1
Libro de Marta Iris Díaz Gioffrè
Ni siquiera molinos de viento
Cada día observaba con desgano un mandato familiar: leer diez páginas del
Quijote. Y lo hacía antes de dormir. No quería oír por la mañana esas quejas repetidas:
‹‹ ¡a esta chica no le gusta leer! ¿Qué va a ser de ella cuando sea grande?›› Diez páginas
me compraban dos horas de tele a la vuelta del colegio: “El hombre del rifle”,
“Cheyene” ¡Eso sí que era!
Esa noche abandoné a medias al Ingenioso Hidalgo sobre mi mesita de luz. Ya
se escuchaba en la casa el sueño de mis padres y algún quejido desacomodado de
maderas viejas. Las lágrimas de mis bostezos aburridos humedecieron las sábanas. El
tedio prolongado sudaba en mi nariz. Por fin, ya sin pensamientos, apagué el velador:
entraba en la patria del ensueño. Algo impreciso, no recuerdo qué, quizá el silencio, la
ausencia de movimientos cotidianos, a veces fastidiosos, pero protectores, me previno.
De pronto un sonido leñoso y el bufido de varios caballos subiendo la escalera
sacudieron mi modorra. Deduje: es imposible, ¿caballos adentro?
Me levanté a los tumbos, desorientada asomé mi curiosidad a la ventana. Ya con
medio cuerpo afuera vi en la bruma del jardín que varias personas corrían sin
entenderse. Voces terrosas se mezclaban con un barullo sorpresivo. El establo había
desarrollado un corpachón cilíndrico, altísimo, y enormes aspas cubiertas con telas
viejas arrastraban al viento. Parecían cruces, con una movilidad desmedida de brazos
amenazadores. ¡Qué pasmo!
2
Mi padre en pijama peleaba con un hombre enjuto que vociferaba en un idioma
que me pareció antiguo. Discutían enardecidos. De mala forma papá trataba de hacerle
entender que la casa era suya. Lo que el desconocido decía no alcancé a entenderlo.
¿Qué conmovía mi vida de estudiante “dedicada”? ¿Qué sucesos incomprensibles
habían acaecido en tan poco tiempo? Fantasmas pendencieros trepaban con ruido por
las escaleras. Mi familia, demasiado entretenida en controlar el aumento del molino,
progresivo y usurpador, no escuchó mi llamado.
El miedo y el frío me retornaron a la cama. Pero antes de cubrirme lo advertí
tratando de entrar en mi cuarto. Mal predispuesto atravesaba forcejeando el espacio que
la puerta ensanchaba para hacerle sitio. Con voz carnosa, como de fagot soplado por
vientos añejos, se dirigió a alguien que lo escoltaba y luego a mí:
–– De pie niña, ¿qué haces acostada? ¿No te han avisado que vendría? Así te
preparas a recibir al menor, aunque muy esforzado, de los caballeros andantes.
Y sin otra palabra desmontó, pero una pierna le quedó mal enganchada en lo alto
de la montura, y agarrado del cuello de su caballo, que pretendía hacerse lugar entre mis
muebles, comenzó a gritar pidiendo ayuda. Yo, paralizada, ni pensé en ayudarlo. Un
hombrecito lo seguía, rechoncho y sonriente, me guiñó un ojo y con gesto paciente le
destrabó el pie. Permanecí debajo de las sábanas, quieta, el flequillo por periscopio
suficiente y asustado.
–– He venido a liberarte de tanto monstruo que te aflige, no me agradezcas, es
obligación de la Orden que profeso.
Y dirigiéndose al hombrecito le dijo:
–– Esta sin duda, Sancho, debe ser grandísima aventura, donde será necesario
que yo muestre todo mi valor y esfuerzo. El lugar es estrecho pero el espíritu amplio.
3
Y entró en el guardarropa con un propósito misterioso. Acobardada en mi hueco
deseaba enterrarme en el colchón. El rocín subió, impaciente, una pata sobre mi lecho,
yo sentí que moría.
El hombre que acompañaba a la extraña figura se sentó en el borde de mi cama,
y aunque él también traía ropas raras, me pareció más asequible, su acento sencillo me
habló con ternura.
–– Es mi señor caballero de grandes proezas., no te dejará abandonada ni
permitirá que esos fatigosos gigantes te aquejen. No temas, ese que habla tan
enseñoreado del lugar, también caerá bajo su lanza.
–– ¿Gigantes? ¿Cuáles? ¿Quién?
Aunque tartamudeaba, escuchar mi propia voz me dio coraje. El no dudó en su
respuesta:
–– Él que se dice amo de estas tierras. No diré que no temas; prudentes,
deberíamos prever algún encantamiento.
–– ¿Qué dice? Esta casa es de mi familia.
–– ¿Te engañaron los gigantes? Todo lo explicará mi señor a su tiempo, es fácil
equivocarse, el hombre esta empecinado. Dice que es tu padre.
Esa palabra no debía aparecer, argumento y resumen del miedo infantil que
ningún caballero andante lograría conjurar.
Don Quijote reapareció en la puerta del placard, una media azul y la boina del
uniforme del colegio le colgaban irreverentes del yelmo chato. Si antes había tenido
recelo, la suposición de un regaño injusto me produjo enfado; y salté de mi cama con un
brinco resuelto que me colocó en el centro de la escena. Lo encaré furiosa.
–– ‹‹Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrares,
aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi
4
desgracia, que no será tanta que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra
merced, a quien Dios maldiga y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el
mundo ››. *)
Sostuve el aliento, porque repetir de memoria el párrafo me había dejado
exhausta. Pero la evocación aumentó mi audacia, blandí a Don Quijote y lo arrojé con
tanta fuerza que fue a estrellarse despatarrado contra la puerta cerrada de mi habitación.
El estruendo me despertó.
Después, ya despabilada, lo uní y engomé con todo mi cariño. Pero nunca más lo
dejé en mi mesita de luz. De allí en adelante durmió a cuatro metros de mi almohada. El
temor a mi padre jamás fue tan grande como el pánico a que el Ingenioso Hidalgo se
colara en mis sueños.
*) La cita es de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, C. XXXI
El secreto de los dioses
Abandonó su capullo y se desplegó como si parpadeara, una vibración inocente
sacudió sus alas formidables, parecía una magnolia mitológica batiendo su perfume. La
cubría un lanugo iridiscente, marca inconfundible de su flamante nacimiento, su
palpitación sacudió las hebras frescas y envolvió con aliento inicial las luces del ocaso.
Las cascadas abochornaban la atmósfera con vaho selvático. No quedaba nadie
en el Parque Nacional de las Cataratas del Iguazú; un turista negligente, asustado por un
silencio repentino, trató de alcanzar el murmullo, ya lejano, del último grupo de
visitantes.
5
La mariposa, quimera aborigen mezcla de flor tropical y apetito clandestino,
olfateó ese olor fláccido. Y el hambre que hubiera calmado con un carpincho o una
nutria, se hizo tormenta en su vientre, agitó el vello de sus alas, y trepó por su abdomen
dorado de insecto fabuloso hasta gobernar su vuelo.
Antes de organizar la represión milenaria a que los dioses indígenas la
obligaban, antes que su lengua gomosa recorriera el objeto de su claudicación, antes,
disfrutó sus colmillos hundidos en la carne blanca y sorbió, envilecida, el sabor del
reencuentro con la madre de las drogas.
Entornó los ojos y ahuecó en su contorno la belleza de sus alas, un último
pensamiento se clavó en su mente: ‹‹tanto bueno durará tan poco››. Y se desmayó de
placer abrazando a su víctima, latiendo al unísono con los latidos del turista distraído,
que agonizaba ignorante de su privilegio: germen, narcótico y alimento de una deidad
femenina y su nueva progenie.
Los dioses no alcanzaron a reprocharle su degradación, ellos mismos padecieron
una excitación orgiástica que ocultaron meticulosamente en sus próximas leyendas.
El vientre del engendro
Yacía recostado contra la pared, la testa inclinada sobre el pecho, una pierna
apretada contra el vientre, se escurría de su frente un sudor maloliente y enfermizo.
Hacía tiempo que sus articulaciones denunciaban la artritis, obra tangible de la
humedad; y la dieta cárnea le producía una gota insufrible.
Aún el ruido más leve sonaba con el acompañamiento de múltiples ecos y hasta
el gorgoteo de sus vísceras se amplificaba por la enormidad hueca del recinto.
6
Meditaba cuál era su culpa, cómo ofendió a este mundo para merecer semejante
castigo. Su madre lo había abandonado apenas logró mantenerse en pie y recorrer esos
pasillos infinitos. A su pesar la recordaba con cariño, sus cabellos dorados eran el único
sol que llevaba prendido en las retinas. En cuanto al padre, sufría en su cuerpo la marca
de su filiación.
Una corriente de aire helado le avisó que afuera reinaba la noche, se levantó
arrastrando su corpachón y pensó que jamás la muerte auxiliaría la inflamación que
empeoraba con cada novilunio. Supo que se acercaba la carga periódica de asumir su
rol: la atmósfera cavernosa traía rebotando contra las paredes los pasos de un inocente.
Se preguntó qué mentira asumiría esta vez la mansedumbre idólatra y tembló de
repugnancia. Los cólicos redoblaron su empuje, el estreñimiento con que los hombres lo
abrumaban, como uno más de sus tormentos, lo retorcían de dolor, y se detuvo unos
instantes. Lo invadió la bronca, se despreció por ser incapaz de romper el círculo a que
lo sometía esa representación infame, ¡y tan caro pagaba su impotencia! La gota lo
abatía, la constipación lo humillaba; qué no daría por una fuente de frutas maduras,
cuánto deseaba un buen plato de verduras, pero, sin conocer su culpa, conocía su
condena, peor, porque era eterna.
Lo vio acercarse despacio pero resuelto. Sus ojos, acostumbrados a la penumbra,
descubrieron los contornos de su víctima: llevaba la cabeza inclinada hacia atrás y le
supuso un gesto de orgullo, impensable considerando su destino. Lo esperó con tristeza
y le habló con parsimonia.
–– ¿Tienes un nombre?
El jovencito lo miró asombrado: la bestia hablaba, y contestó con agresividad
provocadora.
–– Por supuesto, soy hijo de Egeo, rey de Atenas, mi nombre es Teseo.
7
El último velo
El castillo le pertenecía, era un trofeo conquistado en guerras recientes. Obtenido
con batallas de crueldad meditada en noches hurañas. El bosque lindero regalaba lo que
el califa usurpó con ganas: torrentes escondidos de aguas murmuradoras, como los
labios de sus jóvenes concubinas. Y rocíos frescos: así le brindaba sus manos la primera
esposa, con aroma verde, dispuesta a apoyar en sus sienes la delicia reposada de sus
dedos, cuando el fragor de una derrota, ahora lejana, inflamaba sus pesadillas y le
imponía una vigilia empapada de peligros y rivales. Ella proponía almohadas lozanas y
los vientres flamantes de cautivas adolescentes, pero él prefería que le recitara poesías
en su idioma natal o en esa lengua apacible de los conquistados, que tan bien sonaba
cuando la susurraba para provocarle el sueño o la calma.
El príncipe comenzó a sentirse empalagado. Nada lo complacía. Se encontraba
hastiado de combates recordados, de triunfos antiguos. Extrañaba el olor de la sangre,
particularísimo, único entre todos, tan precioso para su satisfacción.
De a poco perdió el gusto por los halagos de las esposas jóvenes. Las esclavas
compradas por su sirviente favorito no lograban incentivar su entusiasmo viril.
Cuando salía de cacería ni la afición por sus halcones ni la captura de piezas
difíciles entretenía sus horas. Se aburría.
8
Un día la casualidad buscó que cabalgara solo por los bosques cercanos al
castillo. El no esperaba nada, no preparaba nada, y se descubrió frente a un ciervo.
Disparó una flecha y le atravesó el corazón. Sorprendido por un acierto que no había
planeado desmontó y se acercó a su presa: una hembra de ojos enormes, marrones y
húmedos como las tierras conquistadas, que parecía mirarlo apelando a su piedad. Se
excitó por la presencia desvalida y acechó subyugado como manaba de la herida el
objeto de su sed. La flecha, clavada hasta la mitad de su eje, subía y bajaba con los
últimos latidos. Percibió como todos sus sentidos celebraban el instante: la nariz
alentando un afán díscolo; en su boca fluyó la saliva preparando el deleite.
Lo conmovió un estremecimiento. Deseaba, y deseaba eso.
Se arrodilló junto a la hembra herida y extendió su diestra hasta tocar la vida que
escapaba, vibrante, y se llevó a los labios la mano manchada de sangre caliente, con la
virtud de encenderlo.
Paseó el sabor por su boca, lo prolongó en cada rincón del paladar y lo redondeó
con la lengua, anduvo por su placer y quiso más. Desenfundó la daga y dispuso su festín
solitario y crucial. Introdujo el filo de costado en el vientre aún palpitante, con
delicadeza, y separó una lonja de piel. Exiguos rubíes dibujaron figuras de mapas
inexplorados, como esa voluptuosidad novedosa. Una posibilidad ignota surgió para él y
para su delicia. Cortó otra lonja y permaneció observando casi incrédulo la maravilla
que se brindaba para su regocijo de dueño arbitrario. El animal, moribundo, cerró los
ojos, como si lo avergonzara la embriaguez que producía. Su abdomen, desollado por
partes, sangraba con recato. Afiebrado por fuerzas íntimas, él lamió las heridas.
Columnas altísimas y ligeras rodeaban el recinto principal del castillo, varias
fuentes dejaban oír su murmullo, las acompañaba el sonido quebrado de una cítara
9
escondida. La cúpula de arcos elegantes, esculpida como filigrana por símbolos
arábigos y figuras geométricas, escondía las miradas del harem. El califa, agobiado por
su digestión pesada, descansaba en la penumbra de un crepúsculo calmo. El vino y el
calor lo habían tumbado sobre sus almohadones preferidos. Las alfombras espesas
apagaban cualquier crujido indiscreto.
Roncaba entre cojines labrados su barbarie, sólo sus bufidos rítmicos
interrumpían el devenir, hasta ese momento sereno.
De pronto, quién sabe por qué imagen soñada, se coló entre sus piernas un
apetito último, involuntario. Se incorporó con esfuerzo y palmeó. Su sirviente favorito,
el que sospechaba sus pensamientos antes de que los pensara, aproximó su solicitud
para escuchar su antojo. Que danzara la más joven y grácil de sus bailarinas, para él,
para que sostuviera su potencia provisional y sorpresiva, renuente a expresarse sin
señuelos exóticos.
Y el siervo le trajo una muchacha de curvas hechiceras y ojos volcánicos,
ocultos a medias por el misterio de los velos. Vestía tantas gasas y tules como eran
necesarios para guardar fugazmente su belleza precoz, y favorecer la danza de la
seducción. Para mejorar y dirigir ese deseo furtivo.
Pero él conocía bien su falta de deseo, su efímera energía, la eficacia escurridiza
que lo abandonaba sin aviso, dejándole las entrañas vacías y ese gusto metálico en la
boca, que sólo calmaba con opio o con sangre.
Ella, obediente, comenzó su baile sinuoso. Los movimientos de su vientre, como
olas de un mar tibio, obsequioso, hubieran conmovido la virilidad de cualquier varón;
pero no la de este. Toda ella consistía en una sinfonía femenina. Sus brazos merecían
volar, conmovía la ligereza y sensualidad con que los desplazaba. La persuasión de su
sugerencia tenía un punto de mesura, el justo, el exacto. Hubiera movilizado la pujanza
10
de otro, en su señor movilizaba nudos extravagantes y sanguinarios. Y se sacó el primer
velo, descubrió una de sus piernas, dorada por soles lejanos y extranjeros, una tobillera
de oro con campanitas acompañaba la música de sus caderas. Él, molesto, levantó una
mano, indicándole que procediera. Se quitó un manto levísimo que cubría su otra
pierna: un aro cercaba este tobillo, adornado con pequeñas plumas de plata, producían
un sonido nimio que se agregó a las ondulaciones de su cuerpo. Sacudió un guiño
fastidiado y ella apartó otra tela, descubrió su brazo derecho, tapizado por el lanugo
transparente de su nubilidad. Lo ennoblecía un brazalete ancho, adornado con rubíes; y
de él pendía un cascabel diminuto, imperceptible. A la cítara escondida se sumó un
salterio trémulo. Como ejecutados por ángeles o por demonios, estimularon la danza de
la muchacha. Pero su amo estaba insatisfecho y rebulló inquieto. Ella se quitó otro velo
y un ancho pañuelo de encaje cayó a su lado. Ahora sus brazos se unían y se separaban,
o tenían vida independiente, y su cintura poseía melodías amables, sutiles. El produjo
un sonido agrio; se apoyó sobre un codo y pidió vino con el arco de las cejas. El
sirviente, que veía antes y después de su mirada, sabía perfectamente: su ímpetu se
escabullía como una corzuela espantadiza; entonces aprestó dos efebos que ocultaba
para ocasiones especiales y escanció vino en la copa del príncipe. Se recostaron junto a
él, ronroneando, desnudos, dispuestos. Pero el príncipe no deseaba sus cuerpos ni sus
bocas, y los apartó como se apartaría a dos gatos rastreros. Su servidor, pálido, observó
la mueca mínima con que indicaba a la esclava que no interrumpiera su baile. Quería
algo diferente, torcido, algo que existía por fuera de su voluntad, en el borde de su
hartura y por dentro de la bailarina.
Ella extendió el quinto velo, se veían sus pechos pequeños, de aréolas rosadas,
que seguían, mansos, al resto de sus vibraciones. Pero él pretendía otra cosa. Unas gotas
de sudor aparecieron en sus sienes alteradas y un gruñido de bestia desgarrada o
11
excesiva se arrancó de su pecho. Un gruñido, mezcla de furia, humillación y fracaso,
que el criado le conocía y pronosticaba algo atroz, insoportable. Comenzó a jadear,
expuso un ademán áspero y la danzarina separó el sexto velo. La cubría un cendal
traslúcido bordado con hilos de oro, sus ondulaciones, quizá menos rápidas, dejaban ver
su desnudez. El terminó de sentarse, perseguía un fantasma evanescente. La ilusión de
su impulso, la causa, el icono que despertara su potencia ida. Entonces ultimó con gesto
terminante la caída del último velo. La bayadera ondeaba desamparada la danza de su
muerte. El servidor, detrás de una columna, cerró los ojos, espantado, y a su vez hizo un
gesto. La cítara y el salterio desaparecieron, las fuentes acallaron sus murmullos de agua
pura, el harem enclaustró su pavor. Las esposas y concubinas corrieron a esconderse. La
muchacha seguía su danza huérfana. Sus pechos, su pubis y su ignorancia esperaban al
hombre, pero su señor quería lo que quería. Se puso de pie, frenético, y levantó un brazo
perentorio. El siervo corrió presuroso y leyó en sus ojos el fuego de la orden que temía.
– ¡Dámela ya!
Sobre una almohadilla nívea le alcanzó la daga del horror.
Eclipse en el papel
Mariela era una jovencita larguirucha de sonrisa retenida y cabellos mustios.
Erraba por la casa como un bote sin timonel, a merced de mareas anónimas. Ni la
12
mirada cariñosa del padre, ni la evasión frecuente de la madre, o aún la música
estruendosa de sus hermanos, captaban su interés. No se oponía a nada, encallaba
casualmente en algún libro del colegio, o en algún encargo de su madre, y seguía, con
la misma sonrisa que dejaba puesta, a la manera de esos carteles que se encuentran en la
puerta de los negocios cuando el dueño no está y quiere avisar su ausencia.
Mariela intentaba su sonrisa y el resto de ella desmentía el intento. Su figura,
levemente torcida, su mirada sin objeto, la boca semiabierta de palabras perdidas, como
de hablar para oídos sin tímpanos.
Su padre, que sentía una debilidad opresiva por esta hija, había probado regalarle
un cachorrito. Se lo había puesto en los brazos y la animó a darle un nombre. Mariela
quiso entregarle una sonrisa consonante pero sus labios no se extendieron. Era incapaz
de sentir el mínimo cariño por esa bola pedigüeña, tan débil, tan dependiente. Y el
hombre cargó desde ese momento con un perro al que su mujer odiaba, sus hijos
varones descuidaron, y Mariela trataba como a un marciano familiar, que la olisqueaba
si comía algo dulce, y prescindía de ella por imposible, ni una miserable rascada de
panza podía esperar de la niña.
No era buena alumna pero tampoco ocasionaba problemas en el colegio, cumplía
con lo justo y pasaba desapercibida. Si las maestras no verificaban la lista se olvidaban
de ella, en realidad se olvidaban de ella aunque pasaran lista, y era mutuo. El mundo era
para Mariela una ocasión prescindible, colgaba su sonrisa de irse y se marchaba a esa
otra posibilidad de no existir, porque tampoco las fantasías eran su fuerte ni su estilo.
Un día el padre apareció con una máquina para sacar fotos instantáneas, uno más
de los muchos regalos con que trataba de capturar a su hija. Mariela vio salir de la
máquina al mundo y se extasió con las fotos de sus hermanos, de su madre, de su perro.
13
Se quedaba con los cuadrados coloridos en las palmas de sus manos, viéndolos, o se
tendía en un sillón, acurrucada, sonriéndoles.
Como a otras cosas, a esta también le llegó en la casa el momento del abandono.
Los hermanos perdieron el entusiasmo, y el artefacto terminó perdido para el mundo.
Ese fue el momento en que Mariela, heroína de una novela de instantes, se atrevió a
poner el ojo en el sitio correcto, y avizoró un universo encuadrado que se deslizaba con
sus movimientos. Durante un tiempo tuvo a la casa por horizonte y la recorrió, el ojo en
la lente, viendo todo en cuadritos pequeños, no quedó ángulo sin ver ni esquina sin
investigar. Otra vez, más por casualidad que por empeño, apretó el disparador, y de la
máquina emergió una realidad plagiada pero crucial. Nació para Mariela una certeza de
papel, tan asible como eran inexplicables el mundo, sus fantasías, y esos cuadrados que
miraba a través de la lente. Aleteó, parecía una mariposa escandalizada, y se posó varias
veces en la tecla novedosa. La máquina arrojaba imágenes confusas, decididas pero
inciertas, y Mariela jugaba con las fotos como jugaría con cartas de valor desconocido.
Se sentía dueña.
El padre previno el cambio de su hija como un observador atento advertiría en el
hervor de un mar sereno la tormenta equívoca. Las aguas se movías: ¿qué podía
esperarse de esa vibración? Tontamente quiso enseñarle a manejar la máquina, sólo
retraso el descubrimiento, porque la ignorancia no era el problema de Mariela. Por fin
convino en abandonar su esperanza, la chica le colgó su mejor sonrisa de ya vuelvo y se
retiró hasta que al hombre se le terminaron las ganas de verla portarse de un modo
normal.
Una semana más tarde reinició sus volteretas pueriles, donde la máquina
fotografiaba facetas de la realidad, con voluntad propia y algo desencajada. Y Mariela
14
se encontró con cada ángulo, con cada esquina, y rearmó en icosaedros asombrosos una
existencia mágica.
El padre se encargaba de que la máquina tuviera siempre rollos, ella se ocupaba
de construir su universo, multiplicación infinita de cuadrados desenfocados.
Al tiempo la casa se halló invadida de instantáneas sin importancia que aparecían
por los rincones menos apropiados: debajo de los almohadones, entre los libros, en el
botiquín del baño y resistían, tercas, cualquier imposición de orden. Se escapaban de los
cajones, de las cajas forradas por la madre, de los álbumes que el padre compraba
concienzudamente. Si antes Mariela no se encontraba en el mundo, y su vida no se
hallaba donde se halla todo, ahora las instantáneas rebasaban la vida familiar y se
imponían.
Una tarde de domingo llegó de visita una tía vieja que había quedado viuda, el
carácter algo avinagrado y muy de decir lo que pensaba. No habían pasado dos horas de
clima pesado de luto impuesto cuando la mujer denunció los cuadraditos invasores. Uno
de los hermanos de Mariela, con voz socarrona ubicó las coordenadas del desastre: «es
que Mariela saca instantánea todo el tiempo, vive en un mundo de papel»
Esa noche Mariela sintió una necesidad insistente, deseaba escribir, y sabía muy
bien lo que quería anotar. Necesitaba descargarse de una urgencia que la afligía. Buscó
entre los cuadernos del colegio y eligió uno casi sin uso. No sabía buscar otro
confesionario que las hojas blancas, lo forró con un papel de maripositas y se escondió
en su habitación para esperar. La máquina de instantáneas a su costado, como un gato
negro y tieso, le hacía compañía. El cuaderno abierto la miraba expectante, por fin
escribió:
«15 de abril: Hoy, quizá porque hay visitas, no quiso hablarme».
15
Una semana después Mariela volvió a insistir su necesidad.
«23 de abril: Apenas me nombra y sólo si tiene un buen día me indica con su voz
de grillo, -aquí, allá, no te muevas, despacio».
«27de abril: Creo que está enojada, no sé qué hice mal».
«30 de abril: Parece que hubiera recuperado la voz. Otra vez conversamos. La
besé tantas veces que tengo miedo a que se enoje y vuelva con su silencio. Qué dulces
son sus mimos, cric-cric-crac, parece una niñita pretenciosa, ahora quiere dormir lejos
de mi cama, pero yo la necesito cerca, abrazada. No entiende cuánto la preciso. Su
carácter es demasiado independiente. En cambio yo adoro sus caprichos, ayer se
antojó con un rincón y estuvo de un lado para otro fotografiando pelusas, creo que
buscaba una arañita vista al pasar que no quiso saludarla. Hurgué cientos de
fotografías buscando en cuál habría quedado la imagen de la vanidosa y armé un
álbum con las fotos de la arañita presumida. Si ella calla me siento morir».
«5 de mayo: He recorrido todos los cajones. Tomé conciencia de la gran
variedad de arañitas que existen. Compuse un cuaderno nuevo y las clasifiqué por el
tamaño de su abdomen. Mañana saldré a la búsqueda de la desaparecida, mi amiga no
quedará penando su amor».
«15 de mayo: Me siento agotada, a pesar de mis esfuerzos mi amiga pierde día a
día las fuerzas».
«20 de mayo: He compuesto un dodecaedro que hago rodar frente a ella,
inútilmente: el mutismo invade nuestra relación. Comprendo que su deseo supera mis
posibilidades. Nada de lo que hago satisface su afán. Agoniza. Nunca su negro fue más
16
turbio y sus aristas menos ásperas. Qué impotencia la de mis ojos que no descubren su
objeto. Flor que me brindó sus secretos, me hundiré en su pausa y seré su eterna
compañía».
El padre de Mariela notó el desgano paulatino de su hija, nada nuevo sucedía en
la casa, el crecimiento de sus hijos, las quejas rituales de su esposa, el desenvolvimiento
de una familia con las incomprensiones lógicas, los desacuerdos comunes, alguna pelea
más o menos ruidosa. Nada justificaba su evaporación, pero Mariela se hundía, sin
remedio, en una ciénaga de silencio e indeferencia. No daba ni pedía respuestas. El
hombre no dejó médico sin consultar ni brujo por obedecer. Un día, al volver del
trabajo, la encontró en la cama, abrazada a su máquina y rodeada de mil fotografías
masticadas, de la boca exánime le colgaba un hilo de saliva de colores. El hombre la
abrazó desesperado y aulló:
– Mariela, ¿por qué?
– Papito, no te equivoques, por fin soy parte de su vida.
Esa realidad de papel, onírica y bidimensional, la asiló totalmente, por fin su
eclipse existencial había encontrado un lugar vacante en la inercia del objeto.
La verdadera fiera
El hombre, en medio del crepúsculo que concluía, vio el destello dorado de dos
ojos, lo observaban. Lejos de sí, abandonado por su cautela, yacía su rifle. Ya pululaba,
entre el pajonal sediento, la vida numerosa que despierta apenas la cercanía de la noche
17
lo consiente. Y latió sobrecogido el corazón del trampero habituado sólo a la escolta
cómplice de la luna. Arriba se poblaba en la espera el cielo estrellado del desierto
patagónico. Y las estrellas palpitaron su asombro: ningún cielo tan negro, ninguna
tierra tan única. El jaguar respiraba silencioso una presa desconocida, su hambre no
ansiaba carnes raras, apetecía la espantada de un guanaco, el aullido de un zorro, hasta
el salto de alguna liebre. Lo usual. No había descendido hasta estas australes latitudes
para indigestar su paladar con carnes pútridas.
Pero cómo sabría el hombre que para el enorme félido pintado apestaba a lirio
hediondo. El terror lo paralizó, no la prudencia.
La hembra de jaguar alineó en dos paralelas categóricas sus pupilas verticales de
gato espléndido, y parpadeó, para romper el hechizo que la unía a ese ser desmañado
con vahos viciados de mamífero viejo. Se alejó asqueada, despaciosa, ni gastó en el
desprecio una carrera impropia.
Antes de la madrugada el hombre sacudió todos sus miedos y puso en marcha un
regreso precoz y apresurado. Quería dar la buena nueva, llevaba señalado el lugar
exacto de las huellas. Los grandes felinos pintados habían regresado a la tierra de los
vientos constantes. Sus moradores podrían temer en paz, su señoría retornaba para
recuperar su vasallaje antiguo y legítimo. Que temblara el usurpador bípedo, más aún el
extranjero…
Oración por Manuel Dorrego
Está oscuro, aún titila la última estrella. Espero desvelada y trémula el amanecer
fratricida; escucho a los fusileros en el patio grande: preparan sus aprontes de muerte.
18
Oigo, y escolta mi agonía un ladrido lejano, su indiferencia se propone acompañar mi
espanto. Dos horas, sólo le han dado dos horas para prepararse. Por una rendija que
existe para aumentar mi angustia o calmar mi desgracia, espío, los veo; una carcajada
siniestra sacude su flema: los verdugos ríen. Nuestro dolor es ajeno, ellos cometerán su
asesinato como se cumple una comedia más que una orden, no es su sangre la que
brama de impotencia. Dejo que mis penas, ya sin recursos, urdan tramas fantásticas y
huidas remotas.
La noche se aleja, acecho por la grieta y veo el patio enorme, la pared frontal
está pintada con cal nueva, como blanqueada con la pureza de una novia que espera a su
amado, a mi hermano, mi hermano querido; para recibir su despedida y mi veredicto.
Porque yo muero con él.
Se acerca la hora proyectada, la hora aciaga en que van a extirparme mi
hermano. Es ineludible, mi ojo se clava en el resquicio salvador y lo ve salir, pálido
como siempre, delgado como nunca. Noto cambios en él que me duelen y me consuela
que nuestra madre no esté. Los maltratos, el hambre, seguro está enfermo, ¡pero qué
pienso! Si va a morir, si van a matarlo.
Creo que me ve; un vistazo apasionado se posa un instante en mi ojo secreto.
Estoy segura, lo siento en las entrañas. Dura un soplo el encuentro pero la fascinación
de su mirada de dios en desgracia me envuelve. Me alejan del lugar enojados; con
acometidas caninas, se ceban en mi carne casi desvestida de hembra pobre, y yo permito
que manoseen mis pechos de hermana muerta. No saben quién soy, nadie sabrá jamás
quién soy. No paran hasta quitarme para siempre la diminuta atalaya de mi extravío.
Espero afuera su muerte y mi quebranto; en la garganta escucho la palpitación de
mi corazón y me ahoga, me ensordece. Convulsiona mis dedos un temblor de lutos
nuevos, y danza en mi vientre un fandango loco de náusea y de miedo.
19
Arriba el cielo trae encanto de aurora distante, el alba impone compases rosados,
se abre paso la sensualidad mentida del amanecer, la glacial displicencia de una
madrugada que quiere ser como otras y es distinta: el sol se atreve a delinear un día sin
piel, con la dermis escarlata, sangrada, rota. Porque es el día del fusilamiento de mi
hermano.
Escucho al pelotón, sus gritos, sus amenazas, y mil palomas estallan en vuelo
conmovido. Varios estampidos me avisan y sé; con el estremecimiento de mi vientre sé
que Manuel ha muerto. Y yo con él.
Después, porque desde ese momento todo será después; y nuestra historia sabrá
de una vez y para siempre que somos asesinos; ruego sin vergüenza, sin pudor, les
entrego lo poco que me queda, hasta mis tetas flacas de mujer disfrazada, encubierta.
Quiero acercarme a su cuerpo. Me urge tenerlo entre mis brazos, besarlo, protegerlo,
darle mi arrullo de hermana mayor. Y lo veo dejado de la vida, casi desnudo, el
uniforme destrozado, sangrante, boquiabierto, como para que el alma se le escape con
comodidad, lo veo enrollado en una contorsión siniestra y humillante. Almita mía que
de chico te acuné y ahora no puedo acomodar tu cuerpo en mi regazo. Tu cuerpo
querido, tibio de una muerte inexperta, quiere mentirme un suspiro falso, de fuelle que
se desinfla. En cambio ni una lágrima llora mi desesperación, mi congoja está seca,
porque estoy viva y no aguanto mi desgracia. Me apuro a lavarlo, a cambiarle la camisa
delatora, a disimular los orificios por donde se le fue la vida y penetró mi desconsuelo.
¿Cómo se recupera una existencia profanada? ¿Qué maldito patriotismo te
arrastró en su trayectoria y me dejó sin tus palabras? Sin tus ojos de noche, sin tu
espíritu delicado de rey o de Cristo. Con qué palabras consolaré a nuestra madre, a tu
20
mujer, a tus hijas; con qué pincel contaré tu asesinato. Mentiré colores saludables para
tu rostro y vigor para tu cuerpo atravesado. ¿Cómo pintaré la salud de tu muerte?
Parca voluptuosa que te llevas la flor y nata de mi gente, bruja de recursos
sádicos y sudor hediondo, asesina sensual que recupera para la epidermis de su maldad
el llanto lastimoso de una madre, el hipo triste de una hermana; el gemir profundo de un
pueblo. Arpía maldita, pródiga en desastres, no me dejes, no me abandones, crispa en
mi garganta tus garras, que no haya oscilación en tu designio ni tardanza en tu intento.
Me enloquecen tus dudas. Muerte arbitraria de posiciones absurdas que disfruta el dolor
cautivo en el lamento inicial de este suelo: ¡murió Manuel Dorrego!
13 de diciembre de 1828 (*)
Señor Ministro:
Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de
ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división.
La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha
debido o no morir; y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él,
puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.
Quisiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires, que la muerte del coronel
Dorrego es el sacrificio mayor que pueda hacer en su obsequio.
Saludo al señor ministro con toda atención
Juan Lavalle
(*) Comunicado del Gral. Juan Lavalle dando cuenta del fusilamiento del Cnel.
Manuel Dorrego.
21
La generación pragmática y la protesta callejera
En Buenos Aires se levanta, cerca de la estación de trenes “11 de septiembre”,
un edificio incendiado cubierto con flores, cirios y evocaciones. La ciudad tiene los
cielos empañados y la agita un ánimo turbulento. Un barrio de comercios descuidados
se extiende desde la estación de trenes hasta la Facultad de Medicina. Lo altera el
tumulto de una manifestación ruidosa pero sobre todo desdichada: la muerte y el
hambre, la desorganización y el soborno, el desempleo y la miseria, tres parejas
monstruosas confesaron su amor y parieron sus crías. La ciudad tirita.
En el edificio de la facultad, detrás de las puertas enormes, casi a punto de bajar
las escaleras interiores, se chocan dos alumnos de primer año. En la espalda llevan
mochilas con los libros; sobre un brazo, doblado, el delantal blanco; cursan Anatomía.
El jovencito, alargado y delgaducho, con el pelo rubio y plomizo de las nieblas
porteñas, lo lleva atado en una cola. Ella, una morochita despabilada, suelta su cabello
renegrido para que luzca su brillo. En los ojos sostiene un punto apasionado y en la piel
exhibe el color cobrizo del lapacho sudamericano. Huelen mal, un olor acre y penetrante
a formol denuncia que cursan el período de disecciones. Pertenecen a la generación
nacida alrededor de 1980, etapa espinosa para este país. Arrastran los perjuicios de
malos gobiernos, algunos ‘de facto’, de la globalización, la mafiocracia y la falta de
ética que las generaciones anteriores les legaron. Van ilesos de drogarse por casualidad.
22
Generación perdida pero continuamente recobrada. Para ellos ganar el fin del día es un
riesgo y una cumbre; sobrevivir su meta y su apostolado; la ecología su nueva religión,
los preservativos un artículo de tocador imprescindible. Pragmáticos por necesidad.
– ¿Salimos?
– Me da miedo, la agitación es grande.
– Subamos a la biblioteca de profesionales, a esta hora está vacía.
En la biblioteca piden revistas con novedades, para sentirse importantes. El
muchacho se desploma en un butacón, ella se quita la mochila con gesto ágil y examina
las revistas con curiosidad: ¡GENÉTICA! Y se enfrasca golosa.
Cuando él logra acomodar su cansancio la reconoce con agrado, pero no
recuerda su nombre. Pertenecen a comisiones diferentes. Utiliza para hablarle la voz
apagada que la solemnidad de la biblioteca y la aspereza de la bibliotecaria exigen.
– No sé tu nombre.
– Porque estoy al final de la lista, Zúñiga, Luján Zúñiga. ¿El tuyo?
– Adleraugen Pedro, estoy al principio.
Y se hunden en un cuchicheo clandestino. El lugar, mejor conservado que la
biblioteca de alumnos, tiene olor a cuero y cierto aire recatado. La media luz del recinto
y el respeto que les impone podan sus frases, pero aunque furtiva, su juventud indiscreta
se impone y la chica indaga a su compañero con picardía.
– ¿Qué vas a seguir cuando te recibas?
– ¡Falta tanto! Todos me dicen que es muy temprano para pensar en eso.
– ¿Quién te dice? Nunca es temprano para divertirse fantaseando; yo quiero
estudiar ingeniería de sistemas y aplicarlo a las neurociencias.
–– ¿Otra carrera además de esta? ¡Qué pavada!
23
Ella se acurruca en un rincón del sillón gigantesco. Con la cabeza enterrada en la
revista, que simula leer, oculta sus murmullos y al mismo tiempo defiende su proyecto.
Pedro mira el techo, por fin lanza una pregunta indignada:
– ¿Tanto te gusta estudiar como para prolongar la agonía de los cursos?
– No exageres, algunas materias se pueden cursar al mismo tiempo.
– Un proyecto chiflado.
Él gira bruscamente la cabeza hacia ella como para aplastarla con algún
razonamiento, pero se encuentra con el chistido enérgico de la bibliotecaria. Entonces
mira con fijeza la cabellera esparcida que desparrama el charol revoltoso de sus brillos.
Se sobresalta y rebulle inquieto en el asiento, habla muy bajo y usa una inflexión
irónica.
– A la Zúñiga no le alcanza con Medicina. ¿Por qué no agregar, para entretener
su ocio, alguna materia suelta de Ingeniería?
Desde abajo de la melena suntuosa sale una voz amortiguada:
– Estoy cursando desde marzo, asisto por la noche y no me va tan mal. Hoy
tengo clase, espero que la manifestación no me haga llegar tarde; ¡Análisis Matemático
es un infierno!
– ¡Estás arreglada! Los familiares de las víctimas del incendio no abandonarán
su puesto hasta que la sala acusadora decida si habrá juicio político para el Jefe de
Gobierno.
– ¿Hasta cuando durará tanto alboroto?
Al muchachito larguirucho se le crispan los maxilares, toma por desinterés las
palabras de la muchacha y se lo suelta sin más trámite.
24
– A la Zúñiga sólo le interesan sus cosas, quiere estudiar Medicina, Álgebra,
¡vaya a saber que más! Anda curioseando por la Universidad. ¡Total!, paga el pueblo, la
U.B.A. es gratuita.
Entonces Luján, que hasta ese momento transitaba serena por los comentarios de
su compañero, esconde su vista empañada, precisa unos minutos para rearmarse, y le
incrusta una mirada virulenta. El sonido de sus palabras baja varios tonos, palpita en un
matiz contenido y desgarra el aire que los separa.
– Adleraugen, te hace hablar la envidia, perdí un primo en el incendio de la disco
República de Cromagnon, mi familia se la pasa llorando, por eso estudio en la
biblioteca, pero sé lo que quiero y nada va a quebrarme.
Pedro Adleraugen la observa espantado y recobra con urgencia su visión del
techo, se estira simulando comodidad y repasa el año, como si pensara que no sabe
dónde estuvo. Se pregunta cómo remendar su grosería. La chica retorna a la revista y
vigila con insistencia su reloj, un eclipse incómodo baja sobre ellos.
– Desde la mañana que no como y mi estómago ya gorgotea, ¿no tomarías algo
caliente conmigo?
– Apenas tengo una hora para llegar a la Facultad de Ingeniería, ¿me alcanzará el
tiempo?
– No me preocupa tanto tu clase como los familiares de las víctimas de
Cromagnon. ¿Nos filtraremos entre ellos?
Reanudan su compañerismo sin más explicaciones y salen del salón
juiciosamente, como si la vetusta archivera, eterna en sus funciones y en su
desconfianza, fuera a retarlos. Todavía los incomoda su cruce de palabras.
Cuando alcanzan el inmenso hall de entrada ven la calle, bulle y se escuchan
estribillos. Ellos contienen sus pasos en lo alto de las escaleras, desde allí ven la
25
perspectiva de la plaza vecina, continúa atestada, los impresiona observar que las
cabezas de la gente tienen movimiento de oleaje tormentoso. Se imponen, mezclados,
diferentes cantos de protesta. Pedro sacude intolerante su mochila, la maraña de
estribillos lo eriza. Luján baja la vista sobrecogida: ¿qué hace el hambre junto a la
injusticia? El dolor de esas gargantas es tan cercano y tan extraño, ¿acaso sus tímpanos
saciados omiten el hambre desconsolado de esas bocas? Hambre y sed de justicia, está
bien, ¿pero también hambre de comida?
Quizá Pedro y Lujan consideran a la desigualdad como un fantasma lejano o
increíble. Una ficción para ver por televisión, tal vez una estadística vergonzosa, pero
sin cuerpo ni sustento. Ni siquiera son ignorantes, o desinformados. ¿Incrédulos? Ateos
de la realidad.
– ¿Tu familia está en la manifestación?
– ¿Estás loco? A mi tía no hay psiquiatra que le alcance y mi tío no volvió a
trabajar. Mis viejos mantienen a todos. Ya es muy tarde. ¡Yo necesito asistir a mi clase!
No quiero soportar este desorden, es ajeno.
– ¡Qué ilusa y qué porfiada! Y este movimiento ¿hasta cuándo pensará
prolongarse? Voy a acompañarte.
Entonces Pedro le toma la mano con decisión, ella no desprecia el contacto, y
bajan pegados a la pared del edificio. Al muchacho le da ánimo sentirse protector y
advertir que ella acepta su protectorado, pero también experimenta temor a los coros
imperiosos de la necesidad. Lo alarma el retumbar de los bombos. En una esquina ya no
logran avanzar, Luján, dos pasos detrás, queda mal atrapada por varios personajes que
saltan impulsados por sus propias causas. Pedro se clava contra el borde de una ochava
y con su mano izquierda tironea de la chica.
– ¡Pedro, se rompió mi mochila!
26
– No te pares aquí.
– Pierdo mis libros, se me cae todo.
Una oleada humana lo retrocede hasta ella, se miran por primera vez, los ojos
oscuros de Luján expresan su falta de costumbre en esas luchas. Él la protege con su
cuerpo. Atrapa con un brazo la mochila y con el otro a su amiga. Siguen juntos,
apretados, conmovidos. Pedro Adleraugen empuña ancho su coraje nuevo.
Avanzan unas cuadras, pero la manifestación se prolonga. Todas las injusticias
desfilan por la vereda derecha, y todos los agravios irrumpen por la vereda izquierda, y
se unen en el centro formando una yunta interminable que reproduce y multiplica sus
propios ecos.
– Pedro, siento que me desmayo.
– ¡Ni lo pienses! Estoy buscando una salida.
Le pasa el brazo por las axilas y la lleva arrastrando un tramo, la estrecha con
fuerza, ya no es el jovencito delgaducho o el estudiante quejumbroso. Es un hombre
contrariado. Su frente transpira y sus cejas fruncidas delatan su desagrado. Luján se deja
conducir; ya no piensa en Álgebra, ni en llegar a tiempo a la Facultad de Ingeniería,
sólo piensa en agarrarse de su compañero, sus manos se crispan sobre la campera de él.
Pero también escucha los cánticos, una realidad que no la deja huir, un dolor que no la
suelta. Todo camina: los estribillos, los bombos, las pancartas, las protestas, los
familiares de las víctimas con la fotografía de su muerto colgando del cuello.
Por fin, Pedro entrevé un claro y logra alejarse de la caravana que cede su cerco,
entonces sujeta a su chica y la lleva hasta una esquina despejada, para que se apoye
contra la pared y él se da un respiro.
– ¿Cómo estás?
27
Luján derrama su cabellera sobre el hombro del amigo, tirita acongojada, llora
por su primo, por sus tíos, por las ciento noventa y cuatro víctimas fallecidas en la disco
República de Cromagnon, sobre todo llora por sí misma, que aquel 30 de diciembre del
2004 faltó a la cita con la muerte por casualidad. Él acaricia su cabeza con dulzura. No
son los mismos. Los gritos se hunden en su piel y ellos les permiten hundirse. A cada
instante se les hace más difícil encontrar un asilo para su pragmatismo. Pertenecen a una
generación que aprendió en la cuna la realidad del SIDA: que no se sale de la casa sin
preservativo, como antes no se salía sin pañuelo; que existen genocidas sueltos, que sus
hermanos se van al extranjero a buscar un destino como antes vinieron sus abuelos a
buscar el suyo. La generación de los Simpson, quizá víctimas, difícilmente invictos, con
seguridad livianos. Sobrevivientes.
Buenos Aires puja sobre cada una de sus calles, esquina por esquina, su propio
alumbramiento.
Travesura espacial
La nada cósmica emitía espasmos aburridos, bufaba su magma una acumulación
informe. Por fin, con asfixia exhaló su sombra postrera:
– ¡No soporto esta desolación! ¡Tanto sin ser!
Cuando hubo escudriñado hasta el último ángulo de su hastío fraguó el peor
estallido y apuró su remate: fue el Big Bang.
28
(¿Lo habrá meditado como un alumbramiento?)
Oveja Dolly
Se despertó una mañana de plenilunio y vio sin asombro la vejez de su hija y el
nacimiento precoz de su madre. Murió de juventud, entre un mar de gemelas, sin
reconocerse, pensando que era única.
(N. N.) Ningún nombre
Un N. N. masculino, aplanado sobre la camilla de anatomía patológica, ya en el
umbral del Más Allá, reclama: – no tuve hijos, no planté un árbol ni escribí un libro.
Nadie se acordará de mí.
La Muerte lo consuela: – mira junto a la camilla de disecciones, esa estudiante
que ves ahí, la rubiecita, ella pintará de colores tu cadáver, se fotografiará junto a tus
despojos, de tus restos hará ciencia. En sus ojos llevará tu sombra.
– Es poco, esa huella es insignificante.
La Muerte frunce las cejas: – hablará de tu anonimato y colocará tu memoria en
su culpa. ¿Alcanza?
– De ningún modo, ¡quiero un nombre!
29
– Si tuvieras el más pequeño de los nombres, ¡deberíamos lidiar con tu
fantasma!
La certeza de Guillermo
La cabeza un poco más a la derecha, no, no tanto. Cierra los ojos, será mejor que
no mires. No te asustes. Tiemblas demasiado, ¿cómo puede ser que conociéndome tanto
te asalte el miedo?
Ya está, ya pasó todo, ahora puedes comerte la manzana.
La Vespa octoptera
Desplegó sus ocho alas iridiscentes, cuatro pares simétricos hasta en su más
insignificante nervadura, y levantó un vuelo inicial y curioso.
Dejaba atrás una estela dorada de espuma herida por colgajos translúcidos. Y
arremetió contra el cielo, poderosa a su pesar, como si allí la esperara un destino de
última reina de la especie Vespa octoptera. Subió más allá de las nubes, más allá del
ocaso púrpura que le brindaba como norte a su lucero vespertino. Escaló bóvedas
vacías, sin iluminación ni oxígeno, y su vuelo siguió prosperando, obstinado, hasta
30
zonas tan desiertas que se indispuso por su misterio. Pero mantuvo su vuelo rítmico, sus
ocho alas se encontraban y separaban para propulsar su impaciencia. Atravesó el cielo
de la Luna, níveo y silencioso, y abandonó sin respuesta la pregunta por sus manchas,
eterna ilusión para la curiosidad humana.
La Vespa prosiguió febril. Anduvo el cielo marciano, ligeramente rojizo, quieto,
como de pobladores antiguos; lo dejó atrás y continuó por un rastro de múltiples
asteroides que la hicieron brincar, alocada de sorpresa, pero ellos le hicieron lugar:
apartaron gentiles su peso y sus reflejos para que pasara la última reina de ocho alas.
Se abatió desenfrenada sobre la órbita de Júpiter: parábola mayúscula de un
planeta gigante. Hinchó su tórax y extendió sus alas, comenzaba a sentir que el cielo le
pertenecía, que ese mar oscuro, habitado apenas por el silbido de órbitas perfectas, era
su reino; y ocupada por el pensamiento de tanta grandeza entró en el cielo de Saturno.
Cuando observó las coronas saturninas un deseo de plenitud sacudió sus alas
iridiscentes. ¿Acaso su reino contendría la estirpe de tanta belleza? ¿Era tiempo de
detener su vuelo y anidar en esos anillos de brillos policromos? Voló esperando un
signo, algo que le indicara un destino espléndido de última reina encontrando su sede.
Nada le pareció tan notorio y, aunque se sentía cansada, remontó los cielos de Urano.
Sobresalía la oscuridad, el planeta inasequible no parecía ofrecerle demasiado, de lejos
se sentía la mortificación helada de su mole. Se sostuvo un instante y renovó su vuelo,
otro escenario debía ser destinatario de su jerarquía, nada indicaba cuál era el término
de su viaje, y continuó dispuesta a cumplir el plan que la preexistía.
La órbita de Plutón se le antojó infinita, huraña y aún más gélida que la de
Urano. Ya no recordaba a la Tierra, el planeta tibio desde donde había partido, y los
rayos del Sol, apenas un círculo diminuto a sus espaldas, hacía rato que significaban
31
ausencia. Sus ocho alas, ya túrbidas por el hielo y entumecidas por el frío, no tenían los
movimientos heroicos del inicio.
Volaba su aspiración postrera cuando descubrió al polo hipnótico de su certeza.
Más allá de toda negrura, más allá de cualquier círculo glacial, le aguardaba la estrella
exacta. Armiño, brillante, lechosa. Sirio iluminaba la noche de los tiempos.
Sucedió, como si fuera posible, un mutuo reconocimiento.
Ahí aprehendió su destino, impreso desde siempre hasta en la iridiscencia de
cada nervadura, previsto en la potencia anhelante de sus alas de última reina. Ordenó su
atrevimiento y abandonó el sistema solar. Sirio la esperaba, remota, trágica, ineludible.
La preparación ilusoria
–– Veamos: tú, el más jovencito, colócate cerca, que tu mano estirada entre en el
plato. ¿Sí? ¿Va bien? Bueno, quieto. Ahora el de al lado, baja la cabeza, espera, que me
corro para verte mejor, bájala más, tu cabeza no debe verse, sólo la capucha, si te
inclinaras un poco más estaría perfecto. Ahí, ahí. Sigamos, tú, como rezando, pero no
escondas la cabeza, sólo dos deben estar tan inclinados. ¿Vais entendiendo cómo quiero
la cosa? Los platos desordenados, como quien está terminando de comer. ¿Qué tal os
quedan los disfraces? Parecéis monjes medievales. Tú, despéinate, que a Pedro me lo
imagino un hombrón oscuro. Vosotros dos de espaldas, agachados, las capas con
movimiento, como si estuvieran vivas. Tú, Cristo, acomódate de frente. ¡Qué poca
32
inspiración, hombre! Ponte en su lugar: no pienses en tu mujer, piensa en que van a
asesinarte, en que tu mejor amigo te ha traicionado, ¿no tendrías una cara algo más
mística para la ocasión? Levanta los ojos, anda, con cara de pronto me matan, ¡pero no
tendrás una buena cara de Cristo para este pintor! Cada uno en su lugar.
El maestro se separó de sus modelos, entornó los ojos, los dejó entrar en sus
retinas y remontar milenios y congojas. Poseía la capacidad de transformar la escena en
uno de sus más hermosos cuadros. Sin embargo, ‹en la habitación la luz de una bombita
eléctrica untaba los muros, hacía relucir los cristales de una mampara y hería
brutalmente aquellos doce rostros humanos poniéndolos en evidencia con rigor de
fotografía policial›*.
Salvador Dalí comenzó su Ultima Cena. Un halo misterioso descendió en
silencio, el maestro pintaba…
*Esta frase es de “Adanbuenosaires” de Leopoldo Marechal.
Dorso de mano
Lo que paso a narrar fue referido por una persona de mi máxima confianza
durante nuestra trigésima reunión de exalumnas y nada me hace dudar de la veracidad
de la relatora y su relato. Jamás había terminado una velada sin que interrogáramos a
María Pía sobre algún caso famoso relacionado con su profesión. Como médica forense
de la Morgue Judicial su memoria abundaba en anécdotas: el caso García Belsunce, el
33
asesinato de Carlitos Junior, las manos de Perón. Aquella noche convino en relatarnos
un hecho que, según dijo, conservaba para ella un valor enigmático. Nos acomodamos a
su alrededor dispuestas a escucharla y a pedir detalles.
–– En 1968 ––arrancó con su voz doctoral–– Anatomía tenía anotados para la
primera fecha de exámenes más de cien alumnos. Sin miramientos nos dejaban esperar
en las escaleras oscuras, horas, y hasta días. Agotados nos sentábamos en aquellos
escalones lóbregos, releyendo en la media luz. Desde hacía meses una extraña alumna
buscaba mi cercanía. Entretenida en mis problemas jamás le di pie para charlas y menos
para confesiones, además, en su proximidad el tufo hediondo de los preparados
cadavéricos se multiplicaba y producía el alejamiento de todos.
María Pía se silenció unos instantes, parecía clasificar sus recuerdos. La
promoción logró contener un murmullo de interrogación, el carácter de nuestra amiga,
la “estudiosa” del grupo, permitía creer que era capaz de eludir a cualquiera. Con
esfuerzo la dejamos reanudar su relato.
–– En esos días de espera todo parecía tenso y la atmósfera se prestaba al
secreteo, el miedo a fracasar nos producía cólicos. Sentíamos terror de olvidarnos las
cajas de disecciones, los guantes de látex o de perder las hojas de repuesto del bisturí.
Yo hubiera escuchado cualquier cosa que me distrajera de la repetición de los pares
craneanos o las ramas de la arteria maxilar superior. Todo contribuyó a que le prestara
atención aunque me parecía francamente desagradable, noté que sus labios delgados se
crispaban y los colmillos superiores, demasiado grandes para su boca, quedaban
expuestos cuando la cerraba.
Debo reconocer que mis compañeras y yo, impactadas por la descripción,
hervíamos colmadas de preguntas, la misma curiosidad nos obligó a mantenernos
calladas. María Pía continuó.
34
–– La muchacha extraña se acercó hasta que su barbilla rozó mi hombro y dijo
en voz baja: «hace meses que deseo hablarte». Yo retrocedí un paso y la miré de frente,
con el rabillo del ojo vi el brillo de la caja de disecciones, tintineaba en el bolsillo
derecho de su delantal. Ella acortó el paso que yo había alargado y volvió a cuchichear
en mi oído: «sé que pasaste con buenas notas el período de disecciones, no es mi caso,
aunque no por falta de estudio».
La muchacha rara comenzó a tener para nosotras la consistencia tirante de lo
temible.
–– No me quedaba otro remedio que preguntarle qué había ocurrido ––expresó
nuestra amiga levantando la voz––, ella, entonces, se acercó más al rincón donde yo
repasaba los textos. El hedor fétido del formaldehído que emanaba se incrustó en mi
nariz. «Habrás aprobado de cualquier modo o no estarías acá», la interrumpí casi
sofocada, pero se desentendió de mi brusquedad y siguió: «como primera tarea me tocó
disecar dorso de mano derecha en el cadáver de un N. N. recién traído, como éramos
tantos debí compartir un campo tan pequeño con Daniel Garra» « ¡Justo con Don
Tembleque!» Se me escapó esta exclamación porque nuestro compañero padecía un
parkinsonismo congénito que no lo dejaba parar. «Exacto, creo que fue mala voluntad
del Ayudante de Cátedra, sin embargo terminábamos bien nuestro trabajo cuando pasó
lo inevitable: su bisturí atravesó mi guante» « ¡Eso es grave!», le grité sorprendida,
había despertado mi interés. « Mucho, aunque no en el sentido que estás pensando.
Enseguida me atendieron y la misma cátedra me proporcionó lo necesario, antibióticos
y la vacuna antitetánica; dos semanas después terminó la infección y comenzaron mis
desgracias».
35
María Pía detuvo su relato y sacudió la cabeza, no sé qué le molestaba. Nosotras
queríamos que siguiera y en adelante nuestra amiga no volvió a interrumpirse, como si
lo que expresaba poseyera un ritmo interior apresurado.
–– Me chocaron sus palabras, me pareció que trataba con displicencia a su
accidente, pero no llegué a decir nada, ella se pegó a mí y continuó: «al principio creí
que me había contagiado los temblores de Daniel, no podía sostener el bisturí y las
pinzas, ni siquiera lograba sujetar los cubiertos». «Pero los temblores de Daniel son
congénitos, ¿cómo podrías contagiarte?», argumenté pensando que iniciaba una
discusión. «No terminó allí la cosa, mis padres me llevaron a un especialista que
adjudicó el problema a mis nervios y me medicó». Mientras ella seguía hablando
observé su caja de disecciones, se movía con sacudidas tan fuertes que el barullo de los
instrumentos que guardaba reunía la atención de los alumnos cercanos. Quise consolarla
pero me dirigió una mirada atormentada: el olor mefítico de los preparados cadavéricos
se instaló con densidad entre nosotras. « Nada de esto es comparable con lo que voy a
mostrarte y te ruego que no me rechaces».
Aquí nuestra amiga bajó la vista y el tono de voz, nosotras pendíamos de sus
labios:
–– Sacó despacio la mano derecha del bolsillo de su guardapolvo y vi que a
pesar del verano la llevaba enguantada, no pude evitar un gesto de sorpresa, ella
insistió: « no te asombres por lo que vas a ver». Con suma delicadeza se quitó el guante
con la mano izquierda y me mostró el dorso de su mano derecha, monstruosamente
enrojecido y perfectamente disecado. En ese momento escuché mi nombre, pegué un
salto y entré en el salón de exámenes. Cuando salí la busqué por todos lados, pero no
volví a saber de ella.
36
Nuestra amiga suspiró y entornó los ojos, ensimismada. Esa noche concluyó
entre cuchicheos sigilosos sin que nadie se atreviera a pedirle detalles como en otras
reuniones, no tanto por la extravagancia del relato como por la turbidez de su mirada,
por lo general despejada e inteligente. Por su parte ella se sentó en un rincón y no volvió
a despegar los labios. En los años siguientes no concurrió a las reuniones de exalumnas,
sus evasivas no me engañaron, pero tampoco supe descifrar la verdad.
El duende del centro comercial
Espero detrás de una columna plateada, me atrevo a espiar y veo mi reflejo en
las vidrieras, mi imagen centenaria rebota en cada brillo, en cada adorno. Ya es el
momento de mi danza, es la hora de mi libertad y mi desenfreno. Pronto la madrugada
amenazará la euforia de mi noche. Queda la actividad de la trasnoche, algún ruido
perdido, una silla no termina de acomodar sus maderas, el taconeo de un vendedor
rezagado, el último cepillo de la limpieza, el saludo entre los custodios que escudriñan
rincones, hasta asegurarse que las horas continuarán sosegadas.
¡Por fin solo! Me siento Cascanueces, doy un salto prodigioso sobre las mesas
de la cervecería, salpico con mi baile travieso los mostradores y las sillas arrinconadas.
Me deslizo y fluyo por los pasillos encerados como un bailarín del Bolshoi, soy joven
otra vez: ¡soy mágico!
¿Qué veo allí? ¿Qué extraña agitación es esa? ¿Qué se escapó de la vigilancia de
los hombres? Y entra insolente en mi mundo, se atreve con las horas hechizadas de mi
pertenencia. ¿Pero está viva? Una niña bellísima, rubia, perfecta, me apunta con su
37
boquita de cereza. ¿A qué reino pertenece?: soy incapaz de pensar, tanta es su belleza,
su piel de pétalo, sus movimientos tenues, que detengo mi danza loca. Su mohín
desdeñoso solivianta mi ánimo.
Le sonrío pero no me contesta ni detiene su vaivén mínimo, mi presencia no la
distrae. Me acerco un poco, quizá la luz escasa le impida advertir mi presencia.
Intentaré algunos pasos de baile diferentes; pero no le gustan, probaré otros, más
complicados y actuales. Procuraré acercarme y conmover su apatía de niña bella. ¿Qué
haré para vencer su desinterés y procurar que levante la vista hasta mis ojos?
Creo que la fuerza de mi fantasía vencerá y conseguiré emocionar su corazoncito
de diva, mis halagos podrán con su indolencia. ¡Pero no me mira! Me prodigaré en
galanterías. ¡Fuera de mi cabeza este gorro de cascabeles que demuestra mi edad y
aumenta su rechazo! Me enojo y el rencor me arranca lágrimas encantadas que llenan de
reflejos iridiscentes los rincones ocultos. ¿Qué no ve en mí que presiento todo en ella?
Ah, niña esquiva que burlas mis ansias de espíritu travieso. ¿Para quién guardas esa
mirada absorta, para quién reservas tu sonrisa helada de moderna Mona Lisa? Quiero
ser el destinatario de tu danza sin fuego: yo incendiaré con mi genio revoltoso tu
espíritu ausente.
¿Qué ven mis ojos? ¿Qué destruye mis amores? ¡Es injusto! ¡Mi niña bella! Un
dispositivo sórdido acuna tu latido de diosa indiferente. Y yo, desventurado, fui
engañado por una batería moderna. Pobre mi niña ciega que duerme el sueño eterno de
los juguetes caros, los adornos artificiales y la utilería de vidriera.
Amanece. Quizá un centro comercial no es el mejor lugar para un duende
antiguo. Me voy pisoteando las lágrimas nacaradas de mi dolor. ¡Pero volveré! Volveré
a animar la trasnoche solitaria y seré el duende imprescindible cuando el silencio
amenace hasta el último pasillo pulido.
38
La joya infatuada
Desde esta posición incómoda observo, sin elección, un ángulo de la cúpula
decorado con las figuras de dos hombres que procuran tocarse la mano. Su gesto
estático se me antoja penoso.
El silencio impone miedo, pero no es mi caso. A mi compañero, el sello de
ultimar los edictos y las bulas, lo aplastaron miserablemente para impedir la
reproducción de su signatura. Qué mal modo de desaparecer, un anillo tan importante,
partícipe ilustre de decisiones terminantes, condenas o absoluciones, como conviene a la
autoridad que ostenta el poder de perdonar la conciencia de las testas coronadas.
Desconozco mi futuro y me niego a imaginar lo peor. La quietud rodea la tarima
ornamentada. La falta de hosannas y loores me apoca, pero sobre todo la frialdad de sus
manos, hasta hace poco patronas de mi destino y ahora apenas compañeras de desgracia.
Se impone en mi mente el recuerdo de bendiciones públicas, el resplandor de toda mi
potencia pastoral. Mi luz plena, como si el sol refulgiera en esos movimientos, un sol de
fuegos violáceos y llamas sangrientas, como algunos pasados. Por la pasión que vi
arder. Íntimos disimulos que sólo yo supe. Ocultas aflicciones por hijos clandestinos a
los que se ama y por los que hay que robar tierras, crear capelos sin sentido, cubrir
pactos hipócritas, justificar asesinatos injustificables.
Eso pasó y amén. Luego, como sucede siempre, me siento distante, exento. Así
funciona cada espiral del destino en que cambio de dueño. ¿Soy cómplice o testigo? A
veces secuaz, otras sólo espectador irresponsable y solitario.
Mis brillos violáceos agravan el desconsuelo de mi centro mal habitado por un
anular lívido. Pero la muerte no logra empañar la belleza de mis formas, estoy más allá
del bien y del mal, y por supuesto mucho más allá del futuro ofensivo de mi dueño.
¿Quién se atrevería a enterrar su anillo pastoral? A salvo de cualquier menoscabo
mi estirpe se hunde en siglos de historia y se proyecta sin límite en milenios estelares.
39
Seguro; estoy a salvo de las contingencias de la carne, pero las luces de los cirios agitan
sombras que empeoran mi ánimo vidrioso.
¡Por fin!, ya escucho el ronroneo tranquilizador de varios rosarios rezados por
conciencias seguidoras o encargadas. Noto que comienzan los fastos, es indudable:
durarán varios días. Así he vivido siempre, rodeado, alabado; en esta ocasión también
me acomoda el boato. Y aunque envuelto por la muerte intuyo que arranca para mí otra
etapa. Por ahora presenciaré desde mi sitial de honor el desfile de las mitras enhiestas y
los bordados áureos de las capas pluviales.
***
Han sucedido varios días desde la noche de su fallecimiento y, a pesar de que
manos enjundiosas lo embalsamaron con prolijidad, es inevitable el olor acre de su
descomposición, suntuosa pero humana. Languidezco, mi amatista, que siempre gozó
visos escarlatas, se desanima velada por ocasos taciturnos y destila sin fuerza lágrimas
lilas. Ni todos los saludos respetuosos de todos los príncipes de Europa alcanzan a
modificar este estado de espera absoluta. El silencio nocturno, cuando cesan las
oraciones y el susurro de los pasos se interrumpe, es mi peor enemigo; ese mutismo
obra como suspensión de mi opulencia.
Y allá en la cúpula, la pintura de esos dos hombres, que eternamente intentan
tocarse, darse uno al otro el amor inconfundible que se tienen, sin futuro ni proyecto.
Me afectan. Sobre todo el más viejo, con su gesto de otorgar, como alguno de mis
dueños con sus hijos ilegítimos, capaces de robar o matar por ellos, para encubrir la
cruel impotencia de lo inaguantable: el deseo de dar lo que no tenían.
Por primera vez dudo de mi suerte; el pasado glorioso apenas existe como una
estrella terminal que conforta la vena de mi sino.
40
***
No sé qué pasa, el ataúd se conmueve, caras desconocidas y serviles asoman,
miran con deseo y presumo que mi belleza hará por tentar su codicia, no los juzgo, sin
embargo debo reconocerlo: ningún destino menor me corresponde. Nos llevan, y
sometidos por la parca, allá vamos. Adónde. Un diminuto traqueteo mueve las manos de
mi dueño y caigo, abrazado a su diestra, en un rincón oscuro. No veo; el mundo pierde
su presencia animosa. Cesa la caminata y retorna la calma, pero este lugar es
inapropiado a mis luces, nadie ve mi perfección, ¡pero es que ningún fraile mínimo
recuerda mi existencia! ¿La Iglesia perderá este anillo? Ni un ruido. La tapa del féretro
ahoga mi postrera esperanza.
***
¡Qué tiempo ingrato el del ocultamiento y la censura! Mastico mi impotencia y
me alimento de evocaciones. Tan desaparecidos los fastos que rodearon otros años. Los
recuerdos se mezclan, para mi memoria, con la noche de esta pausa abusiva. No sé qué
olvido negligente me abandonó y su desatención extravió a esta gema bendecida. Mil
veces remojada en la saliva de labios oficiosos o reverentes. Mis destellos, antes
infatuados por la tibieza del halago, yacen en almohadones de mugre; ratas indiferentes
descuidan mi presencia y escarban las telas mustias. La parca, de la que mi materia
abjura, demuestra su carcoma, hace lo posible por manifestar el logro de su esfuerzo, y
seca, deshidrata, pulveriza. Nada tan similar a la muerte como este exilio injusto, lejos
del lugar que fue mío no por mérito pero indudablemente por forja, para el que me
tallaron faceta por faceta, para ocupar mi sitio sagrado. ¿Qué hago aquí, en esta
decadencia profana? ¿Cuándo volveré a ver la patria de mi holgura? El paso de los
siglos, apenas quebrado por el correteo inmundo de la rata de turno, me aburre.
41
Cuando cinco años son muchos.
La muchachita lo saludó alborotada: – ¡qué alegría! No esperaba encontrarte.
Mentía, y ni siquiera lo hacía bien, el sonrojo de sus mejillas púberes descubría cuánto
esperaba el momento de ese cruce. ¡Con cuánta organización había planeado esa salida!:
el permiso arrancado a regañadientes a su madre, la necesidad figurada de unas
zapatillas nuevas, la ronda distraída por la tienda comercial, arriba y abajo, abajo y
arriba, durante casi dos horas, hasta aprenderse de memoria qué mostraba de nuevo cada
vidriera, hasta saberse de memoria los afiches de cada cine, las películas, los actores,
todo, y la tarde infinita sin más argumento para durar, para demorar esperando que
apareciera la figura amada, esa altura como de dieciocho años y su rizos negros, con el
matiz azabache de medianoche sin luna, prendido en cada curva. Se le iba la mirada tras
esos ojos negros, que imaginaba llenos de poder y seducción. Permaneció sin habla,
aleteaba de emoción su corazón de niña, de amor primero y novicio, al borde de un
colapso original y maravilloso. – ¡Pero Juana! ¿Qué te pasa? Me parece que te sienta
mal salir sin tus compañeritas, llamaré a tu madre para que te recoja.
Y mientras él le quitaba imperioso su celular y marcaba la tecla grabada con el
teléfono de su casa, el universo adquirió una consistencia de lágrima abrasadora,
42
demasiado bochornosa para sus trece años enamorados del preceptor del colegio. La
apremió un suspiro avergonzado y clavó la vista en una vidriera para ocultar su timidez.
Dos víctimas
Pensó que era imposible que ella no comprendiera su urgencia, siempre lo había
comprendido todo, pero ahora lo abandonaba a su suerte, a su desgracia. Lo dejaba solo.
No había calculado su te puedes morir sin mi ayuda, que supuso en sus ojitos legañosos,
sin los mimos de toda la vida. Pensó: – y el negro Páez me persigue. Me acosa. Vieja
malvada, me deja en el peor momento. ¿Para qué quiere el dinero? ¿Qué va a hacer
con él? Si ya no sale, no gasta, ni entiende lo que dice, es un trapo incapaz de vivir, un
mueble viejo que dura a fuerza de pastillas, ¿no le da vergüenza? ¡Y me critica! Por lo
menos yo disfruto.
Era cierto, él gozaba la aceleración vertiginosa de la pasta o la modorra
envolvente de las nuevas pildoritas que traía el negro Páez. Y se las debía, como debía
sus últimas apuestas.
De pronto se encontró frente a ella, por un instante conoció dónde estaba, duró
un soplo insignificante el tiempo en que espió la verdad; después vio que lo miraba
contenta desde la orilla de su universo de abuela visitada por el nieto, sonriendo con su
mueca desdentada una sonrisa beatífica de anciana buena, con expresión de te doy lo
que haga falta, lo mío es tuyo. Alcanzó a oír algunas frases: – pichoncito, qué lindas te
43
quedan esas zapatillas, ¿son nuevas? Pero ahora no tengo un peso, con lo que gasté en
medicamentos, si pudiera darte el mundo, quizá el mes que viene, no me apures, no me
empujes.
Dejó de oírla. Una cortina roja nubló su vista; la mujer no entendía su exigencia
y él ya no la escuchaba. Sus pensamientos corrían como un ejército de ratas
hambrientas, ratas excesivas con hocicos voraces, muchos hocicos que masticaban los
huesos de su cráneo; se agarró la cabeza para ceñir el crepitar de esos dientes; la boca de
su abuelita era un pozo que lo reclamaba, quería sorberle el alma, la savia, la existencia.
–– Ya es vieja, para qué quiere el dinero, es mi turno, es urgente.
La boca de la mujer era la de Hannibal Lecter, Anthony Hopkin quería
comérselo, y se acercaba, y lo acariciaba con manos ganchudas, arrugadas, teñidas del
hollín de su vida marchita; lo palpaban para saber si estaba gordito, para merendárselo,
triturarle los huesos, como la bruja de Hansel y Gretel, como las ratas glotonas de
Hamelin; y él, indefenso, huérfano de la protección de su nona y a merced de la vida. La
sensación de ella o yo le nació en el vientre y se le incrustó en el cerebro, una necesidad
primordial, sobrevivir, resucitar de esa deuda con el negro Paéz. La obligación
definitiva de su juventud drogada, la extrema maldad de Bart Simpson, matar a su
abuela. Su salvación, su locura y su exterminio.
Sintió en las manos un mosto caliente y pastoso, negro; y pensó: –– porque es la
sangre rancia de una vieja arruinada, pero es demasiado, dónde guardaba tanta, en
qué pastilla reventada se tragó esta pócima de bruja, que no para, que le sigue saliendo
hasta inundar mi mundo, y mancha, me resbalo por los bordes, abuelita, no te vayas,
no me dejes, que te quiero mucho, no juegues conmigo, no te mueras. ¿Te gustan mis
zapatillas nuevas? ¡Nona!
44
Por fin se puso de pie, asqueado, temblando, y cuando terminó de vomitar la
última gota de su angustia comenzó a buscar, chocando con la realidad, el lugar donde
la mujer guardaría el dinero. Buscaba asustado pero con cierta costumbre, un hábito que
no era metódico sino tierno, no respondía a la fiereza de una mente criminal sino al
conocimiento íntimo y delicado que tenía de su abuela, de sus detalles amorosos, sus
ocultos descuidos de anciana, lugares furtivos para amantes cuidadosos o nietos
preferidos, secretos sutiles que sólo existían para ellos, para el amor que se tenían.
Como cuando ella le abrochaba las zapatillas, y él la dejaba, por darle el gusto y
protestando, para que sintiera que aún era joven, y él, su nietito, su mimado, su mimoso.
Revisó estantes, sábanas planchadas por una prolijidad antigua, pasada de moda,
escudriñó cartas de amor y libros amarillos. El tiempo le restaba claridad y le compraba
desorden; ¡pero dónde! ¿Dónde podría haber ocultado el dinero que necesitaba tanto?
Entonces cortó almohadones y sillas, corrió muebles, tiró cuadros. La habitación se
tambaleaba. El tiritaba su adicción y su extravío.
Terminó de dar vuelta la casa. Ningún secreto compartido le alcanzó para
encontrar lo que continuaba en su necesidad y se negaba a existir en el mundo. Se sentó;
se sentó derrumbado y mirando el bulto muerto, el montón revuelto de su crimen, el
vestido a florcitas gastadas, que le conocía desde siempre, con olor a lavanda vieja y
muebles lustrados, las canas mal teñidas, los huesos despatarrados, sin pudor, no por
muerta sino por anciana asesinada, y entre sus pensamientos, mal construidos y peor
organizados, surgió la última idea de su delirio enrojecido y desesperado: –– hice bien,
pobre abuelita, esta no era vida.
Y se desmoronó junto a ella hipando la consternación de un acto irreparable que
lo superaba.
45
Cielos índigos
Cerró con fuerza los ojos, se había prometido, y era mujer firme, que el miedo
no sería en adelante parte de su vida. Nunca más. Pero cuando el avión levantó el tren
de aterrizaje un gusto metálico le subió desde el estómago hasta la garganta: nauseas.
Aquello le resultó afrentoso, y no tuvo tanto miedo como asombro. –– ¿A mí con estos
síntomas?; a ella, que se había enfrentado al tigre Acosta sin revelar una palabra.
Enseguida buscó una solución, se estiró hasta la ventanilla y la destapó. La despedía de
su patria un cielo carbonizado, índigo, el mismo que la acercaba a afectos atrasados en
el tiempo. Imaginó a sus captores, en tierra, retorcidos de bronca, masticando apenas el
extremo de su rabo. La mujer sonrió para sí con ironía marchita: no distinguía hasta
dónde había huido a tiempo, o si con autoridad despótica la habían dejado huir.
Diez horas después todo su cuerpo gritó que su amada Argentina quedaba en el
sur lejano. Y si siempre lo supo mentalmente, esta vez, cada una de sus células lo chilló
desesperada. ─ ¡Argentina! Centro y círculo de mis emociones, qué lejos debo dejarte
para salvar el pellejo y encontrar tus cachorros ─pensaba sin querer pensar, mientras
hacía palabras cruzadas y sopa de letras. Siempre fue una mujer práctica, pero sobre
todo acostumbrada a desdramatizar sus sentimientos como si fueran una plaga. Entendía
su dolor de espalda, lo que no entendía era esa melancolía arrastrada, más parecida a
una gastritis del alma que a un sentimiento verdadero. Movía los pies hacia delante y
atrás, inquieta, procurando disminuir la hinchazón que las horas depositaban en sus
tobillos. Si quiso dormitar la sobresaltó la imagen de sus perseguidores, y una voz
glacial disponía que se preparara, que era su turno de pasar al cuarto trece. ¡El cuarto
46
trece! –Ya no, ya no el cuarto trece. Y le abría los ojos el horror, y la aprensión a hablar
en voz alta en el avión, y que alguien se diera cuenta de quién era, y de que huía. El
espanto viajaba con ella y residía como pasajero de cada uno de sus movimientos.
Y llegó. Llegó al paraíso maravilloso que sus amigos le habían dibujado con la
urgencia del consuelo desesperado, para que abandonara su patria sin más excusas ni
demoras.
Y pasaron los días y las penas. Sus amigos buscaban darle una protección
imposible porque el enemigo yacía despabilado en sus pupilas y retenido en el ardor de
sus lágrimas contenidas.
¿Este era el paraíso que sus amigos habían descripto con tanto detalle? Más bien
se parecía a un barrio de su infancia. Al atardecer la gente se instalaba en el pórtico de
su casa a tomar el aire del crepúsculo tropical y los niños jugaban con impunidad sobre
la acera. Las bouganvillas, que por lo visto resistían los muchos huracanes, mostraban
sus colores violáceos, y los árboles mochados brotaban desde las raíces.
Verdaderamente se parecía al barrio de su infancia – la imagen querida vivía en
su corazón–, donde sus abuelos charlaban al anochecer con sus compadres italianos.
¡Esa era la diferencia! Porque acá un silencio desconocido lo embriagaba todo. Un
silencio anglosajón. Rubio, técnico, convencido. Un mutismo como de haber
atestiguado todo en la iglesia dominical, donde cantaba, cantaba con los brazos en alto
para un cristianismo exagerado que tenía poco que ver con el cristianismo de su
infancia, de oraciones mesuradas e interiores.
Hasta el ronroneo de los descomunales acondicionadores de aire, monótonos
monstruos domesticados, procuraban mantener ese silencio ajeno. Por las mañanas se
asomaba al ventanal de su habitación y buscaba el desorden de Buenos Aires, apenas
descubría el graznido extranjero de una bandada de cuervos, posada irreverente en el
47
poste de luz de la casa de su hijo. Hasta el plumaje de los cuervos era diferente,
oficiosamente lustrado, como los autos, con brillos y modelos flamantes.
La mujer, que había doblado el ecuador a bordo de cielos índigos, encontró algo
peor que el silencio de la indiferencia. Encontró la infamia de un exilio forzoso. ¿Es que
hay otro tipo de exilio?, –reflexionaba.
Ni la presencia de sus hijos, puestos a salvo en un arranque de hembra
desesperada más que de madre, serenaba su congoja.
Abrasaban sus entrañas los tantos recuerdos aplastados a fuerza de coraje, pero
también de miedo, el que se había jurado no sentir. Jamás. Su corazón había quedado
allá, en el sur lejano, mucho antes de cruzar el ecuador.
La nostalgia quemaba, aunque tan prohibida…
El nieto del italiano
Mientras esperaba el último tren de la noche, Vicente pensó en su abuelo, en los
cuentos que repetía en cocoliche, esa jeringonza de los inmigrantes italianos, minestrón
de pobres y pan de ayer, pero con una imaginación desbordante que ascendía a
montañas prodigiosas y lo obligaba a codearse con dragones incendiarios raptores de
frágiles princesas.
‹‹ ¡Gamba, veni in copa!›› La frase del abuelo resonó nítida en su memoria,
pero ¿qué significaría? La vida se le escurrió y sólo ahora sentía la urgencia de conocer
aquel significado. Recordó la lumbre mortecina del fogón familiar, y la rueda de los
primos expectante del relato a media voz. Se propuso que no pasaría más tiempo sin que
llamara a Antonella, su prima mayor, que hasta parloteaba en italiano, ella recordaría los
48
cuentos del abuelo. El no adoptó la herencia itálica, apenas comprendía las trasmisiones
de la R.A.I. y ni pensar en entender mejor ese idioma. Ella, nunca supo si por tozuda o
por inteligente, descubrió sola a “Pinocchio”, después a “Cuore” de Edmundo D’Amici
y, de señorita, a la “Commedia” de Dante Alighieri. También asumió como una
obligación filial hacerlo partícipe de sus lecturas, agregando a su esfuerzo la traducción
metódica, y obtuvo con su magia de prima mayor que la siguiera por los círculos del
Dante. Ahora ambas voces, la de su prima y la de su abuelo, se confundían, y Vicente
recordaba con insistencia lo que jamás retuvo.
‹‹Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura, ché la diritta via era smarrita.
Ahi quanto a dir qual era è cosa dura
esta selva selvaggia e aspra e forte che nel pensier rinova la paura!›› *)
Así padecía en la mitad de su vida: extravió la ruta y ahora lo rodeaba una selva
áspera y salvaje.
A esa hora el andén ya se encontraba vacío, quieto, sucio. Se advertían las
huellas de la jornada: el polvo de miles de pasos, papelitos estrujados aquí y allá, los
bancos sueltos, solitarios.
Durante algunos años, después del fallecimiento de su padre, él y su madre
vivieron en la casa familiar y Antonella fue la hermana mayor que no tuvo, la paciencia
para atarle los cordones de las zapatillas y ordenarle el pelo, a fuerza de mojárselo; lo
defendía de todos, del mundo, pero se casó con apenas diecisiete años y en aquel
momento él sintió que después de la muerte de su padre era la peor traición de la vida.
Vicente abrigaba la particular impresión de que el idioma italiano transmitía
dramáticamente los sentimientos. Comparaba a las palabras con insatisfacción, para él,
miedo o pavor producían menos desasosiego que paura, esta era conmovedora, fatal.
49
Vendetta, con la doble te vibrando de odio contra el paladar, se le antojaba más
resentida y sañuda que venganza.
Lo apresaron las estrofas de La divina comedia, las pocas que recordaba,
impresas en su carne más que en su memoria.
‹‹Fatto avea di là mane e di qua sera tal foce, e quasi tutto era là bianco quello emisperio, e l'altra parte nera
quando Beatrice in sul sinistro fianco
vidi rivolta e riguardar nel sole: aguglia sì non li s'affisse unquanco››. * *)
Eso necesitaba: una Beatriz que lo guiara, capaz de mirar al sol de frente; una
Antonella que lo sostuviera para desafiar la peor de las pérdidas. Como decía el Dante:
porque ni un águila la miraría de ese modo.
Lo sobresaltó la entrada del tren en la estación, tan absorto permanecía en sus
recuerdos, y volvió a la realidad entre ruidos de fricción metálica y aires de frenos.
Subió automáticamente, el vagón desierto le produjo angustia y vio sin mirar que en una
esquina, arrebujado, dormía un linyera. El se abandonó junto a una ventanilla de vidrios
bajos y perspectiva nocturna. A pesar de la hora su lucidez consistía con terquedad
sobre un único tema definido con diferentes facetas. A veces le invadía los ojos la
infancia distante, pero en forma inmutable se los inundaba la verdad.
Siempre lo asombraron los ojos de su abuelo, claros como gotas de agua, y el
pincel descarnado con que compuso sobre las paredes de la casa antigua paisajes
montañeses hechos con puntitos de colores; debían mirarse de lejos para entenderlos:
rebaños derramando su blancura sobre praderas verdes; de cerca, un tul de pintitas sin
forma. Se quedó sin preguntarle si conocía la escuela puntillista o era sólo su intuición y
la nostalgia de su tierra hecha paisaje. A Vicente esa añoranza se le fue cayendo, como
propia, por una mejilla.
50
Otras veces lo capturaba la figura de luto de su madre, hasta las medias de nylon
y los guantes negros. Esa imagen vencida se anudó en su memoria a la de su primera
comunión: un muñequito de traje azul y misal de nácar. Lo paseaba de visita, casa por
casa, recolectando el dinero que padrinos, hermanos y cuñados depositaban
concienzudamente en su limosnera, y para mostrarlo como al aval de que a pesar de la
viudez cumplía con el mandato de las buenas costumbres; y así se sentía Vicente: una
prenda colgando del brazo de su madre, yendo a su lado, a cual más rígido, la viuda y el
hijo único. Jamás olvidaría la sensación de vergüenza y desamparo, porque había
quedado huérfano del orgullo paterno, a merced de una madre que no vacilaba en
ventilar su pobreza.
Vicente recordó los años de la soledad materna y el veredicto de su abuelo que la
concluyó. Una noche de verano, en que permanecía escabullido entre los malvones del
patio, rondando la mecedora de mimbre del anciano, escuchó el reproche que indicaba:
‹‹basta de ropa negra, es hora de que vuelvas a casarte››. Sobrevino un silencio; notó
que había apoyado en una maceta su purito capaz de voltear mosquitos porque se aclaró
la garganta y continuó alegando: ‹‹es un hombre trabajador, conozco a la familia, será
un buen padre para Vicente››. Al día siguiente su madre comenzó a usar vestidos grises,
con florcitas tristes sobre fondos nublados. Un año después de aquella noche, cuando ya
tenía once años y Antonella iba por su segundo hijo, su madre volvió a casarse y se
fueron a vivir a la provincia. Para Vicente se terminaron los cuentos del abuelo, las
tardes de primos, las peleas por quién se sentaba en la hamaca de mimbre, trono o
refugio, mientras fantaseaba mundos de piratas y mosqueteros. Se le terminó la infancia.
Recordó a su padrastro como un hombre serio, de pocas palabras y ninguna
demostración de afecto. Sobre ese cambio comenzaban a coagularse sus recuerdos y
estrenó la culpa, porque siempre asumió que era responsable de la tristeza de su madre.
51
A partir de esa mudanza su existencia contrajo el matiz de una vorágine incontrolable.
Su esposa llegó a ser un brote de su prima o de su madre, la Beatriz del Dante y su
Antonella intercambiaban gestos de complicidad, las caras de sus dos hijos aparecían y
desaparecían en sus noches de insomnio, vacilantes, como si un barco hiciera guiños
desesperados desde las tinieblas, las mismas que los engulleron aquella noche de
diciembre.
Se preguntaba: ¿pero existió una vida antes de aquella noche irreparable? La del
incendio, porque desde entonces colgaba de la vida como en aquellas visitas de su
infancia había colgado del brazo de su madre, incómodo, falto.
¿Cómo era posible perder dos hijos y seguir viviendo? Aquel treinta de
diciembre, la muerte de sus cachorros, ¿qué justicia los reviviría? Beatriz, la cicerone
del Dante, se instalaba en la rivera de su dolor y le repetía:
« mi disse: "Non sai tu che tu se' in cielo? e non sai tu che 'l cielo è tutto santo, e ciò che ci si fa vien da buon zelo? Come t'avrebbe trasmutato il canto, e io ridendo, mo pensar lo puoi, poscia che 'l grido t' ha mosso cotanto nel qual, se 'nteso avessi i prieghi suoi, già ti sarebbe nota la vendetta che tu vedrai innanzi che tu muoi. «La spada di qua sù non taglia in fretta né tardo, ma' ch'al parer di colui che disïando o temendo l'aspetta». ***) Vicente no aceptaba las palabras de Beatriz, opinaba que el cielo era un
espejismo, menos creía en el esmero de ese cielo, y en su viaje, recorrido sin brújula,
nada era santo; tampoco aceptaba la existencia de la Justicia Divina, sufría demasiado y
caminaba con el corazón estrangulado. Cada revolución de la tierra le marcaba el
52
cambio de las estaciones, pero sólo existió una primavera y excursionaba hacia su único
invierno con rapidez.
Por la ventanilla del tren, agazapado en el vidrio sucio, lo embistió la danza de la
hoguera que atrapó a sus hijos, y a otros ciento noventa y cuatro hijos de alguien, o
hermanos o amigos. Y sus pupilas se negaban a ver otra figura que las llamas, la
búsqueda de hospital en hospital, los días siguientes mendigando los cadáveres
queridos. Las imágenes enervaban su dolor de padre despojado, pero se imponían.
Con el incendio de la disco República de Cromagnon su vida dejó de tener las
alegrías o los miedos de un padre de adolescentes. Las materias del secundario, el viaje
de egresados, el ingreso a la facultad, las drogas, ¡hasta el SIDA! Eran perfumes que su
nariz había dejado de oler, sólo quedaba el olor del siniestro y una culpa intangible que
lo señalaba: ¿por qué los dejó ir? En el futuro no descubría nada ni a nadie. Su esposa,
con más entereza que él, participaba en las marchas de las Madres del Dolor. Pero él no
soportaba hablar con la madre de sus hijos, no quería oírla hablar de justicia: ¡quería
venganza! Peor, vendetta. Que los responsables sufrieran lo que sus hijos sufrieron, ojo
por ojo, diente por diente. ¡Y ni así se los repondrían!
Otra vez la voz de Antonella insistió con su golpeteo. Y con la misma dulzura
con que lo hacía en la infancia se preocupaba porque entendiera sus palabras: «perdiste
el camino en la mitad de la vida, y te encontraste en una selva oscura, ¡tan difícil es
hablar de esta selva que reanuda en tus pensamientos el terror!» Vicente sintió que
necesitaba asirse de la mano de su prima, de la mirada tibia de su abuelo domador de
ogros, lo urgía esconderse en el sillón de mimbre, única isla segura contra dragones
lanzallamas devoradores de hijos.
53
Y con la vista clavada en la noche indiferente de la ventanilla se largó a llorar
desesperado, doblado sobre su vientre, las llamas de su dolor le quemaban las entrañas.
Sintió sobre el hombro una mano caliente, y un aliento alcohólico le preguntó:
– Señor, disculpe, ¿qué le pasa? ¿Está extraviado?
A través de las lágrimas vio la barba oscura del linyera, lo miraba con afecto.
Poseía ojos clarísimos, como los de su abuelo, y su visión lo sorprendió de tal modo que
se golpeó la frente con la mano, recordó de súbito: « ¡Gamba, Gamba era el nombre
del ogro que sólo tenía piernas!›› Y mientras el vagabundo se sentaba a su lado le contó
que era padre de dos muchachos quemados en la disco República de Cromagnon.
– Usted sí que ha perdido algo, pobre hombre, como para no llorar a los gritos.
Recién ahí Vicente se dio cuenta del cuadro que ofrecía y enmudeció, como si su
dolor fuera vergonzoso. El linyera comenzó a filosofar en voz alta.
– Pobre nuestro país, como monstruo sin cabeza va rodando. Tantas son las
causas del desastre, la codicia, la corrupción, el desorden moral; tantas son las culpas
que no se acierta a dar con los culpables, pero no se apure, en el cielo está todo escrito,
su espada es más rápida que lerda, antes de morir verá su venganza.
Vicente miró al linyera azorado, parecía que el vagabundo conocía sus más
íntimos pensamientos y coreaba La divina comedia según la misma y entrañable
traducción que su prima Antonella hacía de sus versos. Esas palabras, casi textuales, le
vaciaron las venas y el vagón giró a su alrededor, un vahído le inundó la boca.
– ¿Se siente mal? Puedo ofrecerle algo fuerte.
El hombre metió la mano en un bolsillo interminable de su sobado abrigo y le
ofreció una petaca de cognac, Vicente tragó una bebida inconcebible pero hospitalaria y
se la devolvió dándole las gracias. Se hizo un silencio apenas roto por el traqueteo del
tren sobre las vías. Mucho más tarde Vicente reaccionó y lo miró con detenimiento, al
54
hombre se le notaba tanto la mugre como la categoría, era muy alto y se inclinaba hacia
él para escucharlo con deferencia, miraba de frente, sus manos lucían limpias y su
calzado entero. Se notaba que el alcohol más que la pobreza lo habían dejado en la calle.
Charlaron amigablemente de temas livianos y el hombre procuró alejar a Vicente de sus
negras ideas con ocurrencias sutiles. Conocía la obra del Dante y lo ayudó a traducir
varios versos que le resultaban confusos, por el contrario la frase de su abuelo
permaneció como un nudo indescifrable. Se acercaba el fin del viaje: las palabras del
hombre, su cercanía y su preocupación influyeron serenando el ánimo de Vicente. Si
nada se había modificado para él, en cambio un tono de rehabilitación imperaba en sus
ideas. Se le ocurrió preguntar si necesitaba algo, a lo que el otro contestó con una
sonrisa amable. Se despidieron con un apretón de manos, deseándose suerte. Cuando
Vicente bajó del tren un leve celaje rosado iluminaba el cielo. Pensó, por un instante,
que sus hijos debían estar esperándolo en su casa, necesitaba creer esa mentira para
seguir circulando.
Los párrafos en italiano son de “La Commedia secondo l'antica
vulgata” (http://www.danteonline.it/italiano/opere_indice.htm)
*) Infierno-Canto I, versos del 1 al 6
**) Paradiso- Canto III, versos 43 al 48
***) Paradiso- Canto XXII, versos 7 al 18
Curatore: Giogio Petrocchi
Casa Editorial La Lettere- Ciudad Firenze 1994 Vol. 4-
55
(La opera di Dante Alighieri Edizione Nazionale a cura della Società
Dantesca Italiana)
La siguiente traducción al español se debe a
(http://www.servisur.com/cultural/dante/) “Dante Aliguieri”, página dedicada a la
publicación progresiva de sus obras, traducidas, anotadas y comentadas por J. E.
Sanguinetti (Buenos Aires, 20 de Octubre de 2004).
(Se transcriben con permiso del autor).
*) Infierno- Canto I- Versos del 1 al 6
«En medio del camino de nuestra vida me encontré por una selva oscura, porque la recta vía era perdida. ¡Ay, que decir lo que era es cosa dura esta selva salvaje, áspera y fuerte, cuyo recuerdo renueva la pavura!»
**) Paraíso- Canto III- Versos 43 al 48 «Formado había allá la mañana y acá la puesta
aquella boca casi, y allá era todo blanco el hemisferio, y acá la otra parte negra,
cuando a Beatriz a su siniestro lado vi volverse y mirar al Sol; un águila así no lo miró tan fijo nunca».
***) Paraíso- Canto XXII- Versos 7 al 18 «me dijo: ¿No sabes que estás en el cielo?
¿Y no sabes que el cielo es todo santo y todo lo que aquí se hace viene de buen celo?
Cuánto te habría trasmudado el canto y mi sonrisa, puedes considerarlo ahora, ya que el grito te ha conmovido tanto; en el cual, si entendido hubieras su ruego, te sería notoria ya la venganza, que verás antes de la muerte.
La espada de aquí arriba ni presto corta
56
ni tarde, como parece a quien con deseo o con temor la aguarda».
Amantes
–Bella mía, quédate quieta. Deja que mis ojos entren en tu mirada. Deja que tus
manos arrullen mi carne. Pintaré su éxtasis. Crúzalas sobre el vientre. Las últimas horas
del crepúsculo esfumarán el misterio de tus labios. ¿Escuchas la música que preparé?
Nada es suficiente para conseguir la indulgencia de tus horas.
– Leonardo, amore!
Con un martillo
A don Roberto
El viejo buscaba, haciéndose el distraído, la manera de desaparecer, de hacerse
humo, quería ir al galpón de la terraza, donde guardaba sus herramientas y perpetraba
sus inventos. Pero la esposa seguía hablando, iba y venía por los chismes familiares, que
57
si el nieto mayor esto, que si la nieta menor aquello. El hombre colgaba su mejor gesto
de estar atento, asentía con la cabeza, y vaciaba su mirada sobre la yerba del mate que
regularmente su mujer le ofrecía. Le parecía que ya estaba lavada y un palito oscuro,
que pasó flotando cerca de la bombilla, le recordó la tarea pendiente. ‹‹Hay que cambiar
la yerba››, dijo convencido de que la maniobra lograría alejarlo. ‹‹¡Bueno che!, te estoy
hablando de algo importante, qué opinás››. La vieja se paró para calentar el agua y
cambiar la yerba. Se movía, por obligación, de espaldas a la mesa. Él vio su
oportunidad. Corrió la silla sigilosamente y se acercó a la puerta, ‹‹ya te estás
escapando, ni el casamiento de tu nieta te importa. Tu taller, todo el tiempo tu taller››.
Él sabía que si contestaba estaba perdido, una sola palabra, la insinuación de una réplica
lo pondría otra vez en el escenario de los reclamos de su esposa. Se dio vuelta midiendo,
como tantas otras veces, cuántas baldosas le restaban para salir de la cocina y alcanzar
el patio. En el camino abrió la heladera para hacer la pantomima de que se encontraba
ocupado. ‹‹ ¡Qué busás!››, protestó la vieja, conocía la llegada de su fuga, él sacó el
jarrito con compota y se sirvió en silencio, de pie. Si ella se daba vuelta otra vez, y
debía hacerlo para llenar el mate y vigilar que no hirviera el agua de la pava, era su
momento. ‹‹Pero sentate, ¿no te interesan las cosas de la familia?››, le interesaban pero
no tanto como la prueba que debía realizar. Se abstrajo de la realidad pensando «con
seguridad me mintieron», nadie podría subir una escalera con un martillo entre las
piernas». Atravesó el patio y el jardín y, sin saber como, se sorprendió abriendo la
puerta del galponcito alto. Entró en suspenso, no recordaba el trayecto, se escurrió tan
ensimismado, sin escuchar, sin oír las demandas de su esposa, que sólo el martillo entre
las bolas comprobaba que había perdido la apuesta ridícula. Absorto en el esfuerzo de
la huida ni se dio cuenta…
58
El cansancio de Dios
El universo, frío y alejándose, gira las últimas vueltas de su brazos estelares. En
silencio la gravedad impone la aproximación de la postrera masa. El magnetismo
desmaya sus efluvios. La electricidad sucumbe. La frase terminal de Él: ‹‹No soy un
mago. Hago lo que puedo y con la mejor voluntad. ¡Gente agresiva y susceptible! Me
callo y me voy››. He-ca-tom-be.