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EN TORNO A LA DEFINICION FORMAL DE LOS DERECHOS REALES CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA M atritense d el N otariado EL DÍA 16 DE MAYO DE 1961 POR EL ILMO. SR. D. JOSE LUIS DIEZ PASTOR Notario de Madrid 17

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EN TORNO A LA DEFINICION FORMAL DE LOS DERECHOS REALES

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA

M a t r i t e n s e d e l N o t a r ia d o

E L DÍA 16 DE MAYO DE 1961

P O R E L

ILMO. SR. D. JO SE LUIS D IEZ PASTORN otario de M adrid

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S U M A R I O

I n t r o d u c c ió n .

1. B r ev e d is q u is ic ió n m e t o d o l ó g ic a .

2 . L a n e c e s id a d d e d e f in ir e l d o m in io .

■ 3. R e a l id a d d e l d e r e c h o . L a c o sa c o m o e l e m e n t o e n su e s t r u c t u r a .

4. L a p r e d ic a d a in c o m u n ic a b il id a d d e l d e r e c h o y la s c o s a s .

5 . V ía s d e c o n e x ió n .

6 . C a u sa l id a d f ís ic a y c a u sa lid a d h u m a n a .

7 . D e r e c h o r e a l y s u je t o p a s iv o .

8 . I n h e r e n c ia a la co sa y p r o p ie d a d h o r iz o n t a l .

C o n c l u s ió n .

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. XUT-JUSn -

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I n t r o d u c c i ó n

Señores :

Excesivamente honrado por el encargo de mis compañeros de un ir mi voz a las que desde este lugar vienen alzándose para conmem orar el centenario de la prom ulgación de nuestra p ri­mera Ley H ipotecaria, ni el hallarm e hace tanto tiempo apar­tado de estas tareas, ni la melancólica reflexión de que donde pudo haber algún pájaro antaño ya no hay nidos hogaño, po­dían disculpar mi ausencia, que hubiera sido deserción. Per­tenezco a una generación del N otariado, pa ra la cual este cen­tenario tiene un especialísim o valor emocional. Parece a p ri­m era vista extravagante m entar algún motivo de este orden cuando se va a hab lar en torno a la Ley H ipotecaria, que tan bien sentada tiene su fam a como quintaesencia de todo lo prosaico y aburrido y que, por añadidura, en opinión de las gentes, im prim e carácter a sus cultivadores. Sin embargo, en los de mi época la Ley H ipotecaria, con todo lo que es su consecuencia, va unida a la nostalgia de los tiempos en que no habiendo pasado su estudio de la m era exégesis, el siste­ma de la Ley se nos ofrecía como un recinto lleno de cabalís­ticos arcanos y entrábam os en él de la mano del inolvidable don J e r ó n i m o G o n z á l e z , acometiendo la única gran aven­tura de la mente que fue dado vivir, en el campo del Derecho, a los jóvenes de entonces, dejándoles, para bien o p a ia mal, m arcados con el vicio de pensar. La frecuentación de aquel mundo juríd ico nuevo, organizado bajo el rigor de una lógica casi geométrica, creó en muchos un hábito de especulación que habían de llevar luego al de las otras ram as del Derecho y al de las técnicas profesionales. Al evocar aquellos tiempos ya lejanos, perm itidm e dedicar un recuerdo emocionado a los

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Letrados de la Dirección que alzándose a m il codos sobre su oficio de burócratas, nos transm itieron una tradición de la que nos sentimos orgullosos, cuyos nombres, fuera del más gran­de, no quiero citar para no incurrir en omisiones y porque están en la mente y en el corazón de todos. Su influencia fue en nosotros paralela a la del alma mater universitaria.

1 .— B r e v e d i s q u i s i c i ó n m e t o d o l ó g ic a

Como es bien sabido, nuestra legislación hipotecaria nace m ediante el injerto en el viejo tronco de nuestras instituciones de un esqueje cortado de otro cuyas raíces se hincan en tierra alemana, m agistralm ente cultivada por la ciencia positivista del siglo pasado. Por él circula savia española, como se ha repetido en este cursillo, y podemos decir que es ya ram a frondosa y fructífera . Pero ha surtido el efecto, propio de todos los injertos parciales, de que un mismo árbol dé frutos diversos en sus varias ram as. Y así nuestro Derecho inm obi­liario se estudia como autónomo, con independencia del De­recho de cosas de que es parte, prescindiendo de las ideas ge­nerales, de que por cierto apenas hay noticia en el Código civil. Siem pre he pensado que esta posición es incorrecta des­de un punto de vista sistemático y que, más pronto o más tarde, habrá que integrar el Derecho inm obiliario en el D ere­cho de los bienes. Las ideas fundam entales, derecho real, cosa, conexión entre ambas, de que vamos a ocuparnos, están así en la misma raíz del Derecho de los inmuebles.

Al trazar el problem a de este cursillo, no se pretendió lla ­m ar vuestra atención sobre problem as concretos de técnica del Derecho inm obiliario, sino más bien recrear lo que pud iéra­mos llam ar ámbito intelectual de la Ley H ipotecaria y de todo el caudal de pensamientos que ella suscita, lo que puede hacerse y se ha hecho en este curso desde m uy distintos pun­tos de vista. El conocimiento de las nociones fundam entales de que vamos a tra ta r está, pues, perfectam ente situado en él, sin que naturalm ente sea ni más ni menos im portante que cual­quiera otro de aquéllos.

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No sé, por otra parte, si el carácter esencialmente teoré­tico de las cuestiones que me propongo contem plar necesita tam bién de cierta justificación. Es sabido que don J e r ó n im o

G o n z á l e z , que pa ra nosotros es el punto de partida de cuan­to actualm ente vale en el Derecho inm obiliario español, se nutrió de la doctrina que después se ha llam ado peyorativa­mente conceptualista, aunque, abierto siem pre a todo aire de novedad él mismo captó m uy pronto las corrientes de la ju ris­prudencia de intereses que acaso por contar entre sus adeptos a algunos de los últimos grandes tratadistas del Derecho de cosas, singularm ente H e c k , ejerció en esta ram a la influen­cia conocida, más verbal, a mi juicio, que profunda. Hemos de reconocer que desde entonces acá, nuestras ideas metodo­lógicas andan bastantes confusas. Con mucha razón nos pre­viene S t o l l ( 1 ) contra la tendencia a atenernos al sentido vulgar de la expresión «jurisprudencia de intereses» (que él propone llam ar «de valoración de intereses»). En la ciencia del Derecho, como en cualquiera otra, el traba ja r con concep­tos, la elaboración de un sistema, son tan im prescindibles como el atenerse a l rigor lógico en el pensar y el mismo H e c k re ­conoce que «sin conceptos no hay pensam iento posible», y en otra ocasión nos previene contra el peligro de «rebajar las exi­gencias de c laridad en la elaboración de los conceptos ju ríd i­cos» (2). La valoración de intereses tiene su campo en la obra de creación de las normas en su interpretación y aplica­ción y nunca podremos ponderar con exceso su im portancia, que no es de este momento

Tratando de la definición de los derechos reales, de lo que pudiéram os llam ar su estructura form al, la doctrina está to­davía en el punto m uerto de la discusión entre las concepcio­nes clásicas y las teorías personalistas en que se hallaba al principio del siglo. Y no porque falte una literatu ra abundan­tísim a en torno a ella (3). Sino porque, abordando el problema

(1) «B egriff und K onstruk tion in der L ehre der In teressenjurispru- denz», en Festgabe fü r P h . H e c k , M. R üm f.l in und A. B. S c h m id t , p á­gina 76.

(2) H e c k : R ech tsgew innung , p á g . 39.(3) V id. F a ir e n , M a n u e l : «D erechos reales y de crédito», R ev. D . No.

tarial, abril-junio 1959.

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desde el punto de vista la tera l de la distinción entre derechos reales y personales, se repiten constantemente los mismos a r­gumentos en pro de cada tesis, más desde posiciones polém i­cas que sinceram ente analíticas. Aquí no vamos a volver sobre la discusión, sobradam ente conocida, sino simplemente a in­tentar d iscurrir con libertad sobre un punto concreto, a saber, la posición de las cosas como objeto de los derechos reales.

2 .— L a n e c e s i d a d d e d e f i n i r e l d o m in io

Vamos a referirnos en este estudio por regla general a l De­recho de propiedad sobre cosas corporales, como arquetipo de todos los derechos rea les ; pero ocurre que siendo él el que intuitivamente concebimos con más claridad , es el más discutido. D urante la pasada centuria, confluyendo la corrien­te rom anista con la influencia del Derecho natu ra l arrastrada de los siglos xvii y x vm y de la Escuela histórica, por una parte, y con las ideas de la Revolución francesa, por otra, a través de toda la codificación europea se viene a definir el dominio más o menos como una relación ju ríd ica de poder en las cosas. Más em píricam ente que el continental, el Derecho anglosajón abunda en la misma idea. La relación rea l es— dice L a w s o n — «el vínculo entre la persona v la cosa» (4). Se ad ­m itió en la doctrina que, como dijo P l a n k en las deliberacio­nes del Reichstag, «la facultad del dueño ele disponer de las cosas a su albedrío no es una invención rom ana, sencillam en­te pertenece al concepto de propiedad». Paralelam ente a la labor codificadora cuyo clim ax podemos fijar en el año 1895, se produce la corriente política socializadora : P r o u d h o n pro­nuncia su frase famosa en 1840 y el manifiesto de E r f u r t es de 1891. E l impacto de esta corriente en la doctrina pu ra ­mente civil es bien conocido. P ara muchos se hará d ifícil de­finir el Derecho de propiedad encajándolo en un sistema de conceptos puram ente juríd icos m ediante una definición que ten­ga el valor lógico de tal. Muchos juristas abandonan su tarea

(4) F . H . L a w s o n : R ig h ts and other relations in rem , T íib ingen, 1952, en F estschrift fü r M artin W olf.

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peculiar y dedican todo su empeño a buscar los fundamento^ filosóficos de la propiedad, a estudiar los problem as de su distribución, que son asunto de la Filosofía, de la Política, de la Economía. Paiece posible resum ir las tendencias actuales de la doctrina en la posición de W i e a c k e r en un trabajo re ­ciente: Por una parte, según él, la propiedad habría de defi­nirse no por su contenido, sino por sus lim itaciones, es decir, no por lo que es, sino por lo que no debe ser; olvidándose de que conform e al principio de identidad cada objeto ha de definirse por lo que es. Por otra parte, dice W i e a c k e r , no po­demos hab lar de un Derecho de propiedad, sino de derechos distintos, según los diversos grupos de bienes, productos in­dustriales, cosechas, inmuebles, libros...

Parece según eso que hubiéram os de renunciar a definir el Derecho de propiedad como especie ju ríd ica , con abstracción del uso que sea lícito hacer de ella, de las personas o entida­des a que deba atribuirse, de su organización concreta, en suma, como se hace con la obligación, con la anticresis o con la usucapión. Pero si intentamos tra ta r de la propiedad o de otro derecho como objeto de un conocimiento científico— y el Derecho civil en el estado actual del pensamiento hum ano no puede renunciar a esta pretensión, aunque ta l conocimiento no agote en modo alguno su tarea (5)— , es indispensable de­finirla de m anera inequívoca. Tratando del método científico, decía P a s c a l que «no hay nada tan adm isible como dar el nombre que queram os a una cosa que hemos designado c la ra ­mente. Sólo es necesario tener cuidado de no abusar de esa

(5) E n contra P a ir e n : «D erechos reales y de crédito», R ev . D. N o t., abril-junio 1959, pág. 143, opina que es preciso a rreb a ta r la cuestión a la pretendida reine Rechts'w issenschaft v adop tar criterios m etajuríd icos pres­cindiendo de «encerrar el derecho en unos moldes de im pecable lógica fo r­m al y de absoluta inadecuación a la realidad de las cosas». Pero , ju s ta ­m ente, ahora p lan team os un problem a de conocim iento que no es ta l si no está lógicam ente fundado. Los problem as de elaboración y aplicación de las norm as se dan en un plano d istin to . Vid. R ein a c ii : L os fundam entos apriorísticos del Derecho civil, Barcelona, 1934, pág. 22... «las form acio­nes que se designan en general como específicam ente juríd icas, poseen un ser, no m enos que los núm eros, los árboles o las cosas»... «los conceptos fundam entales, específicam ente jurídicos, tienen un ser m etajurídico po­sitivo igual que los núm eros poseen un ser independiente de la ciencia, m atem ática. E structú re los y cámbielos el derecho positivo como qu iera : ellos m ism os se encuentran por él y no se producen», ibid. pág 27.

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libertad dando el mismo nombre a cosas distintas». Pero esto, dar a cada cosa su nombre, no se puede hacer sino refiriendo la definición a un concepto form al, válido, con independencia de cualesquiera circunstancias de tiempo, de lugar o de per­sonas. Es decir, que no podemos prescindir de la definición form al de dominio, la cual ha de fundarse en un análisis rigu­roso de la realidad que expresamos bajo el concepto «derecho de propiedad» y que provisionalm ente describirem os como la relación de pertenencia que atribuye a un sujeto la plena po­testad y disposición sobre una cosa corporal.

Se comprende que el intento de agotar este análisis está fuera de mis posibilidades de todo orden. P o r fuerza lo he de abordar parcialm ente y por vía de mero «divertimento». A d­vierto, además, que de él han de estar en lo posible ausentes todos los problem as políticos y económicos en torno a la dis­tribución y a l uso de la propiedad, y que aunque parezca otra cosa, no atañen a su estructura como derecho subjetivo, siendo comunes a toda form a de riqueza. Con esto está confe­sada la intención puram ente teorética de las reflexiones que os voy a someter y la forzada lim itación del campo que vamos a contem plar. Lo que, claro está, no se dice para encom iar la im portancia de este trabajo , sino todo lo contrario, su in tras­cendencia fundam ental.

3 .— R e a l id a d d e l d e r e c h o . L a c o s a c o m o e l e m e n t o e n

su e s t r u c t u r a

Hemos dicho provisionalmente que la propiedad es una relación de poder juríd ico entre un sujeto y una cosa; redu ­ciendo el supuesto a su form a más simple entre un ser hum a­no y una cosa corporal. Pero precisam ente esta afirmación es esencialmente problem ática. No hace falta repetir que ella en­ciende la gran disputa académ ica entre la doctrina clásica y las tendencias personalistas (6). Vamos a prescindir de la larga discusión a que antes aludim os y a considerar otra vez

(6) V . F a ir e n : «D erechos reales y de crédito», R ev . D . N o t., abril- jun io 1959.

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sin prejuicios el problem a. La doctrina clásica concibe, he­mos dicho, el dominio como una relación de pertenencia de una cosa a un hombre. La cosa es, pues, elemento esencial del derecho. Esta percepción del derecho de propiedad es p ri­m aria ; intuimos que esa relación no es de carácter físico, ni biológico, aunque los suponga, ni es una m era representa­ción intelectual, tiene una realidad igualmente evidente, sólo que de distinto carácter. La cosa es de y para el sujeto (7). Y a esta relación que el hombre concibe desde la misma infan­cia atribuim os casi instintivam ente un contenido riquísim o en consecuencias de todo orden. Es sabido que en el Derecho ro ­mano se llegó a equiparai1 el derecho de propiedad a la cosa misma. P a ra el observador ingenuo, el contenido del derecho se resuelve en una suma de facultades más o menos extensa, en el de propiedad innum erables en el sentido litera l de la palabra, que el titu la r ejerce directam ente. Su defensa ju rí­dica, las pretensiones y acciones a que puede dar lugar vie­nen después y son sólo visibles a l ojo del jurista.

Como el derecho no puede tener más valor ni darnos más provechos que los que físicam ente existan o nazcan de la cosa, es perfectam ente lícito pensar que en esas facultades, y no en su defensa, se encierra la sustancia del derecho, lo m is­mo que estimamos principal la alm endra y no la corteza que la guarda y pensamos que la arm adura existe para el guerre­ro, y no al revés. Pero esta concepción intuitiva, ¿lesponde a una realidad dem ostrable?, ¿o es m era apariencia que no resiste un análisis riguroso? Parece en principio que el dere­cho es cosa de hombres, am para y regula relaciones humanas. Es verdad, pero el derecho es una realidad muy compleja. Concretamente, el derecho real, a diferencia de la obliga­ción (8) ha de contar a priori con un elemento, la cosa, que

(7) «Q ue m e pertenezca una cosa, es una relación absolutam ente «na­tu ral» no creada artificialm ente ; no de otro modo como la relación de se­m ejanza o la de proxim idad espacial y sem ejantes», dice R e in a c h , 1. cit., págs. 98 y sigs. M as si se piensa en cual sea su natu ra leza—que no puede ser física—por exclusión concluiríam os que sólo puede ser jurídica.

(8) E n a lg u n as obligaciones puede una cosa ser objeto de la p res ta ­ción, pero está en ella m eram ente m entada y siem pre de modo m ediato, como objeto eventual de un acto debido ; su existencia actua l no es necesa­ria a la existencia de la obligación, la cosa puede ser fu tu ra , genérica, in­determ inada.

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tiene una existencia propia fuera del mundo juríd ico , inde­pendiente de la existencia del derecho. P ara e laboiar una doctrina de los derechos reales no podemos em plear sólo con­ceptos jurídicos, hemos de recibir una serie de conceptos de realidad que desde el punto de vista lógico se nos imponen con una estructura de la que no podemos prescindir y a los que quizá no se dé la debida im portancia en la fam osa discusión.

En efecto, en el derecho rea l se intuye la presencia de una conexión óntica con la cosa. Olvidamos con frecuencia que el derecho es en sí mismo una realidad , aunque no sea una realidad sensorialm ente perceptible (9), porque, como dice H a r t m a n n ( 1 0 ) , «es un error fundam ental del pensam iento m aterialista tener por real solamente lo extenso, lo m aterial, siendo así que la nota específica de lo real no es la espaciali- dad, sino la tem poralidad ; no la m agnitud, la m ensurabili­dad, la visibilidad distinguen a lo real, sino el devenir, el p ro­ceso, el ser una sola vez, la duración, la sucesión, la sim ulta­neidad»... La novena sinfonía no es menos rea l que su p a r­titura o que la batuta que la dirige.

Ahora bien, la realidad del derecho rea l está determ inada por la realidad de la cosa, tem poralm ente (puesto que el dere­cho no puede existir antes de que exista la cosa ni sobrevive a su perecim iento); espacialm ente (la cosa localiza el derecho y lo delim ita); económicamente (la propiedad, como hemos dicho, no tiene otro valor que el de la cosa, de cualquier or­den que éste sea).

El derecho rea l no puede ser expresado, ni aun pensado, si no es con referencia a la cosa, que es su objeto, aunque eli­minemos de su definición las facultades del titu la r ; pues aun concebido como una prohibición a todos menos uno, tam po­co esta prohibición podría ser pensada ni expresada sino por referencia a la cosa. Luego la cosa es condición del derecho y parte de su estructura, como lo es el sujeto y según hemos de ver, probablemente con m ayor necesidad. Esta conclusión e#

(9) « F u n d am en ta lm en te— dice E n n e c c e r o s— los derechos no existen en la realidad, son cosas pens..uas (G edankrndinge).» L a afirm ación m ism a se contradice.

GO) N ik o l a i H a r tm a n n : O ntologia. T rad . José Gaos, t. I , pág. 214.

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incom patible con la tesis personalista que al concebir el dere­cho real como una obligación pasiva universal, indirectamente intenta elim inar la cosa de la estructura del derecho, lo que, a mi entender, no ha pasado nunca de un intento, no sólo en el orden práctico, como generalm ente se adm ite (11), pero ni en el orden teórico. Sin individualizar el goce positivo que «no se prohibe» al titu la r del derecho real, no puede ser pen­sada la prohibición del mismo que se impone a los demás. No cabe una «no prohibición» concreta que no im plique una autorización positiva. El intento de definición negativa fraca­sa porque el vacío no tiene sustancia.

4 .— L a p r e d ic a d a in c o m u n ic a b il id a d d e l d e r e c h o

Y LAS COSAS

Contra la inclusión de la cosa en la estructura del dere­cho rea l m ilita una vieja preocupación. E l derecho tiene una naturaleza ideal, la cosa es un cuerpo m aterial, uno y otra pertenecen a esferas distintas de la realidad . La filosofía de D e s c a r t e s , ha dicho H . B u t t e r f i e l d (12), hacía una dis­tinción tan estricta entre el pensamiento y la m ateria, entre el alm a v el cuerpo, que apenas era posible salvar la sima que quedaba entre ellos si no sucedía algo m ilagioso. Era m uy d ifíc il dem ostrar cómo estos dos planos de existencia podrían llegar a coincidir alguna vez.

Pero este planteam iento de la cuestión incurre, probable­mente, en el vicio que advierte H a r t m a n n cuando dice: «Los errores ontológicos pueden reducirse todos a una fuente, la falsa localización de la oposición entre las esferas de la rea-

(11) V . H e r n á n d e z G il , A . : Derecho de obligaciones, M adrid, 1960, t . I, pág . 25, exponiendo la tesis personalista : «... aun cuando, en un sen­tido estric tam en te científico, no es adm isible que los derechos reales ex­presen una relación con las cosas, consideraciones prácticas pueden acon­sejar transigir con la idea por lo clara y expresiva»... M ás adelante (pá­g ina 34) hace no tar que aun cuando toda relación ju ríd ica se dé en tre personas, «la noción del derecho real exige inexcusablem ente la existen­cia de u n a cosa en su base objetiva». E xigencia que no es sólo de orden práctico , a m i juicio.

(12) H . B u t t e r f ie l d : Los orígenes de la Ciencia m oderna, M adrid, 1958, p á g . 177.

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lidad y la idealidad» (13). No obstante, en él se apoya la tesis fundam ental de la doctrina obligacionista que arranca de la concepción positiva del derecho objetivo. A p artir de H e­g e l (14), se llam a Derecho a la voluntad general, la volun­tad de la com unidad (sea cual fuere la form a en que se m a­nifieste). Esta voluntad se dirige a la voluntad del individuo, del que exige una conducta consistente en un hacer o no ha­cer, m ediante m andatos positivos o negativos que cuentan con la libre voluntad del sujeto, el cual los acata o no según su albedrío , obrando en el último caso contra derecho. Toda nor­ma se resuelve en un «debes» o un «no debes». Con palabras de C i c e r ó n (15), toda norm a contiene un jubere o un ve- tari. Y es obvio que un m andato o una prohibición no pueden dirigirse a una cosa que no es lib re ni tiene voluntad y está sometida a las leyes físicas Sólo a l hombre puede d irig ir sus im perativos el ordenam iento juríd ico .

Pero, ¿es tan cierto que el mundo del derecho sea inco­m unicable con el mundo de las cosas? ¿Podemos reducir la realidad compleja que es el Derecho a un mero m andar y prohibir? ¿C abría siquiera dentro de ta l esquema el concepto de derechos subjetivos? Como dice el mismo B u t t e r f i e l d ,

a quien antes citaba, «parece ser cierto... que cada vez que se ha llegado a una conclusión en la ciencia o en la historia, es norm al incorporarla a l grupo de los hechos establecidos des­pués de lo cual comienza a ser transcrita de un libro a otro como si se hubiera llegado ya a l fin absoluto de la cuestión y desde este momento la mente pudiera olvidarla».

Una vez m ás conviene en este punto que no nos lim itemos a reproducir las opiniones conocidas y hagamos el esfuerzo de d iscurrir considerando inm ediatam ente la misma realidad de que hacemos cuestión.

(.13) Loe. cit.(14) V id. T h o n , A u g u s t : R eclitsnorm und Sub jek tives R e c h t, W eim ar,

1878, págs. 2 v sigs.(15) « ... legem esse aeternum quiddam quod universum m undum re-

geret, im perandi prohibbendique sap ien tia , au t cogentis au t ve tan tis— ad iuvendum et ad deterrendum idonea»... «iussa ac vetita populorum »... M o ­d e s t in o no lim ita tan to el contenido posible de Ja ley : «legis v irtu s haec est im perare , vetari, perm ittere , pun ire» ... V id. T i io n , loc. cit. ?

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5 .— VÍAS DE CONEXIÓN

Y nuestra prim era observación revela que no podemoa concebir el hombre en cuanto ser vivo con independencia de su medio, sacado del cual quedaría en el m ejor de los casoa reducido a un cuerpo inanim ado. Su conexión, la del hom ­bre, con el mundo en que existen las cosas m ateriales que le son inm ediatas, es, pues, prim ariam ente de carácter óntico y, por tanto, necesaria. Como dice ZuBiRi, un ser vivo cualquie­ra está totalm ente inmerso en su ambiente en virtud de un sistema de estímulos sensitivos; pero el hom bre es algo más, en él la sensación se completa por la intelección que es su propia reacción activa, por virtud de la cual no queda ence­rrado como el anim al en ese sistema de estímulos, sino que capta realidades que conoce en cuanto tales realidades. Lo cual le perm ite actuar de un modo inteligente y voluntario sobre el mundo real, como luego veremos. N ada más d ram á­tico que los esfuerzos del hombre por asegurar su ambiente vi­tal a los seres que lanza prodigiosam ente a l espacio. M as no es ésta la única esfera en que el hom bre está en una relación necesaria con las cosas. Desde el punto de vista biológico, las necesita como medios de su propia existencia, no puede sub­sistir sin apropiarse algunas de ellas. Si reducimos esta nece­sidad a sus form as más elementales, en ella no se diferencia el hom bre de los otros seres vivos, singularm ente de los an i­males. La propiedad— no hablemos ahora del derecho— nos es dada como un hecho universal y necesario. He dicho en otra ocasión que no sólo el niño que toma su biberón, sino el perro que roe un hueso, el carnívoro que devora su presa, realizan el acto de apropiación más perfecto y definitivo, que nadie puede ejercitar por ellos. En definitiva, la propiedad (prescindiendo ahora del punto de vista jurídico) es en su esencia más intrínseca un episodio de la lucha biológica por la existencia. La últim a ratio de la propiedad está en la ne­cesidad de vivir, que en el ser humano es, además, un deber.

Pero el hombre, un hombre cualquiera, tropieza con una doble concurrencia en su lucha por la vida, la de los otros-

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anim ales y la de los demás hombres sus congéneres. Frente al mundo anim al, la Hum anidad tiene una preferencia de origen divino por la suprem acía de la criatura hum ana, por su albe­drío, por la superioridad de su destino ; pero que no es ni pue­de ser ju ríd ica . Cada ser vivo lleva en sí mismo su razón de existir y la subsistencia de unas especies frente o a costa de las demás es una cuestión de hecho. E l hombre devora a la trucha y es devorado por el tiburón, es sujeto u objeto según los casos. Como decía un personaje de B a r o j a en E l árbol de la c iencia : «La hiena que monda los huesos de un cadáver, la araña que sorbe una mosca, no hace más ni menos que el árbol bondadoso llevándose de la tie rra el agua y las sales necesarios para su vida. E l espectador indiferente, como yo, ve a la hiena, a la araña y al árbol y se los explica. E l hom ­bre justiciero le pega un tiro a la hiena, aplasta con la bota a la araña y se sienta a la sombra del árbol y cree que hace bien»... Pero cuando el hombre interviene, las cosas se com­plican. Prim ero, porque no puede prescindir de sus cogitacio- nes de hombre que, como hemos visto, le diferencian de otro ser vivo cualquiera, mero esclavo de su medio, y después, porque sus necesidades, que en lo elem ental son las mismas de aquéllos, se m ultiplican y diferencian hasta el infinito.

Las relaciones interhum anas no son ya m eramente bioló­gicas, el hombre es un ser social; la sociedad, según la idea «extraordinariam ente justa y fecunda» (16) del P. V i t o r i a , con todo lo que de ella deriva, se funda en la superioridad m oral del hombre, 110 es la causa, sino el significado y efecto de esa superioridad. E l hom bre vive acosado por las ideas ineludibles del bien y del mal. Como dice B e r g s o n , «nuestro cerebro, nuestra sociedad y nuestro lenguaje, no son más que los signos exteriores y diversos de una sola y misma superio­ridad interna... traducen la diferencia de naturaleza y no sólo el grado que separa al hombre del resto de la anim alidad» (17).

E l hom bre es asimismo un ente económico: transform a las cosas, crea cosas nuevas, trabaja , comercia, ahorra, capi-

(16) Vid. J a c q u e s C h e v a l i e r ¡ H istoire de la pensée, P arís , 1956, t. I I , p ág . 663.

(17) B e r g s o n : E volution creatrce, p á g . 286.

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taliza. En la sociedad hum ana el problem a de distribución y atribución de los bienes m ateriales que en relación con las ne­cesidades biológicas prim arias veíamos tan sencillo, adquiere caracteres de vasta com plejidad y es inútil tra ta r de resolver­lo con criterios sim plistas. Pero podemos dar ya por sentado que si bien la propiedad no puede reducirse a una simple conexión óntica y biológica con las cosas, esta conexión es el último sustrato rea l sobre el que necesariamente se ha de in­sertar su estructura ju ríd ica .

6 .— C a u s a l id a d f í s i c a y c a u s a l i d a d h u m a n a

Frente a este hecho, que me parece fundam ental, el mayor apoyo teórico de la tesis personalista se cifra en negar no sólo toda comunicación entre el derecho y el mundo físico, sino liasta su misma posibilidad. El ordenamiento juríd ico— se d i­ce— crea derecho tan sólo por medio de m andatos y prohibi­ciones que sólo pueden dirigirse a las personas. Y de aquí una consecuencia a l parecer evidente: El derecho nada tiene que ver con el goce natural de las cosas que sus preceptos se pro­ponen hacer posible. «El disfrute del bien protegido— dice T h o n lapidariam ente— no pertenece al contenido del derecho.» Las facultades del titu la r (inclu ida la de disponer de la cosa) que la intuición nos m uestra como el meollo del derecho, co­mo la esencia del poder, serían según esta tesis extrañas e indiferentes a ella.

Vale la pena que, aun haciendo una digresión, nos deten­gamos un punto a m editar acerca de esta supuesta incomuni­cabilidad entre el mundo físico y el mundo jurídico.

La tesis arranca de una observación a prim era vista con­cluyente. No se puede hacer efectivas las facultades de d isfru­te m aterial que son contenido de la propiedad o de los dere­chos reales por medio de la coacción. Los ejemplos usados para dar plasticidad a esta idea son casi lugares comunes en la doctrina. Todas las leyes y Tribunales del mundo no basta­rán para tenerm e firme en mi propio caballo si no soy jinete

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suficiente ( 1 8 ) . M uy bello es el ejemplo de T i i o n : Dando por supuesto que antes del Decálogo no se hubiera prom ulga­do en ninguna form a el precepto «no m atarás», a p a rtir de él la vida hum ana es sin duda un bien jurídicam ente prote­gido; pero, ¿en qué alteró el precepto los modos de d isfru­tarla? E l hom bre seguiría comiendo, durm iendo o paseando lo mismo después que antes. Si la facultad de usar las cosas fuese realm ente una facultad ju ríd ica , el ordenam iento ju r í­dico tendría que garantizar los actos de uso, lo que, como se ve por los ejemplos aducidos, está fuera de su alcance.

La consecuencia de esta tesis es trascendente. Los actos de uso del propietario le están simplemente perm itidos. Y como en Derecho está perm itido todo lo que no está prohibido, tales actos no se diferencian de cualesquiera otros actos lícitos.

Pero algo hay en esta afirmación que contradice nuestro criterio intuitivo. Por el pronto, tenemos que separar las fa ­cultades de disposición, cuyo mecanismo no cabe en modo a l­guno en la tesis obligacionista, puesto que no se pueden trans­m itir pretensiones que no han nacido. La facultad de dispo­ner tiene un contenido positivo, no puede construirse por vía de prohibición. Lo esencial no es que el Derecho prohíba al no propietario disponer, sino más bien que desconoce su acto de disposición. Vemos con toda c laridad que el propietario que enajena una cosa efectúa un acto de poder juríd ico , cuya efi­cacia va mucho más allá de las consecuencias de un acto me­ram ente lícito. M as en el acto de goce no vemos la diferencia con tanta precisión, porque tenemos una idea m uy confusa sobre la trascendencia rea l de los poderes jurídicos. Por don­de volvemos a encontrarnos con el m isterio de la conexión de que antes hablábam os entre las distintas esferas de la rea­lidad.

El jurista se encuentra, como tal, perplejo frente a l gran problem a que no puede dejar de plantearse. Pero resulta por lo menos curiosa la distinta postura que tradicionalm ente asu­men civilistas y penalistas. Los prim eros se lim itan a negar la com unicabilidad entre el mundo del derecho y el mundo fí-

(18) V. C o sa c k : Lehrbuch des Bürgerlichen R ech ts, Jen a , 1922, t. I, pág. 39.

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sico, como un axiom a. Los penalistas, por el contrario, aveza­dos ya desde siglos a fundar la pena en la causación hum ana del hecho delictivo relacionan del modo más natural el resul­tado físico con la voluntad de su agente responsable y quizá no resulte valdío el intento de N i e s e (19) de aprovechar la dogmática penal en el Derecho civil principalm ente en cuanto al concepto del acto «como ejercicio de una actividad fina­lista».

E l pensamiento humano en general ha pasado en este punto de un extremo a su opuesto. Arrancó de la concepción prim i­tiva del Universo como un sistema de poderes irracionales en que los hechos del mundo físico (20) se explicaban por la voluntad de los dioses o por la influencia de principios mági­cos con una idea de causa sobre m anera rudim entaria . Des­pués, el conocimiento científico descubre, clasifica y determi­na las fuerzas físicas y sus leyes obedientes a l principio de rigurosa causalidad ; y desde un punto de vista m aterialista podría parecer que este sistema agota la realidad . Pero el do­minio del hombre en las cosas se ¡sale del mundo de la causa­lidad , es un poder, cosa distinta de una fuerza sujeta a las leyes físicas. Las fuerzas pertenecen a la estructura misma de las cosas, el poder no porque se ejerce con albedrío, aun­que trasciende a ella. Apunta aquí el concepto de causalidad ju ríd ica , muy distinta de la física, causalidad finalista, tras­cendente al derecho pero tam bién a la realidad m aterial.

Precisam ente T h o n , razonando su tesis de que el goce d e las cosas es extraño al derecho, aduce por vía de ejemplo un argumento tomado del Derecho penal refiriéndose no al delito, sino a la pena. «El precepto «no m atarás»— dice— se tradu­ce en muchas legislaciones en pena de m uerte para el que mata. Pero la ejecución del crim inal no es en modo alguno consecuencia ju ríd ica del asesinato, la ejecución es un proceso fáctico que ocasionalmente puede cum plirse en un inocente, m ientras el culpable escapa a él. Consecuencia del asesinato

(19) N ie s e : Die m oderne S tra frech tsdogm atik und das g ivilrech t,

( 2 o / J V . J im é n e z d e A s u a , L u i s : Tratado de Derecho penal, Buenos Aires, 1958, t. I I I , págs. 496 v sigs.

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es sólo que el asesino debe ser ejecutado, pero no que sea rea l­mente ejecutado»... «Lo mismo que la Ley fue impotente para ev itar el asesinato, es impotente para enlazar sin más con él la muerte de su autor.» Como según vimos es impotente para log rar que el propietario monte su caballo. Este ejemplo, co­mo tantos otros, acredita una vez más que la norma juríd ica no es una Ley física de cumplim iento fatal. Pero no demues­tra nada. Seguimos desconociendo las consecuencias juríd icas de la intervención hum ana en un proceso físico, que es lo que le da relevancia en derecho.

Cuando aplasto una cucaracha, es evidente: a) que la cu­caracha m uere por un proceso brutalm ente fáctico; b ) que m uere por mi voluntad, víctim a de mi poder arb itrario de m atarla . Este hecho, a l m argen del derecho, en lo físico no se diferencia del asesinato o de la ejecución del reo, pero ¿puede nadie dudar de la distancia que en el orden juríd ico le separa de estos dos hechos, ni de la que separa a éstos entre sí?

Insistimos en este último punto. La m uerte del asesinado y la del condenado se producen por un proceso fáctico sim ilar. Ni la voluntad del asesino, ni la sentencia m atan por sí solas y en ambos casos ha de intervenir el cuchillo, la bala, la

^cuerda...M as es indiscutible que la voluntad del crim inal en un

caso, la Ley y la decisión jud icial en otro, son eslabones nece­sarios en la cadena causal que induce el resultado y precisa­mente los decisivos en el orden juríd ico . Ciertamente que la víctim a y el reo han podido m orir de m il otras m aneras; pero l a presencia de una u otra de estas causas finales determ ina ■que la m uerte ocurra hic et nunc y que su resultado jurídico sea tan radicalm ente distinto, en el p rim er caso un crimen, en el segundo su retribución. Los penalistas que ya desde el siglo x iil habían iniciado la teoría del acto crim inal con el estudio del iter crim inis (21), no han puesto nunca en duda que éste constituye una cadena causal en la que no puede es­cindirse el ligamen entre la acción psíquica y la acción física

(21) V. F e r r i : Principios de Derecho crim inal, trad . de José A rturo R odríguez M uñoz, M adrid, 1933, págs. 391, 487 y sigs.

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y en que Ja alteración de aquélla puede alterar el resultado m aterial y su calificación es decisiva en el orden juríd ico por­que en ella se cifra el criterio de la im putabilidad que justi­fica la pena (22). E l hecho de que el resultado físico lo m is­mo del reato que de la condena no pueda producirse más que m ediante acciones físicas, no nos autoriza para separarlo de su causa ju ríd ica . A nadie se le ocurriría negar que la m uerte del reo sea una consecuencia de la condena, aunque no sea me­nos cierto que si de hecho se fuga, no le pueda ser ap licada. La cualificación ju ríd ica de los hechos m ateriales se evidencia de modo absoluto en sus propias consecuencias juríd icas. T ras­ladando nuestro razonamiento a l campo civil de los derechos reales, podemos afirm ar que las facultades de goce se califi­can definitivamente por el resultado juríd ico de su ejeicicio . E l propietario no arranca los frutos de m anera distinta que el ladrón, pero deviene propietario de ellos. Ahora bien, p o r más que sea muy cierto que el árbol se conoce por sus fru ­tos, nadie incurre en la infantilidad de creer que cada árbol no pertenece a una especie determ inada ya antes de darlos, ni que la clase de fruto no dependa de la especie del árbol. L as consecuencias del delito y de la sentencia son distintas porque de antemano reconocemos al Juez el poder de sentenciar y ejecutar que no reconocemos al c rim inal; lo mismo que el resultado de la percepción de frutos por el propietario se dis­tingue de la del ladrón porque reconocemos al prim eio y no» al segundo el poder juríd ico de d isfrutar.

No sé si de este modo indirecto habré logrado dar la p las­ticidad suficiente a una idea que me parece c la ra : las cosas corporales, aun sujetas irrem isiblem ente a las leyes del mundo» físico como por otra parte lo está el mismo ser humano, no elu­den el influjo de la voluntad hum ana y de las norm as y son en lo óntico y en lo jurídico elemento esencial de los dere­chos reales.

(22) Al contrario , si en tre el acto hum ano v su resultado se in te rpone una causa física sobrevenida suficiente por sí sola p a ra producir el even to , se vuelve a p lan tear el problem a de la im putabilidad. E s el clásico ejem ­plo del herido que sucum be en el incendio posterior del hospital. V. B at­t a g l im i, G iu l io : L ’interruzione del nesso causale, M ilán, 1954, p á g s . 5 . 20 y sigs.

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7 .— D e r e c h o r e a l y s u j e t o p a s iv o

Adm itida la posibilidad de conexión con la cosa, parece, como dice H o h f e l d , que los únicos térm inos que precisamos para expresar el derecho rea l son la persona del titu lar (per- son o f inherence), la cosa y el contenido del derecho, el cual se nos presenta como un substrato de poderes de disfrute, ena­jenación y protección. Mas es cierto que el derecho no puede producirse en un vacío humano, que no concebimos los dere­chos reales en cabeza de un hom bre solitario, de Robinson en su isla, por ejemplo. Robinson, a mi parecer, no tiene ni de­recho de propiedad ni otro ninguno, porque no tiene ni aun derecho a la vida (2 3 ): si las fieras lo destruyen, esto no es, como antes veíamos, más que un hecho, un azar. Pero, ¿por qué? ¿Qué papel corresponde en el derecho rea l a los otros seres humanos?

La afirmación clásica de W i n s c h e i d , «todo derecho exis­te entre persona y persona», se comprende m al, referida a los derechos reales. Cuando S c h l o s s m a n n describe el derecho rea l como «la fuente común figurada de todas las pretensiones que se puedan im aginar como posibles contra terceros con referencia a la cosa», no define el derecho real, porque preci­samente esa fuente común de cuya esencia nada dice la fó r­m ula, es lo que pretendemos conocer. La pretensión y el su­jeto pasivo contra quien se dirige, si son elementos del dere­cho real, son m eramente potenciales y latentes. La inmensa m ayoría de los derechos reales, singularm ente de propiedad, nacen, se modifican, se transm iten, eventualmente se extinguen sin haber conocido un sujeto pasivo actual ni haber dado vida a una sola pretensión, porque la violación del derecho es lo anorm al. A dm itir que el derecho que nunca ha dado de si nna pretensión, por no haber sido violado, no ha llegado a existir, es contrario a la razón. Tendríam os que adm itir, como

(23) No se prejuzga aqu í si el derecho a la v ida (expresión de la que «o es fácil prescindir) puede constru irse o no como derecho subjetivo. Sobre esto, v. F e d e r i c o d e C a s t r o : «Los llam ados derechos de la perso­nalidad», A nuario de D . civil, octubre-diciem bre 1959, págs. 1242 y sigs.

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insinúa H o h f e l d , que el titu la r de un derecho rea l no lo a d ­quiere en verdad de su causahabiente, sino del tercero que al violarlo da vida a la pretensión. Como si dijéram os que me hace dueño de mi capa el descuidero que me la hurta , no el sastre que me la vendió. Lo que, con toda lógica, nos forzaría a confesar que el descuidero no ha cometido ningún delito.

Volvemos, pues, a la idea de que el derecho real en su vida normal 110 exige más elementos que el titular activo, la cosa y un contenido de poder. No echamos de menos en la figura un sujeto pasivo. Como dice K ocourek , derecho in rem es precisamente aquel cuyos datos esenciales de adquisición no sirven para identificar la persona obligada por lo que él lla­ma «deber incidental», reflejo en la terminología inglesa de nuestra pretensión (24). Pero una persona no identificable no es un sujeto pasivo ni, por ser indefinida, sirve como tér­mino de una definición.

Tampoco podemos adm itir la presencia de los demás se­res hum anos en la relación rea l a título de sujeto pasivo un i­versal. Si concedemos esta calidad a todos los hombres, ¿por qué no adm itir que Robinson fuese propietario? Su posición frente a los esquim ales o los patagones en nada difiere de la m ía propia o la de cualquiera de nosotros. Y siendo el sujeto pasivo universal, frente a Robinson estarían los sujetos pasi­vos a miles de millones, sin que la distancia a que se hallen pudiera ser un obstáculo conceptual, adm itida la prem isa. Pero es un hecho que Robinson no es propietario . ¿Qué le falta? Le falta , evidentemente, un orden jurídico. E l derecho subjetivo no existe sino como corolario de un derecho obje­tivo que no se da sino en el seno de una com unidad de perso­nas jurídicam ente organizadas, la cual no existe en la isla ni aun cuando irrum pen en ella los caníbales que pudieran dis­putarla a Robinson, puesto que ni form an con él una comuni­dad, ni acatarían su derecho, ni hay autoridad que pueda obligarles a reconocerlo. Pues lo mismo que excluíam os toda relación ju ríd ica personal entre Robinson y los seres hum a­nos remotos, los esquimales, por ejemplo, hemos de r e c h a z a r

(24) E n su aspecto pasivo, na tu ra lm en te .

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la idea de que form e con ellos una comunidad, teniendo por ta l a la hum anidad entera. Los sistemas de F ilosofía del De­recho, dice M a y e r (25), no suelen incluir a la humanidad,, es decir, a la unidad que engloba estados y naciones como un concepto capital. P ara que todos los hombres form asen una sociedad, tendría que haber a l menos un interés común a to­dos, com partido por todos, una comunicación y una organiza­ción. «La sociedad hum ana— dice el mismo M a y e r — es la única com unidad que tiene que ser necesariam ente pensada; a diferencia de las otras sociedades dadas en la experiencia, lo único que presupone es la existencia de los hombres, no es, por tanto, un producto histórico... Su esencia consiste en no lomar del hom bre m ás que su cualidad hum ana, prescindiendo de todas sus concretas conexiones.» Es, pues, una m era idea en el sentido kantiano (26). No podemos construir un derecho rea l teniendo como datos personales la H um anidad y Robin­son. E l Derecho ha de darse dentro de una com unidad actual que lleva im plícita la existencia de un orden juríd ico que es a l derecho subjetivo lo que al ser vivo su ambiente, condición de su realidad esencial. Pero presupuesto aquel reconocim ien­to, para definir el derecho real no necesitamos pensar en más personas que su beneficiario. No es en principio un derecho que pudiéram os llam ar polarizado como el de la obligación, que, en el esquema imaginativo aux ilia r de todo pensamiento, figu­ram os como una línea que une a dos personas, el acreedor y el deudor. P h i l i p H e c k , en su Compendio del Derecho de obligaciones (27), en que se sirve de un repertorio de signos convencionales para expresar m ediante figuras sensibles el me­canismo de los derechos de crédito, representa a la obligación pura en una flecha que va del deudor a l acreedor, idealizando el vínculo o cadena de los romanos. Pero, como dice L a w s o n ,

esta figura no vale cuando lo que queremos expresar gráfica­mente es un derecho in rem. Los que lo conciben como com­puesto por un número infinito de derechos in personan tendrían que representarlo por un número infinito de radios partien-

(25) M ayer : Filosofía del Derecho, B arcelona, 1937 págs 73 y sigs.(26) Ibid.(27) P h . H eck : G rundriss des Schuldrechts, T ub inga, 1929, V.

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do de un centro único, lo cual no tiene sentido porque es, en frase del mismo L a w s o n , «desesperadam ente contrario» a toda realidad suponer que el propietario de un predio situado aquí tiene contra un esquim al del norte del Canadá un derecho a que no pase por él. Puestos a a tribu ir form a sensible a un de* recho real, un matemático pensaría más bien en un campo, y no dejaría de ser adecuado el sím il de una tela de araña, que aunque amenace en potencia a todas las moscas posibles, no prende in actu sino a las im prudentes que penetran en ella. E l derecho rea l domina lo que pudiéram os llam ar un campo juríd ico en torno a la cosa y existe tan sólo la posibili­dad potencial de que personas extrañas penetren o se aproxi­men a él, pues no necesita ser y probablem ente no es de ex­tensión infinita, tiene tan sólo la suficiente para asegurar su efectividad.

8 .— I n h e r e n c i a a l a c o s a y p r o p i e d a d h o r i z o n t a l

Hemos intentado poner de relieve que el derecho real, en su esencia más pura, es un poder juríd ico sobre una cosa cor­poral, reconocido y am parado por un ordenam iento jurídico y que de suyo no requiere una relación actual polarizada en otras personas. Así se acusa como su carácter capital la inhe­rencia a la cosa, lo que explica tantos fenómenos de la vida práctica, por ejemplo, el de que sea hoy el arrendam iento urbano, con apariencia y nombre de contrato, uno de los de­rechos reales m ás vigorosos, m ientras no ha sido posible, a pesar de muy laudables esfuerzos, dar el valor de auténtica garantía a la hipoteca de establecimiento m ercantil.

Lógicamente, esta inherencia ha de darse cualquiera que sea la naturaleza de las cosas corporales a que la refiramos, lo mismo si se tra ta de muebles que de inmuebles. Siguiendo el curso natural de las ideas, parecería en esta ocasión opor­tuno apu rar la cuestión precisam ente con referencia a la pro­piedad y demás derechos reales sobre inmuebles. En cuanto a ellos, como hemos de ver, el problem a se complica. No tene-

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m os tiempo de seguir el largo camino, lleno de dificultades, que nos queda hasta contrastar aquellas ideas.

Habíam os llegado a un esquema que conviene sin duda a la propiedad de una cosa unicorporal, un diam ante, por ejem ­plo, o un caballo. Se tra ta de cuerpos independientes per se, cuya determ inación es de suyo evidente, cuyas partes no son susceptibles de utilización separada sin separarlas físicam en­te del todo. Cualquier com plejidad, cualquier vaguedad en la estructura corporal de los bienes que son objeto del dominio, oscurece y complica este esquema prim ario.

No olvidemos que es tan d ifíc il a islar un concepto puro en el derecho como encontrar en la naturaleza un cuerpo q u í­mico en estado de pureza perfecta. Y, en efecto, el inmueble nos plantea como problem a previo el de su propia determ ina­ción. El inmueble no tiene una existencia separada, no es cor­poralm ente una cosa singular, sino parte de otra, la corteza terrestre. En él la separación corporal se suple por la deter­m inación m ediante linderos, cuya naturaleza es tam bién esen­cialm ente problem ática y se presta a muchas m editaciones acerca de la trascendencia del derecho a la realidad , de que hablábam os antes. Es uno de tantos conceptos que usamos sin detenernos a precisar su significado exacto, acaso porque la noción vulgar que de ellos tenemos satisface las necesidades de la práctica. La Exposición de Motivos del Proyecto de Có­digo civil alem án aventuró, sin embargo, una definición de los linderos que D a r m s t a e d t e r llam a «monstruo artificial y a r­tificioso» (2 8 ): «Por linde entendemos— dicen— una superfi­cie vertical, ilim itada hacia abajo y hacia arriba, que corre a lo largo de la línea del lindero y se c ierra sobre sí misma.» La linde, así considerada, es, pues, un concepto de hecho, geo­métrico, ideal, si bien en la práctica no puede darse una p re­cisión m atem ática en la determ inación de los linderos que en los predios rústicos se confía al cierre o al am ojonamiento y en los edificios, por regla general, a l contorno de la construcción, y no podemos rep rim ir una sonrisa excéptica cuando de re-

(28) «Küns'tliche und gekünstelte M onstrum », D arm staed te r, F riedrich , D e r E igen tum sbegriff des B ürgerlichen G esetzbuch, en Arch. f. die Z iv. Praxis, 1950 (151-IV).

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sultas de una peritación demasiado escrupulosa, se nos p re­sentan títulos en que la longitud de los linderos se expresa hasta con m ilím etros. La linde no es ni puede ser exactamente geométrica, y en su determ inación se hace d ifícil separar la realidad y el derecho. ¿Justificaríam os entonces la posición del mismo D a r m s t a e d t e r , para quien el lindero es una no­ción ju ríd ica y no fáctica, a ta l extremo que en ella funda el concepto mismo de propiedad? P ara él la propiedad no es sino una «reciprocidad ju ríd ica negativa entre propietarios de predios colindantes» (29). La linde de una finca vendría de­term inada no por una línea— o superficie— real o geométrica, sino por la colisión del derecho de su propietario con el dere­cho del propietario contiguo. A lo que se puede argüir que si el ser propietario de inmueble consiste, con necesidad con­ceptual, en estar en reciprocidad de deberes negativos con otros propietarios de inmuebles contiguos, o no es propietario e l que linda con tie rra de nadie (po r m uy teórico que sea el supuesto, como tal, hay que adm itirlo), o cada propietario ve­r ía potencialm ente extendida su propiedad hasta encontrarse con otra propiedad, lo que es práctica y teóricam ente inadm i­sible. M as no se olvide que si bien los linderos determ inan el inmueble, cuando ellos mismos no están claros se han de determ inar, dice el artículo 385 del Código civil, «de confor­m idad con los títulos de cada propietario». E l derecho real v el inmueble se determ inan, pues, recíprocam ente, lo que, a mi juicio, dista mucho de ser un argumento contra la inheren­cia del derecho rea l a l predio, aunque se preste a muchas con­sideraciones en que no hay tiempo de entrar. Por lo que ahora nos interesa, sea cual fuere la naturaleza de los linderos, tam ­poco bastan a determ inar el inmueble de modo perfecto, pues nada nos dicen de su dimensión vertical. Y en ella precisa-

(29) Ib id ., loe. cit. «Ser propietario de inm ueble significa, con nece­sidad conceptual, e s ta r en una relación de reciprocidad con o tros p rop ieta­rios de inm uebles. Y esta reciprocidad es negativa, en cuanto los deberes y derechos recíprocos son—en principio, nada m ás que en principio— ne­gativos.» «Sin esta reciprocidad negativa no es posible u n a propiedad in ­m ueble conform e a derecho.» Pero sa lta a la vista que por este cam ino no se puede definir el dominio, pues u n a definición no puede ser relativa v el dom inio existe p a ra el propietario colindante, p a ra el no colindante v p ara el no propietario

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mente se dan las m ayores dificultades con que el derecho in­m obiliario tropieza para elaborar la más nueva de sus insti­tuciones, la que llam a ya nuestra Ley, con denom inación tan artificiosa y a mis oídos extravagante como popular, propie­dad horizontal, en la cual los problem as de correlación entre el derecho y su objeto y determ inación de éste adquieren un perfil peculiarísim o.

Es ya lugar común en gran parte de la litera tu ra , que la llam ada propiedad horizontal se ha hecho posible por la de­cadencia del concepto clásico de propiedad. Conforme a la doctrina clásica la misma cosa no puede ser d isfru tada con plenitud ju ríd ica por más de una persona. Cuando varios dis­fru tan una misma cosa, su disfrute no es pleno, sino lim itado por el derecho de los otros o por virtud de una división pu ra ­mente intelectual o m ediante la atribución a cada uno de facultades concretas, lim itadas, que éstas sí pueden referirse a partes ciertas de la cosa: Es decir, en copropiedad o me­diante los iura in re aliena. Ahora bien, la propiedad hori­zontal supone, o al menos pretende, un disfrute juríd ico ple­no y absoluto no sobre una cosa, sino sobre una parte cierta de una cosa. Que sea posible el aprovechamiento económico independiente de partes de un inm ueble está fuera de toda duda. Que la llam ada propiedad horizontal constituya un autén­tico derecho de propiedad, a mí me las ofrece, como se puede colegir de todo lo que vengo diciendo, pero es cuestión ap a r­te de los problem as que aquí nos interesan y que nuestra doc­trina ha tratado con toda brillantez que nos proporciona el orgullo de verla citada en revistas y trabajos extranjeros, como’ lo han sido los de nuestros compañeros V a l l e t y N a v a r r o

A z p e i t i a , que no puedo renunciar a la satisfacción de citar ahora.

Dejemos esto a un lado. A los efectos de la conexión entre el derecho y la cosa, lo que más interesa es la inevitable co­rrelación entre la propiedad del piso, parte o local— yo d iría , genéricamente, ámbito— , que es el objeto de la propiedad ho­rizontal, con la forzada copropiedad del suelo unido a ella por

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cuotas en form a, como dice acertadam ente B a r m a n n ( 3 0 ) , sub­jetivam ente real. Las legislaciones positivas, desde luego la nuestra, se inclinan a considerar principal la propiedad del ám bito separado y accesoria la cuota en el suelo, contraria­mente a la realidad , puesto que el suelo puede existir sin el vuelo, pero el vuelo no puede existir sin el suelo, las cosas se dan a priori como supuesto del derecho sobre ellas y, vuelvo & decir, si el concepto de propiedad como derecho real no es unívoco, no es tal concepto.

Pero me lim ito ahora a subrayar las dificultades que se ■originan en los que bien podemos llam ar supuestos anómalos de propiedad horizontal. Son éstos en gran parte peculiarísi- mos de nuestro derecho y que no he visto tratados en la doc­trina extranjera, aunque confieso que no puedo responder de que mi inform ación sea suficiente. Y responden al genio neta­mente español que, como se ha repetido desde esta misma tribuna, inspira el desarrollo de nuestro Derecho inm obilia­rio que lo mismo que prescindió, a mi juicio, sin duda algu­na, pese a ciertas recientes tendencias de la Dirección, del numerus clausus de derechos reales, saltó sobre las rigideces del concepto de finca. Ya don J e r ó n im o G o n z á l e z se refirió a algunos de estos supuestos en que, como él decía, la falta de preocupación del pueblo por la rigidez de las form as ju r í­dicas de la propiedad promovió estados de división horizon­ta l inorgánica a través de particiones de herencia, donaciones y perm utas. Pero mucho más im portantes son los que ahora se producen, cada vez con más frecuencia, m erced a los avan­ces de la técnica de la construcción al servicio de aprem iantes necesidades sociales y económicas.

En el pensamiento conocido de la Ley nada nos autoriza a suponer que cada piso o local no se proyecte rigurosam ente inscrito dentro del contorno del solar, de suerte que la copro­piedad del suelo sigue en principio extendiendo su eficacia según la fórm ula clásica a coelo usque ad inferos. Pero nada se opone. Y cada vez con más frecuencia se construyen loca­les cuya proyección ortogonal se extiende sobre los solares de

(30) Z u r D ogm atick des gem einen R aum eigen tum , Arch. f . die Z. P ., 1956, págs. 155 y sigs.

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dos o más edificios distintos. En el momento de proyectar, los técnicos sólo piensan en forzar el aprovechamiento remune- rador del espacio y de los m ateriales y cuando lo hecho llega a conocimiento del Notario tiene ya una realidad irreversible. Lo propio de casi todas las relaciones reales en los inmuebles es su tendencia a perdurar y las complicaciones que, de mo­mento, no se m uestran quedan latentes para el porvenir a través de hipotecas para la construcción, ventas por pisos, distribuciones de aquéllas, paralelam ente a todo el proceso de la vida civil, enajenaciones, herencias, embargos, ejecuciones, con interferencia posible de intereses de menores, incapacitados, ausentes, quebrados...

Ni dentro del carácter de este trabajo cabe, ni en todo caso la longitud que ya va teniendo perm itiría intentar la solución de la cuestión práctica que estos supuestos plantean, descono­cida de la Ley y la doctrina v apenas insinuada en la ju ris­prudencia. Sería desde luego pueril pretender que arquitec­tos y constructores autolim iten su capacidad creadora para contener la construcción dentro de determ inados moldes de técnica legal inm obiliaria. Por el contrario, corresponde a los ju ristas encontrar nuevos cauces por los que puedan discurrir las nuevas form as económicas con disciplina y sin ahogo. Pero sin olvidar que, como dice W i l h e l m S a u e r , en la estructura del Derecho inm obiliario predom ina el aspecto lógico form al, lo que nos forzará a recu rrir constantemente a las ideas gene­rales del derecho de cosas.

Por lo que respecta a l objeto directo de este trabajo , visto que el inmueble no se lim ita a sí mismo, que en su dimensión horizontal hemos de determ inarlo por medio de linderos más o menos convencionales, que en la vertical no es susceptible de absoluta concreción, que es conceptualm ente inseparable de cierta porción de la corteza terrestre, pero puede volar fue­ra de los linderos de e l la . . , está claro que el problem a de la conexión entre el derecho y la cosa reviste com plejidades a las que, arrancando de donde arranqué, no es posible llegar en este acto.

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C o n c l u s i ó n

No me queda ya sino pediros perdón por haber ocupado* vuestro tiempo en estas prem iosas divagaciones, que, como es­taba previsto, no nos conducen a ningún resultado concreto. Hemos discurrido en torno al dominio y los derechos reales con un interés m eramente intelectivo, lo cual pudiera pare­cer a prim era vista una frivolidad. Porque siendo la propie­dad form a esencial de riqueza, los problem as económicos y políticos de su distribución presentan un interés profunda­mente humano y son y siem pre serán los que apasionan a m a­yor número de gentes. Pero aun desde este punto de vista no me parecen enteram ente ociosas las reflexiones acerca de lo que la propiedad es en sí misma. Como dice H a y e c k , hace tiempo que venimos alejándonos de las ideas sobre las que se fundó la civilización europea, abandonando nuestra fe en aque­lla libertad económica sin la cual jam ás existió en el pasado libertad personal ni política. «Individualism o es hoy una pa­lab ra envilecida» (31). Olvidamos que es un rasgo esencial de la F ilosofía de la antigüedad clásica, del pensamiento cristia­no y del Renacimiento, «el respeto por el hombre individual qua hom bre». E l análisis riguroso de lo que la propiedad es, supone sin duda un poderoso refuerzo de la postura individua­lista. Pero tam bién la cristiana igualdad de todos es una as­piración profundam ente hum ana, cada vez más activa. P ro­blem as son éstos trem endos y están a cien leguas de la oca­sión que aquí nos reúne. Contentémonos con estas pocas refle­xiones sobre las cosas que son. Hay estados de ánimo en que a uno le entretienen. O jalá que no hayan sido para vosotros motivo de grave aburrim iento.

(31) H a y eck , F r ie d r ic h A. : Camino de servidum bre, M adrid, 1946,. págs. 13 y sigs.

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