Apuntes en torno a Laberinto Venus

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Apuntes en torno a Laberinto Venus William Campos Lizarzaburu La fruición de la creación Una de las primeras cosas que quisiera decir es que Laberinto Venus es una novela por la cual siento especial predilección. Personalmente, en múltiples ocasiones me he preguntado por qué me agrada esta novela. Pero muy pocas veces me he puesto a pensar en ello. Es como si no hubiera concedido la importancia suficiente al hecho de ofrecer alguna explicación preliminar que permita al lector acercarse de un modo más favorable a su lectura. Y, desgraciadamente, absorto en esa casi indiferencia, los años fueron pasando sin que me decidiera finalmente a publicarla. 1

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Apuntes en torno aLaberinto Venus

William Campos Lizarzaburu

La fruición de la creación

Una de las primeras cosas que quisiera decir es que Laberinto Venus es una novela por la cual siento especial predilección. Personalmente, en múltiples ocasiones me he preguntado por qué me agrada esta novela. Pero muy pocas veces me he puesto a pensar en ello. Es como si no hubiera concedido la importancia suficiente al hecho de ofrecer alguna explicación preliminar que permita al lector acercarse de un modo más favorable a su lectura. Y, desgraciadamente, absorto en esa casi indiferencia, los años fueron pasando sin que me decidiera finalmente a publicarla.

Hoy, prácticamente apremiado por la puesta en marcha de su publicación online, creo que ha llegado el momento de ofrecer alguna explicación.

Lo cierto es que hay varias razones por las cuales, a pesar de ser una obra de juventud, le concedo importancia a esta novela que no supera

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las 80 páginas, medidas con letra arial de tamaño 13 ó 14 en páginas A4, o unas 100 páginas en formato A5. Como dije, hay varias razones por las cuales me agrada, y procuraré exponerlas con cierto detalle, porque yo mismo encuentro una satisfacción especial en descubrir lo que hay detrás de cómo se escribió.

La primera razón estriba en que Laberinto Venus es la primera novela que conseguí terminar. Hasta ese momento, sólo había escrito cuentos, en su mayoría relatos en primera persona, con un marcado acento confesional, aun cuando no tuvieran más referente inmediato que mi nombre. Tenía escritos, por lo menos, una docena de relatos que guardaba celosamente entre mis pertenencias de estudiante universitario, allá en Lima. Y había intentado escribir, si no me equivoco, dos novelas, una de las cuales, concebida en 1992, se frustró antes de que llegara a unas diez páginas; y al decir esto, quizá exagero. Sé que esa oscura novela de 1992 se avanzó, pero se avanzó empezando por uno de sus acontecimientos finales, quizá el final, en el cual el protagonista termina haciendo una barbaridad incomprensible, aunque perfectamente lógica para él. El problema fue que no encontré el modo de iniciar la historia y, mientras me debatía en esos tropiezos y en las circunstancias que se acercaron a mi vida, terminé por dejarla de lado.

El segundo intento, ubicado si no me equivoco ya en 1994, avanza mucho más lejos; supera las

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100 paginas en formato A5, pero con letra Times de tamaño 10 o quizá 12. Se inició ese verano del 94, y avanzaba a paso lento, cansino, como si a cada momento quisiera abandonar. Se basaba en una idea que había apuntado no sé si ese año o mucho antes; la nota debe estar en algún lugar, pues mi manía de museólogo me lleva a guardar muchos de mis papeles. Lo cierto es que, aunque inicialmente la idea me atrajo fuertemente, no encontraba la manera de darle el cuerpo suficiente como para que se armara una novela. Había organizado el material, sobre todo un esquema de desarrollo de las acciones y había concebido algunos puntos argumentales que servirían para darle forma a la idea central; pero el proyecto parecía extenderse tanto, que inevitablemente empezaba a convertirse más en un fastidio que en un placer. Peor se hizo esa sensación cuando surgió nuevamente la responsabilidad de ir a la universidad, apenas terminaran las vacaciones. Como siempre, mi constante lucha para tomar una decisión entre lo que debía hacer y lo que quería hacer, había asomado su viejo rostro y me increpaba duramente.

Al final, creí conveniente detenerla por un tiempo, con la intención de alimentar y pulir un poco más las ideas que gobernarían los acontecimientos desarrollados, antes de volver a escribir; pero lo cierto es que no volví a ver más esas páginas escritas, que no sé si llegué a

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imprimir o guardé en un disquete, como hice con Laberinto Venus. Lo más probable es que ese archivo también lo haya guardado en disquete, pero en algún momento entre mis viajes y avatares éste terminara por malograrse; y por eso, ese fallido intento de novela no se pudo recuperar, de modo que, al igual que en el caso anterior, también quedó en nada.

Entonces, durante una de esas varias ocasiones en las que volvería a Trujillo con diferentes pretextos, pero que, en el fondo ocultaban mi acercamiento a las actividades de un curandero huancabambino a quien había recurrido por fines muy personales, escribí Laberinto Venus de un solo tirón, sin pensar en nada más que sólo en dar forma a esa historia que poco a poco iba surgiendo de una extraña conexión entre mi mente y mis dedos.

La literatura y la vida

La segunda razón refiere el hecho que escribo Laberinto Venus en un periodo de mi vida marcado por una impresionante aridez creativa. La verdad es que 1993 y 1994 son años duros para mí, años muy duros en el plano personal y, por lo que después llegué a entender, también para mi incipiente obra literaria. El año anterior, o sea 1993, había terminado una relación sentimental de la cual no pude recuperarme sino hasta bien

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entrado el año 95. No sabía qué hacer; vivía con la horrible sensación de que prácticamente todo lo que hacía no tenía mayor sentido; me sentía acabado, vacío, incluso absurdo; y trataba de engañarme a mí mismo intentando encontrar el amor en casi cualquier chica que se aproximara a mí.

En consecuencia, el verano del 94 me dediqué a ir a la piscina de un club o a la playa, primero, acompañando a mi hermana, a unas amigas suyas y unos amigos cercanos que llegaron de Lima; después, acompañando sólo a mi hermana y sus amigas. Parecía que una de ellas, la más atractiva, respondía favorablemente a mis atenciones; pero no sé si por desinterés de mi parte o por una equivocada intención de controlar los sucesos por parte de ella, la verdad es que se pasaban los días del verano sin que se concretaran las cosas, por lo menos no en el sentido de lo que yo quería.

Por otro lado, ese mismo verano, entre tragos y prisas de playa, termino en travesuras amorosas con otra chica, amiga cercana y casi parienta de aquella que se resistía a consumar las acciones conmigo en términos de enamorado. Y ésa fue la razón por la cual a aquella atractiva señorita yo no pude amarla en toda regla ni ella fue capaz de despertar en mí la emoción necesaria para esforzarme en conquistarla. La veía como alguien con quien daba gusto tomarse unas cervezas en la playa, pero nada más. Y ciertamente, la cerveza era lo único que aplacaba mi vacío.

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Entonces, precisamente buscando una solución a la oscuridad en la que se había metido mi vida, encuentro a aquel curandero de quien terminaré haciéndome algo amigo, y haré de esa búsqueda un motivo que me permitía viajar continuamente de Lima a Trujillo y, cuando ya las clases apuraban, de Trujillo a Lima.

En ese marco de agitación emocional personal, de amores de prisa puramente carnales y calidez pasional que no aplaca el vacío, durante uno de mis retornos a Trujillo, se concibe Laberinto Venus.

La literatura en sí misma

La tercera razón radica en que, por primera vez, uno de mis personajes adquiere una personalidad muy propia, que lo convierte en un tipo muy alejado de los que hasta entonces había creado; es un personaje que tiene marcas muy particulares, hasta el punto de forzarse a sí mismo a utilizar un lenguaje que, si bien para su entorno parece artificial, a él le resulta natural y fluido. Es más, ese lenguaje habla mucho de él. Había intentado varias veces plasmar en mis relatos recursos de este tipo, pero mis resultados no eran satisfactorios ni para mí mismo. Este personaje, el protagonista de la novela, que vive no sólo en su propio mundo, sino su propio mundo, un mundo que crea y recrea sólo para él, sus sueños y sus

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ambiciones, llevó el curso de la historia mucho más lejos de lo que yo, como autor, había pensado inicialmente. Por eso, hoy, cuando esta novela casi ha alcanzado la mayoría de edad, no termino de sorprenderme al releer la historia que se tejió sutilmente en tan sólo unas horas de trabajo en una semana de mayo de 1994.

El oficio de escritor

Por otro lado, una de las cosas que aún hoy me impresionan en torno a esta novela, y que, de alguna manera, representa para mí un logro que no volví a repetir hasta el año 2000, y en menor medida el 2010, fue el hecho de escribir Laberinto Venus en el corto espacio de cuatro días, desde un lunes en la mañana, de una semana de mayo de 1994, hasta el jueves de esa misma semana, cuando acabé más o menos cinco o seis de la tarde, o quizá algo después. ¿Cuántas horas escribía por día? La verdad no lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es que, ese lunes, había entrado a la oficina de mi padre entre ocho y nueve de la mañana, encendí la máquina, en realidad, sin ninguna idea preconcebida, y empecé a escribir y escribir y escribir.

Cuando me di cuenta de la hora, poco después de la una de la tarde, cuando alguno de mis hermanos o quizá mi madre llamó a almorzar. Después de almorzar, volví a la máquina durante

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toda la tarde, hasta la hora de tomar algún alimento a modo de cena, para luego continuar no sé si hasta las ocho o nueve de la noche. El martes, ya estaba contagiado con el tema que había surgido, y estaba emocionado por haber conocido y engendrado un personaje bastante singular que merecía seguir narrando sus peripecias amorosas; por lo tanto, fue otra jornada similar. El miércoles… no recuerdo qué pasó ese miércoles; sólo sé que durante todo el día seguí escribiendo, mientras veía que las palabras fluían de mi mente hacia mis dedos y de éstos hacia la pantalla. Al finalizar el día, había avanzado varias páginas. Y el jueves, dedicado como estaba a escribir, sin importarme la hora ni ninguna situación de casa, no recuerdo con exactitud si a la hora mencionada di por finalizada la novela, con un final que ni yo mismo hubiera imaginado siquiera en la mañana.

Recuerdo que había pensado en un final más dramático, algo más fuerte, más extraordinario; pero la verdad es que las ideas que tenía en mente no terminaban de convencerme y había que terminar la novela para que no se agotara su capacidad de despertar fruición. Por lo menos, yo estaba convencido de que la historia del personaje llegaba a su fin y que ese final no debía desentonar con el espíritu que había guiado todo el desarrollo de la novela. Cuando seguía escribiendo, y cuando ya me encontraba en una de las últimas escenas del relato, pero todavía

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pensando en la posibilidad de concluir con un final algo melodramático, surgió la idea que habría de convertirse en el desenlace.

Así, después de cuatro días casi completos, después de unas 45 ó más horas de total concentración, después de un periodo breve de arrebatada expansión creativa, que no superó esos cuantos días, mi novela había sido terminada. En cuanto al nombre… no recuerdo si ya lo había pensado o si lo encontré después; el hecho es que el archivo encontrado posteriormente, cuando fue recuperado por primera vez, había sido grabado ya con ese nombre.

La literatura en conflicto con el escritor

Finalmente, hay una quinta razón que se une con una sexta, que es quizá una de las que más me llena de satisfacción… Laberinto Venus es una novela que volvió a la vida después de dos ataques tan contundentemente mortales, que, hoy, no debería existir; por lo menos, no en la forma que hoy llega hasta el lector.

Para empezar, después de haberla terminado y guardado en un soporte tan débil y esquivo como los disquetes de tres pulgadas y media que habían reemplazado a los de cinco, quizá unos meses después o más, la computadora de mi padre fue atacada por el más asesino de los virus de

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entonces, el famoso napas; y creo que en esas circunstancias el disquete que albergaba esta pieza ahora tan querida por mí se infectó. Yo había grabado el archivo, escrito todavía en el antiguo Word Perfect de pantalla azul, aunque tenía la función de diseño de impresión, lo que le daba un sabor a libro. La infección arruinó parte del archivo; pero esa circunstancia no la notaría hasta principios o mediados del 97, cuando, por fin, descargué el archivo en una computadora Pentium I que pertenecía a mi madre. Para entonces yo ya había llegado a Moquegua, esta pequeña ciudad del Perú, que es mi refugio y el lugar donde terminé siendo el que soy.

La sexta razón, que en alguna medida se relaciona con la anterior, por cuanto involucra la casi destrucción del archivo y, en consecuencia, la desaparición de la novela, tiene que ver con el contenido de la novela. Laberinto Venus es una novela erótica, y como tal, entre 1997 y 1998, que constituye el periodo más recalcitrante de mi aproximación evangélica, me dije a mí mismo que no tenía sentido conservarla, porque reflejaba todo lo pecaminoso, lo carnal, lo bajo que yo podía ser; pensé que sería un mal ejemplo para la juventud lectora, puesto que en apariencia se constituye en un canto individual que exalta las pasiones más bajas de un hombre; y pensé que, por ello, constituiría un motivo de mal testimonio para mí, para mi familia y para la iglesia a la cual asistía. Así que, totalmente resuelto a servir a Dios

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y a encontrar mi destino en esos derroteros, borré conciente y sistemáticamente el archivo de la computadora de mi madre, tanto el archivo que a veces abría con la intención de tomar una decisión futura respecto a la novela, como prácticamente toda copia que había hecho.

Pasaron esos años difíciles, entre negación y aceptación personal y de las responsabilidades que me competían como padre de familia, hasta que el año 2000 me propuse volver a escribir. Tenía 30 años y experimentaba la plena conciencia de que debía escribir. Escribí, escribí, escribí durante ese verano, como poseído, posiblemente durante un promedio de 12 horas diarias, aunque algunos días fácilmente llegaba a las 16 horas de trabajo. Me encontraba en un periodo de fecunda actividad creativa, como si hubiera surgido en mí una extraordinaria necesidad de escribir. En ese compromiso con la literatura, y conmigo mismo, terminé mi segundo libro de relatos durante el verano, y hacia mayo de ese año, llevaba avanzadas unas 100 o más páginas de un nuevo intento de novela. Pero, nuevamente, las responsabilidades familiares me obligaron a posponer el proyecto.

Pasó, entonces, el año 2000, entre mi incipiente faceta de docente universitario y mis constantes esfuerzos por consolidar mis servicios de asesoría; y me parece que pasó también el 2001 o parte de él.

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De repente, no recuerdo bien cómo, mientras acomodaba cosas, no sé si para hacer limpieza en casa o cuando la familia se alistaba para partir hacia Trujillo, en una vieja caja de disquetes, de esas de cartón simple que albergaban 10 disquetes y que había tenido guardada en grandes cajas con otras cosas que no se usaban, descubrí un disquete de tres pulgadas con etiqueta blanca y borde morado. Vi el título, escrito con lapicero, y… una gran emoción despertó en mí, una enorme, fuerte y explosiva emoción, que, por desgracia, no pude compartir, porque no sabía qué pensar y no sabía cómo explicar el placer que me produjo encontrarla. Recordaba clara y perfectamente mi decisión de destruir la novela, y recordaba a la perfección que yo, personalmente, me había encargado de desaparecer todas las copias del archivo de la computadora. Es más, para esas fechas el disco duro de la computadora ya había sido formateado por lo menos una vez.

Pero no se me habría ocurrido pensar que el viejo disquete donde había escrito alguna vez llenó de emoción, todavía existía.

Fue entonces cuando una enorme duda se apoderó de mí: la mayoría de los disquetes que intentaba abrir estaban malogrados. Creo que en el fondo de mí rogaba que el disquete que tenía en mis manos no se hubiera malogrado, aunque era bastante improbable que esa posibilidad se concretara, considerando el tiempo transcurrido desde que ese disquete se había grabado.

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Recuerdo que dejé de hacer lo que estaba haciendo, encendí la computadora y metí el disquete en la ranura de lectura, con temor y ansiedad. Sabía, para colmo, que la disquetera, bastante usada y maltratada por los años transcurridos desde la compra del equipo, por lo general, terminaba arruinando muchos de los disquetes de marcas que no fueran Sony, incluso si eran nuevos.

Así que, enfrentando, primero, la duda en torno a si el disquete contenía el archivo desaparecido de la novela; segundo, el temor de que la disquetera arruinara el viejo disquete que había encontrado; y tercero, la posibilidad de que, aun si reconocía el archivo, éste estuviera dañado, cuando por fin la disquetera dejó de sonar en su esfuerzo por acceder a la información, me atreví a abrir el dispositivo A, que es el que designaba la disquetera. Cuando segundos después apareció un archivo como contenido del disquete, reconocí que en algún momento, cuando había empezado a utilizar la máquina de mi madre, o posiblemente cuando descargué por primera vez el archivo a la computadora, había cambiado el formato del archivo de Word Perfect a Word; y ése era el archivo que tenía enfrente.

Hoy no puedo recordar bien qué sucedió después, porque lo cierto es que ese archivo tenía clave; de todos modos, en el primer intento de abrir el archivo directamente, cuando se me pidió la clave, la escribí sin mayores contratiempos y

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pude acceder a la novela. Rápidamente, la grabé en el disco duro de la máquina, saqué el disquete e hice una o dos copias; y, por fin, después de años, dediqué algunos minutos a revisar el archivo sin mayores temores. Sin embargo, mientras revisaba, descubrí que el archivo estaba algo dañado. Por lo menos 10 ó más páginas se habían perdido; en lugar del texto original, esas acostumbradas líneas de cuadrados pequeños recorría varias páginas de la novela sin que se pudiera hacer nada por recuperar la información; en realidad, no estaba en mi conocimiento hacerlo. El disquete contenía la versión dañada de la novela, aquella que se abrió el año 97 para guardarla en la computadora. Y no existía ninguna versión completa.

En consecuencia, a pesar de todas las agresiones experimentadas por esta novela, incluso venidas de mi propia intención y mano; a pesar de todos los desperfectos acaecidos por situaciones materiales; a pesar de todas las desavenencias entre su contenido y mis pretensiones suscitadas en algún momento de mi vida, esa vieja novela que escribí en 1994, volvió a la vida.

Estas son las razones, algunas muy propias del relato y otras bastante accesorias al mismo, por las cuales yo siento especial predilección por esta novela de juventud.

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Moquegua (Perú), 2011

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