos ante nosotros, así, a un hombre cansado,
desnudo, despojado, que se dispone a abandonar ese mundo, en un cuadro de
gran serenidad pero al tiempo melancolía.
Pero muy bien pudiera ser al revés. El hombre entumecido acaba de salir del
armario-caja de la muerte. Vuelve a la vida desnudo como un Lázaro al que
acompaña la primera luz del día, y a quien aún queda por desperezarse antes de
echarse a andar.
Sebastian Flyte pudiera tener razón, pero el conocimiento de qué es y quién lo
hizo ayuda a extraer más placer y conocimiento de la cultura. Podría irme sin
más después de haber llegado a este punto, pero caigo en la tentación y miro el
título: Ícaro, y automáticamente, vienen a mí referencias oídas y leídas tantas
veces.
En la mitología griega, Ícaro es hijo del arquitecto Dédalo, constructor del
laberinto de Creta, y de una esclava. Fue encarcelado junto a él en una torre
de Creta por el rey de la isla, Minos.
Dédalo consiguió escapar de su prisión, pero no podía abandonar la isla por
mar, ya que el rey mantenía una estrecha vigilancia sobre todos los veleros, y
no permitía que ninguno navegase sin ser cuidadosamente registrado. Dado
que Minos controlaba la tierra y el mar, Dédalo se puso a trabajar para
fabricar alas para él y su joven hijo Ícaro. Enlazó plumas entre sí empezando
por las más pequeñas y añadiendo otras cada vez más largas, para formar
así una superficie mayor. Aseguró las más grandes con hilo y las más
pequeñas con cera, y le dio al conjunto la suave curvatura de las alas de un
pájaro.
Ícaro, su hijo, observaba a su padre y a veces corría a recoger del suelo las
plumas que el viento se había llevado, y tomando cera la trabajaba con su
dedos, entorpeciendo con sus juegos la labor de su padre. Cuando al fin
terminó el trabajo, Dédalo batió sus alas y se halló subiendo y suspendido en
el aire. Equipó entonces a su hijo de la misma manera, y le enseñó cómo
volar. Cuando ambos estuvieron preparados para volar, Dédalo advirtió a
Ícaro que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera,
ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas y no podría
volar. Entonces padre e hijo echaron a volar.
Pasaron Samos, Delos y Lebintos, y entonces el muchacho comenzó a
ascender como si quisiese llegar al paraíso. El ardiente sol ablandó la cera
que mantenía unidas las plumas y éstas se despegaron. Ícaro agitó sus
brazos, pero no quedaban suficientes plumas para sostenerlo en el aire y
cayó al mar. Su padre lloró y lamentando amargamente sus artes, llamó a la
tierra cercana al lugar del mar en el que Ícaro había caído Icaria en su
memoria. Dédalo llegó sano y salvo a Sicilia bajo el cuidado del rey Cócalo,
donde construyó un templo a Apolo en el que colgó sus alas como ofrenda al
dios.
Hay otra versión del mito griego más prosaica, pero ésta es, por decirlo de algún
modo, la canónica y la que ha quedado prendida en el imaginario colectivo. Así
que Dédalo e Ícaro quieren huir y la inconsciencia de Ícaro es causa de su
muerte y del abatimiento de su padre. Volvamos a la foto de nuevo.
El hombre no es precisamente joven, pero tiene alas. Fíjense de nuevo en el
armario. Se trataría ahora de una metáfora bellísima del pájaro con las alas de
cristal extendidas, con las puertas abiertas. Ícaro, o Dédalo, se prepara a volar o
tal vez haya llegado a su destino solo. ¿Por qué aparece un hombre y no dos?
¿Por qué ese hombre no es joven? En mi alucinación, la imagen de Rinnekangas
no relata la experiencia de Ícaro, sino la desolación posterior. Lo que le interesa
al artista es el dolor del padre por la pérdida del hijo. Por lo tanto, y pese a
llamarse Icaro, o tal vez precisamente por ello, es a Dédalo a quien se nos
muestra y por elusión, a su hijo perdido.
Dédalo está desnudo, ha quedado despojado. Su abatimiento es evidente. Las
alas desplegadas, recién llegado a Sicilia -ya tenemos un lugar- y una edad
clásica y por lo tanto indefinida -ya tenemos un tiempo- se dejar abatir por la
pena de la reciente experiencia. ¿Dónde queda la alegría de la libertad? Sólo
espacio desolado. La imagen ofrece el retrato desolado del interior de Dédalo, al
cual las alas desplegadas se le convierten en acogedora tumba con que concluir
su vida.
Podemos decirlo con las propias palabras del autor, en una entrevista reciente:
“La mayoría de la crítica me señala como muy teórico; sin embargo, he
respondido que, en efecto, mi tema de trabajo es el alma humana y la luz, y
que no tienen nada que ver con lo teórico porque esto pertenece a la vida real
y concreta donde están presentes cada uno de los hombres y mujeres del
planeta. A final de cuentas tampoco es académico, ya que, si nos quitamos la
ropa, veremos que todos somos iguales: unos seres necesitando amor.”
Hay un aire turiferario en la composición, un espíritu decadente, de época o edad
que acaba, una melancolía por el tiempo perdido, carente de amor, una
desesperanza por la futilidad de las posesiones, de todo aquello que creemos
poseer, incluso los seres queridos, y que están condenados a desaparecer. Ese
ambiente mórbido queda acrecentado por una verdad que todos llevamos dentro:
no hay peor pérdida para un padre que la del hijo, el cual está destinado a
sobrevivirle.
A la disolución de Dédalo, en este viaje alucinatorio, puede irse más allá. Es hora
de hablar del autor y del tiempo que vivió. Gracias a estos datos, puede
profundizarse en la contemplación.
Al igual que otros autores de su generación, Rax Rinnekangas tiene en la
experiencia traumática de la II Guerra Mundial un tema recurrente en su obra,
como un telón de fondo. El aislamiento, la desnudez ante los embates del mundo
por un lado, y la crueldad de las naciones por el otro. Este también es el caso de
Anselm Kiefer, uno de mis pintores favoritos, para el cual los desórdenes de la
guerra, y la perspectiva con que desde entonces se ha visto al hombre, son
asunto recurrente.
Rinnekangas es polifacético. Salido del frío, es un artista de lo visual con
incursiones en la fotografía y el cine, pero también en la literatura. Como
intelectual que es, piensa la realidad y lo hace a la luz del pasado
Rax Rinnekangas nació en Finlandia en 1954, por lo tanto no vivió los horrores
de la guerra, pero sí sus consecuencias y su pesimismo existencial. Parte
esencial de esa experiencia no vivida pero sí heredada de la guerra es la Shoah,
el Holocasto, el horror en su máxima expresión, la matanza industrial que afecta
a todos los que la vivieron y a los que no, a los que la precedieron y a los que
nacieron después. Pocas cosas más reveladoras de la naturaleza del mal que los
campos de extermino de Auschwitzt y Treblinka.
El Holocausto, la Shoah, es la traslación de la desnudez al ser humano como
especie. Ya desde entonces no hay discurso sobre la esperanza o la bondad
humana. El hombre como colectivo está tan desprovisto y es tan frágil como el
hombre desnudo que dialoga con la luz a solas consigo mismo.
Estamos ante un místico, no un historiador, un hombre que como artista está a
mitad de camino entre Edward Hopper y maestros de la luz como Adrej Tarkovski
de un tiempo en donde la esperanza no tiene cabida. Es la inversión de la utopía
dieciochesca. El holocausto es el anticristo de la sociedad feliz.
¿Por qué nos atrae un cuadro, una escultura determinada, una película frente a
cualesquiera otros? ¿Qué criterios sigue nuestra mente para decidir que esto es
más cercano que lo otro? Creo que si me sentí atraído por la imagen de
Rinnekangas fue porque en alguna parte de mi subconsciente lo hermanaba con
otro gran cuadro, uno de mis preferidos: Las célebres obras de la noche, de
Anselm Kiefer.
No hay en apariencia ninguna relación entre ambos iconos, sin embargo,
buceando, van saliendo una a una. En primer lugar, Kiefer, al igual que Rax
Rinnekangas y que tantos otros que vivieron directa o indirectamente la
experiencia de la guerra, ha hecho de su obra una reflexión sobren el conflicto
bélico y la naturaleza del hombre. También Kiefer aborda el Holocausto judío,
algo consustancial, pudiera decirse, en autores de la segunda mitad del siglo y
que nos redirecciona, por utilizar una palabra espantosa, a creadores de la talla
de Paul Celan, en poesía, o Primo Levi, en narrativa. Hay una línea de unión
entre Rinnekangas, Kiefer y Celan que, independientemente del género creativo
al que se dedican, los recorre y los enlaza.
Por eso tal vez cuando asistí por primera vez a la visión del Ícaro, mi mente
alucinatoria no viajó hasta los viejos mitos griegos sino al Museo Guggenheim,
de Bilbao, en cuyos fondos se alberga la obra de Kiefer. Pero falta una conexión
clara, menos alucinatoria por decirlo de alguna manera.
La encontré buceando en internet en la obra del propio Rax. Una fotografía de un
hombre tumbado en una playa, en un día desapacible, tan típicamente norteño
que se vuelve desabrido. Esta imagen de Rinnekangas sí que conecta
directamente con Las Órdenes de Kiefer y me permite, ya sin sonrojo,
relacionarlas. En ambas un hombre desguarnecido se expone ante el Universo.
Es el espacio de alrededor el que cobra protagonismo y reduce a la pequeñez al
ser humano, pero su enfrentamiento a él no es dialéctico sino comunicativo.
Tanto en una como en otra imagen, el hombre yace, es cierto, pero yace
expuesto, abierto ante la inmensidad de la naturaleza, el mayor espectáculo
sobre nuestras cabezas, como diría E. M. Foster.
Hablemos someramente de Las célebres órdenes de la noche, título misterioso
donde las haya. La palabra sustantiva es el sustantivo, valga la redundancia:
órdenes. La acompañan un epíteto y un complemento de nombre. Orden se
puede entender como orden universal o también como una orden sin más. Sin
embargo, ambas acepciones no implican una contradicción. Digamos que se
puede entender como un Orden universal que ordena.
Una orden implica subordinación. Alguien da una orden a alguien. En el cuadro
de Kiefer, el hombre está en posición sumisa y recibe las Órdenes. Es la
naturaleza, el espacio, la vida que hay más allá de su contorno humano de quien
espera la citada orden. El cuadro es un diálogo subordinado. Pero ¿qué orden le
da la naturaleza a este hombre? O mejor dicho, ¿este hombre no se integra en la
naturaleza consciente de que es parte de ella, de que es una parte subordinada
de ella y que a ella se somete y que se siente bien aceptando su pequeñez en el
conjunto? Pero en el cuadro, más que subordinación, hay humildad. La orden
que la naturaleza da es que trascienda sus límites, sabedor de que forma parte
del Orden universal. Su propia pequeñez lo lleva a trascender sus límites. Es un
hombre excluido que quiere integrarse con el Orden universal. Algunos dirían
panteísmo, otros metempsicosis o transmigración de las almas.
Para entender la imagen de Rinnekangas hay que entender primero la de Kiefer.
Primera pregunta: ¿Qué vemos? Hay un hombre, indefenso y semidesnudo, el
espacio estelar se abre como una puerta que conduce mucho más lejos. No
sabemos si el hombre está vivo o muerto, pero intuitivamente sabemos que está
vivo, que simplemente se abre, que está a la expectativa. Es un cuadro muy
hermoso que refleja a la perfección la pequeñez del hombre como parte
integrante del universo y su ansia de comulgar con él, llámesele Dios, llámesele
Cosmos.
Pero hay otro tipo de orden, que entronca directamente con el espíritu cultural e
histórico de Rinnekangas/Kiefer/Celán. Es llegado el momento de hablar de la
Cábala y del Orden judío del universo.
Las célebres órdenes de la noche. La referencia es la Torah y la celebración
nocturna en la que se rememoran las órdenes, que recuerdan la trascendencia
del hombre sobre las contingencias humanas. Una de las últimas incorporadas
hace referencia al Holocausto, la Shoah, y establece el recuerdo perpetuo. No
olvidar nunca lo que pasó. De esta manera se puede interpretar el cuadro y la
obra de Kiefer, un hombre obsesionado por la Shoah y de paso hace referencia a
nuestro amigo Rax, cuyo Icaro se apoya en un armario que puede interpretarse
como una caja de la muerte, un ataúd. La caja de la muerte era como
denominaban los vagones de ferrocarril en los que eran transportados seres
humanos al matadero. Pero hay más referencias: campos de la muerte, fábricas
de la muerte.
En la noche de Pesej se realiza el Sedej, cuyo significado es orden. Se trata de
la fiesta sagrada del judaísmo en la que se rememoran las órdenes, incluida la
relativa a la Shoah.
La Torah transmite la orden de salir de nuestras limitaciones. Las personas
poseen en su interior un alma superior a la de los ángeles capaz de sortear todo
tipo de obstáculos en el mundo material.
La obra de Kiefer es un continuo desafío de los sentidos y del espíritu, es un
hombre culto conocedor de la Cábala, interesado en el cristianismo judío y la
mitología para penetrar en su mundo interior. Conoce el Pesej y el Sedej y
conoce el significado de la última Orden.
Pesej significa literalmente "saltear" y es la festividad judía que conmemora la
salida del pueblo judío de Egipto, relatada en el libro bíblico del Éxodo. El pueblo
judío ve en el relato de la salida de Egipto como el hito que marca el nacimiento
del pueblo como tal. A partir de ahí, las órdenes se han sucedido, el recuerdo ha
quedado prescrito en la memoria y en los hechos de la vida, la última, pero no la
menos importante, la Shoah, el Holocausto.
Si alguno de mis oyentes aún no se ha dormido o anda desbarrancado y perdido,
permítaseme recapitular, volviendo al principio.
Tanto en la obra de Kiefer como en la de Rinnekangas tenemos a un hombre
expectante, al que se le obliga a recordar. La clave está en el espacio de
alrededor. Esa desolación perenne pero también ese optimismo por alcanzar la
Gracia. Y llego a la Gracia, aunque sea un concepto judeocristiano, porque es el
estado de felicidad en la comunión con Dios. Si alguien tiene reparos en esta
palabra, ponga en su lugar Universo y será parecido. El hombre, en la fotografía
de Rinnekangas y en el cuadro de Kiefer y en tantos otros, está sólo y desvalido
en un mundo sin Dios, alejado de la comunión con el universo. Ese es el anhelo,
recuperar la Gracia divina, la Gracia universal.
El hombre cansado, con sus alas a cuestas, no llora la muerte de su hijo.
Realmente se entiende la imagen adaptándola a la imaginería cristina. Surge así
el mito o dogma del ángel caído, pues los ángeles también tienen alas y el ángel
caído, el demonio, rey del Averno, es monarca en un reino sin dios. Tanto
Dédalo, como el ángel caído, como el hombre yaciente de Kiefer, son hombres
mutilados y anhelantes de fundirse con el universo, trascendiendo sus límites,
elevándose de nuevo, con o sin alas, de su mera corporeidad terrena para formar
parte de las estrellas.
Hay un paralelismo evidente entre el mito de Ícaro y el del ángel caído. La
Hybris, la soberbia, pero no una soberbia cualquiera, sino una soberbia divina, es
la que hace porfiar con los dioses, pretender contra toda lógica tocar el sol, ser
como un dios sin serlo. La caída del pájaro, ya sea ángel, ya humano, conduce a
la muerte a una dimensión exenta de la Gracia divina, llamada infierno. El
infierno, representado de diversas formas a lo largo de la historia, de existir, es la
ausencia de Dios. Si la Gracia divina es el cenit, la ausencia de Dios, el Averno,
es el nadir. No hay calderas de Pedro Botero en el Infierno. El Infierno es un
espacio vacío, es la nada en la que quedan recluidos los que desafiaron a la
divinidad. Ícaro quiere alcanzar el sol, y éste derrite la cera de sus alas. Satanás
no se considera un ser inferior, y es defenestrado, expulsado, arrojado de la luz,
del sol, para caer no en la oscuridad, sino en la ausencia plena, el vacío carente
tanto de luz como de oscuridad. El silogismo me lleva ahora de Ícaro/Satanás a
Bresson.
Bresson dirigió Pickpocket (carterista), una película que aborda la Gracia divina y
su pérdida. ¿Quién dijo que el cine no podía asumir planteamientos filosóficos?
Aunque también podríamos habernos desviado a Dreyer, a Bergman o a Buñuel.
Pero me quedo por Bresson.
En Pickpocket, el protagonista, un ratero de poca monta, cierra el film con una
frase sobrecogedora, en apariencia dirigida a una mujer. Entre barrotes, harto de
tanto batallar, le dice las siguientes palabras: ‘Qué largo y tortuoso es el camino
que me ha conducido hasta ti’.
Si el afán de todo hombre es recuperar el paraíso perdido, eliminar todo aquello
que no trascienda de su ser, por caduco, por condenado a morir, es el ángel de
Rinnekangas y el hombre yaciente de Kiefer y el carterista de Bresson metáforas
perfectas de esa aspiración que todos escondemos dentro y que difícilmente
veremos resuelta en vida.
Si alguien me preguntara ahora qué veo en la imagen de Rax Rinnekangas, le
diría, me veo a mí, me veo a todos nosotros, veo a un hombre que conoce la
futilidad de la soberbia humana y su reverso que es la crueldad sin límites con
sus semejantes. Veo a un hombre al que se le ha impuesto el sagrado deber de
no olvidar, pero que aún así se ofrece limpio a una naturaleza de la que forma
parte y que se le revela pura, un hombre nuevo, en definitiva, que desea ser
amado y aspira a recibir la Gracia de Dios y reconciliarse con el universo del que
nunca debió ser expulsado.
Cuando el alma se queda a solas, se libera de las ataduras corporales, puede
concebir lo invisible y apunta hacia lo Absoluto. En un acto de soberbia quiere
conocer el mundo de una sola vez y mirarlo todo, pero tiende al fracaso pues por
querer ver más allá de sus límites no ve nada. Como Icaro, el alma cae derrotada
tras observar el esplendor de la Naturaleza. Vuelve a intentar su empresa
ascendiendo grado a grado para entender el Cosmos. Así, adquiere su forma
imperfecta, el hombre, que, tal y como apuntaba Sor Juana Inés de la Cruz, es
una altiva bajeza.
Surge un nuevo hombre, y esto es lo significativo. Rinnekangas expone el
renacer del hombre, como individuo y como colectivo. Representa, por utilizar
una expresión vulgar, la salida del cascarón. De ahí ese aire del hombre sin
nombre de la imagen, entre viejo y nuevo, desnudo y revestido de pureza,
derrotado pero renaciente, como ave Fénix, resurgente del pebetero cubierto de
las cenizas de su propia extinción, con su altiva bajeza.
Lo nuevo, lo que ha sido purificado, es la imagen posterior a esta fotografía,
como si se tratara del fotograma de un film. Un hombre incondicionado, sabedor
de la muerte de Dios y del Conocimiento absoluto, un hombre liberado del peso
de la memoria y que se repiensa. Un hombre que se levanta y avanza hacia una
nueva forma de pensamiento, hacia una nueva sociedad, que se expone a un
nuevo universo, inalcanzable pero acogedor, un hombre que no parte de cero en
esta nueva tarea, sino de menos uno, pero al que el pasado, la historia, la
conciencia de la futilidad del orgullo y la imposibilidad del conocimiento cósmico,
le hace tomar impulso a ese nuevo pensamiento que hoy en día se está
fraguando.
Repensar el hombre y la sociedad es la moraleja que extraigo de la
representación de Ícaro. Rax Rinnekangas, como nuevo profeta, hace esta
invitación al espectador.
Santander, 1 de diciembre
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