LA REVOLUCIÓN FRANCESA I (1787-1792)
INTRODUCCIÓN
El siglo XVIII es una época de crisis para los viejos regímenes europeos y para sus
sistemas económicos. Las agitaciones derivadas de esta crisis política y económica del Antiguo
Régimen se traducen en revueltas y en movimientos coloniales autonomistas o secesionistas.
Es el caso de estados Unidos (1776-1783), Irlanda (1782-1784), Bélgica y Lieja (1787-1790),
Holanda (1783-1787)… En conjunto, una oleada de desasosiego político que permite hablar del
final del siglo XVIII como la Era de las Revoluciones democráticas (Hobsbawm), de las que la
Francesa es sólo una más. Por tanto, la crisis del Antiguo Régimen no es exclusivamente
francesa, ni la Revolución Francesa es exclusiva; sin embargo, a pesar de no tratarse de un
fenómeno aislado, es mucho más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas, y tiene
consecuencias mucho más profundas. En efecto, Francia es el estado más poderoso y poblado
(20%) de Europa (exceptuando Rusia); la Revolución Francesa es la única revolución social de
masas, y es mucho más radical que cualquiera de los otros levantamientos; finalmente, es una
revolución que aspira a ser universal, revolucionando el mundo con sus ideas y sus ejércitos.
Por tanto, hay que buscar los orígenes de la Revolución Francesa tanto en las condiciones
generales de Europa (y EE.UU.) a finales del siglo XVIII como en las condiciones particulares de
Francia.
1. DECADENCIA Y CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Sin duda, no es posible abordar el tema de la Revolución Francesa sin antes detenerse
en sus antecedentes. Así que empecemos por el principio: la Francia de finales del siglo XVIII, y,
concretamente, sus aspectos político, social y económico.
1.1. La crisis de las instituciones
En el plano político, Francia es un régimen monárquico absolutista de derecho divino.
Esto significa que el poder, tanto legislativo como ejecutivo y judicial emanan del monarca,
Luís XVI, cuya autoridad es absoluta en todos los sentidos. Ahora bien, el monarca no es un
tirano, sino que es responsable de sus actos y decisiones ante Dios; asimismo, debe respetar
las leyes fundamentales del reino. Representa, al menos en la teoría, el interés común. Es
fuente de justicia; autoridad administrativa; de él emana la legislación; y es el encargado de
declarar la guerra y firmar la paz. Ahora bien, puesto que en la práctica es imposible que una
sola persona ejerza todas estas tareas, el rey cuenta con una amplia burocracia administrativa,
regularizada y perfeccionada desde tiempos de Luís XIV, y con numerosos organismos
autónomos de gobierno que funcionan bajo su autoridad. Hay que señalar que el poder de
estas instituciones intermedias (Parlamentos, Tribunales, Estados Provinciales, Asambleas…)
está muy limitado, gracias a la eficaz centralización monárquica, que debilita enormemente las
autonomías locales. Y esto significa que el buen funcionamiento del sistema se apoya en la
acción personal del Rey. Éste cuenta, además, con agentes que le representan en las
administraciones locales, ejerciendo el poder directamente en su nombre: son los intendentes,
quienes muchas veces cuentan con la hostilidad de la población debido a su función
recaudadora de impuestos. Y por último, están los célebres Estados Generales; pero de ellos
hablaremos más adelante.
Sin embargo, esta Francia que acabamos de esbozar en el plano político dista de ser un
conjunto homogéneo ni siquiera en este nivel. La obra unificadora del reino no está aún
acabada, ni en el dominio provincial ni en el local. El disparatado conjunto de circunscripciones
administrativas tienen unas fronteras imprecisas, y no están en armonía con las necesidades
reales. La justicia consta de un complejo conjunto de instituciones, que multiplican los
tribunales y las apelaciones, generando conflictos de competencia y la eternización de los
procesos, por no hablar de los gastos, excesivos. También el fisco dista mucho de ser eficiente:
se caracteriza por la desigualdad, por la multiplicidad de impuestos generales y locales, que
además no son comunes para todo el reino. Para colmo, estos impuestos no son recaudados
por el rey, sino por terceros, lo cual genera automáticamente problemas de recaudación y
contribuye a la estrechez financiera. En suma, existe una contradicción evidente entre la teoría
de la monarquía todopoderosa y su impotencia real: la estructura administrativa es
incoherente por sus complicaciones; las viejas instituciones se superponen a las nuevas, la
unidad nacional está lejos de realizarse, y los vicios del sistema fiscal, mal repartido, mal
percibido y que recae sobre los más pobres, dinamitan el edificio que sustenta a la corona. Y a
esto se le añade que la personalidad de Luís XVI no es precisamente fuerte. La monarquía no
puede resistir eficazmente cuando el orden social del Antiguo Régimen se hunde y le falta el
apoyo de sus defensores tradicionales.
1.2. La crisis de la sociedad
En cuanto a la sociedad, según Soboul, se haya en una profunda crisis a todos los
niveles.
1.2.1. La aristocracia
La aristocracia, estamento privilegiado pero sin atributos de poder público desde la
Fronda, está en decadencia. En total, se calcula que hay unos 350.000 nobles en Francia, esto
es, apenas un 1,5% de la población. Es sin duda la clase dominante en la sociedad, al contar
además con una serie de derechos feudales sobre sus tierras (20% del reino). Ahora bien, dista
mucho de ser un estamento homogéneo: noblezas de corte, provinciana, de toga… cada una
desempeña ciertas funciones y tiene más o menos posibilidades de participar en la política y
de enriquecerse.
Porque no hay que creer que por el mero hecho de ser noble se tiene dinero. En el
siglo XVIII, el creciente empobrecimiento de la aristocracia la lleva a exigir una aplicación más
estricta de sus derechos tradicionales, especialmente los que conciernen a las rentas, dando
lugar a una violenta reacción. Los nobles tratan de monopolizar los cargos y de incrementar
sus rentas por todos los medios posibles; incluso una minoría empieza a mostrar interés por
las florecientes empresas de la burguesía. Y es que la mala situación de la aristocracia va a
focalizarse en una crítica creciente a la corona, desde todas partes: es el blanco de la oposición
fondista parlamentaria, criticada por los señores liberales y atacada por los hidalgos de
provincias, excluidos. En suma, no hay unidad para defender el sistema que, sin embargo,
garantiza su primacía.
1.2.2. El clero
En lo que al clero concierne, cuenta con unas 120.000 personas, y, al ser otro
estamento privilegiado, detenta importantes privilegios políticos, judiciales y fiscales. Posee un
gran poder económico que radica en el diezmo y en sus enormes propiedades (estimadas
entre 100 y 120 millones). También tiene cierto control sobre la sociedad (sacramentos,
educación, asistencia…). Pero también entre el clero reina una profunda decadencia moral y
un gran desorden; y, por supuesto, está lejos de constituir un conjunto homogéneo. Alto y bajo
clero están en extremos opuestos de la balanza: mientras que los primeros pertenecen a la
alta nobleza, los segundos son de baja extracción, muchos de ellos campesinos. La Iglesia ha
vinculado su suerte a la de la aristocracia; y ésta “se aísla de la nación por su inutilidad, por sus
pretensiones y por su obstinada despreocupación frente al bienestar general”.
1.2.3. El Tercer Estado: burguesía, clases populares y campesinado
Por último, está el Tercer Estado. Este estamento engloba a 24 millones de almas, que
incluyen a las clases populares del campo y de las ciudades. Por supuesto, no son un conjunto
homogéneo; pero lo que les da cierta unidad es su oposición a los privilegios y la reivindicación
de la igualdad civil. Dentro del Tercer Estado, el grupo preponderante es la burguesía, quien
dirigirá la Revolución y sacará partido de ella. Es quien acapara la riqueza y la cultura; aunque
se encuentra en clara minoría con respecto al resto del Tercer Estado. Concentra en sus manos
entre el 12 y el 45% de las tierras, y habita en las ciudades. La burguesía de negocios es activa,
rica y próspera, aupada por la creciente industrialización; muchas veces aliada de la
monarquía. De este grupo saldrán posteriormente los futuros monárquicos constitucionales.
Esta burguesía, al igual que parte de la nobleza liberal, se ve influenciada por las ideas de la
Ilustración que vienen dándose desde finales del siglo XVII y durante todo el XVIII. Al haber
sido ya tratadas en clase, y al ser el objetivo de nuestra exposición centrarse sobre todo en los
aspectos económicos y sociales, junto con algunos políticos.
Entre las clases populares urbanas, por el contrario, reina el descontento, debido a la
propagación del capitalismo, que ha producido una caída general de la renta, con el
consiguiente aumento de las movilizaciones. El grupo más importante en esta categoría es el
de los asalariados, quienes ven sus condiciones de vida agravadas a lo largo del XVIII, tanto por
el aumento de la población urbana como por la subida de los precios, especialmente el del
cereal. Esto genera un desequilibrio de los salarios con respecto al coste de la vida, y una
pauperización de los asalariados. Sus resentimientos se enfocan en parte contra la burguesía,
más próspera, pero sobre todo contra el Antiguo Régimen. La reivindicación esencial del
pueblo está en el pan, cuyo precio no deja de subir en los momentos previos a la Revolución,
como veremos más abajo. Las masas populares, dice Soboul, no tienen puntos de vista
precisos sobre los acontecimientos políticos. Son más bien móviles de tipo económico y social
los que les ponen en acción; y estos motines populares tienen consecuencias políticas.
El campesinado, por su parte, es muy numeroso (más de 20 millones), al ser Francia un
país esencialmente rural, y tiene un papel fundamental en la economía, al estar dominada por
la producción agrícola. El campesinado tiene que soportar los derechos feudales, que pesan
más o menos sobre sus heterogéneos conjuntos. Hay, a grandes rasgos, propietarios
parcelarios y campesinos sin tierras, sin olvidar a los siervos, cuya cifra asciende al millón. La
carga fiscal a la que están sometidos los campesinos es muy dura: impuestos reales,
eclesiásticos y señoriales se superponen, estos últimos agravados además por la “reacción
señorial” de mediados del siglo XVIII. Si a esto se le añade la subida de los precios, el resultado
es que el campesino tiene cada vez menos dinero. En la Revolución, el campesinado será por
tanto un activo reivindicador de la abolición de los derechos feudales y de una reducción del
diezmo; e intentará sacar más partido de la tierra, con la parcelación de las grades
propiedades, lo que generará tensiones en su seno.
1.3. La crisis económica
Soboul habla de un doble problema, político y económico, al que tiene que hacer
frente la burguesía, y por extensión, al pueblo llano. Por un lado, reivindican la división del
poder, criticando la monarquía absoluta de derecho divino, arremetiendo contra su gobierno
despótico y atacando a la nobleza y sus privilegios (reclaman la igualdad civil y fiscal). Por el
otro, el desarrollo del capitalismo implica una transformación del estado. El sistema antiguo-
regimental, perjudicando a la agricultura con el diezmo, la servidumbre y los derechos
feudales, anquilosa la actividad económica, e inhibe el desarrollo del capitalismo. Pero no
puede decirse que los intereses políticos y económicos sean lo único que dota de cohesión a la
burguesía. En efecto, empieza a desarrollar una cierta conciencia de clase marcada por su
oposición a la nobleza y por la influencia de la Ilustración. Sin embargo, no hay que olvidar que
muchos burgueses apoyan al régimen, y son hostiles al cambio. De hecho, casi nadie, en 1789,
piensa acabar con la monarquía. La nobleza desprecia a los campesinos, y la burguesía, a las
clases populares.
En esta situación de decadencia, por no decir crisis, de las instituciones y de la
sociedad, desde la década de 1780 la situación se agrava. Los distintos ministros de finanzas se
suceden, tratando de poner remedio la cada vez más delicada situación económica: o bien
recurriendo al empréstito o bien aumentando los impuestos. La guerra de independencia
americana agrava más aún el déficit: su coste se estima en 2.500 millones de libras (en este
sentido, puede decirse que la Revolución Americana es causa directa de la Revolución
Francesa). En 1788, los gastos son de 629 millones de libras, y los ingresos, de 503 millones. El
déficit se lleva por tanto un 20% de los presupuestos. Pero en 1789, la situación es aún peor: el
déficit devora más del 50% de los gastos. A la guerra americana, se suman los derroches de la
corte (la reina es popularmente conocida como Madame Déficit). La deuda roza entonces los
5.000 millones de libras. En los 15 años de Luís XVI, se ha triplicado.
Recordemos además que Francia es el rival económico de Inglaterra, lo que la lleva a
cuadruplicar su comercio exterior entre 1720 y 1780, además de a la creación de un sistema
colonial dinámico en ciertas zonas. Pero, al contrario que en Inglaterra, el modelo francés no
está orientado hacia intereses capitalistas, de ahí la existencia de un conflicto entre el armazón
oficial y los inconmovibles intereses del Antiguo Régimen, y es ascenso de nuevas fuerzas
sociales, que saben qué es lo que quieren. Ahora bien, en un estado absolutista, muchas de las
reformas exigidas por la burguesía no son aplicables, por lo que se quedan en meros escarceos
teóricos o en débiles medidas incapaces de provocar un cambio en profundidad. Y, como
veremos, en Francia estos intentos fracasan con gran rapidez, puesto que la resistencia de los
estamentos privilegiados es efectiva.
1.4. La imposibilidad del cambio
1.4.1. La rebelión de la aristocracia
Volvamos ahora al déficit: no puede superarse con el aumento de impuestos, que
aplastan a las masas populares, ya agobiadas por el encarecimiento de la vida (los precios han
subido un 65% mientras que los salarios, tan sólo un 22%). En cuanto al préstamo, la
insolvencia de la corona no lo hace viable. La única medida posible para por tanto la igualdad
general ante los impuestos, al ser los dos estamentos privilegiados una base imponible intacta.
Pero para adoptar esta medida es necesario el asentimiento de los Parlamentos, que
defienden a muerte sus intereses privados. El ministro Calonne ya trata en su Plan
d’amélioration des finnances de 1786 de realizar una reforma fiscal, económica y
administrativa, convocándose en 1787 una Asamblea de Notables para ratificar la medida.
Pero los privilegiados defienden sus privilegios, y la reforma es rechazada. La aristocracia se
aprovecha de la debilidad del gobierno y de la crisis gubernamental.
Su sucesor, Brienne, se topa también con el rechazo de los Notables, quienes alegan
falta de autoridad para ratificar las medidas. Así, se trasladan al Parlamento de París, quien se
resiste igualmente. Ante esta reticencia aristocrática, Luís XVI decide promulgar una reforma
judicial que limite el poder de los Parlamentos, y que le deje vía libre para la reforma fiscal, en
1788. Pero la nobleza se rebela, creciendo la agitación que acaba tornándose en insurrección
durante la Jornada de las Tejas y la Asamblea de Vizille, en el Delfinado, en verano. Cada vez
son más las voces que claman por la convocatoria de Estados Generales; y la nobleza no duda
en recurrir a la burguesía e incluso al pueblo llano como apoyo frente a su particular
“revolución” frente a la monarquía. En suma, nobleza y burguesía se alían, unidas por su
oposición a la corona, pero por motivos y con reivindicaciones muy distintos.
1.4.2. Las malas cosechas, el hambre y el paro
Parece, como dice irónicamente Marseille, que el propio cielo está en contra de Luís
XVI: lluvias e inundaciones en 1787; luego sequía; finalmente granizo en verano de 1788
aniquilan las cosechas. El precio del pan se dispara en París, y esto genera hambrunas. El
pueblo, azotado e irritado por el hambre, se ve también afectado por el paro, derivado en gran
parte del tratado comercial franco-inglés de 1786. Éste facilita las importaciones inglesas, lo
que es nocivo para la naciente industria textil francesa. Y para colmo, circulan rumores de
bandas de forajidos que se dedican a asaltar a los viajeros.
Poco a poco, la situación se le escapa al gobierno de las manos: la alianza de los
estamentos, la hostilidad de los Parlamentos, la inseguridad en el ejército, el tesoro vacío, el
hambre del pueblo, el paro… Brienne capitula finalmente ante la rebelión de la aristocracia y
promete reunir a los Estados Generales, que son convocados por una segunda Asamblea de
Notables en 1788 para el 1 de mayo de 1789. En suma, y de forma irónica, la Revolución
Francesa comienza como un intento aristocrático por recuperar los mandos del reino. La
rebelión de la aristocracia prepara la del Tercer Estado. Y cuando éste toma la palabra,
comienza la verdadera revolución.
2. LA REVOLUCIÓN BURGUESA Y LA CAÍDA DEL ANTIGUO RÉGIMEN
2.1. La preparación de los Estados Generales
La convocatoria de los Estados Generales suscita un gran entusiasmo en el Tercer
Estado, que hasta entonces ha seguido a la aristocracia en su rebelión. Pero una vez
conseguida la convocatoria de los Estados, se rompe esta delicada alianza, poniendo la
burguesía sus esperanzas en un rey que aparentemente consiente en recurrir a sus súbditos y
escuchar sus penas. Así, se conforma el Partido Patriota, que se pone a la cabeza de la lucha
contra los privilegiados, una suma de alta y media burguesía con la nobleza liberal y
parlamentaria. Reivindica la igualdad civil, judicial y fiscal, las libertades esenciales y un
gobierno representativo.
Examinemos brevemente esta institución: los Estados Generales les son impuestos a
los reyes desde el siglo XIV; la monarquía absoluta no los abole, pero no los convoca desde
1614. Sus atribuciones son meramente consultativas; generalmente, el monarca les pide que
voten los impuestos, aunque, por otra parte, los podría establecer sin consultarles. En tiempos
de crisis, los Estados se yerguen en tanto que expediente supremo del poder real en tiempos
de crisis.
La primera exigencia del Tercer Estado ante los Estados Generales es la duplicación de
sus diputados. Normalmente, cada estamento está representado por un número similar de
diputados; pero al ser el Tercer Estado ampliamente mayoritario en el reino, es justo que como
mínimo sus diputados sean el doble, para estar en igualdad numérica frente a nobleza y clero.
Frente a esta pretensión se rebela la aristocracia, ya en la segunda Asamblea de Notables. Pero
las reivindicaciones del Tercer Estado no se acaban aquí: también exigen el voto por cabeza, y
no por estamento. Finalmente, el Parlamento de París decide concederles la duplicación de
diputados, pero niega el voto por cabeza, lo cual, en la práctica, deja la situación
prácticamente como estaba.
La campaña electoral se prepara en un gran movimiento de entusiasmo y lealtad hacia
el rey, pero en medio de una grave crisis social (multiplicación de los movimientos populares,
disturbios provocados por la escasez de alimentos, revueltas urbanas…). La “libertad” para
hacer llegar sus quejas promueve la aparición de una gran cantidad de literatura política, que
analiza, critica y rebate el sistema político, económico y social (panfleto de Sieyès: ¿Qué es el
Tercer Estado?). Viene a continuación la elección de los representantes de cada estamento que
serán enviados a los Estados. El reglamento electoral es liberal, y favorece a la burguesía, más
influyente, que acaba copando completamente todos los puestos de la delegación del Tercer
Estado. Al mismo tiempo, se redactan los Cahiers de Doléances, o Cuadernos de Quejas, donde
se recopilan todas las quejas, sugerencias y reivindicaciones de cada estamento.
En suma, puede decirse que los tres estamentos van en contra del absolutismo
unánimemente: reclaman una constitución que limite los poderes del rey, una representación
nacional que vote los impuestos y haga las leyes, el abandono de la administración local a los
estados provinciales electivos, la reforma de la justicia y de la administración criminal, la
garantía de la libertad individual, la libertad de prensa… Pero clero y nobleza guardan silencio
sobre los privilegios, y defienden el voto por estamento. Por su parte, el Tercer Estado reclama
la igualdad civil íntegra, la abolición del diezmo y de los derechos feudales.
2.2. El conflicto jurídico y el triunfo de la Asamblea Nacional
Pero Luís XVI no puede responder a las peticiones del Tercer Estado sin abdicar y
arruinar el edificio social del Antiguo Régimen, esto queda claro desde la apertura de los
Estados Generales el 3 de mayo de 1789. Tanto el rey como sus ministros decepcionan
claramente, al dejar claro que no quieren introducir ningún tipo de reforma, sino tan sólo
tratar los aspectos fiscales (nuevos impuestos). El 6 de mayo, la representación del Tercer
Estado exige el voto por cabeza y rehúsa constituirse en cámara particular. Pero nobleza y
clero se oponen, lo que genera un enorme problema y la parálisis de los Estados Generales. En
un último intento, los comunes hacen un llamamiento a los dos estamentos privilegiados para
que se les unan, con escaso éxito. Así, el 15 de junio, tras más de un mes de parálisis, se
constituyen en Asamblea Nacional, y votan el derecho a aprobar los impuestos. Unos días
después, el clero se rinde y acepta integrar la Asamblea. La nobleza, sola, protesta ante el rey,
quien se decanta por la resistencia. Así, el 19 de mayo decide anular las decisiones del Tercer
Estado y cierra su sala de reuniones. Pero un día después, la Asamblea Nacional decide
trasladarse a la célebre Salle du Jeu de Paume, donde tiene lugar el Juramento del Juego de
Pelota, que fortalece la unidad de los diputados allí reunidos.
Siguen unos días tensos, con algunas pequeñas concesiones por parte del rey,
claramente insuficientes. De este modo, el 20 de junio, la Asamblea Nacional se rebela
abiertamente contra la nobleza y declara inviolables a sus miembros. Es este un pulso intenso
entre monarquía y Tercer Estado, que acaba ganando este último: el 24 de junio, el clero
restante se le une, y el 25, parte de la nobleza. Además, el 23 ya se han reconocido los
principios de un gobierno constituyente, así como la residencia de la autoridad del rey en la
representación de la nación. El 9 de julio de 1789 la Asamblea Nacional se convierte en
Constituyente.
2.3. La revolución popular
Duby, junto con otros autores, habla de las “tres revoluciones de 1789”: una
revolución parlamentaria, que acabamos de ver; una revolución de las ciudades y una
revolución del campo.
2.3.1. La toma de la Bastilla: 14 de julio de 1789
A principios de julio de 1789, la revolución se hace en el plano jurídico: la soberanía
nacional sustituye al absolutismo. Pero el pueblo aún no ha entrado en juego. Su intervención
permite a la revolución burguesa ganar definitivamente frente a las fuerzas reaccionarias. Son
éstas, en última instancia, quienes desencadenan la revolución popular, al reunir a cerca de
20.000 soldados cerca de París. Ante el temor a un complot aristocrático, junto con el acicate
de la mala situación económica, en muy poco tiempo los acontecimientos se suceden y París se
levanta el 14 de julio de 1789.
Los días anteriores, la bolsa cierra, ante el temor a la bancarrota; las reuniones y
manifestaciones se disparan. El primer choque con el ejército tiene lugar en el jardín de las
Tuileries; se toca a rebato y se saquean las armerías: el pueblo se arma. El 12 de julio, la
Asamblea vota el establecimiento de una guardia burguesa; el 13, estalla el motín: se abren
trincheras, se levantan barricadas, se buscan armas. La infantería recibe entonces la orden de
evacuar París, pero se niega, poniéndose al servicio del ayuntamiento, en manos de la
burguesía.
El 14 de julio, la multitud exige un armamiento general: se sacan de los Inválidos
32.000 fusiles, y, junto con 5 cañones y el apoyo de la milicia, la infantería asedia la Bastilla,
símbolo del poder absolutista del rey. La guarnición se rinde en seguida, y las cabezas de sus
dirigentes se pasean por París clavadas en picas. Ante esta derrota, Luís XVI decide ordenar la
retirada de las tropas, el 15 de julio. El comité permanente del ayuntamiento de París se
convierte en Comuna; y la milicia burguesa, en Guardia Nacional. El rey adopta la bandera
tricolor; la aristocracia, dolida, huye en parte del país.
2.3.2. El levantamiento de las ciudades y del campo
Los acontecimientos de París tienen su representación en los municipios: la revolución
se extiende, siendo más o menos completa según las ciudades. Pero sus efectos son similares:
la desaparición del poder real, el abandono de los intendentes de sus puestos, la supresión de
la percepción de impuestos… Además, Francia se municipaliza. En el aspecto social, se acaba
con la penuria y el hambre, en la medida de lo posible.
El miedo a un complot aristocrático genera una atmósfera de miedo y desconfianza,
acrecentada por el riesgo de una invasión extranjera. Es en este contexto cuando tiene lugar el
levantamiento del campo, el fenómeno conocido como la Grande Peur, el Gran Pánico, a
finales de julio y comienzos de agosto de 1789. Ninguna de las reivindicaciones del
campesinado se ha satisfecho todavía: el sistema feudal continúa en pie, mientras se extiende
la idea de un complot aristocrático y del miedo a unos salteadores imaginarios. Ante la
confusión de las noticias provenientes de París, la insurrección campesina acaba por
convertirse en un fenómeno armado: la noche del 4 al 5 de agosto se atacan los castillos
señoriales y se destruyen los títulos de privilegios.
Es el desplome del régimen feudal. La estructura social del feudalismo rural francés, así
como la máquina estatal de la monarquía yacen en pedazos. Los campesinos se hacen por la
fuerza con los poderes locales, como ha hecho la burguesía en las ciudades, con lo que pronto
se crea un antagonismo entre ambas clases. En efecto, la burguesía urbana también es
propietaria territorial y recibe rentas de los campesinos. Al ver amenazados sus intereses,
defiende la represión de la Guardia Nacional. Ante la perspectiva de verse sobrepasada por su
ala izquierda, los revolucionarios dan un paso atrás, volviendo a la moderación.
2.4. Las consecuencias de la revolución popular
2.4.1. El fin del Antiguo Régimen
La insurrección del campo conlleva por un lado una política de represión (poco
convincente) y por el otro, una política de concesiones: se abolen oficialmente los privilegios
feudales, y el clero “renuncia” al diezmo. Pero esto, evidentemente, tiene ciertas
matizaciones: quedan abolidos los derechos feudales sobre personas, pero aquellos que
gravan las tierras son amortizables (pueden comprarse). Por tanto, el campesino está liberado,
aunque no su tierra. Tampoco se exigen a los señores pruebas de sus derechos a la tierra. Esto
genera una gran desilusión entre el campesinado. A pesar de todo, la decisión reviste una gran
importancia.
A continuación viene la necesidad de redactar una declaración de derechos. Al no
haber unanimidad, se entablan largas discusiones; pero finalmente, el 26 de agosto de 1789 se
proclama la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que condena la sociedad
aristocrática y los abusos de la monarquía. Es el “acta de defunción” del Antiguo Régimen
(Soboul), que, inspirándose en las ideas de los filósofos ilustrados (liberalismo clásico), expresa
el ideal de la burguesía y pone los fundamentos de un orden social nuevo de vocación
universalista.
La Declaración es un manifiesto contra la sociedad jerárquica y contra los privilegios,
aunque no aboga en favor de una sociedad democrática e igualitaria. Se acepta la existencia de
diferencias; se subraya el derecho a la propiedad privada, derecho natural sagrado, inalienable
e inviolable; y proclama la igualdad de los hombres ante la ley. Pero no se habla ni de sufragio
universal directo ni, mucho menos, de eliminar la figura del rey. Se aboga así por una
monarquía constitucional basada en una oligarquía de propietarios que se expresen a través
de una Asamblea representativa. Este es el modelo clásico liberal burgués, constitucionalista,
no demócrata, que establece un estado secular con libertades civiles y garantías para la
propiedad privada gobernado por contribuyentes y propietarios; pero dicho régimen no
expresa sólo sus intereses de clase, sino la voluntad general del “pueblo”, es decir, la “nación
francesa”, “fuente de la soberanía”. Esta igualdad entre “pueblo” y “nación” es un concepto
revolucionario, al tiempo que un arma de doble filo.
2.4.2. ¿La Revolución ha terminado?
Pero las dificultades económicas continúan, así como las políticas. El rey ejerce ahora
una resistencia pasiva frente a la Asamblea Nacional, no sancionando los decretos que esta
promulga. Se producen divisiones e insurrecciones, que provocan la alarma en el Partido
Patriota, que teme que la Revolución llegue demasiado lejos. Así, tienden a decantarse por una
“Revolución de Notables”: no se establece una cámara alta, pero sí que se otorga al rey el
derecho al veto. Hobwbawm habla de la dramática danza dialéctica de las revoluciones
burguesas: los reformistas moderados movilizan a las masas contra la resistencia de la
contrarrevolución; las masas van más allá de las intenciones de los moderados; éstos se
escinden en un grupo conservador que se alía a los reaccionarios, antiguos enemigos, y trata
de reprimir al pueblo; mientras que el ala izquierda persigue sus primitivos ideales y trata de
ayudar a las masas. Y así sucesivamente, hasta que el grueso de la clase media se pasa al
campo conservador o es derrotado por la revolución social.
La originalidad de la Revolución Francesa radica en que parte de la clase media liberal
está dispuesta para permanecer revolucionaria hasta el final si alterar su postura: son los
jacobinos, partidarios de una revolución radical. En efecto, la burguesía no tiene todavía el
terrible recuerdo de la Revolución Francesa para atemorizarla; además, no hay una coherente
alternativa social (sólo ocurre esto con la Revolución Industrial y las ideologías del
proletariado), ya que el campesinado no ofrece una alternativa política para nadie. Pero sobre
esto volveremos más adelante.
2.4.3. La crisis de otoño de 1789
Los problemas económicos, no resueltos, contribuyen a movilizar al pueblo, e
incrementan la agitación política: asambleas de distritos, clubs políticos… a finales de
septiembre de 1789, la Revolución está de nuevo en peligro: el rey se niega a sancionar la
mayoría de las medidas de la Asamblea, veto en mano (se le conoce popularmente como
Monsieur Véto), mientras que las tropas vuelven a concentrarse en Versalles.
Sólo la intervención del pueblo de París “salva” a la Asamblea Nacional. Éste promueve
la rebelión y el motín, alentado por la izquierda y por los periódicos revolucionarios. De nuevo
la Revolución sobrepasa a los moderados, girando a la izquierda. En octubre de 1789, el
pueblo, harto, se dirige a Versalles, forzando al rey a ratificar los decretos de la Asamblea. El 6
de octubre, le obligan a Luís XVI a trasladarse a la ciudad, instalándolo en las Tuilerías. Esto
simboliza la derrota de los monárquicos partidarios de la Revolución de Notables, que han
tratado de detener la Revolución cuando se vuelve peligrosa para las clases pudientes. El
pueblo, afirma Marseille, a lo largo de esta segunda jornada revolucionaria, demuestra que
habrá que contar con él. El rey es ahora rehén de sus antiguos súbditos.
Por tanto, podemos decir que la insurrección popular asegura el triunfo de la
burguesía frente a un posible retorno a la monarquía: quiebra los intentos de la
contrarrevolución. Pero la Asamblea Nacional desconfía tanto de la democracia como del
absolutismo. Las masas populares son muy útiles, sin duda, pero su descontrol puede resultar
muy peligroso para la burguesía moderada. Así, ésta trata de mantenerse en una posición de
equilibrio, con una monarquía debilitada y un pueblo bajo tutela; equilibrio que se verá
encarnado en la persona de La Fayette. Ahora se trata de regenerar las instituciones.
3. LA FRANCIA REGENERADA: LOGROS Y LÍMITES
3.1. La vida política: la regeneración de Francia
3.1.1. La política fayettista de conciliación
En la Asamblea Constitucional, una minoría, los fayettistas, tratan de recurrir al
compromiso entre aristocracia y burguesía, como ocurre en Inglaterra, pero en el marco de
una monarquía constitucional. Pero esta política fracasa, debido a las rivalidades personales
hacia La Fayette y a las contradicciones del sistema: una aristocracia que se empeña en
subsistir, las perturbaciones producidas por las crisis de subsistencias, las revueltas agrarias…
Mientras sigan existiendo vestigios de feudalismo, la nobleza sigue resistiéndose a la
Revolución, ya que el triunfo del capitalismo atenta contra sus intereses. A pesar de todo, la
vida política sigue su curso: en la Asamblea empiezan a perfilarse los distintos grupos políticos,
que poco a poco irán adquiriendo personalidad (de derecha a izquierda: aristócratas,
monárquicos, constitucionales, liberales, demócratas). Los políticos se reúnen en los clubes
para discutir los problemas políticos, generalmente instalados en antiguos conventos, de ahí el
nombre que recibirán las formaciones políticas (jacobinos, cistercienses, franciscanos…).
3.1.2. Las grandes reformas
Sin duda, entre 1789 y 1791 (en diciembre de este año se aprueba la Constitución) se
consiguen grandes avances regeneradores en Francia: la justicia se ve sometida a una
profunda reforma (abogados de oficio, jueces elegidos, jurados de ciudadanos, abolición de la
tortura, proporción entre penas y delitos, nuevo código penal… Francia queda dividida en 83
departamentos, divididas a su vez en distritos, cantones y comunas, favoreciendo la
municipalidad. Igualdad delante del fisco, racionalización de la recaudación establecimiento de
tres grandes impuestos (tierra, domicilio y comercio e industria). Libertades sin límites de
prensa y publicación, reconocimiento de derechos políticos a protestantes y judíos.
Liberalización de los intercambios internos, libertad de la oferta y la demanda, abolición de
corporaciones, prohibición de asociaciones patronales y obreras, libertad de trabajo y de
industria… En suma, en palabras de Marseille, revolución judicial, administrativa, fiscal,
ciudadana y económica, todas ellas orientadas a la creación de una sociedad de ciudadanos de
iguales derechos. Para Hobsbawm, muchas de estas medidas de carácter social son
concesiones realizadas a la plebe, a cambio de la aplicación de una política claramente liberal y
conservadora.
El poder legislativo, reside en la Asamblea Nacional, una asamblea unicameral de 745
diputados, permanente, inviolable e indisoluble, que domina al rey. En cuanto al poder
ejecutivo, reviste una forma monárquica (no se concibe por aquel entonces otra forma);
aunque se le imponen muchas limitaciones. El rey es lo suficientemente fuerte como para
fortalecer a la burguesía frente a toda tentativa popular (veto suspensivo). En realidad, el
poder está en manos de la burguesía censitaria.
3.2. Los límites de la Revolución de 1789
Así pues, los constituyentes no son santos, ni tampoco tontos. Se distinguen así los
“ciudadanos activos”, los propietarios, que pueden tomar parte en el gobierno, de los
“ciudadanos pasivos”, no propietarios, que quedan excluidos de la vida política. Por no hablar
de las mujeres, que, por supuesto, también están excluidas. El sistema electivo es por tanto el
sufragio censitario e indirecto (4,3 millones de ciudadanos activos, sobre un total de 7,3
millones de hombres adultos, eligen a 50.000 electores, quienes a su vez eligen a los diputados
de la Asamblea Legislativa). Por otra parte, el rey es inviolable y tiene inmunidad en materia
criminal; su cargo, asimismo, es hereditario; y tiene el poder de nombrar o revocar a lls
ministros.
La constitución de 1791 evita los “excesos democráticos” (Hobsbawm), basándose en
la institución de una monarquía constitucional basada sobre una franquicia de propiedad para
los “ciudadanos activos”, mientras los “pasivos” deben confirmarse con vivir en conformidad
con su nombre. Como afirma Marseille, se sustituye la barrera del rango por la del dinero: la
nueva jerarquía social se establece en función del dinero. Además, siguen existiendo grandes
problemas políticos.
3.2.1. El problema financiero
Sin duda, el más importante es el financiero: la situación económica sigue siendo muy
mala, lo que genera grandes perturbaciones entre el pueblo. Las primeras respuestas de la
Asamblea consisten en una desamortización de parte de los bienes del rey y del clero, tras un
reñido debate. A cambio de su compra, el gobierno emite asignados, que no son sino bonos de
deuda del estado (billetes cuyo valor está avalado por los bienes nacionales), con un interés
del 5%. Pero esto, en realidad, lo único que provoca es la transformación más o menos rápida
de los asignados en papel-moneda, lo cual genera un gran déficit presupuestario acompañado
por una inflación disparada, por no hablar de la depreciación de la moneda. La crisis
económica se agrava por tanto, y repercute en las clases bajas, que aumentan su agitación
social, pero esta vez contra la burguesía, que ha aumentado sus propiedades gracias a las
desamortizaciones.
Hobsbawm, por su parte, insiste en los devastadores efectos de la economía de la
libre-empresa descontrolada, que acentúa las fluctuaciones de los precios de los alimentos,
generando malestar social y estimulando la combatividad de los pobres. En sus propias
palabras, “el precio del pan registra la temperatura política de París”.
3.2.2. El problema del clero
El otro gran problema concierne a la Iglesia. La confiscación de parte de sus bienes
conlleva una reorganización del clero. En aquel momento, la separación entre Iglesia y Estado
es algo completamente desconocido. Así, se suprime el clero regular (febrero de 1790), y la
administración de los bienes religiosos pasa a manos del Estado. Pero sin duda el hito viene
marcado por la Constitución Civil del Clero (julio de 1790), que busca armonizar la reforma del
estado con la del clero, convirtiendo a todos los eclesiásticos en funcionarios del estado (por
tanto, pagados por el estado, lo que supone un gasto extra), y que traerá numerosos
problemas a la Asamblea. Se fija un obispado por departamento, siendo todos los cargos
eclesiásticos elegibles como los demás funcionarios. La Iglesia de Francia, ya bastante
independiente del papado, se convierte así en Iglesia Nacional: es la victoria del galicanismo
(Marseille). Todo esto conduce al enfrentamiento con el papado, que se acentúa cuando la
Asamblea exige a los eclesiásticos su juramento a la Constitución Civil (noviembre de 1790). El
Papa condena la Constitución y la Revolución, poniendo a muchos católicos franceses en un
serio dilema: ¿ciudadanía o salvación?
3.2.3. La ruina de la política constituyente
A pesar del éxito logrado el 14 de julio de 1790, en la Fiesta de la Federación, por La
Fayette, en la que el rey manifiesta su fidelidad a la nación y a la ley (éxito que es puesto en
duda por Duby, sin embargo), la realidad social de Francia sigue estando gravemente
comprometida. En agosto de 1790, todas las perturbaciones sociales acaban alcanzando el
ejército, donde los oficiales son cada vez más hostiles a los soldados patriotas. Los motines de
éstos últimos se multiplican (en Nancy hay un muy duramente reprimido por los altos rangos
aristocráticos), lo cual, aprovechado por la contrarrevolución, arruina la popularidad de La
Fayette, que parecía consagrada unos meses antes. Y para colmo, parte del clero se levanta
contra la Constitución Civil, apareciendo los llamados sacedotes “refractarios”, hostiles a la
reforma.
4. LA CRISIS DE 1790-1791
4.1. Una Asamblea Nacional cercada por todas partes
Con el fracaso de la política fayettista, la reconciliación entre burguesía y aristocracia
parece imposible. Esto le da alas a la contrarrevolución, formada por aristócratas, emigrados y
refractarios. La división en Francia es cada vez mayor, y el caos reina por doquier. Porque la
agitación no sólo viene de la derecha; en efecto, en el extremo opuesto, la agitación
anticlerical, democrática y social provoca perturbaciones en el campo, las ciudades y recibe el
apoyo de numerosos clubs políticos. Se denuncia el nuevo “feudalismo burgués” (Soboul).
Ante esta doble amenaza, la Asamblea Nacional endurece su política. Se suceden los
políticos y sus programas, sin éxito; aunque, en líneas generales, se opta por la vía dura y
represiva (aumentan las prohibiciones), y se intenta una nueva política de compromiso con la
aristocracia.
Por otra parte, está la presión que le viene a Francia desde el exterior: ante el riesgo de
contagio revolucionario, propiciado por la propaganda y la expansión de las ideas de 1789, los
reyes europeos se inquietan. El progreso de la Ilustración hace muy sensibles a las sociedades
europeas a las ideas de la Revolución. Pero en Europa tiene lugar un fenómeno de reacción
aristocrática, lo que contribuye a proporcionar mayores apoyos a la contrarrevolución. Si hasta
ahora los monarcas europeos habían mirado con reservas lo que sucedía en Francia, a partir de
ahora van a pasar a la acción, como veremos.
Para más inri, Luís XVI pretende huir al extranjero, para obtener apoyo de las potencias
europeas y restaurar su autoridad. Pero esta idea no suscita el mismo entusiasmo entre todos
los monarcas (el emperador e Inglaterra muestran sus reservas). A esto se sumarán
posteriormente problemas territoriales en Alsacia, que se ha declarado francesa por voluntad
de sus habitantes, y en Avignon (septiembre de 1791), ocupado ante la condena del Papa. Esto
supone la afirmación de un nuevo derecho internacional (Soboul).
4.2. La huida del rey (21 de junio de 1791) y sus consecuencias
La huida del monarca el 21 de junio de 1791 y su detención en Varennes tiene graves
consecuencias tanto en el interior como en el exterior. En el interior, porque consolida una
oposición irreconciliable entre la corona y la nación revolucionaria; en el exterior, porque
precipita el conflicto (Soboul). La escandalosa justificación dada por los cada vez más aislados
monárquicos para tratar de justificar la acción regia por medio de un secuestro es la mecha
que enciende la pólvora. El 17 de julio, una multitud se reúne en el Champ-de-Mars, y la
Guardia Nacional dispara sobre ellos, causando varios centenares de muertos. A continuación,
la represión entre los demócratas es brutal: es el “terror tricolor” (Marseille).
La ruptura entre “ciudadanos-propietarios” y el pueblo de París se ha consolidado
(Marseille). Vuelve a ponerse manifiesto que en el movimiento revolucionario de 1789
convivían dos tendencias: una burguesa, que considera que la Revolución ha acabado; y otra,
popular, que quiere llevarla hasta sus últimas consecuencias. La Asamblea se divide en dos
bloques enemigos: los demócratas, encabezados por Robespierre, defensores del pueblo; y los
constitucionales y fayettistas, que intentan un acercamiento monárquico. En efecto, pese a
que en un primer momento, ante la insostenible presión popular, el rey había sido suspendido
de sus funciones y Francia había quedado organizada de hecho como una república, poco
después se vuelve a restablecer a Luís XVI, con apenas unas pocas modificaciones de la
Constitución. De nuevo, la burguesía considera terminada la Revolución (Soboul).
En cuanto a las consecuencias exteriores, se traducen en la Declaración de Pillnitz (27
de agosto de 1791), por la el emperador y el rey de Prusia amenazan condicionalmente a los
revolucionarios con una intervención directa si los demás soberanos europeos unen sus
fuerzas. De nuevo, ante la amenaza, la burguesía se ve obligada a recurrir al pueblo.
5. LA GUERRA Y LA CAÍDA DE LA MONARQUÍA: LA SEGUNDA
REVOLUCIÓN (OCTUBRE DE 1791-AGOSTO DE 1792)
5.1. El camino hacia la guerra (octubre de 1791-abril de 1792)
Pillnitz acentúa las divisiones en el seno de la burguesía. Además, a finales de 1791
surge un primer conflicto entre la monarquía y la Asamblea. Ante las crecientes dificultades
económicas, sociales, religiosas y exteriores, la política de la Asamblea, dudosa en el plano
social, se afirma contra los enemigos de la Revolución. La burguesía media ha perdido la
confianza en el monarca, y, pensando en sus intereses, cree que es necesaria la unión con las
clases populares para sacar adelante la Revolución. En el plano político, se impone la firmeza
frente al exterior, de la mano de los fayettistas, moderados (la futura Gironda). Se exige así el
regreso de los exiliados so pena de confiscación de sus bienes; un nuevo juramento cívico a los
sacerdotes y, al rey, el fin de las provocaciones exteriores. Se intenta coaccionar al monarca y
obligarle a que se pronuncie en pro o en contra de la Revolución. Y es que, en efecto, Luís XVI
juega un doble juego: piensa que ratificando esta última medida no hará sino acelerar el curso
de la guerra.
Durante el invierno de 1791-1792 se vive una difícil situación diplomática: los
brissotinos (futuros girondinos, encabezados por Brissot) y los monárquicos quieren la guerra,
pero por motivos muy distintos. Los primeros quieren obligar a los traidores a
desenmascararse, al ser la guerra una cruzada contra los déspotas (Marseille); además,
conciben la guerra como un medio de consolidación de la nación. Además, la guerra es una
manera de encauzar el descontento popular contra los enemigos de la patria (Hobsbawm). Por
su parte, el Rey cree que ante las aplastantes derrotas que sufrirán los revolucionarios,
volverán a acudir a él para suplicarle su ayuda; además, los monarcas europeos lo apoyan. La
situación se ve además agravada por las preocupaciones económicas, derivadas de la caída del
valor de los asignados y del gasto que supondrá la guerra.
Los únicos oponentes a las acciones bélicas son Robespierre y sus partidarios, quienes
ven claro el juego del rey y temen el ascenso de algún general ambicioso (cosa que,
irónicamente, llevará al poder a Napoleón ni una década después). Pero no es escuchado. Así,
la declaración de guerra tiene lugar el 20 de abril de 1972, en medio de un clima de exaltación
nacional y de prestigio girondino.
5.2. El derrocamiento del Trono (abril-agosto de 1792)
5.2.1. Guerra y patriotismo
Nada más comenzar la guerra en la primavera de 1792, en la zona de la frontera con
Bélgica, que patente la insuficiencia del ejército, en plena descomposición. Los franceses
sufren numerosos reveses, y la frontera queda en peligro. Estos fracasos militares, que ponen
al país en situación de emergencia nacional, suponen un nuevo impulso para las clases
populares, que nuevamente toman la palabra para reconducir la Revolución.
El patriotismo y el odio a los aristócratas, que se cuentan entre las filas enemigas,
produce el alza del movimiento democrático. Los ciudadanos pasivos se arman con picas y se
ponen el gorro frigio: son los sans-culottes, los “desharrapados”. Este grupo, según
Hobsbawm, es principalmente urbano, y se define por su feroz hostilidad a los ricos, por la
demanda de ciertas garantías sociales (trabajo, salarios, seguridad social) y abogan por la
democracia. Se organizan sobre todo en los clubs políticos de París, y constituyen la fuerza de
choque de la Revolución. Tratan de expresar los intereses de la gran masa de “hombres
pequeños” que existen entre los polos de la “burguesía” y del “proletariado”, estando más
cercanos a éste. Sólo conciben la patria con la igualdad de derechos. Y ni que decir tiene que
esto contribuye a dividir aún más a los revolucionarios entre la Montaña (radicales:
Robespierre, Marat, Danton) y la Gironda (moderados).
5.2.2. Los bandazos de la Asamblea
Ante la situación, crítica, la política de la Asamblea da un nuevo bandazo, esta vez
hacia la izquierda: endurece su posición contra refractarios y aristócratas, y se forma un
cuerpo parisino de 20.000 Guardias Nacionales para la defensa de la capital. Pero Luís XVI
persiste en su táctica de resistencia pasiva, rehusando sancionar los decretos. Nueva crisis
política, y nuevo giro a la derecha, con lo que los girondinos arremeten contra los demócratas,
que abogan por la paz; además, intentan forzar al rey a que ratifique las leyes, aunque
fracasan.
Incapaces de hacer frente a la situación, los girondinos se ven superados por los
elementos revolucionarios de la capital. En julio de 1792, la patria está en peligro. El día 28,
Robespierre y Brissot (líderes de los enfrentados demócratas y moderados) llaman a la unión:
todos los cuerpos administrativos se constituyen en sesión permanente, todos los guardias
nacionales son llamados a las armas, y se organizan nuevos batallones de voluntarios. Las
proclamas de unidad y patriotismo se disparan.
El 10 de agosto de 1792, todo el país se levanta contra la monarquía, culpable de
pactar con el enemigo. Esta insurrección es obra de todo el pueblo francés: 47 de las 48
secciones de París se pronuncian en favor del destronamiento del rey. Robespierre denuncia la
colaboración entre girondinos y monarquía, reclamando la disolución de la Asamblea y su
sustitución por una Convención. El rey, definitivamente, aparece ante los franceses como el
enemigo de la nación.
5.2.3. El Manifiesto de Brunswick y el asalto a las Tuilerías: el final de la
monarquía
Pero mientras, la guerra sigue. Los atacantes redactan el Manifiesto de Brunswick,
amenazando de muerte a todos aquellos que se atrevan a defenderse contra el invasor,
además de si le hacen daño al rey o a su familia. Esto inflama a los patriotas y al pueblo, cada
vez más exasperados. Es agitar el pañuelo rojo delante de los sans-culottes, afirma Marseille.
En la noche del 9 al 10 de agosto, una comuna insurreccional, formada por los
comisarios diputados de las 48 secciones de París toma el ayuntamiento. Mientras que Luís XVI
y su familia se refugian en la Asamblea, las Tuilerías son tomadas al asalto por los sans-
culottes, que masacran a los defensores.
Bajo la presión de las picas, la Asamblea, que hasta el momento ha aguardado al
desenlace del combate, pronuncia no el destronamiento, sino la supresión del rey. Se pone así
fin al mandato de Luís XVI, y se vota la convocatoria de una Convención elegida por sufragio
universal, encargada de redactar una nueva constitución.
CONCLUSIÓN
El 10 de agosto termina lo que había comenzado con Varennes. Cuando se pensaba
que la Revolución había acabado, una segunda oleada revolucionaria comienza, aunque esta
segunda rima más con patriotismo e igualdad que con mérito y libertad (Marseille). El trono ha
sido derrotado, también la nobleza liberal y la alta burguesía, responsables del estallido de la
Revolución Francesa y luego del intento de dirigirla y moderarla. Los ciudadanos pasivos, por
su parte, son arrastrados por Robespierre y los futuros montañeses: han entrado en la escena
política con brillo. Así, la insurrección del 10 de agosto de 1792 es nacional en el sentido pleno
de la palabra: se establece el sufragio universal, y la admisión de todos los franceses en la
Guardia Nacional. Esta segunda Revolución integra al pueblo en la nación y marca el
advenimiento de la política democrática, acentuando el carácter social de la nueva realidad
(Soboul).
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