LA VERDADERA HISTORIA DE RACHEL GREEN
La verdadera historia de Rachel Green
Fancine de creación literaria creado por Miguel Ventayol
CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DEL
RETO FANCINE 2013Albacete, diciembre de 2013
Precio del ejemplar: 1 euro.
O te lo cambio por el tuyo.
Toda la información contenida en este fancine está basada en hechos ficticios, que bien
pudieran ser ciertos.
INDICECITIZEN JANE. Páginas Jeni, jeni, la jeni.
AKELARRE. Páginas Jeni, la Jeni, la leti y la otra. EL ÚLTIMO ORGASMO DE JLO. Páginas Mira Jeni
que te lo tengo dicho
LA VERDADERA HISTORIA DE
RACHEL GREEN
CITIZEN JANE
La pulsera se deslizó de su mano hasta la punta de los dedos, cayó a la
alfombra que Phoebe le había regalado doce años atrás, una alfombra ideal para
hacer estiramientos nocturnos y abdominales de primera hora. Una alfombra blanca
con topos de colores.
La pulsera cayó y de su boca salió una palabra, repetida cuatro veces.
Su cuidadora le preguntó si necesitaba algo. Jennifer dejó de respirar.
Su carrera fue tan fulgurante como su
primera aparición en el episodio de Friends,
todos recordarían la entrada en el Central
Perk vestida de novia, una entrada
apasionante, ¡vestida de novia! Y la cara de
los chicos al verla. Chandler hizo una de sus
bromas, todo el planeta rió. La imagen de
Rachel quedaría ligada con la novia a la
carrera que busca refugio en un bar.
La cuidadora llamó a la criada, que
llamó al médico. En menos de una hora la
mansión se llenó de amigos; en el exterior
medios de comunicación de todo el mundo
informaban del fallecimiento de Jennifer
Anniston, la reina de la comedia romántica.
Con apenas 45 años su carrera había
concluido en mitad del rodaje de Stereotipics, una película donde compartiría
protagonismo con Ryan Reinolds. El propio actor llegó acompañado de su mujer a la
mansión de Jennifer, se bajó de la limusina con los ojos ocultos tras las gafas de sol.
Habían corrido ríos de tinta al respecto del posible romance entre ellos debido a la
química surgida durante el rodaje. La relación, si alguna vez la hubo, concluyó el día
en que ella anunció su retirada debido a una repentina, extraña y complicada
dolencia.
Habían pasado apenas tres semanas. Jennifer se fue sin hacer ruido.
Sus amigos trataron de no llorar pero las gafas de sol les delataban, charlaban
de proyectos, charlaban de la crueldad del destino y de las enormes posibilidades de
Jennifer, Rachel.
En la puerta, mientras tanto, Oliver Jhonston se alejó del grupo de periodistas
con disimulo, aunque tampoco le hubiera hecho falta: ¿quién iba a fijarse en un
periodista cuando en las puertas de la mansión decenas de estrellas de cine y
televisión se abarrotaban para presentar sus condolencias y aprovechar las luz de los
focos para conseguir algo de publicidad gratuita?
Jhonston se aproximó a la salida reservada a los trabajadores de la mansión
Anniston, allí esperaba Andrea María, una de las limpiadoras que más cerca había
estado de la artista antes de fallecer.
-¿Qué tienes para mí? –Dijo con autoridad el periodista.
-No mucho, señor. No mucho –empezó a decir en su inglés hispano-. La
señora pasó los últimos dos días en la cama sin decir palabra, leía muchas cartas de
cuando era jovencita. Miraba las fotos de su familia en Grecia. Se ha ido de una
manera muy dulce, mi pobre señora.
Empezó a llorar antes de que el periodista tuviera tiempo de preguntarle nada.
-Sí, sí, escucha. Pero, ¿no dijo nada? ¿Habló de alguien? ¿Sabes si se vio con
el señor Reinolds o la llamó antes de...bueno, antes de...ya sabes?
La limpiadora siguió llorando, trataba de enjugarse los mocos porque sabía
que su trabajo en casa de Jennifer Anniston tenía los días contados. Aquel periodista
de Varietty le había ofrecido quinientos dólares sólo por salir a la calle. Si la
información era buena, subiría a mil dólares. Nadie había enseñado a Andrea María
que su información, caso de tenerla, costaba mucho más.
La limpiadora miró a ambos lados de la calle, el sol lo iluminaba todo, un día de
primavera perfecto para un velatorio.
-Bueno, la verdad es que sí- dijo ella.
-Sí, ¿qué? ¿Sí llamo Ryan Reinolds? Dime que sí, cariño, dime que sí.
-¿Reinolds? No sé quién es el señor Reinolds. Aquí a la casa no ha venido
nadie, apenas la mamá de la señora, el médico y nadie más.
La exclusiva se deshacía delante de sus ojos, como chocolate en la mano de
un niño.
-Entonces qué dijo, ¿me lo puedes repetir?
-Sí, claro, dijo algo así como Central Park o Río Park, no sé a qué se refería.
Nadie sabe qué quería decir.
-Río Park –repitió el periodista tratando de copiar el acento hispano.
-Sí, eso he dicho. Pero no sé qué puede significar. Lo repitió cuatro veces
antes de dar su último aliento. Mi pobre señora.
El llanto empezó a llenar la calle y el cielo brillante. Oliver supo que no
obtendría mucho más de aquella espalda mojada, le dio las gracias, le dio unos
cuantos billetes resobados y se fue sin despedirse
Rió Park era la frase más ridícula que había escuchado en su vida, introdujo
los datos en un buscador de Internet de su móvil y obtuvo la respuesta:
-¡Un maldito hotel en España! ¿Qué cojones es esto? ¿Un picadero? –Gritó
desesperado. Tras aquel hotel español se encontraba la verdadera historia de Rachel
Green. Si no encontraba una exclusiva escandalosa, podría al menos hacer un
reportaje más extenso, escribir una biografía. Pero antes, descubrir la verdad de
aquellas cuatro palabras en una.
Río Park.Río Park.Río Park.Río Park.
Encerrado en aquel conjuro, se encontraba su verdadera historia.
El último suspiro de Rachel antes de fallecer a los 45 años. La pobre Jennifer
Anniston, la chica que no encontró al hombre adecuado, había consolidado su
carrera. No necesitaba demostrar nada, pero Meg Ryan ya no era la novia de
América y Julia Roberts se había transformado en madre de América o en un reclamo
publicitario para salvar presupuestos. Era el momento Jennifer. Pero murió.
De vuelta a su ático, Oliver investigó su pasado, rastreó en biografías y
artículos de un centenar de revistas. No encontró referencias a España, salvo las
visitas promocionales y unas cortas vacaciones en Mallorca, en casa de Michael
Douglas y Catherine Z. Jones.
Jennifer Anniston era hija de un actor grecoestadounidense, nacido en Creta,
de ahí que ella tuviera parte de sangre y familia en el viejo continente, donde pasaba
largas temporadas durante su infancia y adolescencia. El mejor amigo de su padre,
su padrino, era el mismísimo Kojac, Telly Savalas y había estado casada con el
hombre más sexy de las últimas décadas, George Clooney mediante.
Oliver se apretó el puente de la nariz, se masajeó las sienes y bebió un poco
de café. Repasó los párrafos escritos, aquella mierda era impublicable, pero su dedo
presionó enviar. Su reportaje sobre la muerte de Jennifer Anniston lo leería cerca de
un millón de personas a lo largo del mundo, pero no dejaba de ser una mierda.
Terminó el café, miró su taza, la misma taza de Alf que utilizaba desde la
Universidad. Ahora necesitaba información en profundidad para el reportaje extenso.
Empezaría con los contactos españoles de Jennifer Anniston: los Douglas, la
desquiciada y don Instinto Básico. Su reportaje no sería un camino de rosas, ninguno
lo era cuando de estrellas de cine se trataba.
Atenas, 1989, la joven Jennifer fue a disfrutar unos meses en Grecia con su
familia paterna. Su destino más cercano: Los Ángeles, pendiente de una llamada de
la cadena de televisión ABC. Pero siguió el consejo de su padrino:
-Tómate un tiempo, viaja, pasea, conoce gente de fuera del mundillo del
espectáculo. Lo que tenga que ser, será, niñita. Luego no podrás hacerlo –le dijo el
viejo Kojac.
Se fue con sus primas a Atenas, donde le esperaba una nueva sorpresa. Su
tío, consejero de la Cruz Roja Internacional, había participado en la organización de
los campamentos de verano que se desarrollaban cada año en una ciudad europea
distinta. Aquel año el destino era España. Las primas se sonrieron: España suponía
españoles, quince días entre morenos chicos de aspecto sonriente, saludable y las
olas del mar rozando sus cuerpos musculosos.
El tío de Jennifer les dio una tarjeta de crédito a cada una de ellas, una
cantidad indecente de dólares, y diez mil pesetas. Jenni y su prima hicieron la maleta
y llamaron a sus compañeras de viaje, Lana y Mika, amigas de la familia.
El viaje hasta Madrid transcurrió entre risas y copas de vino.
En Madrid las recogió un delegado de Cruz Roja española que las llevaría al
hotel. Al día siguiente les darían las instrucciones y el planning de sus vacaciones.
Pero el coche no paró hasta transcurridas tres horas y media, después de
hacer varias paradas en zonas oscuras y perdidas de un lugar inhóspito al que el tipo
de la Cruz Roja insistía en llamar Mancha.
Si el viaje fue doloroso, más dolorosa fue la llegada a su destino: una zona
arbolada donde solo había tiendas de campaña como las utilizadas en zonas de
guerra. Las chicas salieron a una noche fría para sus vestidos de verano.
Comenzaron a tiritar incluso antes de poner los pies en el suelo.
Les dieron la bienvenida en español, sólo entendieron los gestos. Su nuevo
hogar: una tienda de campaña, cuatro colchones, frío y oscuridad. Rebuscaron con
una linterna prestada sus chaquetillas para mitigar el frío. A las ocho de la mañana las
llamarían para el desayuno.
Incapaces de hablar o pensar, no conciliaron el sueño, se encontraban en un
lugar extraño, gélido. Se apretujaron las unas contra las otras arropadas por unas
mantas de dudosa procedencia.
Pero amaneció. Al salir al exterior cientos de pinos se abalanzaron sobre ellas
con su refrescante aroma a naturaleza. Todas salvo Lana sonrieron, ¡un sitio
encantador! Pero muy lejos del hotel de cinco estrellas al que estaban acostumbradas
las chicas de clase alta griega.
Se desplazaron a la zona de comedores junto a otros trescientos niños, ¡niños!
Rebuscaron a un lado y otro, chicos de entre seis y catorce años, que a su vez
contemplaban a las extranjeras con expresión de no entender si eran monitoras,
cocineras, limpiadoras o habían caído de una nave espacial: No vestían ropa de
campaña, no llevaban botas de montaña o calzado adecuado. Parecían preparadas
para una fiesta al amanecer en Ibiza.
De los veinte monitores post adolescentes, apenas cuatro podían entablar una
conversación en inglés, justito para decirles la hora del desayuno. Pero ellas seguían
exigiendo un teléfono para llamar a Grecia, un banco, una tienda para comprar ropa
adecuada y de abrigo, incluso la posibilidad de encontrar un tren que las devolviera a
la civilización. Porque el paraje era encantador pero no era su destino.
Lo poco que pudieron hacer por ellas fue acercarlas a la zona de Gerencia,
donde se encontraban los dos únicos teléfonos disponibles: el teléfono de dirección y
una cabina de monedas, monedas que ellas no tenían. ¡Sólo tenían billetes!
El gerente les dejó llamar a Atenas donde les confirmaron el error: no era un
hotel, era un campamento de Cruz Roja, organizado para todo tipo de familias, de
clase media o sin poder adquisitivo. Tenían quince días para disfrutar lo máximo
posible, la opción de retornar era inviable debido a la logística española.
Las chicas se miraron con recelo, ¡quince días rodeadas de niños!
En aquel momento entró en la gerencia un chico alto, muy bronceado, con la
sonrisa estúpida de los veinte años, de quien no tiene nada que perder. Las saludó y
empezó a hablar con el gerente. Hablaban de ellas, y Jennifer lo sabía por las
miraditas que les dedicaban. Al final no pudo contenerse y en su inglés de barrio
neoyorkino les dijo qué coño estaban mirando.
El chico bronceado se sorprendió y le pidió excusas en un inglés trabado. Le
aseguró que no miraban nada, solo comentaban la extraña situación de las cuatro
chicas griegas. Jennifer sonrió, pidió perdón y se explicó. Había encontrado un tipo
con quien hablar
Sintió un leve cosquilleo en el estómago. Aquel chico no era guapo, tenía la
tripa de quien no se molesta en cuidarse y era español, un español perdido en el
último rincón del universo conocido. Otro cosquilleo, sonrió sin saber el motivo, él le
sonrió a su vez y le dijo que era el socorrista de la piscina, podían ir cuando quisieran,
a pasar el rato, a tomar el sol, a perder el tiempo, leer o perder el tiempo.
-Oh, I have told you twice –dijo el socorrista excusándose. Sintió un cosquilleo
similar, quizás un poco más abajo del estómago-. See you all at the swimming-pool.
Aparecieron en la piscina en menos de dos horas, el sol de la sierra tampoco
permitía muchas licencias antes de las doce de la mañana. Se tumbaron, alejadas del
ajetreo infantil y de las miradas de los chicos de catorce años. A los pocos minutos el
socorrista se les acercó y comenzó a hablar con ellas.
Una rutina que se repitió durante el resto de días.
Por las tardes, cuando el socorrista terminaba su turno, salían a pasear por las
zonas más cercanas, entre pinos, ardillas y el silencio de la sierra. Lana prefería leer
en la tienda de campaña aunque terminó por ceder a los juegos deportivos: era
campeona regional de voleibol pero se le daba bien cualquier tipo de disciplina
deportiva. La prima de Jennifer congenió con uno de los monitores, un chico que
apenas sabía expresarse en español, menos en inglés o griego. Pero aquello sí fue
un flechazo, pasaban las horas muertas juntos, abrazados; se besaban, se miraban,
de vez en cuando cruzaban una palabra que ninguno entendía y seguían besándose.
Mika se refugió en Jennifer. Paseaban, fumaban, bebían cerveza y miraban las
estrellas.
-Éste es el cielo más encantador que he visto en mi vida –dijo Jennifer al
socorrista.
-Es verdad, parece que puedas tocarlo, como si estuviera más cerca que en
otras partes.
-Donde yo vivo, en Estados Unidos, apenas pueden verse las estrellas debido
a las luces de la ciudad.
-Bueno, pero ahora estamos aquí.
-Sí, ahora estamos aquí. En Rio Park.
Mika, que no era tonta, se alejó fumando un cigarrillo, como si le importara la
naturaleza. Jennifer sonrió, el socorrista sonrió, se acercaron, se cogieron las manos
con dulzura, juntaron sus labios y dejaron el tiempo pasar, ¡quince días de verano!
Mika empezó a practicar deporte con Lana, no quería molestar a Jen, ¡quince
días de verano son tan cortos!
Volaron entre sus dedos y sus cuerpos: Se prometieron cartas, viajes y
encuentros futuros, idearon promesas, promesas de veinte años, cuando eres
incapaz de mentir, cuando eres incapaz de ser realista.
Jennifer volvió a Atenas. En dos días, voló a Los Ángeles, California, donde su
representante le había conseguido una audición con la cadena ABC para participar
en Molloy.
El resto era historia.
Una historia que el periodista Oliver Jhonston conocía de memoria, a la que le
faltaba la conexión final, las últimas palabras de Jennifer Anniston antes de perder la
vida.
AKELARRE
¿Cuántas parejas de animales le dejó Dios montar en el Arca a Moisés?
Era la pregunta ritual.
Las asistentes se miraron, sonrieron. La frase tenía la fuerza de antaño, una
fuerza surgida de las profundidades del subconsciente, una pregunta trampa.
El campo de fútbol estaba vacío. Los técnicos de luces y sonido se miraban
asombrados, no comprendían la insistencia en continuar con el espectáculo: desde
hacía semanas sabían que nadie asistiría; ni la publicidad en las redes sociales, ni los
vídeos picantones, ni las declaraciones falseadas al respecto de su colaboración con
el Partido Popular. Ni los propios concejales del pueblo habían ido.
El campo de fútbol estaba vacío. Los técnicos contaron siete personas.
En el exterior, Jennifer salió de la limusina tratando de no parecer fuera de
lugar pero su belleza griega lo impedía. Sus curvas y un automóvil de doce metros
negro metalizado, brillando en mitad de una calle de Villarrobledo, tampoco
ayudaban.
Miró a su alrededor sin separarse del enorme vehículo. Le preguntó a su
chófer y guardaespaldas si realmente era aquel el sitio de la reunión
-Sí, señora, sin duda –respondió Julius.
-Esto parece más el Medio Oeste. No quisiera encontrarme a Jason o a
Freddy, o a los dos.
-Para eso estoy yo aquí, señora.
-Te quiero, Julius, pero hay fuerzas contra las que ni tú ni yo...-.No terminó la
frase, cogió su bolso y empezó a caminar. Había visto un rostro conocido al final de la
calle. Allí esperaba una espectacular latina, bajita, tirando a culona, y atractiva, de
permanente moreno y curvas danzarinas.
Jennifer envidiaba a Jennifer en silencio.
Jennifer envidiaba a Jennifer en silencio.
En público y en las reuniones se adoraban, se mimaban, se miraban. En una
época incluso se desearon pero su envidia era demasiado punzante como para
permitir que aquellos cuerpos de Hollywood se rozasen siquiera.
Los paparazzi hubieran gozado, sin duda alguna.
¡Ellas habrían gozado mucho más!
Se besaron las mejillas sin rozarse.
Jennifer olía a mar.
Jennifer olía como las olas del mar al amanecer.
-Hola J, ¿cómo estás? –Dijo Jennifer.
-Hola Rachel, ¿cómo lo llevas? –Era una broma personal desde la época de
Friends. Al principio fue graciosa, luego dejó de tener gracia. Se convirtió en una
costumbre más, como los apretones de mejilla de la abuela: cariñosos y dolorosos.
-¿Sabes sin han venido las demás?
-Ella sí, está en el escenario
haciendo pruebas de sonido. Desde
aquí puedes oír cómo maúlla el gato.
Empezaron a reír. La conocían
desde hacía 150 años y sólo podían
bromear al respecto de su música
cuando nadie las veía, el poder de la
cantante y artista había crecido tanto
en los últimos 80 años que podría
perjudicarlas con un leve guiño. Podían
bromear con su falso aspecto juvenil,
podían bromear con los numerosos
novios con quienes se dejaba ver.
¡Incluso podían bromear con sus falsos
pechos! Miles de veces le habían
recomendado que fuera a Estados
Unidos con ellas, a sus respectivos cirujanos plásticos, pero ella insistía en operarse
en Barcelona.
Dejaron de reír cuando la música cesó. Conocían el poder de la intuición de
aquella mujer y no se permitirían el error de minusvalorar la capacidad auditiva de
Leticia.
Jennifer y Jennifer entraron en el recinto sin mirar a los tipos de Protección
Civil de la puerta. Realmente parecía el Medio Oeste.
Los chicos de la puerta las miraron con sutileza, luego las devoraron y ellas se
dejaron mirar, no llevaban tacones sólo por la altura. No llevaban minifalda sólo por el
calor del agosto. No llevaban maxifaja sólo para las fotografías publicitarias.
Ellas eran pose completa, libidinosa, atrayente. Buena parte de su éxito se
debía a provocar aquellas sensaciones a hombres y mujeres de todo el mundo.
Lo hicieron de nuevo con dos pobres auxiliares de Villarrobledo. Aquella noche
ninguna mujer del pueblo, ni siquiera después de diez cubalibres seguidos, sería
suficiente para apagar su lujuria. ¡Y mira que era complicado excitarse después de
ver ensayar y bailar una vez y otra, una vez y otra a gatomaullando!
Se aproximaron a Leticia. Ella las contemplaba desde el escenario, sin parar
de dar indicaciones a sus técnicos de sonido.
Subieron varios escaloncitos haciendo oscilar las minifaldas. Lanzaron besitos
al aire y se miraron de arriba a abajo, como las chicas adolescentes que nunca
dejarían de ser, a pesar de llevar dos siglos arrastrándose por la tierra.
-Se te ve estupenda.
-Se te ve estupenda.
-Gracias por mentir, aunque sí, me siento estupenda.
-¿Hemos venido todas? –Preguntó JLo.
-Sí, las demás han ido a descansar un rato al Hotel Juan Carlos I, os reservé
habitaciones a todas, por si os apetece.
-No, la verdad es que no –dijo Jennifer, que no paraba de mirar el tremendo
escote sudoroso de Leticia.
-¿Ha venido Loli?
-Sí, pero no la he visto, su asesor me ha mandado un guas. Pero Kate y Anne
no tardarán en venir. Creo que han ido a ducharse. Ya sabéis cómo son las nuevas.
-Tengo ganas de ver a Loli.
-¡Todas tenemos ganas de ver a Loli! No es que se haya convertido en una
diva pero desde hace un par de años nunca tiene tiempo para sus amigas de verdad.
-Sus amigas de siempre –susurró JLo.
-Amigas de siempre –repitió Jennifer, quien por fin dejó de mirarle las tetas a
Leticia para concentrarse en sus zapatillas deportivas con plataforma. Aquella mujer
tendría el éxito asegurado en Nueva York. No entendía por qué ella y Loli insistían en
permanecer en el país de los molinos y las sevillanas.
En España las cosas sucedían de otra manera, Jennifer y Jennifer tomaron la
decisión años atrás, y aunque la familia de JLo simulaba ser sudamericana,
cualquiera podía apreciar que era estadounidense, de piel oscura y acento latino, de
curvas sinuosas y labios deseables, pero estadounidense. Las pobres Kate y Anne no
tenían, ni de lejos, el atractivo sexual de Jennifer y Jennifer, a pesar del éxito de sus
películas de amor romántico y almibarado.
Las chicas se querían y odiaban con pasión, aunque las sensaciones y
disputas se abandonaban una vez cada seis años, en esta ocasión buscaron un lugar
tan impreciso como imposible y remoto: Villarrobledo, un secarral en mitad de
ninguna parte, un sitio con un pasado tenebroso de muertes y fantasmas.
El lugar ideal para el Akelarre de aquel año.
Jennifer y Jennifer estaban deseando ver a Loli, la más odiada, la más temida.
Leticia les había asegurado que sí, al final se había operado las tetas. Aquella misma
noche, tras el concierto, podrían apreciarlo, disfrutarlo, saborearlo. Siempre y cuando
las sosas de Anne Hathaway y Kate Huston no lo estropearan. Según ellas, en los
viejos manuscritos no se especificaban aquellos rituales satánico-lésbicos.
Era la discusión cada seis años.
Discusiones que solían terminar cuando Leticia y Loli comenzaban a bailar. Era
superior a sus fuerzas; se desnudaban, se besaban y se retorcían frente a la hoguera
formada de troncos de sauce y huesos adolescentes.
Empezó a atardecer, Anne y Kate aparecieron por la puerta del polideportivo
municipal sin maquillaje, eran impresionantes, disponían de una belleza anglosajona
limpia, inmaculada. Los chicos de protección Civil se enamoraron de ellas, pero en
ningún momento les miraron el inexistente escote ni sus huesudas curvas.
-¿Ha venido Loli?
-Está a punto de llegar -contestó Leticia-, en cuanto termine mi concierto.
-¿Esperas mucho público? –Dijo JLo, acostumbrada a llenar estadios de fútbol
americano sólo para verla mover las caderas.
-No, en un pueblo de mierda como este, no. No vienen ni los que me han
contratado. Total, para lo que me pagan y lo que me importa –empezó a decir sin el
menor atisbo de sentimentalismo-. En fin, que nos vemos en menos de una hora.
-¿Una hora? –Preguntó JLo sorprendida.
-Quizás sean cuarenta y cinco minutos, no hay nadie aquí para controlarme.
Además, ese marrón se lo tendrán que comer ellos. Cuando yo diga que termino,
termino. ¿No sabéis que soy la diva del PP?
-¿Qué es PP? –Preguntaron al tiempo Kate y Anne.
-Oh, dios mío, vosotras dos preguntaríais qué es la arena en el propio desierto.
Cuarenta minutos más tarde, Leticia daba las gracias a quince personas,
contando a sus amigas, y se dirigió al camerino.
-Es la hora –dijo Jennifer.
Se levantaron de sus asientos y se encaminaron a la parte posterior, porque
decir bambalinas en Villarrobledo sería como decir que habían asistido a un
concierto. Llamaron a la puerta por cortesía y encontraron a Leticia desnuda,
secándose el cuerpo con toallitas.
-Me han dicho que el agua de este poblacho es demasiado dura para mi piel.
-No cambiarás nunca –dijo JLo dándole un cachete en el trasero y observando
algunas grietas que seis años atrás no estaban allí.
Sonaron los móviles, un mensaje de texto.
-¡Es Loli! –Gritó Kate- ¡Nos espera en la puerta en una limusina!
-Muy propio de ella –repuso Anne.
-Y porque no sabéis ni la mitad. Si vivierais en España no os sorprendería lo
de la limusina. Va la pelu con guardaespaldas –se carcajeó.
El vehículo brillaba más que las luces de la Feria. Brillaba como las estrellas de
Hollywood que iba a transportar, y Leticia Sabater.
Un tipo alto, delgado, con traje negro y corbata a lunares abrió la puerta del
conductor.
-Señoritas –empezó a decir, sin percatarse de las risas de Leticia, Jennifer y
Jennifer-, el coche presidencial les espera. Si tienen el placer de acceder al interior,
su excelencia les espera.
La puerta se abrió y una mujer de unos cincuenta años, de sonrisa sibilina y
aspecto pulcro y cuidado las saludó dejando ver sus dientes de político.
-Chicas, ¡me alegro tanto, tanto de veros! Os presentó a Jesús, José María,
Pedro Manuel y Augusto.
Jennifer Anniston, JLo, Leticia Savater, Anne Hathaway y Kate Hudson
observaron a los cuatro adolescentes del interior, visiblemente achispados, con una
estúpida sonrisa narcótica en sus rostros.
Las chicas se relamieron, incluso Anne y Kate, que habían cambiado su punto
de vista al respecto de los akelarres tradicionales.
-Hoy va a ser una gran noche, sin duda- susurró Leticia.
-Sin duda, sin duda alguna, hermana –contestó Jennifer.
La limusina enfiló hacia la vieja carretera de San Clemente, donde uno de los
acólitos de la Presidenta disponía de un palacete oculto a los ojos curiosos.
La luna comenzó a inflarse según se acercaban al lugar del encuentro.
La luna empezó a brillar y hay quien dice que aquella noche, en Villarrobledo,
vieron moverse las manchas del Carro Lunar, unas manchas que aparecen sólo cada
seis años en zonas muy determinadas de la tierra.
-A ver, chico, si contestas a una simple pregunta en menos de cinco segundos,
podrá salir de aquí con vida: ¿Cuántas parejas de animales le dejó Dios montar en el
Arca a Moisés?
EL ÚLTIMO ORGASMO DE JLO
Podría haber saltado al escenario y olvidarse de todo, lo hizo antes con
todos sus exmaridos: trabajar, trabajar y trabajar. El trabajo y la música como
calmante y bálsamo perfecto. Unido a la muchedumbre de almas gritando su
nombre y sus canciones.
Cuando se sentía así le gustaba recordar la anécdota de María Calas con
un de sus pretendientes, quien le llevó flores al término de una actuación. El
hombre, muy pagado de sí mismo, insistía en exigirle respuesta a la Calas,
ofrecerle las mil y una posibilidades de pasión. Ella, cansada de
enamoramientos de un día y de ligones millonarios lo cogió de la mano y lo
acercó al escenario, donde el público aún la reclamaba.
Llevaban aplaudiendo cinco minutos, ella sonreía. Miró al millonario y a su
esmoquin y le preguntó:
-¿Acaso puedes darme tú algo como esto? –Entonces salió de nuevo a
escena y las miles de gargantas ahogaron los aplausos con vivas y hurras.
Jennifer sabía de sobra que nunca sería María Calas pero era la mujer
latina más poderosa y rica del planeta, dijeran lo que dijeran las listas de
Forbes. Era poderosa, atractiva, sexy y muy, muy inteligente para los negocios.
No se iba a dejar llevar por un encoñamiento inoportuno, no. Aunque su
cuerpo le decía lo
contrario. Debido a su
tremenda sexualidad
y a cu carácter
compulsivo había
tenido que pagar
horas extra a sus
abogados. Aun
recordaba entre risas,
cada vez que tomaba
cervezas con sus
amigas, el chistoso
contrato
prematrimonial que firmó e hizo público con Mat.
-Por dios, nena, ¿cómo pusiste tener sexo todos los días?
-No, no cariño, dos veces al día, ¿dónde se ha visto una vez al día? ¿Qué
te crees que soy, una italiana católica del Bronx?
Y comenzaban a reír de nuevo con sus bromas salidas de tono y los
comentarios al respecto del tamaño de las cositas de sus exnovios.
-El peor, el peor de todos es George.
-¿Te has tirado a George, zorra?
-¿Quién ha hablado de tirarse a nadie? Sólo digo que no se parece en
nada a, digamos, digamos Brad.
-Ya, ya, ya. Ahora nos dirás que les has visto la polla a los dos.
-Yo no, ja ja ja ja –volvía a sonreír Jennifer.
Cuando terminó el concierto supo que necesitaba una reunión de las
chicas. Aunque si venía Jennifer no podrían bromear al respecto del tamaño
del miembro de Brad Pitt, eso por descontado.
Salió del escenario sudando, corrió a felicitar a todos y cada uno de sus
bailarines, como hacía siempre y se encerró en su camerino. Abrió una botella
de agua de Iceberg, sorbió un traguito y se dio una sesión de oxígeno para
recuperar fuerzas.
Al sonar la puerta, entró su asistenta. Paula. Le dijo que convocara a las
chicas lo antes posible, si podía ser aquella misma noche, mejor.
Paula entrevió que se avecinaban problemas, aun le dolía la cicatriz del
tacón de un zapato volador. JLo no era Naomi Campbel pero era buena
lanzadora y tenía tan mal humor como cualquier puertorriqueño.
Se metió en la ducha y no paró de pensar en él mientras el agua le caía
por el cuerpo, luego al secarse y, desde luego, mucho más cuando comenzó a
extender la crema por sus piernas, sus caderas, su pecho, su espalda y sus
brazos.
¡Necesitaba verlo de una vez por todas!
Llamó a su asistente a gritos, Paula entró en el camerino sin hacer ruido
-¡Llama a Javier!
-Pero, Jennifer, me dijiste esta misma mañana que, si te volvía a escuchar
hablar de ese maldito español, te hiciera entrar en razón.
De hecho las palabras exactas fueron más expresivas.
-Eso lo dije esta mañana, ahora quiero que lo llames –dijo JLo sin pensar,
sin mirar a su ayudante, mientras comenzaba a vestirse y fantaseaba con la
posibilidad de que el propio Javier la desnudara en breve.
-Como quieras.
Javier era un tipo español que había escapado de su país debido a la
crisis económica y había empezado a trabajar como descargador para el
equipo de Jennifer. Lo contrataron por el salario mínimo, pero el tipo no se
quejaba, no como aquellos compatriotas de JLo. Aquel Javier era distinto. El
primer día que lo vio, no sintió nada pero le conmovió que le diera los buenos
días, la saludara y le dedicara una sonrisa en absoluto pícara. Ni siquiera le
había mirado las lentejuelas de su nuevo vestido.
¡Y todos le miraban las lentejuelas!
Cuando se acostumbró a verlo, se inquietó, se parecía en exceso a uno
de los chicos del último ritual español, el que habían celebrado un año y medio
antes en un poblacho perdido en el interior de España. Se parecía mucho pero
debía tener al menos diez años más. Su rostro indicaba que, al menos tenía la
misma edad que Jennifer, la real, no la que ofrecía a los medios de
comunicación.
La indiferencia fue su mejor aliciente. Ella no pudo soportarlo.
Ni siquiera era uno de sus bailarines musculosos y bien dotados.
Tampoco era un fortachón como los negros que cargaban y descargaban el
escenario como si fueran fardos sin peso.
No, era un tipo normal.
Obligó a Paula a invitarlo a comer unos panecillos en su camerino
después de una actuación en Boston. Él entró y estuvieron hablando de
canciones antiguas, de Michael Jackson y Paula Abdul, el referente de JLo en
todos los sentidos.
Aquel hombre tenía más en la cabeza que todos sus exmaridos juntos.
Era atrayente, hablaba un inglés pausado y correcto. Al ser extranjero apenas
soltaba tacos, una característica que siempre impresionaba a Jennifer porque
ella y su entorno más cercano los utilizaban como coletilla.
Terminaron los bocadillos y él dijo en voz baja que debía irse, su hora de
almuerzo había concluido y no podía permitirse perder el trabajo. Ella se sonrió,
descruzó las piernas y dejó entrever el muslo. Javier no hizo el menor caso.
A Jennifer poco le faltó para abalanzarse sobre él, pero se contuvo.
No así la tercera vez, la tercera ocasión él cedió a sus encantos, como
habría hecho cualquier humano en la faz de la tierra. Pudo comprobar en
primera, primerísima persona las capacidades artísticas de Jenny, las horas de
gimnasio y baile así como su poco publicitada facilidad para el contorsionismo.
Javier incluso se desmayó una vez, apenas unos segundos. Al despertar, JLo seguía allí.
Encima de él.
Javier y Jennifer pasaron
el resto de la semana juntos,
apenas distinguían de quién
era el sudor que corría de sus
espaldas a sus piernas.
Pero Paula y sus amigas
la convencieron de que
aquello no terminaría bien.
-El sexo es una cosa
pero querer casarte, otra vez,
con un tipo español, a quien
no conocemos, de quien no
tenemos referencias –empezó
a decir Paula.
-Déjate de estupideces,
Jenni –dijo Jennifer-, si quieres
tirártelo, hazlo pero no te comprometas más. No queremos otro escándalo y
menos que tú vuelvas a sufrir por un tipo bien dotado.
-Muy bien dotado –dijo JLo.
Sus amigas suspiraron de nuevo, comprendían que con JLo no podían
hacer nada. Desde más de cien años atrás conocían su pasión por los hombres
y cómo su pasión podía meterla en problemas. Echaban de menos los tiempos
en que los medios de comunicación de masas no se enteraban de nada y
podían deshacerse de los hombres sin el menor inconveniente ni dolor de
cabeza.
Pero desde que JLo se hizo famosa, sus líos de bragas las llevaban de
cabeza, varios maridos y decenas de hombres que tan cerca estuvieron del
altar. Sí, sus líos no eran de faldas, eran de bragas. Loli, la mayor de las
componentes del cerrado grupo sabía el motivo, conocía a JLo desde su
nacimiento como persona y después como hechicera. El problema de la
sexualidad de Jennifer López era genético y de una configuración especial de
los astros el día de su nacimiento. Ella no tenía más culpa que cualquier otra
persona. No podía hacer nada más que confiar en su grupo de amigas y que
ninguno de aquellos hombres descubriera dentro de ella más de lo debido.
-Muy bien dotado –volvió a decir la pobre artista, que bebió un trago de
agua de Iceberg.
Paula entró en el camerino y le dijo a Jennifer que Javier estaba fuera
esperando. Ella contestó que le diera un minuto para acicalarse. No lo
necesitaba, nadie de su entorno la había visto jamás sin acicalar pero conocía
el procedimiento: “A un hombre hay que hacerlo esperar”. Aunque por dentro
se muriera de impaciencia.
-Hola Jey –dijo Javier sonriendo.
-Hola cariño, hacía días que no te veía –contestó Jennifer mientras se
acercaba a darle un besito en los labios.
Javier la atrajo hacia ella y al mejor estilo Hollywood años 40 la besó y
comenzó a quitarle la ropa, despacio, sin demasiada prisa.
Se quedaron desnudos y Javier comenzó a besarla desde las piernas,
subió por las rodillas hasta los muslos y la oía suspirar cada vez que él paraba
para tomar aire y continuar ascendiendo.
Antes de darse cuenta, ella inició sus ejercicios de contorsionismo y le
apretó la cabeza con los muslos.
-¿Sabes que te tengo atrapado? –Dijo sonriendo JLo, obligando a Javier a
que siguiera su ascenso.
-Creo que no –dijo él en tono un poco serio-. Soy yo quien te tiene
embrujado a ti Jennifer Lynn López Rodríguez. Y no te vas a escapar.
JLo se sorprendió al escuchar su nombre completo, un nombre que ni
siquiera su abuela utilizaba con ella, sólo las chicas cuando estaban
enfadadas. Pero estaba demasiado excitada, incapacitada para prestar
atención a otra cosa que no fueran sus múltiples orgasmos.
-Cometisteis un error en Villarrobledo, devorar a los adolescentes
equivocados. Mi hermano era uno de aquellos chicos a quienes no distéis la
menor oportunidad. Ahora te tengo a ti. Después vendrá Jennifer y Leticia. Me
reservo a María Dolores para el final. Las otras dos sosas son cosa del pasado.
Jennifer comenzó a sentir un tremendo calor que le perforaba desde el
interior, miró a los ojos a Javier que empezaron a transformarse en ascuas
ardientes. El fuego era placentero al principio, pero antes de darse cuenta le
fallaron las fuerzas, la respiración se le agitó sin querer y comenzó a suplicar.
Fue su último orgasmo.
LA VERDADERA HISTORIA DE RACHEL GREEN.
UNA INTERPRETACIÓN
Sé que los componentes, amantes, organizadores y grupis del Reto
Fancine, son muy amigos de la comedia romántica. Algunos y algunas incluso
se tocan viendo las pelis de domingo por la noche y sueñan con vivir en
California, Denver o Detroit, donde suceden las historias de amor más
maravillosas que imaginar uno pueda.
Pero he de avisaros, las comedias románticas esconden el final
verdadero, las segundas partes, las del coitus interruptus, las de te pilla tu
madre a calzón bajao y no da risa como en American Pie.
Esas chicas monas, con poquitas carnes y ojos de cordero degollao,
esconden un fuego en su interior, herencia de sus tías abuelas, las que
escaparon de las piras en Europa, subieron a un barco y se comieron y follaron
a tanto protestante como pudieron.
Se rieron de Pocahontas, se mofaron de John Smith, se pasaron por la
piedra a B. Bill antes de arrancarle la cabellera y luego se fingieron mojigatas.
Algunas incluso se hicieron rubias.
Otras se hicieron bailarinas.
Algunas más se dedicaron a la política.
Todas ellas se libraron de las hogueras.
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