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Versión ampliada del artículo “Ciudad”, escrito para el libro Términos críticos para
un diccionario de sociología de la cultura, editado por Carlos Altamirano, Paidós,
Buenos Aires, 2002.
1. La ciudad ha ocupado un lugar central en el pensamiento social desde los mismos orígenes de la
cultura occidental, ya como espacio de aparición de lo político, forma y condición del orden social,
encarnación material de las instituciones u obra de arte colectiva que expresa y plasma una cultura a
lo largo del tiempo. En una metáfora célebre, Lewis Mumford [1945] la asimiló al lenguaje, en su
carácter de estructura primaria de la vida social, obra humana por excelencia de larguísima duración.
En cualquiera de sus variantes, las definiciones clásicas han sobreentendido una relación inescindible
y circular entre ciudad y sociedad, sentando una larga tradición de indagación que, sin embargo, por
la misma complejidad de esa relación, no ha producido teorías explicativas generales. Porque el
binomio ciudad/sociedad pone en vinculación entidades radicalmente heterogéneas, en términos
materiales y temporales, que si no pueden considerarse por separado, tampoco se acoplan sin
desajustes o residuos. De hecho, la historia del pensamiento sobre la ciudad puede presentarse como
un continuo oscilar entre dos riesgos: colocar el acento en la continuidad material, independizando la
ciudad de todo acontecer externo a ella, lo que termina por poner en crisis el propio vínculo con la
sociedad; o enfatizar la subordinación de los cambios de la ciudad a los ritmos de la vida social y
política, convirtiendo las formas materiales en mera modalidad de las prácticas sociales o en su
escenario, lo que pone en crisis la propia identidad del término ciudad, ya que entre la aldea y la
megalópolis contemporánea se abre un abismo de formas sociales y materiales que niegan toda
posible continuidad. Un conflicto que se ha localizado como antinomia de base en la etimología
bifurcada de la noción de ciudad en occidente: por una parte polis, fortaleza o ciudadela en griego,
que apela a una materialidad de la que se deriva la denominación de los ciudadanos que la
construyen y la habitan, polites; por otra parte cives, conciudadanos en latín, término madre del que
se desprende, para la cultura romana, el que denomina su sede material, civitas [Benveniste, 1969;
Cacciari, 1989].
Pero hay otra dificultad específicamente moderna en la comprensión social de la ciudad: si
siempre hubo representaciones mitologizadas del vínculo ciudad/sociedad (las figuras contrastantes
de Jerusalem y Babilonia), el paradigma de la utopía, desde Tomás Moro hasta William Morris, le
incorpora una dinámica temporal que lo traba hacia el futuro. En la modernidad, la ciudad no es sólo
sede y representación de lo social, sino modelo de su transformación en un sentido de progreso
racional, materializando un topos característico: la prefiguración intelectual de una sociedad mejor, la
idea de proyecto. Por ello, la antinomia ciudad/campo, principal en toda la historia occidental, deja
de ser en la modernidad un conflicto exclusivamente espacial: la idea moderna de ciudad se produce
como recorte contra el pasado, representación en la que cabe tanto la idea de campo como la de la
ciudad realmente existente que debe superarse, aunque casi inmediatamente se cargue de nostalgia.
El binomio ciudad/sociedad se inscribió, así, en un terreno de experimentación en las relaciones entre
pasado, presente y futuro que produjo un complejo espacio de compenetración entre figuración
artística e intelectual, diagnosis científica y simbolización de lo social, proyecto y construcción
material de la ciudad, del que se desprendió una representación ilustrada que, con variaciones de
sentido, veremos continuar: la convicción de que la ciudad puede transformar a la sociedad.
Toda comprensión de la ciudad, entonces, debe asumir como punto de partida su
conformación estallada en el pensamiento social, tanto por la multitud de disciplinas que la han
constituido en otros tantos objetos de indagación, desde la topografía a la filosofía, desde la
urbanística a la sociología, desde la geografía a la historia, desde la ingeniería a la crítica literaria,
desde la economía a la ciencia política, la medicina, la arqueología o la etnografía; como por la
tensión mitológica y proyectual de esas indagaciones, que influenciaron el desarrollo real de la ciudad
a la vez que fueron marcadas por él, mostrando que la ciudad y sus representaciones se producen
mutuamente.
2. La constitución contemporánea del objeto ciudad en el pensamiento social puede remontarse al
momento en que la ciudad moderna deja de ser una aspiración y comienza a aparecer como
“problema”. En general, ese momento se ha situado en la revolución industrial: la reacción adversa a
la novedosa figura de la multitud es, en este sentido, una marca de agua de la actitud generalizada
del pensamiento social sobre la metrópoli que unifica las consideraciones de figuras tan alejadas
ideológicamente como Friedrich Engels, Alexis de Tocqueville o Thomas Carlyle. Como señaló Nisbet
[1996], la ciudad constituye en el siglo XIX el ámbito para casi todas las proposiciones sociológicas
relativas a la desorganización, la alienación y el aislamiento mental. Proposiciones que alimentaban
las nacientes ciencias sociales pero que florecían también, aunque con una mayor ambigüedad entre
el repudio y la fascinación, en la literatura de Balzac a Dickens, de Poe a Baudelaire, para quienes la
ciudad puede ser una metáfora espacio - temporal de la modernidad o el actor - escenario de sus
nuevos dramas sociales.
Es importante, sin embargo, notar que estas actitudes despuntan ya en el Antiguo Régimen con el
crecimiento de las ciudades, porque los intentos de control estatal por impedirlo producen regiones
completas de las ciencias sociales, como la estadística y la higiene, y del Estado de Bienestar
(innovaciones legislativas, racionalización de los servicios, etc.), con su doble carácter de asistencia y
disciplina: la gran ciudad moderna es ya un laboratorio de la nueva sociedad moderno - industrial que
se está formando en ella, a la vez que prefiguración de sus rasgos principales. El pensamiento
ilustrado la concibe bajo la figura de la circulación (de los fluidos, los bienes, las personas),
fundamental en la más plena metáfora biologista de la ciudad: un organismo cuya salud determina la
de la sociedad que la habita.
La transformación que introdujo la revolución industrial fue, de todos modos, determinante,
tanto por la generalización y la velocidad del crecimiento urbano, como por su unánime percepción
en términos de crisis, lo que alentó el desarrollo de los primeros enfoques científicos sobre la ciudad,
ya completamente marcados por las ciencias de la vida, que se abocaron a identificar y medir los
síntomas de la enfermedad en su medio físico (hacinamiento, contagio, delito, congestión) y a realizar
propuestas de eliminación del mal social atacando sus causas en el ambiente urbano [Marco Torres,
1996]. De tal modo, la idea de que la sociedad puede transformarse a través de la ciudad no será ya
exclusivamente deudora de la utopía ilustrada de fundar una nueva sociedad, sino de la convicción de
que la ciudad ha introducido —o es manifestación de— un desorden que debe ser resuelto para el
mejor funcionamiento de la sociedad realmente existente.
La relación entre ciudad y sociedad que se plantea el pensamiento social a partir de entonces
no es ya producto del mero crecimiento de la ciudad, sino de lo que Secchi [1989] ha llamado más
abarcativamente “la experiencia de la expansión”, en la que se articula un tipo de relación entre
capitalismo, estado, sociedad y territorio que define las propias hipótesis fundacionales de la
modernidad urbana, su idea de “progreso”. Una expansión que se tradujo en una triple tensión: hacia
afuera en el territorio (la expansión urbana y la urbanización global del territorio), hacia adentro en la
sociedad (la creciente integración) y hacia adelante en el tiempo (la idea de proyecto). Este es el
momento en que la propia identidad del pensamiento social se conjuga con las transformaciones
espectaculares de la ciudad y las ciencias sociales se asumen como parte inescindible de la civilización
urbana. De ahí que sea fundamental comprender la urbanística moderna no sólo como una técnica de
intervención en la ciudad, sino como una parte principal del pensamiento social y de la construcción
de las representaciones sobre la ciudad, y que, por consiguiente, no se pueda entender el
pensamiento social sobre la ciudad sin comprender las transformaciones de la urbanística.
Vamos a identificar, muy esquemáticamente, a partir de esta compenetración entre pensamiento
social, pensamiento urbanístico y transformaciones de la ciudad, tres configuraciones sucesivas de la
problemática ciudad, en las que cambian los núcleos temáticos y las propias disciplinas que se
estructuran en torno a ellos: las dos primeras configuraciones se articulan con la experiencia de la
expansión; la última, con su final.
3. La primera configuración se activa hacia finales del siglo XIX, cuando la larga incubación de
reflexiones y prácticas lleva a identificar en la ciudad un tipo de vida y una cultura novedosas que
deben ser estudiadas como urbanas, definiendo, por primera vez, el binomio ciudad/sociedad como
un objeto específico de indagación científica. La pregunta sobre qué es una ciudad abre el momento
en que la ciudad deja de aparecer como contexto problemático de la sociedad moderna para
convertirse en su propia clave explicativa. Esa pregunta marca los diferentes enfoques que surgen
entonces; aunque entre ellos trazan múltiples relaciones, pueden organizarse en tres grandes ejes.
Un eje se estructura con parámetros biologistas: surge de la aplicación a la ciudad de los
criterios ecológicos producidos por la geografía humana alemana y francesa a partir de la noción de
adaptación. Pese a su inflexión determinista, el programa teórico que se desprende sostiene el
predominio de la intencionalidad del hombre, como lo postula la categoría “género de vida”, del
geógrafo francés Paul Vidal de la Blache, que enfoca en la relación activa entre los hábitos, las formas
de hacer y los paisajes. Justamente, para la geografía la ciudad supone el género de vida más
evolucionado porque es el ámbito en que los condicionamientos ambientales son menos relevantes
[Claval, 1999]. A partir de allí se producen las primeras explicaciones sobre el origen y el desarrollo de
la ciudad con consecuencias en la geografía, la historia y la economía: la noción de “nodo”, del propio
Vidal, que muestra la ciudad como un punto de intensificación de las funciones económicas en una
región, y la idea de “alma de la ciudad”, de Marcel Poëte, que supone la formación socio - espacial de
un ser colectivo, producto de la cooperación humana en su adaptación al ambiente. Dos nociones que
dan forma al talante romántico - nacionalista y antimetropolitano de la geografía en un programa de
vastas resonancias prácticas: el ideal de un desarrollo económico y territorial equilibrado a través de
una red de pequeños centros regionales que favorezcan tanto un desarrollo industrial
descentralizado como una urbanización moderada capaz de “restituir” la comunidad local y
“recuperar” la armonía perdida entre la ciudad y el campo.
En efecto, ese programa vincula a la geografía con la urbanística a través del movimiento de la
“ciudad - jardín”, de origen británico pero de gran difusión europea y americana en toda la primera
mitad del siglo, cuyo aliento ideológico proviene de utopías reformistas en las que ya vienen
indiferenciados racionalismo ilustrado y comunitarismo romántico. Sobre todo, vincula con las teorías
regionalistas y, desde allí, con el ambientalismo y, como veremos, la sociología urbana, a través de
una figura clave del cambio de siglo, el biólogo escocés Patrick Geddes, que propone la
descentralización de las metrópolis como salida para lo que llama una “crisis ambiental”. El Regional
survey de Geddes realiza una articulación teórico - práctica entre los criterios geográfico -
ambientales y la larga tradición reformista de análisis de la estructura interna de la ciudad,
produciendo el primer esquema operativo de comprensión de las relaciones entre ciudad, sociedad y
naturaleza, destinado a ejercer una duradera influencia. Lewis Mumford, su principal discípulo, en su
vasta obra como crítico cultural y planificador clasificó las etapas históricas de la ciudad en función de
aquellas relaciones, manifestadas en la tecnología, y propuso una “rehumanización” de la técnica que
se apoyaba, de acuerdo a la lección geddesiana, en una idea regional de ciudad - territorio y en una
reactivación de la sociedad civil [Mumford, 1945].
Otro eje se desarrolla en la sociología, la filosofía y la crítica cultural, y aparece con plenitud en la
noción de metrópoli de Georg Simmel: una configuración socio - espacial que realiza, en una forma
cultural, la estructura de la modernidad [Nisbet, 1996; Frisby, 1990]. La metrópoli no implica una
diferencia de tamaño respecto de la ciudad tradicional, sino un salto cualitativo marcado por la
generalización de la economía monetaria: es la forma que asume la completa mercantilización de las
relaciones sociales [Cacciari, 1972]. Simmel desarrolló puntualmente su visión de la metrópoli como
summa de la experiencia moderna en el célebre artículo “La metrópoli y la vida mental” [(1903)
1986], corolario de su Filosofía del dinero. Allí la metrópoli es vista como el ámbito de objetivación y
racionalización de la interacción social, base de la alienación. Esta es una categoría fundamental en el
pensamiento social del siglo XIX que en Simmel asume una connotación psicológica y cultural que
impregnará el pensamiento crítico del siglo siguiente: el extrañamiento de los otros y de sí mismo que
sufre el individuo metropolitano, que responde con una máxima subjetividad a la objetivación, al
tiempo que no puede dejar de verse como una de sus piezas. Así, la metrópoli produce un tipo
específico, el individuo blasé, caracterizado por la hipertrofia de las facultades intelectuales
(dominadas por la calculabilidad) y una extrema reserva, recurso para preservar la distancia social y
defenderse del shock metropolitano que resulta del intercambio rápido e ininterrumpido de los
estímulos externos. Al mismo tiempo, se revela el otro aspecto trágico de la modernidad que interesa
a Simmel, el contraste entre la cada vez mayor cultura objetiva (la acumulación cultural en la
metrópoli) y la cada vez menor cultura subjetiva (la cultura propia del individuo).
Simmel impactó en corrientes centrales y contrapuestas del pensamiento social sobre la
ciudad. Por una parte, en la producción ensayística centroeuropea de entreguerras. Su visión de la
metrópoli como cultura objetivada y su análisis de la alienación cultural influyeron en Siegfried
Krakacuer o Walter Benjamin, y explica la resolución propuesta por éste para la tragedia de la
modernidad, en consonancia con las vanguardias (de la Neue Sachlichkeit a Le Corbusier): el rechazo
del interieur burgués y la defensa consiguiente de una arquitectura de cristal, transparente y
despojada, sería la asunción lúcida de que la pura reproductibilidad metropolitana ha consumado la
muerte del aura [Tafuri, 1972]. A la vez, el análisis simmeliano del predominio intelectual en el tipo
metropolitano influyó en Oswald Spengler, en cuya morfología histórica la metrópoli es el grado más
alta de la civilización, por ende, el signo de la decadencia de la cultura. Desde otro punto de vista, el
postulado de la sociología simmeliana que sostiene que la realidad social debe ser aprehendida en sus
fragmentos aparentemente insignificantes (como las mercancías expuestas en las vidrieras de los
viejos pasajes comerciales de París donde Benjamin propuso leer el siglo XIX), los marcó a todos y,
más en general, fue decisivo en el desarrollo del ensayo contemporáneo [Frisby, 1992].
Pero, por otra parte, Simmel influyó con igual fuerza en una aproximación a la problemática
urbana que se demostraría completamente diferente, la que funda el programa de la “sociología
urbana” en Chicago. Robert Park, uno de los creadores de la Escuela de Chicago, fue alumno de
Simmel en Berlín a comienzos de siglo y siempre reconoció su influencia en la identificación de la
metrópoli como el lugar de la máxima diferenciación social (la aporía simmeliana de la máxima
libertad y la máxima fragmentación individual y social) y en los modos de estudiarla. En 1925, en The
City [1999], Park, Ernest Burgess y Roderick MacKenzie, despliegan el programa de la Escuela
identificando diferentes cuestiones teóricas o diferentes áreas temáticas (las relaciones entre cultura
tradicional y vida urbana, entre expansión metropolitana y desorganización social, la movilidad
individual y social, las formas de agregación e identidad, como la vecindad, las bandas, los
vagabundos), y un muy joven Louis Wirth, que en 1938 titulará un trabajo con una de las fórmulas
más expresivas de la Escuela, El urbanismo como forma de vida, realiza un apéndice bibliográfico que
ha sido señalado como el primer armado teórico de la sociología urbana como disciplina [Rauty,
1999].
Es un programa que combina los dos ejes analizados hasta aquí: la perspectiva culturalista se
trama con una explicación del proceso de estructuración de la ciudad en clave ecológica que, en un
sentido análogo al de la geografía humana o la biología social de Geddes (y con fuerte predominio de
la morfología social de Durkheim), explica las relaciones entre los individuos como relaciones
determinadas por las fuerzas selectivas del ambiente: la lucha por la subsistencia explica tanto el
comportamiento individual como la organización social. Esa “ecología humana” fundamentó el
estudio de la integración de los inmigrantes en la ciudad, central en la problemática de Chicago, como
parte de un “ciclo de asimilación” que atravesaba las etapas de competencia - conflicto -
acomodación - asimilación.
El tercer eje, por último, articula la tradición ingenieril y la tradición legal de intervención en
la ciudad. Es en el que se forma la urbanística como profesión, reuniendo en un único campo de saber
y en una única figura profesional la multiplicidad de técnicas y de lenguajes científicos que se venían
haciendo cargo de modo autónomo de la diagnosis y la intervención en la ciudad. Entre finales del
siglo XIX y comienzos del XX se pone a punto, a través de tratados, exposiciones y congresos, su
corpus principal, que da cuenta de que se ha afirmado un nuevo modo de ver la ciudad, como un
organismo reducido a su funcionamiento: ya no se entenderá la ciudad como un gran manufacto
edilicio que alberga y representa a la sociedad, sino de acuerdo a sus diversos sectores funcionales,
red de transporte, dotación de verde público, sistema de desagües, etc. Precisamente, los “sectores”
cuya transformación organiza entre 1870 y 1914 la metrópolis moderna [Picccinato, 1974]. Con ese
corpus pragmático se habrían de enfrentar los problemas de la ciudad capitalista: la articulación de la
expansión de la ciudad y la habitación popular, articulación que da cuenta de una tensión
característica de todo el desarrollo “clásico” de la urbanística, entre la idea de la ciudad como un
organismo productivo (fuente de acumulación capitalista e instrumento de producción) y su
organización como servicio social, tensión que da sentido y pone los límites a la identidad reformista
de la disciplina [Tafuri, 1980].
Pero hay una segunda tensión que recorre desde su origen a la urbanística: la necesidad de
“recuperar” los valores culturales tradicionales de la ciudad amenazados por la modernización,
cuestión que aparece paradigmáticamente en el manual de Camillo Sitte, La construcción de ciudades
según principios artísticos, de 1889, bajo la idea de “arte urbano” o “arte cívico”. Sitte se rebela
contra la reducción del problema de la ciudad a sus componentes funcionales (tráfico e higiene), pero
lejos de ser marginal, esa rebelión va a tener una resonancia inmediata, integrándose con aportes
pragmáticos a los propios patrones del main stream urbanístico, tanto en el pintoresquismo
urbanístico y en el movimiento de la ciudad - jardín, como en la revaloración de las composiciones
barrocas. Y contribuye, desde una perspectiva deudora del romanticismo, a estructurar la narrativa
maestra del conjunto de la disciplina urbanística: la idea de que la ciudad industrial, en su remoción
de las más estables estructuras de la ciudad tradicional, introdujo el caos, sobre el cual la urbanística
repondrá un nuevo orden [Secchi, 1989]. Una narrativa que los movimientos de vanguardia
radicalizarían, estableciendo un linaje —desde entonces “oficial”— que conducía directamente desde
las utopías decimonónicas a sus propias propuestas comunitarista - maquinistas, relegando el corpus
disciplinar “clásico” (en especial, la manualística) que, sin embargo, siguió operando mucho tiempo y
matrizó lo que todavía hoy conocemos como “ciudad moderna”.
En una tipificación muy influyente, Françoise Choay catalogó el universo de representaciones
del pensamiento urbanístico en dos actitudes confrontadas, “culturalismo” y “progresismo”. Sin
embargo, es posible notar en las propuestas más relevantes que definen estos tres ejes un
entrelazamiento íntimo de ambas actitudes, lo que señala la compleja relación con la modernidad del
conjunto del pensamiento social en ese momento. Y es que, como señala Jedlowski [1995], el término
modernidad debe entenderse durante esta primera configuración como expresión de la
autoconciencia de la crisis de la cultura occidental. En este sentido, podría decirse que todos los
enfoques parten de una visión trágica de la ruptura que representó la ciudad moderna frente a la
tradicional. La diferencia que podría establecerse, en todo caso, radica en cómo pensaban que se
debía procesar esa “tragedia”, entre quienes propusieron paliar sus consecuencias (Geddes, Sitte,
Poëte, Mumford) y quienes buscaron asumirlas en su radicalidad (Simmel, Benjamin, Le Corbusier).
4. La segunda configuración en el pensamiento social sobre la ciudad comienza a formularse en la
década de 1930 y se hace dominante en la segunda posguerra hasta la década de 1960. Y una de sus
características fundamentales es el casi completo asordinamiento de aquella dimensión trágica,
cambio expresado paradigmáticamente en el pasaje del vocablo modernidad, como proceso histórico
- cultural occidental, al vocablo modernización, como complejo técnico de difusión de la civilización
industrial convertida en modelo de desarrollo universal. En este nuevo marco, la ciudad ya no será
vista como estructura de la modernidad, su resultado problemático y su clave, sino como motor de la
modernización social, en íntima relación con el desarrollo de las fuerzas productivas y la
consolidación de poderes políticos centralizados.
Se trata de una relación que había sido planteada por Max Weber en su célebre trabajo sobre
la ciudad, donde estableció una articulación sistémica entre ciudad, mercado y modernidad
occidental: el mercado, tal cual se formó en la ciudad medieval, explica para Weber no sólo un
funcionamiento económico, sino una completa sociabilidad, caracterizada por la racionalidad y la
constitución de una esfera pública autónoma; es de ese complejo civilizatorio de donde se desprende
la relación de necesidad entre urbanización, industrialización y burocratización [Weber (1921), 1987;
Bahrdt, 1970]. Pero la teoría de la modernización estiliza esa relación histórica en un patrón de
procesos de evolución social neutralizados respecto del espacio y del tiempo [Habermas, 1989].
Dentro de esta perspectiva funcionalista, la modernización será tanto la técnica de pasaje de un
estadio a otro como la propia definición a priori del estadio al que se llega, ambos aspectos en los que
se le asigna a la ciudad un rol decisivo, ya que es, en tanto “forma de vida”, el agente inductor dentro
de la tríada weberiana que define la modernidad (urbanización, industrialización y burocratización).
Esta configuración se consolida con el creciente protagonismo de las políticas públicas del
Estado de Bienestar en la producción y los servicios sociales, en torno al cual las disciplinas que
abordan la problemática urbana priorizarán sus dimensiones normativas, bajo la general convicción
de la necesidad de una planificación global del uso del suelo que racionalice la relación entre espacio
y sociedad. Planificación es, entonces, la palabra que condensa el nuevo sentido; como ha señalado
Corboz [1998], los contenidos de esa “idea - guía” y los métodos para su implementación podían
variar enormemente entre el New Deal rooseveltiano y el estado soviético, pero en todos los casos
suponía la orientación del esfuerzo técnico y científico hacia el logro de una “distribución óptima de
las personas, los bienes y los servicios sobre un territorio dado”. En el marco de un extendido
keynesianismo, la planificación aparece como el instrumento para adecuar la expansión a un orden
previsto, objetivo para el que las disciplinas de lo urbano necesitan adquirir un verdadero status
científico: la capacidad de previsión del cambio socio - espacial. Durante la “larga” década del treinta,
desde el Crack de 1929 hasta la Segunda Guerra Mundial, la producción de este marco conceptual
convive con una tensa situación de crisis e inestabilidad; en la posguerra, en cambio, el boom
expansivo (urbano, económico y social) parece realizar buena parte del programa modernizador, al
tiempo que despierta sus críticas y resistencias, preparando las bases para una nueva configuración.
En el primero de esos momentos, la “larga” década del treinta, se produce una
experimentación intensa en torno a la definición de los “sistemas metropolitanos”: nacen los planes
regionales, se forman las “áreas metropolitanas” (el Gran Berlín, el Gran París, el Gran Londres) y sus
instituciones específicas. Asimismo, se lanzan los programas masivos de transformación territorial
(planes energéticos, de construcción de autopistas, de desarrollo turístico), que asocian nuevas
urbanizaciones, nueva infraestructura y localización industrial en la búsqueda de reequilibrios
territoriales nacionales. La planificación disuelve los límites entre lo que es ciudad y lo que no lo es,
con lo cual parece coincidir con el sueño radical (expresado tanto por Marx como por Kropotkin) de
eliminar los contrastes ciudad/campo, mediante el ambiguo ideal de una urbanización generalizada
de los modos de vida compatible con un nuevo disfrute (cultural y productivo) de la naturaleza.
Coincidencia que muestra la base ambigua de la autorrepresentación ideológica de la urbanística, que
siempre identificará la idea de progreso como una alianza objetiva entre Plan y Socialismo, a la que se
arribará a través de una técnica liberada del peso de la política.
La metrópoli es percibida de un modo comprehensivo, como un organismo físico y social
compuesto de partes diversas que funcionan asociadas. Burgess había realizado en 1925 el primer
modelo gráfico de la dinámica socio - territorial para representar la complejidad del orden ecológico
metropolitano (el famoso modelo radioconcéntrico, de enorme suceso en la sociología y la economía
urbanas). La contraparte operativa de ese modelo podría verse en un instrumento clave de la
urbanística: la idea de zonificación, con la que se pretende reinstaurar un orden más “natural” (lo que
en la economía regional sería la noción de especialización). En este marco, se formulan las dos
visiones urbanísticas que tendrán mayor relevancia en la siguiente posguerra: la que sistematiza la
larga tradición antimetropolitana y descentralizadora anglosajona (Plan de Londres de 1944, de
Patrick Abercrombie); y la que surge de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna
(CIAM), especialmente debida a Le Corbusier, que publica en 1943 la Carta de Atenas en base a las
conclusiones del IV CIAM celebrado diez años antes. Allí se institucionaliza como “urbanística
moderna” la idea de la inadecuación radical del centro histórico para la vida moderna (lo que suponía
la necesidad de su destrucción o de su preservación museográfica), y la idea de que el caos urbano es
producto de la mezcla de funciones, para lo cual se propone una estricta zonificación de acuerdo a las
cuatro actividades que resumían la vida individual y social en la metrópoli: habitar, trabajar, cultivar el
cuerpo y el espíritu, y circular. Las dos visiones proponen reconciliar metrópoli y naturaleza, pero por
procedimientos inversos: la primera, a través de una desconcentración en ciudades satélites, y la
segunda, a través de una reorganización metropolitana que favorece la concentración habitacional
por medio de grandes pabellones de vivienda dispersos en el verde, liberando a la ciudad del sistema
tradicional de calles y dando vivienda higiénica a multitudes. Y más allá de sus notables diferencias,
van a tender a diversos grados de mixtura en las prácticas efectivas de la planificación urbana de
posguerra, desde las reconstrucciones en las viejas ciudades europeas hasta la realización de las New
Towns inglesas y las Villes Nouvelles francesas o las nuevas capitales en el Tercer Mundo, como
Chandigarh o Brasilia; desde la conformación de los planes regionales metropolitanos hasta las
propuestas de los “polos de desarrollo” nacionales; desde los proyectos de “renovación urbana” en
los centros tugurizados hasta la reorganización funcional que produjo la masificación del uso del
automóvil.
Es ya en este segundo momento cuando las ciencias urbanas producen los modelos más sofisticados
para comprender y producir el funcionamiento metropolitano, avanzando sobre la línea abierta por el
gráfico ideal - típico de Burgess y en el marco más general de la exigencia sistemática expresada por
Talcott Parsons. Así se realizan los modelos de simulación de los geógrafos y economistas para
estudiar los patrones de localización de actividades productivas, de usos residenciales urbanos o de
flujos de desplazamientos de bienes y personas [Sica, 1977]. Especialmente los modelos del tráfico
urbano permiten el desarrollo de una ingeniería de sistemas que, en pendant con el auge de la
cibernética, lleva a definir las regiones urbanas como sistemas complejos y la planificación como el
proceso de control y supervisión continuo de su funcionamiento [Hall, 1996]. La voluntad de
universalización deliberada del sector modernizador, a su vez, va a encontrar su forma teórica en la
hipótesis del “continuo folk - urbano”, desarrollada en los años cincuenta a partir de la célebre
tipificación de Robert Redfield [1947], y va a encontrar su ámbito de aplicación en el explosivo
crecimiento urbano del Tercer Mundo, la gran novedad de la posguerra a la que la sociología
funcionalista y las políticas del desarrollo van a abocar ingentes recursos [Horacio Torres, 1996]. En
ese contexto normativo de las ciencias sociales, de gran centralidad de los temas urbanos y fuerte
impulso de instituciones supranacionales, nacen y se consolidan las ciencias sociales en Latinoamérica
y una buena parte de las teorías urbanas del período se realizan a través del estudio de casos de
desarrollo urbano en este continente [Sjoberg, 1960; Schnorre, 1965].
Para ello, la dominante intelectual de la sociología de Chicago ha modificado sus énfasis: si en
su origen encontramos la certidumbre (simmeliana) de la crisis de las relaciones primarias en la
metrópoli (y por eso su programa de estudios inicial se centraba en los grupos y en los ámbitos “de
transición”, en los que esa crisis se hace manifiesta), en los años cincuenta y sesenta va a predominar
una visión optimista sobre la eficacia de los mecanismos de integración inducidos públicamente y
sobre el funcionamiento mismo de la metrópoli, en términos sociales y productivos.
5. Pero en el mismo inicio de su apogeo comienza un proceso de crítica de esta constelación de ideas,
a través de una explosión de representaciones alternativas de ciudad que no logra contraponer, de
todos modos, una configuración alternativa. La construcción masiva en la periferia de las ciudades
europeas, a partir de la asunción generalizada de unos pocos esquemas modernistas, produjo un
estado de revisión en el interior del pensamiento urbanístico ya en los años cincuenta, apuntando
contra la rígida división de funciones y el anonimato que resultaba de la pérdida de señales históricas
de la ciudad. Los CIAM de posguerra polemizan explícitamente con esas limitaciones teóricas e
incluso Brasilia, aunque ha quedado como la más alta expresión de ellas, debe verse como una
experimentación crítica. [Gorelik, 1999] Y en 1961 un libro - manifiesto de una periodista
norteamericana, Jane Jacobs, [1967] le da forma popular a las críticas radicales contra todas las
tendencias de la urbanística modernista, en defensa de aquello que, por diferentes vías, disolvían: la
vida bulliciosa de la calle urbana, con sus diferentes escalas y su riqueza de relaciones.
A su vez, comienzan a aparecer estudios que multiplican los abordajes frente a la reducción
funcionalista: enfoques antropológicos, semiológicos, históricos, políticos. Durante los años 50, los
situacionistas franceses proponen una psicogeografía para una deriva antiutilitaria por la ciudad y
Edward Hall comienza a desarrollar un enfoque antropológico y psico - social para analizar los usos
del espacio [1951; 1966]. En 1960 Kevin Lynch [1998] formula una de las primeras lecturas de la
ciudad en términos de lenguaje y comunicación, abriendo una perspectiva semiológica que derivaría
en la noción de ciudad como texto, de enorme diversificación desde entonces. Por su parte, si la
historia era una gran ausente de la visión modernizadora, en esos años la historiografía identifica en
la ciudad un espacio histórico - social singular de hechos y representaciones [Schorske, (1961) 1981;
Handling y Burchard, 1963], a la vez que comienzan a historizarse las propias prácticas sobre ella
[Benévolo, (1963) 1967; Collins y Collins, (1965) 1980; Choay, (1965) 1970]. A partir de finales de los
años sesenta, Manfredo Tafuri [(1968), 1977; (1969) 1972; (1980) 1984] reorganiza las relaciones
históricas entre ciudad, vanguardias estéticas y modernidad, produciendo una “crítica a la ideología”
del relato modernista que reconstruye el papel jugado por las disciplinas artísticas y arquitectónicas
en el desarrollo metropolitano, a través de una relectura marxista y postestructuralista de las
hipótesis de Benjamin. A comienzos de los años setenta, Raymond Williams [2001] establece una
vinculación entre ciudad y literatura que será definitoria en los “estudios culturales”. Y en esos
mismos años Michel Foucault dedica algunas reflexiones dispersas a las relaciones entre la sociedad y
el espacio en la modernidad occidental cuya influencia se volvería decisiva en los estudios históricos,
geográficos y culturales. Para Foucault, la ciudad no puede ser comprendida ni como un “vacío”,
escenario de las prácticas sociales (a la manera de la sociología urbana), ni como un “modelo”,
maqueta jerárquica del pensamiento proyectual (a la manera de la urbanística), sino como un espacio
heterogéneo (“heterotópico”), socialmente producido por una trama de relaciones, materialización
compleja de la cambiante textura de las prácticas sociales. Se trata de un “espacio - poder”,
ejemplificado en su célebre análisis del Panóptico de Bentham como una máquina espacial de
producir y reproducir poder (diseminado, automatizado y desindividualizado), que llevó a pensar la
materialidad de la ciudad como un agente activo en el campo de las relaciones sociales
reproponiendo, curiosamente, aunque invertida, la confianza ilustrada en la circularidad de la
relación ciudad/sociedad [Foucault, (1975) 1976; 1989].
La crítica política al paradigma modernizador con más impacto operativo en el pensamiento
urbanístico se desarrolló en Francia. Desde finales de los años cincuenta Henri Lefebvre, en los
términos de un marxismo humanista, reclama una visión del espacio urbano como medio y fuerza
social de producción, cuyo potencial emancipador justifica la lucha por “el derecho a la ciudad” (como
titula su libro más célebre, de 1968 [1972]). Luego del 68, esa posición es rebatida por un marxismo
estructuralista y fuertemente antiespacialista, del que se desprende una refutación de los postulados
de la urbanística moderna y la sociología urbana que será hegemónica durante la década de 1970
como recambio en las disciplinas académicas ocupadas en la ciudad. Su expresión paradigmática la da
Manuel Castells [1971]: la sociología urbana no es una ciencia sino una ideología de la modernización
capitalista que relata el mito de la cultura urbana; la ciudad no es un objeto de estudio que merezca
una disciplina específica, sino un subsistema de la sociedad capitalista global. Y como toda
fragmentación del objeto cristaliza la ideología dominante, es necesario un estudio
“interdisciplinario”, palabra de orden, desde entonces, en la planificación. Más que los factores
económicos (que inciden a nivel global), esta visión de la ciudad pone de relieve la cuestión de las
políticas públicas urbanas en términos de control social: como señala Topalov, la “cuestión urbana” se
volvió central porque la ciudad fue planteada como el lugar estratégico de la gestión estatal de los
conflictos sociales; se definen así nuevos actores (los “movimientos sociales urbanos”) que desplazan
el interés del trabajo hacia el consumo [Topalov, 1990; Roncayolo, 1988]. La geografía inglesa, por su
parte, especialmente a través de la revista Antipode y el trabajo de David Harvey, con una perspectiva
marxista más clásica, trabajó en una definición económica del espacio (urbano y rural) que discutió
con las teorías de la localización, comprendiendo su producción como parte de los procesos de
acumulación del capital y la lucha de clases.
La multiplicación de perspectivas, ya que no su suma, llevaría a un desvanecimiento de la idea
de ciudad moderna. Hay tres textos de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta que
condensan bien las posiciones dominantes de reemplazo en las propuestas urbanas y en los
imaginarios sobre la ciudad. El primero es La arquitectura de la ciudad, de Aldo Rossi, que repropone
una lectura de la ciudad como “obra de arte” y, en una combinación de argumentos marxistas y
heideggerianos, postula la recuperación del tejido urbano colectivo, histórico, como sumatoria del
trabajo humano, y la valorización de la red de monumentos que tensiona ese tejido en un sentido
trascendente [1966]; la centralidad de las representaciones de ciudad en la propuesta de Rossi le
llevaría a formular la figura de “ciudad análoga”, como modo de vincular la historia, la memoria y el
proyecto. El segundo es “The post - city age” [1968], donde Melvin Webber proporciona la visión de
la ciudad completamente mediatizada, en la que la revolución de las comunicaciones ha convertido al
espacio urbano en un apéndice secundario de variables móviles: “tiempos de comunicación” y “redes
de interacción”; la “ciudad”, jerárquica y estructurada tal cual se ha entendido hasta entonces, sería
una construcción intelectual transitoria de un momento histórico superado. El tercero es Aprendiendo
de Las Vegas, de Venturi, Scott Brown e Izenour [1972], donde se celebra, en clave pop, la ciudad de
los signos efímeros, la industria cultural, la publicidad y el mercado, frente a los cuales se suspende,
de modo vitalista, el juicio estético y moral, característico de la idea moderna de ciudad. Mientras
que la cultura europea comienza a “volver” a su ciudad histórica, la cultura norteamericana radicaliza
su identidad urbana descentralizada, apoyándose en la aceleración de lo más nuevo, el futuro abierto
por las redes electrónicas o la cultura de masas.
6. Las ideas de “recuperación” y “disolución” de la ciudad convivirán, contrapuntísticamente, en la
última configuración del pensamiento social, marcado por el debate cultural sobre lo post: - urbano, -
industrial, - moderno. Aquellos textos de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta
compartían todavía un común terreno normativo con la constelación funcionalista; sus críticas a la
modernización buscaban ampliar los límites en que ella definía el tema urbano, pero podría decirse
que eran críticas aún modernistas, en tanto permanecían dentro de las coordenadas del largo ciclo de
la expansión. A medida que avanzan los años setenta, en cambio, la crisis de la idea de ciudad
moderna se sobreimprime a la crisis material de parámetros básicos de ese ciclo. Hay una serie de
procesos urbano - territoriales que marcan esa crisis: deslocalización industrial, desmembramiento de
los centros terciarios, flujos inversos entre la ciudad y el campo, con el efecto de una urbanización
difusa y la proliferación de “periferias internas”, vacíos en tejidos compactos, viejas áreas industriales
abandonadas, sectores completos de residencia que entran en decadencia frente a localizaciones de
punta (tecnológica y social), obsolescencia de las infraestructuras globales, etc. [Secchi, 1989]. El fin
de la expansión suma a la crítica la propia quiebra de las instituciones y los parámetros que se
formaron en ella: el Estado de Bienestar, las ideas de inclusión, progreso y proyecto, los instrumentos
que las realizarían de modo científico, como la planificación.
Así, la última configuración del pensamiento social sobre la ciudad vuelve a problematizar la
modernidad: ¿la nueva situación es indicio de la superación del estadio moderno, de que su proyecto
quedó trunco, o de que finalmente se consumó? Es fácil reconocer tras esas preguntas las diferentes
posiciones que clivaron el debate cultural sobre la modernidad en los años ochenta:
postmodernismo, modernismo ilustrado, hípermodernismo. Y es fácil comprender por qué la
pregunta por la ciudad fue central en ese debate, reencontrándose con las hipótesis que la habían
definido, a comienzos del siglo XX, como territorio y signo de la modernidad, rastro material y clave
de su enigma; Simmel, por supuesto, pero sobre todo Benjamin, cuya obra experimentará un boom
de lecturas e interpretaciones, así como el propio género ensayo se convierte en el modo de
aproximación hegemónica a los problemas de la ciudad [Ballent, Gorelik y Silvestri, 1993]. La caída de
la tensión progresista (en sentido lato) consustancial al ciclo expansivo, permitió el desarrollo de una
mirada sobre la ciudad que, como proponía Benjamin, se dejara perder en ella, la viera como ruina de
la modernidad, ya sea para criticarla o celebrarla.
En efecto, son muy diferentes las posiciones que surgieron en este nuevo clima de ideas, en
parte asociadas al debate post- de los ochenta, pero que en algunos casos se apoyan en visiones
precedentes y en todos han demostrado sobrevivirlo. La idea de disolución de la ciudad tiene
versiones optimistas en clave tecnológica, continuadoras de la de Webber; versiones realistas, como
la que plantea la necesidad de aceptar las nuevas condiciones de la “hiperciudad”, esa especie de
megalópolis extendida por todo el territorio en la que las partes “tradicionales”, aquellas con las
normalmente asociamos la idea de ciudad, apenas ocupan en la propia Europa, donde esa idea nació,
un dos o tres por ciento de la superficie total [Corboz, 1998]; y versiones pesimistas que sostienen
que las metrópolis han entrado en una instancia de descontrol e inviabilidad, social y ecológica,
produciendo el fracturado escenario contemporáneo (mezcla de decadencia y high tech, tal cual
quedó emblematizado en el film Blade Runner, de Ridley Scott): esta última es posiblemente la
versión socialmente más poderosa en la actualidad, porque se alimenta de la larga tradición moderna
que ve a la ciudad como caos social y urbano, pero exasperada por la evidencia del fracaso de las
promesas de la planificación modernista. Y a ella se le acoplan fórmulas no necesariamente nacidas
en la misma preocupación, como “no lugar”, que en términos estrictos es la verificación socio -
antropológica de que la modernidad (y en especial la ciudad moderna) produjo un “desanclaje”
espacio - temporal [Giddens, 1993], pero que ha conocido mayor fortuna como visión negativa de los
espacios anónimos para las muchedumbres en la ciudad de la “sobre - modernidad” (shoppings,
aeropuertos, autopistas) [Augé, 1993].
Por otra parte, la idea de la “recuperación” urbana reúne la vertiente de los análisis
culturalistas (marcados por un libro rápidamente célebre, como Todo lo sólido se disuelve en el aire,
de Marshall Berman [(1982) 1988]) con una nueva vertiente, afirmada en la noción ilustrada de
“espacio público” como parte de una reconsideración específicamente política de la ciudad (frente al
dominio de los enfoques economicistas), por la cual ésta aparece como territorio necesario de
producción de la acción política y la vida cultural [Glazer y Lilla, 1987]. Y ambas se potencian sobre el
fondo de un verdadero relanzamiento del espacio público de la ciudad (especialmente europea) en la
década de 1980, después del largo período de estancamiento y decadencia de los centros urbanos, a
través de políticas de transformación urbana novedosas que identifican en el patrimonio público de la
ciudad tradicional un plus político, cultural y también económico para la competencia de las ciudades
como nuevos agentes de la economía global [Perulli, 1992]. Los ejemplos de la París de Miterrand, la
Barcelona de los juegos olímpicos y la Berlín de la reunificación muestran esa nueva configuración, en
la que la cultura está llamada a jugar un papel determinante como vanguardia de la movilización
económica, como queda de manifiesto con mayor claridad todavía en el caso de la “operación”
Guggenheim en Bilbao. Un papel puesto en práctica por los teóricos del “urbanismo estratégico”
[Borja y Castells, 1997] y analizado con severidad por los críticos neomarxistas de la “cultura urbana”
[Zukin, 1995; Arantes, 2000] o los teóricos de la “ciudad global” (noción con la que se identifica el
modo en que los nuevos procesos de la economía globalizada, lejos de disolver las relaciones
espaciales, se afincan necesariamente en una “red” de ciudades) [Sassen, 1999].
Como se puede advertir, si estos análisis despliegan tendencias ya iniciadas en los años
sesenta y setenta (los enfoques históricos, antropológicos, semiológicos), el cambio fundamental está
en la nueva centralidad de la cultura: aquellos enfoques habían sido parte de un giro cultural, pero
ahora se vuelve cultural la problemática global de la ciudad, y la misma cultura tiene un rol
fundamental en las nuevas políticas urbanas.
La idea de “ciudad como texto”, básica de la perspectiva ensayística simmeliana pero definida
operativamente en términos semiológicos por Kevin Lynch, se potencia ahora en múltiples abordajes.
Tanto en una valoración de los modos en que la literatura trata la ciudad, como en una nueva
presencia de la ciudad en la literatura (desde los experimentos de George Perec y la célebre novela de
Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles, hasta el boom de la ciencia ficción urbana). Tanto en una
comprensión de la ciudad como texto material (“así como las generaciones precedentes de
intelectuales ingleses aprendían italiano para poder leer a Dante, así yo aprendí a manejar automóvil
para leer Los Angeles en su texto original”, escribió Reyner Banham), como en una lectura de las
prácticas o de los imaginarios urbanos, apuntando a los modos en que la ciudad se experimenta o se
representa socialmente: los análisis de las “retóricas espaciales” con que Michel De Certeau [1996]
busca construir un paradigma opuesto al de Foucault; los “mapas cognitivos” de Fredric Jameson
[1991]; la producción de “lugares” de Richard Sennett [1990].
La pluralidad de posiciones y de enfoques que caracteriza esta nueva configuración del pensamiento
social sobre la ciudad queda de manifiesto en las diferentes figuras analíticas que hemos
mencionado: “espacio - poder”, “espacio público”, “no lugar”, “ciudad global”, “ciudad análoga”,
“imaginarios urbanos”, etc.; algunas de ellas dialogan, potenciándose o polemizando entre sí, pero en
general se mueven en dimensiones conceptuales muy parcialmente comunicadas, mostrando
múltiples facetas de lo que actualmente se entiende por “cultura urbana”.
7. En el pensamiento latinoamericano sobre la ciudad es posible identificar en las últimas décadas un
giro cultural similar, pero los caminos que llevaron a él no son los mismos. A lo largo de una
importante tradición de reflexión, en el siglo XX la ciudad latinoamericana se constituyó en un objeto
específico de la cultura occidental. Un objeto definido por la cuestión de la modernidad, en mayor
medida incluso que en Europa, ya que desde su nacimiento fue su producto más genuino, una
máquina para extender la modernidad y reproducirla en un territorio extraño. En torno a esta
identificación ciudad/modernidad se constituye el conflicto ciudad/campo en centro de la
problemática social y cultural latinoamericana, con una oscilación permanente de las valoraciones
[Romero, 1982]. Entre la celebración de la ciudad como anclaje de la civilización frente a la doble
barbarie de la naturaleza americana y el pasado español, de acuerdo a la célebre antinomia
sarmientina; y la celebración opuesta de la cultura que, encarnada en el mundo rural o en la aldea
tradicional, se esgrimirá contra la civilización urbana, apoyándose en una nueva antinomia ofrecida
por el pensamiento social centroeuropeo en la segunda mitad del siglo XIX.
El proceso expansivo activa entonces una modernización acelerada que exaspera la percepción del
conflicto, y la ciudad aparece en primer plano en la reflexión social, el ensayo positivista, la literatura
y la crónica de costumbres, como escenario y símbolo de la sociedad moderna en contraste con la
tradicional, sentando una serie de tipologías socio - culturales que se profundizará en distintas
vertientes hasta las vanguardias estéticas de la década de 1920 [Ramos, 1989]. Pero es hacia finales
de esa década cuando se convierte en objeto de indagación específico con el ensayo de
interpretación: La multitud, la ciudad y el campo, de Jorge Basadre [1929] y Radiografía de la pampa,
de Ezequiel Martínez Estrada [(1934) 1991], son dos de sus primeros clásicos. El impacto de Simmel y,
sobre todo, de Spengler, la importancia de las reflexiones sobre América Latina de Waldo Frank y
Ortega y Gasset, traductor en su Revista de Occidente de muchos de los principales textos del
vitalismo alemán, y la temprana difusión de un Mumford hospitalario a los mismos enfoques,
organizaron el modo de abordaje a los temas de la ciudad y el territorio americano en sus relaciones
con las culturas nacionales dominante hasta la década de 1950 [Gorelik, 2001].
Frente a este tipo de ensayo se levantó el edificio programático de la sociología profesional,
en directa relación con la teoría de la modernización, panamericanizada en la segunda posguerra a
través de instituciones supranacionales o fundaciones (Naciones Unidas, CEPAL, Sociedad
Interamericana de Planificación, fundaciones Ford y Rockefeller, etc.). Fue el momento de mayor
sincronía con las líneas dominantes del pensamiento social sobre la ciudad en Occidente, con una
peculiaridad: para la sociología funcionalista, la ciudad latinoamericana, como caso especial del
mundo subdesarrollado, era un campo privilegiado de ensayo, el lugar donde podía llevarse adelante
una modernización que evitara los costos que en los países desarrollados se venían descubriendo
desde la guerra. Como se vio, una buena parte de las categorías urbanas del período se produjeron en
el estudio de ciudades de América Latina, y se discutieron y difundieron en infinidad de
emprendimientos de cooperación que buscaban consolidar núcleos de planificación regional. En
buena medida a través de ese tipo de iniciativas, marcadas a fuego por la impronta normativa y la
gran centralidad de los temas urbanos, se desarrollan institucionalmente las ciencias sociales en
Latinoamérica. También la historia urbana se desarrolla como disciplina académica en ese marco y
acompañando el mismo empeño modernizador, como muestran los simposios "El proceso de
urbanización en América desde sus orígenes hasta nuestros días" organizados periódicamente por
Jorge Enrique Hardoy, uno de los protagonistas de esta red continental que establece puentes entre
la planificación y la historia [Hardoy y Schaedel, 1968; Hardoy, 1972].
La masa de estudios sobre la ciudad latinoamericana que se elabora entre los años cincuenta
y los setenta, no tiene precedentes y no ha sido igualada. Su especial intensidad provenía tanto del
nivel del debate transnacional como de las tensiones políticas y culturales vinculadas al carácter
instrumental que se atribuía a la empresa de conocimiento, a la centralidad de la ciudad en el
desarrollo económico, político y social, y a la urgencia que planteaba su expansión. Por eso mismo,
fue un ciclo atravesado por profundas crisis teóricas: la ciudad latinoamericana fue un laboratorio
para la teoría de la modernización, pero lejos de funcionar como su demostración, la llevó a revisar
sus propios fundamentos hasta generar alternativas de crítica radical.
El proceso de revisión comenzó ya en los años cincuenta, ante la evidencia de que ciertos
postulados teóricos condenaban la realidad de la urbanización latinoamericana al lugar de la
patología [Morse, 1960; Germani, 1976]. Nociones como “sobreurbanización”, indicando el desfasaje
entre las tasas de urbanización y las de industrialización; “primarización”, señalando la presencia
dominante de grandes ciudades en cada territorio nacional, frente al ideal de redes urbanas
articuladas; o la dicotomía “tradicional/moderno”, apuntando al peso de la cultura rural en la
extensión de un sector “marginal” de servicios urbanos, caracterizaban la ciudad latinoamericana
como desviación de la norma dictada por la modernización occidental.
Desde comienzos de los años sesenta, el progresivo distanciamiento que promovía la
búsqueda de categorías y explicaciones específicas fue derivando en una completa inversión de las
certidumbres modernizadoras, reemplazando la clave de lectura del desarrollo por la de la
dependencia. Si el primer movimiento había mostrado los desajustes de la teoría de la modernización
respecto del camino de la urbanización latinoamericana hacia el desarrollo, el segundo buscaba
mostrar que, en las condiciones de dependencia, la urbanización era uno de los factores del
subdesarrollo y la explicación de su perpetuación [Quijano, 1967; Santos, 1975]. Ya no las formas de
comprensión, sino los propios valores asignados a la ciudad y a la modernidad fueron puestos en
cuestión, en muchos casos en el mismo seno de las instituciones que los habían promovido (el
itinerario de la CEPAL y de la SIAP son ejemplares en este sentido).
Los nuevos paradigmas provinieron del estructuralismo marxista francés (la influencia de
Castells fue decisiva) y de la teoría de la dependencia latinoamericana. Y aunque se manifestaron en
una gran variedad de corrientes teóricas y políticas, el clima imperante de revisión de los valores de la
ciudad y la modernidad le dio protagonismo en la cultura urbana a las visiones populistas: el talante
antimodernizador se tradujo también en una inversión de los actores y los escenarios presupuestos
para el cambio social. Si las críticas a la modernización estaban produciendo en la cultura Occidental
las diversas modalidades del “regreso” a la ciudad que luego se llamó postmodernismo, en América
Latina produjeron una sensibilidad antiurbana que fue retirando el tema ciudad de la agenda cultural
y académica. Ya en los años setenta, la realidad política parecía dar la razón a tal giro: el golpe en
Chile clausuraba la experiencia más ambiciosa de planificación regional reformista mientras la
Revolución cubana la ponía en práctica exitosamente, mostrando que el cambio político precedía a
los cambios en las relaciones de la sociedad con el territorio. Paradójicamente, el éxito en Cuba del
modelo de planificación regional modernizadora hegemónico desde los años cincuenta, con eje en la
distribución homogénea de pequeños y medianos asentamientos frente a las grandes ciudades (de
acuerdo al criterio que las veía como “desvío”), reforzaba ahora la impresión de que el cambio
vendría del campo.
La obra de Richard Morse es rica en pistas de este periplo, no sólo porque acompañó todo el
recorrido, sino porque produjo en sus estaciones principales agudas síntesis de las cuestiones teóricas
e ideológicas en juego [Morse, 1971]. Su coherencia en el giro populista llevó su ruptura con la teoría
de la modernización a las últimas consecuencias: América latina no sería el lugar del cambio sino un
refugio de los valores que el mundo occidental habría perdido o bien no habría tenido nunca [Morse,
1989; Arocena y De León, 1993]. Pero quizás su giro más innovativo fue el cultural, al criticar muy
tempranamente la tecnificación del pensamiento urbano y reivindicar la literatura y el ensayo como
fuentes más confiables para comprender la ciudad. Dos clásicos fundamentales, Latinoamérica: las
ciudades y las ideas, de José Luis Romero [1976], y La ciudad letrada, de Angel Rama [(1982) 1985],
deben leerse en diálogo con esa novísima perspectiva de historia cultural urbana y con la agenda de
problemas que aquel ciclo definió, aunque en posiciones antagónicas: Romero, asumiendo la
imposición modernizadora de la ciudad en América como el piso a partir del cual imaginar toda
transformación progresista; Rama, denunciando en esa modernidad el sometimiento de los estratos
esenciales de la cultura popular local.
En la segunda mitad de los años ochenta comenzó un nuevo ciclo de pensamiento social que recolocó
la ciudad como clave para interrogar la peculiar modernidad latinoamericana. Nuevos temas: el
espacio público, la gestión local, el rol de los medios de comunicación en los imaginarios urbanos, las
vanguardias estéticas; nuevas disciplinas: la ciencia política, la comunicación, la crítica literaria y la
historia cultural [Sarlo, 1988; Herzer y Pírez, 1988; Needle, 1987; Silva, 1991; Sevcenko, 1992; García
Canclini, 1997]; produjeron un equipamiento intelectual para pensar la ciudad que rompió todo lazo
con los lenguajes y las problemáticas anteriores, dictadas por el predominio de la planificación y la
sociología urbana. Los aislados intentos de balance en esa tradición [Coraggio, 1990; Carrión, 1991]
no han podido impedir su casi completo borramiento. La nueva recuperación de la ciudad se produjo
en sintonía con las respuestas postexpansivas internacionales: los debates sobre la postmodernidad y
el auge de las renovaciones urbanas europeas –sobre todo españolas– en el marco de un progresivo
debilitamiento de la presencia estatal. Curiosamente, el postmodernismo reinstaló los temas de la
ciudad y la modernidad en Latinoamérica a partir del desconocimiento de aquello que más
legítimamente podría haberse llamado postmodernismo: el proceso de experimentación y debate
que llevó a la cultura urbana latinoamericana de la confianza plena en la modernidad a su completo
rechazo.
La presencia insoslayable del texto de Rama en el actual auge de los temas urbanos como
parte de los estudios culturales es, quizás, una de las pocas excepciones. Aunque es un Rama cuya
posición antimoderna ha sido arrancada de aquel suelo setentista y de aquel temprano giro
culturalista, para ser recolocada exclusivamente en línea con sus claves postestructuralistas, de
acuerdo a los enfoques que dominan en los estudios literarios latinoamericanos de la academia
norteamericana. Una mezcla de postmodernismo, arcaísmo sociológico y deconstruccionismo que ha
generalizado un modo de pensar la ciudad del fin del siglo XX simultáneamente como resto de una
modernidad pintoresca y bastión de una modernidad opresora.
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