Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

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cttCctntico

REVISTA DE CULTURA CONTEMPORÁNEA

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Las opiniones expresadas en los ar t ícu los pub l i cados en Atlántico no representan necesariamente las del Gobierno de los Estados Unidos de América. Se ofrecen como ejemplos representativos de las opiniones y puntos de vista acerca de asuntos diversos de la vida contemporánea norteamericana.

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A T L Á N T I C O Revista cultural

Número 20 Año 1962

CONTENIDO DE ESTE NUMERO

Págs.

P O R QUÉ M A R X FRACASÓ E N ' L O S E S T A D O S U N I ­

DOS, por Clinton Rossiter 5

CHANDLER RATIIFON P O S T , I N MEMORIAM, po r

Enrique Lafuente Ferrari 26

LA CRÍTICA EN UNA SOCIEDAD LIBRE, po r John

Kenneth Galbraith 68

F I N E S V VALORES DE LAS CIENCIAS, por Joseph

S. Fruton 86

LA POLÍTICA EXTRANJERA DE E S T A D O S U N I D O S

Y LAS BENDICIONES DE LA LIBERTAD, por Sa­

muel Flagg Bemis 113

LA NUEVA MÚSICA, por Itussell Smith 145

N O T A S CULTURALES 167

L I B R O S 189

COLABORADORES 199

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Por qué Marx fracasó en los Estados Unidos

Por Clinton Rossitrr

LAS enseñanzas de Karl Marx son escrituras sa­

gradas en la tercera parte del mundo. En los Estados Unidos son maldecidos. En tanto que el

marxismo se ha apuntado éxitos asombrosos en los lugares más inesperados, su historial en el sitio que el mismo Marx juzgaba como uno de los más proba­bles de todos es un historial de fracaso abrumador. Intelectualmente, así como política y militarmente, Es­tados Unidos presenta un frente casi monolítico contra el hombre, contra sus ideas y contra sus continuadores. En contra del vaticinio de Marx de que los países más avanzados industrialmente serían los primeros en pa­sar del capitalismo al socialismo para continuar hasta el comunismo, éste, el más industrializado de todos los países del mundo, nunca se ha mostrado tan incólume a las llamadas del marxismo ni se ha conducido de manera tan profundamente ajena a los principios marxistas.

Incluso entre los intelectuales, de quienes esperaba

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que fueran portaestandartes y batidores de los cami­nos conducentes al régimen por venir, Marx ha en­contrado pocos discípulos norteamericanos y no mu­chos más admiradores. Como pensador, Marx es muy citado por los sociólogos, pero como consejero, senci­llamente, no se le hace caso. El número de marxistas conscientes que se han hecho oír en los debates intelec­tuales y políticos norteamericanos es asombrosamente pequeño, y su contribución a la filosofía marxista ha sido despreciable.

No quiero decir que la mentalidad norteamericana no haya sido afectada por Marx. Un penetrante influjo marxista se ha extendido en-la comunidad intelectual norteamericana durante el siglo xx, y muchos que ne­garían en absoluto deberle algo a Marx han ajustado su pensamiento a nociones abstractas "marxistas" y han empleado un lenguaje "marxista". Mas en este caso empleo el término —como hacen la mayor parte de los historiadores del pensamiento norteamericano-para describir una estructura mental general objetiva, contraria a la tradición, colectivista más que una fuen­te particular de inspiración. Incluso si Marx no hu­biera existido jamás, esta estructura existiría y ten­dría fuerte influencia en Estados Unidos, y casi no vale la pena añadir que también la tendrían el im­puesto sobre la renta y los seguros sociales.

El fracaso del marxismo como doctrina es, natural­mente, tan sólo un aspecto del fracaso del radicalismo

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como fuerza política en Estados Unidos. Favorito de los radicales de todo el mundo durante los primeros años de su existencia, este país hoy se ha trocado en causa de su desesperación. Los autores norteamerica­nos se muestran acordes casi unánimemente acerca de las causas sociales, políticas y particulares del fracaso del radicalismo.

La primera es lo que los historiadores de los pri­meros tiempos de la República llamaron "la historia y estado actual de los Estados Unidos de América". Aunque fuera accidentada esa historia —crisis, con­mociones, insurrecciones, guerras, explotación reitera­da de los hombres y de la naturaleza—, el hecho es que nos ha correspondido menos desgracia y frustra­ción y más felicidad y éxitos de lo que cupiera esperar. Y por muchos que sean los puntos débiles del mo­mento presente —racismo, venalidad, ordinariez, oscu­rantismo— somos evidentemente la nación más afor­tunada y la que se encuentra en la mejor situación de todas las de la Tierra. Los clamores del radicalismo han sido desoidos en Estados Unidos porque sus pro­mesas eran ya un hecho. Los "ismos" europeos han naufragado aquí, como dijo una vez el marxista alemán Werner Sombart, "en los arrecifes de carne asada y empanada de manzana".

Friedrich Engels, el buen "sherpa" que acompañó a Marx en su ascensión montañera de las cumbres ca­pitalistas, señaló a disgusto una causa de las dificul-

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tades con las que el radicalismo se ha encontrado en los Estados Unidos, que está relacionada con la an­terior. En carta escrita en 1892 a Friedrich Sorge, un revolucionario alemán que se retiró a Hoboken para enseñar música y hacer propaganda socialista, Engels se quejaba del vigor de los "prejuicios burgueses" de Norteamérica, los cuales encontraba "tan arraigados en las clases obreras" como en los hombres de nego­cios. Engels vio claramente, y Marx, al parecer, no lo advirtió, que la vastedad, la singularidad, el éxito y la lozanía del experimento norteamericano habian creado un estado mental popular singularmente hostil contra un radicalismo comprehensivo. Si viviese hoy, adver­tiría que esta hostilidad ha aumentado hasta adquirir proporciones temerosas, temerosas para las esperanzas del radicalismo marxista.

Parte al menos de esta hostilidad es sencillamente una reacción muy comprensible contra la furia de las opiniones de Marx acerca de nuestra manera de vivir. Es menester recordar que fue contra nosotros contra quienes lanzó su principal ofensiva y que el ataque continúa con violencia no descaecida, hasta el punto que casi parece que Marx esté hoy tan lleno de vida vibrante y de censuras como hace cien años. No hay nada en nuestro ordenamiento social •—nuestro capi­talismo de seguridad social, la ascendencia de nuestra clase media, la variedad de nuestros grupos e intere­ses— acerca de lo que sea capaz de decir una palabra

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buena o comprensiva. No tenemos ninguna institución —la Iglesia, la familia, la propiedad, las escuelas, las sociedades anónimas, los sindicatos y todos los orga­nismos de una democracia constitucional— que no de­see o destruir o transmutar hasta dejarla imposible de reconocer. No tenemos ni ideales ni ideas —desde la ética cristiana al individualismo, pasando por el amor patrio—• que Marx no condene sin vacilar. La esencia del mensaje de Marx es el vaticinio de la muerte fatal del sistema liberal y democrático de vivir. Y anuncia esa suerte, no con pesar, sino con alegría; no tími­damente, sino con encono; no de manera contingente, sino dogmática y, naturalmente, eso es lo que siguen haciendo sus seguidores. Khrushchev se condujo como fiel descendiente de Marx cuando acabó con cuales­quiera dudas acerca de nuestro porvenir, prometiendo con gozo que "nos enterraría". No es este el mejor método de persuadir a los norteamericanos.

Es cierto que nuestro antagonismo contra el radi­calismo no ha sido obstáculo para que tomásemos al­gunas ideas útiles de los radicales que tenemos en casa. La mayor causa de la decadencia del Partido Socia­lista y de otra docena de partidos extremistas que giraron locamente a su alrededor, fue la voracidad caníbal de demócratas y republicanos. Evidentemente, todo lo referente a la política americana, la gran atracción que ejercen los dos mayores partidos, el cos­te de las campañas políticas, la negativa muy genera-

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lizada a adoptar la representación proporcionada, las dificultades legales en muchos estados para ser nom­brado candidato, parecen haber sido una traba contra la aparición y prosperidad de un tercer partido.

No todas las dificultades del izquierdismo americano han provenido de fuera del movimiento. Por lo menos, dos de las razones del fracaso del radicalismo, y con­cretamente del marxista, son de origen interno: la primera, el intenso, y para ellos mismos pernicioso, sectarismo de los marxistas y de sus compañeros de viaje disidentes, que hizo que el propio Marx se que­jara de los "socialistas yanquis" "caprichosos y sec­tarios", y, segunda, la vitola extranjera que durante tres generaciones por lo menos se aplicó a los propó­sitos y personalidades extremistas de este país. Pocos de entre nuestros dirigentes extremistas han sido ame­ricanos de nacimiento, por sus intereses, sus inspira­ciones o incluso por su lenguaje, y este hecho innega­ble ha fomentado los prejuicios xenófobos que pueda haber en el pensamiento americano. La fácil identi­ficación del radicalismo con el socialismo, de éste con el comunismo, del comunismo con la tiranía so­viética, y la de todos estos ismos con la subversión y ateísmo, han destruido casi todas las esperanzas de cualquier manifestación de radicalismo político en los Estados Unidos.

Creo que hay otro clavo en el féretro de las aspi­raciones marxistas en América, la razón última de

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nuestra negativa a dar a Marx y sus seguidores una digna bienvenida ora vengan a nosotros como maes­tros u hombres de acción. El hecho es que la ideología marxista, ya sea en la versión clásica de Marx y En­gels, ya en la bolchevique que predomina en la U. R. S. S., contradice de plano casi todos los princi­pios por medio de los cuales los americanos han in­tentado explicar, justificar o purificar su manera de vivir. Aunque el marxismo no se hubiera tenido que enfrentar con las dificultades citadas, hubiese tenido poco atractivo para aquellas mentes formadas, aunque sea deficientemente, dentro de la tradición americana. Nada hay en esa tradición que prepare al norteame­ricano a compartir la cólera de Marx, a aceptar sus consejos o a responder a sus llamadas, y ni siquiera a entender —aunque ello vaya en contra nuestra— por qué puede atraer a los pueblos más desafortunados de la tierra. Todo cuanto forma esa tradición, como vimos en la década de los años treinta, impide a los ameri­canos volverse hacia Marx, incluso cuando están en grave dificultad.

¿Por qué ha ocurrido esto de este modo? ¿Por qué la gigantesca y nueva teoría del siglo XIX, hoy gigantesca nueva religión del siglo XX, ha sido áspe­ramente ignorada en uno de los pocos países para el que se suponía aportaba un válido e inmediato atrac­tivo? ¿Por qué nosotros, el pueblo que supo convertir el liberalismo de fe en la tolerancia en religión

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nacional, nos alejamos caprichosamente de lo que Raymond Aron, especialista francés de la política y crítico brillante del marxismo, llamó "síntesis de todos los principales esquemas del pensamiento progresis­ta"? ¿Por qué incluso hoy nos es difícil acercarnos a Marx para aprender de él en aquellos campos en los que fue un maestro estimulante, aunque no siempre digno de confianza? Mi respuesta personal es que no basta exponer las razones históricas del fracaso del marxismo como base para una acción política, ni tam­poco basta demostrar que nuestro pensamiento está como aislado por los "prejuicios burgueses" frente a sus insinuaciones colectivistas, irreligiosas y antibur­guesas. Al final nos encontramos ante un conflicto fundamental entre dos sistemas de principios, dos fes, dos ideologías —si se me permite usar esta palabra más en el sentido de Pickwick que en el marxista—, un conflicto tan acerbo que la paz entre ellos ha sido y sigue siendo imposible. Hasta el punto de que la paz entre el mundo comunista y el democrático es mucho más difícil que el ajustamiento de los conflic­tos económicos de intereses y las sospechosas posturas militares. Las ideas tienen siempre consecuencias.

La contradicción entre el marxismo y la -tradición americana se muestra con aspereza en casi todos los campos de actividad humana intelectual, por ejemplo, en la psicología, pues donde los marxistas hablan de la conducta humana como de un producto infiníta­

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mente maleable del medio social, nosotros hablamos de cualidades indelebles que son comunes a todos los hombres en cualquier parte; en sociología, cuando ellos insisten en que las relaciones normales entre las clases sociales son la explotación y la lucha, nosotros insistimos en la cooperación y en la mutua dependen­cia; en economía, mientras ellos afirman que es la influencia dominante de la vida, el pensamiento y los valores humanos, nosotros sólo la consideramos como una de las tres o cuatro influencias primordiales; en historia, los marxistas hablan de reducir su maravi­llosa complejidad a una lucha de clases y de cataclis­mos sociales, mientras que nosotros la entendemos como un hecho de múltiples causas y misterioso; en teoría política, los marxistas muestran su temor ante el poder del estado liberal y confían plenamente en el de la dictadura del proletariado, mientras que nos­otros deducimos de ella el temor del poder absoluto de cualquier clase de hombres; en los principios del cons­titucionalismo, que ellos consideran como un "fraude burgiíés" y nosotros tenemos como la esencia del go­bierno libre; y, sobre todas las cosas, la diferencia se deja sentir en el dominio de la filosofía, en aque­llas ideas básicas con las cuales los hombres se en­frentan con las maravillas y los hechos insignificantes del mundo en que vivimos. Toda su doctrina está ba­sada en un rígido materialismo, mientras que la nues­tra es una sutil mezcla de racionalismo, idealismo,

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empirismo y pragmatismo, conceptos del conocimiento que el marxista desprecia y ridiculiza.

Como entre los temperamentos, se da la contradic­ción entre las ideas, entre cómo pensamos y cómo

piensan, qué pensamos y qué piensan. El temperamento marxista, tal como lo ven los norteamericanos, es entusiasta, dogmático, revolucionario, violento, amo­ral y minoritario. Tiene una confianza absoluta en la justicia y en el triunfo absoluto de los hijos de la luz, el proletariado; no obstante, como los herejes maniqueos de los primeros siglos del cristianismo, vive obsesionado de forma extraña por las trasgresiones de su Ley y el perdurable poderío de los hijos de las sombras, la burguesía. Por el contrario, el tempera­mento americano parece ser condescendiente, prag­mático, inspirado en la tradición, amante de la paz, moral y democrático. No confía absolutamente en na­da, salvo en el hecho de que ningún grupo de hombres, y desde luego los marxistas no, tiene el monopolio de la verdad. Es mucho más maniqueo de lo que era, pero está muy lejos de obsesionarse por ideas y fuer­zas que no sean las propias. También es más apoca­líptico, gracias a Spengler, Toynbee y el propio Marx, pero sigue sin creer que Estados Unidos deba enterrar al comunismo o ser enterrado por éste.

Cuando se pasa revista a este historial de oposición intelectual y espiritual, dijérase que se advierten tres conflictos profundos e irreconciliables.

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El primero se evidencia, principalmente, en el do­minio de las ideas: es el choque frontal entre monismo y pluralismo. El marxismo es el más presuntuoso y más reciente de los sistemas ideológicos por medio de los cuales los hombres instruidos pretendieron, impul­sados por las dudas y temores de los no cultos, inter­pretar el mundo en función de un solo principio. Este principio sirve como explicación de todas las cosas, y para todo ofrece una explicación. La conducta hu­mana es explicada en su totalidad en relación con el problema que supone ganarse la vida; el conjunto de la sociedad por su división en clases; el ritmo de la historia como una lucha de clases, y el fenómeno de éstas, en función de la propiedad privada. En suma, el marxismo es un sistema cerrado en el que todos los nuevos hechos e ideas han de ajustarse a un rígido concepto monista.

Por el contrario, la tradición americana es cons­cientemente pluralista. Su unidad es el resultado de un proceso a través del cual la innumerable diversidad de creencias y de pensares tratan de convivir, aunque no siempre en armonía. Hombre, historia, sociedad, política, naturaleza, todo es explicado, en la medida en que puede serlo, según la causalidad múltiple. Nues­tro sistema. de ideas está abierto hacia todo pensar nuevo y a todas las más presentes evidencias. Cree firmemente en la dignidad humana, en la excelencia de la libertad, en los límites de la política y en la

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presencia de Dios; pero dentro de estas creencias, y desafiando incluso a la última, los hombres siguen siendo libres para concebir toda forma imaginable de habitáculos espirituales e intelectuales. Por estas ra­zones, nos es difícil sentir gran respeto para con un sistema de ideas tan monista como el marxismo. Y en este sentido, cada vez nos es más difícil abrirle la puerta, pues cada día hallamos más pruebas de que el monismo, en el mundo de las ideas, conduce en el de los hechos al absolutismo.

El segundo conflicto surge principalmente en el do­minio de las instituciones; el choque frontal entre colectivismo e individualismo. Marx habla más de cla­ses que de individuos, de sistemas más que de per­sonas; parece no sentir ningún respeto por el hombre en sí mismo. Dicta decidida sentencia de muerte tanto contra "el ensimismamiento del hombre dentro de sus intereses individuales" como contra la familia, a la que aisla simbólicamente de la sociedad. De aquí que sus prescripciones respecto de una sociedad futura sean totalmente colectivistas. Ningún hombre, ningún grupo, ningún interés, ninguna forma de poder podrá desafiar la dictadura del proletariado en el período socialista de transición, o quedará al margen de la armoniosa comunidad de la era final comunista. Esta ha de quedar marcada por estado tal de "unidad" que impedirá toda barrera entre el hombre y la huma­nidad.

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LA tradición americana es tenazmente individualis­ta. Deja lugar para el estado para la sociedad y para las asociaciones naturales y voluntarias. Al

mismo tiempo deja amplio campo al hombre particu­lar, a la familia y las agrupaciones aun en aquellos momentos dominados por el signo socialista, e insiste en una contradicción significativa, perdurable entre intereses de tipo privado y aquellos propios del bien público. Lo cual es fundamentalmente un desafío al colectivismo en dos frentes: un desafío a favor de la libertad individual, un desafío a favor de la libertad del grupo.

La última de las oposiciones es tanto ideológica co­mo institucional: el choque no completamente frontal, y, sin embargo, bastante ruidoso entre el radicalismo y el conservadurismo y liberalismo. En casi todos los aspectos, el marxismo es el supremo radicalismo de todos los tiempos. Es radical en todos los sentidos de esta pegadiza palabra, porque es revolucionario, por­que es extremista y porque se propone llegar a la misma raíz de las cosas. Insiste en que las instituciones políticas y sociales de los Estados Unidos y de sus amigos son opresivas y están enfermas, y los valores que las sostienen, corrompidos y deshonestos; y pro­pone su sustitución por una forma de vida infinita­mente más justa y benigna. Tan pleno es su empeño

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respecto del futuro, tan opuesto a toda demora, que se prepara para llegar a este futuro mediante la sub­versión y la violencia.

La tradición americana, como la mayor parte de aquellas satisfactorias que atraen grandemente, es una mezcla casual de conservadurismo y liberalismo. Es conservadora en todos los sentidos de esta complicada palabra, por ser cauta y moderada, porque está dis­puesta a preservar cuanto le ha sido legado, porque concede gran valor a la tradición como fuerza social y a la prudencia como virtud individual. Y, no obs­tante, también es liberal, en la mayor parte de las acep­ciones de ésta, la más compleja palabra, porque es generosa y no es estrecha mentalmente, porque espera de veras que el futuro sea mejor que el pasado, porque está interesada, en primer lugar, en la formación de hombres libres. Producto de un historial de cambios y crecimiento incesantes, concede amplio margen al progreso a través de reformas conscientes e innova­ciones autorizadas por las costumbres, ppro no a tra­vés del cataclismo revolucionario que Marx predijo y prescribió.

En fin, creo que la decisiva oposición entre el mar­xismo y la tradición americana es aquella que se pro­duce entre totalitarismo y democracia liberal. Marx no era un totalitario, porque el totalitarismo es, en gran .parte, tanto institucional como ideológicamente, un fenómeno del siglo XX, la edad de los adelantos tec-

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nológicos y de las masas humanas. No obstante, sus enseñanzas fueron una gran fuente intelectual para esa forma de totalitarismo actual que muestran la Unión Soviética y la China comunista. Sin grandes esfuerzos podemos encontrar en Marx lo que no encontraremos nunca en Jefferson o Lincoln, las simientes de las ca­racterísticas propios de un sistema totalitario: la des­trucción de todo freno del poder político; la penetra­ción de un poder estatal dinámico e impaciente hasta el último rincón de la sociedad, expuesta e indefensa a su tiránico e incansable poder; la omnipresente di­rección y fiscalización del individuo, y la utilización del poder y de los hombres en la persecución de una ideología del milenio. En aquellas palabras de admo­nición de Marx, dirigidas a los revolucionarios, sus correligionarios, se puede advertir, hasta con sus mis­mos términos, las semillas de las instituciones carac­terísticas de tal sistema: el estado que todo lo abarca, el partido dirigente sin cortapisas, la permanente mi­noría seleccionada y conspiradora, el monopolio de los medios de comunicación y de las fuentes de cultura e incluso el sistema del terror organizado.

Lo más importante de todo es que Marx fue el pa­dre espiritual de la teoría soviética de la "democracia", que se fundamenta absolutamente sobre el concepto de una dirección "científica" que sabe lo que es bueno para el pueblo más que el propio pueblo, al que en ningún caso se le puede confiar el gobierno de sí

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mismo. Marx, igual que sus herederos rusos y chinos, creen, no en el gobierno del pueblo, sino en el go­bierno para el pueblo, y esto último, hasta el punto de que es innecesario y hasta impolítico consultarle sobre sus deseos. Las prescripciones marxistas eran antide­mocráticas, tanto en sus partes como en su todo, re­feridas a la sociedad; y los marxistas de la Unión Soviética son, a este respecto, sus fieles herederos. No es de extrañar que hayamos rechazado tan lisa y llanamente al marxismo como explicación del pro­blema humano y como programa para mejorarlo.

Aquellos que vuelven sus espaldas al marxismo si­guen, no obstante, interrogándose sobre la enigmá­tica figura de Marx. Creo que podemos desprendernos de su influencia si pensamos que su persona y sus doctrinas han sido tan totalmente asimiladas por los comunistas, que deja de ser un hombre al que nos atrevamos o queramos escuchar. Por otro lado, po­dríamos distinguir entre el pensador revolucionario, entre el crítico del capitalismo y el maquinador del comunismo, entre el hombre del siglo XIX y el mito del XX, y estudiarlo ni con más temor ni con más cu­riosidad que estudiamos a Maquiavelo, Nietszche, So­rel o Clausewitz, o incluso al mismo marqués de Sade.

Procediendo así, aprenderemos muchas cosas de él. Cosas que es cierto que podríamos aprender en cual­quier otra parte, de otros hombres perspicaces que vivieron antes que él y sintetizadores hábiles poste-

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riores, pero ninguno las enseña con tanto sabor ni con tanta autoridad como Marx. Pienso, por ejemplo, en sus enseñanzas sobre la honda influencia que las fuerzas económicas ejercen en todos los aspectos de la conducta humana y de la estructura social; en sus afirmaciones sobre la creencia de que el curso de la historia está conformado por la manera en que los hombres se asocian para producir, sobre que ningún hombre ni sus ideas pueden ser estudiados como abs­tracciones aisladas del medio social y en que las clases constituyen uno de los más persistentes e influyentes fenómenos de la sociedad. Pienso también en la crítica de los sistemas sociales de su tiempo, que le llevaron a proclamar que la penosa pobreza no es precisamente la expresión de la voluntad divina sobre la situación temporal del hombre, que las formas de la democracia no son la democracia pura, que la seguridad psico­lógica no puede nacer fácilmente dentro de un sistema industrial, que el capitalismo ha de tener sus altibajos y que la propiedad privada es propiedad al mismo tiempo que poder.

Y, lo que es más importante, pienso en las lecciones que podemos aprender de su mal ejemplo y del peor que nos han dado sus herederos, con los que hemos de luchar, tanto política como ideológicamente (es­peremos que no militarmente) en los años venideros.

La más importante de estas lecciones es que no de­bemos sentirnos tentados o forzados por la tremenda

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presión de los acontecimientos a imitar los hábitos del pensamiento que criticamos a los marxistas. No nos dejemos llevar, como ellos, por una ilusoria búsqueda de la certeza, ni nos conformemos pensando haberla encontrado, no sea que también nosotros lleguemos a creer que toda opinión es una herejía. No queramos tratar, como ellos, a todas las ideas como si tuvieren significación social, no sea que nos estrangulemos a nos­otros mismos con la soga de la "politicacización". Evitemos lo ideológico, desdeñemos el dogmatismo y adiestrémonos contra todo extremismo. Sobre todo, tomemos buena nota de su grandiosa presuntuosidad y realicemos nuestros propios progresos en el mundo de las ideas y de los valores paso a paso, hipótesis a hipótesis, prueba a prueba, hecho a hecho.

La segunda lección es que debemos enfrentarnos con los comunistas en la palestra de las ideas con nuestras propias fuerzas, ordenadas según un frente lo más amplio posible. Los comunistas conciben la lucha de su mundo y del nuestro como guerra entre "capi­talismo" y "socialismo" y hemos dejado que camina­ran por ese camino demasiado tiempo. La cuestión no es tan sencilla. En primer lugar, su "socialismo" es una dura forma de capitalismo estatal, y nuestro "ca­pitalismo" es una economía mixta que ha sido civi­lizada por medio de controles sociales. Mucho más importante que esta verdad semioculta es que, sin em­bargo, no sólo estamos separados de ellos por nuestra

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economía, sino por nuestros sistemas libres, pluralis­tas, adaptables de gobierno, de relaciones sociales, de cultura, de ciencia, de enseñanza y de religión. Ha llegado el tiempo propicio para deshacer el daño que permitimos nos hiciera Khrushchev con su insistencia, mientras caminábamos a tientas con nuestros propios esquemas, de que la "coexistencia pacífica" era una solución entre socialismo y capitalismo. Nuestra causa nunca tendrá fuerza suasoria en el mundo no afiliado a un credo, a menos que pongamos en claro la am­plitud y los alcances del conflicto. Nuestra lucha contra el comunismo es la de una sociedad contra otra, la de una forma de pensar contra otra; nuestra mayor fuerza consiste en una tradición que afirma, desafian­do nuestros propios impulsos hacia el dogmatismo y el oscurantismo, que ambas cosas deben ser libres.

La tercera de tales lecciones es la necesidad de ele­varnos serenamente sobre el maniqueismo que empaña la visión marxista de la realidad. No debemos reducir todas las tribulaciones de nuestro siglo a una lucha dual entre las fuerzas de la luz pura y las de la oscu­ridad total, no sea que vayamos a dar en un estado de obsesión frenética respecto a nuestro enemigo. No de­bemos forjar una religión antimarxista tan intensa como lo es la del marxismo, no sea que padezcamos la suerte de quienes identifican la ausencia del mal con la presencia del bien. Sólo así podremos mantener nuestras mentes libres y dúctiles.

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Y ahora, la más importante de todo: no debemos caer desesperanzados en un concepto apocalíptico de la lucha entre su sistema y el nuestro, no sea que con ello cerremos la puerta violentamente a toda esperanza de evolución del mismo comunismo, evolución que permita que Oriente y Occidente convivan en un mun­do razonablemente pacífico. Nadie en sus cabales po­dría predecir con confianza tal evolución, pero la es­peranza debe existir allí donde los vaticinios parecen imposibles. Las cambios ya sufridos por el marxismo deben convencernos de que habrá otros, quizá de na­turaleza tan profunda que el sistema soviético cambie absolutamente de aspecto. Tras estos posibles cambios, lo que quedaría sería tan solo un rótulo, pues no ha sido otro el destino de casi todos los grandes ismos que han dominado al mundo. La promesa apocalíptica del marxismo, como aquella otra del islam, podría mantenerse durante siglos sin cumplirse y sin ser re­pudiada.

Por supuesto que todo esto no es más que especu­lación acerca de un futuro distante y problemático. En cuanto al presente, basta con recordar que hemos enfrentado dos fes y que dicen tener más fieles que los que tienen o tendrán jamás.

Si fuéramos perfectos, si captásemos la realidad al mismo tiempo que el alcance de nuestra tradición, podríamos confiar en un mundo libre, pacífico y prós­pero. Si los marxistas fueran perfectos, si no dudasen

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de la promesa de Marx prediciéndoles la posesión de la tierra, podríamos prever una sumisión abyecta o una guerra inevitable. Pero nosotros, por desgracia, somos demócratas imperfectos y ellos son marxistas imperfectos.- En lo primero se cifra el desafío; en lo segundo, la esperanza de un futuro más brillante para los Estados Unidos y para el mundo todo.

Reproducción autorizada por Tha Saturday Evening Post. (g) I960 The Curtis Publishing Company.

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Chandler Rathfon Post (t) In memor iam

Por Enricfue Cafuente lerrari

DESDE hace dos años tengo contraída una deuda

conmigo mismo, lo que comporta un deber

moral que sólo ahora he podido saldar: dedi­

car unas páginas a la memoria de aquel gran sabio,

gran hispanista y gran caballero que fue Mr. Chandler

Rathfon Post, historiador benemérito de la pintura

española. Sería ya motivo para ello mi constante de­

dicación a la historia de nuestra pintura, que me ha

hecho deudor de la más profunda gratitud, conjugada

con asombro admirativo, para el gran profesor de

Harvard, a lo largo de tantos años de manejar su

libro colosal, a la pintura española dedicado. Pero

sobre ese estricto motivo pesan algunos otros más

poderosos que aumentaron mi sentimiento cuando co­

nocí la noticia de su muerte. Si he tardado tanto en

dar a la publicidad estas notas no sólo ha sido culpa

de agobiantes y urgentes trabajos, sino de mi deseo

de completar noticias sobre su vida y sus obras con

los datos que algunos amigos americanos me han su-

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ministrado benévolamente. Mencionaré de modo espe­cial al mejor discípulo de Post y mi buen amigo, el profesor Harold Wethey, eminente hispanista asimis­mo, que desde hace muchos años enseña arte en la Universidad de Ann Arbor, en el mismo estado de Michigan en que Post vio la luz.

Relación epistolar tuve, desde hace tiempo, con el maestro, de la que hablaré después, pero aún tuve la fortuna de conocerle personalmente antes de morir, allí, en la propia Cambridge de Massachusetts, junto al amado campus del que no quiso separarse. Al alma

mater harvardensis estuvo ligada toda su vida de es­tudiante y de scholar y allí quiso morir, porque a ella había dedicado toda su fecunda vida de estudioso.

No olvidaré jamás aquella visita. Tengo por privi­legio inestimable, entre las escasas fortunas con que la vida me ha obsequiado, el haber conocido y tratado a algunos grandes maestros que han dejado huella imborrable en mi memoria. Me refiero, principalmen­te, a los grandes universitarios con los que tuve trato de discípulo o de amistad. Pues bien, yo diría que si a alguien hubiera deseado añadir a la lista de esos maestros hubiera sido precisamente Chandler Post. Mucho había aprendido en sus libros, cabales, sere­nos, Henos de ciencia y redactados con aquella natura­lidad que no exhibe su saber, que no se contamina de soberbia, que respeta y estima las opiniones ajenas y en la que se revela el estilo de un gentleman. Por

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eso he dicho antes, traduciendo imperfectamente la palabra inglesa, que era un caballero. Porque caba­llero, en español, alude a honor, rectitud, integridad, ética perfecta, pero comporta un no sé qué de altivez adusta, de severidad, incompatibles con el sentido del humor que el concepto de gentleman lleva consigo, He conocido en este mundo algunos sabios españoles que eran perfectos caballeros; he tratado también algunos profesores que eran sabios, pero que no eran caballeros. En todo caso, pocos, en España, tenían ese humano sentido del humor que remata los dones per­fectos en un sabio, o en un hombre cabal, aunque no sea sabio. En este sentido, aunque mi trato con él fue, por desgracia, breve, creo poder decir que el halo de humanidad, de simpatía cordial y de rica espirituali­dad que de Post emanaba, me deslumhró y sentí, como una de esas nostalgias de cosas imposibles de realizar que ya en el declinar de la vida nos acechan, no ha­ber tenido la suerte de poder ser discípulo suyo, o amigo suyo, o de haber tenido ocasiones de escucharle y departir con él.

Repito que mi trato con él había sido epistolar o mediato. Recuerdo que desde que aparecieron los pri­meros volúmenes de su libro, tan modesto en el título, A History of Spanish Painting, publicados entre 1930 y 1933, me sentí atraído, a través de su texto, por su autor, para mí desconocido, aunque no para mis maes­tros. En 1934, aprendiz todavía de la historia del

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arte, aunque profesor auxiliar del para mí inolvidable don Elias Tormo y colaborador suyo en el Centro de Estudios Históricos, publiqué en su revista Archivo

Español de Arte y Arqueología, una recensión de los seis primeros volúmenes de lo obra de Post, llena de admiración y gratitud, obligadas por lo mucho que había aprendido en ellos: "no podría ponderarse bas­tante, escribía entonces, el inestimable servicio que el profesor Post presta a la historia de nuestro arte con la publicación de una obra de tan vasto aliento". ¡Qué no habría que añadir ahora a mis palabras cuando la otra de Post ha alcanzado 18 tomos, con un total de 7.244 páginas! Y conste que la vasta empresa histó­rica de Post sólo había llegado a su muerte a la prime­ra mitad del siglo xvi, ya que los dos últimos volúmenes se referían a la pintura catalana del alto Renacimien­to. Durante veintitrés años, desde 1936 hasta su muer­te en 1959, Post, que creo no volvió a España desde la primera de esas fechas, siguió publicando más tomos de su obra, alimentados por el enorme acervo de fo­tografías que había acumulado durante decenios y por el material de notas tomadas en sus numerosos viajes a España en años anteriores. Los períodos más oscu­ros y menos conocidos de la pintura española queda­ban en su obra analizados al por menor, no omitiendo obra alguna que hubiese llegado a su conocimiento ni dejando de mencionar la más modesta o recóndita monografía publicada por cualquier erudito provin-

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ciano. El libro de Post, a pesar de cualquier rectifi­cación que pueda merecer —y él era el primero que en apéndices a sus volúmenes las recogía y admitía siempre—, es un monumento de erudición, de crítica y de trabajo que tiene pocos semejantes en la biblio­grafía artística de ningún país. Ni Crowe y Cavalsa-selle, ni Van Marie, ni cualquiera otra obra semejante es comparable con la History de Post, porque aquellos autores trabajaron sobre un material acumulado du­rante siglos, mientras el del profesor de Harvard tenía que ser hecho, en su mayor parte, de primera mano. Una terra incognita, prácticamente, se incorporaba con su obra a la Historia del Arte Universal; quedaba en ella asentada firmemente la vocación española por la pintura y la enorme producción de nuestro arte, que, en cuanto a la cantidad de obras conservadas, sólo detrás de la pintura italiana merecía ponerse, co­mo Post afirmaba en los capítulos iniciales de su libro. Aquello de que la pintura española sólo por cuatro o cinco maestros del XVI al XVIH debía ser tenida en cuenta, quedaba relegado a la cuenta de la ignorancia que se había tenido de España y de su arte. Que nues­tro arte pareciera rudo e hirsuto a los ojos de los ojos de los franceses o italianos era otra cosa; pero el amor con que Post trataba sus temas, amor que era fruto de su tenaz y lúcido estudio y no de su apa­sionamiento, porque era el hombre más sereno y ecuá­nime, demostraba que tampoco esa rudeza era cierta.

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Post demostró que en nuestros propios y olvidados primitivos existían maestros —los pintores románicos, Bernardo Martorell, Jaime Huguet, Bartolomé Bermejo o Pedro Berruguete— que podían ponerse, sin desdoro, cuando eran bien conocidos, al lado de los grandes maestros de otros países. Cuando todavía se niega con desdén por los belgas —por algunos belgas, porque Hulin de Loo había llegado ya a conclusiones muy próximas a Post—, la maestría y la originalidad de Pedro Berruguete, cuando tantas obras que son suyas se atribuyen a otros, y cuando el Louvre ha recons­truido en una sala, completando con grandes foto­grafías las tablas que posee, el conjunto del studiolo

del Duque de Urbino, sin mencionar el nombre de Pedro Berruguete, Post presentaba del maestro de Pa­redes de Nava en el volumen de su obra una apu­rada monografía, llena de agudeza y fina crítica, en la que concede al maestro español el lugar que le revela como un artista potente y noble, poniendo bajo su nombre las obras que otros le negaron. Que le negaron por el simple y burdo prejuicio de que era demasiado buen pintor para ser español ( ! ).

Pero con encomiar la enorme labor de Post sobre nuestra pintura, apenas hemos comenzado su elogio ni hemos esbozado la personalidad del maestro. Con ser eso muy importante y merecer gratitud perenne de nuestra parte, no basta para presentar su íntegro valor y su silueta viva, mucho más valiosa que la de un

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tenaz trabajador y un erudito formidable. No; afor­tunadamente, Post era algo más importante que esto. Post era un humanista completo, un hombre que po­seía las más variadas y complejas disciplinas y que podía pasar de una especialidad a otra con igual sol­tura y agilidad, precisamente por esa fundamental formación literaria y humanística de la que tantos eruditos, meros acarreadores pacientes de minucias misceláneas, carecen. Ya sería algo el aliento con que a los cuarenta años pasados emprendió su carrera de hispanista en la historia del arte para iniciar la obra colosal de la que acabo de dar sumaria idea y que le ocupó cerca de otros cuarenta años.

Un humanista, sí; el Policiano de nuestro tiempo,

dijeron unos colegas suyos al hacer su elogio necro­lógico en el claustro de Harvard, pocos meses después de su muerte. No es exagerado el elogio; lo demuestra su curriculum vitae, asombroso para nuestro tiempo de clausurados especialistas, quiero decir, de sabios o presuntos sabios que no ven más allá de sus narices. Chandler Rathfon Post nació en Detroit el 14 de di­ciembre de 1881. Era hijo de William Post y de Anna Rathfon; de niño estudió en la University School of Michigan para pasar después al gran foco cultural de los Estados Unidos que tan brillantemente conserva sus tradiciones, la Universidad de Harvard, acaso la institución educacional cuya simple vista más me ha impresionado en mi vida, porque he visto en ella, vivo

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y activo, lo mejor del espíritu de los Estados Unidos. Pero luego hablaré de esto. Me dicen mis amigos ame­ricanos que las sugestiones que se le habían hecho a Post para recoger los datos de su biografía no habían dado resultado. Era un hombre demasiado objetivo, dado a su trabajo, aunque Heno de ingenio y de son­risa como correspondía a su sentido del humor, que era en Harvard proverbial; no se ocupó nunca de sí mismo y al morir no ha sido fácil recoger su curri­culum. Carezco por ello de datos seguros, pero sí pue­do decir que conoció Harvard en aquel momento de fin y principio de siglo, glorioso para la cultura bos-toniana, momento que ilustraron hombres como Henry y William James, Charles E. Norton, Oliver W. Hol­mes, Jorge Santayana, el español de Avila, J. D. M. Ford. William H. Schofield y tantas otras grandes per­sonalidades de aquella edad de oro. De ella salió Post, como salió Berenson. Dicen que Berenson fue el me­jor discípulo de Norton, pero creo que Post no lo debió ser menos, y si Berenson, que al final de su vida se consideraba un científico y un hombre de letras fracasado por haber sido absorbida su vida por el peligroso oficio de experto, Post, que también tuvo ocasiones de derivar por ese camino, fue más fiel al severo espíritu de su formación universitaria. Si Be­renson fue un brillante y acreditado conocedor de la pintura italiana, conquistado por los marchantes, el dandysmo y la opulencia, Post fue un puritano fiel a

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la vocación de historiador y el más constructivo de los que se dedicaron a la pintura española, a la cual quedará ligado su nombre.

En Harvard estudió Chandler Post la sección de cultura clásica y allí obtuvo el B. A. en 1904 con la máxima nota (highest honors). Su vocación y capaci­dad para las lenguas se había ya evidenciado en sus años universitarios. Dominó pronto el griego y recién acabados los cursos de Bachelor marchó, creo que con una beca, a seguir un curso en la American School of Classical Studies de Atenas, donde se familiarizó con el arte griego y profundizó, según creo, en el estudio de la literatura dramática helena. Demostró inmedia­tamente la flexibilidad de su talento y su interés por la cultura española, doctorándose en Harvard con una tesis sobre la influencia del Dante en la literatura alegórica castellana, génesis de uno de sus primeros libros de hispanista, publicado posteriormente.

Su competencia artística, sus amistades bostonianas y acaso también su dedicación al Dante, le pusieron en relación con aquella mujer extraordinaria, brillan­te, entusiasta, amiga y protectora de artistas, escrito­res y músicos y una de las pioneras del gran coleccio­nismo americano, la que fue capaz de construirse una casa en Boston, junto al Museum of Fine Arts, co­piando, en su fantástico patio, el Palazzo Bardini de Venecia, con fragmentos auténticos comprados en la ciudad de las lagunas. El edificio, abierto al público

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en 1903, es hoy el suntuoso Isabella Stewart Gardner

Museum. Poco después Mrs. Gardner quiso aumentar

su casa con un claustro español y acaso fue en el

asesoramiento de esta obra, ideada hacia 1906, cuan­

do la caprichosa y opulenta señora se aseguró la co­

laboración del joven Chandler Post, recién doctorado.

Como se había asegurado antes la de Berenson, en­

viado por ella a Europa a completar su formación

en la pintura italiana y que luego asesoró a su pro­

tectora en las adquisiciones de arte de aquel país,

alguna tan fabulosa como El rapto de Europa, de

Tiziano, pagado por Mrs. Gardner en una cifra en­

tonces fabulosa. El hecho, importante sin duda, en la

formación y ensanchamiento de las experiencias de

Post es que fue amigo de Mrs. Gardner, lo que quiere

decir que formó parte de aquel brillante círculo de

gentes de espíritu, sabios y artistas que en torno a

aquella original y espléndida dama reunió en la élite

más escogida de la sociedad de Boston en el momento

de esplendor cultural de aquella ciudad entre el XIX

y el xx. Aunque no lo sé de cierto, creo que alguna

importante adquisición de Mrs. Gardner en el campo

de los primitivos españoles, en el que es pieza maestra

la Santa Eulalia, de Bermejo, que sobre un caballete

figura en lugar preminente en la sala de música de

Fenway Court, debió de ser comprada por consejo de

Chandler Post que a Bermejo dedicaría una monogra­

fía muy elaborada en el tomo V de su History.

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LA carrera universitaria de Post comenzó en su

propia universidad, que no quiso dejar escapar

la vocación de maestro de uno de sus más bri­

llantes alumnos. Ya en 1905 comenzó como profesor

assistant de inglés, su primera materia magistral en una

larga y ondulante carrera. Desde 1906 fue profesor

también de francés, de italiano, de lenguas románicas

e historia del arte, de la cual comenzó a ser profesor

en 1909 con un curso especial de arte italiano. En

1910 alternó estas enseñanzas en el departamento de

arte con la del griego, una de las especialidades que

había de dominar de modo más eminente. Ya en 1905

había publicado en los Harvard Studies in Classical

Philology un trabajo sobre Esquilo (The Dramatic Art

of Aeschyllus) que parece escribió siendo aún estu­

diante. La escultura arcaica griega fue el tema de sus

investigaciones en el año que pasó en la Escuela Ame­

ricana de Atenas y el fruto de ellos lo publicó en

forma de artículo sobre este tema, posteriormente.

Pero que el teatro griego le interesaba había de pro­

barlo aún al publicar en 19J2 otro trabajo sobre Só­

focles (The Dramatic Art of Sophocles). Aun cuando

después la historia del arte, el griego, en primer lugar

y de otros países después, le atrajo absorbentemente,

continuaba sus lecturas de la literatura griega, de las

que hacía tema de conversación con sus colegas de

Harvard, a los que asombraba a veces con originales

opiniones sobre autores poco estudiados como aquel

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Quintus Smyrneus a quien él, dicen los que fueron sus amigos, consideraba casi al par que Homero. Con decir que dominaba el latín y el griego y las princi­pales lenguas europeas hemos dicho muy poco, porque Chandler Post era un excepcional políglota en el más amplio sentido de la palabra. Porque los idiomas eran para Post un simple medio de acceder a la literatura de cada lengua y de ensanchar el campo de sus lec­turas, y no sólo un instrumento de trabajo científico para leer los libros y revistas de su especialidad. Di­cen que llegó a conocer diecisiete idiomas, uno de ellos el ruso, cuyas producciones literarias clásicas le eran familiares. Los cursos de Post, dice la necrología leída en el claustro de Harvard (1), presentaban su materia con un amplio aliento, no sólo por la clara presentación de los hechos y el comentario a las obras, sino por su profunda penetración en el campo de la historia, la religión y la literatura de la época que estudiaba; no era, pues, un limitado positivista, sino que veía el arte en humanista, con atención a todo el background social y espiritual, sin el cual el arte mismo no puede ser propiamente entendido. Pues no solamente asombraba a sus discípulos por su profunda erudición y su dominio de las técnicas de la investi­gación. Los hechos, como yo decía en mi juvenil re­censión de los primeros volúmenes de su obra, eran, no obstante, para él lo primordial, pero su gran cul­tura literaria, su dominio de muy varios campos del

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saber y su simpatía y su sentido del humor en las explicaciones magistrales hicieron famosa su enseñan­za en Harvard. Puede decirse que, siendo Harvard la primera universidad americana en su tiempo, antes de la oleada de emigración a los Estados Unidos de buen número de sabios alemanes, Post fue el número uno de los profesores de historia del arte en su país. Alumnos suyos fueron la mayor parte de los que luego enseñaron esta materia en otras universidades, así como los mejores conservadores y directores de museos, entre las generaciones que pasaron por su clase.

Era ya Associate Professor cuando en 1917 los Es­tados Unidos entraron en guerra para apoyar a los aliados en la gran conflagración mundial que comenzó en 1914. Alistado en el ejército, fue Capitán de Infan­tería y, destinado a Italia, por su conocimiento del idioma, como ayudante del agregado militar america­no, hizo su servicio de guerra en los años 1917 al 18. Se incorporó en Harvard una vez licenciado y en 1920 fue nombrado ya profesor numerario o catedrá­tico, como decimos en nuestra hispánica jerga uni­versitaria. Tenía 38 años. No deja de merecer co­mentario para nosotros, tan improvisadores en la precocidad, tantas veces sin mañana, que un hombre de tan brillante curriculum que había comenzado su trabajo en la enseñanza de Harvard a los 24 años, tardase quince más en llegar a profesor numerario.

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Es que en América, como en casi todos los países con verdadera Universidad, la cátedra no se gana de una vez, en el asalto ocasional, ayudado a veces por el azar o el favor, de unas oposiciones, sino en el largo ejercicio de una probada capacidad vocacional. ¡Di­chosos los países que no conocen los escalafones en los que el encaramado o el precoz escalan —nunca mejor dicho— un puesto eminente del que nada los desalojará ya y que pone muchas veces al mediocre por encima de hombres más valiosos, pero que llegan más tarde, es decir, más maduros! Con todo ello, sólo diecisiete años fue Post numerario de su alma mater; en 1934 pasó al cargo de Roardman professor

de Historia del Arte, en el que continuó hasta su jubilación en 1950. Pero su salida de la enseñanza mereció que el claustro de Harvard acordase que fuese nombrado entonces Professor emeritus (2).

Iniciada su especialización en la escultura griega en sus años de becario en Atenas, la escultura siguió siendo tema favorito suyo en estudios y en cursos; resultado de estos trabajos fue su A History of Euro­

pean and American Sculpture publicada en Cambrid­ge, Massachusetts, en 1921, cuyos dos volúmenes cons­tituyeron un manual muy utilizado en las Universidades americanas. Años después, en 1924, y en colaboración con George Henry Chase, publicaba otro más abreviado manual con el título de A History of Sculpture.

Por entonces el hispanista había comenzado ya 6u

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especializado estudio de la pintura española, tema en el que sus exploraciones en literatura española le ha­bían hecho descubrir un vasto campo lleno de nove­dades inéditas. El estudio sobre la alegoría dantesca en la literatura de Castilla había sido continuado en un libro más comprensivo y extenso en el que demos­traba su profunda familiaridad con las letras espa­ñolas de la Edad Media. Lo tituló Mediaeval Spanish

Allegory; dedicado a su madre y fechado en diciem­bre de 1914, lo publicó la Harvard University Press en 1915, como el cuarto volumen de una serie: Har­

vard Studies in Comparative Literature en la que ha­bía aparecido también un libro de Jorge Santayana sobre Lucrecio, Dante y Goethe (Three Philosophical

Poets). La Mediaeval Spanish Allegory es un recorrido de impresionante erudición a través de la literatura y el arte de España en relación con su tema. Pero no sólo de España. Post maneja los poetas, los escritores y los textos latinos, franceses e italianos con soltura que le permite una concisión de maestro, demostrando un conocimiento de lo medieval europeo y de sus fuentes verdaderamente admirable. Y no faltan los capítulos iniciales, que también existen en su historia de la pintura, en que sabe, con anglosajona eficacia, establecer conceptos, tipos y métodos sin cuyo previo trabajo un estudio semejante podría quedar, como en tantos otros casos sucede, en erudición indigesta. He­chos, sí, pero ordenación y reflexión sobre ellos tam-

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bien, como en este a que ahora me refiero. Recuerdo, no sin emoción, que en mi visita a su casa, un año antes de su muerte, el maestro Post me regaló, dedi­cado, el último ejemplar que le quedaba de esta obra de juventud, que fue para él como un preludio de su enorme labor de historiador de nuestro arte.

Chandler Post conocía profundamente nuestro país a través de muchos viajes a lo ancho y a lo largo de la Península, región por región, pueblo por pueblo, en excursiones a veces dificultosas para ver monumentos y retablos, para tomar notas directas de las pinturas más olvidadas e inéditas. Aún quedará recuerdo de él en muchas partes de España y casi todos nuestros eruditos provincianos de su época le trataron, le acom­pañaron y tuvieron con él trato epistolar prolongado, a lo largo de los años; los estudios y artículos de los boletines y revistas provinciales españolas los recibía, a veces dedicados por sus autores, y los atesoraba en el Fogg Art Museum, el museo de bolsillo de la Uni­versidad de Harvard, museo experimental que servía a la vez de material, de clase y de biblioteca para los alumnos de aquella universidad. Para completar su estudio de visura de las obras de arte, Post iba con­centrando en su departamento del Fogg Museum un material fotográfico exhaustivo sobre la pintura es­pañola. Cuando no podía obtener una fotografía bue­na se contentaba con una prueba de aficionado, pero creo que de ninguna de las miles y miles de pinturas

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de que habló en su libro, verdadero tratado, dejó de tener a la vista alguna o varias fotografías que com­pletaban sus recuerdos personales en unos casos o que los suplían en otros. Creo que no hay archivo en el mundo, sobre arte español, comparable al que Post reunió para su trabajo. Lo mismo en cuanto la biblio­grafía; no dejaba de conocer ni de citar ni un sólo artículo, por leve que fuera, sobre su materia, y el correo le traía de España sin cesar nuevo material impreso fotográfico que aumentaba su tesoro incom­parable. Los españoles pensábamos siempre, al leerle, que sólo con tales medios, tan superiores a los que en España disponemos, podían acometerse estudios tan serios. Desde ahora puede decirse que todo estudioso de nuestra pintura debería pasarse algunos meses en Harvard, revisando el archivo y la biblioteca de libros y folletos reunida por Chandler Post para poder hablar con fundamento y autoridad. ¡Y qué cortesía y be­nevolencia ponía en estimar y agradecef el trabajo de los que le habían desbrozado el camino! En las menciones que en sus libros hacía de los libros, artícu­los o comunicaciones de otros autores y singularmente de nuestro país, su generosidad era extraordinaria. A un hombre tan metódico, despacioso y tenaz como él le admiraba nuestra posibilidad —que es entre nos­otros necesidad, si queremos hacer algo, aunque sea poco, en materia histórica o científica, privados como estamos de medios, de dinero y de bibliotecas— de

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saltar de unos temas a otros muy alejados y dispares. Y así, benévolamente, me lo expresó alguna vez en cartas que contestaban agradeciendo el envío de algún paquete de separatas de mi cosecha. ¡Cómo admiraba y agradecía yo, a distancia, antes de conocerle, esta serena generosidad, esta cortés caballerosidad para con los eruditos españoles, tan distintos en eso de la mutua estimación y en honrar la labor de los colegas!

F UE en 1930 cuando salieron los primeros tres volúmenes de su Historia de la pintura española. Los publicaba, ya se ha dicho, la Harvard Uni­

versity Press. Sólo una editorial universitaria, alimen­tada con los cuantiosos fondos de que las universi­dades americanas disponen —-disponían, porque tam­bién allí comienza a sentirse, aunque en mucho menos grado que en Europa, el shortage en materia de fon­dos dedicados a la educación—, podía acometer, en pura pérdida, una publicación erudita semejante, de­dicada a pocos. Pero es posible que, en fin de cuentas, el libro de Post no haya resultado tan mal negocio para Harvard, porque pronto comenzaron a agotarse los volúmenes. Publicados a lo largo de treinta años, los primeros tomos estaban ya out of print cuando la obra iba mediada. Y cuenta que si los volúmenes ini­ciales se vendían a un precio de 8 ó 7,50 dólares el tomo, el volumen XII con sus dos tomos salía a 15

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dólares ejemplar. Precios poco asequibles, ciertamente, para el bolsillo de un pobre profesor español. A pesar de ello traté, desde el primer volumen, de que no fal­tase en mi personal biblioteca obra tan importante que, además, completa, será en el futuro codiciadí­sima. Los volúmenes aparecieron en ritmo desigual, debido a la complicación que ofrecía para su autor, aun al cabo de tantos años de trabajo, presentar una materia de modo exhaustivo, así como por otras difi­cultades —las guerras, la española y la mundial— que obstaculizaban a veces la edición. Doy aquí, y no me parece inútil para el lector que desee informarse, nota detallada de los volúmenes, su fecha de publicación y su contenido, lo que podrá facilitar la consulta. Volumen I : 1930. Características del arte español.

Pintura prerrománíca y románica. 298 páginas (3). Volumen I I : 1930. Estilo franco-gótico en España y

estilo italo-gótico e internacional en Cataluña (4). 466 páginas.

Volumen I I I : 1930. Estilos italo-gótico e internacional en Valencia, Aragón, Mallorca, Castilla y Andalu­cía. 356 páginas.

Volumen IV. Dos tomos: 1933. El estilo hispano-fla­menco en el Noroeste de España. 692 páginas. (Con numeración seguida en los dos tomos, como siempre que el volumen comporta más de uno.)

Volumen V: 1934. El estilo hispano-flamenco en An­dalucía. 357 páginas.

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Volumen VI. Dos tomos: 1935. La escuela valenciana del fin de la Edad Media y en el primer Renaci­miento. 676 páginas.

Volumen VII. Dos tomos: 1938. La escuela catalana

del íin de la Edad Media. Volumen VIII. Dos tomos: 1941. La escuela de Ara­

gón del final de la Edad Media. 936 páginas. Volumen IX. Dos tomos: 1947. El comienzo del Re­

nacimiento en Castilla y León. 931 páginas. Volumen X: 1950. El primer Renacimiento en An­

dalucía. 482 páginas Volumen XI: 1953. La escuela valenciana en el pri­

mer Renacimiento 484 páginas. Volumen XII. Dos tomos: 1958. La escuela catalana

en el primer Renacimiento. 792 páginas. Volumen XIII. Conteniendo el estudio de la escuela

aragonesa en el primer Renacimiento, se anunciaba para su aparición después de la muerte de Post en 1961, pero a la hora de escribir estas páginas no ha llegado a mis manos.

Cierto es que esta enumeración no dice bastante de la riqueza de cada volumen, de su contenido ago­tador de la materia, de su minuciosa y nada enfadosa discusión de las obras, de su iconografía, de su data y circunstancias. Con todo, el estilo es suelto, sereno, el humor transparece y no se recarga de citas o notas, aunque menciona, resume y elogia los estudios ante­riores que han esclarecido el problema que estudia.

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El volumen primero lleva una extensa bibliografía en la que naturalmente se incluyen artículos de revista y, a veces, hasta de periódicos. Mas como la publicación de la obra duró veintiocho años, en tomos sucesivos fue incluyendo adiciones recopiladas de lo que la bi­bliografía iba añadiendo a los temas tratados en los volúmenes presentes o anteriores. En esos veintiocho años, el conocimiento de la pintura española se en­sanchó con muchas aportaciones y descubrimientos; salió del anónimo el Maestro de San Jorge, identi­ficado con Bernardo Martorell, se logró dar un nom­bre al Maestro de Guimerà —Ramón de Mur— y muchos otros esclarecimientos fueron logrados des­pués de publicados los respectivos tomos del Post,

como le solemos llamar en España. El sabio profesor de Harvard se apresuraba a recoger en un volumen ulterior estas adiciones, rectificándose a sí mismo mu­chas veces. Y tanto espacio iban cobrando estas notas adicionales a las materias ya tratadas que, en muchos casos, ocupan una parte muy importante del volumen.

La realidad es que el libro de Post, con ser de tan exhaustiva comprensión, no es ni mucho menos un centón de noticias; su fino y sabio criterio de verda­dero historiador discierne con gran penetración los focos y los círculos de creación y de influencia, in­troduce nuevas clasificaciones y aporta, sobre todo, ese elemento, sin el cual no hay verdadera historia: la crítica. La importancia que otorga a los grandes pin-

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tores hace que su estudio en las páginas de Post cons­tituya en muchos casos completas y lúcidas monogra­fías que hubieran merecido publicarse en libro aparte; ese es el caso —y sólo señalaré los más sobresalientes ejemplos— con Bermejo, con Alejo Fernández, con los Hernandos. Sobresale sobre todo su estudio de Pedro Berruguete al que, por primera vez, concede el rango indiscutible que su obra tiene en el quatrocento, rango que habían comenzado ya a otorgarle especialis­tas belgas como Hulin de Loo o italianos como Brigan-ti, y que en regresión lamentable, trata hoy de rebajar algún autor escasamente especializado en lo nuestro, como Lavalleye. Es verdad que ya Briganti, criticando el libro de Lavalleye sobre Justo de Gante le acusa de "prolija superficialidad" y rechaza las conclusiones en que trata de quitar obras a Pedro Berruguete para dárselas al enigmático Justo. El sereno, impecable y sutil análisis de Post en el tomo primero de su IX volumen, dedicado a Berruguete y publicado en 1947, posteriormente a la aparición del libro de Lavalleye que salió en 1936, pone en su lugar las cosas y desta­ca el estilo personal del pintor de Paredes de Nava, demostrando que es muy difícil atribuir a Justo obras de tan estrecho parentesco, incluso en detalles incon­fundibles del estilo de Pedro, con las obras realizadas por Berruguete en nuestro país a su regreso de Italia. Lo triste es que años después, con la colaboración de España, que no suele tomar garantías suficientes en su

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participación en exposiciones extranjeras, Lavalleye trató de vengarse de la derrota que Briganti y Post le habían infligido, organizando en Bruselas una ex­hibición en cuyo catálogo parecían rectificarse, un tanto a la ligera y, en mi opinión, con total error, las acertadas conclusiones ya logradas. Me he detenido en este ejemplo porque no podemos dejar que el es­tudio de Post sobre Berruguete, verdaderamente ma­gistral, sea derrocado por los que no sepan más que Post, lo que es verdaderamente harto difícil.

El lapso de cinco años entre el volumen XI y el volumen XII se explica sin duda por la crisis de sa­lud del gran maestro, que tuvo que sufrir varias inter­venciones quirúrgicas por una dolencia intestinal, po­siblemente semejante a la que causó la muerte a Foster Dulles, y que sin duda fue la causa de la muerte de Chandler R. Post en Cambridge, Mass, donde residía, el 2 de noviembre de 1959.

POCO después de terminada la guerra, la casa edi­torial Aguilar, S. A., de Madrid, considero, acer­tadamente, la conveniencia de traducir al caste­

llano la obra de Post y creyó que yo debía ocuparme de esta empresa, si no traduciendo todos los tomos, dirigiendo al menos el trabajo. No podía darme ma­yor satisfacción. Siempre habrá que considerar la His­

tory de Post como un instrumento de trabajo para

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todo el que se dedique a estudios de arte español y, desde luego, es libro que debía estar en toda biblioteca española. Escribí al maestro Post comunicándole estas intenciones y rogándole diese permiso para que la editorial hiciera las gestiones legales pertinentes con la Harvard University Press. Me contestó con una larga carta, llena de consideración para mí y de gra­titud por la idea, pero se negaba a autorizar la em­presa. Los motivos que alegaba y que creo sinceros estaban basados, decía, en la insatisfacción de su pro­pia obra. El creía que la obra no podía publicarse sin una reelaboración en que se incorporasen las adiciones contenidas en los tomos posteriores a la publicación del volumen dedicado a un tema concreto, así como las rectificaciones que se le hacían, en su criterio, ne­cesarias. "Soy ya muy viejo, venía a decirme, y no tengo ya tiempo para hacer esa labor, y creo apro­vechar mejor los años que me queden de vida para añadir nuevos volúmenes a mi obra, que no podré terminar." Porque si la vida le hubiera dado lugar a ello, él hubiera continuado su historia hasta donde hubiera podido; y pienso que, con ser ya tan gran monumento a nuestro arte, qué colosal servicio hu­biera hecho a nuestra cultura si hubiera podido abor­dar las épocas más densas y gloriosas de nuestra pin­tura. Yo no me di por satisfecho y le hice al maestro las reflexiones oportunas sobre los argumentos contra­rios a su opinión, que eran, en la mía, de gran fuerza.

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Venían a reducirse a estos: el libro de Post se había, en su mayor parte, publicado a través de unos años en que la situación de España había sido anormal —República, guerra civil, guerra mundial—. Nuestro país había estado incomunicado prácticamente con el exterior durante años y las circunstancias no habían permitido una mayor difusión de su obra en España. La tirada había sido corta, muchos tomos se habían agotado pronto y las mismas bibliotecas españolas que habían tratado de adquirir la History —la Biblioteca Nacional, por ejemplo— la tenían incompleta. No ha­blemos de particulares, porque son muy pocos los que poseen íntegra la obra. Yo estoy en ese afortunado número porque los tomos que se publicaron en el período más álgido de la guerra mundial me habían sido proporcionados por amigos bondadosos que lo­graban tener posibilidades de viajes a América o re­lación con gentes que fueron allá, en momentos en que esto era casi imposible para un español. Pero la ausencia del libro, decía yo a Post, en nuestras uni­versidades y bibliotecas, era un fallo que había que llenar y la traducción podía hacerlo. Lo mejor es siempre enemigo de lo bueno y, aun reconociendo que hubiera sido preferible que Post hubiera reelaborado la obra, bueno era tenerla asequible a la consulta, aun en su estado actual. Sus escrúpulos de sabio exigente no se lo consintieron y la posibilidad de tener el Post

traducido se desvaneció. Aun hubo, años después, otra

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sugestión para poner en castellano la obra del profe­sor de Harvard. La Fundación Rodríguez Acosta, de Granada, una de las pocas instituciones de mecenazgo en materias de arte que existen en España, me pro­puso de nuevo la tarea de dirigir la traducción al castellano de la obra de Post; no fue posible. Pero sigo creyendo que la publicación en nuestra lengua de la History of Spanish painting es una necesidad para los estudios de arte español. Por lo pronto, ago­tada en parte, como he dicho, los precios de la obra completa en el mercado de anticuarios de libros suben a cantidades muy respetables; no creo pueda conse­guirse un ejemplar completo por menos de 20 ó 25.000 pesetas, lo que hará inasequible para la pe­nuria de las bibliotecas españolas conseguir un libro de primera necesidad para la cultura hispánica. De magnas opus la calificaba la necrología de Post que se leyó en el claustro de Harvard; a la vez un libro de crítica y un catalogue raisonné de cada pintura es­pañola conocida —se decía allí— "ningún hombre en el lapso individual de una vida podía esperar verla terminada". Es, continuaba ese texto, "un verdadero monumento y la mayor contribución personal hecha a la erudición artística por un miembro de la Univer­sidad de Harvard", elogio excepcional que hay que suscribir enteramente. La obra le ganó a Post un res­peto universal. Ya en 1939 el maestro fue nombrado miembro del Consejo de la revista Art Bulletin. Era

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miembro de la American Academy of Arts and Sci­ences, de la American Philosophical Society, del College Art Association, de la Hispanic Society of América... Y en España fue nombrado también miembro de un gran número de corporaciones históricas, la Real Aca­demia de la Historia, en primer término, como tam­bién de la Real Academia de Bellas Artes de San Jorge, de Barcelona, de la de Buenas Letras, de la misma ciudad, del Institut d'estudis catalans, de la Real de Santa Isabel de Hungría, de Sevilla, de las de San Carlos, de Valencia y San Luis, de Zaragoza, así como del Instituto de estudios oscenses. Había recibido la Sorolla Medal de la Hispanic Society en 1949. Por sus servicios en Italia fue condecorado con las cruces de caballero de la corona de Italia y con la San Mauricio y San Lázaro.

Post había venido muchas veces a España, como he dicho, pero yo no había tenido ocasión de encontrar­me con él. Estaba en Barcelona en julio de 1936 acom­pañado de su colega el hispanista Walter Cook, cuan­do estalló la guerra civil. Albergado en el hotel Colón, pudo ser testigo de aquel primer y sangriento episo­dio del ataque y la defensa del propio hotel en que se alojaba. Post, que había estado en la primera gue­rra mundial, quedó horrorizado de aquel espectáculo con que se inauguraba la cruel lucha que nuestra patria había de padecer casi durante tres años. La se­gunda guerra mundial surgió después, y cuando termi-

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nó, Post tenía ya demasiados años para poder empren­der largos viajes. Así, pues, este gran historiador que durante los últimos veinticinco años dio a luz tantos miles de páginas sobre nuestro arte no pisó nuestro país más en esos cinco lustros. Se encerró en Harvard para poner en orden sus materiales y poder ir dando a luz nuevos volúmenes de su obra colosal. Hasta 1950 continuó sus clases, y, jubilado ya, se dedicó íntegra­mente a su trabajo. Hombre profundamente religioso, pertenecía a la Iglesia Anglicana. Su labor de pro­fesor es recordada en Harvard por la liberalidad, ge­nerosidad y sentido del humor en su enseñanza, por su familiar y constante comunicación con sus alum­nos y por su preocupación por la carrera de los que habían estudiado con él. Bajó su apariencia reservada era un hombre entusiasta, alegre, lleno de humanidad, simpatía y modestia, siempre deseoso de confrontar sus ideas con las de los demás.

Por mi parte, siempre he considerado que aunque conozcamos admirablemente la obra de un sabio, e incluso manteniendo relación epistolar con él, esa re­lación distante no es bastante para juzgarle plenamente si no le hemos conocido personalmente. La oportu­nidad de conocer a Post se me presentó inesperada­mente al ser invitado por el Departamento de Estado americano a un viaje de varios meses por los Estados Unidos para visitar museos de aquel país, conocer escuelas de arte y universidades y establecer relación

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con los colegas del otro lado del Atlántico. Una en­fermedad me había impedido hacer uso de la invita­ción en 1956, pero en 1958 me fue renovada y al fin a primeros de octubre de aquel año salí para Nueva York y Washington, donde puntualicé mi itinerario y plan de viaje, ayudado por el Educational Exchange Service. Fue una experiencia inolvidable de la que traje notas detalladas, tomadas a lo largo de mis ex­cursiones y sobre las cuales, si tuviera tiempo, querría escribir alguna vez.

Era el 15 de octubre cuando llegaba a Boston por la noche y ya tenía decidido, como primera visita, ir a la Universidad de Harvard. El 16 a primera hora de la mañana estaba ya en Cambridge, el pue-blecito que albergó la famosa Universidad, pueblecito que es hoy una ciudad sin apenas solución de conti­nuidad con Boston. Me recibió el marshall de la Universidad, Mr. Hampden Robb, un distinguido ar­quitecto que ha dejado su profesión, absorbido por los deberes de su cargo y en el que hace cortés y cordialmente los honores a los visitantes. A los pocos momentos de conversar con él le manifestaba yo mi gran deseo de tener la oportunidad de visitar a Mr. Post y le pedía indicaciones para ello, si era que el sabio maestro no estaba ausente. Apenas lo había dicho cuando ya las secretarias de Mr. Robb se ponían en comunicación con su casa. Dicho y hecho; era Mr. Chandler Post quien, enterado de mi llegada al

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despacho del marshall, venía personalmente a verme. La cordialidad y la sencillez americana, ya experimen­tadas por mí en los pocos días que llevaba en Norte­américa, me daban una lección más. Yo pensaba en otros engolados colegas europeos, llenos de altivez y de soberbia, aunque no llegasen a Mr. Post a la suela del zapato, y comparaba... En efecto, a los pocos mo­mentos de la llamada Mr. Post, sin sombrero, con su alta estatura y su faz sonriente, me estrechaba la mano y me hacía pasar a un despachito donde podíamos departir tranquilos. La Marshalía era una deliciosa casita colonial de madera dando a Massachusetts Ave­nue, junto a la Wadsworth House, un palacete colonial (Vassar House) donde Washington tuvo sus headquar­

ters en 1775 y 1776, como nos dice una placa colo­cada junto a la puerta de entrada. Desde el primer momento la simpatía de Post me conquistó; le hablé de España, y me dijo cuánto sentía no poder volver a mi país. Estaba viejo, y aunque su aspecto era exce­lente, me habló de su mala salud y de las tres opera­ciones que había soportado. Tenía un aire jovial y sus ojos chipeaban de simpatía y humanidad bajo la ancha y alta frente en la que las arrugas hondas mostraban la huella de la concentración y del estudio. Hacía un día claro y fresco, con sol que inundaba el sobrio y puritano saloncito de nuestra entrevista. Yo no quise perder la ocasión y le rogué me permitiese hacerle unas fotografías con mi Contaflex de turista

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decidido a traerme la mayor cantidad de imágenes posibles de los Estados Unidos. Accedió complacido y aquí publico una de las fotografías que tomé, que fueron acaso los últimos retratos de Mr. Chandler Post. Yo tenía un programa cargado aquella mañana y él se iba a su despacho del Fogg Museum, donde iba elaborando, en largas sesiones diarias, los tomos de su History. Suspendimos la entrevista y me dijo fuera a verle a su casa a las ocho de la noche.

Visitando el Fogg Museum pude darme cuenta de la huella de Post allí, en algunas obras españolas ad­quiridas por su consejo: una estatua románica de Tahull, una tabla del maestro de los Reyes Católicos, un San Cristóbal del maestro de San Ildefonso, más otras pinturas de Martín de Soria o de Juan de Burgos, junto a los famosos capiteles románicos de Alabanza. Tuve, sobre todo, la impresión de un museo que no es un panteón, sino un taller universitario en el que se dan clases y seminarios, donde hay archivos riquí­simos de fotografías, laboratorios y sencillos despa­chos de trabajo. Yo había visto universidades euro­peas, tan distintas de las anglosajonas; había visto Oxford y Cambrindge, donde la vida moderna se con­serva en sus estuches medievales, pero es preciso ir a Harvard para comprender lo que es un campus en el literal sentido de la palabra, es decir, eso que hemos querido copiar aquí, imitando la cascara y no el con­tenido. El campus de Harvard, en el viejo recinto de

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Mr. Chandler Post en el momento de recibir la investidura de Doctor honoris causa por la Universidad de Michigan

a los setenta y un años (1952). (Por cortesía de Mr. H. Wethey.)

El último retrato de Mr. Chandler B. Post (1958).

(Fotografía del autor.)

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la universidad, porque ésta ha crecido también, acaso demasiado, es ese complejo unitario y trabado, donde no hay separación entre clases, lectura, laboratorio, dormitorios, oración y deporte. Nosotros llamamos ciudad universitaria a un enfático conjunto de edifi­cios aparatosos, distantes, donde se dan clases y de los que alumnos y profesores huyen en cuanto han cumplido sus mínimas obligaciones para sumergirse de nuevo en la ciudad. No hay ni recinto, ni propia­mente campus, ni vida colectiva, ni trato y cordia­lidad entre profesores y alumnos, ni casi entre los alumnos mismos. Con ello, el sentido colectivo que el campus y sus actividades pueden dar como la mejor educación formativa, quedan reducidos a nada y los edificios, abandonados y desiertos en la mayor parte de las horas del día. Nuestra vida española es harto individualista y anárquica, pero era precisamente la Universidad en la época decisiva de la educación, la que podía hacer más por combatir esos defectos. No lo hace. Es verdad que para que lo hiciera habría que revolucionar los fundamentos económicos de la ense­ñanza; entonces no harían falta esas rotulaciones ad­ministrativas de la plena dedicación, concepto del que se sonreirían los universitarios de Harvard si lo oye­sen. En Harvard, el Yard es, diríamos, traduciendo aproximadamente, el ejido de la Universidad donde bajo los copudos y hermosos árboles se puede pasear, meditar, dormir la siesta, leer o jugar a la pelota. En

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aquel Yard las figuras de los profesores famosos 6on familiares; por allí pasan camino de su clase, de la biblioteca o del museo, allí charlan en conversaciones de relaxing, esmaltadas por risas sonoras que no per­turban la activa paz del campus. Allí se explayó el humor de Post en sus conversaciones con colegas o alumnos; "his quips and crotchets were a part of Cambridge legend", dijeron los que escribieron la necrología académica del autor de A History of Spa­

nish Painting (5).

Jubilado ya, aunque viviendo próximo a la Uni­versidad, Post seguía haciendo la vida que había he­cho de profesor y atravesando el campus, saludando a sus colegas, algunos antiguos discípulos suyos, camino de su Fogg Museum donde trabajaba hasta muy en­trada la tarde, bajo su lámpara, viendo bajo sus ven­tanas la fluencia ininterrumpida de la vida universita­ria que seguía siendo la suya, muchos años después de su retiro de la enseñanza, hasta su muerte. No, no olvidaré fácilmente mi impresión de Harvard, el césped del Yard, la hiedra roja, la biblioteca en que los es­tudiantes tienen libre acceso a los libros y en que leen cómodos, en mangas de camisa, tendidos en un diván o tomando notas en su pupitre, de alguno de los 6.000.000 de volúmenes que atesora en total. Porque los 3.000 profesores y los 10.000 estudiantes —obser­vad la proporción, casi un profesor por cada tres alum­nos, lo que es el quid de la enseñanza, más que el

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talento mayor o menor de los catedráticos— tienen a su disposición, a más del ingente material científico allí acumulado, ese tesoro bibliográfico, al día, de donde no puede salir, cualquiera que sea el nivel medio, una cultura provinciana. Y luego, la comprensión, y la to­lerancia, y las buenas maneras... las tres cosas que más falta nos hacen a los españoles. Porque en la capilla de Harvard, como en la mayor parte de las universidades americanas, todos, a sus horas, pueden rezar a Dios en su credo y en su rito... Yo quisiera que estos superhombres que crecen como hongos en Europa y que tanto y con tanta superioridad se son­ríen de la cultura norteamericana, pudieran asomarse a estas perspectivas y reflexionar sobre ellas sin com­plejos, para hablar serenamente de muchas cosas a las que aluden con harta ligereza. No pretendo des­cubrir nada, ni me sería lícito, porque mi visita a Harvard fue, desgraciadamente, breve, pero cuando después de ella la recuerdo o leo con atención el libro de la Universidad, el que se distribuye a cualquier so­licitante y que es un catecismo de honorabilidad y sociabilidad, un esquema de los principios éticos y vitales del universitario, válido en todas partes, sigo pensando que tendríamos mucho que aprender de allí, aunque otra cosa piensen muchos engreídos provin­cianos de nuestro país, que no han dejado todavía el cascarón, ni tienen otros títulos que los apuntes empo­llados para sus oposiciones.

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No creo que hayan sido demasiado inoportunas es­

tas digresiones, porque creo que mi visita a Post

no hubiera sido igualmente digna de recordación si

le hubiera visto en el hall de un hotel, en vez de verle

en su ambiente propio. Fuera del campus se extiende

la ciudad, más allá de la cual entramos en calles tran­

quilas, llenas de árboles y de casitas de madera con su

pequeño jardín; una calle se llama Appian Way, eco

de las letras clásicas que allí dominaron desde la fun­

dación de la Universidad ; deliciosos parajes para vivir

en reposo que el universitario necesita: allí cerca

de Story Street, de la Vía Apia, en Hilliard Street,

vivía Post. La casita conserva íntegro el ambiente

inglés que en la época colonial arraigó en Boston. Su

escalera pequeña, de madera, como toda la casa, la

distribución grata e íntima, ambiente de serena con­

centración propicia a un profesor, techos bajos y luces

discretas; butacas cómodas y todo antiguo ya, diría

casi ajado, pero familiar y confortable. Post, soltero,

con hermanos en el estado natal de Michigan, vivía

solo como un joven graduado, con una criada. En los

muros, unas cuantas pinturas, indicación de gusto y

no de coleccionismo: un cuadro de Salvator Rosa, un

van Goyen, un grabado de Pissarro, una litografía de

Diego Rivera, el mejicano... Catholic taste, como diría

un inglés. Fotografías de discípulos también. Nos re­

cibió con su hospitalaria sonrisa y charlamos. Me

habló de sus vocaciones, primero clásicas, con pasión

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por griegos y latinos, sobre todo por la tragedia he­lena. Pero pronto, me dice, sintió vocación por la Edad Media; de allí pasó a la pintura española. Cua­renta años trabajando sobre ella. Pero también recor­daba con gusto su clase y sus alumnos, de entre los que salieron Wethey, Brown, Catton Rich, Soria —ma­logrado recientemente al morir en trágico accidente al tomar tierra en Bruselas su avión, cuando venía hacia España, invitado al centenario de Velázquez...-— Post era un scholar y no sólo un teacher, distinción nada grave, porque, desde luego, lo normal es que para ser lo primero haya que ser lo segundo. Recor­daba su último viaje a España, donde había estado treinta y tres veces, y cuyos rincones visitó subiendo a veces a lomos de mulo a los Pirineos para ver un frontal o una talla románica. Hablamos de su Histo­

ria; calculaba entonces que le quedaba un año aún para terminar el volumen sobre arte aragonés del Re­nacimiento, que no llegó a ver publicado, aunque es­taba en prensa al morir Post. Le pedí una fotografía y me dijo con benévola sonrisa de anciano que siente fluir sus horas contadas que no tenía retratos suyos, que no se quería ver y que deseaba olvidarse de todo. Tenía un dolor que conllevar; nadie le continuaba en Harvard. Sus mejores discípulos están en universida­des o en museos de otros estados, mientras Harvard ha sido invadido por profesores de arte alemanes, emigrados y fugitivos del nazismo, que han impuesto

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allí otras especialidades: arte de oriente, arte alemán, arquitectura moderna, etc., etc. Pensaba con melan­colía que todo el tesoro de material fotográfico de obras de arte españolas iba a quedar muerto, sin uti­lizar, sin estimar. Y creo que fue un error en Harvard no llamar a continuar su cátedra y su historia a Ha­rold Wethey, de quien me confesó Post que fue el más brillante discípulo que había tenido y a quien estimaba profundamente. En sus manos el archivo y la cátedra de Post hubieran sido fecundos y el arte español hubiera tenido un puntal firme que continuase la tradición de la cátedra del maestro. Post mismo ya, trece meses antes de su muerte, en su conversación conmigo se sentía aislado en medio de sus nuevos colegas; bajo el cordial humor de sus palabras se percibía la tristeza de que todo lo que había reunido a lo largo de su vida sobre pintura española sy amor­tizase en sus ficheros, considerado como extraña ra­reza que a nadie iba a interesar.

Hablamos de amigos y estudiosos. Hombre puro, lamentaba que algunos de los que más vocación e in­teligencia mostraban entre las generaciones jóvenes, derivasen, tentados por el dinero fácil, a convertir su erudición en comercialismo, tentación peligrosa a la que ya pocos escapan.

Discípulo como he sido, y a honor lo tengo, del in-tegérrímo dos Elias Tormo, quien me predicó con su ejemplo el inexcusable apartamiento de toda contami-

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nación del comercialismo, obligado en la ética del profesor universitario de arte, me complacía oir de labios de un maestro tan valioso las mismas ideas que yo le había escuchado siempre a don Elias. Otros tiem­pos, otros estilos... y la comprobación de que muchas veces, el tiempo pasado fue mejor. Le hablé de su Mediaeval Spanish Allegory, de la que no poseía ejem­plar, pero que había ojeado en casa de un colega es­pañol, filólogo. Se levantó en silencio y volvió con un ejemplar que me dedicó y que conservo con vene­ración. "Es el último que me queda, pero ya, ¿para qué lo quiero? Prefiero que se lo lleve usted." Se lo agradecí, conmovido, porque era como un adiós del hombre viejo a lo que le ilusionó en su juventud. Me me preguntó por mi itinerario y le expuse los prin­cipales museos que había visto y los que me proponía visitar. Salió también la conversación de las fabulosas cotizaciones de las obras de arte, pujadas por una competencia y una propaganda favorecidas por los marchantes. Se interesó por mi próximo viaje a Ca­lifornia y me preguntó si conocía la Marquesa de

Santa Cruz, atribuida a Goya, que el Museo de Los Angeles había comprado por una cantidad muy im­portante. Le dije que ya la había visto y que en mi opinión se trataba de una copia de Goya, buena de técnica, pero poco afortunada como versión del maes­tro. Me dijo que esa era su idea y que la compra había sido muy ligera y poco meditada, lo que dio

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motivo a que insistiera en los puntos de vista sobre la inflación de las obras de arte y sus peligrosas con-sencuencias para el porvenir y para la cultura. Se había hecho tarde; me despedí del gran historiador con una viva simpatía, agradeciéndole su cordialidad. Tuve la seguridad de que no volvería a verle y sentí la nostalgia de no haberle conocido antes y la im­posible ilusión retrospectiva de haberle tratado más y acaso haberle escuchado o trabajado con él. Salí a la silenciosa calle en que los árboles se despedían de 6US hojas con el viento otoñal, bajo la luna. Unos niños jugaban en un jardín, junto al recinto de la Universidad... Desde entonces Post para mí fue ya no sólo el autor de los libros que yo estudiaba y ad­miraba, sino un maestro vivo, un hombre ejemplar, un humanista en la culminación de su vida, cuando ya el trabajo, más que una ilusión, es un hábito que se continúa con estoica seguridad de que la gran cita, la cita a la que ella no falta, como decía Machado, está próxima. Le quedaba poco más de un año de existencia.

Cuando volví a Madrid hablé de Post con algunas autoridades españolas y les expresé la gran impresión que el gran sabio me había hecho y mi convicción de que antes de morir, España debía manifestar de al­guna manera su gratitud a la ingente obra que Post había realizado en honor del arte español. Sugería yo como el mejor homenaje a Post la creación de una

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beca que llevase su nombre para jóvenes estudiantes de arte, españoles o especialistas del hispanismo nor­teamericano. No se hizo entonces, aunque nunca sería tarde. Se me prometió concederle una condecoración española y debió de iniciarse el expediente, pero la administración es lenta y cuando se le otorgó por el Ministerio de Asuntos Exteriores la encomienda de Isabel la Católica, el gran maestro había muerto ya. El 13 de noviembre, mi amigo Mr. Jacob Canter, cçn quien yo había hablado de estas cosas, me escribía una carta incluyéndome el recorte del New York

Herald Tribune con el telegrama en que daba cuenta del fallecimiento de Post. Prometí escribir una no­ticia necrológica y pedí a mi amigo Wethey datos de su curriculum; me los envió juntamente con la fotografía que aquí se publica del momento en que recibía la investidura de Doctor honoris causa por la Universidad de Michigan, su estado natal, en 1952. Si este artículo en que resumo su obra y mis persona­les recuerdos aparece con retraso sobre la fecha inme­diata que me había propuesto, sí diré, en cambio, que al conocer la noticia de su muerte tomé la palabra en la Academia de Bellas Artes de San Fernando para dedicar el debido recuerdo a su labor y a su memoria, lo que hizo también Sánchez Cantón, y la Academia acordó se hiciera constar en acta su sentimiento por la muerte de tan grande estudioso. A aquellas pala­bras uno hoy estas notas que son, como he dicho,

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cumplimiento de una promesa. Nunca es tarde para

rendir un homenaje, desde España, a Chandler Rathfon

Post, cuyo nombre dejará huella imborrable y honda

en los estudios de cultura española. Que su vida lim­

pia, serena y laboriosa haya merecido gozar de la

paz y de la luz divina.

(1) Debo la comunicación de este importante y casi único texto, aunque breve, para la biografía de Post, a la bondad de la Universidad de Harvard, que tuvo la bondad de enviar una copia destinada a es­cribir esta noticia; me fue facilitada por mi buen amigo Mr. Jacob Canter. Otros datos sobre el curriculum de Post debo agradecer al profesor Harold Wethey, de Ann Arbor, Mich., acaso el más brillante discípulo de Post en materia de arte español, bien conocido por sus excelentes libros y hoy miembro correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

(2) No quedaría completa la biografía de Post s¡ no se dijera aquí que fue un gran amateur de cine, tan destacado como tal, que hubo un momento en su carrera en que le fue ofrecido un puesto de asesor en una firma importante de Hollywood que le hubiera podido hacer rico. Como hubiera podido serlo si hubiera querido ser fabricante de certificados de pinturas al por mayor, como lo fueron tantos historia­dores del arte convertidos en asesores de casas comerciales; por ese medio, Berenson, especialista attitré de Duvecn, llegó a millonario.

(3) Pongo entre corchetes el tema concreto de cada volumen en los que no señalaban su contenido, lo que no ocurrió sino en los tres pri­meros; a partir del IV la portada indicaba en un subtítulo el tema concreto, cronológico y estilístico, y la extensión regional que en sus páginas se trataba.

(4) El concepto de estilo internacional, adoptado generalmente para la primera mitad del XV en la pintura europea, había sido aplicado a la española por Augusto L. Mayer, pero los de franco-gótico e italo-gótico fueron conceptos aplicados por 'primera vez a lo español por Chandler Post con evidente precisión y acierto.

(5) Los profesores que firmaron la necrología que aquí cito repetidas veces fueron los señores John H. Finley, Sydney J. Frceberg, Leonard Opdycke y Benjamín Rowland, junior, como Chairman este último.

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La ciitica en una sociedad libre Por John Kenneth Qalbtaith

UNOS días después de la reanudación de las

pruebas nucleares por la Unión Soviética,

tras la larga suspensión, cuando parecía que

la cordura y el buen sentido habían detenido la terri­

ble contienda que significaban las pruebas, tuve una

conversación con un antigua amigo, en Washington.

Hubo de preguntarme qué hubiese ocurrido si hubie­

ran sidos los Estados Unidos los primeros en dar este

paso torvo y amenazador, y dio respuesta él mismo

a su pregunta: una gran multitud de críticos en todas

partes hubiesen condenado el hecho.

—¿Por qué —me preguntó— el Gobierno de los Estados Unidos es más criticado que los gobiernos de otros países?

Hay una pregunta relacionada con ésta que se me hace con frecuencia en la India, y es ésta: "¿Por qué sus periódicos y sus dirigentes políticos se mues­tran tan severos con la India?", pregunta que implica

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que hay objetos más inicuos y más merecedores de ser atacados que esta tierra dulce y amigable. "¿Por qué escudriñan ustedes tan asiduamente nuestros de­fectos? ¿Por qué la tienen tomada con Nehru?"

Cualquier respuesta satisfactoria que demos a estas preguntas ha de referirse al papel extraño y a veces paradójico que representa la crítica en una sociedad libre, en una sociedad que no solamente hace posible la existencia de opiniones muy diversas, sino que la fomenta y estimula, y en la que se supone que cual­quier idea presentada con argumentación plausible puede tener una cierta influencia, por pequeña que sea, sobre la marcha de los acontecimientos.

Séame permitido decir para empezar que no soy muy dado a glosar sobre lo inexplicable, ni a tratar de darle explicación. Ciertos aspectos de algunos re­cientes comentarios críticos se me antoja que no re­sultan animadores y que no son defensibles. Advierto una cierta tendencia a opinar que cuando es preciso reconvenir a una de las dos grandes potencias, es me­nester decir algo duro de la otra también. Creo que estarán conformes ustedes conmigo si digo que la mo­ralidad no reside siempre en tomar por el camino de en medio. En el caso de la reanudación de las pruebas nucleares, los Estados Unidos venían ejerciendo pre­sión muy activa para llegar a un acuerdo cuando co­menzaron nuevamente las pruebas. Los esfuerzos di­ligentes para acabar con las pruebas y la medida uni-

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lateral de reanudarlas no merecen ser criticados de manera pareja.

Existe otra tendencia de la crítica que no creo que nadie condenaría. Hay países que se han esforzado para acostumbrarse a responder con mesura cuando son atacados. No reaccionan violentamente y, desde luego, no responden con amenazas o sanciones. Sería deplo­rable que algunos de nosotros, deseosos de manera natural e inevitable de corregir los modales, la con­ducta y la política de los demás, eligiéramos de ma­nera persistente los blancos menos peligrosos y más amigables. Quizá esto no ocurra con frecuencia, pero creo que debemos estar en guardia contra la tenta­ción de conducirnos así. Me referiré ahora a un papel más agradable y eficaz de la crítica, que no es menos importante que entendamos.

La naturaleza insólita y paradójica de la crítica en una sociedad libre puede ser ilustrada inicialmente examinando los recientes comentarios norteamericanos acerca de la enseñanza pública. Tenemos en los Esta­dos Unidos, el sistema de enseñanza primaria universal más antiguo del mundo. Tenemos, también, el sis­tema de educación secundaria más diverso del mundo y el más imaginativo y, en muchos sentidos, el más desarrollado de todos. Las universidades norteameri­canas fueron las primeras del mundo que hicieron de la educación superior un derecho democrático. Hasta que introdujeron esta innovación, la educación uni-

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versitaria fue siempre el privilegio de una pequeñísima minoría, aristocrática o económica. No obstante, ni siquiera el más aplicado estudiante de lo escrito re­cientemente acerca de la enseñanza en Estados Unidos se hubiese podido dar cuenta de estas cosas buenas. Tengo que decirles a ustedes que no se hubiera dado cuenta de ellas ni siquiera leyendo mis escritos, nada cortos, sobre el tema, y al redactar la breve apología precedente me sentí desviado extrañamente de mi ac­titud corriente. La razón de esto es que a lo largo de estos últimos años hemos estado tratando de mejorar nuestro sistema de enseñanza. Y lo primero que había que hacer para lograr una mejora era denunciar con rigor todo lo que era mejorable. Y ni siquiera se juzgaba aconsejable admitir que tuviéramos algo bueno.

En asuntos de semejante índole, la crítica es la fuerza impulsora de los cambios. El que ni tiene hijos ni probabilidades de procrearlos, pero siente algo más que una ligera preocupación acerca de sus impuestos, sostiene que las escuelas son excelentes. Esa es su defensa del statu quo. El ciudadano preocupado re­chaza ser identificado con tales elogios, que para él son el lenguaje de la satisfacción comodona e incluso de la reacción. El tiene que decir que las escuelas están indeseablemente abarrotadas si ha de presentar un caso aceptable en favor de la construcción de más escuelas. Tiene que asegurar que los maestros disfru-

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tan de sueldos viles si desea convencer a alguien de que los maestros debieran estar mejor pagados. Debe presentar a los educandos como una grave amenaza contra le ley y el orden, si quiere proponer que los campos de juego debieran ser aumentados de tamaño. En estos últimos años, el reformador de la educación norteamericana ha encontrado que su más valioso alia­do es la Unión Soviética, pues la quintaesencia de todas las críticas recientes contra nuestra enseñanza es que se dice que los soviets lo están haciendo mucho mejor. Quien desea reformar la enseñanza en Estados Unidos acepta esto lleno de esperanza. Lo paradójico, y lo que pocas veces nos detenemos a considerar, es que los mejores amigos de nuestras escuelas y univer­sidades son los que generalmente hablan peor de ellas, sea absolutamente o comparándolas con otras, por la manera en que funcionan.

En otros terrenos de la vida social norteamericana, los cambios aguardan el ataque de la crítica. Aumen­tamos el jornal mínimo de los obreros solamente des­pués de advertir que los ingresos de los afectados son en extremo inadecuados. Mejoramos la situación de los ancianos tan sólo después de comentar la po­breza a que los condenan sus actuales pensiones. Úni­camente nos cabe esperar la renovación y reconstruc­ción de nuestras ciudades tras dar amplia publicidad a la naturaleza deplorable de nuestros barrios pobres. Logramos apoyo para nuestras actividades artísticas

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y culturales señalando nuestra inclinación hacia un

materialismo de estrecha mentalidad. Uno de los es­

tados de la Unión que ha recibido más ruidosa aten­

ción durante un año o algo más ha sido Virginia

Occidental. Esta región montañosa no es lo que mejor

podríamos exhibir con orgullo, sino que cuenta entre

nuestras comunidades más pobres. Y esa es la razón

de su renombre. Llamando la atención acerca de la

ingrata situación de los mineros de esa desgraciada

parte del país, hemos logrado que se apliquen medidas

como el aumento del suministro de comida gratis y

la rehabilitación de la vida económica de las regio­

nes empobrecidas, que esperamos que constituyan un

remedio parcial.

No es esencial que las críticas conducentes al cam­

bio estén justificadas. Grnn parte de ellas tiene un

valor ritual. Nuestros sindicatos logran aumento en

los jornales solamente después de mostrarse al parecer

conformes con la clásica profecía de Marx, según la

cual, los trabajadores en un régimen capitalista 6e

mueven inevitablemente hacia la depauperación. La

verdad es que las cosas no marchan tan mal. Hay

un proverbio chino que dice que incluso la mimo­

sa de espinos es defensa adecuada contra un hom­

bre desnudo que está armado sencillamente con

una causa justa. Nuestras fuerzas armadas logran di­

nero del Congreso solamente después de haber de­

clamado tanto contra su deplorable desnudez, con-

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tra la aviesa naturaleza espinosa de la mimosa an­tagónica. Si ha de aprobarse en Estados Unidos una legislación favorable a los agricultores, hemos de pre­sentar al labrador norteamericano como el más opri­mido de todos los que viven de la tierra. Es cierto que ha sufrido ciertas vicisitudes, pero también es cierto que sigue siendo, por un amplio margen, el labrador más opulento del Globo.

Porque la crítica es la fuerza que pone en marcha los cambios, su empleo se ha convertido en un asunto de controversia política. En los Estados Unidos, igual que en otras partes, la división política depende de las distintas actitudes con relación a los cambios. Te­nemos por un lado a quienes por temperamento, iner­cia, intereses creados o nostalgia, están dispuestos a proteger lo presente o a retornar a lo pasado. Y te­nemos enfrente a quienes, por piedad, disposición o descontento buscan la mudanza, seguros de que será para bien. Para el primer grupo, la crítica social es odiosa, salvo quizá cuando lleva a restaurar el pa­sado. Para quienes desean cambios, la crítica es un instrumento esencial de la actuación política. Para el primer grupo, la crítica es gratuita, necia y hasta injuriosa. Para el segundo, es buen camino de alcan­zar la verdad. No son éstas diferencias baladíes. La última campaña presidencial de los Estados Unidos fue en buena medida un debate sobre la cuestión de la crítica social. ¿Debemos poner en evidencia nuestras

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faltas y deficiencias en la esperanza de que esto re­

sulte en mejoras? ¿Debemos abstenernos de mencio­

narlas por miedo que el hacerlo pueda ser interpre­

tado como nuestra confesión ante el mundo de los

fallos de la sociedad norteamericana? Ha habido quie­

nes juzgaron que el asunto carecía de importancia. No

estoy yo tan seguro. Creo que se trata de una de las

características centrales de nuestra sociedad libre.

TODAS las sociedades libres emplean la crítica

como instrumento de mudanza. Ningún obser­

vador perspicaz de las costumbres y maneras

de los periodistas y de los dirigentes políticos indios

puede imaginar que la sociedad india está retrasada

desde este punto de vista. El deseo de mejorar, sea en

el terreno de la integración de los grupos lingüísticos,

o el índice de desarrollo económico, o el rendimiento

de las industrias públicas, o el de los funcionarios pú­

blicos o la disciplina de los estudiantes, o la eficacia

del partido del Congreso, la disponibilidad de vivien­

das, la calidad de la administración municipial, él

suministro de fuerza eléctrica, o —casi llega uno a

sospechar— los excesos cometidos por el monzón,

siempre comienza por condenar con dureza lo exis­

tente.

Nos preguntan a menudo en Estados Unidos acerca

del lento progreso de la extensión agrícola en la India,

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de los defectos en la dirección de las industrias pú­blicas, o de la naturaleza inadecuada de la política demográfica. El origen de estas preocupaciones y la documentación en que se basan son siempre, sin ex­cepción, las críticas de los hombres de letras y de los periodistas indios. Sus comentarios, igual que los co­mentarios que se hacen acerca de la enseñanza en Estados Unidos, provienen de quiénes más ardiente­mente desean lograr mejoras.

Resumiendo, este uso de la crítica como estímulo de cambios es común a todas las sociedades libres. Y es, también, de manera más que incidental, una per­petua fuente de error cuando se trata de calcular su potencia. Estas sociedades hacen gala de sus defectos. 0 , más exactamente, hacen bandera de ellos, pues el hacerlo es fundamental dentro del mecanismo de la re­forma. La sociedad que no siente igual necesidad de publicar sus defectos puede parecer a los observadores superficiales que no tiene defectos. La verdad bien puede ser que no esté haciendo nada por corregirlos. Durante la segunda guerra mundial, quienes teníamos algo que ver con la movilización industrial de Estados Unidos y el Reino Unido escuchábamos perpetuamen­te y con dolor detalles acerca de lo muy mal que lo estábamos haciendo. Nuestros fallos eran causa de gozo singular para todos los periodistas. Con el tiem­po, incluso quienes estábamos en buena situación para apreciar nuestras virtudes, llegamos a mostrarnos de

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acuerdo. Y dijimos que esa clase de cosas no las ha­cen muy bien las democracias. Sus gobiernos carecen de poderes para decidir; sus gentes no aceptan de buen grado el prescindir de los lujos a que están ha­bituadas; la tendencia era hacer poco y hacerlo de­masiado tarde. No recuerdo si llegamos a decir que la culpa era nuestra personalmente.

Todas estas cosas eran verdad. La actuación de las democracias durante la guerra estuvo lejos de ser per­fecta. Pero también hubo imperfección en otros lu­gares. Mussolini presentaba buen aspecto visto en pers­pectiva, pero no lo presenta tan bueno visto en re­trospección. En los últimos meses de la guerra, y desde entonces en adelante, me tocó en suerte el poner en claro los procedimientos adoptados por los alemanes para emplear sus poderes totalitarios para hacer la guerra. En muchos casos, los alemanes mostraron bas­tante más lentitud que nosotros. Hubo más fábricas alemanas que se limitaron a trabajar una jornada sen­cilla durante toda la guerra; jamás llegaron a movi­lizar a las mujeres; el consumo de artículos de lujo persistió hasta muy avanzada la guerra; los dirigentes políticos anduvieron con singular cautela cuando se trataba de pedir sacrificios a poblaciones de las que no se fiaban. Y mientras que nosotros nos vimos obli­gados a mejorar nuestros procedimientos aguijonea­dos implacablemente por las críticas del público y de la prensa, las autoridades alemanas no sufrieron ata-

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ques semejantes. No se vieron obligados por la crítica del público a corregir sus vicios. La fachada que ofre­cieron al mundo pudo parecer impresionante y admi­rable en su eficacia. Y, hasta cierto punto, incluso los dirigentes nazis creyeron que esa era la verdad. Al engañar al mundo se engañaron los unos a los otros.

No soy hombre muy optimista acerca de la capaci­dad del hombre para corregirse y mejorar, y advierto que mis dudas son aun mayores acerca de sus proba­bilidades de redención así que el hombre ocupa un puesto público. Pero estoy convencido de que la in­capacidad oficial únicamente es tolerable en silencio. En el curso de mi propia experiencia de los asuntos públicos, he observado con frecuencia que mi primera reacción ante un pecado oficial, de comisión u omi­sión, es la de esperar que nadie descubra la equivo­cación. El examen de cómo puede corregirse el error es algo que llega después. Podemos dejar sentado como ley que en ausencia de la crítica pública, todos los gobiernos parecen mucho mejores de lo que son.

LLEGO con esto a otro punto. Confiamos en la crítica para lograr cambios en una sociedad li­bre. Mas este instrumento no queda restringido

al empleo dentro de las fronteras nacionales. No hay nada que limite el empleo de este instrumento ciuda­dano contra el propio gobierno. Existe una convención

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según la cual ningún ciudadano interfiere con el go­bierno de otro país. El uso moderno aceptado, en contraste con esta convención, es la intervención con­tinua. Los ciudadanos de toda sociedad libre sienten perpetua preocupación acerca de los cambios que de­sean lograr en otras sociedades de igual naturaleza.

Concretamente, cuando advierten en el proceder de otro gobierno algo que les parece mal, recurren al mismo instrumento que emplean en casa. Reaccionan criticando exactamente igual que hacen para mostrar disconformidad con la conducta del propio gobierno. Quizá sientan menos esperanza de poder influir lo su­ficiente para cambiar la conducta del otro gobierno. Pero tratan de lograrlo, por instinto.

Y su instinto es bueno. La sociedad abierta se llama así porque está "abierta" a la influencia de cualquier idea. Sus decisiones no se toman de acuerdo con un sistema doctrinal ordenado y fijo, que sería inútil que ninguna persona o ningún grupo tratase de alterar. Y las ideas de influencia pueden llegar desde cualquier parte. No se conceden permisos exclusivos para criti­car al tiempo que se expide un pasaporte. Sería tonto suponer que las críticas exteriores puedan tener igual influencia que las que están reforzadas por el hecho de que quien las hace tiene derecho al voto. No obstante, un número elevado de factores se combinan con la natural inclinación a escuchar ideas, para conceder audiencia al crítico extranjero. Los críticos naciona-

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les de una política reciben con regularidad refuerzos como consecuencia de los ataques lanzados por ex­tranjeros amigos. Si hay algo que provoca una explo­sión de condena en el extranjero, puede esto tomarse como indicio de una política equivocada o de un error. En un mundo interdependiente, una prensa crítica puede tener un efecto adverso sobre cosas importantes —sobre el comercio, la ayuda exterior, los votos en las Naciones Unidas, o las habitaciones dadas en los hoteles a los turistas. La opinión de otras gentes en el extranjero debe parte de su influencia a la sencilla circunstancia de que la gente ha aprendido a pensar que es importante. Thomas Jefferson empezó la más famosa proclama norteamericana observando que es­taba motivada "por el decente respeto hacia las opi­niones de la humanidad".

Como consecuencia del empleo de la crítica como instrumento de gobierno interno, las sociedades libres son severos críticos entre sí. Los periodistas, comen­taristas y dirigentes políticos indios atacan a los Es­tados Unidos con relación a la integración racial, las alianzas militares, su política en el Lejano Oriente, sus películas y una multitud de otros pecados. Esto no es síntoma de una constitución misantrópica, ni siquiera entre los periodistas. Las críticas que hemos observado durante mucho tiempo son especialmente vigorosas cuando proceden de nuestros más devotos amigos. Y así es de esperar. Son nuestros amigos quíe-

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nés sienten especial interés en corregirnos cuando nuestra conducta es errónea. Y no les falta el éxito. Por ejemplo, el fuego graneado con que los periodistas indios atacaron varias tesis sobre los males del neu­tralismo durante la década pasada tuvo influencia para lograr que esas tesis fueran desechadas antes.

Y la reacción de que venimos hablando es reversi­ble. Cuando un periodista, un comentador, un miem­bro del Congreso, norteamericanos, critica la organi­zación económica de la India, su sistema agrícola, su actitud en las Naciones Unidas, o algunas instituciones internas, sociales o religiosas, supone de manera si­milar que sus palabras tendrán un cierto efecto, pues cree firmemente que cualquier argumento ha de tener cierta influencia.

No quiero llevar estos asuntos a ningún extremo. Siempre habrá hombres que hablen movidos por el antagonismo. Algunos, como indiqué al comenzar, lo harán por cálculo, y no por convencimiento. Pero, como acontece entre las sociedades libres., lo probable es que cuando un hombre habla lo hace convencido de que lo que critica puede ser cambiado.

Este especial papel de la crítica debemos observar que actúa muy eficaz únicamente entre las sociedades libres. Otra de las paradojas de la crítica social es que, aunque podamos sentirnos mucho menos enamo­rados del proceder de una sociedad cerrada, por lo general nuestras críticas de semejante proceder abar-

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carán menos terreno. El sistema cerrado, porque es

cerrado, responde mucho menos a nuestra influencia.

Presentimos que así es, y por ello nos abstenemos de

aporrear inútilmente sobre una pared que no respon­

de. Reservamos nuestros argumentos, e incluso nues­

tro enojo algunas veces, para sociedades que responden

mejor y son más maleables.

Durante la segunda guerra mundial, cualquier ob­

servador superficial hubiera podido suponer al leer

la prensa norteamericana que el auténtico enemigo del

pueblo norteamericano seguía siendo Inglaterra. Y las

faltas norteamericanas animaron muchas veladas de­

dicadas a la conversación en Inglaterra. Ningún gene­

ral alemán tuvo que soportar tantos comentarios ad­

versos por parte de los norteamericanos como Mont­

gomery. Ni nunca dedicaron los ingleses tanto tiempo

a escudriñar con ojos críticos a un dirigente enemigo

como el que dedicaron a Eisenhower. Ninguna de

nuestras dos sociedades abiertas fue tan dura con los

soviets como con la otra. La razón no es que el go-

bieno del mariscal Stalin fuera considerado con agra­

do especial ni en Gran Bretaña ni en Estados Unidos,

aunque nadie negaría la admiración que se ganó por

su resistencia. La gente no criticaba al gobierno so­

viético sencillamente porque nadie suponía que las

críticas fueran a servir para algo.

De lo que antecede se deducen ciertas normas para

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las acciones y las reacciones cotidianas. Permítaseme

que las resuma.

En primer lugar y como cosa evidente, hemos de

reconocer que la crítica es esencial en el trato entre

sociedades libres. Debemos esperarla. Debemos esperar

también que algunas veces nos soliviante. La irritación

del criticado es una de las reacciones ante las ideas que

buscan los que son hábiles, pues es síntoma de que

la crítica ha dado en el clavo.

En segundo lugar, debemos recordar que la socie­

dad abierta, por su naturaleza, suele tropezar al dar

el primer paso. Así va mejorándose. Si olvidamos

esto, obtendremos una visión muy deformada de los

logros de dichas sociedades, sobre todo si las compa­

ramos con otros sistemas. Los Estados Unidos man­

tienen en la India una organización bastante impor­

tante cuyo cometido, entre otros, es defender a nuestra

sociedad de sus críticos. Estos críticos son casi todos

norteamericanos.

En tercero, tenemos que recordar que aunque la

crítica es algunas veces causa de conflicto, es mucho

más frecuentemente signo indicador de fraternidad.

Hay hombres serios y aburridos que dicen que uno no

critica a un gobierno amigo. Debiera saber que preci­

samente lo que critica uno son los gobiernos amigos.

Que el enemigo es malvado, eso se toma por descon­

tado. Mas cuando el amigo se desvía del camino de

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la virtud, acudimos al punto con nuestros comentarios

correctivos.

En cuarto lugar, hemos de reconocer que entre las

sociedades abiertas la crítica representa, de hecho, una

extensión del derecho electoral. Todos los profetas

de plazuela nos han dicho que nuestro mundo es un

mundo pequeño y de partes relacionadas muy estre­

chamente entre sí. Las leyes del Congreso de los Es­

tados Unidos afectan el índice de desarrollo económico

y el bienestar de la India. Las decisiones del Gobierno

indio afectan de manera sustancial la política extran­

jera de los Estados Unidos. ¿Puede resultar sorpren­

dente que hayamos perfeccionado medios para influir

sobre las decisiones que nos afectan? Antes al con­

trario, es natural y es descable. Y fue inevitable que

la crítica, el principal instrumento que emplea el

ciudadano para influir sobre la sociedad libre, llegase

a utilizarse internacionalmente.

Finalmente, no debemos equiparar las mutuas crí­

ticas de las sociedades libres con las que observamos

entre sistemas abiertos y cerrados. Nada bueno se lo­

gra, ni en este caso ni en ninguno, estableciendo

categorías evidentemente exclusivas. No creo que nin­

guna comunidad nacional esté totalmente muerta a

la influencia de las ideas. No obstante, cuando se

acepta formalmente una ideología reinante y la regi-

mentación formal de la opinión expresada acerca de

ella, se modifica enormemente el impacto de la opi-

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nión interna y exterior, y ese es en realidad su pro­pósito. El resultado es de extrema importancia. Dado que la crítica no afecta de manera apreciable a tales sociedades, su empleo no compensa. Esto pronto se descubre o presiente. Entonces los críticos se ocupan en hablar de las sociedades más dispuestas a reaccio­nar. Las políticas que causan mayor disgusto no son siempre las más criticadas. Las más criticadas son más bien aquellas que parecen más susceptibles a la influencia de la crítica, y por ello más cambiables. La crítica, como los corderos y los becerros, pronto des­arrollan un instinto que los lleva hacia los pastos más verdes.

Reproducción autorizada por The Atlantic Monthly. (g) 1962 The Atlantic Monthly Company.

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Fines y valores de las ciencias Por Joseph S. Jrutott

EN el uso público, la palabra "ciencia" es hoy un

término curioso. Cuando se pronuncia con te­mor reverente, a causa de las terribles armas

y de los maravillosos instrumentos y medicamentos de los que se considera responsables a los "científi­cos", la palabra tiene un sentido de magia intensifi­cado por el lenguaje aparente misterioso de las cien­cias especiales. Cuando se pronuncia con desdén, por­que se considera que los científicos son incapaces de decir a la humanidad cómo puede vivir en la felicidad, la belleza, la libertad y la justicia, la palabra denota, en el peor de los casos, indiferencia insensible a los temores y sufrimientos de la humanidad, o, en el me­jor, una afición entretenida para quienes se apartan de las realidades de la vida. Ya se pronuncie con ad­miración o desconfianza, la "ciencia" es una palabra de moda en la plataforma política, en el pulpito y en los diversos medios de comunicación colectiva, pero muchas de las personas que influyen sobre el pensar

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público desfiguran la manera en que trabajan y pien­san los científicos. Para que "ciencia" sea una palabra pública significativa, parece necesario que los cientí­ficos participen más plenamente en el debate público acerca de sus fines y valores, y fomenten una más amplia comprensión de su papel en la sociedad actual.

La "ciencia" puede definirse como la clase de acti­vidad humana en la que de una manera deliberada se examinan los fenómenos naturales y se formulan y ponen a prueba ideas acerca de ellos. Mediante la ex­periencia, la comunicación y la tradición, muchos fe­nómenos son reconocidos como análogos o relaciona­dos y, mediante la influencia recíproca del pensamien­to y la acción, surge una serie de hechos enlazados entre sí por la teoría, constituyendo la estructura de una ciencia. Al sufrir modificaciones este complejo de hechos y teoría, se inventan nuevos instrumentos para el examen de los fenómenos, se descubren nuevos fenó­menos y se formulan nuevas ideas que orientan fu­turas invenciones e invitan a nuevos descubrimientos. Como la capacidad de un solo ser humano para el pensamiento, para la acción o para ambas cosas es limitada en alcance y tiempo, el científico ha de se­leccionar, como su esfera de interés, un grupo de fenómenos relacionados entre sí, y aprender el len­guaje, los hechos, las teorías y los instrumentos de esta esfera limitada, a fin de prepararse para parti­cipar en su ulterior desarrollo. Por mucho que la-

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mente esta necesidad de especializarse y de renunciar a la participación activa en el desarrollo de otras ciencias, ello es inevitable. Jamás ha sido esto tan cier­to como hoy, pues hay ahora más científicos profe­sionales que nunca, y en cada sector del conocimiento científico la acumulación de nuevos hechos y la for­mulación de nuevas teorías se realizan a un ritmo cada vez más rápido.

Este incremento de los conocimientos científicos ha llevado durante los tres siglos últimos, al desarrollo de numerosos sectores independientes de investigación —física, astronomía, geología, química, biología, psi­cología, sociología, arqueología y otras— que difie­ren en los sistemas que estudian y en los métodos que utilizan. Además, dentro de cada uno de estos sectores principales ha habido una nueva especialización, como en la separación de la química orgánica y la química física. Esta tendencia a la fragmentación de la crecien­te esfera de la investigación científica ha sido contra­rrestada, sin embargo, por el empleo, en un sector de la ciencia, de hechos, instrumentos e ideas proceden­tes de otro sector. Hoy, por ejemplo, algunas de las ideas biológicas más fructíferas han nacido del em­pleo de los conceptos y métodos de la química en el estudio de los fenómenos de la vida. La aparición de ciencias marginales como la bioquímica o la geofísica subraya el hecho de que los sectores tradicionales de la investigación científica no representan divisiones

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permanentes del conocimiento, estando más bien de­limitados por fronteras que cambian con la formula­ción de nuevas ideas y con el descubrimiento de nue­vos fenómenos. Sin embargo, a pesar de los constan­tes esfuerzos por enlazar entre sí ciencias separadas, quedan importantes lagunas que colmar, y la influen­cia recíproca del pensamiento y la acción en cada especialidad ha llevado al desarrollo de una estructura conceptual separada y de métodos de investigación característicos. Por esta razón, hablar de la unidad de las ciencias, con un solo "método científico" aplicable a todas, equivale a expresar un anhelo metafísico de simplicidad en la naturaleza más que a describir el estado actual del conocimiento científico y los métodos actualmente disponibles para su progreso.

En cada etapa del desarrollo de una ciencia, qiienes la practican han de reconocer forzosamente sus límites. Los más imaginativos de ellos se esfuerzan por ir más allá de la frontera establecida por las tradiciones en su esfera de interés ; científicos menos imaginativos, quizá más hábiles, tienden a mantenerse seguros dentro de esos límites. Para el desarrollo de una ciencia, ambas clases de personas son importantes, porque ambas clases de esfuerzo científico —pensamiento imaginativo y acción meticulosa— son esenciales, y la posesión de una elevada capacidad para ambas es un fenómeno relativamente raro entre los científicos. El reconoci­miento consciente de los límites de una ciencia es, sin

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embargo, un requisito previo para su desarrollo en nuevas direcciones.

En general, los limites de cada una de las ciencias son consecuencia de las limitaciones de los métodos a su disposición. Conforme se desarrolla una ciencia y puede disponer de nuevos métodos, el alcance de las investigaciones puede aumentarse. Así, el alcance de la observación del firmamento ha aumentado en gran medida durante la última década merced a la intro­ducción de la radioastronomía y a la invención de vehículos espaciales equipados con aparatos automáti­cos de detección y transmisión. Análogamente, el al­cance de los estudios arqueológicos ha sido ampliado por el perfeccionamiento de las técnicas de excavación y por la introducción de métodos radioquímicos para una determinación más exacta de la edad y procedencia de objetos prehistóricos. Para el estudio de los fenó­menos que exhiben las sociedades humanas, quizá el más importante de todos los métodos existentes es el examen de la historia; al llenarse lagunas, resolverse contradicciones o corregirse falsificaciones, se amplía el alcance de la investigación social.

Las limitaciones de los métodos en cada una de las ciencias están íntimamente relacionadas con la natu­raleza de los sistemas dentro del sector respectivo. Por ejemplo, las técnicas y los conceptos de la física y la química han facilitado mucha información im­portante acerca de la morfología y fisiología de los

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organismos biológicos. La interpretación de los fenó­menos que han sido observados está limitada, sin em­bargo, por el reconocimiento de que un organismo unicelular depende, para su vida, del mantenimiento de un estado dinámico que fomenta la organización y multiplicación de sus componentes químicos, y de que la vida de un organismo multicelular depende de una característica interrelación dinámica de grupos de cé­dulas reunidas en órganos. En el estado actual de nues­tros conocimientos, por lo tanto, la química y la física no bastan para una comprensión de muchos fenómenos que presentan únicamente las células vivas; muchos importantes fenómenos de los organismos multicelulares no pueden tampoco ser todavía descritos en términos de las propiedades individuales de las células componentes. Análogamente, en el estudio de las sociedades humanas constituye una obvia y ex­cesiva simplificación el interpretar los diversos fenó­menos característicos de los grupos sociales —idioma, religión, política, guerra, comercio, tecnología, ciencia, arte, literatura— exclusivamente en términos «leí com­portamiento de seres humanos individuales. Las di­visiones entre las ciencias y las especializaciones den­tro de las distintas ciencias, son prueba de ios límites de pensamiento y acción que son impuestos al cientí­fico no sólo por la acumulación de conocimientos, o por el número, alcance y variedad de los métodos disponibles, sino también por lo que ha sido justa-

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mente denominado "nivel de integración" de los sis­temas cuyos fenómenos se estudian.

En cada sector del conocimiento, los científicos fre­cuentemente se esfuerzan por ir más allá de los límites de su especialidad mediante la formulación de ideas que reducen la aparente complejidad de un sistema, introduciendo ideas que se aplican a un sistema, a un nivel menos complejo de integración. Sin embargo, para comprender un sistema en términos de sus com­ponentes hay que tener conocimiento no sólo de las propiedades de las partes individuales, sino también de la organización particular que confiere al sistema su carácter único. Si el sistema sufre cambio mientras está en observación, se necesita también conocimiento de su historia o dinámica. En el caso de una máquina hecha por el hombre, la idea que tiene su inventor de la organización de las partes proporciona el cono­cimiento del sistema, y la máquina puede ser com­prendida en términos de sus partes en el sentido de que la idea pueda ser ensayada con éxito construyendo la máquina. En el caso de sistemas naturales, sin em­bargo, ya se trate de compuestos químicos, organis­mos biológicos o sociedades humanas, las ideas acerca de su organización han de derivarse del influjo recí­proco entre el pensamiento y la acción en el estudio, no sólo de las partes separadas de cada sistema, sino también del sistema mismo. Podemos comprender la organización de muchos compuestos químicos en tér-

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minos de las propiedades de sus átomos, porque las ideas acerca de la estrutcura química han sido pro­badas con éxito mediante la síntesis química para reproducir artificialmente los sistemas naturales en es­tudio. Tal comprensión de la organización de sistemas biológicos, en términos de sus componentes químicos, no ha sido alcanzada todavía, aunque pueda lograrse en lo futuro la creación artificial de alguna forma de materia viva. Los límites del conocimiento que separan hoy la biología de la química no son necesariamente inmutables, lo mismo que no lo son los que separan la psicología humana de la sociología. Representan las fronteras que desafían la imaginación de los científicos que se esfuerzan por ir más allá de la tradición de su sector del conocimiento.

Tanto si el científico aspira a salir de los límites de la tradición en su esfera como si se mantiene dentro de ellos, tiene que haber adquirido, por la educación, un conocimiento íntimo de esa tradición. La educa­ción de un científico es un proceso que comienza mu­cho antes que la preparación formal en la tradición de su ciencia y que continúa después durante toda su vida activa. Es un proceso en el que se encauzan y desarrollan rasgos humanos tales como curiosidad, imaginación, rebeldía ' y precisión manual. Los fac­tores sociales y psicológicos que afectan a las etapas iniciales de este proceso son múltiples y con frecuencia accidentales; entre ellos hay influencias tales como

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orientación paterna o resistencia a la coerción paterna, acceso .a lecturas y la oportunidad de discusión, con­versaciones con científicos o profesores que provocan u orientan la investigación. La preparación oficial de un científico mediante conferencias, ejercicios prác­ticos prescritos y, por último, aprendizaje, es sólo el período más intensivo de su educación. Si este período es indebidamente prolongado o excesivamente restric­tivo, pueden quedar suprimidos los rasgos imaginati­vos característicos de quienes se rebelan contra los defectos o límites de la tradición; por otra parte, pue­den ser acentuados rasgos necesarios para el trabajo científico de meticulosa precisión, que requiera gran paciencia y habilidad manual. Evidentemente, la edu­cación de un científico, como la de un artista creador, es un proceso que depende tanto de los accidentes de la herencia y de la vida social, que la imposición de un plan de estudios uniforme, por muy amplio que sea, no puede fomentar por igual el desarrollo de diferentes clases de científicos en potencia. Parecería, sin embargo, que la más efectiva educación formal de los científicos se logra en las universidades, donde los estudiantes tienen la oportunidad de estrecha aso­ciación con científicos de más edad, que no sólo tienen experiencia en sus correspondientes tradiciones, sino que están todavía desarrollando nuevas ideas y bus­cando nuevos descubrimientos.

Durante la última parte de su educación formal, el

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joven científico entra en un grupo social cuyos miem­bros están vinculados por las tradiciones de su sector de actividad científica. El grupo no está separado por accidentes de situación geográfica o afiliación nacio­nal; sus miembros comparten el propósito de hacer progresar la influencia recíproca entre los hechos y la teoría dentro de su propia esfera, y de extender el pensamiento y la acción más allá de los límites de su tradición. De palabra y por escrito, las ideas y obser­vaciones de unos miembros se comunican a los otros, y la continua comprobación y reformulación de ideas va unida al descubrimiento de nuevos fenómenos y a la invención y adopción de nuevos instrumentos. En este grupo social, es probable que el científico indi­vidual obtenga algunas de sus mayores satisfacciones como consecuencia de la estima que otros miembros concedan a lo por él realizado.

A su entrada en el grupo profesional representa­tivo de su sector de investigación, el joven científico suele encontrar empleo en uno de los diversos estableci­mientos educativos o de investigación y trata de pro­gresar demostrando su capacidad de esfuerzo fructí­fero. Por tradición, la universidad ha venido ofrecien­do las principales oportunidades de trabajo científico "básico", aunque estas oportunidades se han hecRo cada vez mayores en los centros de investigación pri­vados, gubernamentales e industriales. En la univer­sidad, el científico suele ejercer la doble función de

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profesor y de practicante de su ciencia. En la medida en que su enseñanza contribuye a la educación de futuros científicos, cumple, como miembro del claus­tro de una universidad, una de las funciones corres­pondientes al grupo social representativo de su sector del conocimiento. El número de científicos potenciales constituye, sin embargo, sólo una pequeña fracción del total de los estudiantes que requieren instrucción en las ciencias. No sólo ha de enseñarse física a los futuros ingenieros, y biología y química a los futuros médicos, sino que la ciencia ha llegado justamente a ser reconocida como una parte esencial de la educación liberal de personas que habrán de dedicarse a otras actividades prácticas: derecho, política, asuntos eco­nómicos. Uno de los muchos difíciles problemas plan­teados a cada comunidad universitaria es el de cómo facilitar la mejor enseñanza posible de las ciencias y al mismo tiempo fomentar importantes investigaciones científicas entre los profesores de ciencias y sus co­laboradores.

Aunque las universidades esperan de sus científicos considerables servicios como profesores, ello no ha afectado seriamente el destacado lugar que ocupa la universidad hoy en la realización de trabajos científi­cos desinteresados. La tradición de las universidades en el fomento de la investigación pura crea un clima intelectual especialmente favorable para el desarrollo de las ciencias, y la presencia de estudiantes afanosos

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y activos es una fuente constante de estímulo para el profesorado. A este respecto, las grandes universida­des tienen ciertas ventajas sobre los institutos de in­vestigación privados o gubernamentales no dedicados a la enseñanza, que son las otras instituciones impor­tantes que emplean a personas dedicadas a la inves­tigación científica pura. Mientras que el instituto de investigación, al liberar a sus miembros del servicio de enseñanza oficial, les deja un máximo de tiempo para su trabajo como científicos, a menudo tiende a acentuar la estrechez de la especialización y a reducir el influjo de las jóvenes mentes inquisitivas sobre la tradición de un sector del conocimiento. Una notable indicación del creciente reconocimiento de esta defi­ciencia es la reciente transformación del gran Instituto Rockfeller, que ha dejado de ser una institución ex­clusivamente dedicada a la investigación en las cien­cias relacionadas con la medicina, para convertirse en una universidad para graduados en la que estudiantes cuidadosamente seleccionados pueden prepararse para una vida de trabajo científico.

Durante el siglo xx, el número de instituciones dedi­cadas enteramente a la investigación científica ha au­mentado en muchas partes del mundo, en gran medida bajo auspicios gubernamentales. En muchos de estos institutos de investigación se da a los científicos la oportunidad de llevar a cabo estudios destinados a hacer progresar su sector del conocimiento, pero ge-

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neralmente los institutos tienen una relación explícita con actividades prácticas, principalmente en la tecno­logía, la medicina y la agricultura. Incluso en esta­blecimientos industriales no gubernamentales dedicados a la fabricación de productos de utilidad social, tales como herramientas o medicamentos, existen conside­rables oportunidades de la búsqueda desinteresada del conocimiento, pero la mayor parte de los nume­rosos empleados científicos de tales empresas tienen como principal objetivo la aplicación del conocimien­to científico a fines sociales, más que el desarrollo de su ciencia.

Las diversas maneras en que los científicos son em­pleados en las colectividades nacionales de hoy com­prenden, por lo tanto, no sólo el esfuerzo exclusivo de contribución al desarrollo de sus respectivos sec­tores del conocimiento, sino también, en mucho mayor medida, la enseñanza oficial y la aplicación del cono­cimiento científico a las necesidades prácticas de su colectividad. La imagen pública de la ciencia está en realidad dominada por la última de estas funciones, y los medios de información comunican, como éxitos científicos, realizaciones tales como el disparo de pro­yectiles a partes lejanas de la tierra o a otros cuerpos celestes, la invención de nuevos instrumentos electró­nicos para la comunicación a larga distancia, o a la introducción de medicamentos prometedores para el tra­tamiento del cáncer o de las enfermedades del corazón.

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Es a tales fines socialmente utiles a los que se aplica

la mayor parte del apoyo financiero dado a la "cien­

cia" por los organismos gubernamentales y privados,

y el dinero dado para la búsqueda desinteresada de

nuevos conocimientos suele justificarse con la esperan­

za de que las ideas y descubrimientos resultantes lle­

varán inevitablemente a importantes innovaciones en

la medicina, la agricultura, la industria y la guerra.

De las aplicaciones prácticas del conocimiento cien­

tífico se deriva también el desaliento que suscitan los

cambios en gran escala en los modos de producción

industrial, en los medios de comunicación y, sobre

todo, en las técnicas de destrucción militar.

Al considerar la relación entre las ciencias y su

aplicación a fines sociales debe subrayarse que los

orígenes sociales de la investigación científica desin­

teresada se hallan en los esfuerzos humanos por re­

solver problemas prácticos. Dondequiera que un pen­

samiento insólito (o un accidente feliz) llevó a una

acción práctica eficaz, y la invención de un nuevo ins­

trumento o procedimiento fue seguida de su adopción

social, se colocaron también las bases de nuevas ideas

y acciones, a menudo sin propósito social evidente.

Por ejemplo, la invención de la máquina de vapor

precedió a la teoría termodinámica y en parte estimuló

su desarrollo, el empleo de bombas en la industria

minera ejerció una influencia decisiva sobre el estudio

de la naturaleza del aire, y los perfeccionamientos de

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la construcción de lentes fueron seguidos de especta­culares progresos en la física, la astronomía y la bio­logía. Estos importantes avances científicos llevaron a su vez a éxitos tecnológicos que no podrían haberse logrado sin las nuevas ideas engendradas en la mente de los científicos por el estudio de experiencias prác­ticas anteriores.

Como la ciencia requiere no sólo ideas insólitas sino también precisión meticulosa en su experimentación, no es de extrañar que algunos de los importantes precursores científicos de los siglos xvn y xvm fueran excelentes artesanos; por ejemplo, constructores de re­lojes. Hoy, la dependencia de los científicos con res­pecto a la tecnología es tan completa que se da por supuesta, y pocos esfuerzos científicos serios podrían emprenderse ahora en las ciencias físicas y en muchas ciencias biológicas sin la fabricación de instrumentos y materiales especiales que no tienen utilidad social inmediata ; la posibilidad de hacer estas cosas depende íntimamente de una tecnología cuya finalidad es pro­ducir bienes socialmente útiles.

Como en el desarrollo de las ciencias físicas, tam­bién en la biología las raíces de la acción y el pen­samiento científicos se encuentran en los esfuerzos socialmente útiles de médicos y agricultores por curar las enfermedades humanas y por aumentar el sumi­nistro de alimentos de origen animal y vegetal. Por ejemplo el estudio de la causa y el tratamiento de la

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diabetes fue decisivo para el desarrollo de la fisiología animal, la experiencia práctica de los ganaderos fue importante para la formulación de la teoría evolutiva, y el empleo de sustancias vegetales en medicina fo­mentó el desarrollo de la botánica.

La historia de las ciencias es, pues, la historia de la íntima influencia recíproca entre el conocimiento buscado con fines sociales y el conocimiento buscado por sí mismo. En realidad, no puede establecerse di­ferencia entre las dos clases de conocimiento, pues cuando se refieren a los mismos fenómenos, son el mismo conocimiento. Cualquier diferencia que exista se refiere al valor de ese conocimiento, para el hom­bre que lo utiliza. Para el científico, el valor de los hechos, teorías, instrumentos y lenguaje de su ciencia reside fundamentalmente en su utilidad para abordar los problemas en el sector que le interesa. Para el técnico, el médico o el agricultor, el valor de una ciencia depende fundamentalmente de su utilidad en proporcionar normas de acción que son consideradas por su sociedad como socialmente útiles, ya sea la construcción de una bomba de hidrógeno, la obtención de un nuevo antibiótico o de una variedad de trigo resistente al tizón. Los ingenieros y los médicos pue­den ser científicos, como muchos de ellos lo han sido (Arquímedes y Harvey no son más que dos ejemplos), pero cuando formulan y ensayan ideas acerca de fe­nómenos que encuentran en su trabajo práctico, sus

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esfuerzos, si tienen éxito, enriquecen la tradición de su ciencia. Con la aparición de científicos profesionales, ha habido muchos hombres cuyo trabajo empezó efi

zonas de investigación socialmente "inútil", pero que por las circunstancias o por propia preferencia fue­ron llevados a la aplicación de nuevos conocimientos a fines socialmente útiles. A este respecto, surge in­mediatamente el nombre de Pasteur, pero, natural­mente, hay otros, sobre todo los físicos teóricos que participaron en la invención de la primera bomba atómica.

Lo que quizá debe subrayarse es que el desarrollo del conocimiento científico ha aumentado su influjo sobre la tecnología, la medicina y la agricultura en tal medida, que ha modificado decisivamente la natura­leza de la interdependencia entre las ciencias y sus aplicaciones para fines sociales. Mientras que en el pasado la acción y el pensamiento científicos obtenían estímulo de las artes prácticas pero, con escasas ex­cepciones (por ejemplo, la ingeniería militar), influían en ellas relativamente poco, el equilibrio se ha despla­zado de modo espectacular durante los cien años úl­timos. Como consecuencia del mayor influjo de la teoría científica sobre el desarrollo de la tecnología, el hábil artesano ha sido gradualmente sustituido por el ingeniero científico, y las universidades técnicas no son meramente instituciones dedicadas a la forma­ción de hombres para el trabajo industrial, sino tam-

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bien centros de educación científica y de investigación desinteresada. Análogamente, hay más escuelas de me­dicina o agricultura que no limitan su función al adiestramiento de médicos o agricultores, sino que también preparan a estudiantes para la aplicación del conocimiento científico a la investigación clínica o agrícola. Hay por ello un número rápidamente crecien­te de personas cuya educación científica las prepara para actuar como intermediarios en la aplicación de nuevos conocimientos científicos a fines socialmente útiles. Es importante reconocer, sin embargo, que al prestar este importante servicio a la sociedad, tales ingenieros, médicos o agricultores científicos no sue­len participar directamente en el desarrollo de su cien­cia especial. A causa de su diferente finalidad, el cien­tífico y el hombre práctico, aunque se ocupen del mismo sector del conocimiento, pueden tener diferentes actitudes frente al mismo.

Si se subraya la conexión de las ciencias con las artes prácticas, y el origen social de los hechos e ins­trumentos de la investigación científica a partir de las cuidadosas observaciones e inventiva de los hombres prácticos, es preciso subrayar igualmente que las cien­cias de hoy deben su tradición intelectual a la sucesión de ideas teológicas y filosóficas que han influido en la mente de los hombres a lo largo de toda la historia conocida. Los conceptos formulados por los filósofos de la Grecia clásica, por los estudiosos cristianos y

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musulmanes de la Edad Media y por los pensadores de los siglos XVii y xviii han llegado a formar parte de nuestro patrimonio cultural, y las opiniones que ex­presaron acerca de cuestiones tales como el lugar del hombre en la naturaleza, el origen de la vida o la na­turaleza de los cuerpos celestes, constituyeron el ante­cedente intelectual de las ideas de los científicos. En realidad, la estructura conceptual de las ciencias con­temporáneas se desarrolló a partir de las grandes ideas unificadoras formuladas como parte de la "filosofía natural". Tales ideas amplias resultan especialmente poderosas en su generalidad cuando se expresan en forma de operaciones y símbolos matemáticos, y el empleo de las matemáticas para el estudio de la na­turaleza está en la tradición del pensamiento filosófico que comprende a Platón, Spinoza y Kant. El moderno científico encuentra orden matemático en una serie de fenómenos naturales haciendo abstracciones inspi­radas acerca de ellos y utilizando las operaciones ló­gicas de cualquier parte del conocimiento matemático que considere apropiada para su problema. Los nue­vos progresos de la matemática "pura" han hecho frecuentemente posible la formulación de nuevas ideas científicas, y nuevas abstracciones científicas han es­timulado nuevos progresos mater.. íticos. Esta íntima influencia recíproca entre el pensamiento científico y el matemático es especialmente importante en el des­arrollo de la física, mucha de cuya estructura concep-

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tuai se deriva de series de ecuaciones matemáticas. En otras ciencias, como la química, las ideas unificadora» se expresan en gran parte en forma de modelos fí­sicos, muchas de cuyas propiedades pueden definirse en lenguaje matemático. Por otra parte, en ciencias tales como la biología, la mayor parte de las ideas generales no pueden todavía exponerse en forma de modelos físicos o ecuaciones matemáticas, aunque en algunas partes de la biología y la sociología (por ejemplo, genética, fisiología, demografía, economía) ha sido posible hacerlo. Cuando se utilizan los térmi­nos del lenguaje ordinario, las viejas palabras suelen recibir nuevos significados, o se introducen nuevas palabras. En cualquier forma en que se expresen, sin embargo, las ideas generales de las distintas ciencias sólo son "verdaderas" en la medida en que propor­cionan marcos conceptuales para la comprensión de fenómenos conocidos y sirvan de guía para el descu­brimiento de nuevos fenómenos que "encajen".

Algunas de las ideas generales acerca de la natura­leza han resultado tan valiosas en la obtención de amplias generalizaciones y en la predicción de nuevos fenómenos, que han sido calificadas de "leyes", térmi­no tomado de las reglas de comportamiento en la sociedad humana. Aunque las leyes de la naturaleza pueden ser más duraderas que las de los reyes o los parlamentos, no son inmutables, y muchas de ellas han requerido modificación, limitación o anulación.

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Lo que es quizá más importante es que tales leyes de amplia generalidad han orientado el trabajo de mu­chos científicos que hicieron importantes descubri­mientos acerca de la naturaleza. Aunque después fue­ran modificadas o desechadas, las grandes ideas uni-ficadoras han estimulado la observación de nuevos fenómenos y la apreciación de su significado.

Durante los trescientos años últimos, los hombres de cada generación han visto cómo verdades "evidentes", percibidas por medio de la lógica y la matemática resultaban inseguras o falsas cuando eran sometidas a la influencia recíproca de la hipótesis científica y la observación controlada, y la supervivencia de muchas ideas filosóficas exigió que en la mente de los hombres fueran desconectadas de las ideas derivadas de la in­vestigación científica. Mientras que hace tres siglos las ciencias formaban parte de la filosofía, hoy se ha producido una inversión casi completa de esta relación recíproca y una importante tarea de la filosofía moder­na es la de comprender e interpretar los métodos de las ciencias. Un resultado de esta separación entre las ciencias y la filosofía es la tendencia a olvidar que en la ciencia se trata de buscar conocimientos acerca de la naturaleza a fin de proponer respuestas a las grandes cuestiones planteadas por filósofos y teólogos.

Aunque las respuestas de las ciencias han proporcio­nado las normas de acción más seguras de que ha dis­puesto jamás la humanidad para afrontar los retos de

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la naturaleza, estas respuestas no son verdades inmu­tables y universales, sino más bien hipótesis provisio­nales y fragmentarias. Además, la evolución de las ciencias no ha sido una marcha progresiva ininterrum­pida. Pueden citarse muchos casos de lo que retros­pectivamente parece haber sido una prolongada vincu­lación a ideas que después resultaron ser inadecuadas y el abandono de hipótesis que, como después se com­probó, eran más valiosas. Nuevos descubrimientos han pasado inadvertidos o han sido mal interpretados, volviendo a ser "descubiertos" cuando podían encajar en nuevas hipótesis. Asimismo, factores psicológicos tales como intuición, imaginación e incluso ingenui­dad han desempeñado frecuentemente un papel en la formulación de nuevas ideas o en el descubrimiento de nuevos fenómenos. En la influencia recíproca entre la acción y el pensamiento científicos ha habido, y sigue habiendo, muchos ensayos infructuosos y mu­chos errores, ideas deformadas por el deseo y observa­ciones inexactas, tanto retrocesos como progresos. Ha­blar, por lo tanto, de la evolución de las ciencias como de una "marcha triunfal" es ocultar los angustiados tropiezos que lleva consigo el esfuerzo científico. No obstante, el requisito de que las ideas de las ciencias hayan de superar la prueba de la acción controlada y encaminada a un fin, ha dado a la humanidad cono­cimientos cuyo alcance intelectual y cuya utilidad so­cial son de carácter acumulativo.

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A pesar de las limitaciones de las ideas científicas para servir de guía hacia la fe y la certeza y de la incapacidad de las ciencias actuales para ofrecer res­puestas aceptables a muchas cuestiones filosóficas, es­pecialmente en la esfera de la ética, hay que subrayar que la tradición cultural del valor inherente del cono­cimiento en sí, ha sido heredada de la filosofía por las ciencias. Esta herencia queda a menudo oscurecida en la educación contemporánea de los científicos, en parte como consecuencia del hecho de que en la mayor parte de las universidades se descuida el estudio de la historia de las ciencias y de su relación con la his­toria de la filosofía. Este descuido no deja de estar relacionado con la opinión pública que ve la ciencia en términos de su utilidad social, y la filosofía, en tér­minos de "verdades eternas" o incluso de "paz de espíritu". Quizá por estas razones se da menos énfasis público al papel de la ciencia moderna en el ensan­chamiento de la visión humana del mundo y en la configuración del pensamiento filosófico. Pero si una sociedad valora la filosofía como un camino hacia la sabiduría, debe valorar también la investigación cien­tífica no sólo por sus aplicaciones prácticas, sino asi­mismo como camino hacia una nueva filosofía.

Los científicos, como otros miembros de colectivi­dades nacionales o locales, suelen ser guiados en sus actividades cotidianas por las creencias éticas tradicio­nales en sus sociedades política, local e institucional.

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Para muchos de ellos, estas creencias están relaciona­das con una teología y culto ritual, modificados por el influjo del conocimiento científico y de cambios po­líticos o económicos. Aunque pueden diferir, por lo tanto, en muchos elementos de su fe cotidiana, la ma­yor parte de los científicos se dan cuenta de que sus fines y procedimientos en el trabajo científico implican una serie de creencias éticas abrigadas en común. Creen que la sociedad colectiva de las ciencias es una sociedad abierta a todos los deseosos y capaces de participar plenamente en el esfuerzo para obtener nue­vos conocimientos acerca de la naturaleza. Aunque los científicos han aprendido a apreciar apasionada­mente la importancia del pensamiento sin restriccio­nes, reconocen que el progreso del conocimiento re­quiere que la visión intelectual aspire a objetividad, que las observaciones y los experimentos se lleven a cabo con el más meticuloso cuidado y escrupulosidad que permitan los sistemas estudiados y la seguridad de los métodos conocidos, y que las ideas y observa­ciones científicas se comuniquen lo más plena y pre­cisamente que permitan los idiomas y medios de comu­nicación de que se disponga. Las nuevas ideas o los nuevos descubrimientos hechos por hombres de cien­cia individuales son considerados como propiedad co­lectiva, no privada, y la competencia entre los cien­tíficos por conseguir la estimación de sus colegas no altera el carácter de colaboración de su empresa colec-

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tiva. En la sociedad colectiva de la ciencia, las per­sonalidades más apreciadas son las que hacen con­tribuciones más duraderas al progreso del conocimien­to más allá de la frontera de la tradición, pero ningún científico, por muy grande que haya sido su obra, es considerado como infalible o inmune a la crítica o la corrección.

La ética de la investigación científica es consecuen­cia de una fe en la capacidad potencial de los seres humanos para hacer frente al reto de la naturaleza mediante la influencia recíproca entre el pensamiento libre y la acción encaminada a un fin. Como la so­ciedad colectiva de las ciencias está abierta a todas laS personas con oportunidad y educación, el ideal demo­crático de la dignidad del hombre forma parte de la fe y de la ciencia. Como el progreso del conocimiento científico depende del pensamiento y la acción de seres humanos individuales que producen pensamientos in­sólitos y descubren nuevos fenómenos, la fe de la ciencia está en la tradición del humanismo. Como los científicos encuentran en la búsqueda de nuevos cono­cimientos la alegría de descubrir, y en los nuevos descubrimientos nueva belleza, la fe común a la9 di­versas ciencias es afín a la de las artes creadoras.

Se ha dicho que los hombres de ciencia son "ética­mente neutrales" en relación con la aplicación social de sus sectores del conocimiento, y que aunque ob­tienen satisfacción del aprovechamiento social de las

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ciencias para el fomento de la salud y el bienestar humanos, los científicos no se muestran bastante per­turbados por las aplicaciones que aumentan la degra­dación y la destrucción de vida humana. Esté o no justificada la acusación de que los científicos, como individuos, eluden la responsabilidad moral de las consecuencias nocivas de su trabajo, las aplicaciones prácticas del conocimiento científico siguen todavía bajo el control decisivo de las comunidades políticas, no de la sociedad colectiva de la ciencia. En el mundo actual de fes colectivas diferentes, hay contradicciones inevitables entre la ética de la investigación científica y la ética social de las colectividades nacionales, lo­cales e institucionales. Los compromisos que los cien­tíficos individuales hacen en su adaptación a la vida de sus colectividades respectivas determinan, en gran parte, su actitud ante la aplicación social del conoci­miento científico. Como en el caso de los artistas crea­dores, la extensión del compromiso oscila entre el rechazamiento de las creencias fundamentales y la ética social de la colectividad, y su total adaptación. Aunque muchos científicos, por preferencia o necesi­dad, puedan elegir la indiferencia o la comodidad como una base conveniente para el compromiso, otros creen que los retos de la sociedad moderna podrían ser afrontados con más eficacia mediante una acepta­ción más amplia en las colectividades nacionales de los fines y procedimientos de la ciencia, y mediante la di-

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fusión educativa de su fe humanista. En esta fe no hay promesa de una utopía en la que estén satisfechas todas las necesidades corporales y espirituales; éstas cambian en el curso de la historia, y los lujos intelec­tuales y materiales de ayer son las necesidades de ma­ñana. Tampoco puede la fe común de las ciencias prometer la sabiduría social que da a todos los hom­bres felicidad, justicia y libertad y que llena su vida de belleza, pues la definición de estos ideales cambia con los siglos. La fe de la ciencia en las posibilidades inagotables de la inteligencia y la habilidad humanas promete, sin embargo, que los nuevos conocimientos traerán nueva sabiduría. Si llegará tal sabiduría y si será mejor que la antigua, habrá de decidirlo el por­venir por la humanidad.

Reproducción autorizada por The Yale Review. (Q 1962' by Yale University Press.

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La política extranjera de Estados Unidos y las bendiciones de la

libertad Por Samuel 7\agg Btmis

EN tanto que los historiadores debaten sobre la

filosofía de la historia y los filósofos acerca del

significado de la historia, e incluso acerca del sig­

nificado del significado, ¿no podríamos casi todos nos­

otros llegar al acuerdo de que la historia, entre sus otros

grandes atributos, tiene una cierta utilidad? Un ser­

vicio principal de la historia es que, al ampliar nuestra

experiencia individual y universalmente hasta límites

anteriores a los de nuestra vida, fortalece nuestro jui­

cio cuando hemos de habérnoslas con problemas del

presente y cuando medimos nuestras esperanzas para

el día de mañana, y no diré nuestras posibilidades de

influir sobre el futuro. Evidentemente, nuestra expe­

riencia histórica ha de estar validada por la erudición

crítica. La experiencia también debe ser evaluada y

vuelta a evaluar en relación con el presente, siempre

cambiante según nos movemos hacia el futuro. Como

todos los procesos sociales, la evolución y el ejercicio

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de la política extranjera tienen lugar en el espacio y en el tiempo. En el caso de los Estados Unidos se diría que el espacio está aumentando y el tiempo se está acortando. Tienen lugar en el espacio y en el tiempo, pero también han de ser medidos en términos de los valores humanos.

¿Puede la historia diplomática de los Estados Uni­dos fortalecer nuestro juicio al enfrentarnos con los problemas de hoy, que incluyen nada menos que la supervivencia de nuestra nación y de los principios que representamos en el mundo? Únicamente si rela­cionamos nuestra experiencia histórica con las etapas sucesivas de las políticas y la potencia mundial en las que ha actuado la diplomacia norteamericana, para bien o para mal, durante casi dos siglos. Y solamente si medimos la historia de la política extranjera de los Estados Unidos en términos de los propósitos funda­mentales y de los valores de nuestra vida como nación y nuestra decisión como pueblo de conservarlos.

Hemos oído hablar mucho en estos tiempos de la necesidad de un propósito nacional y de la formulación de objetivos nacionales conducentes a una vida loable. Como si el propósito nacional no hubiese sido formula­do hace ya tiempo en los principios de nuestra Declara­ción de Independencia: "vida, libertad y la busca de la felicidad". Y en el preámbulo de nuestra Constitu­ción: "para formar una Unión más perfecta y esta­blecer la Justicia, asegurar la Tranquilidad interna,

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fomentar el Bienestar general y asegurar las Bendi­

ciones de la Libertad, para nosotros y para nuestra

Posteridad..."

Esta declaración básica describe la razón de ser

original de nuestra nación. "En cualquier período —en

las palabras de Leonard Kricger escribiendo acerca

de Carlos Marx— la clase de actividad en que los

hombres están más interesados, la que juzgan más

importante, matiza y da color a todo lo demás."

Fue la libertad lo que dio el tono y el color a las ac­

tividades de nuestros compatriotas al nacer nuestra

nación. Las bendiciones de la libertad fueron los fun­

damentales "derechos de los ingleses" derivados de las

Cartas coloniales y más tarde desarrollados a lo largo

de los siglos XVII y XVIII en consonancia con las cos­

tumbres constitucionales norteamericanas, que se apro­

piaron la Ley de Derechos de 1688 del Parlamento

británico. Estas libertades del individuo son los va­

lores representados por los Estados Unidos a través

de su historia en medio de los cambios del cuadro po­

lítico y de la distribución de la fuerza en el mundo

de las naciones. Son los valores que invocamos hoy,

ahora, para todos nuestros ciudadanos. Son también,

en medida variable, los valores de los pueblos del

mundo que conservan su libertad. "Junto con nosotros,

y a lo largo de toda la historia —escribió Albert

Camus poco antes de morir— rechazan la servidum­

bre, la falsedad y el terror". Estos valores consti-

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tuyen nuestro patrimonio de libertad, "leyes, libre albedrío, fe en Dios", como canta el antiguo himno, "generoso regalo de los siglos".

No nos ha faltado un claro propósito como nación. Lo que parece que nos ha faltado es el darnos cuenta de manera continuada de tal propósito, de esas con-génitas "bendiciones de la libertad". Lo que parece que hemos venido perdiendo es la decisión de lograr que prevalezcan, cueste lo que cueste, en la estrategia his­tóricamente mudadiza de la defensa de Norteamérica y de su diplomacia. En cuanto a los objetivos condu­centes a una vida loable, dependen de la superviven­cia de la libertad.

Así como durante los dilatados siglos de la geología los movimientos de las masas terrestres llevaron con­sigo cambios inevitables en el número y en la forma de los continentes, en su identidad, en su clima y en las criaturas que en ellos vivían, así a lo largo de la historia de las relaciones internacionales los cambios en la balanza del poder han influido sobre la configu­ración, el número, la identidad y la política de las naciones y de sus pueblos en el más breve período de la historia del hombre. Los gobiernos han tenido que adaptarse a estas mudanzas geopolíticas so pena de hundirse en medio de las naciones en combate. Estas vicisitudes, a veces de ocurrencia paulatina y otras acuciosas y revolucionarias como en la historia de la geología, han servido al historiador diplomático hasta

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ahora como hitos que le han ayudado, igual que las

capas de la corteza terrestre ayudan al geólogo, a de­

terminar de dónde vinimos como nación, en dónde

estuvimos, en dónde nos encontramos y quizá, pero

solamente quizá, la dirección que tomaremos.

Quisiera proponer la idea de que en la historia de la política extranjera de los Estados Unidos ha habido cinco etapas, o cambios, que se han presentado lenta o rápidamente, a las cuales podemos dedicar nuestra atención en estos momentos: los tres largos siglos de los que salió el sistema estatal europeo, antes de la Re­volución Norteamericana; la fugaz era de la Revolu­ción y la emancipación, 1776 a 1823; el siglo pos­terior a 1815, siglo de aislamiento y seguridad; el nuevo aspecto que tomaron la hegemonía y la política a finales del siglo xix, preludio de las guerras mun­diales del XX; y la actual guerra fría al iniciarse la época presente, nuestra, atómica y veloz en su pro­greso.

LA primera gran mutación geopolítica con que el

historiador de la política extranjera norteameri­

cana necesita encararse, aunque solamente pre­

cisa ser citada aquí de pasada, fue desde el Medite­

rráneo al Atlántico. Llevó al descubrimiento y a la

colonización del Nuevo Mundo, en coincidencia con la

aparición de los estados nacionales de Portugal, Es-

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paña, Holanda, Francia e Inglaterra en las márgenes

atlánticas del nuevo sistema europeo. Podemos incluir

entre los 1492 y 1776 la época de las guerras dinásti­

cas y coloniales de Europa, a finales de las cuales

sobrevino la independencia de los Estados Unidos,

rebelados contra la soberanía británica con el apoyo

de la alianza francesa.

NUESTRA independencia nacional introdujo una

segunda mutación de importancia en la distri­

bución de la fuerza. La era de la emancipación

incluyó tres violentas revoluciones políticas en el mun­

do de Occidente con su secuela de guerras: la revo­

lución norteamericana, la revolución francesa y las re­

voluciones de Iberoamérica. Gracias a las necesidades

de Gran Bretaña y de España durante las guerras

de la revolución francesa, el Presidente Washington,

aquel estadista sabio, patriótico, de clara visión y

juicio sensato, quizá algo lento como pensador, pero

de ningún modo el "perplejo" o senil estadista que

algunos quieren presentarnos, pudo conservar la neu­

tralidad de los Estados. Unidos y liberar el territo­

rio norteamericano del antiguo Noroeste de la ocu­

pación británica, mediante su tratado de 1794 con

Inglaterra, y abrir el Mississipí hasta el mar, así

como liberar el antiguo Sudoeste de la ocupación es­

pañola mediante su tratado de 1795 con España. Fue­

l l a

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ron éstos los dos primeros tratados negociados por el

Gobierno nacional. Esa era la palabra que George

Washington empleaba constantemente: "nacional".

Tuvo Estados Unidos otros importantes golpes de

suerte como consecuencia del ciclón que en Europa

soplaba. Gracias a sus complicaciones en Europa du­

rante el mandato presidencial de Jefferson, Napoleón

Bonaparte hubo de abandonar sus proyectos de esta­

blecer nuevamente un imperio colonial francés en el

valle del Mississipí. Resultó de ello la adquisión de

la Louisiana, que duplicó de la noche a la mañana el

territorio de los Estados Unidos al cabo de algo más

de un cuarto de siglo desde la declaración de inde­

pendencia.

La usurpación llevada a cabo por Napoleón en Es­

paña sirvió de pretexto para las revoluciones iberoame­

ricanas. Para lograr la neutralidad de los Estados

Unidos durante la guerra colonial española, y con la

vana esperanza de evitar que la república del norte

reconociera la independencia de los nuevos estados en

el sur, Fernando VII, el restaurado monarca, firmó

el llamado Tratado Trascontinental de 1819, colocan­

do a Florida bajo el pabellón de los Estados Unidos y

reconociendo explícitamente la posición soberana de

los Estados Unidos en la costa del Pacífico, siendo

ésta la primera vez que una potencia extranjera hacía

tal cosa. Poco tiempo ' después, el temor sentido por

Estados Unidos e Inglaterra, de que pudiese sobrevenir

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una intervención europea en Iberoamérica, motivó la

declaración unilateral del Presidente Monroe, claro

está que lanzada desde detrás del muro de madera de

la flota británica, pero en lo que llama Dexter Per­

kins un "valiente tono republicano".

Estos sucesos, trascendentales y felices, no aconte­

cieron dentro de la neutralidad deseada por los fun­

dadores de la política exterior de los Estados Unidos.

En las guerras generales de Europa nunca hemos po­

dido disfrutar enteramente de la neutralidad. Por uno

u otro motivo, estas guerras se extendían a los océanos,

dejaban de ser "corrientes" y limitadas de manera

estricta al contiente de Europa, como George Wash­

ington creyó que ocurriría y como dijo en su oración

de despedida. La neutralidad de los Estados Unidos

se rompió dos veces en los primeros cincuenta años

de su independencia, y sufrió dos colapsos más duran­

te los últimos cincuenta.

Incluso durante las dos guerras que marcaron los

dos primeros quebrantos de la neutralidad norteame­

ricana, Estados Unidos no buscó aliarse con el ene­

migo de su enemigo: ni con Gran Bretaña contra

Francia durante la "cuasi guerra" de 1798 a 1800, ni

con Napoleón durante nuestra segunda guerra contra

Gran Bretaña, de 1812 a 1815. La experiencia de

nuestros fundadores de las complicaciones derivadas

de la vital alianza con Francia durante la revolución

confirmó su aversión hacia otras alianzas comprome­

t o

Page 123: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

tedoras y la desconfianza hacia ellas de sus sucesores.

Esta desconfianza dominó la política exterior norte­

americana durante los próximos cien años de política

mundial.

En general, la política recién instaurada dio resul­

tados aceptables bajo la dirección de estadistas de la

era de la emancipación, naturalmente dotados para

la política internacional.

LOS tratados de paz de Gante y de Viena presa­

giaron otro cambio en nuestro centro de grave­

dad geopolítico, desde el Atlántico al valle del

Mississipí y desde allí al océano Pacífico. Durante el

siglo de aislamiento que siguió, la seguridad de una

nación en expansión fue mantenida por el más peque­

ño de todos los ejércitos regulares, que apenas era

otra cosa que una fuerza para la pacificación y domi­

nación de las tribus indias, y una marina de igual

poca importancia. Todas las fuerzas armadas en su

conjunto eran inferiores a las del más pequeño país

de Europa. Claro está que no estoy hablando de los

ejércitos y marinas improvisados durante la guerra

con Méjico, ni durante la guerra local de la indepen­

dencia del Sur, fuerzas que fueron prontamente des­

bandadas al acabar los conflictos.

Descontando la conservación de la Unión, el logro

121

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más importante de la nacionalidad norteamericana durante el siglo xix fue la expansión de la nación a todo lo ancho del continente vacío hasta las costas del "otro océano". Estableció la base territorial de los Estados Unidos como potencia mundial y como el bastión de la libertad que es hoy. Gracias a las gue­rras europeas y a sus consecuencias en el Viejo Mundo y en el Nuevo, y a las reiteradas colisiones de las amis­tades y enemistades europeas, Estados Unidos pudo duplicar su territorio nacional apenas pasados cin­cuenta años desde los ti atados de Gante y Viena. Esta consumación continental ocurrió durante un período de lo que el profesor C. Vann Woodward ha llamado tan felizmente "seguridad gratis". Fue durante este largo período de relativa paz en los grandes océanos cuando los objetivos importantes de la política exte­rior de los Estados Unidos fueron atacados y logrados en buena medida.

El redondeamiento de la República Transcontinental —logrado salvo por esta excepción gracias a una di­plomacia de paz entre 1783 y 1867— conoció una guerra internacional. Supongo que existe un acuerdo general a ambos lados del río Grande sobre el hecho de que la guerra de 1846 a 1848, entre los Estados Unidos y Méjico (que no fue la única guerra entre dos países americanos en este período), se hubiese podido evitar si las dos naciones hubieran sido firmantes de los acuerdos en favor de la paz del siglo actual : Acuer-

122

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do Mejicano-Norteamericano, Acuerdo Interamericano y Naciones Unidas. Los historiadores y los estadistas de los Estados Unidos, desde John Quincy Adams, William Jay y Abraham Lincoln hasta Woodrow Wil­son, Justin Smith y Eugene Barker, han debatido la justicia de esta guerra con Méjico, y ninguno de ellos con objetividad perfecta. Mas yo personalmente jamás he encontrado a un norteamericano deseoso de repu­diar la política exterior del Presidente Polk, y la gue­rra civil que sobrevino después, devolviendo a Méjico el territorio comprado por el Tratado de Guadalupe Hidalgo y la Adquisición Gadsden que vino después. ¡Qué conmoción causó en 1917 el telegrama Zim­merman cuando propuso oficialmente que Alemania, el Japón y Méjico se unieran para recobrar "las pro­vincias perdidas"!

Las razones del fácil éxito de los Estados Unidos durante los siglos xvm y xix fueron: nuestra situa­ción separada y distante", según las conocidas pala­bras de la oración de despedida de Washington; las calamidades de Europa, que repercutieron en ventaja de los Estados Unidos, cosa que desde luego barrun­taron nuestros primeros estadistas y advierte más cla­ramente el historiador hoy; y la situación del Canadá, de hecho un rehén, en caso necesario, de la paz entre Estados Unidos e Inglaterra durante el siglo británico y en tiempos más recientes eslabón de la solidaridad y alianza anglo-americana en el turbulento siglo XX.

123

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Hubo otros factores más favorables aún a la paz que matizaron de benignidad la situación geopolítica del Canadá. Las simpatías culturales, las afinidades demo­gráficas y las relaciones económicas unieron a los pue­blos norteamericano y canadiense cada vez más en paz. Y, además, la disposición siempre pacífica del pueblo canadiense y su falta de preparación para gue­rrear. No cabe dudar que nunca hubiese estallado una guerra con los Estados Unidos por culpa de ese pueblo, o por culpa de una proporción importante de él.

Así, la política extranjera norteamericana se adap­tó por instinto y sin violencia a la configuración in­mensamente favorable de la política mundial durante las tres últimas cuartas partes del siglo xix. Era tal nuestra seguridad a prueba de errores que no nece­sitamos ser muy políticos. Algunos sabihondos llegaron a pensar que ni siquiera necesitábamos representacio­nes diplomáticas en el extranjero. ¡Maravilloso siglo, feliz de tan fortuita manera para nuestra nación! ¡Años afortunados, dorados, idos, de inocencia ven­turosa, aislados del mundo que nos rodeaba!

En el siglo Xix, esto es, a partir de 1815, el peligro para nuestra nación fue interno. ¿No es demostración de la situación segurísima en que nos hallábamos el hecho de que pudiéramos permitirnos una guerra civil sin lesionar de manera permanente nuestra política exterior, cosa sin precedentes? Mas, ¿puede nuestra experiencia diplomática de ese siglo reforzar nuestro

124

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juicio para atacar los problemas del siglo presente y

para calcular lo que podemos esperar del futuro?

La feliz era del aislamiento y de la despreocupación

se iba acercando a la "vertiente" de la década de 1890.

El cuarto gran desplazamiento político del eje de la

política extranjera y de la diplomacia norteamerica­

nas fue ahora desde el este-oeste al norte-sur: al istmo

de América Central y a sus islas, ciudadelas que se

extendían por ambos océanos.

Un fenómeno sin precedentes en la política mundial

inició la mudanza hacia finales de siglo, la repentina

aparición de tres nuevas potencias mundiales: Ale­

mania, los Estados Unidos y el Japón. El advenimiento

de dos de estas tres potencias, cada una de ellas con

un ejército de primer orden y una flota de primer

orden también, aunque en construcción aún, fue un

gran portento para la tercera, los Estados Unidos, y

también para el Imperio Británico, en su apogeo.

Ni Alemania ni el Japón contaban con rehenes ami­

gables que pudieran compararse con el Canadá como

instrumento de relaciones amistosas con los Estados

Unidos. Antes al contrario, Estados Unidos habia

brindado al Japón en futura prenda a Alaska, cuando

la compró en 1867, y otro rehén inmediato cuando se

apoderó de las islas Filipinas en 1898. El Japón podía

amenazar Alaska y las Filipinas; era concebible que

Alemania pudiera amenazar nuestras costas del At­

lántico y del Caribe. Para hacer frente a estas contin-

125

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gencias Estados Unidos confiaba en su nueva flota, construida para operar en un solo océano, que podía enfrentar con la alemana en el Atlántico (en caso de neutralidad británica) o contra el Japón en el Pacífico. Un canal norteamericano, dominado por Estados Uni­dos contra cualquier enemigo, vino a ser una necesi­dad más imperativa que nunca para trasladar la flota de uno a otro océano, según las circunstancias pudie­ran exigirlo. A finales de siglo a nadie se le ocurría pensar, ni siquiera a Alfred Thayer Mahan, en la posibilidad de una guerra en los dos océanos al mis­mo tiempo.

Pudiera uno pensar que fue la cuestión del istmo lo que estimuló a los partidarios de la expansión en 1898. Encontraron la histeria popular acerca de Cuba conveniente para su "gran política" de dominar el radio estratégico del futuro canal. Las intenciones estratégicas, la opinión publica y la presión de la política de partidos se combinaron para empujar al Presidente McKinley, muy en contra de sus deseos, a participar en la guerra entre Cuba y España, cuyos resultados fueron la independencia de Cuba y la des­aparición de España del Nuevo Mundo. Otro resultado completamente inesperado fue la adquisición de las islas Filipinas y todas las complicaciones, aún no pre­vistas, para los Estados Unidos en el Lejano Oriente que de ello derivaron. En varios ensayos publicados durante la primera década de este siglo, el capitán

12<¡

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Mahan dictó sus postulados famosos acerca de la política de los Estados Unidos como potencia mundial, que nos sentimos tentados a expresar en síntesis: en América, predominio; en Asia, colaboración; en Eu­ropa y en Africa, inhibición. Tan grande era el peso de la tradición que ni Mahan ni ningún otro estu­diante de estrategia que yo conozca, se aventuraron a combinar estos tres conceptos en una estrategia global. Tanto mandaban los preceptos de toda una época de aislamiento feliz, que únicamente un puñado de pen­sadores políticos en este lado del Atlántico, tales como Mahan, Theodore Roosevelt, el joven diplomático Le­wis Einstein y, quizá, el coronel E. M. House, pudieron comprender lo que para Estados Unidos implicaría un desplazamiento de la balanza de fuerza resultante de una victoria alemana en cualquier guerra con Gran Bretaña. Incluso Theodore Roosevelt concentró toda su atención sobre la reforma interior al llegar 1912. Du­rante la campaña presidencial de ese año, ni el Nuevo Nacionalismo de Roosevelt, ni la Nueva Libertad de Wilson tuvieron gran cosa que decir acerca de la po­lítica internacional ni sobre la preparación militar. Cuando estalló la guerra inesperadamente dos años más tarde en el Viejo Mundo, esto no alarmó gran cosa a nuestro pueblo en un principio. Parecía tratarse de algo muy remoto, de algo así como la colisión entre dos lejanas estrellas pertenecientes a otra galaxia. Woodrow Wilson recomendó a sus compatriotas que

127

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permanecieran neutrales tanto mentalmente como de hecho.

Una cosa pudiera haber resultado evidente al ir des­arrollándose la guerra: si ganaba Alemania, Estados Unidos tendría mucho que perder de resultas del des­plazamiento de la fuerza, mirado el asunto desde el punto de vista de la seguridad futura de la República y de los valores que en el mundo representaba; si Gran Bretaña y sus aliados lograban la victoria, nada habia que recelar, al menos en el Atlántico y su mundo, y esto lo demostraron los hechos.

Quisiera uno creer que Wilson vio este problema geopolítico claramente, como Theodore Roosevelt em­pezó a verlo cuando, en 1915, volvió a dedicarse a la política exterior por juzgar que prometía más en el terreno de la política interior que el asunto de la re­forma interna. Quisiera uno creer que Wilson pesó las disyuntivas y decidió utilizar la influencia y la fuerza de los Estados Unidos en favor de la seguridad nacional y de las básicas libertades anglo-americanas. Pero Wilson, apoyado por la mayoría de sus conciu­dadanos, se aferró durante tres años a las viejas fór­mulas de décadas pasadas. Dentro de la neutralidad, eligió una política de neutralidad que insistía en su­poner a Alemania "estrictamente responsable" —en lugar de aguardar a una adjudicación posterior— de los perjuicios causados a las vidas y la propiedad de los norteamericanos neutrales por los ataques ilegales

128

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de los submarinos alemanes contra barcos mercantes de las naciones beligerantes, armados o sin armar, y por fin contra barcos mercantes neutrales norteame­ricanos. Esta elección fue lo que con el tiempo preci­pitó una combinación de otros factores bien conocidos —económicos, psicológicos y políticos— que llevaron al tercer quebrantamiento de la neutralidad norteame­ricana, cuando Wilson no pudo lograr que se firmase una paz negociada entre los beligerantes.

La guerra submarina sin restricciones de los ale­manes acabó por torpedear la política de neutralidad de Wilson. Los archivos alemanes capturados han acla­rado la controversia que hoy va muriendo y que sus­citaron los partidarios de la revisión en 1929-38. Los recientes estudios de estos archivos, llevados a cabo por Karl E. Birnbaum y Ernest R. May, han refor­zado las conclusiones presentadas por Charles Sey­mour hace una generación, basadas en lo averiguado por la comisión del Reichstag alemán que investigó las causas de la primera guerra y de la derrota, co­misión investigadora que utilizó los mismos documen­tos. Analizada la cuestión, la ley internacional y la reacción de los Estados Unidos resulta que no tuvie­ron nada que ver con la decisión del alto mando alemán de recurrir a la guerra submarina sin restric­ciones contra barcos neutrales y beligerantes igual­mente, único método —así lo creyeron para su desgra­cia— de hacer que Gran Bretaña cayera de hinojos

12S

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en menos de tres meses al quedar cortadas sus comu­nicaciones con ultramar, por el procedimiento que fuera.

Para Estados Unidos, el valor real y muy importante de la victoria sobre Alemania en 1918 fue la conser­vación temporal de las bendiciones de la libertad tras un seguro equilibrio de fuerzas en el mundo atlántico, a lo que siguió un ajuste diplomático con el Japón que prometía, al menos, conservar el equilibrio en el Pa­cífico.

Después de Versalles, y luego de los tratados de Washington de 1922, cuando una vez más parecía que el Nuevo Mundo no corría peligro, llegado de allende los mares, desde el este o desde el oeste, Estados Uni­dos, en marcha la restauración del partido republicano, volvió a la tradicional política internacional de Was­hington, Adams y Monroe, que tan buenos resultados dio en una era geopolítica ya desaparecida. Las ideas y los planes de nuestros estrategas militares llegaron a juzgar que nuestra intervención de 1917-1918 en Europa había sido un accidente, y esto aunque los mismos pensadores se daban cuenta de que el equili­brio del poder y la seguridad de Estados Unidos ha­bían dependido de sucesos al otro lado del Atlán­tico.

Y así, los Estados Unidos, impulsados por tradi­ciones de otra era que solamente fueron interrumpidas por la primera guerra mundial, se prestó Voluntaria­

do

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mente a ayudar a echar por la borda la victoria de 1918. Desmovilizó su ejército y limitó sus fuerzas na­vales con tratados y con el ejemplo. Este retorno al aislamiento fue una adaptación instintiva al falso cua­dro de paz que pronto desaparecería cuando unos dictadores extranjeros se alzaran para desafiar el equi­librio de fuerzas en una guerra nueva y aún más te­rrible. Nuestros maestros y predicadores, nuestros es­tadistas y legisladores, incluso nuestros estrategas mi­litares y algunos de nuestros historiadores habían calculado erróneamente la política extranjera de los Estados Unidos. La legislación protectora de la neu­tralidad que de ello resultó únicamente sirvió, por así decirlo, para impedir nuestra entrada en la primera guerra mundial. Una vez más se rompió la neutralidad norteamericana, la cuarta vez en nuestra historia, y a los dos o tres años de ser aprobada la legislación neutralista de 1935-1937.

Apenas cesó el batallar y sobrevino la victoria de la segunda guerra mundial, prueba desesperada de he­roísmo y de los recursos bélicos de los aliados victo­riosos, cuando surgió un nuevo movimiento de revisión histórica, tomando como motivo el desastre de Pearl Harbor, para condenar la política exterior de Fran­klin D. Roosevelt, igual que los revisores de la gene­ración anterior, repudiaron la de Wilson.

A partir de 1945, los historiadores han estudiado el tema de los Estados Unidos y la segunda guerra mun-

131

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dial, y lo han hecho sin prescindir de la polémica,

de la impugnación, los prejuicios, el apasionamiento

y el dolor personal. Al examinar estos combates de

historiógrafos, hemos de recordar que una vez más,

en 1939 era mucho lo que se podía perder, acaso todo,

si las potencias del Eje alcanzaban la victoria. Resulta

difícil comprender cómo puede dudarse que Estados

Unidos y todo el hemisferio occidental hubieran corri­

do gravísimo peligro, inmediato o próximo, si el Pre­

sidente Roosevelt se hubiera cruzado de brazos a la

vista de las leyes en favor de la neutralidad y hubiese

tolerado que Hitler, Mussolini y el Japón hubieran

destruido el equilibrio de fuerzas mediante una derrota

de Gran Bretaña y de su Comunidad de Naciones,

fuera en el Atlántico, en el Pacífico, en el sudeste de

Asia, en la India o en Australia.

Los nuevos ejercitantes de la revisión, singularmen­

te Charles A. Beard, no omitieron señalar que luego de

luchar en la segunda guerra mundial a un precio es­

pantable, hoy nos encontramos ante un peligro mayor

que el de nunca. ¿Quién negará este hecho atemori-

zador? Mas la presencia de un nuevo peligro, como nos

ha recordado el profesor Eugene C. Murdock, y tam­

bién los alemanes, no es argumento válido contra

la manera en que se liquidaron los anteriores. ¿Nos

hubiera sido posible vivir como nación libre, guarda­

dora de las bendiciones de la libertad, conjuntamente

con nuestros aliados, si la Alemania nazi, el Japón

132

Page 135: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

imperialista (para no citar a la Italia de Mussolini)

hubiesen ganado la segunda guerra mundial?

Nuestro gran error, si se permite la presunción de

señalarlo, en la diplomacia de la segunda guerra mun­

dial no fue el audaz abandono por parte de Roosevelt,

valiente, aunque no fuera muy sincero con sus elec­

tores, para salvaguardar el legado de nuestros padres

aunque arriesgara una guerra global, sino su cálculo

equivocado de la naturaleza y las fuerzas de la po­

lítica soviética, su ¡nocente creencia de que podría

colaborar con la fuerza revolucionaria rusa una vez

que la Unión Soviética no necesitara semejante colabo­

ración, una vez que se hallase victoriosa en medio

de la isla mundial que es Eurasia. Este Presidente,

dado a las corazonadas y a la esperanza, confió en la

política de Teherán y El Cairo, ya anticuada por la

torrentera de sucesos en Europa y en Asia. Después de

Yalta, la tradicional política norteamericana con rela­

ción a China se desmoronó en el continente asiático.

¿Qué se hizo de la "puerta abierta"?

UNA vez más, después de la derrota y de la

rendición de las potencias del Eje en 1945, el

Nuevo Mundo parecía estar seguro, como pa­

reció que estaba seguro después de la primera guerra

mundial, y una vez más sentimos inclinación por reti­

rar nuestras fuerzas de Europa y de Asia, esta vez

133

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para entregar nuestra suerte en manos de una nueva

sociedad de naciones. Estados Unidos hizo con sus

esperanzas un gallardete de la bandera de las Naciones

Unidas, según palabras del Presidente Truman. Poco

duró esta ilusión de seguridad. Diciéndolo en las pa­

labras de James B. Conant, "El golpe de estado de

Praga, el bloqueo de Berlín, la guerra de Corea, de­

mostraron la clase de mundo en que vivíamos, un mun­

do dividido, y la división era ancha y profunda. Se

luchaba por la libertad".

La "cosecha soviética" (feliz frase de Langer y

Gleason) al final de la segunda guerra mundial intro­

dujo la última, la más nueva y la más rápida distri­

bución de fuerzas. Acompañando a este nuevo despla­

zamiento geopolítico, a este cambio, el más revolucio­

nario de la estrategia defensiva y diplomática de los

Estados Unidos, vemos el siguiente conjunto de fenó­

menos, que cambian por completo la situación" de

Estados Unidos en el mundo:

1. La revolución tecnológica y científica de nues­

tros tiempos, que trajo de súbito la era atómica en

Alamogordo, a las cinco y media de la mañana del

16 de julio de 1945.

2. La desintegración de los viejos imperios del

siglo XIX y del XX —alemán, japonés, italiano, bri­

tánico, francés, holandés y belga— y la aparición en

lugar de sus colonias de muchas naciones nuevas, con

134

Page 137: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

un ideario occidental, pero lo bastante débiles para

producir un vacío de poder que va en aumento.

3. Aparición en su lugar de un nuevo imperialismo

rojo, que domina y subyuga a sus satélites cercanos

de manera más imperiosa que los imperios occiden­

tales gobernaron en sus colonias ultramarinas de Asia

y Africa. Se trata de un nuevo sistema de colonización,

nuevo y agrio, que se va extendiendo hasta el hemis­

ferio occidental desafiando la Doctrina de Monroe.

4. La aparición de una marea creciente de gentes

de color.

5. La reagrupación de las antiguas potencias mun­

diales, subsidiarias de las dos superpotencias que se

encuentran frente a frente junto con sus aliados en

tres campos de batalla: en el extremo límite de los

dos grandes océanos a cada lado del nuevo eje geo-

político que se dobla sobre el Polo Norte.

6. Posible supremacía militar de la Rusia Sovié­

tica, aliada con la China comunista, en la Isla del

Mundo.

7. Terminación de la libertad de los mares, y

amenaza de supremacía naval rusa, que pudiera salir

de su gran masa terrestre hasta los grandes océanos

con una poderosa flota de submarinos y todas las im­

plicaciones de los bombardeos desde puntos cercanos

a la costa sobre nuestras ciudades, en el Atlántico y

en el Pacífico, así como destrucción de buques de

135

Page 138: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

superficie, trátese de flotas de guerra anticuadas o de

una marina mercante inerme.

8. Un equilibrio del terror en el aire y en el es­

pacio allende los límites de la atmósfera aun con­

serva un equilibrio precario entre la libertad y la

esclavitud en el mundo.

Además de estos factores revolucionarios de la cam­

biante configuración internacional, hay en éstos, nues­

tros tiempos, un factor aún más dinámico y de im­

plicaciones incalculables: la gran explosión demográ­

fica de los pueblos pululantes del mundo.

Con objeto de hacer frente al proteico cuadro de

la era atómica, así que acabó la segunda guerra mun­

dial, Estados Unidos se lanzó a una revolución diplo­

mática. Volvió a comprometerse, dentro de la recien­

temente formada Organización de Estados Americanos,

contra la intervención de un estado cualquiera, directa

o indirectamente, en los asuntos interiores o exterio­

res de otro estado americano, o por cualquier grupo

de estados, excepto en consonancia con los tratados

en vigor, uno de los cuales era el Tratado Interameri-

cano de Asistencia Mutua de 1947. Se entregó a gastos

astronómicos en beneficio de amigos y enemigos para

lograr su rehabilitación por encima del nivel de 1939,

y para armarlos o rearmarlos, que ascendieron a miles

de millones de dólares, suma muy superior a la total

exigida por los vencedores a los vencidos en todas las

guerras anteriores, y la corriente sigue fluyendo ince-

136

Page 139: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

santemente hacia la suma de más de cien mil millones de dólares. Perfiló también toda una serie de alianzas distintas y sutilmente calificadas de regionales, bila­terales o defensivas con cuarenta y cuatro naciones dentro de las Naciones Unidas, basadas en las leccio­nes históricas que se suponen derivadas de la expe­riencia de las pasadas guerras mundiales.

Dice la historia, según el argumento corriente, que si el gobierno imperial alemán se hubiera dado cuenta de que Estados Unidos se identificaría con Gran Bre­taña y con sus aliados, no hubiese estallado la guerra de 1914; y que si los Estados Unidos hubieran per­tenecido a la primera Sociedad de Naciones, no hu­biese estallado la segunda. Sea esto cierto o no, se decía que la historia también indicaba que Hitler ja­más se hubiera lanzado a la guerra en 1939 si hubiese sabido que Alemania tendría que luchar contra Esta­dos Unidos y Gran Bretaña firmemente unidos con las naciones occidentales dentro de un remozado sistema de seguridad colectiva. Por tanto, Stalin y sus suce­sores —por entonces todavía no se pensaba en Mao Tse-tung y sus sucesores—, estudiando las lecciones de las catástrofes de Alemania y el Japón, no serían tan insensatos como para iniciar una tercera guerra mun­dial.

Esta conclusión, basada en cosas que pudieran haber ocurrido en relación con las dos guerras mundiales, no resulta, de ningún modo, que sea una lección

137

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histórica concluyente. No es nada seguro que lo que quizá hubiera detenido, y quizá no, al Imperio Alemán en 1914, o dado que pensar a la Alemania de Hitler en 1939, vaya a evitar que Khrushchev, con o sin la China roja, se lance a otra guerra mundial, o que recoja los frutos de una victoria global no dañados por otra guerra, por el sencillo procedimiento de ir ablandando a las naciones occidentales y de ir aumen­tando sus armamentos hasta que sus víctimas, aterra­das y deshechos los nervios, acepten las cadenas de la tiranía para evitar una guerra nuclear.

¿Cómo se han ajustado nuestra política exterior y nuestra diplomacia a este último cambio, el más im­portante de todos? Es aún demasiado pronto para calcular el éxito de nuestra diplomacia en la guerra fría, aunque se sientan vehementes tentaciones de ha­cerlo. No cabe duda que hay pasos que no daríamos si tuviésemos la posibilidad de volver atrás. No cabe duda que no hemos tomado medidas que resulta per­fectamente claro que debiéramos haber tomado. Mas en cuanto es posible analizar el presente, dijérase que la revolución diplomática norteamericana —la más notable de toda la historia de la diplomacia— ha cons­tituido, por lo menos, una reacción imparcial ante las nuevas necesidades de la "prolongada y compleja lu­cha" que el Presidente-Eisenhower, en su charla te­levisada de despedida, legó a su sucesor tan sobria y conturbadoramente.

138

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Si nuestras nuevas alianzas suponen una fuerza con-

junta y ánimos suficientes tanto en el interior como

en el exterior para detener a nuevos agresores, es cues­

tión vital. Son nuestras autoridades militares quienes

tienen que decir si como consecuencia de estos com­

promisos hemos estirado nuestra fuerza militar más

allá de la capacidad propia y de la de nuestros aliados

para desplegarnos y cubrir todas las zonas en las que

existe peligro. Mas ¿acaso la historia desde los tiem­

pos más remotos no inducirá a sus fieles a preguntar

si el dinero, aunque distribuido en grandes cantidades,

para ayudar y con generosidad, puede servir en lugar

de la previsión, del trabajo, del orgullo, del sacrificio,

del valor tanto en el caso del donante como en el de

quien lo recibe? ¿Y acaso nuestra política de conten­

ción, por su misma naturaleza, no cede la iniciativa al

agresor revolucionario? En realidad, no ha contenido

en absoluto en toda la circunferencia alrededor de la

isla global de Eurasia. Y, en tanto, el tiempo ha fa­

vorecido a los comunistas. Han aplastado a Hungría

impunemente. Han penetrado en Laos, a pesar de la

SEATO. Han saltado hasta el Cercano Oriente por

encima de la OTAN y de la CENTO y han llegado

hasta Africa para provocar el caos en el Congo. Han

volado por encima del Atlántico, haciendo poco caso

de la OEA, para establecer otro frente comunista en

Cuba, un cuarto frente que Estados Unidos tendrá que

defender a la misma puerta de su casa. En el Asia

139

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oriental, la "puerta abierta" se ha cerrado. Y en el

hemisferio occidental, ¿ha muerto la doctrina de Mon­

roe, como a dicho Khrushchev?

No cabe dudar que la historia de nuestra política

extranjera en relación con los sucesivos desplazamien­

tos de la fuerza en el mundo, indica que durante los

siglos xviii y xix los Estados Unidos se beneficiaron

temporalmente de una serie de circunstancias muy

favorables, derivadas de un aislamiento sin peligros y

próspero. Y no cabe dudar que aquellos tiempos ven­

turosos no volverán. Ya Estados Unidos no goza de

una situación aislada y lejana, sino todo lo contrario.

Las desdichas de Europa, y las de Asia y Africa, ya

no redundan ventajosamente para Estados Unidos,

pues hoy son las desdichas de Norteamérica también.

Ya el Canadá no es un rehén, sino el eslabón indis­

pensable de la solidaridad anglo-americana.

En cuanto a las grandes guerras de la primera mi­

tad del siglo XX. no nos ofrecen antecedentes en que

podamos confiar para el ajuste de nuestra política

global extranjera durante la segunda mitad del siglo,

a que hemos sido lanzados de modo tan poco propicio.

"No vemos el mundo en perspectiva —ha dicho Dean

Acheson— porque lo miramos con los ojos hereda­

dos de nuestros padres y de nuestros abuelos." Y

pudo decir que de nuestros padres y de nuestros pro­

pios días pasados.

Pues es mucho lo que el mundo ha cambiado desde

140

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que Mr. Acheson escribió esas palabras hace un par de años. Véase Cuba. "El mundo en que nacimos ha desaparecido", dijo Julius A. Stratton, presidente del Instituto de Tecnología de Massachusetts, al cumplir los cien años esta institución durante la primavera de 1961; "y tenemos poca idea, o ninguna, acerca del mundo en que nuestros hijos alcanzarán la madurez. Es esta rapidez de las mudanzas, más que las mudan­zas en sí, lo que constituye el factor dominante de nues­tra época." Cambian las cosas a tan gran velocidad — ¡miremos la Luna!—, que me ha preocupado la posibilidad de que esto pudiera tornar necias estas lí­neas, pues fueron enviadas a la American Historical

Review en septiembre para que fueran publicadas en enero de 1962.

En este mundo que cambia tan velozmente ¿marca aún la libertad la pauta y da color a nuestras princi­pales actividades, como lo hacía en los tiempos de los fundadores de nuestra nación, en los tiempos en que nos legaron sus bendiciones? Contemplemos el tono de nuestro mundo académico. ¿Vienen nuestros estu­dios sociales tendiendo excesivamente a estudiarse a sí mismos, a considerar lo que nos acontece más bien que los peligros y las fuerzas que amenazan nuestra libertad? El estudio excesivo de uno mismo, la crítica exagerada, también debilitan a un pueblo tanto como a un individuo. Hay algo que puede llegar a ser una neurosis nacional. La cultura de una gran nación, nos

141

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advirtió Alfred North Whitehead, comienza a decaer

cuando empieza a examinarse a sí misma.

Un pueblo grande y viril —así definió Theodore

Roosevelt al norteamericano— también puede malo­

grarse cuando se entrega a los goces. El exceso de

estudio de nosotros mismos, así como la excesiva afi­

ción a lo placentero, nos han hecho ir perdiendo de

vista nuestros propósitos nacionales, que no por ello

dejan de estar vigentes. Durante estos últimos quince

años desilusionadores, hemos vivido la crisis mundial

arrellanados en cómodos asientos, envilecidos por una

orgía popular de imágenes y sonidos que adulan por

interés egoísta nuestras más innobles apetencias, con

copia excesiva de juguetes y chucherías, en tanto que

nuestras defensas militares han sufrido a causa de

huelgas insidiosas que buscaban menos trabajo y más

alta paga, y nuestra reciedumbre varonil se ha reblan­

decido espiritual y físicamente en un ambiente de

diversiones. La entrega al placer en masa no puede

existir a la par que la responsabilidad del conjunto.

Una gran nación no puede trabajar menos y conseguir

más en medio de la diversión general en estos tiempos

en los que la fuerza tiene características tan adustas.

¿Cómo han de poder nuestras diversiones sociales

y nuestros cánticos blandengues competir con la dura

disciplina y la compulsión tiránica de gentes esclavi­

zadas que fortalecen los músculos de nuestros malignos

adversarios? Solamente si acertamos a sacrificar librc-

142

Page 145: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

mente en honor de las bendiciones de la libertad lo

que ellos sacrifican por las compulsiones de la tiranía.

Si al medir la política extranjera norteamericana, en

el espacio y en el tiempo, a lo largo de toda nuestra

historia, hallamos escasos precedentes para hacer fren­

te al reto de los cambios revolucionarios perceptibles

en el cuadro global presente, algo seguro hay que nos

resta en esta crisis de nuestra vida nacional: el valor

inalterable de nuestro legado de libertad según nos

enfrentamos con el dilema de nuestra época.

El dilema de nuestra época, en este último y ame­

nazador Gestalt de la fuerza mundial, es si hemos

de mantenernos firmes para defender las bendiciones

de la libertad aun a riesgo de una tercera guerra

mundial que puede destruir la civilización y, con ella,

la libertad y la dignidad del hombre, o si aceptaremos

la revolución y la esclavitud del comunismo, que tam­

bién destruiría esas libertades sin precio y dejaría al

mundo intacto sometido a sus nuevos amos. Aún es­

peramos que haya un camino intermedio que salve

a la libertad. Mas al encararnos con estos dos extremos

del dilema, Bertrand Russell y muchos más a ambos

lados del Atlántico, abogan, después de las lecciones

de Hungría, del Tibet, de Cuba, que aceptemos a los

amos soviéticos y que no insistamos en defender los

derechos del ciudadano inglés, los derechos del hom­

bre, las bendiciones de la libertad. Este es un consejo

derrotista que va en contra de todo lo que estimamos.

143

Page 146: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

Pues si nos mantenemos firmes, diré citando pala­

bras de la crítica de un libro publicada en septiembre

pasado, "consagrados con todo nuestro ser no sola­

mente a la defensa de nuestra patria, sino a luchar

por la causa de la libertad en todo el mundo" aca­

so venzamos, y acaso venzamos sin un Armagedon

final en todo el mundo. Y para citar otras palabras del

mismo autor de cuatro meses después: "...orgullosos

de nuestro legado venerable, pagaremos cualquier pre­

cio, soportaremos cualquier carga, haremos frente a

cualquier trabajo, apoyaremos a cualquier amigo y

lucharemos contra cualquier adversario, para lograr

la supervivencia de la libertad y su éxito".

El historiador de mañana, si es que lo hay, tendrá

que decidir al sopesar históricamente la política ex­

terior de los Estados Unidos si los estadistas de este

gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo,

y también los pueblos de todos los gobiernos aliados

con nosotros poseían, además de la fuerza y la unidad,

la disciplina social, el espíritu de sacrificio, la sereni­

dad y el valor para conservar para sí mismos y para

sus descendientes las bendiciones de la libertad.

Reproducción au'.orizída por The American Historical Review.

144

Page 147: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

LA NUEVA MUSICA Por Russell Smith

LOS compositores que han surgido después de la

segunda guerra mundial comienzan a disfrutar

del súbito aumento de una publicidad elogiosa.

Los críticos que simpatizan con ellos y las más em­

prendedoras de las casas productoras de discos de

música vienen prestándoles un apoyo creciente. Mas

aunque una proporción siempre mayor del público

se muestre dispuesta a escucharlos seriamente, su mú­

sica aún parece dejar a algunos oyentes en un estado

de perplejidad. Por ser yo uno de esos compositores,

oigo con frecuencia que me preguntan: "¿Quiénes

son los compositores jóvenes y qué tienen que comu-• o»»

nicarr Celebro poder decir que no hay respuestas sencillas

a tales preguntas. Los compositores que cuentan hoy

entre los veinte y los treinta y cinco años de edad

forman un grupo de diversidad recalcitrante y jugosa

—eso es lo que los hace interesantes—, y en cualquier

caso es quizá imposible "explicar" verbalmente una

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Page 148: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

música a quien no la conoce. Es muy probable que los compositores dijeran: "Escúchenla, vívanla; no me hagan preguntas acerca de ella." Creo, no obstante, que es posible colocar en perspectiva para el oyente curioso algunos elementos importantes del mundo de los compositores jóvenes, las influencias que han ve­nido actuando sobre ellos y la inmensa variedad de las fuentes de que han podido disponer en los tiempos recientes que son todavía relativamente poco conocidas.

Tal vez una de las dificultades haya sido que los compositores de después de la guerra tienden a mos­trarse tan reservados acerca de su obra como acerca de ellos mismos, pues rara vez son dados a la exube­rancia, al autobombo, o sienten interés por una fácil popularidad. Sospecho que serta arduo dar con un grupo de artistas más aficionados al retiro o más cui­dadosamente instruidos. El norteamericano joven que decide que siente un amor suficientemente fervoroso por la música para abrazar la carrera de compositor, ha de aceptar un período de estudios serios que puede ser tan largo como el de los estudios preliminares del abogado o del médico, y quizá aún más largo. Tal vez se matricule en una de las grandes universidades que cuentan con una buena facultad de música, o en uno de los conservatorios de fama, como el de Juilliard, en Nueva York, y con frecuencia se hallará que ha cursa­do estudios en ambos. Muchas veces habrá tomado clases particulares de un compositor de renombre, sea

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en los Estados Unidos o en Europa. Así que acaba sus estudios se encuentra con lo que ya hace tiempo que sabía, y es que su carrera no puede ofrecerle medios de ganarse la vida. Corrientemente, se encamina a un medio académico, dedicándose a la enseñanza, lo que le permitirá disponer de más libertad que cualquier otra carrera para dedicarse a componer. Pero muchos de nosotros nos dedicamos a componer música comer­cial, o aceptamos empleos desde las nueve hasta las cinco, o, como ocurre en mi caso, colaboramos en revistas.

El hecho de más bulto acerca del compositor de posguerra, sin embargo, no es la manera en que se gana la vida, sino el hecho de que se encuentra ante la serie más espectacular de distintas fuentes musicales que jamás ha tenido a su disposición un profesional. La industria de la música (las escuelas de música, los grupos de concertistas, las bibliotecas, las compañías productoras de discos y las editoriales musicales) se ha desarrollado durante los pasados diez años de ma­nera fenomenal. Esto ha llevado a una actitud relati­vamente nueva acerca de la composición, a hábitos nuevos de pensamiento creador: los jóvenes tratan de manera profundamente típica de sintetizar los va­rios recursos musicales, de enlazar juntas las nuevas tendencias, y lograr un orden nuevo a base de la di­versidad. En contraste con ellos, los compositores de las décadas de 1920 y 1930 se dedicaron, por lo ge-

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neral, a desarrollar un estilo único que trataban de

hacer más profundo y amplio.

Evidentemente, la actitud de los nuevos composito­res no les es exclusiva, pues la mayor parte de la mú­sica perdurable es el resultado de uno o de varios estilos musicales anteriores en una u otra forma. La música del período clásico —por ejemplo, Mozart y Haydn— representa la fusión de varios elementos muy distintos del pasado: uno contribuyó con su habitual sentido de la proporción, de la gracia, de la elegan­cia; otro, con su profundo interés por el contrapunto, y otro, con su atrayente dramatismo. Mas la tendencia a sintetizar está mucho más señalada en la obra de los compositores jóvenes que en la de sus inmediatos antecesores. Y algunos de los elementos con que tra­bajan son completamente nuevos y únicos, lo que refleja, diría yo, los vastos cambios que han alterado el aspecto de la civilización a partir de 1945.

UALES son los recursos contemporáneos de

que dispone el compositor de la posgue­

rra? El primero y el más importante es lo

logrado por los compositores que le precedieron. Duran­

te los años siguientes a 1930 y durante los años de la

guerra, estos compositores lograron por diversos proce­

dimientos toda una serie de estilos y métodos musicales

de muy cumplido acabado, con frecuencia definitivos.

¿c 148

Page 151: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

Los dos que tuvieron mayor influencia fueron de ori­gen europeo: el neoclasicismo, que gira alrededor de la personalidad de Igor Stravinsky, y el método de doce tonos, nuevo sistema de hacer música que perfec­cionó Arnold Schoenberg hace unos treinta años.

Hasta hace poco tiempo estas dos escuelas eran con­sideradas como contradictorias e incompatibles entre sí, y fue mucho el tiempo que se desperdició vana­mente en luchas entre ellas. Hoy sus diferencias se nos antojan menos importantes y ya no se cree que estas dos escuelas sean comparables en ningún sentido real. El neoclasicismo es cierto que posee un vocabu­lario característico y un punto de vista también carac­terístico acerca del ritmo, del contrapunto y de otras cosas. Mas en su esencia no es sino una consagración a cierta estética, un gusto musical, que da especial im­portancia a la idea de la claridad y el orden musical y a la belleza de construcción. Con frecuencia, resucita el espíritu y las normas de anteriores períodos musi­cales, tal como el barroco, ofreciendo tratamientos modernos, insuflados de nueva vida de manera desapa­sionada y objetiva. El método de doce tonos, por el contrario, es más que nada un instrumento para com­poner, aunque esté asociado frecuentemente con ciertos tipos de expresión subjetiva, que es una cierta inten­sidad y vigor de los nervios más frecuentemente que otra cosa.

La diferencia importante entre las dos escuelas, y

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el motivo de muchas de las batallas que entre ellas

tuvieron lugar, es que el método de doce tonos hizo

posible el abandono de la "tonalidad", del idioma de

mucha de la música conocida del pasado, basada en

la escala diatónica de siete notas en la octava.

Puede ilustrarse esta escala de manera más sencilla

que ninguna otra citando el primer ejercicio que

aprende el estudiante de música, la escala en do ma­

yor, compuesta exclusivamente por las teclas blanca*

de un piano.

Hay, claro está, bemoles y sostenidos —las teclas

negras— en la música tónica, pero la base de la com­

posición en ella, sea el autor Bach o Stravinsky, reside

en las relaciones entre los siete tonos de esta escala.

Al atacar la tonalidad, el método de doce tonos no

hizo sino atacar la base de la construcción musical tal

como había sido entendida hasta entonces. Por el

contrario, el neoclasicismo continuó siendo, y es toda­

vía, la más vigorosa declaración de fe en los procedi­

mientos tónicos.

No hay ningún misterio en los fundamentos del

método de doce tonos. La técnica básica es la si­

guiente: el compositor ordena los doce tonos dentro

de la octava (teclas blancas y negras) según una mo­

dulación inventada por él y llamada la fila.

Puede el compositor presentar esta fila de tonos de

muy distintas maneras, del revés, de arriba abajo y

así sucesivamente. Puede trasponerla de tal manera,

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Page 153: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

que comience en cualquier tono. 0 puede utilizar trozos de ella a su gusto, para formar el acompañamiento de la melodía.

Las filas que los compositores consagrados al sis­tema de doce tonos crean hoy suele reflejar una cierta índole de ordenación interior sistemática; por ejem­plo, cuatro grupos de tres tonos, cada uno de ellos unidos a los demás por una única relación constante que actúa como el principio regulador de la pieza según se desarrolla.

El uso de una fila ordenada de esta forma se llama técnica de serie. En varias formas modificadas —que no emplean necesariamente todos los doce tonos— ha influido sobre las obras de casi todos los composi­tores de posguerra. El tiempo ha demostrado, además, que es perfectamente posible reconciliar las técnicas de serie con la tonalidad. Stravinsky las ha empleado en su obra más reciente. Muy pocos compositores de mi generación se han afiliado sin reservas a una u otra escuela, pero la mayor parte de nosotros nos hemos inspirado en gran medida en los logros de las dos, y algunos sentimos hoy el influjo de los compositores europeos de posguerra, que aplican el concepto de se­rie a la organización no solamente de los tonos, sino de las formas rítmicas y el color instrumental.

La influencia del neoclasicismo y del método de doce tonos ya se dejó sentir en todo el mundo des­pués de la primera guerra mundial, y los compositores

151

Page 154: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

de Oslo resultaron tan afectados como los de Chicago.

Una influencia más netamente norteamericana sobre

los compositores jóvenes ha sido la de la obra de un

grupo de hombres, pequeño pero entusiasta, que crea­

ron la primera música auténtica y seria que puede ser

llamada norteamericana por su naturaleza. Dentro del

marco generalmente tónico, tenemos a Aaron Copland,

Roy Harris, Walter Piston, Virgil Thomson y William

Schuman, todos los cuales están asociados, al menos

hasta cierto punto, con un interés por el nacionalismo

musical. Roger Session, que compone en las proximi­

dades del método de doce tonos, pero no dentro de él,

ha llegado a un estilo más cosmopolita y bastante

internacional.

Surgieron en la escena estos hombres en un momen­

to en que la música norteamericana, aunque no ca­

rente de cierto mérito, no era por lo general más que

un reflejo apagado y poco interesante de las obras

europeas de finales del siglo XIX. Presentaron a un

público poco preparado e incrédulo sus interpretacio­

nes personales de la gran revolución musical que ha­

bían observado y estudiado en París, Viena y Berlín

antes de la primera guerra mundial. Allá por los años

posteriores a 1920 y 1930, propagaron con éxito no

ya una música moderna, sino una música norteameri­

cana. Hubo de ser esta una labor difícil, pero sus

esfuerzos han suministrado a la generación de menos

años no solamente un ambiente profesional propicio

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Page 155: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

en el cual trabajar, sino importantes ingredientes mu­

sicales para construir sus propios estilos.

Los compositores de la posguerra han tomado y han

heredado otras fuentes de material musical. Una de

ellas ha sido la música de culturas exóticas y popu­

lares, como la de Bali, a la que ha dedicado buena

parte de su distinguida carrera de compositor Colin

McPhee, o la de Armenia, cuyo idioma musical ha

sido investigado por Alan Hovhaness. Y ha habido

ensayos impresionantes en varios estilos chinos, he­

chos por Chou Wen-Chung, un compositor pertene­

ciente a mi generación. Este trabajo sobre la música

oriental puede ser relacionado con el empleo de ele­

mentos populares nacionales por parte de europeos

como Bela Bartok, de Hungría, y Ralph Vaughan Wi­

lliams, de Inglaterra. Estos dos compositores, tan dis­

tintos, han tenido un gran efecto sobre la música

norteamericana.

Otra fuente de mateiial ha sido la música descono­

cida del pasado, que ha sido descubierta muy reciente­

mente por los eruditos musicales. La musicología ha

florecido hoy para convertirse en una importante dis­

ciplina académica, y muchos compositores han podido

incorporar algunos de sus descubrimientos a sus pro­

pias composiciones. Por ejemplo, hace algunos años,

cuando estudiaba yo en la Escuela de Música de la

Universidad de Columbia, tuve ocasión de hacer algu­

nas investigaciones acerca de la música de Guillaume

153

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Dufay, el más destacado compositor de la escuela bor-goñona que floreció en Dijon en el siglo xv. Se me ocurrió que ciertas técnicas empleadas por Dufay en sus délectables cánticos seculares podrían ser emplea­das para finalidades modernas, y luego de algunos experimentos las encontré perfectamente adaptables.

Mas estos estilos heredados y estos usos de lo pa­sado no son sino parte del cuadro total. El compositor joven tiene que tener en cuenta asimismo los tremendos avances que se han conseguido en el uso del mismo sonido, la introducción de instrumentos nuevos, el magnetófono, un nuevo concepto acerca del silencio en la composición y otras innovaciones. Las posibili­dades de todas ellas tan sólo han comenzado a ser desarrolladas y no se ofrecen al compositor en pa­quetes bien hechos y provistos de marbetes de gran conveniencia. Lo que sigue son únicamente unas breves notas que presentan algunas de las innovaciones más importantes.

A partir del fermento experimental de los años 1920 se ha hecho uso muy concebible de los instrumentos orquestales, tanto en combinación como en cuanto a sus posibilidades sonoias.

Instrumentos relativamente recientes, como el vi-bráfono, que nació en las salas de baile, han sido utilizados para piezas de concierto. Quizá más impor­tante es la aparición de instrumentos que producen su sonido electrónicamente, como, por ejemplo, el "tere-

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min", cuya voz (que pudo oírse durante toda la pe­

lícula Spellbound) tiene una calidad fantasmal, como

de voz humana. Instrumento más valioso y práctico

entre los electrónicos es el llamado Ondes Martenot,

muy usado hoy en Francia, que tiene un teclado y re­

gistros, como los de un órgano, para modular el so­

nido que produce.

Los compositores han aprendido a modificar el so­

nido de instrumentos más conocidos. Los métodos de

John Cage para "preparar" pianos son famosos y

emplea objetos tales como tuercas y tornillos, pedazos

de goma y otros que se colocan sobre las cuerdas y

dan al sonido del instrumento un sabor misterioso y

exótico. Henry Cowell ha compuesto piezas para piano

que exigen que el pianista, en lugar de utilizar el

teclado, pulse y golpee las cuerdas con las manos.

La fuerza creadora más importante del siglo en este

terreno general ha sido Edgard Várese, un compositor

nacido en Francia que hoy vive en Nueva York. Par­

tiendo de la idea de que los ruidos del mundo con­

temporáneo son completamente diferentes de los que

sonaban en rededor de los compositores de antaño,

M. Várese ha procedido a idear usos nuevos para

casi todos los instrumentos, principalmente los de per­

cusión, y algunas veces ha tomado de la vida corriente

sorprendentes fuentes de sonido, como, por ejemplo,

las sirenas de los coches de bomberos.

Y esto no es todo, ni mucho menos. Profundamente

155

Page 158: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

interesado en la ciencia y en su efecto sobre la con­ciencia, M. Várese fue el primero que utilizó al mismo sonido como cantidad susceptible de análisis y medi­ción, casi como cosa tangible, en la composición mu­sical. Todos los ingredientes de sus obras —armonía, melodía, contrapunto— derivaron de las propiedades físicas del sonido logrado musicalmente. El resultado es una música de una belleza "plástica" sui generis.

El oyente siente que está casi en contacto físico con una gran variedad de objetos ordenados en forma que suscita reacciones personales completamente nuevas; el efecto de la música parece absolutamente coherente con mi propio tiempo y mi propio lugar. Ante esta música uno reacciona como pudiera hacerlo ante una notabilísima máquina, o ante un hermoso trozo ar­quitectónico.

Otro interesante compositor dado a la especulación es el norteamericano Harry Partch, que ha desarro-' Hado un sistema tonal con una escala de cuarenta y tres tonos por octava y ha ideado instrumentos ade­cuados a ella. El principal de ellos es una especie de gran guitarra y un instrumento que Mr. Partch llama cloud chamber bowls (boles de la cámara de nubes), esferas huecas de cristal de tamaños distintos, muy hermosas a la vista, que producen sonidos de muy dis­tinto alcance tónico, desde notas graves semejantes a las de un batintín hasta limpios y alegres tintineos.

En las obras de Henry Brant se aprecia otra clase

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de experimento norteamericano. Brant ha sentido in­terés por la "colocación" de la fuerza instrumental y vocal en una composición y en el espaciado psicoló­gico de los efectos que producen. Cuando asistí al estreno en Nueva York de su Milenio II, vi a la mitad de los ejecutantes con instrumentos de metal de la ciudad ordenados a lo largo de los costados de la sección de la orquesta del Great Hall, en Cooper Union, las trompetas a un lado y los trombones al otro, en tanto que el escenario estaba ocupado por un conjunto de trompas, tubas e instrumentos de percu­sión. Hacia el final de la pieza sobrevino una súbita interrupción y una yoz solitaria de soprano llenó el teatro. La muchacha cantora resultó estar recatada entre bastidores cantando ante un micrófono. El efec­to fue sorprendente, muy bello y, para parte del pú­blico, explosivo.

Evidentemente, el silencio es parte integral de cual­quier índole de música. Con él, una composición "res­pira" al acabar una frase, por ejemplo, y siempre ha sido útil para sorpresas, efectos de tensión y cosas semejantes. En nuestro país, sin embargo, ha suscitado gran interés el empleo del silencio para otros efectos musicales. En contraste, los adeptos del grupo de los doce tonos, con sus instintos de "organización total" han tratado de dar forma al silencio junto con otros elementos de la composición dentro de un sistema ce­rrado y consistente consigo mismo. En esto acusan la

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influencia de Anton Wc-bern, austríaco y el más grande

discípulo de Schoenberg.

Por contraposición, John Cage (que en otro aspecto

de su obra ha profundizado en las posibilidades del

azar como elemento de la organización en música)

emplea el silencio como marco dentro del cual aconte­

cen "eventos" musicales accidentales y no premedita­

dos. Encontramos un buen ejemplo en uno de sus ex­

perimentos más exagerados, en el que el silencio rodea

los sonidos extemporáneos de radios (empleados como

instrumentos de un conjunto) sintonizadas al azar. Se

me antoja que esto tiene menos validez que algunas de

las otras obras de Mr. Cage, pero indica la dirección

que han venido tomando los experimentos en este

campo.

De todas las innovaciones mecánicas de la pasada

generación, la que es con mucho la más importante

es la invención del magnetófono de cinta registradora.

Ha hecho posible no solamente el crecimiento de la

industria registradora de música hasta que ha alcan­

zado su inmensa importancia actual, sino que ha ofre­

cido a los compositores un potente medio de modifi­

car todos los materiales musicales que he venido des­

cribiendo. Esta máquina puede ser tocada o empleada

para registrar música a cualquier velocidad que se

desee. Quiere esto decir que una nota de flauta puede

ser desplazada hasta el registro más bajo de un tono

utilizable sin destruir por ello la calidad característica

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del sonido. Dado que la cinta puede cortarse por cual­quier sitio, es posible conservar el sonido de un batin-tín, pero eliminar el del golpe de que nació el sonido. Si invertimos el sentido normal en que pasa la cinta, esto dará calidades extrañas y nuevas a muchos soni­dos, y existen métodos para lograr sonidos continuos. Haciendo una nueva grabación, cualesquiera sonidos, todos los sonidos, pueden ser combinados entre sí, uno por uno o en grupos, y pueden ser modificados aún más mediante el empleo de cámaras de eco y filtros, que dan relieve a los armónicos o los eliminan dentro del sonido, según se desee.

Uno de los hechos más interesantes implícitos en el magnetófono es que el componer "para" él no supone ningún ejecutante. El proceso de componer se trueca así en algo más parecido a la pintura. Prescindiendo del aspecto económico de la cuestión, que ofrece al instrumentista un cuadro poco animador, hay algo descorazonador en la idea de que las delicias de una buena interpretación musical puedan desaparecer al­gún día, al menos en lo que se refiere a la nueva música. Sin embargo, algunos compositores se sienten estimulados por el hecho de que ahora sea posible plasmar una obra en forma auténtica e inmutable, de una vez para siempre, al mismo tiempo que se crea.

La música que incluye el magnetófono como ingre­diente fundamental de su composición recibe nombres diversos. En Alemania, la forma dominante es llamada

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Elektronische Musik. Los compositores de esta escuela

han adoptado por lo general la actitud algo rígida de

que únicamente los sonidos producidos electrónica­

mente —por un oscilador, por ejemplo— es admisible,

y prohiben todo sonido emanado de un instrumento

convencional. Estos compositores se inclinan hacia las

aplicaciones académicas del método de doce tonos.

Afortunadamente, los adscritos a la Elektronische han

comenzado últimamente a abandonar la rigidez de sus

principios.

Hay una versión francesa llamada musique concrete

que todo lo tolera, incluso los elementos ruidosos, pero

al revés que los alemanes, no son partidarios de los

sonidos producidos electrónicamente. Aunque pueda

parecer apenas plausible, el golpeteo de las ruedas de

un ferrocarril, debidamente tratado, puede convertir­

se en ingrediente de una pieza de musique concrete

completamente lógica y delectable. Por añadidura, los

compositores franceses, como Pierfe Boulez, ha creado

música que es más característica de la escuela alemana.

En los Estados Unidos le damos sencillamente el

nombre de tape-music, música de cinta. En ella no

encontramos restricciones especiales y todos los soni­

dos son considerados como utilizables legítimamente,

aunque he observado que los sonidos de origen musi­

cal, particularmente los de instrumentos de percusión,

suelen ser preferidos. Los aciertos norteamericanos más

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Page 163: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

cumplidos en este campo se deben a Edgard Várese,

Vladimir Ussachevsky y Otto Luening.

Un factor diferente en el milieu del compositor jo­

ven es el enaltecimiento del jazz serio. Aunque ya hubo

algunos ensayos en el terreno del jazz durante los

años posteriores a 1030, principalmente debidos a

Duke Ellington (extendiendo, por ejemplo, la frase

de ocho compases hasta doce), la mayor parte de los

ensayos de lograr una música seria de jazz fueron

composiciones afectadas y presuntuosas que únicamen­

te vistieron los adornos habituales de la música de

concierto a las composiciones de jazz, sin conservar

ninguna de las virtudes de una u otra música.

Con la aparición de un muchacho muy justamente

dotado de barba y llamado Jimmy Giuffre, el cuadro

ha comenzado a presentar aspecto mucho más alegre.

Giuffre ha desarrollado una variedad de jazz muy

personal y de estructura severamente razonable, cuya

médula es la eliminación del compás sonado y del

insistente golpear rítmico. Para lograr "jazzificar" su

música recurre al fraseado. Y ha encontrado la ma­

nera de dar lugar a la improvisación, que después de

todo continúa siendo la característica vital del estilo

de jazz.

Giuffre gusta de decir menos de lo que piensa. Su

música susurra, insinúa, hace alusiones con una espe­

cie de elegancia caprichosa que yo personalmente en­

cuentro subyugadora. Pero el pensamiento que yace

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recatado en la composición es aplicable a casi cual­quier cosa expresada en jazz. Una pieza podría gritar a pleno pulmón y la importancia de la obra de Giuf-fre perduraría: la sección rítmica ha sido liberada del tradicional (y exasperante) cometido de marcar el compás. Hay también una cierta independencia nueva entre los instrumentos, y el compositor se ha lanzado en gran medida hacía la más libre de las armonías atónicas.

Los conceptos de Chiffre han atraído poderosamen­te a algunos compositores de música de concierto, particularmente a Gunther-Schuller, hombre de gran talento, perteneciente a mi generación, que ha proyec­tado las técnicas seriales derivadas del método de doce tonos al terreno del jazz con efectos notables. Tam­bién se ha tratado de llevar elementos del jazz a obras de concierto. De entre los compositores jóvenes, Teo Macero es el que hasta ahora ha descollado más en este sentido.

¿Qué porvenir tienen todos estos experimentos? Como ya he indicado, al compositor joven le interesa la síntesis y ha adoptado con valentía los recursos más complejos. Pero la situación no está completa­mente clara ni mucho menos. Algunos compositores nuevos que han descollado han seguido en su desarro­llo una línea fija, y lo han hecho con gran éxito. Por ejemplo, William Flanagan, compositor joven de gran­des dotes, ha adoptado un estilo conservador, pero

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vitalmente expresivo, y ha contribuido con algunos de

los mejores cánticos de arte que existen en la litera­

tura norteamericana.

Tampoco debe creerse que la nueva generación tiene

un monopolio de la síntesis. Aaron Copland, consi­

derado en buena ley como el decano de los compo­

sitores norteamericanos, ha incorporado el neoclasi­

cismo, los elementos folklóricos y matices del jazz

en su estilo de gran personalidad, y en los últimos

diez años ha utilizado también las técnicas seriales. Su

reciente Fantasía para piano es un ejemplo excelente

de una obra consistente, unificada <: imaginativa, ins­

pirada en fuentes muy diversas.

Luego de hechas todas las reservas necesarias, creo

que los compositores norteamericanos harán justicia

a la abundancia y a las posibilidades de las primeras

materias de que están rodeados. Buena razón para

confiar en su vitalidad es, desde luego, la aparición

en estos años de una escuela de ópera auténtica­

mente norteamericana, que en mi opinión es la pri­

mera contribución importante en un sentido nacio­

nal que se ha hecho al arte lírico desde los tiempos

de Richard Strauss y Giacomo Puccini. Este es quizá

el fenómeno más importante, juzgado aisladamente, de

la música norteamericana de posguerra.

Una de las razones por las que los compositores se

lian sentido tan interesados por la ópera creo que es

que les brinda oportunidad de llegar hasta un público

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más numeroso y menos especializado y de escapar de la torre de marfil en que se les ha acusado que se refugiaban (por cierto, acusación que dista mucho de estar justificada, en mi opinión). Y empachados por la música absoluta de la índole de la que puede en­contrarse en los cuartetos para cuerda y en las sinfo­nías, muchos compositores celebran poder trabajar con personajes sobre las tablas. En cualquier caso, hay desde luego un número considerable de compositores norteamericanos que se sienten hoy atraídos por el embrujo irresistible de las tablas superior al de cual­quier otra época anterior. Tal como viene desarrollán­dose en la actualidad, la ópera norteamericana es, además, completamente nacional. The Ballad of Baby

Doe (Balada de la corza joven), por ejemplo, presenta un drama fuerte y tormentoso del enriquecimiento y ruina de un minero millonario en Colorado, y es lema netamente norteamericano. Vanessa, de Samuel Bar­ber, por contraste, evoca la atmósfera recargada de Europa a mediados del siglo XIX, mas, no obstante, su música no podría haber sido escrita más que por un norteamericano. Las óperas inefablemente graciosas y sabias de Virgil Thomson, basadas en las obras de Gertrude Stein Four Saints in Three Acts (Cuatro santos en tres actos) y The Mother of Us All (La ma­dre de todos nosotros), son igualmente nuestras en igual sentido, por mucho tiempo que Miss Stein y Mr. Thomson hayan pasado en Francia.

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El apasionado interés sentido por la ópera está re­flejado en la obra de la nueva generación. Hasta la fecha, parece que nos hemos limitado a escribir so­lamente "obras en un acto, aunque ha habido ensayos de éxito de extensión corriente. El lograr la represen­tación de una ópera aún sigue siendo cosa difícil. Detalle interesante acerca de este grupo musical joven es que hemos buscado inspiración en la comedia mu­sical moderna en mucho mayor medida que los com­positores anteriores, por ejemplo, en las obras de Leo­nard Bernstein y Frank Loesser.

Por muchas explicaciones que se den acerca de lo que están haciendo, los compositores jóvenes saben perfectamente que una buena parte del público acaso encuentra su música desconcertante y "difícil", espe­cialmente en el caso de los compositores que se han desligado completamente del pasado.

Claro está que situación semejante no tiene nada de nuevo. Cuando Beethoven estrenó su Segunda Sin­fonía, hubo un crítico que escribió: Se trata de "un monstruo indudable, de un dragón herido que se con­torsiona de manera horrible, que se niega a morir aunque sangre en el final y agite la cola con furia."

Eos nuevos compositores tienen que esperar que el público se aproxime a la nueva música, desacostum­brada para él, en un estado de ánimo de alegre espe­ranza y no de miedo preconcebido, cuentan con que ¿us oyentes tengan un buen apetito de sorpresas y de

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üstímulo mental. De hecho, la rotura con el pasado de muchas obras modernas es más aparente que real, y según vamos conociéndolas mejor esto resulta evidente.

Sea la obra de un compositor "fácil" o "difícil", el músico espera que el oyente siga la música por sí mis­ma, sin esperar imágenes concretas, o asociaciones, o "significados" que salgan de la música. No es necesa­riamente un defecto que una composición evoque los bosques de New Hampshire. Cada oyente debe derivar de una pieza musical el placer que en ella esté conteni­do con referencia a él. Pero la intención de una obra de concierto no suele ser la evocación de imágenes. (lomo mucho, la música evocará algo de naturaleza muy general: luz, penumbra, movimiento, tranquili­dad, dulzura y reciedumbre, o acaso tristeza y alegría.

Después de todo, la música es su propio medio de comunicación y una idea musical es más coherente, más explícita, que cualquier articulación de la misma. Escribir descriptivamente sobre la música acaba por ser algo así como describir haciendo punto de calceta la primera impresión que tuvimos cuando vimos la bahía de San Francisco. He venido describiendo a mi propia generación en términos de una búsqueda de la síntesis de recursos musicales muy variados y ricos. La verdadera historia está en la música misma. Espe­ramos que disfruten ustedes con ella.

Reproducción autorizada por Harper's Magazine (P) 1959 Harper's- and Brothers.

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NOTAS CULTURALES

TRES autores norteamericanos que publicaron hace unos años sendas novelas de muy gran éxito de público y que desde entonces no es­

cribieron nada, han coincidido en publicar casi al mismo tiempo otras tres novelas de gran aceptación.

Edwin O'Connor alcanzó gran nombradla con su novela The Last Hurrah, retrato vigoroso, profundo y en alto grado ameno de un político a la vieja usanza, que acaso en España se hubiese llamado "cacique". Su nueva novela, The Edge of Sadness, confirma las dotes del autor, su capacidad para la descripción apre­tada y su simpatía con los seres humanos. Narra la novela un sacerdote, que nos presenta a tres genera­ciones de una familia irlandesa con gran realismo. Su protagonista es un anciano que absorto en su lucha por la vida llega a olvidar a hijos y nietos, pero al final acaba por anhelar el calor de los suyos más que ninguna otra cosa. El sacerdote narrador es también un tipo admirablemente logrado.

El segundo autor es autora: Carson McCullers. Su novela está ambientada en el Sur, territorio que co-

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noce extraordinariamente bien. Se llama Clock With­

out Hands, y en ella, un boticario de pueblo, enfermo

de una dolencia incurable y mortal, decide hacer un

esfuerzo supremo para dar rotundidad a su existen­

cia, para dar significación a su vida. El estilo sui

generis de la autora, mezcla de irrealismo y de un

gran naturalismo, logra absorber la atención del lec­

tor y presentar un cuadro convincente.

El tercer éxito de librería es Franny and Zooey, de

J. f). Salinger, y no es una novela, sino un cuento y

una novela corta. Mas ambas narraciones tratan del

mismo personaje enfrentado con el mismo problema.

El personaje es Franny, de la familia Glass, cuyas

aventuras publicó con gran éxito la conocida revista

The New Yorker.

* # *

Durante una entrevista concedida al New York Ti­

mes, la viuda de Ernest Hemingway ha descrito por primera vez algunos de los originales inéditos que dejó su marido al morir. Entre ellos hay varias do­cenas de narraciones breves y, quizá, cuatro novelas publicables. Mrs. Hemingway ha declarado que en lo relativo a la publicación de estas obras obedecerá las instrucciones que le dejó su marido.

Kntrc las novelas hay una que pudiera ser comple­mento de F.l Viejo y el Mar; una que se desarrolla en París, hacia 11)20; otra que está formada por una

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serie de descripciones de batallas en la segunda guerra

mundial, y una cuarta es una "interpretación roman­

cesca" de Africa, obra que Hemingway comenzó des­

pués de sus dos accidentes de aviación en dicho con­

tinente.

* » *

Kntre los pabellones de la Feria Mundial de Seattle bay uno dedicado a las Bellas Artes que contiene una colección de obras valoradas en unos ciento veinte millones de pesetas. Las obras son tanto de grandes maestros - -Rembrandt, El Greco, Ingres, Cezanne— como de artistas primitivos indios. La Feria se inau­guró el 21 de abril de este año.

» * *

La televisión norteamericana ha llevado a de :enas

de millones de hogares en los Estados Unidos a al­

gunos de los actores y músicos más notables de¿ mun­

do en un programa semanal que aún continúa. La serie

de programas comenzó el 7 de abril con ia lectura de

poesías de grandes poetas del pasado por el actor Paul

Schofield y su esposa Joy Parker. La semana siguiente

se dedicó al piano, y en ella tocó el pianista Rudolph

Serkin con el cuarteto de Budapest. Otras semanas co­

rrieron a cargo de George London, el celebrado baríto­

no; un concierto por el gran guitarrista español, Andrés

Segovia ; un programa por el gran maestro español

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del violoncello, Casals, con un programa de Mendels­sohn, Couperin y Schumann y una serie de canciones poptijarcs catalanas. La serie está teniendo un éxito extraordinario, y sirve para desmentir a quienes ata­can la televisión como instrumento deplorable de en­tontecimiento.

* * #

La matrícula escolar en las escuelas primarias y se­cundarias en los Estados Unidos durante el año esco­lar recientemente terminado ha alcanzado la cifra de. 38.600.000 estudiantes, un aumento del tres por cien­to. El número de maestros de las escuelas primarias subió un 3,2 por ciento (hasta un total de 876.000) y el de maestros de segunda enseñanza aumentó en un 4,3 por ciento (hasta la cifra total de 578.000). El costo por alumno matriculado en ambas clases de es­cuela se. calcula en 414 dólares al año, un aumento de 21 dólares en relación con el año anterior.

* * *

Se preparan diversos actos en honor del famoso

compositor [gor Stravinsky, hoy ciudadano norteame­

ricano, con motivo de cumplir los ochenta años este

año. El primer acto fue la dirección por el mismo

Stravinsky de su ópera F.dipo Rey, presentada por la

Sociedad de Opera de Washington. Antes de la fun­

ción, el Presidente de los Estados Unidos y Mrs. Ken-

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neciy ofrecieron al compositor una cena en la Casa Blanca.

* * *

Un jurado internacional de Londres ha seleccionado dieciocho obras entre las que juzgó mejores de autores modernos, obras que fueron presentadas durante el Festival de la Sociedad Internacional de Música Con­temporánea. Entre las obras seleccionadas figuraron algunas de un moderno compositor norteamericano, Elliott Carter, premio Pulitzer de música en I960, ga­lardón que consiguió por su Cuarteto para Segunda Cuerda. Elliott también ganó el primer premia en un concurso internacional de compositores en Lieja.

* • •

La Universidad Municipal de Nueva York acabó

el curso con una matrícula de 95.750 estudiantes. La

Universidad Municipal de Mueva York es hoy la ma­

yor organización universitaria bajo una sola admi­

nistración en los Estados Unidos.

* # *

Aparte de los tres autores que hemos citado en una

nota anterior, el año literario de los Estados Unidos

ha visto publicadas otras obras de autores conocidos.

John Dos Passos ha publicado Midcentury, novela

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costumbrista de la vida en la actualidad, especial­

mente entre los obreros.

John Steinbeck ha publicado The Winter of Our

Discontent, obra más recia que su última (Sweet

Thursday) y más en consonancia con el estilo que le

dio fama universal y que le ha ganado el premio

Nobel.

» » *

La compañía del Metropolitan de Nueva York se dispone a hacer una gira por nueve ciudades de los Estados Unidos durante la cual dará cincuenta re­presentaciones. La compañía suele hacer una gira de esta índole anualmente. Durante esta gira se estrena­rán varias obras.

* » *

Dorothy Kirsten, soprano norteamericana, cantó el papel de Violeta en La Traviata, en el teatro Bolshoi de Moscú y recibió una de las ovaciones mayores de su carrera, con una duración de casi veinte minutos.

» * »

Este año se celebrará en Estados Unidos un impor­tante certamen musical, el Concurso Internacional Van Clibum de Piano, con un primer premio de 100.000 dólares. Otros dos importantes certámenes serán el

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Concurso Internacional Leventritt y el Concurso In­ternacional Dimitri Mitropoulos.

» » •

En 1961 se publicaron más de 18.000 libros en

Estados Unidos, de los cuales 14.200 fueron obras iné­

ditas y el resto reimpresiones. En 1960 el total fue

de 15.550.

Un estudio llevado a cabo por la American Library

Association en 200 bibliotecas públicas norteameri­

canas en ciudades de 50.000 o más habitantes, indica

que la circulación de libros para adultos aumentó en

un 29 por 100 durante 1962. Los novelistas más po­

pulares resultaron ser Ernest Hemingway, Frank Slau­

ghter, Irving Stone, Leon Uris y James Michner.

La Guía Trimestral de Libros en Rústica Disponi­

bles enumera 14.700 títulos. Sus temas varían desde

la arqueología hasta obras sobre política internacio­

nal. En 1961 se publicaron más de 3.750 títulos en

series de colecciones y se sumaron a la industria 45

editoriales. Estas obras se venden en toda la nación

y, entre otros sitios, en pequeñas librerías en las es­

cuelas de segundo grado que corren a cargo de los

mismos estudiantes. Hay unas 3.000 escuelas con li­

brerías de esta clase.

* * «

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Martha Graham y su compañía de ballet estrenaron

dos obras nuevas esta primavera en Nueva York. Una

de ellas es Fedra, basada en la obra de Racine, con

música de Robert Starer. La otra tiene la música

de Halim-El-J)abh. La compañía incluyó en su reper­

torio: Clüemneslra, Concierto Visionario, Alcestes,

Viaje Nocturno, Acróbatas de Dios y Diversión de

los Angeles.

» » «

En mayo se publicó la lista de los ganadores del

tradicional premio Pulitzer en los Estados Unidos, uno

de los galardones literarios mas renombrados de cuan­

tos allí se conceden con regularidad. La lista de gana­

dores, anunciada por Trayson Kirk, Presidente de la

Universidad de Columbia, es la siguiente:

Información Internacional: Walter Lippmann, aso­

ciado con el "sindicato" del New York Herald Tribu­

ne, por la entrevista que celebró en 1961 con el Pri­

mer Ministro de la Unión Soviética, señor Khrushchev.

Premio de Historia: A la obra The Triumphant

Empire: Thunderclouds Gather in the West (El im­

perio triunfante: Se forman nubes de tormenta en

el oeste), por Lawrence Henry Gipson.

Premio de Poesía: Poems, de Alan Dugan, que

también ganó el Premio Nacional del Libro en marzo

de este año.

Premio de Música: A Robert Ward, por su ópera

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The Crucible (La retorta), estrenada en el New York

City Center en 1961.

Premio de Novela: A la novela The Edge of Sad­

ness ( Kl borde de la tristeza), de Edwin O'Connor.

Literatura (Obras no elasificables para otros pre­

mios de literatura): A Theodore II. White, por su

obra The Making of a President I960 (Creación de

un Presidente), relato de la última campaña presi­

dencial.

Premio de Teatro: A la "comedia musical" How

To Succeed in Business Without Trying (Cómo alcan­

zar el éxito en los negocios sin querer).

Premio de Artículos Editoriales: A Thomas M.

Storke, de Santa Bárbara (California).

# « *

La Universidad de California, en Los Angeles, tiene el programa más extenso de educación de personas mayores de cuantos existen en Estados Unidos. En 1961 más de 150.000 personas se matricularon en sus cursos de extensión. La mayor parte de estos alumnos eran hombres casados que ya habían cursado ante­riormente estudios superiores, y su edad media era de treinta y dos años. En California, se calcula que de cada tres abogados cursan estudios de extensión dos. Entre los cursos que ofrece la Universidad los hay de teatro francés de vanguardia, matemáticas combinatorias aplicadas, el hombre y el arte, filosofía

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y muchas disciplinas más. La matrícula en el curso

de filosofía asciende a mil alumnos.

* * *

El 28 de abril de este año, el Presidente Kennedy dio un banquete en la Casa Blanca de singular im­portancia cultural. Reunió en los salones oficiales a todos los ganadores del Premio Nobel que residen en el hemisferio occidental y con ello tuvieron ocasión de charlar, y algunos de conocerse, hombres de ta­lentos muy singulares y notables.

El número total de Premios Nobel que asistieron a la cena fue cuarenta y nueve. En un comunicado de la Casa Blanca se especificaba que la cena buscaba reconocer nacionalmente la extraordinaria amplitud de los logros de los galardonados con el Premio Nobel en el hemisferio occidental. Se hizo el cálculo de que durante los últimos treinta años, casi el cuarenta por ciento de los galardonados con el Premio Nobel han sido ciudadanos de naciones del hemisferio occiden­tal. A partir de 1940, la mitad de los Premios Nobel de Física y Medicina han sido norteamericanos.

La lista completa de invitados sumaba ciento cin­cuenta personas, y entre ellas, además de los Premios Nobel, había conocidas personalidades del campo de las artes, la educación y la ciencia.

Después de la cena, el actor Frederick March leyó algunos trozos de obras de autores ganadores del Pre-

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mió Nobel. March leyó trozos de Sinclair Lewis, nor­teamericano, Premio Nobel de Literatura en 1930; del Secretario de Estado George C. Marshall, autor del Plan Marshall de posguerra, galardonado con el Premio Nobel de la Paz de 1953, y trozos de una obra inédita de Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura de 1954.

De los cuarenta y nueve Premios Nobel, cuarenta y seis eran ciudadanos norteamericanos. Los otros tres fueron un canadiense, Lester Pearson, un francés, an­tiguo residente en Washington, Alexis Léger, y un alemán, Rudolf Moessbauer.

En la lista de invitados se contaban los siguientes premios Nobel (damos la fecha de obtención, la espe­cialidad, la residencia actual del galardonado y frag­mentos de las menciones):

Doctor Carl D. Anderson. 1936. Física. Instituto de Tecnología de California, "por su descubrimiento del positrón".

Doctor John Bardeen. 1956. Física. Universidad de Illinois. Junto con los doctores Brattain y Shockley, "por la investigación de los semiconductores y el des­cubrimiento del efecto del transistor".

Doctor George W. Beadle. 1958. Medicina y Fisio­logía. Universidad de Chicago. Junto con el doctor Tatum, "por el descubrimiento de que los genes actúan regulando acontecimientos químicos definidos".

Doctor Félix Bloch. 1952. Física. Universidad de

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Stanford. Junto con el doctor Purcell, "por el desarro­

llo de nuevos métodos para mediciones magnéticas nu­

cleares de precisión".

Doctor Walter H. Brattain. 1956. Laboratorios Te­

lefónicos Bell. Física. (Junto con los doctores Bardeen

y Shoekley.)

Doctor Ralph Bunche. 1950. Paz. Naciones Unidas.

Mediador en Palestina en 1948.

Doctor Melvin Calvin. 1961. Química. Universidad

de California, "por sus investigaciones relativas a los

procesos químicos que intervienen eti la asimilación

del ácido carbónico en las plantas".

Doctor Owen Chamberlain. J 959. Física. Universi­

dad de California. Junto con el doctor Segre, "por el

descubrimiento del antipositrón".

Doctor Cari F. Cori. 1947. Medicina y Fisiología.

Universidad de Washington. Junto con la que fue su

mujer, Gerty Theresa, "por su descubrimiento del pro­

ceso de conversión catalítica del glucógeno".

Doctor André F. Cournand. 1956. Medicina y Fi­

siología. Hospital Bellcvue, ciudad de Nueva York.

Junto con los doctores Forssmann y Richards, "por

descubrimientos relativos al cateterismo del corazón".

Doctor Peter J. W. Debyc. 1936. Química. Univer­

sidad de Cornell, "por su contribución a nuestro co­

nocimiento de la estructura molecular".

Doctor Edward A. Doisy. 1943. Medicina y Fisio­

logía. Universidad de St. Louis. Junto con el doctor

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Page 181: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 20 1962

Dam, ''por su descubrimiento de la naturaleza quí­mica de la vitamina K".

Doctor Vincent du Vigneaud. 1955. Química. Uni­versidad de Cornell, "por la primera síntesis de un polipéptido hormonal".

Doctor John F. Enders. 1954. Medicina y Fisiología. Hospital Infantil, Boston. Junto con los doctores We-11er y Robbins, "por el descubrimiento de la facultad de los virus de la poliomielitis de reproducirse en cultivos de diversos tipos de tejidos".

Doctor Joseph Erlanger. 1944.. Medicina y Fisiolo­gía. St. Louis, Missouri. Junto con el doctor Gasser, "por descubrimientos relativos a las funciones de las fibras nerviosas aisladas".

Doctor William F. Giauquc. 1949. Química. Uni­versidad de California, "por sus contribuciones en el campo de la termodinámica química".

Doctor Donald A. Classer. 1960. Física. Instituto de Tecnología de Massachusetts, "por la invención de la cámara de burbujas".

Doctor Philip S. Hench. 1950. Clínica Mayo, Ro­chester, Minnesota, Medicina y Fisiología. Junto con los doctores Reichestein y Kendall, "por descubrimien­tos relativos a las hormonas de la corteza adrenal".

Doctor Víctor F. Hess. 1936. Física. Universidad Fordham. (Junto con el doctor Anderson.)

Doctor Robert Hofstadter. 1961. Física. Universidad de Stanford. Junto con el doctor Moessbauer, "por su

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trabajo relativo a la desviación de los electrones por

los núcleos atómicos".

Doctor Edward C. Kendall. 1950. Medicina y Fi­

siología. New Jersey. (Junto con los doctores Reichs-

teín y Hench.)

Doctor Arthur Kornbcrg. 1959. Medicina y Fisio­

logía. Universidad de Stanford. (Junto con el doctor

Ochoa.) "Por el descubrimiento de los mecanismos de

la síntesis del ácido ribonucleínico."

Doctor Polykarp Kusch. 1955. Física. Universidad de

Columbia. (Junto con el doctor Lamb.) "Por su deter-

nrnación del impulso magnético del electrón."

Doctor Tsung-Dao Lee. 1957. Física. Instituto de

Estudios Avanzados, Princeton, New Jersey. (Junto

con el doctor Chen Ying Yang.) "Por importantes

descubrimientos relativos a las partículas elementales."

Doctor Alexis Léger. I960. Literatura. Francia, "por

la evocadora fantasía de su poesía".

Doctor Willard F. Libby. 1960. Química. Universi­

dad de California, "por métodos de determinación de

la edad en la Arqueología, la Geología y otras cien-

cías .

Doctor Fritz A. Lipman. 1953. Medicina y Fisio­

logía. Instituto Rockefeller. (Junto con el doctor

Krebs.) "Por sus trabajos en el estudio del metabo­

lismo."

Doctor Edwin M. McMillan. 1951. Química. Uni­

versidad de California. (Junto con el doctor Seaborg.)

180

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"Por descubrimientos en la química de los elementos

más pesados que el uranio."

Doctor Rudolf Moessbauer. 1961. Física. Alemania.

Instituto de Tecnología de California. (Junto con el

doctor Hofstadter.l

Doctor Herman Joseph Muller. 1946. Medicina y

Fisiología. Universidad de Indiana. "Por el descubri­

miento de la producción de mutaciones mediante la

irradiación con rayos X."

Doctor William P. Murphy. 1934. Medicina y Fisio­

logía. Brookline, Massachusetts. (Junto con los doc­

tores Whipple y Minot.) "Por descubrimientos relati­

vos a la terapia con hígado de los casos de anemia

perniciosa."

Doctor Severo Ochoa. 1959. Medicina y Fisiología.

Universidad de Nueva York. (Junto con el doctor

Kornherg.)

Doctor Linus C. Pauling. 1954. Química. Instituto

de Tecnología de California. "Por su investigación de

la naturaleza del vínculo químico."

Mr. Lester Pearson. 1957. Paz. Canadá. Presidente

de la VII Sesión de la Asamblea General de las Na­

ciones Unidas.

Doctor Edward M. Purcell. 1952. Física. Universi­

dad de Harvard. (Junto con el doctor Bloch.)

Doctor Isador Isaac Rabi. 1944. Física. Universi­

dad de Columbia. "Por su método de resonancia para

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registrar las propiedades magnéticas de los núcleos atómicos."

Doctor Frederick C. Robbins. 1954. Medicina y Fi­siología. Cleveland. Ohio. (Junto con los doctores Weller y Enders.)

Doctor Glenn T. Seaborg. 1951. Química. Presidente de la Comisión de Energía Atómica. (Junto con el doctor McMillan.)

Doctor Emilio Segre. 1959. Física. Universidad de California. (Junto con el doctor Chamberlain.)

Doctor William B. Shockley. 1956. Física. Palo Alto, California. (Junto con los doctores Pardeen y Brattain.)

Doctor Wendell M. Stanley. 1946. Química. Uni­versidad de California. (Junto con el doctor Northrop.) "Por la preparación de enzimas y virus proteínicos en forma pura."

Doctor Albert Szent-Gyorgyi von Nagyrapolt. 1937. Medicina y Fisiología. Woods Hole, Massachusetts. "Por sus descubrimientos en relación con los proce­sos de combustión biológica."

Doctor Edward L. Tatum. 1958. Medicina y Fisio­logía. Instituto Rockefeller. (Junto con el doctor Beadle.)

Doctor Harold C. Urey. 1934. Universidad de Cali­fornia. "Por el descubrimiento del hidrógeno pesado."

Doctor Georg von Bekesy. 1961. Medicina y Fisio­logía. Universidad de Harvard. "Por sus descubri-

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mientos relativos a los mecanismos físicos de estimu­lación acústica en el caracol del oído."

Doctor Selman A. Waksman. 1952. Medicina y Fi­siología. New Brunswick, New Jersey. "Por su des­cubrimiento de la estreptomicina."

Mrs. Richards J. Walsh (Pearl Buck). 1938. Litera­tura. Perkasie, Pennsylvania. "Por sus descripciones verdaderamente épicas de la vida rural en ('hiña y por sus obras maestras biográficas."

Doctor Thomas H. Weller. 1954. Medicina y Fisio­logía. Universidad de Harvard. (Junto con los doc­tores lenders y Robbins.)

Doctor Chen Ning Yang. 1957. Física. Instituto de Estudios Avanzados, Princeton. New Jersey. (Junto con el doctor Tsung l)ao Lee.)

# * #

¿Ha comenzado a perder su vitalidad el impresio­

nismo abstracto como movimiento artístico?

La pregunta se ha hecho en Estados Unidos más

de una vez desde hace cuestión de un año. Varios de

los principales críticos, abanderados de la reacción

contra el vanguardismo, no ocultan su opinión de que

el movimiento abstraccionista está condenado a des­

aparecer.

Otros críticos, menos radicales en sus juicios, han

comenzado simplemente a preguntarse si. después de

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todo, algunos de los que iniciaron el movimiento tan dinámicamente hará veinte años, no están ahora re­pitiéndose interminablemente; mas también hay quie­nes afirman categóricamente que los artistas de hoy poseen una potencia expresiva que sobrepasa incluso la de la primera época.

La disputa entre los que creen en la vitalidad y los que deploran el vacío del movimiento, se recrudeció hace poco con motivo de las exposiciones presentadas en Nueva York por dos grupos, el de "Los Expresio­nistas Abstractos e Imagenistas Norteamericanos", en el Museo de Solomon R. Guggenheim, y la Exposición Anual de la Pintura Contemporánea Norteamericana, en el Museo de Whitney.

La de Guggenheim fue la primera en el nuevo pro­grama del Museo para el examen de las tendencias contemporáneas en el arte europeo y norteamericano. En ella se expusieron más de sesenta obras de artistas nuevos y de otros ya establecidos, y como la mayoría de ellas fueron pintadas durante los últimos dos años, dan una idea bastante exacta del movimiento abstrac-cionista de ahora en Estados Unidos.

Hay que tener en cuenta la situación estática a que han llegado algunos de los artistas establecidos. Sus partidarios pueden llamarlo si quieren "un refina­miento y simplificación continuos de una imagen do­minante", pero en realidad lo que parece es acercarse peligrosamente a la perpetuación de una visión o con-

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repto privado que significa poco o nada para la mayor parte del público.

Dos que -inmediatamente nos vienen a la mente como ejemplo son Harnett Newman y Ad Reinhardt, el pri­mero con su inevitable línea delgada que divide una vasta superficie de color y el segundo con su cuadra­do de negrura casi impenetrable, del tamaño de una persona. Y también Frank Stella, que aunque joven en cuanto a edad, ya parece tener su fórmula fija, con sus delgadas líneas paralelas, aunque esta vez tengan la forma de una U de esquinas cuadradas.

Aun en los casos en que se pudo apreciar cambios, estos no representaban una mejora. Artistas que antes solían ser tan explosivos, como Robert Motherwell, Philip Guston y James Brooks, estuvieron representa­dos ahora en la exposición del Guggenheim por obras que, en el caso de ellos, resultaban extrañamente ané­micas.

Naturalmente que es posible que el citado museo simplemente escogiera obras que no son típicas de la obra creadora actual de los artistas. Este es sin duda el caso de Franz Kline, cuyos trabajos incluían no solamente el estilo caligráfico en blanco y negro que suele ser característico de este artista, sino también pinturas sutiles, profundas y coloridas. Conrad Marca-Relli, que se suele concentrar en collages, ha hecho obras mucho más imaginativas que la monótona pintura en tela al óleo que le representaba en el Guggenheim.

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Pero todo no es pesimismo en el campo abstracció-tiista. Es alentador notar, por ejemplo, cuántas de las obras reflejaban un marcado desarrollo de ideas y métodos técnicos. For ejemplo. Sam Krances es uno de los artistas que lia continuado desarrollándose. En "Middle Blue 111" sus rasgos característicamente amor­fos tienen nueva firmeza e individualidad.

Jasper Johns, preocupado hasta hace poco con ban­deras y círculos abstractos, ha producido una obra sumamente evocativa en el cuadro "Cinco Grande en Negro", en el cual ha usado esta cifra para reunir un remolino de colores blanco, gris y negro.

Entre los abstraccionistas geométricos que están lla­mando crecientemente, la atención, Ellsworth Kelly es sin duda alguna uno de los más emprendedores, eon sus formas redondas flotantes y colores mates.

En otro sector abstracto hay un grupo entero de pintores dedicados a imágenes, empleando una pauta que abarca todo el lienzo. Mark Tobery es uno de estos imagenistas y, por lo visto, ha abandonado re­cientemente los laberintos caligráficos de su primera época en favor de otros de forma celular, con líneas pequeñísimas y diferentes colores matizados.

De parecido cstido, pero ligeramente más grande y más agitada de forma, es la obra de Richard Pousette-Dart. Otro del grupo, Robert Richenburg, ha impar­tido a su arte una expresión casi violenta en su en­cendido mosaico de pequeños rectángulos que pasan

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a formar otros mayores, los cuales, a su vez, explotan al centro en un furioso sol amarillo.

(lomo detalle final de la exhibición del Guggenheim, resultó de interés notar los muchos artistas que han abandonado el uso de marcos para producir el efecto de estos en la obra misma, bien con pintura o con lienzo sin pintar.

En el Museo de Whitney es posible observar las tendencias en otras direcciones de los artistas norte­americanos contemporáneos. Estas exposiciones anua­les, que comenzaron en 1932, son siempre escogidas concienzudamente, y esta última, con 136 cuadros por otros tantos artistas, nuevos veintidós de ellos, tuvo un éxito excepcional. Esto se debió principalmente a los artistas jóvenes, que verdaderamente dieron vita­lidad a la exhibición tanto individualmente como en grupos.

Uno de los acontecimientos más placenteros de esta exposición preponderantemente expresionista, fue la presencia de cinco pintores jóvenes, que pudieran des­cribirse como líricos naturalistas por su enfoque abs­tracto-impresionista de los panoramas. En esta catego­ría, la obra más digna de ser recordada sin duda alguna es el fresco y atrayente cuadro de Jane Wilson, "Viento de Tierra", con sus árboles verdes inclinados por el viento sobre un cielo blanco y ligeramente matizado de coral.

Ocho de los otros que exhibieron por primera vez

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seleccionaron figuras para el tema de sus obras, un número bastante alto que quizá podría indicar una nueva tendencia. En estilo variaban entre el misterioso cuadro de Robert Broderson "Memorias de la Niñez" y el grácil y luminoso lienzo de Nicholas Marsicano "Mujeres de los Campos".

La mezcla de estilos en los salones de exposición con un cuadro realista colgado junto a otro de ex­presionismo abstracto, recalca las muchas facetas del arte norteamericano de hoy día. Lo que nadie puede vaticinar con exactitud es cuál será la forma que adop­te al final, pero la vitalidad y la individualidad de los jóvenes artistas que ahora exploran nuevas sendas no dejan lugar a dudas sobre su calidad.

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L I B R O S

Lerner, Max: America as a Civilization; Life and

Thought in the United States Today. Simon and

Schuster, 1957, 1.036 páginas (*»«).

Se trata de un libro de texto para un curso superior

universitario sobre la civilización norteamericana. Es­

tudia los elementos importantes del legado norteame­

ricano, incluyendo su separación de Europa, las ideas

directrices de la civilización norteamericana, la na­

turaleza del carácter nacional de los Estados Unidos,

la ciencia y la máquina, la economía capitalista, el

sistema político, la sociología, las instituciones que

influyen sobre las creencias y la opinión (iglesias,

universidades y prensa), el estado de la cultura y de

las artes populares (includa la radio, la televisión y

otros entretenimientos), la idea que los norteameri­

canos tienen del mundo exterior y la que en el extran­

jero se tiene de los Estados Unidos y el futuro de la

civilización norteamericana. Cree el autor que el prin­

cipal enemigo es la rigidez, estima que perjudica más

a Rusia que a los Estados Unidos y asegura que la

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consideración conjunta de la civilización, la vitalidad y la humanidad de Norteamérica augura un brillante porvenir. Muestra conformidad con lo que dijo Emer­son de que Estados Unidos se encuentra en la mañana de su vida nacional.

Kennedy, John F.: To Turn the Tide: a selection from

President Kennedy's public statements from his elec­

tion through the 1961 adjournment of Congress,

setting forth the goals of his first legislative year;

ed. by John W. Gardner; foreword by Carl Sand­

burg; intro. by President Kennedy. Harper, 1962.

235 páginas Í *).

El subtítulo describe adecuadamente el contenido

del libro: una recopilación antològica de las decla­

raciones y manifestaciones del Presidente Kennedy

desde que fue elegido hasta finales de 1961 que de­

fine y describe las metas de su primer año de go­

bierno. En la introducción, el Presidente dice que, en

su sentir, el recopilador ha logrado captar "la direc­

ción principal de nuestros esfuerzos dentro y fuera

de la nación". No se trata de una historia del primer

año del Presidente Kennedy, sino de una selección de

las cosas más importantes expresadas por él acerca

de los problemas actuales en el extranjero y en el país

que gobierna. El libro no deja lugar a dudas de que

los principales problemas de la nación durante ese año

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fueron de índole internacional. El recopilador ha lo­

grado equilibrio en la longitud de los textos seleccio­

nados, pero tan solo una cuarta parte de la obra está

dedicada a asuntos nacionales internos: economía,

impuestos, agricultura, recursos naturales, educación,

derechos civiles, sanidad, etc. El resto del libro da las

palabras del Presidente acerca de temas tales como las

crisis del Congo, de Laos y Cuba, política de defensa

básica, espacio sideral, ayuda al extranjero, el Cuerpo

de la Paz, la Alianza para el Progreso, las entrevistas

con De Gaulle y Khrushchev, la crisis de Berlín, las

pruebas nucleares y su discurso ante las Naciones

Unidas de septiembre de 1961. En muchos casos se

dan extractos o párrafos elegidos en lugar del discurso

completo.

Spcier, Hans: Divided Berlin: the Anatomy of Soviet

Political Mackmail. Praeger, 1961, 201 páginas I*).

El libro es principalmente un estudio de los moti­

vos y de las tácticas de los soviets en la actual crisis

de Berlín, y cubre los acontecimientos hasta mediados

de agosto de 1961. El autor no ofrece ninguna "so­

lución", sino que más bien examina los motivos de la

política soviética, los riesgos de sus tácticas y el efecto

probable de las medidas de Occidente para contra­

rrestarlas. El raso del mundo occidental es presentado

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de manera indirecta y el cinismo y la falsedad de los

soviets son desenmascarados.

Kertesz, Stephen Denis, éd.: American Diplomacy in

a New Era, by Hans J. Morgenthau and others,

University of Notre Dame, 1961. 601 páginas (*).

Volumen debido a varias plumas, ofrece un amplio

cuadro de los problemas de la política exterior de los

Estados Unidos surgidos desde el final de la segunda

guerra mundial. El libro examina los puntos fuertes y

los puntos débiles, pero los objetivos de los Estados

Unidos en general se considera que son eficaces y que

apuntan en la debida dirección.

McClelland, David C : The Achieving Society. Van

Nostrand, 1961, 512 páginas (*).

Es un libro sobre el crecimiento económico, escrito

para economistas y sociólogos por un psicólogo que

examina y desenvuelve su hipótesis de la estrecha re­

lación que pueda haber entre los motivos impulsores

y el crecimiento económico. Halla el autor que los

motivos nacidos del deseo de lograr algo con éxito son

una fuerza dinámica más plausible que el deseo de

lograr beneficios económicos en la historia de la eco­

nomía. La teoría del autor resulta aplicable no sola­

mente a una nueva apreciación de la historia, sino a

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la revisión de la política estatal en lo relativo a la

ayuda económica de otros pueblos.

Butler, Richard: La vida y el mundo de Jorge Santa­

yana. Editorial Gredos, Madrid, 1961, 166 pági­

nas (•*).

Juicio y biografía interesantes y bien planteados

del gran filósofo español que fue maestro de toda

una generación de estudiantes en la Universidad de

Harvard. La primera parte trata de sus años de for­

mación, la segunda es un breve ensayo crítico sobre

Santayana como poeta y como filósofo y la tercera

está basada en los recuerdos personales del autor de

conversaciones con Santayana durante los dos últimos

años de su vida.

Waldo, Dwight: Teoría política de la Administración

Pública. Editorial Tecnos, Madrid, 1960, 338 pá­

ginas (**).

El autor es profesor de Ciencias Políticas en la Uni­

versidad de Berkeley, California. Su obra es un estu­

dio del sistema administrativo norteamericano enfo­

cado desde el punto de vista de la teoría política y de

la historia de las ideas políticas. Este estudio trata de

demostrar la posibilidad y la necesidad de hacer com­

patibles el punto de vista empírico y el teórico para

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atacar los problemas del Estado y demostrar también

que una verdadera democracia de ningún modo es

incompatible con una buena administración.

El libro, en las palabras del mismo autor, puede ser

de interés al estudiante de la cultura norteamericana,

y también a los pensadores políticos interesados en

la administración pública o en la burocracia como

tema político.

Pelling, Henry: El sindicalismo norteamericano. Edi­

torial Tecnos, Madrid, 1%1. 297 páginas (**).

Se trata de un estudio histórico documentado, pero

no de naturaleza técnica, de las condiciones laborales

en Estados Unidos y de los esfuerzos hechos por el

sector laboral para organizarse, desde los días colo­

niales hasta nuestros días. A todo lo largo de este

estudio, el autor examina los avances laborales como

parte integral de la escena cultural norteamericana con­

siderada en su totalidad, y estudia el tema en relación

con asuntos como el origen y el tipo de los emigrantes

llegados a Estados Unidos, los movimientos ideoló­

gicos y políticos coincidentes, la emigración hacia el

Oeste de la población norteamericana y la evolución

paulatina de una economía urbano-industrial partiendo

de una sociedad predominantemente rural y agrícola.

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Bryce, Murray D.: Industrial Development: A Guide

for Accelerating Economic Growth. McGraw, 1960,

282 páginas (**).

Manual práctico, excelente y detallado en el que se

describe el papel de los proyectos industriales en el

desarrollo económico e indica cómo elegir, apreciar

y financiar estos proyectos. Describe la función de

organizaciones tales como el Banco Mundial, la Cor­

poración Financiera Internacional, el Fondo de Prés­

tamos para el Desarrollo y el Banco de Exportación

e Importación. El libro es de utilidad para funciona­

rios, banqueros, economistas, profesores de Economía,

etcétera.

White, Theodore Harold: The Making of the Presi­

dent. Atheneum, 1961, 400 páginas (*).

Esta historia popular de la elección del Presidente

Kennedy, que comienza con una vívida descripción

de la noche de la elección, y luego vuelve a los co­

mienzos del año, presenta con singular claridad las

características mudables, pintorescas y nunca fijas de

la sociedad norteamericana que dieron significado a

la elección.

El libro establece claramente que la política norte­

americana no se desarrolla en el vacío relativo de los

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cenáculos y que es el pueblo quien determina la jefa­

tura nacional.

Kintlleberger, Charles Poor: Economic Development,

McGraw. 1958, 325 páginas (**).

Resumen de información sobre las naciones de eco­

nomía poco desarrollada. Examina diversas teorías

acerca de recursos, formación de capital, mano de

obra y tecnología. El libro presta atención especial al

desarrollo social y político al mismo tiempo que al

económico.

Millikan, Max F. y Blackmcr, Donald L. M., eds.:

The Emerging Nations; Their Growth and United

States Policy, Little, 1961, 171 páginas (*)

Análisis de las sociedades tradicionales y examen

de las dificultades que surgen al aparecer nuevas for­

mas de modernizar la organización económica y polí­

tica. Trata de lo implícito en una política norteame­

ricana óptima y ofrece normas para el entendimiento

de la actitud política y económica de los Estados Uni­

dos con referencia a las naciones nuevas del mundo.

196

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TODOS LOS LIBROS RESEÑADOS EN ESTA

SECCIÓN PUEDEN ENCONTRARSE EN LA

BIBLIOTECA CIRCULANTE DE LA CASA

AMERICANA.

(*) Disponible en inglés.

(**) Disponible en español. (***) Disponible en inglés y en español.

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COLABORADORES

Clinton Rotsiter—Teórico de Ciencia Política, historiador y autor ganador de varios premios. Ca­tedrático de Instituciones Americanas en la Uni­versidad de Cornell.

Enrique Lafuente Ferrari.—Crítico de arte mun-dialmente conocido, director del Museo de Arte Moderno y del de Reproducciones Artísticas, y académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Autor de varios libros traducidos a varios idiomas.

John Kenneth Galbraith.—Catedrático de Eco­nomía de la Universidad de Harvard y autor de The Affluent Society y The Liberal Hour. En la actualidad es Embajador de los Estados Unidos en la India. La charla que reproducimos fue pronun­ciada por Mr. Galbraith en la Universidad de Annamalai, con ocasión de recibir un grado hono­rario.

Joseph F. Fruton.—Catedrático de Bioquímica y director del Departamento de Ciencias de la Uni­versidad de Yale.

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Samuel Flagg Bemis—Catedrático emérito de Historia de la Diplomacia y de Relaciones Interame-ricanas en la Universidad de Yale. Presidente de la Asociación de Historia Norteamericana.

Ruseil Smith.—Joven compositor norteamericano, conocido colaborador en revistas y periódicos so­bre temas de música contemporánea.

»,

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