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Recuerdo y relato a 70 años del 17 de octubre de 1945. Un golpe palaciego de los sectores más refractarios a la acción desplegada por el coronel Juan Domingo Perón obliga a este a renunciar a todos sus cargos. Le permiten despedirse de los trabajadores. Permisividad –no lo saben- que está dando certificado de defunción a sus propios intereses oligárquicos y corporativos. Es el 10 de octubre de 1945. Perón comienza su discurso con estas palabras: “Termino de hablar con los empleados y funcionarios de la Secretaría de Trabajo. Les he pedido, como mi última voluntad de Secretario de Trabajo y Previsión, que no abandone nadie los cargos que desempeñan, porque me habían presentado numerosísimas renuncias. Yo considero que en esta hora el empleo en la secretaría no es puesto administrativo sino un puesto de combate, y los puestos de combate no se renuncian: se muere en ellos”. Deja implícito que la lucha sigue. Y se despide con estas otras, que invitan a resistir y a considerar la obra realizada como patrimonio del pueblo trabajador: “Les pido a todos que llevando en el corazón nuestra bandera de reivindicaciones piensen cada día de su vida que hemos de seguir luchando inquebrantablemente por esas conquistas que representan los objetivos que han de conducir a nuestra República a la cabeza de las naciones del mundo. Recuerden y mantengan grabado el lema de casa al trabajo y del trabajo a casa y con eso venceremos. Para terminar no voy a decirles adiós. Les voy a decir ‘hasta siempre’, porque desde hoy en adelante estaré entre ustedes más cerca que nunca. Y lleven finalmente, esta recomendación de la Secretaría de Trabajo y Previsión: únanse y defiéndanla, porque es la obra de ustedes y es la obra nuestra”.

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Recuerdo y relato a 70 años del 17 de octubre de 1945. Un golpe palaciego de los sectores más refractarios a la acción desplegada por el coronel Juan Domingo Perón obliga a este a renunciar a todos sus cargos. Le permiten despedirse de los trabajadores. Permisividad –no lo saben- que está dando certificado de defunción a sus propios intereses oligárquicos y corporativos. Es el 10 de octubre de 1945. Perón comienza su discurso con estas palabras: “Termino de hablar con los empleados y funcionarios de la Secretaría de Trabajo. Les he pedido, como mi última voluntad de Secretario de Trabajo y Previsión, que no abandone nadie los cargos que desempeñan, porque me habían presentado numerosísimas renuncias. Yo considero que en esta hora el empleo en la secretaría no es puesto administrativo sino un puesto de combate, y los puestos de combate no se renuncian: se muere en ellos”. Deja implícito que la lucha sigue. Y se despide con estas otras, que invitan a resistir y a considerar la obra realizada como patrimonio del pueblo trabajador: “Les pido a todos que llevando en el corazón nuestra bandera de reivindicaciones piensen cada día de su vida que hemos de seguir luchando inquebrantablemente por esas conquistas que representan los objetivos que han de conducir a nuestra República a la cabeza de las naciones del mundo. Recuerden y mantengan grabado el lema de casa al trabajo y del trabajo a casa y con eso venceremos. Para terminar no voy a decirles adiós. Les voy a decir ‘hasta siempre’, porque desde hoy en adelante estaré entre ustedes más cerca que nunca. Y lleven finalmente, esta recomendación de la Secretaría de Trabajo y Previsión: únanse y defiéndanla, porque es la obra de ustedes y es la obra nuestra”.

Como puede releerse, recomienda a sus seguidores “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. O sea, ningún disturbio, ninguna movilización. No le van a hacer caso. Se van a movilizar como nunca antes, forzando el destino y escribiendo su propia historia. Siete días más tarde, por obra y gracia de esa patriada que pasará a la historia como “El Día de la Lealtad”, Perón está en un balcón de la Casa de Gobierno en Plaza de Mayo hablando a su pueblo. A un pueblo eufórico y pleno, que colma el espacio, que ha logrado su objetivo de liberarlo y ponerlo al frente de sus luchas futuras. Y al respecto es bueno recordar lo sucedido en el seno de la organización obrera, tal como lo cuenta, mi amigo ya fallecido, Alberto Belloni, autor del imprescindible libro “Del Anarquismo al Peronismo. Historia del Movimiento Obrero”. Debe recordarse que los que estaban con Perón pedían una huelga general en su apoyo para el día 18 de octubre: “Delegados de viejas organizaciones sindicales se definieron en contra de la huelga, expresando que el general Ávalos daba garantías de que se mantendrían ‘las conquistas obreras alcanzadas’ y agregaban conceptos antimilitaristas, recordando las sangrientas represiones a cargo de algunos militares; otras representaciones obreras, sobre todo la de los gremios de la industria, dijeron que el 12 de este mes los patrones se negaron a pagar el aumento de salarios que disponía un decreto de Perón del día 9 y además manifestaron: ‘vayan a cobrárselo a Perón’. Los delegados refirieron como al concurrir a la Secretaría de Trabajo en busca de que se obligara la aplicación de la ley no fueron recibidos por el nuevo titular de la Secretaría (…) A la una de la mañana del día 17 se

resuelve declarar ‘la huelga general revolucionaria’ por 48 horas en todo el país, a partir del 18; la votación arrojó 21 votos a favor de esta decisión, contra 19. El alma del debate que decidiría la resolución final, fue el representante de la Asociación Trabajadores del Estado, Libertario Ferrari, que implacable y tenaz se mantuvo defendiendo la huelga general, dividiendo a su propia delegación que traía instrucciones en contra” . De este relato se desprende que la votación se ganó solo por ¡dos votos! –un dato poco conocido o recordado- y que los trabajadores y el pueblo peronista, pasaron por arriba de sus dirigentes y salieron a la calle a pedir por su líder adelantándose en un día a lo acordado.

Un caso paradigmático como el que a continuación se relata, muestra fehacientemente que representaba Perón para todos ellos y el espíritu que los animaba para auto-convocarse. Juan Alvarado nos cuenta: “El día 15 de octubre de 1945 tuve que internarme en el Hospital Fernández para una intervención quirúrgica, que debía realizarse justamente el 17 de octubre a las diez horas. Mire qué casualidad. Indudablemente, ya flotaba en el ambiente esa conmoción del pueblo a raíz de los hechos acaecidos el 9 de octubre, cuando el general Perón renunció a todos sus cargos: secretario de Trabajo, ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación. El pueblo se agitaba y se movía tras un objetivo, rescatar a su líder,

que en ese tiempo era coronel. Después de aquellos hechos del 9 de octubre, el gobierno procede a su arresto y lo destina a la isla de Martín García. A las siete de la mañana del día 17, con la concurrencia del personal al Hospital Fernández, donde yo estaba, se corre por allá la firme reacción popular de que los trabajadores harían un paro general. Yo trabajaba en lo que ahora es Agua y Energía, es decir la Dirección General de Irrigación. A mí me ataba una cierta corriente con Perón: le había escrito en dos o tres oportunidades –lamento en este momento no tener las cartas-, antes del 17 de octubre, porque veía la obra tremenda, o la captación de todas las inquietudes que movía en el pueblo, que buscó transformar en realidad, dándole a los trabajadores, principalmente, un cúmulo de conquistas sociales. Por eso guardaba una simpatía con el entonces coronel Perón, aunque había un cierto escepticismo en los trabajadores porque no confiaban mucho; es decir, el pueblo estaba un poco descreído. Perón propendió a la proliferación de los sindicatos en todo el país, para que pudieran luchar con ventaja en pos de esas conquistas sociales y transformarlas en realidad; el aguinaldo es una de esas conquistas, muy discutida y muy resistida en ese tiempo, pero al final, lo que más valor tuvo fue la dignificación del trabajador. Antes no se respetaban las licencias anuales; era rara la excepción: usted se pedía una licencia anual que le correspondiera y eso era motivo de despido. Los horarios no se cumplieron nunca, las ocho horas eran un mito, en fin, una serie de injusticias. Perón viene a acomodar las cosas en su justo lugar (…) Yo en ese momento no tenía ninguna actividad gremial específicamente, tenía una inclinación política, lógicamente esperaba, como quien espera el maná del cielo, que salga alguien que pueda captar lo que realmente quería el pueblo. Y ese alguien fue el general Perón.

Llegó la versión de la comisión de la calle (imagínese, yo estaba internado), y entonces, ante esa inquietud popular, yo que soy parte del pueblo no vacilé ni un minuto. Acababan de prepararme para la operación, había que entrar al quirófano. Debía realizarse tres horas después, porque el personal entraba a las seis, siete de la mañana; pero ya traía la noticia del movimiento del pueblo. Entonces yo, en ese momento ya estaba limpio por fuera y por dentro porque tenía que ir a la operación, en ayunas y todo eso. Junté mis cosas personales, las deposité en una valija que tenía, me cambie de ropa, tomé el ascensor hasta el sótano y por la cochera me largué a la calle. Iba sólo y allí me encontré con grupos de trabajadores que convergían de todos lados hacia la Plaza de Mayo. Se imaginará: llega mi familia para acompañarme a la sala de operaciones, no me encuentra, el médico se enloquece, me busca por todas partes, las monjas eran un revuelo preguntando por mí ¿Dónde está el enfermo? El médico que me tenía que operar movilizó todo el hospital buscándome porque había desaparecido con todas mis cosas personales. Bueno, llegué a Plaza de Mayo así, un poco mareado porque estaba en ayunas, ya le dije, limpio por fuera y por dentro, disparando para un lado, disparando para otro, hasta que se empezó a aglomerar gente (…) Yo había quedado afónico de tanto gritar todo el día, y por desgracia llevaba mi valija a cuestas; la policía me paraba porque quería saber que llevaba adentro y se encontraba con platos, toallas y algunas cosas que son necesarias cuando uno está internado en un hospital. Como yo me encontraba afónico y vivía cerca de Plaza de Mayo, en la calle Garay, me fui prácticamente corriendo para allí. Tenía una hija de ocho años. Levanté a mi hija y me vine con ella a la Plaza. Con una sola finalidad: ¡Yo no podía gritar! Y eso me mortificaba. La puse sobre los hombros a mi hija y ella gritaba por mí; de una manera no sé si correcta, porque era una niña de ocho años, pero yo me hice una composición de lugar: no puedo gritar; bueno, que grite mi hija. Por eso la traje (…) La gente se agitaba permanentemente, se alimentaba con sándwiches que se vendían allí. Pero aguantó, porque iba en pos de una idea: ver en los balcones al líder de los trabajadores, que en ese tiempo era Perón. A la gente entonces no le importó sufrir una serie de inconvenientes, la inclemencia del tiempo, pues hacía mucho calor, todo eso lo superó. Al pueblo nunca le importó mortificarse cuando va tras una ambición que se transforma en realidad al final.

Sale Perón al balcón y dice que no está arrepentido de lo que hizo. Si tendría que volverlo a pasar lo haría igual. Y tuvo un recuerdo para su madre. Pero lo interesante de todo esto fue que inmediatamente la Plaza de Mayo estaba totalmente cubierta, hasta por las diagonales se veía el encendido de antorchas. Así pasaron los años, me decía mi hija que era un espectáculo que lo llevaría grabado en sus retinas toda la vida, porque era muy difícil de olvidar. Era una inmensa hoguera, al grito de ‘¡Perón! ¡Perón!’. Serían las dos de la mañana cuando Perón nos exhorta a tener paciencia y a retornar a nuestros hogares (…) Volví a mi casa. Tenía a mi madre postrada en cama desde hacía tiempo. Imagínese: venir el hijo, llevarse a la nieta de un brazo (porque entonces no entré a ver a mi madre), lo menos que podía hacer era pedirle perdón y lo hice al oído de ella porque estaba muy afónico; le pedí perdón por lo que la había hecho sufrir en esas horas. Entonces mi madre, criolla por excelencia, me contestó: ‘Lo que no te hubiera perdonado es que te hubieras quedado en casa’”

Roberto Baschetti. (Apuntes para una nota en “Caras y Caretas”)

Año 2015. .

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