Post on 16-Mar-2020
«Adiós gracias. Adiós donaires. Adiós regocijados amigos»:
la loca amenidad de Maurice Molho
]EA]\¡-PIERRE ÉTIENVRF
Universidad de Paris-Sorbonne
ALGÚN MOTIVO HABRÁ para que, hoy y aquí, hable yo de Maurice Molho, en este primer convivio internacional de
Locos Amenos, dedicado a las desviaciones lúdicas en la crítica cervantina. Acepto e! juego, quiero e! envite -como el bueno de Sancho ante la oferta despertadora de sed del lacayo Tosilos- ]. Pero no voy a echar el resto, ni envidar de falso. Voy a escanciar recuerdos comunes, evocaciones de mutua cosecha, evidencias compartidas. Ni más, ni menos. En lo que ha de ser -en esta «locamena» circunstancia- e! fair play de nuestro gremio, deben imperar dos reglas fundamentales de! juego: el buen humor y la libre adhesión.
No se llame, pues, nadie a engaño. Yo no era de los más adictos a Maurice Molho, ni fui discípulo suyo. Le tenía simplemente un enorme afecto personal, como otros muchos. Tuve la suerte -y es éste quizá uno de los motivos de mi presencia y actuación aquí- de sucederle en su cátedra de la Sorbona, cuando unas instancias universitarias hicieron posible que don Mauricio me cediera a mí -con su indulgencia, que podía ser grande-la palabra, esa palabra que era una parte de su vida. 0, mejor dicho, que me cediera el lugar aca-
1 Don Quijote, II, 66 (p. 1090 de la ed. de Martín de Riquer, Barcelona, Planeta, '980).
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démico, uno de los lugares, el último, en que esa palabra, fulgurante y generosa, se ofreció e impuso a varias generaciones de estudiantes ávidos de escucharle.
Quisiera esta tarde devolverle al maestro la palabra, para que ustedes le escucharan con esa misma avidez, en su loca amenidad cervantina. Quisiera que fuera él quien, por obra y gracia de un sabio encantador nacido de la tecnología finisecular, se expresara aquí, en esta hemiplenaria. Un concepto nuevo, inédito y harto operante que, por cierto, le hubiera encantado, aunque -como bien saben ustedes- Maurice Molho no era hombre de términos medios, demi-mesures, ni medias tintas. No era hombre de decir las cosas a medias, ni a media voz. Pero el sabio encantador del convivio ha realizado un prodigio: van a ser dos las voces. Voy a procurar que la primera no se pase del tiempo impartido, que su discurso, a falta de ser ameno, resulte medianamente corto -quiero decir breve- no excediendo los treinta y cinco minutos de rigor. La segunda voz (la de mi colega igualmente parisino Éric Beaumatin) les hablará cumplidamente de un tema-el de los nombres- que yo tenía previsto examinar, por ser uno de los fundamentales en la reflexión de don Mauricio sobre la obra de un autor a quien acabó por negarse a nombrar de otra forma que «el supuesto».
Les hablaré por tanto de otra cosa. O de otra manera. Renunciaré al juego de los nombres, primera desviación -o simplemente vía (¿por qué habría de ser «desviación» la ruta del juego?)- lúdica en la relación de benévolo recelo que Maurice Molho tenía entablada con «el supuesto». Descartaré de mi socorrida baraja el insulso repaso bibliográfico, la muy sugestiva apertura sicoanalítica o la virtud heurística de los extremos. Me conformaré con hablarles de manera global e impresionista, deliberada y desgraciadamente superficial. Pero en la superficie están aquellas evidencias compartidas, a las que aludía al principio y que me toca ahora poner en el tapete verde. Verde como un gabán, como una beca de colegial, como el emblemático sayo de los «locos» de corte 2.
2 Cf. FRANCISCO MÁRQUEZ VILLANUEVA, «La locura emblemática en la segunda parte del Quijote» (1980), arto recogido en sus Trabajosy dias cero vantinos, Alcalá de Henares, Centro de Estudíos Cervantinos, 1995, pp. 23-57 (especialmente 33-45).
"ADIÓS GRACIAS. ADIÓS DONAIRES. ADIÓS REGOCIJADOS AMIGOS.. 2 I
La primera evidencia es que Maurice Molho era un ser carismático. Tenía evidente y envidiable carisma. Carisma, según estricta etimología, es don de los dioses, don que se le concede a una persona en beneficio de la comunidad. Carisma es favor, regalo, merced. Yo creo que don Mauricio, más acá y más allá de la indudable seducción que ejercía, era literalmente carismático, como quien vivía de dar, de dar y recibir, de dar e incluso de tomar, de forma gratuita e ingenua, sin aprensiones, estrategias ni prejuicios, y con la reivindicación permanente del derecho a equivocarse. No formaba parte de los prudentes que rechazan el riesgo de errar, que no admiten dudas y se curan en salud confesando ritualmente sus deudas.
Era un imprudente. Más que un maestro, era un capitán aventurero de la filología. Lo que él quería -requería- no eran tanto discípulos como compañeros de viaje por los textos. Filólogo en el sentido pleno de la palabra, eso es, lingüista e historiador de la literatura, ambas cosas a la vez. Embarcaba a la gente para una vuelta al mundo, con no pocas incógnitas. Pero era así: había que aceptar el peligro de las hipótesis impertinentes para tener acceso a un posible descubrimiento. Había que correr el riesgo de los desvíos a veces incómodos para aproximarse mejor, y con más eficacia, al objeto cuestionado, ceñirse a él y sacar todas las consecuencias de} micro sistema elaborado a través del abrupto recorrido. Este era el método de Maurice Molho. Un método que le venía evidentemente de la lingüística teórica, pero que podía valerse de una amplísima cultura hispánica y extrahispánica, así como de un saber filológico tradicional: no olvidemos su rigurosa edición crítica de El Fuero de Jaca 3,
De la mano de esa expresión dual -Locos Amenos- que sirve de lema a nuestro convivio y que me suena a nombre de una academia del cinquecento (sobre el modelo de la napolitana de los Ociosos o de la valenciana de los Nocturnos), de la mano pues de esas dos palabras que se dan oportunamente la mano, se me antoja darle un par de apodos a nuestro homenajeado, quien sería desde luego nuestro presidente (y
3 Edición publicada por la Escuela de Estudios Medievales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Zaragoza, 1964 (LXXII + 664 p.).
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nuestro fiscal implacable) para la eternidad. Naturalmente haré caso omiso de aquellos apodos, no todos amenos, que se le fueron dando en nuestra histórica corporación, en triste correspondencia a ese arte de motejar que practicaba él también con tanta fruición, y del cual creo que nos hemos beneficiado casi todos -algunos menos, otros más- como víctimas gremialmente encubiertas, :i fuer de académicos de la Argamasilla. Donde las dan las toman. Como pueden, o como podían, con mayor o menor agudeza. Don Mauricio tenía el motejar muy agudo, y alguna que otra vez asesino. En el vejamen académico, era un terrible experto, aprovechándose las más veces de la literalidad antroponómica. Con el pie de la letra, daba coces inolvidables. Pero no procede recordarlas aquí, por supuesto.
Volviendo precisamente al «supuesto» y a su exégeta, para seguir con la evocación de Maurice Molho en esta cervantina academia de los Locos Amenos, me parece que podríamos apodarle «El Imprudente» o «El Atrevido». También «El Exagera(d)o». Dos o tres apodos que manifestarían, con matices igualmente enfáticos, el aspecto más controvertido de su método crítico.
Las preguntas, inesperadas y atrevidas. Las respuestas, imprudentes y exageradas. Atreverse, por ejemplo, a preguntar por qué don Quijote es manchego o, más exactamente, de la Mancha. ¿A quién se le ocurre esa pregunta? y ¿para qué? Se le ocurre a Maurice Molho, y para buscar la respuesta ahí donde está, donde tenía que estar: en el Tesoro de Covarrubias. Efectivamente, en su segunda acepción, la palabra mancha está definida así en tiempos de Cervantes: «un gran territorio distinto de los vecinos por alguna calidad que le diferencia dellos». La respuesta del lexicógrafo le entrega simplemente la clave del nombre al atrevido crítico, quien ve en la primera frase del Quijote un juego de palabras, a partir de una palabra que puede leerse en clave lúdica. Los lectores de Maurice Molho recordarán el partido que sacaba de esa definición estrictamente contemporánea de la novela. Si la «mancha» declara la diferencia, el lugar de cuyo nombre no quiere acordarse el supuesto autor es -además de una aldea manchega- el lugar utópico de una diferencia, de una alteridad problemática. Y el «no acordarse» de dicho autor corre parejo con la «no cordura» del prota-
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gonista 4. La respuesta final es así de imprudente yexagerada. Para mí, punto menos que evidente.
El loco, en su estricto papel de loco, hace constar la evidencia. El loco ameno, en su benéfico papel de loco ameno, nos lleva de la mano hacia la evidencia. Según los académicos, los de verdad, los de la Real Academia Española que redactaron el llamado Diccionario de Autoridades hace dos siglos y medio, ameno «más comúnmente se entiende de las personas que tienen mucha erudición, y que visten sus discursos y conversaciones con noticias particulares y gustosas al que las oye». Ameno, Maurice Molho lo era desde luego al pie de la letra. Al pie de la letra académica. Sí, mucha erudición había en ese filólogo que se doctoró, en 1954, con don Rafael Lapesa. Mucha erudición en su magnífica biblioteca, desgraciadamente repartida entre París y Burdeos, pero reunida en su prodigiosa memoria. Había también «noticias particulares y gustosas» en «sus discursos y conversaciones». Lo que no había, en cambio, eran alardes bibliográficos. Partidario de las desviaciones lúdicas, no frecuentaba las autopistas de la información al uso, sino que andaba con su paso obstinado por los vericuetos de la invención. Le abrumaban los materiales de resguardo (<<bardé de références!»), las referencias vaciadas a pie de página, lo que él llamaba los «volquetes de notas» (<<des bennes de notes!»). En fin, no era amigo de la erudición camionera.
Su amenidad radicaba primero en una voz, que no se privaba por cierto de soltar «amenidades», en el sentido antifrástico que ese plural suele tener en francés. Pero era justamente el reverso de la medalla. La otra cara de una misma moneda, con la cual regalaba a sus interlocutores la gracia que le sobraba a su espíritu, faltándole a su cuerpo. A don Mauricio le encantaba cantar, y le fascinaba el baile. Hacía bailar su espíritu. «11 faut que 'fa bouge la-dedans» era uno de sus preceptos. Y también «Il faut faire des folies!». «Vous n'etes pas assez fou, mon vieux!», me dijo en la lectura de mi tesis, bajo el retrato de Richelieu por Philippe de Champaigne.
4 «Utopie ct uchronic: sur la premiere phrase duQHichotte». actas del coloquio internacional Le temps dll récit, Madrid, Casa de Velázquez (col. Rencontres. n. Q 3). 1989. pp. 83-91.
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La locura había de ser la gran preocupación de Maurice I\folho. Con un tema corolario: la verdad. Durante muchos años, sus reflexiones, clases y publicaciones versaron sobre la relación entre esos dos conceptos. Discrepando de la famosa tesis de Foucault (que le oí discutir puntualmente en un seminarío), llegó a la conclusión de que el rasgo fundamental y funcional del loco es que dice la verdad. La locura, por tanto, es incurable. Consideraba como una frase-faro la exclamación de Descartes, en las Aféditations métapkysiques: «Mais quoi, ce sont des fous!», una exclamación que, según él, confería a posteriori significación y alcance universal al Quijote. También recordaba aquel «autre tour de folie» que, según decía Pascal en sus Pensé es, impedía que los hombres aceptaran su necesaria y congénita locura 5.
Afirmaba Maurice Molho que la locura de don Quijote no es una mera convención cómica, sino el mismo fundamento del libro; que ese gran loco dice toda la verdad, o la verdad sobre todos los temas, incluso sobre su propia locura, y que la mise en abyme de la locura por el mismo loco (cuando declara que «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño») es el último discurso de la verdad en la novela. Después, desaparece y triunfa la realidad, a raíz de «la cura de la locura tal como la procura el cura» (el cura Pérez, Pero Pérez, por más señas paronomásticas). Esta es una de las amenidades -¿sin antífrasis?- que se permitía nuestro hombre, remedando la «razón de la sinrazón que a mi razón se hace» de la carta de desafío citada en el primer capítulo del genial libro.
Amenidades de este tipo, las ofrecía frecuentemente en sus clases. Pero solían quedarse en el tintero. O, más exactamente, no pasaban a letras de molde. Porque pueden leerse en sus apuntes, en aquellos cuadernos C/airefontaine afortunada y cuidadosamente guardados en el desván de una casa amiga. Ahí es donde nos damos cuenta de que, finalmente, eran dos los problemas que se le planteaban a Maurice Molho en su lectura «toujours recommencée» del Quijote. Se hacía continuamente esas dos preguntas conexas: ¿Qué relación existe entre la verdad y la razón? ¿Es la verdad compatible con la ficción literaria? No es éste el lugar apropiado para
5 «POurqu01j de quoi Don Quichotte cst-il fou?», BuJJetin 1 Jispanique, t. XC (1988), n.º 1-2, pp. '47-154.
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exponer la respuesta que iba aportando a lo largo y a lo ancho de las páginas emborronadas con su amplia y generosa letra. Pero sí quiero decir que no dudaba en plantear esos problemas ante los alumnos, y no sólo entre los colegas. Ante los alumnos que no habían terminado aún la carrera, justamente para que siguieran con preguntas, dudas y curiosidades. En esto también consistía su exigente amenidad.
Una cuestión por el estilo de esas preguntas imprudentes e incómodas fue el tema de una clase que dio en octubre del 94 -hace por tanto exactamente tres años- a mis alumnos de Ncence. La cuestión era la no representabilidad de la verdad (la cual, según él decía, sólo puede dejarse representar transformándose en mentira verosímil). Pues bien, apareció Maurice Molho ante los estudiantes (fue, por cierto, una auténtica aparición según me contaron, porque yo no estaba, y a don Mauricio le daba alegría sustituirme cuando me iba fuera), diciéndoles que tenían delante al mismo Cervantes, al mismísimo «supuesto». Y les dio una espléndida lección, fundada en el serio ludere, et seriosissimejocari de Nicolás de Cusa.
Fue su última clase. A los pocos meses, Maurice Molho cayó enfermo de gravedad, y empezó a abandonarle la loca amenidad. Empezó a jubilarse de la vida, no habiéndose jubilado nunca de la profesión -y por cierto no le hacía ninguna gracia la facilona paronomasia «júbilo»!«jubilación», que tuvo que aguantar alguna que otra vez-o El pie de la letra no le llevaba por esos derroteros. El júbilo, lo había experimentado durante toda su vida. El júbilo, lo encontraba cifrado, por ejemplo, en un diálogo del Quijote que solía citar. Un diálogo entre el primo humanista y el ingenioso caballero, en medio del episodio de la cueva de Montesinos al cual dedicó particular atención: «Prosiga vuestra merced, señor don Quijote, que le escucho con el mayor gusto del mundo. -No con menor lo cuento yo, respondió don Quijote» 6. Para don Mauricio, ese gusto, ese placer, ese júbilo están en el texto. Son el texto. Con la locura, constituyen el fundamento del libro. Locura y amenidad reunidas ya por el mismo Cervantes, y que siguen ahí juntas para siempre.
6 Don Quijote, 11, 23 (p. 753 delaed. citada).
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Pero Maurice Molho, que nunca había imitado a nadie (antes al contrario, tuvo sus imitadores, no siempre buenos) y que nunca había seguido las modas, contribuyendo más bien a inventarlas (por el carisma que justamente tenía), seguía muy preocupado, en los últimos meses de su vida, por la novela y por el «supuesto». Al margen de los compromisos editoriales y de las polémicas, seguía preguntándose, de manera cada día más obsesiva: ¿qué es novelar? ¿quién es Cervantes? ¿por qué se sitúa el Quijote entre dos apócrifos, entre Benengeli y Avellaneda? ¿por qué ese juego? y ¿quién hace trampa? y ¿para qué? Preguntaba y volvía a preguntar, daba vueltas a esos problemas, algo desesperado, aunque no dejaba de agarrarse a una frase sacada de una carta de Jacques Vaché a André Breton, fundadora no sólo del surrealismo sino, para él, de toda literatura: «L'essence meme des problemes est d'etre problématiques». No era para Maurice Molho una frase hueca, sino la expresión de una desconfianza radical en las soluciones que se dan por definitivas.
Sin embargo, acabó buscando con ansia respuestas irrevocables en el Persi/es, una obra que llegó a fascinarle, no sólo como taller de escritura (actividad que, en cualquier texto, siempre le había interesado), sino como lugar de utópica armonía entre las dos verdades contrarias: la fe y la razón. Su lectura de la novela póstuma de Cervantes es impresionante e incluso sobrecogedora: manifiesta, a través de una muy significativa identificación con el enigmático «supuesto», un fecundo desasosiego. En los últimos años de su vida, don Mauricio ya no se hubiera merecido, en nuestra académica ficción, el apodo de «El Imprudente» o «El Atrevido», sino el más sobrio de «El Inquieto». Inquieto había sido, desde luego, durante toda su vida. Pero ya dejaba de ser díscolo, ya prescindía de los desguaces interpretativos y de las travesuras hermenéuticas.
En la que había de ser su última actuación pública (fue en un coloquio que organicé en París, en el Colegio de España, en diciembre del 94), Maurice Molho rindió un muy inesperado homenaje -afectuoso e intelectual- a Noel Saloman, a quien parece ser que ya no vale citar como se usó, y abusó a veces, antaño. Maurice Molho se despedía de nosotros, dándonos una lección de valor físico y moral al entregarnos, durante unos veinte minutos de gran tensión, una
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apretada síntesis de sus ideas sobre la relación entre literatura y política 7. Y, recordando como lo hizo infine a su colega de Burdeos, manifestaba en una confesión a contrapelo que las discrepancias cuentan menos que la común búsqueda de la verdad. Razón y fe finalmente compartidas en el umbral de la muerte. Ante un público que intuía que le oía por última vez, aquella voz se expresaba patéticamente para declarar la primacía de la más cervantina de las virtudes: la amistad. En esta amistosa despedida, nos estaba diciendo como Cervantes al final del prólogo de su Persiles: «Adiós gracias. Adiós donaires. Adiós regocijados amigos». En esta cansina despedida, como en un melancólico resquicio, estaba -rediviva-la loca amenidad. Esa loca amenidad que los militantes de la ortodoxia universitaria le habían concedido con cierta condescendencia, olvidándose de la radiante y radical eutrapelia cervantina.
Maurice Molho estuvo trabajando hasta el último día. No sólo fue el ser carismático a quien acabo de evocar. También fue, a diario y a lo largo de una vida profesional que no siempre fue fácil, un gran trabajador. Es otra evidencia que importa recordar para que quede menos incompleta la imagen que de él podemos tener a los dos años de su muerte. Ahí están, desde la edición del texto foral, nada menos que nueve libros, cinco traducciones y decenas de artículos, tanto de lingüística como de literatura, las dos caras de una incesante actividad investigadora llevada a cabo y dada a conocer por un auténtico bilingüe.
Si nos ceñimos a su dedicación a Cervantes, son más de treinta años de lecturas, relecturas y traducciones, interpretaciones, en fin, de una obra que abordó siempre con una voluptuosa curiosidad, demorándose en rincones aparentemente sin interés, haciendo hincapié en terrenos movedizos, fijándose en nimiedades esenciales. ¿Por qué, por ejemplo, Tomás Rodaja -el licenciado Vidriera- se lleva a Italia un Garcilaso sin comento? ¿Por qué le admira la «gentileza y gallarda disposición» de los genoveses? ¿Por qué esa insistencia en la etapa de Nuestra Señora de Loreto? Habrán reco-
7 Desgraciadamente no ha podido transcribirse el texto de esa última intervención pública en las actas de dicho coloquio, Littérature et po/itique en Espa.J!,ne aux siecles d'or, París, Klincksieck, 1998.
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nacido ustedes algunas de las cuestiones barajadas en uno de sus últimos artículos 8. Un artículo que, con otros muchos (una veintena), están pidiendo que alguien los reúna en una de esas colectáneas tan preciadas en los tiempos que corren. Ha habido intentos. Él mismo soñaba con ese libro. Esperemos que puedan surtir efecto los esfuerzos de quienes no se resignan a que una de las lecturas cervantinas más originales y discutibles (es decir, que merece discutirse) quede desparramada en revistas y homenajes.
El trabajo y el carisma de Maurice Molho hicieron que, cuando dejó su cátedra, hubiera formado un sinfín de alumnos. y no ( sólo) de los que van repitiendo lo ya mascullado por el profesor o difundiendo el dogma de la autoridad. De ésos, haberlos hayIos. Húbolos. Papagayos de la selva universitaria, canarios que se crían en domesticidad y luego se escapan, ingratos y traidores. No, no se trataba de repetir. Por su labor docente, por sus publicaciones, por su inconfundible manera de ser y estar, don Mauricio supo fomentar en muchos estudiantes una pasión profunda, lúcida y exigente por todo lo hispánico. Ese «éveilleur d'esprits» supo despertar vocaciones y comunicar el entusiasmo intelectual que le animó en su vida de estudioso y curioso empedernido. El hispanismo francés y el hispanismo internacional deben serle agradecidos: hoy, en Francia, son muy pocas las universidades que no cuentan, por lo menos, con un hispanista que le deba a Maurice Molho lo mejor de su formación y saber. Esa gran familia, con un deliberado ostracismo de hispanistas foráneos, le rindió hace diez años un homenaje que desde luego pueden envidiarle muchos de sus colegas: tres tomos, ciento quince contribuciones y nada menos que 1. 5 81 páginas 9.
8 "Una dama de todo rumbo y manejo: para una lectura de El licenciado Vidriera», en el vol. colectivo Erotismo en las letras hispánicas. Aspectos, modosyfronleras, a cargo de Luce López-Baralt y Francisco Már'luez Villanueva, Méjico, Centro de estudios lingüísticos y literarios del Colegio de Méjico, 1995 (Publicaciones de la Nueva Revista de Fil%pa Hispánica, t. VII), pp. 387-406.
9 Mélanges offerls tÍ Maurice Molho, tomos 1 (Moyen Age, Espagne classi'lue et post-classi'lue, 623 p.) Y II (Espagne modeme, Améri'lue, Catalogne, Portugal, 515 p.) publicados en París, Éditions Hispani'lues, 1988; el tomo III (Linguistique, 443 p.), publicado en Les Cahiers de Fontenay, École normale supérieure de FontenayfSaint-Cloud, n. Q 46-47-48, sept. 1987.
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No voy a insistir aquí en la proyección internacional de Maurice Molho. Recordaré tan sólo -porque está vinculado a la vez con su loca amenidad y con la persona de su entrañable amiga Lore Terracini- un detalle de su penúltimo viaje a Italia, a su querida Italia. Ahí, después de una estancia en Roma (desde donde me escribió, en una postal representando la conversión de San Pablo por Caravaggio: «Je ne sais si je pourrai quitter cette vílle; je crains de devoir me cacher pour échapper au départ»), se fue a Turín para dar una conferencia. Y trajo, con mucho orgullo, el cartel que le habían hecho para anunciarle y que rezaba, con escueta provocación: Quijotada molhesca.
Éste es el hombre que tuvo tan sabio afecto por «el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre», para nombrar a Cervantes con las mismas palabras con que habla de sí, otra vez, en el prólogo del Perúles. Éste el hombre -el «hombrecillo de pobladas cejas, mirada limpia, voz pausada» según el periodista ID que le hizo una entrevista en el otoño del 90-, el hombre peregrino e inconfundible que «dio su espíritu, quiero decir que murió», al rayar el estío del 95. Según testimonio de la amiga que guarda tan escrupulosamente sus cuadernos, sus últimas palabras fueron: «NuBe part». «Oli avez-vous mal, Maurice? (¿Dónde le duele, Maurice?) - Nulle part (En ninguna parte)>>. Y luego el silencio, definitivo. Maurice Molho había rechazado siempre el dolor, la enfermedad, la muerte. Como diciendo: «eso no va conmigo». Orgullo, pose, desafio. Todo irrisorio, inútil, pero no falto de dignidad. Más allá de la circunstancia, esta frase «Nulle part» remite emblemáticamente a la vida toda de un hombre que venía de <mulle part» y que sin embargo (o justamente por eso) quería estar «partout». Remite a esa «mancha» delQuijote, lugar utópico de la diferencia existencial. Remite a la nada inaceptable. «Ou avezvous mal? - Nulle parto - Ou etes-vous? - Nulle part - Ou allez-vous? - Nulle part».
10 Tulio H. Demicheli, en ABe,lunes U-Xl-1990, p. 61. Al fInal de la entrevista, Maurice Molho -calificado de «hispanista por amor y agradecimiento»- afirmaba: «Yo hago siempre una lectura de lingüista, que no perdona nada, porque es litera!».
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Otra pregunta -suya, esta vez- en el hermosísimo prefacio que escribió para su traducción francesa del PersiJes: «Dans l'au-del:l de la mort, y a-t-il place pour autre chose qu'un dire qui comblerait le manque de ce qui n'a pas été dit?» ". Desde ese «más allá de la muerte», desde ese lugar que le deseamos ameno -un Jocus amoenus para un ejemplar loco ameno, bien merecida morada eterna-, desde ese lugar de (mulle part», don Mauricio, sin el odiado bastón, nos debe de mirar y escuchar en nuestra academia menorquina. Hic et nunc, podemos apodarle con todo rigor «El Ausente», pero de ninguna manera «El Olvidado», apodos los dos que se dieron por cierto en una academia aragonesa de 16Il.
Tampoco le sentaría mal el apodo de uno de los miembros de dicha academia: «El Universal» o, mejor aún, «El Umberjal», para quien leyera (y leyó) pronto (y mal) el manuscrito de las actas de dicha academia 1'.
Pero, más que una figura singular y excelsa de nuestra corporación, prefiero evocar finalmente a Maurice Molho como a un personaje de novela_ Tal y como aparece, realmente, en una ficción novelesca de J oan Perucho titulada Diana _y ef Mar Muerto (<<Ejercicio literario»), donde sale junto al proustiano Swann y a Albertine «retrouvée», en la plaza del Rey, en Barcelona:
Swann saca dos ticket s para entrar al salón del Tinell. Maurice Molho da una complicadísima explicación sobre el enorme valor del fuero de Jaca, Albertina, Diana, [Maurice]. Ah[! lje vous aime!
No sé pas on anirem a parar, se dijo el escritor enormemente fatigado, mientras encendía una faria y aspiraba su aroma, La vida se complica cada vez más,
Realmente, ciertas influencias, en literatura, son nefastas 1),
II Les Travaux de Persille el Sigismonde. Histoire septentrionale. Paris, José Corti, 1994, p. 10 (<<En el más allá deja muerte, ¿hay lugar para otra cosa que un decir que colmaría la falta de lo que no se ha dicho?»).
12 Cf. WILLARD F. KING, Prosa novelísticay academias literarias en el siglo XVII, Madrid, Real Academia Española, 1963, pp. 68-69 (y n." 100).
13 JUAN PERUCHO, Dianay el Mar Muerto. Cuatro pliegos, Barcelona, Montena, '987, p, 80.
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Sí, la vida se complica cada vez más. Y la literatura también. Sobre todo cuando una tiende a ser el trasunto -más o menos fiel y ameno- de la otra. Y cuando no sabemos exactamente cuál es la una, ni cuál es la otra. Aunque la insuperable ventaja de los personajes de novela es que no mueren nunca. Nulle parto