CAPÍTULO II Cultura y literatura de los años veinte en...
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CAPÍTULO II
Cultura y literatura de los años veinte en México
El surgimiento de las vanguardias literarias encontró condiciones similares en todos los
países de Hispanoamérica. Como ha examinado Nelson Osorio, la década de 1920 se caracterizó
por un ambiente de agitación en todos los ámbitos de las sociedades hispanoamericanas. En este
sentido, México constituye un caso paradigmático: luego de un conflicto armado que cimbró las
estructuras del status quo, el país enfrentó un proceso de reconstrucción que, como se verá a
continuación, involucraría especialmente al campo cultural. El discurso vanguardista es,
entonces, una manifestación de este contexto sociocultural, a la vez que un intento por delinear
los criterios que lo rigen. Así pues, una historia de la literatura que pretenda destacar la
significación cultural de las vanguardias debe tomar en consideración la manera en que los
escritores vanguardistas responden ante su contexto sociocultural y, en última instancia, procuran
influenciarlo.2
En la presente investigación, resulta de especial interés la descripción de las condiciones
en que fueron engendrados los relatos estudiados, ya que el proyecto de las vanguardias implica
por sí mismo no sólo una ruptura con las expresiones literarias instituidas, sino una revolución
cultural, esto es, una transformación de los modos dominantes de percibir y entender el mundo.
Resulta indispensable, pues, examinar tanto las propuestas literarias dominantes en la época
como las concepciones sobre la identidad y la cultura nacionales que empezaban a imponerse en
2 Lo anterior supone concebir la literatura no como un proceso inmanente “enmarcado” por las
circunstancias históricas, sino como un proceso que dialoga significativamente con su propio
devenir histórico y con las condiciones socioculturales que lo engendran.
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los años veinte. De esta manera, se podrá ver cómo el discurso vanguardista intenta aportar
visiones alternativas que representen una innovación cultural.
1.- La cultura en la sociedad posrevolucionaria
Una vez finalizada la etapa bélica de la Revolución (1910-1920), se inicia en México un
periodo de conformación de instituciones en el que la educación y la cultura tomaron un papel
primordial. Los grupos culturales que condujeron este proceso fueron el “Ateneo de la Juventud”
–Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, entre otros– y los
“Siete Sabios” –Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Antonio Castro Leal,
Alfonso Caso–. Si bien estos dos grupos actuaron como tales en un corto periodo de tiempo, sus
integrantes tuvieron una influencia decisiva en el campo cultural posrevolucionario. Estas dos
generaciones se plantearon –primero en la teoría y más tarde en la práctica– la necesidad de
“convertir la cultura en política cultural; es decir, ofrecer lo cultural como un servicio y una
contribución directa a la nación…” (García Gutiérrez 29).
Dicho programa cultural tuvo en José Vasconcelos a uno de sus principales paladines.
Desde el puesto de rector de la Universidad Autónoma de México y luego como secretario de la
flamante Secretaría de Educación Pública y Bellas Artes, Vasconcelos promovió una serie de
acciones que cambiaron la faz del campo cultural posrevolucionario. En primer lugar, instituyó
una campaña nacional de alfabetización que pretendía combatir los bajos niveles de escolaridad.
Según Claude Fell, “son seguramente entre 80 y 100 000 las personas alfabetizadas en cuatro
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años [1920-1924], lo cual puede obviamente parecer modesto comparado con los millones de
analfabetos que existían por entonces en México” (47). Este esfuerzo colosal representó el primer
intento serio por educar a los sectores más desprotegidos de la población.
De la misma manera, Vasconcelos fomentó el acercamiento del arte a las masas. En un
afán de impulsar el consumo cultural, se publicaron ediciones de clásicos griegos que se
repartieron de forma gratuita entre las escuelas de la nación. Además, se realizaron conferencias,
conciertos, exposiciones de arte y otros eventos culturales. Asimismo, Vasconcelos promovió un
prototipo de artes plásticas que, en contraste con la “pintura de caballete”, implicara un contacto
directo con las masas: el muralismo. Estimuló, también, la recuperación del folclor indígena a
través del fomento de las actividades artesanales. Así pues, por todos estos medios el secretario
de Educación Pública y Bellas Artes llevó a la práctica la intervención decisiva de la educación y
la cultura en la materialización de los ideales político-sociales de la Revolución.
Durante este periodo de agitación, se presentaron “testimonios de una efervescencia
fructífera de la vida cultural mexicana que no se manifestaba en absoluto antes de 1920 y desde la
caída de Porfirio Díaz” (Fell 365). La labor de Vasconcelos implicó, pues, la proliferación de
proyectos culturales heterogéneos y la consecuente lucha por la hegemonía discursiva. Como ha
planteado Edgar Llinás: “El período prodrómico de la Revolución Mexicana se caracterizó por
una efervescencia ideológica en que se disputaban la palestra movimientos de todo signo y color,
desde el anarquismo y el marxismo hasta el más rancio catolicismo. Vasconcelos adoptó […] una
posición esencialmente ecléctica, en la cual logró una síntesis acabada de todas las tendencias,
buscando conciliar los opuestos…” (17). En la primera mitad de la década de 1920, ningún
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discurso –ni siquiera el místico-estético del propio Vasconcelos– logró imponerse como la
ideología oficial del nuevo régimen.3
Hacia finales de 1924, dicha pluralidad discursiva dio lugar a una polémica que Víctor
Díaz Arciniega ha llamado “querella por la cultura revolucionaria”. El debate arrancó con la
publicación del artículo “El afeminamiento de la literatura mexicana” de Julio Jiménez Rueda (El
Universal Ilustrado, 21 de diciembre de 1924), al cual le sucedió cuatro días después el titulado
“Existe una literatura viril” de Francisco Monterde. A partir de este momento, diversos escritores
publicaron sus opiniones acerca de la relación entre el arte y la Revolución. Se formaron,
entonces, dos bandos relativamente homogéneos que esgrimían ideas disímiles: por un lado, se
encontraba el grupo de los nacionalistas o “viriles”, los cuales propugnaban un arte que
representara temáticamente la Revolución como base de la cultura nacional; por el otro lado, se
hallaba un conjunto de escritores que proponía un diálogo con la modernidad estética occidental.
Según ha reflexionado Ignacio M. Sánchez Prado:
…se trataba de una guerra de descalificaciones mutuas entre aquellos que buscaban
activamente la definición de una tradición monolítica denominada „cultura de la
Revolución‟ y aquellos que preferían mirar al exterior como una manera de exorcizar los
demonios del nacionalismo y que sentían que los términos planteados por los
nacionalistas y por modelos como la ya consagrada novela de la Revolución o el
muralismo limitaban en demasía las posibilidades de la producción cultural del país. (34)
3 Escritores e intelectuales de distintas afiliaciones ideológicas se reunieron en el “Congreso de
Escritores y Artistas”, celebrado del 16 al 30 de mayo de 1923 en la ciudad de México. Este
evento –que pretendía llegar a un acuerdo respecto a la función y práctica del artista en la
sociedad posrevolucionaria– resultó un intento fallido por homogeneizar un campo cultural muy
diverso.
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Así pues, los dos bandos que participaron en esta polémica defendían distintas
concepciones respecto a la “literatura revolucionaria” y sus cualidades. Por una parte, los
nacionalistas promovían la obligación de la literatura de reflejar las circunstancias pasadas o
presentes del país. Esta intención mimética los hermanaba con la estética decimonónica, al
mismo tiempo que los enemistaba a priori con cualquier tentativa de renovación literaria.
Asimismo, los nacionalistas impulsaban una noción de literatura en la que la utilidad social
cobraba un papel primordial. Por otra parte, el segundo grupo postulaba el prurito de
experimentación y cambio, lo cual los alejaba de las tendencias literarias conocidas. Además, su
concepción implicaba que la literatura no necesariamente debía responder a fines pedagógicos,
sino a sus propios intereses y objetivos.
Según Rita Plancarte, estas dos concepciones son versiones actualizadas de las dos líneas
o dominantes que permanecen a lo largo del proceso histórico de la literatura mexicana: “una
contraposición entre un arte comprometido con el contexto circundante, la historia y la realidad
del país, y otro que se ocupa de constituir el lenguaje y su tradición poética como el eje de sus
preocupaciones” (Plancarte 54). En general, como se verá en esta investigación, la narrativa
vanguardista mexicana intenta trascender este esquema en busca de una posición en la que, sin
perder la autonomía literaria alcanzada, pueda involucrarse en los asuntos sociales o políticos de
la comunidad.
A partir de 1925, y en parte como resultado de esta polémica, se hizo evidente que la
concepción de los “viriles” empezaba a institucionalizarse como la ideología oficial. Este proceso
de institucionalización coincidió con la llegada de Plutarco Elías Calles a la presidencia de la
república. Según Víctor Díaz Arciniega: “Su propósito [el de Calles] es hacer que el incipiente
sistema ideológico de la Revolución mexicana se imponga, paulatinamente, por medio de la
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integración ciudadana que se inicia desde la infancia y tiene como itinerario la escuela, la iglesia,
el ejército, la justicia, la cultura, las diversiones y, por supuesto, las organizaciones políticas
como los sindicatos y los partidos” (31). De esta manera, la noción de “arte revolucionario” –que
se materializó en el muralismo y en la novela de la Revolución– se convertiría en uno de los
modos predilectos para legitimar el gobierno emanado del conflicto bélico.
Como ya se visto, el muralismo fue impulsado por Vasconcelos con la finalidad de
acercar la pintura a las masas. Más tarde, en contra de los designios del propio Vasconcelos, el
muralismo –en particular, Diego Rivera, quien tomó el mando del movimiento– comenzó un
proceso de politización que desembocaría en la siguiente declaración de su manifiesto de 1923:
“Los creadores de belleza deben esforzarse porque su labor represente un aspecto claro de
propaganda ideológica en bien del pueblo, haciendo del arte, que actualmente es una
manifestación de masturbación individualista, una finalidad de belleza para todos, de educación y
combate” (citado en García Gutiérrez 73). De este modo, los muralistas desarrollaron una
narrativa que tomaba como eje fundamental a figuras como el revolucionario, el indígena, el
campesino y el obrero. Esta imagen de “lo mexicano” se institucionalizó hasta el punto de
rechazar cualquier otra propuesta de cultura e identidad nacionales.
Ante esta encrucijada, si compartieron el proyecto vanguardista de transformar la
literatura y cultura mexicanas, el camino que tomaron los dos grupos vanguardistas de México –
Estridentismo y Contemporáneos– fue distinto. Por un lado, si bien en un principio manifestó
influencias de otras vanguardias europeas, a partir de 1926 el Estridentismo tomó un derrotero
que lo emparienta con los muralistas y con José Carlos Mariátegui y el grupo en torno a la revista
Amauta. En ese año, el núcleo de artistas estridentistas se mudó a Xalapa y comenzó a publicar la
revista Horizonte; al mismo tiempo, el movimiento estridentista propugnó por llevar la
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Revolución mexicana a la literatura. Se propusieron, pues, hacer una literatura revolucionaria en
lo formal y en lo temático, en lo estético y en lo político. De esta manera, así como planteaban la
necesidad de una renovación artística, concibieron el arte como medio para involucrarse en las
luchas sociales y se apropiaron de manera explícita de un proyecto de revolución social.4
Por otro lado, el grupo de los Contemporáneos se mantuvo crítico ante la percepción
hegemónica de la nación y cultivó el cosmopolitismo como antídoto ante la cerrazón cultural. Así
pues, según ha sugerido Rosa García Gutiérrez, crearon una imagen de “lo mexicano” que se
fundamentaba en la exploración del mundo interior personal, en un afán de contravenir los
estereotipos establecidos. Del mismo modo, nutrieron su proyecto literario de fuentes extranjeras
con la finalidad de enriquecer y no limitar su horizonte cultural. Además, como ha planteado
Pedro Ángel Palou, el itinerario intelectual de los Contemporáneos representó un intento de
autonomización del campo literario, esto es, una apuesta a favor de que la práctica literaria no se
subordine a propósitos ajenos a su campo.5 Por supuesto, estas posturas estético-ideológicas
fueron rechazadas por el establishment cultural de la época, el cual consideró a los
Contemporáneos como “apolíticos” y “extranjerizantes”.
Ahora bien, aun cuando el esquema que opone a los muralistas y estridentistas, por un
lado, y a los Contemporáneos, por otro, es parcialmente adecuado a la realidad, resulta necesario
4 Lo anterior se puede advertir en el poema Urbe (1924) de Manuel Maples Arce, así como en El
movimiento estridentista (1927) de Germán List Arzubide y en Panchito Chapopote (1928) de
Xavier Icaza. No obstante, esta intención no es reconocible en textos estridentistas anteriores
como Andamios inferiores (1922) del propio Maples Arce o La señorita Etcétera (1922) de
Arqueles Vela. 5 En buena medida, los estridentistas también persiguieron este propósito. Sin embargo, sus
posturas político-sociales explícitas los llevaron a poner en peligro la autonomía del ejercicio
literario durante el periodo que se asentaron en Xalapa, en el cual participaron como integrantes
cercanos del gobierno de Heriberto Jara.
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plantear que las diferencias entre estos dos grupos son, cuando menos, tan importantes como sus
semejanzas. El mayor punto de convergencia se encuentra en el afán de renovación artística, el
cual adquiere diferentes grados de radicalidad en cada caso particular. Cabe recordar, por
ejemplo, que el muralista Diego Rivera vivió mayoritariamente en París de 1909 a 1921, en
donde conoció y fue parte del movimiento de vanguardia cubista. Entre 1913 y 1917, Rivera
pintó alrededor de doscientas obras cubistas (Favela 2). Si bien más tarde renegó de su pasado
vanguardista, no cabe duda que sus años de formación en París contribuyeron a la conformación
de su estética posterior.
En ese mismo sentido, en su ensayo “Contemporáneos y estridentistas en el estadio del
espejo” Evodio Escalante señala que la pretendida homogeneidad e independencia de estos
grupos literarios ha sido impuesta posteriormente por la crítica. En su momento, tanto
Contemporáneos como estridentistas participaban en un mismo flujo renovador de alcance
internacional, dentro del cual los “ismos” fueron su expresión más radical. La interrelación entre
ambos grupos se puede ver en el caso de Salvador Novo, quien participó en la revista de Manuel
Maples Arce, o en el hecho de que la Antología de la poesía mexicana moderna de Cuesta
incluyó al fundador del estridentismo. De este modo, Contemporáneos y estridentistas
compartieron una misma tendencia hacia la modernización literaria, aun cuando los primeros se
acercaron al polo cosmopolita y los segundos al transculturador.
Así pues, la cultura mexicana en el periodo posrevolucionario jugó un rol determinante en
la edificación de una identidad nacional. Al mismo tiempo, una ola de renovación se manifestó en
las diferentes disciplinas artísticas, lo cual dio como resultado obras que dialogaban con la
modernidad estética occidental. Según se ha visto en el caso de la “modernización
transculturadora”, estos dos impulsos –nacionalismo y modernidad/vanguardismo– no
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constituyen términos necesariamente contradictorios, si bien en casos extremos pueden
presentarse así. En muchas ocasiones, el anhelo de construir una identidad/cultura nacional y el
afán de innovación representaron dos facetas de un mismo proyecto. En otros casos, cuando la
concepción nacionalista ya se había institucionalizado, el afán de ruptura resultó un intento de
proponer nuevas alternativas ante lo que se consideraba “arte nacional”.
2.- La literatura mexicana en los años veinte
El presente apartado se propone mostrar los rasgos particulares que obtiene la
comunicación literaria en la sociedad mexicana posrevolucionaria. Se parte, pues, del supuesto de
que un acercamiento pragmático a la literatura debe describir la comunicación literaria, esto es,
los “procesos de interacción social y de comunicación que tienen como objetos temáticos lo que
se llama „textos literarios‟” (Schmidt 197). Para ello, es necesario examinar los diálogos que
establecen los escritores vanguardistas con propuestas literarias precedentes y coetáneas, en un
afán de identificar los interlocutores que animan y le dan sentido a los relatos estudiados. De este
modo, se podrá evitar la tendencia de la historiografía mexicana a identificar un periodo con un
solo movimiento hegemónico e ignorar otras manifestaciones contemporáneas. Además de
estudiar el papel de los productores (escritores), en las siguientes páginas se describirá la
intervención de los otros participantes de la comunicación literaria: los intermediarios (editores,
editoriales, medios de comunicación), los receptores (lectores) y los agentes de transformación
(críticos, académicos, traductores). De esta manera, se arrojará luz sobre aspectos relevantes –
como el lugar que ocuparon los grupos vanguardistas mexicanos en relación con otras corrientes
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literarias, así como las revistas y periódicos que les sirvieron de escaparate y la relación que
mantuvieron con los lectores– que fortalecen los análisis textuales de los capítulos III y IV.
2.1.- Productores
Como ya se ha visto en el apartado anterior, en la década de 1920 existía una diversidad
de propuestas culturales. En el ámbito de la narrativa, se puede advertir una confluencia de
poéticas heterogéneas: sobrevivencia realista y naturalista, novela del Colonialismo, novela de la
Revolución, narrativa vanguardista –del Estridentismo y de los Contemporáneos– y otras
propuestas renovadoras. La mayoría de los productores de esta época se puede ubicar en alguna
de estas tendencias narrativas. No obstante, cabe señalar que en algunos casos un mismo escritor
produjo textos literarios pertenecientes a dos o más de estas tendencias. Asimismo, existen obras
que se sitúan en las fronteras de dichas clasificaciones, de tal manera que su ubicación es incierta.
De cualquier modo, para efectos de esta investigación resulta pertinente aprovechar este esquema
para la descripción del campo literario de los años veinte, reservando especial énfasis en la
narrativa.
Si bien escritores como José López Portillo y Rojas (1850-1923), Rafael Delgado (1853-
1914), Emilio Rabasa (1856-1930) y Federico Gamboa (1864-1939) publicaron sus obras
narrativas en las dos décadas anteriores a 1920, su influencia aún era muy extendida en estos
años. La estética realista-naturalista seguía siendo la predilecta de la mayor parte del público
lector, como lo demuestran las sucesivas ediciones de novelas como Santa (1903) de Gamboa.
Según Margo Glantz, “Santa es una novela popular mexicana. Desde su publicación en 1903
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hasta 1930, año de la muerte de Gamboa, la obra había alcanzado el estratosférico tiraje –para
México– de 65000 ejemplares” (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes). Además, las
adaptaciones cinematográficas de La parcela de López Portillo y de Santa contribuyeron aun más
a la difusión masiva de los valores éticos y estéticos del realismo-naturalismo.
En los primeros años de 1920, surgió una tendencia narrativa que representaba una
continuación del realismo decimonónico, si bien aportando una variación temática. Se trata de la
novela colonialista o virreinalista, cultivada en obras como El madrigal de Cetina (1918) de
Francisco Monterde, Doña Leonor de Cáceres y Acevedo y cosas tenedes (1922) de Artemio
Valle-Arizpe, Sor Adoración del Divino Verbo (1923) de Julio Jiménez Rueda, El corcovado
(1924) de Ermilo Abreu Gómez. Esta tendencia narrativa se caracteriza por la representación
idealizada del pasado colonial mexicano. De acuerdo con Ignacio M. Sánchez Prado, “los
colonialistas planteaban un regreso particular a la genealogía española de la cultura nacional […]
articulaban un discurso nostálgico que, a partir de narraciones idealizantes de la ciudad colonial,
buscaban la recuperación de un nacionalismo católico y criollo” (21, 22).
Como ha sostenido Christopher Domínguez Michael en su Antología de la narrativa
mexicana del siglo XX, la novela colonialista finalizó en 1926 con la publicación de Pero Galín
de Genaro Estrada. En esta novela, Estrada se distancia y parodia la poética del colonialismo a la
cual se mantuvo fiel en la etapa inicial de su producción. En los primeros dos capítulos se
incluyen reflexiones ensayísticas sobre el género colonialista: “Tiene la literatura mexicana, entre
sus particularidades que los autores de futuros tratados no deben dejar inadvertidas, un género
colonizante...” (9). Más tarde, Pero Galín –quien en un principio “sentía […] una sincera
repugnancia por las cosas modernas; abominaba de la novedad” (51)– se ve obligado a viajar a
Los Ángeles y ahí descubre la modernidad. Las reflexiones metatextuales y la tematización de la
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modernidad acercan a la novela de Estrada a las manifestaciones de la narrativa vanguardista.6 De
cualquier forma, fuera de estas particularidades que indican una innovación respecto de la
tradición precedente, Pero Galín mantiene una fidelidad a los principios realistas.
Además de la novela colonialista, en los años veinte nació otra tendencia de estirpe
realista que respondía a necesidades coyunturales del campo literario. Como ya se ha examinado,
la novela de la Revolución –como proyecto literario que consistía en trasladar a la literatura la
idea de “arte nacional” que los muralistas comenzaban a cultivar– surgió en 1924 a raíz de la
polémica sobre la “literatura viril”. Aun cuando anteriormente ya se habían escrito novelas
clasificables dentro de esta tendencia, a partir de este momento diversos escritores se apropiaron
conscientemente del concepto “novela de la Revolución” y produjeron obras que a menudo
contravenían las intenciones de los “viriles”. Se publicaron, entonces, textos narrativos como El
águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929) de Martin Luis Guzmán, ¡Vámonos
con Pancho Villa! (1931) de Rafael F. Muñoz, Cartucho (1931) de Nellie Campobello y se
reeditó Los de debajo (1916) de Mariano Azuela.
De hecho, ni siquiera la novela de Azuela –tomada en la época como caso paradigmático
de la literatura “viril”– cumplía con el proyecto de consolidar una imagen edificante de nación
basada en la Revolución. En Los de abajo, este suceso histórico es concebido como una piedra
que rueda ladera abajo y que, aun cuando no conoce los motivos de su movimiento, no puede
evitar seguir su trayectoria. Al igual que en buena parte de la narrativa sobre la Revolución, en la
novela de Azuela los revolucionarios son personajes crueles que no sustentan sus acciones en un
proyecto articulado de emancipación social y política. En muchos casos, los revolucionarios son
6 Así lo consideró Xavier Villaurrutia en una reseña que le dedicó a la novela de Estrada en el
momento de su publicación.
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dibujados como bandidos que aprovechan el tumulto para cometer crímenes. Así pues, antes que
ofrecer una concepción de la Revolución como un acontecimiento que funda un nuevo estado de
cosas más próspero y justo, Los de abajo aportó una visión pesimista y desencantada de la
historia reciente de México.
Mientras que los nacionalistas aprobaron la intención mimética y la temática
revolucionaria de la novela de Azuela, los Contemporáneos propusieron una lectura distinta del
mismo texto. Según Rosa García Gutiérrez, “destacaron los valores modernos y universalistas de
Azuela como narrador, los rasgos de superación formal y de modernidad narrativa que ya había
subrayado cierta crítica española y francesa, independientemente de que la novela tratase el tema
de la Revolución y lo hiciese desde una perspectiva próxima al realismo en algunos aspectos”
(241). Esta apropiación particular de Los de abajo tendía a resaltar cualidades como la
fragmentariedad y la indagación psicológica de los personajes. De esta forma, la novela de
Azuela fue considerada una manifestación de la modernidad literaria y, por lo tanto, se le asoció
con el proyecto narrativo de los propios Contemporáneos.
A partir de 1923, Mariano Azuela publicó una serie de novelas en las que se radicaliza el
uso de técnicas literarias modernas hasta el grado de ser calificadas de “obras vanguardistas” por
ciertos críticos.7 Se trata de lo que Francisco Monterde llamó el “ciclo hermético” de Mariano
Azuela, compuesto por La malhora (1923), El desquite (1925) y La luciérnaga (1932, algunos
fragmentos se divulgaron en 1927). En algunos capítulos de La malhora se emplea un monólogo
que en ocasiones adquiere el estado caótico del “monólogo interior” que en 1922 popularizara
James Joyce. En otros pasajes, el narrador heterodiegético se focaliza internamente en la
7 Por ejemplo: Martínez, Eliud. The art of Mariano Azuela: modernism in La malhora, El
desquite y La luciérnaga. Pittsburg: Latin American Literary Review Press, 1980 y, más
recientemente, Paúl Arranz, María del Mar. “La obra vanguardista de Mariano Azuela”. Inti. 51
(Spring 2000): 107-124 y
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protagonista y narra la multitud de sensaciones de su mundo interior. Estas características se
mantienen a lo largo del ciclo y alcanzan su expresión más depurada en La luciérnaga.
Dentro de las tendencias narrativas renovadoras se pueden ubicar también los relatos
escritos por los estridentistas y los Contemporáneos, así como por otros escritores sin filiación
vanguardista –Julio Torri, Efrén Hernández, José Martínez Sotomayor, entre otros–. El
movimiento de vanguardia estridentista irrumpió a finales de 1921 cuando Manuel Maples Arce –
a la sazón un escritor prácticamente desconocido– publicó la hoja volante Actual en las calles de
la ciudad de México. Este manifiesto constituye un llamado a los artistas mexicanos a
incorporarse a las filas de la vanguardia estridentista, un movimiento artístico que se reconoce
parte de un impulso renovador a nivel mundial. A este llamado respondieron escritores, pintores
y músicos interesados en las nuevas corrientes estéticas: Arqueles Vela, Salvador Gallardo, Kyn
Taniya, Germán List Arzubide, en literatura; Ramón Alva de la Canal, Jean Charlot, Germán
Cueto, en artes plásticas; Silvestre Revueltas, en música.
Desde sus primeros momentos como movimiento de vanguardia, el Estridentismo mostró
su anhelo de renovar tanto la poesía como la prosa. Sólo dos escritores estridentistas se dedicaron
a la narrativa: Arqueles Vela y Germán List Arzubide. En 1926, el primero de ellos –que cultivó
el género con mayor constancia que el segundo– reunió tres textos narrativos bajo el título de El
Café de Nadie: un relato homónimo, Un crimen provisional y La señorita Etcétera –este último
lo había publicado originalmente en 1922–. En 1927 escribió El intransferible, relato que fue
divulgado póstumamente en 1977. Asimismo, durante la década de 1920 Arqueles Vela publicó
diversas crónicas en el semanario El Universal Ilustrado, las cuales no han sido recopiladas de
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manera extensa.8 Por su parte, Germán List Arzubide dio a conocer El movimiento estridentista
(1927), así como los panfletos políticos ¡Mueran los gachupines! (1923) y Exaltación de Zapata
(1927).
Si existe un consenso crítico respecto a denominar “movimiento de vanguardia” al
Estridentismo, no sucede lo mismo con la otra generación del período: los Contemporáneos.
Según se ha visto en el primer capítulo, críticos como Luis Mario Schneider consideran que dicho
grupo no manifiesta algunas características indispensables para una conceptualización estricta de
la vanguardia. Evodio Escalante, por su parte, en Elevación y caída del estridentismo llama a los
Contemporáneos una “vanguardia moderada”, en oposición al radicalismo del movimiento
fundado por Maples Arce. De cualquier manera, en tanto que adopta el valor de “lo nuevo”, no
cabe duda que el llamado “grupo sin grupo” pertenece a la modernidad literaria. Así pues, se
puede decir que las diversas obras de los Contemporáneos oscilan entre una búsqueda moderada
de la novedad (modernidad) y una ruptura radical con lo viejo (vanguardia).
Algunos integrantes del grupo –los más jóvenes, significativamente– rechazaban la
etiqueta de “vanguardia” y preferían la de “actualidad”. No obstante, esta última categoría
implicaba un mayor sentido de rebeldía que la anterior. Según Guillermo Sheridan:
8 Yanna Hadatty Mora rescató textos narrativos de esa época en el artículo “Literatura de
instantes a infinitos: estridentismo y modernidad en Arqueles Vela”. Literatura mexicana. 18.1
(2007): 161-175
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Novo, Villaurrutia y Cuesta eligen pensar en términos de actualidad porque rechazan
cualquier prefiguración, cualquier posición previa, incluido el aparato vanguardista. Su
creciente iconoclastia los lleva a delimitar con firmeza el cuadro de sus influencias y a no
tolerar la de un autor extranjero por sí mismo… Esto los llevará a preferir la introspección
sobre las alianzas a ultranza y a sospechar de los “ismos” como certificados de una secular
licitud intelectual. (Los Contemporáneos 285)
De este modo, Novo, Villaurrutia y Cuesta demostraban un afán de cuestionar todas las posturas
literarias solidificadas en busca de una expresión radical y nueva.
Si en algún lugar se advierte la radicalidad que podía alcanzar el proyecto de los
Contemporáneos es, precisamente, en la narrativa. En este ámbito, no reconocieron ninguna otra
influencia literaria que los escritores modernos que en esos años renovaban el género: Joyce,
Proust, Gide, Giraudoux, Jarnés, entre otros. Al mismo tiempo, según la interpretación de Rosa
García Gutiérrez, la producción narrativa de los Contemporáneos respondía a la intención
iconoclasta de proponer una alternativa a los conceptos de identidad y literatura nacionales que
comenzaban a institucionalizarse en la segunda mitad de los años veinte. En ese sentido, relatos
como El joven, Dama de corazones, Margarita de niebla o Novela como nube constituyen
propuestas que comulgan con el proyecto vanguardista de transformar la literatura y la cultura de
su época.
Fuera de los estridentistas y los Contemporáneos, existieron otros escritores que se
propusieron igualmente renovar la narrativa en este periodo. Entre ellos se encuentran Julio Torri
(1889-1970), José Martínez Sotomayor (1895-1980) y Efrén Hernández (1904-1958). El primero
publicó en 1917 el libro Ensayos y poemas, el cual contiene textos prosísticos que colindan con el
ensayo, la microficción y el poema en prosa. Si bien es reconocido como uno de los fundadores
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de la prosa moderna en México, la influencia de Torri en los grupos vanguardistas no fue
considerable. Por su parte, Martínez Sotomayor publicó en 1930 una novela que comparte rasgos
formales y temáticos con la narrativa de los Contemporáneos: La rueca de aire. De hecho,
Martínez Sotomayor fue un colaborador cercano en los distintos proyectos de este grupo, si bien
no se le suele nombrar entre sus integrantes. Aún así, el crítico Domingo Ródenas Moya incluye
dicha novela en su recopilación de textos narrativos de los Contemporáneos.
En 1928 Efrén Hernández publicó Tachas, un relato breve que le daría cierta notoriedad
en el campo literario del periodo. Este relato –que se inserta plenamente en la “directriz
subjetivista” del vanguardismo hispanoamericano– sigue las divagaciones de un estudiante
universitario durante una sesión de clase. Al igual que buena parte de los protagonistas de la
narrativa vanguardista, el estudiante se encuentra en una oscilación permanente entre su mundo
interior y el mundo exterior. A través de su discurso, el protagonista de Tachas se configura
como un personaje con una postura crítica ante las opiniones preestablecidas. Además, haciendo
eco de una noción vanguardista, su manera de percibir el mundo se caracteriza por un afán de
desfamiliarizar la realidad. De ahí que, según él mismo constata, los demás lo consideran
“extravagante” (Hernández 30).
2.2.- Intermediarios, agentes de transformación y receptores
Los intermediarios son los agentes encargados de acercar los textos literarios a sus
posibles lectores. En la década de 1920, existían tres editoriales independientes que cumplían con
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esa función: Porrúa, Botas y Cvltura. Esta última –fundada en 1916– representó la empresa de
mayor renombre en la época. En ella se publicaron algunos de los relatos que se estudian en esta
tesis, como Panchito Chapopote de Xavier Icaza y Margarita de niebla de Jaime Torres Bodet.
Según Guillermo Sheridan, “publicaba la Biblioteca de Autores Mexicanos Modernos, La novela
quincenal, la Revista Musical, el Folletín semanal y la „Revista de libros‟, bajo la dirección,
respectivamente, de González Martínez, el comité general, Manuel Toussaint, Manuel M. Ponce,
el comité y Toussaint otra vez” (Los Contemporáneos 85, 86). Pedro Ángel Palou comenta la
labor editorial de Cvltura de la siguiente manera:
…sus directores Agustín Loera y Chávez y Julio Torri, supieron modelar una empresa
editorial que bien dará cuenta del cosmopolitismo literario de los veinte. Publicaron,
rescatándolos, valiosos autores mexicanos (el primer número de la colección fue de Ángel
de Campo, Micrós); editaron cuidados volúmenes de ciertos clásicos (el Prometeo
encadenado de Esquilo con un estudio de Carlos Otfrido Muller) o en algunas piezas
orientales (el Al Rubaiyat de Omar al Kahyyami o una selección del Tao Te King); se
encargaron de dar salida a los nuevos autores mexicanos (el propio López Velarde,
Vasconcelos, Alfonso Reyes) y lo mismo con la más importante literatura del momento
(el teatro de George Bernard Shaw, en traducción y estudio de Castro Leal; los cuentos de
Anatole France, en traducción y estudio de Alfonso Cravioto, Selma Lagerlof, Paul
Valéry, Pirandello, Paul Morand, Benjamín Jarnés, Gerard de Nerval, D´Annunzzio,
Lugones, Wilde y otros autores con los que se conformaría el credo literario de nuestros
años veinte). También se dio tiempo Cvltura para dar cabida a libros raros, pequeños
tesoros literarios que marcarán el camino en México: Marcel Schwob, a quien tradujo
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Rafael Cabrera, o fragmentos del Diario de Amiel, prologados por Manuel Toussaint. (61,
62)
Además de estas editoriales, los lectores tenían otros medios para conocer la literatura
contemporánea. Manuel Maples Arce inauguró en México un modo nuevo de acercarse a los
lectores: el manifiesto. El gesto revolucionario de pegar en las calles de la ciudad de México un
texto literario constituyó un intento de prescindir de los intermediarios prestigiados y apelar
directamente a los lectores. De la misma manera, durante los años veinte las revistas literarias
tuvieron una proliferación notable; se sucedieron una gran cantidad de ellas, la mayoría de una
corta duración, que ilustraban la diversidad existente de propuestas estéticas: “El objetivo de una
revista literaria es la edificación del gusto de su época: su capacidad de síntesis y su carácter de
inmediatez aceleran un discurso que, según ellas, no puede permitirse retraso” (Sheridan Los
Contemporáneos 365). Entre las revistas publicadas en esta década se encuentran: Revista Nueva
(1919), Policromías (1919), México Moderno (1920-1923), La Falange (1922-1923), El Maestro
(1921-1923), Prisma (1922), Antena (1924), Irradiador (1923), Horizonte (1926-1927), Ulises
(1926-1928), Contemporáneos (1928-1931).
Para los propósitos de esta investigación, cabe destacar la revista dirigida por Xavier
Villaurrutia y Salvador Novo: Ulises. En sus páginas se enfatizó especialmente el interés por una
renovación en el ámbito de la narrativa y se publicaron relatos como Novela como nube de
Gilberto Owen y Dama de corazones del propio Villaurrutia. Según Rosa García Gutiérrez,
dichos textos –y otros publicados en las mismas fechas como El joven de Salvador Novo y
Margarita de niebla de Torres Bodet– están imbuidos de la particular ideología literaria de esta
revista, hasta tal punto que pueden denominarse “novelas-Ulises” (287). En los cuatro relatos
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mencionados se encuentra de una manera u otra el motivo del viaje, así como una intención
general de ensayar las innovaciones introducidas por Proust, Giradoux, Joyce, etc.
Por otro lado, de entre los distintos periódicos que se publicaron en la época, el semanario
El Universal Ilustrado merece una mención especial. Yanna Hadatty Mora ha juzgado que
“representa uno de los principales escaparates de la modernidad nacional e internacional en
México” (La ciudad 60). Su principal característica es el eclecticismo de contenidos: “[El
Universal Ilustrado es una] tribuna que durante los años 20 balancea de manera ejemplar en sus
páginas lo moderno y lo vanguardista, lo comercial y lo estético, las ilustraciones y las columnas
de texto, los artículos sobre el gobierno de los estados, el arte, la moda, y la columna de sociales”
(Hadatty Mora Literatura de instantes 166). De ahí que Guillermo Sheridan lo considera un
periódico de “carácter frívolo”, en oposición con otras revistas de “carácter culto” (Los
Contemporáneos 103) que sólo publicaban contenidos literarios.
La relevancia de El Universal Ilustrado consiste primordialmente en dos aspectos. En
primer lugar, divulgó noticias de los movimientos de vanguardia europeos: Rafael Lozano
publicó “El endemoniado Dada se adueña de París” (3 de febrero de 1921) y “Marinetti y la
última renovación futurista: El Tactilismo” (15 de enero de 1921). Además, sin convertirse en un
aparato propagandístico, llevó a cabo una labor de difusión de la estética estridentista en un
momento en el que hacerlo no acarreaba un prestigio sólido. El 24 de agosto de 1922, tan sólo
unos meses después de la irrupción del estridentismo, Febronio Ortega publicó una entrevista con
Manuel Maples Arce. Arqueles Vela –un colaborador asiduo de este semanario y, desde 1923, su
secretario de redacción– publicó en la sección Novela semanal su primer relato, La señorita
Etcétera (1922), el cual inaugura la narrativa vanguardista hispanoamericana.
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Por otra parte, El Universal Ilustrado se convirtió en uno de los principales animadores
del campo literario al promover discusiones y polémicas entre los escritores e intelectuales.
Como ya se ha visto, el artículo “El afeminamiento de la literatura mexicana” de Julio Jiménez
Rueda, publicado el 21 de diciembre de 1924 en este semanario, dio origen al debate sobre la
“literatura viril” que se desarrolló en sus páginas. Del mismo modo, el 17 de marzo de 1932
Alejandro Núñez Alonso publicó “Una encuesta sensacional: ¿está en crisis la generación de
vanguardia?”. Esta pregunta –a la que respondieron Villaurrutia, Samuel Ramos, Novo,
Gorostiza, Ortiz de Montellano, Ermilo Abreu Gómez, entre otros– produjo una serie de artículos
sobre la cuestión del nacionalismo en el arte. De esta manera, El Universal Ilustrado fue un
escaparate para los movimientos literarios más actuales y los debates culturales de mayor
relevancia en la época.
Si bien existía un intento de acercar la literatura al público, lo anterior no redundaba en
una base sólida de agentes de transformación y receptores. En cuanto a los primeros, se puede
decir que su proceso de profesionalización se encontraba en las primeras etapas. Así pues, la
figura del crítico literario o traductor que ha sobrellevado una capacitación profesional adecuada
y que se dedica a su labor de manera exclusiva es prácticamente inexistente. A menudo, la crítica
literaria que se divulgaba en los periódicos y revistas era producida por otros escritores; del
mismo modo, las traducciones de textos literarios extranjeros eran obra de escritores bilingües.
De cualquier modo, en esta década se sentaron los fundamentos de una tradición intelectual que
sigue dando frutos hasta la actualidad.
Más allá de algunos libros sobre cuestiones estéticas como El monismo estético (1918) de
José Vasconcelos o Principios de estética (1925) de Antonio Caso, es necesario resaltar dos obras
que marcaron la pauta para los estudios literarios posteriores: Cuestiones gongorinas (1927) de
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Alfonso Reyes y Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) de Pedro Henríquez Ureña.
Al mismo tiempo, los años veinte vieron la publicación de dos historias de la literatura mexicana
escritas por personajes reconocidos de la época: Carlos González Peña y Julio Jiménez Rueda.
Asimismo, el grupo de los Contemporáneos concibió proyectos críticos sobre literatura, entre los
cuales destacan La poesía de los jóvenes en México (1924) de Villaurrutia, la Antología de la
poesía moderna (1928) de Jorge Cuesta y Contemporáneos, notas de crítica (1928) de Jaime
Torres Bodet. Estos libros representan los primeros productos críticos de un campo literario que
reconoce su autonomía relativa.
Con respecto a los receptores, es indispensable decir que, aun cuando la campaña de
alfabetización promovida por Vasconcelos rendía sus frutos, el público lector en los años veinte
era muy limitado.9 Se puede deducir lo anterior al examinar el reducido tiraje de las
publicaciones de la época, los cuales en raras ocasiones llegaban a los mil ejemplares. Además,
fuera de la novela Santa (1903) de Federico Gamboa, muy pocos textos literarios alcanzaban la
segunda edición. Se trata, pues, de un campo literario cuyos productores actuaban al mismo
tiempo como receptores, ya que para leer relatos como Novela como nube o Dama de corazones
se necesitaba una competencia cultural y literaria que no estaba al alcance de la mayoría de los
posibles receptores. En ese sentido, según sostiene Pedro Ángel Palou, una de las operaciones
que llevaron a cabo las obras narrativas de los Contemporáneos –y otros escritores estudiados
aquí– es “la instauración de un público futuro que pueda leerlas” (Palou 244), es decir, la
9 “…las estadísticas oficiales de 1930 muestran que existía aún un 71 por ciento de analfabetos”
(Fell, 47)