La horda de los MalditosPor Peter Sword
PRÓLOGO “Sé que nuestros destinos se encontrarán de nuevo en algún
punto de
esta gran red que es el universo. Tú, que anduviste entre los
malditos y viste cosas que yo no alcanzo a contemplar. Tú, cuyo
signo es la oscuridad.
Las profecías hablan sobre ti, ser oscuro, y dicen que llevas en tu
alma atormentada el destino del mundo a un fin sin remedio en el
que comprenderás todo aquello que yo no he sido capaz de ver. Todo
esto me entristece y me hace pensar en cómo hubiera sido tu sino si
yo no hubiera participado en él. Tu soberbia sobrepasa la mía, pero
tu poder no. Yo, que todo lo he hecho, debo ahora escuchar a los
brujos vaticinar tu regreso, un regreso que no sé si espero o
rechazo.
Ya te derroté una vez, ser que idolatra la oscuridad, y lo volveré
a hacer. Mi poder sobrepasa tus conocimientos, como ya demostré la
última vez que nos vimos. En toda mi larga vida, he conocido a
seres más poderosos que tú y que han huido ante mis ojos verdes. Yo
desafío al destino con la certeza de que, si en verdad retornas, te
destruiré por completo. No sería la primera vez que evito una
profecía y tampoco será la última. Después de todo, soy el ser más
poderoso de este universo, más poderoso incluso que el último de
los Dragones Blancos, más poderoso que todo un ejército.
¿Por qué, sin embargo, al recordar tus ojos oscuros tengo una
extraña sensación que no había experimentado nunca? ¿Es esto acaso
el miedo? No, el miedo es una emoción fuerte, esto debe ser temor.
Es una sensación extraña para mí, que había olvidado que
existía.
Pon tu poderosa espada ante mí y desafíame otra vez, si así lo
deseas. Tu espada se enfrentará a mis manos desnudas y quebrará,
como ya lo hizo una primera vez.
Te recuerdo, ser oscuro, que en cierto modo eres mi hijo adoptivo.
Así sea lo que haya de ser. El destino es poderoso, difícil de
doblegar,
pero a la vez es frágil, porque depende de todo. Si tú y yo nos
volvemos a ver alguna vez, que sea la última, para bien o para mal.
“
ALFA, EL INICIO Mikar andaba por entre las zarzas tropezando
continuamente. Era un
muchacho torpe, lo sabía y no le indignaba. De hecho, sus no
cualidades eran reconocidas por él mismo con cierta parsimonia y
entereza, lo que en muchas ocasiones le había convertido en un tipo
extraño incluso para sus compañeros de estudios o sus maestros. Era
bajito, sin ninguna cualidad física especial; tampoco era procaz,
sin nada que lo engrandeciese o llamase la atención, y, aun así, él
se sentía satisfecho, porque admitía cómo era sin conflictos ni
engaños, sin haber pensado nunca cómo deberían haber sido o cómo
debería haber hecho algunas cosas para cambiar lo que era. Tampoco
había razón. No es que fuese feliz, pero tampoco era desdichado.
Además, no todo en él era reluctante a los cánones socio—culturales
de la sociedad, sino más bien al contrario. Si bien todos sus
compañeros de estudios lo consideraban algo extraño, más bien
apagado, también admitían que su mente era una privilegiada. Su
memoria no conocía límites, y su capacidad para comprender las
entramadas explicaciones de sus profesores eran sorprendentes hasta
tal punto en que en la universidad de Atlus, la más importante del
país y donde estudiaba, todos los catedráticos se habían fijado en
él.
Andaba con cierta dificultad, pues las plantas se habían
descontrolado en la parcela de tierra que tenía que atravesar todos
los días para ir a la universidad. A su alrededor, destruyendo las
plantas sobrantes y las malas hierbas, volaban los Agoth, los magos
de categoría más baja. Mikar no sentía envidia por la habilidad de
volar que poseían esos magos, más bien reconocía que prefería ser
lo que era, un hechicero, antes que un mago Agoth. Aunque no
pudiese volar, sus funciones en la vida serían más y mejores que la
de estos magos, o por lo menos eso esperaba si conseguía ser de los
primeros de su promoción. Los Agoth, pese a pertenecer a la
categoría de los magos, estaban relevados a las acciones y
cometidos que un buen mago nunca haría: trabajar en la agricultura
o en la construcción, levantando piedras o segando mediante la
magia. Mikar, por su parte, siendo un hechicero tenía muchas
posibilidades en una casa noble para ayudar a algún mago o,
incluso, podría ser emparentador (aunque esto último no terminaba
de convencerle pese a ser uno de los destinos mejor pagados para
aquellos que poseían el don de los
chamanes, como era su caso). El terreno se volvió firme, de piedra
tratada para crear una carretera por
donde pudiesen pasar los carros de los comerciantes hasta la
ciudad. Sintió alivio en sus pies al volver a pisar sobre un suelo
donde no se le hundían y se le doblaban los tobillos. Miró con
detenimiento sus zapatillas y, tras murmurar algo, desapareció el
barro de ellas y volvieron a resplandecer de igual modo en que lo
habían hecho al salir de casa. Se aseguró de que su túnica guardaba
el color de los hechiceros estudiantes, el violeta, pues en la
ciudad se veía la posición social de cada uno por sus ropas. Por
ejemplo, un mago beth, o sea, un estudioso, no llevaría túnica,
como los magos Agoth, sino que llevaría capa, normalmente de un
color parecido al azul marino. Llevar unos colores o unas ropas que
no correspondan con tu posición social era un delito y, por lo
tanto, un riesgo estúpido.
Según entraba en la ciudad, las chabolas de madera desaparecían
para dar lugar a construcciones de piedra de una media de dos
plantas, con tejados de pizarra negra. Eso en la zona más austera.
Luego, en zonas de mayor categoría, donde residían los grandes
magos, las casas eran de materiales mágicos, resplandecientes
gracias a las tonalidades del sol, con tejados que brillaban. Y
cuando el mago señor de la casa lo quería, los tejados desaparecían
y el cielo les servía su particular luz. Pero para tener el
suficiente poder mágico para ello debían de ser los magos de más
alta categoría, los teth. Éstos, normalmente, eran distribuidos
socialmente de dos maneras: unos como Guardianes, que hacían la vez
de cuerpo de seguridad de la urbe, mientras que otros eran
destinados al grueso del ejército, como primera línea de ataque en
caso de guerra.
Mikar tenía la suerte de conocer a uno. Tras una pequeña caminata,
Mikar llegó a la facultad. Era un edificio
grandioso, mitad cristal mitad piedra. La base de cada piso era de
piedra, junto con las esquinas y las terrazas, pero el resto era de
cristal blanco o cristal transparente. La entrada era un pórtico de
forma ovoide donde se había tallado a su alrededor figuras de seres
hermosos y de fábula, como las ninfas, las sirenas o los
unicornios. Al entrar, uno se encontraba con una enorme estancia
abovedada repleta de luz, con puertas a los lados que daban a
las
distintas aulas. Al fondo, se mostraba un portentoso rosetón hecho
con rubíes y esmeraldas en el cual se trataba la escena en la que
el rey Atlus I vencía a las tropas del Emperador.
Entró en su aula y se sentó en el pupitre habitual. —¡Eh, Mikar!
—le llamó Etret, un hechicero aprendiz como él. Su
compañero se acercó y se sentó en el pupitre contiguo al del de
Mikar—. ¿Has oído los últimos rumores?
—No. —Dicen que la frontera de Sodobia ha sido tomada por las
huestes del
Emperador y que tienen pensado dirigirse hacia aquí. —No creo que
pudiesen hacerlo. —¿Por qué no? Se dice que es el ejército más
potente que ha tenido el
emperador desde hace sesenta años, desde La Guerra de los Señores.
—Pero tendrían que atravesar todo Sodobia para llegar a Neoludán y
aun
así tenemos el ejército mejor preparado. Además, no creas esos
rumores, si realmente hubiese alguna clase de amenaza ya se nos
habría sido comunicado. Probablemente no sean más que algún grupo
de rebeldes que ha armado un poco de jaleo antes de que les
pillaran.
—Eso espero, Mikar. Si hubiese otra guerra en el país, no sé si
podría aguantarlo. Oye, tú conoces a un mago teth, ¿verdad? Si
ocurriese algo, él debería saberlo. Hazme ese favor,
pregúntale.
—No pienso hacerlo. Además, no voy a verle casi nunca. —Ocupen sus
asientos —dijo una voz en un tono alto. Era el hechicero
que impartía las clases diurnas, Macroch, y quien le pondría la
calificación final en un par de semanas. Llevaba una túnica azul,
lo que le diferenciaba del resto de la clase, que la llevaba
violeta. Con suerte, Mikar y alguno de sus compañeros pudiese
llevar una de esas en poco más de un año.
Fueron cuatro horas de clase pesadas y aburridas en las que Macroch
no paró de hablar en ningún instante, ni siquiera para instigar con
preguntas. Toda la teoría de ese día se refería a las cantidades
potenciales de magia que se debían de usar para distintos trabajos,
por lo que las matemáticas fue la nota predominante de los
ejercicios de clase. Mikar no terminaba de hacer migas con las
matemáticas, aunque paradójicamente dominaba los números como
nadie. Era capaz de calcular la energía necesaria para levantar una
casa de una tonelada unas tres veces más rápido que sus compañeros
y unas dos más que su profesor. Aunque, por supuesto, él nunca
podría levantar una casa
con su magia, pero sí proveer a un mago parte de la magia necesaria
para hacerlo. Era lo bueno que tenía ser hechicero, que a veces los
magos necesitaban uno, pues era la única forma de traspasar energía
mágica de unos a otros.
Macroch terminó la clase. Los aprendices de hechicero guardaron sus
cuadernos en sus pupitres y lo sellaron mágicamente para que nadie
los pudiese coger. Cuando todos salían del aula, Macroch apartó a
Mikar y le hizo esperar a que todos sus compañeros se hubiesen ido
y les hubiesen dejado solos.
—¿Deseáis algo, profesor? —preguntó Mikar. —Por favor, toma asiento
—invitó Macroch mientras él mismo se
acomodaba en su silla, detrás de su mesa. Mikar cogió otra silla y
se colocó frente a él. Antes de decir nada, se aseguró de que sus
ropas eran del color apropiado, pues esperaba una reprimenda aunque
sin saber muy bien porqué.
—Mikar —comenzó Macroch—, eres uno de los mejores alumnos que he
tenido la oportunidad de dirigir en este mundo de estudiosos. Sin
embargo… me preocupas. Tienes un buen coeficiente intelectual pero
te niegas a desarrollarlo.
—No os entiendo. —Va a acabar este curso. El del año que viene será
el último para ti antes
de enfrentarte al mundo. Sabes que ese último año uno se
especializa en la materia que más le gusta, o que mejor se le da, o
la que simplemente elige con aspiraciones laborales. Pero ha
llegado a mis oídos que tú aún no has elegido especialidad. He
visto brillantes hechiceros que en la última parte del sendero han
decidido rendirse. Espero que ése no sea tu caso.
—No lo es, profesor. Simplemente no tengo muy claro cuál puede ser
mi función.
—Entonces piensas seguir hasta el final. —Sí, no he hecho otra cosa
en mi vida más que estudiar, así que no sabría
qué hacer sin unos libros delante. Macroch se frotó suavemente su
cuidad perilla, como si estuviese
pensando. —¿Has pensado en ser un chamán? He oído que tienes el don
de la
Lectura del Aura, y así podrías seguir estudiando. —Pero es que los
chamanes están tan… retirados de la sociedad. No es
que yo esté metido de lleno, pero acabar mis años en una cueva
esperando
que alguien necesite de mi don no es la idea que tengo de mi
futuro. —Los chamanes ya no viven en cuevas, o por lo menos no la
mayoría.
Bien es cierto que tienen una vida muy austera, eso no lo puedo
negar. —Preferiría algo más movido, aunque no demasiado. —Ya está:
emparentador. Con tu don no te será difícil. Es un poco soso,
pero los nobles te requerirán y vivirás bien. —Lo pensaré. —También
podrías llegar a catedrático y acabar dando clases, pero son
muchos los estudiantes que quieren eso para sí. Puedes servir a
algún mago o meterte en el ejército…
—Cualquier cosa menos eso. No creo en el ejército. De todas formas,
lo pensaré y le daré una respuesta pronto.
—En dos semanas tendrás que inscribirte, ya sabes que ésta es la
universidad más solicitada de Neoludán y no esperarán más, ni
siquiera por ti.
—Lo sé —Mikar se levantó, hizo un gesto con la cabeza pidiendo
permiso para retirarse.
Pasaron dos días antes de que Mikar decidiera cuál era la
especialidad que
iba a escoger su último año como estudiante. Lo hizo mientras
estaba en la biblioteca principal de la ciudad, la cual poseía el
mismo nombre: Logoth. Era grande, de tres plantas y un doble
sótano. Era de piedra oscura, aunque estaba iluminada por cristales
mágicos. Normalmente no dejaban entrar a nadie al sótano, pues
había libros prohibidos para la gente normal, pero Mikar disfrutaba
de un permiso especial que le había concedido su profesor Macroch
en el segundo semestre de curso. Así que allí estaba, junto con el
otro aprendiz de hechicero: Etret.
Etret era un chico alto, rubio y de ojos claros. Era una persona
inquieta, todo lo contrario a Mikar. Sin embargo, se llevaban
bastante bien. De hecho, era casi el único aprendiz hechicero con
el que solía mantener conversaciones. De vez en cuando, ambos
quedaban para estudiar.
—Mira lo que pone en este libro —dijo Etret—: “Los hechiceros más
experimentados pueden crear círculos mágicos al igual que los
magos, aunque menores en tamaño y en energía. Estos círculos pueden
utilizarse
como vías de protección o como vías de invocación, aunque estas
últimas están restringidas a los poseedores de la Palabra Antigua”
—Etret miró a Mikar, algo confuso—. Oye, Mikar, ¿a qué se refiere
con eso de la Palabra Antigua?
—Se considera Palabra Antigua a las formas verbales de invocación
de conjuros que se utilizaban hace dos mil años. La mayoría de esos
conjuros se han perdido con el paso del tiempo.
—¿Crees que aquí encontraríamos algunos conjuros de esos? —Etret
estaba animado, no tenía sed de conocimientos, pero sí sed de ser
capaz de realizar algo que a los demás les estuviese vetado. Mikar
se preguntaba a menudo si eso no sería provocado porque su padre
fuese un importante mago y él un simple hechicero.
—Seguro que habrá referencias, pero ni tú ni yo tenemos suficiente
energía mágica para conjurar nada de ese estilo.
Etret dejó caer el libro sobre la mesa. —No lo entiendo. Mi padre
es un mago respetado, mi madre también es
una maga de categoría, incluso mi abuelo era un mago. Y yo no soy
más que un hechicero. Ni siquiera eso, pues aún no he terminado la
universidad.
—No todos nacemos con el mismo poder mágico. Hay que resignarse.
—¡Eso es lo que me fastidia de ti, Mikar! Siempre contento con lo
que
tienes. —¿Y qué quieres, que me ponga a llorar? —No es eso, pero…
¿No te gustaría ser un mago teth? Serías respetado
por todos, e incluso podrías llegar a ser un héroe. Derribar cien
hombres con un sólo conjuro.
—Ningún mago derriba cien hombres con un sólo conjuro. —¿Cómo que
no? Sabes tan bien como yo las historias de la Guerra de
los Señores, donde se enfrentaban los seres más poderosos del
mundo. En el bando del Emperador estaban los Cuatro Grandes Magos
Negros. Ésos sí que derribaban cien hombres con un sólo
conjuro.
—Eso son sólo leyendas, Etret. Los magos negros existen o
existieron, pero su poder no excedía el de un mago teth.
—Entonces ¿por qué se les tenía tanto miedo? —Porque conocían
hechizos prohibidos. No es lo mismo sólo saber hacer
conjuros ordinarios que ser capaz de realizar magia que casi nadie
conoce o puede controlar. Por eso eran los jefes de los ejércitos
en la Guerra de los
Señores. —Aun así, no entiendo cómo el rey Atlus I pudo vencer al
Emperador sin
tener magos de ese calibre en su bando. Mikar frunció el ceño, no
por desesperación ante la incredulidad de su
amigo, sino porque eso le había recordado una cosa sobre un libro
que había estado leyendo en esa misma biblioteca el día anterior.
Rebuscó entre la cantidad de libros que habían puesto sobre la mesa
hasta que lo encontró.
—Mira, aquí hay un libro sin autor que no está en desacuerdo
contigo. Etret cogió el libro, de tapas viejas y verdes. Observó
que no tenía ni
título ni autor. —¿Lo has leído, Mikar? —Leí un fragmento, el
suficiente como para comprender que el
anonimato del autor era necesario para que no le separaran la
cabeza del cuerpo.
—¿Por qué? ¿Qué decía? —Decía que el fin de la Guerra de los
Señores no había sido tal y como
los libros de historia la habían recogido. Según él… o ella, quien
sea, el Emperador sucumbió no gracias al rey Atlus, sino por
problemas internos. Al parecer, uno de esos magos negros que tú
admiras se rebeló y luchó ferozmente contra los ejércitos que en un
principio habían sido sus aliados.
—¿Un mago negro lo traicionó? —Sí. Por lo visto, según cuenta este
libro, cuando el rey Atlus I se enteró
del enfrentamiento de este mago negro con el Emperador, unió
fuerzas con nuestros dos reinos vecinos: Sodobia y Erradia. Así,
junto con Neoludán, atravesaron el río que nos separa de las
tierras del Emperador y atacaron sus huestes, que estaban
debilitadas gracias a ese mago negro.
—¿Y se sabe qué fue de ese mago traidor? —No, no vuelve a comentar
nada sobre él a partir de que Atlus I entrara
en las tierras del Emperador. Por lo menos en las páginas que he
leído. —Si se supiera la existencia de este libro, lo quemarían.
—En esta parte de la biblioteca hay libros secretos, y supongo que
en
alguna parte, escondidos, habrá más. Seguramente haya muchos que no
se hayan leído en décadas o, incluso, que ni se conozcan.
—Oye, Mikar, ¿por qué no haces un hechizo de búsqueda? Quizás
encontremos algún libro cuyos secretos nos rebelen cosas que no
podemos imaginar.
—No voy a hacerlo, puede aparecer un Guardián. Etret hizo una mueca
de pesadez, pero no insistió, sabía que no le serviría
de nada. —Mikar, ¿has decidido ya qué asignaturas vas a escoger el
año venidero?
—preguntó su compañero al rato. —Creo que seguiré estudiando hasta
convertirme en un hechicero con
licencia para enseñar. No sé hacer nada que no tenga que ver con
los libros. —¿Qué me dices del don de Leer el Aura? —No le he
encontrado ningún sentido útil. —Los chamanes estarían encantados
de tener a alguien como tú. No es
común nacer con esa habilidad. —No me sirve de nada poder leer el
aura de nadie. —¿Cómo que no? Puedes saber cuánta energía mágica
tiene, si es energía
de mago, hechicero o sacerdote, saber qué va a ser un niño antes de
nacer. Incluso podrías ganarte la vida como emparentador, indicando
a los nobles qué género tendría su hijo si lo concibieran en esos
momentos.
—No sé, no me termina de convencer. —¿Por qué eres así? Tienes un
montón de posibilidades y vas a dedicarte
a seguir estudiando para acabar de profesor cuando podrías vivir
con alguna familia rica. Yo vivo en una familia noble y te aseguro
que no lo cambiaba por nada, de hecho el hechicero que tenemos en
casa vive casi tan bien como nosotros.
—Hasta que tú seas oficialmente hechicero y lo echen. Etret rió,
desde luego a Mikar no se le escapaba una. —Puede que necesitemos
dos hechiceros o puede que mi padre lo
despida, pero aun así habrá vivido bien. —No insistas, no voy a
cambiar de opinión. —Bueno, tenía que intentarlo. —Te aseguro que
lo has hecho bien, puedes dormir tranquilo. —Bien, tu sarcasmo me
hace casi feliz. Etret cogió el libro anónimo y empezó a hojearlo.
Mientras, Mikar
buscaba el tercer volumen de una serie de libros de física para
contrastar sus apuntes de la universidad.
Después de una hora, Etret le dijo a su compañero que ya era de
noche y que debían irse antes de que cerraran. Empezaron a ordenar
todo lo que habían removido en las distintas estanterías de madera
a la vez que
practicaban la magia, pues aunque estaba prohibido que unos
aprendices usaran hechizos en lugares públicos, les era más fácil
mover los libros por el aire que cargarlos a las distintas
librerías. Era como un juego y a la vez se ponían a prueba. No
todos los libros llegaban a su destino, o a veces los metían al
revés, o en la estantería que no era. El caso era conseguir la
perfección con el entrenamiento.
Cuando ya casi habían acabado, frente a ellos, surgido de la nada,
apareció un hombre vestido con una túnica negra que le tapaba hasta
los ojos. Era un Guardián, un mago teth.
—Aprendices —dijo el Guardián con una voz tosca—, ¿no sabéis que se
os está prohibido usar la magia en recintos públicos?
Tanto Mikar como Etret se quedaron atónitos, acongojados. Si el
Guardián quería, aquella tontería podría tener consecuencias muy
graves que podían ir desde la expulsión de la universidad hasta la
degradación social.
—Lo sentimos —dijo Etret—, se nos hacía tarde y queríamos recoger
antes de que cerraran.
—La próxima vez avisa al bibliotecario de que estáis aquí y él
mismo vendrá a echaros cuando llegue la hora. Esta vez lo voy a
pasar por alto, pero no habrá una segunda.
—O aseguramos que no, Guardián. El mago desapareció de la misma
forma en que había aparecido y los
corazones de los dos futuros hechiceros empezaron a latir con
normalidad. —De buena nos hemos librado, ¿eh? —dijo Etret— Creí que
iba a
hacernos estallar. —Recojamos y salgamos antes de que vuelva. ¿Qué
hacía un Guardián
por aquí? —Tú lo dijiste, este lugar tiene libros importantes.
Seguramente haya
controlado hasta qué libros hemos abierto. —Los Guardianes me dan
escalofríos, con esas túnicas negras que les
tapan esas caras pálidas. —Si yo fuese un teth nunca me haría
Guardián, si no que me metería en
el ejército, a dirigir tropas. —Supongo que no es tan fácil. —Claro
que sí. Tienen mucha destreza con la magia, pueden hacerlo
casi
todo. Abandonaron el edificio y salieron a la calle, donde una
suave brisa les
refrescó los rostros. En efecto, era de noche, las estrellas
brillaban con fuerza, aunque la luz que más destacaba era la que
producían las tres lunas, siempre alineadas y cada cual más pequeña
que la precedente.
Logoth, como capital del reino de Neoludán, es la sede de los
estamentos
sociales más importantes del país. En esta ciudad no sólo están las
bibliotecas, universidades y escuelas militares más importantes del
reino, sino que además posee el templo central de la orden
sacerdotal y el palacio donde reside el hijo del mítico rey Atlus
I: Atlus II.
El templo de los sacerdotes, más conocido como el Hogar de Dios,
era una construcción de las más antiguas del reino, por lo que en
su mayor parte estaba hecha en piedra, sin apenas materiales
mágicos. Era una muralla en cuyos vértices había torres de aguja, y
en su interior un edificio de tres plantas. La fachada principal
presentaba una portada abocinada con arquivoltas sobre columnas
lisas, algo que no se podía ver en casi ninguna construcción
moderna. Una maravilla creada por artesanos antiguos, con mano de
obra exenta de magia.
A Aboth esto le maravillaba: el simple hecho de que unas manos
desnudas pudieran crear algo tan bello… Ahora casi todas las obras
las moldeaban los magos con sus grandes poderes, pero cuando se
construyó este templo los magos estaban metidos en guerras y los
hombres sin apenas magia eran los encargados de todas las obras
arquitectónicas. Aboth, al contrario que otros muchos magos,
admiraba la capacidad de usar las manos y las herramientas sin
necesidad de conjuros. En más de una ocasión se había preguntado
hasta qué punto se había perdido el viejo don de la artesanía
manual, y sentía lástima por ello.
Entró en el templo, con su capa negra detrás, dejando claro cuál
era su rango: un mago de la guerra, un mago teth. Según se
adentraba en el lugar, los diáconos vestidos de blanco marfil
hacían reverencias cuando se cruzaban con él. Entró en un vestíbulo
y subió unas escaleras, donde se encontró con dos sacerdotes, a los
cuales saludó bajando ligeramente la cabeza. En la jerarquía del
reino, él era más que un sacerdote normal, pero en el protocolo era
él quien se inclinaba para presentar sus respetos. No parecía tener
sentido, aunque para Aboth no era un problema pues no sentía la
menor vergüenza al
inclinarse ante nadie. Llegó a la tercera y última planta,
encontrándose con un pasillo. Al final del mismo había una gran
puerta roja, que era la habitación del Sumo Sacerdote. Llegó y
llamó a la puerta antes de abrirla y entrar.
El Sumo Sacerdote estaba allí, sentado en su silla de madera y
cojines de pluma de ganso. Tenía el mismo aspecto de siempre: un
hombre mayor con la cabeza afeitada, alto, delgado, algo encorvado,
de nariz aguileña, vestido de un blanco más puro que el de los
diáconos. Al ver a Aboth, se levantó de su silla.
—Me alegro de verte, Aboth. —Divinidad, he venido lo antes posible.
El Sumo Sacerdote sí era jerárquicamente superior a cualquier mago,
de
hecho era quien más poder tenía después de la realeza, por lo que
debía hablarle mediante el protocolo necesario.
—Estamos a solas, viejo amigo, no hace falta ese lenguaje conmigo.
—Lo siento, Divinidad, es la costumbre. Te tutearé a partir de
ahora. —Bien —el Sumo Sacerdote se colocó los dedos de la mano
derecha en
la sien, como si le doliese algo, luego habló—: Te preguntarás por
qué te he llamado con tanta urgencia.
—La verdad es que sí. —Es un tema delicado, sólo puedo confiar en
tu discreción, no hay
mucha gente de la que me pueda fiar. —Lo comprendo, Divinidad. El
Sumo Sacerdote miró por la ventana sentado en su silla de una
forma
ensoñadora, como si estuviese concentrado en algo. —Cuando se
construyó este templo —dijo, de repente—, Gejena corría
un grave peligro, podía ser destruido a causa de las innumerables
guerras entre los distintos reinos. Luego vino la paz, un periodo
que nosotros creímos de inactividad, pero no era realmente así. No
sabíamos que nuestros enemigos al otro lado del Gran Río estaban
preparándose para la guerra.
—¿Te refieres a la Guerra de los Señores? —preguntó Aboth. —Sí,
hace ya sesenta años. Yo era un diácono por entonces, y eso
me
salvó de ir al campo de batalla. Pasé mis años en el Hogar de Dios,
preparándome para algún día llegar a sacerdote, lejos de la guerra
materialmente, aunque rezándole todos los días a Dios para que
acabase.
—Recuerdo la época, Divinidad. Yo mismo estuve al frente de una de
las tropas de Neoludán contando con apenas veinte años. Fue una
batalla dura,
luchábamos contra un ejército superior en todo. —Y aun así ganamos.
—Sí. El destino nos dio la victoria. —Venga, Aboth, ambos sabemos
que no fue el destino quien nos
permitió ganar. —Juré guardar silencio toda mi vida respecto a ese
asunto. No entiendo
por qué ahora sacas el tema. —Yo mismo desearía no tener que
desenterrar viejas historias, pero las
cosas están cambiando de nuevo. El Emperador ha vuelto a levantar
la cabeza y parece obsesionado con apoderarse de Gejena.
—Así que los rumores sobre los ataques a Sodobia son ciertos. —Eso
es. Se intenta mantener en secreto, pero veo que las noticias
han
llegado a tus oídos. Es cuestión de tiempo el que el Emperador se
decida a atacar en serio. Por lo visto siguen aliados con ciertos
grupos de seres abominables, desde centauros hasta cíclopes.
—Los cíclopes ahora son un pueblo de paz. —Ya no. El Emperador ha
debido de ofrecerles algo a cambio de volver a
anexionarse a sus huestes. Tiene un ejército terrible. —Pero
nosotros tenemos tropas preparadas para cualquier eventualidad. —En
la antigüedad teníamos muchas más y mira cómo casi acabamos.
Además, por lo visto siguen con él los tres magos negros que antaño
derribaran a nuestros mejores magos.
—Entonces hay que dar la alarma general. —No, el Rey no lo quiere
así. Ha convocado una asamblea con sus
hombres de confianza y me ha pedido que lleve a un teth conmigo. Yo
no confío en ninguno que no seas tú, lo sabes. El destino de la
nación pende de un hilo y, para colmo, el príncipe Gevurah no ha
aparecido.
—¿El príncipe está desaparecido? —Aboth casi salta de la silla.
—Desde hace dos meses. Se ha encubierto su pérdida con
presuntos
viajes de protocolo a Sodobia y Erradia, pero la verdad es que el
Rey no sabe dónde está su hijo. Incluso ha llegado a pensar que lo
tiene secuestrado el enemigo.
—Es una desgracia. Es el miembro de la realeza más querido por el
pueblo. Y el único de la misma respetado por la orden de los
Caballeros de la Luz.
—Por eso mismo se ha mentido en respecto a su paradero, para
no
alarmar a la sociedad. —Divinidad, necesito saber cuál es la
opinión del Rey sobre todo esto. —Yo no estoy seguro, mi querido
Aboth, pese a haber estado reunido en
varias ocasiones con él últimamente. Debemos acudir a la asamblea
juntos y ver qué decide.
Después del susto en la biblioteca una semana atrás, Mikar no
había
vuelto por allí. Había terminado todas sus prácticas y pruebas y,
pese a tener que asistir una semana más a la facultad, tenía el
paso asegurado al último curso. Era relajante acabar el último
semestre académico, sobretodo en esas fechas, principios de verano.
Estaba junto a Etret, sentados en una roca cerca de los campos de
cultivo. Observaban sin hablar cómo los magos de más baja
categoría, los agoth, volaban por entre la tierra cuidando del
terreno y haciendo crecer más deprisa las semillas. En su mayoría,
vestían túnicas verdosas o marrones, un color pobre para unos magos
con una vida pobre. Los dos aprendices de hechicero se sentían
afortunados de no haber nacido agoths.
Mikar dejó de mirar a los magos y dirigió su atención al horizonte,
allí donde se suponía nacía la ciudad de Linka. No era capaz de
verla, pues hasta la siguiente ciudad sólo había campo y más campo,
tierras de cultivo destinadas a ser la producción de la que comería
el pueblo. Eso era al sur. Al norte se podía ver la ciudad donde
vivían, Logoth, en la falda de una imponente loma. Y, si levantaban
un poco la cabeza, en lo alto de la loma, se podía ver el palacio
donde habitaba Atlus II, soberano de Neoludán. Ninguno de los dos
había estado allí y se preguntaban cómo sería.
—Oye, Mikar —Etret rompió el silencio—, ¿qué piensas hacer durante
el verano?
—Nada en especial. —Había pensado que podíamos ir a alguna parte, a
modo de exploración.
Hay multitud de sitios que no conozco y quisiera ver: las montañas
oscuras, el río Fenon, los acantilados…
—No me llama la atención. Prefiero quedarme en casa. —Eres un
aburrido, ¿lo sabías? —Sí.
—¡Ah, es que me exasperas! —No tengo ganas de hacer nada de eso.
Estoy bien aquí, ¿por qué habría
de aventurarme? Imagina que nos coge un ejército de trasgos o de
goblins. —Siempre tan negativo. Viva la aventura, el riesgo es
parte del encanto. —Prefiero no correr ningún riesgo y disfrutar de
las aventuras de otros. Etret frunció el entrecejo y suspiró para
sus adentros. A veces la
pasividad de Mikar le atacaba los nervios. Quizás porque él era
todo lo contrario: quería ver todo de lo que le había oído hablar a
su padre, de dragones, hadas, lugares deslumbrantes por su belleza.
Resignarse a vivir en Logoth era para él poco menos que imposible,
y esa sensación aumentaba según iban pasando los años e iba
creciendo.
Mikar comprendía a su amigo, pero pese a también tener esas ganas
de conocimiento, no estaba dispuesto a arriesgar nada a cambio. No
era cobardía, simplemente una necesidad práctica de no complicarse
la vida en lo más mínimo. Por eso quizá siempre había seguido el
mismo camino, y por eso quizá ahora había elegido seguir estudiando
en vez de probar con otra cosa.
—Bueno —dijo Mikar, incorporándose—, creo que me voy a casa. —Pero
si es muy temprano, aún queda sol para un par de horas. —Estoy
cansado, hoy he estado practicando algo de magia y me ha
agotado. —¿Practicando después de lo que nos pasó con el Guardián?
Yo ni
siquiera me he atrevido a pensarlo. —Lo hice en mi casa mientras
estaba sellada mágicamente. Para que un
Guardián me hubiera visto habría tenido que romper el sello, y yo
me hubiera dado cuenta.
—Está bien, nos iremos a casa. De todas formas tenía pensado ir
próximamente a la biblioteca, así que, si te parece bien, mañana
podríamos ir a ese sótano donde están esos libros secretos y echar
una ojeada.
—Bien —dijo Mikar mirando en la dirección de Logoth—, subiremos a
la biblioteca, aunque esta vez nada de guardar los libros con
magia.
Se despidieron y Mikar empezó su camino hasta casa. Vivía un poco
retirado de lo que era el centro de Logoth, por lo que debía
recorrer un camino de piedras que le hacía perder bastante tiempo.
En vez de esto, a veces Mikar atajaba campo a través, pisando por
tierras no fértiles que los magos teth intentaban rejuvenecer con
su magia. Generalmente acababa un
poco sucio, ya que en parte el camino era un pequeño barrizal, pero
solía limpiar mágicamente la ropa para no tener que hacer trabajar
a su madre. Sólo una vez se había quitado la túnica al llegar y la
había puesto en el cesto de la ropa sucia, y su madre tardó casi
tres días en conseguir que desaparecieran todas las manchas. Si su
madre no utilizase la poca magia que tenía en su trabajo, la tarea
hubiera sido sencilla, pero como llegaba a casa prácticamente
agotada, no podía permitirse el lujo de desperdiciar la poca fuerza
que reservaba. Mikar quiso prestarla una vez magia, pero ella, al
conocer la ilegalidad del acto (¡ya que su hijo aún no era
hechicero!) se lo impidió y le echó una reprimenda, desde entonces
no lo había vuelto a sugerir.
Tras un rato de traspiés, Mikar llegó a su hogar, una pequeña
construcción rodeada por una parcela pequeña, siendo la mayor parte
jardín, del cual cuidaba su madre. Se quitó las manchas de barro
antes de entrar en el jardín y observó la entrada. El sello mágico
no estaba, lo que significaba que su madre había llegado. Entró
tranquilamente. La primera habitación era el salón, que estaba
contiguo a la cocina. Las restantes habitaciones estaban en un piso
superior.
—¿Mamá? —preguntó el aprendiz del hechicero. —Estoy aquí, hijo —la
voz que le contestó salió de la cocina. Mikar se dirigió hacia allí
notando algo raro en el ambiente. Se concentró
un instante hasta que descubrió de qué se trataba: magia. El lugar
estaba impregnando de magia. Entró en la cocina y averiguó la
causa. Su madre estaba guisando algo sobre unas pequeñas brasas y
sentado en una silla, contemplándole, estaba Aboth, el mago de la
guerra que había sido el mejor amigo de su padre.
—¿Cómo estás, Mikar? —preguntó amigablemente. Mikar lo estudió casi
sin querer. Era un hombre alto y fuerte, ya con
canas. Aparentaba cuarenta años cuando realmente tenía el doble.
Era una propiedad de los grandes magos, cuanto más poderosos eran
más tardaban en envejecer. E, incluso, Mikar había escuchado
historias sobre magos que no envejecían nunca.
—¡Aboth, qué sorpresa! El mago se levantó de su asiento para
estrechar la mano del aprendiz.
Mikar estudió su capa negra, signo inequívoco de que era un teth,
un mago de la guerra. Según él, su padre también llevaba una cuando
vivía.
—Cuánto tiempo, Mikar —Aboth hablaba con naturalidad—, ya no
recordaba el camino a tu casa.
—Cuéntale lo de la expedición —dijo impaciente Sara, la madre del
joven.
—¿Qué expedición? —preguntó Mikar con un cierto tono de reticencia.
—Vaya, pensaba guardarlo para la cena, pero tu madre parece
impaciente
—hablaba con una sonrisa agradable, lo que le confería cierto
encanto—. El caso es que aprovechando el fin del curso y que es tu
último año como aprendiz, me he tomado la libertad de inscribirte
en un proyecto de la iglesia convocado por el mismísimo Sumo
Sacerdote. Supongo que el que te hayan elegido como uno de los
afortunados no tiene nada que ver con que yo sea un gran amigo suyo
—le guiñó un ojo a Mikar, que sonrió de forma cómplice—. Ten en
cuenta, Mikar, que esto puede abrirte muchas puertas, y será como
una excursión.
Mikar se sentó, tranquilamente, y miró a Aboth. —¿Qué clase de
excursión? —Lo comentaremos en la cena, ¿de acuerdo? Estoy deseando
probar las
deliciosas ensaladas de carne que hace tu madre. La cena estuvo
preparada enseguida. Hubo ensalada de carne, por
supuesto, pero no fue lo único. Sara había preparado todo un festín
digno de una casa de clase media: panecillos, pez negro, carne de
vaca, tarta de arándanos, fresas con chocolate. Se notaba que
últimamente no recibían muchas visitas y estaba ilusionada con
ésta. Aboth comió con gusto, reiterando una y otra vez lo rico que
se encontraba todo. Mikar hacía mucho tiempo que no veía platos tan
suculentos, por lo que su apetito se acrecentó y también se hartó
de sajar. Cuando llegó el postre, el mago y el aprendiz estaban tan
llenos que habían tenido que aflojar sus cinturones.
—Estaba todo delicioso —dijo Aboth. Sara empezaba a recoger la mesa
—. ¿Quieres que te eche una mano?
—No —replicó ella—, aún tienes que explicarle a Mikar los detalles
de la excursión.
El mago esperó a que ella se marchase a la cocina para comenzar a
hablar con el aprendiz.
—Me han dicho que tus notas han sido buenas, aunque no excelentes.
—Están bien. Pasaré el curso. —Ése es tu problema, te conformas con
eso. Tienes un buen potencial,
Mikar. ¿De cuánto es tu cociente intelectual? ¿450 o 500? —521.
—¿Ves? Superas a un hechicero adulto en una media de
cincuenta
puntos, creo que podrías llegar lejos. Mikar se encogió de hombros.
Le había oído ese discurso a su madre
miles de veces y, aunque pensase que podían estar en lo cierto, la
verdad era que no le preocupaba demasiado.
—Tu madre ya ha aceptado lo de la excursión —prosiguió Aboth,
cambiando de tema— y creo que sería importante que aceptaras
ir.
—Para mi formación… —No —la negación de Aboth fue tajante, tanto
que Mikar dio un
pequeño respingo—, no se trata solo de eso, pero no puedo hablarlo
aquí, hay gente —miró a la cocina— que se preocuparía demasiado si
lo oyese.
Mikar se quedó un tanto sorprendido, no había visto nunca a Aboth
tan serio, casi parecía un conspirador con esa mirada tan
pétrea.
—Aboth, no termino de entender qué… —Necesito hablar contigo,
pronto. Tienes que venir conmigo a la parte
alta de la ciudad. —Pero ¿por qué? —El porqué te será explicado en
su momento, ahora, sólo necesito una
cosa: saber si puedo contar con tu ayuda. Aboth estaba serio, de
eso no cabía duda. A Mikar se le pasó por la
cabeza que le estuviese tomando el pelo, pero con esa mirada y esa
tensión desechó la idea enseguida.
—De acuerdo. Te ayudaré —¿por qué no? Se preguntó Mikar, después de
todo Aboth había ayudado a la familia cuando más lo necesitaba,
cuando su padre había muerto. Además, ¿qué podía pedirle a un
simple aprendiz de hechicero? Seguramente bien poco.
—Gracias —ese gracias había sido el más sincero que Mikar había
oído en toda su vida—. Ahora debo irme, pero en siete días vendré e
recogerte, así que mantente preparado. Y, sobretodo, no le comentes
nada a nadie. El aire tiene ojos y oídos.
Mikar comprendió que Aboth se refería a los Guardianes, los cuales
estaban en todas partes y ninguna.
Sara llegó desde la cocina, con un delantal y un gorro de limpieza.
Aboth se levantó.
—He de irme, ha sido una cena estupenda, me gustaría que algún día
vinieseis a mi casa para poder compensaros. En cuanto a la
excursión de tu hijo, ha aceptado, así que dentro de una semana
vendré a recogerle.
—Estupendo —aplaudió Sara—. Ahora me contarás los detalles —dijo
mirando a Mikar.
El aprendiz de hechicero miró a Aboth, el cual sonrió y desapareció
de repente, demostrando sus grandes poderes de mago.
Esa noche Mikar no durmió con tranquilidad, por alguna razón la
charla con Aboth le había alterado. Su madre le había preguntado
sobre los detalles de la excursión patrocinada por el Sumo
Sacerdote (que era lo mismo que decir que estaba patrocinada por el
pueblo, pues eran sus impuestos los que sustentaban a la iglesia),
y Mikar había mentido, contándole a su madre que harían una visita
por todos los templos dedicados a Dios de las ciudades más
cercanas. Mentir a su madre no le había gustado nada, pero no era
eso lo que no le dejaba conciliar el sueño. Era la voz de Aboth,
generalmente tan natural y relajada y en esos momentos tan
desesperada. Sí, desesperada era la palabra que andaba buscando.
Desde luego no lo parecía exteriormente, pero cuando había pedido
ayuda había sido como si todo dependiese de su respuesta. El
aprendiz empezaba a arrepentirse de haber dicho que sí sin haber
indagado más en el tema.
Los siguientes días fueron tranquilos, y Mikar dejó de pensar en su
conversación con el mago teth hasta el séptimo día, en el cual
Sara, antes de que marchara a clase, se encargó de recordarle que
Aboth vendría por la tarde a por él. Como toda madre que se
preocupaba por su hijo, Sara había preparado una mochila con comida
que pudiese durar varios días. Como la mochila era pequeña, tuvo
que hacer un conjuro para que todo pudiese caber dentro,
minimizándose al entrar y volviendo a su tamaño normal al sacarlo.
Cuando su hijo hubo vuelto a casa, ella estaba sentada,
esperándolo.
—Mamá, ¿ha llegado Aboth? —No, pero puede aparecer en cualquier
momento. He preparado tus
cosas. Incluso he incluido un par de libros, por si te decides a
estudiar por el camino.
Mikar se encogió de hombros, realmente no sabía cuánto tiempo libre
iba a tener.
—Me mandarás mensajes —dijo Sara, y no era una pregunta. —Sí. No
seas pesada.
—Ya sé que te lo he repetido cien veces, pero no puedes estar estas
dos semanas fuera y yo no conocer cómo te encuentras.
Dos semanas era lo que Mikar había dicho a su madre que estaría
duraba aquel viaje, pero realmente no tenía ni idea, aunque
esperaba que fuese menos.
Alguien llamó a la puerta. Sara se acercó a abrir y se encontró con
Aboth. —Vaya, casi llegáis a la vez los dos —dijo ella. Aboth entró
en la casa y miró a Mikar. —¿Estás listo? El aprendiz asintió.
—Volverá sano y salvo —le informó el mago a Sara con una
sonrisa—,
no debes preocuparte. —No sé si podré evitarlo —dijo ella, notando
que las primeras lágrimas
empezaban a amenazar su rostro. —Vámonos, Mikar, no quiero ver
llorar a tu madre. —Adiós, mamá —dijo y salió por la puerta junto
con Aboth. Al salir, se quedó helado. Un carruaje rojo y dorado
tirado por corceles
blancos esperaba frente a él, medio metro por encima del suelo.
Mikar miró a Aboth, el cual ni siquiera se inmutó y se subió
flotando con una elegancia digna de una posición como la suya. Al
ver al aprendiz mirarlo algo desconcertado, Aboth sonrió.
—Lo siento, a veces me olvido de que no todo el mundo puede volar —
sacó su mano escondida por la capa negra e hizo un signo con su
dedo meñique. El carro bajó hasta quedar suspendido por encima del
suelo, lo suficiente para no estropear las plantas del jardín.
Mikar subió no sin ciertas dificultades. Aboth tiró de las riendas
y empezaron a elevarse por los aires.
La impresión de Mikar duró unos minutos, hasta que empezaban a
entrar en la zona céntrica de Logoth por encima de sus casas. El
aprendiz vio que la gente les miraba con curiosidad desde abajo y
los niños los señalaban. E, incluso, vio a un Guardián levantar la
cabeza para observarlo, algo anormal en unos magos que casi nunca
mostraban ninguna reacción ante nada.
—¿Cómo lo hacen? —preguntó Mikar mirando a los caballos. —Le he
dado propiedades mágicas, al igual que al carro. Tranquilo,
están
acostumbrados. —Pero, ¿por qué este transporte? —No podemos
presentarnos ante el Rey de cualquier manera —respondió
Aboth con una sonrisa. ¿El Rey? Mikar no se lo podía creer. Nunca
había pensado que vería al
Rey, y tampoco lo deseaba, pues no sabía cómo había de comportarse
ante la realeza, y mucho menos ante el mismísimo Atlus I.
—No lo entiendo —dijo, con cierta alarma. Miró la dirección que
llevaban, y cierto era que los caballos iban en línea recta al
Palacio real, situado en lo alto de la colina.
—Ya te dije que necesitaba tu ayuda para algo importante. —Pero yo
no sé qué he de hacer delante del Rey. —Lo primero que has de hacer
es vestirte para la ocasión, al igual que
voy a hacer yo. Aboth chasqueó los dedos y sus ropas cambiaron; sus
botas se volvieron
más grandes, llegándole casi a las rodillas, su torso fue
recubierto de una coraza con el escudo del país y su capa negra
adquirió una espada bordada en oro en su centro. Mikar comprendía
lo de la espada puesto que lo había estudiado en su primer año de
curso: los magos teth, durante las ceremonias, han de indicar su
rango, y el de Aboth era el segundo más alto dentro de los magos
normales. Luego estaban los príncipes, que llevaban tres espadas,
dos de ellas cruzadas; por encima sólo estaba el Rey, que llevaba
tres espadas y un bastón.
—Ahora tienes que hacer que tu túnica se vuelva azul —le dijo Aboth
a Mikar.
—Pero la túnica azul es para los hechiceros, y a mí aún me queda un
año. —Ya no, amigo. Eres un hechicero reconocido por la ley, el
mismísimo
Sumo Sacerdote ha hablado con los jefes de tu orden y se te ha
concedido. Mikar no podía creer lo que estaba oyendo, tenía que ser
una broma, pero
por más que observaba a Aboth no conseguía ver la más mínima mueca
o gesticulación que dijera que mentía.
—¿Por qué? Todo el mundo ha de especializarse y… —Ya está hecho,
amigo. Aunque pueden quitártelo, no te voy a mentir.
Depende de ti. —Quieren algo a cambio. —Eso es. Aboth se calló
observando el palacio con una mirada indefinida. Mikar
también lo contempló, aunque una sensación de nervios le comenzaba
a atacar el estómago y empezaba a encontrarse mal. Intentó
distraerse mirando
hacia la ciudad. Las casas nobles estaban ahora bajo ellos, con
unos jardines que parecían parques y unos tejados diez veces la
extensión de la parcela del aprendiz. Algunos, incluso, habían
hecho invisible el techo, para poder ver así el cielo siempre que
se les antojara.
Se acercaban. Había un camino de un kilómetro y medio antes de
llegar a las antepuertas del palacio. Aboth hizo descender a los
caballos para atravesarlo sobre el suelo de piedra y no por el
aire. Mikar agradeció volver a sentir algo sólido bajo ellos, ya
que empezaba a marearse.
—Para dirigirte al Rey —indicaba Aboth mientras sostenía las
riendas de los caballos— debes hacerlo como Su Majestad, mientras
que a los príncipes como Su Alteza. Distinguirás a la realeza por
sus capas, blancas como la nieve. Tranquilo, se les ve a
leguas.
—Pero ¿qué tiene que ver el Rey con todo esto? —Todo a su debido
tiempo. Llegaron ante una antepuerta de cristal con forma ovoide.
Tres soldados
ataviados con armaduras y espadas pararon el carro. Mikar supuso
que aparte de esos soldados habría algunos Guardianes por las
inmediaciones, aunque por supuesto no se les vería mientras no
hubiera problemas. Aboth mostró un documento. Uno de los soldados
lo estudió, después miró al mago y al aprendiz de forma severa.
Tras unos instantes de reconocimiento visual, les dejó continuar
hacia la siguiente entrada. Aboth condujo algo más despacio
mientras se acercaban a una muralla de lo que llamaban Cristal de
Fuego, un cristal que ardía si lo tocabas. Por supuesto no era más
que cristal inundado por un hechizo, pero era de lo más efectivo
para evitar intrusiones no deseadas. La muralla se cortaba en su
centro para dar lugar al portón que daba acceso a las inmediaciones
de palacio. Al igual que en el primer control, tres guardias
esperaban expectantes la llegada de cualquier persona. Aboth volvió
a mostrar el documento y se les permitió pasar sin más
preámbulos.
Mikar quedó anonadado por el espectáculo que se presentaba ante sus
ojos. Ni en sus más alocados sueños hubiera imaginado el
espectáculo que se le presentaba ahora ante sus ojos. Todo el
terreno que rodeaba al palacio eran tres enormes bosques. Empero,
el que atravesaban en esos momentos no era un bosque normal, sino
uno de cristal, con pinos, robles, abetos y demás árboles hechos
del material transparente, que brillaba de diferente manera según
incidiese en él la luz del sol. Era un espectáculo hermoso. Se
preguntó cuántos hechiceros se harían falta para mantener ese
prodigio de la magia.
Sólo podía ver árboles y árboles, únicamente interrumpidos por un
sendero hecho de cristal de espejo, mostrando tonos brillantes y, a
veces, formando colores gracias a los reflejos de su
superficie.
—Este bosque es precioso —observó Mikar. —Sí, pero no hay pájaros.
Aboth lo dijo de una forma seca, como si hubiese un deje de dolor
en su
voz. El aprendiz de hechicero estuvo apunto de preguntarle, pero
prefirió no hacerlo.
El sendero de espejo a veces presentaba bifurcaciones, y el mago de
la guerra escogía el camino sin titubear, lo que le hizo pensar a
Mikar que lo había recorrido en otras muchas ocasiones. Miró sus
ropas y las cambió a unas de un color de hechicero, como había
dicho Aboth, aunque no les dio un color azul muy fuerte, porque eso
podía ser tomado como un gesto de vanidad. Mientras cambiaba
también sus zapatillas de tono, vio una sombra negra por el rabillo
del ojo. Se giró con fuerza, intentando volver a verla, allá en el
bosque, pero le fue imposible.
—Un Guardián —informó Aboth al ver su agitación. —¿Nos vigilan?
—Todo el que entra en este recinto es vigilado. Un hechicero normal
no
lo hubiera visto, pero tú sí, tú tienes el don de Leer el Aura,
como los chamanes
Era verdad, Mikar tenía ese don. Realmente no había visto al
Guardián, sino su esencia. El don le podía proporcionar muchas
ventajas, tales como saber cuán cantidad de magia poseía alguien o,
a veces, cosas menos habituales como detectar a un mago oculto por
un hechizo de invisibilidad.
Salieron del bosque, entrando en un patio de piedra en cuyo centro
había una fuente de mármol dedicada al rey Atlus I, que se elevaba
a varios metros de ellos sin necesidad de soporte, pues flotaba. En
el otro extremo del patio, junto a lo que parecía un majestuoso
edificio, un hombre vestido de blanco aguardaba. Aboth frenó sus
caballos e invitó a Mikar a salir del carruaje. Así lo hizo. Miró
en rededor, viendo frente a él columnas de mármol que sujetaban una
pared enorme que parecía continuar hasta el infinito.
—Esta pared pertenece al palacio —indicó Aboth—, ésta es la entrada
trasera, la del servicio, podríamos decir.
El mago teth se acercó al hombre vestido de blanco. Mikar vio que
era calvo y estaba extremadamente delgado. Supo enseguida que era
un sacerdote
por su vestimenta. —Me alegro de veros, Divinidad —dijo Aboth con
una reverencia —Tus palabras son recíprocas, Aboth —el Sumo
Sacerdote inclinó
ligeramente la cabeza. Mikar comprendió quién era ese escuálido
hombre al oír su título. Supo
entonces que tenía que presentar sus respetos, así que se acercó
nerviosa y torpemente e hizo una imitación regular de la reverencia
de Aboth.
—Así que tú eres el nuevo hechicero —dijo el Sumo Sacerdote
sonriente —. Me alegro de verte y espero que la confianza que mi
buen amigo Aboth ha depositado en ti no nos defraude.
Mikar no supo qué responder, así que se quedó callado. —Divinidad
—dijo Aboth—, será mejor que entremos a un lugar más
privado —esto último lo dijo echando una mirada a su alrededor.
Entraron en un pórtico que daba a unos corredores iluminados
por
candelabros mágicos. El mago y el Sumo Sacerdote se guiaban con
facilidad por entre esos pasillos pintados de azul marino. Había
puertas a los lados, pero no se detuvieron hasta llegar a la quinta
de lado izquierdo, donde el Sumo Sacerdote miró a ambos lados antes
de entrar e indicar a los demás que le siguieran.
—No es muy lujosa pero está desocupada —comentó a la par que les
invitaba a sentarse.
Mikar estudió la habitación. Para él sí que era lujosa, sobretodo
comparándola con cualquiera de las de su hogar. Tenía una mesa de
madera tratada con magia para que brillase como si fuese nueva y
tres asientos de piel. Las paredes estaban repletas de libros de
todo tipo. No había ventanas, así que la luz la dispusieron ellos
con magia, creando varias esferas artificiales de luz
amarillenta.
—Bueno —dijo Su Divinidad en cuanto se hubieron acomodado—, aquí va
la petición de mi primer favor, joven hechicero. Las paredes tienen
oídos y ojos, así que si eres tan amable de utilizar tu don para
comprobar la privacidad de nuestra conversación, te estaría muy
agradecido.
Mikar comprendió de inmediato: quería que leyese las auras de
aquella habitación y asegurarse así de que estaban realmente solos.
Lo hizo con facilidad, sin titubeos de ningún tipo. Pudo percibir
el fuerte poder mágico de su amigo Aboth y el aura blanca del Sumo
Sacerdote, pero nada más, lo que significaba que nadie les
acompañaba.
—Sí, estamos solos, Divinidad —informó respetuoso. —Bien, entonces.
Aboth, haz los honores. El mago de la guerra movió sus manos en el
aire a la vez que pronunciaba
unas palabras. De repente, una burbuja les cubrió, apartándoles del
mundo exterior.
—Con esto —le explicaba Aboth a Mikar—, nadie podrá oírnos a no ser
que atraviese la burbuja, acción en la cual yo me percataría.
—Empecemos sin más preludios —pidió el Sumo Sacerdote—, el Rey
aguarda nuestra llegada.
>>Para comenzar, joven Mikar, quisiera explicarte algunas
cosas que te han sido ocultadas hasta ahora por la seguridad del
reino. Ten en cuenta, que tanto si aceptas esta misión como si no,
Neoludán estará en peligro, así que se te ruega nunca divulgues lo
que vas a oír salvo a las personas precisas, como Aboth y yo.
—Entiendo, Divinidad —Mikar empezaba a ponerse nervioso de nuevo,
ese asunto empezaba a parecer demasiado trascendental.
—Bien. ¿Qué sabes de la Guerra de los Señores? —Que fueron hace
sesenta años, en el 6280. Se produjo un conflicto
armado entre las tierras del Emperador y los países del sur, o sea,
Sodobia, Erradia y Neoludán. Tras perder la mayor parte de las
batallas, el por entonces rey, Atlus I, hizo una incursión a las
tierras que hay detrás del Gran Río y acabó con el Emperador en un
ataque sorpresa. Resumiendo, es esto lo que dicen los libros.
—Es una historia parecida, desde luego, pero no es exacta a la
verdad, joven hechicero. No quiero decir que no hayas estudiado los
libros de historia, porque en ellos se refleja así. Incluso yo,
hasta que no fui quien ahora soy, no tuve acceso a la verdad. Deja
que te ponga al corriente.
>>Como bien has dicho, Erradia, Sodobia y Neoludán nos unimos
con el fin de acabar con el Emperador. Durante casi quinientos años
había estado tranquilo, nunca había intentado cruzar el Gran Río, y
fue un periodo de paz para nuestros pueblos, un periodo en el que
sin querer nos dormimos un poco, pensando que no tendríamos que
soportar más conflictos bélicos contra un gran enemigo. Se descuidó
el arte de la guerra, manteniéndolo únicamente unos pocos. Nos
concentramos más en la economía, en levantar templos, en invertir
muchos esfuerzos en los campos para que sus producciones fuesen tan
óptimas como para guardar alimento para tiempos peores… La
magia
empezó a ser utilizada como arte y poco a poco los magos de la
guerra fueron relevados a funciones de seguridad u otras
actividades como ayudar a magos beth con sus construcciones o sus
estudios.
>>No era una mala política, sino simplemente algo
descompensada. Mientras, detrás del Gran Río, el Emperador afilaba
sus espadas, preparaba a su pueblo contra nosotros y entrenaba a
sus magos en la guerra, incluso a aquellos que no servían para
ello. Hasta que se vio listo, entonces cruzó el Gran Río y empezó a
atacar Sodobia, la cual no pudo oponer gran resistencia ante unas
huestes tan bien organizadas. Neoludán mandó tropas hacia la
batalla, y Erradia hizo lo mismo. Los tres reinos sabíamos que,
aunque no coincidiésemos en política, unirnos sería el único modo
de no sucumbir. Sin embargo, ni siquiera así nos vimos capaces de
enfrentarnos al Imperio de igual a igual.
>>El Emperador, muy hábilmente, había dividido su ejército en
cuatro algo menores, cada uno dirigido por un mago muy poderoso,
ducho tanto en el arte de la magia como en el arte de la
espada…
—Un mago negro —dijo Mikar para sí en voz alta, sin pretenderlo.
—Sí —dijo el Sumo Sacerdote, algo sorprendido—. Magos negros se
les
llama. Eran cuatro, uno por cada ejército del Emperador, y no sólo
eran poderosos, sino grandes estrategas, hasta tal punto de
derrotar sin problemas a ejércitos mayores en número. Aquí, por
desgracia, no teníamos ningún mago negro y, aunque sí poderosos
teth, éstos estaban desentrenados y sin experiencia real en
batalla. Nos estaban derrotando.
>>Empero, un día la situación dio un giro inesperado: uno de
estos magos negros se reveló contra el Imperio, enfrentándose a sus
camaradas para hacerse con en el trono de su señor, quebrando las
defensas de sus ex compañeros, los otros tres magos negros, hasta
llegar al mismo Emperador y presentarle batalla. La noticia llegó a
nuestro reino a través de la red de espías que controlábamos, y
Atlus decidió aprovechar la nueva: envió todo el ejército que le
quedaba en una última ofensiva, con él al frente. Sirviéndose del
factor sorpresa sobre sus contrarios, y aprovechándose de lo
ocupado que estaba el Emperador contra la rebelión de su mago
negro, atacó el mismo corazón de las tierras del enemigo.
>>La lucha entre el Emperador y su mago negro era
encarnizada, dejando a ambos ejércitos débiles y vulnerables. Atlus
atacó con fuerza y, aunque no consiguió acabar con la vida del
señor del Imperio, sí lo hizo con el ejército
que éste comandaba. >>Fue una victoria gloriosa, volvió como
un gran monarca, de los más
grandes de la historia de Gejena. Pero se ocultó un dato: la
historia del mago negro traidor. No sé por qué… Bueno, quizás sí lo
sé, quizá fue para engrandecer aún más su figura y que así los
reinos vecinos temieran más a nuestro país y su poder.
Mikar escuchaba con atención y cierta incredulidad. Le costaba
creer que lo que había leído en un viejo libro sin autor fuera
cierto. Y además se trataba una conspiración en la que el mismo rey
Atlus I transformaba la verdad a su conveniencia. En cualquier
caso, no dejó que en su cara se reflejase esa perplejidad.
—Es un resumen bastante completo, sobretodo teniendo en cuenta que
apenas hay escritos sobre esto en la actualidad.
—¿Por qué se me contáis esto, Divinidad? —preguntó Mikar. —Ahora te
será explicado, joven hechicero. Es de vital importancia que
comprendas todo cuanto te cuento, porque anda relacionado con la
situación actual.
>>El Emperador ha vuelto y quiere apoderarse de las tierras
al sur del Gran Río. Sodobia, que es la más cercana a él, ha sido
atacada en su parte norte. Aunque su soberano no quiere admitirlo,
tenemos fuentes de información fiables. Atlus II no quiere que se
extienda el rumor porque provocaría histeria general, y es poco
aconsejable teniendo en cuenta las últimas rebeliones de los
esclavos, que podrían ver como una oportunidad cierta inestabilidad
social. Por otra parte, si bien no se quiere advertir del potencial
peligro que corremos, su majestad sí quiere hacer algo cuanto
antes. Ha tomado una decisión arriesgada pero de la que no le he
conseguido ahuyentar, así que hay que acatarla lo mejor posible.
Esta decisión es la siguiente: quiere enviar a un pequeño grupo de
personas a un punto del país para realizar un acto que según él
cambiará los designios de la guerra a nuestro favor.
—“¿Qué acto es ése?” Te estarás preguntando —dijo Aboth. Mikar
asintió con la cabeza.
—Sí, aunque disculpad esta pequeña desviación, Divinidad, pero no
entiendo qué tengo que ver yo en todo esto. Por vuestras palabras
intuyo que debo integrarme en ese grupo, pero apenas soy un
aprendiz, no comprendo…
—No comprendes por qué a alguien tan “insignificante” como tú se
le
pide esto —dijo el Sumo Sacerdote con tranquilidad—. Te lo
explicaré: el Rey no se fía de nadie, hay indicios de que nobles
importantes en el país están contribuyendo de alguna manera a la
guerra, asociados al Emperador. Confiar en cualquier hechicero o
mago podrían traer la destrucción al reino. Él, sin embargo, confía
en mí, y me pidió que yo reclutara personalmente a parte de la
escolta que realizará esta importante misión, y, más concretamente,
que eligiera a un sacerdote, a un hechicero y a un chamán. Por
contra, confiar en un chamán resulta harto peligroso, pues como ya
sabrás son una orden retirada de la sociedad y que evita el
contacto directo. Así que hablé con mi amigo Aboth respecto al
problema y él me dio una solución. Al parecer, conocía a un joven
aprendiz que tenía el don de Leer el Aura, al igual que los
chamanes. Entonces pensé en matar dos pájaros de un conjuro, como
se suele decir, y convertir a ese joven en hechicero, habilitándole
en funciones de chamán. Además, si Aboth confía en ti, yo también
lo hago.
Mikar ahora sí que estaba de piedra. Le habían sido contestadas
demasiadas preguntas de golpe y todo empezaba a encajar como en un
buen puzzle.
—Ahora eres hechicero —continuó Su Divinidad—, también puedes
utilizar tus poderes como chamán, sólo me faltaba el sacerdote, al
que también encontré. Espero haber aclarado tus dudas respecto a
este tema, sin tienes alguna pregunta más…
—No —dijo Mikar. Pensó un momento su respuesta y la corrigió
rápidamente—. No, Divinidad.
—Bien. —Querrás saber algo más sobre ese viaje —le sugirió Aboth a
Mikar.
Antes de dar una respuesta, el Sumo Sacerdote continuó
explicándose: —Es un viaje al norte de Neoludán, a una aldea
desconocida para la
mayoría, pero que el Rey y la iglesia tenemos bajo nuestra mirada y
protección desde hace sesenta años. La aldea fue fundada con el
nombre de Sevepth, y está compuesta por diez magos, veinte
hechiceros y un sacerdote. Es un número de magos muy grande para
una simple aldea, ¿verdad? Lo cierto es que son necesarios puesto
que allí guardamos algo muy importante.
Mikar escuchaba con expectación. Estaba seguro de que le contarían
algo así como que en esa aldea se custodiaba una espada sagrada
como las de las leyendas, de esas que escupían fuego u otorgaban
fuerza infinita a quien la
poseía. —Allí, prisionero de un fuerte conjuro, se encuentra el
mago negro que
hace sesenta años se reveló contra el Emperador, el único mago
capaz de volver a medir sus fuerzas contra las de ese dictador.
Según ha planeado el Rey, le controlaremos hasta que destruya al
Emperador, aunque yo no estoy tan seguro de que sea una tarea tan
sencilla como nuestro monarca augura. Liberar a un ser tan poderoso
puede acarrear muchos problemas.
—Ni siquiera sabemos los motivos exactos por los que traicionó al
Emperador —dijo Aboth—, por tanto, desconocemos qué aspiraciones
puede albergar ese ser. Habrá que mantenerle cautivo mediante
distintos conjuros hasta que deje de servirnos.
—El caso es… No, la pregunta es la siguiente: ¿aceptas la misión?
Sé que no puedo obligar a nadie, pero sí he de recordarte que una
negativa pone en peligro directo al reino, y eso incluye a todos
sus habitantes. Si te preocupa el peligro, eso no es un
inconveniente, pues irán con vosotros dos grandes magos teth y un
Caballero de la Luz.
—¿El príncipe Gevurah? —preguntó esperanzado Mikar, sin disimular
su admiración por el célebre personaje.
Su Divinidad miró a Aboth, el cual asintió. Mikar comprendió que
ocurría algo.
—El príncipe Gevurah ha desaparecido. Se dice, incluso, que ha
podido ser raptado por el enemigo. El Rey no quiere dar la alarma
para no preocupar al pueblo, ya sabes de la popularidad de que goza
entre todos y su pérdida tendría una repercusión social
importante.
La ilusión dio paso a la confusión en el rostro del joven. No podía
creer que el ídolo nacional estuviese perdido, y mucho menos cuando
la situación del país era tan delicada. Mikar contempló al Sumo
Sacerdote y a su amigo Aboth en silencio, percatándose de que
querían y necesitaban una respuesta rápido.
—Sí, acepto, Divinidad. Si es solo un pequeño viaje para llegar a
ese mago negro…
—Perfecto. Ahora debemos ir a ver a Atlus II, que seguro estará
impaciente por hacer partiros enseguida.
Los tres se levantaron. Fue entonces cuando Mikar comprendió lo que
acababa de hacer. Sintió cierto pánico, pero trató que su rostro no
desvelara el miedo que lo atenazaba.
Recorrieron parte del palacio en unos pocos minutos, hasta llegar a
una
antesala donde se solían celebrar reuniones importantes entre el
Rey y sus consejeros. Era gigantesca, de unos veinte metros de
largo por diez de ancho. Su parte central la ocupaba una mesa de
cristal rojo, haciendo juego con el color de la pared. Tenía una
ventana, justo frente a la puerta de entrada, aunque ésta no daba
demasiada luz y habían colocado esferas de luz mágicas repartidas
estratégicamente para que no hubiera ninguna sombra en la
estancia.
Cuando Mikar entró en la sala, en ella sólo había un joven que
rondaría más o menos su edad. Llevaba una túnica blanca, como el
Sumo Sacerdote, y en ella bordada en oro el signo de la
iglesia.
—Éste es Luca —dijo el Sumo Sacerdote, haciendo las presentaciones
oportunas—. Es aún un diácono, pero es un alumno avanzado, pues a
su edad normalmente no se ha pasado de iniciado.
Mikar saludó al diácono con la mano, el cual, al ver ese saludo tan
informal se quedó algo turbado. Fue entonces cuando Mikar
comprendió: el diácono veía en él a un hechicero y no a un aprendiz
a causa de sus ropas, lo que le volvía en jerárquicamente superior
a él.
—Es un honor, hechicero —saludó Luca inclinando su cabeza. —No hace
falta que hagas eso —pidió Mikar—, soy de tu misma edad y
no soy merecedor de tal saludo. Luca lo miró con cierto
escepticismo, inseguro de cómo tratar a alguien
que estaba, jerárquicamente hablando, por encima de él, pero se
negaba a aceptarlo.
Mikar creyó ver una media sonrisa en los labios de Aboth y en los
del Sumo Sacerdote, aunque no los miró directamente, sino que
prefirió observar el suelo.
Entraron en la sala dos personas. Luca y Mikar dieron un respingo,
pensando que podía tratarse del Rey, pero se encontraron con dos
magos y un Caballero que enseguida fueron requeridos por el Sumo
Sacerdote. Según se acercaban, Mikar intentaba estudiarles sin
mirarles directamente. De los dos magos, sólo se podía ver el
rostro de uno, pues el otro era un Guardián y estaba oculto tras su
túnica y su capucha negra. Al andar parecía que flotase
en vez de mover los pies, algo típico en los Guardianes, y su cara
o gestos no eran visibles a causa de las sombras que producía su
funeraria vestimenta. El otro mago, al menos, no era un misterio.
Era alto, grande y ancho, de facciones angulares y mirada de
asesino. Su pelo, corto, brillaba según le diese la luz de la
habitación gracias a reflejos rojos y naranjas. Llevaba una capa
negra, lo que indicaba que era, al igual que Aboth, un mago de la
guerra, y de rango superior a éste, pues en vez de llevar bordada
en su capa una espada, llevaba dos. El tercer hombre era un
Caballero de la Luz. Se podía ver por dos cosas: una era su capa
roja y la otra era su espada plateada colgándole del cinturón. Su
cabello era rubio y tan largo que le llegaba casi hasta a la
cintura. Tenía una pose orgullosa y se movía con el estilo habitual
de alguien acostumbrado a portar un arma en su cadera.
Los dos magos y el caballero hicieron las respectivas reverencias
pertinentes al llegar al Sumo Sacerdote. Mikar pudo ver cómo el
mago teth dedicaba una mirada de desprecio a Aboth, el cual
permaneció impasible ante la misma.
—Éste es el momento de las presentaciones —dijo su Divinidad—. Aquí
están los jóvenes aventureros: Luca el diácono y Mikar el
hechicero, que también representa a la orden de los chamanes. Y
aquí los más experimentados en estas lides: el mago Guardián
Hifrid—Bon, el mago teth Brodok y el Caballero de la Luz
Alban.
Mikar y Luca hicieron tres reverencias, una por cada uno de los
presentados.
—Me alegro de conoceros —dijo el Caballero Alban en tono
diplomático pero amable—. Es un placer ser acompañado por un
miembro de cada orden, sobretodo de las vuestras, ya que no estáis
acostumbrados a sobrellevar este tipo de misiones. Espero que si
tenéis alguna duda o problema me lo hagáis saber.
—Sois muy considerado, caballero Alban —dijo Luca con una nueva
reverencia.
El Guardián no dijo nada, se limitó a apartarse a un rincón donde
intentaba permanecer inadvertido. Mikar supuso que era la costumbre
de una orden donde lo más importante era estar oculto. El otro
mago, Brodok, miraba con cierto enojo a Aboth, el cuál no le
dirigía ni una simple mirada.
La puerta se abrió. Esta vez sí era el Rey. Entró flotando y al
penetrar en la sala se elevó hasta casi tocar el techo. Le
acompañaban su hija mayor
Atiana y su hijo menor Garush, que se colocaron tras él. Como era
costumbre en la corte, cuando el Rey se presentaba, cada presente
debía ocupar una posición, que era relativa a la jerarquía del
reino. De esta manera, el segundo más importante de allí, el mago
Brodok se elevó pero quedando por debajo del Rey, luego, un poco
más abajo se colocaron Aboth y el Guardián Hifrid, y en el suelo,
sin volar, primero el Caballero Alban y detrás el hechicero Mikar y
el diácono Luca. El Sumo Sacerdote estaba aparte, era la única
persona que no tenía por qué presentarse al Rey debido a su
posición, a no ser que éste lo exigiese.
—Todo el mundo al suelo —pidió su majestad. Todos dejaron las
alturas y volvieron a posar sus pies sobre el suelo de mármol.
Después lo hicieron los príncipes y por último el monarca.
—Tomad asiento —indicó el príncipe Garush. El Rey tomó el suyo,
después lo hicieron sus dos hijos y, por último, los
demás se repartieron los asientos que quedaban libres, dejando a
Mikar y a Luca los más apartados. Las sillas eran de cristal, como
la mesa, e incómodas, aunque nadie dijo nada, ni siquiera cuando el
Rey hizo aparecer un par de cojines bajo su real trasero mediante
magia.
—¿Estamos todos? —preguntó el Rey al Sumo Sacerdote. —Sí, majestad,
todos. —Bien. Señores, aunque no he exigido una presentación
oficial, me
gustaría que cada uno hiciese una personal, para saber a quién me
dirijo. Atlus II miró a su derecha, donde estaba el mago de la
guerra Brodok. —Yo, majestad, soy el mago teth Brodok,
perteneciente a la casa de los
Midor, del sur de Neoludán. El Rey asintió complacido, aunque ésta
primera presentación había sido
un acto puramente protocolario, pues conocía a Brodok de toda la
vida y había sido él mismo quien lo había convocado.
—Yo, majestad, soy el mago teth Aboth, perteneciente a la casa de
los Midor, del sur de Neoludán.
Mikar se sorprendió. Así que Brodok y Aboth eran de la misma
estirpe, o sea, familiares. Se preguntó el por qué de esas miradas
de Brodok a Aboth.
—Yo, majestad, soy el mago Guardián Hifrid—Bon, de la casa de los
Bon del este de Neoludán.
—Yo, majestad, soy el Caballero de la Luz Alban Seda, perteneciente
a la casa de los Seete, en la misma Logoth, capital de
Neoludán.
El Sumo Sacerdote no dijo nada, por lo que la mirada del monarca se
dirigió hacia Mikar, el cual se atragantó con las palabras en un
principio.
—Yo, majestad…, soy Mikar, y… soy apren… Hechicero, y no pertenezco
a ninguna casa noble.
El Rey lo miró durante un instante con cierta curiosidad, pero
enseguida abandonó su atención hacia él y la centró en Luca.
Brodok, sin embargo, no perdió de vista al hechicero.
—Yo, majestad, soy el diácono Luca, y tampoco pertenezco a casa
noble. El Rey les echó una rápida mirada a todos de nuevo y se
acomodó en el
asiento, como si no cogiera bien la posición. Mikar, sin embargo,
apenas podía moverse, casi ni respiraba por miedo a
que se fijasen en él o le dijesen algo, sólo mantenía los ojos muy
abiertos mientras miraba al Rey con tanta atención que parecía
estar algo loco.
—Bien, señores. Creo que deberíamos tener unas presentaciones
completas, así que haré lo propio con mis hijos. Aquí, a mi
derecha, está mi hija mayor Atiana. A su derecha, está mi hijo
menor Garush, príncipes de Neoludán.
Mikar desvió su mirada del Rey para observar a los príncipes.
Atiana era una mujer de unos treinta años, aunque muy bien cuidada.
Tenía cierto aire de majestuosidad que sólo la realeza poseía, y al
hechicero le pareció ver en ella una mirada inteligente que daba
algo de miedo. Luego estaba el príncipe Garush, de unos dieciocho
años y maliciosa mirada, aunque no tan despierta como la de su
hermana. Se mostraba superior a todos los presentes con su pose y
su expresión, pero Mikar estaba seguro de que era más presuntuoso
que astuto. Luego volvió a mirar al Rey. Estaba algo viejo, con ese
pelo gris cayéndole por los hombros y ese bigote cano y cuidado,
pero se le veía en forma y de alguna manera poderoso. Sus ojos
brillaban, y se veía en ellos un calor intenso capaz de derretir a
quien los mirase un periodo prolongado de tiempo.
—Una vez hechas las presentaciones —dijo Atlus II—, creo que
debemos pasar al tema en cuestión. Por favor, si hay alguna
pregunta durante mi charla, quiero saberlo, no quiero dudas.
>>En principio voy a dar por hecho que ya se les ha aclarado
el propósito principal de esta reunión, así que me ahorraré las
disculpas por haberles hecho venir tan de repente, aunque espero
que comprendan la gravedad de la situación.
>>Sí, son ciertos los rumores sobre el ataque de las tropas
del Emperador al norte de Sodobia, aunque confío en que los
presentes sabrán guardar ese secreto a voces. No tenemos datos
completos, tan sólo sabemos que el ejército que cruzó el Gran Río
era en su mayor parte de centauros y goblins, aunque dirigidos por
magos poderosos. Cómo estas especies esclavas se han vuelto a unir
para formar un ejército aún no lo sé, pero está claro que es el
Emperador el artífice de esta artimaña, al igual que lo fue en el
pasado.
—Permitidme la interrupción, majestad —dijo el Caballero Alban con
toda cortesía—, pero ésas no parecen pruebas suficientes como para
implicar al Emperador.
—Eso es cierto —admitió Atlus II—. Por ese mismo motivo envié a dos
emisarios para cerciorarme de lo que realmente había pasado. Sin
embargo, el soberano de Sodobia negó cualquier clase de ataque a su
reino, por lo que mis hombres tuvieron que investigar más a fondo,
hasta que encontraron cuerpos inertes de centauros enterrados al
otro lado de la frontera. En sus ropas estaba grabado con magia el
signo del Emperador: el alfa y el omega. Mis enviados interrogaron
a los campesinos del norte de Sodobia, los declararon haber
recibido un ataque de centauros y goblins que se erigían en nombre
del Emperador. Por lo visto, no era más que un grupo de asalto,
quizás para calibrar las fuerzas del enemigo, ya que, aunque
vencieron, se retiraron enseguida a la orden de sus magos.
>>Creo que con este relato no quedan dudas sobre el
resurgimiento del Emperador. Y si ese despiadado y vil personaje ha
vuelto al mundo con ganas de guerra, habrá guerra, y nuestro deber
es ga