CIEN AÑOS DE ENSEÑANZA EN MARRUECOS. - Instituto Cervantes · 2015-03-17 · CIEN AÑOS DE...

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CIEN AÑOS DE ENSEÑANZA EN MARRUECOS. D. Ricardo Barceló. 8 de Noviembre de 2014. El 19 de febrero de 1913, el Comandante General de Ceuta, el general don Felipe Alfau Mendoza, partió de buena mañana de la plaza española con la orden de ocupar la vecina ciudad marroquí de Tetuán, distante cuarenta kilómetros. Llevaba como escolta un escuadrón de caballería y un batallón de infantes. No existía carretera que comunicara ambas ciudades, entonces no existía ninguna carretera en todo el reino de Marruecos. Por un camino polvoriento bordeado de cañaverales y chumberas emprendieron la marcha con las cautelas propias de una tropa que penetra en territorio desconocido. Pero no fueron molestados durante el trayecto, durante las largas horas que duró la expedición. Los anyeríes, los habitantes de la cabila de Ányera que rodea Ceuta, eran a veces belicosos con los cristianos del otro lado de la frontera. Pero eran también quienes entraban casi a diario en la plaza para comerciar con sus productos, lo que les procuraba mayores beneficios que si los vendían entre sus propios paisanos. El general Alfau había recibido de Madrid la orden de tomar la ciudad por un motivo acuciante: Su Alteza Imperial el Jalifa Mulay el Mehdi, a quien su primo el sultán de Marruecos Mulay Yussef había designado como su representante en la zona que correspondió a España en el reparto del país, estaba a punto de llegar a la ciudad y tenía que ser recibido por una autoridad española. Madrid ya no podía seguir inactivo, como si estuviera a la espera de que el compromiso marroquí se fuese a desvanecer. Desde noviembre anterior correspondía a España ejercer un protectorado en esa parte de Marruecos, mes en el que Francia había empezado a establecer el suyo en su zona. Las 13 naciones que se reunieron en

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CIEN AÑOS DE ENSEÑANZA EN MARRUECOS.

D. Ricardo Barceló. 8 de Noviembre de 2014.

El 19 de febrero de 1913, el Comandante General de Ceuta, el general don Felipe Alfau Mendoza,  partió  de  buena mañana  de  la  plaza  española  con  la  orden  de  ocupar  la vecina ciudad marroquí de Tetuán, distante cuarenta kilómetros. Llevaba como escolta un  escuadrón  de  caballería  y  un  batallón  de  infantes.  No  existía  carretera  que comunicara ambas ciudades, entonces no existía ninguna carretera en todo el reino de Marruecos.  Por  un  camino  polvoriento  bordeado  de  cañaverales  y  chumberas emprendieron  la  marcha  con  las  cautelas  propias  de  una  tropa  que  penetra  en territorio  desconocido.  Pero  no  fueron molestados  durante  el  trayecto,  durante  las largas horas que duró la expedición. Los anyeríes, los habitantes de la cabila de Ányera que rodea Ceuta, eran a veces belicosos con los cristianos del otro lado de la frontera. Pero eran también quienes entraban casi a diario en  la plaza para comerciar con sus productos,  lo  que  les  procuraba  mayores  beneficios  que  si  los  vendían  entre  sus propios  paisanos.   El general Alfau había recibido de Madrid  la orden de tomar  la ciudad por un motivo acuciante: Su Alteza  Imperial el  Jalifa Mulay el Mehdi, a quien su primo el sultán de Marruecos  Mulay  Yussef  había  designado  como  su  representante  en  la  zona  que correspondió a España en el  reparto del país, estaba a punto de  llegar a  la ciudad y tenía que ser recibido por una autoridad española.   

 Madrid  ya  no  podía  seguir  inactivo,  como  si  estuviera  a  la  espera  de  que  el compromiso marroquí se fuese a desvanecer. Desde noviembre anterior correspondía a España ejercer un protectorado en esa parte de Marruecos, mes en el que Francia había empezado a establecer el suyo en su zona. Las 13 naciones que se reunieron en 

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Algeciras  entre  el  16  de  enero  y  el  7  de  abril  de  1906  suscribieron  un  acta  que reconocía a Francia el derecho a establecer un protectorado sobre Marruecos, sobre la mayor  parte  de Marruecos,  sobre  450.000  kilómetros  cuadrados  de Marruecos.  A España  le correspondieron en ese reparto sólo 21.000 kilómetros cuadrados, después de  que  en  varios  acuerdos  secretos  suscritos  en  años  precedentes  Francia  fuera metiendo  la  tijera  a  ofertas  territoriales  más  ambiciosas  ante  el  desinterés  que mostraba el Gobierno español. Así  llegó a dejar el mínimo exigido por el Reino Unido de  Gran  Bretaña:  una  estrecha  franja  frente  a  Gibraltar  en  la  que  no  ondeara  la bandera francesa.  

Ocho  años  antes  de  todo  esto  que  relatamos  España  había  perdido  sus  últimas posesiones  en  América  y  en  Asia.  No  estaba  el  país  para  embarcarse  en  nuevas aventuras coloniales. No sólo por su postración moral, sino también, y sobre todo, por el desastre económico que  la derrota ante Estados Unidos produjo. Pero a  la primera potencia mundial de  la época, el Reino Unido de Gran Bretaña,  sí  le  interesaba que España  participara  en  aquella  operación,  con  la  excusa  de  que  poseía  las  plazas  de Ceuta y Melilla en el norte de Marruecos. Lo que pretendía en  realidad, después de llegar a un acuerdo con Francia para  tener manos  libres en Egipto a  cambio de que Francia las tuviera en Marruecos, es que frente a Gibraltar, la llave del estrecho para su comunicación con  su perla de  la corona, con La  India, estuviera una nación como  la española, de escasa relevancia  internacional y con un ejército desmoralizado por una tremenda derrota. Francia, la ambiciosa Francia, era dueña ya de Argelia desde 1830 y de Túnez desde 1881, y quería ampliar su imperio norteafricano.  España aceptó aquellos 21.000 kilómetros cuadrados y un pequeño enclave al sur de Marruecos, en  la  zona desértica de Tarfaya, para no  verse desplazada del  concierto internacional. Hubiese aceptado cualquier otra propuesta aún más reducida.   Los gobiernos de la época no tenían ambiciones de expansión territorial, pero es que ni siquiera  se  trataba  de  eso.  Se  trataba  de  pacificar  un  territorio  rebelde  al  poder central. Y aceptó para no desairar ni a Inglaterra, ni a Francia ni a Alemania, naciones que  por  cierto  no  tardarían  en  verse  envueltas  en  una  guerra  de  proporciones descomunales.  

 En los acuerdos de Algeciras se establecía que el sultán de Marruecos, intervenido por un residente general francés, nombraría en  la zona española un delegado con plenos poderes, que era el Jalifa a quien el general Alfau tenía que recibir en algún  lugar del Marruecos que había correspondido a España. Tetuán era  la ciudad marroquí más a propósito por su cercanía a Ceuta y por el hecho de contar además con una residencia donde el Jalifa podía acomodarse, el palacio construido en el siglo XVIII por el bajá Er Riffi, palacio que hasta entonces habían ocupado  los gobernadores nombrados por el sultán.  Y  contaba  también  con  un  consulado  de  España,  establecido  por  el  general O’Donnell después de  la  llamada “Guerra de África”,  la que enfrentó a ambos países entre  noviembre  de  1859  y  abril  de  1860.  Un  consulado  que  debía  atender  las necesidades  de  la  incipiente  colonia  española  que  se  fue  asentando  en  la  ciudad  a 

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partir  de  entonces.  España  alquiló  un  solar  en  el  “Feddán”  por  el  canon  anual  de treinta duros. El Feddán (como hoy todavía se le conoce) recibió el nombre de Plaza de España  al  convertir O’Donnell  a  Tetuán  en  ciudad  española.  Costó  tres millones  de reales  –cifra  considerable  para  la  época‐  construir  la  representación  consular,  la vivienda  destinada  a  los  vicecónsules  y  la  iglesia  de  la Misión  franciscana,  con  su Convento y Hospedería aneja al edificio, todo ello bajo  la dirección del coronel Gelis, del arma de Ingenieros.    

  El general Alfau  se  instaló en aquel  caserón donde ejercía  como  cónsul el  laborioso diplomático Luciano López Ferrer, que años más tarde sería nombrado, ya en tiempos de la Segunda República, alto comisario de España en Marruecos. Y hubo de compartir también  espacio  con  la  Comunidad  Franciscana,  que  había  dedicado  dos  pequeñas habitaciones de  la Hospedería  como escuela de niños y de niñas. Aunque  la  colonia europea civil que se estableció en el Tetuán ocupado por O’Donnell era muy reducida, los religiosos se sintieron obligados a procurar una elemental enseñanza a los hijos de aquellos pioneros españoles.     Entre  los años 1906 y 1908, aquel Consulado al que Alfau habría de  llegar un  lustro más tarde para convertirlo en Alta Comisaría de España en Marruecos, fue sometido a obras  de  remodelación.  Mientras  se  llevaron  a  cabo,  sus  dependencias  fueron trasladadas provisionalmente  a un palacete morisco que  se  alquiló en  la  calle de  la Záuia,  que  cuantos  vivimos  en  el  Protectorado  conocimos  como  calle  de  la  Cárcel, 

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porque  allí  estuvo  la  prisión  para  españoles,  distinta  de  la  cárcel  marroquí  que dependía del bacha.   El ministro plenipotenciario de España en Marruecos con residencia en Tánger era en aquellos primeros años del siglo XX don Alfonso Merry del Val.  Consideró  que  era  competencia  del  Gobierno  español  ocuparse  de  la  enseñanza  y logró  convencerlo  para  que,  por  Real  Orden  de  1  de  enero  de  1908,  abriera  una escuela que  se  instaló en otro palacete más modesto  situado enfrente de  la propia representación consular, en  la misma calle de  la Záuia. Las  funciones de maestro  las asumió  el  intérprete‐canciller  del  Consulado  don  José  González  Belloto.  Se  creó también un aula para adultos marroquíes interesados en aprender la lengua española que se denominó “Escuela Española de Moros”.  

  ¿Qué era aquel Tetuán al que  llegó el general Alfau en  febrero de 1913 para  recibir días  más  tarde  al  Jalifa  del  sultán  y  para  que  España  pudiera  iniciar  su  obra  de protectorado?  Seguía  siendo  la misma  ciudad medieval que,  a  la  caída de Granada, comenzó  a  reconstruir  un  capitán  del  rey  Boabdil  que  tuvo  que  salir  de  España  en 1493.  Siguiendo  el  destino  de miles  de moriscos  expulsados,  Abú  el  Hassán  Alí  Al Mandri  llegó a Marruecos y supo de una ciudad que  los portugueses, establecidos en Ceuta desde 1415, habían reducido a escombros en 1437. Los portugueses, colmada su paciencia de  recibir constantes ataques desde el  reducto de piratas que era Tetuán, donde se refugiaban después de cometer sus desmanes con sus barcos resguardados en el pequeño puerto de Río Martín, decidieron deshacerse para siempre del problema y  acabaron  con  la  ciudad.  Cincuenta  y  seis  años  permaneció  Tetuán  arruinada, 

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convertida en montañas de escombros, sin que  los habitantes de sus alrededores se interesaran por reconstruirla.   Hasta que Al Mandri y  sus huestes granadinas  solicitaron el permiso del  sultán para levantarla de nuevo. Obtenida la gracia del soberano, erigieron el “afrag”, la ciudadela que construyeron dos sultanes de la dinastía meriní entre 1286 y 1308, que fue lo que los  portugueses  destruyeron.  Y  levantaron  un  barrio  de  estilo  andalusí,  el  primer núcleo urbano de Tetuán. Luego se  le  irían añadiendo nuevos barrios construidos por las  sucesivas oleadas de moriscos que  llegaron  con  las expulsiones escalonadas que decretó Felipe III. Hasta que terminó por configurarse como una ciudad amurallada en un perímetro de 5 kilómetros,  siete puertas de acceso y 50 hectáreas de  superficie. Esta  es  la  ciudad  que  encontró  Alfau.  En  la  que  no  existía  alumbrado  público,  ni hospitales, ni oficinas ni servicios de ninguna clase y en la que todavía se colgaban de las murallas las cabezas de los ajusticiados. Y la ciudad que encontró el padre Salvador López  de  Luzuriaga  cuando  en  junio  de  1915  llegó  con  intención  de  encontrar  un edificio que pudiera albergar un colegio marianista.   Francia,  en  su  zona  de  protectorado,  levantó  las  nuevas  ciudades  separadas  de  las antiguas medinas medievales  que,  por  su  estructura,  eran  difíciles  de  adaptar  a  los  modernos conceptos urbanísticos. España sin embargo optó por construir  los nuevos ensanches a continuación de  las medinas moriscas, sin solución de continuidad, para propiciar  la  convivencia  entre  las  dos  comunidades.  Mejor  dicho,  entre  las  tres comunidades, porque  los  judíos expulsados de Sefarad se habían exiliado  junto a  los musulmanes, con los que convivían en barrios cerrados llamados “mel‐lah”.   Para  construir  la  ciudad moderna  a  continuación  de  una medina  rodeada  de  una muralla no hubo más remedio que derribar un lienzo en el lugar donde se establecería el eje de conexión entre ambas ciudades. El arquitecto municipal Carlos Óvilo realizó el primer  plan  urbanístico,  con  un  trazado  de  la  nueva  ciudad  que,  supeditado  a  las necesidades de la guerra, lo desarrolló desenfilando a las calles –estratégicamente‐ de la acción bélica que podían ejercer sobre ellas  las posiciones rebeldes de  los montes cercanos,  aislándolas  completamente  de  posibles  y  futuras  contingencias.  En  1915, cuando llegó a Tetuán el padre López de Luzuriaga dos meses antes de que lo hiciera el padre  Abdón  Pereda,  el  “ensanche”  era  un  inmenso  solar  donde  sólo  aparecía terminado el edificio que hoy alberga el Instituto Cervantes, levantado a instancias del promotor Francisco Picayo Rivero para uso de viviendas. Pero el majzen, es decir, el gobierno  jalifiano, se apresuró en adquirirlo para que fuera sede de  la  imprescindible Delegación de Fomento, desde la que debía irradiar todo el desarrollo de la zona. Salvo este oasis en medio de  la nada, a escasos metros se encontraba a medio construir el cuartel de Cazadores o cuartel R’Kaina como también se encontraban en ese estado las escuelas que recibieron el nombre de Grupo Escolar España. Algo más al norte, muy cerca de la Puerta de Tánger (Bab Tut, para ser respetuoso con la onomástica local) se levantaba  el  Dispensario  Médico.  Ese  era  todo  el  Tetuán  que  encontraron  los marianistas.  Sólo  treinta  familias  españolas  vivían  entonces  en  la  ciudad.  Pero,  aun siendo una colonia tan escasa, tenía su Círculo Recreativo en un lugar muy cerca de la 

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mezquita de Sidi Ben Aisa en la plaza de España y un periódico diario al que llamaron “El Eco de Tetuán”, en recuerdo del que  fundó Pedro Antonio de Alarcón durante  la ocupación de 1860. El contingente militar crecía de día en día y, en espera de que se terminaran los acuartelamientos, se alojaba en un extenso campamento de tiendas de campaña  situado aproximadamente donde hoy  se encuentran  los Pabellones Varela. Muchos de estos militares acudieron a Marruecos con sus familias, la mayoría de ellas con hijos en edad escolar.   

  El  general Alfau  estuvo  poco más  de  un  año  al  frente  de  la Alta Comisaría,  porque desavenencias con algunos mandos de Ceuta lo obligaron a presentar su renuncia. Lo sustituyó en agosto de 1914 el general Marina, hasta entonces Comandante general de Melilla. Este fue el alto comisario que recibió del Superior Provincial de la Compañía de María  la  solicitud  de  “fundar  un  colegio  y  corresponder  así  a  los  apremiantes requerimientos  de  los  padres  de  familia,  deseosos  de  asegurar  a  sus  hijos  una educación conforme a sus creencias, medios de preparar una carrera y sentimientos de afecto a España que no dejen lugar a duda”.   ¿Qué bases políticas y administrativas había para estimular de esa manera la iniciativa de los marianistas? ¿Qué los llevó a apostar por abrir un colegio fuera de España, en un Marruecos que no se acabaría de pacificar hasta mayo de 1927? Porque antes de  la revuelta rifeña de  los años 20,  la de Abdelkrim el  Jattabi, el Raisuni, señor  feudal de Yebala que se creía con más méritos que el primo hermano del sultán para haber sido nombrado  su  jalifa, despechado por  lo que entendió un desprecio a  su prestigio, no paró de guerrear contra los españoles.   

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Entre  las  instrucciones que  recibió el alto comisario para desarrollar el Protectorado estaba la relativa a la enseñanza, que no podía ser más escueta: “se vigilará el régimen de  las escuelas al presente sostenidas por el Ministerio de Estado en Larache, Arcila, Alcázar, Tetuán, vecindades de Ceuta, Nador, Zoco el Had de Benisicar y Cabo de Agua, proponiendo  las  reformas  que  estime  útiles  y  prácticas  para  el  desarrollo  de  la instrucción pública en beneficio de nuestros numerosos compatriotas y de los europeos en general”.  Con esos escasos mimbres  los marianistas  se embarcaron en  la aventura  tetuaní. El colegio  cuya  autorización  se  solicitaba  se establecería en una  ciudad que estaba en proceso de construcción. El general Marina autorizó el colegio y el reverendo Salvador López de Luzuriaga se puso a buscar, aquel verano de 1915, un  local adecuado a  las actividades escolares entre muy escasas ofertas. El “ensanche” era entonces un mero proyecto y no había muchas viviendas disponibles en la medina morisca, habitadas en su  inmensa mayoría  por  sus  propietarios  o  alquiladas  a  extranjeros,  especialmente españoles, que llevaban algunos años establecidos. En el mes de agosto llegó a Tetuán quien habría de ejercer como primer director del colegio, el reverendo Abdón Pereda.   La  Alta  Comisaría  la  ocupaba  ya  otro  general,  Francisco  Gómez‐Jordana,  porque  el general Marina sólo estuvo un año en el cargo. El padre Pereda describe así el Tetuán que encontró a su llegada: “La ciudad de Tetuán me produjo una impresión deplorable. El “Ensanche” no existía. Tan sólo se había abierto en la muralla un boquete, frente a la Plaza de España, estando en  construcción  la primera  casa moderna, ocupada meses después por la Delegación de Fomento”.  Después de muchas dificultades  los marianistas encontraron un destartalado caserón morisco situado en la subida a la vieja alcazaba, frente al Consulado de Gran Bretaña y a pocos metros de lo que los españoles llamaban “batería mora”, un espacio desde el que  se  disparaba,  y  aún  se  dispara,  el  cañonazo  que  anuncia  la  ruptura  del  ayuno durante  el  mes  de  Ramadán.  También  se  anunciaba  así,  durante  los  años  de Protectorado,  la  llegada del mediodía,  el  famoso  cañonazo de  las doce  en nuestros recuerdos  de  infancia.  Los  marianistas  contaron  con  la  inapreciable  ayuda  del secretario general de la Alta Comisaría, don Diego Saavedra, y de don Pedro Sebastián de  Erice,  vicesecretario  general,  cuyos  numerosos  hijos  fueron  de  los  primeros alumnos  en matricularse.  Y  en  ese  lugar  dieron  comienzo  las  clases  en  el mes  de octubre con diecinueve alumnos, a los que se fueron sumando otros en días sucesivos hasta alcanzar la cifra de sesenta y cinco, que fueron los que completaron aquel curso de 1915‐1916.  Sólo  siete  meses  estuvo  el  colegio  en  aquel  caserón  cuyas  ventanas  daban  al cementerio  musulmán.  El  8  de  mayo  de  1916  pudo  trasladarse  al  incipiente “ensanche”  europeo.  A  pesar  de  que  la  situación  seguía  siendo  inestable,  con permanentes ataques de las “harkas” de Raisuni contra las tropas españolas, la ciudad europea  avanzaba  lentamente  hacia  el  oeste,  siguiendo  las  pautas  urbanísticas establecidas en el plan del  arquitecto Óvilo.  Sólo diez  casas  se  levantaban en  aquel 

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erial en el que era difícil imaginarse una ciudad. Entre esas diez casas estaba el edificio de  viviendas  promovido  por  los  sefarditas  Cohen  y  Sananes  que  los marianistas  se apresuraron en alquilar y adaptar a sus necesidades. Estaba situado en el borde de lo que entonces  se  conocía  como  “el parapeto”,  la actual  calle de Sidi Mandri, porque más allá quedaba el campo abierto con sólo el aislado campamento militar de tiendas de campaña a unos trescientos metros. A este edificio se le conoció como “la casa de los  azulejos”, por estar  recubierta  su  fachada de  azulejos  verdes  y blancos. El  curso 1916‐1917  se  impartió  ya  en  este  edificio,  que  pronto  se  reveló  insuficiente  para acoger la demanda en crecimiento.  El “ensanche” continuó su progresión hacia el oeste. En 1918 se empezó a urbanizar la plaza  donde  ocho  años más  tarde  se  levantaría  la  iglesia  católica.  Su  trazado  era circular, en  contraste  con el  rectangular de  la plaza de España, Y allí un empresario apellidado Escriña comenzó a  levantar en 1919 un edificio en el que  los marianistas pusieron inmediatamente los ojos, acuciados por la necesidad de contar con un centro más amplio. Quedaba  fuera del  “parapeto”, alejado  sólo un  centenar de metros del “ensanche”,  pero  lo  suficiente  para  que  se  considerara  entonces  zona  peligrosa. Tetuán iba creciendo en población de forma vertiginosa. El edificio fue adaptado a las necesidades del colegio y aquel mismo año  se procedió al  traslado. Un año después fue  nombrado  un  nuevo  director,  Francisco  Lasagabaster,  que  sustituyó  al  padre Abdón Pereda, requerido por la orden marianista para abrir un centro en Alcazarquivir.     En  julio  de  1921  se  produjo,  como  es  conocido  de  todos,  el mayor  desastre  de  las fuerzas españolas desplegadas en el Protectorado. Las cabilas rifeñas, bajo el mando de  Abdelkrim  el  Jattabi,  se  rebelaron  contra  la  Comandancia  General  de Melilla  y fueron  aniquilando  una  tras  otra  la  cadena  de  posiciones  que  estableció  el  general Manuel Fernández Silvestre y que terminaba en Annual. Tras aquel desastre, las tropas españolas evacuaron el Rif y se replegaron a Tetuán por el oeste y a Melilla por el este, dejando  un  vacío  en  la  zona  central.  Una  partida  de  rifeños  pudo  llegar  a  las inmediaciones de Tetuán y situó frente a la ciudad una batería de largo alcance en un lugar  inaccesible  del  monte  Buceitun,  de  1.209  metros  de  altitud.  Aquel  cañón, llamado popularmente “Felipe”, enviaba diariamente una andanada  sobre  la  ciudad, que  causaba  graves  daños  y muchas  víctimas.  Uno  de  los  disparos  impactó  en  las proximidades del colegio marianista el 28 de septiembre de 1925, cuando en el centro se preparaba el  inicio del curso y  las  familias acudían a  formalizar  las matrículas. Era entonces director don Dionisio Graci‐Antépara. El efecto del “Felipe”  fue devastador porque muchos entendieron que  lo que se había conseguido con tanto esfuerzo para pacificar  la zona se desmoronó abruptamente. Gran número de españoles regresaron de nuevo a la península o se trasladaron a Ceuta. La reapertura del curso se aplazó del mes de octubre  a enero del  año  siguiente  con un notable descenso del número de estudiantes. El 6 de marzo de 1926  la aviación pudo terminar con el cañón,  la ciudad recuperó la tranquilidad y reanudó su crecimiento.  La demanda de plazas en el colegio fue desde entonces incesante y el llamado “edificio Escriña”  se  reveló  irremediablemente  insuficiente.  Saturado  con  320  alumnos,  era 

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imposible  dar  satisfacción  a  la  demanda  de  matriculaciones  por  falta  de  espacio. Porque con  la pacificación de  la zona aumentó  la población escolar en Tetuán,  lo que imponía buscar un nuevo emplazamiento.   Correspondió  esta  tarea  al  nuevo  director  nombrado  en  1927,  don  Carlos  Eraña. Encontró  un  solar  en  una  zona  de  la  ciudad  en  la  que  se  proyectaba  una  “Ciudad Jardín”,  en  la  avenida  denominada  “paseo  de  las  Palmeras”.  Pero  la  complicada situación política y social del país en  la etapa final del reinado de Alfonso XIII  impidió que se  iniciara  la construcción del nuevo centro. Al advenimiento de  la República,  la legislación laica del nuevo régimen obligó a que se admitieran alumnas.   Se  pudo  sortear,  sin  embargo,  la  prohibición  que  pesaba  sobre  las  congregaciones religiosas para ejercer  la enseñanza  y el 20 de  agosto de 1935, en plena República, dieron por  fin  comienzo  las obras. Pero Carlos Eraña ya no estaba en Tetuán; había sido destinado a Madrid en agosto de 1933. Tres años después de dejar Marruecos fue víctima  de  la  persecución  religiosa  que  se  desató  en  aquellos  años  convulsos:  fue fusilado y mereció ser beatificado en octubre de 1995. Su sustituto en la dirección del colegio, don Ángel Chomón,  tuvo que hacerse cargo de  la adjudicación de  las obras, que  correspondieron  a  la  empresa  Agromán.  El  espléndido  proyecto  del  arquitecto municipal José Miguel de  la Quadra‐Salcedo, marqués de  los Castillejos, pudo por  fin iniciar su construcción, que en dos ocasiones se vio alterada por los desgarros sociales y políticos que se vivían en España y que alcanzaban al Protectorado de Marruecos.   

 El jueves 23 de abril de 1936 el edificio sufrió la explosión de un artefacto de dinamita que  provocó  grandes  destrozos  y  el  9  de  mayo  siguiente  apareció  muerto  en circunstancias que no se aclararon el guarda nocturno. No obstante, el estallido de  la 

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guerra no impidió que los trabajos continuaran a buen ritmo y en septiembre de aquel nefasto 1936 se  trasladó el material escolar desde el edificio de  la “casa de Escriña” hasta las nuevas instalaciones. El curso 1936‐1937 se impartió con olor a pintura fresca y a madera recién barnizada y sin que el colegio hubiese sido inaugurado oficialmente.   La inauguración oficial no se produjo hasta el 17 de octubre de 1937. Era entonces alto comisario  de  España  en Marruecos  el  coronel  don  Juan  Beigbeder  Atienza,  antiguo pilarista. Naturalmente, le correspondió presidir el acto junto con el gran visir o primer ministro del gobierno  jalifiano, Sidi Ahmed el Gammía, por cierto el único extranjero condecorado  con  la Gran  Cruz  Laureada  de  San  Fernando.  Ya  no  estaba  don Ángel Chamón como director, sustituido en el cargo por el reverendo Julián Angulo, aunque asistió  como  subdirector  y  administrador.  Finalizada  la  contienda  civil  el  colegio obtiene  el  reconocimiento  oficial  del  Estado,  de  manera  que  ya  no  tuvieron  que desplazarse los profesores del    instituto de Ceuta, como antes  lo habían hecho  los de Cádiz, para examinar al alumnado.  

  Un año después de terminada la guerra, el colegio celebró sus bodas de Plata. Habían transcurrido  veinticinco  años  desde  la  apresurada  búsqueda  de  un  local  en  la  vieja medina morisca de Tetuán hasta que se pudo erigir el espléndido edificio en la ciudad jardín  que  no  llegó  a  cuajar  como  proyecto  urbanístico,  pero  donde  se  levantaron hermosos  chalés. De  los  20  alumnos  iniciales  se  había  pasado  a  420.  El  nuevo  alto comisario  era  entonces  el  general  Carlos  Asensio  Cabanillas,  que  presidió  los  actos conmemorativos.  Se  aprovechó  la  efeméride  para  homenajear  al  que  fue  primer director del colegio, Reverendo Abdón Pereda, que acudió a Tetuán con ese motivo y 

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que  recibió una condecoración que  todos  los antiguos  residentes en el Protectorado de España en Marruecos recordamos: la Orden Mehdauía. El nuevo director del centro era entonces el padre Cayo Fernández de Gamboa.  No había entonces en Tetuán, y sigue sin haberlo hoy día, ningún centro escolar con las instalaciones con que estaba dotado el Colegio de Nuestra Señora del Pilar. Ninguno de  los  demás  colegios  disponía  de  campos  de  recreo  y  de  deportes  donde generaciones de  tetuaníes  (de  tetuaníes pilaristas, quiero decir) pudieron desarrollar sus destrezas deportivas…los que estaban dotados para ello. Un nuevo alto comisario, el general Orgaz, organizó en aquellos primeros años 40 un trofeo deportivo que llevó su nombre y que se celebró hasta el final del Protectorado. Estaba concebido para que los diferentes  centros escolares de  la  zona  compitieran en determinados deportes y pruebas de atletismo. Año tras año, el colegio del Pilar copó los trofeos. Era invencible en baloncesto, en  fútbol y en algunas disciplinas atléticas. El único  colegio  capaz de hacerle  frente  con  dignidad  en  algunas  disciplinas  fue  el  colegio  “Alfonso  XIII”  y Escuelas Casa Riera de Tánger, regido también por marianistas.   Mediados  los difíciles años 40, con  las  tremendas heridas de  la guerra civil española todavía  sin  restañar  y  Europa  sumida  en  una  conflagración  devastadora,  el  colegio navegó  capitaneado  por  un  nuevo  director,  don  Celestino  Rodríguez Mendiguren,  y siguió obteniendo  los mismos excelentes  resultados académicos y deportivos. Nueve años estuvo al frente de  la  institución hasta que poco antes de  la proclamación de  la independencia de Marruecos lo sustituyó don Doroteo Rodrigo Barrio. El colegio tenía entonces  547  alumnos.  Concluido  el  proceso  histórico  en  el  que  España  asumió  el compromiso de convertir un Marruecos arcaico en un estado organizado,  la situación cambió  radicalmente.  El  ejército  español  fue  el  primero  en  retirarse  y  lo  hizo  de manera  gradual  hasta  1960.  Muchos  alumnos  eran  hijos  de  militares  que  fueron destinados a distintas unidades de la península. Muchos otros lo eran de funcionarios cuyos cargos fueron ocupados por sus colegas marroquíes. Una desbandada que hizo crecer, paradójicamente, el alumnado, porque por una parte aumentó el número de matriculaciones de alumnos marroquíes, es decir, de alumnos musulmanes, y por otra se multiplicó el de internos que vieron cómo en sus ciudades de origen (Alcazarquivir o Chauen) sus centros se cerraron. Don Doroteo Rodríguez, que ya había sido profesor veinte  años  atrás  y  conocía  muy  bien  el  colegio,  fue  sustituido  en  1960  por  don Clemente  Cerrillo.  Los  apresurados  acontecimientos  que  la  independencia  de Marruecos  trajo  consigo  propiciaron  cambios  al  frente  del  colegio  para  afrontar  la nueva  situación. Aunque  el  goteo  de  ausencias  iba  siendo  gradual,  el  centro  acogía todavía a 376 alumnos.   En 1965  se  cumplieron  las Bodas de Oro.  La  celebración no  tuvo  la brillantez de  las Bodas  de  Plata  porque  se  celebró  en  un  país  ya  independiente  y  de  confesión musulmana. Nuevamente se hizo cargo de la dirección don Doroteo Rodrigo, a quien, ante  la  perspectiva  de  una  progresiva  disminución  de  la  colonia  española,  le correspondió  iniciar  gestiones  para  convertirlo  en  una  sección  filial  del  Instituto  de Enseñanza Media de Ceuta. Muchos catedráticos de esta institución se opusieron. Pero 

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ante  el  imparable  descenso  de  la  colonia  española  se  produjo  una  sucesión  de directores que buscaron la solución a un problema que parecía no tenerla: cómo evitar la  desaparición  de  un  colegio  que  ya  no  podía  sustentarse  sobre  los  cimientos  que justificaron  su  creación.  Los  reverendos  padres  Ángel  Íñiguez,  Miguel  González Barroso,  Fernando  Gómez  López‐Egea  se  esforzaron  en  encontrar  fórmulas  que prolongaran la vida de un centro modélico.   Fue penoso  asistir  al  cierre de  todos  los demás  centros  escolares que  existieron  en Tetuán:  los oficiales,  los que dependían de Estado, fueron transferidos a  la autoridad marroquí y los privados cerraron sus puertas.   El golpe de gracia lo propició una ley que se conoció como de “la marroquinización”. Es verdad  que  un  país  independiente  como Marruecos  tenía,  quince  años  después  de alcanzar su absoluta soberanía, todo su aparato productivo en manos extranjeras:  los bancos,  las  grandes  industrias,  las  más  importantes  empresas  eran  de  capital extranjero y estaban gestionadas por ellos. Para evitarlo, una ley promulgada en 1972 dispuso que toda empresa establecida en Marruecos estaba obligada a que el 51% de su  capital  fuera marroquí.  Y  la  gestión. Ni  que  decir  tiene  que  esta  ley  produjo  un efecto  devastador:  los  propietarios  de  empresas,  comercios,  negocios,  talleres,  etc. malvendieron  sus  propiedades  cuando  no  las  abandonaron  y  se  trasladaron  a  la metrópoli.   

  El  paro  asoló  a  la  población  tetuaní.  En  marzo  de  1973,  el  Gobierno  español transformó el colegio en el  Instituto Nacional Mixto de Bachillerato “Nuestra Señora 

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del Pilar”, después de  llegar a un acuerdo con  la Compañía de María. El padre Tomás Alonso Sebastián fue el director que recibió el colegio bajo esta nueva fórmula, hasta que para el curso 1978‐1979 se acordó que  la dirección  la ejerciera un catedrático de Enseñanza  Media  en  comisión  de  servicio  en  lugar  de  un  marianista,  siempre  a propuesta de la Compañía mariana. Pero en 1983, el Ministerio de Educación y Ciencia decidió por su cuenta no sólo nombrar al director sin contar con  la aprobación de  la Compañía sino que convocó un concurso de méritos para adjudicar también las plazas de profesores. El acuerdo fue convertido en papel mojado por el Estado español.     Desde  entonces  Tetuán  dispone  de  un  instituto  seglar  para  alumnos marroquíes  o españoles nacionalizados, ya que en Tetuán apenas quedan niños españoles.        Por  último,  no  quisiera  terminar  sin  darles  a  conocer  las  líneas  generales  de orientación que el Gobierno español envió al primer alto comisario, general Alfau, para la enseñanza de los marroquíes, y que me voy a permitir enumerar: “Instrucción única, sin diferenciaciones regionales ni lingüísticas.  “Considerar  el  árabe  como  el  vehículo  de  formación  cultural  incluso  en  las  cabilas berberófonas. Las escuelas se denominarían todas hispano‐árabes y no habría escuelas hispano‐bereberes.  “La experiencia escolar con musulmanes en las plazas de soberanía sería aprovechada en el fomento cultural de la zona.  “La enseñanza del Alcorán sería fundamental en la instrucción primaria.  “Cuidar  la enseñanza de  la  lengua árabe y de  la religión  islámica paralelamente a  la construcción de mezquitas y a la ayuda a la educación religiosa en general.  “Enseñanza  de  la  lengua  española  como  vehículo  de  la  cultura  moderna  en  los primeros tiempos y como lengua formativa luego.  “Impulsar  la  enseñanza  tradicional de  la  religión  y  el derecho para  la  formación de alfaquíes y juristas, si bien modernizando los Centros y los sistemas.  “Recoger  y  salvar  los  restos  de  las  artes  industriales,  de  tan  glorioso  pasado,  para formar artesanos que, dentro de la pureza del estilo, conservaran la tradición artística marroquí junto a la incorporación a la vida moderna.  “Catalogar  los manuscritos  (textos,  documentos  y  códices)  de  valor  para  su mejor conservación, vigilancia y uso. “Evitar  la  salida  de  estos  manuscritos,  así  como  de  objetos  de  valor  artístico  o científico. “Estudiar el estado de  la música árabe andaluza y  recoger  los materiales necesarios para su publicación. “Fomentar la investigación científica, literaria e histórica.   Y  esto  que  acaban  de  escuchar, muchos  de  los  historiadores  actuales  se  permiten interpretarlo como puede leerse en un texto recientemente publicado con el título de “Educación, cultura y ejército: aliados de la política colonial en el norte de Marruecos”, que  no  deja  de  producir  sorpresa.  En  dicho  trabajo  se  afirma:  “Desde  fechas muy tempranas, la administración española defendió la tesis de la educación como un actor 

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de la colonización cuya instrumentalización o utilización desembocaría en el control de la población.   

  Diversas  fueron  las  propuestas planteadas,  que  iban  desde  un intervencionismo moderado a un intervencionismo  total  de  la educación.  Los  años  que  giraron en  torno  al  establecimiento  del Protectorado  fueron  claves  en este  sentido.  La  elaboración  de informes  y  propuestas  por  parte de  diplomáticos,  docentes  y militares  fue  continua,  y  todos ellos  constituyeron  una  pieza clave en  la puesta en marcha de la  política  colonial  educativa  y cultural.  A través de  la educación, España trató  de  formar  a  jóvenes marroquíes  bajo  un  ideario proespañol.  Con  esta  iniciativa España  intentaba  formar  a  unas generaciones  de  jóvenes marroquíes  que  actuasen  de contrapunto  ante  cualquier posible  intento  de  oposición colonial.  Muchas gracias por su paciencia. Y la paz.