Los Cuadernos de Comunicación
EL SACRAMENTO COMO GRADO CERO DE LA COMUNICACION: PARTICIPAR ES EL MENSAJE
«Se nos enseñó que el lenguaje de los primeros hombres eran lenguas de Geómetras, y sin embargo vemos que fueron lenguas de Poetas».
J. J. Rousseau: « Essai sur l' origine des tangues», Cap. II.
José A vello Flórez
1.-TODO VIENE DE LA NATURALEZA
Jean J. Rousseau, como otros muchos antes y otros después que él, desde Platón a Freud y Lévi-Strauss, concibió un mundo originario, un estado primor-
dial del hombre del que, tras complejas y progresivas transformaciones, proceden lo que llamamos orden social y cultural. Quizás la originalidad de Rousseau estriba en que de ninguna manera podemos conocer este orden, Sociedad y cultura y en definitiva al hombre actual, sin remontarnos a aquel origen que él denominó Estado de Naturaleza; pero Rousseau no omite las dificultades que tendremos .para establecer tal conocimiento, pues Sociedad y Cultura operan como velos que se interponen entre nuestro conocimiento y el mundo, filtros apenas discernibles que modifican nuestra visión y no sólo ocultan, sino que tran§:..' forman lo que pretendemos ver, sustrayéndolo al, conocimiento verdadero; Sociedad y Cultura, en fin, actúan como mediaciones insoslayables del conocimiento que, sin embargo, debemos rasgar si es que pretendemos conocer al ser humano, el más importante y principal objeto de reflexión que debe afrontar el pensamiento filosófico.
Nos sitúa Rousseau ante una paradoja -y no será la única- que establece que nuestros principales instrumentos de conocimiento, las categorías de la cultura y el lenguaje, son a la vez los artífices de su distorsión; pero simultaneamente nos propone un nuevo objeto para la reflexión: la relación sistemática entre Sociedad y Conocimiento, que servirá como piedra fundacional de la Sociología del Conocimiento (1): los modos y formas de conocer del hombre no son neutrales al orden social, político y cultural, en el que el hombre vive, sino que ambos, sistema social y sistema del conocimiento, se alteran y determinan mutua-
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mente. Importará mucho, por tanto, conocer un estado tal del hombre en el que aún no haya sido contaminado por los valores sobrevenidos con lo social, pues sólo allí no encontraremos los velos de la cultura y del interés turbando su entendimiento, sólo allí se nos aparecerá el hombre en su esencia, tal cual es, sin los oropeles y vicios que la sociedad le impone desfigurándolo hasta volverle, como a la estatua de Glauco, irreconocible. ¿Pero cómo lograrlo? Rousseau propone dos métodos: en primer lugar es necesario tomar distancia, descentrarse como observadores. Si el hombre actual, el hombre de nuestra sociedad nos es tan cercano que apenas podemos discernir en él lo verdadero (natural) de lo añadido (cultural), busquemos más lejos, en otras sociedades y otras culturas, en los hombres aún primitivos que habitan nuestro planeta, en países aún salvajes e inexplorados: ellos están más cerca del origen. Luego comparemos unos pueblos con otros, quitemos lo que tienen de diferente, de peculiar por sus culturas particulares, y quedémosnos con todo aquello que les es común; aquellos elementos que sean compartidos por todos los pueblos constituirán lo natural y originario: la naturaleza del hombre.
Cuando mediado el siglo XVIII Rousseau nos propone este método, está fundando la Antropología Cultural, tal y como ha puesto en evidencia Lévi-Strauss (2), y el análisis estructural de las culturas cuando nos propone un segundo método derivado del primero, a saber: si aquello que es común y universal es lo natural (lo estructural, diríamos ahora), eso quiere decir que el Origen, aquel Estado de Naturaleza donde hallaremos al hombre desprovisto de los valores de la cultura que nos lo ocultan aquí, no está en un lugar y un tiempo remotos, terminados, definitivamente concluidos; los tiempos pasados son materia de análisis de la historia, que determinará los hechos, pero «comencemos por descartar los hechos» y la historia, pues el origen está aún aquí, bajo nuestros ojos: sólo necesitamos apartar lo accesorio, lo añadido; rasgando la dura corteza del hombre social sacaremos a la luz al hombre natural; eliminando aquello que es producto del comercio de los intereses y los valores, esclavo de la opinión social y, por tanto, alienado en ese orden aparente, encontraremos al hombre verdadero, el que la naturaleza ha troquelado en el oscuro fondo de nuestro corazón.
Este preámbulo nos sirve para plantear nuestra pregunta acerca de la comunión justamente bajo los dos focos que Rousseau contribuyó a encender, según hemos visto: la Sociología del Conocimiento y la Antropología Cultural. Si nuestro objeto es la comunicación entre los hombres y ésta se nos presenta bajo formas tan diversas como un espectáculo de ópera y el cuchicheo de unos enamorados, adoptando las pautas de un ritual de iniciación o una visita de familia, un discurso académico o un simple guiño de complicidad; si en la
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comunicación se usan instrumentos tan heterogéneos como el tan-tan y la imprenta, la faringe y la TV; si sus expresiones evocan y responden a sistemas de representación del mundo tan alejados entre sí como los de un beduino y un sueco, ¿qué puede ser entonces lo común, lo universal y lo originario en la comunicación humana?, ¿ cómo se respondió desde la Ilustración, donde se encuentran algunas de las bases epistemológicas de las ciencias sociales, a la pregunta fundacional de la Teoría de la Comunicación en tanto que ésta presupone una estructura cognoscible en su objeto bajo una apariencia multiforme? Nuestro propósito es diseñar una vía de acceso a esta pregunta, fijándonos en aquellos rasgos que los antropólogos han destacado como esenciales en el sistema del conocimiento y de la comunicación de los primitivos. También, en esta ocasión, Rousseau nos servirá como punto de partida.
2.-LA COMUNICACION «NATURAL»:
INMEDIATEZ Y TRANSPARENCIA
En el Estado de Naturaleza descrito por Rousseau no hay un «parecer» distinto al «ser», no hay una apariencia ocultando (y a veces disimulando y engañando: no existe la capacidad de mentir que Eco presuponía como exigencia de la función semiótica) lo esencial. Ser y parecer son la misma cosa y los hombres, en sus escasas relaciones, mostraban lo que eran con su mera presencia, sin encubrirse bajo las formas corteses de la comunicación, sin sustituirse a sí mismos por las formas gramaticales del lenguaje. Los hombres, naturales, independientes y perezosos, no encubrían su identidad bajo un nombre o cualquier otro signo que les representase en sus relaciones mutuas y carecían de esa doble dimensión de «lo que se muestra», lo exterior, y «lo que se es», interior; sus relaciones eran, pues, transparentes e inmediatas: «la diferencia en los modales anunciaba al primer golpe de vista la de los caracteres ... los hombres hallaban su seguridad en la facilidad de penetrarse recíprocamente» (3). Transparencia e inmediatez son los dos rasgos esenciales de la comunicación «natural» y, por ello, no precisan del lenguaje ni de ningún otro medio estructurado para comunicarse. Al comienzo hay gestos, exclamaciones, quejas, gritos espontáneos que evide.ncian los sentimientos, «las pasiones arrancaron las primeras voces» (4), pero no los significan, es decir, no los sustituyen y los representan, sino que los prolongan; como escribe Starobinski, «inicialmente la palabra aún no es el signo convencional del sentimiento, es el propio sentimiento, transmite la pasión sin transcribirla. La palabra no es un parecer distinto al ser que designa» (5). «Penetrándose recíprocamente» los hombres son transparentes y no precisan recurrir a signos mediadores que se les opongan como objetos opacos imponiéndoles su propia materialidad significante;
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sus mensajes no transitan desde el sentimiento «interior» al signo y de éste a la percepción del otro, troceando su relación en unidades discontinuas como los elementos que se corresponden en un código, sino que están unidos por lazos de continuidad y allí la expresión y el contenido son la misma cosa, las dos caras de un mismo cristal que transparenta lo exterior y lo interior. Por ello, también, carecían de identidad psicológica entendida como un «yo» oponible a otros «yo» discontinuos; antes bien, formaban parte de un conjunto superior compuesto por elementos transparentes, inmediatos y continuos; siendo independientes, eran comunes, relacionados por signos naturales; el hombre natural «persuadiría sin convencer, describiría sin razonar, cantaría en vez de hablar, la mayoría de los radicales serían sonidos imitativos, bien del tono de las pasiones, bien del efecto de los sonidos sensibles: la onomatopeya se haría manifiesta continuamente» (6). En el Estado de Naturaleza, como en algunas situaciones especialmente intensas de nuestra vida sentimental, los hombres se relacionan con signos naturales, «que no pueden ser falsificados, que no actúan nunca más que al nivel de su fuente» (7).
En el siglo XVIII la clasificación de los signos que encontramos en Condillac pasa a la Enciclopedia (artículo Signo) y es de uso común en la literatura científica de la época. Propone esta clasificación distinguir los signos naturales, que ya hemos descrito, de aquellos que son artificiales (instituidos por convención) o accidentales (los asociados a ideas por circunstancias particulares y que son capaces de evocarlas, como una melodía evoca un sentimiento o una situación a la que se asocia). Pero esta distinción ya la encontramos en los iusnaturalistas, especialmente en Pufendorf, y en la Retórica de Gilbert, quién distingue el signo que no proporciona más que una presunción, de aquel otro que es «infalible». Las ideas fundamentales de la distinción siempre son las mismas: la continuidad entre el signo y su objeto, continuidad que impide su falsificación y nos asegura, por tanto de su verdad. La no discrecionalidad del signo, en la medida en que el signo natural actúa siempre al nivel de su fuente y no puede ser escindido de ella. La participación, en tanto que la expresión sensible es una parte que prolonga el contenido que la causa, de forma que los contenidos son inmediatamente accesibles. Estas características suponen una comunión natural entre los hombres que los usan, partícipes de ese continuum al que se denomina Naturaleza.
En el contexto de la Ilustración el concepto de Naturaleza está referido a tres aspectos diferentes: por un lado denota el ámbito del mundo físico, la res extensa, aquello que es dado, por oposición a lo creado por el hombre, producto de la cultura. Pero por otro lado el concepto recibe de la tradición griega una denotación metafísica de physis como lo esencial, lo universal, lo único e indivisible; esta tradición eleática, al decir de Or-
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tega, identifica Naturaleza y Ser, de forma que lo natural es sinónimo de lo inmodificable, lo invariable, la referencia última a la que debe acudir todo pensamiento para sustentarse; de ahí que junto al aspecto físico, la Naturaleza sea también un concepto lógico, basamento último de todo criterio de verdad; lo natural se hace sinónimo de verdadero. Y por último, en tanto que lo verdadero se configura como lo deseable, como valor, la Naturaleza deviene también un concepto ético (Cassirer) para los ilustrados y específicamente para Rousseau, cuya obra política se configura esencialmente en torno a esta tercera noción de lo natural. Cuando nos referimos, entonces, a los signos naturales nos estamos refiriendo a los signos por los cuales se manifiesta la naturaleza, y cuando hablamos de «comunicación natural» nos estamos refiriendo a la manifestación de la naturaleza del hombre, manifestación que no la traduce, sino que la muestra. (A nuestro juicio se recogen aquí, con otros términos, algunos de los puntos esenciales de la disputa medieval acerca de los Universales y las posiciones de realistas y nominalistas acerca de la Trinidad, donde la segunda persona, el Verbo, es mostrada como la manifestación de la primera, el Padre, sin dejar de participar de su esencia; pero es ésta una cuestión que deberá ser tratada en otro lugar).
En este proceso de comunicación natural no hay, por tanto, un código que asocie dos unidades discretas y diferentes refiriendo una a otra a través de una representación. En puridad, no hay un sujeto capaz de cumplir un proceso estrictamente semiótico manejando símbolos, pues éstos no son discernibles de aquél, como entidades separadas, de forma que el «sujeto», el hombre natural que comunica, no puede ser entendido de otra forma más que como un «dispositivo simbólico», por emplear una expresión que parafrasea la conocida tesis de Dan Sperber (8) sobre el simbolismo. En efecto, opina Sperber que el simbolismo no es un proceso de significación, sino un «dispositivo cognitivo» y sugiere que, en cuanto tal, se trata de un dispositivo de carácter innato. En lo que aquí concierne sólo nos interesa subrayar este carácter participativo, metonímico, del hombre «natural» y su comunicación en un momento en el que no hay escisión entre los sujetos y sus mensajes, ni representaciones posibles de tales sujetos como separados de sus mensajes o expresiones, de la misma forma que las expresiones o «signos naturales» no están separados, cualitativamente escindidos, de los objetos que designan, sino religados a ellos por relaciones «naturales» de semejanza o continuidad. En esta concepción originaria de la comunicación natural, verdadero grado cero de la comunicación, comunicar es sinónimo de participar, ser miembro de, estar unido a. «Comunicar» pierde aquí su transitividad y debe ser entendido como «estar comunicado», o dicho de otra forma: el sujeto es el mensaje, participar es el mensaje; la
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comunicación se détiené en el umbral de sus propias condiciones de posibilidad.
Como veremos en las observaciones de la antropología clásica y en las hipótesis de Freud y Piaget sobre el origen psicológico de la magia, las primeras operaciones cognitivas que contribuyen a la formación del yo y de un sistema de intercambio con el mundo «exterior» no suponen relacionar elementos discretos que se corresponden en un código, sino, al contrario, separar, escindir
el continuum en esos elementos. Las primeras operaciones no consisten en unir, poner en común, comunicar, sino por el contrario, escindir, separar, dividir, y, en primer término, para devenir sujetos, separarse, diferenciarse del entorno inicialmente indistinto. En la adquisición del lenguaje ocurre un proceso similar al que se describe en múltiples Cosmogonías, entre ellas el Génesis bíblico, cuyo desarrollo puede ser descrito como una progresiva escisión 6iriaria de elementos (R.
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Escarpit): separación de la luz de las tinieblas, las aguas superiores de las inferiores, etc. El Origen siempre se presenta como indiferenciación, y el proceso hacia el orden como separación, diferencia. La comunicación lingüística constituye así una paradoja que, persiguiendo la unión, ha de lograrla fatalmente separando, introduciendo un elemento mediador en la relación. La comunicación, presentándose biológicamente como una alternativa a la fusión de identidades (M. Martín
Serrano), sólo es posible recurriendo a ese tercer término mediador de naturaleza material que, en cuanto tal, es estructurante (exige ciertas capacidades biológicas para ser manejado) y es estructurado ( debe adaptarse de alguna manera al uso comunicativo que se le asigna, es decir, a un fin). En la concepción ilustrada de la comunicación natural que estamos examinando, tal material mediador que cumple funciones expresivas, y las configuraciones que adopta en tales expresiones,
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no es considerado como un «medio», un ente separado del sujeto y que responde a la voluntad de éste, sino como una parte, una prolongación de los sujetos aún no escindidos en la operación de comunicar: no es el tiempo aún de la palabra. Por eso, en tal contexto, la comunicación adquiere un primer valor social: la nostalgia. Nostalgia por cuanto la recuperación de ese estado mítico de comunión participativa es imposible a través de la palabra, que analiza, escinde y separa, por más que la palabra lo pretenda, y toda comunicación «nostálgica», que busca los orígenes, se cubre de misticismo y busca más que el sentido, la significación o la verdad, la anulación de los comunicantes como diferencias, su comunión; o dicho de otra forma: considera que toda significación, todo sentido o toda verdad es esa comunión: un sacramento.
Aquí, el grado cero de la comunicación no es el grado cero del sentido, sino, al contrario, la plenitud del sentido y la absoluta ausencia de significado, por cuanto quedan suprimidas las distancias entre los sujetos y entre sujetos y objetos, y se clausura la grieta que separa a los símbolos de las cosas, unificando en un «todo» lo que se percibe como sucesión de «partes». El valor metonímico de la expresión anula su valor representacional, y representaciones y cosas son tratadas como miembros de la misma clase lógica no pudiendo versar las unas sobre las otras, para lo que se exigiría su escisión en clases lógicas diferentes. Por ello, también, el transcurso del tiempo es anulado como memoria para devenir eterno presente, o, por decirlo de otro modo, la memoria está en las cosas mismas; no hay, pues, lugar para la reflexión ni para el lenguaje. Es en esta perspectiva donde se entiende la nostálgica y apocalíptica afirmación de Rousseau: «el hombre que medita es un animal depravado». Para este pensamiento inauguralmente romántico, Narciso no sólo ve su imagen en el remanso del agua, sino que se siente mirado por ella, estableciendo así una escisión, una fatal distancia que, ya para siempre, será ocupada por la palabra.
3.-LA COMUNICACION Y EL ESPACIO DE LO SAGRADO; UNA APROXIMACION ANTROPOLOGICA
Dice Gregory Bateson en uno de sus Metálogos (9) que «no se puede decir» en qué consiste unsacramento, pues su esencia misma parece escapar al ámbito del decir. Un sacramento no es unametáfora, en el sentido de que, para los católicos,el pan y el vino consagrados no son una metáforade la carne y la sangre de Cristo. En el sacramento los participantes no se limitan a hacer comosi el pan y el vino fuesen la carne y la sangre,uniendo mediante un código dos elementos heterogéneos; su pretensión no es la significación ( el
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pan y el vino significan que ... etc.) sino la efectiva transformación de unos elementos en otros, transformación que, sin embargo, no es vivida como un momento de alucinación colectiva. Para los creyentes, en la consagración, el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo, no su representación. Para un artista moderno su obra no es un signo que represente meramente tal o cual cosa, sino más bien un nuevo espacio de sentido, indecible en otro sistema de expresiones, por ejemplo en palabras, que sólo se puede acercar a ese «sentido» de forma aproximada, como saben bien los críticos de arte, música o poesía. La obra de arte, el poema, la pieza musical, tienen algo de único (W. Benjamin), no traducible, algo que, como en el sacramento, no se puede decir, pues todo decir acerca de ello siempre será perifrástico, incompleto.
Lo sagrado se presenta siempre en la historia de las culturas como una actividad, un espacio peculiar del ser humano donde el sentido convencional parece distorsionarse estando, sin embargo, repleto de sentido. Todas las culturas conocen lo sagrado como un espacio opaco a la palabra y, por tanto, a la disección analítica, al troceamiento en unidades elementales e inteligibles, espacio al que se recurre como principio de explicación, convención religiosa, creencia o experiencia no comunicable, indecible, o por mejor expresarlo, no referenciable fuera de la creencia (tal parece ser, por ejemplo, el término «mbisimo» entre los Azande, según Evans-Pritchard, cuya virtualidad consiste precisamente en ser un nombre sin referencia, pero que sirve como principio de explicación mágica.). Ese espacio de lo sagrado, por más que aparece siempre cargado de símbolos, se presenta como el límite del signo: es impreciso y opera respecto del conocimiento comunicable como el orden de la vida respecto de la autopsia: cuando se busca en el cadáver ya no está. Pero quedan indicios, rastros, huellas. Y en el sacramento quedan símbolos materiales, operaciones realizadas por sujetos, ceremonias que persiguen fines, participación. La dimensión cognitiva de la comunicación está implicada en esa producción simbólica y que nos sitúa de nuevo en el dominio de lo originario y lo primigenio al que hacía referencia el concepto de comunicación natural; concepto en el que prima la dimensión cognitiva sobre la significativa, en el sentido en el que Sperber afirma que el simbolismo es un sistema cognitivo y no semiológico y que, como tal sistema, es independiente de la verbalización pero dependiente, sin embargo, de la conceptualización.
Existe abundantísima literatura antropológica sobre el simbolismo y el ámbito de lo sagrado en las culturas primitivas, pero nos ceñiremos aquí a las aportaciones clásicas y más conocidas en lo que enlazan con nuestra argumentación acerca del grado cero de la comunicación humana.
Como es sabido, James Frazer (10) considera
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que la magia primitiva expresa una experiencia de lo sagrado antecedente de la religiosa y opera mediante una lógica opuesta a la del pensamiento científico. Según Frazer el pensamiento mágico se apoya en dos principios: la asociación por similaridad o semejanza y la asociación por contacto o contigüidad; estos dos principios dan origen a dos tipos de magia: «la magia homeopática, que se funda en la asociación de las ideas por similitud» y «la magia contagiosa, que se funda en la asociación por contigüidad»; además considera Frazer que la magia es en la historia humana más antigua que la religión, pues no precisa de poderes mediadores; que la creencia en la eficacia de la magia es verdaderamente universal y que los primitivos están prisioneros de estas creencias, a las que ajustan todas sus conductas (lo que más tarde ha desmentido Malinowski al mostrar la existencia de comportamientos «racionales» o científicos junto a los comportamientos mágicos). Pero retengamos por ahora las nociones de «semejanza», «contigüidad» y «no mediación».
Por su parte Lévy-Bruhl (11) observa que «los símbolos de los primitivos no se fundan, generalmente, en una relación captada o establecida por la mente entre un símbolo y lo representado, sino en una participación que frecuentemente llega hasta la consustancialidad»... «al símbolo se lo siente en cierto modo como al objeto mismo que representa, y representar adopta aquí el sentido literal de «hacer actualmente presente»,... de forma que «la acción simbólica implica el mismo proceso mental que la formación de los símbolos ... y consiste esencialmente en hacer como si el resultado deseado se hubiese ya obtenido, como si se produjese ya el acontecimiento esperado». Evans-Pritchard hace la misma observación a propósito de los Azande: «El presente y el futuro no tienen en modo alguno para ellos la misma significación que para nosotros ... su modo de obrar parece probar que para ellos hay, en cierto modo, una interferencia entre el presente y el futuro, de manera que, por así decirlo, el presente participa del porvenir». La idea de continuidad se extiende no sólo del símbolo a lo simbolizado, no sólo de unos sujetos a otros (sujetos en tanto pertenecientes a, participantes de), sino también continuidad temporal que da forma a una peculiar noción de causalidad reversible; según E. Cassirer (12), «la relación causal mágica desdeña toda diferencia y toda demarcación temporal, de la misma forma que para el pensamiento mágico toda parte en el espacio no sólo representa el todo, sino que es el todo».
La experiencia primitiva de lo sagrado es descrita, como vemos, con los mismos rasgos característicos de la comunicación «natural» según Rousseau y la generalidad de los enciclopedistas: continuidad, transparencia e inmediatez, reversibilidad causal, participación. Un tal concepto de comunicación «natural» (y por tanto verdadera,
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deseable, arquetípica) alumbrará gran parte de la fuerza literaria del Romanticismo y su ideal del amor inefable, concebido como arrebato del espíritu y desdichada pasión (Dénis de Rougemont) por cuanto su meta, su quimérico logro, exige la enajenación de la identidad de los enamorados en esa pasión común, en su fusión. Pues en tanto en que se forma parte de un continuum no existe la posibilidad de un intercambio que exige, cuando menos, posiciones diferentes y objetos o información que intercambiar; de no ser así estamos ante una especie de comunión mística en la que la individualidad queda anulada como tal ( enajenada); no se transmiten entonces mensajes sino que, como en los «raptos» místicos, son los sujetos los «transportados» y no se comunica acerca de nada externo, nada es referido: participar es el mensaje. Se clausura así el sistema de comunicación cerrándose en sí mismo frente al entorno por respecto al cual puede ser considerado; se cierra al flujo de las referencias (al mundo como objeto tematizable) sin admitir novedad; se cierra a los valores sociales (al mundo como orden de relaciones compartidas) sin admitir posibilidad de cambios. Por eso el sacramento (la comunicación natural, el pensamiento mágico) resulta «indecible», impenetrable a la razón analítica, espacio enajenado, ensimismado, autorregulado, donde se anulan los sujetos, convertidos en meros operadores ceremoniales, y se clausuran las expresiones, autorreferidas, tratadas como cosas (de ahí su virtualidad mágica). Un tal sistema de comunicación, cerrado, no es posible por cuanto, como diría A. Wilden, carece de valor de supervivencia; sin embargo es posible identificar sus rasgos en comportamientos e instituciones sociales en las que esta comunicación sacramental sin duda desempeña una función, pero no es éste el lugar para su examen; bástenos por ahora designar tal función como «comunicación alienada», cuyo análisis emprendemos en otro lugar (13).
Tanto Freud como Piaget han aportado una explicación psicológica a esta universalidad del pensamiento mágico, «creencia verdaderamente católica», según Frazer, cuyas manifestaciones se encuentran tanto en las sociedades primitivas como en las desarrolladas. Freud (14) acepta la teoría asociacionista y la definición de Tylor según la cual la creencia en la magia es «la confusión de un nexo ideal con un nexo real». Pero, ¿cuál es la razón de tal confusión flagrante? Freud asimila analógicamente el pensamiento primitivo al infantil y considera que, siendo el deseo el motor de la acción mágica, el pensamiento animista se forja en la fase narcisista, cuando el «yo» es el propio objeto del deseo, «yo» que se está construyendo precisamente en esa época de la infancia. El hombre primitivo, como el niño, «exterioriza su organismo psíquico» e invade así el entorno perceptible con su «ánimo»; merced a la «omnipotencial del pensamiento los objetos pasan a un segundo
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plano frente a sus representaciones», es decir, en la fase narcisista los objetos (y los otros sujetos) no son más que proyecciones psíquicas que, por tanto, se doblegarán al deseo puesto que forman parte de una misma realidad en la que aún son borrosas las fronteras entre lo «interior» y lo «exterior»; hay ahí una realidad primordial aún no escindida, regida por «los principios de la asociación, la semejanza y la contigüidad, que encuentran su síntesis en una unidad superior: el contacto>, (15). La «omnipotencia de las ideas», que es también la omnipotencia de la producción simbólica, se encuentra en esta fase sometida al deseo, pero esos símbolos producidos se liberarán más tarde escindiéndose del deseo para convertirse en «poderes» autónomos, exigentes, que marcarán la fase religiosa, como superación de la fase mágica; esos poderes serán, entonces, poderes mediadores del deseo, símbolos mediadores, lenguaje.
Por su parte Piaget (16), admitiendo el fundamento último de la argumentación de Frazer y de Freud, precisa que el origen de la «magia infantil» se halla en la fase de vida sincrética del niño, cuando éste aún no ha discernido ni diferenciado entre «yo» y mundo exterior. El «realismo» es precisamente esa confusión entre pensamiento y cosas y «el niño ignora todo lo que es extraño a su sueño y a sus deseos». La participación y la causalidad mágica se hacen inteligibles porque para el niño, en esta fase de vida sincrética, existe «continuidad completa entre la vida de los progenitores y la actividad personal», con la particularidad de que va recibiendo un modelo fundamental de conducta: el mando; sus órganos corporales y el ambiente externo (la madre, específicamente) obedecen a sus deseos inmediatos de alimento, calor, etc. « ... hay un período durante el cual los signos son adherentes a las cosas y participan de éstas, aún habiéndose separado parcialmente de ellas». «Lo que la fase mágica, por oposición a las fases ulteriores, presenta de típico, es precisamente que los símbolos se conciben todavía como partícipes de las cosas. La magia es, pues, la fase presimbólica del pensamiento»; lo que, según lo expuesto, nos permite concluir que comunicación natural y sacramento, donde «participar es el mensaje», constituyen el grado cero de la comunicación.
4.-CONCLUSION PROVISIONAL
Hemos dejado sin examinar algunas cuestiones importantes que conciernen al concepto propuesto de «comunicación natural», cuestiones que serán tratadas en otro lugar, pero que no es ocioso enunciar ahora. La primera de ellas se refiere a la imposibilidad de una tal comunicación para funcionar en más de un nivel lógico, es decir, su imposibilida� de manejar distintas clases lógicas (de acuerdo a la Teoría de los Tipos Lógicos de B.
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Russell) y por tanto su imposibilidad para metacomunicar y para la negación. La comunicación natural será siempre afirmativa pues la noción «no» exige la escisión en unidades discontinuas de la negación y aquello que es negado. En segundo lugar, esta característica es coincidente con las propiedades que poseen los sueños (ausencia del «no») y con lo que los etólogos denominan comunicación animal, rituales también imposibilitados para la metacomunicación. En el actual trabajo
nos hemos limitado a definir el concepto de signo y comunicación natural proviniente de la Ilustración y a comparar e identificar sus rasgos con el concepto de lo sagrado proviniente de la antropología; hemos sugerido que ambos conceptos designan fenómenos relativos a la producción simbólica y a la formación del yo, que operan solidariamente en la comunicación; pero que la comunicación, considerada como un sistema de intercambio, exige símbolos y sujetos ya formados como
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diferencias. Por tanto, la comunicación natural o
el sacramento, como espacio de las relaciones
humanas, forma un sistema cerrado, clausurado
sobre sí mismo, una ceremonia ( en el sentido de
«figura proléptica» de G. Bueno) donde causa y
fin se identifican (los participantes sólo persiguen
participar), es de carácter exclusivamente afirma
tivo y sólo apta para la adhesión y, por todo ello,
puede ser calificado como sistema de comunica
ción alienada. Queda ahora abierta la cuestión de
identificar este tipo de comunicación alienada en
las ceremonias comunicativas de la sociedad mo
derna, donde el conocimiento es sustituido por el
contacto como fin de la comunicación, y el inter
cambio entre sujetos libres es sustituido por la
simple adhesión ritual. Es en estas tareasedonde Antropología y Teoría de la Co
municación comparten un objetivo.
NOTAS
(1) Gérard Namer: «Rousseau, sociologue de la connaissance», Paris, Ed. Klincksieck, 1978.
(2) Claude Lévi-Strauss: «Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del hombre», en AA. VV. «Presencia de Rousseau», Buenos Aires, Nueva Visión, 1972, pp. 7 a 19.
(3) J. J. Rousseau: «Discurso sobre las ciencias y las artes», Madrid, Alfaguara, 1979, p. 11.
(4) J. J. Rousseau: «Essai sur !'origine des langues», Bordeaux, Ducros, 1970, Edición de Ch. Porset, cap. II.
(5) Jean Starobinski: «J. J. Rousseau: la transparencia y elobstáculo», Madrid, Taurus, 1983, p. 183.
(6) J. J. Rousseau, «Essai», cap. IV, el subrayado es nuestro.
(7) J. J. Rousseau, «Dialogues», l.º Dialog. O. Completas,París, Gallimard, vol. I, p. 672.
(8) Dan Sperber: «El simbolismo en general», Barcelona,Promoción cultural, 1978.
(9) G. Bateson: «Metálogos: ¿por qué un cisne?», en «Pasos hacia una ecología de la mente», Buenos Aires, Carlos Lohlé 1976.
(10) James Frazer, «La rama dorada», Fondo de CulturaEconómica, Méjico, 1956, cap. IV. Sobre el tema del pensamiento mágico véase el interesante reading de Ernesto de Martino: «Magia y civilización», Buenos Aires, Ed. Ateneo, 1%5.
(11) L. Lévy-Bruhl: «L'experience mystique et les symboles chez les primitives», Paris, Alean, 1938. El subrayado es nuestro.
(12) E. Cassirer: «Filosofía de las formas simbólicas», F.C. E., Méjico, 1971, vol. 2.
(13) J. Avello Flórez: «La ceremonia ensimismada: un ensayo sobre alienación y pacto en la comunicación». Revista Española de Investigaciones Sociológicas. CIS, Madrid, en prensa.
(14) S. Freud: «Totem y tabú», Madrid, Alianza Ed., 1967,Cap. 3.
(15) Id. op. cit. pág. 115.(16) J. Piaget: «La representación del mundo en el niño»,
Méjico, FCE.
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