El Amor en Los Tiempos de Internet
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La más decisiva de las batallas
Zygmunt Bauman
Especial Educación Sentimental: El amor en los tiempos de internet
El sociólogo Zygmunt Bauman es tal vez quien ha analizado con mayor
lucidez las relaciones sentimentales online, a las que no duda en
considerar como incapaces de acudir en nuestra ayuda en caso de
necesidad. En esta entrevista, el autor de Amor líquido: acerca de la
fragilidad de los vínculos humanos confirma por qué su análisis de las
redes sociales sigue vigente.
Por: Francisco Barrios. Bogotá.
Publicado el: 2013-09-09
Han pasado ya diez años desde que usted escribió Amor líquido.
Teniendo en cuenta la rapidez de los avances tecnológicos y el
surgimiento de redes sociales como Twitter e Instagram, ¿qué cambios, si
los hay, ha notado en la década pasada?
Hoy en día nuestras vidas están repartidas entre dos mundos, el online y el
offline. Cada uno tiene su propia lógica, su propio código de comportamiento, y
cada uno exige una estrategia diferente. Según las investigaciones actuales,
tendemos a pasar al menos la mitad del tiempo en que estamos despiertos
inmersos y absortos en el universo online, y quienes han dominado el arte de
realizar tareas simultáneas se las arreglan para ganar tiempo y embeber hasta
nueve horas de interacción virtual dentro de un lapso de siete horas. Durante esas
siete o nueve horas lo que tenemos en frente es una u otra pantalla, pero no otro
ser humano.
Su análisis sobre la falta de compromiso y la tendencia a establecer
relaciones cortas y desechables es radical: las nuevas generaciones no
parecen compartir la concepción romántica de lazos “eternos”. Sin
embargo, las relaciones románticas también fueron consideradas
situaciones ineludibles e incómodas. ¿Usted cree que, a pesar de su
variabilidad, los nuevos modelos de relaciones son una evolución en la
libertad?
Ciertamente, en el mundo online es más fácil “estar cerca” de nuestros amigos, de
la gente que amamos, de aquellos seres humanos cuya compañía necesitamos; y
también es más fácil evitar la horrorosa sensación de estar solos, abandonados,
inermes, desamparados, de ser innecesarios y olvidados. Pero hay dos formas
diferentes de “estar cerca”, y la forma online es supremamente diferente de
la offline. Cada una tiene sus ventajas, pero también tiene un costo. Al pasar de un
tipo de cercanía a la otra se gana y se pierde algo. Es razonable contar las
ganancias y las pérdidas, pero es terriblemente difícil decidir si las primeras
compensan las segundas –decidir en definitiva si las ganancias ameritan las
pérdidas está fuera de discusión–. Además, las decisiones al respecto serán tan
frágiles y susceptibles a cualquier imprevisto así como la “cercanía” alcanzada.
Pertenecer a una comunidad es una situación mucho más estable, segura y
confiable que tener una red, aunque ciertamente es más restrictiva y coercitiva.
Una comunidad lo observa a uno de cerca y le impone un margen de maniobra
estrecho (puede excluirlo y exiliarlo, pero nunca le permitiría irse
voluntariamente). En cambio, a las redes les importa poco o nada si uno obedece
sus normas (si es que las tienen). Las redes dan más libertad y, sobre todo, no lo
penalizan a uno por renunciar a ellas. Sin embargo, en una comunidad uno puede
contar con otros miembros que prueben que “en la necesidad se demuestra la
amistad”, mientras que los miembros de las redes existen, en principio, para
compartir alegrías, pasatiempos y otros intereses. Casi nunca se pone a prueba su
disposición para rescatarnos de nuestros problemas, y extraño sería que pasaran
dicha prueba.
En Amor líquido también señala que la gente expresa el deseo de
establecer vínculos pero a la vez impide que estos se den. Parece que esta
paradoja retrata la conducta propia de los obsesivos compulsivos, ¿no es
así?
Se trata de una elección entre seguridad y libertad: uno necesita ambas, pero no
puede tener una sin sacrificar al menos una parte de la otra. Y cuanto más se
tiene de una, menos se tiene de la otra. En cuanto a la seguridad, sin ninguna
duda las comunidades tradicionales se llevan por delante a las redes. Estamos
hablando de la seguridad frente a la amenaza de ser arrojados al barro, con las
manos atadas, encerrados en la prisión de nuestros compromisos propios y sin
salida alguna, bajo la necesidad de inventar excusas elaboradas que expliquen
cualquier cambio de opinión. En cuanto a la libertad, sin embargo, ocurre lo
contrario. En el mundo online oprimir una tecla es suficiente para romper una
“relación” que ya no nos satisface o para mantener cierta distancia con los
antiguos “amigos” que han abusado de la hospitalidad. En otras palabras, es un
sentimiento placentero de “estar cerca”, impoluto, sin la amenaza real de que la
cercanía se acerque tanto que incomode. Una especie de “apuesta segura”.
El uso de los términos “nativos” e “inmigrantes” con relación a la
tecnología es espinoso, pues hace referencia a categorías etnográficas, que
usted también abordó en Amor líquido. ¿Cuál es su opinión sobre la
adopción de estos términos? ¿Cree que los “inmigrantes” gozan de
vínculos que son desconocidos para los “nativos” o simplemente los
primeros hablan desde la nostalgia por un mundo que ya no existe?
Aquella variedad o “apuesta segura” de la “cercanía” –la cual hemos llegado a
conocer, a practicar y disfrutar en nuestras visitas al mundo online– difícilmente
sería creíble (o siquiera concebible) sin la llegada y difusión de la tecnología
digital. Confundir su velocidad espectacular con el efecto de esa tecnología sería,
sin embargo, semejante a empezar la casa por el tejado. Las raíces del triunfo
actual de las redes por encima de las comunidades están arraigadas
profundamente en los avances logrados por el “estilo de vida moderno” o el
“espíritu moderno” en los siglos que precedieron su invención.
En efecto, toda la historia de la era moderna puede ser relatada como la historia
de una guerra declarada en contra de todos los malestares, los inconvenientes o
los disgustos –o al menos como la historia de una promesa para desatar dicha
guerra y verla alcanzar la victoria final–. Aunque hasta ahora ha sido parcial, la
emigración masiva de hoy que viene desde el mundo offline hasta el recién
descubierto territorio online, podría ser registrada dentro de dicha guerra como la
más decisiva de las batallas. Después de todo, la batalla que se está desatando
ahora ha sido lanzada, y continúa siendo luchada, en el campo de las relaciones
interhumanas: un territorio bastante desafiante y resistente a todos los intentos
previos de allanar y suavizar sus caminos escabrosos y desiguales y de enderezar
sus sendas oblicuas; y que desafía categóricamente todos los esfuerzos por
librarlo de trampas y emboscadas que lo manchan.
En caso de ganarse, esta batalla promete cumplir de forma muy simple la
engorrosa y difícil tarea de atar y quebrar los vínculos humanos junto con los
compromisos y obligaciones que entrañan: volverlos casi espontáneos, sin
complicaciones y despreocupados. Si se gana con las fuerzas que ahora están a la
ofensiva, la batalla actual estará acompañada de la conquista y la anexión de esa
otra mitad offline del mundo viviente y, por consiguiente, su “aculturación”: la
parte offline de la vida adoptará los marcos cognitivos, las predisposiciones, la
jerarquía de valores y los patrones conductuales desarrollados y atrincherados en
la otra mitad online.
En su discurso durante la ceremonia de graduación del 21 de mayo de 2012 en
Kenyon College, EE.UU., Jonathan Franzen sugirió que “el objetivo último de la
tecnología, el télos de la téchne, es sustituir un mundo natural indiferente a
nuestros deseos –un mundo de huracanes y adversidades y corazones rompibles;
un mundo de resistencia– por otro tan receptivo a nuestros deseos que llega a
ser, de hecho, una simple prolongación del yo”. Se trata de una conveniencia
estúpida, de una comodidad espontánea y una espontaneidad cómoda, de volver
al mundo obediente y maleable, de extirpar del mundo todo lo que se
interpondría entre el deseo y su realización. De vivir en un mundo hecho solo
con los deseos propios.
Un deseo que todos nosotros compartimos y sentimos de una manera
particularmente fuerte y apasionada es el deseo de amar y ser amados.
¿Cree usted que las redes sociales están redefiniendo las identidades
personales y los vínculos o tan solo son nuevas maneras de perpetuar
relaciones tradicionales de poder?
La versión original offline del amor de un ser humano por otro significa, como
algunos de ustedes ya saben a raíz de su propia experiencia, compromiso,
aceptación de los riesgos, disposición para la abnegación. Significa escoger un
recorrido incierto, ignoto e inestable, con la esperanza –y la determinación– de
compartir una vida con otro ser humano. El amor quizá puede traer aparejada la
felicidad, pero rara vez trae aparejadas la comodidad y la conveniencia, nunca con
su expectativa confiada y mucho menos su certeza. Ocurre justo lo contrario: el
amor requiere desplegar al máximo la capacidad y la voluntad que se tiene,
augurando, en todo caso, la posibilidad de una derrota, de una ineptitud propia
que quede al descubierto, de una herida a la autoestima. El producto electrónico
esterilizado, suavizado, libre de espinas y de riesgo alguno es, por lo tanto, todo
excepto amor. Como Franzen observa con acierto, lo que ofrece es una
protección contra “la suciedad con que, inevitablemente, el amor mancha la
imagen que el espejo nos devuelve de nosotros mismos”.
Para resumir: la versión electrónicamente urdida del amor, en últimas, no es amor
en absoluto. Los productos tecnológicos para el consumidor atrapan a sus
clientes con el señuelo de satisfacer su narcisismo. Prometen ser dignos de
nosotros, sin importar lo que ocurra o hagamos o dejemos de hacer. Como
Franzen señala, “somos protagonistas de nuestras propias películas, nos
fotografiamos incesantemente, basta un clic del ratón y una máquina nos
confirma nuestra sensación de dominio. Hacerse amigo de una persona se reduce
a incluir a esa persona en nuestro salón privado de espejos favorecedores”. Pero
añade que “el empeño de gustar plenamente es incompatible con las relaciones
amorosas”.
Permítame discutir brevemente otra desviación fatídica en la historia del amor.
Ya en 1973 Thomas Szansz (en El segundo pecado) había observado que el sexo,
íntimamente entrelazado al amor, es una herramienta bastante efectiva para crear
vínculos humanos. Hasta hace poco, las búsquedas sexuales sirvieron como un
paradigma genuino de secretos íntimos, destinados a ser confiados con la máxima
discreción y compartidos solo con un puñado de personas rala y cuidadosamente
seleccionado. Sin embargo, están perdiendo esa cualidad, con consecuencias
graves para el estatus del amor.
Jean-Claude Kaufmann dio en el blanco cuando escribió: “Según el ideal
romántico, todo comenzó con el sentimiento, que luego se transformó en deseo.
El amor condujo (por la vía del matrimonio) al sexo. Ahora parecemos contar
con dos opciones muy diferentes: podemos dejarnos llevar alegremente por el
sexo como una actividad recreativa, o podemos optar por un compromiso a largo
plazo. La primera opción significa que el autocontrol es en esencia una forma de
evitar el compromiso: procuramos no enamorarnos (demasiado)”. En tal caso “la
línea divisoria entre el sexo y los sentimientos se está haciendo cada vez más
imprecisa”, aunque en el segundo caso el sexo y los sentimientos son forzados a
mantenerse indivisibles.
Kaufmann señala que las dos opciones corresponden a dos modelos
incompatibles de “individualidad”. En consecuencia, los individuos
contemporáneos empeñados en seguir ambas son susceptibles de ser jalonados
en direcciones contrarias.
La primera opción se infiere con base en el patrón promovido por la
omnipotente “ilusión consumista” (término acuñado por Kaufmann) de hoy:
“Pretende hacernos creer que podemos escoger a un hombre (o una mujer) de la
misma forma como escogeríamos un yogur en el supermercado. Pero así no
funciona el amor. La diferencia entre un hombre y un yogur es que una mujer no
puede incluir a un hombre en su vida y esperar que todo permanezca igual”.
Todo se ve pulcro, seguro y agradable a menos que. Sí, he aquí el tropiezo: a
menos que los sentimientos surjan y el amor se asiente, aturdiendo el juicio.
En la segunda opción, el amor es la felicidad máxima, pero tiene un precio
enorme bajo los estándares de la sociedad consumista. El amor se trata de la
alegría de dar y no de tomar. El amor no es una receta para un pasatiempo sereno
y libre de preocupaciones, sino para una vida de trabajo devoto y de disposición
para la abnegación. El amor necesita renacer cada día y cada hora del día, no a
raíz de regalos comprados en tiendas, por más caros que sean, sino al más valioso
de todos los regalos: el del yo propio. Así, el amor difiere profundamente del
modelo acogedor y cómodo, fácil y espontáneo, que ha sido garantizado de
manera fraudulenta por las compañías publicitarias. La profusión actual (y
creciente) de separaciones y divorcios se deriva de los choques que los hombres y
las mujeres sufren por cuenta de esa diferencia que, gracias a la propaganda y la
formación de la publicidad, los espera desprevenida.