De una rara belleza

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Biografía novelizada de Moni Ergas, escrita por Simón Ergas y publicada por La Pollera Ediciones el año 2011.

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“De una rara belleza”La Pollera Ediciones. www.lapolleraediciones.cl Primera Edición. Marzo, 2011.Autor: Simón Ergas Rodríguez.Editor: Nicolás Leyton Gallego. Diseño: Sofía Bravo Antúnez. Ilustraciones y portada: José Benmayor MansillaImpreso en Editorial Valente Limitada.Santiago de Chile. ISBN: 978-956-345-298-3Algunos derechos reservados

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“A Suzy, grandiosa”

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ERAN LAS 6 DE LA MAÑANA CUANDO sonó mi celular. La primera llamada la rechacé descolocado, me había quedado dormido viendo una película en el notebook y no entendía qué hacía ese aparato en mi cama ni por qué sonaba el teléfono a esa hora. No estaba preparado para contestar, no estaba preparado para nada de lo que ya había pasado.

El sol todavía no asomaba cuando volvió a llamarme el teléfono. Atendí y la voz del Samy, hermano de mi abuela, me comunicó que otra vez había venido eso que se lleva a las personas.

—Saimon—me dijo— se murió el cuña.

Antes que la pena, fueron los por qué los que me forzaron a abrir los ojos. Me costó despertar, sentarme, entender que había vuelto del sueño, descifrar algo que nadie iba a poder explicarme. Al principio no sentía tristeza, el impacto y la madrugada me llevaron a la ducha con muchas preguntas que no me dejaban reaccionar. Sin estar seguro de mi vigilia, me cubrí con el calorcito del chorro, pensaba en el fin de la vida, la ausencia, el cambio. No me imaginaba lo que

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había más allá, no me esforzaba en visualizar el viaje de mi abuelo; sólo le daba vueltas a la idea de vivir sin él. Pensaba en mí, en el agua salada que salía de mis ojos y no en por qué sentía que me desarmaba por dentro. Me vestí como pude para salir de inmediato hacia Aurelio González: el palacio de mis abuelos desde antes que yo naciera.

Siempre he creído que existe algo que se podría llamar de diferentes maneras. Experiencia quizás sea una de ellas. Los que hemos convivido con la muerte, en algunos casos, llegamos a sentir paz. Está tan claro que ése es el único camino que hay que saber dejar ir. Y así me ocurrió cuando murió mi madre y cuando murió la madre de ella. Sentí siempre que tenía gente al otro lado, que cualquier enviado en realidad estaría en muchas mejores manos allá, en el más allá, sea donde sea. Pero durante el camino, en el auto, mi hermano chico lloró, adormecido entendía mucho menos que los demás y yo por mi “experiencia” debería estar tranquilizándolo. Pero el shock me comía el corazón. Esa sensación de expertiz que declamé alguna vez, esa falsa sabiduría ante la muerte era un intento soberbio y desesperado de luchar contra el final.

La ciudad seguía de noche. Estaba vacía y los semáforos funcionaban indiferentes a cualquier cosa, daba ganas de obviar a esos insensibles y pasar las calles con la luz que fuera. Cruzamos Sanhattan que estaba apagado por completo, algunos taxistas erraban y el Mapocho negro que nunca deja de correr, como todo lo que nos estaba pasando.

Al igual que cualquier sábado de mi vida completa, crucé las puertas del departamento hacia el hall amarillo. Sólo el día de la muerte de mi abuelo me llamó la atención el cuadro oscuro que equilibraba los colores de esa sala. Más allá estaba mi familia sentada en la mesa redonda del comedor. En esa casa, en esa mesa, siempre hay gente hablando y comiendo, siempre es un banquete y alegría. Ahora el silencio acongojado era incapaz de llenar el mismo comedor que cada semana rebosa de jolgorio. Estaba vacío, todos callados, todos vacíos.

Con el José, mi primo, llevábamos los últimos años admirando al Moni desde las sombras, desde nuestra lejana punta de la mesa del almuerzo. Lo mirábamos, examinábamos su manera de ser. Tratábamos de entenderlo, de exprimir la enseñanza de ese sabio que no transmitía su sabiduría más que con su ejemplo. En mi abrazo con el José sentí una inexplicable empatía emocional, un dolor mutuo que nacía de más de dos décadas reunidos bajo el mismo escudo: “El Viejo Soni”, como le decíamos. No habíamos crecido lo suficiente para conocerlo, para aprender todo, para hacernos amigos de él. No estábamos preparados.

Pedí explicaciones. Frente a la desgracias siempre queremos saber la verdad y no todos tienen la suerte de conocerla. Moni se había ido de fiesta en su

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último día. Dicen que estaba contento, conversador, tomó, comió, conoció gente. Lo pasó bien las últimas horas de su vida, como siempre trataba de hacerlo. Luego, en mitad de la noche, un infarto fulminante, no hay indicios de que haya sufrido.

Esa pequeña buena noticia que le quita profundidad al abismo. No sufrió, decimos: pero qué importa si al final quedamos solos, como una bandada de aves con la forma de un triángulo romo que no sabe hacia dónde ir. Al comienzo reaccioné así, con rabia y egoísmo.

Recordé el día en que me despedí de él, la última vez que estuve con su cuerpo vivo. Uní piezas del rompecabezas que quizás no van donde las estoy poniendo, pero que uno fuerza para encontrar algún sentido en este gran laberinto cuya salida es una sola: la vida y la muerte. Fue un sábado como tantos otros. Él me recibió en la entrada de su departamento y, dándome con una mano palmaditas en la mejilla y con la otra estrechando la mía, me pasó una mesadita discretamente; en esa ocasión me dio el triple de lo acostumbrado. Además ése, nuestro último día, mi abuelo había recibido unas botellas de Rakí, un trago que se acostumbra a beber en los Balcanes. Degustamos esa delicia durante el almuerzo y al final de la tarde nos regaló la media botella que quedaba. Con el José, nos fuimos a su casa a beber el licor de anís sin siquiera imaginarnos que esa maravilla turca iba a ser la última enseñanza que recibiéramos de él. Ese día mi abuelo pareció especialmente cercano, como si supiera lo que iba a pasar. Todo sería tanto más fácil si creyéramos de verdad en esas cosas.

Hay veces en que uno trata de quedarse quieto, de no entrar en el problema, de alejarse casi para darse esa pequeña oportunidad de que nada haya pasado, pero antes de que amaneciera me esforcé para pasar a las piezas de adentro. Busqué a mi abuela que estaba en su habitación junto al cuerpo acostado de mi abuelo. Moni lucía tranquilo, descolorido y frío. Tenía una pequeña herida en su ceja derecha, la que se debió haber hecho al caer con sus lentes puestos. Su cara sin vida expresaba el consentimiento con el que se había ido.

Estuvimos reunidos incansablemente el jueves en que murió. Nos encontramos para despedirlo, nos aferramos a distintas creencias para aliviarnos. Algunos lo observaron, otros le hablaron, leyeron cosas, lloraron, otros bebieron, le deseamos un buen viaje sabiendo íntimamente que este señor, aunque fuera en el barco de Caronte, iría siempre en primera clase.

Más tarde, cuando ya estaba en su ataúd, un rústico cajón de madera, se realizó una ceremonia sefardí que conocí acá. Por primera vez en mi vida acepté un rito y lo interpreté sin sentir contradicción. Se tapó el ataúd abierto con una sábana negra que tenía dibujada una estrella de David. Envuelta en un pañuelo, se dejó la mano de Moni afuera para los que quisiéramos decirle las

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últimas palabras se la tomáramos. El problema es que esas palabras nunca son las últimas, pero son gestos que nos ayudan a decir adiós, adiós maestro.

El féretro fue atornillado y trasladado al living, a su living, entre sus pinturas, sus tragos, su música y sus descendientes y amigos. Gente de la historia de Moni estaba presente, emblemas de los distintos momentos de su vida, de su vida conocida, de la que comenzó a vivir desde 1948 en adelante, a sus dieciocho años, cuando llegó a Sudamérica. Estábamos los que conocimos a Moni Ergas y no a Salomón, no a ese joven que creció en los Balcanes escapando de los horrores de la guerra más fea que atestiguó el inconsciente siglo XX.

Nadie conoce la historia de Moni con exactitud. Él mismo no recordaba con claridad su aventura en la vieja Europa, donde aprendió a distinguir a ojos cerrados entre las cosas importantes y las que no valen nada, donde comenzó toda esa trayectoria de vida que culmina en la fotografía eterna que guardo de él en mi cabeza: en pijama, comiendo frutas en una mesa enorme, mientras toda su familia se desenvuelve alrededor. Al final de su vida él come frutas en paz. Él comerá frutas en una mesa abastecida para siempre y uno a uno iremos a acompañarlo cuando llegue nuestro momento.

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SEGURAMENTE TODOS LOS EXTREMOS DEL PLANETA tienen la misma antigüedad. Hubo un big bang o como quiera que se le diga a ese origen de un principio, una formación de estrellas, una formación de planetas. Se creó la Tierra y allí conjugaron en un azar inverosímil todos los elementos necesarios para el primer impulso de vida. Después, una inercia de la que algo conocemos: la separación de los continentes, los dinosaurios, su muerte, el mono, su transformación y todas las falsedades que ese simio evolucionado creó por encima de lo que se le había dado en su nacimiento: ropa, ciudades, idiomas y sistemas financieros. Todos los extremos del planeta tienen la misma antigüedad, pero curiosamente hay algunos países que nos parecen más viejos que otros, tierras que percibimos milenarias sólo porque sabemos más de ellas. No es Babilonia, no es el viejo Egipto, no es la América Precolombina; son las tierras del centro oriente de Europa que en su pasado cuentan con cifras de antes de Cristo, donde ocurrieron muchas de las fábulas que alguna vez nos contaron.

Sería encantador poder escribir la historia completa de esos países. Narrar lo que hubo en un comienzo, cuando no había nada, luego ir describiendo cómo nació la vida en estos sectores montañosos. Poder decir que de tal o cual forma el ser humano casi alcanzó el prototipo homo sapiens en Bulgaria, o poder precisar la manera en que ese ser humano balcánico fue poblando la península.

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Con las distancias migratorias, hubo también una diferenciación cultural. En cada parte los pueblos adquirían costumbres distintas: mientras algunos eran capaces de trabajar materiales novedosos, otros descubrían algo que se acercaba a la escritura. Sería invaluable poder describir acá cómo la cultura Iliria o la Vinca terminaron por convertirse en serbios y albaneses. Cómo se pobló Grecia y cómo nació esa forma de pensar que se llama filosofía. Quisiera contar las aventuras de San Pablo durante los tiempos del Imperio Romano, o de las incursiones bárbaras, como por ejemplo la breve estadía de los lombardos. Si ése fuera el caso no podría dejar pasar ni a Alejandro Magno, ni las múltiples anexiones y separaciones que cada estado balcánico ha sufrido a lo largo de la historia. Deberíamos hablar de la Madre Teresa de Calcuta o detallar cómo el Imperio Otomano dominó la zona desde el siglo XIV hasta el 23 de octubre de 1923; el Imperio del Sultán que terminó gracias a la Primera Guerra Mundial¬. Pero si disgregara hacia esos temas estaría metiéndome derechamente con la historia de la humanidad. Aunque, en parte, eso es lo que haré.

La carrera de literatura en donde estudié es poco exigente o, mejor dicho, no requiere de un esfuerzo sobrehumano sacarla adelante. Durante mis primeros años tenía tiempo y comencé a ir a almorzar los martes donde mis abuelos, una reunión improvisada que se hizo costumbre sólo entre los que tuvieran ganas de ir. Cuando almorzábamos los sábados con toda la familia, me sentaba en una mesa larga justo en el extremo opuesto al que estaba Moni. No lo oía hablar más que cuando levantaba la voz. No lo conocía, no sabía de qué conversar con él y, si bien estimaba las cosas que le interesaban, nunca las tuve muy claras. Pero esos martes estuvimos frente a frente. Al principio no hablábamos entre nosotros, pero él debió oír lo que yo contaba de mi vida y yo escuchaba la manera que él tenía para relacionarse con el mundo. Así comenzó mi asombro.

Él había nacido en otro extremo del planeta, era una persona totalmente distinta, él habló búlgaro, escribió en alfabeto cirílico, estuvo tan cerca de la muerte que todos estos almuerzos pudieron nunca haber ocurrido. Nada de todo esto. Nuestro patriarca a su vez tuvo padres y también fue un joven desorientado. Más allá de las jerarquías y los roles impuestos involuntariamente, más allá del respeto y del miedo, vi en él una persona, una persona con historia, con alegrías, con enojos, logros, frustraciones, traumas, con recuerdos y con tristeza, mucha tristeza. Decidí que tenía que hablar con él, quería entender cómo llegamos hasta acá, cómo llegó él hasta acá desde Yugoslavia. Quería conocerlo.

Se dio la casualidad que justo en esa época vino a Chile un primo de Moni, Mika Amoday, quien había vivido en Santiago a finales de los años cuarenta y conoció a mi abuelo en su juventud, vivió una historia similar y poseía un

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contexto que lo hacía saber qué preguntar o hacia dónde llevarlo con el relato. Junto con Mika entrevistamos a Moni un martes, después de almuerzo, en el que mi abuela nos dejó solos a los tres, en el que yo estaba muerto de vergüenza y Mika me ayudó una enormidad. En esa mesa redonda más vieja que cualquiera de mis primos, escuché por primera vez la historia de mi familia.

—Mi mamá era de origen Búlgaro, después su familia estuvo en Leskovac, que es una ciudad de Serbia famosa por sus salaminos. Y después, como siempre todos los judíos van avanzando, se fueron a vivir a Belgrado. Se instalaron a vivir en Belgrado todos. Después dos o tres hermanas de mi mamá se vinieron a Skopje porque se casaron con gente que vivía allí.

Eso era todo lo que Moni conocía del pasado de Ruzha Varón, mi bisabuela, una persona de la que escuché hablar muy poco anteriormente. En esa ocasión, Moni me contaba lo que podía casi sin un tono en la voz, lo más serio posible. Era como si no recordara nada más que lo anecdótico. Lo que efectivamente él nunca supo es que su apellido viene del latín y literalmente significa “Hombre”. Con el tiempo, “Varón”, entre los judíos sefardíes, pasó a significar “Hombre de Dios” u “Hombre de Moisés”, cuya simplificación terminó en “El Hombre”.

—Por la parte de mi abuela paterna la familia era una parte de Bítola y la otra de Salónica.

Moni nunca hubiera imaginado una coincidencia. Quizás de haberlo sabido habría pensado que más que el azar, el matrimonio de su madre con Dario Ergas Aroesti fue una jugarreta del destino.

El apellido Ergas proviene del otro extremo de Europa y de siglos distantes. El año 711 los musulmanes cruzaron de Marruecos y tomaron el sur de España. Resultó que ellos fueron más tolerantes que los cristianos, por lo que los judíos que vivían allí los recibieron y convivieron con ellos, impregnándose de las culturas del norte de África, de la costa berberisca, llamada así por sus hablantes de idiomas milenarios: los bereberes. El tamazight es un dialecto bereber cultivado principalmente en Marruecos, y por unos pocos en Argelia. La tribu africana que lo habla son los Ait Atta. Para ellos, la palabra “argaz” significa exactamente “Hombre” o, más bien, “El Hombre”. De eso al “ergas” hay un solo peldaño lingüístico que en una línea de tiempo extensa se hizo muy fácil de subir.

No podría decir dónde se conocieron Ruzha y Dario, ni cuán larga fue su historia de amor, ni mencionar cómo decidieron casarse o cuáles fueron

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las primeras palabras que intercambiaron. Pero sí puedo estar seguro que se amaron con la pasión irrevocable de los verdaderamente enamorados. La familia de Ruzha no era adinerada y Dario sacrificó su derecho a dote para poder casarse con ella. Iban a empezar desde cero, pero de a dos, creyendo en lo que podría lograr el amor, sin tener una idea siquiera de que sus apellidos significaban exactamente lo mismo, sin saber que en el futuro tendrían dos hijos. Uno de ellos fue mi abuelo: Salomón, El Hombre.

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EL AMANECER DEL 29 DE ABRIL ha sido uno de los más raros que recuerdo. Durante la madrugada, sentado tomando café con mi familia, observamos cómo poco a poco el sol iba apareciendo tras la cordillera. Primero el cielo aclaró, un tono amarillento decoró el este y la silueta de las montañas se marcó por contraste. Era bonito, eran colores que uno nunca había visto, a esas horas, en ese departamento. Cuando el sol ya estaba encima de los Andes para dar inicio al primer amanecer que Moni no pudo ver, el amarillo palideció y el departamento quedó completamente iluminado. Desde ese momento, la ciudad comenzó a funcionar. Empezaron a llegar los llamados telefónicos de un montón de gente impactada por la sorpresiva muerte de mi abuelo, un montón de gente que había conocido a Moni Ergas Varón.

A media mañana recibimos la llamada del Tío Jak, un amigo de Moni que vive en Argentina. Conocí a Tio Jak siendo muy chico. Antes lo veía una vez al año, cuando nos acogía en su casa en Punta del Este donde podíamos hacer de todo. Luego dejé de ir a Uruguay con mis abuelos, dejé de ver a Tío Jak hasta que vino al matrimonio de mi prima Debbie y lo entrevisté con el mismo fin que a mi abuelo. Así descubrí qué podía significar realmente él para Moni: ambos nacieron en la capital de Macedonia, ambos vivieron allí los comienzos de la Segunda Guerra Mundial y ambos salvaron por un pelo del genocidio. Compartían su historia, su procedencia y sus recuerdos. Tio Jak era, en ese momento, la única persona que conoció a Salomón, él era el único capaz de transportarnos hacia una historia que se nos había ido para siempre.

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Quizás por esos puntos en común, quizás por la edad, quizás por el acento o la energía que se siente de esas personas que han sobrevivido, cuando llegó Tío Jak a Aurelio González ese jueves por la noche, se nos volvió a partir el corazón. Me abrazó y me dijo las siguientes palabras:

—Vos me prometiste terminar ese libro—pronunció en argentino—. Ahora tenés el final.

Se levantan estatuas, se construyen salones en hospitales o universidades, se escriben libros y se recuerda lo que hicieron los grandes hombres en la Tierra. Tio Jak me dijo que mi dolor no se iba a ir hasta que le diera el punto final a esta historia, hasta que esté erigido este monumento.

No dudo de que cada uno sabrá arreglárselas, podremos vivir sin Moni, nos acordaremos de su majestuosidad, lo desearemos más que nunca cada vez que aparezca algún personaje desconocido clamando haber sido ayudado por él con total discreción. Escribiremos libros, viajaremos a Macedonia y su memoria la llevaremos siempre. Pero la pena, eso no es algo contra lo que pueda luchar. Al igual que Salomón, en mis profundidades, viviré lleno de pena. Añoraré unos años más de vida para él, unos años en los que podría habernos contado tantas cosas más, en los que quizás hubiésemos sido amigos, en los que podríamos haber hecho calor y derretir la verja de hielo desde la que aparentemente nos conversaba.

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DESPUÉS DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, el mundo había dado un vuelco en la península balcánica. Los turcos otomanos dominaban la región hacía más de quinientos años y la cultura musulmana estaba mezclada con las diferentes herencias yugoslavas. Pero llegó esa primera guerra, se empezó a desordenar Europa y, al igual que en otras ocasiones, fue el pueblo mismo el que se armó de valor y enfrentaron a sus dominadores, en una bola de nieve que fueron las llamadas Guerras Balcánicas. Luego de que quince mil albaneses marcharan repeliendo al ejército turco, las demás resistencias se fortalecieron en Grecia, Serbia y Bulgaria. Se formó la Liga de los Balcanes, Grecia no dejó a los turcos traer más tropas por el mar, mientras los demás países se encargaron de sacarlos del continente. Al final, como siempre pasa, siguieron disputando entre ellos sus propias fronteras.

Cuando los turcos finalmente fueron alejados de la península y se sobrellevó la Primera Guerra Mundial, se abrió el futuro. La gente quería disfrutar la vida, la nueva paz reinante a la que ya no estaban acostumbrados. Entonces hubo matrimonios, y entonces la gente volvió a tener hijos. Una de esas uniones fue la de Ruzha con Dario, quienes se casaron cerca de 1920 y tuvieron su primer hijo inmediatamente. El pequeño Moshe vivió siete años. Luego enfermó. Como la medicina de esa época aun no curaba la otitis, el primogénito de la familia Ergas Varón murió sin remedio a los siete años de edad.

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Justo seis meses antes de que ese niño contrajera su fatal infección, comenzando 1928, nació en Belgrado su hermano menor, Salomón. Sus padres vivían en Skopje, pero cuando Ruzha estaba embarazada se fue a tener el niño junto a su madre que vivía en la capital de lo que en ese tiempo era el Reino de Yugoslavia.

—Mi mamá era una persona muy especial. No porque yo lo mencione, pero

era vox populi que era una persona muy muy muy especial.

Muchos detalles de su propia vida Moni no los recordaba. No me pudo explicar claramente por qué Ruzha era tan querida; no me pudo contar o no quiso, nunca pareció muy entusiasta en ahondar en las historias sobre su madre. Pero Tío Jak, que vivió en Skopje por esos años, tenía claro que su propia madre asistía a los famosos “Tés de Ruzha”, en el que las señoras se juntaban en su departamento en el quinto piso a las seis y media de la tarde a jugar cartas y charlar.

—Entonces mucha gente para complacerla a ella me mimaba a mí. Yo era muy mimado no sólo por ella y mi papá, sino por todos mis tíos. Era muy muy muy mimado por todos mis tíos.

Durante la semana, cuando salía del trabajo, la gente iba a la plaza de armas de Skopje, frente a La Casa de los Oficiales. En la enorme explanada había mesas donde se sentaban a conversar y una orquesta militar amenizaba hasta que se retiraban cerca de las ocho para ir a cenar a sus casas. Salomón cerca de sus diez años solía esperar a su padre en el puente que daba a La Casa de los Oficiales, puente de piedra levantado en el siglo XV por el Sultán Mehmed II. La Plaza de Macedonia, o como se llama en su idioma original Plostad Makedonja, siempre estaba hedionda a ćevapčići, un alimento turco derivado del shish kebab, pero más pequeño, una carne picada con cebolla cruda que preparaban unos judíos que tenían un puesto en la plaza. Salomón comía todo el tiempo de esa exquisitez envuelta en un pan pita. Era tan mimado que uno de sus tíos estaba abonado para que pudiera comer todo el ćevapčići que quisiera.

Durante su infancia en Skopje Salomón iba al colegio, tocaba el violín con un maestro de la orquesta militar, jugaba fútbol en la calle, en su calle que recordaba difusamente con un bandejón en el medio. Crecía como un niño común y corriente. Si todo hubiera seguido su curso, quizás se hubiera hecho hombre en Macedonia, quizás hubiera heredado el negocio de los cueros de su padre, quizás hubiera puesto una tienda en la čaršija, el viejo bazar turco de

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Skopje, y seguramente nunca hubiera conocido a quien fue su acompañante de toda la vida. Pero los caprichos de gente que se hace llamar poderosa, el yugo al que somos sometidos por nacer dentro de esta u esa otra frontera, fue lo que lo obligó a recorrer el mundo y cambiar su vida para siempre.

A comienzos de los 40 el mundo estaba en guerra. Las noticias se oían por la radio, Ruzha y Dario además alojaban a unas primas que llegaron escapando desde el norte llenas de rumores. Como otros judíos fugitivos, las atrocidades que ellas relataban era algo inimaginable.

—Yo como cabro chico veía preocupación en casa y me preocupaba de verlos preocupados. Pero un niño nunca siente el peso de la verdad, porque es niño, es irreflexivo. La preocupación de verdad era nada más ver a los padres preocupados. Lo que a uno le afligía era de ver a los padres preocupados. Uno a esa edad es irresponsable total —me trató de hacer entender más de una vez Moni, siempre algo incómodo.

Ya en el año 1941 empezaron a agitarse fuerte las aguas en Macedonia y de a poco se fue rebalsando el vaso. Primero Yugoslavia se unió al Eje, luego el príncipe serbio fue derrocado por revoluciones civiles y el Reino se vio obligado a cambiar de parecer y apoyar a los Aliados. La gente no quería a los alemanes, aunque el gobierno sucumbiera, no iban a permitir que su país se uniera al mal. Todos los días se veían huelgas, se oía la radio, pero la vida siempre continúa y durante esos primeros meses del año, al menos Salomón siguió yendo al colegio y haciendo sus travesuras, como esconderse de sus padres para poder bañarse en el Vardar, eminente río que cruza Skopje y que en esa época era muy torrentoso. Al menos todo siguió así hasta la mañana del 6 abril.

Habría que imaginarse una ciudad como Skopje un domingo en su tranquilo discurrir, gente paseando en las verdes costaneras del Vardar o en los anchos y boscosos parques. El cielo está despejado, pero a esa altura del año y en esos lugares del mundo aun hace frío. De pronto se comienza a oír un aullido que viene desde el cielo. Un sonido ululante que baja desde las nubes y que penetra en los oídos de las personas, un sonido que asusta y que Mika y Moni lo imitaron tratando de hacerme comprender.

—Las tucas famosas, los aviones alemanes. Las bombas que echaban eran una cosa pero el ruido que hacían que era terro ri fi cante y estaban hechas para terro ri fi car a la gente. Entonces más que el ruido y más que el daño que podían hacer, era sicológicamente dramático escucharlas. Yo creo que no era ruido del avión, era un ruido especial. Era para provocar.

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Cayeron las bombas sobre Skopje. Era un ataque sorpresa. Algunos se metieron debajo de techos o debajo de escaleras, otros se quedaron paralizados mientras las explosiones que veían a lo lejos en la ciudad comenzaban a acercarse. Salomón, junto a toda su familia, bajó al subterráneo de su edificio que tenía, casualmente, un refugio antiaéreo.

El 6 de abril de 1941 comenzó en Skopje la Segunda Guerra Mundial.

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EL 30 DE ABRIL DEL AÑO 2010 fue un día soleado y árido, confuso y triste. Ya era la segunda vez que nos juntábamos en Aurelio González, el impacto y la sorpresa se diluyeron dejando espacio sólo para las melancólicas falsas esperanzas: que murió en paz, que viaja hacia la luz, que diosito, que Caronte en primera clase. Uno no sabe nada. No hay nada que imaginar o todo a la vez. No hay que preocuparse de Moni. El viaje último iba a ser uno más en su vida agitada. Mientras, acá, teníamos un barco a la deriva y los marineros estaban devastados.

El funeral fue ese 30 caluroso. Me fui con el José en su auto recordando nuestras historias con el viejo Soni, repitiendo de vez en cuando el mítico “puta, mierda” que exclamó un primo de mis tíos al saber que había muerto. Es lo que queda para todos nosotros que aun no nos vamos: recordar a los que estuvieron listos para partir y enfrentar la vida sin ellos. Puta, mierda.

El cementerio judío estaba repleto. Gente de toda la vida, de todos lados, amigos de mi abuelo, de mis tíos y viejos íconos de la historia de Moni se hicieron presentes en esa habitación pétrea. Tan lleno estaba que me costó entender que debía pasar al frente, que la familia acompañaba al féretro adelante. No

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suelo participar en ritos públicos: no los conozco y poco me importan sus formalidades. No necesitaba estar delante de la gente para despedirme de Moni, menos delante de un rabino. Pero cuando vi a una de mis primas sentí la necesidad de estar con ella. Con la Debbie somos los más viejos, somos los únicos que pasamos un tiempo en esta Tierra sin los demás. Por muy poco que nos veamos hoy, siempre seremos viejos amigos. Me senté entre ella y la Karina. Cuando nos abrazamos me di cuenta de que nunca lo habíamos hecho.

Frente al ataúd hubo ceremonias, hubo discursos. Cada uno compartió sus sentimientos, hablaron de lo que Moni les había dejado, se rajaron las camisas en un gesto judío de dolor. Cuando Dario – el hijo mayor de Moni que es un locutor público tan especial, mira a los ojos a todos sus auditores y les habla directamente a ellos, a todos ellos - se subió al escenario, recitó un poema en italiano que no creo haber entendido bien, pero que junto a mis primas lloramos atragantados con una pena tan profunda que desconocía.

Figlio, ti lascio il mondoIl mondo che mio padre lasciò a mè

Il mondo è povero oggiÈ così insanguinato che è diventato povero.

Diventa ricco tuGuadagnando l’ amore del mondo

Ninguno de nosotros nunca se había imaginado estar ahí. De la infinitud de posibles giros que puede tomar la vida, nadie creyó nunca que iba a estar en el funeral de Moni, el día en que quedaríamos solos.

Al final de la ceremonia me puse de pie y me hice lugar entre los que cargarían el ataúd, mientras lo hacía no pude olvidar las fotos de mi Brith, en las que Moni sostenía a una guagua en sus brazos con la sonrisa que un abuelo mira a su primer nieto, dándole la bienvenida a ese mundo complicado que tenía por delante. Ahora era yo, la guagua de esa foto, quien lo llevaba con la misma emoción a su tumba. Tomé ese cajón de madera por las sogas gruesas que llegaban a quemar un poquito las manos. Lo llevamos a través de todos sus conocidos lentamente hacia un agujero preparado. Ubicamos el cajón en unos fierros de metal. Miramos por última vez la estrella de David, o sello de Salomón, estampada en la madera y soltando poco a poco la cuerda fuimos despidiéndonos.

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Luego comenzó otra ceremonia que pude interpretar sin problemas. Dejé pasar unos cuantos hasta que me tocó: tomé una pala, la llené de tierra húmeda y la vertí en el hoyo para decir adiós, adiós maestro.

Caminé de vuelta el largo camino del cementerio, esperando que se acabara todo para volver a estar con mi familia, de vuelta en el departamento, de vuelta en un duelo que no podíamos sopesar. A fumar, a beber, a llorar, a hacer lo posible para alejar por lo menos un poco esa aguja que teníamos clavada entre las costillas. Un mundo y una vida en la que nuestro gran padre no iba a estar para dar la última palabra.

Nos gusta sentarnos a esperar, que se pase la pena, que pasen los días, que la tristeza nos abandone por favor. Y nada tiene que ver. La pena no es una enfermedad. Cuando sabes que una persona es buena, cuando te enteras por todo lo que pasó para que los demás pudiésemos estar acá, cuando amas, no hay shiva que pueda curarla.

En esos primeros siete días manifestamos nuestro dolor bebiendo del bar de Moni. Tragos largos de whisky que hacen arder el pecho y por un segundo se olvida uno del dolor en el corazón. Destapamos un día un Johnnie Walker “Swing”, cosa que obviamente nunca antes había visto. Tomamos y observamos fijamente cómo esa botella se balanceaba sobre su base ovalada. Conversábamos de la vida que tuvo mi abuelo, de su fuerza para seguir, cuando recordé la etiqueta del trago y entendí. “Keep Walking”, la vida continúa. Sin usar palabras, Moni seguía dando luces de hacia dónde debíamos virar en la próxima encrucijada.

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AUNQUE VIACHESLAV MIJÁILOVICH SKRIABIN, ministro de Stalin durante la segunda guerra mundial, hubiese creído las promesas alemanas, estos lo habrían invadido de todas formas. Era un plan bastante viejo por parte de Hitler tomar el este de Europa y desde ahí avanzar. La Operación Barbarroja estaba prevista para mayo de 1941, gracias a Mussolini se retrasó hasta Junio.

El líder fascista trató de tomar Grecia desde el norte, desde Albania, donde estaban instaladas las tropas italianas. Al parecer no sabía con quiénes se estaba metiendo y perdió terreno. Los alemanes, ubicados en Rumania, listos para entrar a Rusia, debieron negociar el paso por Bulgaria y tomarse todos los Balcanes, sólo para ayudar al ingenuo Mussolini. Así fue cómo se interesaron los nazis en la península y así fue cómo los búlgaros entraron en el juego.

Antes aliados y ahora del Eje, los búlgaros no perdieron la oportunidad de hacerse más grandes geográficamente haciéndole el trabajo sucio a los alemanes, además quedaron a cargo de toda Macedonia. Cada vez que hablaba de ellos, Moni ligeramente se burlaba. Van a donde calienta el sol, decía.

—Pasó esto, iba a la escuela pero después iba a la escuela búlgara. Cuando los búlgaros ocuparon esto, íbamos a una escuela búlgara. Aprendimos búlgaro rápidamente porque el búlgaro es un poco, es un idioma eslavo, bastante parecido al serbio, así que no costó mucho ponerse al día con el idioma.

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Más allá de estos problemas idiomáticos, que no fueron drásticos, la ocupación búlgara tampoco fue tan represiva como la que ejercían los alemanes en otros países. Ocuparon Macedonia, controlaron las fronteras, pero en un principio todo siguió su curso. Los niños al colegio, los padres al trabajo, día tras día seguía la rutina, sólo que había que saludar y dar las gracias en otra lengua. Este cuadro era ideal para que poco a poco, como si nadie se diese cuenta, fueran introduciendo leyes sorprendentes que restaban la libertad y ponían condiciones para la simple existencia.

—Para los judíos el problema empezó bastante rápido pero no era una cosa insoportable, porque nos obligaron a llevar las estrellas de David —“¿Ah, interrumpió Mika, llevaban eso?”—. Sí, claro. No podíamos transitar por ciertas calles, pero podía ir al colegio. Iba al colegio con la estrella de David. Y unos amigos, como solidarizando con uno, decían que la estrella de David era... había una medalla, ¿cómo se dice? Un... medalla... ¿cómo se dice en castellano? Medalla es ¿no?... cuando te dan orden al mérito Bernardo O´Higgins, ¿cómo se llama eso? ¿Es medalla? ¡Bueno! Decían que esto era una medalla al mérito. Por solidaridad.

Después de dos años viviendo bajo esos parámetros forzosos de normalidad, verdaderos temores comenzaron a pasar de boca en boca entre los judíos de Skopje. Desde Belgrado seguían llegando inmigrantes, seguían escapando de lo que hacían los nazis en el resto de Europa. Cada vez las historias que contaban eran más siniestras, se hablaba de persecución, se hablaba de exterminio. Había gente que les creía, había otros que no. Era tan difícil hacerlo, es tan difícil tomar la decisión de cambiar: si se creía en los rumores, que en realidad estaban asesinando judíos, había que tomar medidas, dejar el hogar, esconderse, escaparse. Y de los que lo hicieron, muchos sobrevivieron.

—El problema empezó antes que se llevaran a los judíos . Yo veía en casa, había muchos cuchucheos, muchas conversaciones que uno escuchaba, no participaba en ellas desde luego, pero escuchaba, se notaba preocupación por cosas que podían pasar.

Para el 1943, Saltiel Beracha tenía 24 años y vivía frente al edificio de los Ergas Varón. Se había enamorado de una de las primas de Salomón que venía escapando del norte y la visitaba todos los días a las cinco y media de la tarde, pues una hora después comenzaba el toque de queda. Entre el 8 y 9 de marzo de ese año corrió un rumor firme de que iban a llevarse a todos los judíos presos. Cuando Saltiel llegó el día 10 a ver a su enamorada, Regina, se encontró

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a toda la familia en el departamento. Dario estaba seguro que tenían que salir de la ciudad en ese instante. Convencido por las mujeres, que aseguraban que partirían dos días después, Saltiel debió irse en ese mismo momento sin despedirse de su familia, sacrificio sin medida que le salvó la vida.

—Entonces yo me acuerdo, fíjate, un día yo llegué del colegio, volví del colegio, hasta el último día fui al colegio, dos días antes de la blocada, del... entonces mi papá dijo: “¿Te quieres venir conmigo? Vamos a ir a Albanía”. No sé. Como me dijo “te quieres venir”, cualquier cosa que sea distinto para un niño es una aventura que está dispuesto. Si me dicen vamos a la China ¡vamos! ¿Cuál es el problema?

Salomón se puso dos pares de pantalones sobre el pijama y su madre, despidiéndose, le dejó algunos terrones de azúcar en el bolsillo. No entendía en lo que se estaba involucrando. ¿Iba a necesitar azúcar? No sabía que se alimentaría de corontas de choclo, que viajaría a pie por terrenos inhóspitos, que estaría alejado de Skopje por años, que lo hacía para sobrevivir a uno de los recuerdos más horrendos que guarda la historia de la humanidad. Tampoco sabía que en ese momento se despedía de su madre para siempre.

El mercado se realizó ese día como todos los martes y los jueves. El viejo bazar de Skopje se llenó de albaneses que venían a vender sus cosas. Dario le pagó a unos feriantes para que los llevaran escondidos en sus carretas desde las afueras de la ciudad hasta Uroševac, pueblo al norte que en esos tiempos pertenecía a Albania. Las mujeres de la familia se alejarían de la ciudad en tren dos días más tarde. Ese martes 10 de marzo salieron del departamento a pie cuatro hombres: Dario, Saltiel, Salomón y Egisto, un hermano de Dario. Caminaron un buen trecho hasta la periferia de la ciudad. Allí los esperaba el carro con caballos que transportaba frutas y verduras. Los albaneses los escondieron en la parte de atrás, con la mercadería.

Los caballos que galopaban hacia la frontera de pronto dejaron de caminar. Los de adentro no sabían qué pasaba. Una motocicleta alemana los detuvo. El soldado le preguntó a los albaneses qué llevaban atrás. Estos respondieron que a sus mujeres, y como eran musulmanes, el nazi no quiso saber más y los dejó ir. Sin embargo, más adelante, la carreta volvió a detenerse: los albaneses recomendaron seguir a pie y por las montañas, porque esa motocicleta iba a regresar. Uno de ellos se quedó con el carro, el otro hizo de guía para ascender la sierra alejándose del camino. Mientras subían, pudieron observar que la motocicleta efectivamente se devolvió y registró el carruaje completo. De eso al menos, ya estaban a salvo.

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Los cuatro fugitivos debían cruzar la frontera norte de Macedonia sin ser vistos, alejados de las rutas tradicionales. A través de los montes Šar, que llegan a alcanzar los dos mil setecientos metros de altura, iban a buscar su posibilidad.

—Lo que sí tuvimos que viajar por montañas. Me acuerdo papá no se la pudo y un albanés, fíjate, lo cargó. Lo cargó a upa a mi papá—insistió Moni impresionado e impotente—Y, me acuerdo, fijate, yo decía... fíjate a los trece años...resistía, a los trece años—“Pues tenías dos pantalones”, explicó Mika—. Igual resistes, cansado, todo lo que tú quieras, pero uno resiste.

A pesar de las dificultades, llegaron hasta una casita en las cimas de la cordillera. Ahí fueron recibidos por albaneses, alimentados y disfrazados.

—Nos cambiaron todo lo que teníamos, nos dieron vestimentas como se visten los albaneses que son unas vestimentas bien desagradables, llenas de piojos—dijo con asco—, para que no nos reconocieran. Bah. Ingenuidad porque tú entras en un pueblo chiquitito, se conocen todos hasta las piedras. Tú puedes ir vestido como sea, saben que tú no eres de allá inmediatamente.

Descansaron para cruzar la frontera durante la madrugada. Los albaneses les ofrecieron un fusil que nadie aceptó a excepción de Saltiel, quien había hecho el servicio militar y estaba familiarizado con las máquinas de la muerte. Afortunadamente no hubo que utilizarlo: cerca de las 2 de la mañana los guardias búlgaros estaban dormidos, y los cuatro judíos salieron de Macedonia sin problemas.

Volvieron a descansar en un pueblo que está antes de Uroševac, desde donde Egisto siguió solo para encontrar un representante del negocio de Dario que los ayudara a conseguir un transporte hacia Tirana. La capital de Albania estaba a unos cuatrocientos kilómetros hacia el oeste por caminos montañosos. Cerca del mediodía, Egisto había logrado su cometido y mandó a llamar a sus familiares. ¡Ingenuidad!: entrando a Uroševac Saltiel tuvo la mala suerte de encontrarse a un ex compañero de clases, quien lo reconoció y estúpidamente dio aviso a la policía.

—Nos pusieron presos y en un día a otra gente que escapaba la pillaron, nos juntaron en la prisión allá que era en la estación misma, en la estación de trenes, en la prefectura, habilitaron una pieza chica. Un poco más chica que este living, dos terceras partes de este living. Nos juntamos 34 personas, 34 judíos. Cada uno que escapaba por su lado pero que nos pillaron. Y ahí empieza el drama para dormir. Cuando todos estaban acostados, no te podías ni dar vuelta.

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No sabían qué sucedía ni menos qué podía pasar. Los campos de concentración eran rumores. En la península de los Balcanes, hasta ese momento, nadie tenía muy claras las intenciones de los nazis, y mucho menos la de los italianos. Tras pasar unos días presos sin poder imaginar el futuro que les esperaba, tras días en los que se rogaba para que los soldados italianos los sacaran a respirar al patio de la estación, la que estaba justo sobre la línea férrea que va hacia Belgrado, vieron llegar un tren que había salido de Skopje lleno de gente. Un tren con vagones de madera cerrados y repletos de personas amontonadas que gritaban por ayuda. Un soldado italiano, sin una razón en particular, llenó un jarro de agua para ofrecerlo a los pasajeros.

—Y un conchesumadre alemán que estaba guardando el tren levantó el fusil y mató al italiano, al soldado italiano. Porque dio agua a una gente que estaba gritando, tomó un jarró, lo llenó de agua y lo llevó... Entonces el huevón que estaba allá pescó y pam lo mató. Eran aliados eran… —silencio—. Y desde luego nadie dijo nada. Aquí no hay derechos humanos, no hay huevadas, no hay nada. El otro huevón nada: conchesumadre. Era mala clase digo, porque nadie dijo mátelo ni nada. Era un guardia de un tren, huevón, acompañando, significa mala clase el conchesumadre – Moni hablaba con rabia y dolor porque ni él ni nadie podía hacer nada para detener la imagen que seguía reproduciéndose en sus recuerdos.

La situación era más seria de lo que pensaban. Los alemanes eran desalmados, por sus venas sólo corría el odio y, a los judíos, aquello reducía sus posibilidades de salir vivos de cualquier situación. Dario tenía que hacer algo, tenía que salvar a su hijo. Como exportador de cueros mantenía relaciones comerciales en distintos puntos de Europa, tenía clientes por todas partes, incluso a veces su producto era enviado a los Estados Unidos. Pero trabajaba en Macedonia, y eso era muy cerca de Uroševac , por lo que conocía a un albanés importante y adinerado en esa ciudad al que le pidió que salvara a Salomón.

—Entonces consiguió que me soltaran, y me llevó a su casa. Sin papá. Sólo a mí. Y me acuerdo que fui a su casa, me bañaron y todo, pero después me pusieron la misma ropa que estaba llena de piojos.

Luego de un par de días, lo trasladaron donde una viuda serbia que vivía con su hija, era algo así como una pensión. Salomón tenía una pieza allí por tiempo indefinido. El punto es que no sabía qué hacer con su vida. Con menos de quince años, solo en una ciudad desconocida, en plena guerra mundial y con su padre tras las rejas, no encontró nada mejor que merodear la cárcel, pasearse

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todos los días frente a la estación de trenes mirando a los judíos encarcelados, esperando que soltaran a alguien, esperando saber qué hacer a continuación.

—Y un buen día llegó un policía me pescó y me llevó de vuelta. Así que volví a entrar en la prisión.

Poco tiempo después, los italianos atraparon a un partisano, lo golpearon y arrojaron en el calabozo con los judíos. Este tipo, gravemente herido, les confirmó que si se los llevaban temprano en la mañana era para meterlos en un campo de concentración y, probablemente, matarlos a todos.

—Entonces ya al otro día llegan y nos cuadran a todos ya para devolvernos. Devolvernos era llevarnos al campo de Skopje. Y a alguien no sé cómo se le ocurre, entre medio de toda esta desgracia, reclamar y decir “¿y la plata que nos sacaron?, si nos van a devolver a Skopje, ¿por qué se van a quedar con nuestra plata?”. Lo que cada uno tenía, cien pesos, quinientos pesos. Y el marchant escuchó esto: “no, no, no, dijo, de vuelta”. Llamó al prefecto y dijo que hay que devolver toda la plata.

Mucha suerte que aquellos soldados tuvieran paciencia. Hubo un retraso en la deportación, tiempo valioso para arriesgar otra jugada. Dario aprovechó e hizo llamar otra vez a su cliente. Le pidió que hablara con el prefecto y le ofreciera 200 napoleones de oro para que enviaran a todos los presos que allí estaban a Albania vieja en vez de Skopje. Alejándose de las líneas férreas se estaban apartando de la vía directa a la muerte, de la mejor forma que los alemanes tenían para llevar judíos a los campos de concentración.

Soñaron con el oeste de la península, soñaron con la posibilidad de corrupción que ofrecían los italianos. Albania, sus cordilleras y lagos, su costa en el mar Adriático que sirvió de escape para tantos judíos yugoslavos. Ese país iba a ser una segunda oportunidad no sólo para Dario y Salomon, sino para todos los presos de Uroševac, a quienes Dario discretamente, sin siquiera decírselo a su hijo, compró la libertad.

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DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS HE ENTREVISTADO a varios yugoslavos que escaparon de la guerra. Por supuesto, ninguno vive hoy en Skopje o Monastir –también llamada Bítola–, sus lugares de origen. Recuerdan difusamente sus primeros años de vida, recuerdan con dificultad sus ciudades, padres e infancia, pero los periodos en guerra los imaginan como si hubiesen ocurrido hace unos pocos meses. Como decían ellos mismos, fue el dramatismo, el apuro, el riesgo de muerte, la pérdida, el peso de tomar de decisiones enormes y cambiar sus vidas. La intensidad los marcó para siempre.

—Muchos años después yo dormía en la noche y en la mañana nunca sabía cuando me despierto dónde estoy, si estoy aquí si estoy allá. Porque acostumbrarse, de tu país de tus lugares, yo estuve en Italia. Y venir a Bolivia, o Chile también, Chile es la misma huevada. No, no la misma, Chile es mil veces mejor, desde luego, pero igual para uno era muy fuerte.

Moni no estaba en Skopje, no estaba en Albania, no se llamaba Salomón, pero volvía a soñar con el helado que se comía, se acordaba del tipo que le vendía manzanas rojas cuando salía del colegio, pensaba en Ruzha cada noche mientras conciliaba el sueño. Ya viejo comía un churrasco con pan pita diariamente, ritual que inventó con el ćevapčići en la Plostad Makedonja a los 12 años de edad. Su vida pasada y su madre, como un pasado inexistente, volvía y volvía a repetirse en su cabeza.

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—No es que vine para ganar plata como inmigrante, para hacer la América, no. Vine obligado. Por miedo a que haya otra guerra. Entonces no se conforma uno fácilmente. Y sueña siempre lo que dejó y va a idealizarlo… es más bonito.

Quizás después de llegar a Chile él seguía sintiéndose extranjero, quizás por mucho tiempo, hasta ya casado seguía siendo un pasajero en tránsito, continuaba escapando de la muerte y de las noticias de su madre, seguía la película corriendo en su imaginación, probando alternativas, tomando otras decisiones, buscándola, salvándola, logrando los sueños del pasado.

Esa misma guerra que lo hirió le dio una personalidad hermética. Vio lo peor del hombre en sus primeros 20 años de vida, dio la vuelta al mundo pasando de Yugoslavia hasta las alturas del altiplano boliviano. La universidad de la vida, cliché que usó él mismo para explicarme su educación, le entregó muchos y los más drásticos contenidos en muy poco tiempo. Eso lo convirtió en un joven serio, que siempre supo lo que hacía sin dudar; en un abuelo sabio, que tomaba una decisión y era la correcta, la que ninguno de nosotros, que conocemos la historia y la maldad sólo por los libros, jamás osaríamos rebatir.

¿Cuántos caminos deberá recorrer un hombre para que lo podamos llamar hombre? El mundo está compuesto de tintas de colores imprecisos que se están mezclando constantemente. Tintas que en sus combinaciones no les importa hacer desaparecer a otras. El hombre es el peor enemigo del hombre: tantos autores de ciencia ficción han augurado la autodestrucción. Nadie quiere hacer caso y seguiremos pisoteándonos. En el momento en que nos damos cuenta obviamente nos decepcionamos, escribimos, nos deprimimos, sufrimos, cantamos o lloramos porque el mundo es solamente una basura. Salomón no tuvo tiempo para nada eso. Él podría haberse quejado toda su vida, toda su juventud, haber viajado detrás de su padre reclamando constantemente, podría haber arrasado este planeta exclamando que la humanidad le debía algo, cultivar rabia y odio, convertirse él mismo en un pisoteador. En vez, supo hacer de esa decepción un color de pintura distinto a todos los demás, una fuerza intencional que viaja hacia el otro lado, con energía propia, sin transformarse en otra batalla. Evitar la guerra hace al hombre, no pelearla.

Cuando murió mi otra abuela se me acercó Moni y me dio explicaciones que nunca pedí. Él había presenciado la muerte mala, la que llega antes de tiempo, la violencia, su madre desaparecida, sus parientes asesinados. Me dijo que el deceso por vejez era un lujo. No sabía si era una virtud o un defecto, pero él no sufría por quienes fueran capaces de morir en sus camas con su familia, habiendo completado su vida.

Ese lujo, Moni también se lo pudo dar.

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ALBANIA ES UN PAÍS RECORDADO porque durante la Segunda Guerra Mundial no profesó especialmente el antisemitismo. Si bien estuvo en manos de italianos y luego de alemanes, los albaneses mismos fueron quienes le tendieron la mano a la comunidad judía establecida allí y a los inmigrantes que llegaron cuando Alemania conquistó Yugoslavia. Dario tenía razón, allí estarían un poco más tranquilos que en su patria. Además estaban cerca del mar, el espacioso continente líquido que siempre hace pensar en la libertad.

Los soldados italianos de Uroševac deportaron a Dario, Salomón, Egisto y Saltiel a una pequeña ciudad a orillas del mar Adriático llamada Kavaje. Allí cualquier refugiado podía ser prácticamente libre: la única obligación era presentarse a firmar todas las mañanas en una oficina. Los recibió un comité de judíos, también refugiados, que tenían todo organizado para prestar ayuda. Les ofrecieron 15 lekë diarios y una colchoneta. Saltiel tomó un trabajo, Dario como siempre estuvo atento a los movimientos de la guerra, Salomón se dedicó a jugar cartas. La ciudad de Kavaje fue un pequeño descanso, una pausa al temor que no duró para siempre.

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Ese año, el mismo en que Salomón estuvo viajando junto a su padre, poblaciones judías completas murieron asesinadas o se desplazaron ahuyentadas de sus hogares; ese mismo año, Italia capituló. El 9 de julio de 1943 los aliados tomaron Sicilia y, mientras Mussolini estaba con Hitler al norte de Venecia, Roma fue bombardeada. Esto llevó a una serie de consecuencias entre las que está el arresto de Benito Mussolini y su destitución por orden del rey italiano Víctor Manuel III.

Italia se retiró de Albania en septiembre, pero antes de que los partisanos pudieran tomar el control, Alemania la llenó de inmundos nazis dispuestos a eliminar a cualquier ser humano que no fuera del mismo color que ellos. Se dice que la crueldad de esos esperpentos militares llegó al punto de tomar presos a los soldados italianos que se rindieron, los hicieron caminar hasta Uroševac los cuatrocientos kilómetros de distancia, para luego meterlos en los trenes que iban a los campos de concentración. La mayoría murió en el camino de hambre, sed y cansancio.

—Porque los italianos capitularon los alemanes se hicieron cargo de todo y empezaron a registrar a los inmigrantes. Entonces, en este momento, nos fuimos a Shkodër, que está en la frontera entre Montenegro y Albania. Una parte del lago es montenegrino.

Hasta este punto habían viajado juntos los cuatro macedonios que escaparon de Skopje. Pero ya habían salido de su país, el primer tramo estaba logrado, y cada uno iba a seguir su fuga de acuerdo a sus propias intenciones. Egisto, habiéndose reencontrado con parte de la familia, se quedó en Tirana. Saltiel comenzó a trabajar de peón, hasta que logró hacerse parte de la tripulación de un barco que iba a Italia. Salomón con su padre viajaron a la frontera norte de Albania, su objetivo era ocultarse a toda costa. A orillas de ese lago que los italianos llamaban Scutari, se configuró un refugio para varios judíos que estaban siendo perseguidos. Dario consiguió una casa en la que vivieron escondidos junto a otros 10 inmigrantes, entre los que estaban además de ellos algunos griegos perseguidos y, por casualidad, un primo de Salomón, Samy Aroesti.

Durmieron varias noches allí. Todas ellas sufrieron el miedo a ser descubiertos. Estuvieron días y días encerrados, esperando sin saber bien qué. Este aburrimiento podría haber durado para siempre. No existía señal alguna de que los alemanes dieran un pie atrás. Salomón tenía catorce, quince años; quería salir de ahí, quería conocer el mundo, quería hacer cosas, volver a Skopje, volver a ver a su madre que casualmente había quedado atrás y ellos,

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en la inquietud que hay que tener para no ser atrapados, no se habían detenido ni a pensar ni a discutirlo. Había sucedido: Ruzha ya no estaba con ellos, pero guardaron la esperanza de que estuviera bien, tan bien como ellos, escondida pero viva, y mientras existiera la posibilidad, no pensaban asumir nada.

A orillas del lago Scutari, acorralados en esa casita, pasaron diez días sin nada que hacer más que aguantar. Mirar discretamente por las ventanas, charlar o jugar a algo con los otros refugiados. El día cansaba por aburrimiento, las noches, silenciosas por el toque de queda, daban terror. Desde el interior de la casa se oía a los alemanes vigilantes que recorrían la ciudad a pie.

—Escuchabas normalmente a los militares que caminaban en las noches patrullando las calles—Mika reprodujo el sonido golpeando la mesa y Moni siguió hablando—. Tú escuchas el paso de los militares porque van de dos o cuatro. Entonces, tú estás en una casa, casas bajitas, digamos, no son departamentos, son casitas, tú estás allí y suena ¡tac! ¡tac!, se va acercando —ahora fue mi abuelo el que le pegó a la mesa con el teléfono—. Y llega al lado tuyo y, hasta que no ves que siguen, se te paraliza el corazón, huevón. Empiezas a escuchar tac tac tac y cuando llegan acá, cuando siguen ya te...—Moni tomó aire antes de seguir contando su historia.

Una de esas noches en que oyeron la marcha de la guardia, se quedaron quietos como estatuas esperando que los alemanes siguieran de largo, de la misma manera que ocurría cada vez en su poco hospitalaria estadía en Shköder. Pero en una ocasión, la última, las pisadas de los soldados no se alejaron, sino que se dirigieron hacia la casa en donde estaban escondidos y sonaron los fatídicos golpes en su puerta.

—Allí adentro todos nos abrazamos, uno con cada uno para despedirnos y agarrando las maletitas para irnos. Se acabó, nos pillaron huevón, cada uno a su casa. Y un pelotudo, un viejo, me acuerdo, fue a la puerta a abrir. Abrió la puerta. Y había unos alemanes: “¡Hail cha cha!”

Aterrados oyeron el reclamo en alemán: se filtraba luz por una ventana, por orden superior la ciudad debía estar oscurecida durante el toque de queda.

—Entonces rápidamente sí sí. Ahí nos cagamos de susto y nos fuimos de ahí.

Dario no podía permitir que algo le pasase al único hijo que le quedaba, al único integrante de su familia que con certeza estaba vivo. Por eso había

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hecho todo esto, había escapado sin más de Macedonia, dejando atrás incluso a la mujer con la que se casó. Estuvo preso, sobornó, se escondió, todo para sobrevivir, todo para darle nada más que el derecho a vivir al hijo que tenía. Se podría pensar que cada vez que escaparon era la angustia que los movía, o quizás sabían lo que hacían. Seguramente no tenían mucho tiempo para pensar y tomar las decisiones, era el miedo, era la reacción, era el principal instinto de cualquier ser vivo: había una guerra, estaban exterminando gente, había que huir y de inmediato. No podías darles la oportunidad de que te encontrarán dos veces en el mismo lugar.

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CUANDO MI MADRE MURIÓ, YO TENÍA OCHO AÑOS. En ese tiempo no entendí ni el peso ni la importancia de lo que estaba pasando. Mi viejo tomó el doble rol de padre madre y se esforzó en que viviera sin la presencia de la ausencia, llenando siempre la casa con amigos míos o reservando días libres para que hagamos cosas juntos. Gracias a ese tipo de iniciativas, no sufrí por la muerte de mi mamá.

Lo más importante fue que ella sabía que iba a morir y me preparó. Padecía de un cáncer lento y duradero, al que le tomó años apoderarse de su cuerpo. Las primeras veces en que me entrenaba me decía que se iba a morir, entonces yo estallaba en llanto, le suplicaba que no lo “hiciera”, que por favor no lo hiciera. Ahí ella se retractaba, quizás por mi efusiva reacción, quizás porque se arrepentía, o porque era parte de su estrategia. Me decía que no, que iba a morir en muchos años más, cuando fuera vieja. De esta manera me fue entregando códigos para la vida, que nunca es vida si no es también muerte.

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Hasta que ocurrió. Y no me sentí sorprendido. Recuerdo claramente haberme enterado de la noticia por los ojos enrojecidos de la Delfi, mi nana de toda la vida que fue una especie de madre. Recuerdo a mi primo José, el mismo con el que sufrimos la pérdida de mi abuelo, juntos estuvimos el día que murió mi mamá. Él estaba deshecho. Yo me creía preparado. Mi mamá me había enseñado que aquel era el único camino posible para todos nosotros, me enseñó a no sufrir por la muerte en sí. La muerte no es un enemigo, es nuestro inevitable porvenir. Por mucha fama que se pueda alcanzar, por grandes y pesadas arcas que uno pueda acumular en la vida, por muchos amigos, amantes o muchos “triunfos” en el sentido más horrendo y común de la palabra, vamos todos hacia allá. El enemigo no es la muerte, no es la guadaña celosa, sino los seres vivos que pueden provocarla a destiempo.

He pensado mucho en Moni. He tratado de entender lo que sentía, lo que vivía día a día dentro de las cuatro paredes de su imaginación. Perder a tu madre en la infancia es una provocación de vulnerabilidad. El ser humano que te cuida, que te tuvo en su estómago, entre sus brazos y te alimenta y te da todo lo que necesitas, cae derrotado por la vida. ¿Qué queda para nosotros si nuestros protectores no pudieron lograrlo?. Yo perdí a mi madre en una cama, después de conversarlo algunos años con ella: un lujo. En cambio Moni un día tuvo que viajar fuera de la ciudad, sin tener claro adónde iba ni qué dejaba atrás, viajó con su padre a otros países dejando a Ruzha a su suerte, sin siquiera saber que la dejaban.

Hoy en día, yo, bien o mal educado para la muerte, busco a mi madre con curiosidad. Quiero y necesito conocerla, entender por qué la gente la admira, por qué a mí, insignificante, el mundo me abre las puertas al saber que soy hijo de ella. Nunca lloré porque se había ido, no me duele su partida porque desde mis principios supe que no había otra oportunidad. Lloro, como cualquier persona, pero por encontrarla. Y siento lo mismo con mi abuelo: debía partir, sólo si nos hubiese regalado unos años más.

Moni no perdió a su madre, no la vio morir, no la enterró, nunca supo qué pasó con ella. Simplemente un día la dejó en Skopje, de un minuto para otro. Simplemente partió a Albania con su padre que estaba apurado, esperando encontrarla dos días después en Uroševac. Moni cruzó la frontera norte de Macedonia, cayó preso en la estación de trenes y nunca más supo de ella. ¿Habrá muerto en la guerra?, se preguntó toda su vida. ¿Estuvo presa, quizás, y fue liberada en 1945? ¿Habrá viajado tan lejos como él y su padre y sencillamente no se encontrarían más? Las esperanzas se alumbran en proporción al desconocimiento. Ruzha podría haber estado perfectamente en cualquier país de Europa, pensando también que ellos habían desaparecido, y

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tratando de retomar una vida destruida por esa estupidez humana llamada ambición. Ellos no lo sabían, no tenían cómo y no estaban preparados para dejarla ir, tampoco para ser de los pocos que se salvaran del Holocausto.

Dario Ergas nunca fue viudo, Salomón nunca perdió a su madre completamente. Mientras existiera un lugar para la duda seguirían poniéndole un puesto en la mesa para cada comida, evitarían festejar en grande cualquier ocasión, se alejarían de la religión y principalmente de los rabinos que era algo que los conectaba con sus sentimientos, Salomón nunca haría su Bar Mitzvah. Esperarían a Ruzha por el resto de sus vidas, sin la posibilidad de resolver el misterio, sin la posibilidad de llorar ni de echar una palada de tierra sobre su memoria.

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QUIÉN SABRÁ POR QUÉ OCURREN LAS COINCIDENCIAS, las mismas que se confunden con un camino preestablecido, las que producen alegrías, las que producen penas, las que no son más que la buena o mala suerte encontrándose de frente con un futuro posible. ¿Por qué se reconocerán, por ejemplo, dos almas en tránsito en una jungla de cemento? Pues la gente se topa de todas maneras hoy en ciudades descomunales. ¿Por qué se encontrarían, por ejemplo, en Albania familiares que escaparon por vías totalmente diferentes y sin saber los unos de los otros?

La tía Mimi, sobrina de Dario Ergas, logró salir con vida de Macedonia y, embarazada, también logró llegar hasta Tirana, la capital de Albania vieja. En su testimonio escribió lo siguiente: “Un día apareció mi primo Salomón, que tenía entonces 15 años. Me alegré mucho aunque tuve miedo de verlo pasear tranquilamente por la calle, sin aparentemente darse cuenta de lo peligroso que era: los soldados alemanes por una parte y los guerrilleros por la otra”. Cuando uno es niño, es irresponsable total.

La guerrilla de la que habla Mimi eran los partisanos yugoslavos, un movimiento armado surgido del partido comunista que finalmente se convirtió

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en el bloque más fuerte de oposición popular hacia las fuerzas del Eje. Liderados por el comandante Josip Broz Tito y conformados como ejército a medida que iba avanzando la guerra, tomaron fuerza, el pueblo creyó en ellos, hasta que en el año 1943 los Aliados le declararon su absoluta confianza con apoyo aéreo y ayuda de parte del ejército soviético. Desde ese año los partisanos comenzaron a hacer una campaña seria, logrando llegar en 1945 hasta los 800 mil soldados.

De Shköder, Salomón y Dario viajaron a Tirana. Allí estuvieron un tiempo, reencontraron algunos familiares entre los que estaba la tía Mimi y Egisto, pero, sintiéndose inseguros en todos lados, partieron de inmediato. Descendieron hacia el sur junto a un grupo de partisanos que iba justamente hacia Skopje, era una oportunidad única para volver a casa, una chance que no se iba a volver a repetir. Aun era el verano de 1944 cuando cruzaron la frontera de regreso por Elbasan, una ciudad a dos mil trescientos metros de altura que seis meses del año es intransitable por la nieve. Desde allí bajaron a Ohrid, un pueblo antiguo a orillas de un lago de cuarenta kilómetros de largo. Ya estaban de vuelta en Macedonia, pero daba lo mismo, Skopje seguía bajo el dominio nazi, no podían volver a casa, no podían volver a buscar a las mujeres que habían dejado allá.

El grupo de guerrilleros que llegó a Ohrid junto a Salomón y su padre, otra gran coincidencia, eran parte de un plan estratégico mayor. Trece divisiones del ejército partisano se movilizaron a Macedonia o sus fronteras. En cualquier momento los nazis podían replegarse a Grecia y debían estar ahí, listos para atrapar a esos seres empobrecidos y cegados por el poder. En esta fecha, a fines de Agosto de 1944, se desarmó la ocupación alemana en Rumania, ocurrió la toma de Sofia también por parte del ejército soviético y, en consecuencia, el cambio de bando de los búlgaros dispersos en Macedonia: de pronto comenzaron a seguir órdenes de los comunistas. Casi como un efecto colateral, Skopje fue liberada.

Después de dos riesgosos años escondiéndose a través de la península de los Balcanes, Salomón y Dario pudieron regresar. Llegaron a la ciudad junto a los partisanos, pero ellos no tenían nada que festejar, se dirigieron de inmediato a su casa. Encontraron su edificio, aquel que tenía el refugio antiaéreo, completamente ocupado por oficiales del régimen comunista.

—Teníamos 6 departamentos ahí en total. En uno una mujer rubia maravillosa que era la jefa de la “CNI”. Vestía ropa militar. Bueno y antes de irnos, un tiempo los búlgaros también ocuparon departamentos, ya ahí vivía el ministro de agricultura, habían 2 o 3 ministros más y estos departamentos para nosotros —“¿Y a ustedes el suyo se lo devolvieron?”, quiso saber Mika—. Cuando vinimos el nuestro sí —“¿Cómo se vivía bajo el régimen socialista

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de Tito? ¿Cómo trataron a los judíos después de que tanto sufrieron?”—. A ver, poca bola. A nosotros nos devolvieron el departamento. El ministro de agricultura era un conocido de papá antiguo. Entonces, primero para que tú sepas, inmediatamente le ofrecieron una pega a papá, porque era especialista en cueros y tenía los contactos para exportar, y le ofrecieron un sueldo extravagante, mucho más que al ministro.

Dario consiguió aquel trabajo. Salomón pudo volver al colegio y se acercó a las juventudes comunistas. Estaban en Skopje y en su casa otra vez, pero de Ruzha o las primas no tenían noticias. Se separaron el 10 de marzo de 1943, 2 años llevaban ya sin saber absolutamente nada de ellas. Se habían quedado los dos solos, sin respuestas, obligados a seguir adelante con el peso de haber dejado atrás a la madre, un dolor que obligó a ambos a trabarse, a conformarse como personas introvertidas; si iban a sentir esa inmensa pena, mejor hacer el esfuerzo de no sentir nada.

Y la esperaron. Vivieron dos años más en ese departamento. Dario enseñó su negocio en el gobierno. Salomón al principio asistía al colegio, pero luego, por ser del partido, le pidieron a él, con diecisiete años y cinco amigos más, que se hicieran cargo del colegio completo que tenía alrededor mil alumnos.

El trabajo no duró mucho porque era imposible. Así empezó la enemistad con el comunismo. Salomón ya no estaba tan contento después de haberse sentido explotado por el gobierno, además pasaban los días y de Ruzha no se sabía nada. El plato y los cubiertos que siempre hubo en la mesa para ella quedaron vacíos todas las noches del último invierno que pasaron en Skopje. Si ella había logrado escapar, estaba lejos y probablemente no pensaba volver. Si todo hubiera salido bien, su hijo y su marido la podrían haber esperado para siempre, la necesitaban, la querían con ellos, era la única forma de aplacar la tristeza y la culpa con la que convivían todos los días.

—Un día, el ministro que era nuestro vecino, le dijo a papá: “Mira Dario, un consejo, apenas puedas lárgate, porque este trabajo tuyo es provisorio. Nosotros ahora que sabemos cómo se hace, a quién se vende el cuero…”. No sabían nada, porque llegaron al poder y entonces necesitaban tecnología. Papá se las dio y el ministro le dijo: “Entonces apenas puedas lárgate y olvídate de esto”. Y así fue po, apenas se pudo, nos fuimos unos días a Zagabria.

La guerra terminaba, pero las cosas no se ponían más fáciles. El ministro le aclaró a Dario que ya no lo necesitaban, que en cualquier momento el gobierno lo acusaba de cualquier cosa para quedarse con el negocio de los cueros. Y

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debieron volver a partir sin pensarlo ni prepararse, sin la posibilidad de dejar algo para que Ruzha sepa de ellos si regresaba. Si partían en ese instante, iba a ser muy difícil mantener la esperanza. Pero debieron hacerlo, y el triste sueño del reencuentro partió con ellos, primero hacia el norte, a Zagreb.

Desde la capital de Croacia, Dario pidió ayuda a la JOINT, una organización que se dedicaba a llevar judíos rusos al oeste de Europa. Ellos lo embarcaron en un tren hacia el norte de Italia. Por su parte, Salomón debió hacerse pasar por uno de los tres mil quinientos estudiantes que iban a protestar a Trieste para que la ciudad volviera a manos de yugoslavos. En 1945, esas mismas manifestaciones desestabilizaron a los alemanes y, junto a las tropas británicas, lograron que se liberara la ciudad. Pero Salomón no tuvo nada que ver en eso, desde Trieste siguió su camino directamente adentrándose en Italia, sin saber qué deparaba este nuevo país para él, su padre y su madre, que siempre estuvo presente, como una búsqueda que no deseaba ser realizada.

—Llegué a Milano. No creo que hayan pasado una semana, 10 días, y me inscribí al colegio: Instituto Técnico Giovanni Schiapparelli, foro Bonaparte 8, que está cerca del Castello Sforza, que el Castello Sforza es uno de los monumentos históricos, seguramente después de la catedral, uno de los más importantes que tiene Milano.

En la calle California número 23, en Milán, vivía un tío de Salomón, Isaac Aroesti, quien los invitó a vivir con ellos. El peligro de muerte había pasado. El correr de los días se convirtió en algo normal. Cada uno se fue adaptando, de a poco volviendo a construir una vida. Dario comenzó a trabajar en la bolsa, donde se encontró con Tío Jak. Salomón comenzó por primera vez después de mucho tiempo a conocer gente, a hacer amistades, a descubrir al ser humano que no muerde sino que abraza, a ver la otra cara de la moneda. Cuando llegó a Italia, de tres departamentos distintos le hicieron invitaciones para conocerlo, al misterioso joven que llegó del extranjero que no hablaba italiano. Fue una recepción de una calidez que había olvidado que podía existir.

—Ahora para mí en la época Milano, del colegio, imagínate, era una época maravillosa, porque fíjate. Un poco de esfuerzo extra porque no sabía el italiano, pero sin preocupaciones porque las preocupaciones eran de otra índole. Yo venía llegando de algo en el que te jugabas la vida todos los días, a algo que la preocupación era totalmente de otro índole. No estábamos con mucho dinero ni mucho menos, no teníamos pellejería tampoco, había para comer. Bien bien tranquilos. De repente hasta yo podía conseguirme, empecé

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a conseguirme cajetillas de cigarrillos, más todavía que yo no fumaba. Pero me di cuenta que era importante tener porque así podía invitar algunas amigas que fumaban y con esto hacía un lindo papel.

Salomón estaba dispuesto a amar a los italianos. El prefecto que los salvó en Uroševac era italiano, y ya llevaba un tiempo en Milán dándose cuenta que podía vivir sin miedo; la tristeza y la dureza adquiridas durante la guerra permanecieron, pero el temor se transformó en sólo un recuerdo. A nadie le importaba si era de los Balcanes o de la China, a nadie le importaba si era judío o musulmán, en Italia encontró el cariño necesario para volver a mirar hacia adelante, para comprender que el mundo no era lo que vivió años antes, para comprender que la guerra la hacían unos pocos descabellados y todos los demás eran los que sufrían y, de la misma manera, se ayudaban.

—Con los compañeros en el colegio, prácticamente no tuve problemas. No sabía cómo zafarme porque para los comunistas del curso era medio ídolo sólo por el hecho de ser yugoslavo, era como titino, como la reencarnación de Tito. La verdad a mí eso me daba lo mismo. Ellos me respetaban mucho porque ellos iban a manifestar contra Yugoslavia, por la pelea por Trieste, yo desde luego no manifestaba, porque podía no estar de acuerdo con Tito, pero tampoco voy a ir a manifestar contra Yugoslavia, y me lo respetaban. No sentí ningún tipo de discriminación. Ni como judío, ni como yugoslavo. Y eso es también, creo, típico, no creo que haya sido excepción, los italianos en aquella época eran así. En aquella época eran así.

La época de Milano es una época francamente que recuerdo gloriosa, sea por la edad en que me tocó, 17, 18 años, sea por la gente italiana, y sea por lo que la Italia es, la cultura italiana. Yo estudié allá. Descubrí al Dante, descubrí a Petrarca, ya conocía a los rusos porque esto ya, Dostoievski, Tolstoi, Pushkin, Gogol, estos ya los tenía, ya más o menos estaban dentro de mí. Pero al Dante, desde luego, lo conocí en Italia.

Esa dimensión humana que Salomón no había podido tener el gusto de conocer: el arte y la cultura, y la italiana. Asistió al gran teatro La Scala la noche que se reabrió, luego de ser restaurado, con un gran concierto sinfónico de Toscanini. Leía una revista llamada Fácil donde se enteraba de la cultura universal, el teatro Vaudeville, el Lido, el Crazy Horse de Paris; comenzó a asistir a los espectáculos del cómico Erminio Macario. Conoció la poesía y se enamoró de un actor recitador llamado Vittorio Gassmann. Iba de vacaciones

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a Capri con su primo, a la casa de unos campesinos, donde desayunaban pan y vino hecho por ellos mismos. Una época de oro donde se formó como persona, en la que comprendió que no todas las relaciones están basadas en un fusil y donde descubrió el conocimiento que había más allá de las fronteras de su patria.

Después de ese año maravilloso que Salomón pasó en Italia, incluso después de haberse acabado la guerra, en Europa los ánimos seguían intranquilos. Los nazis estaban reducidos, pero todavía quedaban pendientes: además de algunos restos de antisemitismo en los rincones más insospechados, la disputa por las nuevas fronteras. En eterno desacuerdo y al igual que en Berlín, la URSS y los EEUU se repartieron Corea. Cada uno se quedó con un pedazo de la torta y se lo comió a su manera. Medio país comunista, medio país capitalista daban los inicios de lo que después se llamaría la Guerra Fría.

—Parecía que se estaba por iniciar una tercera guerra mundial. Esa guerra de Corea parecía que se armaba, y el solo pensar de poder pasar otra guerra más, entonces hay que irse a alguna parte perdida del mundo. Y qué más perdido que Sudamérica, en aquel entonces se viajaba 40 días.

Todo estaba tan bien. Estaban tan a gusto y con proyectos. Visto desde hoy, la Guerra Fría no reventó en bombardeos y asesinatos masivos como la guerra mundial. Sin embargo, Dario y Salomón habían pasado por eso. Habían sido testigos de lo que pueden ser capaces los seres humanos desequilibrados, sobre todo esos que tienen alguna influencia, que tienen algún mínimo control y siempre buscan más, capaces de pisotear las briznas de pasto que emergían del gran cementerio en el que se convirtió Europa. Mientras no encontraran un lugar donde vivir fuera de peligro, para ellos el viaje no había terminado.

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JUNTO CON LOS JUDÍOS QUE ESCAPARON DE LA RUSIA zarista a principios del siglo XX, tras la caída del Imperio Otomano hubo una migración importante de sefaradíes hacia Temuco, al sur de Chile. Curiosamente, la ciudad de procedencia más común entre estos inmigrantes era Monastir, lugar de origen de Dario Ergas.

—Entonces ahí supe que mi papá salió, porque no lo supe mucho antes. Me dice: “Mira yo conozco un país que se llama Chile, que está muy lejos, en el poto del mundo”. Era un enamorado de Chile porque él se escapó cuando era joven, 18 años, se escapó de la casa, buscando aventuras y terminó en Chile y fue a Temuco. Y la verdad pensó… lo que él pensó no era así porque cuando llegó a Sudamérica era bastante difícil todo. Entonces quiso volverse, pero cuando quiso volver empezó la guerra. Entonces se tuvo que quedar en Chile seis, siete años, durante toda la primera guerra mundial. Y cuando esto sucedió él ya se había acostumbrado, ya se sentía chileno, ya estaba contento. Pero igual volvió para ver a los padres, y una vez en Macedonia no lo dejaron volver nunca más.

Pero en 1947, en Milán, tras la segunda guerra del mundo, a pesar de la prohibición de sus padres, Dario Ergas decidió por segunda vez en su vida que tenía que llegar a Chile. Se lo retrataba a su hijo como un país maravilloso: que

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si tocabas un timbre y pedías agua te daban vino, que exportaba trigo, que no se pagaban impuestos, un país maravilloso al menos en 1912. Dario amaba Chile y era justo lo que necesitaba: el poto del mundo y un poto conocido.

—Había una demanda loca de pasajes. Mira, pagamos para primera clase pero viajamos como ganado, porque se llamaba primera clase. Era un barco que yo creo que después de esto lo deshicieron, era un barco antiguo español de la Iberia, seguramente, Cabo de Buena Esperanza. Un barco español deshecho, pero lo aclimataron para estar trayendo inmigrantes… había un tráfico muy grande para Sudamérica.

Salomón dejó en su pasado un pedazo de su vida, la posibilidad de encontrar a su madre, a su familia dispersa por la guerra; justamente dejaba atrás a quienes siempre lo quisieron y lo llamaron con un diminutivo, el que decidió utilizar. Hasta la traumática Europa llegó Salomón, en Sudamérica lo esperaba una vida totalmente nueva, con caminos hacia adelante que lo ayudaran a dejar el dolor, a decir adiós finalmente. Pero cualquiera que sean, las palabras de despedida nunca son las últimas. Ningún rito sirve si no hay algo desde adentro que mueve los verdaderos engranajes.

—Los italianos nos daban pasaporte para extranjeros, para apátridas porque no teníamos nacionalidad. Y con tal que nos fuéramos, los italianos te daban el pasaporte al nombre que tú querías. Y yo tonto en aquel momento, en vez de escogerme un nombre bonito, normal, como Dios manda, porque Salomón no quería quedar porque todavía después de la guerra había antisemitismo no te daban visaciones, entonces me puse Moni porque me identifiqué, porque siempre me llamaron Moni. Si hubiera sido hoy día hubiera pensado un poco más me hubiera cambiado de nombre a Alejandro o cualquier huevada. Pero dije Moni y quedó Moni, me llamaron siempre Moni como diminutivo de Salomón.

A fines del año 1947 se embarcaron desde Génova Dario y su hijo Moni Ergas Varón. Después de 40 días flotando a través del Atlántico, desembarcaron en la capital de Uruguay. Por tres meses vivieron en Montevideo en pensiones de mala muerte, nunca pensaron quedarse ahí. Mientras Dario conseguía ayuda para llegar a Chile, ninguno de los dos trabajó, estuvieron atentos a cada trámite necesario para hacerse de una visa para cada uno. Un buen día les resultó. Consiguieron sus pasaportes, pero no precisamente para llegar a Chile. La visa de ingreso para Bolivia decía: “Se autoriza a no semita Moni Ergas Varón”.

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—Tú te vas a reir pero el cónsul de Bolivia en Montevideo era judío, pero decía que tú tienes que declarar que no eras judío para pasar, y él nos consiguió la visa.

Deben haberse sentido seguros, a pesar de la visación racista, dos yugoslavos que poco hablan el español deben haber creído que estaban en el poto más lejano del mundo en una ciudad como La Paz. Un agujero protector en medio de la Cordillera de los Andes, al que, de entrada, les fue bastante complicado llegar.

—De Montevideo nos fuimos por tierra a Sao Paulo. Y de Sao Paulo tomamos un avión, un avión para Cochabamba y La Paz. Y el avión este bajó varias veces en la selva, en planos, donde no había nada, lo único que había eran tambores de bencina. Entonces bajaba el avión, agarraba los tambores de bencina, se lo inyectaban al avión y después seguíamos. Aviones no muy chicos, pero chicos. 15, 20 personas qué sé yo. Es lo más ancho desde Sao Paulo, hasta La Paz.

Moni recordaba un país despelotado, en el que todos luchaban contra todos, en el que se sucedían los presidentes y los golpes de estado, en el que los pueblos desafiaban a los tres personajes más ricos de Bolivia, los dueños de las minas del país: Patiño, Aramayo y Hoschild. A pesar de las dificultades, vivieron allí dos años, justo mientras se concebía la revolución que vendría en 1952, los ánimos estaban a altas temperaturas. Se quería que los magnates compartieran sus riquezas. Incluso Moni estuvo cerca de cruzarse entre las doce patas de esos tres caballos.

—En un tiempo, casi me meto por una aventura porque la gente, hablando de qué podía hacer, se iban a las minas de oro. La manera de ganar plata fácil era comprarles el oro que robaban los mineros. Entonces había que ir a las minas, para comprarle el oro a la gente que lo robaba. Lo hablé mucho pero nunca lo hice que digamos. Pero era una manera de pensar qué se puede hacer. Claro que te venden oro robado y después te matan para robártelo.

Dario pudo encontrar trabajo: comenzó a fabricar sacos de papa y le iba bastante bien. Tanto que Moni también se puso a trabajar con él. Ganaba su dinerito, pero nunca estuvo contento. Se sentía solo, no conocía el idioma, no podía hablar con nadie, seguía pensando en su madre que estaba lejos. No conocía más yugoslavos en Bolivia y los demás judíos inmigrantes eran todos

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alemanes. Recordaba la amabilidad que había percibido en Italia, recordaba el gusto que tenía por la música y la literatura, recordaba que allá estudiaba y tenía amigos. Quería volver. Todo el tiempo se lo pidió a su papá.

—Ya lo tenía medio convencido, cuando de repente consiguió la visa para pasar por Chile.

Tomaron un tren que los bajó del altiplano. Desde Antofagasta debieron encontrar la manera de llegar a Santiago. Finalmente tenían un destino en mente, iban a poder dejar de correr y llegar a alguna parte. Entre más lejos estaban de Europa más seguros se sentían, pero a la vez, más improbable se hacía volver a encontrar a la madre y esposa que habían dejado allá, viva o muerta, ni eso lo sabían.

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SE HABLA DE COINCIDENCIAS, SE HABLA DE DESTINOS, se habla de similitudes tan caprichosas que engañan a la vista. El destino responde a una educación bíblica que produce un gustito cuando creemos que nuestras historias también estaban escritas. Pero, al igual que en ese viejo mamotreto de oriente, el registro depende de que alguien ponga la mano y el seso para que las palabras guarden lo posible.

No en todas las historias se da la coincidencia de que los distintos caminos lleven a Roma. Sin embargo, en ésta sí; pero unos kilómetros al norte, a la ciudad de Medhlan, fundada por los celtas 600 años antes de que empezáramos a contar para adelante. Ciudad que en un momento fue capital del Imperio Romano cambiando su nombre a Mediolanum, hasta que fue saqueada por los hunos. Luego, ocupada por ostrogodos, volvió a manos romanas en el siglo VI cuando el general bizantino Narsés la recuperó y reconstruyó en todo su esplendor. Su ubicación estratégica hizo que las epidemias de Europa atacaran la ciudad, y se hizo famosa evitando la peste emparedando las primeras casas de los contagiados en una cuarentena fatal. En medio siglo XV estuvo bajo el mando de Francesco Sforza, quien levantó el inmenso Castello y colaboró

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para llevar a cabo un proyecto de una ciudad autónoma llamada la República Ambrosiana. Esta ciudad, que durante el Renacimiento albergó a cabezas como Leonardo Da Vinci, luego estuvo muchos años en manos de los franceses, después de los austriacos, hasta que los últimos la perdieron en una guerra contra el Reino de Sardinia que finalmente impulsó la unificación italiana. Así todo se fue conformando como lo conocemos hoy en día. Milán, su último nombre, es una parte de la historia del mundo que permitió vivir a Salomón algunos de los mejores años de su vida.

Pero tiempo antes de que Salomón pisara las tierras italianas buscando resguardo, el año 1932, en un departamento ubicado sobre el Corso Buenos Aires, hija de Nissim Benmayor y Fortunée Aboaf, nació Suzy. Su madre murió un año después por una neumonía y Nissim, no pudiendo trabajar y cuidar a sus dos hijos, invitó a una sobrina turca para ayudarlo. Aunque a Samy, hermano mayor de Suzy, le costó aceptarla, Sultana Benmayor era una mujer fuerte, lo conquistó y se quedó con ellos para siempre.

A finales de la década de 1930, la inminente guerra se dejaba sentir. Cuando Nissim decidió que tenía que sacar a sus hijos de Europa, se dio cuenta que nunca tuvo la nacionalidad italiana. Compró al cónsul de Haití un pasaporte y para testearlo tomó un tren hacia la ciudad griega de Thessaloniki. Después de tres meses sin saber de él, Sultana preocupada partió con sus niños a buscarlo. El pasaporte resultó ser falso, Nissim había pasado todo ese tiempo preso. Sin embargo, era tan simpático, dicen, que se había hecho amigo de los gendarmes y logró ser liberado. Entonces, junto a Sultana, decidieron viajar a Portugal para luego seguir hacia Haití y regularizar su situación; de haber seguido preso, Nissim habría estado allí cuando los alemanes invadieran la ciudad y eliminaran los cincuenta mil judíos que la habitaban.

Sultana era joven, tenía dos niños a su cargo y con ellos y Nissim tomó un tren hacia Lisboa pensando que lo mejor era estar en un extremo, lo más aislados posible. Suzy comenzó a ir al colegio y aprendió a hablar francés. Lo que fue ideal porque después de esos 8 meses arrinconados con el Atlántico, consiguieron un barco para Haití. Suzy conocía el idioma, pero la situación de tener que pasar desapercibidos les hacía muy difícil la vida, sobre todo a Nissim para trabajar. Pasó poco tiempo hasta que un amigo les envió una carta desde Chile ofreciéndoles ayuda para instalarse allí. Sin pensarlo dos veces se embarcaron y para los últimos meses del año 1940, los cuatro Benmayor ya pisaban el puerto de Valparaíso.

Una vez en Santiago, Suzy no fue de inmediato al colegio. Sultana la instruyó en casa de una manera muy exigente, tanto así, que cuando quiso entrar a la Alianza Francesa, en ese tiempo llamada Colegio Louis Pasteur, la tuvieron que

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inscribir en Primer Año de Humanidades con menos de diez años. La enorme diferencia con sus compañeros y no hablar una gota de español no le dejaron buenos recuerdos de su etapa escolar. Fueron tiempos en los que estuvo muy sola mientras su familia se esforzaba por salir adelante. Además, su hermano Samy se contagió de tuberculosis de un obrero de la fábrica de carteras que puso Nissim, y murió después de un año enfermo.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las cosas comenzaron a cambiar. Ya varias familias inmigrantes habían logrado llegar efectivamente al poto del mundo. Suzy con el tiempo pudo encontrar gente que hablaba sus mismos idiomas, que venía de sus mismos lugares y con la que podía entenderse fácilmente. Sus padres, por ejemplo, se hicieron muy amigos de la familia Amoday, originaria de Yugoslavia. Suzy salía con Armando Amoday y se hizo amiga de su hermano menor, Mika.

Un día corrió la noticia que llegaba a Chile un primo de los Amoday con su padre, se sabía que ambos eran también yugoslavos, pero venían de Bolivia. Y como en la casa de Suzy siempre se juntaba todo el mundo a festejar, Dario y Moni terminaron siendo recibidos allí, un lugar donde además comenzaron a ir frecuentemente de visita. Los días festivos, a veces, Dario invitaba a todos a algún restorán o los adultos se ponían a jugar póker. Como a Moni su padre no le permitía jugar, se iba a la mesa de las señoras y en un despliegue de fanfarronería italiana las conquistaba para que lo dejaran apostar. Además, decía, las señoras eran muy buen mozas.

Un tiempo después, Suzy salió con un tipo que a su padre no le gustaba. En varias ocasiones se tuvo que escapar de que la encerraran para que no llegara a sus citas. Por su amistad con Moni, se atrevió a pedirle un gran favor: que la llevara a cierto lugar a encontrarse con su novio. Moni, que siempre andaba en taxi, seguramente también para jugar un buen papel, la recogía en la puerta de su casa y la dejaba en los brazos de otro hombre. Tantas veces lo hicieron que en los paseos comenzaron a conocerse, a conversar y Suzy a encontrar en él a una persona muy tierna. Dentro de ese Moni de 20 años, endurecido por la guerra, Suzy pudo entender el sencillo y triste corazón que se escondía detrás de una caja de costillas para no ser visto, para no compartir la pena y la culpa de haber sido él un sobreviviente, él y no el resto de sus familiares.

A comienzos de los cincuenta, Suzy dejó a su amor prohibido, estuvo forzada a comprometerse con otro hombre con el que al final no se quiso casar. Siempre siguió viendo a Moni por la amistad de sus padres, ellos mismos se habían convertido en buenos amigos, ambos en el fondo italianos y de la misma edad, ambos sacados de Europa por la guerra. Hasta que un día en que Sultana llevó a sus hijos a Jagüel, Moni sin pedir permiso se invitó al paseo. Con Suzy

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pasaron la tarde juntos en el campo, la que pudo ser la primera tarde de su próxima vida.

—Ella me pidió matrimonio.

El día que Moni bromeó con casarse, Suzy no dudó en aceptar, de ahí en adelante siempre la culpó a ella de que estuvieran juntos. La fiesta fue discreta ya que Dario sin sentirse viudo, no quería levantar grandes ceremonias. El año 1952, en el departamento en que vivía Suzy en la Alameda, frente a un rabino y con su amigo italiano Alceste Paccarini tocando el acordeón, pisaron la copa de vidrio sellando un lazo que años más tarde nos envolvería a muchos más.

El primer hijo que tuvieron se llamó Dario, por una vieja costumbre judía de herencia de los nombres. Moni y Suzy no tenían más de 20 años y al comienzo cuidar de ese niño fue puro desconcierto. Dos años más tarde, Dario Ergas, el padre de Moni, fue diagnosticado de cáncer pulmonar. Toda su vida fumó tabaco, tosía mucho, pero nunca había sentido nada, ni la más mínima señal que lo hiciera detener el delicioso vicio del humo. Pasó un tiempo en cama en un estado de semi coma, a ratos consciente a ratos ido. El día en que murió fue el mismo en que Suzy debió irse al hospital para tener su segundo hijo. Dario despertó durante la noche y le preguntó a Nissim, que estaba junto a él, qué había sido su nieto. “Hombre”, le respondió. “¡Nissim”, exclamó Dario,” te nació el nombre!” La tercera será Ruzha”. Él pensaba en la misma costumbre por la que se llamó Dario al primogénito. Después de eso volvió a entrar en la inconsciencia, pero esta vez nunca despertó.

El hijo que nació esa noche de 1955 no se llamó Nissim, sino Jacques, simplemente por el tema de no poner un nombre turco para alguien que viviría en Chile. Por esa época, también llegó a este mundo Samy, hermano de Suzy e hijo de Nissim y Sultana, quien en realidad siempre fue como un hermano más para Jacques y Dario.

Seis años más tarde, un tiempo tras la muerte de Nissim, el año 1961 trajo el tercer hijo que esperaban. Como Dario Ergas, padre, lo había predicho, fue mujer y se llamó Ruzha pero en español, heredando el nombre de su abuela. Quién se hubiera imaginado que al ponerle Rosa se le estaba encomendando una misión.

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AL IGUAL QUE MI PADRE, DARIO ERGAS BENMAYOR llamado así por su abuelo Dario Ergas Aroesti, yo debería haber sido nombrado como mi abuelo. Salomón Ergas, como el niño que nació en Macedonia, como el que en Europa perdió a su madre a los doce años, como el que estuvo toda su vida guardándola en su pensamiento. Cuando nací, Moni ya no era Salomón, y mi mamá decidió llamarme con un derivado de la mezcla de sus dos nombres. Mis primos tampoco heredaron los nombres de sus abuelos.

Al comienzo, casi no sabía hablar, nadie podía advertirme que no metiera la pata. Yo hacía mi mejor intento por pronunciar el nombre de mis abuelos, esfuerzo que fue insuficiente. De ahí en adelante mi abuela se llamó Tuti y Moni, Mimo. Sin saber lo que hacía, le volví a cambiar el nombre al hombre que se llamó Salomón, que se llamó Moni, y que ahora tomaba una nueva identidad en otra etapa de su vida: no era hijo, no era padre, sino abuelo, envejeciendo, cada vez con menos tiempo por delante para resolver lo que quedara, para encontrar la verdad de todas las interrogantes y despedir a los fantasmas que lo acompañaron desde Macedonia durante toda su vida.

No es que Moni haya dedicado su vida a buscar a su madre. La preocupación estuvo guardada muchos años. La guerra le enseñó a actuar sin sentir, a

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endurecerse para salir vivo, a pasar sobre las cosas con una distancia razonable como para reaccionar, pero sin involucrarse emocionalmente. Los sentimientos eran muy difíciles de ver, pero estaban allí adentro, y podrían haber aflorado cuando en 1964 regresó a Skopje. Mientras recorrían la ciudad, él y Suzy, lo primero que se fijaron fue en lo escuálido que estaba el Vardar, río que mi abuelo pintaba torrentoso como para ahogar niños. Buscaron también su casa, el departamento donde se organizaban los “Tés de Ruzha”, el edificio que tenía un refugio antiaéreo. Trataron de localizar por lo menos el barrió de Moni, pero no pudieron. La guerra y el terremoto del año 63 habían cambiado Skopje, nada era como antes, ni siquiera el Salomón que había vuelto se seguía llamando así.

—Volví a Macedonia el año 64, muy lindo todo pero ya me di cuenta de que no pertenecía más allá. Vi a mi mundo distinto de cómo era, pasaron muchos años —silencio—, muchos años.

Cuando regresaron a Chile lo único que pudo traer Moni consigo fue más tristeza y confusión, las manos vacías. No recuperó su historia, no consiguió ninguna información nueva que lo ayudara a estar más tranquilo. Cada vez que alguien le preguntaba qué pasó con su madre, él simplemente decía que se la llevaron en un tren. Era su principal teoría: su madre no alcanzó a escapar, se la llevaron con todos los judíos de Skopje a la fábrica de tabaco, luego la deben haber metido en los mismos trenes que a los demás presos. Ahora, el lugar a donde iban esos trenes no era pronunciado. Se la llevaron en un tren, podrían no haberla matado, podría haber huido, podría tener otra familia. Esa pudo ser la más optimista de las teorías.

Yo no tengo recuerdos claros de cómo era Moni a principios de los 80. Me he ayudado mucho con las fotografías, que me muestran una persona totalmente diferente a la que conocí. Fotos en las que salimos juntos en el mar, a caballo o hasta en una rueda de la fortuna. Fotos en las que sale sonriente, comportándose como un niño para poder hacer cosas con sus nietos.

El Moni que conocí era otro. Era un personaje misterioso. No ese abuelo juguetón de las fotos, pero sí uno callado, uno que siempre nos dio el mundo en las manos sin tener la necesidad de participar de él. El Moni que conocí no se agachaba para ayudarnos a construir un castillo de arena, pero habría sido de él la idea de estar en la playa. Habría sido él quien organizó el viaje y compró las palas.

Cuando yo era chico, Moni tenía una oficina en Plaza de Armas. Uno se imaginaba que eran cosas de platas y no se metía. Veía a mi abuelo como un hombre adinerado que trabajaba mucho. Una percepción claramente infantil

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y prejuiciosa, tanto como la del típico amigo de la familia que nos preguntaba cómo estaba el Money Ergas.

Ahora conozco algo de su pasado. Ahora sé por todo lo que tuvo que pasar para llegar a este país. Ahora sé que cuando se casó puso con su padre una fábrica de hilos, que vivían en ella durante la noche haciendo funcionar las máquinas y durante el día salían a vender los carretes en la calle Rosas. Siempre trabajando mucho, siempre sorteando las dificultades que este mundo le ponía por delante. Cuando don Dario murió, Moni quedó solo con el negocio. El estrés, la inmensa responsabilidad, sus hijos que nacían, la familia que tenía a sus espaldas, el tener que andar apurado todo el día terminó en un accidente automovilístico del que casi no salió vivo. No sólo eran sus deberes lo que le quitaba el sueño, la muerte de su padre significó dejar definitivamente atrás a Salomón, a Yugoslavia y la remota oportunidad de que su madre estuviera en alguna parte del mundo. De alguna manera tenía que asumir que las estructuras cambiaron, que ahora era él y su familia, que todo lo anterior había finalizado y Ruzha definitivamente no había aparecido. Quizás nunca sabría la verdad.

El Moni que conocí durante mi adolescencia era impenetrable, era una persona que no se relajaba con cualquiera de nosotros, que no conversaba con los niños sino para aclararnos algo o mandarnos a hacer algunas cosas impostergables. Una de ellas es que todos fuéramos flacos, todos sus descendientes debían crecer esbeltos o ponerse a dieta. Pero no, no íbamos a poder hacerlo teniendo los mismos genes del gordito que comía ćevapčići en el puente de piedra en Macedonia. No conversaba regularmente con nosotros, pero estaba atento a que no comiéramos demás, a que respetáramos sus dietas al nivel de llegar a lo insoportable y martirizarse recibiendo uno que otro exabrupto, sin que le importara mucho. Después de haber sobrevivido a una de las peores guerras de la historia nunca dudó de las decisiones que tomaba. Sabía siempre de antemano lo que era importante y lo que no, lo que valía la pena arriesgar y las cosas que no importaban un carajo. Por eso fue consejero para tantos; quizá no el más delicado, quizás hasta ofensivo para dar su opinión. Para él las cosas estaban claras, ¡cómo para los demás no!

—Estimo que se tiene que conocer el idioma—me decía—, el idioma no es sólo saber hablar, es sentir a veces la cultura, da muchas satisfacciones que van mucho más allá de lo solamente práctico que por sí mismo ya es muy importante.

Al principio sólo me presionaba para que aprendiera bien el francés. Clases por acá, clases por allá. Más adelante la historia se convirtió en una insistencia

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para que me fuera a Francia a aprender el idioma. Me ofrecía pagar el viaje, me ofrecía todas las facilidades del mundo. Nunca lo hice, tampoco nunca entendí su obsesión hasta que conocí su vida, hasta que supe la soledad por la que pasó por no saber una pizca de español en Bolivia. Él fue criado en una guerra, la sensación de una persona que lo vivió es que puede volver a pasar en cualquier momento. Él sólo quería que estuviera preparado, si fuera necesario, para irme a cualquier parte, él quería que yo conociera la cultura francesa, la cultura europea, la misma que le dio tanto a él cuando creía que todo estaba perdido. Él quería para nosotros lo mejor que pudo sacar de su vida en este mundo. Todas sus presiones eran fruto de un amor infinito por cada uno nosotros que no podía traducirse en palabras, un amor que se quedaba encerrado en un corazón afligido y se manifestaba a través de gestos enormes e insistencia.

Sigo pensando que podríamos echarle la culpa al destino, que hay concurrencias atroces que no dan más que para creer que no existe el libre albedrío. Pero ése es el momento en que también uno se pregunta: ¿estaban los judíos de Europa destinados a un exterminio? Así, cualquier atisbo de un posible hado queda reducido a lo insignificante. Y que Suzy y Moni provengan de Milán, que en la historia de ambos esté presente Thessaloniki, que la guerra los haya traído hasta Chile, donde se conocieron, que Moni terminara trabajando en la bolsa como su padre, que se reencontrara con Tío Jak en Sudamérica; ¿son todas simples coincidencias?

Hay historias que se cortan en seco, hay historias con finales abiertos, pero las hay también las que están completas, vidas que tuvieron la suerte de comenzar y sobretodo de terminar.

El año 1995, Rosa, la hija menor de Moni y Suzy, viajó a Israel a visitar familiares. Cuando estuvo en Jerusalén, por casualidad, llegó al museo de Yad Vashem. Ese lugar no es sólo un inmenso monumento a todas las personas que fueron asesinadas durante la Segunda Guerra Mundial, además es un centro de investigación. Por esto, Rosa no dejó pasar la oportunidad de inscribir a su abuela y llenó un formulario con los datos de Ruzha Varón, nacida en 1894, hija de un Salomón y una Rachel, casada con Dario Ergas, domiciliada en la ciudad de Skopje, Macedonia. En el campo en el que le pidieron anotar a Rosa las circunstancias del fallecimiento, no pudo poner más que “desconocida, nazis cercaron la ciudad y la enviaron a algún lugar”.

Siete años más tarde, comenzando este siglo XXI, cuando el Internet recién se convertía en una necesidad, curioseando en la red Rosa encontró la dirección de correo del Yad Vashem. Recordando haber inscrito a su abuela envió un mensaje preguntando si sabían algo de su paradero. Recibió una respuesta. En ella le pedían el abono de unos dólares para enviarle la información por correo

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tradicional. Lo que llegó unas semanas después fue una ficha que la dejó atónita. La información, además de los datos de Ruzha, traía una entrada titulada “Lugar de fallecimiento”. Después de 60 años en la más profunda oscuridad, después de una vida completa de preguntas y vacío, Moni tuvo la certeza y la libertad de saber lo que realmente pasó. Ruzha encontró a Ruzha.

—Y los trenes, cuando ellas pasaron, nosotros estábamos en la estación de Uroševac. Vimos los trenes pasar—Moni pasmado resolvió el enigma.

El día 10 de marzo de 1943, su padre se lo llevó de Skopje junto a su tío Egisto y el vecino de enfrente, Saltiel. Las mujeres de la familia no podían viajar por las montañas y saldrían dos días después por tren. El jueves 12 iban a partir y llegar ese mismo día a Kačanik, ciudad un poco más al sur de Uroševac. El fatal 11 de marzo fue el día en que los nazis sacaron a los judíos de sus casas a la fuerza y los llevaron a la fábrica de tabaco de Skopje, un lugar amplio de colores opacos donde encerraron a la personas más de una semana en condiciones insalubres.

—Fue timing, así que las pescaron y las llevaron a la fábrica de tabaco que era grande, con un gran jardín, con grandes galpones, porque ahí habían rieles de tren, el tren llegaba hasta allá, y los recogieron antes de que pudieran empezar a viajar. Ahí estuvieron bastante tiempo. No mucho, no sé, una semana.

Una semana en la que solamente me puedo imaginar desesperación, falta de alimento, de ropa limpia, de duchas, de baños y muchas muchas personas. Luego, los pusieron a todos en trenes con vagones de madera, los hicieron entrar apretados, sin comida ni agua, los hicieron viajar de pie días completos. Los torturaron transportándolos a un lugar aun peor.

El tren en el que iba Ruzha salió por la línea férrea del norte de Skopje. Cruzó las montañas, cruzó la ciudad de Kačanik y se detuvo en Uroševac, momento en el que los prisioneros pidieron ayuda a gritos sin saber qué más hacer, el mismo momento en que un soldado italiano distraído alcanzó un jarro de agua hacia un vagón y el mismo momento en que un nazi lo liquidó. Desde su celda improvisada en la estación de trenes de Uroševac, Moni pudo ver todo eso, sin tener nunca la menor sospecha de que era la última vez que estaba a sólo unos metros de su madre.

Ruzha viajó en ese tren hasta Polonia. Fue prisionera en el campo de exterminio de Treblinka y, en el mismo año de 1943, asesinada en una cámara de gas.

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El año 2003, Moni y Suzy junto a todos sus hijos viajaron a Macedonia. Skopje cada vez se parecía menos a la ciudad que él dejó atrás. Otra vez buscaron su departamento sin que éste apareciera. Sí lograron llegar un gran parque donde Moni recordaba que jugaba cuando era muy niño, el Gradski Park. En ese lugar, junto a una fuente de agua que llenaron de rosas blancas, bajo la misma penumbra balcánica en la que mi abuelo se escondió para salvarse sesenta años antes, después de conversar de su vida y su pasado, después de oír el herido sonido del Shofar que Jacques aprendió a tocar para esa ocasión, Moni pudo dejar escapar la melancolía que había guardado todo ese tiempo en su corazón, uno que era como un sol.

Se sentó en una banquita de piedra, apesadumbrado, sobrecargado de emociones que se fueron alimentando años y años guardadas. Miró a sus familiares que lo acompañaron en su viaje de regreso.

—Gracias por ayudarme a enterrar a mi madre—dijo y fue la primera vez que Suzy lo vio llorar.

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