El Tapiz de Papel Amarillo, Charlotte Perkins Gilman (1899)

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El Tapiz de Papel Amarillo, Charlotte Perkins Gilman (1899) Es muy raro que gente simple y ordinaria como John y yo aseguren el arrendamiento de una residencia ancestral durante el verano. Una mansión colonial, una propiedad hereditaria, yo diría una casa embrujada, que puede llegar a la altura de una felicidad romántica¡pero eso sería pedirle demasiado al destino! Aun así declararé que hay algo extraño en ella. De otra manera, ¿por qué se rentó tan barata? ¿Y por qué permaneció tanto tiempo desocupada? Claro, John se ríe de mí, pero uno espero eso en un matrimonio. John es práctico al extremo. No tiene paciencia con la fe, un horror intenso de la superstición y se burla abiertamente de cualquier plática sobre cosas que no se pueden sentir ni ver ni anotarse en cifras. John es médico y quizás(yo no diría esto a ninguna alma viviente, claro, pero este es un papel muerto y es un gran alivio para mi mente) quizás esa es una razón por qué no mejoro más aprisa. Lo que pasa es que él no cree ¡que yo esté enferma! ¿Y qué puede hacer uno? Si un médico de alta reputación y el propio marido de uno, les asegura a amigos y parientes que no le pasa a uno nada más que una depresión nerviosa temporal una ligera tendencia histérica--¿qué puede hacer uno? Mi hermano también es médico y también es de alta reputación y él dice la misma cosa. De manera que tomo fosfatos o fosfitosel que sea el correcto, y tónicos y viajes, y el aire y ejercicio, y se me prohíbe terminantemente el “trabajar” hasta que esté bien de nuevo. Personalmente, estoy en desacuerdo con sus ideas. Personalmente, pienso que un trabajo agradable, con emoción y cambio, me haría bien. Pero ¿qué puede hacer uno? Sí escribí por un tiempo a pesar de ellos; pero sí me cansa bastanteel tener que hacerlo a escondidas o enfrentarme a una oposición pesada. A veces me hago la ilusión que en mi condición si tuviera menos oposición y más sociedad y estímulopero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi condición y debo confesar que siempre me hace sentirme mal. De manera que lo dejare a un lado y hablaré sobre la casa. ¡Un lugar tan bello! Se encuentra sola, bastante retirada del camino, casi tres millas de distancia del pueblo. Me hace pensar de esos lugares Ingleses de los que lee uno, pues hay setos y paredes y verjas que se cierran y muchas casitas separadas para los jardineros y otras gentes. ¡Hay un jardín delicioso! Nunca he visto un jardín igualgrande y sombreado, lleno de senderos bordeados de plantas y con líneas de emparradas largas cubiertas de uvas y con asientos debajo. Alguna vez hubo invernaderos, pero ya están todos destrozados.

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El Tapiz de Papel Amarillo, Charlotte Perkins Gilman (1899)

Es muy raro que gente simple y ordinaria como John y yo aseguren el arrendamiento de una residencia ancestral durante el verano. Una mansión colonial, una propiedad hereditaria, yo diría una casa embrujada, que puede llegar a la altura de una felicidad romántica— ¡pero eso sería pedirle demasiado al destino! Aun así declararé que hay algo extraño en ella. De otra manera, ¿por qué se rentó tan barata? ¿Y por qué permaneció tanto tiempo desocupada? Claro, John se ríe de mí, pero uno espero eso en un matrimonio. John es práctico al extremo. No tiene paciencia con la fe, un horror intenso de la superstición y se burla abiertamente de cualquier plática sobre cosas que no se pueden sentir ni ver ni anotarse en cifras. John es médico y quizás— (yo no diría esto a ninguna alma viviente, claro, pero este es un papel muerto y es un gran alivio para mi mente) — quizás esa es una razón por qué no mejoro más aprisa. Lo que pasa es que él no cree ¡que yo esté enferma! ¿Y qué puede hacer uno? Si un médico de alta reputación y el propio marido de uno, les asegura a amigos y parientes que no le pasa a uno nada más que una depresión nerviosa temporal—una ligera tendencia histérica--¿qué puede hacer uno? Mi hermano también es médico y también es de alta reputación y él dice la misma cosa. De manera que tomo fosfatos o fosfitos—el que sea el correcto, y tónicos y viajes, y el aire y ejercicio, y se me prohíbe terminantemente el “trabajar” hasta que esté bien de nuevo. Personalmente, estoy en desacuerdo con sus ideas. Personalmente, pienso que un trabajo agradable, con emoción y cambio, me haría bien. Pero ¿qué puede hacer uno? Sí escribí por un tiempo a pesar de ellos; pero sí me cansa bastante—el tener que hacerlo a escondidas o enfrentarme a una oposición pesada. A veces me hago la ilusión que en mi condición si tuviera menos oposición y más sociedad y estímulo—pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi condición y debo confesar que siempre me hace sentirme mal. De manera que lo dejare a un lado y hablaré sobre la casa. ¡Un lugar tan bello! Se encuentra sola, bastante retirada del camino, casi tres millas de distancia del pueblo. Me hace pensar de esos lugares Ingleses de los que lee uno, pues hay setos y paredes y verjas que se cierran y muchas casitas separadas para los jardineros y otras gentes. ¡Hay un jardín delicioso! Nunca he visto un jardín igual—grande y sombreado, lleno de senderos bordeados de plantas y con líneas de emparradas largas cubiertas de uvas y con asientos debajo. Alguna vez hubo invernaderos, pero ya están todos destrozados.

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Creo que hubo algún problema legal, algo que tuvo que ver con los herederos y los coherederos; de cualquier manera, el lugar ha estado vacío desde hace años. Me temo que eso echa a perder mi fantasma-grafía, pero no me importa—hay algo extraño en esta casa—lo puedo sentir. Hasta se lo dije a John en una noche de luna pero el dijo que lo que yo sentía era una corriente de aire y cerró la ventana. Hay veces que me enojo irrazonablemente con John. Estoy segura que antes nunca era tan sensible. Pienso que se debe a esta condición nerviosa. Pero John dice que si me siento así, voy a descuidar el dominio adecuado de mi misma; por lo tanto tomo especial cuidado en controlarme a mí misma—enfrente de él, por lo menos, y eso me cansa muchísimo. No me gusta para nada mi habitación. Yo hubiera querido una en la planta baja que se abre hacia el corredor de afuera y que tiene rosas alrededor de la ventana y cortinas de cretona a la antigua ¡que son tan bonitas! pero John no quiso ni escucharme. Dijo que solo había una ventana y no había cupo para dos camas, ni había una habitación cercana para él si se quedaba en otra. Es muy cuidadoso y cariñoso y casi no me deja moverme si no me da instrucciones especiales. Tengo un horario prescripto para cada hora del día; me quita toda preocupación de encima y por eso me siento vilmente ingrata de no agradecerlo más. Me dice que venimos aquí únicamente por mi bienestar, que debo tener un descanso perfecto y todo el aire que pueda obtener. “Hacer ejercicio depende de lo fuerte que te sientas, querida,” dijo, “y lo que comes depende de tu apetito; pero el aire puedes absorberlo todo el tiempo.” De manera que tomamos la habitación que fue de los niños en la planta superior de la casa. Es una habitación grande y bien ventilada, ocupando casi la planta entera, con ventanas que miran hacia todos lados y aire y sol en abundancia. Fue la pieza de los bebés primero y luego sala de juegos y gimnasio, por lo que veo; pues las ventanas tienen barrotes por los niños pequeños y hay anillas y otras cosas en las paredes. La pintura y el papel tapiz se ven como si el cuarto se hubiera usado para escuela de niños. Ha sido desgarrado—el papel tapiz en grandes parches todo alrededor de la cabecera de mi cama, hasta en dónde yo los pueda alcanzar, y en un lugar grande y bajo en el otro lado de la habitación. No he visto peor papel tapiz en mi vida. Uno de esos diseños desparramados y flamantes que cometen pecados artísticos al por mayor. Es lo suficiente aburrido para confundir la vista al seguirlo y lo suficiente pronunciado para irritar constantemente y provocar el estudiarlo y cuando le sigues las curvas pobres e inciertas por cierta distancia, de pronto se suicidan—desplomándose en ángulos estrafalarios, destruyéndose a sí mismas en contradicciones inauditas. El color es repelente, casi repugnante; un amarillo ardiente y sucio, extrañamente desteñido por el sol que lo alumbra con lentitud. Es de un naranja opaco y al mismo tiempo chillón en ciertos lugares, un tinte enfermizo de azufre en otros.

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No es de extrañarse que ¡los niños lo odiaran! Yo también lo odiaría si tuviera que vivir en este cuarto por mucho tiempo. Ahí viene John y debo guardar esto, --odia que escriba ni siquiera escriba una palabra.

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Hemos estado aquí dos semanas y no he tenido ganas de escribir antes, desde ese primer día. Estoy sentada a un lado de la ventana ahora, arriba en esta atroz habitación de infantes, y no hay nada que me impida escribir todo lo que quiero, a no ser que me falten fuerzas. John estará ausente todo el día y aún algunas noches cuando sus casos son serios. ¡Me da gusto que mi caso no es serio! Pero estos males nerviosos son mortalmente deprimentes. John no sabe lo mucho que yo verdaderamente sufro. Él sabe que no hay razón para sufrir y esto a él lo satisface. Claro que solo es nerviosismo. Me pesa de tal manera que no cumplo de manera alguna con mi deber. Tenía intención de ser de gran ayuda a John, un descanso y consuelo real, y aquí estoy, ya siendo ya una carga comparativa. Nadie podría creer que esfuerzo me cuesta hacer lo poco que puedo—vestirme y entretener y ordenar cosas. Soy afortunada de que Mary tenga tan buena mano con el bebé. ¡Un bebé tan querido! Sin embargo yo no puedo estar con él, me pone tan nerviosa. Me supongo que John nunca ha estado nervioso en su vida. Se ríe de mí con ganas ¡por lo del papel tapiz! Al principio, pensó empapelar la habitación de nuevo, pero después dijo que yo me estaba dejando que se me impusiera y que no había nada peor para un paciente nervioso que el ceder a tales fantasías. Dijo que después de que se cambiara el papel tapiz, luego sería la pesada cabecera de la cama, y luego los barrotes en las ventanas y luego la barrera al principio de las escalera, y así sin fin. “Sabes que este lugar te está haciendo bien,” dijo, “y en verdad, querida, no me place renovar una casa que solo vamos a rentar tres meses.” “Entonces vámonos al piso de abajo,” dije, “hay habitaciones tan bonitas allá.” Luego me tomó en sus brazos y me llamó una bendita simplona, y dijo que bajaría al mismísimo sótano, si lo deseaba, y lo mandaría encalar por añadidura. Pero él tiene razón, ya basta sobre las camas y las ventanas y las cosas. Es la habitación mejor ventilada y cómoda que cualquiera pudiera desear y, claro, yo no sería tan tonta como para hacer que él se sintiera incómodo solo por un capricho. En verdad que me estoy encariñando de esta habitación tan grande, de todo menos ese papel tapiz tan horrendo.

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Asomándome por una ventana, puedo ver el jardín con sus misteriosas emparradas de grandes sombras, las anticuadas flores desordenadas y los arbustos y árboles torcidos. Asomándome de otra, tengo la vista hermosa de la bahía y de un pequeño muelle privado que le pertenece a la finca. Hay un bello sendero sombreado que baja hasta ahí partiendo de la casa. Siempre me imagino que van personas caminando por los senderos y las emparradas, pero John me advierte que no le dé cabida a la fantasía en lo más mínimo. Me dice que con mi poder imaginativo y hábito de relatar cuentos, una debilidad nerviosa como la mía de seguro me llevaría a toda suerte de fantasías alborotadas, y que yo debía de usar mi voluntad y sentido común para detener la tendencia. Me esfuerzo en hacerlo. Pienso algunas veces que si estuviera lo suficiente sana para escribir un poco me aliviaría de la presión de ideas y me descansaría. Pero encuentro que me canso bastante cuando lo trato. Es especialmente desalentador no contar con el consejo y el compañerismo acerca de mi trabajo. Cuando me haya puesto verdaderamente bien, John dice que va a invitar al primo Henry y a Julia a que nos visiten por un tiempo largo; pero dice que tan pronto pondría cohetes en mis fundas que dejarme en manos de esa gente tan estimulante por estos días. Desearía ponerme bien más pronto. Pero no debo pensar en eso. Este papel tapiz me parece a mí como si supiera que influencia tan maliciosa tiene. Hay un punto que se repite en donde el diseño cuelga como cuello roto y dos ojos bulbosos se quedan mirando fijamente patas arriba. Realmente me enoja la impertinencia de esto y del nunca acabar. Gatean de arriba abajo y hacia los lados, y esos ojos absurdos sin parpadear están por todos lados. Hay un lugar en donde las tiras no se emparejaron y los ojos van de arriba abajo por la orilla, uno un poco más alto que el otro. Nunca he visto yo antes tanta expresión en algo inanimado, y ¡todos sabemos qué tanta expresión pueden tener! Me quedaba despierta cuando era niña y sacaba más entretenimiento y terror de las paredes en blanco y los muebles sin adorno que la mayoría de los niños sacaban de una tienda de juguetes. Me acuerdo que guiño tan amable tenían las perillas de nuestro enorme buró viejo y había una silla que siempre me pareció un fuerte amigo. Solía pensar que si alguna de las otras cosas aparecía demasiado feroz, siempre podía acurrucarme en esa silla y sentirme segura. Sin embargo, los muebles en esta habitación no pecan más que el de ser poco harmoniosos, pues los tuvimos que traer de la planta baja. Me supongo que cuando esto fue usado como sala de juegos, tuvieron que sacar las cosas de los bebés y ¡no es de sorprenderse! Nunca he visto tales estragos como los que los niños perpetuaron aquí. El papel tapiz, como lo he dicho antes, está roto en partes y estaba pegado más seguro que un hermano amoroso—tenían que haber tenido perseverancia al igual que odio.

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Luego el piso esta arañado y arrancado y astillado, el mismo yeso está escarbado aquí y allá y esta cama grande y pesada, que fue lo único que encontramos en la habitación, se ve como que hubiera pasado por las guerras. Pero no me molesta para nada—solo el papel. Ahí viene la hermana de John. Es una chica muy querida y me cuida tan bien. No debo dejar que me encuentre escribiendo. Es una perfecta y entusiasta ama de casa y no tiene esperanzas de ser nada más. En verdad creo que ella piensa que es el escribir lo que me pone enferma. Pero puedo escribir cuando sale y la veo yo a larga distancia por estas ventanas. Hay una ventana que domina sobre el camino, un bello camino serpenteante y sombreado y una por la que se ve por todo el campo. Un bello campo, además, lleno de grandes olmos y praderas aterciopeladas. Este papel tapiz tiene un tipo de diseño secundario en un tono diferente, uno que es particularmente irritante, pues solo lo puedes ver a cierta luz y aún así no claramente. Pero en los lugares en donde no está descolorido y le pega el sol de cierta manera—puedo ver un tipo de figura sin forma, extraña, provocadora, que parece esconderse detrás de ese bobo y conspicuo diseño frontal. ¡Ahí viene la hermana por las escaleras!

-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.- Bueno, ya terminó el Cuatro de Julio. Se ha ido toda la gente y estoy cansada. John pensó que me haría bien tener alguna visita, así que solo vinieron mamá y Nellie y los niños por una semana. Claro que yo no hice nada. Jennie se encarga de todo ahora. Pero me cansé de todas maneras. John dice que si no mejoro más aprisa, me mandará con Weir Mitchell en el otoño. Pero yo para nada quiero ir ahí. Tuve una amiga que estuvo a su cuidado una vez, y ella dice que es igual que John y mi hermano, ¡pero con creces! Además, es un esfuerzo tan grande ir tan lejos. No siento como si valiera la pena ponerme a hacer cualquier cosa y me estoy volviendo espantosamente inquieta y quejumbrosa. Lloro por nada y lloro casi todo el tiempo. Claro que no lo hago cuando está John aquí, o ninguna otra persona, pero lo hago cuando estoy sola. Y seguido estoy sola por estos días. Es frecuente que John se tiene que quedar en la ciudad, detenido por casos serios, y Jennie es buena y me deja que esté sola cuando se lo pido. De manera que camino un poco en el jardín y por el hermoso sendero, me siento en el portal bajo las rosas y me recuesto aquí arriba con frecuencia. Me estoy encariñado con la habitación a pesar del papel tapiz. Quizás sea debido al papel tapiz. ¡De tal manera me pesa sobre mi mente!

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Me quedo recostada sobre esta grande cama inmovible—creo que está clavada al piso—y sigo el patrón del diseño como por una hora. Les aseguro que sirve tanto como hacer gimnasia. Empiezo, digamos, en la parte inferior, allá por la esquina en donde no ha sido tocado, y determino, lo que he hecho mil veces, que voy a trazar ese patrón sin sentido para llegar a algún tipo de conclusión. Yo sé un poco sobre los principios de diseño y yo sé que esta cosa no fue compuesta bajo ley alguna de cómo deba radiar o alternar o repetir o tener simetría o cualquier otra cosa de la cual yo haya oído. Se repite, claro está, por el ancho de las tiras, pero no de otra manera. Vista de un modo, cada anchura se vale por sí misma, las curvas hinchadas y florituras—una especie de “Romanesco degradado” con delirio tremens—contoneándose al subir and bajar por columnas aisladas de fatuidad. Pero, por otra parte, se conectan en diagonal y los contornos desgarbados huyen en grandes olas sesgadas de horror óptico, como un montón de algas marinas revolcándose en plena carrera. La cosa entera también corre horizontalmente, o por lo menos eso parece, y me quedo exhausta al tratar de distinguir el orden como va en esa dirección. Han usado una tira ancha horizontal como friso y eso agrega de maravilla a la confusión. Hay un lado de la habitación en donde el papel está casi intacto, y ahí, cuando las luces que se cruzan disminuyen y el sol ya bajo brilla sobre él directamente, casi puedo fantasear que irradia después de todo—las formas grotescas interminables parecen acomodarse alrededor de un centro común y salen corriendo en huidas precipitadas de igual distracción. Me cansa seguirles la pista. Pienso que me echaré una siesta.

-,-,-,-,-,-,-,-,-,- No sé por qué debo escribir esto. No quiero hacerlo. No me siento capaz. Y yo se que John lo creería absurdo. Pero yo tengo que decir lo que siento y pienso de alguna manera— ¡es un alivio tan grande! Pero el esfuerzo se está haciendo mayor que el alivio. La mitad del tiempo ahora tengo tanta flojera y me recuesto tantas y tantas veces. John dice que no debo perder mis fuerzas y me hace tomar aceite de hígado de bacalao y muchos tónicos y cosas así, sin hablar de la cerveza y el vino y carne roja. ¡Mi querido John! Me quiere tan cariñosamente y odia verme enferma. Trate de tener una verdadera plática, sincera y razonable, con él el otro día y decirle que tanto deseaba yo que me dejara ir a visitar al primo Henry y a Julia. Pero él dijo que yo no podría ir ni aguantar una vez que hubiera llegado; yo no pude presentar un caso demasiado bueno a mi favor, porque empecé a llorar antes de que hubiera terminado. Ya me cuesta hacer un gran esfuerzo para pensar con cordura. Me supongo que se debe a esta debilidad nerviosa.

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Y mi querido John me envolvió en sus brazos y me cargo subiendo por las escaleras y me acostó en la cama y se sentó a un lado y me leyó hasta que me aturdió la cabeza. Me dijo que era su querida y su consuelo y todo lo que él tenía y que debía cuidarme a mí misma por su bien y mantenerme sana. Me dice que nadie más que yo misma puede ayudarme a salir de esto, que debo usar toda mi voluntad y auto-control y no dejar que ninguna fantasía boba me gobierne. Hay algo que me consuela, el bebé está sano y contento y no tiene que ocupar esta habitación que fue de bebés con el horrible papel tapiz. Si nosotros no la hubiéramos usado, ¡ese bendito bebé estaría en ella! ¡Qué escape tan afortunado! Porque, yo no dejaría un hijo mío, una criaturita impresionable, vivir en un cuarto come este por todo el oro del mundo. Nunca se me había ocurrido antes, pero fue una suerte que John me mantuviera aquí después de todo, pues yo lo puedo resistir mucho mejor que un bebé, ¿no creen? Claro, ya nunca se lo menciono a ellos—soy demasiado lista—pero mantengo mi vigilancia después de todo. Hay cosas en ese papel tapiz que nadie conoce más que yo, y nunca conocerán. Detrás de ese diseño exterior hay formas tenues que se hacen más firmes cada día. Siempre es la misma forma, pero muy numerosa. Y es como una mujer agachándose y gateando detrás de la parte exterior. No me gusta ni tantito. Me pregunto—y empiezo a pensar—desearía que John me llevara ¡lejos de aquí!

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Es tan difícil hablar con John sobre mi caso, porque él es tan sabio y porque me ama tanto. Pero trate de hacerlo anoche. Había luz de luna. La luna brilla por todos lados al igual que lo hace el sol. Hay veces que odio ver esa luz, se desliza tan lentamente y siempre entra por una ventana u otra. John estaba dormido y yo odio tener que despertarlo, así que me quede quieta y contemplé la luz de la luna sobre el papel tapiz ondulante hasta que sentí un escalofrío. La figura tenue detrás parecía sacudir el diseño, justo como si quisiera escapar. Me levanté suavemente para tocar y sentir si el papel en verdad se movía y cuando regresé John estaba despierto. “¿Qué pasa, chiquilla?” me dijo. “No andes caminando por allí—vas a pescar un resfrío.” Pensé que era un buen momento para hablar, de manera que le dije que no mejoraba en este lugar y que deseaba que me sacara de aquí. “Pero querida,” dijo, “nuestro contrato de arrendamiento se cumple en tres semanas y no veo yo como nos podemos ir antes. “No han terminado las reparaciones en casa y no me es posible dejar la ciudad por el momento. Claro si estuvieras en peligro, podría y lo haría, pero en verdad que has mejorado, cariño, aunque tú no te des cuenta. Soy médico, cariño, y yo lo sé. Has

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ganado peso y color y tu apetito ha mejorado. En verdad que me siento más optimista de tu estado. “No peso ni un poquito más,” le dije, “ni siquiera igual que antes, y mi apetito puede que esté mejor en las tardes cuando tú estás aquí, pero se empeora en las mañanas cuando estas lejos.” “! Bendito sea su corazoncito!” exclamó dándome un gran abrazo. “Estará tan enferma como a ella le plazca. Pero ahora hay que aprovechar estas horas tan brillantes conciliando el sueño y hablaremos de esto por la mañana.” “Y ¿no nos vamos a ir?” le pregunté con tristeza. “Pero, ¿cómo crees que pueda, querida? Solo faltan tres semanas más y luego haremos un viajecito agradable de unos cuantos días mientras Jennie nos prepara la casa. En verdad, querida, ¡ya estás mejor!” “Quizás estoy mejor en lo físico…” empecé y de pronto me detuve, pues él se incorporó quedando recto y se me quedo mirando con una mirada tan severa y de reproche que yo no pude decir una palabra más. “Cariño mío,” dijo él, “te lo ruego, por mi bien y el bien de tu criatura, al igual que por tu propio bien, que nunca dejarás por un solo instante que penetre esa idea a tu mente. No hay nada que sea más peligroso, más fascinante a un temperamento como el tuyo. Es una fantasía falsa e insensata. ¿No puedes confiar en mí como médico cuando te lo digo? Estuvo claro que no dije más sobre el tema y nos quedamos dormidos un poco después. Él pensó que yo me dormí primero, pero no dormía y estuve así por horas tratando de decidir si el diseño de enfrente y el diseño del fondo verdaderamente se movían juntos o por separado.

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En un diseño como este, a la luz del día, hay una falta de secuencia, un desafío a la ley, que es un constante irritante a una mente normal. De por sí, el color es lo bastante espantoso y no fiable y de un exasperante subido, pero el diseño es una verdadera tortura. Piensas que lo has dominado, y justo cuando has adelantado siguiéndolo, se voltea y da una maroma hacia atrás y ahí lo tienes. Te da una bofetada en la cara, te derriba y te pisotea bailando sobre ti. Es como una pesadilla. El diseño exterior es un arabesco florido, recordándole a uno un hongo. Si se pueden imaginar una seta venenosa articulada, una hilera interminable de setas venenosas, germinando y brotando en circunvoluciones interminables—pues bien, así es como se ve. Bueno, eso es a veces. Hay una peculiaridad marcada acerca de este papel tapiz, algo que nadie más que yo parece notar, y es que cambia según cambia la luz. Cuando el sol se dispara a través de la ventana oriental—siempre estoy pendiente para ver el primer rayo largo y recto—cambia con tal rapidez que nunca lo puedo creer del todo. Por eso siempre estoy pendiente de verlo.

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A la luz de la luna—el resplandor lunar brilla toda la noche cuando hay luna—no sabría decir que es el mismo papel tapiz. En la noche cualquier forma de luz, crepuscular, de velas, de lámparas y peor de todas, de la luna—se convierte en barrotes. Me refiero al diseño exterior y la mujer detrás de él, se percibe con toda claridad. Tarde mucho en darme cuenta que era la cosa que se asomaba detrás, ese sub-diseño tenue, pero ahora estoy bien segura que es una mujer. A la luz del día, ella está apaciguada, quieta. Me imagino que es el diseño lo que la mantiene tan quieta. Es tan desconcertante. A mí me mantiene quieta por horas. Me recuesto muy seguido ahora. John dice que me hace bien y que debo dormir todo lo que pueda. A decir verdad él me inició en el hábito, haciendo que me recostara por una hora después de cada comida. Yo estoy convencida que es muy mal hábito, pues confieso que no duermo. Y eso me lleva a cultivar el engaño, porque no les digo que estoy despierta-- ¡O no! El hecho es que John me está dando un poco de miedo. Parece bastante raro a veces y aún Jennie me da una mirada inexplicable. Se me ocurre en ocasiones, digamos como hipótesis científica--¡que quizás sea el papel tapiz! He observado a John cuando el no sabe que lo estoy viendo y yo he entrado a la habitación de repente dando escusas del todo inocentes y lo he pescado varias veces mirando fijamente el papel. Igualmente a Jennie. Pesque a Jennie con su mano sobre el papel tapiz una vez. No se había dado cuenta que yo estaba en la habitación, y cuando le pregunté en voz callado, muy callada, de la manera más reservada posible, que es lo que hacía con el papel tapiz—se dio vuelta hacia mí como si la hubiera pescado robando y se miraba muy enojada—me preguntó por qué la había asustado de esa manera. Luego dijo que el papel manchaba todo lo que tocaba, que había encontrado manchones amarillos en toda mi ropa y en la de John, y le gustaría que tuviéramos más cuidado. ¿Eso sonaba inocente, no? Pero yo se que ella estudiaba ese diseño y estoy determinada que nadie lo va a descifrar más que yo.

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La vida es mucho más emocionante de lo que era antes. Como ven, tengo algo más que puedo esperar, que puedo anticipar, que puedo observar. En verdad que si como mejor y estoy más tranquila que antes. John está tan contento de verme mejorar. Se rió un poco el otro día y dijo que parecía que yo estaba floreciendo a pesar de mi papel tapiz. Yo lo distraje con una risa. No tenía la menor intención de decirle que era precisamente por el papel tapiz—me haría burla. Quizás hasta me querría llevar de aquí.

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Ahora ya no me quiero ir hasta que lo haya descubierto. Hay una semana más y pienso que será suficiente.

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¡Me estoy sintiendo mucho, mucho mejor! No duermo mucho por la noche, pues es tan interesante contemplar las novedades; pero duermo bastante durante el día. En el día me cansa y me perpleja.

Siempre hay nuevos tallos en los hongos y nuevos matices de amarillo cubriendo todo. No puedo mantener la cuenta de ellos, aunque lo he tratado concienzudamente.

Es de un amarillo extraño, ese papel tapiz. Me hace pensar en todas las cosas amarillas que he visto jamás—no las que son bellas como los botones de oro, sino cosas amarillas viejas repugnantes y asquerosas.

Pero hay algo más acerca de ese papel— ¡como huele! Lo note desde el momento en que entramos a esta habitación, pero con tanto aire y sol, no era tan malo. Ahora hemos tenido una semana de neblina y lluvia y estén o no abiertas las ventanas, el olor está aquí.

Y penetra por toda la casa. Lo encuentro flotando en el comedor, merodeando en la sala, escondiéndose en

la entrada y esperándome en la escalera. Se me mete en el cabello. Aún cuando salgo a montar, volteo de pronto la cabeza y lo sorprendo— ¡ahí

está el olor! ¡Y es un olor tan peculiar! Me he pasado las horas enteras tratando de

analizarlo, de encontrar a que se parece el olor. No es tan malo—de primero y hasta tierno, pero es el olor más sutil y perdurable

que jamás me haya encontrado. En este clima húmedo, es terrible. Me despierto en la noche y lo encuentro

colgando sobre mí. Al principio me molestaba. Pensé seriamente en quemar la casa—solo para

llegarle al olor. Pero ahora ya me acostumbré a él. La única cosa que pienso se asemeja a ese

olor es el color del papel tapiz. Un olor amarillo. Existe una marca medio rara en la pared, bastante baja, cerca del remate. Una

raya que corre todo alrededor de la habitación. Pasa por detrás de cada mueble, menos la cama, un manchón largo, recto, parejo, como si lo hubiera tallado una y otra vez.

Me pregunto cómo fue hecho y quién lo hizo y por qué lo hicieron. Dando vuelta y vuelta y vuelta—vuelta y vuelta y vuelta—me causa mareo.

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Al fin de verdad he descubierto algo. A través de estar pendiente toda la noche, cuando tiene tantos cambios,

finalmente lo he descubierto.

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El diseño anterior sí se mueve— ¡y no es de sorprenderse! La mujer que está detrás lo sacude.

Hay veces que pienso que hay un gran número de mujeres detrás, y a veces que solo hay una, y esa gatea con gran rapidez y al gatear lo sacude por todas partes.

Luego en las partes muy brillantes se mantiene quieta y en las partes muy sombreadas solo se agarra de los barrotes y los sacude con fuerza.

Y todo el tiempo se está esforzando en salir trepando. Pero nadie podría salir trepando a través de ese diseño—lo estrangula a uno; pienso que es la razón que tiene tantas cabezas.

Se tratan de atravesar y el diseño las estrangula y las voltea patas arriba y pone blancos los ojos.

Si estuvieran cubiertas esas cabezas o se quitaran no sería la mitad de espantoso.

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Yo pienso que esa mujer se sale en el día. Y les diré por qué—en privado— ¡porque yo la he visto! La puedo ver por cualquiera de mis ventanas. Es la misma mujer, lo sé, porque siempre está gateando y la mayoría de las

mujeres no gatean a la luz del día. La veo sobre ese camino largo bajo los árboles, avanzando a gatas, y cuando se

acerca un carruaje se esconde debajo de la enredadera de zarzamoras. No la culpa ni un tantito. Debe ser bastante humillante el que la vean a uno

gateando a la luz del día. Siempre cierro la puerta con llave cuando gateo en el día. No puedo hacerlo en

la noche, porque John sospecharía algo de inmediato. Y John está tan raro ahora, que no deseara irritarlo. Quisiera que se fuera a otra

habitación. Además, no quiero que nadie saque a esa mujer en la noche más que yo. Seguido me pregunto si pudiera verla si me asomara por todas las ventanas a

un solo tiempo. Pero, dándome vuelta tan aprisa como me es posible, solo puedo ver por una

ventana a la vez. Y aunque siempre la veo, es posible que ella gatea más aprisa de lo que yo

puedo voltear. Hay veces que la he visto en la lejanía en campo abierto, gateando tan rápido

como la sombra de una nube frente a un viento fuerte.

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Si solo el diseño anterior se pudiera quitar de encima del que está debajo. Tengo intención de tratar de hacerlo, poquito a poquito.

He descubierto otra cosa medio chistosa, pero no lo voy a decir por ahora. No conviene confiar demasiado en la gente.

Solo me quedan dos días más para despegar este papel, y creo que John ha empezado a darse cuenta. No me gusta la mirada en sus ojos.

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Y lo escuche que le preguntó a Jennie toda suerte de preguntas profesionales sobre mí. Tenía un reporte muy satisfactorio sobre mí.

Dijo que yo dormía bastante durante el día. John sabe que yo no duermo bien en la noche, aunque me quedo muy calladita. Me preguntó toda suerte de preguntas a mí también y simulaba ser muy

cariñoso y amable. ¡Como si no lo conociera bien! Sin embargo, no me sorprende que se porte así, durmiendo bajo ese papel tapiz

por tres meses. Solo me interesa a mí, pero tengo la seguridad que John y Jennie han sido

afectados secretamente por él.

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¡Hurra! Este es el último día, pero es suficiente. John se quedó en la ciudad anoche, y no vendrá hasta hoy ya tarde.

Jennie quería dormir conmigo—la muy ladina—pero yo le dije que sin duda descansaría mejor si pasara una noche yo sola.

Fue muy listo de mi parte, porque en verdad no estaba sola para nada. Tan pronto apareció la luz de luna y esa pobre criatura empezó a gatear y sacudir el diseño, me levanté y corrí a ayudarla.

Yo jalé y ella sacudió, sacudí yo y jaló ella y antes de que amaneciera, habíamos pelado metros de ese papel.

Una tira que medía tan alta como mi cabeza y que alcanzaba llegar a la mitad de la habitación.

Y luego cuando el sol salió y ese diseño espantoso empezó a reírse de mí, declaré que lo terminaría ese mismo día.

Mañana nos vamos y están bajando todos mis muebles de nuevo para dejar las cosas como habían estado antes.

Jennie se asombró al ver la pared, pero yo le dije alegremente que lo hizo por puro despecho con esa cosa tan maliciosa.

Ella se rió y dijo que no le hubiera importado haber hecho lo mismo, pero que no me debía cansar.

¡Cómo se traicionó a sí misma en esa ocasión! Pero yo estoy aquí y ninguna persona puede tocar este papel tapiz más que

yo— ¡estando viva! Me trató de sacar de la habitación—era demasiado evidente. Pero yo dije que

ya estaba tan callada y vacía y limpia ahora, que pensaba recortarme de nuevo y dormir todo lo que pudiera; y que no me despertaran ni siquiera para la cena—que yo llamaría cuando despertara.

De manera que ella se ha ido y los sirvientes se han ido y las cosas se han ido y no hay nada aquí más que este gran armazón de cama clavado al piso, con el mismo colchón de lona que encontramos cuando llegamos.

Dormiremos en la planta baja esta noche y tomaremos el buque a nuestro hogar mañana.

Disfruto mucho de esta habitación ahora que está vacía otra vez.

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¡De qué manera jugaron como locos esos niños en este lugar! El armazón de cama está roído por todas partes. Pero debo ponerme a trabajar. Cerré la puerta con llave y arrojé la llave al sendero que corre por enfrente. No quiero salir y no quiero que nadie entre hasta que llegue John. Quiero asombrarlo. Tengo una soga acá arriba que ni siquiera Jennie pudo encontrar. Si esa mujer

se sale y trata de escapar, la puedo amarrar. Pero se me olvidó que no puedo alcanzar muy arriba sin algo en que pararme. Esta cama no se puede mover. Traté de levantarla y empujarla hasta que me quedé coja y luego me dio tanto

coraje que le arranque de una mordida un pedacito de una esquina—pero me lastimé los dientes.

Luego pelé todo el papel tapiz que pude alcanzar parada sobre el piso. Se adhiere horriblemente y el diseño solo lo disfruta. Todas esas cabezas estranguladas y ojos bulbosos y brotes de hongos huyendo como patos hacen burla chillando.

Estoy lo suficiente enojado como para tratar algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero los barrotes son demasiado fuertes para ni siquiera intentarlo.

Además no lo haría. Claro que no. Sé bastante bien que un paso como ese sería impropio y podría ser mal interpretado.

Ya ni siquiera quiero asomarme por las ventanas—hay tantas de esas mujeres que gatean y gatean tan de prisa.

Me pregunto, ¿todas salieron del papel tapiz como lo hice yo? Pero estoy bien sujetada por la soga que escondí tan bien— ¡no me van a sacar

al camino nada más porque sí! Me supongo que tendré que regresar detrás del diseño cuando llegue la noche y

eso es difícil. ¡Es tan agradable el estar en este enorme cuarto y poder gatear como a mí me

plazca! No quiero salir afuera. No lo hare, aunque me lo pida Jennie. Porque allá afuera tienes que gatear sobre el suelo y todo está verde en lugar de

amarillo. Pero aquí puedo gatear deslizándome por el piso y mi hombro encaja justo en

esa ranura larga que le da vuelta a la pared, de manera que no me puedo perder. Válgame, ¡ahí está John a la puerta! No tiene caso, joven, no la puede abrir. ¡Cómo llama a gritos y golpea! Ahora grita que le traigan un hacha. Sería una pena romper a hachazos esa bella puerta. “John, querido,” le digo en mi voz más dulce, “la llave está a un lado de la

escalera de enfrente, debajo de una hoja de plátano.” Eso lo acalló por unos cuantos momentos. Luego dijo—también en voz muy baja, “Abre la puerta, querida.” “No puedo,” le dije. “La llave esta a un lado de la puerta de enfrente debajo de

una hoja de plátano.”

Page 14: El Tapiz de Papel Amarillo, Charlotte Perkins Gilman (1899)

Y luego lo repetí varias veces, con voz tierna y lentamente y lo dije tantas veces que tuvo que ir a ver y, claro, la encontró y pudo entrar. Se detuvo de pronto en la puerta.

“¿Qué es lo que pasa?” gritó. “Por el amor de Dios, ¿qué es lo que estás haciendo?”

Seguí gateando de todos modos, pero lo miré por encima de mi hombro. “Me he escapado al fin,” le dije, “a pesar de ti y de Jane. Y he pelado la mayoría

del papel tapiz, así que no me pueden meter de nuevo.” Ahora, ¿explíquenme por qué se desmayo ese hombre? Lo cierto es que lo hizo

y justo en mi camino a un lado de la pared de manera que tuve que gatear por encima de él cada vez que daba una vuelta.

Page 15: El Tapiz de Papel Amarillo, Charlotte Perkins Gilman (1899)

Incidente de Natasha Trethewey

Contamos la misma historia cada año―

como nos asomamos por las ventanas, las persianas corridas―

a pesar de que en verdad no ocurrió nada, el césped chamuscado esta verde de nuevo.

Nos asomamos por las ventanas, las persianas corridas ―

a la cruz toda atada como árbol de navidad, el césped chamuscado sigue verde. Y luego oscurecimos nuestras piezas y encendimos quinqués a prueba de viento. A la cruz toda atada como árbol de navidad, reunidos los cuantos hombres, ángeles blancos en sus togas. Oscurecimos nuestras piezas y encendimos quinqués a prueba de viento, temblaban las mechas en sus fuentes de aceite. Parecía reunión de ángeles, esos hombres blancos en sus togas. Cuando terminaron, se fueron sin hacer ruido. Nadie vino. La noche entera temblaron las mechas en sus fuentes de aceite; por la mañana ya eran tenues las flamas. Cuando terminaron, se fueron los hombres sin hacer ruido. Nadie vino. En verdad no ocurrió nada. Por la mañana ya eran tenues las flamas. Contamos la misma historia cada año.

Page 16: El Tapiz de Papel Amarillo, Charlotte Perkins Gilman (1899)

Rubia de Natasha Trethewey Ciertamente era del todo posible—que en alguna parte de los genes de mis padres hubiera características recesivos que a lo mejor me dieran una apariencia diferente: no los lóbulos pegados o los ojos verdes de mi padre, pero otro color de cabello—el preferido-de-los-caballeros, se-divierten-más rubio. Y con el color de mi piel, como un buen bronceado –una mezcla pareja de la de mis padres— yo podía pasar como blanca. Cuando desperté el día de Navidad para encontrar una peluca rubia, un tutú de tul rosa con lentejuelas, y una muñeca rubia bailarina de ballet, casi tan alta como yo, no sabía cómo preguntar, ni pienso que importara, si había habido una versión morena. Esto fue años antes que mi abuelita acurrucara un bebé moreno oscuro en nuestro pesebre, años antes que yo lo comprendiera como un manual de instrucción a una niñez en Mississippi. En vez de eso, me pavoneé por nuestra sala en un remolino de posibilidad, mis padres contemplando a su de pronto extraña criatura. En la fotografía que tomó mi madre, mi padre—casi fuera del marco—se ve como se habría visto José al contemplar el nacimiento milagroso: yo estoy en primer plano— mi peluca rubia una aureola radiante, el parecido recién nacido a la criatura que la casualidad, las pocas probabilidades, de que fuera yo la que se les hubiera entregado.

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La Mujer en el Siglo Diecinueve

Fragmento de un ensayo de Margaret Fuller / Originalmente

publicado en 1843

Si el pensamiento y sentimiento alguna vez fueran tan elevados que el Hombre debiera

considerarse a sí mismo como hermano y amigo, pero de ningún modo señor y tutor, de la

Mujer, -- si realmente estuviera vinculado a ella por veneración equitativa -- los arreglos en

cuanto a función y empleo serian inconsecuentes. Lo que la Mujer necesita no es actuar o

gobernar como mujer, sino ser una naturaleza que se desarrolla, una inteligencia que distingue,

un alma que vive libremente y sin impedimento, para desenvolver aquellos poderes que se le

dieron cuando dejamos atrás nuestro hogar común. Si se le dieron menos talentos, y sin

embargo se le permite el uso libre y pleno de ellos, para que pueda ella rendir al dador de

nuevo lo suyo con creces, ella no se quejará; al contrario, me atrevo a decir que bendecirá y se

regocijará en su lugar de nacimiento, su destino terrenal. Consideremos cuales son los

obstáculos que impiden esta buena era, y que señales dan razón para esperar que se acerca.

Estaba hablando sobre este asunto con Miranda, una mujer, quien, si hay alguien en el mundo

que pueda, pudiera hablar sin calor ni amargura de la situación de su sexo. Su padre era un

hombre que no albergaba ninguna reverencia sentimental hacia la Mujer, sino una creencia

firme en la igualdad de los sexos. Ella era su hija mayor, y él había llegado a una edad en que

necesitaba compañía. Desde el momento en que ella pudo hablar y manejarse sola, él se

dirigía a ella no como un juguete, sino como una mente viviente. Entre los pocos versos que él

llegó a escribir había una copia dirigida a esta hija, cuando le cortaron sus primeros rizos; y la

reverencia que expresó en esta ocasión por esa preciada cabeza, nunca la negó. Para él era el

templo del intelecto inmortal. Sin embargo, respetaba demasiado a su criatura, para ser un

padre consentidor. Esperaba de ella juicio claro, valor, honor y fidelidad; en otras palabras,

tales virtudes conocidas por él. Hasta donde él poseía las claves de las maravillas de este

universo, le permitía su uso libre, y, con la incentiva de lo mucho que esperaba de ella,

prohibió, en cuanto era posible, que ella dejara que el privilegio permaneciera en desuso.

De esa manera ésta niña fue llevada a temprana edad a sentirse criatura del espíritu. Tomó su

lugar fácilmente, no solo en el mundo del ser organizado, sino en el mundo de la mente. Se le

dio un digno sentido de autosuficiencia como su porción total, lo que fue para ella un ancla

segura. Estando ella anclada con seguridad, sus relaciones con los demás fueron establecidas

con igual seguridad. Tenía la fortuna de tener una ausencia total de esos encantos que

pudieran exponerla a recibir halagos perturbadores, y en una naturaleza eléctrica la cual

repelaba aquellos que no le pertenecían, y atraía a los que sí. Con hombres y mujeres sus

relaciones eran nobles,--afectuosas sin pasión, intelectuales sin frialdad. El mundo era libre

para ella, y vivía libremente en él. La adversidad le llegó de fuera y también el conflicto interno;

pero esa fe y amor propio habían sido despertados a temprana edad que siempre debe

conducir, finalmente, hacia una serenidad exterior y una paz interna.

Page 18: El Tapiz de Papel Amarillo, Charlotte Perkins Gilman (1899)

Siempre pensé de Miranda como un ejemplo, que las restricciones sobre el sexo femenino eran

insuperables solo para aquellos que consideran que lo eran, o los que ruidosamente tratan de

derribarlas. Ella había tomado su propio camino y ningún hombre le estorbaba en él. Muchos

de sus actos habían sido poco usuales, pero sin causar ningún furor. Pocos ayudaron, pero

ninguno la obstruyó; y los muchos hombres que conocían su mente y su vida, le mostraron

confianza como a un hermano, ternura como a una hermana. Y no solo hombres refinados sino

los muy bastos aprobaban y ayudaban a una en quien veían determinación y claridad de

propósito. Su mente era la que seguido iba por delante, siempre efectiva.

Cuando hable con ella sobre estos asuntos, y había dicho más bien lo que he escrito, me

contesto sonriendo: “Y sin embargo debemos admitir que he sido afortunada, y esto no debería

ser. La confianza inicial de mi buen padre indicó la primera predisposición, y claro, lo demás

siguió. Es cierto que he tenido menos ayuda de fuera, en los últimos años, que la mayoría de

las mujeres; pero eso es de poca consecuencia. La religión fue despertada en mi alma a

temprana edad, --el sentido de que lo que el alma es capaz de pedir tiene que alcanzar, y que,

aunque puede ser que reciba ayuda e instrucción de otros, debo depender de mi misma como

la única amiga constante. Esta autosuficiencia, la cual fue respetada en mí, es menospreciada

como si fuera una falta en la mayoría de las mujeres. Se les enseña a aprender su regla desde

afuera, no a desenvolverla desde adentro.

“Esta es la falla del Hombre, quien es aun vanidoso, y desea ser más importante para la Mujer

que, por derecho, debiera ser.”

“Los hombres no han mostrado esta disposición hacia ti,” le dije.

“No; porque la posición que desde el principio pude tomar fue una de autosuficiencia. Y si todas

las mujeres tuvieran la certeza de lo que quieren como la tenía yo, el resultado sería igual. Pero

se encuentran tan abrumadas con preceptos impuestos por sus guardianes, quienes piensan

que no hay nada tanto que temer para una mujer como la originalidad de pensamiento o

carácter, que sus mentes están perturbadas con dudas hasta que pierden la oportunidad de

proporciones justas y libres. La dificultad es la de guiarlas hasta el punto de que desarrollen

con naturalidad amor propio, y aprendan a valerse por sí mismas.

“En un tiempo pensé que los hombres ayudarían a promover este estado de cosas más que lo

creo ahora. Vi a tantos de ellos infelices en las relaciones que habían formado por debilidad y

vanidad. Parecían tan contentos de mostrar cariño siempre que podían.”

“’Los brazos suaves del afecto’ decía uno de los espíritus más conscientes, ‘no me serían

suficientes, a menos que pueda ver la fortaleza de los brazaletes de acero.’

“Pero pronto me di cuenta que los hombres nunca, en cualquier extremo de desesperación,

desearon ser mujeres. Por el contrario, estaban siempre listos a mofarse uno del otro, al menor

signo de debilidad, con, ‘No eres tu como las mujeres, que,’”-

“La frase termina de varias maneras, según la ocasión y la retórica del que habla. Cuando

admiraban a cualquier mujer, solían hablar de ella como que estaba por ‘encima de las de su

sexo’. En silencio observaba yo esto, y temí argumentar contra un escepticismo arraigado, que

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por años lleva sujetándose al corazón, y que solo una era de milagros podría erradicar.

Siempre he sido tratada con gran sinceridad; y lo miré como un momento singular de esto,

cuando un amigo íntimo del sexo opuesto me dijo en un momento de fervor, que ‘merecía yo en

alguna estrella, ser hombre’. Se sintió muy sorprendido cuando le revelé mi modo de ver mi

posición y mis esperanzas, cuando le declare mi fe en que el lado femenino, el lado de amor,

de belleza, de santidad, tendría ahora su plena oportunidad, y que si uno u otro era mejor, era

mejor ahora el ser mujer pues aun el más pequeño logro de bien impulsaba una obra especial

de nuestro tiempo. Se sonrió incrédulo. ‘Ella trata de hacer de ello lo mejor que se puede’,

pensó él. ‘Dejemos que el judío crea en el orgullo del judaísmo, pero soy más listo, y sé lo que

es cierto’.

“Otro usó como el más grande elogio, hablando de un personaje en literatura, las palabras ‘una

mujer viril.

“Así pues en el noble pasaje de Ben Jonson:

‘Pretendí que la estrella matutina no surgiera más brillante,

Ni su influencia derramara desde su lugar luciente;

Pretendí que ella fuera cortes, complaciente, dulce,

Libre de ese solemne vicio de grandeza, el orgullo;

Pretendí que cada suavísima virtud allí se encontrara,

Apta para reposar en tal suave seno,

Solo un alma entendida y viril

A ella le propuse, que si con iguales poderes

Puede controlar la roca, el huso, y las tijeras

Del destino, e hilar sus propias horas libres.’ ”

“Pienso,” dije, “que eres demasiado meticulosa al poner reparos a esto. Jonson, al usar la

palabra ‘viril’, solo trataba de poner la imagen más alta, su destino verdadero, e inteligente con

color más profundo.” “Y sin embargo,” dijo ella, “es tan invariable el uso de esta palabra en que

la cualidad heroica se debe describir, y me siento tan segura de que la persistencia y el valor

son cualidades tan femeninas como las más viriles cualidades, que yo cambiaria estas palabras

por otras con un sentido más amplio, arriesgando estropear la finura del verso. Leamos, ‘Un

alma elevada e instruida,’ y estaría yo satisfecha. Que no se diga, en dondequiera que haya

energía o genio creativo, ‘Ella tiene una mente masculina.’

Esto de ninguna manera indica una falta voluntaria de generosidad hacia la Mujer. El Hombre

es tan generoso hacia ella como sabe serlo. En dondequiera que ella ha surgido en la historia

nacional o privada, y noblemente resplandece en cualquier forma de excelencia, los hombres la

han recibido, no solo de buena gana, sino con triunfo. Sus encomios, de hecho, son siempre,

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en algún sentido, mortificantes; muestran demasiada sorpresa. “¿Puedes ser tú?” exclama a la

Cenicienta transformada; “bueno, yo no lo hubiera pensado, pero estoy muy contento. Diremos

a todos que has ‘superado tu sexo.’”

En la vida diaria, los sentimientos de muchos están manchados de vanidad. Cada uno desea

ser señor en un mundo pequeño, ser superior por lo menos de un otro; y no se siente

suficientemente fuerte para retener una ascendencia por toda la vida sobre un carácter fuerte.

Solo un Teseo podía conquistar antes de casarse con la reina Amazona. Hércules deseaba,

más bien, descansar con Deyanira, y recibió la manto envenenada como justa recompensa. El

cuento debería ser relatado a todos aquellos que buscan reposo con los débiles.

Pero el Hombre no solo es vanidoso y apegado al poder, sino la misma falta de madurez, que

le afecta moralmente, previene que pueda discernir intelectualmente el destino de la Mujer. El

muchacho no quiere una mujer, sino solo una muchacha para jugar a la pelota con él y le borde

su pañuelo.

Así, en La Dignidad de la Mujer de Schiller, aun tan hermoso como es este poema, no hay un

hombre perfecto y serio,” sino solo un gran muchacho que debe ser suavizado y dominado por

la influencia de las muchachas. Los poetas –los hermanos mayores de su raza—usualmente

han visto más allá, ¿pero que puede uno esperar de hombres comunes, si Schiller no fue más

profético en cuanto a lo que deben ser las mujeres? Aun con Richter, su idea principal de una

cualidad de esposa es de que ella pudiera “cocinarle algo bueno”. Pero como este es un tema

delicado, y estamos en constante riesgo de ser acusadas de hacer de menos lo que se llama

“las funciones,” permítanme decir, en nombre de Miranda y mío, que tenemos un gran respeto

por aquellas que “cocinan algo bueno”, que crean y mantienen buen orden en las casas, y

preparan dentro de ellas un resplandeciente atuendo para sus dignos habitantes, dignos

huéspedes. Solo que estas “funciones” no deben ser rutinarias, o necesidad obligada, sino

parte de la vida. Dejemos que Ulises conduzca a las reses a casa, mientras que Penélope

amontona los aromáticos panes; los dos están bien empleados si estas cosas son hechas con

intención y amor, voluntariamente. Pero Penélope no fue hecha para ser panadera o tejedora

solamente, ni Ulises para ser ganadero.

Los sexos no deberían solo corresponder a y apreciar, sino profetizar uno al otro. En casos

individuales esto sucede. Dos personas aman en cada uno el bien futuro que ayudan uno a otro

a desenvolver. Esto es imperfectamente o rara vez hecho en la vida normal. El Hombre ha

avanzado muy poco; ahora espera para ver si la Mujer puede mantener el paso con él; pero, en

lugar de alentarla como un buen hermano, “Lo puedes hacer, si solo lo piensas”, o de forma

impersonal, “Cualquiera lo puede hacer si lo trata de hacer”; seguido desanima con alardeo de

muchacho escolar: “las muchachas no pueden hacer eso; las muchachas no pueden jugar a la

pelota.” Pero no más dejen que alguien desafíe sus pullas, que salga adelante y sea valerosa y

segura, entonces desgarran el aire con sus gritos.

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En Búsqueda de los Jardines de Nuestras Madres:

La Creatividad de las Mujeres Afro-Americanas en el sur de Alice Walker

1974

Le describí su propia naturaleza y temperamento. Les dije que necesitaban una vida más amplia para su expresión. . . Le expliqué que en lugar de las vías apropiadas, sus emociones se habían derramado sobre senderos que las habían disipado. Hablé, hermosamente me pareció, acerca de un arte que nacería, un arte que abriría el camino para las mujeres como ella. Le pedí que tuviera esperanza y labrara una vida interna contra la llegada de ese día. . . Canté, con un temblor extraño en mi voz, una canción de promesa. “Avey,” Jean Toomer, Cane El poeta hablaba con una prostituta que se queda dormida mientras él está hablando. Cuando el poeta Jean Toomer paseaba por el Sur a principios de los años veinte, descubrió algo curioso: las mujeres Afro-Americanas cuya espiritualidad era tan intensa, tan profunda, tan inconsciente, que ellas mismas ignoraban la riqueza que albergaban. Tropezaban ciegamente por sus vidas: criaturas tan abusadas y mutiladas en sus cuerpos, tan disminuidas y confundidas por el dolor, que se consideraban a sí mismas indignas aún de esperanza. En las abstracciones desinteresadas en que se convirtieron sus cuerpos para los hombres que las usaban, se hicieron ellas más que “objetos sexuales”, aun más que meramente mujeres: se convirtieron en Santas. En lugar de ser percibidas como personas completas, sus cuerpos se hicieron santuarios aptos para el culto. Estas “Santas” dementes miraban con fijeza al mundo, salvajemente, como locas—o calladamente, como suicidas; y el “Dios” que estaba en su mirada estaba tan mudo como una piedra grande. ¿Quiénes eran estas “Santas”? ¿Estas mujeres dementes, chifladas que dan lástima? Algunas de ellas, sin lugar a dudas, eran nuestras madres y abuelas. En el calor inmóvil de la Era de Reconstrucción Posterior en el Sur, esto es lo que aparentaban ser a Jean Toomer: mariposas exquisitas atrapas en una miel maligna, desgastando sus vidas trabajando en una era, un siglo, que no las reconocía, más que como “la mula del mundo”. Soñaban sueños que nadie conocía—ni siquiera ellas mismas, de alguna forma coherente—y veían visiones que nadie podía comprender. Vagaban por los campos o se sentaban y canturreaban cantos de cuna a los fantasmas y dibujaban la madre de Cristo con carboncillo en las paredes del juzgado. Forzaron a sus mentes a abandonar sus cuerpos y sus espíritus luchadores buscaban alzarse, como remolinos frágiles, de la arcilla roja y dura. Y cuando esos remolinos

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frágiles caían, en partículas dispersas, sobre el terreno, nadie estuvo de luto. En lugar de eso, los hombres encendieron velas para celebrar la desolación que quedaba, como lo hace la gente que entra a un espacio bello pero vacío para resucitar a un Dios. Nuestras madres y abuelas, algunas de ellas: en movimiento al ritmo de la música que aun no se ha escrito. Y esperaron. Esperaron que llegara el día en que la cosa desconocida que había dentro de ellas se diera a conocer; pero adivinaron, de algún modo en su oscuridad, que para ese día de su revelación habrían ya muerto hacía tiempo. Por lo tanto para Toomer caminaban, y aun corrían, en cámara lenta. Porque no iban a parte alguna de inmediato y el futuro no estaba aun a su alcance. Y los hombres se apoderaron de nuestras madres y abuelas, “pero no había placer que sacaban de ello”. Tan compleja era su pasión y su calma. Para Toomer, yacían vacías e improductivas como campos de otoño en que nunca llegaba el tiempo de la cosecha: y las observaba unirse en matrimonios sin amor, sin alegría; y hacerse prostitutas sin oponer resistencia; y convertirse en madres de niños, sin sentirse realizadas. Ya que estas abuelitas y madres nuestras no eran “Santas,” pero Artistas; impulsadas a una locura paralizante y sangrienta por las fuentes de creatividad en ellas para las cuales no había liberación. Eran Creadoras, viviendo vidas de desperdicio espiritual, porque eran riquísimas en espiritualidad—lo cual es la base del Arte—que la presión de suportar su talento sin usarse y no deseado las llevaba a la locura. El descartar esta espiritualidad era un intento patético de alivianar el peso del alma a uno que sus cuerpos desgastados de trabajo y abusados sexualmente pudieran aguantar. ¿Qué significaba para una mujer Afro-Americana el ser artista en los tiempos de nuestras abuelitas? Es una pregunta que tiene una respuesta tan cruel que congela la sangre. ¿Tuviste un genio de tátara-abuela quien murió bajo el látigo de un capataz ignorante y depravado? ¿O estaba obligada a hornear bísquets para un vagabundo flojo salido de un lugar de mala muerte, cuando gritaba en su alma con el deseo de pintar acuarelas de puestas de sol o de la lluvia cayendo sobre pastizales verdes y pacíficos? ¿O estaba su cuerpo quebrantado y forzada a tener hijos (que era frecuente que se los quitaran para venderlos) —ocho, diez, quince, veinte niños—cuando su única alegría era el pensamiento de modelar, en piedra o arcilla, figuras heroicas de Rebelión? ¿De qué manera se mantuvo viva la creatividad de la mujer Afro-Americana, año tras año y siglo tras siglo, cuando por la mayoría de los años en que las gentes de origen Africano han estado en América, era un crimen castigable que aprendieran a leer o escribir? Y la libertad de pintar, esculpir, expandir la mente con acción, ¿no existía? Consideren, si pueden aguantar imaginarlo, cual hubiera sido el resultado si también el cantar hubiera sido prohibido por la ley. Escuchen las voces de Bessie Smith, Billie

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Holiday, Nina Simone, Roberta Flack y Aretha Franklin, entre otras, e imagínense esas voces amordazadas de por vida. Entonces pueden empezar a comprender las vidas de nuestras madres y abuelas “dementes” y “santas.” La agonía de las vidas de mujeres que pudieron haber sido Poetas, Novelistas, Ensayistas y Escritoras de Cuentos Cortos, quienes murieron con sus verdaderos dones ahogados dentro de ellas. Y si esto fuera el final de la historia, tuviéramos causa de gritar como en mi paráfrasis del gran poema de Okot p’Bitek: O, mujeres de mi clan ¡Vamos a llorar todas juntas! Vengan, Lloremos la muerte de nuestra madre, La muerte de una Reina La ceniza que quedo, De ese fuego enorme, O este caserío está completamente muerto Cierren las entradas Con espinas de lacari, Porque nuestra madre La creadora de la planta madre ¡está perdida! Y todas las mujeres jóvenes ¡Han perecido en el desierto! Pero esto no es el final de la historia, porque todas las mujeres jóvenes—nuestras madres y abuelas, nosotras mismas—no hemos perecido en el desierto. Y si nos preguntamos a nosotras mismas por qué y buscamos y encontramos la respuesta, conoceremos, más allá de todos los esfuerzos por borrarlo de nuestras mentes, lo que somos las mujeres Afro-Americanas. Un ejemplo, quizás el más patético, el más, pero mucho más malinterpretado, nos proporciona un telón de fondo: Phillis Wheatley, una esclava en los 1700s.

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Virgina Woolf, en su libro, A Room of One’s Own (Una Habitación Propia) escribió que para que una mujer pudiera escribir ficción necesitaba tener dos cosas, ciertamente: una habitación propia (con llave y candado) y suficiente dinero para mantenerse a sí misma. ¿Qué podemos hacer con alguien como Phillis Wheatley, una esclava, que no era dueña de nada ni siquiera de sí misma? Esta niña Negra, frágil y enfermiza, que a veces requería una sirvienta propia—su salud era tan precaria—y quien, si hubiera sido blanca se le hubiera considerado el intelecto superior a todas las mujeres y a la mayoría de los hombres de la sociedad de su tiempo. Virginia Woolf siguió escribiendo, no hablando claro de nuestra Phillis, que “cualquier mujer que nació con un gran don en el siglo dieciséis [sustituir siglo dieciocho, sustituir mujer Negra, sustituir nacida o hecha esclava] ciertamente hubiera enloquecido, o se hubiera pegado un tiro, o hubiera terminado sus días en una choza solitaria fuera del pueblo, mitad bruja, mitad hechicera [sustituir Santa], temida y el blanco de burlas. Porque se necesita poca habilidad y sicología para estar segura que una mujercita altamente talentosa que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera sido tan frustrada e impedida por instintos contrarios [agregar cadenas, armas, el látigo, siendo el cuerpo de uno la propiedad de alguien más, sumisión a una religión extranjera] de seguro hubiera perdido su salud y juicio.” Las palabras claves, según se relacionan a Phillis, son “instintos contrarios.” Porque cuando leemos la poesía de Phillis Wheatley—al igual que cuando leemos las novelas de Nella Larsen o la autobiografía que suena extrañamente falsa de esa la más libre de todas las mujeres escritoras Afro-Americanas, Zora Hurston—se encuentra evidencia de esos “instintos contrarios por todos lados. Sus lealtades estaban completamente divididas, al igual, sin lugar a duda, su mente. ¿Pero cómo podía ser esto de ninguna otra manera? Capturada a los siete años, esclava de blancos acaudalados que la mimaban, que inculcaron en ella la idea de lo “salvaje” de África de la cual la habían “rescatado”… uno se pregunta si podía aun recordar su lugar de origen como lo había conocido o como en verdad era. Sin embargo, porque sí había tratado de usar su talento para la poesía en un mundo que la había hecho su esclava, ella estaba “tan frustrada e impedida por…instintos contrarios…de seguro hubiera ella perdido su salud…” En los últimos años de su breve vida, cargada no solo por la necesidad de expresar su don pero también con una “libertad” sin dinero y sin amigos y con varios hijos pequeños por los que estaba forzada a hacer trabajos agotadores para alimentarlos, perdió su salud. Sufriendo de malnutrición y de abandono y no sabemos qué agonías mentales, Phillis Wheatley murió. Tan desgarrada estaba la Negra, plagiada, esclavizada Phillis que su descripción de “la Diosa”—como poéticamente le llamaba ella a la libertad que no tenía—es irónica, cruelmente graciosa. Y lo que es más, ha sido motivo para que la ridiculicen por más

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de un siglo. Es usual que se lea antes de colgar la memoria de Phillis como la de una tonta. Se acerca la Diosa, se mueve divinamente bella, El olivo y el laurel sujetan su pelo rubio Doquier brilla esta nativa de los cielos Surgen encantos sin número y gracias recién llegadas. (El énfasis es mío.) Es obvio que Phillis, la esclava, peinaba la caballera de la “Diosa” cada mañana; antes, quizás, de traer la leche o preparar la comida de su ama. Tomó su imaginaria de la única cosa que vio elevada por encima de todo. Con la ventaja de la retrospectiva, preguntas “¿Cómo pudo hacerlo?” Pero al fin, Philiis, lo comprendemos. No más risitas disimuladas cuando nos fuerzan a leer tus líneas tiesas, forzadas y ambivalentes. Ahora ya sabemos que no eras una idiota o una traidora; solo una pequeña niña Negra enfermiza, arrancada de tu hogar y país y hecha esclava; una mujer que todavía luchaba por cantar la canción que era tu don, aunque en una tierra de barbajanes que te ensalzaban por tu lengua desconcertante. No es tanto el mérito por lo que cantabas, pero que mantenías viva, en muchos de nuestros antepasados, la noción del canto. Las mujeres Afro-Americanas son llamadas, en el folclor que tan acertadamente identifica el estatus de uno en la sociedad, “la mula del mundo,” porque nos han entregado las cargas que todos los otros—todos los otros—han reusado a cargar. Igualmente se nos ha llamado “Matriarcas,” “Supermujeres,” y “Viles y Malvadas Perras.” Sin mencionar “Castradoras” y “Mamá de Zafiro.” Cuando hemos rogado que nos comprendan, se ha distorsionado nuestro carácter; cuando hemos pedido simplemente cariño, se nos han entregado nombres inspiradores vacios, y luego se nos ha refundido en un rincón lejano. Cuando hemos pedido amor, se nos han dado hijos. En resumen, aun nuestros regalos más sencillos, nuestras labores de fidelidad y amor, se nos han devuelto atragantando nuestras gargantas. Ser una artista y una mujer Afro-Americana, aun hoy en día, rebaja nuestro estatus en muchos aspectos, en lugar de levantarlo: y sin embargo, seremos artistas. Por lo tanto, debemos sacar de nosotras mismas sin temor y examinar e identificar con nuestras vidas la creatividad viviente que conocieron algunas de nuestras bisabuelas, aun cuando no la “conocían,” la realidad de su espiritualidad, aun cuando no la reconocían más allá de lo que pasaba al cantar en la iglesia—y nunca tuvieron la intención de abandonarla.

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Cómo lo pudieron hacer: esas millones de mujeres Afro-Americanas que no eran Phillis Wheatley o Lucy Terry o Frances Harper o Zora Hurston o Nella Larsen o Bessie Smith—ni Elizabeth Catlett ni Katherine Dunham, tampoco—me llevó a escoger el título de este ensayo, “En Búsqueda de los Jardines de Nuestras Madres,” lo cual es un relato personal que al mismo tiempo es compartido por todas nosotras. Encontré, mientras pensaba en el mundo de gran alcance de la mujer creativa Afro-Americana, que es frecuente que la respuesta más certera a una pregunta que importa de verdad se puede encontrar muy cerca. De manera que no me sorprendió que mi propia madre surgiera en mi mente. A finales de los 1920s, mi madre huyó de su casa para casarse con mi padre. El matrimonio, aunque no el huir de casa, era algo que se esperaba que hicieran las chicas de 17 años de edad. Para cuando cumplió los 20, ya tenía dos niños y estaba encinta con el tercero. Cinco niños más tarde, nací yo. Y así es como llegué a conocer a mi madre: parecía como una mujer grande, suave, de ojos amorosos que rara vez demostraba impaciencia dentro de nuestro hogar. Su genio volátil y violento solo aparecía unas cuantas veces al año cuando entraba en batalla con el casero blanco quien tuvo la desgracia de sugerirle que sus hijos no tenían necesidad de asistir a la escuela. Hacía toda la ropa que nos poníamos, hasta los overoles de mi hermano. Fabricaba todas las toallas y las sábanas que usábamos. Se pasaba los veranos enlatando las verduras y las frutas. Se pasaba las noches de invierno haciendo colchonetas suficientes para cubrir todas nuestras camas. Durante el día “laboral,” trabajaba a un lado—no detrás—de mi papá en los campos. Su día comenzaba antes de que saliera el sol y no terminaba hasta bien entrada la noche. Nunca había un solo momento para que ella se sentara, sin que se le estorbara, para desenredar sus propios pensamientos privados; nunca un tiempo libre de interrupción—por el trabajo, por las preguntas ruidosas de sus muchos hijos. Sin embargo, es a mi madre—y a todas nuestras madres que no fueron famosas—a la que fui en búsqueda del secreto de qué ha alimentado ese amordazado y frecuentemente mutilado, pero vibrante, espíritu creativo que la mujer Afro-Americana ha heredado y que aparece en lugares salvajes e insospechados hasta hoy en día. ¿Pero cuando, preguntarás, tuvo mi mamá, sobrecargada de trabajo, tiempo para conocer o cuidar de alimentar el espíritu creativo? La respuesta es tan sencilla que muchas de nosotras hemos pasado años tratando de descubrirla. Constantemente hemos buscado hacia arriba cuando debíamos de haber buscado arriba y abajo. Por ejemplo, en la Institución Smithsonian en Washington, D.C., está colgada una colchoneta que no se parece a ninguna otra en el mundo. En fantasiosas, inspiradas pero sin embargo sencillas e identificables figuras, retrata la historia de la Crucifixión. Se considera excepcional, de valor incalculable. Aunque no sigue un patrón

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reconocido de elaborar colchonetas y a pesar de que está hecha de pedacitos y retazos de harapos sin valor, obviamente se conoce que es la labor de una persona de una imaginación potente y sentimiento espiritual profundo. Debajo de esta colchoneta vi una nota que decía que fue hecha “en Alabama por una mujer Afro-Americana desconocida, hace cien años.” Si pudiéramos localizar a esta mujer Afro-Americana “desconocida” resultaría ser una de nuestras abuelas—una artista que dejó su marca en los únicos materiales que podía costear y en el único medio que su posición en la sociedad le permitía usar. Como siguió escribiendo Virgina Woolf en Una Habitación Propia: “Sin embargo, genio de alguna clase tendría que haber existido entre las mujeres como existió entre la clase obrera. [Cambien esto a esclavos y a las esposas e hijas de aparceros.] De vez en vez una Emily Bronte o un Robert Burns [cambien esto a una Zora Hurston o a un Richard Wright] aparece como llama flameante y comprueba su presencia. Pero ciertamente nunca se ha grabado en algún papel. En cambio, cuando uno lee de una bruja que se le zambulló, de una mujer poseída por demonios [o Santidad], de una mujer sabia que vende hierbas [nuestras trabajadoras de raíz] o aun de un hombre notable que tuvo una madre, entonces pienso yo que estamos sobre la pista de una novelista perdida, una poeta suprimida, de una Jane Austen muda y sin gloria… Lo que es más, yo me atrevería a adivinar que Anon, quien escribió tantos poemas sin firmarlos, frecuentemente era una mujer…” Y por lo tanto nuestras madres y abuelas han, más seguido que no en forma anónima, pasado la chispa de la creatividad, la semilla de la flor que ellas mismas nunca esperan ver; o como una carta sellada, que no pudieron leer con claridad. Y así es, ciertamente, con mi propia madre. A diferencia de las canciones de “Ma” Rainey, que retienen el nombre de la compositora, aun cuando salen explotando de la boca de Bessie Smith, ninguna canción o poema llevara el nombre de mi madre. Sin embargo tantas de las historias que yo escribo, que todas escribimos, son las historias de mi madre. Es solo recientemente que me he dado cuenta plenamente de esto: que a través de los años que he escuchado las historias de mi madre sobre su vida, he absorbido no solo las historias mismas, pero también algo de la manera en que ella hablaba, algo de la urgencia que se relaciona al conocimiento de que sus historias—como su vida—necesitan ser documentadas. Es probablemente por esta razón que tanto de lo que he escrito ha sido sobre personajes cuyos homólogos en la vida real son muchos mayores de lo que yo soy. Pero el contar historias, que salían de los labios de mi madre de forma tan natural como respirar, no era la única manera que mi madre se revelaba como artista. Pues las historias eran igualmente sujetas a ser distraídas de manera que morían sin ser concluidas. Se debía empezar a preparar la cena y el algodón se debía piscar antes de que llegaran las grandes lluvias. La artista que era y es mi madre se me descubrió solo después de muchos años. Esto es lo que finalmente noté:

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Como Mem, un personaje en La Tercera Vida de George Copeland, mi madre adornaba con flores cualesquiera de las casas desvencijadas en las que estábamos forzados a vivir. Y no solo el típico macetón campestre de zinnias desmadejadas, tampoco. Plantaba jardines ambiciosos—todavía lo hace—con más de cincuenta diferentes variedades de plantas que florecen profusamente desde principios de marzo hasta fines de noviembre. Antes de dejar la casa para ir a los campos, regaba sus flores, recortaba el césped y acomodaba los cuadros nuevos. Cuando regresaba de los campos, podría ocuparse en dividir bulbos, escarbar una zanja, desenterrar y volver a plantar rosales, o podar las ramas de sus arbustos o árboles más altos—hasta que estaba demasiado oscuro para ver. Cualquiera fuera lo que ella plantara, crecía como por arte de magia, y su fama como cultivadora de flores se esparció por tres condados. Debido a su creatividad con sus flores, hasta mis recuerdos de pobreza los veo a través de una pantalla florida—girasoles, petunias, rosas, dalias, forsitia, spireas, delfinios, verbena—y así seguía y seguía. Y recuerdo que la gente venía al jardín de mi mamá para recibir esquejes de sus plantas; escucho de nuevo los elogios que llovían sobre ella, pues no importaba que suelo rocoso le tocara, ella lo convertía en un jardín. Una jardín tan esplendorosa de colores, tan original en su diseño, tan magníficamente lleno con vida y creatividad, que hasta nuestros días, la gente viene manejando has nuestra casa en Georgia—perfectos extraños e imperfectos extraños—y piden poder contemplar o caminar entre el arte de mi mamá. Me he dado cuento que solo cuando mi madre está trabajando con sus flores que se ve radiante, casi hasta el punto de ser invisible menos como Creadora: mano y ojo. Está involucrada en el trabajo que su alma necesita tener. Ordenando el universo en la imagen de su concepto personal de la Belleza. Su cara, mientras prepara el Arte que es su talento, es un legado de respeto que me deja a mí, que representa todo lo que ilumina y valora la vida. Me daba como herencia el respeto a las posibilidades—y la voluntad de atraparlas. Para ella, tan impedido y tan estorbado de tantas maneras, el ser artista aun ha sido parte de su vida diaria. La habilidad de sostenerse, aun de maneras sencillas, es trabajo que la mujer Afro-Americana ha llevado a cabo por muy largo tiempo. Este poema no es suficiente, pero es algo, para la mujer que literalmente cubrió los agujeros en nuestras paredes con girasoles:

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Eran mujeres entonces

La generación de mi mamá

Roncas de voz—Robustas de Pisada

Con puños al igual que

Manos

Como derribaron

Puertas

Y plancharon

Blancas y almidonadas

Camisas

Como dirigieron

Ejércitos

Generalas de pañuelo atado al pelo

Atravesando entre minas los

Campos

Trampas de explosivos en las

Zanjas

Para descubrir libros

Pupitres

Un lugar para nosotros

Como sabían ellas lo que nosotros

Debíamos saber

Sin conocer ni siquiera una hoja

De ello

Por su parte.

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Guiada por la herencia de amor por la belleza y el respeto a la fuerza—en búsqueda del jardín de mi madre, encontré el mío. Y quizás en África, hace más de 200 años, hubo justo una madre así; quizás pintaba sobre las paredes de su choza decoraciones, vívidas y atrevidas, colores naranja y amarillos y verdes; quizás cantaba en una voz como la de Roberta Flack—dulcemente por el centro de su aldea; quizás hilaba los tapetes más imponentes o narraba las historias más ingeniosas de todos los cuentistas de la aldea. Quizás ella misma era poeta aunque solo su hija firmaba los poemas que conocemos. Quizás la madre de Phillis Wheatley también era artista. Quizás en otra que no fuera la vida biológica de Phillis Wheatley resalta la firma de su madre bien clara.