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COMBATEPOR UNA PRENSA LIBRE

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Edwy PLENEL

COMBATEPOR UNA PRENSA

LIBRE

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Consulte nuestra página web: www.edhasa.esEn ella encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Combat pour une presse libre. Le manifeste de Mediapart

© Imagen de la cubierta: Guillermo Varela

diseño de la cubierta: RQ

Primera edición: noviembre de 2012Primera edición en e-book: junio de 2013

© Galaade Editions, 2009© Galaade Editions, 2012, pour le postface d’Edwy Plenel

© Para el texto «Contra la resignación»: Jesús Maraña, 2012.© Para el texto «La nueva información y la vieja libertad”» daniel Fernández,

2012. © de la traducción Manuel Serrat Crespo, 2012© de la presente edición: Edhasa, 2012

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ISBN: 978-84-350-4666-4

Impreso en Liberdúplex

depósito legal: B. 14224-2013

Impreso en España

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Índice

daniel FernándezLa nueva información y la vieja libertad . . 9

Jesús MarañaContra la resignación . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Edwy PlenelCombate por una prensa libre . . . . . . . . . . 23

Edwy PlenelPostfacio: El valor de la independencia . . . 81

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La nueva información y la vieja libertad

daniel Fernández

Editar, a fines del año 2012, este Combate por una prensa libre de Edwy Plenel es no sólo un acto de libertad de prensa, sino que responde (discúlpese-nos la doble pedantería) a un innegable atrevi-miento…

Un manifiesto inequívocamente francés sobre la libertad de prensa en Francia y la necesidad –al fin y al cabo– de un medio nuevo, Mediapart, el pe-riódico digital que, nacido en 2008, acabó por par-ticipar de muy buena gana en la caída de Nicolas Sarkozy. El pequeño diario digital que, por decirlo en corto, y por situar al lector español, destapó el «affaire Bettancourt»…

¿Qué interés puede tener un texto así, un libro así, para el público español? ¿Qué sentido tiene edi-tar en castellano algo tan de Francia y tan parisino, tan alejado de la España de la Navidad del 2012,

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ahogada por la crisis económica, política y social, desesperada tras cuatro largos años de ir a peor?

Pues precisamente, justamente, mi querido lec-tor, «mon semblable, mon frère», es cuando leer este pequeño volumen, este manifiesto valiente y radi-cal, tiene todo el sentido del mundo en la España de hoy y en la que se nos viene encima mañana… Tampoco sería la primera vez, desde luego, que la luz de Francia nos ayudase a ver la salida del túnel o que, sencillamente, pusiese palabras a un sentir general de buena parte de la humanidad.

Sé que tal vez me estoy excediendo y estoy se-guro de que monsieur Plenel, el periodista y el in-telectual (otra palabra denostada en esta España de la crisis), se mostraría reticente ante mi, digamos, apasionamiento. Pero qué le voy a hacer. Mediapart me parece una forma nueva y vieja a la vez de vin-dicar el periodismo y, sobre todo, la libertad de ex-presión, información y pensamiento. y este libro de Edwy Plenel me parece la mejor introducción posible a unos medios nuevos o renovados impres-cindibles en nuestra vieja, cansada y casi derrotada España.

El periodismo –y muy especialmente la prensa escrita, el papel sobre el que se imprime la reflexión del día después– se viene abajo en todo Occidente. y, como sucede con el libro, nada como saber que

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nos morimos para que algunos se suiciden y otros opten por eliminarnos…

Sin embargo, el periodismo, el viejo papel de la prensa, su función, siguen siendo necesarios, tal vez más hoy que nunca. Porque es verdad que un centón de supuestas «noticias» nos acompaña, lle-nas de ruido y de furia, a todas horas, en todas partes, en todas nuestras pantallas y pantallitas, a través de tantas redes como las que hoy nos atra-pan y nos impiden a menudo nadar… Es imposi-ble, en este tiempo, no saber, no enterarse. Cual-quier novedad es rebotada una y mil veces. Cualquier rumor se convierte en chismorreo uni-versal, cualquier bagatela pasa por importante y muchas imágenes insólitas o estúpidas encuentran su propagación: viral, decimos, y la expresión se me antoja ajustada… Precisamente por ello, insis-tamos, es imprescindible volver a la esencia del mejor periodismo: investigación y rigor. Historias contadas por gentes que quieren y saben contar-las, sujetas a verificación y a rectificación. La bús-queda de la verdad y del sentido, la causalidad, el porqué de las cosas, su cómo, su cuándo, saber a quién benefician y a quién perjudican, entender la realidad y comprender y revelar lo oculto, con independencia plena de los poderes constituidos y establecidos, de los conglomerados políticos, fi-

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nancieros y empresariales, huyendo de esa colu-sión malsana entre los medios y sus dueños, entre los banqueros y los líderes de opinión y los gran-des empresarios.

Una prensa libre es la prensa que informa a sus lectores y se debe a sus lectores y a sus periodistas, evidentemente por un pacto que no es sólo eco-nómico, sino principalmente moral y de credibili-dad y respeto mutuos.

La rueda de prensa, tan útil y democrática en otro tiempo, tan igualitaria de medios grandes y pequeños, es hoy la rueda, la noria, en la que gira una prensa que investiga poco, reflexiona menos y que parece haber perdido su esencia original y más importante: la independencia y la libertad.

días raros éstos en los que hay que reinventar lo evidente, pero tal vez se trate de eso. No hay en el horizonte español un diario como Mediapart aunque algún intento de aunar la novedad digital y la vieja prensa se esté produciendo o se haya producido.

A mi modesto juicio, lo más parecido –y tam-bién por eso estamos aquí– es el todavía nonato diario infoLibre (Información libre e independiente) que impulsa Jesús Maraña, quien firma el otro pró-logo español a este libro. El tiempo dirá si el inten-to es acertado y ojalá que les acompañe la suerte y su acierto en el trabajo.

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Porque, vuelvo a ello, lo evidente para mí –y creo que en esto sí coincidiría Plenel conmigo– es que la nueva información, los nuevos tiempos de la prensa digital, precisan y exigen la vieja li-bertad, la radicalidad de una prensa sin ataduras ni compromisos más allá de los imaginables y reco-nocibles: rigor, calidad, análisis, seriedad y, desde luego, diferenciar también el relato de la opinión. Porque contar historias siempre tiene algo de in-ventárselas, pero el buen periodista, como el his-toriador, se cuestiona su versión de los hechos y hasta su implicación ideológica y sus posiciones de partida antes de publicarlas… Son, en su ma-yoría, y a través de muchas formulaciones, viejas reglas, que hoy se adaptan necesariamente a un mundo en movimiento perpetuo.

Hace veinticinco años un grupo de amigos al-morzaba y discutía siempre sobre diversas erudicio-nes… En ese grupo había y hay un notario, dos periodistas, un fabricante de rótulos, un dueño de bares de moda, un abogado, un cavista y un editor. Hace veinticinco años no teníamos teléfonos en los bolsillos, ni ordenadores más que portátiles, ni In-ternet, ni banda ancha, ni… Hace veinticinco años era difícil comprobar un dato, una fecha, una noti-cia. Ahora, todo eso es inmediato y banal, pero no lo es, justamente, el relato, la historia, lo que se na-

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rra y cómo se narra. Ahora más que nunca, la eru-dición sólo puede servir para sostener una idea, si no, no sirve… Ahora, se necesita una prensa libre y una prensa, perdón por decirlo así, informada, que pida y exija también un lector formado y exigente a su vez. Sólo así nos enriqueceremos mutuamente y entenderemos mejor el mundo de hoy que anun-cia el de mañana.

Cerremos con esa cita atribuida a Bertolt Brecht, tantas veces repetida: «Cuando la verdad sea dema-siado débil para defenderse tendrá que pasar al ata-que».

Qué falta nos hacía este libro de Plenel, qué fal-ta nos hace infoLibre, cuánto necesitamos a la pren-sa libre e independiente, a los periodistas de cora-zón y de cabeza, a ellos, y a sus lectores…

Barcelona, 21 de octubre de 2012

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Contra la resignación

Jesús Maraña

Edwy Plenel (Nantes, 1952) es incapaz de disimu-lar que se ahogaría si no pudiera respirar periodis-mo además de aire. Trabajó en Le Monde durante veinticinco años y llegó a ser el director de su re-dacción. Abandonó el cargo cuando consideró que le faltaba el oxígeno de la independencia, sin el cual es imposible ejercer este oficio honestamente. Con-venció a colegas de Le Monde, de Liberation y de otra docena de medios hasta formar un grupo de vein-ticinco periodistas que fundaron en 2008 Mediapart, diario digital radicalmente independiente. demostró serlo a partir de 2010, cuando soportó las presiones, amenazas y querellas judiciales con las que el todo-poderoso Nicolas Sarkozy respondió desde la pre-sidencia gala a las revelaciones de Mediapart sobre las corruptas connivencias de la heredera de L’Oréal, Lilliane Bettencourt, y destacados líderes conserva-

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dores. Sarkozy tuvo que abandonar el Palacio del Elíseo tras perder las últimas elecciones. Mediapart sigue haciendo periodismo en las modestas oficinas del número 8 del Passage Brulon, cuenta ya con 60.000 suscriptores y ha entrado en beneficios.

Inspirado y apasionado por la experiencia del nacimiento de Mediapart, Edwy Plenel escribió este manifiesto que homenajea desde su propio título («Combate por una prensa libre») al Combat de Al-bert Camus, aquel mítico periódico nacido en la clandestinidad de la Resistencia contra los nazis. Parte, como aquél, del convencimiento de que la libertad de prensa («un derecho de los ciudadanos, no un privilegio de los periodistas») está en peligro, aunque ahora las amenazas no viajen en tanques ni se dibujen con la forma de una cruz gamada. Está en riesgo porque son las grandes corporaciones, las entidades financieras y sus tentáculos en el poder político quienes controlan e influyen en los medios.

La prensa (en Francia, en España...) lleva más de una década metida en un proceso suicida. A la des-orientación provocada por la revolución digital se suma la crisis económica, que provoca una caída brutal de los ingresos publicitarios; las empresas pe-riodísticas reaccionan deshaciéndose de su mejor capital, que es la experiencia de los periodistas, de modo que la calidad de los medios se deteriora y

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los lectores siguen huyendo. El bucle ha llegado a un punto en el que ya resulta secundario pregun-tarse por la fecha de defunción de la prensa de pa-pel; lo trascendente es la supervivencia o no del periodismo, sea cual sea el canal por el que se dis-tribuya.

Plenel huye de cualquier concepción corpora-tivista o gremial para situar los focos sobre lo que más importa en términos de salud democrática: una prensa débil deja de ser libre, se convierte en sim-ple instrumento de intereses espúreos, y sin medios capaces de ejercer un periodismo independiente son los ciudadanos los que pierden calidad demo-crática. Este nuevo Combat supone un puñetazo contra esa especie de melancolía o resignación que parece envolver al periodismo (en Francia y en Es-paña) y un llamamiento a la resistencia y a la acción. No sirve de nada llorar por las supuestas glorias pa-sadas ni sentarse a mirar mientras lo viejo no ter-mina de morir ni lo nuevo acaba de definirse. Por el camino, se cierran cabeceras una tras otra (al me-nos setenta desde 2008 en España) y miles de pe-riodistas son despedidos (8.000 en los últimos cua-tro años, según el Observatorio de la Federación de Asociaciones de la Prensa). Las empresas perio-dísticas caen en manos de intereses puramente fi-nancieros, hasta el punto de que El País, diario es-

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pañol de referencia, ya ha incorporado como acccionistas a los bancos acreedores de su gigantes-ca deuda.

Plenel apenas se detiene en el eternizado de-bate sobre la confusión entre comunicación y pe-riodismo en las nuevas plataformas. Apuesta sin matices por el periodismo y por el valor de la in-formación. Se trata, por tanto, de actuar, de cons-truir periódicos digitales sobre tres pilares básicos: independencia, calidad y participación. El ahorro de costes que Internet supone respecto al papel permite dedicar los principales recursos a la re-dacción y por lo tanto facilita modelos empresa-riales dimensionados, que pueden garantizar esa independencia editorial. También ofrece Internet casi infinitas posibilidades de mejorar la calidad de la información si se usan sus recursos para su-perar los vicios de la saturación informativa, para ejercer el oficio de seleccionar, jerarquizar, docu-mentar, contextualizar o profundizar. y sería ab-surdo no aprovechar las ventajas cualitativas del debate público, del diálogo permanente y de la participación de los lectores, que ya no son me-ros suscriptores o seguidores sino quizá miem-bros de un club o una comunidad de intereses compartidos. Si los periodistas colocamos de nue-vo como prioridad absoluta nuestra lealtad a los

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lectores quizás ellos nos devuelvan la fidelidad perdida.

Lo que propone Plenel es una refundación del periodismo a través de las plataformas digitales (In-ternet) y lo plantea como una exigencia democrá-tica tanto o más que como una cuestión de super-vivencia. dicho de otro modo: no será posible sostener el periodismo como actividad o como ne-gocio si no se recupera la credibilidad que le hace imprescindible en su función democrática. Al pe-riodismo le viene ocurriendo como a la política: demasiado tiempo ensimismado en su burbuja, en esa especie de púlpito desde el que ha derrochado vanidad en lugar de pegar el oído al asfalto y acom-pañar a los ciudadanos en sus nuevas inquietudes, exigencias e intereses. y, en los últimos años, dema-siado sometido a las cortapisas impuestas por la de-pendencia financiera de las empresas periodísticas. El poder que ejercen las grandes corporaciones em-presariales y bancarias es quizá la principal amena-za actual para la libertad de prensa. La intoxicación permanente procede más de los gabinetes de co-municación de las multinacionales que de los diri-gentes políticos, a su vez condicionados por los in-tereses de aquéllos. No es que el fenómeno resulte novedoso; lo denunció nada menos que en 1963 Manuel Vázquez Montalbán en su imprescindible

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Informe sobre la Información. Pero no existían enton-ces ni la globalización ni las nuevas telecomunica-ciones digitales. Ahora proliferan las «armas de in-toxicación masiva».

La mejor forma de recuperar esa credibilidad, de «restaurar la confianza», es aprovechar todas las herramientas y capacidades de los nuevos medios digitales al servicio del buen periodismo. Los pe-riodistas profesionales han de convivir, dialogar y competir con quienes ejercen el llamado «perio-dismo ciudadano», pero, a diferencia de estos últi-mos, están obligados a respetar unas normas y a cumplir unas obligaciones. Aquellos nueve «Ele-mentos del periodismo» que hace casi diez años plantearon los profesores Bill Kovach y Tom Ro-senstiel siguen teniendo absoluta vigencia: 1.- La primera obligación del periodismo es la verdad. 2.- debe lealtad ante todo a los ciudadanos. 3.- Su esencia es la disciplina de verificación. 4.- debe mantener su independencia con respecto a aquellos de quienes informa. 5.- debe ejercer un control independiente del poder. 6.- debe ofrecer un foro público para la crítica y el comentario. 7.- debe esforzarse por que el significante sea sugerente y relevante. 8.- Las noticias deben ser exhaustivas y proporcionadas. 9.- debe respetar la conciencia in-dividual de sus profesionales.

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En la mejor tradición del periodismo honesto y comprometido, Plenel reivindica el sagrado res-peto a los datos y la obligación de buscar la ver-dad, pero desconfía (como Kovach y Rosenstiel) de la supuesta imparcialidad o neutralidad, parien-tes cercanas de la indiferencia. La búsqueda de la verdad exige a menudo tomar partido. «La indi-ferencia –escribía Gramsci– es apatía, es parasitis-mo, es cobardía, no es vida».Todo el manifiesto transpira compromiso democrático y una concep-ción del periodismo al servicio de la ciudadanía y no de los poderes políticos o económicos. Un me-dio (cualquiera que sea la plataforma tecnológica de acceso) es un proyecto intelectual capaz de transmitir un conjunto coherente y organizado de noticias, historias, análisis, debates, ideas, conoci-mientos, pero también principios. Quizás ahí esté la clave para superar la desconfianza. Por mucho que algunos se empeñen en tratarlos como «usua-rios» o «clientes», los lectores, espectadores u oyen-tes de los medios son ciudadanos, y sólo devolve-rán la credibilidad a los periodistas si éstos bajan de sus torres y establecen con aquéllos un diálogo fluido, humilde y sincero.

Además de su apuesta radical por la indepen-dencia editorial como única forma de recuperar un periodismo honesto, quizá lo más atractivo del plan-

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teamiento de Plenel es la pérdida del miedo. Con-tra la incertidumbre sobre el futuro de los medios tradicionales y las incógnitas sobre la generación de ingresos en las plataformas digitales, Plenel apuesta por actuar, experimentar, ensayar, inventar. Es pro-bable que la fórmula de Mediapart (exclusivamente accesible mediante pago por suscripción y sin ad-mitir publicidad) no sea trasladable a cualquier otro país o mercado periodístico. O quizá sí. Hay otros modelos y fórmulas, y surgirán más y evoluciona-rán constantemente. Con ese objetivo nace en Es-paña infoLibre. Lo importante es la decisión de rei-vindicar el periodismo de calidad frente a la obsesión por la audiencia; la apuesta por la infor-mación propia y exclusiva para influir en el debate público, en lugar de ejercer de altavoces de consig-nas interesadas. El flujo casi infinito de información que circula por las redes no anula el sentido del pe-riodismo, sino que lo hace aún más necesario que nunca. El «combate por una prensa libre», por un periodismo independiente, sigue librándose todos los días.

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Combate por una prensa libre

Edwy Plenel

Somos periodistas y no nos resignamos a las tres crisis (democrática, económica y moral) que minan la información en Francia, su calidad y su utilidad, su honestidad y su libertad.

Reduciendo la política de todos al poder de uno solo, nuestro exacerbado presidencialismo arruina el espíritu democrático, corrompe la independen-cia de los hombres y debilita la expresión de la li-bertad. Agravado en su último avatar, no se limita a imponer su calendario a la información, su om-nipresencia a los medios de comunicación y su oli-garquía financiera a las empresas de prensa. Socava la independencia del servicio público audiovisual, persigue por las salas de audiencia la irreverencia y la indocilidad, convoca a la prensa escrita a palacio como si fuera su regente, juega –no sin perversi-dad– con las carreras y las ambiciones, asciende o

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sanciona según lo que le place. En esta cultura po-lítica, un periodista es un adversario al que debes seducir o someter, al que debes vencer en todo caso. Lo prueba el último episodio de esta ofensiva del que fue envite la dirección de la radio pública na-cional, pedagogía del envilecimiento del periodis-mo y escenificación de la traición a sus principios.

Esta regresión democrática aprovecha la ocasión ofrecida por la conmoción, el derrumbamiento incluso, del antiguo mundo mediático. Económi-camente, la prensa francesa se ve arrastrada a una espiral depresiva sin fin: se producen déficits, desa-parecen lectores, se reduce la recaudación publici-taria y se reiteran los planes sociales, privando a los periódicos de su más valioso capital: la experiencia de quienes los hacen. Opio de los tiempos de crisis para ahogar lógicas revueltas, el argumento de la fatalidad es de circunstancia y de comodidad: en-mascara las responsabilidades de los dirigentes ávi-dos o frívolos, más preocupados por sus éxitos egoístas que por sus deberes profesionales.

Economía y política van aquí a la par: una pren-sa frágil es una prensa débil. y una prensa débil es, muy a menudo, una prensa si no corrompida, co-rruptible al menos en el propio terreno donde se deciden su utilidad, su valor de uso y su legitimidad democrática: la información (su calidad, su perti-

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nencia y su independencia). El primer resultado tan-gible de la crisis financiera que vive desde hace un decenio la prensa de calidad en nuestro país habrá sido su sorda normalización: mientras que –como Sísifo– se agotaba corriendo tras improbables renta-bilidades, mundos exteriores al periodismo, tanto a sus oficios como a sus finalidades, se imponían en la plaza, haciendo valer intereses contrarios a los de una información libre.

Todo parece hecho, hoy, en este país y en esta época, para desmoralizar al periodismo, sus valo-res, sus ideales, su vitalidad en suma. No faltan las resistencias, es cierto, pero se encuentran aún as-tilladas, dispersas o aisladas, mientras que, en la opinión pública, crece una difusa sensación de ur-gencia, entre impaciencia y rebelión, lamentable-mente mezclada con la impotencia. La relación general de fuerzas parece tanto más desfavorable cuanto a esta crisis específicamente francesa de una prensa cargada, con una vieja herencia de fra-gilidades y timideces, se añaden los trastornos in-ducidos por la revolución industrial cuyo motor es lo digital y cuyo símbolo es Internet. Los anti-guos modelos económicos saltan hechos pedazos, las viejas culturas profesionales se han desestabili-zado y al periodismo le cuesta encontrar sus bazas en este torbellino.

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En este particular momento, este manifiesto, como la experiencia profesional de la que ha bro-tado, es una invitación a la negativa y el esbozo de un renacimiento. dialéctica de la inquietud y de la esperanza, la crisis será lo que de ella hagamos, en-tre progresos y regresiones. Espacio de resistencia, laboratorio de investigación y taller de creación, todo a la vez, la nueva prensa digital inventa y pre-serva, innova y prolonga. Protegiendo la indepen-dencia y el pluralismo de la información con la ayuda y el recurso de lectores participativos o co-laborativos, procura salvar lo mejor del pasado sin dejar de arriesgarse a apostar por el futuro. Para la comunidad de los periodistas, desbroza sendas dis-tintas a la renuncia o el acomodo, demuestra que son realistas y fructíferas, reinventa un porvenir en el que nuestro trabajo recupera crédito y valor. Para el conjunto de los ciudadanos, propone una nueva alianza con los profesionales de la información, en la que éstos procuran encontrar de nuevo el cami-no del público aferrándose a su propia responsabi-lidad democrática, concentrándose en la calidad de sus informaciones y recuperando una auténtica exi-gencia ética.

En este sentido, las aventuras de libertad que In-ternet permite son mucho más que la emergencia de nuevas cabeceras de prensa. Afirman modos de

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ser y de hacer que sólo piden ser compartidos y se-guidos. Construyen tanto bienes comunes como empresas particulares. No soportar ya más, comba-tir de nuevo: éste es el deseo de la cohorte de pe-riodistas, de trayectorias distintas y generaciones diversas, que se unen al desafío cuya expresión es este manifiesto. El deseo, en efecto, porque, bajo su austera apariencia y a pesar de las adversidades en-contradas, la libertad reivindicada es siempre un placer recuperado. y, salvo si pierdes el gusto por este oficio, el periodismo, cuya sal es el aconteci-miento, lo inesperado e imprevisto, ¿cómo negar que el riesgo es, ahí, siempre una placer? ¿y que asumir tu parte del uno es garantizar la búsqueda del otro?

He aquí, pues, algunas ideas lanzadas para que reboten y devuelvan la esperanza. No sólo la espe-ranza de una prensa editorialmente libre y econó-micamente independiente sino también, sobre todo, una prensa profundamente repensada y totalmente refundada por medio de los periódicos digitales in-éditos. Una nueva prensa que –ni subproducto en línea de los periódicos impresos, ni medio comple-mentario de las antiguas cabeceras– defienda y ex-perimente en la red, en pleno meollo de la moder-nidad, de sus potencialidades y sus oportunidades, la información que da sentido, la noticia que ense-

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ña, el debate que instruye y construye, el intercam-bio de saberes y el compartir conocimientos. En resumen, una prensa que no renuncie a la calidad ni a la referencia.

Porque el periodismo que reivindicamos se ins-cribe en una larga tradición, indisociable de la exi-gencia democrática. Su ambición es la de propor-cionar las informaciones de interés público que nos son necesarias para seguir siendo libres y autóno-mos, dueños y actores de nuestros destinos, indivi-dual y colectivo. Su primera obligación concierne a la verdad, su primera lealtad a los ciudadanos, su primera disciplina a la verificación y su primer de-ber a la independencia. Pero no basta con reivindi-car esta herencia para seguir siéndole fieles, tanto debe reconquistarse nuestra legitimidad maltratada por otros, desacreditada por nosotros mismos. Nues-tro oficio no puede ya practicarse desde arriba, como un argumento autoritario que no admitiese discu-sión, ni entre nosotros, como una historia para ini-ciados que mantuviese a sus lectores distanciados.

Con el advenimiento del medio de comunica-ción personal, la revolución de Internet hizo caer de su pedestal al periodismo que pretendía tener el monopolio de la opinión. Si lo había olvidado, tuvo que aprender de nuevo, a expensas suyas de vez en cuando, que el juicio, el punto de vista, el análisis o el

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comentario le comprometen, que el dictamen y el conocimiento no son de su exclusiva propiedad. Es una buena noticia, pues hele aquí devuelto a su lu-gar, a su justo lugar, a su razón de ser: buscar, en-contrar, revelar, elegir, jerarquizar, transmitir las in-formaciones, los hechos y las realidades útiles para la comprensión del mundo, para la reflexión que ésta suscita y para la discusión que reclama.

devolviendo vigor y fuerza a este trabajo de in-formación, de investigación y de explicación, sobre el terreno y de contextualización, es hoy posible defender el periodismo al tiempo que se lo invita a cuestionarse en una cooperación inédita con los lectores contributivos. Gracias a Internet, decir que una prensa realmente libre es la de sus fieles lecto-res puede no ser ya palabras vanas, un argumento demagógico o un cliché comercial. Aunque a con-dición de escapar a la masa anónima para construir un público consciente e implicado, que comparta valores comunes y entable una conversación de-mocrática.

Por esta razón, en esta nueva prensa digital, avan-zamos de entrada a contrapelo de la idea predomi-nante según la que sólo habría un modelo posible en la red: el de la audiencia y la gratuidad. Se ad-mite ya hoy, cuando la crisis económica barre mu-chas ilusiones, que este pensamiento único se apo-

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yaba en una mentira y una quimera. Engaño, puesto que lo gratuito no lo es mientras no dejen de pagarse los materiales y el equipamiento; en de-finitiva, los canales que dan acceso a ello. Pero, so-bre todo, espejismo, semejante a las burbujas finan-cieras especulativas, de una gratuidad que sería masiva y duraderamente financiable mediante la publicidad. Además, esta gratuidad mercantil vehi-cula la creencia de que todo equivale porque todo sería gratuito, tanto lo mejor como lo peor, tanto la información pertinente como el rumor infun-dado. Así, en su carrera por lo más numeroso, con-dición para un maná publicitario tan improbable como inestable, rebaja la información, la uniformi-za y la banaliza, la maltrata y la desvaloriza.

Con la libertad de información sucede lo mis-mo que con su valor: promover un modelo mixto, asociando la gratuidad democrática del intercambio y la suscripción onerosa del compromiso, es afirmar que debe pagarse para garantizarlos. La libertad de un periódico es la fidelidad de sus lectores. y el va-lor de sus informaciones es la calidad de sus perio-distas. Por medio del acto de compra, la primera obliga al segundo. A condición, claro está, de que el precio sea justo y de que el público pueda ex-presarse. Resistirse a la gratuidad mercantil fortale-ce la gratuidad democrática. La estrategia de la sus-

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cripción aúna defensa del valor de la información y construcción de un público de ciudadanos. Hacer este gesto es, de entrada, comprar la promesa de una información exigente, sin dependencia publicitaria ni curva de audiencia. Es, luego, adquirir el dere-cho a participar en un medio de comunicación to-talmente inédito, pertenece a la propia comunidad de lectores y contribuidores, dar vida personalmen-te a la información, la reflexión y el debate. Es, por fin, construir la independencia duradera de esta nueva prensa, radicalmente democrática, en una ininterrumpida discusión entre los periodistas y su público.

No sólo se trata de resistir sino también de in-ventar. de fundar nuevos modelos, de experimen-tar y tantear para mejor salvar las tradiciones y las herencias que llevamos en el corazón. de atreverse a soñar, en suma. y convertir en realidad este sueño. Un sueño de lo posible, que asocie utopía concre-ta y eficacia pragmática. Un «Sueño general», de acuerdo con la invitación de aquella pegatina po-pular en las recurrentes manifestaciones contra la doble regresión, social y democrática, que encarnan la visión del mundo y la practica del poder vigen-tes, hoy, en Francia. Un sueño en el que, como ayer y anteayer, la libertad de prensa volviera a ser el fer-mento de una revolución democrática.

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Sí, tengamos un sueño. Imaginemos un país do-tado de un acta fundacional sobre la libertad de in-formación que imponga a cualquier detentador de una parcela de autoridad pública responder a la cu-riosidad de los ciudadanos, a las preguntas de los periodistas, a las investigaciones de los medios de comunicación, y le obligue a revelar cualquier do-cumento administrativo necesario para la informa-ción del público. Imaginemos un presidente y una mayoría que, en vez de asustarse ante semejante li-beralismo político, decidieran acentuarlo procla-mando que «la transparencia es prioritaria».

Imaginemos además un país lo bastante atento como para preocuparse por los conflictos de in-tereses que podrían perjudicar la credibilidad y la honestidad de las políticas públicas. Imaginemos un país donde el procedimiento público para nom-brar a importantes funcionarios estatales supusie-ra responder a decenas de preguntas indiscretas, exigiera clarificar eventuales vínculos de compro-miso, impidiera que la esposa de un ministro de Asuntos Exteriores ocupase la dirección de lo au-diovisual para el extranjero, no tolerara que el po-der ejecutivo impusiese, sin control ni freno, sus hombres, sus opciones y sus voluntades, sus manías y sus obsesiones, en el conjunto de las esferas de la vida pública.

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Imaginemos, por fin, un país cuyo jefe de Esta-do, por muy poderoso que fuera, no pudiese evitar las preguntas de los periodistas y las interpelaciones parlamentarias. Imaginemos un país cuya prensa, aunque con culpable retraso, confrontada con men-tiras oficiales y patentes desinformaciones, se mos-trara en adelante implacable con el poder ejecutivo. Una prensa que jamás pensara en reunirse, dócil-mente, bajo la égida de una presidencia que ha con-vertido el control de la agenda mediática en su principal recurso. Una prensa que, más aún, no se atreviera a comprometerse, para gozar de las ayudas públicas, con un poder que considera que cualquier servicio prestado exige una compensación en es-pecies.

Imaginemos un país donde el espíritu público no estuviese corrompido, donde los contrapode-res no se hubieran debilitado, donde el poder le-gislativo no fuese humillado, donde el poder judi-cial no estuviera sometido. Sin duda, este virtuoso país no existe en su perfección, aunque todo lo que acabamos de enumerar evoca los recientes episo-dios de reacción democrática en Estados Unidos. Al menos Barack Obama, con la esperanza que hizo brotar en todo el mundo y que despertó los fun-damentos de la democracia americana tras la pre-sidencia de Bush, tan peligrosa como catastrófica,

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nos indica este camino para el siglo xxi: no olvidar que las democracias son mortales, saber que pue-den ser puestas en peligro por sus demonios inter-nos, tomar conciencia de las derivas totalitarias que, bajo el efecto del miedo, las crisis, el pánico y sus instrumentalizaciones, pueden corromperlas.

Imaginamos pues sobresaltos a la medida de los abismos flanqueados. Sabiendo pues, por experien-cia universal, que el destino reservado a la libertad de información, en todos los soportes, a su protec-ción, a su respeto y a su ampliación, es un marcador de vitalidad o de necrosis democráticas, converti-mos de buena gana este marcador en una palanca, pues esta toma de conciencia obliga a repensar la democracia, a rechazar prácticas que la confiscan y a reivindicar su radicalidad transformadora. Por esta razón, desde nuestra condición de periodistas, so-ñamos en una nueva y verdadera república, en una república que no se empeñara en asfixiar la demo-cracia que la legitima entregándose al poder de uno solo, a sus caprichos y a sus chifladuras, a sus cor-tesanos y a sus deudores, a sus virulencias y a sus inconsciencias.

En la empresa que nos anima –la reconquista de una libertad antaño trabada– pensamos con fre-cuencia en el Combat de Albert Camus, ese perió-dico que brotó de la Resistencia y nació con la Li-

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beración, cuando brillaba la esperanza de refundar la República con acrecentadas democracia, solida-ridad y humanidad. Sin haber caducado, ni mucho menos, las palabras que él empleó entonces nos pa-recen pertinentes aún y útiles para inspirar la re-fundación del periodismo en la era digital. «Nues-tro deseo –escribía Camus en Combat, el 31 de agosto de 1944–, tanto más profundo cuanto a me-nudo permanecía mudo, era liberar los periódicos del dinero y darles uno tono y una verdad que pu-sieran el público al nivel de lo mejor que hay en él. Pensábamos entonces que un país vale, a menudo, lo que vale su prensa. y, si es cierto que los perió-dicos son la voz de una nación, estábamos decidi-dos, en nuestro lugar y por nuestra débil parte, a elevar este país elevando su lenguaje.»

Elevar este país elevando su lenguaje... Un ma-ligno azar transformó, luego, esta resonancia en pro-fecía, demostrando la actualidad literal de esta am-bición por medio de un suceso político cuyo escenario fue el Salón de la Agricultura de 2008 y una frase que brotó de una boca presidencial el acontecimiento («¡Lárgate, gilipollas!»). de un siglo a otro y de un medio de comunicación a otro, del papel a la web, el programa sigue siendo el mismo, levantando vivificadoras tradiciones contra ilusio-nes mortíferas: tradición de la calidad contra la su-

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perficialidad, de la referencia contra la despreocu-pación, de la jerarquía contra el flujo, del público contra la audiencia, de la fidelidad contra el záping, de la historicidad contra el presentismo, de la me-moria contra el olvido, de la irreverencia contra la sumisión, de la libertad contra la servidumbre.

Evidentemente, este enunciado no mejorará la injusta reputación que a menudo se atribuye a los periodistas, considerados intransigentes o distan-tes, de pecar por orgullo o pretensiones. No es éste, sin embargo, nuestro deseo ni ésta nuestra in-clinación. decimos sencillamente lo que nos alien-ta sin intentar complacer especialmente, aunque esperando de buena gana convencer. Con el tiem-po, estamos seguros de ello, incluso nuestros de-tractores y quienes se burlan de nosotros, escépti-cos o irónicos, estarán de acuerdo en la utilidad de esta actitud, para todos aquellos cuya profesión es informar, en estos momentos difíciles que están viviendo los medios de comunicación y, ya pues-tos a ello, la democracia.

A fin de cuentas, el periodista Camus, que eclip-sa en las memorias la estatua del escritor, era menos diplomático aún que nosotros, que tan poco lo so-mos a veces... Como ejemplo estas parrafadas: «Todo lo que degrada la cultura acorta los caminos que llevan a la servidumbre. Una sociedad que soporta

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ser distraída por una prensa deshonrada [...] corre hacia la esclavitud a pesar de las protestas de los mismos que contribuyen a su degradación. [...] Por lo tanto, nuestra tarea es rechazar esta sucia com-plicidad. Nuestro honor depende de la energía con que rechacemos el compromiso.» O, también, esta serena proclama que la época reciente se empeñó en olvidar: «Toda reforma moral de la prensa sería vana si no fuera acompañada por medidas políticas capaces de garantizar a los periódicos una real in-dependencia con respecto al capital».

Puesto que Combat forma parte de estas prome-sas traicionadas que atestan la historia de la prensa, elegir esta referencia para que apadrine nuestro de-safío supone convocar un pasado de ocasiones frus-tradas, de calamitosos compromisos y de ruinosas cegueras. Sin duda, esta pesada herencia favorece las renuncias y regresiones, abandonos y corrupciones, características de nuestra baja época, de los que nues-tro oficio, como muchas otras actividades, dan testi-monio, desde el mundo político hasta la esfera eco-nómica. Pero, precisamente por esa misma razón, este pasado está lleno de ahora: salvo que se acepte la de-rrota del periodismo, no tenemos alternativa. derro-ta que no sería sólo nuestra, sino también la de la democracia que nos legitima. Pues si hay una espe-ranza que nos impulse, basada en la razón y defen-

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dida con pasión, es la del ideal democrático, la de su novedad intacta y su necesaria radicalidad.

Existe un escándalo de la democracia. y, en la democracia, un escándalo en suspenso. El escánda-lo de que es una promesa de compartir. Nada es suyo, todo es nuestro. O, más bien, no de ellos, sólo del nosotros. Nadie excluido del festín. Cada cual, todos, por muy imperfectos que seamos, tenemos el derecho natural de hablar, de debatir, de escoger, de decidir, de votar y de elegir. Esta es la promesa original, su esencial subversión, su utopía concreta: nada de enchufes, nada de recomendaciones, nada de atropellos. Sin privilegios de nacimiento, de for-tuna o de diploma, cada ciudadano debiera poder expresarse, pronunciarse, comprometerse, ser can-didato, ser elegido; en una palabra: gobernar.

Evidentemente, es un escándalo. Al menos para todos aquellos que están convencidos de que todo esto (el poder, la decisión, el gobierno) les perte-nece. Todos ellos –y siempre los habrá, en todos los regímenes, en todas las familias políticas– se consi-deran los doctos médicos del cuerpo social, únicos dueños de las buenas recetas y de las medicaciones acertadas o, como los expertos ilustrados, más avi-sados que el ciudadano ordinario dados sus títulos, sus formaciones o sus funciones. En resumen, la democracia batallará siempre contra nuevas aristo-

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cracias, reinventadas sin cesar con, a veces, el rui-doso celo de los nuevos ricos.

Vieja historia en la que la esperanza democrá-tica se juega su oportunidad y corre su riesgo: «La mayor desgracia que le pueda suceder a un Estado libre, donde el príncipe es poderoso y emprende-dor, es que no haya discusiones públicas, ni eferves-cencia, ni partidos. Todo está perdido cuando el pueblo se hace de sangre fría y, sin preocuparse por la conservación de sus derechos, no participa ya en los asuntos públicos: en vez de ver brotar sin cesar las hogueras de la sedición». Este párrafo pertenece a Chaînes de l’esclavage («Cadenas de la esclavitud»), obra publicada en Londres, en 1774, por un futuro periodista, médico por aquel entonces, y fundador, quince años más tarde, de L’Ami du peuple («El ami-go del pueblo»): Jean-Paul Marat. Su tesis principal era que el poder emana del pueblo soberano, pero que quienes se encargan de él no cesan de intentar arrebatárselo. Pues bien, en vez de ser una antigua-lla superada por decenios republicanos, esta adver-tencia es más pertinente que nunca.

Este mismo fue, en 2005, el propósito de un filósofo (Jacques Rancière) con El odio a la demo-cracia. Su punto de partida era un asombro, falsa-mente ingenuo, ante la charlatana desconfianza expresada sin vergüenza alguna por buen número

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de expertos más o menos autoproclamados con-sejeros del príncipe o intelectuales de corte hacia la democracia, sus excesos, sus desbordamientos, sus impaciencias, su irresponsabilidad, su incultu-ra, su inexperiencia. La fuerza viva de este ensayo era recordar que, por el contrario, potencial «po-der de cualquiera», la democracia sigue preñada de una promesa inconclusa, traicionada o decep-cionada, la de un régimen en el que la represen-tación de la voluntad general no sea prisionera de los intereses particulares, evitando así «el peor de los gobiernos», «el gobierno –precisa el filósofo– de quienes aman el poder y son diestros en hacerse con él [...]. En pocas palabras: el acaparamiento de lo público por una sólida alianza entre la oligarquía estatal y la oligarquía económica».

Alianza lógica, pues la promesa de distribuir vincula indisolublemente la cuestión democrática a la cuestión social. Pues para que, en política, la distribución funcione, incluso para que sea sólo po-sible, es necesario también que el foso de los me-dios (medios del saber y el actuar, medios de poder en suma) no sea infranqueable entre unos y otros. La democracia no es niveladora puesto que se apo-ya en la expresión del pluralismo, de la diversidad por lo tanto, de los itinerarios, de las situaciones y de la posiciones. Pero sabe por instinto que la des-

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aparición de cualquier esperanza de igualdad es un obstáculo-trampa para todo tipo de fraternidad. ¿Por qué se inventó, a comienzos del siglo xx, el impues-to sobre la renta y luego, en la segunda mitad, la escala salarial? Porque la acumulación privada de las riquezas sociales no puede ser infinita, al igual que el crecimiento económico encuentra sus lími-tes en la preservación de la naturaleza que nos per-mite vivir. Se decidió pues, prudentemente, y no sin lucha, poner trabas, de un doble modo, a la des-enfrenada carrera hacia la riqueza individual: a es-cala de la nación, royendo las rentas por medio del impuesto; a la de la empresa, encuadrando los sala-rios en plantillas.

del injusto escudo fiscal a las desmesuradas ga-nancias patronales, se capta entonces la actualidad del escándalo democrático, frente a los oligarcas de hoy. Compartir realmente la democracia, sus infor-maciones, sus procedimientos y su deliberaciones, en resumen, su poder es, necesariamente, compar-tir la riqueza. Compartir para que la sanidad sea ac-cesible a todos, para que la escuela sea gratuita, para que los equipamientos colectivos beneficien a la mayoría, para que los más necesitados sean ayuda-dos y protegidos y para que la cultura no sea el pri-vilegio de una minoría. de este modo, el conser-vadurismo social, cuyos defensores rechazan o

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endurecen la distribución de las riquezas colectivas, sólo es democrático en la superficie, formal conce-sión de conversos recientes y de poca seguridad. Porque este compartir social que ellos niegan es la condición propia de un auténtico compartir demo-crático.

detestar el periodismo es la expresión conven-cional de este sordo odio a la democracia. Pues, si cumplen con su oficio y, sobre todo, si lo respetan, los periodistas crearán siempre el desorden, avivan-do el escándalo democrático. Para nuestros nuevos oligarcas, expertos y tomadores de decisiones, que se consideran únicos propietarios legítimos de nues-tra vida pública en nombre de sus saberes y de sus acciones, la libertad de prensa es un permanente peligro: un riesgo de desposesión. Puesto que la eternidad de su poder se apoya en la negativa a compartir, supone en efecto el secreto, entre opa-cidad decidida y confusión organizada. Secreto de las informaciones, de las decisiones y de las redes, de los motivos y los intereses, secreto –en suma– de todos los elementos, hechos y contextos entremez-clados, que puedan hacer realmente inteligibles sus acciones públicas, al margen del relato, favorecedor o imaginario, que de ellas hagan.

Les interesa pues extender sin cesar sus prerro-gativas, poniendo bajo la protección legal del se-

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creto de interés público sus ilegítimos secretos de interés privado. En Francia, no sólo se desconoce cualquier equivalente al Freedom Information Act, en vigor en Estados Unidos desde 1967 y que da a los ciudadanos amplio acceso a los documentos es-tatales, sino que, además, no dejan de reducirse sus espacios de transparencia. Procedente del Ministe-rio de defensa, una reciente propuesta de desme-surada extensión del secreto de defensa, acompa-ñada por una severa reducción de los poderes de investigación de los jueces de instrucción, unos ma-gistrados demasiado curiosos y demasiado indepen-dientes cuya desaparición, por lo demás, desea la presidencia, ilustró hasta más allá de lo posible esta deriva. Se pondría así un candado a un inmenso territorio que, a través del comercio armamentista, del que Francia es uno de los líderes mundiales, in-cluye corruptelas que socavan la República: comi-siones ocultas y maniobras opacas, espionaje abusi-vo e intimidación privada, chantaje industrial y evasión fiscal...

Que en 2009 semejante exceso fuera imagina-ble y, más aún, con el aval del Consejo de Estado, atestigua nuestro retraso democrático: en Francia, para el Estado y quienes lo ocupan o encarnan, el secreto es aún la norma; la transparencia, la excep-ción. Mientras los historiadores se alarman ante

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un mayor cerrojazo en nuestros archivos públicos, con el pretexto de la seguridad nacional o la vida privada, la memoria de la más larga de nuestras presidencias, la de François Mitterrand (1981-1995), sigue bajo el control de centinelas amistosos o fa-miliares, poco curiosos en todo caso y, menos aún, indóciles. Por lo que se refiere al derecho del ciu-dadano a fiscalizar las curiosidades del Estado so-bre su persona, especialmente las policíacas –fichas y escuchas, por ejemplo–, sigue siendo indirecto, confiado a autoridades administrativas llamadas in-dependientes, pero cuyo nombramiento resulta sesgado por el factor presidencial que encierra su independencia en los límites de una servidumbre aceptada.

Ahora bien, la democracia fue, primero, esta exi-gencia primordial: la transparencia de los actos pú-blicos. Teniendo como envite la publicidad de las sesiones en la Cámara de los Comunes, y por lo tanto la publicidad de los debates que enfrentan a los elegidos por el pueblo, el escenario fundacional es británico, de 1720 a 1771. Francia tomó el rele-vo con los Estados Generales de 1789, dando lugar a la expresión pública de las reivindicaciones por medio de los libros de reclamaciones, luego a la de-signación pluralista de representantes por la elec-ción de diputados y, por fin, a la transparente con-

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frontación de opiniones en las asambleas abiertas, sancionada por votaciones. «La publicidad de la vida política es la salvaguarda del pueblo», afirma en agosto de 1789 Jean-Sylvain Bailly, presidente del tercer estado y primer alcalde de París. Giro esen-cial en la que se fundamenta la prensa, su libre ex-presión y su libre circulación, como palanca demo-crática: no basta con decir que la soberanía procede del pueblo, es preciso también que todo se haga en público, bajo la atenta mirada de los ciudadanos.

Periodistas: nuestro oficio es la información, es decir la libre investigación de todos los hechos que condicionan la vida pública. Los derechos y los deberes de nuestra profesión no son pues un pri-vilegio sino una responsabilidad para con los ciu-dadanos. La declaración que vale como carta deon-tológica para los periodistas europeos lo enuncia con claridad: «La responsabilidad de los periodis-tas con respecto al público prevalece sobre cual-quier otra responsabilidad, en especial con respecto a sus empleadores y los poderes públicos.» Senci-llamente, porque los periodistas son, al mismo tiempo, depositarios, instrumentos y custodios de una libertad que no les pertenece: «El derecho a la información, a la libre expresión y a la crítica es una de las libertades fundamentales del ser hu-mano –recuerda el mismo texto, adoptado en Mu-

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nich, en 1971, por nuestras federaciones y orga-nizaciones profesionales–. de este derecho público a conocer los hechos y las opiniones pro-cede el conjunto de derechos y deberes de los pe-riodistas.»

Para contener esta exigencia, el ardid habitual es satanizar la transparencia, como si su mera rei-vindicación albergara una fantasía panóptica tota-litaria. Es por completo lo contrario: al igual que el poder debe limitar el poder, salvo si permite su abu-so, la transparencia es la condición del secreto. de un secreto legítimo entonces, dada la explícita de-limitación de sus territorios y la clara identificación de sus guardianes. La mejor prueba de la inanidad de las justificaciones encontradas a los límites de la transparencia pública es la diferencia del trato que el Estado reserva a la protección de sus propios se-cretos y a la de los secretos de sus ciudadanos. En el código penal francés, la pena prevista en caso de atentar contra la intimidad de la vida privada es siete veces menor que en caso de violación del secreto de defensa...

La hipocresía llega al colmo cuando, para jus-tificar su proyecto de ampliación del secreto de defensa, el gobierno actual asegura que estas dis-posiciones «están directamente inspiradas en los textos existentes para los médicos, abogados, no-

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tarios, destinados a proteger los derechos de la de-fensa, el secreto profesional y médico así como el secreto de las fuentes de los periodistas, aseguran-do también un óptimo desarrollo de los investi-gaciones judiciales». Se trataría, pues, de defender los secretos de Estado por la misma razón que se protegen los secretos de algunos ciudadanos, por su particular profesión. Ahora bien, este razona-miento es profundamente de esencia no demo-crática. ¡Como si los derechos del Ejecutivo pu-dieran asimilarse a los de un individuo! Como si pudieran colocarse en el mismo plano la protec-ción de las libertades de los ciudadanos (el dere-cho a informar, el derecho a defenderse, el derecho a cuidarse, el derecho a la intimidad, el derecho al secreto profesional...) y la protección de los po-deres del Estado, es decir los poderes de coacción y secreto, de policía y de defensa, de intrusión y dominio de un Estado que, por lo común, da tan poca cuenta de sus transgresiones o la da tan mal.

donde encontramos, aún, una antigua promesa democrática que sigue siendo actual: durante los debates revolucionarios de 1791, Maximilien de Robespierre se alarmaba de que fuera posible dar a los detentadores de la autoridad pública los mis-mos derechos que a los simples ciudadanos. dicho de otro modo, el vívido recuerdo del despotismo

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obligaba a pensar la intrínseca relación de superio-ridad mantenida por el poder público con los ciu-dadanos que, en teoría, lo legitiman. El Incorrup-tible, pues: «debe observarse que, en cualquier Estado, el único freno eficaz de los abusos de la au-toridad pública es la opinión pública; y, por una consecuencia necesaria, la libertad de manifestar la propia opinión individual sobre la conducta de los funcionarios públicos, sobre el buen o mal uso que hacen de la autoridad que los ciudadanos les han confiado.»

Será fácil oponer este estimulante llamamiento a la reciente reactivación judicial de la ofensa al presidente de la República, disposición de la ley de 1881 sobre la libertad de prensa caída en desu-so desde el mandato de Georges Pompidou (1969-1974). Evidente regresión en la que la libertad de expresión se describe como una amenaza para el orden establecido. durante los treinta últimos años, Europa, por el contrario, promovía, frente a los paí-ses que los pisoteaban, un derecho individual pilar de una libertad colectiva, inscrito en el artículo 10 de la Convención Europea de los derechos Huma-nos: «Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opi-nión y la libertad de recibir o comunicar informa-ciones o ideas sin que pueda haber injerencia de

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autoridades públicas y sin consideración de fron-teras.» y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Estrasburgo dedujo de ello, lógicamente, al igual que el Robespierre de 1791, que la pujanza del poder exige la libre crítica, sin coerción ni trabas: «Los límites de la crítica admisible son más amplios con respecto a un político, actuando en su condi-ción de persona pública, que para un mero parti-cular. El político se expone inevitablemente y cons-cientemente a un exhaustivo control de sus hechos y de sus gestos, tanto por parte de los periodistas como de la ciudadanía, y debe mostrar mayor to-lerancia».Así, el escándalo democrático sigue reso-nando, y no han caído todas las Bastilla que sacude. ¿Cuántos partidos, cuántos electos, cuántas auto-ridades, de todas las sensibilidades, admiten since-ramente que la prensa, entendida como símbolo de la libre información más allá de su primer so-porte –el papel–, es una libertad fundamental? No una libertad con condiciones, sino una libertad en sí misma que sólo podría contener otra libertad esencial. Ahora bien, reduciendo la democracia al mero sufragio, la vulgata ordinaria que impregna todavía nuestra cultura política dominante sólo ve en la prensa un mal necesario, al modo de Alexis de Tocqueville: un inconveniente inevitable, un desorden con el que es preciso acostumbrarse a vi-

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vir, una indisciplina aceptable por los «males que impide más que por los bienes que hace».

Su contemporáneo Victor Hugo no tenía estas precauciones. Veámoslo en la tribuna de la Asam-blea Nacional, el 11 de septiembre de 1848, abra-zando golosamente nuestra causa: «Permítanme, se-ñores, al concluir estas escasas palabras, depositar en sus conciencias un pensamiento que, lo afirmo, de-bería a mi entender dominar esta discusión: el prin-cipio de la libertad de prensa no es menos esencial, no es menos sagrado que el principio del sufragio universal. Son las dos caras del mismo hecho. Am-bos principios se exigen y se complementan recí-procamente. La libertad de prensa junto al sufragio universal es el pensamiento de todos iluminando el gobierno de todos. Atentar contra la una es atentar contra el otro». Asimismo, y en esa misma tribuna, dos años más tarde, remachando el clavo el 9 de ju-lio de 1850: «La soberanía del pueblo es la nación en estado abstracto, es el alma del país; se manifies-ta de dos modos: con una mano escribe, es la liber-tad de prensa; con la otra vota, es el sufragio uni-versal».

Para Hugo, no hay jerarquía de valores entre su-fragio universal y libertad de prensa. y no hay voto realmente leal sin información realmente libre, dan-do por sentado que la legalidad del sufragio puede

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ser, también, producto de la ignorancia, de la ce-guera producida por la propaganda y de la asfixia de las verdades. de una inspiración democrática que no había perdido aún su encanto bajo la institucio-nalización republicana, este credo radical afronta todas las concepciones «iliberales» de la democracia, retomando la clasificación de Pierre Rosanvallon, cuyos especímenes son, lamentablemente, muy nu-merosos y variados, tanto a la derecha como a la izquierda. La libertad de prensa, recordaba este pro-fesor del Colegio de Francia durante las reuniones públicas organizadas entorno al Llamamiento de la Colina (véase pág. 77), «no es simplemente una li-bertad individual» sino «mucho más: es un compo-nente estructural de la vida democrática. Participa del propio funcionamiento de la democracia. Es así, a la vez, una libertad pública, un bien colectivo y un engranaje democrático.»

Reducir la democracia a la legitimación de los gobernantes a través de las urnas es, entonces, rene-gar de la inicial promesa liberadora y reanudar una visión absolutista de lo político, reducido de nuevo, prosigue Rosanvallon, a un «cara a cara entre el pue-blo y sus gobernantes que desvaloriza también, y por el mismo hecho, los cuerpos intermediarios, la so-ciedad civil y la pujanza del derecho». En nuestros tiempos, inciertos e inestables, la tentación de redu-

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cir lo político a un principio único, salvaguardando las apariencias mediante las consultas electorales, se extiende más allá de la única ascendencia propia-mente francesa, el bonapartismo. Así, Rosanvallon subraya que se une a la teoría de la «democracia so-berana» en la que se apoya el actual poder ruso post-soviético para justificar sus restricciones de los dere-chos de la oposición: «Esta teoría de la democracia soberana –comenta– no hace más que consumar ra-dicalizándola la visión de una democracia que su-perpone una absolutización de la legitimación por la elección a una exaltación de la responsabilidad política como una relación no-descomponible y glo-balizada entre poder y sociedad.»

Aunque el voto mayoritario sea un principio incontestable de la elección de los gobernantes, no puede ser un principio permanente justificativo de sus acciones una vez elegidos. La democracia ver-dadera supone otras pruebas de validación, com-plementarias y concurrentes del momento electo-ral, en la que la libertad plural de la prensa es un actor esencial. defenderla sin reservas es asumir una concepción de la democracia mucho más rica y compleja que esa ficción mayoritaria que la agota en las urnas. Como si los gobernados tuvieran que perder su poder cuando, por su voto, lo han dele-gado ya. Como si la sociedad, en su diversidad, sólo

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debiera expresarse en ese instante electoral que la simplifica. Como si la calidad de una democracia no debiera probarse más allá de la limpieza de los escrutinios. Como si, más esencialmente aún, nin-gún error o aberración pudiese brotar nunca de las urnas, resultado de una ceguera temporal o de un accidente momentáneo que sólo la existencia de otros mecanismos y resortes podrá reparar o com-pensar.

Si fuera necesaria una prueba de que, trabada por esta concepción «iliberal» de la democracia, la libertad de prensa está todavía en barbecho, los de-bates parlamentarios de 2009 sobre el proyecto de ley creación e Internet, llamada ley Hadopi, la pro-porcionaron. Supimos entonces, en efecto, por boca de una ministra que, supuestamente, promovía la cultura que, según nuestros actuales gobernantes, «el acceso a Internet no puede considerarse un de-recho fundamental». Es, hasta cierto punto, como si a comienzos del siglo xix, durante la segunda re-volución industrial, la de la electricidad, que vio los inicios de la era mediática con el invento de las ro-tativas, se hubiera negado el libre acceso a los pe-riódicos por la libertad de impresión y difusión. Si el artículo primero de la célebre ley de 1881 sobre la libertad de prensa proclama que «la imprenta y la librería son libres», lo hace en nombre de este de-

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recho fundamental: la libertad de información. He-nos ya en la tercera revolución industrial, la que encarna lo digital, y un gobierno se atreve a afirmar que el libre acceso a Internet no es un derecho fun-damental. dicho de otro modo, no sería un dere-cho para todos. No sería en absoluto un derecho que el poder público deba garantizar a todos.

El envite, aquí, no es tecnológico sino demo-crático. No se trata de canales sino de contenidos: mañana, más aún que hoy, la información circulará primero por Internet. Rechazar este principio del derecho para todos a Internet es preparar, conscien-temente, una sociedad donde la información no se facilite a todos. En efecto, nuestras sociedades viven revoluciones concretas de sus usos colectivos e in-dividuales que requieren la definición de nuevos derechos y nuevas libertades si no se desea que, tras ese desbarajuste, se creen nuevas desigualdades y se fortalezcan las antiguas. Por eso se habló muy pron-to de «fractura digital», como eco de la fractura so-cial. de modo que el episodio pone en escena un poder que da la espalda a este desafío, indiferente a estas nuevas injusticias y sin aprovechar la oportu-nidad de una revolución tecnológica para acrecen-tar el espacio democrático.

En todo tiempo y todo lugar, los conservadores preferirán una injusticia a un desorden mientras que

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los progresistas buscarán en la injusticia las causas del desorden. No sorprendió, pues, durante esos mismos debates, escuchar, por parte de un repre-sentante parlamentario de este orden inmóvil ante la inventiva reivindicación de un derecho de acce-so a Internet para todos, esta chusca respuesta: «No existe derecho fundamental al agua y a la electrici-dad... ¿Qué alcalde de los aquí presentes concede un derecho fundamental al agua y a la electricidad? ¡Eso es algo nunca visto! Nos hacen ustedes perder el tiempo». Un tiempo que los mismos retrógrados acuerdan medir sólo en dinero, en dinero acumu-lado y dilapidado, al igual que el agua y la electri-cidad están, en su ánimo, excluidas de los bienes comunes, son vendibles y privatizables. Volvemos a ello: la cuestión democrática y la cuestión social son indisociables.

depositarios, actores e instrumentos de una li-bertad fundamental, se requiere entonces a los ar-tesanos de la información: esta libertad les obliga y les constriñe. Sólo se salvarán pues de las deba-cles anunciadas si apuntan a lo más alto y se plan-tan en lo esencial, es decir, si se apuntalan en lo que, a fin de cuentas, los legitima: la democracia. Hay, en efecto, periodistas –una profesión con sus reglas, un oficio con sus procedimientos– porque no hay democracia sin verdad. No una de esas Ver-

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dades mayúsculas, imponentes y constrictivas, que tejen creencias e ideologías, sino verdades de he-cho sin las que no existe relación con lo real.

Verificar, comparar, precisar, buscar la fuente, contextualizar, explicar, rectificar: la artesanía de nuestro oficio de productores de informaciones no tiene más materiales que estas verdades factuales cuyo ensamblado permite hacer inteligible el mun-do, tal como es y como funciona. Siempre incom-pleto, siempre en obras, siempre extensible, el rom-pecabezas resultante es el fundamento necesario para interpretaciones, reflexiones y debates que pro-longuen en opiniones la información. Sin verdad de la información (sin precisión, rigor, profundidad, calidad, independencia, pluralismo de la informa-ción), la libertad de opinión se agota en vanas es-peculaciones, perdiendo contacto con la realidad sobre la que pretende actuar.

Este escándalo de la verdad es eco del escánda-lo de la democracia. Nuestros mismos oligarcas que, sin andarse por las ramas, engañan, mienten o disi-mulan, no soportan esta exigencia que escapa a su control. Se apresuran pues a considerarla un abuso de poder periodístico, burlándose de esta preten-sión profesional de decir la verdad y ahogándola en el relativismo de una época sin brújula. No carecen de aliados, pues el periodismo, en sus altas esferas,

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se ha distinguido a veces por su propensión a re-nunciar a esta empecinada exigencia, prefiriendo las facilidades del estilo y las comodidades de la opi-nión, los laureles de la literatura o las recompensas de la política, atajos todos ellos que, aun sin excluir el talento, forjan reputaciones, si no usurpadas, rá-pidas al menos.

Eso puede producir catástrofes. Una sola adver-tencia bastará: la de Marc Bloch. Es bien sabido: este gran historiador, para quien sólo había historia en el presente, fue también un héroe resistente y már-tir en 1944. Cuando, en el verano de 1944, llegada ya la ocupación alemana y acontecida la colabora-ción francesa, este patriota se pregunta por las cau-sas de esa pasmosa derrota de una nación y una re-pública, de sus élites y de sus principios, se detiene en el papel de la prensa. Titulada «Examen de con-ciencia de un francés», la tercera parte de L’Étrange défaite («La extraña derrota») hace el inventario de las debilidades individuales cuya suma produjo una quiebra colectiva. «¿No nos habíamos, como nación –pregunta entonces Bloch–, acostumbrado dema-siado a satisfacernos con conocimientos incomple-tos e idea insuficientemente lúcidas? Nuestro régi-men de gobierno se basaba en la participación de las masas. Ahora bien, ¿qué hicimos para propor-cionar a este pueblo, al que así se entregaba su pro-

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pio destino y que no era, creo, incapaz en sí mismo de elegir los rectos caminos, el mínimo de infor-maciones, netas y seguras, sin el que no es posible conducta racional alguna? Nada, en verdad. Ésta fue, ciertamente, la gran debilidad de nuestro siste-ma, profundamente democrático; éste, el peor cri-men de nuestros pretendidos demócratas.»

Hablando de estos periódicos que «servían in-tereses ocultos, sórdidos a menudo» y de estas cla-ses acomodadas tan poco preocupadas por una in-formación rigurosa, no sólo para el pueblo –que les importaba un comino– sino para ellas mismas y su interés bien entendido, Marc Bloch advierte la ruina, entre ambas guerras, de un promesa, ven-dida al mejor postor, prostituida por la venalidad. Pues la palabra de verdad no asustaba en absoluto a los republicanos pioneros que, al favor y en el fervor del caso dreyfus, defendieron una infor-mación exigente contra una prensa mancillada, abriendo así el camino a las definiciones de un periodismo profesional, riguroso en sus prácticas y respetuoso con su público. Cuando, en enero de 1900, lanza sus Cahiers de la quinzaine, el dreyfu-sista Charles Péguy imagina así un «periódico ver-dadero» que, oponiéndose a los verdaderos perió-dicos, apagavelas reclutadores, conformistas y aborregados, se propusiera «decir la verdad, toda

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la verdad y nada más que la verdad, decir tonta-mente la verdad tonta, aburridamente la verdad aburrida, tristemente la verdad triste».

Contra el sometimiento a una «verdad oficial, una verdad de Estado, una verdad de partido», Pé-guy sueña en un simple «cuaderno de informacio-nes» que, frente al exceso de noticias, a su instantá-nea confusión y a su repetición uniforme, optase por la exclusividad y la pertinencia, por la revelación y la documentación. decir, insiste, «lo que no saldrá en los periódicos», transcribir «todos los documen-tos o todas la informaciones que deban conservar-se», indicar artículos, revistas y libros que interese «leer útilmente»; en suma, ilustrar, orientar, seleccio-nar, jerarquizar, operaciones todas ellas que, un siglo más tarde, la revolución digital, en el mismo impul-so, reclama y facilita.

Cuando, cuatro años después de que aquel li-bertario indócil e inclasificable se librara de una buena, el socialista Jean Jaurès, a quien Péguy, la-mentablemente, pisoteó tanto como había admira-do, funda en 1904 L’Humanité, entona el mismo estribillo de verdad. «Por medio de informaciones extensas y exactas quisiéramos dar a todas las inte-ligencias libres los medios para comprender y juz-gar por sí mismas los acontecimientos del mundo –escribe Jaurès en el editorial del primer número,

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titulado “Nuestro objetivo”–. La gran causa socia-lista y proletaria no necesita la mentira, ni la verdad a medias, ni informaciones tendenciosas, ni noticias forzadas o truncadas, ni procedimientos oblicuos o calumniosos. No necesita que se disminuya o reba-je injustamente a los adversarios, ni que se mutilen los hechos. Sólo las clases decadentes tienen miedo de toda la verdad; y yo quisiera que la democracia socialista, uniéndose a nosotros de corazón y pen-samiento, se enorgulleciese al comprobar, con no-sotros, que todos los partidos y todas las clases están obligados a reconocer la lealtad de nuestras reseñas, la seguridad de nuestras informaciones, la exactitud controlada de nuestras corresponsalías. Me atrevo a decir que de este modo demostraremos, realmente, todo nuestro respeto por el proletariado. Éste ad-vertirá, eso espero, que el constante y escrupuloso deseo de verdad, aun en las más ásperas batallas, no mella el vigor del combate: da, por el contrario, a los golpes propinados al prejuicio, la injusticia y la mentira, una fuerza decisiva.»

La extensión de la cita tiene la talla de las im-posturas, mentiras y calumnias que siguieron, en este mismo periódico de soberbio título, L’Humanité («La humanidad»), durante el descarrilamiento es-talinista de la causa proletaria. La exigencia de de-mocracia no se reparte: su abandono por la izquier-

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da puede matar la verdad con mayor seguridad aún que su desprecio por la derecha. El siglo de catás-trofes que llevamos a la espalda nos ha legado esta experiencia: las verdades de opinión pueden des-truir las verdades de hecho. y, al hacerlo, destruir la propia esperanza de la humanidad. No por azar la reflexión que consideramos como el manifiesto fi-losófico del periodismo está firmado por Hannah Arendt, la autora de Los orígenes del totalitarismo (1951). Texto de 1967, que prolonga su propia ex-periencia de periodista ocasional durante el proce-so Eichmann, en Jerusalén, Verdad y política sigue estando de extremada actualidad.

Retomando una antigua distinción de Leibniz, Arendt opone las verdades de razón a las verdades de hecho. Razonables o irrazonables, pertinentes o absurdas, las primeras no están en absoluto amena-zadas porque la mente humana las producirá sin cesar, hasta el infinito: verdades de convicción, de creencia, de prejuicio, de deducción, de identidad, de compromiso, de ideología, de razonamiento, de tomar partido... En cambio, «las posibilidades de que la verdad de hecho sobreviva al asalto del po-der son muy escasas; corre siempre el peligro de ser expulsada del mundo, por ciertos manejos, no sólo por algún tiempo sino, virtualmente, para siempre. Los hechos y los acontecimientos son cosas infini-

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tamente más frágiles que los axiomas, los descubri-mientos y las teorías (incluso las más enloquecida-mente especulativas) producidos por el espíritu humano [...]. Una vez perdidos, ningún esfuerzo hu-mano los recuperará jamás».

Las verdades de hecho, insiste Arendt, son «las verdades políticamente más importantes [pues] la libertad de opinión es una farsa si no está garanti-zada la información sobre los hechos y si no son los propios hechos el objeto del debate». No es poco envite, y por ello, añade la filósofo, «la historia con-temporánea está llena de ejemplos en los que quie-nes decían las verdades de hecho se consideraron más peligrosos, más hostiles incluso, que los opo-nentes reales». Ésta es, pues, la responsabilidad que define nuestro oficio, tanto su grandeza como sus miserias: defender a toda costa la verdad de hecho. Aferrarse a la producción, búsqueda y revelación de estas verdades factuales sin las que no hay ya mundo común, no hay espacio público viable, no hay fructífero intercambio democrático.

Esta exigencia no molesta sólo a los poderes, es-tén ya establecidos o en gestación. Nos trastorna a nosotros mismos, periodistas, que, como cualquie-ra, tenemos nuestras propia verdades de razón, de convicción y de creencia. En nombre de esta evi-dencia, el periodismo de información es obligato-

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riamente una disciplina colectiva que supone con-frontaciones y discusiones, procedimientos y relecturas. Aquí, las soledades pueden ser callejones sin salida. Las verdades de hecho deben emerger tanto gracias a nosotros como a nuestro pesar. Para el periodismo comprometido, la experiencia suele ser dolorosa: no basta con pensar acertadamente para informar verídicamente. Lo contrario es, en cambio, frecuente: errores o silencios producto de la convicción, informaciones chapuceras o sesgadas, deformadas o veladas, inconclusas o ignoradas, aun con la mejor intención del mundo.

Sin los periodistas, concluye Arendt, «no nos orientaríamos nunca en un mundo en perpetuo cambio y, en el sentido más literal, jamás sabríamos dónde estamos». El homenaje nos obliga, más que nunca. Cuarenta años después, la reflexión de la fi-lósofo no ha perdido un ápice de su agudeza. «Los hombres normales ignoran que todo es posible»: esta sentencia de david Rousset, en 1946, al regresar del universo concentracionario, fue para ella como un talismán intelectual. de este modo, en vez de inmo-vilizar el momento totalitario en un pasado enveje-cido, extrajo de él la advertencia de que la barbarie puede nacer de la civilización al igual que la demo-cracia puede suicidarse o agotarse por sí misma, por falta de vitalidad o de atención. La lección sigue sien-

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do válida: si no tenemos cuidado, nuestros poderes modernos pueden tender no sólo a funcionar en la mentira, el disimulo y el secreto sino, sobre todo, a instituir la desrealización como forma de gobierno.

«La realidad no tiene importancia alguna. Sólo la percepción cuenta.» Recogida por la dramatur-ga yasmina Reza, durante la campaña electoral de 2007, esta confidencia de unos de los principales consejeros del por aquel entonces futuro presiden-te de la República francesa no es anecdótica: es una declaración de guerra. Al periodismo, claro está, cuya materia prima es precisamente la realidad (des-cifrarla, conocerla, descubrirla, cuestionarla, trans-mitirla, explicarla), pero, por añadidura, a la demo-cracia cuya amplia deliberación supone un libre conocimiento de las realidades (nacionales, inter-nacionales, políticas, económicas, sociales o cultu-rales). A esta sutileza democrática que exige que, para forjarse un juicio pertinente, mejor es estar bien informado, la hiperpresidencia que desde 2007 ocupa nuestros pensamientos e invade nuestras ac-tualidades opone su grosera ruptura: el registro de la irrealidad con las apariencias de lo evidente.

Esta teorización expresa lo impensado de una presidencia que ignora cualquier límite, pasándose por el forro lo enunciado por Montesquieu, en 1748, sobre la separación de poderes, condición de

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la libertad política: «Para que no pueda abusarse del poder, es preciso que, por la disposición de las co-sas, el poder detenga al poder.» Para reducir sin per-juicio poderes y contrapoderes, que podrían trabar-lo o limitarlo, necesita a toda costa imponer su relato legendario para que las conciencias pierdan pie y las vigilancias se relajen. Cierto escribidor pú-blico del Príncipe, redactor de discursos presiden-ciales, no lo oculta en modo alguno: es preciso «contar una historia» a los franceses. No importa que sea cierta, creíble incluso, lo importante es que funcione durante una secuencia, al modo de un buen guión. Otro consejero elíseo confiesa que es importante enviar diariamente a los franceses «una tarjeta postal» presidencial. Una manera de decir que es preciso darles políticamente vacaciones; es decir, una excedencia de ciudadanía activa.

La desrealización no se limita a enmascarar las intenciones o las acciones verdaderas del poder. Lo convierte en inaprensible, facilitando la canibaliza-ción o la anemia de su oposición. Su crónica se con-vierte en una fotonovela de la que los ciudadanos son sólo espectadores. Una ficción, en suma. No por azar la dimensión sentimental se muestra entonces sin vergüenza alguna, acudiendo en auxilio de la am-bición política. No por azar, tampoco, al escuchar las sucesivas peroratas presidenciales acabas diciéndote

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que las palabras no tienen ya verdadero sentido, que las referencias son ahí reversibles y los valores inter-cambiables. Pues sólo se trata ya de señuelos, entre cebos políticos y anzuelos mediáticos. Este torbelli-no está hecho, explícitamente, para desorientar –a la opinión pública, al adversario, a los medios de co-municación– y lo consigue a menudo. No hay ya sentido, no hay ya historia, no hay ya referencias ni puntos de orientación. Sólo la evidencia del presen-te y del olvido, de lo inmediato y de la amnesia.

En 1967, precisamente el año de las reflexiones de Arendt sobre Verdad y política, Guy debord pu-blicaba La sociedad del espectáculo, donde puede leer-se, particularmente, esto: «En el espectáculo, imagen de la economía reinante, el objetivo no es nada, el desarrollo lo es todo. El espectáculo no quiere lle-gar a nada salvo a sí mismo.» Tal vez haya sido ne-cesario aguardar estos cuarenta años para que las intuiciones de una y otro se concreten en Francia, en el absolutismo de esta presidencia que siente poca estima por la verdad y, en efecto, no tiene más fin que ella misma. Bien se ve, entonces, que más allá de sensibilidades partidistas, políticas o filosófi-cas, a los periodistas franceses les incumbe una par-ticular responsabilidad frente a semejante poder, sin partición ni límites. Si sus discursos nos sumergen, si su agenda nos obnubila, si su imaginación nos

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invade, quienes nos leen, nos miran o nos escuchan estarán literalmente perdidos. Extraviados ante ese espectáculo como un limpiaparabrisas donde todo se borra, todo se olvida, todo equivale.

La batalla de la información no es secundaria, pues, y los periodistas están en primera línea de este enfrentamiento por la democracia. Evidentemente no somos los primeros ni los últimos en ser con-vocados. En 2004, en vísperas de las elecciones es-tadounidenses que ofrecieron un segundo manda-to a Georges w. Bush, el futuro premio Nobel de economía Paul Krugman, cronista también en el New York Times, no vaciló en calificar de «poder re-volucionario» a aquella administración neoconser-vadora que rechazaba «las reglas que el resto de la población da por sentadas» y no reconocía «la legi-timidad del sistema establecido». En una adverten-cia dirigida a los periodistas, Krugman añadía: «Un poder revolucionario tiene una idea clara de sus designios y utilizará cualquier argumento que per-mita alcanzarlos. Es inútil suponer que sus justifi-caciones respondan a lógica alguna».

Preocupándole que los periodistas, por correc-ción o por formación, se muestren «molestos ante argumentos manifiestamente mentirosos» y les «cueste imaginar que una figura política de primer orden pueda mentir abiertamente», aquel universi-

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tario nos aconsejaba que añadiéramos nuevas reglas a nuestros breviarios profesionales: «1. No juzguen las proposiciones políticas en función de los obje-tivos que enarbolan. 2. Pongan a trabajar las menin-ges y descubran las verdaderas intenciones. 3. No vayan a imaginar que las reglas vigentes son las que ustedes han conocido siempre.» Las desgracias no le suceden siempre a los demás, nada nos garantiza que, mañana o pasado, mentiras tan enormes y de-sastrosas como las de la presidencia de Bush no se impongan aquí, engaños de Estado convertidos en imposturas mediáticas. Nada si no defendemos en-carnizadamente la existencia de una prensa libre. Nada si no nos damos medios para que exista. di-cho de otro modo, nada si no hacemos nada.

El programa cabe en pocas palabras: defender la independencia, promover la calidad, restaurar la confianza. Tres objetivos que, lejos de ser puestos en peligro por la revolución digital, pueden encon-trar en ella una nueva juventud, coherente con los valores espontáneos de Internet, de sus redes socia-les y de sus programas libres, de sus repartos sin fronteras y de sus intercambios sin distancias. En primer lugar, porque es más fácil crear en él em-presas de información independientes que dirigen lo esencial de sus esfuerzos hacia los equipos de re-dacción, puesto que lo digital suprime tres de los

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principales costes que gravan los presupuestos de la antigua prensa (el papel, la impresión y la difusión). Luego porque, con el esencial invento del vínculo intertextual, lo digital facilita un infinito enrique-cimiento de la información, de su contexto y de su historia, invitando sin cesar a la referencia a la do-cumentación que completa, ilustra y profundiza la aportación del multimedia, del testimonio oral y de la búsqueda visual. Finalmente porque, con el ad-venimiento de los medios de comunicación parti-cipativos que los lectores pueden comentar y a los que pueden contribuir, lo digital vuelve a colocar al público en el centro de la alquimia que forja la credibilidad de la información, permitiendo nuevas alianzas entre periodistas y ciudadanos, puesto que las verdades desveladas por los primeros no exclu-yen ya los saberes que detentan los segundos.

La independencia del periodismo es la prime-ra garantía de una información leal. No hay bús-queda de verdades sin autonomía de sus investi-gadores: el principio vale tanto para nuestros oficios como para todas las profesiones cuyo ob-jetivo son los conocimientos (investigación, ense-ñanza, estadística, medicina...). ¿Es acaso un azar que todos estos sectores sufran hoy, más o menos, una ofensiva que pretende reducir su margen de maniobra y someterlos a otros universos, escalas

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de valores y principios de rentabilidad? Tratándo-se del periodismo, la independencia supone, tanto en el sector público como en el privado, el recha-zo de cualquier influencia exterior al objetivo de informar. de inspiración ética, este principio no deja de ser, por ello, de interés lúcido: no creemos otro valor que el de nuestras informaciones, su pertinencia, su originalidad y su escasez. A fuerza de olvidarlo, en la mescolanza de los géneros y los conflictos de intereses propios de las industrias cu-yas actividades están esencialmente en otra parte, los principales actores financieros del sistema me-diático francés sólo han añadido crisis a la crisis, desvalorizando la información, su crédito y su ri-queza. Hoy no falta la demanda de información sino la oferta, que no acude a la cita de sus expec-tativas. Arruinar la independencia de la prensa es, también, arruinar la viabilidad de sus empresas.

La calidad de la información exige ser reinventa-da en la era digital. Referencia y exhaustividad, valo-res cardinales de la antigua prensa de excelencia, debe encontrar ahí nuevas traducciones, tan incierto se ha hecho su porvenir en el antiguo soporte. ¿Acaso la abundancia de información no está ya al alcance de las pantallas, corriendo el riesgo del exceso? ¿y no se fabrica el usuario, personalmente, sus referencias, or-ganizando su búsqueda y multiplicando sus docu-

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mentos? Ciertamente, nuestra época de transición, cuando a lo viejo le cuesta cambiar y a lo nuevo, en-contrarse, no excluye tanteos y callejones sin salida, modas efímeras y rutas sin explorar. Pero aquellos a quienes asusta la extraordinaria potencialidad del Net, lo asimilan fácilmente en sus caricaturas: uniformi-dad, superficialidad, confusión. dicho de otro modo, tratándose de información, nada de diversidad, nada de perspectiva, nada de jerarquía. Sin embargo, no hay fatalidad tecnológica alguna en esta aparente regre-sión, producida, más bien, por los modelos mercan-tiles actualmente dominantes, que se identifican con la gratuidad y, por lo tanto, con la audiencia. Por el contrario, lo digital no sólo permite sino que facilita las operaciones consubstanciales con el periodismo de calidad: selección de las informaciones, profundi-dad de la documentación, temporalidad de las noti-cias; no faltan ejemplos en la red para ilustrarlo.

Pero hay algo mejor aún: puesto que acaba con la cerrazón sobre sí mismos de unos periódicos li-mitados por su propia finitud (número de caracte-res, número de artículos, número de páginas), la revolución digital permite dar vida a una utopía periodística jamás conseguida. Como un eco del «cuaderno de informaciones», aquel «periódico ver-dadero» en el que soñaba Charles Péguy, al mismo tiempo, al otro lado del Atlántico, surge el proyec-

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to «Thought News» lanzado por el periodista Ro-bert Park, futuro fundador de la Escuela de Socio-logía de Chicago, y por su amigo Franklin Ford, teórico de las «big news», que ponen de relieve las tendencias de fondo más que los movimientos de superficie. Pensar las noticias, en suma, reflexionar-las y jerarquizarlas, enriquecerlas y problematizar-las. Inventar periódicos que fueran también uni-versidades populares, lugares de transmisión, de distribución y de sociabilidad. Suscitar una nueva alianza entre intelectuales y periodistas, en la reso-nancia de las informaciones, su profundización y su discusión, su ilustración por otros saberes, par-ticularmente de sociólogos e historiadores. En re-sumen, asociar un periodismo de investigación, concentrado en el meollo de su misión, a un ágo-ra democrática que lo prolongue y legitime.

debe reconquistarse la confianza de los lectores, tanto les ha faltado la prensa. Gracias a lo digital y a sus potencialidades participativas, nacerá de las virtudes de este nuevo ecosistema de información, combinando el trabajo específico de los periodistas y el debate democrático del público, suscitando su interacción y su confrontación. Pero de un público y no de una audiencia... «Son las informaciones más que los comentarios las que crean opinión», le gus-taba repetir a Robert Park, que añadía: «No puede

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haber opinión pública sobre acción política alguna si la población no sabe lo que ocurre, aunque sólo sea en líneas generales [...] Un periodista en pose-sión de hechos es un reformador más eficaz que un editorialista que se limite a atronar desde el púlpi-to, por muy elocuente que sea». Ahora bien, en nombre de esta exigencia, el mismo Park, cuya fa-milia de pensamiento no carece de influencia sobre la formación intelectual de Barack Obama, insistía también en la responsabilidad de la prensa en la construcción de un público democrático, que dis-cuta e intercambie, opuesto a la regresión que sim-boliza la multitud, ese conglomerado de individuos aislados donde se clama por lo idéntico en el re-chazo de los diverso y lo distinto.

Construir un público –es decir, una adhesión, una fidelidad, una participación– es producir una conciencia común donde el conflicto democrático pueda desarrollarse, encontrar su sentido y buscar su salida. A la inversa, la multitud, es decir, la bús-queda de la mayor audiencia, diluye los objetivos cívicos, banaliza y uniformiza, formatea y enrola. Aferrada a la gratuidad como un dogma, devalúa la exigencia factual (con lo que supone de rigor, de tiempo y de trabajo) para preferir la emoción, la instantaneidad y la personalización que transforman el lector en espectador pasivo más que en ciudada-

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no activo. Se aducirá que esta dicotomía es tan vie-ja como la distinción entre medios de masas (po-pulares) y medios de referencia (elitistas). El problema es que, aprovechando la actual revolución industrial, la vulgata económica intentó imponer la misma norma a los segundos que a los primeros. y contribuyó así a rebajar no sólo la calidad sino tam-bién la autonomía de las redacciones, a limitar la capacidad de los periodistas para producir una agen-da informativa independiente de la de los poderes, a erosionar su decisión de escapar del contar, del storytelling desrealizante y mistificador de los mis-mos poderes, a trabar su búsqueda de informacio-nes audaces, molestas o disidentes.

El periodismo es una gran negocio tejido con pequeñas aventuras. En la encrucijada de un dere-cho colectivo y una libertad individual, nos pone a prueba infinitamente. En el siglo xix, el historiador republicano Jules Michelet otorgaba a los periódi-cos una «función pública», mientras que, durante la Revolución, el periodista Brissot, director del Pa-triote français, consideraba una gaceta como «un cen-tinela que vela sin cesar por la sociedad». En el siglo pasado, el Tribunal Europeo de los derechos Hu-manos no vaciló en convertir el periodismo en «el perro guardián de la democracia», indicando así que sus eventuales excesos son preferibles al sueño de

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la conciencia. Centinela, perro guardián, señal de alarma, vigilante nocturno, sirena de incendio... No faltan las metáforas que hacen referencias tan elo-giosas como difíciles de llevar.

A la defensiva hoy, al periodismo le cuesta reivin-dicarlas. Rodeado por todas partes, entre crisis eco-nómica, crisis política y crisis moral, ni siquiera se atreve ya a referirse a sus viejas figuras cuya virtuosa grandilocuencia no le parece un auxilio útil. Albert Londres, sin duda el gran reportero de entre guerras, en 1929: «Sigo convencido de que un periodista no es un monaguillo y de que su papel no consiste en encabezar las procesiones, con la mano metida en una cesto de pétalos de rosa. Nuestro oficio no es com-placer, tampoco perjudicar, es meter la pluma en la herida.» Pero también François Mauriac, el iniguala-do inventor del «bloc de notas», en 1954, tras un se-cuestro de L’Express: «dudo de que exista para la prensa un delito de indiscreción. Pero existe un de-lito de silencio. A la hora de arreglar cuentas, no se nos acusará de haber hablado sino de haber callado.»

Estos diversos símbolos, principios y posiciones entremezcladas son, sin embargo, nuestro único so-corro. Como luces que brillan cuando llega el peli-gro, indican el único camino de salvación: abandonar nuestra soledad corporativista para regresar a nuestro escenario primitivo, esa promesa democrática aún

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inconclusa e injuriada ahora donde se decide nues-tra legitimidad ante el público y la opinión. Cuando el imaginario periodístico, especialmente en sus aven-tajadas versiones cinematográficas, pone en escena la resistencia de un solo individuo ante las injusticias, mentiras o crímenes borregueros, sin duda alguna engalana. Pero su mensaje va más allá de una profe-sión o una corporación: afirma esa posibilidad del rechazo y el empecinamiento, en suma una esperan-za intacta en esta libertad de la que cada uno de no-sotros es depositario.

«El verdadero valor es, en el interior de uno mismo, no ceder, no doblegarse, no renunciar», afir-maba en sus últimos años aquel justo que fue Jean-Pierre Vernant, resistente claro, profesor e investi-gador, pensador y transgresor. Luego añadía, para que le entendieran bien: «Ser el grano de arena que los más pesados artefactos, aplastándolo todo a su paso, no consiguen romper». Este manifiesto no es más que un grano de arena, al igual que la aventu-ra que lo ha inspirado, Mediapart.

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EL LLAMAMIENTO dE LA COLINA

El 24 de noviembre de 2008, durante una reunión pú-blica celebrada en el Teatro Nacional de la Colina, en Pa-rís, Mediapart y Reporteros Sin Fronteras lanzaron el llamamiento que aquí se reproduce. Su alcance supera la crítica inmediata de los pretendidos estados generales de la prensa escrita, organizados en 2008 bajo tutela elísea, que motivó su elaboración. Cada uno de sus nueve pun-tos es una invitación a futuras mayorías políticas a refun-dar el derecho de información en Francia, ampliando sus cimientos democráticos.

La libertad de prensa no es un privilegio de los pe-riodistas sino un derecho de los ciudadanos.

El derecho a la información, a la libre expre-sión y a la libre crítica, así como a la diversidad de las opiniones, es una libertad fundamental de cualquier ser humano. Sin información libre so-bre la realidad, ambiciosa en sus medios y plura-lista en sus fines, no puede haber auténtica deli-beración democrática. Régimen de todos los ciudadanos, sin privilegios de nacimiento, de di-ploma o de fortuna, una verdadera democracia supone que todos estén igualmente informados para ser libres en sus opciones y autónomos en sus decisiones.

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de este derecho público a conocer los hechos y las opiniones procede el conjunto de los deberes y derechos de los periodistas. Su primera obligación se refiere a la verdad de los hechos. Su primera dis-ciplina es la búsqueda de informaciones verificadas, contextualizadas y con sus fuentes. Su primera leal-tad es con los ciudadanos y prevalece sobre cual-quier otra responsabilidad, en especial con respecto a sus empleadores y a los poderes públicos.

defender y promover este ideal supone la inde-pendencia, la transparencia y el pluralismo.

La independencia, es decir:1.- El general respeto del derecho moral de los

periodistas sobre su trabajo, para garantizar que la información no se vea reducida a una mercancía.

2.- El imperativo rechazo de la mezcla de inte-reses industriales y mediáticos, para garantizar que los operadores económicos no tengan más objetivo que la información.

3.- La absoluta preservación de la integridad del servicio público del audiovisual, para garantizar que ni sus informaciones ni sus programas sean contro-lados por el poder ejecutivo.

La transparencia, es decir:4.- Un verdadero acceso, rápido y fácil, a todas

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las fuentes documentales de interés público para la vida democrática y la suerte de los ciudadanos, a imagen de la Freedom of Information Act vigente en Estados Unidos desde 1967.

5.- Una amplia protección de las fuentes de los periodistas, que asegure el derecho de los ciudada-nos a avisarles e informarles, inspirada en la exce-lente ley belga vigente desde 2005.

6.- Una publicidad extendida a todos los actos del poder ejecutivo que tengan incidencia directa sobre nuestra vida pública, que permita así la libre interpelación y el cuestionamiento directo de los gobernantes por los periodistas.

El pluralismo, es decir:7.- Una concentración limitada y regulada para

evitar cualquier monopolio de hecho o cualquier abuso de posición predominante.

8.- Una igualdad de trato para la prensa digital y la prensa impresa para evitar cualquier discrimi-nación que estigmatice Internet.

9.- Un completo reconocimiento del lugar de los lectores como comentaristas, contribuidores y blo-gueros, para acrecentar la difusión y la distribución democráticas de las informaciones y las opiniones.Cualquier senda que se alejara de estos principios sería una regresión.

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Postfacio: El valor de la independencia

Edwy Plenel

Este manifiesto por una prensa libre habría podido titularse El grano de arena, como un eco de su con-clusión: «Ser el grano de arena que los más pesados artefactos, aplastándolo todo a su paso, no consi-guen romper». Tomada de Jean-Pierre Vernant, fi-gura emblemática de esos hombres que supieron resistir las catástrofes del siglo pasado, invitaba sen-cillamente a decir no. No a las injusticias que se su-ponen ineluctables, no a los compromisos conside-rados inevitables, no a las resignaciones declaradas fatales. No a todo lo que somete y corrompe el pe-riodismo, su necesidad democrática y su vitalidad profesional.

Por eso este texto es indisociable del laborato-rio periodístico que inspiró su contenido y alimen-ta su propósito, un año después de su fundación, el 16 de marzo de 2008: Mediapart. Ahora bien, este

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periódico digital fue en efecto el grano de arena de la presidencia de la República francesa bajo Nico-las Sarkozy, hasta su no-reelección en 2012. Ejem-plos prácticos de los valores defendidos en este ma-nifiesto, sus revelaciones en cascada pusieron de relieve la realidad corrupta y corruptora que se ocultaba tras la ficción de una presidencia irrepro-chable. Los casos Karachi, Bettencourt, Tapie, Ta-kieddine, Gadafi, para limitarnos a los principales, concentrados aquí en una palabra clave, todos estos expedientes sacaron a la luz un mundo de privile-gios y de arrogancia cuyo único motor fue el di-nero, pues su enloquecida y siempre insatisfecha búsqueda permitía una incesante transgresión de las leyes comunes.

Instalada en pleno corazón de la modernidad tecnológica, fue pues una nueva prensa, totalmente inédita, digital y participativa al mismo tiempo la que defendió entonces lo mejor de la tradición pro-fesional. Lo hizo, además, con el único sostén de sus lectores, abriendo la vía pionera de la información de pago por Internet, demostrando que el público siempre está dispuesto a pagar si la calidad, la inde-pendencia y la confianza responden a sus expecta-tivas. Ésa fue, para todos los que hacen de informar su profesión, la buena noticia aportada por el rápi-do éxito de esta apuesta, considerada loca por los

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analistas de la crisis de la prensa; rentable y prove-chosa al cabo de dos años y medio, a partir del oto-ño de 2010, Mediapart demostraba que era posible crear valor sólo a partir del trabajo de los periodis-tas. A condición, sin embargo, de que este trabajo recupere su vitalidad democrática, su ambición y su exigencia.

desde este punto de vista, que haya sido nece-saria la existencia de este único granito de arena mediática para encasquillar la maquinaria comu-nicadora de un poder omnipotente –esta «hiper-presidencia» sarkozysta cuyo poderío era tanto po-lítico como económico, estatal como mediático, ideológico como oligárquico– es a la vez tranqui-lizador e inquietante. Tranquilizador, en el sentido de que conforta el ideal democrático que inspira al periodismo preocupado por el interés general: algunas informaciones pueden modificar las opi-niones, algunas verdades de hecho pueden trastor-nar las verdades de convicción, algunas revelacio-nes pueden despertar al público. Inquietante, en el sentido de que esto pone de relieve la inmensa fra-gilidad del ecosistema mediático francés: ¿qué ha-bría sido de él si Mediapart no hubiese existido y no hubiera tomado la antorcha casi abandonada entonces por todas partes, la de la investigación, con lo que supone de escrupulosa independencia

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con respecto a todos los poderes, ya sean políticos o económicos?

El éxito a contrapelo de Mediapart –éxito que debemos consolidar todavía con la construcción de una independencia duradera– confirma pues el grito de alarma que anima este manifiesto, al tiempo que indica el único camino de un verda-dero arranque: apostar radicalmente por la inde-pendencia, única palanca de un valor recuperado del periodismo, de sus oficios y sus empresas. ¡Pe-riodistas de todos los países, salvémonos nosotros mismos!, grita en cierto modo Mediapart a toda la profesión, en una lección sin fronteras, pues esta demostración no es válida sólo para Francia.

Frente a la inmensa crisis por la que pasan nues-tras profesiones de la información y de la que este manifiesto procura dar cuenta, atañe a los periodis-tas ponerse en primera línea para defender una li-bertad que no es su privilegio, sino el derecho de los ciudadanos: el derecho a una información ho-nesta y real, rigurosa y pluralista; es decir, exigente e independiente. A ellos les toca, por encima de todo, combatir las nuevas servidumbres maquilladas de fatalidades a las que se quisiera someterlos, salvo si descalifican, con su resignación, la democracia que les legitima como resorte del derecho a saber que tienen los ciudadanos y del que ellos son los instru-

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mentos. Pues si no aceptan este desafío, si no resis-ten las corrupciones que amenazan la integridad de su profesión, acabarán perdiendo toda credibiliad ante el público.

Estas corrupciones son las mismas desde siem-pre, reavivadas hoy por la loca financiación de una economía que se ha vuelto casino y por el crecien-te autoritarismo de sus apoderados: el periodismo del gobierno y la prensa industrial. El primero re-nuncia a su agenda autónoma para adoptar la de los poderosos, plegarse a sus ficciones demagógi-cas, desmoralizar cualquier alternativa a sus polí-ticas, conectar con los miedos y los odios que ali-mentan para sobrevivir. La segunda acepta que actores financieros externos a los oficios de la in-formación se infiltren, se impongan incluso, en pleno corazón de las empresas de prensa para lo-grar que los medios de comunicación no perju-diquen jamás sus propios intereses privados y, por ello, corrompiendo la propia esencia del oficio de periodista, su lealtad para con el público de ciu-dadanos, que es sustituida entonces por la sumi-sión a sus empleadores.

Motor tecnológico de la tercera revolución in-dustrial de nuestras edades modernas –tras la má-quina de vapor y la electricidad en las dos prece-dentes–, la revolución digital es, desde este punto

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de vista, un campo de batalla. Un acelerador y un revelador. Es una evidencia que, del periódico al li-bro, desestabiliza profundamente los oficios de lo escrito, inscritos desde hace dos siglos en una cul-tura de lo impreso y de su soporte papel. Cadena de fabricación, tipos de comercialización, antigua división del trabajo, prácticas y hábitos culturales, etc.: no acabaríamos de enumerar las conmociones inducidas en nuestra cotidianidad por este acelera-do desarrollo de Internet, de su accesibilidad, de la diversidad de soportes y de la profusión de sus con-tenidos.

En resumen, lo escrito ha entrado irreversible-mente en la era del sin-papel y del no-impreso. Pero esta nueva edad de la lectura no es excluyente. Se añade a lo precedente, lo modifica sin duda alguna, pero en caso alguno lo suprime. Como tampoco la radio y, luego, la televisión mataron el periódico o el libro, lo digital no es la condena a muerte del pa-pel o de lo impreso, y menos aún de la lectura de calidad. Pues es también una extraordinaria palan-ca de democratización donde profesionales y afi-cionados inventan una nueva relación, más partici-pativa, más confiada, más cualificadora. Universo sin fronteras, Internet hace caer también barreras (sociales, culturales, económicas) que, ayer, jerarqui-zaban, excluían, ponían a distancia.

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No hay ingenuidad alguna en esta constatación: es evidente que se produce un enfrentamiento, como sucedió en las dos revoluciones industriales precedentes. Entre trabajo y capital. Entre produc-tores y creadores por un lado, especuladores y apro-vechados por el otro. Entre la libertad y sus princi-pios por un lado y, por el otro, la mercancía y sus codicias. Entre quienes pretenden crear valor du-radero y quienes lo destruyen, buscando provechos inmediatos. Entre la preocupación por el trabajo, que está en el origen de cualquier creación de va-lor perenne, y lo absoluto del capital, transformado por las finanzas en fin más que en medio. En defi-nitiva, entre quienes, en el meollo de esta moder-nidad digital, defenderán lo mejor de la tradición y quienes convertirán esta modernidad en el caba-llo de Troya de la destrucción de la tradición.

Tenemos ya pruebas de esta destrucción: una prensa que sigue la corriente, entregada a los finan-cieros, olvidando a sus lectores, sacrificando a sus trabajadores, corriendo tras los subsidios publicita-rios o estatales, difuminando las fronteras deonto-lógicas, publicitando la vida privada a medida que se privatiza la cosa pública, desdeñando la preocu-pación por el interés general, buscando la audiencia de la multitud más que la fidelidad de un público, cediendo al reclutamiento en detrimento de la ele-

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vación, callando sobre todo lo que molesta a sus mecenas, en resumen, cautiva de la venalidad. de nada sirve dedicar esfuerzos a deplorarlo o denun-ciarlo si no intentamos trazar el camino de un re-nacimiento en el que el periodismo, recuperando sus ideales, demuestre que son fuente de valor: va-lor individual del trabajo, valor colectivo de las em-presas, valor esencial de la democracia.

Hacer de una inquietud una esperanza: ésa era la ambición de este manifiesto, ésa era la apuesta de Mediapart. Añadiéndole la virtud del ejemplo: co-rrer tu riesgo, aprovechar tu ocasión, vivir tu liber-tad. «¿Puede enseñarse el valor moral?», preguntaba en 1903 Joseph Pulitzer en Sobre el periodismo, ale-gato por una identidad profesional cuyo sentimien-to de pertenencia no estaría «basado en el dinero sino en la moral, la educación y la fuerza de carác-ter». Es significativo que el idealismo reivindicado en este ensayo sea el de un periodista cuyo legen-dario éxito, como empresario de prensa, tuvo como primer resorte el valor social de este oficio: su uti-lidad y su responsabilidad democráticas.

Al final de su vida, Pulitzer, cuyo itinerario unió Europa y América, de su Hungría natal y su cultu-ra germánica a su naturalización estadounidense, se rebelara contra los «poderosos intereses financieros» que amenazaban la prensa. Conminaba así a los pe-

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riodistas a rechazar «el culto a la riqueza» y a servir «el espíritu público», insistiendo incluso en la im-portancia de su resistencia individual: «La certeza de que un periodista de buena reputación se nega-ría a dirigir un periódico que representara intereses privados opuestos al bien público bastaría, por sí sola, para desalentar semejante empresa». «Sin la confianza del público, no hay influencia posible», concluía Joseph Pulitzer, señalando el único cami-no de un arranque profesional garante de éxito económico: la independencia.

Esta exigencia, que combina el derecho a la in-formación del público y el necesario pluralismo de las opiniones, nos obliga. y lo que está en juego nos supera, pues es nada menos que la democracia, su intensidad cotidiana y su vitalidad creadora, cuan-do tantos intereses oligárquicos se coaligan para de-bilitarla y desvitalizarla, acapararla y apropiársela.

Edwy PlenelParís, 19 de octubre de 2012

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Mediapart es un periódico digital francés de pago que nació en marzo de 2008. En la actualidad tiene más de 60.000 suscriptores, que abonan nueve euros al mes. Centrado en el periodismo de investigación y de análisis, ha desempeñado un papel clave en el des-cubrimiento de escándalos de corrupción que afec-taban a la presidencia de Nicolas Sarkozy. Puedes encontrarlo en www.mediapart.fr y en Twitter (@mediapart). El director desde su fundación es Edwy Plenel (@edwyplenel), el autor de este manifiesto.

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infoLibre es un proyecto promovido por un grupo de profesionales del periodismo que aparecerá próximamente en España. Lo integrarán periodistas procedentes de distintos medios con un objetivo común: ejercer y defender el oficio de informar con una independencia radical de los poderes po-líticos y económicos. Puedes encontrar informa-ción sobre este proyecto en www.infolibre.es, en Twitter (@_infolibre) o en Facebook (www.face-book.com/infolibre.es). Su máximo responsable editorial es Jesús Maraña (@jesusmarana).