LA MUSICA COMO
VOZ CALLADA EN
«LA REGENTA»: UN RASTREO LEXICO
Laureano Bonet
Si rechazamos planteamientos historicistas un tanto esquemáticos, podríamos considerar el romanticismo como un nervio sensitivo que cruza buena parte del
siglo XIX, siglo en- el que alcanzan primacía un exacerbado emocionalismo y una fruición de la obra artística, desgajada en lo posible de las normas racionalistas. El realismo -que triunfa en Europa a partir de los años cincuenta- no representaría, así, una mera suplantación de la sensibilidad romántica, sino, por el contrario, un castigo estético que no logra acallar por completo a aquélla: tal sería, por ejemplo, la tesis que desarrolla Edmund Wilson en su famoso Axel's Castle (1). En este sentido, el romanticismo volvería a arder, mucho más espiritado, en un Baudelaire -bajo la llama ejemplar de E. A. Poe- y, algunos años más tarde, entre los simbolistas y decadentistas finiseculares, el fuego poético ya azuleado y enfermizo. En suma, la imaginación romántica -por citar el no menos celebérrimo título de C. M. Bowrabullirá a lo largo de la pasada centuria, a veces visible y triunfadora, otras veces, por el contrario, escondida y humillada: tentación anti-intelectualista de la que, por cierto, sería muy consciente Emile Zola y, por fortuna, no totalmente reprimida en su quehacer literario.
Richard Wagner planteará en alguno de sus opúsculos esta tesis de un siglo XIX protagonizado por el romanticismo -o los sucesivos romanticismos- y en el que la música ejemplificaría, precisamente, el avivamiento de las emociones, los sentimientos, en exceso desecados, hasta entonces, por la palabra, más y más corrompida, a su vez, por la razón. Escribe, por ejemplo, el creador del Tannhiiuser que, en la cultura europea, «la lengua del hombre» se ha abstraído hasta tal punto que las palabras sólo conservan ya «una significación convencional». Por el contrario, «el sentimiento humano se ha exaltado y ha buscado una salida que le permitiese seguir las leyes de la lengua que le es propia y expresarse de un modo inteligible, con entera libertad y plena independencia de las leyes lógicas del pensamiento». Ello explica que la música, la voz más pura del alma, haya alcanzado una tal «prodigiosa popularidad [ ... ] en nuestra época» -concluye Wagner-, respondiendo así «a una necesidad profundamente sentida de la humanidad» (2). La solución que, acto seguido, propone Wagner para purificar la palabra poética mediante el lenguaje musical -so-
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lución que tanto deslumbró, por cierto, a Baudelaire- entrañaría una mezcla entre ambos géneros artísticos, con el resultado del brote de una literatura musicalizada y, a la vez, de una música literaturizada, matrimonio en el que, sin duda, saldría ganando la primera.
La música entendida como la encarnación más nítida de las emociones humanas se convirtió, a la larga, en un tópico que gozaría de muy buena salud en los salones ilustrados de la burguesía decimonónica. Esa idea había sido ya acuñada en 1819 por Schopenhauer al sostener que «la música es la lengua del sentimiento y de la pasión, mientras que las palabras son la lengua de la razón» (3). De ahí que, en 1857, Baudelaire compare el poderío brumoso del lenguaje musical a un mar entenebrecido cuya presunta oscuridad -tan alejada de la luminosidad del discurso abstracto- excita emocionalmente al poeta que, como un «vaisseau qui souffre», siente vibrar en sí «toutes les passions» (4). Espontaneísmo expresivo e ingravidez nocturna (o misteriosa): ambos rasgos, repito,
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impregnarían profundamente a los diversos romanticismos del pasado siglo en su perenne búsqueda de un pathos sensitivo que hoy se nos antoja algo discutible, dada nuestra desconfianza ante la presunta inocencia de la 'sinceridad' poética. Entendemos así que Richard Wagner -contraponiendo, no sin cierta rigidez, intuicionismo y racionalismo- indique que la palabra es incapaz de capturar, y recomponer, los estados anímicos, mientras, por el contrario, la música, «órgano puro del sentimiento», expresa «aquello que para el lenguaje compuesto de palabras resulta inexpresable», esto es, «lo inexpresable por antonomasia» desde un punto de vista lógico (5).
Adentrándonos ya por el terreno de la literatura huelga casi recordar que esa poderosa inconcreción de la música ha intentado ser capturada por los escritores mediante un racimo de imágenes altamente sensoriales. El sonido musical, por ejemplo, será recompuesto verbalmente con metáforas olfativas (el perfume), gustativas (lo dulce), ópticas (lo nebuloso) y táctiles (lo cálido), de modo aislado o mediante combinaciones sinestésicas. Por otro lado, a la música se la emparejará -subrayándose su vigor emocional- con la mássutil, e inefable, experiencia religiosa, es decir, elsentimiento místico, en el que el sfumato psíquicoes ya completo. En algunos novelistas, además-recordemos a Marce! Proust- la sucesión temporal de los sonidos, o melodía, propiciará el nacimiento de imágenes espontáneas, subconscientesincluso, y no controladas, en fin, por el gélido ojode la razón: una de las claves, por cierto, delmonólogo mental. El propio Schopenhauer constataría el hecho de que la imaginación es «despertada con suma facilidad por la música» y, a causade ello, intentamos espontáneamente «materializar este mundo de los espíritus, invisible e inanimado, qu_e nos habla con gesto tan imperioso.Nuestra fantasía se esfuerza en darle carne y hueso,es decir, en encarnarlo con alguna imagen» (6).
Los recursos estilísticos citados en las últimas líneas -dirigidos, insisto, a sensorializar en lo posible los contenidos semánticos de la palabra- son fáciles de detectar en el arte narrativo de Leopoldo Alas, por paradójico que ello parezca en un
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escritor simpatizante del naturalismo, la tendencia literaria del pasado siglo más cercana, sin duda, a una visión racionalista de la vida, purgada al máximo de ingredientes románticos. Es posible que en el autor asturiano prendieran tanto las ideas de Schopenhauer sobre la música como algunos planteamientos de Wagner. Sería conveniente -a fin de confirmar tal hipótesis- un cuidadoso rastreo de dichas huellas en su obra narrativa y periodística.
En Nueva Campaña tenemos, por ejemplo, una valiosa alusión al filósofo alemán, cuyo planteamiento ético y estético del fenómeno musical asume nuestro autor, contraponiéndolo a la actitud hostil de Zola ante este arte (¿fruto de su racionalismo literario?), que rechaza tajantemente. Confiesa Clarín que «yo, partidario de Zola en muchas cosas, no le sigo en su guerra a la música, y en esto me acerco a Schopenhauer, al cual la música le hablaba de un mundo bueno que no había, pero que debía haber» (7). Es mucho más precisa, sin embargo, la referencia a Wagner, y ello en función de la problemática encerrada en el presente artículo. En el hermoso relato Cambio de luz, publicado en 1893, sugiere precisamente Leopoldo Alas el ya citado enfrentamiento entre la presunta claridad racionalista (aquí plástica, visual) y la vía del conocimiento inefable, brumoso, encerrado en la música. Hablando del protagonista de dicho cuento, en trance, hecho significativo, de perder la visión ocular, escribe nuestro autor que «Muchas veces [Jorge Arial] hacía que su hija le leyera las lucubraciones en que Wagner defendió sus sistemas, y les encontraba un sentido muy profundo que no había visto cuando, años atrás, la leía con la preocupación de crítico de estética que ama la claridad plástica y aborrece el misterio nebuloso y los tanteos místicos» (8).
Si para una mentalidad romántica, repito, la música es el estuche del sentimiento, podría resultamos útil seleccionar algunos de los momentos 'líricos' en La Regenta, momentos siempre intensos -psicológicamente hablando- y construidos con los recursos retóricos antes anunciados. Se trata de secuencias narrativas, algunas de singular belleza literaria y otras, por el contrario, algo marchitas para nuestro gusto actual, quizá porque hoy no podemos rechazar ya la lección de Igor Strawinsky de que los llamados contenidos emocionales de la música son, de hecho, «una ilusión y no una realidad» (9). Nos hallamos, en suma, ante retazos léxicos que encierran disparos rememorativos hacia atrás o súbitos remansos anímicos, en los que se mezclan el amor humano y el
amor divino. Voy a subrayar, pues, el papel 'semántico' que el lenguaje de los sonidos ejerce en La Regenta, dicho sea con el término propuesto por Mario Damonte (10). El crepitante sensorialismo que desprende esta función expresiva de la música vendría, sin duda, justificado por el propio temperamento, tan excitable,- de Ana Ozores: «¡Esa imaginación, Anita, esa imaginación!», le recrimina Fermín de Pas en alguna página (11). Sería fácil establecer, por otro lado, un sistema semiológico de sensaciones cutáneas en nuestra heroína que actúan a modo de respuestas aún inconscientes ante el entorno social, humano; demostración de que el sensorialismo como recurso literario está profundamente psicologizado y es -contra lo que creyera Ferdinand Brunetiere ensus críticas a los simbolistas- mucho más que unsimple gemido animalesco: lo frío, lo húmedo, loviscoso, como signos del desajuste emocional deAna e indicio de su progresiva desintegración.
Seleccionemos, por ejemplo, algunos breves fragmentos de la misa del gallo, en los que sobresale ya una notable fusión de elementos sensoriales, rememorativos y religiosos a partir de un determinado estímulo musical. El órgano de la catedral de Vetusta, que toca aires populares, endereza el pensamiento de Ana hacia viejos recuerdos en los que se mezcla, dato revelador, los aromas campestres y la efusión mística -nuevo perfume, anota Clarín-, hasta que, finalmente, las ensoñaciones se desvanecen en este proceso fantasioso avivado por una sensación auditiva: el «pensamiento [ de Ana] al remontarse se extraviaba y al difundirse se desvanecía ... » (12). Los contenidos semánticos de disolución, movilidad memorística, irracionalismo, tristeza lírica, son, así, visibles. Piensa, por ejemplo, Ana que «en la música del órgano había recuerdos del verano, de las romerías alegres del campo, de los cánticos de los marineros a la orilla del mar; y había olor a tomillo y a madreselva, y olor a playa, y olor arisco del monte, y dominándolos a todos olor místico, de poesía inefable ... » (13). Un dato tipográfico revelador de esa disolución anímica que parece evadirse ante el asedio conceptual -así lo atestigua el lexema inefable- lo constituirían los puntos suspensivos, sugeridores del propio reblandecimiento del discurso lingüístico. Y añade significativamente el narrador, ahora situándose fuera de la intimidad psíquica del personaje: «[Ana] apenas pensaba ya, no hacía más que sentir» (14), nuevo indicio de la impotencia de la palabra por capturar el estado psíquico, tan vaporoso, tan musical, de la heroína.
Al término del oficio religioso, sin embargo, las rememoraciones de Ana se encarnarán ya en imágenes más profanas. Escribe efectivamente Clarín que «El órgano se despedía de los fieles con las mayores locuras del repertorio; un aire que Ana había oído por primera vez al lado de Mesía, en la romería de San Blas, aquel mismo año ... Cerró los ojos, que se le habían llenado de lágrimas ... » (15).
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El propio personaje será consciente de la fuerte emocionalidad que segregan tales evocaciones (y así lo confirman voces como sentimental, sagrada, dulce, entrañable): «Se hacía [nuestra heroína] sentimental, tierna, evocaba recuerdos, la autoridad de los recuerdos, que era siempre cosa sagrada, dulce, entrañable ... » (16). Finalmente diríase que Ana, vuelta al presente, controla ya esa movilidad de las imágenes, control empapado ahora de una sensación de gelidez -siempre el frío como síntoma de desazón en nuestro personaje-: «Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellas imágenes importunas y pecaminosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvo ella frío y casi casi miedo a la sombra de un confesionario en que se apoyaba» (17). Es revelador, aquí, el sintagma imágenes importunas, alusivo al antes mencionado cinematismo de los ensueños avivados por la música del órgano.
Veamos, acto seguido, otro ejemplo. A mitad de la Cuaresma vuelve Ana Ozores a frecuentar el templo, en pos de una «nueva piedad», en la que «los sentidos» tengan ahora papel relevante (18). La música también actuará aquí como estímulo en la búsqueda -a través del recuerdo más y más aguzado- de una primitiva fe, al parecer perdida. Nos encontramos, otráwez, con términos ya familiares, aunque ahora imperen aquellos que desprenden una semasia de índole religiosa: así lo atestiguan vocablos como emociones, fe, piedad, o sintagmas como arrullo maternal, esperanzamística... Obsérvese, sin embargo, el crecientevigor de los ingredientes irracionales en ese nuevoestado anímico: el sentimiento religioso se funde-en permanente añoranza de un regazo maternoque atempere la orfandad psíquica de Ana- conemociones dulces y, sobre todo, calientes, es de0
cir, impregnadas de un poderoso sensorialismogustativo y térmico. Al comienzo de esta secuencia léxica tenemos, además, otro sintagma decisivoque subraya notablemente la aureola meta-conceptual de la música: misteriosa vaguedad delcántico sagrado. Gracias a las huellas emocionales provocadas por el sonido musical -que apenas
cristalizan en figuraciones fantasiosas- brota, en resumen, la experiencia religiosa como fenómeno no racional, como sensorialidad excitada al máximo; vivencia tan ingrávida que, en el mismo texto, se 'musicaliza' al máximo (repárese en los hilos sémicos que unen los sintagmas melodías del órgano con arrullo maternal). Estas importantes líneas, en fin, rezan así: «Buscó [Ana] el olor del incienso [ ... ] , la misteriosa vaguedad del canto sagrado que, bajando del coro nada más, parece descender de las nubes; las melodías del órgano que hacía recordar en un solo momento todas las emociones dulces y calientes de la piedad antigua, de la fe inmaculada, mezcla de arrullo maternal y de esperanza mística (19).
La visión de la música como propiciadora de un ánimo melancólico que limpia, purifica, espiritualiza, se acentúa aún más en los últimos párrafos del presente episodio. Escribe, por ejemplo, el autor, destacando este carácter catártico del sonido musical: «Cantaba todo el pueblo y el órgano, como un padre, acompañaba el coro y le guiaba por las regiones ideales de inefable tristeza consoladora de la música» (20), texto, diríase, que confirma las palabras de Clarín antes citadas sobre Schopenhauer, en las que la difuminación idealizan te parecía vencer -al menos momentáneamente- a la ideología racionalista de índole naturalista. Un poco más tarde, sin embargo, la música deja de ser apaciguadora de los sentimientos para soliviantar, ahora, la fantasía de Ana, hasta alucinarla. Comienzan los fieles a cantar el Stabat Mater y esta pieza de Rossini -escribe Leopoldo Alas- «exaltó más y más la fantasía de Ana; una resolución de los nervios irritados brotó en aquel cerebro con fuerza de manía: como una alucinación de la voluntad. Vio, como si allí mismo estu-
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viese, la imagen de su resolución: 'sí. .. ella ... , ella, Ana, a los pies del Magistral, como María a los pies de la Cruz» (21).
Pero veamos ahora un nuevo texto, situado ya en las últimas páginas de La Regenta, y texto, por cierto, de singular tensión dramática. Nuestra heroína vuelve a la catedral, su «patria» (22), en lo
que será el postrer viaje a este recinto, viaje que culminará con su desmoronamiento psíquico o, por lo menos, en su más desazonante humillación. Cree ella que el paisaje pétreo del templo le habla a través de sus propios recuerdos. Y, hecho revelador, el aroma de la catedral -que impregna impalpable, silencioso, las entrañas anímicas de Ana Ozores- es metaforizado como música sorda ... Esta asociación de imágenes antitéticas -mediante un oxímoron que, a la vez, fuerza la ensambladura 'ilógica' entre ambos términos y nos traslada a una zona connotativa lindante con la más pura emocionalidad- potencia considerablemente el clima de intimismo, refinamiento, misterio. Música etérea, en efecto, que parece callada, apenas perceptible y distante del lenguaje lógico, si bien sensorialmente poderosa, gracias a su propia incorporeidad conceptual. Escribe Clarín: «Aquel olor singular de la catedral, que no se parecía a ningún otro, olor fresco y de una voluptuosidad íntima, le llegaba al alma [a Ana], le parecía música sorda que penetraba en el corazón sin pasar por los oídos» (23). Hallamos aquí, en fin, una nueva mezcla metafórica entre el perfume y la música, mezcla ahora tan extremadamente sensorial, que la propia música como sonido o percepción auditiva será destruida, recayendo todo el peso semántico en el propio perfume que exhala la catedral de Vetusta: la música se ensordece, el aroma se musicaliza y -a través de este agujero lógico- el estremecimiento anímico se acentúa al máximo en el personaje, venciendo, en suma, el corazón a los propios oídos. Ni qué decir ha que . el narrador gradúa admirablemente este intenso momento 'idealista' -en el que incluso una realidad física tan sutilizada como el sonido queda disuelta-, contrastándolo con el brutal cierre del relato, agazapado pocas páginas 'después.
Hemos estudiado hasta aquí algunos usos metafóricos -a la postre simbólicos- de la música en
La Regenta. El sonido musical actúa como «elemento catalítico» en la memoria de Ana Ozores -dicho sea con el término que Samuel Beckettaplica a Proust (24)-, despertando imágenes vigorosamente emocionales. La música crea, así, unsacudimiento sensitivo que aviva el despliegue líquido y esfumado de los estados anímicos másíntimos. Pero hay otro rasgo singular que he apuntado también en algún párrafo: es el propio Leopoldo Alas quien parece asumir algunos de loscontenidos idealizantes de la novela y que, sinduda, podríamos achacar al temperamento exaltado de la protagonista. La Regenta, en este sentido, encerraría una cierta, y rica, ambivalencia, sinos atenemos a un riguroso análisis del léxico yhacemos un salto -quizá temerario- desde la intimidad de Ana Ozores a la propia subjetividad deClarín: por un lado, el sueño 'romántico' de laheroína será destruido, incluso pisoteado de manera procaz (la gélida viscosidad que impregna lasúltimas líneas del relato así lo demuestra). Mas sirepasamos, por otro lado, algunos escritos posteriores del autor -y aquí parece avistarse el aforismo flaubertiano de que Emma Bovary c' estmoi- observaremos cómo, con el transcurrir deltiempo, se acentúa en Leopoldo Alas el enfrentamiento, tan típicamente decimonónico, entre lasluces racionalistas y las estremecidas sombrasromán,ticas hasta, a la postre, prevalecer en buenaparte estas últimas: enfrentamiento o, mejor,juego de rechazos e influencias mutuas que quizá,repito, se dé ya en los tejidos internos de la presente novela.
La música -o, mejor dicho, su literaturizaciónconstituye por lo tanto un valioso ingrediente en ese vaivén dialéctico entre creencias opuestas y, posiblemente, indicio del difícil caminar de Clarín hacia los 'jardines' modernistas, a pesar de algunos recelos de índole más bien generacional. Este lento viaje -en el que se va imponiendo una progresiva interiorización lírica- quedaría demostrado, pongo por caso, por el siguiente texto, escrito en 1889 y en el que revolotean sensaciones, imágenes, querencias, atisbadas ya en La Regenta: confiesa el autor que «Rezo a mi modo, con lo que siento, con lo que recuerdo de la niñez de mi vida [ ... ] ; con lo que le dicen al alma la música del órgano y los cantos del coro, cuya letra no llega a mi oído, pero cuyas melodías me estremecen por modo religioso» (25). Y, cuatro años más tarde, encontraremos en Cambio de luz nuevo eco -ahora más intenso- de unas líneas ya conocidas por nosotros, e insertas en el artículo Adon Tomás Bretón, con fecha de 1887: «Un pesimista [ Schopenhauer] ha dicho que la música habla de un mundo que debía existir; yo digo que nos habla de un mundo que debe de existir» (26). Este culto al lenguaje de los sonidos (tan mediatizado por 'figuraciones' extra-musicales) confirmaría ásí, y desde un ángulo imprevisto, el aserto de Yvan Lissorgues de que, frente a la imagen tópica de dos etapas sucesivas en la carrera intelectual·
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de Clarín, una naturalista y, otra, lírica -o neorromántica-, podemos advertir ya la «présence du mystere» en los años juveniles del novelista (27). En fin, la música como tema, resorte narrativo, sortilegio estilístico, tentación soñadora, voz de lo inefable o meditación estética, ejercería un papel de síntoma o, mejor, de test en el quehacer literario de Leopoldo Alas, cada vez más consciente,
· con el paso de los años, de que las 'razones' de larazón son baldías para adivinar algunasde las 'realidades' enmascaradas por lapropia realidad de los hechos y las apariencias.
NOTAS
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(1) Edmund Wilson, Axel's Castle, Charles Scribner'sSons, New York, 1959, especialmente pp. 9-13.
(2) Véase, para estas últimas citas, Wagner, Carta-prólogo·a Dramas musicales, Biblioteca 'Arte y Letras', Daniel Cortezo, Barcelona, 1885, tomo I, p. XXVIII.
(3) Arthur Schopenhauer, Le monde comme volonté etcomme représentation, Félix Alean, París, 1888, tomo I, p. 271.
(4) Baudelaire, La musique, en Les fleurs du mal, OeuvresCompletes, Editions du Seuil, París, 1968, p. 82.
(5) Ricardo Wagner, La poesía y la música en el dramafuturo, Colección Austral, núm. 1.145, España-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1953, p. 88 [subrayado por el autor]. Lenguaje compuesto de palabras, esto es, el «órgano del entendimiento», apunta Wagner en la misma página ... Escribirá significativamente Leopoldo Alas en 1893, comentando La sonata a Kreutzer, de Beethoven: « ... aquel hablar sin palabras ... » (Cambio de luz, cuento citado en nota 8, p. 307).
(6) Op. cit. en nota 3, tomo I, p. 273.(7) Clarín, «A don Tomás Bretón», en Nueva Campaña,
Fernando Fe, 1887, p. 315. Artículo publicado inicialmente en Madrid Cómico, núm. 192; 23 de octubre de 1886. Es curiosa,
por cierto, la confesión del autor de que, en su librería, y junto a los folletos de Wagner, haya, también, alguna obra del «estético austríaco Hanslich [sic] ... » (ibíd., p. 314). Recordemos que Eduard Hanslick esgrimiría en la segunda mitad del pasado siglo postulados firmemente antiwagnerianos, defendiendo, por cierto, un planteamiento formalista de la música más acorde con nuestra sensibilidad actual: planteamiento que, por lo visto, no cala en Clarín. De este crítico es el siguiente ataque a los presuntos contenidos sentimentales del lenguaje sonoro: «La música se compone de series de sonidos, de formas sonoras, que no tienen ningún contenido fuera de ellas mismas ... » (Eduard Hanslick, De lo bello en la música, Ricordi Americana, Buenos Aires, 1981, p. 117).
(8) Leopoldo Alas, Cambio de luz, en Treinta relatos [ed.de Carolyn Richmond], Selecciones Austral, núm. 114, Espasa-Calpe, Madrid, 1983, p. 309. Cuento publicado inicialmente en Los Lunes de El Imparcial, 3 de abril de 1893. El contraste entre la visión ocular -tránsito del conocimiento racionalista, tan típico en una cultura libresca, 'óptica', como la del siglo XIX- y el mundo auditivo de los sonidos indefinidos, vaporosos, es rasgo crucial en este relato, en el que se acentúa almáximo el sesgo religioso, místico, de la música. Escribe elpropio autor sobre las insuficiencias de lo visual o intelectivo(términos que empareja entre sí): « .. .la luz material se quedaen la superficie, como la explicación intelectual, lógica, de lasrealidades resbala sobre los objetos, sin comunicarnos susesencias ... » (ibíd., p. 313). La música, por el contrario, captala esencia enmascarada por la realidad plástica: Schopenhauerhabía escrito, por cierto, que el lenguaje sonoro «expresa Joque hay de metafisico en el mundo físico, la cosa en sí de cadafenómeno» (op. cit. en nota 3, tomo I, p. 274).
(9) Citado por Federico Sopeña, Historia de la música,E.P.E.S.A., Madrid, 1978 [6.ª ed.], p. 111.
(10) Escribe este crítico: «Lasciano da parte, nella suageneralita, il problema del valore semantico della musica ... » (Mario Damonte: «Funcione dei referimenti musicali ne La Regenta, di Clarín», en Omaggio a Guerrieri-Crocetti, Génova, 1971, p. 6).
(11) Leopoldo Alas, La Regenta, Biblioteca de 'Arte yLetras', Daniel Cortezo, Barcelona, 1885, tomo II, p. 65.
(12) Ibíd., II, p. 294.(13) Ibíd., II, pp. 293-294.(14) Ibíd., II, p. 294.(15) Ibíd., II, pp. 300-301.(16) Ibíd., II, p. 301.(17) Ibíd., II, p. 301.(19) Ibíd., II, p. 360.(19) Ibíd., II, pp. 360-361.(20) Ibíd., II, p. 363.(21) Ibíd., II, pp. 364-365.(22) Ibíd., II, p. 585.(23) Ibíd., II, pp. 585-586.(24) Samuel Beckett, Proust, Grove Press, New York, s.a.,
p. 71. Cabe destacar que Marce! Proust -un simbolista rezagado, indica Edmund Wilson- está en la misma onda 'emocionalista' que Clarín: como comenta Samuel Beckett, en el escritor francés inciden notablemente las ideas de Schopenhauersobre el arte musical. Recuérdese en A la recherche du tempsperdu la labor desveladora de viejas imágenes que ejerce lafrase musical de Vinteuil, «aérienne et odorante», en la memoria de Swann (M. Proust, A la recherche du temps perdu,Pléiade, 1954, tomo I, p. 211).
(25) Clarín, «Revista literaria», en Ensayos y Revistas,Fernández y Lasanta, Madrid, 1892, p. 197. Artículo publicado inicialmente en La España Moderna, tomo XI, noviembre de 1889, pp. 161-179.
(26) Op. cit. en nota 8, p. 308. [Subrayado por el autor].(27) Yvan Lissorgues, La pensée philosophique et reli
gieuse de Leopoldo Alas (Clarín). 1875-1901, Editions du CNRS, París, 1983, p. 260. Podemos atisbar ya las simientes de futuros desarrollos metafóricos de la música en algún breve texto clariniano de 1876, aunque sea simplemente lexicalizado. Escribe por ejemplo nuestro autor, hablando del libro Recuerdos de Italia, de Castelar, que éste, «con la música de su palabra nos orienta en el camino de lafantasía ... » [subrayado por L. B.] (Leopoldo Alas: «Castelar. Recuerdos de Italia. Segunda parte», Revista Europea, núm. 141; Madrid, 5 de noviembre de 1876).
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