Post on 05-Oct-2018
Huyendo de una nueva ciudad, y de una nueva vida sin acabar - una vez
más - desperté en una extraña cama que, por el contrario, no me resultaba desconocida.
Aún dominado por los efectos del consumo de amor de la noche anterior miré las
extrañas paredes de esa habitación donde me encontraba.
La cama donde despertaba por primera vez en mucho tiempo olía a limpio, a sexo
reciente y, sobre todo, a esencia de mujer a raudales. Era como si esa mujer siguiera allí,
oculta bajo las sábanas, aunque el resto de mis sentidos me dijeran que no estaba allí.
Fue precisamente el del oído el que me dijo donde estaba ya que podía escuchar el
sonido del agua cayendo de la ducha, unas veces sobre el suelo de la bañera y otras
sobre un cuerpo de mujer… Ese sonido era inconfundible.
Pero fue al recibir ese primer olor, cuando recordé esa preciosa mujer, menuda,
elegante y risueña que conocí en ese cine donde me tuve que meter para resguardarme
del gélido ambiente que se respiraba en esa ciudad monumental que todos llamaban
Salamanca y donde estaba yo por motivos laborales... Al menos eso creí antes de
aquella ridícula entrevista que no me llevó más que a perder el dinero de un barato
billete de autobús.
La habitación donde desperté era más pequeña de lo que recordaba de la noche anterior.
En una de sus paredes una fotografía de un extraño escritor del que nunca había oído
hablar, y en una estantería de madera muchas películas en vhs y dvd, fotografías y otros
recuerdos. Al ver las fotografías sonreí. Sí, era ella, aunque pareciera tan diferente en las
fotografías… Allí parecía alguien modoso y tímido. Nada comparado con el torbellino
que me había sacudido esa larga noche de tormenta carnal repleta de rayos femeninos,
truenos palpitantes y lluvias de lágrima de mujer ansiosa por vivir.
El sonido del agua de la ducha cayendo sobre la bañera me hizo pensar en esa mujer que
me había invitado a pasar la noche con ella, una mujer hermosa y tan solitaria como yo
mismo… O puede que más.
Tumbado en esa cama de sábanas rosas de franela oculté mi cara bajo ellas y aspiré ese
olor humano que no era mío, ese olor a hembra que tanto me gustaba recibir por las
mañanas pero que siempre me tenía que conformar con imaginar porque siempre
aparecía manchado por el macabro aroma del arrepentimiento.
Oculto bajo las sábanas recordé la piel trigueña de esa mujer, una piel seca pero suave,
como castigada por meses o años de soledad, de no ser compartida. También vino a mí
el tacto de sus dedos por mi cuerpo y el ansia escondido que había en sus labios y que
escapaba en estampida cuando era besada.
Recordé cómo me acariciaba mientras me desnudaba. Al principio lo hacía de manera
delicada, como con miedo, como si no terminara de creer que lo que estaba pasando en
esa cama no fuera parte de uno de esos sueños que vivía a diario aun con los ojos
abiertos.
Cuando mis labios se posaron en los suyos yo ya no recordaba su nombre… Ni siquiera
recordaba haberle dicho el mío, y los encontré secos también, incluso agrietados, a la
espera de la lluvia masculina que saciara sus meses de sequía, y cuando mi lengua se
introdujo por entre sus dientes una cascada vertiginosa de saliva alcalina inundó por
completo mi boca, llenándome de una energía que también yo necesitaba mientras
millones de peces moribundos recobraban su vida y luchaban contracorriente en medio
de un torbellino de aguas calientes y cristalinas.
Nuestras bocas entrelazadas se mantuvieron unidas durante varios minutos. En esos
momentos solo importaban nuestros labios, que parecían incluso tener dedos, y no
dejaban de tocarse y acariciarse, para hacer todo finalmente creíble.
¡Dios, cómo besaba ese manantial de deseo aletargado!
Lentamente, mientras nuestras bocas seguían con su juego desatado, nuestras manos
empezaron también su juego, desnudando unos cuerpos que nada hacían vestidos en un
momento como ese.
Primero desabroché su camisa rosa. Recuerdo lo difícil que resultó desabrochar el
primero de sus botones hasta que, finalmente, lo rompí. A ella no pareció importarle lo
más mínimo, y ante la imposibilidad de desabrochar también el segundo opté por tirar
con violencia y romperlos todos. Ella sonrió, aún con mi boca sobre la suya. Pude verlo
en sus ojos, que se abrieron para comprobar – como hice yo mismo – que todo era cierto
y no producto de nuestra imaginación.
Mi mano acarició sus pechos, cubiertos por un sujetador de talla 95-B (mis favoritos) y
no tardé en dejarlos desprovistos de telas que empeñaran el espectáculo que se abría
ante mis ojos. En ese momento dejé de besarla, la tumbé sobre la sábana, y miré esos
pechos pletóricos de amplias aureolas que no dejaban de intimidarme y de avisarme del
peligro que correría si no los besaba cuanto antes. Así lo hice.
Mi lengua paseó por la aureola de sus senos, que no tardaron en recobrar una vida que
creían perdida, y mis besos ardientes hicieron que esa mujer comenzara a jadear
mostrándome el grado de embriaguez en el que se encontraba.
Los efluvios de la larga abstinencia ingerida ayudaron a ambos, y nos dejamos llevar
por una pasión que había nacido mucho antes, en la misma butaca del cine donde vimos
esa extraña película de mis adorados hermanos Cohen.
Recordé esa pequeña sala donde reponían películas. Ella estaba sentada a mi lado, a
pesar de que el cine estuviera casi vacío, y en mitad de la película, en una escena algo
violenta, su mano rozó la mía por culpa de un extraño espasmo de pavor.
-Lo siento – me dijo, pero no apartó la mano de la mía. Durante no menos de medio
minuto la película desapareció de la pantalla y éramos nosotros los protagonistas de la
misma – si casi podía sentir las miradas de los demás espectadores…
La palma de su mano permaneció inmóvil sobre el dorso de la mía. Ninguno hacía nada,
ninguno decía nada, pero ambos nos sentimos extrañamente excitados. Fue cuando
volví la mano lentamente cuando mis dedos se deslizaron por entre los suyos, como
pequeñas lombrices escapando del fango buscando el sol. Mis dedos treparon por los
suyos, libremente, sin miedo, hasta que ella me miró, apretó su mano contra la mía, y
me dijo: “hola, me llamo Lucía”. Yo no dije nada, no supe qué decir en esos momentos.
- ¿Sabes? – me susurró tan cerca que casi pude sentir su lengua en mi oreja - esta peli ya
la he visto mil veces… Me encanta
-y a mí – me atreví al fin a hablar, sin soltar su mano, claro
- ¿Nos vamos?” – me dijo muy seria, besándome en los labios, y nos fuimos… En
silencio, cogidos de la mano, sin importarnos el frío gélido, ni la nieve que caía, ni
siquiera la gente que corría bulliciosa dominada por esas músicas navideñas que tanto
gustaban, nos fuimos hasta su casa, donde entonces me encontraba.
Sin dejar de mirar esos senos turgentes que hacían más bella a esa mujer, me deshice del
cinturón que guardaba su cuerpo oculto y pude quitarle el pantalón. Sus bragas me
delataron del poco convencimiento que tuvo antes de salir de casa de un éxito amoroso.
Eran unas bragas grandes pero de niña pequeña, con unos dibujos de una abeja extraña
con rizos amarillos que, sin duda, pertenecerían a alguna serie infantil de la televisión
pero que yo no reconocía.
Sus muslos eran hermosos también, y rojos, muy rojos, como un campo recién arado
donde no se vislumbraba un atisbo de hierba. Esa mujer, desnuda, era mucho más
hermosa de lo que parecía al estar cubierta de ropas que para nada le ayudaban. Era un
auténtico festín, un sabroso bocado de pan recién salido del horno – aún sobre la pala
del maestro obrador - ante los ojos de un mendigo hambriento que miraba desde la
ventana conformándose con su olor pero envidiando su textura.
Cuando su cuerpo se convirtió en una parte más de la cama me eché sobre él y aspiré de
todos sus aromas y esencias, intentando hacerlos míos. Besé su cuerpo entero,
consiguiendo que su piel se erizara por donde quisiera que pasara mi lengua, y saboreé
de ella… ¡De toda ella!
Fue entonces cuando ese torrente llamado mujer, usando unas fuerzas que no creía que
tuviera, consiguió apartarme y tumbarme sobre la cama. En su mirada había fuego…
¿Fuego digo? No… Su cara era el cráter de un volcán a punto de la erupción.
Me miraba, me sonreía, y se mordía los labios mientras desabrochó mi pantalón,
despojándome de él y dejándome tan desnudo como mi alma.
-Cariño, te deseo tanto… - nos dijimos al unísono, haciéndonos también sonreír.
Para mi sorpresa ella sacó unas esposas – no sé de dónde, ni cómo – y me sonrió.
-¿Y eso? – le pregunté, sorprendido, que no asustado
- me gustan – dijo sonriendo, abriéndolas y cerrándolas, jugando con ellas mientras su
lengua volvía a pasear por mi abdomen - ¿te gustan a ti?
- no lo sé – le dije, muy excitado – creo que sí
¿crees…? – preguntó mientras su lengua ya estaba sobre mi oreja, su sexo sobre el mío,
y las esposas rodeando mi muñeca izquierda – te va a encantar… Ya lo verás.
El click de la esposa me asustó, incluso me hizo daño al pellizcarme con el hierro en mi
piel, pero no me importó. Siempre quise probar el sexo de esa manera, con unas
esposas… Ser yo el ser dominado.
Con la mano esposada al cabecero de la cama sacó otras esposas y me volvió a sonreír y
a guiñar uno de sus ojos mientras la colocaba sobre la otra mano.
Con las dos manos atadas al cabecero me dejé llevar, y ella empezó su ritual de
apareamiento… Así fue como me sentí, como un ser dominado por una diosa pagana
para lo que yo no era sino un simple objeto de satisfacción personal. Por primera vez me
sentí como si no fuera yo la mantis religiosa, sino ella, y eso me hizo pensar en el triste
final que corrían los machos de esa especie. Pensar eso me gustó ¡Vaya si me gustó!
Ella no dejaba de besarme, de morderme y de lamerme toda la cara mientras nuestros
cuerpos se frotaban como si ambos supiéramos que el genio de la lámpara no tardaría en
aparecer. Su cuerpo era electrizante, de esos que hipnotizan, y el placer al que me estaba
sometiendo empezaba a ser tan intenso como novedoso.
¡Diosssss! Era lo único que podía decir entonces un ateo como yo, pero creyéndolo de
veras.
Desde esa nueva perspectiva sexual todo fue tan diferente… Por primera vez no era yo
quien tenía que buscar el placer de la pareja… Por primera vez dejé de ser yo mismo y
dejarme llevar, sintiendo cosas que no había sabido disfrutar hasta entonces.
Mi órgano sexual dejó de ser el protagonista – al menos para mí, que no para ella – y
todos mis esfuerzos se concentraron en mis retinas y en mis nervios, que mandaban
impulsos extraños a mi cerebro, permitiéndome conocer sensaciones nuevas y
extraordinarias.
Ver a esa mujer sobre mí fue como ver un cuadro extraño del que no entiendes nada
pero que, poco a poco, empiezas a comprender.
Mirarla era todo un placer, disfrutar de su cara extasiada, de sus senos generosos, que no
dejaban de bailar al son de una música que ella misma imponía y ante la que yo, oculto
en el palco, no dejaba de saborear no solo con mis oídos…
Ver su cuerpo entero perdido en el mío, ver los confines de mi tierra perdidos sobre el
horizonte de su piel, hizo que todo – por vez primera – fuera completamente diferente.
Eso no era sexo, y si lo era, todo el que había hecho hasta ahora no había existido.
Durante ¿una hora? - ¿dos? – nuestros cuerpos permanecieron unidos, sin separarse, y
esa mujer me regaló, a través de su placer, más deleite del que creía dibujado en mi
masa gris y en mis retinas.
No podía creer lo que estaba viendo, pero para nada quería salir de allí, para nada quería
que el acto terminara… Quería permanecer allí toda la noche, como así fue, porque,
entonces, mientras el agua de la ducha se detenía y escuchaba el ruido de la mampara
deslizarse, pude recordar cómo el día nos descubrió aún al uno dentro del otro.
No recuerdo el momento en que me quedé dormido, pero sí puedo recordar
perfectamente el extraño y mágico momento del despertar, que, por primera vez desde
que recordaba, no estaba manchado por el remordimiento.
-Buenos días, cariño – me dijo ella, completamente desnuda, asomando por la puerta,
mientras secaba su pelo con una toalla blanca
- buenos días – le dije emocionado aún ante su extraña belleza
-¿has dormido bien? – me preguntó, mientras seguía secando su pelo mostrando esos
senos dubitativos que tanto placer me habían dado horas antes
- sí… Poco pero muy bien – le dije, admirando ahora sus muslos aún mojados y el vello
caoba que ocultaba el cráter que me había quemado esa noche
- no me extraña – me dijo tirando la toalla al suelo, acercándose a mí, y pegando su
cuerpo de nuevo al mío mientras me besaba en los labios, aún doloridos.
Fue cuando sintió que mi cuerpo ya buscaba al suyo cuando me susurró al oído que
quería volver a hacer el amor conmigo.
-¿Sabes? – me dijo de nuevo, con su lengua sobre mi oreja – no me importaría que te
quedaras aquí conmigo toda la Navidad
- eso sería difícil… Y no saldría bien, creéme
-Ahora me tengo que ir a clase – me dijo separándose de mí y cogiendo la ropa que
tenía perfectamente colocada sobre una silla
-¿a clase?
- sí, soy maestra – dijo, ajena a mí, colocando su ropa interior y alejando su hermosura
de mi campo de visión - ¿me esperarás aquí?
- no sé… No tengo mucho que hacer, la verdad
- me gustaría que te quedaras, cariño. Podemos pasarlo muy bien – me dijo,
guiñándome uno de sus ojos mientras se terminaba de poner la camisa y mesaba su
cabello. Yo no podía dejar de mirarla, y empecé a sentirme raro… como siempre me
sucedía.
Ella cogió su reloj y se lo puso, y al mirar la hora, gritó asustada que era demasiado
tarde y que tenía que marcharse ya.
-Lo siento cariño, pero tengo que marcharme ya o no llego a clase, y los curas no creas
tú que se andan con chiquitas – me dijo, alocada y con prisa, besándome en los labios y
corriendo hacia la puerta de la habitación, de donde desapareció.
-¡Oye, oye…! – le grité, intentando recordar su nombre mientras oía abrirse la puerta de
la calle - ¡no me dejes así… No me dejes con las esposas que no me puedo mover!
Por suerte me oyó y se acercó hasta la habitación. Con destreza y nervios consiguió
abrir la esposa de la mano izquierda, haciéndome sentir aliviado y menos dolorido.
-Toma la llave, abre tú la otra y si quieres quédate. Tú decides – me dijo mirándome
por última vez y alejándose a toda prisa, cerrando la puerta con energía.
Una vez que me quité las esposas me metí en la ducha y bajo el agua me quedé un buen
rato, recordando todo lo que habíamos hecho esa noche, lo distinto que había sido todo,
y la suerte que había tenido.
Mirándome en el espejo situado frente a la ducha pude verla otra vez. A mi lado, en la
ducha, estaba ella, con su violenta mirada asesina, con su macabra sombra negra, y con
esa extraña sonrisa de desaprobación
Intenté cerrar la mampara para no verla y olvidarme de ella. Por fin había sido capaz de
vencerle, de dominar su ira y sus macabros deseos. Por primera vez en mucho tiempo
no despertaba sobre un reguero de sangre, sobre un cuerpo destrozado y muerto, y eso
me hizo sentir bien.
Fue cuando salí de la ducha cuando comprendí del error de mi sentimiento victorioso…
La dama macabra seguía allí, dibujada en vaho del espejo, tan macabra como siempre,
y me recordaba que ella no se había marchado… que tan solo se había ocultado.
Habían sido esas esposas las que le hicieron desistir de dominarme, y nada tenía que ver
yo en el asunto de que esa astuta mujer – sin saberlo – se hubiera salvado de una muerte
más que inevitable.
-Tranquilo – me dijo – la esperaremos y terminaremos nuestro trabajo
- ¡no! – grité al espejo
- sííííííííí – fue lo último que oí.
(2ªparte)
Cuando sonó la última de las siete alarmas de la mañana Lucía recogió sus cosas con
rapidez y las metió en su bolso. Por primera vez no colocaba los bolígrafos en la
carpeta, tampoco había colocado bien los folios… Ni siquiera había llegado a cerrar la
cremallera del bolso.
¿Qué le pasa a Lucía hoy? – preguntaron algunas compañeras, observándola mientras
corría por el pasillo en dirección a la puerta principal del colegio.
Toda la mañana había estado nerviosa, extrañamente sonriente y también preocupada.
Era la primera vez en muchos años que no dejaba de mirar el reloj, que se miraba en
cualquier espejo que encontraba – aunque fuera a través de las puertas de cristal donde
se reflejara su rostro – y que sonreía sin venir a cuento. Ella, que era una persona seria –
demasiado para su juventud. O eso decían sus compañeros – ese día parecía más una
estudiante que una de las profesoras.
Ya desde que llegó se le notó extraña. Para empezar era la primera vez que todos sus
alumnos entraban en clase antes que ella. Su coche, por primera vez también, lo había
dejado mal aparcado, e incluso había dejado una de sus ventanillas abiertas.
Su aspecto tampoco era el de siempre. Ella, que todos los días acudía perfectamente
maquillada, impecablemente peinada y seriamente vestida, parecía otra persona ese día.
Su pelo no estaba bien peinado, ni recogido – lo que la hacía más hermosa, sin duda
alguna – su cara no estaba tan maquillada, y, por primera vez en muchos años, acudía al
trabajo vestida con camisa y un pantalón vaquero ajustado.
Todos la miraron extrañados… A todos – y a todas – les gustó esa nueva Lucía.
Por primera vez también Lucía había olvidado pasar lista en clase – lo que agradecieron
más de tres haraganes que se habían quedado en la cafetería cercana al instituto –
tampoco pidió las tareas encomendadas del día anterior, ni siquiera quiso seguir con el
tema que estaban a punto de terminar. Ese día sería para hablar de poesía. Solo poesía.
Con el sonido del segundo timbre de la mañana los alumnos de su clase salieron por los
pasillos hablando con los que llegaban a continuación. La noticia corría como la
pólvora: La “teatrera” estaba de muy buen humor y su clase había sido la bomba. Los
hubo, incluso, que sintieron un extraño flechazo por esa mujer que empezaban a
conocer ese día.
-Está guapísima – se decían unos a otros.
En el recreo el instituto parecía un programa de cotilleo de la televisión. Alumnos y
profesores no hablaban de otra cosa, y todos intentaban averiguar el porqué de ese
cambio tan repentino.
-¿Le habrá tocado la lotería? – preguntaban unos - ¿qué le habrá pasado? – preguntaban
otros, pero fue finalmente una amiga suya, una de sus más fieles compañeras, la que dio
en el clavo: “Lucía se ha echado novio”.
A media mañana no se hablaba de otra cosa. Lucía, la eterna soltera, la enamoradiza sin
suerte, se había echado novio otra vez. Todos esperaron que tuviera más suerte que las
veces anteriores, como así sería – pensaron todos – al ver el cambio tan radical que
había dado en un solo día… Y es que, el sol podía verse a través de sus ojos.
La buena de Lucía no estaba en otra cosa que no fuera todo lo relacionado con ese
hombre al que había conocido la noche anterior en el viejo cine de la vieja Salamanca.
Mirando a sus alumnos, paseando por los pasillos, o simplemente tomando un café con
sus compañeros de siempre, ella solo veía a ese hombre que, sin duda, le había robado
el corazón para siempre.
Sí – se decía a sí misma – ya sé que lo he pensado muchas veces, pero este hombre es
diferente. Con este hombre he conectado de verdad.
Recordando esa noche de sexo limpio y salvaje se emocionaba e impacientaba, mirando
a todas horas el reloj con el único deseo de salir de esa cárcel que era aquel centro de
enseñanza media.
Ella quería huir, salir de allí y correr hacia su casa donde había dejado al hombre más
guapo que había visto en su vida, de volver besar esos labios que parecían una
prolongación de los suyos, y de volver a sentir el brioso músculo de ese cuerpo hercúleo
que la mantenía en ese estado de enajenación transitoria.
Sentada en su vieja silla, oculta tras la mesa de profesor, tenía que cruzar sus piernas
constantemente solo con el recuerdo de ese cuerpo desnudo a su lado.
¡Dios! – gritaba su alma mientras lo recordaba – ¡ojalá pudiera volver a casa ahora
mismo! ¿Para qué has venido hoy a trabajar, so tonta? – volvía a decirse – en diez años
de trabajo nunca has faltado… ¿No podías haberte puesto mala hoy?
Mientras leían poemas de su adorada Emily Dickinson no podía dejar de pensar en él,
en esa boca que aún sabía en la suya, en ese cuerpo que aún recorría el suyo, y en esas
manos que aún parecían estar abrazándola, apartándola del frío castellano. Todo, ese
día, le recordaba a él.
*Glow plain – and foreign
On my homesick Eye –
Except that You than He
Shone closer by –
Because You saturated Sight –
And I had no more Eyes
For sordid excellence
As Paradise
Mientras las letras recitadas inundaban su alma pudo volver a ver ese cuerpo entero
perdido en el suyo, pudo ver los confines de su tierra perdidos sobre el horizonte de su
piel, lo que hizo que todo – por vez primera en muchos años – fuera completamente
diferente. Eso que habían compartido no era solo sexo, y si lo era, todo el que había
hecho hasta ahora no había existido, o dejaría de hacerlo. Atrás, en ese recuerdo,
quedaban ya ese Miguel, ese Antonio, ese Paco tan querido, y ese Lucas último, ese
hombre tan guapo como casado, al que nunca creyó poder olvidar
Durante no menos de tres horas sus cuerpos permanecieron unidos, sin separarse,
bañados por la luna que se negaba a quedarse fuera de la habitación invernal, y allí, en
esa cama que a nadie más pertenecía ya, sintió todos esos orgasmos de los que tanto le
habían hablado y que nunca había reconocido. Allí, sobre ese hombre, había sentido ese
placer metafísico que creía parte de la literatura, y aún emocionada al recordarla,
deseaba gritar a todo el mundo que sí, que en esa ocasión, sí estaba enamorada de ese
hombre que le había regalado, a través de su placer, todos esos misterios que hacían que
el amor fuera tan especial como esquivo.
-¿Quién es? – le preguntó su amiga del alma mientras tomaban el café en la hora del
recreo – me muero por saber cómo es
-¿de qué hablas? – preguntó ella sonriendo, intentando no disimular
- sabes muy bien de qué hablo Luci. Dime su nombre
-¿su nombre? – pensó Lucía, recordando tan solo su cuerpo desnudo y su rostro
- sí, su nombre… Tendrá un nombre ¿no?
- sí, tiene un nombre
- ¿y cómo es? ¡cuenta, cuenta!
- es el mejor regalo de navidad, querida. Nos conocimos en el viejo teatro, mientras
veíamos Fargo
- ¿otro pirado como tú?
- ¿pirado? No lo sé. Tan solo sé que es el hombre más hermoso que he visto nunca
- cuenta Lucía, cuenta… Me muero de ganas
- No tendrá más de cuarenta. Yo le calculo unos 37 – no sé por qué – y viste muy bien.
Lleva vaquero ajustado, camisa de cuadros marrones y blancos, de Pedro del Hierro, y
una elegante cazadora de piel marrón muy juvenil. Sobre su cuello lleva una gran
bufanda marrón también, anudada suavemente con las puntas caídas sobre sus pechos.
Tiene el pelo oscuro. No sabría decirte si lo tiene largo o corto, pero es sedoso y asoma
melena por detrás de sus orejas, sin llegarle a la espalda. Su pelo descansa sobre su
cogote, ocultando su cuello y se le hace una extraña y enigmática raya en el centro. No
tiene más que cinco canas sobre su oreja derecha, y solo se las ves si te acercas tanto
como yo
-¿Es guapo?
-¿Guapo?... ¿Guapo?... Es guapísimo. Tiene sus ojos perfectamente alineados, con
grandes cejas cuidadas. Tiene un ojo marrón oscuro y otro marrón claro, pero tampoco
eres capaz de percibirlo a primera vista. Su nariz es grande, sin llamar la atención, y no
tiene un atisbo de vello a pesar de su edad. Sus labios son carnosos, siempre húmedos,
sin una sola grieta, y parece que los llevara cubiertos por una capa de cosmético natural.
Sus dientes son blancos y bien alineados, con largos colmillos que muestra al sonreír, y
es su sonrisa, sin duda alguna, capaz de conquistar a cualquiera.
Cuando sonríe no abre la boca, sino que la hace bailar, y te mira de una manera ante la
que nada puedes hacer. Si te mira y te sonríe ya eres suya… Ya no hay escapatoria.
Tiene la barbilla partida, alargada, como su cara, y un cuello débil que te lleva hasta un
cuerpo perfectamente conservado, pero falto de ejercicio.
Es musculoso natural, sin marcas, sin excesos, con bíceps que se dibujan con
perfección, de largas y delgadas manos con dedos gráciles, provocadores de pasiones
soterradas insospechadas.
En su pecho, en el centro, tiene poco vello. Tanto, que podrías contarlo. Otro día lo haré
-marrana… Sigue, sigue
- No tiene vientre alguno, con ombligo profundo, y se dibujan en su abdomen – a ambos
lados - dos músculos perfectos que hacen que parezca un joven deportista. Tiene los
muslos fuertes y velludos y unas piernas de ensueño
-¿y….? – preguntó su amiga sonriendo
-de ahí, mejor aún – dijo, rompiendo a reír las dos, lo que hizo que otros compañeros las
miraran casi ruborizados – tiene una forma de hacer el amor distinta a todos los
hombres. Es más, a veces crees que estás con una mujer. Te lo digo en serio.
Es dulce, delicado, pero brioso, como un corcel en una pradera. Te mira en todo
momento, clavando esa sonrisa en tu alma, y te habla en susurros…
-¡Qué envidia, Luci! ¿Dónde trabaja?
-ni idea. No le conozco. No es de aquí. Está de paso. Estoy deseando volver a verle. Le
he dejado en casa ¿sabes?
-¿estás loca? ¿has dejado en tu casa a un desconocido?
- no es un desconocido. Es mi futuro esposo
- ojalá tengas suerte esta vez y no sea otro hombre casado
- no, este no está casado. Lo sé. Y sé que le gusto tanto como él a mí.
El resto de la mañana la pasó Lucía pensando en él, haciendo planes para esa misma
tarde, y para el día siguiente, y para la semana… y para toda la Navidad. Esa sería la
mejor Navidad de su vida. ¡Ya se la merecía!
Con el séptimo y último timbre de la mañana Lucía corrió hasta el coche. La ciudad
parecía más larga que nunca y las calles más atestadas de coches y gente. En su cabeza
estaba ese hombre, que imaginaba esperándola en casa, desnudo, en la cama, de donde
no saldrían en todo el día.
Conduciendo se sentía tan excitada que creía poder sentir un orgasmo solo con el roce
de sus muslos mientras pisaba los pedales… Hacía tanto tiempo que no le pasaba eso –
ni siquiera con Lucas – que se sentía viva y nueva de nuevo. ¡Qué ilusión!
Antes de llegar a casa paró en la vieja pastelería de la ciudad. Allí compró un pastel con
forma de entrada de cine, para regalárselo y compartirlo juntos.
Cuando llegó a casa toda la ilusión se convirtió en miedo. Aparcando el viejo Peugeot
en su plaza comenzó a hiperventilar, a notar cómo su corazón se excitaba más y más, y
cómo la respiración empezaba a fallarle.
-Tranquila Lucía, tranquila – se decía, respirando lentamente, saliendo del coche y
abriendo y cerrando sus brazos, como hacían los alumnos en el patio antes de comenzar
su clase de Educación Física.
En el ascensor el miedo se hacía mayor. Apretando el botón número 5 notó que apenas
tenía pulso – ni fuerza – y tuvo que intentarlo varias veces. Cuando la puerta metálica se
cerró comprendió eso que tanto le decía su vecino Quique. Eso le tranquilizó, y le hizo
sonreír por primera vez desde que salió del coche. Lucía sonrió nerviosamente al
recordar esa coletilla de ese joven que siempre tenía prisa: “jo, este ascensor es más
lento que el caballo del malo”
Primero, segundo, tercero… ¡Dios, qué lento eres, maldito ascensor!
Fue cuando la puerta se abrió cuando el miedo se hizo más patente. ¿Estaría en casa o se
habría marchado para no volverle a ver? Un ruido en el interior de uno de los dos pisos
de la derecha le hizo emocionar. ¡Sí, estaba allí aún!
Caminando lentamente, con el pesado bolso repleto de folios ya sobre su codo, se
acercó hasta la puerta y pegó el oído a la madera.
¡No se oía nada! El miedo volvió a apoderarse de ella.
Al girar la llave el olor de la casa era diferente al resto de los días. Esa casa olía a él, y
eso la tranquilizó. Cerró la puerta, dejó el bolso sobre el sofá, el abrigo sobre el
perchero, y el pastel sobre la mesa perfectamente limpia. Le gustó ver que no había
restos de comida, ni de vasos sucios, y que todo brillaba. Ese hombre lo había dejado
todo reluciente, lo que le hizo pensar que aún seguiría por allí y que limpió para evadir
el tedio de la soledad mientras la esperaba.
-¡Hola! – dijo nerviosa, con los pies temblorosos, y la cabeza girando sin sentido.
Nadie respondió. El piso era pequeño. Miró en la cocina, en el baño, y finalmente en el
dormitorio… ¡Allí no había nadie!
Lucía deseó llorar, pero no pudo.
La habitación estaba ordenada, la cama hecha, pero no había ni una sola nota que le
dijera dónde estaba ese hombre, si se había marchado para siempre o si pensaba volver.
Eso le dolió mucho.
Deseosa de él abrió la cama para volver a oler las sábanas donde había compartido
tanto, y se extrañó al ver que bajo el edredón no había más que la funda del colchón. No
había sábana alguna. ¿Para qué la habría quitado?
Miró en la lavadora, pero allí no estaban. Tampoco en la ropa sucia… ¿Qué habría
hecho con las sábanas? ¿Para qué se las habría llevado? La idea de que ese hombre le
hubiera robado pasó por su cabeza y corrió hasta su cajón de la ropa interior donde
guardaba el dinero. El pequeño bolso seguía allí, intacto, con todo su dinero.
La desaparición de las sábanas seguía extrañándole… ¿Para qué las querría?
Aún contrariada se acercó al cajón de las llaves, por si había cogido algunas para salir y
luego volver… ¡Estaban todas allí!
Su hombre había desaparecido y no tenía pinta de volver. Por eso lloró durante no
menos de una hora, tumbada en esa cama que quería volver a compartir.
-Venga Lucía – se dijo intentando animarse al comprobar que no quedaban lágrimas por
derramar ya – a lo mejor vuelve. A lo mejor ha salido y vuelve después. Seguro que es
eso… Estaría aburrido de tanto esperar. Es normal.
Así, más animada, y, sobre todo, esperanzada, decidió ducharse y acicalarse para
esperarle, convencida de que ese hombre había sentido lo mismo que ella y que no
podría huir así, sin más. Lo había visto en su mirada, y en la forma tan delicada de
hacerle el amor… En esa cama había habido amor, y no solo sexo.
Bajo el agua Lucía volvió a pensar en él, y acarició su cuerpo, fantaseando con él, con
su compañía, y volviendo a encontrar casi el mismo placer de esa noche que tardaría
mucho tiempo en olvidar.
El agua que corría por su cara y boca cobró el sabor de la saliva de ese hombre, y sus
propias manos se hicieron las suyas, acariciándose con fuerza y ternura, como él hacía.
Fue al salir de la ducha cuando un terrible dolor invadió su cuerpo entero.
El vapor del baño desdibujó unas extrañas letras sobre el espejo que habían sido
ocultadas, o hechas sin esperar que pudieran leerse. Lucía, al leerlas, sintió un escalofrío
terrorífico que le hizo caer al suelo.
El miedo que sintió en esos momentos fue tal que no pudo articular sonido alguno, ni
ejercer movimiento que no fuera el de su propio temblor.
Llorando, cada vez más asustada, vio sobre el lavabo un enorme cuchillo de cazador
que, sin duda, ese hombre había dejado olvidado con las prisas en su huída.
No podía ser verdad lo que estaba viendo – pensó aterrada, recordando, de pronto, la
noticia de ese hombre que toda la policía andaba buscando desde hacía tiempo y que
mataba a las mujeres con total violencia después de hacerles el amor.
Y si era él – pensaba, o al menos lo intentaba - ¿por qué no la había matado a ella? Eso
le hizo pensar en las esposas que le había puesto para hacer el amor y que no le había
quitado hasta momentos antes de marcharse.
Nunca pensó – y menos cuando se las regalaron – que esas esposas, aparte de placer, le
llegarían a salvar la vida.
Llorando, fuera de sí, y totalmente aterrada, se abrazó a sus propias piernas, sentada
sobre el frío suelo mientras miraba esas horribles letras que parecían escritas con una
sangre que ese día no se derramó: “MÁTALA”Era hora de llamar a la policía.