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Los Cuadernos Inéditos EL LIBRO* Bernardo Fernández Pérez E ra el «Warwick» un buque carguero de los que admiten un reducido pasaje, en ocasiones tan reducido y tiempo va- rile como aconseja la voluntad del capitán. Y no sé si saben que en aquella época nada había más inaccesible a la recomendación, más irreductible que la voluntad de un viejo ma- rino mercante. Arthur B. Pilgrim rendía culto a la amist, especimente a la trabada en alguna de las taber- nas de los Docks y cimentada con asados y buen whisky o cerveza. Gracias a muchas horas, pri- mero de silencio, más tarde de conversación, ob- tuve el don de su amistad y de un camarote dispo- nible en el «Warwick», ya me encontrara en Lon- dres o en Vancouver, ya era en las Mvinas o en Aruba o en Tahipi. Sólo había una condición tácita: no debía utilizao para abandonar puertos de mi ps -por otra parte nunca tocados, es cierto, por el «Wwick»- pues le había oído repe- tir que nie suele abandon su tierra con el mismo placer y la egría que infunde el regreso; la placentera, silente y nostálgica egría del que retorna. Fue en una de aquellas travesías en las que apenas si se cruzaban unas pras con Pilgrim, que bastaba una mirada para saber que no tenía remedio tu desconsuelo y que era preferible de- jarte vagar por cubierta entre dos abrazos, el del reencuentro y el de despedida, cuando conocí a Gustave Mendras. U na densa niebla había borrado los contornos del «Warwick», envuelto en un sobre aroma de frutas. Debíamos haber zarpado amanecer, por lo que yo atribuí el retraso a aquella ceguera en cuyos confines se oía ahora un denso ajetreo. Pil- grim escrutaba con benévola impiencia la pasa- rela que nos unía a tierra. Cudo el ajetreo se hizo más próximo, el capitán se retiró con aire satischo, como reconociendo aquellas voces anónimas. Deduje de aquella retirada e un capi- tán os aguardá siempre en su camarote o en la cabina, pues no debe sospecharse impiencia, aunque en reidad sea cortesía, en quien ha de gobear un barco. Del exiguo y blquecino horizonte comenzaron a arribar nativos; parecieron abrir tras sí una breve mancha glꜷca que la niebla engullía veloz- mente. Cculo que rmaban la columna unos quince nativos más Mendras, vestido con un li- qui-liqui blanco radiante e impecablemente plan- chado, quien los dirigía con resueltos movimientos de su bastón de caña. Ni el planchado ni el bastón le habían abandonado a la mañana siguiente, cuando cruzamos nuestros paseos en cubierta. 82

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Los Cuadernos Inéditos

EL LIBRO*

Bernardo Fernández Pérez

Era el «Warwick» un buque carguero de los que admiten un reducido pasaje, en ocasiones tan reducido y al tiempo va­riable como aconseja la voluntad del

capitán. Y no sé si saben que en aquella época nada había más inaccesible a la recomendación, más irreductible que la voluntad de un viejo ma­rino mercante.

Arthur B. Pilgrim rendía culto a la amistad, especialmente a la trabada en alguna de las taber­nas de los Docks y cimentada con asados y buen whisky o cerveza. Gracias a muchas horas, pri­mero de silencio, más tarde de conversación, ob­tuve el don de su amistad y de un camarote dispo­nible en el «Warwick», ya me encontrara en Lon­dres o en Vancouver, ya fuera en las Malvinas o en Aruba o en Tahipi. Sólo había una condición tácita: no debía utilizarlo para abandonar puertos de mi país -por otra parte nunca tocados, es cierto, por el «Warwick»- pues le había oído repe­tir que nadie suele abandonar su tierra con el mismo placer y la alegría que infunde el regreso; la placentera, silente y nostálgica alegría del que retorna.

Fue en una de aquellas travesías en las que apenas si se cruzaban unas palabras con Pilgrim, al que bastaba una mirada para saber que no tenía remedio tu desconsuelo y que era preferible de­jarte vagar por cubierta entre dos abrazos, el del reencuentro y el de despedida, cuando conocí a Gustave Mendras.

U na densa niebla había borrado los contornos del «Warwick», envuelto en un salobre aroma de frutas. Debíamos haber zarpado al amanecer, por lo que yo atribuí el retraso a aquella ceguera en cuyos confines se oía ahora un denso ajetreo. Pil­grim escrutaba con benévola impaciencia la pasa­rela que nos unía a tierra. Cuando el ajetreo se hizo más próximo, el capitán se retiró con aire satisfecho, como reconociendo aquellas voces anónimas. Deduje de aquella retirada que un capi­tán os aguardará siempre en su camarote o en la cabina, pues no debe sospecharse impaciencia, aunque en realidad sea cortesía, en quien ha de gobernar un barco.

Del exiguo y blanquecino horizonte comenzaron a arribar nativos; parecieron abrir tras sí una breve mancha glauca que la niebla engullía veloz­mente. Calculo que formaban la columna unos quince nativos más Mendras, vestido con un li­qui-liqui blanco radiante e impecablemente plan­chado, quien los dirigía con resueltos movimientos de su bastón de caña. Ni el planchado ni el bastón le habían abandonado a la mañana siguiente, cuando cruzamos nuestros paseos en cubierta.

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El francés subió a bordo y se dirigió directa­mente a la cámara. Sin duda conocía ya el buque. Lo ocurrido hasta entonces y algunas observacio­nes posteriores permiten adivinar un abrazo en­trañable con el capitán, morosa conversación, al­gún silencio y varias botellas de oporto. La niebla se había disipado cuando Mendras regresó hasta el círculo de nativos. ¿Puedo seguir refiriéndoos así aquel conglomerado de razas, aquel rastro de mi­graciones sólo identificable como nativo por los torsos desnudos y la algarabía multicolor de los guayucos? Los fardos que les habían agobiado durante toda la noche les procuraban ahora lecho. En la inmovilidad del mediodía, el calor húmedo y plomizo me había arrojado sobre un rollo de cala­brote, y no sin esfuerzo lograba aún divisar a Mendras y a su comitiva y percibir en animado rumor un mosaico de lenguas. En la lejanía se perfilaba un poblado hasta entonces secreto.

Subieron a bordo quince fardos cuidadosamente atados que no quedaron en cubierta, como había supuesto, sino que descendieron a la bodega. Mendras entregó a cada uno de los porteadores una moneda de plata. Los que abandonaron el «Warwick» lanzándose al agua la guardaron en la boca.

No me intrigaba Mendras, sino el contenido de aquellos quince fardos. Me intrigaba también cómo lograba conservar inmaculado y sin arruga su liqui-liqui, pues entonces aún no sospechaba la media docena que siempre viajaba con él al tró­pico.

Me dormí pensando en aquellos fardos que des­cansaban apilados justo debajo de mi camarote.

Al levantarme, rehusé un vaso de ron, preferí mi aguardiente de pitera, mi cocouy, y salí a cu­bierta, aun sabiendo que si quería estar a solas debería resignarme a no hallar sombra ni frescor adecuadas. Mendras se cruzó conmigo a la altura de la amura. Me saludó cortés, izando su som­brero de estera de ala ancha; quiero decir que en lugar de levantarlo asiéndolo por la copa, elevó sólo la parte trasera calando la delantera hasta ocultar la mirada. Rodeé el cabrestante aún más intrigado, y busqué al sobrecargo mientras me sorprendía que me hubiera abandonado ya el es­tado de ánimo de todo regreso.

Lo hallé entre números y ante una botella. Cuando la impaciencia no descansa, ¿para qué andarse con rodeos? Quise saberlo todo de Gus­tave Mendras; me referí a él como el viajero al que esperamos ayer hasta el amanecer.

-¿El librero? -me preguntó a su vez el sobre­cargo.

Contesté que sí, aunque no acertara a imaginar qué podía llevar desde Le Havre a Curas;ao a un librero de París.

-¿De París? Sin duda no hablamos de la mismapersona, señor. Gustave Mendras vive en L'ile d'Oleron.

Un marinero solicitó al sobrecargo en nombre del capitán y yo me demoré en su camarote aún

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unos minutos; curioseé los libros de carga. Mr. Berkshaw había anotado los quince fardos como «equipaje de Monsieur Mendras».

Pasaron dos días imprecisos y una tormenta. Guardo memoria de la obsesión que me embar­gaba: quince fardos de lona en un pañol de la bodega.

Al tercer día, a la hora de la comida, cuando discutíamos si había o no en Sevres junto al metro patrón una piedra de unos seis kilos, tipo univer­sal de stone que el sobrecargo juraba haber visto, fingí una indisposición. Pilgrim rogó al primer ofi­cial que me acompañara hasta mi camarote. Men­dras ni siquiera levantó la mirada del escabeche de ostras. Condescendí a que el joven y callado Ja­mes Brown me ayudara a sentar en un sillón y me arropara con una manta, y le despedí con unas palabras mortecinas. Cuando ya no se oyeron sus pisadas, salí con sigilo y descendí a la bodega. Al fin estaban ante mí los quince fardos oscuros. Los palpé sin salir de mi asombro; aunque seguro ya de su contenido, rasgué el envoltorio de uno con mi cortaplumas, y vi con mis ojos que contenían libros. Pude leer dos cantos: una Historia trá­gico-marítima en portugués, de un tal Bernardo Gomes de Brito, y unos Infortunios de Alonso Ramírez que imaginé autobiográficos. Otro fardo contenía exclusivamente colecciones 'de prensa, fundamentalmente americana. Puedo recordar al­gún título de una minuciosa relación cosida en el exterior: The weekly Arizona Miner (Prescott, 1870-1892), Weekly Epitah (Tombstone, 1881-1884), Yuma Sun (Yuma, 1888), The Cherokee Advocate (Tahlequah, 1848-1891) ... ¿Quién los habría coleccionado en el caluroso trópico, quién leído durante los torrenciales aguaceros?

Empleé tres días más en conjeturas. Imaginad la dificultad de explicarse qué induce a un librero con aire parisino a embarcarse y viajar hasta el trópico para traerse un cargamento de libros, ra­ros y en buen estado, es cierto, pero libros al fin y a la postre que no sería imposible hallar en una buena librería de anticuario, digamos londinense. Pero sobre todo empezaba a intrigarme ahora a quién pudo interesar leer un número de 1869 del Laramie Sun.

Aún hoy me avergüenza mi indiscreción. Men­dras, sentado en su escritorio, anotaba algo, lle­vaba un personal cuaderno de bitácora de cada libro que leía. Había en sus ademanes un cierto cansancio que pudiera parecer displicencia. Se comportó con amabilidad, con mucha más de la que merecía mi impertinencia. Tapó el tintero y dio la espalda al atril. Me presenté.

-No necesita aseverar que no es marino. Nuncallegará siquiera a parecerlo. Me basta con saber que es usted amigo de Pilgrim.

Supe de su boca, tras no pocos rodeos, lo que ya habían visto mis ojos, que viajaba de regreso con un cargamento de más de dos mil quinientos libros y varias colecciones de periódicos, y añadió que le aguardaban en Le Havre su escribiente y

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tres empleados. Me refirió que unos anuncios en el Correspondant le habían regalado un cliente muy especial; primero fue un denso tráfico de pedidos de libros, nunca demasiado raros; luego, un largo silencio, y un día, una carta angustiada en la que ofrecía toda su biblioteca, que pormenori­zaba en envío aparte, a cambio de un solo libro «que el destino puso en mis manos. Emprendí el viaje de ida un dos de agosto; en La Guaira me retuvieron tres semanas unas fatigosas fiebres, vencidas con reposo y oscuridad. Al fin pude em­barcar hacia Curas;ao cuando parecía en su apogeo la estación de las lluvias». Relataba ahora una generosa enfermedad que le había asaltado en la travesía y que le hizo soñar con la visión encen­dida de un poema escrito en la arena de la playa y que la marea anegaba hasta respetar un verso l:tis­lado, por cierto el único que recordaba: «Sólo una cosa no hay, es el olvido».

En otras circunstancias habría juzgado intere­sante perseguir esta historia. Pero ya no me im­portaban nada sus viajes, ni su liqui-liqui inmacu­lado, sus somnolientas enfermedades, ni su escri­biente y empleados esperándolo en el muelle bru­moso de Le Havre; ni siquiera sus quince fardos de lona oscura. Comenzaba a interesarme su cliente.

Hubo silencios, algún ensimismamiento y más precisiones hasta la arribada a Curas;ao. Nos inte­rrumpió el sorprendido tañido de campana que anunció la cena. Sé ya que soy hombre que ama las vísperas y que cede pacífica e inevitablemente a la desesperación cuando siente que aquéllas son ya pasado, así que no me extrañé al verme sen­tado frente a Pilgrim, ante un sancocho, y con el misterio rondándome en la cabeza. ¡Ah!, ¡vísperas de la dicha o vísperas de la tristeza, vísperas siempre del conocimiento, cuando en la inminen­cia del placer sólo nos sobra el tiempo!

Sospecho que Mendras me estaba esperando a la mañana siguiente en su camarote. Hube de con­templar con él los altos penachos de las palmeras, cocoteros y chaguaramos, del litoral de Curas;ao, poner el reloj en hora, seguir las dudosas instruc­ciones del cónsul francés en Willemstad, abrirme paso entre un enjambre de mendigos, encontrar dónde adquirir un espléndido sombrero de estera y dónde contratar un guía. Hasta que Mendras me condujo ante su cliente. Me ocultó su nombre, pero no las características de la mansión ni su regocijo al contemplar el meticuloso envoltorio en que viajó el libro. 0

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«Cuando lo tuvo entre sus manos, lo acercó a los ojos y se limitó a leer el título; me pareció también que lo acariciaba y hasta afirmaría que aprovechaba la lectura para olerlo. Un criado me acompañó hasta mi alcoba; desde la escalinata vi fugazmente la biblioteca, magnífica. El día cedía lentamente y la plantación constituyó pronto un cansado horizonte. Bajé a la biblioteca. Mi cliente seguía con el libro en sus manos, paladeaba aún el título. Creo que no se apercibió de mi presencia.

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Cené solo; mejor, con las excusas de mi anfitrión transmitidas por un nativo disfrazado de cama­rero. Me retiré algo bebido. Había luz en la biblio­teca, y una simple ojeada me confirmó que todo seguía igual; podría dudarse si la página era la primera o permanecía aún en la portada. El cama­rero me daba las buenas noches al pie de la esca­lera. Algo enojado, es cierto, decidí comunicar, quizá titubeante, que partiría a la mañana si­guiente, por lo que la biblioteca convenida debería estar embalada al amanecer.

Pese a la intensa claridad y a la ausencia de persianas no pude levantarme tan temprano como hubiera deseado. El camarero, disfrazado ahora de mayordomo, me señaló quince fardos al pie de la escalera. Solicité porteadores y me fueron con­cedidos de modo inmediato quince peones de la plantación y un carruaje que me llevaría hasta el mismo centro de Willemstad.

Quise despedirme de mi cliente, así que me dirigí a la biblioteca. Era un reino de desolación y polvo que flotaba en el caudal de luz que invadía el salón por dos amplios ventanales. El seguía en el sillón del día anterior, que, a juzgar por su aspecto, no había abandonado más que para tomar un baño y quizá comer algo. Seguía también en la primera página, con un aire de delectación y al tiempo de espanto. Me temo que había ya intuido que todo tiene fin, hasta la lectura del libro largo tiempo anhelado. ¿O es acaso que no puede resistirse la proximidad de lo petfecto?»

Gasté el resto de los días en suposiciones. Al tocar Le Havre, Mendras enfiló la pasarela bajo una débil llovizna. Supe entonces que ya no lo vería más. Con un pie en el malecón, atendió a mi pregunta con una cariñosa mirada y la respondió con impenetrable silencio. Quien ame las vísperas amará aún más los aplazamientos, pero repetí an­siosamente la pregunta.

-¿ Qué libro era?Gustave Mendras se volvió. No huboe

vacilación en su respuesta. -Creo que no debo decírselo.

* Relato que da título al libro de cuentos de próxima publi­cación en Ediciones Noega.

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