Alberto Allard - La filosofía como práctica concreta

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1 S OBRE LA FILOSOFÍA COMO PRÁCTICA CONCRETA Una lectura del Teeteto de Platón Alberto Allard Z. Es posible que de entre todas las imágenes de la relación entre filosofía y política no encontremos otra tan poderosa como la del juicio y muerte de Sócrates. De ella sabemos no poco: consta el relato de sus últimos momentos, también el de su juicio y defensa, en la Apología se registra el detalle de su discurso; conocemos la composición y número del jurado, el número de votos que lo condenan —280— y que lo absuelven —220—,su negativa a escapar, sus razones para ello; y, sobre todo, sabemos que la historia de esa muerte comienza con una acusación del poeta y retórico Meleto: Sócrates corrompe a los jóvenes y sostiene una forma de lo trascendente que no corresponde a los dioses de la polis. Pero aunque exista una comprensión oficial, restricta y coherente a la historiografía, profesional o académicamente concebida de ese acontecimiento, es difícil de entender el extremo de su situación: se trata de la muerte, por parte de una comunidad y por medios conscientes, de un sujeto que encarna una modalidad no sólo clásica sino también esencial, constitutiva, no de “la filosofía en sí”, sino de su práctica, de su ejercicio “como tal”. Quiero decir: la muerte de Sócrates, su proceso, el acontecimiento entero de esa escena, es señal del efecto que un pensamiento ejerce con una efectividad tal que tiene a la muerte, a esa muerte, como su consecuencia; porque tratándose de una escena además jurídica cabe preguntar ¿son los cargos formales contra Sócrates fundamento suficiente para su ejecución? ¿cuáles son sus motivaciones verdaderas? Si nos mantenemos en la posibilidades de comprensión estrictamente disciplinares que ofrece la

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SOBRE LA FILOSOFÍA COMO PRÁCTICA CONCRETA

Una lectura del Teeteto de Platón

Alberto Allard Z.

Es posible que de entre todas las imágenes de la relación entre filosofía y

política no encontremos otra tan poderosa como la del juicio y muerte de

Sócrates. De ella sabemos no poco: consta el relato de sus últimos momentos,

también el de su juicio y defensa, en la Apología se registra el detalle de su

discurso; conocemos la composición y número del jurado, el número de votos

que lo condenan —280— y que lo absuelven —220—,su negativa a escapar, sus

razones para ello; y, sobre todo, sabemos que la historia de esa muerte comienza

con una acusación del poeta y retórico Meleto: Sócrates corrompe a los jóvenes y

sostiene una forma de lo trascendente que no corresponde a los dioses de la

polis.

Pero aunque exista una comprensión oficial, restricta y coherente a la

historiografía, profesional o académicamente concebida de ese acontecimiento, es

difícil de entender el extremo de su situación: se trata de la muerte, por parte de

una comunidad y por medios conscientes, de un sujeto que encarna una

modalidad no sólo clásica sino también esencial, constitutiva, no de “la filosofía

en sí”, sino de su práctica, de su ejercicio “como tal”. Quiero decir: la muerte de

Sócrates, su proceso, el acontecimiento entero de esa escena, es señal del efecto

que un pensamiento ejerce con una efectividad tal que tiene a la muerte, a esa

muerte, como su consecuencia; porque tratándose de una escena además jurídica

cabe preguntar ¿son los cargos formales contra Sócrates fundamento suficiente

para su ejecución? ¿cuáles son sus motivaciones verdaderas? Si nos mantenemos

en la posibilidades de comprensión estrictamente disciplinares que ofrece la

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“historia de la filosofía” la interpretación de partida es la de un simple ataque: se

trata de la muestra idiosincrática de un ordenamiento político determinado por la

sociedad griega del siglo IV a.C. En el mejor de los casos esa muerte sería un

accidente, una estampa biográfica sin otra relevancia que su anécdota; pero qué

ocurre si consideramos esa escena como un problema por sí mismo filosófico,

qué ocurre si preguntamos por su significado entendido como performatividad

más que como simple simbolismo o narratividad; por lo pronto se trataría de una

muerte que señala una cierta situación o disposición del pensamiento para con el

poder; no el poder como concepto que categorialmente proyecta la filosofía, por

cierto, sino el poder como una función concreta respecto de la cual sólo un

pensamiento igualmente concreto puede hacerse sentir.

La escena es referida por Platón en una serie de diálogos que en un primer

momento parece ir desde la Apología hasta el Fedón, pero su traza en realidad se

remonta hasta el Teeteto —la serie se inicia, de hecho, en este lugar— de tres

maneras distintas:1

1. Aunque la cuestión más general de la escena, la relación problemática

entre filosofía y política, es exhibida a lo largo de toda la serie, en ningún lugar

es más específica que en el pasaje central (172a1-177c2) de este diálogo

donde aflora en la forma de una oposición entre “vida política” y “vida

filosófica”, pero que [por ende] refiere tanto

1.1. al conflicto, en varios niveles —ontológico, epistemológico y

político—,entre lo particular y lo universal en general así como

1.2. al concepto de trascendencia, y de la relación entre el hombre y esa

trascendencia, políticamente aceptado por la comunidad y que Sócrates

desbroza críticamente —lo que aparece [lemáticamente, en su nivel más

superficial] como [un simple]“desacato religioso”.

1 Este recorrido, del Teeteto al Fedón, pasando por la Apología y el Fedro, en ese orden, constituye

la serie de la escena de la muerte de Sócrates. Vide: MARK JOYAL, The Platonic Theages, Stuttgart,

2000, p. 195.

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2. El cuerpo del diálogo propiamente tal, la conversación entre Sócrates,

Teodoro y Teeteto, es en realidad una historia enmarcada por una

conversación “posterior” (141e9-143c7) entre Euclides y Terpsión,

megáricos; una suerte de prefacio “póstumo” a su vez envuelto en la

condición más general de toda la escena y cuyo desenlace el Fedón hará

evidente; veremos dentro de poco la situación y circunstancia de esa

condición.

3. La narración termina con Sócrates debiendo apersonarse en el Pórtico del

Rey a propósito de la acusación de Meleto (210d3) —es el tiempo de la vida

filosófica encontrándose con su fin.

Sabemos que la discusión entre Sócrates y los matemáticos Teodoro y

Teeteto concierne principalmente al significado —y en cierto modo a la

posibilidad— del conocimiento,2 razón por la cual su relato práctico de la vida

filosófica parece no encajar del todo en el parlamento que conforma el pasaje

central de este diálogo, tal vez uno de los más abstractos del corpus. Sin ir más

lejos, es el mismo Sócrates quien designa al pasaje que nos interesa como

«afirmaciones marginales»3 (177b8) que alejan la conversación del tema principal.

En cualquier caso, no es el único lugar en donde encontramos a Platón

presentando a Sócrates como interesado en acercar la filosofía a quienes

practican la política —movimiento general del platonismo cuya muestra más clara

tal vez sea la República—, pero en el Teeteto ocurre algo inusual: se trata, a la

inversa, de dirigir la atención de unos matemáticos, dedicados de suyo a la vida

teorética, hacia la política: el punto consiste menos en la filosofía como principio

orientador en la política que la filosofía como política, aserto que además separa a

2 De ahí el subtítulo tradicionalmente asignado al Teeteto: «Sobre el conocimiento». Ahora bien,

sobre todo por tratarse de la definición del tema, es necesario recordar que los subtítulos a los

diálogos platónicos no fueron asignados por Platón ni por ningún lector cercano. La vasta

mayoría de ellos no aparece hasta Trasilo en el 36 d. C.

3Tenemos a la vista la traducción de Miguel Balasch en edición bilingüe de Athropos, Barcelona,

2008.

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Sócrates de sus predecesores: los presocráticos son, todos, pensadores definidos

por la no conexión entre filosofía y política.

Pues bien, decíamos que la conversación es con Teodoro y su discípulo

Teeteto —tras ellos está el sofista tardío Protágoras y el solipsismo del homo

mensura—, dos matemáticos cuya matriz teórica es tan abstracta que a Sócrates le

parecerá que incluso obstaculiza su argumentación. En respuesta a ello Sócrates

pregunta entonces por la relación entre esa actividad teórica —su práctica

concreta sin lo cual una teoría simplemente no existe— y la situación donde ésta

se da para mostrar con ello la falta de fundamento de esa teoría como pura

abstracción.

Un último apunte acerca del tema del diálogo mediante dos preguntas que

trataremos en lo sucesivo:

1. ¿Qué se entiende aquí por “práctica concreta”?

2. Si la remisión de la teoría hacia la materialidad de lo político señala la base

preteorética desde donde esa teoría deriva su justificación ¿Cuál es

exactamente esa base?

El Teeteto se aproxima a estas preguntas mostrando porqué precisamente

su tema teórico —el conocimiento como ™pist»mh—requiere de esas otras

«afirmaciones marginales» sobre un tema práctico. En particular, el diálogo

muestra que la cuestión del significado del conocimiento reside dentro del

contexto, más amplio que el simplemente teórico, de la actividad humana. Esas

afirmaciones no serían entonces marginales sino una cierta culminación en torno

a la cual las preguntas —ciertamente filosóficas— del texto se disponen y en

cuyo centro se unen. Pero veremos que apuntando de este modo a la política

Sócrates no anula sino que vindica profundamente el valor la investigación

teórica, aunque ese valor recaiga solamente sobre una filosofía que antes haya

confrontado el mundo al que procura ofrecerse como respuesta, es decir, al que

ha debido transformar en cuestión.

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Después de la introducción —prefacio póstumo y crucial de la serie al que

volveremos más tarde aunque, en rigor, nunca se le abandone completamente—

el diálogo se centra en la primera conversación con Teeteto quien es presentado

por Teodoro como parecido a Sócrates: no es gallardo ni físicamente atractivo

pero su espíritu es despierto y penetrante. La cuestión aquí será la frÒnhsij: en

su significado socrático: aquello sin lo cual no puede practicarse la filosofía.

En esa conversación, donde Sócrates examina las cualidades del joven

discípulo de Teodoro—particularmente hábil en la percepción de los objetos

matemáticos—,es que aparece la pregunta nominal del diálogo: ¿qué es el

conocimiento? [™pist»mh] (145b6). Y no cualquier conocimiento particular sino

«qué es el conocimiento en sí» (146e8) —aparentemente porque para el

platonismo ése es el requisito para hablar filosóficamente de algo, y

“aparentemente” porque en este caso Sócrates no dejará de limitar el alcance de

esa misma afirmación.

Teeteto responde citando a Protágoras: el conocimiento es percepción

[a‡sqhsij]: cada hombre es la medida [mštron] de todas las cosas (151e3 ss.),

donde es el carácter idiosincrático de esa percepción lo que conecta

conocimiento y medida: en tanto que la percepción es individual cada acto de

percepción convierte al individuo de ese acto en medida y norma del ser.

Sócrates contesta llevando esto al extremo: si el conocimiento es percepción y

cada acto de percepción es único, entonces no podemos conocer seres estables,

siquiera al ser que conoce. Lo que acontece en la percepción acontece en una

serie de eventos irrepetibles, cada uno determinado por un único conjunto de

condiciones espaciotemporales, mientras el perceptor constantemente cambiante

hace contacto con el constantemente cambiante objeto percibido. Esto conduce a

un relativismo absoluto basado en el flujo universal; una tesis asociada a

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Heráclito, el filósofo, pero que Sócrates se apresura en endosar a Homero, el

poeta (153a2).4

Pero una vez construida esta tesis Sócrates la objeta (153d7-161c1): el

relativismo no sólo no describe el conocimiento sino que lo impide: no permite

distinguir entre percepciones contradictorias —en rigor, niega la posibilidad de la

contradicción— y hace pensar que «el ser en sí mismo no existe» (153e4). Pero si

hablamos de la ™pist»mh como conocimiento —o ciencia—, es sólo porque es

una forma particular de aquello que había sido el motivo inicial de la plática:

Teeteto y su inteligencia [frÒnhsij], que en todo se parece a Sócrates, que, por

lo tanto, en todo está cerca de la filosofía. Por eso Sócrates ahora cuestiona

directamente la «capacidad de juicio» 5 de quien sostiene la identidad de

conocimiento y percepción indicando que Protágoras es en esto indistinguible de

un «renacuajo» [belt…wn batr£cou] (161d1).

Es necesario recordar que frÒnhsij refiere no sólo a una capacidad

cognitiva sino también a la capacidad mediante la cual un individuo juzga la

virtud de su modo de vida; frÒnhsij es una forma de prudentia ética relativa a lo

4La serie exhibe un enfrentamiento primeramente visible en la relación filosofía-política, lo

hemos dicho, pero también se trata de un enfrentamiento entre filosofía y sentido común en la

medida que la función corruptora de Sócrates pasa justamente por conducir a sus interlocutores

a un cuestionamiento de las verdades obvias para la comunidad, ejemplarmente en la crítica a la

noción misma de saber que se contrapone a la sofística como medio de educación acrítica —

que no revisa el concepto de saber sobre el cual opera: el sofista es, en efecto, la institución de

educación funcional al establishment de la polis que en esta ocasión encarnará Protágoras como

en otros lugares lo habrá hecho Gorgias. Llamo la atención sobre esto por el siguiente motivo:

es significativo que Sócrates adjudique la teoría del flujo continuo a Homero en tanto el sentido

común de la Hélade se encuentra mucho más claramente radicado en su obra —en la forma de

una memoria común— y no necesariamente en el discurso recóndito de un pensador

cosmogónico como Heráclito. El poema homérico, además de reemplazar la historiografía, es el

lugar en donde esa polis aprende la imagen de los dioses y la fortuna de las acciones humanas.

A diferencia de lo que ocurre con la imaginación-demónico-intelectual socrática,

característicamente cuestionadora, para el ordenamiento político y religioso de Atenas, el texto

de Homero es, de suyo, teológicamente correcto.

5Una de las expresiones con que Balasch traduce frÒnhsij.

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universal tanto como a lo particular. 6 Con esto Sócrates se enfoca en la

discordancia existente entre la teoría de Protágoras y la imagen que esa teoría

tiene de su propia práctica, esto es, la forma en que entiende su modo de vida

concreto. Por ejemplo se pregunta cómo, si la tesis de Protágoras es verdadera,

«se cree [él] maestro de los demás, y con razón lleva sus buenos dineros, pero

nosotros somos ignorantes y debemos acudir a su escuela, esto cuando cada

hombre es medida de su propia sabiduría» (161d8). Pero esto no es todo, porque

si la tesis del homo mensura es verdadera también la práctica propiamente socrática

del diálogo se ve afectada: «lo mismo ocurre con el arte del diálogo y con todos

sus anejos. Pues intentar examinar y refutar las fantasías y las opiniones de los

demás, que para cada uno son correctas, esto no anda muy lejos de una verborrea

colosal» (161e5); con la pérdida de elementos comunes de referencia incluso la

posibilidad de comunicación se encuentra amenazada. A esto nos referimos

cuando decimos que el interés de Sócrates respecto de la cuestión de la

frÒnhsij tiene que ver con su dimensión concreta: ¿Cómo podría alguien

justificar su modo de vida en base a una concepción del conocimiento como pura

—y también abstracta y huera y formal— percepción?

Esto se muestra en el alegato inmediatamente posterior donde Sócrates

actúa como Protágoras —es decir, hablando en primera persona— para

defenderlo. Confronta a los matemáticos no sólo con la teoría protagórica sino

con un ser humano que como tal debe encarar la pregunta acerca de la virtud de

la práctica que ha escogido. Hablando de esta forma Sócrates expone nuevamente

la doctrina del flujo en su forma extrema. En base a esta exposición

“Protágoras” —que ahora no sólo habla de la percepción sino también de la

opinión— niega que una opinión individual pueda ser más verdadera que otra,

siendo cada individuo la medida de lo opinado. Pues bien, esto también define el

tipo de sabiduría que Protágoras posee —por la cual recibe dinero— consistente

6 Cf. ARISTÓTELES, Ética Nicomaquea, 1142a. Desde el dato de esta cita, el uso técnico de

frÒnhsij restringe su significado a la ética —también en su sentido técnico superficial. Pero

veremos cómo esta interpretación es destruida por el modo en que la cuestión misma aparecerá

como la relación, la frontera, entre múltiples ámbitos más que como una impotente reclusión

académica.

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en el arte de cambiar la condición del discípulo de tal manera que lo bueno

coincida con su opinión de lo bueno: «llamo sabio a aquél de nosotros a quien lo

que le parece malo, y lo es para él, lo trueca y lo hace aparecer, y ser, bueno»

(167d7); en definitiva, ahora se trata de la correspondencia entre percepción

individual, medida y verdad. ¿Pero cómo se puede ligar lo universalmente bueno

a la percepción y la medida si éstas últimas son particulares? O, más

específicamente ¿cómo podría Protágoras mantener su teoría del conocimiento a

la vez que la definición de su práctica? Porque esa teoría socaba precisamente la

distinción entre lo verdadero y lo aparente, distinción sobre la cual la definición

de esa práctica depende, además de obstruir la posibilidad de referirse a alguna

condición estable en un individuo —por ejemplo el mismo Protágoras—

manteniéndose en el tiempo. Esta discrepancia será “reconciliada” a continuación

revelando tal vez el punto central de la práctica protagórica de la enseñanza.

Trazando una analogía entre su práctica y la del médico, “Protágoras”

afirma que aquel «logra el cambio con medicinas, el sofista con palabras» (167a6).

Pero la analogía es imperfecta: lo bueno del arte del sofista, que desde el punto

de vista de la frÒnhsij supone incluir lo «virtuoso y justo», es controversial de

una manera en que lo bueno de la medicina no lo es (167c4). Ocurre que para

mantener el prestigio de su práctica —basada en la sabiduría como poder para

efectuar el bien— Protágoras debe ocultar el carácter controversial de la

definición de bien que produce su propia teoría: esa controversia —más de una

versión, más de una medida— despoja de sentido a la pregunta de si algo es o no

realmente bueno: arroja el punto a la discusión y desautoriza la capacidad

superior de un individuo para juzgar sobre ella. Así la naturaleza de la

reconciliación entre la teoría protagórica del conocimiento y su práctica es clara:

la definición de sabiduría que define la práctica del arte protagórico depende de

su teoría del conocimiento: sus postulados tienen como objetivo la promoción de

su propia definición de la virtud.

Esto es lo que Sócrates desarrolla más adelante señalando la contradicción

existente entre la afirmación de que unos hombres son más sabios que otros —

razón por la que cobran por enseñar— y la de que cada hombre posee lo

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«suficiente en cuanto al entendimiento [frÒnhsij]» (169d5) —razón por la cual

cada uno es medida del todo. En oposición a la segunda de estas afirmaciones,

Sócrates apunta el hecho de que las opiniones de los hombres «a veces son

correctas y a veces falsas» (170c2), opinión universal que se corrobora en la

práctica: enfrentados al peligro o la enfermedad, invariablemente los hombres

buscan a aquellos que saben de mejor manera qué es bueno o seguro (170a9). Y

es este aserto lo que en el argumento socrático sitúa a Protágoras en una

paradoja: si afirma la teoría del homo mensura se ve refutado por su propio

contenido. Si la niega, la tesis es refutada por la implicación de que algunas

opiniones, particularmente la suya propia, son superiores a otras. El mimo hecho

de refutar directamente a Sócrates llevaría a la conclusión de que nadie cree —ni

él mismo Protágoras— que todo el mundo sea igualmente sabio (170c6).

Pero mientras asume el rol de Protágoras, Sócrates no expone la versión

más consistente de esa teoría: su contradicción formal, tan evidente como aparece,

puede ser evitada si se añade que todas las opiniones, incluyendo la de

Protágoras, son verdaderas en la medida que lo son solamente para el individuo

que las sostiene. El problema aquí es que —dada su contradicción factual— no

parece que Protágoras pueda adherir a esta posición. Aunque Sócrates afirme que

el Protágoras de carne y hueso «ayudaría de manera más eficaz» a sus

pensamientos (168c4), esto no resuelve sus contradicciones. Por ejemplo, cuando

vuelva a recordarlo le hará decir que la superioridad de su propio punto de vista

es lo que contradice el relativismo de su argumento (170e7); sin ir más lejos,

Protágoras es el autor de un libro titulado La Verdad, el cual sostiene la

afirmación no-relativista acerca de cómo son las cosas, pero dado el relativismo

general de su teoría la obra es totalmente insostenible y «no valdrá para nadie, ni

tan siquiera para él mismo» (171c6).

Se podría preguntar por la real pertinencia de una discusión que repite el

mismo argumento en torno a los distintos aspectos de una teoría tan

inconsistente que, de cumplirse, se eliminaría a sí misma, pero el asunto es más

concreto de lo que parece una inconformidad lógica: es otra cosa, algo que se

encuentra fuera de lo argumental; es una causa extra filosófica lo que ha ejercido

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esta atracción en Teeteto y Teodoro que, hasta ahora, ha guardado silencio para

dejar hablar a su alumno manteniendo una cuidadosa distancia. Pero Sócrates lo

enfrenta: Si Teodoro acepta la doctrina protagórica también debe aceptar que

todos son tan competentes como él mismo en geometría y astronomía «y todo lo

que tengan fama de sobresalir» (169a4). Naturalmente Teodoro no está dispuesto

a semejante cosa e incrimina a Sócrates por atacar a Protágoras para imponer su

propia práctica pero accede al diálogo: «Condúceme hacia donde quieras; de

todos modos deberé soportar el destino que tú me cuelgues en mi refutación.

Con todo, no me entregaré más de lo que tú has determinado previamente»

(169c4).

Parece extraño que un matemático —en su versión del mundo clásico—

pueda aceptar la idea de flujo universal que subyace al pensamiento protagórico.

Es difícil ver cómo puede construirse cualquier enunciado objetivo sobre una

base como esa. Pero la reticencia de Teodoro a dar una razón de sus decisiones

teóricas ayuda a explicar lo que esas mismas decisiones guardan: el relativismo

protagórico habilita al matemático Teodoro a abandonar el reino de la ética y la

elección política como el lugar de un debate infinito y sin sentido donde cada

cual es medida de su arbitrario parecer. Eso es lo que delata el acoso de Sócrates

frente al cual, paradójicamente, Teodoro usa al protagorismo para escapar de la

contingencia de las opiniones hacia un reino libre de controversia; se refugia,

diríamos, en su medida.

En el pasaje siguiente Sócrates atacará a Teodoro con todo lo dicho hasta

ahora: el relativismo protagórico es demasiado invasivo y no puede evitar

invadirla totalidad del conocimiento: es imposible aceptar una doctrina que

declara a su punto de vista como invencible en base a que todos los puntos de

vista son iguales sin abandonarse a sí misma. Pero Teodoro asume esta posición

no por razón de una aceptación teórica sino de una preocupación de otro orden

relacionada justamente con aquello de lo que quiere escapar. Dado que de hecho

las opiniones de Teodoro no son a priori irrefutables, Sócrates pregunta «¿No será

más bien que en cada caso habrá muchos que te discutirán, los que juzgan lo

contrario y creen que tu opinas y piensas erróneamente?» a lo que Teodoro

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responde «Sí, por Zeus, Sócrates, “un muchos innumerable”, como dice Homero,

los que tienen líos con todo el mundo» (170d8). Es por eso que Teodoro desea

un conocimiento tan inasible —incontrovertible a fuerza de declararse fuera del

campo de la controversia— que logre silenciar a ese «todo» que desafía su

posición y por eso es que identifica el bien como un situarse más allá del

enfrentamiento inherente al contacto con otros. Y tan profundo es este deseo de

dominación que está dispuesto a pagar el costo de anular su propio interés

teórico, de hacer de su propio pensamiento algo indefendible. La interrogación

socrática exhibe ese hecho: como en el caso de Protágoras, los alegatos

epistémicos de Teodoro en realidad están diseñados desde un interés mucho más

material que la pura contemplación. Movimiento que ahora muestra su forma

general como un desviar la mirada del mundo para dirigirla a un plano donde

conocimiento y verdad se hacen equivalentes a esa misma contemplación

particular: su percepción. Esta profundización unilateral y unívoca en el sí mismo

es idéntica a la universalización de su verdad como la verdad. Es este

entendimiento lo que determina qué, desde su punto de vista, cuenta como

conocimiento y qué no.

Influido por Teodoro, Teeteto también se ha sentido atraído por el

fundacionalismo protagórico (152a5) y su interés en las matemáticas también se

revelará como mundano: su deseo es encontrar la verdad no como objetividad

exterior, sino como forma de evitar el error (146c6): aparentemente antitéticos,

tanto la matemática como el protagorismo invocan el deseo de Teeteto en su

insistencia de que existe un conocimiento inasible —indiscutible debido a la

individualidad de su enunciación [Protágoras] o a la trascendentalidad de su

ámbito [matemáticas]— pero al mismo tiempo disponible. Fundacionalismo

absoluto o necesidad racional, ambos ofrecen un antídoto contra la duda. Ambos

rechazan la noción de que el conocimiento sea en realidad una mediación —que

más adelante será central en la crítica socrática a la vida teorética. En la base de

este rechazo Teeteto puede apartar esa mediación como un error, falsedad u

opinión, cada uno de los cuales existe debido al carácter incompleto de la

mediación. Pero al rechazar la mediación también debe rechazar la condición

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esencial de la actividad del maestro y el estudiante: la posibilidad del aprendizaje

(145d5) que subraya el carácter mediato e incompleto del conocimiento. Tal y

como Teodoro, está dispuesto a pagar cualquier precio para satisfacer su deseo

de completud incluso el de hacer al conocimiento falso, quiero decir, impalpable.

Siguiendo en esto a Teodoro, al evitar el ámbito de la opinión, Teeteto

desea evitar un terreno en el cual tendría que confrontar la perplejidad que

inducen las preguntas acerca del bien. Y justo antes de las «afirmaciones

marginales» Sócrates muestra que el costo de esta evitación es la contradicción:

en el caso de Protágoras la contradicción radica en su esfuerzo por mantener una

idea [universal] del conocimiento que no puede aplicar a su propia enunciación

[particular] del mismo. El fundacionalismo es en realidad un intento por ponerse

fuera de los límites de esa existencia individual, olvidando o negando que se

habla como un sujeto concernido, como tal, por una cuestión particular y que su

versión de lo que es bueno vale hasta el punto en que ésta se confronta con otra.

Esta contradicción se mantiene a lo largo de todo el diálogo en múltiples niveles:

los megáricos del prólogo, adherentes a una escuela que niega la realidad

sensible, debaten si Teeteto ha realizado efectivamente su potencial; los

matemáticos que acompañan a Sócrates adoptan una posición donde todo

conocimiento es percepción con la consecuente negativa a la existencia de

cualquier entidad estable; Teodoro y Teeteto, maestro y estudiante, amparan una

perspectiva que hace imposible el aprendizaje.

Pero más que simplemente señalar esa contradicción, Sócrates intenta

medirla, calibrar su significado para observar qué es lo que ésta enseña acerca de

la práctica, el ejercicio de la frÒnhsij. Por ejemplo, al reconocer la adherencia

de Teodoro y Teeteto a creencias que hacen imposible dar cuenta de su propia

actividad matemática —o incluso de su vida como individuos concretos—

Sócrates no sólo atestigua el efecto del deseo de totalidad que afecta a aquellos

que se han consagrado a la búsqueda del conocimiento, sino que, sobre todo,

puede determinar la validez de las críticas sobre su propio «gran amor [œrwj]» por

la investigación acerca de la verdad (169c1): la serie muestra a la filosofía como la

defensa de su modo de vida.

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Para diferenciarse de la posición que se deriva del protagorismo Sócrates

no necesita sustraerse al interés individual y tampoco espera que sus

interlocutores se alejen de la preocupación por su bienestar. Esto sería repetir un

error: abstraerlo todo, incluso la relación consigo mismo ocultando, como

Protágoras, el hecho de que hablamos como individuos. Eso sería negar lo

humano en el contexto de la investigación teórica. Y no se trata de que la

egoicidad de ese interés individual pueda distorsionar la objetividad del interés

teórico. El hecho de que en Teodoro y Teeteto cohabite la devoción por la

adquisición del conocimiento con el interés individual debe contar una historia

más amplia acerca de algo que es inseparable a la condición humana: no hay

mirada desinteresada del mundo. Por esta razón se hace necesario un examen de

las versiones de lo bueno en relación al conocimiento. Al menos esto es lo que

dice Sócrates que, lejos de intentar un análisis del significado del conocimiento

de lo inmóvil y eterno —viñeta clásica del platonismo—, examina las

perspectivas, los puntos de vista, las versiones acerca del bien que motivan sus

diversas concepciones. Aquí es la cuestión concreta del bien lo que provee el

marco preteórico dentro del cual se define el conocimiento. Es desde esta

premisa que Sócrates conducirá la cuestión hacia la política.

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¿Cómo es que la cuestión práctica del bien modula la cuestión teórica del

conocimiento? Para conseguir esto, Sócrates presenta (171a1 ss.) una distinción

referida a los asuntos políticos: uno es el ámbito del bien concreto, otro el del

bien relativo.

En resumen: mientras que la idea del homo mensura tiene sentido cuando se

trata «delo que parece a cada uno, refiriéndose al calor, a la sequedad, al dulzor» y

a cuestiones tienen ver con la simple apreciación, cuando se trata de un bien

como el de la salud incluso Protágoras querría reconocer la existencia de alguien

en posesión de un conocimiento superior (171d9). Y esto que ocurre con un

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individuo y su salud es lo que ocurre con una comunidad política y «aquello que

le conviene y no le conviene [sumfšronta]» (172a5). Lo conveniente aquí es

aquello útil o beneficioso aparte de cualquier consideración relativa a la belleza,

la justicia o la piedad [Ósia]. Acerca de estas cosas siquiera Protágoras «se

atrevería en modo alguno a defender que lo que un estado determina como útil

para él le aprovechará desde todos los puntos de vista» (172a8). De este modo

Sócrates reemplaza lo que podríamos llamar un “protagorismo radical” —de

enunciación privada— por un “protagorismo restringido” —de enunciación

colectiva— que reconoce la existencia de un bien más allá del punto de vista

propio al mismo tiempo que es medida propia de la comunidad que lo enuncia y

que es menos la proposición de una objetividad trascendental que la limitación a

una universalización unilateral de lo individual. Esto porque el fundamento del

bien —entendido como conveniencia— es la propia comunidad: se trata del

fundamento de la seguridad y el bienestar material de la polis —que para estos

efectos podríamos traducir parcialmente como civitas— y que no responde sino a

las necesidades que encarnan sus individuos. El bien, así entendido, tiene su

medida en las necesidades del hombre —y es de ese modo que orienta el deseo

de conocimiento: el error es intolerable cuando se trata de la propia existencia

(170a9): el enfermo necesita al médico «y no cualquier mujercita» (171e7). De

modo que el conocimiento es orientado por el bien, lo conveniente o lo

apropiado mediante las necesidades que intenta superar, necesidades que, a su

vez, otorgan a ese bien un valor vital, es decir, concreto. Es notable el hecho de

que tanto Teodoro como Teeteto, así como el mismo Protágoras, desean poseer

—siquiera putativamente— un conocimiento que les permita liberarse de la

incertidumbre —y la pobreza. Aquí también es una carencia lo que orienta la

forma del bien, así como es lo que provee el cerco dentro del cual buscarán el

conocimiento.

Con esto Sócrates ha apuntado que los elementos variables en el conjunto

de los asuntos políticos —belleza, justicia y piedad en su versión convencional—

presuponen una concepción específica del bien. En otras palabras, considera que

estos objetos políticos, en su variabilidad, no son expresión de un

Page 15: Alberto Allard - La filosofía como práctica concreta

15

fundacionalismo solipsista como el del protagorismo radical, sino de la propia

naturaleza humana cuyas necesidades determinan lo bueno o conveniente 7 de

cada caso.

Es necesario advertir que al aproximarse a la cuestión del bien mediante

una consideración de lo político, Sócrates no está simplemente criticando a

Protágoras —lo que no sería más que un comentario técnica y argumentalmente

circunscribible— sino que está preguntando por primera vez —filosófico-

performativamente—, y a diferencia que sus predecesores, por el carácter

político del conocimiento y especialmente del conocimiento de lo particular; con

lo primero ha desplazado el conocimiento desde la revelación intelectual a un

fenómeno que se da en la comunidad de los hombres, con lo segundo ha definido

el carácter esencial de esa comunidad. Sin contar con que al preguntar por la

esencia del conocimiento se está involucrando con el carácter de aquello que

persigue la investigación filosófica propiamente tal: la interrogación sobre la

práctica política no es sino una forma de preguntar por la filosofía como ejercicio,

práctica o realización. Sobre el tema de este diálogo tradicionalmente asociado a la

cuestión de la objetividad y el conocimiento, donde además los esquemas más

tradicionales del platonismo están ausentes —teoría de las ideas, condición

secundaria de lo sensible, etc.—, y aunque más adelante defina al pasaje central

del diálogo como unas simples «afirmaciones marginales», justo antes de

adentrarse en ellas Sócrates le comenta a Teodoro que «pasamos siempre de una

investigación a otra y de una menor a otra mayor» (172b8).

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Una vez que ha conectado al conocimiento con el carácter indigente de la

condición humana, Sócrates inicia una comparación entre el filósofo y el político:

si bien el político puede carecer de penetración respecto de las verdades de las

7De aquí en adelante el léxico socrático va a homologar cada vez más «bien» y «conveniencia».

Page 16: Alberto Allard - La filosofía como práctica concreta

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cosas celestes, el filósofo aparece como desconectado del mundo, apolítico,

ignorante y negligente, precisamente respecto de esos asuntos particulares y

vulgares que acaban de dar sentido al conocimiento.

A tal punto es la vida filosófica antónima de la vida política que,

enfrentados al mismo contexto, ambos modos se desenvuelven de manera

opuesta (172c8) —pertinentemente, el contexto con el que Sócrates ejemplifica

su comparación es el de «los tribunales»: mientras que los filósofos «disponen

siempre de tiempo, y exponen pacíficamente sus tesis con tranquilidad» (172d2),

los políticos —que aquí representan la doctrina protagórica siendo arrastrados en

el flujo heraclitiano del tiempo que Sócrates simboliza en la clepsidra—, «hablan

siempre con prisas, pues les acucia el agua que va cayendo, y no les permite

proponer una investigación en el punto que más quisieran» (172d7).

En cierta forma el filósofo se define por el dispendio de un elemento

esencial: tiempo (172c5) —tal y como Sócrates ha reiniciado ya tres veces la larga

pregunta por la esencia del conocimiento, haciéndolo notar, además, cada vez

(172d5), tal y como seguirá haciéndolo hasta casi el final del diálogo; la vida

teorética aparece así ligada a una forma de despilfarro y libertad, en tanto que

quienes han sido educados en la política «han sido educados como esclavos en

comparación con hombres libres» (172c8). Así como la necesidad ayudaba a

definir el sentido del bien, es la constricción constante de las circunstancias lo

que define a la política. Mejor dicho, la política es el efecto, la consecuencia de

esa constricción.

La descripción del político tampoco es lisonjera. Su defecto es grave y

consiste en no orientar su discurso hacia la verdad sino a la conveniencia y el

interés, y su «disputa no es jamás por esto o por aquello, sino siempre acerca de

uno mismo, y con frecuencia en la carrera va la vida» (172e7), de este modo su

alma llega a ser «pequeña y retorcida» (173a4). Pero el retrato que Sócrates realiza

del filósofo es particularmente feroz: su práctica es una denegación —no menos

infantil y autocentrada— de lo político, denegación que se expresa como

ignorancia: «Ignoran el camino que lleva al ágora, no saben dónde está el tribunal

Page 17: Alberto Allard - La filosofía como práctica concreta

17

ni la casa de gobierno o algún otro lugar en que se reúna cualquier otra

magistratura. No ven ni escuchan las leyes o los decretos que se redactan o que

se proclaman. Los esfuerzos de las hermandades para lograr puestos de gobierno,

las reuniones, los banquetes y las fiestas con muchachas flautistas, ni en sueños

les vienen a las mientes. Además, si en la ciudad ha nacido alguien noble o

plebeyo, o si alguien le cuelga, ya de sus antepasados paternos o maternos, algo

funesto, todo ello les pasa más desapercibido que la cantidad de arena que hay en

el mar» (173c8).

Pero, además, esta cuenta de la ignorancia del filósofo destaca elementos

que retratan a la vida política como la escena de un conflicto constante. Y dado

que esa vida existe como respuesta a la necesidad humana, el conflicto no hace

más que reflejar lo que ocurre entre esas carencias. La existencia constante de

conflicto indica que la reconciliación sólo puede ser imperfecta —la misma saga

del juicio y muerte de Sócrates es la señal más clara de esa imperfección. Pero si

Sócrates emplea figuras jurídico institucionales es precisamente porque su

estatuto controversial expresa un hecho propio de la condición humana: la

definición de la medida es inevitablemente una polemática, por lo tanto la verdad

o su posibilidad se juegan siempre en el enfrentamiento de manera tan

determinante como ocurre con el ámbito estrictamente teórico: la pureza teórica

está contaminada y construida con su exterior. Lo que el filósofo ignora es

justamente este carácter problemático, el estatuto preteorético de la condición

humana y paga, ni más ni menos que con la carencia de conocimiento, el costo de

su denegación para acabar produciendo una filosofía negligente de su espesor

político, de aquello que la hace efectiva y la eleva por sobre lo meramente

profesional al nivel un modo de vida que rivaliza —en la práctica socrática de la

crítica y, a su modo, en el ejercicio diogeniano del cinismo— con el mismo

ejercicio del poder.

En este lugar Sócrates recuerda el célebre accidente de Tales cayendo en

un pozo por dirigir su mirada hacia el cielo. Recordemos que el ridículo de la

caída física se completa con la caída simbólica que permite a una rústica

muchacha burlarse del filósofo porque Tales «se afanaba en saber lo que hay en el

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cielo pero le pasaba desapercibido lo que tenía delante suyo, a sus mismos pies»,

burla que «le sigue alcanzando siempre a los que viven en filosofía» (174a6).

Además, el que “vive en filosofía” al hablar ya sea en público o en privado

«suscita carcajadas no sólo de las muchachas tracias, sino del resto del pueblo»

(174c3) —incluidos los terrenales políticos— porque su cabeza «va acá y acullá

por todas partes […] contemplando las estrellas y en todas partes investiga la

naturaleza de lo que es. Pero no desciende a nada de lo que tiene en sus

proximidades» (173e6). En suma, el filósofo es ridículo e incompetente. Pero el

fondo de esa incompetencia es en realidad muy serio: si el filósofo —en su arrojo

a lo universal e incondicionado— no puede percibir «lo que tiene en sus

proximidades» —aquello particular condicionado por la controversia— también

tendrá dificultades para percibir a su prójimo, «pues en realidad un hombre así no

sabe nada ni de su prójimo ni de su vecino, no sólo no sabe lo que hacen, ignora

incluso si es un hombre o cualquier otro ser. Pero lo que el hombre es y lo que le

conviene por naturaleza hacer o padecer a diferencia de los demás seres, esto lo

investiga, y en la indagación se busca complicaciones» (174b1, destacamos). Y

con esto Sócrates agrega una nueva contradicción a la lista: al ignorar al

individuo concreto y concentrarse en la naturaleza humana en su sentido

puramente trascendental, el filósofo queda imposibilitado justamente de

aprehender con precisión esa totalidad en su real complejidad: es impotente para

observar la vasta diversidad de necesidades y posibilidades humanas. Por ejemplo,

considera trivial la posesión de una gran porción de tierra, «acostumbrado como

está a considerar toda la tierra» (174e4) —denegando que como individuo él

mismo debe ocupar un espacio de ella.

Estas descripciones señalan la absoluta distancia entre las formas de vida

del filósofo y el político. La que se deja ver en esa aparente indiferencia que en

realidad encubre un mutuo desprecio; lo que devuelve el esquema más general de

esta relación al terreno de la controversia que aquí revela lo siguiente:

1. la cuestión de cuál sea el modo correcto de vida expresa una tensión real

entre distintas definiciones del bienestar humano y del sentido de esa

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existencia; el filósofo desdeña lo material del mismo modo en que el político

se burla de los objetos intelectuales.

2. Y —esto es lo relevante—el que exista más de una versión expresa la

profunda incertidumbre que define al conocimiento de las cuestiones

cruciales de la existencia; condición que el filósofo sólo percibe

deficientemente: su enfoque en la universalidad ha obscurecido la cuestión, a

saber, el carácter problemático de esa universalidad. Y nadie menos que él

puede darse el lujo de semejante ignorancia.

Pero esa denegación también revela algo acerca de la propia alma del

filósofo: su renuencia a enfrentarse a aquello que resiste a la certeza, a lo

innumerable como «la cantidad de arena que hay en el mar». En su lugar se

concentra en las «cosas del cielo», en lo absoluto que puede imaginar permanente

e inmutable sin captar que el carácter último del bien, la definición cabal tanto de

lo conveniente como de lo verdadero es siempre una pregunta y

mayoritariamente una discusión.

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¿Cómo es que la dimensión política de la verdad y la pregunta por la

esencia del conocimiento llegan a coincidir? Ocurre que la denegación que tanto

el filósofo descrito por Sócrates como los matemáticos protagóricos realizan de

la política muestra en realidad la denegación de algo anterior: de la tensión entre

lo particular y lo universal; y no es sorprendente que esa tensión se localice en el

centro de la noción de conocimiento. Ahora vamos a mostrar que ahí es donde se

juega incluso la posibilidad misma del descubrimiento de la verdad: las

posibilidades de esa tensión son las posibilidades del conocimiento humano. Para

empezar observemos las concepciones del conocimiento que filósofos y

protagóricos postulan: mientras unos quieren ver sólo totalidades abstractas, los

Page 20: Alberto Allard - La filosofía como práctica concreta

20

otros imaginan que todo es particularidad, nada más que discretas instancias de

percepción.

Hemos visto el modo en que la teoría protagórica conduce a la

contradicción y que la aspiración del filósofo —hasta ahora representada en

Teeteto— de enfrentarse exclusivamente con totalidades inmutables es

igualmente sospechosa. Pero ¿qué tendrá que decir el reacio y maduro Teodoro?

Una vez que Sócrates ha acabado la comparación entre filosofía y política

consideradas como prácticas, Teodoro expresa su deseo de que todo el mundo

fuese persuadido por el discurso que acaba de escuchar; en tal caso «habría más

paz y menos maldad entre los hombres» (176a4). Pero este deseo de un acuerdo

absoluto es también el deseo de un mundo en el que toda diferencia sea

absorbida dentro de una totalidad sin fisuras: si tan solo la verdad fuese siempre y en

todos los casos una necesidad racional de la que pudiéramos ser persuadidos mediante el logos,

nuestro asentimiento, la paz y la falta de conflicto serían algo forzoso. A diferencia del

modelo orientador del rey filósofo platónico que debe intervenir activamente la

polis para concretar su reino y mantener su poder, en el esquema de Teodoro el

reinado del filósofo, entendido como quien domina la razón, sería una simple

extensión del orden de las cosas. Pero Sócrates responderá a este deseo con una

penetrante observación acerca de lo humano y su mundo: «El mal, Teodoro, no

podemos exterminarlo, pues debe haber siempre algo opuesto al bien, ni

establecerlo entre los dioses. De modo que de acuerdo con tal necesidad

vagabundea por estos andurriales bajo la naturaleza mortal» (176a5).

La necesidad de la que habla Sócrates tiene dos caras: por un lado se trata

de la necesidad lógica de la existencia de algo contrario al bien: lo que es bueno

lo es sólo en relación a algo diferente, específicamente, a lo que es malo. Por qué.

He ahí la segunda parte de la necesidad —esta vez una necesidad ontológica

relativa a la naturaleza de las cosas: el mal no puede estar entre los dioses, lo que

además aclara qué es lo que se quiere decir con esa palabra: “mal” designa un

aspecto propio de la naturaleza mortal que define a lo humano. El bien y el mal

que observamos en el mundo es reflejo del contraste entre la autosuficiencia

Page 21: Alberto Allard - La filosofía como práctica concreta

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divina y nuestra convivencia con la finitud, nuestra esencial incompletud. Por eso

es que el mal «vagabundea por estos andurriales» y no el hogar de los dioses.

Adelantando una respuesta a la pregunta por el fundamento de la existencia del

mal, Sócrates contesta que éste no es más que el signo de la indigencia de nuestra

condición definida por la muerte. La naturaleza humana queda entonces

constitutivamente conectada con el bien y el mal. Pero la mortalidad humana no

se refiere exclusivamente al hecho concreto de la impermanencia sino también la

conciencia de este hecho. Y por ese motivo es que Platón encuadra la saga

socrática con esa conciencia, comenzando, en la escena que abre el diálogo de la

que hablábamos al comienzo: con Teeteto moribundo siendo llevado camino a

casa y culminando con la discusión de Sócrates acerca de la inmortalidad del

alma en su último día de vida en el Fedón. Tal vez su figura más potente se

encuentre en ese mismo prólogo del Teeteto cuando Euclides menciona que

Sócrates conoció a Teeteto poco antes de beber la cicuta (142c6) y el diálogo

entero es en realidad el recuerdo de un vivaz y muy joven Teeteto ahora

agonizante. No es posible subrayar más la cuestión de fondo.

El que la existencia del mal sea una implicación del estado carente de la

condición humana también completa la reflexión socrática acerca de aquellas

necesidades heterogéneas que dictan el carácter de la vida política. Debido a que

somos conscientes de nuestra carencia, y debido a que la misma definición

concreta del bien está sujeta a controversia, debe haber necesidades en conflicto

ineludiblemente irreconciliable. Pero la tensión entre lo particular y lo universal

que evidencia la política revela la verdadera extensión de ese conflicto que en

realidad se da entre la capacidad de enunciar la pregunta, en este caso filosófica,

por la esencia del bien y una naturaleza tal que el bien correspondiente a ese

deseo no puede acontecer jamás (176a6).

Dado que es el hecho de la vida política lo que ha elucidado el carácter

irreconciliable de las necesidades humanas es natural que Sócrates afirme la

inextinguibilidad del mal en respuesta al deseo de Teodoro de liberarse del

conflicto, es decir, de la política misma. En efecto, Sócrates podría, por ejemplo,

«convencer a los demás» «a subirse, con él, desde el nivel [particular] de ‘¿en qué

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te perjudico yo a ti, o tú a mí?’, hasta la investigación [universal] de qué es la

justicia y qué la injusticia» (175c1). Por eso decíamos que Teodoro piensa que si

todo el mundo fuese filósofo desaparecería el conflicto en la medida que lo

particular sería subsumido dentro de lo total. Eso despojaría de poder a los que

viven en la política, esos hombres constantemente esclavizados por las

circunstancias, pero además transformaría a las afirmaciones particulares sobre el interés

personal en afirmaciones trascendentales sobre la justicia misma. En el sueño de Teodoro

la razón tendría el poder de satisfacer todas las necesidades mediante la

armonización de los bienes individuales con el bien de todos. Pero en realidad

ese deseo de liberarse del conflicto es también el deseo de substitución de una

forma de poder por otra, a saber, el poder del logoj. Esta esperanza señala ese

deseo de dominio prometido por la sofística con toda su habilidad para

manipular palabras e imágenes. Pero la vida política, con sus instituciones legales

características —el ágora, los tribunales, las magistraturas, etc. (173c8)— persiste

testificando la imperfecta resolución del deseo de la pura razón, al mismo tiempo

que esa razón es incapaz de sobreponerse a su preocupación por la existencia

individual —donde, recordemos, la idea de bien determina al conocimiento— la

cual constituye, después de todo, la fuente del sueño de Teodoro (170e1) y

nuevamente es Sócrates el ejemplo de estas limitaciones, cuya persecución de la

frÒnhsij como ejercicio filosófico pronto resultará en su ejecución.

Ahora bien, esa conciencia del conflicto contrasta absolutamente con la

denegación del filósofo que, compartiendo los sueños de libertad de Teodoro,

desea, en el fondo, estar en un nivel distinto del resto de los hombres (172c8). Es

notable que el cumplimiento de estos sueños de libertad —de la política, de la

ambigüedad de las palabras, del cuerpo mismo[, de la muerte]— sea tan

reminiscente de tantas otras esperanzas que habrán orientado los esfuerzos de la

filosofía y de la ciencia y que al mismo tiempo se muestren como tan elusivas;

pero sabemos que esos deseos se fundan en necesidades de las que Sócrates ya ha

dado razón: la inextinguibilidad del mal, la inerradicable incompletud del todo,

son simplemente parte de la naturaleza mortal.

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Si la cabeza del filósofo es descrita por Sócrates como ocupada por

sueños desconectados de la realidad, es porque el bien que sueña no puede ser

definido sólo en relación a la liberación de las necesidades; la libertad absoluta

no es compatible con el tipo de ser que es el ser humano, inclusive, distorsionaría

el tipo de ser que es. Pero aunque esto sea cierto, no quiere decir que el

conocimiento no pueda ser conveniente y liberador: ya sea que encaremos «lo

más grandes peligros, por ejemplo en campañas militares, enfermedades, o en el

mar tempestuoso, se dirigen como si fuera a dioses a los hombres que en tales

circunstancias llevan la voz cantante, y esperan en ellos como en unos salvadores,

los cuales no se distinguen en nada como no sea por su saber» (170a9) de modo

que es indudable que existe un lazo entre conocimiento y bienestar —como se

aprecia en la referencia platónica constante a la elección entre la medicina u otro

arte cuando se enfrenta la enfermedad. Y por este mismo motivo es que quién —

como el filósofo o Teeteto— asume la definición del conocimiento como el fin

último de la misma búsqueda del conocimiento inevitablemente pierde algo de

vista: el hecho de que el mal es inextinguible, hecho que Teodoro también ha

pasado por alto. Así, suponer que la actividad teorética o el conocimiento son un

fin en sí mismo es una posición negligente para con la condición

persistentemente menesterosa de todo lo mortal, la naturaleza problemática que

le subyace y el modo en que esa incompletud es la condición de posibilidad de la

misma pregunta por el bien. Condicionados entonces por lo particular, el

conocimiento que más necesitamos concierne a saber cuál de las muchas

instancias concretas del bien debemos buscar y cómo evitar las muchas instancias

concretas del mal; dicho brevemente, esa es la frÒnhsij respecto de cuyo

manejo Sócrates duda que la erística —la modalidad vacía, puramente teórica e

infecunda del logos— sea suficiente (167e1).

Si el conocimiento no puede orientarse exclusivamente hacia lo universal e

incondicionado por razones tan concretas como el pozo donde cae Tales,

entonces importa reflexionar sobre aquello que lo condiciona al mismo tiempo

que lo compone, importa reflexionar sobre la negligencia de la teoría para con

esa condición. Así pues, el filósofo también debe observar las «cosas delante de

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sus pies […] en frente de sus narices» (174c2). Debiera, en suma, dejar de hacer

el ridículo y estudiar ese mundo del cual es ignorante (174c7). Y es que ningún

objeto puede ser excluido de la investigación lo cual, lejos de coartar y

sobredeterminar materialmente el rango del conocimiento humano, ayuda a

completar, efectivamente, el deseo que esa práctica guarda para con lo universal:

sólo un ser de este tipo —parcial, finito, humano— podría ver la necesidad de

entender el problema del conocimiento justamente porque sólo un ser de este

tipo podría enfrentar el problema de relacionar lo universal y lo particular. Nadie

más podría necesitar entender lo político, incluyendo las cuestiones relativas a la

virtud, la justicia, la piedad y la belleza ignoradas por todo el mundo hasta

Sócrates —quien hace de la filosofía una práctica que ejerce sus efectos, por

ejemplo, sobre los jóvenes, el ágora y el tribunal—; esa es la única manera que

tiene el hombre para hablar efectivamente y sin ensoñaciones de un

conocimiento de todas las cosas.

Elevándose «por encima del cielo» (173e5) el filósofo talesiano no capta lo

problemático de esa totalidad efectiva —tampoco Protágoras universalizando su

percepción. Por eso decíamos que el filósofo —al no considerar el estatuto

necesariamente cuestionable del bien, al separar la vida teorética de la vida

política— es impotente incluso para defender su propia forma de vida, un gesto

tan básico como el de ofrecer una defensa razonada de la razón. Sus

investigaciones teóricas son de tan tenue espesor que lo único que lo distingue de

los otros hombres es nada más que una apariencia exterior: en su refinamiento

sólo sabe «cómo llevar su manto como un hombre libre» (175e7), este —dice

Sócrates a Teodoro— «es el que tú llamas filósofo» (175e1).

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Visto de este modo, la coexistencia de la pregunta por la esencia del

conocimiento y la descripción de la vida política en el Teeteto deja de ser casual:

política y teoría —lo particular y lo universal— son elementos inseparables a la

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experiencia de lo humano, aunque el veredicto socrático sobre esa relación

describa a la filosofía, hasta el momento, como un tipo de incapacidad.

¿Cuál es entonces el lugar en el que la filosofía se cumple para Sócrates?

Desde ya sabemos que no puede consistir en una pura remisión a la esfera de lo

eterno e inmutable usual a la caricatura académica del platonismo, sobre todo si

consideramos los argumentos que han conducido a este punto donde es

especialmente notoria la ausencia de una zona estable hacia la cual expedir la

condición humana; condición que, en tanto que tal, no trasciende al límite que la

circunda; su incompletud consiste en sólo tenerse a sí misma y su relación con lo

total es una tensión que su particularidad mantiene con lo que de otro modo sería

una universalidad tan inconcreta que sólo podría ser imaginada. Sócrates va a

mostrar esta cuestión descomponiendo los motivos más abstractos de la idea de

trascendencia en la figura de “la piedad y la redención” respecto de la cual los

hombres muestran un comportamiento efectivo. Este punto se inicia en la tercera

parte del diálogo con una declaración socrática acerca de la relación del filósofo

con la «región divina». Específicamente, y dado lo menesteroso de nuestra

condición «debemos procurar huir de aquí para allá cuando antes» (176a10).

Pero el sentido de esa huida no tiene que ver con renegar de la noción del

bien como necesidad concretamente humana ni de seguir el sueño filosófico de

nivelar al hombre con los dioses. Lo que inicialmente significa la asimilación «al

dios» como asimilación a un bien (176b2) inmediatamente es precisado como «ser

buenos y justos con prudencia [frÒnhsij]» (176b3) y lo que comenzaba a sonar

como otro mundo adquiere un cariz cada vez más terrenal.

Las cualidades buscadas en la asimilación a esta —muy definida— forma

del bien no son precisamente atribuibles a un dios. Cada una de ellas supone

conciencia de los límites humanos: la bondad admite reconocer valor en la

existencia de otros miembros del género; la justicia refiere también al hecho de la

coexistencia; y finalmente la frÒnhsij como capacidad intelectual concreta

reemplaza a la belleza en el trío de virtudes tradicionales. Y si bien Sócrates usa

esta palabra para aludir directamente al problema del cómo vivir, indirectamente

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es su modo de apuntar al problema de la relación de lo humano con la totalidad,

por lo tanto, se trata de una capacidad irrelevante para un ser eterno y

autosuficiente como sería un dios.

En torno a esas virtudes Sócrates va a proponer una nueva orientación

para la filosofía con la que redefinirá lo que distingue al filósofo como tal, y esa

será la exposición de su noción de sabiduría:

Dado que la virtud es para Sócrates un asunto cognitivo —es el

reconocimiento de la virtud y el intento por alcanzarla tanto como sea posible; el

vicio, en tanto, es la incapacidad para reconocerla— identifica virtud con

sabiduría (176b3) y la distingue de la sabiduría «rústica» o «vulgar» (176c7) del

político o el tecnócrata. Estos casos le sirven para mostrar la versión no socrática

de la sabiduría, esa que afirma saber algo: «Sí, a aquél que dice o hace cosas impías o

injustas le vale más que nadie le conceda que ha sido hábil en la maldad, pues

con tal reproche aún les ensoberbece, y creen oír no que son unos necios, un

peso inútil para la tierra, sino hombres que hay que preservar para la ciudad.

(176d2)». Pero esta versión de la sabiduría está orientada únicamente a lo

particular: creyendo que esto es el bien, aquellos que asumen esta posición

concluyen que la sabiduría y «la máxima maestría del hombre» reside en el dirigir

todo su poder hacia el aseguramiento del bienestar personal. En este caso

sabiduría se identifica con astucia, con la capacidad para calcular los medios más

efectivos para la conveniencia de un determinado objetivo.

Pero el fondo de la precariedad que define a la condición humana no se

encuentra necesariamente entre los avatares de la vida misma. La precariedad de

lo humano está basada, en última instancia, en el límite que impone la muerte; si

el bien que la sabiduría “rústica” de la administración política y del manejo

material de la técnica busca es la superación de la necesidad y la mantención de la

vida, lo que tiene como horizonte es la idea de superación de ese límite; en ella se

encuentra la esperanza de extinguir el mal, de poseer el bien por siempre (177a8).

Pero Sócrates sabe bien que esa empresa necesariamente debe fallar —el sin

sentido de escapar de la muerte, aun cuando sea posible, es repetido varias veces

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en el proceso de su juicio y ejecución. Desde esta extraña y contradictoria

conclusión se podría inferir —en apoyo a Protágoras— que el escenario del

mundo es pura inestabilidad, cambio incesante y sin sentido, completamente

inhóspito al deseo humano. Es esta intolerable conclusión la que conduce a la

creencia en seres mayores a los hombres, el lugar donde la existencia se ha

librado de la necesidad, como es el caso de los dioses olímpicos que observan al

hombre: lo recompensan y castigan alterando lo que de otro modo serían

limitaciones definitivas. Platón retrata esto en la prisa con que Teeteto depone la

doctrina del flujo con la cual se ha identificado cuando aprende su detrimento en

la autoridad de los dioses (162c7).

Oponerse a esta noción —que sustituye lo bueno por lo ventajoso— es

atacar el centro mismo de la idea convencional de piedad. Sócrates hace esto al

rechazar la afirmación de que la recompensa por vivir virtuosamente se

encuentra en algún lugar aparte de esta vida. De aquellos que consideran esa

creencia como una forma de sabiduría afirma: «…ignoran el castigo de la

injusticia, el que menos se debe desconocer. Tal castigo no es lo que les parece,

azotes y muertes, cosas que a veces se sufren sin haber hecho nada malo: es algo

que no se puede esquivar» (176d7). Aquellos preocupados sobre todo de su

propia conveniencia como orientación de lo universal a su propia particularidad

—cada hombre es hijo de un dios—, para quienes esa creencia es fuente de

seguridad, pueden pensar que el dolor y la muerte son el verdadero castigo para

una vida de maldad. Pero esto es ignorar lo que Sócrates recalca explícitamente: a

menudo el justo quien es castigado. Es la falta de voluntad para aceptar esta

limitación —el carácter limitado de la justicia— lo que lleva a los hombres a

llenar el mundo con dioses que puedan proveer el orden que el mundo por sí

mismo no puede dar. Y Sócrates se opone al deseo de subscribir esta creencia.

Subyaciendo a su impiedad cívica se encuentra la sospecha de que la ley de los

dioses refleja una dudosa concepción del bien humano.

Pero esto no significa que la piedad haya dejado de ser una virtud;

«todavía existe aquello que buscamos» —a saber, el modelo de una vida divina «el

de la mayor felicidad» (176e3). La recompensa por vivir de acuerdo a este

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paradigma, como opuesto al de una vida sin dios «de la mayor infelicidad» no es

de ninguna manera una sanción externa. Como se dijo sobre del alma del

político, cada uno deviene hacia una de estas contrarias formas de vida mediante

sus propias acciones (176e3): la recompensa es la vida que es vivida. La sanción

final es igualmente mundana: es el vivir sin ver el fin de la vida, sin ver cómo son

la cosas realmente.

Sócrates insiste en que una vida infeliz no se sigue de ninguna inclinación

maligna sino de una incapacidad para ver las cosas con claridad. Aquellos que

siguen una vida sin más divinidad que la del templo «no comprenden que la cosa

es así, y por simpleza y por la peor de las ignorancias» (176e4). Sus seguidores

son esos hombres soberbios de su supuesta habilidad, esos que «son más lo que

creen no ser» (176d5). Esos astutos estudiantes de la sofística —de una forma de

sabiduría dócil al interés mundano— no pueden sino ser engañados en su

superficial seguimiento de lo divino. Es que la identificación del bien con la

conveniencia involucra un engaño en la medida que ignora las carencias reales,

incluida la mortalidad, que definen la existencia. La crítica de Sócrates a la

astucia implica que el verdadero bien es, en su lugar, evitar ese engaño: el bien de

la filosofía es la búsqueda de la claridad para ver las sombras. La mayor

recompensa es ver nuestra situación claramente, ver y aceptar que no habitamos

un mundo que responda a nuestro deseo. Las virtudes de esta vida —justicia,

bondad, frÒnhsij— son precisamente aquellas que expresan nuestras

limitaciones: partiendo por nuestra dependencia de otros, la cual nos trasciende

tanto como el hambre o la enfermedad.

¿Y por qué el bien no es una posesión concreta sino una perspectiva, una

forma de vivir la vida? Algo que sirve para elaborar una respuesta está en el

mismo aserto socrático acerca de que la mala vida es fruto del error y no

necesariamente de la maldad: porque todo el mundo desea lo mismo pero no

todos pueden ver con suficiente claridad. Lo que apoya esta afirmación es

precisamente el retrato del ridículo al cual conduce el conflicto entre la vida

política y la teorética: ambas posiciones desean identificar su modo de vida con

el bien porque la falta de seguridad acerca de cuál sea el verdadero bien humano

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es un hecho expresado por esa misma contraposición. Al hablar de los políticos al final de

estas “afirmaciones marginales” Sócrates se dirige a un síntoma de este deseo:

«acaban extrañamente por fastidiarse de lo que ellos mismos dicen, y aquella

retórica se les marchita tanto que terminan pareciendo niños» (177b1), son

incapaces de dar cuenta, mediante el discurso, de su propia condición discursiva.

Y esta mezcla de deseo de seguridad e impotencia para alcanzarla es evidente no

sólo en ellos sino también en la renuencia de aquellos que, como Teodoro y

Teeteto, evitan siquiera pensar nada sobre su propia práctica porque puede que

tampoco sepan qué decir; aquí se confirma también el motivo de su adherencia a

las creencias de la polis que ofrecen seguridad al costo de obscurecer la mirada

sobre su propia naturaleza; así como en la displicencia del filósofo —v.g.

Teodoro— para hablar de la vida política (169a7). Cada una de estas reacciones

es en verdad una reacción contra la duda.

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Como dijimos al comienzo, más adelante Sócrates deberá interrumpir este

diálogo acerca de la esencia del conocimiento y su labor de partera infértil con el

joven Teeteto habrá terminado. El «gran amor» de Sócrates por los discursos se

ha expresado como un intento por dirigir su mirada hacia la verdad. Pero todo

esto ha tenido también un producto paralelo: en su deliberación acerca del

conocimiento y la filosofía en vistas a las condiciones factuales de lo particular,

lo incompleto y lo político que determina la existencia humana, Sócrates ha

expuesto una teoría filosófica al mismo tiempo que ha realizado una defensa

material de esa teoría como modo de vida concreto. Ha enunciado un discurso

filosófico realizándolo, ejerciéndolo: conteniendo la abstracta y difusa figura de

la teoría protagórico-sofística del conocimiento, desplegando de este modo su

concepto de la frÒnhsij en esa misma contención, limitando y, por ende, dando

forma al conocimiento humano.

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Al mostrar que la relación con el conocimiento —así como con lo

universal, abstracto e indeterminado, vale decir, nuestra relación con los objetos

propios de la filosofía— es problemática, la consideración socrática de la

condición humana no sólo pide admitir que las preguntas queden sin respuesta,

sino que es necesario que así sea: lo incompleto es condición para la existencia

del conocimiento humano que no es otra cosa que una tensión, una dificultad

insuperable con lo universal. De ahí que el modelo de sabiduría socrática consista

en saber el límite del saber.

Dado que nadie posee suficiencia divina la relación del filósofo con el

conocimiento no está completa sino incluye la incompletud, las perplejidades e

incertezas que necesariamente acompañan al tamaño de su condición ontológica.

Pero en qué punto las restricciones que establece para el saber del sentido común

[koin»] habrán bastado para la acusación a Sócrates, en qué medida su ejecución

es una reacción a la inseguridad implantada por este discurso acerca de un mal

que en base a su fatalidad muestra más claramente que ninguna otra cosa el

carácter del bien. Son preguntas difíciles de responder. Lo cierto es que una

reacción de esa naturaleza, una sentencia de muerte, compromete motivaciones

que van mucho más allá del plano puramente teórico, lo que no reduce la teoría a

una cuestión superficial, por el contrario: lo que ocurre en el caso de Sócrates es

que esas motivaciones teóricas son indistinguibles de sus efectos reales; su saga

cuenta la historia de un pensamiento que se realiza políticamente, donde su

performatividad es tanto teórica como material y tiene la consecuencia, asimismo

política, de su ejecución.

Tal vez algo en esta lectura nos autorice a especular si la muerte de

Sócrates no habrá estado en la voluntad de “los intelectuales” tanto como en la

de los opacos hombres de poder de los que hemos aprendido a sospechar.

Considerar seriamente, realmente, el gesto socrático de defensa de la filosofía

como práctica exige considerar seriamente a la filosofía como práctica real. Hoy

en día esto supondría arrasar con las mímicas académicas de la investigación

filosófica con sus rituales vacíos y plantearla directamente en un plano donde

descienda de la denegación de aquello que no responde a sus hábitos, admitiendo

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[o descubriendo], por ejemplo, que es puesta en marcha y se haya acosada por

exactamente las mismas condiciones que acosan a las “prácticas menores” cuya

matriz estética, política o epistemológica cree injustificada y displicentemente

poseer y superar. Defender la filosofía como práctica supone evitar la

inconsciencia de Teodoro quien imperdonablemente ignora la conexión de su

actividad con el mundo donde ésta de da, o el olvido de Tales quien quiso

universalizar su imaginación —todo es agua— mientras miraba el cielo como un

estúpido.