Esta noche, la libertad dominique lapierre

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La India: agosto de 1947. Tocan asu fin los días del mayor sueñoimperial de todos los tiempos: elImperio británico de la India. Lospersonajes de Kipling, los lancerosbengalíes, los cazadores de tigres,los feroces guerreros patanos de lafrontera indoafgana, los «clubs sólopara blancos».

La India: 400 millones de seres (en1947) enfervorizados, que arrancansu libertad un día maldito por losastros. Gandhi, un profetasemidesnudo, símbolo de un

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continente, que expulsa de éste aInglaterra mediante elprocedimiento pasivo del ayuno ydel silencio. Los maharajás, con susrebaños de elefantesengualdrapados de oro y susharenes de «Las mil y una noches».Lord Mountbatten, el apuesto yglorioso almirante enviado a laIndia para liquidar el florón de lacorona de su bisabuela, laemperatriz Victoria. Su esposa,Edwina, la virreina, a la quemillones de indios agradecidosquerían impedir que se marchara.Nehru, el seductor líder de la rosa,

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abrumado por la apocalipsis de lapartición. Jinnah, el inflexiblemusulmán que materializó «elsueño imposible del Pakistán».

La India de 1947: una epopeyagrandiosa, formidable…

La India: Desde las cimas dellegendario desfiladero de Khyber,hasta las hogueras de la ciudadsanta de Benarés; desde lasplantaciones de té en Assam, hastalas ardientes llanuras del Decán;desde las lujosa villas de MalabarHill, en Bombay, hasta los violentossuburbios de Calcuta; desde el

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suntuoso despacho del rey Jorge VI,hasta los bazares de Puna, repletosde armas; desde el misteriosorefugio de los asesinos de Gandhi,hasta las rutas del mayor éxodoque registra la Historia, llena deexotismo, de amor y derevelaciones. Esta noche, la libertades el documento más impresionantede los hechos que desembocaronen la independencia de la India, consu secuela de traumas derivadas dela partición. El hecho histórico, laanécdota humana, el heroísmo demillones de seres, quedan puestosde relieve por la mágica pluma de

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Dominique Lapierre y Larry Collins,excepcionales periodistas y agudosobservadores.

Para escribir el libro, los autoresnecesitaron cuatro años deesfuerzos, recorrer 250.000kilómetros utilizando todos losmedios de locomoción, incluidos elcaballo y el elefante; 6.000 páginasde testimonios originales; 10.000páginas de archivos y dedocumentos, casi todoscompletamente inéditos; 800 horasde entrevistas grabadas; 400 obras,monografías y libros; 6.000 metros

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de película filmada para describirlos lugares de la acción; 50 horasde ruido y de sonido ambientales;1.000 fotografías históricas, 600 deellas inéditas.

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Dominique Lapierre y LarryCollins

Esta noche, lalibertad

ePUB v1.0Natg y Faro47 18.09.12

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Título original: Cette nuit, la libertéDominique Lapierre y Larry Collins,1975.Traducción: Adolfo MartínDiseño/retoque portada: Ledo

Editores originales: Natg y Faro47 (v1.0)ePub base v2.0

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Por algún impenetrable designio dela Providencia, la misión de gobernar laIndia ha sido depositada sobre loshombros de la raza inglesa.

RUDYARD KIPLING,1889.

La pérdida de la India asestaría aInglaterra un golpe fatal y definitivo.Haría de ella un país insignificante.

WINSTON CHURCHILL,1931.

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Hace muchos años, establecimos unacita con el destino, y ha llegado elmomento de cumplir nuestra promesa…A medianoche, cuando los hombresduerman, la India despertará a la vida ya la libertad. Se aproxima el instante, uninstante rara vez ofrecido por laHistoria, en que un pueblo sale delpasado para entrar en el futuro, en quefinaliza una época, en que el alma de unanación durante largo tiempo sofocada,vuelve a encontrar su expresión…

JAWAHARLAL

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NEHRU, al Parlamentoindio, una hora antes dela independencia de laIndia, la noche del 14de agosto de 1947.

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PRÓLOGO

El arco yergue su arrogante masa debasalto amarillo sobre el promontorioque domina la rada de Bombay. A susombra, bulle un extraño mundo deencantadores de serpientes y echadoresde la buena ventura, de mendigos yturistas, de hippies hundidos en el sopordel sueño o de la droga, de vagabundosy de agonizantes rechazados por unametrópoli superpoblada. Pocas son lasmiradas que se alzan para leer lainscripción grabada en el frontispicio de

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este monumento: «Erigido paraconmemorar el desembarco en la Indiade Sus Majestades Imperiales el reyJorge V y la reina María el 2 dediciembre de MCMXI».

Y, sin embargo, esta «Puerta de laIndia» había sido el arco de triunfo delimperio más colosal que el mundo hayaconocido, un conjunto de territoriossobre el que jamás se ponía el sol. Parageneraciones enteras de británicos supoderosa silueta había sido la primeravisión de las embrujadas costas por lasque habían abandonado sus aldeas de lasMidlands o sus colinas de Escocia.Soldados, aventureros, mercaderes y

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administradores, habían pasado bajoeste arco para imponer la Paxbritannica en la más noble posesión delImperio, para explotar un continenteconquistado y propagar por él la ley delhombre blanco con la inquebrantableconvicción de que su raza había nacidopara dominar y su imperio para durarmilenios enteros.

Todo eso parece hoy muy lejano. LaPuerta de la India ya no es más que unsimple edificio histórico como los deRoma o Babilonia, un monumentoolvidado que glorifica una epopeyafinalizada bajo su bóveda hace sóloveinticinco años.

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HITOSCRONOLÓGICOS

I. LA INDIA ANTES DE LOSINGLESES

1500a. de

C.

Los arios procedentes del Irán,llegan al valle del Indo.

563a. de

C.Nacimiento de Buda.

327a. de Alejandro Magno conquista

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C. parte del Penjab.273

a. deC.

Asoka funda el primer imperioindio.

50 d.de C.

Fundación del Reino Kushanaen el norte de la India.

320-455 Gloria del imperio gupta.

700Rápida decadencia, en la India,del budismo, extendido por todaAsia.

711 Primera incursión árabe en laIndia.

1398 Tamerlán destruye Delhi.

1498 Vasco de Gama abre la ruta dela India.

1526- Los emperadores mogoles

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1858 reinan en la India.

II. LA INDIA CON LOSINGLESES

1600 Desembarca en la India elprimer inglés.

1600 Comienza la implantacióncolonial de Gran Bretaña.

1746 Guerra franco-inglesa por laposesión de la India.

1757La victoria del general Clive enPlassey abre a Inglaterra el nortede la India.

1763 Tratado de París, que excluye alos franceses de la India.La India pasa al control directo

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1773 de la Corona británica.

1803 Los ingleses se apoderan deDelhi.

1849 Los ingleses se anexionan elPenjab.

1857 Los cipayos se rebelan contrasus oficiales británicos.

1858 La India pasa a la soberanía dela Corona británica.

1869 Nacimiento de MohandasKaramchand Gandhi.

1876 Nacimiento de Mohammed AliJinnah.

1877 La reina Victoria es proclamadaemperatriz.

1889 Nacimiento de JawaharlalNehru.

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1906 Creación de la Liga musulmanade la India.

1911 Delhi se convierte en la capitalde la India.

1920 Primera campaña dedesobediencia civil de Gandhi.

1930 Segunda campaña dedesobediencia civil de Gandhi.

1940 Tercera campaña dedesobediencia civil de Gandhi.

1942 Gandhi inició su campaña:«¡Abandonad la India!».

1947 El 15 de agosto, Gran Bretañadivide la India.

1947 Independencia del Pakistán y dela Unión india.

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III. LA INDIA DESPUÉS DELOS INGLESES

1947Comienzo de la guerra entre laIndia y el Pakistán por lacuestión de Cachemira.

1948 El 30 de enero, asesinato deGandhi.

1949 Alto el fuego y división deCachemira.

1950Promulgación de la Constituciónde la República de la Uniónindia.

1955

Conferencia de Bandung en laque Nehru trata de convertir a laIndia en el líder de los países

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alineados.

1962 Guerra chino-india, precedida deincidentes fronterizos en 1959.

1964 El 27 de mayo, muerte de Nehru,remplazado por Shastri.

1965 Segunda guerra indo-pakistaní acausa de Cachemira.

1966Conferencia de Tashkent: firmade un compromiso con respectoa Cachemira.

1966 Indira Gandhi se convierte enPrimer Ministro.

1971 Guerra indo-pakistaní a causa deBangla Desh.

1974 Primera explosión nuclear india.

1975Lanzamiento del primer satélitecientífico indio.

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IV. EL PAKISTÁNDESPUÉS DE LOS

INGLESES

1948 El 11 de setiembre, muerte deMohammed Ali Jinnah.

1956 Proclamación de la Repúblicaislámica del Pakistán.

1958 Toma del poder por el generalAyub-Khan.

1963 Acuerdo fronterizo con China.

1965 Guerra con la India a causa deCachemira.

1969 El general Yahia Khan toma elpoder.

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1971 Sucesión del Pakistán oriental,que se convierte en Bangla Desh.

1971Sulfikar Ali Bhutto se convierteen Primer Ministro de Pakistánoriental.

1975Golpe de Estado en Bangla Deshy asesinato del Primer MinistroMuhibur Rahman.

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I

EL ÚLTIMO IMPERIOROMÁNTICO

Un gran pueblo vivía un inviernode privaciones. Envuelto en niebla ymelancolía, Londres tiritaba aquel unode enero de 1947. Quizá nunca habíaconocido la capital británica un AñoNuevo tan lúgubre. Aquella mañana defiesta, pocos eran los hogares que

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disponían de suficiente agua calientecomo para llenar una bañera. Y aún eranmenos los londinenses que tenían lahabitual resaca de su cena deNochevieja. El escaso whisky puesto ala venta para las fiestas al precio deocho libras esterlinas la botella, más demil pesetas, se había agotadorápidamente. Sólo unos cuantos cochesse deslizaban por las abandonadascalles, fantasmas fugitivos de una naciónprivada de gasolina. Envueltos en susabrigos, anticuados y raídos después deseis años de guerra o en heterogéneosuniformes gastados por el uso, variostranseúntes caminaban apresuradamente

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con la cabeza hundida entre los hombrosy una expresión hosca en el semblante.En los días de lluvia, al desprenderse delas ruinas que sembraban la ciudad untufo a podredumbre y materialesquemados, un olor especial impregnabalas calles. Los escombros seamontonaban todavía en los muelles y elbarrio que rodea la catedral de SanPablo. Siniestros blocaos de hormigóncontinuaban alzándose en ciertas plazas,y las alambradas cubrían los céspedesde Green Park.

Esta capital triste y martirizada era,sin embargo, la de un país vencedor.Diecisiete meses antes, Inglaterra había

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ganado la guerra más espantosa de laHistoria de la Humanidad. La gesta desu pueblo, su valor ante la adversidad ysu tenacidad indomable le habían validola admiración del mundo. Pero ahorapagaba el exorbitante precio de estavictoria. Su industria estaba paralizada ysus arcas vacías. Más de dos millonesde ingleses se encontraban en paro. Elaño que comenzaba sería el octavo quevivirían bajo un régimen de draconianasrestricciones. Todos o casi todos losbienes de consumo se hallabansometidos a un severo racionamiento:los alimentos, los combustibles, elalcohol, la energía, las prendas de

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vestir, hasta la famosa stout de los pubsy las pelotas de cricket. Los periódicosproponían, incluso, las recetas de loshumoristas para reciclar el papelhigiénico. «Cinturón y sabañones» era lanueva divisa del pueblo que habíaderribado a Hitler haciendoobstinadamente la «V» de la victoria.Apenas una familia de cada quince habíapodido permitirse el lujo de comer pavoen Navidad y, hallándose gravados losjuguetes con un impuesto del cien porcien, muchos zapatos infantiles habíanquedado vacíos ante la chimenea. Lospuestos de los mercados y losescaparates de las tiendas generalmente

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lucían carteles anunciando: «No hay…»No hay patatas, no hay leña, no haycarbón, no hay cigarrillos, no hay tocino.La triste realidad con la que seenfrentaba Inglaterra aquella mañana deAño Nuevo había sido resumida en unafrase cruel por su más grandeeconomista: «Somos un país pobre —había afirmado John Maynard Keynes asus compatriotas— y debemos aprendera vivir en consecuencia».

Sin embargo, los ingleses eran ricos.Un documento azul y oro, el pasaportebritánico, les otorgaba el privilegio depenetrar libremente en más territoriosque ningún otro ciudadano de ningún

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otro país del mundo. Aquel uno de enerode 1947 el extraordinario conjunto deposesiones, de colonias, deprotectorados y de condominios queconstituía el Imperio británico semantenía intacto. La existencia de 563millones de hombres —fantásticomosaico de pueblos, tamules y chinos,bosquimanos y hotentotes del Sudoesteafricano, aborígenes drávidas ymelanesios, australianos, escoceses,canadienses y tantos otros— aúndependía de las decisiones de estosingleses que temblaban de frío en unLondres sin calefacción. Los 291territorios de este dominio,

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desparramados por toda la superficiedel planeta, incluían posesiones tanvastas como el Canadá, la India oAustralia, y entidades tan minúsculas eignoradas como Bird Island, BrambleBay y Wreck Reef. Ni Alejandro, niCésar, ni Carlomagno, habían reinadojamás sobre extensiones semejantes. Semantenía justificado el más grandeorgullo de Inglaterra: cada vez que elcarillón del «Big Ben» resonaba sobrelas ruinas del centro de Londres, lospliegues tricolores de la Unión Jack seelevaban a lo alto de un mástil en algunaparte del Imperio Británico. Durante tressiglos, sus manchas rojas que invadían

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los mapamundis habían exaltado laimaginación de los escolares deInglaterra, los apetitos de susmercaderes, las ambiciones de susaventureros. Sus materias primas habíanalimentado las fábricas de la revoluciónindustrial y sus territoriosproporcionado un privilegiado mercadopara sus productos. De un pequeño reinoinsular de menos de cincuenta millonesde almas, el Imperio había hecho lanación más poderosa del Globo, y deLondres, la capital del Universo.

Sin ruido, casi furtivamente, un«Austin Princess» negro se dirigíaaquella mañana hacia el corazón de la

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ciudad. Mientras pasaba ante el palaciode Buckingham y enfilaba el Mail, suúnico pasajero contemplaba conmelancolía la amplia avenida quedesfilaba ante sus ojos. ¡Cuántas veces,pensaba, había celebrado Gran Bretañasus triunfos a lo largo de esta arteria!Medio siglo antes, el 20 de junio de1897, la carroza dorada de la reinaVictoria la había recorrido con ocasiónde la grandiosa fiesta que señaló elapogeo de su reinado, sus bodas dediamante. Gurkhas del Nepal, sikhs delPenjab, pathans de la frontera afghana,housas de Costa de Oro, swahilis deKenya, sudaneses, jamaicanos, malasios,

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chinos de Hong Kong, cazadores decabezas de Borneo, australianos ycanadienses habían desfilado entre losaplausos del enérgico pueblo quegobernaba el Imperio, al que tanorgullosos estaban de pertenecer. Losingleses habían vivido gracias a él unsueño fabuloso. Pero la herencia de estepasado sin par iba a serles muy prontoarrebatada. La era del imperialismohabía muerto, y el simplereconocimiento de esta evidenciahistórica era lo que, aquel uno de enerode 1947, motivaba el paso solitario del«Austin Princess» negro por el Mail.Una llamada oficial había obligado a su

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pasajero a interrumpir unas vacacionesen Suiza, con su familia, para hacerleregresar urgentemente a Londres, dondeacababa de llevarle un avión especial dela R.A.F. El automóvil se detuvo ante lapuerta sin duda más fotografiada delmundo, la del número 10 de DowningStreet. Durante seis años, la Prensamundial había asociado la imagen deesta puerta con una silueta familiartocada con un negro sombrero de fieltro,un puro en la boca, un bastón en unamano y la otra levantada haciendo la«V» de la victoria. Winston Churchill novivía ya en esta casa, desde la que habíalibrado dos grandes batallas, una para

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vencer a Hitler, la otra para defender elImperio Británico.

Un nuevo Primer Ministro residíaahora en el 10 de Downing Street, unprofesor socialista que Churchill habíarebajado al rango de individuo modestoque no carece de razones para serlo».Clement Attlee y el partido laboristahabían llegado al poder firmementedecididos a iniciar la descolonizacióndel Imperio Británico. Para ellos, esteproceso histórico debía ineludiblementecomenzar por la emancipación del vastoterritorio densamente poblado que seextendía desde el paso de Khyber hastael cabo Comorin: la India. Esta soberbia

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construcción, el Imperio de la India,constituía la piedra angular y lajustificación del Imperio entero, su logromás noble y el objeto de su másvigilante atención. Con sus lancerosbengalíes y sus maharajás cubiertos dejoyas, sus cacerías de tigres y suselefantes reales engualdrapados de oro,sus plantaciones de té y sus junglastropicales, sus sadhus[1] y sus altivosmemsahibs[2], la India había encarnadoel sueño imperial. Para poner fin a estesueño había sido convocado por elPrimer Ministro el joven almirante quellegaba ante su puerta.

A sus cuarenta y seis años, Louis

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Francis Albert Víctor NicholasMountbatten, vizconde de Birmania erauna de las más célebres personalidadesde Inglaterra. Medía 1,80, y ni una solaonza de grasa deformaba su cintura.Pese a las abrumadorasresponsabilidades que había asumidodurante los seis últimos años, no habíala menor huella de fatiga o de tensión ensu rostro, tan conocido por los millonesde lectores de la Prensa popular inglesa.La regularidad perfecta de sus faccionesy los ojos azules resaltados por el colorcastaño de los cabellos contribuían aque pareciera más joven aún la máscaravoluntaria y distinguida de este atleta

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que parecía salir de un estadio de laantigua Grecia.

Lord Mountbatten sabía por qué lohabían llamado a Londres. Desde quedejara su mando supremo interaliado delSudeste asiático, había respondido confrecuencia a la invitación del PrimerMinistro, deseoso de conocer su opiniónsobre los asuntos concernientes a esaparte del mundo. Durante Su últimavisita, el interés de Clement Attlee sehabía concentrado, sin embargo, en unpaís que no perteneció al teatro deoperaciones bajo su autoridad: la India.Mountbatten había experimentado depronto «una impresión muy

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desagradable». Su premonición resultójustificada. En efecto, Attlee tenía laintención de nombrarle virrey de laIndia, de concederle así el puesto máselevado del Imperio, la prestigiosafunción de una larga estirpe de inglesesque habían presidido los destinos de unaquinta parte del género humano. PeroClement Attlee no había elegido a LouisMountbatten para gobernar el Imperio dela India, sino para llevar a cabo lamisión más dolorosa que podíadesempeñar un británico: organizar lasalida de Inglaterra de la India.

Este prestigioso almirante de sangrereal no quería por nada del mundo que

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se le confiara esta tarea de verdugo. Conla ingenua esperanza de obligar a Attleea renunciar a su nombramiento, habíasubordinado su aceptación a toda unagama de exigencias que iban desde laselección caprichosa de un equipo decolaboradores hasta la puesta a sudisposición de un avión tetramotorespecial. Con gran consternación por suparte, Attlee había accedido a todas suspeticiones. Por eso, Mountbatten estabadecidido a presentar ahora nuevaspretensiones particularmente audaces.

Con su cara pálida, su aire triste ysus trajes de mediana calidad,aparentemente rebeldes a las caricias de

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una plancha, el Primer Ministro ClementAttlee simbolizaba a la perfección laatmósfera gris y siniestra del momento.Que este viejo jefe socialista hubierapodido pensar en el seductor jugador depolo, primo del rey de Inglaterra, paraliquidar la perla del Imperio podía, aprimera vista, antojarse absurdo. Sinembargo, esta elección era más juiciosade lo que parecía. Las numerosas filasde condecoraciones que adornaban lapechera del uniforme del jovenalmirante revelaban cualidades que suimagen pública no siempre habíapopularizado. Sus responsabilidades enel Sudeste asiático le habían permitido

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adquirir un conocimiento excepcional delos movimientos nacionalistas indígenas.Había negociado con los guerrilleros deHo Chi Minh en Indochina, con Sukarnoen Indonesia y Aung San en Birmania,con los comunistas chinos de Malasia ylos sindicalistas revolucionarios deSingapur. Convencido de que estoshombres representaban el futuro deAsia, había buscado el medio deentenderse con ellos en lugar de intentarsuprimirlos, como le exhortaban susconsejeros. El movimiento nacionalistacon el que tendría que tratar si iba a laIndia era el más antiguo y el máspoderoso de todos. En veinticinco años

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de agitación y de acción, sus jefeshabían logrado que las masas indiasobligaran al Imperio más grande detodos los tiempos a renunciar a sudominio. Juiciosamente, Inglaterraprefería ahora retirarse antes de serexpulsada por la fuerza.

Clement Attlee expuso a su visitanteel sombrío cuadro de la situación en laIndia. El clima se deterioraba de día endía, declaró, y había llegado el momentode tomar una decisión. Una sorprendenteparadoja de la Historia hacía, en efecto,que en el momento crítico de conceder alos indios su libertad, Inglaterra nosupiera cómo proceder. La consumación

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que debía marcar la apoteosis de sureinado amenazaba con transformarse enpesadilla. Había conquistado ygobernado la India derramando menossangre de la que habían hecho correr lamayor parte de las demás aventurascoloniales, pero su marcha arriesgabadesencadenar una terrible explosión deviolencia entre las poblacionesindígenas súbitamente privadas de suguardián.

Las raíces de esta tragedia sehundían en el inmemorial antagonismoque enfrentaba a los trescientos millonesde hindúes con los cien millones demusulmanes que vivían en la India.

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Mantenido por la tradición, la historia ylas religiones violentamente contrarias,solapadamente exacerbado en el pasadopor la política británica que habíatratado de «dividir para reinar», elconflicto estaba a punto de estallar.Ahora, los jefes de los cien millones demusulmanes exigían que Gran Bretañadesgarrase la unidad de la India tanduramente edificada para darles unEstado islámico independiente. En casode negativa, amenazaban con provocarla guerra civil más sangrienta que Asiahubiera conocido jamás. Igualmentedecididos a oponerse a esta ambiciónestaban sus adversarios, los dirigentes

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del partido del Congreso, que agrupabaa la mayoría de los trescientos millonesde hindúes. A sus ojos, la división delsubcontinente indio sería una mutilaciónodiosamente sacrílega de su patriahistórica.

Atrapada entre estas dos posicionesaparentemente inconciliables, Inglaterrase hundía cada día más en un avisperodel que parecía incapaz de librarse. Susnumerosos intentos para conseguirlohabían fracasado. La situación era ahoratan desesperada que el actual virrey,mariscal Sir Archibald Wavell, acababade presentar a Londres un verdaderoplan para echar a pique el Imperio de la

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India. Como último recurso, sugería queel Gobierno «anuncie la intención deGran Bretaña de retirarse de la India enel momento y de la manera exigidos porel respeto a sus intereses; y queconsideraría todo intento de entorpeceresta operación como un acto de guerra,al cual respondería con todos losmedios a su disposición». Gran Bretañay la India se encaminaban, pues, haciaun tremendo desastre, precisó ClementAttlee a Mountbatten. Todas lasmañanas llegaban telegramasinformando a Londres de sangrientosincidentes acaecidos en nuevos rinconesde la India. Era necesario actuar con

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rapidez. El actual virrey no se hallabaen condiciones de corregir la situación.Este valeroso soldado carecía de laelocuencia necesaria para establecercontactos válidos con sus volublesinterlocutores indios. Sólo unapersonalidad nueva, un enfoque original,permitirían contener la crisis. Por ello,Mountbatten debía considerar como undeber de Estado el aceptar sustituir alvirrey.

Mientras el Primer Ministrohablaba, el almirante había mantenido unrostro impenetrable. Consideraba másque nunca este ofrecimiento «como unamisión absolutamente desprovista de

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esperanza». Conocía y admiraba almariscal Wavell, con el que tan amenudo había discutido los problemasde la India. «Si él no ha podido obtenerbuenos resultados, ¿por qué habría detener yo más suerte?», pensaba. Perosentía cada vez con más claridad que nopodría zafarse. Se iba a ver obligado aasumir una tarea en la que eran grandeslas posibilidades de fracaso y en la quecorría el riesgo de perder su gloriosareputación conquistada durante laguerra. No pudiendo negarseabiertamente, Mountbatten estaba, sinembargo, decidido a imponer al PrimerMinistro ciertas disposiciones políticas

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susceptibles de dar a su misión por lomenos algunas posibilidades de éxito.Aceptaría con la condición de que elGobierno proclamase públicamente lafecha definitiva en la que Inglaterra secomprometería a dejar de ejercer susoberanía para conceder laindependencia a la India. Sólo estaprecisión demostraría a los dirigentesindios que Gran Bretaña estabasinceramente dispuesta a marcharse, yles convencería de la urgencia queexistía para entablar negociacionesrealistas.

Mountbatten exigió luego unprivilegio que ningún otro virrey habría

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osado nunca reclamar: plenos poderes,libertad de acción absoluta, sinobligación de remitirse a Londres y,sobre todo, sin la constante injerencia deLondres. El Gobierno de Clement Attleeseguiría a su nave.

—¿No está usted reclamandopoderes plenipotenciarios que le sitúanpor encima de la autoridad del Gobiernode Su Majestad? —se inquietó Attlee.

—Me temo que eso es exactamentelo que pido —respondió Mountbatten—,¿Cómo iba a negociar con seriedadteniendo constantemente sobre mí alGabinete?

Lo exagerado de las pretensiones del

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joven almirante pareció dejar sin alientoal Primer Ministro. Mountbatten observósin desagrado el efecto de su petición,deseando intensamente que incitara a suinterlocutor a retirar su ofrecimiento.Pero Attlee no tenía intención de hacertal cosa. Una hora más tarde, con airesombrío y resignado, Louis Mountbattensalía de Downing Street investido de latriste misión de ser el último virrey dela India, el liquidador de una grandiosaepopeya nacional llegada desde lasprofundidades de la historia de su país.

Al regresar a su automóvil, le asaltóun extraño pensamiento. Hacíaexactamente setenta años, día por día,

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casi hora por hora, que su bisabuela eraproclamada «emperatriz de la India» enuna llanura de los alrededores de NuevaDelhi. Todos los maharajás reunidos enesta ocasión habían implorado entoncesa los cielos para que «la autoridad y lasoberanía de la reina Victoria semantuvieran sólidas y poderosas portoda la eternidad».

En esta mañana de Año Muevo de1947, uno de los bisnietos de estasoberana acababa de pedir al PrimerMinistro de la Gran Bretaña que fijaseel día que pondría término a laeternidad.

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Las epopeyas más grandiosaspueden tener un origen absolutamentetrivial. Si, tres siglos y medio antesGran Bretaña se había lanzado a lamagna aventura colonial cuya conclusiónse le había ordenado ahora a LouisMountbatten, todo había sido por causade cinco desdichados chelines.Representaban el aumento en el preciode una libra de pimienta —condimentomuy apreciado en las mesas isabelinas— impuesto por los traficantesholandeses que controlaban el comerciode especias. Escandalizados por estaprovocación, veinticuatro mercaderes dela City de Londres se reunieron en la

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tarde del 24 de setiembre de 1599 en uninmueble de la calle Leadenhall situadoa menos de 1.500 m de la residencia enque acababan de entrevistarse Attlee yMountbatten. Su intención era fundar unamodesta casa de comercio con un capitalinicial de 72.000 libras esterlinassuscrito por 125 accionistas. Sólo ellucro había motivado esta empresa, quefue bautizada con el nombre de EastIndia Trading Company.

La Compañía obtuvo elreconocimiento oficial el 1 de diciembrede 1599, el último día del siglo XVI, alotorgarle la reina Isabel I de Inglaterrauna carta concediéndole, por un primer

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período de quince años, el derechoexclusivo a comerciar con todos lospaíses situados más allá del Cabo deBuena Esperanza. Ocho meses mástarde, un galeón de quinientas toneladas,e l Hector, echaba el ancla ante elpequeño puerto de Surat, al norte deBombay. Era el 24 de agosto de 1600.Los ingleses habían llegado a la India.Su primer desembarco en estaslegendarias costas, hacia las que habíacreído navegar Cristóbal Colón cuandodescubrió América, fue más biendiscreto. Escoltado por una guardia decincuenta mercenarios pathans, WilliamHawkins, capitán del Hector, un viejo

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lobo de mar más pirata que explorador,se adentró en el interior de esta tierraque había inflamado la imaginación dela Inglaterra isabelina, seguro deencontrar en ella rubíes del tamaño dehuevos de paloma, pimienta enabundancia, jengibre, añil y canela,árboles de hojas tan grandes quepudieran cobijar a una familia entera ypociones mágicas elaboradas a base decolmillos de elefante que garantizaban lajuventud eterna.

El capitán no descubriría esa Indiaen su camino hacia Agrá. Pero suentrevista con el Gran Mogolrecompensaría sobradamente las

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penalidades de su viaje. Se encontróante un monarca a cuyo lado la reinaIsabel parecía la soberana de unpequeño feudo de provincias.Ejerciendo su mando sobre setentamillones de súbditos, Jehangir era el reymás rico y poderoso del mundo, elcuarto y último gran emperador mogolde la India. El primer inglés recibido ensu Corte fue acogido con atenciones quehabrían desconcertado, sin duda, a losausteros funcionarios de la East IndiaTrading Company. El Mogol le nombróoficial de la Casa Real y le ofreciócomo regalo de bienvenida la muchachamás hermosa de su harén, una cristiana

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armenia.Afortunadamente, la llegada a Agrá

del intrépido capitán había producidolos beneficios más adecuados parasatisfacer los apetitos pecuniarios de suspatronos. Jehangir rubricó un firmánimperial autorizando a la Compañía aabrir sucursales a lo largo de la costasituada al norte de Bombay. El resultadofue rápido e impresionante. Muy pronto,dos navíos descargaban todos los mesesen los muelles del Támesis verdaderasmontañas de pimienta, de caucho, deazúcar, de seda silvestre y de algodón.Volvían a zarpar con las bodegasabarrotadas de productos

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manufacturados. Un auténtico diluvio dedividendos se derramó sobre losaccionistas de la Compañía. El añosiguiente, aparecieron varios barcosfrente a Madrás y, luego, en el golfo deBengala. Unos cuantos valerosospioneros se instalaron en las pestilentesmarismas del delta del Ganges yfundaron el establecimiento que mástarde se convertiría en Calcuta. Engeneral, fueron recibidos sin hostilidadpor los soberanos y la poblaciónindígenas. Su divisa, sin cesar repetida,explicaba esta acogida. «Trade notterritory, comercio, no colonización»,proclamaba.

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Sin embargo, el desarrollo de susnegocios no tardó en obligar a losagentes de la Compañía a proteger sucomercio, llevándoles inevitablemente aintervenir en los conflictos políticoslocales. Comenzaba así un compromisoirreversible que debía llevar a Inglaterraa conquistar la India casiinadvertidamente. La aparición deFrancia, atraída a las costas indias porlas mismas riquezas, había acelerado demanera singular el proceso. Durantetreinta años, las dos nacionestrasplantaron sus rivalidades de loscampos de batalla de Europa a lasjunglas y las llanuras tropicales de la

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India, entregándose a una constantecompetición para obtener el apoyo y laamistad de los príncipes indios másinfluyentes. Bajo el impulso del brillanteadministrador Joseph François Dupleix,Francia intentó edificar en la India unvasto imperio. Estuvo a punto deconseguirlo. Pero el ejército que laCompañía inglesa había levantado paradefender sus intereses derrotófinalmente a los franceses y ahuyentó susueño imperial.

El 23 de junio de 1757, marchandobajo una lluvia torrencial al frente denovecientos ingleses del 39° deinfantería y de dos mil cipayos

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indígenas, un audaz general llamadoRobert Clive aniquilaba a las fuerzas deun turbulento sultán en los arrozales deuna aldea de Bengala próxima a Plassey.La victoria de Clive, que solamentehabía costado 23 muertos y 49 heridos,abría toda la India del Norte a losmercaderes de Londres. Constituyó elprincipio de la verdadera conquista, queduró todo el siglo siguiente. Losconstructores del imperio sustituían alos comerciantes.

Aunque Londres les había ordenadoevitar todo «plan de conquista y deexpansión territorial», una sucesión deambiciosos gobernadores generales se

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lanzaron sin tregua a una política deimperialismo desenfrenado. Declarandoque no podía existir «ninguna bendiciónmayor para las poblaciones indígenas dela India que la extensión de ladominación británica», el gobernadorRichard Wellesley extendió la soberaníade Inglaterra a los Estados de Mysore,de Travancore, de Baroda, deHyderabad y Gwalior, desmembrando elvaleroso reino hindú de los máratas yconquistando casi todo el Decán,Bengala y el valle del Ganges. Sussucesores sometieron a los Estadosrajputanos, anexionando la provinciaoccidental de Sind con su puerto de

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Karachi y libraron dos feroces guerrascontra los sikhs para reducir el Penjab yconsumar una conquista prácticamentetotal de la India. Así, pues, habíanbastado unos cuantos decenios para queuna compañía de mercaderes semetamorfoseara en potencia soberana,sus agentes y contables en gobernadores,sus almacenes en palacios, su búsquedade dividendos en búsqueda dedominación territorial. Sin haberloquerido realmente, Gran Bretañasucedía al emperador mogol que lehabía abierto las puertas delsubcontinente indio.

La dominación inglesa reportaba a la

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India considerables beneficios, la paxbritannica e instituciones calcadassobre las de la metrópoli. Pero, sobretodo, había hecho a este gigantesco paísel inestimable don de la lengua inglesa,que había de convertirse en el lazo deunión entre todos sus pueblos y elvehículo de sus aspiracionesrevolucionarias.

La primera manifestación de estasaspiraciones se había producido en1857 bajo la forma de un violentoamotinamiento militar. El providencialauxilio de un puñado de maharajás habíaevitado el derrumbamiento del edificiobritánico y permitido a los ingleses

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agrupar sus fuerzas y aplastar ellevantamiento con una brutalidad igual ala de los hombres que se habían alzadocontra ellos. El resultado más inmediatode este amotinamiento fue un cambioradical en la forma en que Inglaterragobernaba la India. Tras 258 años defructíferas actividades, se había puestofin a la existencia de la honorable EastIndia Trading Company del mismomodo en que ésta había nacido, por undecreto real firmado el 12 de agosto de1858. El nuevo edicto transfería laresponsabilidad del destino detrescientos millones de indios a lasmanos de una mujer de treinta y nueve

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años cuyo voluntarioso rostro iba aencarnar la vocación de la raza británicaa la dominación del mundo, la reinaVictoria. A partir de entonces, laautoridad de Inglaterra iba a ser ejercidapor la Corona, representada en la Indiapor una especie de soberano nombradopara reinar sobre una quinta parte de laHumanidad: el virrey.

Esta transformación fundamentalinauguraba el período que con másfrecuencia asociaría el mundo a ladominación inglesa sobre la India, laépoca victoriana. Lo esencial de sufilosofía reposaba en un concepto quegustaba de repetir quien había de

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convertirse en el bardo del sueñoimperial, Rudyard Kipling: los whiteEnglishmen estaban hechos paradominar a «esos pobres pueblosprivados de sus leyes». «Por algúnimpenetrable designio de la Providencia—proclamaba Kipling— laresponsabilidad de gobernar la Indiahabía sido depositada sobre loshombros de la raza inglesa».

Esta monumental tarea había sidoejercida por una minúscula élite, los dosmil miembros del Indian Civil Service ylos diez mil oficiales ingleses quemandaban el Ejército de la India.Sostenida por sesenta mil soldados

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británicos y doscientos mil soldadosindígenas, la autoridad de este puñadode hombres había gobernado ymantenido el orden en un país detrescientos millones de habitantes.Ninguna estadística podía definir mejorque estas cifras el carácter de ladominación inglesa en la India y traducirel grado de sumisión que encontró porparte de las masas indias.

La India de estos colonizadores erala India romántica y pintoresca de losrelatos de Kipling. Era la India de losgentlemen blancos arrastrando tras suscascos de plumas a sus escuadrones desowars[3] cubiertos con turbantes; la

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India de los recaudadores de impuestosperdidos en las tórridas inmensidadesdel Decán; la India de las suntuosasfiestas imperiales al pie del Himalayaen la capital estival de Simla, la Indiade los partidos de cricket sobre loscéspedes del «Bengal Club» de Calcuta;la India de los partidos de polo en elpolvo del desierto de Rajasthan y de lascacerías de tigres en Assam; la India delos administradores que se vestían deesmoquin para cenar en su campamentoen plena jungla y elevabansolemnemente su vaso de jerez parabrindar por el rey-emperador mientrasaullaban los chacales en las tinieblas; la

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India de los oficiales de guerrera rojaescalando las vertiginosas pendientesdel paso de Khyber y persiguiendo a losferoces rebeldes pathans en el sofocantecalor del verano o en la ventisca delinvierno; la India de una casta dehombres convencidos de susuperioridad, bebiendo whisky con sodabajo las verandas de sus clubs«reservados para los blancos». Losespacios infinitos del continente indiohabían ofrecido a estos ingleses lo queno podían darles sus angostas playasinsulares: una palestra sin límites en laque saciar su sed de aventura. Habíanllegado, imberbes y tímidos, a los

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diecinueve y veinte años, a los muellesde Bombay. Treinta y cinco o cuarentaaños más tarde, habían vuelto amarcharse con el rostro quemado pordemasiado sol y demasiado whisky, elcuerpo marcado por las heridas de lasbalas, por las enfermedades tropicales,las garras de una pantera o sus caídasjugando al polo, pero orgullosos dehaber vivido su parte de leyendas en elúltimo imperio romántico del mundo.

Con frecuencia, su aventura habíacomenzado en la teatral confusión de laestación Victoria de Bombay. Allí, bajolas arcadas neogóticas, descubrían elpaís en el que habían decidido pasar su

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vida. ¡Qué choque al primer contacto delfrenético torbellino de la poblaciónindígena, al penetrante olor a orina yespecies, a la opresión del inhumanocalor! ¡Qué sorpresa al descubrir depronto la complejidad del mundo indioante las fuentes de la estación! Como entodas las de la India, carteles colocadossobre cada uno de los cañosidentificaban el agua «reservada» a loseuropeos, a los hindúes, a losmusulmanes y a los intocables. ¡Quéalivio ante la vista de los coches colorverde oscuro del Frontier Mail o delHyderabad Express, cuyas locomotorasllevaban el nombre de célebres

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generales británicos. Tras las cortinasde los coches de primera clase, lesesperaba un mundo familiar, un mundode profundos asientos conreposacabezas bordados, de botellas dechampaña puestas a refrescar en cubosde plata, un mundo, sobre todo, en el quelos únicos indios con los que corrían elriesgo de encontrarse serían el inspectory los camareros del coche-restaurante.Los recién llegados aprendían, así,desde su llegada, la regla esencial: laGran Bretaña reinaba sobre la India,pero los ingleses vivían aparte.

Años muy duros habían esperado alos jóvenes administradores del Imperio

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al final de este primer viaje. Habíansido enviados a puestos lejanos, lamayor parte del tiempo apartados detoda civilización, desprovistos detelégrafos y de electricidad, sincarreteras ni ferrocarriles, y privados detoda presencia europea. Con frecuencia,se habían encontrado, a los veinticuatroo veinticinco años de edad, dueñosomnipotentes de territorios a veces másextensos que Córcega y más pobladosque Bélgica. Habían inspeccionado sudistrito a pie o a caballo, yendo de aldeaen aldea al frente de toda una caravanade sirvientes, de guardias de corps, desecretarios, y de una cohorte de burros,

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de camellos o de carros quetransportaban su tienda-despacho, sutienda-habitación, su tienda-comedor, sutienda-cocina, su tienda-cuarto de baño,así como víveres para todo un mes. Encada etapa, la tienda-despacho se habíaconvertido en la sala de audiencia de untribunal. Dignamente instalados tras unamesa plegable, flanqueados por dossirvientes que ahuyentaban las moscascon sus abanicos, habían administrado lajusticia en nombre de Su Majestad el reyde Gran Bretaña y emperador de laIndia. Al ponerse el sol, tras darse unbaño en una bañera de piel de cabra, sehabían puesto ceremoniosamente su

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esmoquin para una cena solitaria bajo elmosquitero de la tienda-comedoriluminada por una lámpara cuya llamaestaba protegida del viento mientrasresonaban a su alrededor los ruidos dela jungla y el rugido ocasional de untigre. A cada amanecer, habíanreemprendido la marcha para ejercer enotro punto la autoridad soberana delhombre blanco.

En general, este duro aprendizajecualificaba a los servidores imperialespara ocupar su puesto en esosprivilegiados islotes de verdor desdelos que la aristocracia imperial reinabasobre la India. Ghettos dorados de la

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dominación británica, los cantonmentsconstituían verdaderos cuerpos extrañosadheridos a las principales ciudadesindias. Cada uno de ellos tenía su jardínpúblico, sus céspedes al estilo inglés, suBanco, su matadero, sus tiendas y suiglesia con su campanil de piedra,orgullosa y conmovedora réplica de losencantadores campanarios de Dorset ode Surrey. El corazón de estos enclavesera obligatoriamente la institución queaparece siempre que se encuentran dosingleses, el club. Durante generacionesenteras, a la sosegada hora en que el solse desvanecía en el horizonte, los dignosrepresentantes de Su Majestad se habían

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instalado sobre los céspedes o bajo lasfrescas verandas de estos clubs para unsundown, el primer whisky de la velada,que les servían criados vestidos contúnica blanca. Cada uno de estos clubstenía un rincón tranquilo en el que losingleses podían evadirse por unosinstantes de la India y recuperar el paísque habían abandonado quizá parasiempre. Confortablemente instalados ensillones de cuero, se entregaban a lalectura del Times, cuyas páginas, dehacía un mes o más, les traían los ecoslejanos de los debates en los Comunes ode los hechos y gestos de la familia real,las efemérides de la vida londinense y,

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sobre todo, el anuncio de losnacimientos, matrimonios ofallecimientos de sus contemporáneos,de los que les separaba la cuarta partede la superficie del Globo. Tras estaescala ritual, les esperaba otra, primeroen el bar, luego en el comedor. Allí,bajo una batería de ventiladores queagitaban el aire tropical, bajo la miradade vidrio de las cabezas de tigres ybúfalos salvajes matados en las junglascircundantes, desdeñaban los tesoros dela gastronomía mogol para degustarreligiosamente la insípida cocina de suremota isla, servida en una profusión decentelleante cubertería de plata.

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La India imperial había refulgidocon las fiestas y recepciones másfastuosas. «Toda familia inglesa que sepreciara de la menor posición poseíauna sala de baile y un salón de treintametros de largo —cuenta una gran damade esta época—. No existían entoncesesos horribles buffets donde las gentesse sientan con su plato junto a losinvitados que eligen. La cena más íntimareunía por lo menos a cuarentacomensales, con un servidor detrás decada uno de ellos. Los comerciantes noasistían a estas recepciones, ni tampoconingún indio, desde luego; jamás habríaosado nadie frecuentar su compañía.

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Nada tenía más importancia que laprecedencia, y era un hechoimperdonable faltar a sus reglas.¡Imaginen qué viento polar podía barrerde pronto una velada cuando la esposadel secretario general de un Ministeriodescubría que había sido colocada juntoa un funcionario de rango inferior al desu marido!»

El mayor entretenimiento de losingleses en la India había sido, sin duda,el deporte. Su pasión por el cricket, eltenis, el squash y el hockey sobre hierbalo convertirían, además de la lenguainglesa, en la herencia más duradera queestos colonizadores dejarían tras sí. En

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Calcuta se jugaba al golf en 1829, treintaaños antes que en Nueva York, y elrecorrido más elevado del mundo fuecreado a tres mil metros de altitud, enpleno Himalaya. Ningún saco de golf eramás apreciado que los fabricados con lapiel de una verga de elefante…, acondición, desde luego, de que supropietario hubiera matado por sí mismoal animal. Toda ciudad que se respetaseposeía un equipo de caza a caballo, consu jauría de perros importados deInglaterra. Audaces caballeros conchaqueta roja y gorra negra galopabanen el horno de las áridas llanuras enpersecución de los chacales que la India

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ofrecía a falta de zorros. Los mástemerarios cazaban jabalí con lanza, y laleyenda aseguraba que algunos habíanincluso cobrado así tigres y panteras.Estos enamorados de los caballoshabían adoptado el juego nacional indiohasta el punto de hacer del polo unaverdadera institución británica. Y lafinal anual del torneo de polo entre losveintiún regimientos de caballería delEjército de la India había constituidodurante décadas el acontecimientodeportivo más brillante de la Indiaimperial.

Si generaciones de ingleses habíanencontrado en la India la realización de

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sus sueños de aventura, también muchosdebían de encontrar allí la muerte en laflor de su vida. Contiguo a la iglesia decada enclave británico, un cementerio ysus numerosas tumbas ilustraban eltributo que la colonización inglesapagaba al clima cruel de la India, a suspeligros, a sus epidemias de cólera, demalaria y de fiebre de las junglas. Suslápidas recordaban su conmovedorahistoria. La tumba más antigua era la deuna tal Elizabeth Baker «muerta en1610a 1 dar a luz a bordo del Roebuck ados días de Madrás». Estaban las decomerciantes como ChristopherOxender, primer presidente del

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establecimiento de Surat —la ciudadante la que había anclado el capitán delHector—, muerto el 15 de abril de 1659después de «haber vivido en unainmensa mansión en la que trompetas deplata anunciaban los innumerablesplatos de sus banquetes» y que «sepaseaban por las calles de Suratprecedido por su chambelán, su guardiade corps y el portador de la sombrillaimperial, bajo la cual avanzaba conparticular dignidad». Estaban las deagentes de la civilización británicacomo Augustus Cleveland, unrecaudador de impuestos de Bhagalpurmuerto a la edad de veintinueve años,

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cuyo epitafio precisaba que «habíallevado el progreso a una raza salvajede montañeses de la jungla de RajMahal, les había comunicado el amor ala cultura y ligado para siempre a laCorona británica». Estaban todas las delos soldados del Imperio caídosgallardamente por su soberano y su país.El teniente W. H. Sitwell, del 31°regimiento indígena, había «muerto en elcampo del honor a la edad de veintiúnaños, el 11 de febrero de 1850», cuando«joven, bello, valiente, noble, con uncorazón generoso y lleno de esperanza,la vida le esperaba con todos sussueños, que se desvanecieron de golpe.

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Pereció cargando gloriosamente, sableen alto, sobre el enemigo».

La India había permanecido fiel asus leyendas hasta en la muerte. Elteniente St. John Shaw, de la RoyalHorse Artillery, había sucumbido «a lasheridas causadas por una pantera el 12de mayo de 1866, a la edad de veintiséisaños». El mayor Archibald Hibbert, quemandaba la 80.ª batería de la RoyalField Artillery, había perecido el 15 dejunio de 1902 cerca de Raipur «bajo loscuernos de un búfalo salvaje». HarrisMcQuaid había sido «pisoteado por unelefante en Saugh el 6 de junio de1902», y Thomas Butler, contable de

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Obras Públicas de Jabalpur, habíatenido «la desgracia de ser devoradopor un tigre en la selva de Tilman el 25de febrero de 1897». La muerte másinsólita había sido la del general deIngenieros Henry Durand, caído de suelefante durante el desfile deinauguración del arco de triunfo cuyaaltura había calculado mal.

Más anónimas, pero no menossimbólicas del precio en vidas humanasque había costado el sueño imperialinglés, eran las lápidas funerarias detodos los inspectores de Policía,ferroviarios, plantadores, misioneros,lanceros de Bengala, y de todas las

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esposas a quienes había vencido laenfermedad. Nadie fue perdonado, nisiquiera la mujer del primer virrey de laIndia, Lady Canning, que había muertode fiebre de la jungla en su propiopalacio, no obstante hallarse a cubiertode las pestilencias. Todavía másconmovedoras y reveladoras de lossacrificios impuestos a losconquistadores de la India imperial eranlas pequeñas sepulturas de todos losniños que habían encontrado la muerte aconsecuencia de un clima y unaenfermedades que no habrían conocidojamás en la Inglaterra de sus padres.Dos epitafios sobre una misma losa del

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cementerio de Asigarn resumen a laperfección toda su crueldad: «19 deabril de 1845, Alexander, siete meses,hijo del ferroviario Johnson Scott y desu mujer Martha, muerto de cólera», «30de abril de 1845, William John, cuatroaños, hijo del ferroviario Johnson Scotty de su mujer Martha, muerto decólera». Debajo estaba grabada ladespedida de unos padresinconsolables:

Aquí yacen,frutos salidos de las mismas

entrañas,dos niños

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que una mortal enfermedadse llevó consigo

lejos de una Inglaterraque jamás conocieron.

Funcionarios o soldadosprestigiosos, estas generaciones deingleses habían administrado la Indiacomo jamás fueron éstas administradasen el pasado. Entregados por completo asu tarea y sin más ambición que la deinspirar a una sociedad fundada en ladesigualdad el respeto a la ley y lajusticia, habían sido, con muy rarasexcepciones, hombres capaces eincorruptibles. Pero la insignificancia de

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su número y el complejo desuperioridad racial que ardía en ellosles habían privado de verdaderoscontactos con las poblaciones situadasbajo su autoridad. Este prejuicioVictoriano de la preeminencia delhombre blanco nunca ha sido másperfectamente expresado que por unantiguo administrador del Indian CivilService en el curso de un debateparlamentario de principios de siglo.Existía, afirmó, «una conviccióncompartida por todos los ingleses quevivían en la India, desde el máspoderoso hasta el más humilde, desde elplantador en su remoto bungalow hasta

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el director de un periódico de la capital,desde el prefecto de una gran provinciahasta el virrey en su trono: laconvicción, arraigada en lo másprofundo de cada uno, de pertenecer auna raza que Dios había elegido paragobernar y someter».

La muerte de seiscientos milmiembros de esta raza elegida en loscampos de batalla de la Primera GuerraMundial habría de asestar un primergolpe a la leyenda de una cierta India.Toda una generación de jóvenesdestinados a patrullar a lo largo de lafrontera afghana, a administrar loslejanos distritos y a galopar en sus

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caballos de polo sobre el polvo de losmaidans había caído en las trincheras deFlandes. A partir de 1918, elreclutamiento del Indian Civil Servicehabía resultado cada vez más difícil.Presintiendo la evolución de lostiempos, los supervivientes de la guerrapreferían apartarse de una carrera queparecía destinada a finalizar muchoantes de la edad del retiro.

El uno de enero de 1947 solamentequedaban de servicio en la India unmillar de supervivientes del IndianCivil Service, élite minúscula que, bienque mal, aún conseguía imponer laautoridad de la Gran Bretaña sobre

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cuatrocientos millones de hombres. Eranlos últimos representantes de una razade hombres llamados a desaparecer enla caída del colosal edificio condenadopor la marcha inexorable de la Historia,y que una conversación secretasostenida aquel día en Londres acababade precipitar ineluctablemente.

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Esta soberana, de mejillas regordetas, reinó sobre

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el más fabuloso imperio del mundo. Encarnandola vocación de la raza británica de dominar eluniverso, el 1º de enero de 1877, Victoria se hizoproclamar emperatriz de la India. Este inmensoterritorio, poblado por 300 millones de almas,convirtióse en la joya de su corona. Todos losMaharajás, reunidos en Delhi aquél día, rogaron alos cielos por que fuese eterna la soberanía deInglaterra sobre la India (Foto Roger-Viollet).

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Iniciada como una tímida aventura colonial, la

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conquista de la India dio nacimiento al último granImperio romántico del mundo. Con su palacio de347 habitaciones y los escuadrones indios de suguardia, el virrey de la India era uno de lospersonajes más poderosos del Planeta. Su llegadaa la India fue acompañada de un fastoextraordinario.

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El marqués de Linlithgow franquea en Bombay,en 1936, la «Puerta de la India». Una inscripcióngrabada en el frontispicio de este monumentorevelaba que había sido «erigido paraconmemorar el desembarco de Sus MajestadesImperiales el rey Jorge V y la reina María el 2 dediciembre de MCMXI».

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Dos generaciones de jóvenes ingleses pasaronprimero bajo este arco triunfal antes de ir aimponer la Pax britannica hasta los más remotosconfines de la India y hacer reinar en ellos la leydel hombre blanco (Fotos D. Conchon, Fox yRoger-Viollet).

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Lord Mountbatten, Lady Mountbatten y sus doshijos posan, en 1947, en medio de la servidumbre,en librea, de su palacio.

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El gobernador del Penjab recibe, para el té, aalgunos maharajás de su provincia.

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Un banquete, en traje de etiqueta, en el comedorde oficiales de un regimiento de Caballería delEjército de la India. (Fotos Popperfoto)

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E l sahib y sus servidores indígenas. (FotoR.T.H.P.L.)

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Las mayores diversiones de los ingleses de laIndia fueron el deporte y la caza. En 1947 habíaaún más de 25.000 tigres en los bosques de laIndia, y su caza se practicaba generalmente alomo de elefante, en el curso de auténticasexpediciones, que a veces duraban varios días.

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Escena de caza del tigre en el territorio delmaharajá de Vijayanapur, en la frontera deNepal.

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Toda ciudad que se preciase poseía su dotaciónde caza a caballo, con su jauría de perrosimportados de Inglaterra.

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Pero el ejercicio más deportivo era la caza deljabalí a caballo y con lanza. El primer cazador quehacía «correr la sangre» de un jabalí, recibía lacopa de la victoria. (Foto Fox en Meerut alnoreste de Nueva Delhi, en el estado de UttarPradesh)

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II

CUATROCIENTOSMILLONES DE

FANÁTICOS DE DIOS

A diez mil kilómetros de DowningStreet, en una aldea del delta delGanges, al norte del golfo de Bengala,un anciano se tendió sobre la tierraapisonada de una cabaña de campesino.Eran las doce en punto de la mañana.

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Como todos los días a esa misma hora,cogió un saquito húmedo que se leentregaba y se lo colocó cuidadosamentesobre el vientre. Luego, tomó otrosaquito, más pequeño, y se lo puso sobreel calvo cráneo. Así tendido en el suelo,parecía una criatura frágil einsignificante. Sin embargo, este ancianode setenta y siete años, apergaminadobajo su cataplasma de arcilla habíahecho más que nadie para derruir elImperio británico. Por causa de él, elPrimer Ministro inglés se había vistoobligado a enviar a Nueva Delhi albisnieto de la reina Victoria paraencontrar un medio de liquidar la

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presencia británica en la India.Apacible profeta del movimiento de

liberación más extraordinario que jamáshaya existido, Mohandas KaramchandGandhi era un revolucionario muysingular. A su lado estaban sus gafas demontura de acero y,resplandecientemente limpia, ladentadura postiza que sólo se ponía paracomer. Con su menuda estatura, sus 52kilos de peso, sus brazos y piernasdesproporcionadamente largos conrelación al torso, sus orejas separadasdel cráneo, su nariz chata sobre un finobigote gris, hacía pensar en una viejaave zancuda. Pese a su fealdad, el rostro

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de Gandhi irradiaba una extraña bellezaa causa del perpetuo reflejo de humores,de sentimientos y de malicia que leanimaba.

En un mundo abrumado por laviolencia, Gandhi había propuesto otravía, la del ahimsa, la no violencia.Propagando esta doctrina, había logradomovilizar al pueblo indio para expulsara Inglaterra de la península. Gracias aél, una campaña moral había sustituido auna rebelión armada, la oración a losfusiles, un despreciativo silencio alestruendo de las bombas terroristas.Mientras que Europa retumbaba bajo losaullidos y las arengas de una legión de

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demagogos y dictadores, Gandhiexaltaba a las masas del país máspoblado del mundo sin levantar la voz.No había atraído a sus discípulos bajosu bandera mediante el señuelo delpoder o de la fortuna, sino con unaadvertencia: «Los que quieran seguirme—había dicho— deben estar dispuestosa dormir en el suelo, a vestir ropasrudimentarias, a levantarse antes delamanecer, a vivir con un alimento frugaly limpiarse ellos mismos sus retretes».A modo de uniformes, proponía a suscompañeros algodón crudo hilado amano. Instantáneamente reconocible,este vestido había de soldar tan

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sólidamente entre sí a las multitudesindígenas como las camisas pardas ynegras que habían unido a las tropas delos dictadores europeos.

Para transmitir su doctrina Gandhihabía recurrido a los métodos máselementales. Escribía de su puño y letraa la gran mayoría de sus corresponsales,pero, sobre todo, hablaba. Hablaba a susdiscípulos, a sus fieles en sus reunionesde oración, en las reuniones del partidodel Congreso. No utilizaba ninguna delas técnicas creadas para condicionar alas masas y someterlas a la voluntad deagitadores e ideólogos. Sin embargo, sumensaje penetraba profundamente en un

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continente desprovisto de todo mediomoderno de comunicación: Gandhiposeía el arte de los gestos sencillos quehablan al alma de la India. Emprendíaacciones de originalidad sorprendente.En un país asolado por el hambre desdehacía siglos, su táctica más eficazconsistía en privarse de alimento, enrealizar una serie de ayunos públicos.Ponía de rodillas a Inglaterra bebiendoagua con bicarbonato sódico.

La India mística había reconocido eneste frágil hombrecillo, en la luz de susactos, el genio de un Mahatma —unaGran Alma— y le había seguido.Venerado como un santo por sus

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discípulos, era sin discusión una de lasfiguras más extraordinarias de su época.Para los ingleses, cuya marcha habíaacelerado, no era más que un políticoastuto, un falso mesías cuyas cruzadasno violentas habían terminado siempreen la violencia. Incluso un hombre tanbenévolo como el mariscal Wavell, elvirrey a quien iba a sucederMountbatten, le consideraba como «unviejo líder maléfico…, hábil, obstinado,tiránico, trapacero, con muy pocasantidad auténtica».

Pocos eran los ingleses que,habiendo negociado con él, le habíancomprendido, y menos aún los que le

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querían. Era comprensible su turbaciónante el hombrecillo. Mezclasorprendente de grandes principiosmorales y de obsesiones absurdas, novacilaba en interrumpir gravesdiscusiones políticas para disertar sobrelas ventajas de la continencia o lascausas del estreñimiento.

Allá donde iba Gandhi estaba lacapital de la India, se decía. En este unode enero de 1947, ese honorcorrespondía a la aldea bengalí deSrirampur, desde la que el Mahatma,tendido bajo sus cataplasmas de arcilla,ejercía su autoridad sobre todo uncontinente sin el auxilio de las ondas de

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la radio, sin electricidad, sin aguacorriente, a cincuenta kilómetros delteléfono o del telégrafo más próximos.El distrito de Noakhali, al quepertenecía la aldea de Srirampur, erauna de las regiones más inaccesibles dela India, un laberinto de pantanos y deislotes perdidos en medio del deltaformado por el Ganges y elBrahmaputra. En una superficie deapenas sesenta kilómetros cuadradosvivían dos millones y medio de sereshumanos, el ochenta por ciento de loscuales eran musulmanes. Seamontonaban en miserables aldehuelasseparadas por toda una red de canales,

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de ríos. Solamente podía llegarse a ellasen lancha, a bordo de barcazas tiradaspor búfalos o por pasarelas de bambúpeligrosamente suspendidas sobre unasaguas fangosas generalmente cubiertaspor una alfombra de jacintos silvestres.

Esta fiesta de Año Nuevo hubieradebido ofrecer a Gandhi la ocasión deespeciales alegrías. ¿No estaba a puntode alcanzar el fin que había movilizadotodas sus fuerzas desde hacía más detreinta años? Cuando se perfilaba ya eltérmino glorioso de su combate, Gandhipadecía sin embargo, una profundadesesperación, cuyos motivos aparecíanmanifiestamente ostensibles a su

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alrededor en Srirampur. Esta aldea teníala triste gloria de haber figurado en losdespachos cuya gravedad habíaacelerado la decisión de Clement Attlee.Excitados por jefes fanáticos y por losrelatos de las atroces represaliasperpetradas contra los suyos en Calcuta,los musulmanes del distrito de Noakhalihabían atacado a las minorías hindúesque compartían sus poblados. Habíanmatado, violado, saqueado, incendiado yobligado a sus vecinos a comer la carnede las vacas sagradas. La mitad de laschozas de Srirampur no eran más queruinas ennegrecidas. Incluso la cabañaque habitaba Gandhi habia resultado

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parcialmente destruida por el fuego.Estas explosiones de violencia

continuaban siendo todavía casosaislados, pero existía el riesgo de quelas pasiones que las habíandesencadenado se extendieranrápidamente a todo el subcontinente.Iniciados en Calcuta, estos sanguinariosdisturbios se habían propagado ya a laprovincia de Bihar, donde, esta vez, loshindúes habían matado musulmanes conigual salvajismo. Su amplitud justificabala angustia del Primer Ministro británicoy su voluntad de enviar urgentemente aMountbatten a Nueva Delhi.

Explicaba también la presencia de

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Gandhi en Srirampur. El hecho de quesus compatriotas hubieran podidolanzarse con semejante locura homicidaunos contra otros en el instante triunfalde su libertad era algo que destrozaba elcorazón del anciano. Le habían seguidopor el camino de la independencia, perono habían comprendido la doctrinafundamental de su acción. Gandhi creíaapasionadamente en la no violencia. Elholocausto que el mundo acababa devivir, el espectro de la destrucciónnuclear que le amenazaba hoy, ledemostraban de manera indiscutible quesólo la no violencia podía salvar a laHumanidad. Deseaba desesperadamente

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que la nueva India pudiera mostrar aAsia y a la tierra entera un camino noviolento para lograr la redención delhombre. Pero, si su pueblo se apartabade los principios mismos que él habíautilizado para guiarle hasta la libertad,¿qué quedaría de sus esperanzas? Unatragedia que transformaría laindependencia en un triunfo inútil.

En este día de Año Nuevo de 1947,la amenaza de una partición de la Indiaafligía igualmente a Gandhi. Todas lasfibras de su ser se rebelaban contra ladivisión de su amado país que exigíanlos jefes musulmanes de la India y quemuchos ingleses estaban dispuestos a

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aceptar. A sus ojos, los diferentespueblos indios y sus creencias estabantan inextricablemente mezclados comolos entrelazados hilos de un tapizoriental. Estaba firmemente convencidode que la India no podría ser divididasin que quedara destruida la esencia desu realidad, como un tapiz no puede serdesgarrado sin que quede rota laarmonía de su dibujo.

Cuando las primeras matanzasreligiosas ensancharon el abismo queseparaba a las comunidades hindúes ymusulmanas, Gandhi había exclamado enun grito de congoja: «No perciboninguna luz en la impenetrable noche.

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Los principios de verdad, de amor y deno violencia que me han sostenidodurante cincuenta años parecendesprovistos de las cualidades que yoles había atribuido».

Había acudido a la devastada aldeade Srirampur con el fin de buscar nuevasrazones para creer, de encontrar unmedio para curar la enfermedad, deimpedir que contaminara y devorase a laIndia entera. Había recorrido el pobladodurante varios días, hablando con loshabitantes, rezando y meditando a laescucha de su «voz interior» que contanta frecuencia le había iluminado enmomentos de crisis.

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Esta noche del uno de enero,convocó a sus discípulos. Su «vozinterior» le había hablado por fin. Asícomo los santos hombres de la Indiahabían atravesado antaño descalzos elcontinente para ir a rezar en sussantuarios, él iba a emprender unaperegrinación de penitencia a través delas aldeas del distrito de Noakhalidevastadas por el odio. En sietesemanas, caminando descalzo en señalde mortificación, Gandhi iba a recorrer185 km y visitar 47 aldeas. Él, un hindú,iba a aventurarse entre aquellosmusulmanes enfurecidos, corriendo depueblo en pueblo, de cabaña en cabaña,

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para intentar hacer volver la paz con elsolo bálsamo de su presencia.

Dejemos que los políticos seenzarcen en Nueva Delhi en discusionesinterminables sobre el futuro de la India,declaró. Como siempre había ocurrido,las verdaderas soluciones a losproblemas de la India deberían serencontradas en sus aldeas. «Éste será miúltimo gran intento», confió. Si lograba«encender nuevamente la lámpara de lafraternidad» en estas aldeas sometidas ala maldición de la sangre y el rencor, suejemplo inspiraría a la nación entera.Aquí, en Noakhali, esperaba poderenarbolar de nuevo la antorcha de la no

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violencia para conjurar los demonios dela intolerancia y de la división queasediaban a la India.

Para esta peregrinación depenitencia, Gandhi no deseaba máscompañero que Dios. Sólo leacompañarían cuatro discípulos yvivirían todos de la caridad de loscampesinos. Manu, su fiel sobrina-nietade diecinueve años, metió en su hatillode ropa un lápiz y papel, hilo y unaaguja, un cuenco de tierra cocida, unacuchara de madera y su rueda dechispas. No olvidó la figurilla de marfilde la que Gandhi no se separaba nunca yque, bajo la forma de tres monos que se

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tapaban con las manos las orejas, losojos y la boca, representaba los tressecretos de la sabiduría: «No escuchesel mal, no veas el mal, no digas el mal».En una bolsa de algodón, colocó loslibros que reflejaban el eclecticismo deeste original mensajero de lareconciliación: el Bhagavad Gita hindú,u n Corán, Práctica y Preceptos deJesús y una selección de pensamientosjudíos.

Con Gandhi a la cabeza, el pequeñogrupo se puso en camino al salir el sol.Los habitantes de Srirampur acudieronpara echar una última mirada a esteanciano de setenta y siete años que,

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encorvado sobre su bastón de bambú,marchaba en busca de su sueño perdido.Al empezar a andar por el sendero,Gandhi entonó un poema deRabindranath Tagore. Era uno de suspoemas preferidos. Mientras se alejaba,los campesinos oyeron elevarse su débilvoz.

«Si no responden a tu llamada —cantaba—, camina solo, camina solo».

El baño de sangre racial y religiosaque Gandhi esperaba contener con superegrinación de penitente solitariohabía sido, con el hambre, la maldición

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más terrible de la India. El gran poemaépico hindú, el Mahabharata,glorificaba una terrible guerra civil quetuvo lugar 2.500 años antes de Cristo enKurukshetra, cerca de la actual Delhi. Elhinduismo había nacido del contactobrutal y fecundo entre la civilización delas tribus arias llegadas del Irán y la delas poblaciones aborígenes de la regióndel Indo. Los arios trajeron consigo elVeda, recopilación del saber, que lossabios de la India desarrollaron y que seconvirtió en el fundamento de la religiónhindú.

La religión de Mahoma habíallegado mucho más tarde, después de

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que las hordas de Gengis Khan y deTamerlán hubieron forzado el cerrojodel paso del Khyber para desparramarsesobre la gran llanura indogangésticahindú. Durante dos siglos, losemperadores mogoles musulmaneshabían impuesto su dominación soberbiae implacable sobre una gran parte de lapenínsula, difundiendo el mensaje deAlá, único y misericordioso.

Las dos grandes religiones asíinjertadas en el cuerpo de la Indiaestaban fundadas en dos concepcionesdistintas de la divinidad. Mientras elIslam se apoya en una persona —elprofeta Mahoma— y en un texto

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concreto —el Corán,—, el hinduismo esuna religión sin fundador, aunquerevelada, sin dogma, sin liturgia, siniglesia. Para el Islam, el creador sedesliga de su creación, ordena y reinasobre su obra. Para los hindúes, elcreador y su creación no son más queuna misma cosa. Dios no es un personajeque tenga una existencia separada de sumanifestación sin límites.

Los hindúes creen que Dios estápresente en todas partes y es en todaspartes el mismo, bajo los aspectos másvariados. Dios es las plantas, losanimales, el fuego, la lluvia, el falo, losinsectos, los planetas, las estrellas. Dios

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es el hombre en su locura y su sabiduría.No hay para los hindúes más que unasola falta, la avidya, la ignorancia: no«ver» la evidencia de la presencia deDios en todas las cosas.

Para los musulmanes, por elcontrario, Alá es un absoluto tan lejanoque el Corán prohíbe su representaciónbajo cualquier forma. Una mezquita esun lugar desnudo. Las únicasdecoraciones permitidas en ella sonmotivos abstractos o la incansablerepetición de los noventa y nuevenombres de Alá. Un templo hindú estodo lo contrario: un inmenso bazarespiritual, un batiburrillo de diosas con

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el cuello enguirnaldado de serpientes,de dioses con seis brazos o con cabezade elefante, de monos encantadores, déjóvenes vírgenes e, incluso, derepresentaciones eróticas.

Los musulmanes se reúnen para unaoración semanal en común,prosternándose juntos en dirección a LaMeca y salmodiando a coro losversículos del Corán. El hindú rezasolo, eligiendo él mismo su diospersonal, emanación del Dios único, enun asombroso panteón de tres millonesde divinidades. Su religión es una junglatan completa que sólo unos pocoshombres santos que han consagrado la

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vida a su estudio pueden ver claro enella. El principio básico, en la medidaen que sea lícito simplificar hasta esepunto, explica el misterio de la vida porla acción de una trinidad de dioses,Brahma el creador, Siva el destructor,Vishnú el preservador, expresiones defuerzas cósmicas que se manifiestan enel mundo y aseguran su equilibrio en unacreación continua. Vienen luego todaslas demás divinidades, los dioses y lasdiosas de las estaciones, del clima, delas cosechas y de las enfermedades delhombre, tales como Mariamma, la diosade la viruela, venerada con una fiestaanual extrañamente parecida a la Pascua

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judía.Sin embargo, lo que más separaba a

los hindúes de los musulmanes no era deorden metafísico, sino social. La granbarrera era el sistema hindú de castas.Según las escrituras védicas, su origense remonta a Brahma, el Creador. Losbrahmanes, la casta más elevada, habíansalido de su boca; los chatrias, losguerreros, de sus bíceps; los vacias, loscomerciantes, de sus caderas; lossudras, los artesanos, de sus pies. Abajodel todo se encontraban los sin casta, aquienes se llamaba los intocables y quehabrían nacido de la tierra. No obstante,esta segregación era mucho menos

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divina de lo que sugerían los Vedas.Había sido utilizada por las clasesdominantes arianizadas para perpetuarla esclavización de las poblacionesaborígenes de piel negra que habitabanla península. Por otra parte, se aduce aveces que la palabra sánscrita varna,que significa casta, significa tambiéncolor. La piel negra de los parias de laIndia revelaría así, de una maneraconcreta, los verdaderos orígenes delsistema.

Las cinco divisiones originales semultiplicaron como células cancerosashasta convertirse en cerca de cinco milsubcastas, de ellas sólo 1.886 para los

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brahmanes. Cada oficio tenía su casta, loque dividía a la sociedad hindú en unamiríada de corporaciones semejantes acompartimientos estancos en el interiorde los cuales estaban todos condenadosa vivir y morir sin esperanza alguna deevasión. Sus definiciones eran tanprecisas que un ferretero, por ejemplo,no pertenecía a la misma subcasta queun hojalatero.

El segundo concepto fundamental delhinduismo, la reencarnación, estabaigualmente ligado, de cierta manera, alsistema de castas. Los hindúesconsideraban que el cuerpo no es másque una envoltura provisional del alma.

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La vida del cuerpo es sólo una de lasnumerosas encarnaciones del almadurante su viaje a través de la eternidad,cadena que empieza y termina en launión con el cosmos. El balance del bieny el mal acumulados durante todas lasexistencias mortales se llama el karma.E l karma determina si en su nuevaencarnación, un alma va a elevarse o adescender en la jerarquía de las castas.Esta sanción moral había suministradoasí al poder el medio ideal paramantener las desigualdades sociales.Del mismo modo que la Iglesia cristianainvitaba a los siervos de la Edad Mediaa soportar su suerte mostrándoles la

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esperanza en recompensas de la vidaeterna, el hinduismo alentó a losindigentes de la India a aceptar la suyacon resignación; ésta constituía el mediomás seguro de obtener un destino mejoren una próxima encarnación.

Los musulmanes, para quienes elIslam representaba una privilegiadafraternidad de creyentes, lanzaron suanatema sobre este sistema. Religiónacogedora y generosa, la fe de Mahomaatrajo millones de conversos hacia lasmezquitas. La mayoría de estos nuevosfieles, provenía, evidentemente, de losparias del hinduismo, los intocables.Éstos encontraban inmediatamente en el

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Islam la rehabilitación que solamente seles había prometido en una lejanaencarnación, escapando al mismotiempo al impuesto sobre los infieles.

Al producirse el derrumbamiento delImperio mogol a principios del sigloXVIII, un renacimiento hindú se extendióclamorosamente a través de la India,originando una oleada de sangrientosconflictos entre hindúes y musulmanes.Vinieron después Inglaterra, su paxbritannica y un apaciguamientotemporal. Pero subsistía la recíprocadesconfianza que separaba a las doscomunidades. Los hindúes no olvidabanque la mayoría de los musulmanes

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descendían de intocables que habíanabandonado en otro tiempo su religiónpara escapar a su condición. Se negabana ingerir el menor alimento en compañíade un musulmán, cuya sola presenciaestaba considerada como unacontaminación. Un contacto corporal conun musulmán obligaba a un brahmán alargas purificaciones rituales.

Hindúes y musulmanes vivían juntosen el distrito de Noakhali, que visitabaGandhi, del mismo modo quecompartían los millares de aldeas delnorte de la India, de Bihar, de lasProvincias Unidas y del Penjab. Si biense mezclaban en la vida cotidiana, hasta

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el punto de prestarse sus herramientas eir unos a las fiestas de los otros, suslazos no pasaban de ahí. Losmatrimonios entre las dos comunidadespermanecían prácticamentedesconocidos. Vivían en barriosseparados. Una carretera o un camino, amenudo llamados la Ruta del Medio,servía de frontera. Los musulmanesvivían a un lado, los hindúes al otro.Unos y otros extraían su agua de pozosdistintos, y un hindú habría preferidomorir de sed antes que beber el agua deun pozo musulmán situado a sólo unosmetros del suyo. Los niños hindúesaprendían a leer y escribir en hindú con

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el pandit del pueblo, los jóvenesmusulmanes recibían en urdu laenseñanza del jeque de la mezquita.Incluso las atávicas drogas a base dehierbas y de orina de vaca a las quetodos habían recurrido para lucharcontra enfermedades idénticas estabanelaboradas según dosis y ritosdiferentes.

A estas distinciones sociales yreligiosas se añadió muy pronto unadivisión más insidiosa aún, ladesigualdad económica. Los hindúesfueron más rápidos que los musulmanesen comprender las ventajas que laeducación británica y el pensamiento

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occidental aportaban a la India. Además,aunque los ingleses se sentíansocialmente más cercanos a losmusulmanes, fueron los hindúes quieneshicieron funcionar los engranajes de lamaquinaria administrativa británica. Seconvirtieron en los financieros, loshombres de negocios, losadministradores del país. Con losparsis, minoría surgida de loszoroastrianos, adoradores del fuego dela Persia antigua, monopolizaban losseguros, la Banca, el gran comercio ylas escasas industrias nacientes. En lasciudades y las pequeñasaglomeraciones, constituían la clase

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comerciante dominante. Casi en todaspartes el papel de usurero era asumidopor hindúes, en parte debido a susaptitudes, en parte porque la leycoránica prohíbe a los musulmanes elcomercio del dinero.

Los grandes burgueses musulmanes,muchos de los cuales descendían de losconquistadores mogoles, continuabansiendo, cuando no habían elegido eloficio de las armas, grandesterratenientes. En cuanto a las masasmusulmanas, las estructuras de lasociedad india rara vez les habíanpermitido, pese a su nueva religión,escapar a la condición de parias que

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había sido la suya. Volvían aencontrarse en los campos, campesinossin tierra encadenados a lasexplotaciones de grandes propietarioshindúes o musulmanes, y en las ciudadescomo pequeños artesanos generalmenteal servicio de comerciantes hindúes.

Esta desigualdad económicaahondaba más aún el abismo religioso ysocial que separaba de formairreversible a las dos comunidades ymantenía constante la posibilidad de unamatanza como la que acababa desumergir en un baño de sangre a la aldeade Srirampur. Podía desencadenarla lamenor chispa, y cada comunidad tenía

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sus provocaciones favoritas. Para loshindúes, era la música. No tenían mediomás seguro de desencadenar la cólera desus vecinos musulmanes que el de turbarsu oración del viernes con un conciertoblasfemo ante la mezquita. Para losmusulmanes, el mejor desafío debíaejercerse sobre un animal, una de esasreses esqueléticas que rondan por lascalles de todas las ciudades y de todoslos pueblos de la India y son objeto deun singular respeto por parte delhinduismo, las «vacas sagradas».

La veneración por la vaca seremonta a los tiempos bíblicos, en losque el destino de las tribus arias que

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marchaban hacia el subcontinente estabaen función de la vitalidad de susrebaños. Así como los rabinos de laantigua Judea prohibieron a los judíos elconsumo de carne de cerdo parasalvarles de los estragos de latriquinosis, los sabios de la Indiaantigua habían sacralizado la vaca parasalvar de la matanza a los rebaños delos que dependía la supervivencia desus pueblos.

En 1947 la India poseía el rebañomás importante del mundo: doscientosmillones de cabezas, cinco veces másque franceses en Francia, es decir, unbóvido por cada dos indios. Cuarenta

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millones de estos animales no daban nisiquiera un litro de leche al día. Otroscuarenta o cincuenta millones, uncidos alos carros y a los arados, servían deanimales de tiro. El resto, unos cienmillones de cabezas, estériles e inútiles,erraban a su antojo a través de loscampos y las ciudades, robandodiariamente a diez millones de indiosparte de su exigua pitanza. El máselemental instinto de supervivenciahabría exigido la destrucción de estosanimales, pero la superstición era tantenaz que la muerte de una sola vacacontinuaba siendo un crimen inexpiablepara los hindúes. El propio Gandhi

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proclamaba que, al proteger a la vaca, elhombre protegía a toda la obra de Dios.

Este respeto idólatra inspiraba a losmusulmanes la más viva repugnancia.Encontraban un maligno placer en hacerpasar ante las puertas de los temploshindúes las vacas que conducían almatadero. En el transcurso de los siglos,millares de seres humanos habíanacompañado a estos animales a lamuerte, víctimas de los sangrientosdisturbios que seguían inevitablemente atales provocaciones. Durante su reinadoen la India, los ingleses lograronmantener un frágil equilibrio entre lasdos comunidades, no vacilando en

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servirse de sus antagonismos parafacilitar su propia dominación. Alprincipio, la lucha por la independenciade la India fue obra de una pequeña éliteintelectual. Olvidando sus prejuiciosraciales y religiosos, hindúes ymusulmanes trabajaron codo a codo porun fin común. Paradójicamente, Gandhifue quien destruyó esta asociación.

Era inevitable que en esta región delmundo, la más impregnada deespiritualidad, el combate por lalibertad adoptara la forma de unacruzada. Nadie era más tolerante queMohandas Gandhi. Pero sus esfuerzospara asociar a los musulmanes a su

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campaña de liberación, no pudieronimpedir que fuera considerado, antetodo, como un santo hombre hindú.Fatalmente, su movimiento por laindependencia se teñiría de unacoloración religiosa hindú que notardaría en despertar la sospecha de losmusulmanes. Su desconfianza fueagravándose a medida que se veíandespojados por sus rivales hindúes desu justa parte del poder local. Unangustioso temor fue creciendo en laconciencia musulmana: la de encontrarsesumergida en una India independientebajo dominación hindú y condenada a laexistencia de una minoría indefensa en

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el país que habían conquistado susantepasados mogoles. Sólo una secesióny su reagrupamiento en un Estadoindependiente podían ofrecer a losmusulmanes indios la perspectiva deescapar a ese destino.

El proyecto de crear un Estadomusulmán autónomo había sidoformulado por primera vez el 28 deenero de 1933 en un documentomecanografiado de cuatro páginas ymedia redactado en Inglaterra, en unacasa de campo de Cambridge. Su autor,Rahmat Ali, era un universitario indiomusulmán de cuarenta años de edad. Laidea de que la India constituía una sola

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nación, era, según él, una «absurdamentira». «No nos dejaremos crucificaren la cruz del nacionalismo hindú»,escribía Rahmat Ali. Reclamaba lareunión de las provincias del noroestede la India, donde los musulmanesconstituyen mayoría, el Penjab,Cachemira, Sind, la provincia fronterizadel Noroeste, y el Beluchistán. Proponíaincluso un nombre para el nuevo Estado:«Pakistán», el país de los puros.

Adoptada por los jefes nacionalistasde la Liga musulmana, la sugerencia deRahmat Ali inflamó poco a poco laimaginación de las masas musulmanasindias. Sus progresos se veían alentados

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además por el chauvinismo de quedaban muestras los dirigentes hindúesdel partido del Congreso obstinándoseen negar hasta la menor concesiónpolítica a sus rivales musulmanes.

El acontecimiento que serviría decatalizador al odio que enfrentaba amusulmanes e hindúes se produjo el 16de agosto de 1946, cinco meses antes dela salida de Gandhi en su peregrinaciónde penitencia. Su escenario fue lasegunda ciudad del Imperio británicodespués de Londres, una metrópoli cuyareputación de violencia y salvajismo notenía rival, Calcuta. La larga tradicióncriminal de esta ciudad había

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enriquecido los diccionarios de lalengua inglesa con la palabra «thug»,estrangulador, nombre de una sectacuyos miembros desvalijaban a susvíctimas después de haberlasestrangulado con un pañuelo en cuyasesquinas estaban cosidas medallas conla efigie de Kali, la diosa hindú de ladestrucción. El infierno, se decía, erahaber nacido intocable en los suburbiosde Calcuta. Allí se amontonaba la mayorconcentración mundial de indigentes,musulmanes e hindúes entremezcladossin orden ni concierto.

Al amanecer del 16 de agosto de1946, grupos de fanáticos musulmanes

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salieron aullando de sus cuchitriles.Blandían porras, barras de hierro, palas.Ese era el resultado del llamamientolanzado por la Liga musulmanadeclarando el 16 de agosto de 1946«jornada de acción directa», a fin dedemostrar a los ingleses y a los hindúesque los musulmanes estaban dispuestos«a conquistar por sí solos el Pakistán y,si era necesario, por la fuerza». Estoshomicidas asesinaron implacablemente atodos los hindúes que encontraban,arrojando sus despojos a lasalcantarillas. La Policía, aterrorizada,evitó prudentemente intervenir. Muypronto, espesas columnas de humo se

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elevaron en numerosos puntos porencima de la ciudad: los bazareshindúes ardían. Pocas horas después, loshindúes salieron, a su vez, de susbarrios, exterminando a todos losmusulmanes que encontraban. Jamás entoda su violenta historia había conocidoCalcuta veinticuatro horas de unsalvajismo semejante. Hinchados comoodres llenos, decenas de cadáveresflotaban a la deriva por el río Hooghly,que atraviesa la ciudad. Cuerposmutilados cubrían las calles. En todaspartes, quienes más habían sufrido eranlos débiles indefensos. En una plaza,yacía toda una hilera de coolies,

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apaleados hasta la muerte en el lugarmismo en que los habían sorprendidosus asesinos, entre las varas de suscarritos. Cuando la carnicería huboterminado, Calcuta quedó en poder delos buitres. Volaban en bandadascompactas, lanzándose continuamente enpicado para alimentarse con la carne delos seis mil muertos de la jornada.

Esta matanza de Calcutadesencadenó nuevos asesinatosmusulmanes en el distrito de Noakhali y,luego, feroces represalias hindúes en lavecina provincia de Bihar. Iba acambiar el rumbo de la historia de laIndia. Durante años, los musulmanes

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habían predicho que un terriblecataclismo anegaría a la India si les eranegado un Estado nacional. Su amenazaadquiría entonces aterradora realidad.El móvil que había lanzado a Gandhi alos pantanos de Noakhali —la guerracivil— se perfilaba en el horizonte.

Para otro hombre, para el glacial ybrillante abogado musulmán que duranteun cuarto de siglo había sido elprincipal adversario de Gandhi, estaperspectiva se convertía hoy en el mejormedio de desgarrar el mapa de la India yconquistar el Pakistán. Era él,Mohammed Ali Jinnah, más aún queGandhi, quien en aquel uno de enero de

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1947 poseía la llave del futuro de laIndia. Este severo e inflexible mesíasmusulmán era con quien debíaenfrentarse el bisnieto de la reinaVictoria a su llegada a la India. En elcurso de una manifestación en Bombay,en agosto de 1946, Mohammed AliJinnah extrajo para sus partidarios laslecciones de las matanzas de Calcuta. Silos hindúes quieren la guerra, anuncióese día, los musulmanes indios «laaceptan sin vacilar».

Con los labios crispados en unadespreciativa sonrisa, había lanzadoentonces un desafío tanto a los hindúescomo a los ingleses: «O provocaremos

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la división de la India, o provocaremossu destrucción».

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III

LOS CAMINOS DE LALIBERTAD

Sabéis que me ocurre algo terrible?—confió Louis Mountbatten.

Los dos primos estaban solos en laintimidad de un salón privado delpalacio de Buckingham. Ningúnprotocolo regía las relaciones de estegénero de entrevistas. Sentados mano a

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mano como dos compañeros de colegio,el rey Jorge VI y el joven almirantecharlaban tranquilamente mientrastomaban el té. Mountbatten habíadeseado ardientemente esta entrevista.Su primo Jorge VI representaba suúltimo recurso, la débil esperanza deescapar a la mala suerte de haber sidoelegido para cortar los lazos deInglaterra con la India. Después de todo,el rey era emperador de la India y teníala facultad de sancionar o desaprobar sunombramiento de virrey.

—Lo sé —respondió Jorge VI, conuna sonrisa comprensiva—, El PrimerMinistro ha venido ya a verme, y he

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dado mi consentimiento.—¿Habéis aceptado? —se asombró

Mountbatten, con cierto sobresalto.—Desde luego; he estudiado la

cuestión con el máximo detenimiento —respondió el rey con vehemencia.

—Pero es una misión sumamentepeligrosa —insistió Mountbatten—.Nadie vislumbra la menor probabilidadde llegar allá a un compromiso. Pareceimposible lograr reunir las condicionesnecesarias para ello. Yo soy vuestroprimo. Si voy a la India y sólo consigoprovocar el más deplorable desorden,las salpicaduras alcanzarán fatalmente ala Corona.

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—Sin duda —replicó Jorge VI—,pero imaginad todo el bien que derivarápara la monarquía si tenéis éxito.

—Eso es muy optimista por vuestraparte —suspiró Mountbatten,hundiéndose en su sillón.

El joven almirante nunca estaba enaquel salón sin pensar en otro primo, sumás viejo amigo, el que había sido supaje de honor en Westminster el día desu boda, el hombre que habría debidoser rey de Inglaterra, David, el príncipede Gales, convertido en duque deWindsor. Lazos afectuosos los uníandesde su más tierna infancia. Cuando, en1936, David, a la sazón rey Eduardo

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VIII, decidió abdicar porque no estabadispuesto a reinar sin tener a su lado a lamujer que amaba, Dickie Mountbatten lehabía testimoniado sin descanso su fielamistad.

Extraña ironía del destino, pensabaMountbatten; cuando, el 17 denoviembre de 1921, puso por primeravez los pies en la tierra que ahora debíaliberar lo había hecho como ayudante decampo de ese primo predilecto. LaIndia, había anotado aquella tarde eljoven Mountbatten en su Diario, «es elpaís del que siempre hemos oído hablary en el que siempre hemos soñado».Nada le hubiera podido decepcionar en

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el curso de aquella visita real. ElImperio estaba entonces en su cénit.Ningún recibimiento podía ser lobastante suntuoso, ninguna manifestaciónlo bastante grandiosa, para celebrar lavisita del heredero del trono imperial, el«Shanzada Sahib», y de su séquito.Viajaron en el tren blanco y oro delvirrey, y su estancia fue unaininterrumpida sucesión de desfiles, departidos de polo, de cacerías de tigres,de paseos bajo la luna a lomos deelefante, de baile, de banquetes y derecepciones de elegancia sin igualofrecidos por los aliados más segurosde la Corona, los maharajás y nababs de

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la India. En el momento de su marcha,Mountbatten había anotado: «La India esel país más maravilloso del mundo, y elvirrey tiene el puesto más maravillosodel mundo».

Jorge VI le confirmaba que este«maravilloso puesto» era para él.

Se hizo un breve silencio en elsaloncito del palacio de Buckingham,como si la emoción hiciera presa en lagarganta del rey.

—Es una pena —se levantó con vozcargada de melancolía—, siempre quiseir a veros al Sudeste asiático cuandocombatíais allí y, de paso, visitar laIndia, pero Churchill me lo impidió.

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Después de la guerra, esperaba, almenos, ir a la India. Ahora temo nopoder hacerlo jamás. Es triste —continuó—, he sido coronado emperadorde la India sin tan siquiera haber estadoallí, y es aquí, en Londres, donde voy aperder ese título.

Jorge VI iba, en efecto, a morir sinhaber pisado el suelo de este paísfabuloso, perla del Imperio que habíaheredado de su hermano. No habíahabido para él ni cacerías de tigres, nidesfiles de elefantes constelados de oroy plata, ni cortejos de príncipescubiertos de joyas llegados pararendirle homenaje. No había recogido

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más que las migajas de la mesa de lareina Victoria. Su reinado, que parecíano haber sido previsto por la historia deInglaterra, iba a comprender una de lasépocas más trágicas de esta historia. Enla mañana de mayo de 1937 en que elarzobispo de Canterbury habíaproclamado por la gracia de Dios aJorge VI rey de Gran Bretaña, de Irlanday de los Dominios de Ultramar,protector de la fe y emperador de laIndia, veintiocho de los noventamillones de kilómetros cuadrados detierras emergidas del Globo habíanquedado ligados de un modo u otro a suCorona. La única gran realización de

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este reinado iba a ser la dispersión de laherencia. Rey-emperador coronado deun Imperio que sobrepasaba a las másextraordinarias conquistas de AlejandroMagno, de Roma, de Gengis Khan, delos califas y de Napoleón, Jorge VI iba aacabar como soberano de un reinoinsular a punto de convertirse en unanación europea como las demás.

—Sé que tendré que retirar la «I» demis iniciales de Rex Imperator —suspiró—. Sé que voy a perder el títulode rey-emperador, pero me sentiríaprofundamente afligido si debieranquedar cortados todos los lazos con laIndia.

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Jorge VI se daba perfecta cuenta deque se había desvanecido el gran sueñoimperial y de que el grandioso conjuntoedificado por los ministros de subisabuela estaba condenado a muerte.Pero quería a toda costa dar una nuevaforma a la empresa: todo lo que elImperio había representado debíasobrevivir de una manera máscompatible con los tiempos modernos.

—Sería un desastre si una Indiaindependiente se negara a ocupar supuesto en la familia de laCommonwealth —observó.

Vasta comunidad de nacionesindependientes cimentada por

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tradiciones comunes, por un pasadocomún, por unos lazos privilegiados conla Corona, la Commonwealth podíadesempeñar un papel de primer orden enlos asuntos mundiales. Situada en elcorazón de este conjunto, Inglaterrapodía hablar con la voz bien alta en losconsejos de las naciones, dando a susdiscursos el eco de la voz imperial queen otro tiempo había sido la suya.Londres podía volver a ser Londres, elcentro cultural, espiritual, comercial yfinanciero de una importante parte delUniverso. El Imperio habría muerto,pero su fantasma permitiría otorgar alreino insular de Jorge VI un puesto

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aparte en el concierto de las potenciasdel otro lado del Canal.

Para realizar este ideal, eraindispensable que la India independienteingresara en la Commonwealth. Si senegaba a ello, las naciones afroasiáticasque, tarde o temprano, habían de obtenertambién la independencia, seguirían suejemplo casi con toda seguridad. Y, enconsecuencia, la Commonwealthquedaría condenada a no ser más que unclub del que sólo formarían parte losdominios de raza blanca, en lugar delpoderoso conjunto que el rey deseabaver surgir de los escombros del Imperio.

El Primer Ministro y el partido

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laborista no compartían en absoluto lasambiciones de su soberano. Attlee nohabía dado a Mountbatten ni una solainstrucción tendente a lograr elmantenimiento de la India en laCommonwealth. Rey constitucional sinpoderes reales, Jorge VI no tenía ningúnmedio de imponer sus puntos de vista.Pero su primo sí podía. Nadiecomprendía mejor que el jovenalmirante las esperanzas del monarca.Ningún otro miembro de la familia realhabía viajado tanto como él por el viejoImperio; ningún inglés sentía máscruelmente el dolor de sudesmantelamiento. Ante la chimenea del

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saloncito de Buckingham, los dosbisnietos de Victoria tomaron aquel díade enero una decisión secreta: manteneren alto, gracias a la Commonwealth, laantorcha del Imperio.

Lord Mountbatten estaba encargadode llevarla a cabo. Antes de emprendervuelo a Nueva Delhi, obtendría deAttlee una ampliación en este sentidodel marco de su misión. En el curso delas semanas siguientes ninguna tareaacapararía más totalmente el espíritu, lafuerza de persuasión y la habilidad delnuevo virrey de la India que laconcebida aquella tarde en el salón deJorge VI: mantener vivo el lazo entre la

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India y la Corona de Gran Bretaña.

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Retrato de unaristócrata audaz

Nadie parecía más naturalmentedestinado a desempeñar las grandiosasfunciones de virrey de la India que LouisMountbatten. Apenas nacido, habíamanifestado ya su instintivadesenvoltura para moverse entre reyescuando, de un puñetazo, había hechosalir los quevedos de la nariz imperialde su bisabuela, la emperatriz Victoria,durante la ceremonia de su bautismo.

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Los orígenes de su familia seremontaban al siglo IV, y había tenidopor antepasado directo al emperadorCarlomagno. Estaba, o había estado,unido por la sangre o por la alianza alkaiser Guillermo II, al zar Nicolás II, alrey Alfonso XIII de España, a FernandoI de Rumania, a Gustavo VI de Suecia, aConstantino I de Grecia, al rey AakonVII de Noruega y a Alejandro I deYugoslavia. Para Louis Mountbatten, lascrisis de Europa eran asuntos de familia.

No había muchos tronos vacantes en1900. El cuarto hijo de la nieta preferidade la reina Victoria, la princesa Victoriade Hesse, y de su primo, el príncipe

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Louis de Battenberg, no gozaría losplaceres de la existencia de los reyesmás que por personas interpuestas. Pasólos veranos de su infancia en loscastillos de sus primos más favorecidos,conservando intensos recuerdos de esasidílicas vacaciones: tazas de té sobrelos céspedes del castillo de Windsor,donde casi todos los invitados erantestas coronadas; cruceros en el yate delzar; largos paseos por los bosquespróximos a San Petersburgo encompañía de su primo el zarevitchAlexis y de la hermana de éste, la granduquesa María, de la que se habíaenamorado apasionadamente.

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Su nacimiento prometía al jovenLouis Mountbatten una apacible vida dedignatario en alguna Corte de Europa:allí, habría podido aplicar su afición ala magnificencia a los usos yceremoniales que comenzaban ya adeclinar. Pero había optado por uncamino diferente y se encontraba ahoraen la cumbre de una carreraexcepcional.

Mountbatten acababa de cumplircuarenta y tres años cuando, en el otoñode 1943, Winston Churchill, que sehallaba a la sazón en busca de un«espíritu joven y vigoroso», le habíanombrado comandante supremo

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interaliado en el teatro de operacionesdel Sudeste asiático. Semejanteresponsabilidad y semejantes cargassólo eran comparables a las del mandosupremo interaliado de DwightEisenhower en el frente europeo. Cientoveintiocho millones de hombres estaríanun día bajo su autoridad. No habiendotenido hasta entonces ni victorias niprivilegios, este mando ofrecía comoúnicas perspectivas «una moral terrible,un clima terrible, un enemigo terrible yterribles derrotas».

Muchos de sus subordinados teníanveinte años más que él y eran degraduación más antigua. Algunos le

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consideraban un play-boy que, gracias asus relaciones reales, había logradotrocar su esmoquin por un uniforme dealmirante.

Consagró toda su energía a reavivarla moral de sus tropas, visitóregularmente todos los frentes, obligó asus generales a proseguir el combatebajo los diluvios del monzón birmano,arrancó, kilo a kilo, a sus superiores deLondres y Washington el avituallamientoindispensable para sus soldados. Elresultado no se hizo esperar: en 1945,este ejército, ayer desalentado ydesorganizado, alcanzaba la más grandevictoria terrestre jamás obtenida sobre

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un ejército nipón. Sólo la explosión dela bomba atómica impidió a su jefeponer en práctica su gran proyecto, la«operación Zipper», tendente areconquistar Malasia y Singapurmediante una audaz operación anfibiacuyas dimensiones sólo habrían sidosobrepasadas por el desembarco enNormandía.

Ya siendo niño, Mountbatten habíaelegido la carrera del mar. Quería seguirasí las huellas de su padre, que habíaabandonado su Alemania natal paraalistarse en la Royal Navy y obtener enella el puesto de Primer Lord delAlmirantazgo. Apenas había comenzado

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Mountbatten sus clases de cadete,cuando una tragedia puso fin a la carrerade su padre. La ola de hostilidadantigermánica que se abatió sobre GranBretaña al principio de la PrimeraGuerra Mundial le obligó a dimitir desus funciones a causa de sus orígenesalemanes. Abrumado, cambió suapellido Battenberg por el deMountbatten a petición del rey JorgeV[4]. El cadete Louis Mountbatten juróocupar algún día el puesto del que habíasido expulsado su padre por unacampaña de odio nacionalista.

Durante el período de entreguerras,esta ascensión hubo de seguir

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forzosamente el ritmo lento y vulgar detoda carrera de oficial en tiempo de paz.Por ello, Mountbatten se distinguió en elejercicio de actividades mucho menosmilitares. Su encanto, su incomparableseducción, su entusiasmo contagioso, lepermitieron convertirse en el blancopreferido de una Prensa sensibilizada alas futilidades de un mundo sediento dedistracciones tras los horrores de laguerra. Su boda con Edwina Ashley, unabella y rica heredera, constituyó elacontecimiento mundano del año 1922.Raros fueron los periódicos y lasrevistas que no publicaron cada semanaalguna fotografía o indiscreción sobre

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esta pareja de moda: los Mountbatten enel teatro en compañía de Noel Coward,los Mountbatten en el palco real deAscot, el atlético Lord Louis surcandoen esquí náutico las aguas delMediterráneo o disputando un partido depolo. Mountbatten no ocultó nunca suafición a las fiestas y las salidas. Perotras esta imagen pública se escondía unapersonalidad que volvía a asumir elprimer plano cuando había terminado lafiesta.

El joven Lord no olvidaba sujuramento de adolescente. Era el másconcienzudo y ambicioso de losoficiales de Marina. Estaba dotado de

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una sorprendente capacidad de trabajoque durante toda su vida agotaría a suscolaboradores. Persuadido de que elresultado de las guerras futurasdependería de la aplicación de técnicascientíficas nuevas y de que no podríanser ganadas sin un sistema decomunicaciones infalible, Mountbattense dedicó a un profundo estudio de lastelecomunicaciones. En 1927, superócon el grado de mayor el curso superiorde trasmisiones de la Royal Navy yemprendió inmediatamente la tarea deredactar el primer manual de utilizaciónde los aparatos de radio empleados enla Marina. Fascinado por las ilimitadas

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posibilidades de la técnica y de laciencia, se absorbió en el estudio de lafísica, de la electricidad, de lastransmisiones en todas sus formas. Teníauna pléyade de amigos, cuyos nombresno aparecían nunca junto al suyo en lascrónicas mundanas, ingenieros, sabios,constructores de aviones, mecánicos.Logró interesar a la Royal Navy en lostrabajos del gran especialista francés encohetes Robert Esnautl-Pelterie, cuyolibro trazaba un cuadro profético sobrelas bombas volantes V-l, los cohetesteledirigidos, e, incluso, el viaje delhombre a la Luna. Encontró en Suiza uncañón antiaéreo de tiro rápido capaz de

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derribar a los bombarderos «Stuka» enpicado y luchó durante meses paraconvencer a una Marina escéptica a finde que lo adoptara.

En sus distracciones, desplegaba lamisma energía metódica para obtenersiempre el mejor resultado. Cuandodescubrió el polo, rodó películas paraanalizar el juego de los más grandescampeones pasándolas a cámara lenta.Estudió científicamente la forma delmazo e ideó un nuevo modelo. Todosestos esfuerzos no hicieron nunca de élun gran jugador, pero había aprendidocon ello lo suficiente para poderredactar una autorizada obra sobre este

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deporte y conducir a la victoria a losequipos que dirigía.

Dotado de una instintivacomprensión del carácter germánico,Mountbatten siguió con crecienteinquietud la ascensión de Hitler y elrearme alemán. Observaba igualmentecon tristeza y sin ilusiones la evolucióndel régimen político que habíaexpulsado del trono de los zares a su tíoNicolás II. En el transcurso de los añostreinta, los Mountbatten fuerondedicando cada vez menos tiempo aactividades mundanas para consagrarsecon preferencia a alertar a sus amigos ya los responsables políticos sobre la

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inminencia de un conflicto que veíanaproximarse ineluctablemente.

En junio de 1939, Louis Mountbattenrecibió con orgullo el mando de unaflotilla de destructores. Su navío, elKelly, le fue entregado el 23 de agosto.Pocas horas más tarde, la radio anuncióla firma de un pacto de no agresión entreHitler y Stalin. El comandante del Kellycomprendió al instante el alcance deesta noticia: la guerra era sólo cuestiónde días. Ordenó a su tripulación trabajarsin descanso a fin de que el buqueestuviera listo para hacerse a la mar entres días, en lugar de las tres semanashabituales.

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Once días más tarde, cuando estallóla guerra, Mountbatten, con una brochaen la mano, suspendido en el vacío juntoa uno de los flancos del destructor,estaba ocupado, en unión de susmarineros, en camuflar el Kelly. Al díasiguiente, el buque capturaba su primersubmarino alemán. «No daré jamás laorden de abandonar el barco —habíaprecisado Mountbatten a su tripulación—. Solamente lo abandonaremos sizozobra bajo nuestros pies». El Kellyescoltó convoyes a través del Canal dela Mancha, persiguió a los torpederosalemanes en el Mar del Norte, acudió,entre la niebla y bajo las bombas, en

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auxilio de los seis mil supervivientes dela desventurada expedición de Narvik.En el Mar del Norte, un torpedodestrozó su popa y destruyó suscalderas. Mountbatten se negó a hundirel navío; evacuó a la totalidad de latripulación y pasó una noche, solo, en elbarco a la deriva. Después de lo cual,con dieciocho voluntarios logró hacerloremolcar a puerto.

Un año más tarde, en mayo de 1941,frente a las costas de Creta, la suerteabandonó al Kelly. Alcanzado de llenopor una bomba, se fue a pique en pocosminutos. Fiel a su juramento, LordMountbatten permaneció en el puente

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hasta que su buque se sumergió bajo lasolas. Durante horas, aferrado con lossupervivientes a la única balsaprisionera del mazut, mantuvo su moralhaciéndoles cantar aires populares bajolos disparos de los bombarderosalemanes. Mountbatten recibió la cruzde la Distinguished Service Order, lamás alta recompensa británica, despuésde la Victoria Cross, por el valor encombate, y su navío el imperecederorecuerdo de la película de Noel CowardIn Which We Serve.

Cinco meses después, Churchill,buscando un hombre audaz para dirigirlas «Operaciones combinadas» —fuerza

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de desembarco creada para poner apunto las técnicas de la futura invasióndel continente—, recurrió aMountbatten. Ninguna misión podíasatisfacer mejor su curiosidad científicay, a la vez, su imaginación. Jurándose norechazar jamás a priori una idea nueva,abrió su cuartel general a toda unalegión de creadores, de sabios, detécnicos, de genios y de chiflados.Algunos de sus proyectos, como uniceberg-portaaviones de agua de marhelada mezclada con pasta de madera,pertenecían al campo de la másdisparatada fantasía. Otros fueronbrillantes: así, Pluto, el oleoducto

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submarino que atravesaría un día elCanal, al igual que los puertosartificiales y las pinazas que permitiríanel desembarco en Normandía. Estasrealizaciones le habían valido a supromotor el ser nombrado, a loscuarenta y tres años de edad,comandante supremo interaliado delSudeste asiático.

Ahora, cuando, a los cuarenta y seisaños, se disponía a asumir la tarea másdifícil de su carrera, se encontraba en lacumbre de sus facultades físicas eintelectuales. La guerra en el mar y elejercicio de altas responsabilidadeshabían avivado su poder de decisión y

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desarrollado su aptitud natural para elmando. No era ni un filósofo ni unpensador abstracto, pero poseía unpenetrante espíritu analítico. No creíamás que en el éxito. Siendo jovenoficial, llevó un día a su tripulación auna victoria fulgurante en una regata deyolas gracias a una especial manera deremar que había ideado. Criticado por elestilo fantasista que acababa deintroducir, adujo secamente que lo únicoimportante era «cruzar el primero lalínea de meta».

Una inagotable confianza en símismo, que sus detractores preferíancalificar como orgullo, sostenía a esta

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mentalidad de vencedor. CuandoChurchill le ofreció el puesto de mandoen Asia, pidió veinticuatro horas dereflexión.

—¿Por qué? —gruñó Churchill—.¿No se siente usted capaz de ello?

—Señor —replicó Mountbatten—,padezco el defecto congénito deconsiderarme capaz de todo.

Durante las semanas siguientes elbisnieto de la reina Victoria no tendríademasiada de esta inalterable confianzaen sí mismo.

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Primera estación delviacrucis de Gandhi:

cómo utilizar la luz delsol

En todas las aldeas se repetía elmismo ceremonial. A su llegada, el máscélebre asiático viviente se dirigía haciauna cabaña, preferentemente la de unmusulmán, y pedía hospitalidad. Si erarechazado —lo cual ocurría a veces—,Gandhi iba a llamar a otra puerta. «Si

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nadie quiere recibirme —había confiado—, me conformaré con la acogedorasombra de un árbol». Vivía del escasoalimento que sus anfitriones le ofrecían;fruta, legumbres, leche de cabra cuajada,leche de nuez de coco.

Sus jornadas se desarrollabansiguiendo un plan rigurosamentecalculado al minuto. El tiempo era unade sus obsesiones. Cada minuto de lavida era un don de Dios que debía serconsagrado al servicio del hombre. Elempleo de su tiempo era, pues, reguladopor uno de los pocos objetos que poseía,un viejo reloj «Ingersoll» de ochochelines que llevaba atado a la cintura

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con una cuerdecita. Se levantaba a lasdos de la madrugada para leer el Gita yrecitar sus oraciones. Luego, sentado encuclillas sobre la tierra aplastada,contestaba el correo…, con un lápiz.Utilizaba los lápices hasta que no podíaya sostenerlos en la mano, pues a susojos representaban el fruto del trabajode uno de sus hermanos, y derrocharlohabría sido dar muestras de indiferenciahacia este trabajo. Todas las mañanas, ala misma hora, se administraba unalavativa de agua con sal. Adeptoapasionado de los tratamientosnaturales, Gandhi estaba convencido delos beneficios de esta cura para eliminar

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las toxinas de sus intestinos. Undiscípulo sabía que formabaverdaderamente parte de su intimidadcuando el Mahatma le invitaba aadministrarle su lavativa. Al amanecer,Gandhi salía de paseo para encontrarsecon los aldeanos y conversar con ellos.

Creó un método para devolver lacalma y la seguridad a la región: unmétodo típico de su estilo. En cadaaldea, buscaba un responsable hindú yun responsable musulmán dispuestos aescuchar su mensaje. Cuando losencontraba, los convencía para que seinstalaran juntos bajo el mismo techo.Ambos se convertían entonces en

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garantes de la paz de la aldea. En elcaso de que sus conciudadanos atacasena la comunidad hindú, el jefe musulmánse comprometía a emprender un ayunohasta la muerte. El hindú hacía el mismojuramento.

Por los caminos cubiertos de sangrede Noakhali, Gandhi no limitaba suacción a exorcizar el odio predicando lafraternidad entre musulmanes e hindúes.En cuanto notaba que la atmósfera deuna aldea evolucionaba en su favor, sumensaje de amor se abría a otrasenseñanzas más vastas. La India eranpara él todos los poblados perdidos einaccesibles, como esas aldeas que

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atravesaba cada día. Las conocía mejorque nadie. Quería que la nueva Indiaplantara en ellas sus cimientos, y, paraello, era preciso arrancarlas a la rutinade su existencia.

«Me propongo mostraros también lamanera de conservar la limpieza delagua de vuestra aldea y la de vuestroscuerpos —anunciaba a los habitantes—.Voy a enseñaros cómo hacer el mejoruso de la tierra de que están hechosvuestros cuerpos; cómo extraer la fuerzadebida del infinito del cielo por encimade vuestras cabezas; cómo reforzarvuestra energía vital respirando el aireque os rodea; cómo utilizar

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juiciosamente la luz del sol».El viejo profeta era inagotable.

Tenía una irreductible confianza en larealidad de los actos concretos. Congran indignación por parte de muchos desus discípulos, que consideraban quedebía adoptarse un orden de prioridadesdiferentes, Gandhi ponía un meticulosocuidado y una atención idéntica en latarea de confeccionar una cataplasma dearcilla para un leproso y en la depreparar una discusión con el virrey.Así, acompañaba a los aldeanos a suspozos. A menudo les ayudaba a elegir unemplazamiento mejor. Inspeccionaba lasletrinas comunes o, si el poblado no las

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poseía —como ocurría generalmente—,les indicaba cómo construirlas,ayudando él mismo en las obras.Convencido de que las malascondiciones higiénicas eran la causa dela elevada tasa de la mortalidad india,luchaba desde hacía años contra lasviejas costumbres de escupir, de sonarsey hacer sus necesidades allá donde lamayoría de las personas caminabandescalzas. «Si nosotros, los indios,escupiéramos todos al mismo tiempo —había imaginado un día—, podríamosformar un lago lo bastante profundocomo para ahogar en él a trescientos milingleses». Pero, en cuanto veía a un

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campesino que se disponía a escupir enel suelo, le reprendía amablemente.Entraba en las casas para enseñar a loshabitantes a confeccionar un filtro deagua potable con carbón de madera yarena. «La diferencia entre lo quehacemos y lo que seríamos capaces dehacer bastaría para resolver la mayorparte de los problemas del mundo»,repetía constantemente.

Todas las tardes celebraba unareunión pública de oración, a la queinvitaba igualmente a los musulmanes,cuidando de completar siempre larecitación del Gita con algunosversículos del Corán. Durante estas

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reuniones, cualquiera podía preguntarlesobre cualquier cosa. Un aldeano le hizonotar una tarde que, en lugar de perderel tiempo en Noakhali, haría mejor enirse a Nueva Delhi para negociar conJinnah y la Liga musulmana.

«Un jefe —explicó Gandhi— no esmás que el reflejo del pueblo que dirige.Ahora bien, el pueblo necesita primeroser guiado para hacer la paz consigomismo». Luego, añadió: «El deseo delpueblo de vivir en fraternal armoníaacabará ineludiblemente reflejándose enla acción de sus jefes».

Consideraba que una aldea habíacomprendido su mensaje cuando la

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población musulmana aceptaba dejarque regresaran los aterrorizadoshindúes. Entonces se ponía en caminohacia otro poblado, a quince o veintekilómetros de allí. Su marcha tenía lugarinvariablemente a las siete y media. ConGandhi a la cabeza, su pequeño gruposalía de la aldea en medio de losmangles y de las charcas donde lospatos y las ocas cloqueaban a su paso.Se abría un difícil camino por estrechossenderos erizados de piedras cortantes yde raíces, a través de los pantanos y lamaleza. A veces la pequeña caravana sehundía en el barro hasta las rodillas.Cuando cubría la etapa siguiente, los

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pies descalzos del viejo Mahatma noeran con frecuencia más que una purallaga. Antes de proseguir su acción,Gandhi los sumergía en una palanganade agua caliente y, luego, se abandonabaal único bienestar que se concedíadurante su viacrucis. Dejaba que Manu,su fiel y encantadora sobrina-nieta, lealiviara dándoles masaje… con unapiedra.

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El profeta de la noviolencia

despierta a uncontinente

Durante treinta años, estos piesmartirizados habían llevado a Gandhi alos rincones más apartados de la India,hacia millares de poblados semejantes alos que visitaba hoy, en medio desórdidas colonias de leprosos, a losarrabales más desheredados, a los

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salones de los palacios imperiales y lasceldas de las prisiones, en búsqueda dela finalidad de su vida, la liberación dela India.

Mohandas Gandhi era un escolar deocho años cuando la bisabuela de JorgeVI y de Louis Mountbatten había sidoproclamada Emperatriz de la India enuna llanura próxima a Delhi. Para él,esta grandiosa ceremonia estuvosiempre asociada a una canción quecanturreaba entonces con suscompañeros en su ciudad natal dePorbandar, a orillas del mar de Omán, a1.200 km de Delhi:

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Ved ese coloso de inglésReina sobre el pequeño

indioPorque es un comedor de

carneTiene seis pies de estatura.

El muchacho cuya fuerza espiritualhumillaría un día a los ingleses de seispies y a su gigantesco imperio no pudoresistir el desafio de esta copla. Aescondidas, coció un trozo de cabra ycomió la carne prohibida. Laexperiencia fue desastrosa. El jovenGandhi empezó a vomitarinmediatamente y se pasó la noche

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soñando que una cabra saltaba dentro desu vientre.

Su padre era el diwan hereditario, elPrimer Ministro, de un minúsculoprincipado de la península deKathiawar, al norte de Bombay, y sumadre una persona particularmentepiadosa que observaba largos ayunosreligiosos.

Curiosamente, el hombre destinado aconvertirse en el más grande jefeespiritual de la India de los tiemposmodernos no había nacido en laaristocracia hindú, la casta superior delos brahmanes, élite religiosa yfilosófica del hinduismo. Su padre

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pertenecía a la casta de los vacias, lacasta de los comerciantes dedicados alos negocios, que ocupa en la jerarquíasocial hindú una posición relativamenteinferior, por encima de los sudras,artesanos y sirvientes, pero por debajode los brahmanes y los chatrias, lospríncipes y guerreros.

Según la costumbre india de laépoca, Gandhi fue casado a la edad detrece años con una niña totalmenteanalfabeta llamada Kasturbai. El que,más tarde, habría de ofrecer al mundo unsímbolo de pureza ascética descubriócon admiración los placeres de la carne.Cuatro años después, Gandhi y su

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esposa se entregaban a estos placerescuando una llamada en la puertainterrumpió sus retozos. Era un sirvienteanunciando al joven que su padreacababa de morir. Gandhi quedóhorrorizado. Adoraba a su padre. Hacíaunos instantes, se encontraba junto alenfermo, intentando aliviarle dándolemasajes en las piernas. Pero un violentoacceso de deseo sexual le habíaapartado del lecho del moribundo parair a despertar a su mujer encinta. Apartir de entonces, un indeleblecomplejo de culpabilidad comenzó aacallar en él las pasiones de la carne.

Gandhi fue enviado a Inglaterra para

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estudiar Derecho, con la esperanza deque pudiera suceder a su padre comoPrimer Ministro del principado.Semejante viaje representabaconsiderables sacrificios para unapiadosa familia hindú. Ningún miembrode su familia había ido nunca alextranjero antes que él. Gandhi fuesolemnemente excluido de su casta demercaderes, pues, a los ojos de susmayores, su viaje al otro lado de losmares no podía por menos de mancharlopara siempre.

En Londres, Gandhi fueterriblemente desgraciado. Era tantímido que el solo hecho de dirigir la

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palabra a un extranjero le hacía sufrir loindecible. Su desmedrado aspecto y suatavío ofrecían un patético espectáculoen el mundo sofisticado del Foro deLondres. Flotaba en el interior de sutraje mal cortado y, a sus diecinueveaños, parecía tan enclenque, tantrágicamente anónimo, que suscompañeros de Facultad le tomaban aveces por un recadero.

Gandhi decidió que el único mediode escapar a su calvario eratransformarse en un gentleman británico.Abandonó sus ropas de Bombay,sustituyéndolas por una chistera de seda,un frac, botas de charol, guantes blancos

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y un bastón con puño de plata. Adquirióuna loción para ordenar sus rebeldescabellos y se pasó horas enteras ante unespejo contemplando su nuevo aspecto yejercitándose en la tarea de hacer unnudo de corbata. Compró, incluso, unviolín, se matriculó en un curso de baile,contrató un profesor de francés y unmaestro de elocución.

Los resultados de esta empresafueron tan desastrosos como lo habíasido su experiencia con la carne decabra. No logró arrancar más que vagoschirridos a su violín. Sus piesrechazaron la opresión de los botines deBond Street, su lengua, pronunciar una

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sola palabra de francés, y todas laslecciones de elocución resultaronimpotentes para liberar el espíritu quetrataba de expresarse tras unaabrumadora timidez. Incluso una visita auna casa de placer terminó en fracaso.Gandhi no pudo nunca pasar del salón.Renunciando entonces a copiar a losingleses, decidió volver a ser él mismo.En cuanto obtuvo el título, se apresuró aregresar a la India.

Su regreso no tuvo nada de triunfal.Durante meses, vagó por los tribunalesde Bombay en busca de una causa quedefender. El hombre cuya voz levantaríaun día a todo un pueblo se mostraba

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incapaz de articular las frasessusceptibles de impresionar a unmagistrado.

Este fracaso dio lugar al primer granpunto de inflexión en la vida de Gandhi.Decepcionada, su familia lo envió aÁfrica del Sur para que se encargase delproceso de un pariente lejano. Su viajedebía de durar unos meses.Permanecería ausente durante un cuartode siglo. Allí, en aquella tierra hostil yremota, Gandhi descubrió los principiosfilosóficos que iban a transformar suvida y la historia de la India.

Nada en su actitud delataba la menorvocación a la ascesis o la santidad

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cuando en abril de 1893 desembarcó enel puerto de Durban. El futuro profeta dela pobreza hizo su entrada en África delSur vestido con la elegante levita de losabogados londinenses y un blanco cuelloalmidonado para defender allí la causadel comerciante indio que lo habíacontratado.

La verdadera toma de contacto deGandhi con este nuevo país se produjodurante un viaje en ferrocarril desdeDurban a Pretoria. Al final de su vida,Gandhi todavía consideraba este viajecomo «la experiencia más decisiva desu existencia». Hacia la mitad delrecorrido, un blanco irrumpió en su

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departamento de primera clase y leordenó que se fuera al vagón deequipajes. Gandhi, que llevaba unbillete de primera, se negó. En la paradasiguiente, el blanco llamó a un policía, yGandhi fue expulsado del tren en plenanoche. Completamente solo, tiritando defrío porque no se atrevía a reclamar susefectos personales, que habíadepositado en consigna, Gandhi pasóuna noche de profunda aflicción. Era suprimer enfrentamiento con la injusticiaracial. Como un joven caballero de laEdad Media velando sus armas antes derecibir el espaldarazo, imploró al diosd e l Gita que le diera valor y luz.

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Cuando los primeros albores del díaaparecieron sobre la pequeña estaciónde Maritzbourg, el joven tímido ydesmañado había tomado la decisiónmás importante de su vida. En losucesivo, Mohandas Gandhi diría «no».

Una semana después pronunciaba suprimer discurso público ante los indiosde Pretoria. El abogado principiante quehabía mostrado una enfermiza timidez enlos tribunales de Bombay recuperaba derepente el uso de su lengua. Exhortó asus hermanos a unirse para defender susintereses, y, en primer lugar, a hacerloen la lengua inglesa de sus opresores. Aldía siguiente por la tarde, Gandhi

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comenzaba, sin darse cuenta de ello, lacruzada que habría de liberar un día acuatrocientos millones de indios,enseñando la gramática inglesa a untendero, un peluquero y un empleado. Ymuy pronto logró su primera victoria.Obtuvo de las autoridades ferroviariasel derecho para los indiosconvenientemente vestidos a viajar enprimera o en segunda clase en los trenessudafricanos.

Cuando terminó el proceso quehabía motivado su viaje, Gandhi decidióquedarse en África del Sur. Se convirtióen el paladín de la comunidad indialocal y, a la vez, en un floreciente

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abogado. Leal al Imperio Británico, apesar de sus injusticias raciales,participó junto a los ingleses en laguerra de los boers dirigiendo un cuerpode ambulancias.

Diez años después de su llegada,otro viaje en ferrocarril provocó elsegundo gran punto de inflexión de suvida. En 1904, una tarde, al subir al trenJohannesburgo-Durban, un amigo inglésle ofreció un libro del filósofo JohnRuskin titulado Unto This Last. Gandhise pasó toda la noche devorando estaobra. Fue su revelación en el camino deDamasco. Antes de llegar a su destino ala mañana siguiente, había prometido

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renunciar a todos los bienes de estemundo y vivir conforme al ideal deRuskin. La riqueza no era más que unarma para engendrar esclavitud, escribíael filósofo. Un campesino servía tanbien a la sociedad con su azada como unabogado con su talento oratorio, y lavida del que removía la tierra era laúnica que valía la pena de ser vivida.

La decisión de Gandhi era tanto másextraordinaria cuanto que, en aquelmomento de su vida, era un hombresumamente próspero que ganaba más decinco mil libras esterlinas al año,cantidad enorme para el África del Surde la época. No obstante, hacía dos años

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que sentía fermentar la duda en suinterior. Se hallaba obsesionado por lamoral de la privación que predica elBhagavad Gita como condición de tododespertar espiritual. Él se había lanzadoya por este camino. Se cortaba elcabello, lavaba su ropa y vaciaba élmismo sus letrinas. Había engendrado suúltimo hijo. Las páginas de Ruskin leconfirmaron en esta actitud.

Pocos días después, Gandhi instaló asu familia y a un grupo de amigos en unafinca de cincuenta hectáreas situadacerca del pueblo de Phoenix, a veintekilómetros de Durban, en plena regiónzulú. Era un lugar triste y desolado, con

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una casucha en ruinas, naranjos, morerasy mangos, una fuente y serpientes enabundancia. Gandhi iba a adquirir allílos hábitos que le gobernarían hasta sumuerte: en primer lugar, la renuncia alas posesiones materiales; luego, elesfuerzo para satisfacer de la maneramás simple las necesidades del hombre;todo ello ligado a una vida encomunidad, en la que el trabajo de cadauno tenía el mismo valor y en que losbienes eran compartidos por todos.

Quedaba todavía por realizar undoloroso sacrificio: el voto debrahmacharya, el juramento decontinencia que obsesionaba a Gandhi

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desde hacía años. La cicatriz que habíandejado en su memoria las circunstanciasde la muerte de su padre, el deseo de notener más hijos, su creciente fervorreligioso, todo le llevaba a estaresolución. Una tarde de verano del año1907, Gandhi anunció solemnemente asu esposa Kasturbai que había hechovoto de brahmacharya. Comenzado enun alegre frenesí a los trece años, elciclo de su vida amorosa alcanzaba suconclusión a los treinta y siete.

El brahmacharya representaba paraGandhi mucho más que una simplerepresión de los apetitos sexuales.Quería lograr el dominio de todos los

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sentidos. Esto significaba el control delas emociones, de la alimentación, de lapalabra, la supresión de la cólera, de laviolencia y del odio, en resumen, laascensión a un estado sin deseospróximos al ideal del Gita. Estaelección señaló su definitiva inserciónen la vía de la ascesis, el último acto desu transformación. Ninguna de lasdecisiones que tomó Gandhi le obligaríaa un combate interior tan violento comosu voto de castidad. Estaba condenado alibrarlo, bajo una u otra forma, duranteel resto de sus días.

Al luchar en favor de sus hermanosque se encontraban en África del Sur,

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Gandhi elaboró las dos doctrinas quehabrían de hacerle mundialmentecélebre, la no violencia y ladesobediencia civil. Curiosamente, fueun texto del Evangelio lo que le llevó ameditar sobre la no violencia. Se habíasentido turbado por el consejo de Cristoa sus discípulos de que presentaran laotra mejilla a sus agresores. Elhombrecillo había aplicado yaespontáneamente esta regla muchasveces al soportar estoicamente lashumillaciones y los golpes de losblancos. La ley del talión —«ojo porojo, diente por diente»— solamentepodía conducir a un mundo de ciegos,

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estimaba, y no se modifican lasconvicciones de un hombre cortándolela cabeza, como tampoco se insufla elamor en un corazón perforándolo conuna bala. La violencia engendra laviolencia. Gandhi quería transformar alos hombres con el ejemplo del bien yreconciliarlos con la voluntad de Dios,en lugar de dividirlos con susantagonismos.

El Gobierno de África del Sur leproporcionó la ocasión de experimentarsus teorías en el otoño de 1906. Elpretexto fue un proyecto de ley queobligaba a todos los indios de más deocho años a inscribirse en los registros

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de la Policía y a poseer una tarjeta deidentidad particular con huellasdactilares. El 11 de setiembre de 1906,ante una multitud de encolerizadosindios reunidos en el «Teatro delImperio», en Johannesburgo, Gandhitomó la palabra para alzarse contra estaley. Obedecerla, declaró, es aceptar laruina de nuestra comunidad. «No veomás que una sola posibilidad: resistirhasta la muerte, antes que someterse aesta discriminación». Por primera vezen su vida, arrastró públicamente a unamultitud a asumir ante Dios elcompromiso solemne de alzarse contrauna ley inicua, cualesquiera que fuesen

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los riesgos. Gandhi no explicó a susoyentes de qué forma iban a luchar. Sinduda, él mismo lo ignoraba. Sólo unacosa estaba clara: la resistencia se haríasin violencia.

El nuevo principio de combatepolítico y social que acababa de naceraquella tarde en el «Teatro del Imperio»recibió muy pronto un nombre:Satyagraha, la Fuerza de la Verdad.Gandhi organizó el boicot a las normasde empadronamiento e hizo quecomandos pacíficos y piquetes dehuelgas impidieran la entrada en loscentros de inscripción. Esta campaña levalió la primera de sus numerosas

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estancias en la cárcel.En su celda, Gandhi iba a descubrir

la segunda obra profana que habría deejercer una profunda influencia sobre supensamiento: el ensayo del escritoramericano Henry Thoreau El deber dedesobediencia civil[5]. Thoreau serebelaba en ella contra la complacenciade su Gobierno respecto a la esclavitudy contra la guerra injusta que libraba enMéxico. Afirmaba que un individuotiene derecho a no cumplir leyesarbitrarias y negar su sumisión a unrégimen cuya tiranía se ha vueltoinsoportable. Tener razón, decía, es máshonorable que ser respetuoso con las

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leyes.Esta obra sirvió de catalizador a las

reflexiones que hervían desde hacíatiempo en el espíritu de Gandhi. Cuandosalió de la cárcel, decidió ponerlas enpráctica oponiéndose a la decisión delTransvaal de cerrar las puertas a losindios. El 6 de noviembre de 1913, conGandhi al frente, 2.037 hombres, 127mujeres y 56 niños emprendieron unamarcha no violenta hacia el territorioprohibido.

Contemplando esta patética multitudque le seguía con confianza, Gandhi fueiluminado por una nueva revelación.Aquellos pobres diablos no tenían otra

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cosa que esperar que los golpes y lacárcel. Milicianos blancos lesaguardaban en la frontera del Transvaal.Y, sin embargo, electrizados por sudeterminación, ardiendo de fervor por lacausa que él les había dado, avanzabantras sus huellas, dispuestos, como diríaél, «a fundir los corazones de losenemigos con su sufrimientosilencioso». Ante el espectáculo de suserena resolución, Gandhi comprendiólo que podía llegar a ser la acción demasas no violenta. En la frontera delTransvaal, advirtió el enorme poderíodel movimiento que había provocado.Los escasos centenares de indios que

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marchaban tras él aquel día podíanconvertirse en millares, en unaimpetuosa marea a la que una feinquebrantable en el ideal de noviolencia haría invencible.

Persecuciones, apaleamientos,encarcelamientos y sancioneseconómicas siguieron a estamanifestación, pero nada podía quebrarya el impulso lanzado por Gandhi. Sucruzada africana terminó en 1914 conuna victoria casi total. Gandhi podía, alfin, regresar a su patria. Tenía entoncescuarenta y un años.

El hijo pródigo que volvía a su paísno tenía nada en común con el joven y

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tímido abogado que, veintiún años antes,había desembarcado en África del Sur.En esta tierra inhóspita habíadescubierto a sus tres maestros: Ruskin,Thoreau y Tólstoi, un inglés, unamericano y un ruso. Sus enseñanzas ylas duras experiencias vividas en mediode sus compatriotas fe habían permitidoelaborar las dos doctrinas —la noviolencia y la desobediencia civil—gracias a las cuales humillaría durantelos treinta años siguientes al imperiomás poderoso del mundo.

En Bombay, el 9 de enero de 1915,una enorme multitud le dispensó unrecibimiento de héroe cuando su frágil

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silueta pasó bajo el arco imperial de laPuerta de la India. Su hatillo no conteníamás que una sola riqueza: un grueso fajode cuartillas cubiertas con su letramenuda. El título de la obra, HindSwaraj (Autonomía de la India),revelaba que, para Gandhi, Africa nohabía sido más que un campo demaniobras antes de la verdadera batallade su vida.

Gandhi se instaló cerca de la ciudadindustrial de Ahmedabad, a orillas delrío Sabarmati. Fundó en ella un ashram,una granja comunitaria a imagen de lasque había creado en África del Sur.Como siempre, sus preocupaciones le

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orientaron primeramente hacia el auxilioa los débiles y los oprimidos. Organizóla resistencia de los pequeñosplantadores de añil de Bihar contra lasexacciones de los grandes propietariosbritánicos, la huelga del impuesto de loscampesinos de la región de Bombayarruinados por la sequía, el combate delos obreros de las fábricas textiles deAhmedabad contra los patronos, cuyasaportaciones financieras suministraban,sin embargo, a su ashram los medios deexistencia. Era la primera vez que unlíder se inclinaba sobre las desgraciasde las masas miserables de la India.Muy pronto, Rabindranath Tagore, el

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gran poeta indio laureado con el premioNobel, le confirió el título que habría dellevar durante el resto de su vida:«Mahatma, la Gran Alma, vestida conlos harapos de los mendigos».

Al igual que la mayoría de losindios, Gandhi permaneció leal a laGran Bretaña durante la Primera GuerraMundial, convencido de que ésta sabríaacoger con simpatía las aspiracionesnacionalistas de la India. Se engañaba.En 1919, Inglaterra votó la Rowlatt Act,una ley que reprimía duramente todaagitación tendente a la liberación de laIndia. Gandhi meditó durante largassemanas para encontrar una respuesta al

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rechazo de Gran Bretaña de lasesperanzas de su país. La respuestaacudió a él durante un sueño, y era tansencilla como extraordinaria. La Indiaprotestaría con el silencio, un silenciode muerte. Gandhi iba a llevar a cabouna experiencia que nadie había osadojamás intentar antes que él. Iba aparalizar al país entero en la calmaglacial de una jornada de duelo, unahartal.

A imagen de tantas de sus iniciativaspolíticas, este plan reflejaba su geniopara inventar ideas simples, ideas quepodían resumirse en unas cuantaspalabras, comprendidas por los espíritus

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más romos, puestas en práctica con losgestos más ordinarios. Para seguir aGandhi, los indios no tendrían siquieraque violar la ley, ni desafiar las porrasde la Policía. Deberían solamente nohacer nada. Cerrando sus tiendas,abandonando sus aulas, yendo a rezar asus templos o, simplemente, quedándoseen su casa, los indios mostrarían susolidaridad con el grito de rebelión.Gandhi eligió para su jornada de hartalel 6 de abril de 1919. Era el primerdesafío abierto que lanzaba a lasautoridades británicas. Que la Indiaentera se inmovilice, suplicó, y que susopresores oigan el mensaje de su

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silencio.Desgraciadamente, las masas no se

mantendrían silenciosas en todas partes.Estallaron disturbios. El más grave seprodujo en el Penjab, en Amritsar. Paraprotestar contra las medidas de retorsiónimpuestas en la ciudad por los ingleses,millares de habitantes se congregaron el13 de abril en una manifestaciónpacífica, pero prohibida, en una plazallamada Jallianwalla Bagh. Sólo unestrecho paso daba acceso a estaexplanada, que se hallaba rodeada portoda una fila de casas. Apenas sehubieron agrupado los manifestantes,cuando hicieron su aparición unos

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cincuenta soldados británicos mandadospor el comandante militar de la ciudad,el general R. E. Dyer. Éste situó a sushombres a ambos lados de la entrada y,sin la menor advertencia, mandó abrirfuego sobre la multitud indefensa.Mientras los indios cogidos en la trampagritaban e imploraban piedad, lasametralladoras inglesas disparaban milseiscientas cincuenta balas. Mataron ohirieron a mil quinientas dieciséispersonas. Convencido de haber hecho«un buen trabajo», el general Dyer seretiró[6].

Este «buen trabajo» constituyó en lahistoria de las relaciones de Inglaterra

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con la India un punto de inflexión másdecisivo de lo que había sido el granlevantamiento de los cipayos sesenta ytres años antes. Mas esta tragedia teníaun sentido particular para Gandhi. Lehacía perder definitivamente laconfianza en aquel Imperio al que habíasacrificado sus principios pacíficos endos guerras. En lo sucesivo, dedicaríatodos sus esfuerzos en tomar el controlde la organización que encarnaba lasaspiraciones nacionalistas de la India.

La idea de que el partido delCongreso pudiera convertirse un día enla punta de lanza de la agitación de lasmasas indias habría espantado

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ciertamente al respetable funcionarioinglés que fundó esta asamblea en 1885.Actuando con la bendición del virrey,Octavian Hume quería crear un partidosusceptible de canalizar las crecientesprotestas de la clase intelectual en unaformación moderada capaz de entablarun diálogo de caballero con los dueñosbritánicos de la India. Y esto eraexactamente lo que representaba elpartido del Congreso cuando Gandhihizo su aparición en la escena política.Decidido a hacer de él un movimientode masas animado por su ideal de noviolencia, en Calcuta, en 1920, presentóal partido un plan de acción que fue

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adoptado por aplastante mayoría. Desdeentonces y hasta su muerte, ocupara o noun puesto en la jerarquía del partido,Gandhi fue la conciencia y el guía delCongreso, el jefe indiscutido delcombate por la independencia.

Al igual que su organización de unahartal nacional, la nueva acción deGandhi era de una luminosa sencillez.Su programa se contenía en una solafórmula: la no cooperación. Los indiosiban a boicotear todo lo que fuerainglés: los alumnos boicotearían lasescuelas inglesas; los abogados, lostribunales ingleses; los funcionarios, losempleos ingleses; los soldados, las

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condecoraciones inglesas. Gandhiempezó por devolver al virrey las dosmedallas que había ganado con suCuerpo de ambulancias durante la guerrade los bóers. Su objetivo esencialapuntaba a minar el edificio del poderbritánico en la India atacando susmismos cimientos, su economía. La GranBretaña compraba entonces, a preciosirrisorios algodón indio que enviaba alas fábricas de Lancashire y queregresaba a la India en forma de pañosvendidos con beneficios considerablesen un mercado del que estabanprácticamente excluidos todos losgéneros textiles no británicos. Era el

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ciclo clásico de la explotaciónimperialista. Para dar jaque a lasmáquinas de las fábricas inglesas,Gandhi erigió un arma que era suantítesis absoluta: la atávica rueca demadera.

Durante veinticinco años, conindomable energía, lucharía para obligara la India toda a rechazar los tejidosextranjeros en beneficio del khadi dealgodón crudo hilado en millones deruecas. Persuadido de que la miseria delos campesinos indios procedía, antetodo, de la decadencia de los oficiosrurales, veía en el renacimiento delartesanado la clave del resurgimiento de

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los campos. En cuanto a las masasurbanas, hilar era para ellas el caminode una verdadera redención espiritual,una constante evocación de su lazo conla India profunda, la India de lasquinientas mil aldeas.

La rueca se convirtió en el símboloen torno al cual predicó las doctrinasque tenía en tan alta estima. A estacruzada se agregó una campaña deeducación para incitar a los aldeanos autilizar letrinas, a mejorar suscondiciones sanitarias, a combatir lamalaria, a construir escuelas para sushijos, a preconizar una alianzaarmoniosa entre hindúes y musulmanes.

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Era todo un programa de regeneraciónde la vida de la India rural lo queproponía así.

Gandhi dio el ejemplo dedicandopersonalmente con toda regularidad,media hora diaria a hilar y obligando asus discípulos a hacer otro tanto. Lasesión diaria de rueca adoptó la formade una verdadera ceremonia religiosa,convirtiéndose el tiempo pasado en hilaren un intermedio de oración y demeditación. El Mahatma salmodiaba elnombre de Dios, «Rama, Rama, Rama»,al ritmo del clic-clic-clic de su rueca.

En setiembre de 1921, Gandhi dio unnuevo impulso a su cruzada renunciando

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solemnemente, y para el resto de suvida, a todo vestido distinto de untaparrabo y un manto de algodón tejido amano. La humilde tarea del hilado seconvirtió entonces en un verdaderosacramento que unía con un ritocotidiano a los miembros de todasclases del partido del Congreso. Suproducto —el khadi de algodón—transformóse en el uniforme de loscombatientes de la independencia,vistiendo tanto a los ricos como a lospobres con un mismo trozo de groseratela blanca. La pequeña rueca de Gandhirepresentaba el emblema de surevolución pacífica, el desafío al

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imperialismo occidental de uncontinente que despertaba, la insignia dela unidad nacional y la libertad.

Avanzando por el barro y sobre loshirientes guijarros de los caminos,pasando noches enteras en el tren, en losbancos de madera de tercera clase,Gandhi fue a difundir su mensaje hastalos puntos más remotos de la India.Hablaba cinco o seis veces al día,visitaba millares de aldeas. Era unespectáculo sorprendente. Gandhicaminaba al frente, descalzo, con untrozo de khadi en torno a la cintura, susgafas de montura de acero en la punta dela nariz, apoyado en un bastón de

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bambú. Detrás iban sus partidariosvestidos de manera idéntica. Cerrandola marcha, llevada sobre las cabezas,avanzaba la silla agujereada delMahatma, recuerdo concreto de laimportancia que concedía al respeto a lahigiene.

Su larga marcha obtuvo un éxitofantástico. Las multitudes acudíanpresurosas para ver al que se llamaba«La Gran Alma». Su pobreza voluntaria,su sencillez, su humildad, hacían de élun hombre santo llegado de algún lejanopasado para hacer nacer una Indianueva.

En las ciudades, repetía a las masas

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urbanas que, si la nación quería obtenersu autonomía, sería preciso queempezara renunciando a todo productode origen extranjero. Invitó a lapoblación a deshacerse de las ropasinglesas. Zapatos, calcetines,pantalones, camisas, sombreros, abrigosse amontonaron pronto en un enormemontón ante él. En su entusiasmo, unhombre se quedó completamentedesnudo. Con embelesada sonrisa,Gandhi prendió entonces fuego a aquellapirámide de ropas «made in England».

Los ingleses no tardaron enreaccionar. Si bien vacilaban enencarcelar a Gandhi por miedo a hacer

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de él un mártir, no se abstuvieron degolpear duramente a sus partidarios.Treinta mil personas fueron detenidas,reuniones y desfiles dispersados por lafuerza, las oficinas del Congresoregistradas.

El 1 de febrero de 1922, Gandhiescribió cortésmente al virreycomunicándole que había decididointensificar su acción. De la nocooperación iba a pasar a ladesobediencia civil. Aconsejó a loscampesinos que hicieran la huelga delimpuesto, a los habitantes de lasciudades no respetar las leyesbritánicas, a los soldados dejar de

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servir a la Corona. Era una declaraciónde guerra no violenta la que Gandhilanzaba al Gobierno colonial de laIndia. «Los ingleses quieren obligarnosa situar la lucha en el terreno de lasametralladoras, pues ellos tienen armasy nosotros no —anunció—. Nuestraúnica posibilidad de derrotarlosconsiste en llevar el combate a unterreno en el que nosotros poseemosarmas y ellos, no».

Miles de indios respondieron a sullamamiento. Miles fueron encarcelados.Aterrado, el gobernador de Bombaycalificó esta empresa como «laexperiencia más colosal de la historia

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del mundo y que estuvo en un tris detriunfar». Fracasó, no obstante, a causade un estallido de sangrienta violenciaen una pequeña aldea situada al nordestede Nueva Delhi. Contra los ruegos decasi todos los miembros de su partido,Gandhi interrumpió el movimiento: teníala sensación de que sus partidarios nohabían comprendido plenamente el idealde la no violencia.

Considerando que este cambio depostura le hacía más vulnerable, losingleses lo inculparon. Gandhi sedeclaró culpable del cargo de sedición yreclamó la máxima pena en unconmovedor llamamiento a sus jueces.

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Fue condenado a seis años de reclusiónen la prisión de Yeravda, cerca dePoona. No lamentaba nada. «La libertad—escribió— debe ser con frecuenciabuscada en las prisiones, a veces en elpatíbulo; nunca en los consejos, lostribunales o las escuelas».

Por razones de salud Gandhi fuepuesto en libertad antes de que expirarasu condena y reemprendióinmediatamente sus peregrinaciones através de la India, inculcando a lasmultitudes los principios de la noviolencia a fin de impedir lareproducción de los sangrientosacontecimientos que le habían obligado

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a interrumpir su acción.A finales de 1929, estaba preparado

para dar un nuevo paso hacia delante. EnLahore, a medianoche, cuando finalizabala década, persuadió al partido delCongreso para que formulara el votosolemne de obtener el swaraj, laindependencia total de la India.Millones de militantes del Congresorepitieron este juramento durantereuniones celebradas por todo el país.Se hacía inevitable un nuevoenfrentamiento con los ingleses.

Gandhi reflexionó largamente,esperando de su «voz interior» que leindicara la manera más favorable de

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llevar a buen término esta confrontación.La respuesta así obtenida era elproducto más sutil de su genio creador,la más desconcertante políticaprovocadora de los tiempos modernos.Su concepción era tan sencilla, y supuesta en práctica tan espectacular, queGandhi conoció inmediatamente unapopularidad mundial. Su desafío sedirigió, paradójicamente, a un artículoalimenticio al que el Mahatma habíarenunciado desde hacía años en su luchapor la castidad, la sal. Si bien Gandhilograba privarse de ella, la salcontinuaba siendo en el tórrido clima dela India un ingrediente vital en la

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alimentación de cada habitante. Se laencontraba en largas dunas blancas alborde de las costas, don de laProvidencia eterna, el mar. Pero elGobierno británico retenía el monopoliode su distribución, y su precio estabagravado con un impuesto. Aunquemodesto, este impuesto representabapara un campesino los ingresos de unasdos semanas.

El 12 de marzo de 1930, a las seis ymedia de la mañana, con su bastón debambú en la mano, la espaldaligeramente curvada, el habitual pedazode tela blanca en torno a la cintura,Gandhi salió de su ashram a la cabeza

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de un cortejo de 79 discípulos y se pusoen marcha hacia el mar, situado acuatrocientos kilómetros de allí.Millares de simpatizantes se apiñaronpara saludarle a lo largo de su camino,que cubrieron con una alfombra dehojas. Periodistas llegados del mundoentero siguieron el avance de la extrañacaravana. De pueblo en pueblo, lasmultitudes se relevaban, se arrodillabanal paso de la «Gran Alma». Como unimán pasando por entre limaduras dehierro, Gandhi arrastraba decenas demillares de personas. La imagen casicharlotesca de la insólita siluetasemidesnuda caminando hacia el mar

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para desafiar al Imperio británico ocupódía tras día la primera plana de todoslos periódicos del mundo y llenó losnoticiarios de todas las salascinematográficas. El vigésimo quintodía, a las seis de la tarde, Gandhi y sucortejo llegaron a la costa del océanoÍndico, cerca de la ciudad de Dandi. Eldía siguiente al amanecer, tras una nochede oración, el grupo entró en el mar paradarse un baño ritual. Luego, en la playa,ante millares de espectadores, Gandhi seinclinó para recoger un puñado de sal.Con expresión grave y resuelta, agitó elpuño en el aire antes de abrirlo paramostrar a la multitud el montoncito de

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cristales blancos, ese regalo prohibidodel mar que se convertía en el nuevosímbolo de la lucha por laindependencia.

En menos de una semana, lapenínsula entera entró en ebullición. Deun extremo a otro del continente, lospartidarios de Gandhi se dedicaron arecoger sal y distribuirla. El país se vioinundado de octavillas explicando cómopurificar en la propia casa la sal de lamar. Por todas partes se encendíanmillares de hogueras de alegría paraquemar, en una especie de kermesseheroica, todos los productos importadosde Inglaterra.

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Los ingleses replicaron con la batidamás gigantesca de la historia de la Indiay encarcelaron a millares de personas.Gandhi era una de ellas. Antes dequedar reducido al silencio de su celdade Yeravda, logró enviar un últimomensaje a sus seguidores. «El honor dela India —les decía— ha sidosimbolizado por un puñado de sal en lamano de un hombre de la no violencia.El puño que ha sostenido esa sal puedeser roto, pero la sal no será devuelta».

Durante tres siglos, en estos murosde la Cámara de los Comunes del

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Parlamento inglés, habían retumbado lasvoluntades del puñado de hombres quehabían edificado y guiado al Imperiobritánico. Sus debates y sus decisionesregían los destinos de quinientosmillones de seres humanos esparcidospor toda la superficie del Globo eimponían la dominación cristiana blancade una pequeña élite europea sobre másde un tercio de las tierras emergidas. Degeneración en generación, losconstructores del Imperio habían subidoa esta tribuna para explicar en ella lasgrandiosas empresas que hacían deInglaterra la nación más poderosa delmundo. Testigos silenciosos de estas

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grandezas pasadas, los altos artesonadosde encima habían oído sucesivamentelos discursos de William Pittanunciando la anexión del Canadá, delSenegal, de las Antillas, de Florida, lacolonización de Austria y la salida paraun viaje alrededor del mundo de unvelero con bandera británica fletado porel explorador James Cook. Habían oídode Disraeli anunciar la ocupación delcanal de Suez —la vital arteria que uníaa Inglaterra con su Imperio de la India—, con la conquista del Transvaal, lasumisión de los zulúes, la derrota de losafghanos y la apoteosis del Imperio, sudecisión de hacer proclamar a Victoria

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emperatriz de la India. Habían oído aJoseph Chamberlain presentar el famosoproyecto de encerrar a África en uncinturón de acero británico merced alferrocarril desde el Cabo hasta ElCairo.

En esta triste tarde de febrero de1947, los miembros de la Cámara de losComunes esperaban en la sombra glacialy melancólica de su prestigioso recintosin calefacción a que el Primer Ministrosubiera a la tribuna para pronunciar laoración fúnebre por el Imperiobritánico. En los bancos de la oposicióndestacaba, como un mascarón de proa,Winston Churchill, pesada masa

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granítica envuelta en un gabán negro.Durante los casi cincuenta años

transcurridos desde que, joven oficial deCaballería ingresado en el periodismo yla política, había pasado a formar partede esta asamblea, su voz habíaencarnado en ella el sueño imperial, aligual que durante la Segunda GuerraMundial había sido conciencia deInglaterra y el catalizador de su valor.Hombre político de rara clarividencia,pero inflexible en sus convicciones,Churchill profesaba al Imperio unadevoción apasionada. Y, de todos losvastos y pintorescos territorios que locomponían, ninguno ocupaba en su

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corazón un lugar comparable al de laIndia. Churchill amaba a la India contodas las fibras de su ser. Siendo muyjoven, había servido en ella comooficial del 4º Regimiento de Húsares dela reina, y en ella había vivido todas lasaventuras de los personajes de Kipling.Había jugado al polo en los céspedes des u s maidan, perseguido jabalíes conlanza y cazado el tigre. Había escaladolas pendientes del paso de Khyber ygalopado contra los pathans de lafrontera del Noroeste. Un gestosimbolizaba la solidez de los lazos quele unían a ese país: cincuenta añosdespués de su marcha, continuaba

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enviando todos los meses dos librasesterlinas a un antiguo criado deBangalore.

A esta pasión sentimental se añadíauna fe inquebrantable en la grandezaimperial. Había afirmado sin cesar quela posición de Inglaterra en el mundodependía de su Imperio. Se adheríasinceramente al dogma Victoriano segúnel cual «esos pobres pueblos privadosde leyes» eran infinitamente más felicesbajo la autoridad de Inglaterra que bajoel yugo de una banda de déspotaslocales.

Nada podía alterar la fuerza de suconvicción. La dominación de la Gran

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Bretaña en la India había sido siemprejusta, ejercida en beneficio de losintereses del país; las masas profesabana sus amos afecto y gratitud; losagitadores políticos que reclamaban laindependencia constituían solamente laínfima minoría educada, y no reflejabani las aspiraciones del pueblo ni susintereses. Pese a toda la lucidez de quehabía dado pruebas con ocasión detantas crisis mundiales, Churchillpermaneció ciego y sordo ante el dramade la India. Desde 1910, habíacombatido todos los esfuerzosdestinados a conducir a este país haciasu independencia. Despreciaba a Gandhi

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y la mayoría de los políticos indios, alos que consideraba como «hombres depaja».

Churchill era consciente, más queninguno de los demás diputadospresentes aquel día, de la premura dadapor el Primer Ministro que le habíaremplazado a aquella desmembracióndel Imperio de la que siempre se habíanegado a ser instrumento. Pero, aunque—para asombro del mundo entero habíasido derrotado en las elecciones de1945, el viejo león controlaba todavíauna mayoría absoluta en la Cámara delos Lores, y esta ventaja le otorgaba elpoder retrasar el trágico fin durante, por

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lo menos, dos largos años. Apretandolos labios, contempló cómo subía a latribuna su sucesor socialista.

La breve declaración que ClementAttlee se disponía a leer había sidoredactada por el joven almirante queenviaba a la India y cuyo nombre iba arevelar ahora. Con su audacia habitual,Louis Mountbatten había logradosustituir por su propio texto el largodiscurso que prepara Attlee. El nuevotexto definía en concisos términos lamisión del virrey. Contenía además unaprecisión que el almirante considerabafundamental y sin la cual, pensaba, elrompecabezas indio no tendría la menor

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posibilidad de ser resuelto. Mountbattenhabía discutido durante seis semanascon Attle para obtener la mención deeste punto concreto.

La friolenta asamblea se puso rígidacuando Attlee comenzó a leer suhistórica declaración. «El Gobierno deSu Majestad desea hacer saberclaramente que tiene la firme intenciónde adoptar las medidas necesarias paraproceder al traspaso de la soberanía dela India a manos de una autoridad indiaresponsable en fecha no posterior al mesde junio de 1948».

Un atónito silencio cayó sobre losdiputados mientras cada uno medía el

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alcance exacto de estas palabras. Teníanconsciencia de las convulsiones de laHistoria, conocían la orientaciónpolítica deliberadamente emprendida enla India por Gran Bretaña, pero nadaatenuaba la melancolía que se apoderóde ellos ante la idea de que el Imperiobritánico de la India no tenía más quecatorce meses de vida. Concluía unaépoca del destino de Inglaterra. Lo queel Manchester Guardian denominaría aldía siguiente «el más grandedesentendimiento de la Historia» estabaa punto de realizarse.

La imponente silueta se levantó delbanco de la oposición cuando le llegó el

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turno de pronunciar un último alegato enfavor del Imperio. Estremeciéndose defrío y de emoción, Churchill denunció«la maniobra del Gobierno, que seservía de ilustres de la guerra paraencubrir una melancólica y desastrosatransición». Fijando un plazo tanpróximo al abandono de la India, Attleese sometía a «una de las másdemenciales exigencias de Gandhi» alpedirle a gritos a Inglaterra que se vayay «abandone la India a la gracia deDios… Con profundo pesar —deploró—, asisto al desmantelamiento delImperio británico con todas sus glorias ytodas sus obras realizadas por el bien de

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la Humanidad. Son muchos los que handefendido a Gran Bretaña contra susenemigos. Nadie puede defenderlacontra ella misma… Guardémonos deañadir una huida vergonzosa, unhundimiento apresurado y prematuro.Guardémonos, al menos, de añadir a losabismos de tristeza sentida por tantos denosotros el perfume y el sabor de lavergüenza».

Estas palabras eran las de unmaestro de la elocuencia, pero noconstituían sino un vano intento deimpedir que se pusiera el sol. A la horadel escrutinio, la Cámara de losComunes ratificó la marcha de la

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Historia. Por aplastante mayoría, laCámara votó el final del reinado deGran Bretaña, en la India, con la fechalímite del mes de junio de 1948.

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Gandhi, al que Churchill llamaba «ese faquirsemidesnudo», recorrió, durante 30 años, hasta losmás apartados rincones de la India, para incitar asu pueblo a romper las cadenas y llevarle sumensaje de amor y de fraternidad. (Foto CameraPress-Parimage)

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Su pobreza voluntaria, su sencillez y su humildadhacían de él un santo hombre llegado de algúnlejano pasado para dar nacimiento a una nuevaIndia. Cada día hilaba durante algunas horas ensu ancestral rueca de la que había hecho elemblema de su mensaje. (Foto Camera Press-Parimage)

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Viajaba sólo en tercera clase, y se vestía, aunquefuese para ir a ver al rey de Inglaterra,únicamente con una simple tela de algodón.(FotoCamera Press-Parimage)

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A la hora del té, aun en compañía del virrey,tomaba sólo un poco de yogur en una escudilla demadera, procedente de la última cárcel en queestuvo. (Foto Camera Press-Parimage)

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Segunda estación delviacrucis de Gandhi:

cascos de botellas yexcrementos

Cuanto más se adentraba su pequeñogrupo en los pantanos del distrito deNoakhali, más difícil se tornaba lamisión de Gandhi. El calurosorecibimiento dispensado por laspoblaciones musulmanas de las primerasaldeas irritaba vivamente a los

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responsables de los poblados que sedisponía ahora a visitar. Considerandoque amenazaba su propia autoridad,decidieron provocar la hostilidad de loshabitantes contra el Mahatma.

Aquella mañana, sus pasos leguiaron hacia una escuela musulmana enla que niños de siete y ocho años,sentados en cuclillas en torno a su jeque,asistían a una clase al aire libre.Resplandeciente de alegría, como unanciano abuelo que se sintiera feliz alvolver a encontrar a sus nietospreferidos, Gandhi se precipitó hacia lajoven asamblea. Pero el jeque se levantóal instante. Con gesto brusco y

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encolerizado, hizo entrar a los niños ensu cabaña, como si el anciano fuesealgún brujo llegado para echarle unmaleficio. Petrificado de estupor,Gandhi permaneció ante la cabañahaciendo tristes señas con la mano a lascabecitas que distinguía en la penumbra,recogiendo en respuesta sus sombríasmiradas llenas de perpleja curiosidad.Luego, se llevó la mano al corazón parasaludarles con un «salam», a la maneramusulmana. Ninguna mano le respondió.Ni siquiera aquellos niños inocentestenían derecho a aceptar su mensaje defraternidad. Con un doloroso suspiro,Gandhi dio media vuelta y reemprendió

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su camino.Hubo otros incidentes. Cuatro días

antes, alguien había saboteado lossoportes de una pasarela de bambú ycuerda de yute por la que debía pasarGandhi. Afortunadamente, el hechohabía sido descubierto antes de que elpuente se derrumbara y precipitase aGandhi y su grupo en las fangosas aguasque corrían cinco metros más abajo.Otra mañana, por el camino queatravesaba un bosque de bambúes ycocoteros, Gandhi encontró fijados enlos árboles numerosos carteles cubiertosde eslóganes hostiles: «Vete de aquí».«Acepta el Pakistán».

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Estos mensajes de odio le dejabanindiferente. El valor físico, la capacidadde soportar sin protesta los golpes, deafrontar resueltamente el peligro eran,creía él, las cualidades esenciales de unmilitante de la no violencia. Desde elcastigo que recibiera en África del Surcuando el postillón blanco de unadiligencia quiso expulsarlo del lugar queocupaba, el frágil hombrecillo habíadado numerosas pruebas de este génerode valor.

Dominando el profundo dolor dehaber visto a unos niños apartarse de él,Gandhi prosiguió su camino hacia elpueblo próximo. La noche había sido

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fría y húmeda, y el rocío tornabaresbaladizo el estrecho sendero por elque avanzaba el pequeño grupo. Depronto, todo el mundo se detuvo,mientras Gandhi dejaba su bastón debambú y se inclinaba hacia el suelo. Unamano enemiga había cubierto el caminoque iba a recorrer descalzo con cascosde botellas y excrementos humanos. Sinapresurarse, Ghandi cortó una rama depalmera, se agachó y realizóhumildemente el acto más deshonrosopara un hindú de casta: utilizando lapalma como escoba, limpió el sendero.

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Ese faquir mediodesnudo

Durante varias décadas, el másencarnizado adversario británico delanciano que barría pacientemente lasinmundicias de su camino había sido elindomable tribuno de la Cámara de losComunes. Todas las frases memorablespronunciadas por Winston Churchill enel curso de su carrera podían llenar todoun volumen antológico, pero pocas deellas habían tenido una resonancia tan

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profunda en la opinión pública como laque utilizó un día para describir aGandhi: «Ese faquir medio desnudo».

La ocasión para esta frase fue unacontecimiento que señaló un punto deinflexión en la historia del Imperiobritánico. Tuvo lugar el 17 de febrero de1931. Apoyándose con una mano en subambú, sujetando con la otra losfaldones de su túnica blanca, elMahatma Gandhi había subido aquellamañana los peldaños de greda roja delpalacio del virrey de la India. Su rostromostraba todavía las ojeras de las largassemanas que acababa de pasar en unacárcel británica. Mas no era un mendigo

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llegado para implorar favores quien sepresentaba ante el virrey, era la Indiamisma.

Agitando su puño lleno de sal,Gandhi había desgarrado el velo deltemplo. El apoyo popular a sumovimiento se había extendido de talmanera que el virrey Lord Irwin sesintió obligado a liberarle de la prisióne invitarle a Nueva Delhi para negociarcon él como líder reconocido de lasaspiraciones nacionales. En 1931,Gandhi resultaba ser el primero de esaestirpe de revolucionarios —líderesárabes, africanos o asiáticos— queseguirían un día el mismo camino que

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conducía de una prisión inglesa a unasala de conferencias.

Winston Churchill habíacomprendido el alcance de estaentrevista. En el célebre recinto en elque no cesaba de rebelarse contra elabandono de la India por parte deInglaterra, había fustigado «elnauseabundo y humillante espectáculode este antiguo abogado del Forolondinense, ahora faquir sedicioso,subiendo medio desnudo los escalonesdel palacio del virrey para discutir ynegociar de igual a igual con elrepresentante del rey-emperador». «Lapérdida de la India —había exclamado

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con una clarividencia que prefiguraba eldiscurso que pronunciaría dieciséis añosmás tarde— nos asestaría un golpe fataly definitivo. Forma parte de un procesoque nos reduciría a convertirnos en unanación insignificante».

Este grito no tuvo ningún eco enNueva Delhi. Las negociaciones sedesarrollaron durante tres semanas, a lolargo de ocho entrevistas, y terminaroncon un acuerdo conocido con el nombrede «Pacto Gandhi-Irwin». Este pacto, detodo punto semejante a un tratado entredos potencias soberanas, daba la medidade la victoria obtenida por Gandhi. Elvirrey aceptaba liberar a los millares de

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indios que habían seguido a su jefe aprisión[7]. Por su parte Gandhi accedía asuspender la campaña de desobedienciay a participar en una mesa redonda enLondres para discutir en ella el futuro dela India.

Ocho meses más tarde, en octubre de1931, para estupefacción de todaInglaterra, el Mahatma Gandhi, siemprevestido con un taparrabo de algodón ysandalias —vivo retrato del Gunga Dinde Kipling, que «no llevaba gran cosapor delante y menos aún por detrás»—,se dirigía al palacio de Buckinghampara tomar el té con el rey-emperador.Interrogado acerca de la oportunidad de

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su atuendo, Gandhi respondió conmalicia que «Su Majestad tenía vestidossuficientes para nosotros dos».

La publicidad que rodeó estaentrevista traducía el verdadero alcancede la visita de Gandhi a Londres. Sinembargo, la conferencia fue un fracaso.Inglaterra no estaba todavía dispuesta aaceptar la independencia de la India.¿No había predicho siempre Gandhi quela verdadera victoria «será ganada fuerade la sala de conferencias… sembrandoahora los granos que ablandarán un díala actitud británica»? La Prensa y laopinión pública inglesa se apasionaronpor este extraño hombrecillo que quería

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derribar el Imperio ofreciendo a losgolpes la otra mejilla.

Había desembarcado vestidosolamente con un taparrabo, apoyado ensu bambú, sin ayudante de campo, sincriados, sin guardias. Sólo unos cuantosdiscípulos y una cabra descendieron trasél por la pasarela, una cabra india quesuministraba al Mahatma su cotidianotazón de leche. Desdeñando los hoteles,se instaló en un barrio pobre del EastEnd. Él, que, en este mismo Londres,había sido un estudiante incapaz dearticular tres palabras seguidasmanifestaba ahora una elocuenciainagotable. Se entrevistó con mineros,

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con niños, con Bernard Shaw, elarzobispo de Canterbury, CharlieChaplin, los obreros de las fábricastextiles de Lancashire a quienes suscampañas en la India habían dejado enparo; en resumen, con todo el mundo,excepto Winston Churchill, que se negóobstinadamente a recibirle.

Gandhi causaba una profundaimpresión. Los noticiarioscinematográficos de la Marcha de la Salle habían hecho ya célebre. Para lasmultitudes de una Inglaterra presa delmalestar industrial, del paro y de gravesinjusticias sociales, este enviado deOriente vestido como Cristo, portador

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de un mensaje de amor, era un personajefascinante y a la vez inquietante. Mástarde, el propio Gandhi explicó lanaturaleza de esta fascinación en unaalocución a la radio americana. Laatención del mundo se ha sentido atraídaal combate de la India por suindependencia, declaró, «porque losmedios que hemos elegido para obteneresta libertad son únicos… El mundo estáharto de ver correr la sangre. El mundotrata de evitarlo, y me halaga creer queserá tal vez privilegio de la vieja tierraindia mostrar una solución al mundohambriento de paz». Por el momento, elOccidente no estaba maduro todavía. En

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vísperas, de una nueva guerra mundial,una cabra le parecía un arma menoseficaz que una ametralladora. Sinembargo, cuando emprendió el regreso,a lo largo del trayecto del tren que lellevaba al puerto de Brindisi, millaresde franceses, de suizos y de italianos secongregaron con la esperanza de ver sufrágil silueta tras la ventanilla de sucompartimiento de tercera clase.

En París, había invadido la estacióndel Norte una multitud tan densa queGandhi tuvo que subirse a una carretillade equipajes para tomar la palabra. EnSuiza, donde le recibió su amigo elescritor Romain Rolland, el sindicato de

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lecheros de Leman reivindicó el honorde alimentar al «rey de la India». EnRoma, advirtió a Mussolini que elfascismo «se derrumbará como uncastillo de naipes» y lloró ante el Cristocrucificado de la capilla Sixtina.

Pese a este recorrido triunfal porEuropa, Gandhi volvió a su país con elcorazón acongojado. «Regreso con lasmanos vacías», anunció a la multitud deadmiradores que le esperaba a sullegada a Bombay. La India deberíaretornar a la desobediencia civil. Antesde que pasara un mes, el hombre quehabía tomado el té con el rey deInglaterra en el palacio de Buckingham

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era de nuevo huésped de Su Majestadimperial: en una celda de la cárcel deYeravda.

Durante los tres años siguientes,mientras en Londres Churchill tronabaque era preciso «aplastar a Gandhi y atodo lo que representaba», el Mahatmaconoció frecuentes encarcelamientos.Pese a estas declaraciones, los inglesespropusieron un plan de reforma quedelegaba en las provincias indias unaparte de la autoridad central. En una desus salidas de prisión, Gandhi resolvióabandonar provisionalmente la acciónpolítica para consagrarse a dos tareasque siempre habían competido en su

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corazón con el combate por laliberación: la miseria de los millones deintocables y la situación de las aldeasindias.

La proximidad de la Segunda GuerraMundial le confirmaba en su ideal de noviolencia, único capaz de salvar alhombre de la destrucción.

Cuando Mussolini invadió Etiopía,Gandhi instó a los etíopes a «dejarseasesinar». El resultado, explicó, serámás fructífero que la resistencia, ya que«después de todo, Mussolini no querráocupar un desierto». Al día siguiente deMunich, aconsejó a los checos «negarsea obedecer la voluntad de Hitler

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aceptando morir ante él con las manosdesnudas». Horrorizado por laspersecuciones de judíos, exclamó: «Sipudiera existir jamás una guerrajustificable para la Humanidad, seríauna guerra contra Alemania paraimpedir el insensato aniquilamiento detoda una raza». Sin embargo, añadía,«yo no creo en la guerra». En su lugar,proponía «la resistencia serena yresuelta de hombres y mujeres sinarmas, pero que deriven de Jehovah lafuerza de sufrir. Eso obligaría a losalemanes a respetar la dignidadhumana». La persistencia del salvajismode los nazis ante la resignada entrada,

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pocos años más tarde, de seis millonesde judíos en las cámaras de gas,desmentiría cruelmente las utópicasesperanzas de Gandhi.

Cuando por fin estalló la guerra,Gandhi rogó que, como un amanecer,pudiera al menos surgir del holocaustoalgún gesto heroico, el sacrificio noviolento que iluminaría el camino de laHumanidad y le permitiría escapar alabrazo inexorable de la autodestrucción.Mientras Churchill galvanizaba a suscompatriotas prometiéndoles «sangre,sufrimiento, sudor y lágrimas», Gandhi,esperando encontrar en los ingleses unpueblo lo bastante valeroso como para

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poner a prueba sus teorías personales,les propuso otro método: «Invitad aHitler y Mussolini a conquistar lospaíses que quieran entre los quevosotros llamáis vuestras posesiones —les escribía en los momentosculminantes de los bombardeosalemanes sobre Londres—. Dejadlesapoderarse de vuestra bella isla con susnumerosos y magníficos monumentos.Abandonadles todo eso, pero no les deisni vuestro espíritu ni vuestra alma».

Esta actitud era la consecuencialógica del ideal de no violencia. Máspara los ingleses, y sobre todo para sujefe, todo eso no eran más que

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patochadas de un viejo excéntrico quesólo servía para ser encerrado.

Gandhi no logró siquiera convencera los dirigentes de su propio partido. Lamayoría de sus discípulos eranfervientes antifascistas dispuestos allevar la India a la guerra si podíanhacerlo como hombres libres. Porprimera vez, pero no la última, Gandhirompió con sus compañeros.

Fue Churchill quien les reconcilió.Fiel a su política, el viejo león no teníaninguna intención de ofrecer a losnacionalistas indios los compromisosque reclamaban como precio a suparticipación en la guerra. Durante su

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primera entrevista con FranklinRoosevelt para sentar las bases de laCarta del Atlántico, hizo saber con todaclaridad que las generosasdisposiciones previstas por el tratado nopodían en ningún caso aplicarse a laIndia. Su interlocutor americano quedóestupefacto ante tanta intransigencia.Una nueva y lapidaria fórmula deChurchill iba a circular por losConsejos aliados: «No he llegado a serPrimer Ministro de Su Majestad paraorganizar la disolución del Imperiobritánico».

Sólo en 1942, cuando el ejércitoimperial japonés llegó a las puertas de

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la India, consintió Churchill, apremiadopor Washington y por sus colaboradoresinmediatos, presentar una oferta seria aNueva Delhi. No propuso, ciertamente,la independencia inmediata, sino, detodas formas, lo más generoso queInglaterra podía ofrecer en plena batallapor su supervivencia: el compromisosolemne de conceder a la India, tras laderrota japonesa, el estatuto de dominio,es decir, la autonomía en el marco de laCommonwealth británica.

Gandhi rechazó este regaloenvenenado, considerando que su únicafinalidad era obtener la cooperacióninmediata de la India a la defensa de su

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suelo por la violencia. Eso era lo últimoa que estaba dispuesto a acceder. Sihabía que resistir a los japoneses,Gandhi estimaba que la única arma quese debía emplear era la no violencia. ElMahatma acariciaba un sueño secreto.Se había resignado a ver correr océanosde sangre, siempre que fuese por unacausa justa. Imagina filas de indiosdisciplinados y no violentos avanzandohacia las bayonetas de los japonesespara morir unos tras otros hasta elinstante crítico en que la enormidad deeste sacrificio anegara a sus enemigos,desarmándolos, demostrando al mismotiempo la eficacia de la no violencia y

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cambiando el curso de la historia de loshombres.

Gandhi observaba cada lunes «undía de silencio». Respetaba este ritodesde hacía años, a fin de no fatigar suscuerdas vocales y de hacer nacer en suser vibraciones de armonía.Desgraciadamente para Gandhi y para laIndia, su «voz interior», la voz de suconciencia, no guardó silencio el lunes13 de abril de 1942. Esta voz habló aGandhi, y el consejo que le dio iba arevelarse tan desastroso para él mismocomo para sus seguidores. Se resumía endos palabras que se convirtieron en eleslogan de la nueva cruzada: «Quit

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India (Marchaos de la India)». Losingleses eran invitados a renunciarinmediatamente a su dominación. «Queabandonen la India a Dios o, incluso, ala anarquía». Si los ingleses dejaban elpaís a su destino, los japoneses notendrían ninguna razón para atacar,explicó.

Poco después de la medianoche del8 de agosto de 1942, Gandhi, desnudode cintura para arriba, en la sofocanteatmósfera de una sala de teatro deBombay, lanzó su llamamiento. Su vozera tranquila y reposada, pero elmensaje que contenía estaba cargado deuna pasión y un fervor

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desacostumbrados. «Quiero la libertadinmediatamente —declaró—, estamisma noche, antes del amanecer si esposible. Os ofrezco un mantra, unafórmula sagrada, un mantra muy corto:Actuar o morir. Vamos a liberar la Indiao a morir, pero no viviremos para verperpetuarse nuestra esclavitud».

No fue la libertad, sino un nuevoencarcelamiento lo que Gandhi obtuvoantes del amanecer. Durante unaoperación cuidadosamente preparada,los ingleses detuvieron a Gandhi y atodos los responsables del Congreso,decididos a dejarlos en prisión hasta elfinal de la guerra. Una breve explosión

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de violencia siguió a esta medida. Peroen menos de tres semanas los ingleses sehabían hecho con el control de lasituación.

Barriendo de la escena política a losjefes del Congreso en un momentocrucial, la intervención de Gandhi habíahecho admirablemente el juego a susadversarios de la Liga Musulmana.Éstos apoyaban el esfuerzo bélico deInglaterra, atrayéndose así unaconsiderable deuda de gratitud. No sólono había conseguido Gandhi lainmediata retirada de los ingleses, sinoque su iniciativa había aumentado elriesgo de una división de la India entre

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musulmanes e hindúes el día en queaquéllos se marcharan.

Este encarcelamiento debía ser elúltimo de la vida del Mahatma. Cuandose abriese la puerta de su celda, habríapasado en prisión más de seis años desu existencia: 2.338 días exactamente,249 en África del Sur y 2.089 en laIndia. Esta vez, Gandhi fue encerrado enel espacioso palacio del Aga Khan enYeravda, cerca de su primera cárcel. Alos cinco meses de su detención, anuncióque iba a emprender una huelga dehambre de veintiún días. No estabanclaras las razones de su decisión, perolos ingleses no estaban dispuestos a

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transigir. Si Gandhi quería ayunar hastala muerte, que se le dejara hacerlo,ordenó Churchill al virrey.

Hacia la mitad de la prueba, la saludde Gandhi comenzó a flaquear.Irreductibles, los ingleses iniciaban yadiscretos preparativos para el momentode su muerte. Fueron llamados dossacerdotes brahmanes y se les rogó queestuvieran preparados para oficiar losritos fúnebres. Al amparo de laoscuridad, fue secretamente introducidaen el palacio-prisión la madera desándalo destinada a su pira funeraria.Todo el mundo aceptaba su muerte,excepto él. Al comenzar su ayuno, sólo

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pesaba 55 kilos. Sin embargo, despuésde veintiún días de abstinencia total, aexcepción de un poco de agua salada yde unas cuantas gotas de zumo de limónde vez en cuando, el indomable ancianode setenta y cuatro años continuabavivo.

Otra prueba le esperaba al términode esta victoria. La madera de sándaloque había sido preparada para sucremación iba a alimentar otra pirafuneraria, la de su mujer. La muchachaanalfabeta con la que se había casado alos trece años exhaló el último suspiro,con la cabeza apoyada en sus rodillas, el22 de febrero de 1944. Gandhi no había

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aceptado renegar de sus principios parasalvar su vida. Creía en los tratamientosnaturales y consideraba que laadministración de medicamentos pormedio de una jeringuilla hipodérmicaera un acto contrario a la no violencia.Advertidos de que la enferma se moríade bronquitis aguda, los ingleseshicieron llevar penicilina en avión.Pero, cuando supo que esta droga debíaser administrada por vía intravenosa,Gandhi denegó a los médicos el permisopara tocar el cuerpo de su mujer.

Después de la muerte de Kasturbai,la salud de Gandhi declinó rápidamente.Contrajo la malaria y una disentería

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amibiana. Su estado empeoró con tantaceleridad que su fin parecía ahoraseguro. De mala gana, Churchill seresignó a ordenar ponerlo en libertad, afin de que no muriese en una prisiónbritánica.

Gandhi no quería tampoco morir enuna India británica. Refugiado cerca deBombay, en la villa de uno de sus ricosseguidores, recobraba poco a poco lasalud. A los urgentes despachos delvirrey alertando a Churchill sobre laagravación del hambre en la India, elPrimer Ministro respondió sólo con unlacónico telegrama: «¿Por qué no se hamuerto Gandhi todavía?»

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Pocos días después, al entrar en lahabitación del Mahatma, su anfitrióndescubrió a uno de sus discípulos enequilibrio en una posición de yoga, conla cabeza en el suelo y los pies en elaire, otro en la posición de loto, con elespíritu visiblemente absorto en algunameditación trascendental, un tercerodurmiendo en el suelo con una bolsa debarro sobre el vientre, y el propioMahatma sentado en su silla agujereada,con la mirada perdida en el vacío.Incapaz de mantener la seriedad anteeste espectáculo, soltó una carcajada.

—¿Por qué se ríe usted? —interrogóGandhi, sorprendido.

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—Ah, Bapu (Padre) —respondió suanfitrión—, mire a los ocupantes de estahabitación: uno está cabeza abajo, otrohabla con el más allá, un tercero duermey usted, su jefe, se halla en su tronohaciendo sus necesidades. ¿Cree quecon semejantes tropas podremos liberarla India?

El 20 de marzo de 1947, en la pistadel aeropuerto de Northolt, bajo lalívida luz de la madrugada, el avión deLord Mountbatten esperaba. CharlesSmith, el criado, ya había cargado abordo el equipaje personal del último

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virrey de la India, 66 baúles y maletasque contenían incluso una colección deceniceros de plata con el monograma delvizconde Mountbatten de Birmania. Ladesaparición de una caja de zapatoscolocada por descuido bajo un asientodesencadenó un verdadero pánico en elmomento del despegue: en su interior seencontraba una joya de familia deinestimable valor, la tiara de diamantesque llevaría Lady Mountbatten el día enque subiera al trono de la virreina de laIndia.

Amontonados en todos los rinconesdel avión había montañas de dossiers,de memorándums, de instrucciones

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diversas que el virrey y su estado mayoriban a necesitar en los meses próximos.El documento más importante constabasólo de dos páginas. Estaba firmado depuño y letra por Clement Attlee, peroera también Mountbatten quien lo habíaredactado. Definía su misión. Ningúnvirrey había recibido jamás ningúnmandato semejante. Ordenaba éste aljoven almirante poner en práctica todoslos medios necesarios para asegurar,antes del 30 de junio de 1948, eltraspaso de la soberanía británica amanos de una India independienteunificada y miembro de laCommonwealth. En el caso de que los

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musulmanes continuaran reivindicandoun Estado separado, Mountbatten debíabuscar una solución de compromiso, lafederación de dos Estados bajo unaautoridad central. Pero, de todos modos,quedaba descartada la posibilidad deimponer esta solución por la fuerza. Si,al cabo de seis meses, Mountbatten nohabía obtenido ningún acuerdo para elmantenimiento de una India unificada,debería proponer otra solución.

Mientras los tripulantes del aviónprocedían a las últimas verificaciones,Mountbatten paseaba de un lado a otrode la pista con dos de sus viejoscompañeros de guerra que se llevaba

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consigo a la India, el capitán RonaldBrockman, su jefe de gabinete, y elteniente de navío Peter Howes, suprimer ayudante de campo. ¿Cuántasveces, pensaba Brockman, habíaconducido a Mountbatten aquelbombardero «Lancaster», transformado,a los puestos avanzados de la junglabirmana o a las grandes conferencias deguerra? A su lado, el almirante, siempretan expansivo, mostraba una expresióngrave. Por fin, el piloto anunció que elavión estaba listo.

—Bien —suspiró Mountbatten—, yaestamos camino de la India. Yo no tengoel menor deseo de ir allá, y ellos no

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tienen el menor deseo de que vaya.Probablemente, volveremos con elcuerpo acribillado a balazos.

Los tres hombres subieron al avión.Rugieron los motores. El «York MW102» rodó por la pista y despegó proa alEste en dirección a la India. Iba arepresentarse el último acto de la granaventura que, tres siglos y medio antes,había inaugurado el capitán Hawkinsnavegando hacia Oriente a bordo de sugaleón, el Hector.

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IV

LOS TREINTA Y UNCAÑONAZOS DE UNA

CORONACIÓNTRIUNFAL

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Tercera estación delviacrucis de Gandhi:

«Dormir al lado de unavenus»

Nada ni nadie podía detenerlo.Movido por su incansable energía, elanciano de pies martirizados trotaba depueblo en pueblo para aplicar subálsamo de amor a las llagas de la India.Y estas llagas cicatrizaron poco a poco.

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Al paso de la patética silueta, laspasiones se apaciguaban.

Pero, mientras una tímida pazcomenzaba a renacer en los pantanosensangrentados de Noakhali, otro drama,éste interior, vino a agravar lossufrimientos del Mahatma. Un dramacuya naturaleza escandalizaría a sus másincondicionales partidarios, alarmaría amillones de indios y desorientaría a loshistoriadores que intentarían un díaanalizar las múltiples facetas de estapersonalidad fuera de serie. Una cruelcrisis de conciencia golpeaba de pronto,a los setenta y siete años, al que era laconciencia de la India.

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Esta crisis no guardaba ningunarelación con su combate político. No serefería tampoco a la llamarada dehorrores que le había atraído aNoakhali, ni a la tragedia queamenazaba con cortar en dos su país enel momento en que éste salía del capulloimperialista. Afectándoleexclusivamente a él, no por ello iba aejercer una influencia menor sobre lahistoria de toda la India. Todo un pueblocorría el riesgo de ver naufragar en ellasu confianza en la Gran Alma que lehabía guiado por los caminos de lalibertad.

El drama de Gandhi provenía del

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combate que desde hacía cuarenta añoslibraba para controlar y sublimar susexualidad. Estalló en toda su intensidadcon ocasión de la presencia a su lado deuna muchacha de diecinueve años, susobrina-nieta Manu. Huérfana desde sumás tierna edad, Manu había sidoeducada en el hogar de Gandhi. Él lahabía hecho acudir a la cárcel paracuidar a su esposa moribunda; alexpirar, Kasturbai había confiado laniña a su marido. Desde entonces, Manuno había vuelto a separarse de Gandhi,que se consideraba a la vez como «sumadre» y su guía espiritual. Dirigía yordenaba todos los detalles de su

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existencia, tanto su forma de vestir y surégimen alimenticio como su educacióny su formación religiosa.

Pero, poco antes de iniciar superegrinación de penitente por loscaminos de Noakhali, durante una de susnumerosas conversaciones, Gandhi hizoun descubrimiento que le turbó. Con latimidez de una niña confesándose a sumadre, Manu le reveló que ella no habíaexperimentado nunca las emocionessexuales habituales en una muchacha desu edad. Para quien durante toda su vidahabía combatido la influencia del sexo,era una confesión capital. Gandhisiempre había afirmado que en un

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auténtico soldado de la no violencia,hombre o mujer, la continencia era laprimera victoria que debía obtenerse. Suejército no violento ideal estabacompuesto de soldados sin sexo.Infringir esta regla era arriesgarse aperder toda fuerza moral en el instantecrítico.

Gandhi vio en la confesión de Manuel signo de que su sobrina-nieta podíaser el soldado soñado de su combate.«Si, de entre los millones de muchachasde la India, consigo formar una sola quesea perfecta —le declaró— habríaprestado un inmenso servicio a lasmujeres». Pero quería primeramente

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ponerla a prueba. Sólo sus discípulosmás próximos debían acompañarle aNoakhali, le anunció; ella podría irtambién a condición de aceptar todas lasexperiencias a las que él quisierasometerla.

Y, en primer lugar, iban a compartiren lo sucesivo el tosco jergón que leservía de lecho. Si los dos eransinceros, él en su juramento de castidad,ella en su declaración de pureza,podrían dormir juntos con la entrañableinocencia de una madre y una hija. Si noeran sinceros, lo descubrirían enseguida.

Gandhi pensaba que esta constante y

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afectuosa promiscuidad no podría pormenos de confirmar la cristalinalimpidez de su sobrina-nieta. Alcontacto de su viejo y descarnadocuerpo, debía desaparecerdefinitivamente de ella todo rastro dedeseo. La transformación sería entoncescompleta. La joven alcanzaría unaclaridad de pensamiento y una firmezade palabra que todavía le faltaban. Acubierto de las impurezas del espíritu ydel cuerpo, la casta Manu podríaentregarse con inquebrantable energía ala gran tarea que le esperaba.

La muchacha consintió. Desdeentonces, su grácil y dulce presencia no

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abandonó al viejo Mahatma.Como Gandhi había previsto, esta

intimidad provocó la consternación desu pequeño grupo. «Creen que todo estoes la señal de una violenta pasión —suspiró, después de varias nochespasadas con Manu—, Yo excuso suignorancia: no comprenden».

Sólo los más puros de susseguidores podían, en efecto, entender elcomplejo razonamiento que apuntalabaesta última manifestación de un largocombate moral y físico. Este combatehabía comenzado hacía más de cuarentaaños, aquella noche de 1906, en Áfricadel Sur, en que Gandhi anunció a su

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mujer su decisión de pronunciar el votode brahmacharya, de castidad. Por estejuramento, emprendía un camino casi tanantiguo como el hinduismo. Desde losprimeros rishis, sus antepasados, lossabios hindúes no cesan de afirmar queun hombre no puede alcanzar eldespertar de la inteligencia suprema, lacomprensión global, es decir, laliberación, si no es sublimando la fuerzasexual, desviando su energía hacia loalto, transmutándola en energíaespiritual.

Para guiar a los que adoptaban estaética, los sabios habían elaborado uncódigo de nueve reglas. Un verdadero

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brahmachari no debía vivir en medio demujeres, ni de animales, ni de eunucos.No tenía derecho a sentarse sobre unaestera en compañía de una mujer, niposar los ojos en ninguna parte delcuerpo femenino. Se le recomendabaevitar las sensuales dulzuras de un bañocaliente o de un masaje con aceite, ypreservarse de los peligros afrodisíacosatribuidos a la leche, el yogur, al ghi[8] ya los alimentos ricos en grasas.

Las razones que habían inducido aGandhi a hacer voto de castidad no erantodas de origen místico. Descansabantambién en su convicción de que sólo eldominio de los sentidos le daría la

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fuerza necesaria para llevar a cabo lamisión terrestre de que se sentíainvestido. Nada les era negado a los quese liberaban de sus ataduras. «Losórganos sexuales de los verdaderosbrahmacharis no son más que símbolos—declaraba— y sus secreciones sesubliman en una energía vital que invadetodo su ser». El perfecto brahmachariera el que podía «dormir al lado de unaVenus en todo el esplendor de sudesnudez sin experimentar la menorturbación mental o física».

Era un ideal difícil; Gandhi habíaluchado duramente por ponerlo enpráctica, pues las exigencias de la carne

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ardían en él con especial violencia.Durante años, había experimentado todaclase de regímenes alimenticios con elfin de descubrir cuál estimulaba menossu sensualidad. Cuando todos losmercados de la India presentan unainverosímil muestra de brebajesafrodisíacos, Gandhi renunciaba a lasespecias, a las legumbres verdes y aciertas frutas con la esperanza desofocar sus impulsos sexuales.

Treinta años de ascesis, de oración yde meditación desembocaron, una nochede 1936, en un fracaso: a los sesenta ysiete años, Gandhi despertó en estado deerección tras un sueño. Aquélla fue,

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había de confesar, «mi hora mássombría». Estaba tan turbado por «estahorrible experiencia» que hizo voto deguardar silencio absoluto durante seissemanas.

Durante meses buscó las causas desu debilidad, preguntándose si no habríallegado para él el momento de retirarsedel mundo y de conquistar en la soledadlo que no había podido alcanzarviviendo en medio de los suyos. Llegó ala conclusión de que aquella pesadillaera un desafío de las potencias del mal asu fuerza espiritual. Decidió aceptarlo yperseverar en sus esfuerzos paraextirpar todo vestigio de sexualidad de

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las últimas fibras de su ser.Mientras recuperaba la confianza en

el dominio de sus sentidos, multiplicólos contactos físicos con las mujeres.Diariamente se hacía dar masaje por unamuchacha. Con frecuencia recibía a susvisitantes o discutía con los jefes delpartido del Congreso durante una deestas sesiones. Llevaba poca ropa yrecomendaba a sus discípulos quehicieran otro tanto: las ropas, decía,«estimulan únicamente una falsa idea delpudor». La única vez en que se dirigiódirectamente a Winston Churchill fuepara responder a su famoso insulto de«faquir medio desnudo». Su desnudez,

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declaró, representaba la verdaderainocencia que él intentaba conquistar.Estaba orgulloso de ella. Decretó quenada se oponía a que hombres y mujeresfieles a su voto de castidad durmiesenen la misma habitación si la caída de lanoche les había sorprendido en elejercicio de sus tareas.

La decisión de pedir a su sobrina-nieta Manu que compartiera con él sulecho, a fin de moldear másperfectamente su plenitud espiritual, erala consecuencia natural de surazonamiento.

La muchacha le acompañó, pues, porel camino de Noakhali. De pueblo en

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pueblo, dormía junto a él en loshumildes refugios que le ofrecían loscampesinos. Ella le daba masaje,preparaba cataplasmas de arcilla, locuidaba cuando padecía diarrea. Seacostaba y se levantaba al mismo tiempoque él, rezaba con él, comía en suescudilla de mendigo. Una gélida nochede febrero encontró al anciano tiritandode frío a su lado. Le friccionó y lecubrió con todas las ropas que pudoreunir. Gandhi acabó adormeciéndose,y, diría ella más tarde, «hemos dormidocada uno al calor del otro hasta la horade la oración».

El Mahatma tenía la conciencia

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tranquila: nada podía enturbiar la purezade sus relaciones con Manu. De hecho,parece inconcebible que el menor deseocarnal hubiera podido atravesar elespíritu de estos dos seres. En elcrepúsculo de su vida, Gandhi era unhombre solitario. Había perdido a la quefuera su fiel compañera. Algunos de susmás próximos discípulos estaban a puntode abandonarlo, y corría el riesgo de verdesvanecerse el sueño que habíaperseguido durante decenios deencarnizada lucha. La gran frustraciónde su vida había sido, sin duda, sufracaso en su papel de padre. Su hijomayor, sintiéndose privado de su parte

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de afecto paternal en beneficio de todosa los que Gandhi mostraba su solicitud,se había convertido en un alcohólicoincurable; llegó a la cabecera de sumadre moribunda tambaleándose porefecto de una borrachera. De sus otrosdos hijos, que vivían en África del Sur,Gandhi no tenía nunca noticias. Lapresencia de Manu venía a colmar estevacío.

Los rumores sobre su extrañaintimidad comenzaron a extenderse en elexterior. Propagada por los activistas dela Liga musulmana, hostiles a la cruzadade Gandhi en su territorio, una campañade calumnias vino a agravar los más

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malévolos rumores. Sus ecos llegaronhasta Nueva Delhi, provocandoconsternación entre los jefes delCongreso que se disponían a entablarcruciales negociaciones con el nuevovirrey.

Una tarde, en el transcurso de unaoración pública, Gandhi decidióresponder abiertamente a todas estasacusaciones. Estigmatizando «lasmurmuraciones de las malas lenguas»,expuso los verdaderos motivos por losque su sobrina-nieta Manu pasaba lasnoches a su lado. Sus palabras calmarona sus seguidores, pero no al resto delpaís. La crisis llegó a su paroxismo en

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Haimchar, la última localidad inscritaen el programa de la peregrinación. ElMahatma anunció en ella su intención deir a llevar su mensaje de amor a laprovincia de Bihar para pacificar estavez a los hindúes que habían efectuadomatanzas entre las minorías musulmanasque vivían entre ellos.

Esta noticia alarmó a los dirigentesdel Congreso. Temían el efecto que lasrelaciones de Gandhi con Manu pudieraejercer sobre las poblaciones hindúesde Bihar, particularmente ortodoxas. Leenviaron una serie de emisarios parasuplicarle que abandonase suexperiencia. Gandhi se negó.

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Fue Manu quien sugirió finalmente alviejo Mahatma que modificasen suscostumbres. Continuaba por completo deacuerdo con él, aseguró. No deseabarenunciar a nada de lo que intentabanrealizar. La solución que proponía eratemporal, una concesión provisionalofrecida a los espíritus mezquinos queles rodeaban, incapaces de comprendersu propósito. No le acompañaría en sunueva misión a Bihar.

Con el alma llena de congoja,Gandhi aceptó.

«Con su gran uniforme blanco de

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almirante, parece un artista de cine»,pensaba el joven capitán de granaderosde la guardia que acababa de sernombrado su ayudante de campo. Conexpresión radiante y serena,acompañado de su sonriente esposa,Louis Mountbatten llegaba en el doradolandó, construido en otro tiempo para eldesfile triunfal del rey-emperador JorgeV a través de Delhi, y se disponía atomar posesión de su palacio. En elmomento en que su escolta de turbantesdorados y túnicas escarlatas llegaba a lamonumental escalinata cubierta dealfombras rojas, las cornamusas delRoyal Scott Fusiliers atacaron, en honor

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del nuevo virrey de la India, unachirriante pero marcial marcha debienvenida.

Con semblante grave y sombrío,Lord Wavell, el virrey destronado,esperaba en lo alto de la escalinata. Lapresencia de estos dos hombres enNueva Delhi constituía una quiebra de latradición. La costumbre, en efecto,establecía que el navío que llevaba alantiguo virrey abandonara la rada deBombay en el instante mismo en queatracaba el que traía a su sucesor. Estacontradanza evitaba a los indios laperplejidad de la presencia simultáneade dos «dioses» en el suelo.

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Mountbatten había pedido que se hicierauna excepción a la regla, con el fin depoder entrevistarse con aquel ante quienahora se inclinaba.

Durante breves instantes, bajo losflashes de los fotógrafos, los dosvirreyes permanecieron charlando uno allado de otro, ofreciendo un vivocontraste: Mountbatten, el soberbiohéroe de la guerra, resplandeciente deconfianza y de vitalidad, y Wavell, elviejo soldado tuerto, súbitamentedestituido, adorado por sussubordinados, cuyo «desventuradodestino —había anotado pocas horasantes en su Diario— fue organizar

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retiradas y endulzar derrotas».Wavell condujo a Mountbatten hacia

la pesada puerta de teca del palaciopara presentarle su nueva morada yfamiliarizarle con la espinosa situaciónque le dejaba.

—Siento de veras que haya sidousted designado para remplazarme —selamentó.

—¿Por qué? —exclamóMountbatten, sorprendido—. ¿Creeusted que no estoy a la altura del cargo?

—No se trata de eso —replicóWavell—. Ya sabe que siento una gransimpatía hacia usted, pero la misión quese le ha confiado es imposible. Yo lo he

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intentado todo para tratar de resolvereste problema y no veo el menorresplandor de esperanza. Es unverdadero callejón sin salida.

Pacientemente, Wavell recordó losesfuerzos que había desplegado pararesolver la crisis. Luego, se levantó yabrió una caja fuerte. En su interior seencontraban los dos objetos que legabaa su sucesor. El primero centelleabasobre el terciopelo oscuro de unestuchito de madera. Era la placaincrustada de diamantes de gran maestrede la orden de la Estrella de la India, elemblema de su nueva función queMountbatten colgaría de su cuello 48

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horas después, para la ceremonia de suentronización.

El otro objeto era un dossier titulado«Operación Casa de Locos». Conteníala única solución que este eminentesoldado podía proponer para liberar aInglaterra del dilema indio. Wavell lodepositó sobre la mesa con un suspiro.

—Este documento ha sido bautizadoasí porque se trata realmente de unproblema de locos —explicó—.Desgraciadamente, no veo otra forma desalir del paso.

El documento preveía la evacuaciónbritánica de la India provincia porprovincia, las mujeres y los niños

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primero, luego los civiles y, por último,el Ejército, es decir, una retirada totalde los ingleses que, según todas lasprobabilidades, dejaría al país sumidoen el caos.

—Es una solución trágica —concluyó Wavell—, pero es la única quevislumbro.

Cogió el dossier y se lo tendió aMountbatten, que lo miraba estupefacto.

—Estoy profundamente afligido enverdad; es todo lo que tengo que dejarle.

Durante esta lúgubre introducción ensus funciones de nuevo virrey, en el pisode abajo, su esposa inauguraba la suyade una manera más cómica. Habiendo

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pedido al llegar a sus aposentos algunosrestos de comida para Mizzen y Jib, susdos terriers traídos de Inglaterra, viocon sorpresa a dos criados tocados conturbante entrar en su habitación con pasosolemne. Cada uno de ellos llevaba enuna bandeja de plata un plato deporcelana conteniendo pechuga de pollorecién cortada. Maravillada, la virreinacontempló este apetitoso alimento. En laInglaterra agobiada de austeridad,semejantes vituallas eran un raro lujo.Su mirada se posó sobre los perros queladraban de alegría y, luego, volvióhacia los platos de pollo. El rigor de suconciencia le prohibía conceder

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semejante festín a los animales.—Dadme eso —pidió.Tomó los dos platos y se encerró en

el cuarto de baño. Allí, sentada en elborde de la bañera, la que, en suimperial calidad de virreina de la India,iba a ofrecer una grandiosa hospitalidada más de cuarenta millones decomensales, empezó a devoraransiosamente el pollo destinado a susperros.

Estaba a punto de comenzar elúltimo capítulo de una gran historia.Aquella mañana del 24 de marzo de

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1947, Louis Mountbatten iba a subir a sutrono de oro y púrpura. Sería elvigésimo y último representante de unaprestigiosa estirpe de administradores yconquistadores.

Su consagración oficial tendría lugaren la gran sala del trono de un palaciocuyas dimensiones solamente puedencompararse a las del castillo deVersalles o al Kremlin de los zares.Colosal, majestuosa la mansión delvirrey de la India era el últimomonumento que el mundo constituiríapara uso de un solo hombre. Únicamentela India de las multitudes famélicaspodía edificar y mantener, en pleno siglo

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XX, semejante palacio.Sus fachadas estaban recubiertas de

piedras rojas y blancas que habíanservido para construir los edificiosmogoles a los que sucedía. Mármolesblancos, amarillos, verdes y negros,extraídos de las mismas canteras que lasque habían proporcionado losresplandecientes mosaicos del TajMahal, adornaban sus suelos y susparedes. Los pasillos eran tan largos quelos criados utilizaban bicicletas paradesplazarse por los sótanos.

Centenares de sirvientes dabanaquella mañana todo su brillo a losmármoles, a los artesonados, a los

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cobres de los 37 salones y de las 340habitaciones. Afuera, en el refinadoescenario de los jardines mogoles, 418jardineros, más de los que Luis XIVempleara nunca en Versalles, seafanaban por dar el último toque derefinamiento a la admirable ordenaciónde macizos de flores, de cenadores y deestanques. Cincuenta de ellos teníancomo única función la de ahuyentar a lospájaros. Con los flecos de sus turbantesescarlata y oro flotando al viento,vestidos con túnicas blancas adornadasya con el blasón del vizcondeMountbatten de Birmania, losmensajeros se apresuraban por los

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pasillos. Jardineros, chambelanes,cocineros, caballerizos, guardias, todala servidumbre de esta fortaleza feudalextraviada en los tiempos modernospreparaba febrilmente la entronizacióndel último virrey de la India.

En un apartamento privado delprimer piso, un criado contemplaba elgran uniforme de almirante que su amoiba a llevar ese día. Charles Smith noera originario del Penjab o del Rajastán,sino hijo de granjero de un pequeñopueblo del sur de Inglaterra.

Con el meticuloso cuidado por eldetalle que había adquirido en 25 añosde servicio a Mountbatten, Smith colocó

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transversalmente sobre la guerrera labanda de seda azul de la hermandad máscerrada del mundo, la Muy Noble Ordende la Jarretera. Luego, introdujo en lapresilla de la hombrera derecha loscordoncillos de oro que revelaban queel portador de aquel uniforme gozabadel insigne privilegio de ser ayudante decampo personal del rey Jorge VI. Porúltimo, Charles Smith sacó los brochesde medallas de su amo y las cuatroprestigiosas estrellas. Las hizo brillarcon respetuosos frotes y se maravillódel fulgor de las medallas de la Ordende la Jarretera, de Gran Maestre de laOrden de la Estrella de la India, Gran

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Maestre de la Orden del Imperio de laIndia y de la gran cruz de la Orden deVictoria.

Estas condecoraciones señalaban lasgrandes etapas de la carrera de LouisMountbatten tanto como jalonaban la deCharles Smith. Desde que, a losdieciocho años, se convirtiera en sutercer ayuda de cámara, Smith habíasido la sombra del hombre a quienservía. En las aristocráticas mansionesde Inglaterra, en las bases navales delImperio, en las capitales de Europa, lasalegrías de su amo habían sido lassuyas, al igual que había compartido susvictorias y sus desventuras. Durante los

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locos años 20, era él quien habíapreparado siempre sus calzones y susmazos de polo y los trajes de gala quevestía para acompañar a su joven esposaen las fiestas de la alta sociedad. Élhabía cepillado los trajes oscuros que seponía para entrar y salir discretamentedel palacio de Buckingham durante lacrisis de la abdicación de EduardoVIII.Durante la guerra tuvo, incluso, ocasiónde reunirse con él en el Sudeste asiático.Allí, en el Ayuntamiento de Singapur,había visto, con los ojos brillantes deorgullo, cómo el joven almiranteborraba la peor humillación que jamáshubiera sufrido la Gran Bretaña y

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recibía la capitulación de cerca de750.000 japoneses.

Smith dio un paso atrás paraapreciar su obra. Nadie en todo elmundo era más exigente que Mountbattenrespecto al orden de sus uniformes, y noera aquél el día más adecuadoprecisamente para cometer un error.Para cerciorarse de que no habíaolvidado nada, colocó delicadamente laguerrera sobre sus propios hombres y sevolvió hacia el espejo para una últimacomprobación.

Ante aquella imagen, Charles Smithse sintió de pronto salir de la sombra.¿Quién hubiera podido censurarle que,

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por un instante, soñara que él era elvirrey de la India?

Al ponerse su guerrera cargada deestrellas y condecoraciones, el jovenalmirante no podía por menos quepensar en las mágicas semanas quehabía vivido veinticinco años antesjunto a su primo el príncipe de Galescon ocasión de su descubrimiento de laIndia. Ambos se habían sentidodeslumbrados por la pompa que rodeabaal legendario personaje del virrey.Acompañaban tanta solemnidad, lujo yrespeto hasta al más mínimo de sus

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gestos, que el príncipe de Gales habíaanotado: «Nunca comprendí cómodebían vivir los reyes hasta que vi alvirrey de la India».

Mountbatten recordaba ahora suasombro ante todos los signos del poderimperial; concretaban en la persona deun solo inglés el vasallaje de lasmuchedumbres más densas del Globo.Rememoraba su admiración al ver lavieja y suntuosa etiqueta de las Cortesde Europa mezclarse sutilmente con losfastos de Oriente. Mientras se vestía,evocaba todos los mitos de la Indiaimperial que tan ardientemente habíaamado.

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Y, sin haberlo deseado, el trono deaquel imperio, todo su esplendor y suceremonial estaban ahora a punto depertenecerle. Pero su reinado no separecería a la alegre cascada de fiestasy de partidas de caza que habíaninflamado sus sueños de adolescente.Sus ambiciones juveniles iban a versecolmadas, pero el cuento de hadas habíamuerto.

Unos golpecitos dados en la puertasorprendieron al virrey en sumeditación. Se volvió y sonrió a laresplandeciente silueta que entraba. Sumujer llevaba un largo vestido de laméplateado y ceñía la banda de la gran cruz

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de los caballeros de San Juan deJerusalén. Lucía una diadema dediamantes en sus finos cabelloscastaños. Era tan esbelta y parecía tanjoven como el día en que, de su brazo,había salido de St. Margaret deWestminster.

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Retrato de unaaristócrata, bella, rica

y valerosa

Como su marido, EdwinaMountbatten parecía haber sidoagraciada con todos los dones de laProvidencia. Era bella. Era inteligente.De su abuelo materno, Sir Ernest Cassel,había heredado una fortunaconsiderable, y los antepasados de supadre, entre los que, en el siglo XIX,

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habían figurado el gran ministro LordPalmerston y el conde de Shaftesbury,célebre político y filántropo, le habíanlegado una envidiable posición social.Sin embargo, oscuras nubes habíanensombrecido el comienzo de su vida.Con la muerte precoz de su madre, unainfancia desgraciada le había dejado uncarácter retraído. Contrariamente a suefervescente esposo, que no vacilabajamás en ejercer la crítica y en aceptarla ajena con el mismo orgulloso aplomo,la cosa más nimia podía herir a Edwina.«A Lord Louis puede uno decirle lo quequiera y como quiera —observaba uníntimo del matrimonio—. Con Lady

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Louis, hay que andar de puntillas». Perosu encanto irresistible y su gran sentidodel humor prevalecían siempre.

Edwina ocultó su timidez y sunaturaleza introvertida tras la máscarade una vitalidad exuberante. Se creó elpersonaje de una mujer desbordante deentusiasmo, de energía, de equilibrio.Bajo esta imagen se escondía una saludfrágil puesta a prueba por la trepidanteactividad a que se obligaba. Sufría casidiariamente violentas jaquecas de lasque nadie, fuera de sus íntimos, teníaconocimiento: había renunciado acompadecerse de sí misma.

Al contrario que su marido, tan

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seguro de sí mismo que se solía jactarde «no atormentarse nunca», Edwina erauna presa siempre de alguna inquietud.Aunque se adormecía nada más posar lacabeza sobre la almohada, no podíaconciliar el sueño si no era con la ayudade un somnífero.

Durante los catorce primeros añosde su matrimonio, mientras LouisMountbatten ascendía pacientemente lospeldaños de su carrera de marino,ambos habían tenido especial cuidadoen que ni su posición social ni la fortunade ella intervinieran en su vida cotidianaen el seno de la Royal Navy. Encompensación, tan pronto como

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abandonaban las bases navales, enLondres, en París, en la Costa Azul,Edwina se convertía, cuenta su hija, en«la más perfecta de las mariposasmundanas», en una anfitrionaconsumada, en una noctámbulaempedernida que atravesaba los añoslocos con la gracia y el frenesí de unaheroína de Fitzgerald. Cuando no girabavertiginosamente sobre una pista debaile, se lanzaba a alguna insólitaaventura. Capeaba un temporal en el surdel Pacífico a bordo de una goletacargada de copra; inauguraba la líneaaérea entre Londres y Sidney;atravesaba los Andes a caballo; era la

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primera mujer europea que seguía lanueva ruta de Birmania.

Este período alegre ydespreocupado tocó a su fin en 1936 conla invasión de Etiopía por Mussolini.Edwina se negó a evacuar Malta con lasfamilias de los colegas británicos de sumarido y por las antenas de la radiolocal se convirtió en la voz de la isla. Lacrisis de Munich culminó la mutación: laturbulenta heredera se lanzó súbitamenteen cuerpo y alma a la acción política ysocial. Durante la guerra, con unaenergía y una dedicación que jamásdesfallecieron, ejerció el mando de lassesenta mil enfermeras de la St. John

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Ambulance Brigade, la más importanteorganización británica de asistencia alos heridos y enfermos de guerra. Trasla capitulación de Japón, su marido leencargó una peligrosa misión en loscampos de prisioneros aliados; organizóen ellos los socorros y la evacuación delos casos más desesperados. Antes,incluso, de que los primeros soldadosde Mountbatten hubieran puesto el pie enla península malasia, Edwina —teniendo por toda protección una cartade su marido y por toda escolta unasecretaria, un oficial y un ayudante decampo indio— se adentró en una partedel país completamente controlada

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todavía por los japoneses. Continuóhasta Balikpapan, Manila y Hong Kong,obligando en todas partes a losjaponeses a suministrar los alimentos ymedicinas necesarios para lasupervivencia de sus prisioneros hastala llegada de los aliados. Millares dehombres extenuados por el hambre, laenfermedad y, sobre todo, los malostratos, le deben la vida. Numerosascondecoraciones vinieron arecompensar el sentido del deber y laabsoluta abnegación de que dio pruebasdurante toda la guerra.

Ahora, en Nueva Delhi, era llamadaa desempeñar un papel fundamental

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junto a su marido, convirtiéndose a lavez en su confidente, su emisaria en losmomentos críticos y su embajadora antelas mujeres de los dirigentes indios conlos que iba a tener que negociar.

A semejanza de Lord Mountbatten,ella dejaría en la India la huella de suestilo y carácter. Su sorprendentecapacidad de adaptación le permitíarecibir, resplandeciente bajo la tiara dediamantes, a cien comensales en torno auna mesa cubierta de plata y patearpocas horas después por el barro de uncampo de refugiados, vestida con unsencillo uniforme caqui y acariciando lacabeza de un niño que agonizaba a

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consecuencia del cólera. En estosmomentos, daba invariablementepruebas de una verdadera compasiónque no siempre manifestaba el virrey.Conmovidos por su sinceridad, losindios demostrarían un día su afecto aEdwina Mountbatten como no lo habíanhecho jamás por ninguna otra inglesa.

«¡Qué extraña consagración denuestros destinos en este día!», pensabaMountbatten, admirando a su esposa,que avanzaba hacia él. Menos de unkilómetro les separaba, en efecto, dellugar en que, veinticinco años antes,

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había pedido a Edwina Ashley que secasara con él. Era el 14 de febrero de1922, en el transcurso de un baileofrecido por el virrey de la India enhonor del príncipe de Gales y cuandocomenzaba el quinto vals. Su anfitriona,la virreina, marquesa de Reading, nohabía parecido alegrarse al conocer lanoticia. «Esperaba —escribió a la tía dela joven prometida— que Edwinahubiera elegido alguien con un porvenirmás brillante».

Ahora Mountbatten se acordaba deestas palabras. Sin poder contener unasonrisa, tomó el brazo de su esposa y lacondujo hacia el trono de púrpura y oro

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que había sido el de la marquesa deReading.

La India había sido siempre unatierra de extraordinaria suntuosidad. Eneste 24 de marzo de 1947, la pompavictoriana, aliada con la magnificenciamogol, conservaba todo su esplendor.Desplegados al pie de la escalinata queascendía hacia la Durbar Hall, la saladel trono situada en el corazón delpalacio, destacamentos del Ejército dela India, de la Marina y la Aviación,rendían honores. Con sus lanzascentelleando al sol de la mañana, los

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caballeros de la guardia del virrey,vestidos con guerreras rojas y doradas,calzones blancos y botas negras,formaban un pasillo de honor hasta laentrada.

En el interior, bajo la cúpula demármol blanco, esperaba toda la cremade la India: los jueces del TribunalSupremo con togas negras y pelucasrizadas, tan británicos como las leyes deque eran custodios; los altosfuncionarios del Indian Civil Service,procónsules del Imperio, cuya palidezanglosajona contrastaba con los oscurosperfiles de sus jóvenes colegas indios;una delegación de maharajás

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resplandecientes de rasos y joyas y,sobre todo, Jawaharlal Nehru con suscompañeros del partido del Congreso,tocados todos con el famoso gorroblanco, signo de unión de loscombatientes de la independencia.

Cuando el cortejo penetró en la sala,cuatro trompetas disimuladas en otrostantos nichos bajo la cúpula iniciaronsuavemente una marcha. Cuando elnuevo virrey y su esposa franquearon lagran puerta, trompetas y luces estallarontriunfalmente bajo las bóvedas.

Louis y Edwina Mountbatten sedirigieron lentamente hacia sus tronos. Amedida que se acercaban a ellos,

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Mountbatten sentía crecer en su interiorla mismo tensión que había conocidohacía poco en la pasarela del Kelly y enlos instantes que precedían al combate.Imprimiendo a sus gestos toda lamajestuosidad que requería lasolemnidad del momento, el virrey y lavirreina se detuvieron ante los tronos,coronados por un dosel de terciopelocarmesí.

El presidente del Tribunal Supremose adelantó y, con la mano derechalevantada, Mountbatten pronunció eljuramento que hacía de él el nuevovirrey de la India. Al terminar de recitarlas palabras rituales, retumbó a través

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de la sala el fragor de los cañones de laRoyal Horse Artillery instalados en elpatio. En el mismo instante, de uno aotro confín de la India, otros cañones seasociaron a las treinta y una salvas de latriunfal investidura. Bajo las murallasdel fuerte de Landi Kotal, puerta delpaso de Khyber, y las del fuerte Williamde Calcuta, desde donde Inglaterra habíapartido sin quererlo a la conquista de lapenínsula; bajo los muros de laresidencia de Lucknow, donde desdehacía casi un siglo la bandera británicano había descendido jamás de su asta enrecuerdo del sacrificio de los inglesescaídos durante el sangriento

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levantamiento de 1857; en el caboComorin, cuyos arrecifes habían vistopasar los galeones de Isabel I; ante elfuerte San Jorge de Madrás, donde unaplaca de oro conmemoraba el acto de lacompra de la primera concesiónterritorial de la Compañía de la India;en Poona, en Peshawar y en Simla, entodos los lugares de la India en queexistía una guarnición, las tropasalineadas en formación de desfilepresentaron armas. Tiradores de lasfuerzas de la frontera, lanceros de losregimientos de caballería, cipayos, sikhsy dogras, jats y pathans, madrassis ymercenarios gurkhas, todos contuvieron

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el aliento mientras los cañones hacíantronar las últimas salvas del Imperio ylas bandas interpretaban el God SaveThe King.

Mountbatten avanzó entonces haciala asamblea de notables reunidos anteél. «No me hago ilusiones sobre ladificultad de mi tarea —declaró—.Necesitaré de la buena voluntad detodos y pido a la India que metestimonie desde hoy esa buenavoluntad. Evitad toda palabra o todoacto que pudieran aumentar el númerode víctimas inocentes».

Unos guardias abrieron entonces lashojas de la maciza puerta de teca de

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Assam, y Mountbatten descubrió ante síla real perspectiva de los estanques ylos céspedes que se perdían a lo lejoshacia el corazón de Nueva Delhi.Resonaron de nuevo las trompetas. Eljoven almirante sintióse invadido poruna oleada de confianza. Sabía que estabreve ceremonia hacía de él uno de loshombres más poderosos de la Tierra.Ostentaba ahora un poder casi absolutode vida y muerte sobre más decuatrocientos millones de hombres, laquinta parte de la Humanidad.

Menos de una hora después, elnuevo virrey de la India se instalabaante su mesa de trabajo, sobre la que un

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ordenanza depositó inmediatamente uncofrecito de cuero verde. Mountbatten loabrió y sacó de él un documento. Era labrutal confirmación de suspensamientos: la petición de indulto deun condenado a muerte. Mountbattenleyó atentamente la última súplica de unhombre que había matado salvajementea su mujer ante un grupo de testigos. Sucaso había sido pasado tan bien por elcedazo de todas las apelacionesprevistas por la ley, que no podíainvocarse ya ninguna circunstanciaatenuante. El virrey vaciló unosmomentos, tomó su pluma y realizó elprimer acto oficial de su reinado. «No

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existe ningún motivo para el ejercicioreal del derecho de gracia», escribiósobre la portada del documento.

Antes de imponer su voluntad a losjefes políticos de la India, LouisMountbatten consideró que debíaempezar por imponerse él mismo a laIndia. El último virrey volvería tal vez aInglaterra «con el cuerpo acribillado abalazos», pero, mientras tanto, no separecería a ninguno de suspredecesores. Creía firmemente «queera imposible ocupar el trono de la Indiasin ofrecer un gran espectáculo». Habíasido enviado a Nueva Delhi para ponerfin al reinado de Inglaterra, pero estaba

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decidido a hacer de ese crepúsculo unamagnificente ostentación de oro ypúrpura, a resucitar en un último fuegode artificio todos los fastos del Imperio.

Ordenó restablecer todo elprotocolo imperial abandonado durantela guerra, los espléndidos relevos de laguardia a caballo ante las puertas de supalacio, los recargados uniformes de losayudantes de campo, los desfilesmilitares, todo aquel ceremonial cuyodespliegue le procuraba un vivo placer.Perseguía con ello un objetivo másambicioso que la satisfacción de susgustos. El construir en torno a supersona un resplandeciente decorado de

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poderío y de gloria facilitaría laejecución de sus designios políticos. Ibaa sustituir la operación «Casa de Locos»por la operación «Seducción», destinadaa impresionar a las masas indias, tantocomo a sus jefes. Su programa era unahábil mezcla de pompa patricia y degestos populares, de viejos espectáculosde ayer y de nuevas iniciativasprefiguradoras de la India del mañana.

Mountbatten comenzó su revolucióncon un toque de pincel. Ante elhorrorizado estupor de suscolaboradores, ordenó que los oscuros ypreciosos artesonados de su despacho,en el que tantas negociaciones habían

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fracasado, fueran inmediatamenterecubiertos por una luminosa capa depintura verde. Esta medida tendía asituar a sus futuros interlocutores en elmás jovial de los humores. Luego,sacudió la rutina del palacio para hacerde él un cuartel general casi militarhirviente de actividad. Una conferenciade trabajo, rápidamente denominada «laoración de la mañana», comenzó cadadía.

Mountbatten sorprendía a los que lerodeaban por la vivacidad de surazonamiento, su facultad de irinstantáneamente a la raíz de unproblema y, sobre todo, su

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extraordinaria capacidad de trabajo. Noteniendo la menor intención de perder eltiempo abriendo y cerrando cerraduras,suprimió las tradicionales idas yvenidas de los chaprassis que llevabanlos legajos de documentos de Estado encofres de cuero cerrados con llave.Como se negaba igualmente a anotardossiers en la soledad de su despacho,instaló un diálogo permanente con suscolaboradores. «Cuando al margen de undocumento que debía leer Mountbattenescribía alguien: "¿Puedo hablarle deesto?” —cuenta uno de ellos—, se podíatener la seguridad de que seríaefectivamente citado, y convenía estar

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preparado en todo instante para decir loque uno tenía que decir, pues muy bienpodía llamarle a las dos de lamadrugada».

Pero el cambio esencial era laimagen pública que de sí mismo y de sufunción quería ofrecer a la India. Desdehacía más de un siglo, el virrey,prisionero de los esplendoresprotocolarios de su cargo, se habíaconvertido en uno de los dioses másinaccesibles del panteón asiático. Dostentativas de asesinato le habíanencerrado en un capullo policíaco que leaislaba de todo contacto con las masasindígenas sobre las que reinaba. Cada

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vez que su tren blanco y oro atravesabalas inmensidades indias, eran apostadoscentinelas cada cien metros a lo largodel itinerario. Centenares de guardias decorps, de policías, de inspectores,protegían cada uno de sus actos y gestos.Si jugaba al golf, el terreno eraevacuado y un enjambre de policías seemboscaba tras los árboles delrecorrido. Si paseaba a caballo, unescuadrón de su guardia se lanzaba traslos cascos de su montura.

Mountbatten estaba decidido a hacervolar en pedazos esta pantallaprotectora. Si se envolvía en la grandezaimperial, era solamente para acercarse

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mejor a las masas. Anunció, pues, que sumujer, sus hijos y él darían en losucesivo su paseo matinal a caballo sinescolta. Esta decisión sembró el pánicoen los servicios de seguridad. Pero él semantuvo firme, y los campesinos indiospasaron a ser testigos de un espectáculotan increíble que les parecía unespejismo: el virrey y la virreina de laIndia pasando al trote ante ellos ysaludándoles graciosamente, solos y sinprotección.

Los Mountbatten realizaron un gestomás espectacular todavía. Hicieron loque ningún representante del rey-emperador se había dignado jamás hacer

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en cien años: visitar a un indio que nopertenecía a la pequeña castaprivilegiada de los maharajás y de losnababs. Para asombro del país entero,Louis Mountbatten y su esposaaparecieron una noche entre losinvitados que recibía Jawaharlal Nehruen su modesta residencia de NuevaDelhi. Ante las miradas estupefactas, elinglés tomó amistosamente del brazo asu anfitrión y se paseó así entre laconcurrencia, conversandofamiliarmente con todos, estrechando lasmanos de unos y otros. Este gesto tuvouna resonancia enorme. «Alabado sea elSeñor —suspiró Nehru—: por fin

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tenemos como virrey a un ser humano yno un uniforme relleno».

Deseoso igualmente de testimoniaral pueblo la nueva estima que leprofesaba, Mountbatten hizo conceder alos militares indios —unos dos millonesde los cuales habían servido bajo susórdenes en la guerra del Sudeste asiático— un honor que les era debido desdehacía mucho tiempo. Asoció a supersona tres ayudantes de campo indios.Luego abrió las puertas mismas de supalacio a aquellos a quienes Inglaterrahabía gobernado desde lo alto de unpedestal. Decretó que no podría darseninguna recepción en su palacio sin la

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presencia de invitados indios. No sólounos cuantos comparsas, precisó. En losucesivo, la mitad, por lo menos, de laspersonas invitadas bajo su techodeberían ser indias.

Su esposa llevó a cabo unarevolución más radical todavía. Porrespeto a las tradiciones alimenticias desus invitados indios, hizo prepararcomidas conforme a las normas de lavegetariana cocina india que un siglo dehospitalidad imperial no había toleradojamás. Se ocupó de que estas viandasfueran servidas, según la costumbre, enbandejas individuales y de que semantuviera detrás de cada invitado un

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criado con una palangana, un jarro y unatoalla. En lo sucesivo, se podía comercon los dedos en la mesa del virrey yenjuagarse las manos con los chapoteosrituales.

Este desbordamiento de atenciones,pequeñas y grandes, el sincero afectoque los Mountbatten profesaban al paísque había conocido la consagración desu propia novela de amor, la convicciónde que el nuevo virrey había llegado enson de liberador y no de conquistador,el respeto que le profesaban loshombres que habían servido a susórdenes durante la guerra, todos estosfactores iban a conjugarse para conferir

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un prestigio excepcional a Louis yEdwina Mountbatten.

Poco tiempo después de su llegada,e l New York Times escribía que «entoda la Historia, ningún virrey habíaconquistado tan completamente loscorazones, ganado la confianza y elrespeto del pueblo indio». La operación«Seducción» había de conocer un éxitotal que, a las pocas semanas, el propioNehru podría declararle casi en serio alnuevo virrey que le iba a ser cada vezmás difícil negociar con él, pues «atraíaa multitudes más numerosas que ningúnindio viviente».

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Las noticias que llegaban aMountbatten eran tan aterradoras que, alprincipio, dudó de su veracidad. Eldramático cuadro de la situación indiaque le había esbozado Clement Attleetres meses antes en Londres, le pareció,en comparación, la pintura de un paisajebucólico. Y, sin embargo, el hombre aquien escuchaba en la intimidad de sudespacho era uno de los más altosfuncionarios del país, un inglés cuyoconocimiento de la India estabaconsiderado sin igual en Nueva Delhi.George Abell servía desde hacía treintay cinco años en las filas del famosoIndian Civil Service; había sido el

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colaborador más próximo del anteriorvirrey.

La India, declaraba Abell, estaba apunto de hundirse en la guerra civil.Sólo una fulminante solución de susproblemas podía salvar al país. La granpirámide administrativa que la hacíafuncionar estaba a punto dederrumbarse. La penuria deadministradores británicos, cuyoreclutamiento había detenido la guerra,el creciente antagonismo que enfrentabaa las organizaciones musulmanas ehindúes, conducían en línea recta alcaos. Había pasado la era de lastergiversaciones.

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Viniendo de un hombre del prestigiode Abell, esta advertencia no podía pormenos de alarmar al nuevo virrey. Sinembargo, no constituía sino el preludiode la oleada de informaciones quehabían de inundarle en los diez primerosdías de su misión en la India. La personaque había elegido como director de sugabinete, el general Lord Ismay, ex jefedel Estado Mayor particular deChurchill entre 1940 y 1945, ex oficialdel Ejército de la India y secretario deun virrey anterior, concluía su análisiscon estas palabras: «La India es unnavío que arde en pleno océano con lasbodegas abarrotadas de municiones».

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La única cuestión era saber si sepodía o no extinguir el incendio antes deque llegara hasta las municiones.

El primer informe que Mountbattenrecibió del gobernador británico delPenjab confirmaba la inseguridad quereinaba ya en toda la provincia. Unpárrafo adjunto al despacho ilustrabatrágicamente esta afirmación. Narraba eldrama que acababa de desarrollarse enun distrito rural próximo a Rawalpindi.Habiéndose extraviado su búfalo en elcampo de un vecino sikh, un campesinomusulmán quiso ir a buscarlo. Seprodujo una pelea y, luego, una batallaen toda regla. Dos horas después, cien

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personas yacían en el campo, muertas agolpes de hoces y sables.

Al día siguiente de la investidura delnuevo virrey, incidentes entre hindúes ymusulmanes causaban 99 muertos en lascalles de Calcuta. Dos días más tarde,en las calles de Bombay se encontraron41 cuerpos horriblemente mutilados.

Ante estos brutales estallidos deviolencia, Mountbatten mandó llamar aljefe de Policía y le preguntó si susfuerzas estaban en condiciones degarantizar el mantenimiento del orden.

—No, Su Excelencia —respondiófrancamente el policía—, son incapacesde ello.

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Mountbatten formuló la mismapregunta al comandante en jefe delEjército de la India, el mariscal SirClaude Auchinleck. Obtuvo la mismarespuesta.

La guerra fratricida de la que estosdisturbios eran simple manifestación nohabía puesto jamás en peligro vidasinglesas. Pero la tragedia queanunciaban era tal que Mountbatten sevio obligado a tomar, diez días despuésde su llegada, la decisión quizá másimportante de su mandato. La fecha dejunio de 1948, fijada en Londres para laconcesión de la independencia, erasingularmente optimista. Cualquiera que

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fuese el modo en que se pusiera fin alreinado de la Gran Bretaña en la India,había que lograrlo en las semanaspróximas, y no al cabo de varios meses.

«La situación aquí —escribió el 2de abril de 1947 en su primer informe aClement Attlee— no puede ser másinquietante… No vislumbro más que unadébil probabilidad de obtener unasolución negociada sobre la que edificarel futuro de la India».

Tras haber descrito el estado deextrema inestabilidad en que habíaencontrado al país, Mountbatten lanzó ungrito de alarma al Gobierno que le habíaenviado a la India. «Si no actúo

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rápidamente, me va a venir encima unaguerra civil».

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En la India, y en 1921, el joven teniente de navíoLouis Mountbatten se enamoró apasionadamentede una encantadora inglesa: Edwina Ashley. Laceremonia de su boda en Westminster fue elacontecimiento mundano del año 1922 (a laizquierda de la novia, el príncipe de Gales, futuroEduardo VIII y duque de Windsor).

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Veinticinco años después de su boda, Louis yEdwina llegaron, en calesa, al pie de su nuevamorada: el palacio de los virreyes de la India.

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El 24 de marzo de 1947, Louis Mountbatten,bisnieto de la reina Victoria, convertíase —juntocon su esposa Edwina— en el último virrey de laIndia. Prestigioso jefe militar durante la SegundaGuerra Mundial, primo del rey de Inglaterra,liberal, el joven almirante recibió del GobiernoAttlee la dolorosa misión de negociar la retiradade Inglaterra de la más gloriosa de susposesiones. Cinco meses después de su llegada aNueva Delhi, la India y el Pakistán alcanzaban suindependencia.

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Lord Mountbatten con el hindú Jawaharlal Nehru.

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Lord y Lady Mountbatten con el musulmánMohamed Alí Jinnah.

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Los últimos virreyes de la India con Gandhi, elprofeta de la no violencia que había conducido alas masas indias en su revuelta contra Inglaterra.

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Vestido con su humilde dhoti Gandhi se trasladóvarias veces a Londres para reclamar laindependencia de su país (fotografía de 19319.Sus campañas de desobediencia civil; de boicot alos productos ingleses; de manifestacionessilenciosas, así como los trastornos de la Segunda

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Guerra Mundial, acabaron por obligar a Inglaterraa satisfacer su peticiones.

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El 2 de junio de 1947, Lord Mountbatten anuncióa los principales líderes indios la partida deInglaterra y la división de la India en dos Estados:el Pakistán y la Unión India. Junto a LordMountbatten y a partir de la derecha del mismo,vemos a: los hindúes Nehru, Patel y Kripalani,representando al Congreso indio; Baldev Singh,representante de la comunidad sikh; Rab Nishtar,Liaquat Alí Khan y Mohammed Alí Jinnah,representantes de la Liga musulmana. Tras elvirrey, sus colaboradores, Sir Eric Mieville y LordIsmay. Al no ocupar ningún puesto oficial en la

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jerarquía india Gandhi se abstuvo de participar enesta reunión histórica. (Fotos Popperfoto)

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Desde su llegada a Nueva Delhi, Mountabattencomprendió que Gandhi poseía la clave del dilemaindio. Entre el viejo profeta de la no violencia y elprestigioso jefe de guerra iban a establecer unoslazos de afecto que salvarían de un desastre aInglaterra y a la India. Al terminar su primeraentrevista, el más encarnizado adversario de losingleses pone espontáneamente la mano sobre elhombro de la última virreina de la India. (FotoAssociated Press)

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V

«LAS LLAMAS NOSPURIFICARÁN»

Los dos hombres estaban solos enla habitación. No había ni siquiera unsecretario para tomar notas. Convencidode que únicamente una solución podíaevitar la catástrofe, Mountbatten habíaadoptado una táctica de negociaciónrevolucionaria: el destino de la India no

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se discutiría en torno a una mesa deconferencias, sino en la intimidad deconversaciones privadas. La entrevistaque se desarrollaba en el despachorecién pintado del virrey abriría la largaserie de ellas. De estas discusionesentre dos dependería que le fueraevitado a la India el horror de la guerracivil predicha en el primer informe deMountbatten a Londres. Sólo cuatrointerlocutores participarían en estasentrevistas sucesivas, el virrey y los tresprincipales líderes indios.

Estos últimos se habían pasado lavida conspirando contra Inglaterra, sinpor ello entenderse entre sí. Todos

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habían rebasado los cincuenta años deedad. Todos eran abogados formados enLondres; allí habían aprendido lasreglas de la retórica. Para ellos, estasentrevistas eran el gran debate final desu vida; en cierto modo, se habíanpreparado para él desde un cuarto desiglo.

Para Mountbatten, lo que importabaante todo era salvaguardar la herenciamás grande que Gran Bretaña podíadejar al mundo: la unidad de la India.Tenía un deseo profundo, casievangélico, de conseguirlo. Lareivindicación de los musulmanes, ladivisión del país, no podía sino

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engendrar una tragedia.Por eso, renunciando a las

conferencias oficiales que no habíanhecho sino conducir a otros tantosfracasos, decidió enfrentarse a susadversarios, uno a uno, en la soledad desu despacho. Confiando en su poder depersuasión, seguro de la corrección desu pensamiento, iba a intentar triunfar enpocas semanas allí donde suspredecesores habían fracasado duranteaños en poner fin a la dominación deInglaterra sin provocar el estallido de laIndia.

Con el pequeño gorro blanco delCongreso colocado sobre su incipiente

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calva y una rosa recién cogidaintroducida en el tercer ojal de suchaleco, el primer indio que penetró enel despacho de Mountbatten era una delas personalidades dominantes de laescena política india. Un rostro sensible,cuyas expresiones siempre cambiantesno cesaban de reflejar los humores y lasemociones, algo de felino, de sensual enla actitud, una mirada de angélicadulzura iluminada a ratos por la llamade una pasión de poseso, JawaharlalNehru era, a los cincuenta y ocho años,un personaje de talla tan considerablecomo Mountbatten.

Los dos hombres ya se conocían. Se

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habían entrevistado al término de laguerra en Singapur, donde el jovenalmirante acababa de instalar su cuartelgeneral de comandante supremo.Haciendo caso omiso de larecomendación de sus oficiales de notener ninguna relación con un hombreque acababa de salir de una prisiónbritánica, Mountbatten no había vaciladoen recibir al líder indio.

Simpatizaron inmediatamente. Nehruvolvía a encontrar en Mountbatten y sumujer a la Inglaterra acogedora y liberalde su juventud de estudiante, cuyorecuerdo habían borrado los añospasados en las cárceles británicas. Los

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Mountbatten, por su parte, se sintieronseducidos por el encanto del indio, porsu cultura, su sentido del humor.Desafiando una vez más la reprobaciónde sus colaboradores, Mountbatten habíadecidido entonces atravesar Singapur ensu automóvil descubierto, con Nehru asu lado. Una iniciativa que, según susconsejeros, no podía sino honrar a unadversario de Inglaterra.

—«¿Honrarle a él? —habíaexclamado Mountbatten—. Es él quienme honra a mí. ¡Algún día este hombreserá Primer Ministro de la Indiaindependiente!»

Esta profecía se hallaba ahora casi

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realizada. En su calidad de PrimerMinistro de una India sometida aún a latutela británica, Nehru debía de ser elprimero de los tres líderes indios querecibiría el virrey.

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Retrato del hombre dela rosa

La entrevista que se iniciaba no erapara Jawaharlal Nehru sino un nuevoepisodio del diálogo mantenido durantecasi toda su vida con los colonizadoresde su país. Nehru había sido el huéspedmimado de las más grandes familias deInglaterra, cenado en la vajilla de platadel palacio de Buckingham, perotambién en las gamellas de hojalata delas cárceles británicas. Había tenido

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como interlocutores a profesores deCambridge, primeros ministros,virreyes, el propio rey-emperador ycarceleros.

Nacido en una familia de brahmanesde Cachemira, descendiente de unaaristocracia oriental tan antigua y tannoble como aquella a la que pertenecíael nuevo virrey de la India, JawaharlalNehru fue enviado a Inglaterra a los 17años para completar allí su educación.Había vivido 7 años de felicidadaprendiendo las declinaciones latinas ylas sutilezas del cricket en Harrow,apasionándose por las ciencias, porNietszche y por Oscar Wilde en

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Cambridge, admirando la elocuencia deBlackstone en los bancos de la Facultadde Derecho de Oxford. Su apacibleencanto, su elegancia natural, lavastedad de su cultura, le atraían lassimpatías dondequiera que sepresentaba. Se movía con desenvolturaen los salones de la alta sociedad, en losque su personalidad se impregnaba delos valores y las costumbres que ledaban fuerza. Esta estancia en Inglaterrale transformó tan completamente que, asu regreso a Allahabad en 1912, sufamilia y sus amigos le juzgarontotalmente «desindianizado».

Pero el joven Nehru no tardó en

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conocer los límites de esa«desindianización». Cuando quisoinscribirse en el club británico local, sucandidatura fue rechazada. Tal vezhubiera cursado estudios en Harrow yCambridge; para los muy burgueses, muyblancos y muy británicos miembros delclub de Allahabad, no por ello dejabade ser un «black Indian».

La amargura provocada por estarepulsa le obsesionó durante muchotiempo y precipitó el deseo de seguir asu padre Motilal en el servicio a lacausa que se iba a convertir en la obrade su vida: la lucha por laindependencia. No tardó en ingresar en

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las filas del partido del Congreso. Laagitación política que llevó a cabo en élhabría de valerle el privilegio de recibirla mejor enseñanza que dispensabaentonces el Imperio británico, la de susprisiones. Pasó en ellas nueve años. Enla soledad de sus celdas, durante lospaseos con sus compañeros decautiverio, Nehru dio forma a su visiónde la India del mañana. Idealista, soñabaen conciliar sobre el suelo indio sus dosregímenes políticos aparentementeinconciliables: la democraciaparlamentaria de la Gran Bretaña y elsocialismo económico de Karl Marx.Quería una India unificada, libre de su

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miseria y sus mitos, liberada delcapitalismo, una India en la que laschimeneas de las fábricas dierantestimonio de una revolución industrialque los colonizadores rechazaban.

A primera vista, Jawaharlal Nehruera el hombre menos indicado paraconducir a la India hacia este sueño.Bajo el khadi de algodón que llevabapor deferencia a Gandhi, latía ungentleman. En una tierra poblada demísticos, él seguía siendo unracionalista. Aquel a quien la educacióncientífica de Cambridge habíaentusiasmado, no dejaba de sentirseconsternado por las costumbres de sus

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compatriotas, que se negaban a salir desus casas los días decretados como demal augurio por los astrólogos. En elpaís más espiritualista del Universo, élera un agnóstico. Proclamaba el horrorque le inspiraba la palabra misma dereligión. Despreciaba a los sacerdotesde la India, sus sadhus, sus yoguis, sussabios, sus brahmanes y sus jeques,responsables según él de suestancamiento, de sus divisiones, deldominio de los colonizadoresextranjeros.

Sin embargo, la India de los sadhusy de las masas atormentadas desupersticiones había aceptado a Nehru.

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La recorrió durante treinta añosarengando a las multitudes. Colgando delos estribos de los tranvías oatravesando los campos a pie o encarreta de bueyes, la población de lossuburbios y de los campos acudía porcientos de millares. Eran muchos los queno podían percibir una sola palabra desus discursos ni comprender su sentido.Les bastaba con verle por encima delocéano de cabezas. Esto era para ellose l darshan, la tradicional comuniónespiritual que se establece por la vistaentre un gran sabio y sus fieles. Semarchaban satisfechos.

Nehru manejaba con igual fortuna la

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elocuencia y la pluma, amando laspalabras con la pasión del orfebre haciasus joyas. Consagrado muy pronto porGandhi, había ascendido los escalonesdel partido del Congreso hasta llegar aser por tres veces su presidente. ElMahatma daba a entender claramenteque la antorcha de su combate pasaríaalgún día a sus manos.

Para Nehru, Gandhi era un genio. Sibien siempre opuesto por racionalismo alas grandes iniciativas del Mahatma —la desobediencia civil, la Marcha de laSal, la campaña de «Salid de laIndia»—, no obstante le había seguidosiempre por afecto, y, como reconoció

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más tarde, había tenido razón.Gandhi había sido, en cierto modo,

e l guru de Nehru. Él le había«reindianizado», enviándole a las aldeasa conocer el verdadero rostro de supatria, a fin de permitir que su alma seimpregnara de los sufrimientos de laIndia. Cuando los dos hombres seencontraban, Nehru se precipitaba a lospies de «Bapuji» para escucharle,charlar o, simplemente, meditar. Eranpara él momentos de inmensaespiritualidad en los que su corazón ateosentía pasar el hálito de la fe.

Todo los separaba, sin embargo, yen primer lugar la religión. Nehru

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odiaba todas las manifestaciones deésta; la esencia misma de Gandhi era suinquebrantable fe en Dios. Nehru, cuyoardiente carácter estaba en las antípodasde la no violencia, profesaba unverdadero culto a la literatura, a laciencia, a la técnica; Gandhi hacía aestas «brujas» responsables de todas lasdesventuras de la Humanidad.

Se estableció entre ellos relacionesde padre a hijo, con todo lo que detensiones, de impulsos, de rechazossuponen tales lazos. Nehru habíaexperimentado durante toda su vida lanecesidad de apoyarse en alguien, desentir junto a él una presencia

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tranquilizadora hacia la que volverse enlos momentos de crisis a los que lecondenaba su ardiente personalidad. Supadre, un jovial abogado aficionado albuen whisky y al vino de Burdeos,ocupó primero este puesto. Este papelcorrespondía ahora a Gandhi.

Sin embargo, por encima de estaveneración, sus relaciones comenzabana experimentar un cambio sutil.Finalizaba una época en la vida deNehru. El hijo se disponía abandonar lacasa del padre para entrar en el nuevomundo que adivinaba en el exterior. Enese mundo, necesitaría un nuevo guru,más sensibilizado a los problemas que

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le esperaban. Aunque tal vez no tuvieraconciencia de ello, un vacío se abríalentamente en el espíritu de JawaharlalNehru.

El mundo y sus propias vidas habíancambiado desde que Nehru yMountbatten se encontraran por primeravez, pero desde el principio una idénticacorriente de simpatía se estableció entreellos. No había nada de sorprendente.Todo acercaba al heredero de unaestirpe tres veces milenaria debrahmanes de Cachemira y al hombreque se enorgullecía de descender de la

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más antigua familia protestante reinante.Ambos experimentaban un evidenteplacer en conversar juntos. Nehru, elpensador abstracto, admiraba eldinamismo práctico de Mountbatten y lacapacidad de decisión que le habíanotorgado las altas responsabilidadesostentadas durante la guerra. Por suparte, Mountbatten se sentía estimuladopor la cultura de Nehru y el refinamientode sus ideas. No tardaría en comprenderque el único político indio susceptiblede compartir su deseo de mantener unlazo entre Inglaterra y la nueva India eraJawaharlal Nehru.

El joven almirante abordó con su

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franqueza habitual el objeto de suentrevista. Declaró que era su intenciónactuar con el máximo realismo, nosiendo su mayor preocupación transferirla soberanía de la Gran Bretaña de unmodo conforme a las reglasestablecidas, sino evitar el baño desangre que arriesgaba provocar talmedida.

No tardaron en ponerse de acuerdoen dos puntos esenciales: erafundamental adoptar una decisiónrápida; la partición de la Indiaconstituiría una tragedia.

Nehru evocó la cruzada del viejoprofeta que proseguía su solitaria

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peregrinación a través de las devastadasaldeas de Bihar. «Gandhi se equivoca,intenta curar el cuerpo de la Indiaaplicando un poco de bálsamo sobre susllagas, en lugar de intentar diagnosticarlas causas del mal y curar el cuerpoentero».

Al revelarle este distanciamientoentre el liberador de la India y sus máspróximos compañeros, Nehru daba alvirrey una indicación fundamental queiba a orientar toda su política. Sabíaque, si no lograba convencer a loslíderes indios para que conservaran launidad del país, la única posibilidad quele quedaba era obtener su acuerdo sobre

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una partición. La hostilidad de Gandhi aesta propuesta podía bloquearirremediablemente la situación, pero sepresentaba una nueva salida: elCongreso podía pasar por encima de lavoluntad de su viejo jefe. Esto es lo queNehru acababa de hacer entrever aMountbatten, y le pareció que sóloNehru tendría suficiente peso para llevaral Congreso a romper a Gandhi.

Además, ¿no se había iniciado yaesta ruptura? Escuchando a Nehru, elvirrey se dijo que, en lo sucesivo, todasu política debía tender a ensanchar elfoso, lo cual sólo podía permitir elapoyo incondicional del líder indio.

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Mountbatten estaba decidido a noescatimar ningún esfuerzo para hacer deél un aliado. Esto iba a serle tanto másfácil cuanto que no tardó en establecerseuna profunda amistad entre el hombre dela rosa y Louis y Edwina Mountbatten.

Mientras acompañaba a JawaharlalNehru hasta la puerta de su palacio,Mountbatten le declaró: «Señor Nehru,le ruego que no me considere como elúltimo virrey llegado para poner fin alImperio británico de la India, sino comoel primer virrey llegado para abrir elcamino a una India nueva». Nehru sevolvió hacia el joven almirante. «Ah —respondió con una sonrisa—, ahora

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comprendo lo que querían decir cuandole atribuían a usted un encanto tanpeligroso».

Una vez más, el que Churchill habíallamado «faquir medio desnudo» habíaentrado en el despacho de un virrey dela India para «parlamentar y negociar deigual a igual con el representante delrey-emperador».

«Parece un pajarito —pensó LouisMountbatten, contemplando la célebresilueta sentada frente a él—, ungorrioncillo acurrucado en mi sillón».

Extraña pareja. Un almirante de

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sangre real que gustaba de lucir bellosuniformes y un viejo indio que rehusabaocultar su desnudez con otra cosa que nofuera un manto de algodón crudo; uninglés atlético rebosante de energía y unhombrecillo apacible y desmedrado; unjefe guerrero que había aceptado poneren peligro la vida de tres mil soldadospara conquistar Rangún, y un profeta dela no violencia a quien repugnaba laidea de matar un mosquito; unaristócrata mimado por la fortuna, y unanciano que había abrazado laindigencia de las masas más miserablesdel Globo. Mountbatten, maestro de latelecomunicación, no había cesado de

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perfeccionar mediante alguna nuevatécnica electrónica la red sutil que leunía a través de las ondas con losmillones de hombres colocados bajo sumando. Gandhi, frágil mesías,despreciaba la ciencia y no habíanecesitado de ella para transmitir sumensaje a todo un continente, lo quehacía de él uno de los más grandesgenios de la comunicación de todos lostiempos.

Todo en su pasado y en su presenteparecía condenar a los dos hombres a noentenderse. Sin embargo, en eltranscurso de los meses siguientes,Gandhi el pacífico iba a encontrar en el

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alma del guerrero profesional, según susíntimos, «el eco de algunos de losvalores morales que ardían en su propiocorazón». Por su parte, Mountbattenacabaría por cobrarle un afecto tanprofundo que, después de la muerte deGandhi, declararía que el Mahatmaestaba llamado a ocupar en la Historia«el mismo puesto que Buda y Cristo».

El virrey concedía tanta importanciaa esta entrevista con Gandhi que, antesincluso de su ceremonia deentronización, le había escrito una cartainvitándole a que fuera a verle. Gandhiredactó su respuesta y, luego, cambiandode idea, rogó a su secretario que

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«esperara dos días antes de echar lacarta al correo. No quiero que ese jovenpueda imaginar que tengo prisa poraceptar su invitación».

Aquel «joven» había unido a lainvitación una de esas atenciones quellevaban su marca y que hacíaatragantarse al tomar el té a los viejosingleses de la India. Había ofrecido aGandhi enviarle su avión personal aBihar para llevarlo a Delhi. El Mahatmadeclinó el ofrecimiento, prefiriendoviajar como de costumbre, en tren, en elbanco de madera de un vagón de terceraclase.

Para poner de manifiesto el interés

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que tenía en el éxito de este primerencuentro y dar una excepcionaldimensión de cordialidad a la entrevista,el virrey rogó a su mujer que se uniera aellos. Inmediatamente, un sentimiento deinquietud se apoderó de Louis y EdwinaMountbatten. Algo parecía consternar aGandhi. ¿Habían cometido algún error?¿Olvidado alguna sutileza de protocolo?

Mountbatten lanzó una miradaperpleja a su esposa. «Dios mío, quémanera tan terrible de inaugurar nuestrasrelaciones», pensó. Haciendo acopio detoda la delicadeza de que era capaz,acabó preguntando a su visitante elmotivo de su tristeza.

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El hombrecillo dejó escapar unprofundo suspiro.

—Verá —respondió—, desde laépoca de mi estancia en África del Sur,he renunciado a los bienes de estemundo.

Añadió que no poseía prácticamentenada: su Gita, los utensilios de hojalataque utilizaba para comer, reliquiasheredadas de sus pasos por la cárcel deYeravda; su figurilla representando a lostres monos gurus y su reloj, su viejo«Ingersoll» de ocho chelines atado a lacintura por una cuerda: si uno queríaconsagrar cada minuto de su vida alservicio de Dios, tenía que saber la

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hora.—¿Y saben ustedes lo que me ha

ocurrido? —concluyó—. Me lo hanrobado. Alguien en el tren me ha quitadoel reloj.

Mountbatten vio entonces brillar laslágrimas en sus ojos. Tal era, pues, lacausa de su tristeza. No la pérdida de sureloj, sino el hecho de que ellos nohabían comprendido. No era un reloj deocho chelines lo que le habíanarrebatado en aquel vagón atestado, sinoun poco de su fe en sus hermanos[9].

Tras un largo silencio, Gandhicomenzó a hablar de las desgracias queafligían a la India; Mountbatten le

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interrumpió con un gesto amistoso.—Señor Gandhi, antes de hablarme

de la India, hábleme de usted. Quisierasaber quién es usted.

Estas palabras eran fruto de unatáctica premeditada. El nuevo virreyhabía decidido establecer primeramenteun contacto íntimo con susinterlocutores, en vez de dejarse asaltarpor sus exigencias y sus quejas.Procurando que se sintieran cómodos,impulsándolos a confiarse, esperabacrear una atmósfera de confianza que lepermitiría luego actuar con eficacia.

Su pregunta encantó al Mahatma.Adoraba hablar de sí mismo, con mayor

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razón ante dos personas seductoras,sinceramente interesadas en lo que teníaque decir. Se lanzó al relato de susrecuerdos de África del Sur, contó susexperiencias de camillero en la guerrade los bóers, sus campañas dedesobediencia civil, la Marcha de laSal. Explicó que Oriente habíafecundado a Occidente con los mensajesde Zoroastro, de Buda, de Moisés, deJesús, de Mahoma y de Rama. Luego, elmecanismo se había invertido: elOriente había sufrido durante siglos lahegemonía cultural de Occidente. En laactualidad, obsesionado por el espectrode la bomba atómica, desbordado por su

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tecnología, Occidente necesitaba denuevo volverse hacia el Oriente y beberen sus fuentes. Tenía sed del amor y lacomprensión fraterna que él, Gandhi,trataba de difundir.

En el transcurso de esta primeraentrevista, que se prolongó durante doshoras, se produjo una escena trivial y,sin embargo, extraordinaria. Reveló alvirrey que su actitud había pulsado unacuerda sensible en el Mahatma.

Los Mountbatten llevaron a suhuésped a los jardines mogoles parasatisfacer la curiosidad de losfotógrafos. Gandhi tenía la costumbre decaminar apoyándose en los hombros de

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sus sobrinas-nietas Manu y Abha, a lasque había bautizado afectuosamente sus«muletas». En su ausencia, elrevolucionario que había consagrado suvida a luchar contra los ingleses posóespontáneamente la mano en el hombrode la última virreina de la India y,apoyándose en ella con la mismatranquilidad que si se estuvieradirigiendo a su reunión de oraciónregresó al despacho de LordMountbatten.

Nueva Delhi se abrasaba bajo elprimer soplo tórrido de la estación

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cálida cuando Gandhi fue a ver porsegunda vez al virrey. Agobiados por elsol, los naranjos de los jardines mogolesparecían despedir relámpagos de fuego.El único oasis de confort en esteinfierno era el despacho de LouisMountbatten. El ansia de perfección quele llevara a hacer pintar la estancia lehabía inducido igualmente a equiparlacon el mejor sistema de climatización dela capital, que mantenía una temperaturade veinte grados.

Este refinamiento estuvo a punto deprovocar una catástrofe. Pasandobruscamente del horno exterior alfrescor del despacho, Gandhi empezó a

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temblar de frío. Entablaba brutalmenteconocimiento con las ventajas de lacivilización, de la que había combatidotodos los progresos técnicos. Aterrado,el almirante apagó el aparato y llamó asu ayudante de campo, que avisó a LadyMountbatten.

—Señor —se indignó Edwina—,¡va hacerle coger una pulmonía a nuestroamigo!

Abrió de par en par las ventanas ycorrió a buscar en la habitación de sumarido un grueso jersey de la RoyalNavy que echó sobre los temblorososhombros del Mahatma. Para terminar dehacer entrar en calor a su huésped,

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mandó servir el té en la terraza delpalacio.

Mientras una legión de criadosdisponían una suntuosa vajilla adornadacon las armas del virrey, la joven Manu,que esta vez acompañaba a su tío-abuelo, preparaba la frugal colación quehabía traído, un caldo de limón, yogur yunos cuantos dátiles. Gandhi comióutilizando una cuchara cuyo mango rotohabía sido sustituido por un trozo debambú atado con un bramante. Sólo susdos platos de hojalata eran tanbritánicos como los cubiertos deSheffield en la bandeja del virrey.Provenían de su última prisión.

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Gandhi ofreció sonriendo su plato deyogur a Mountbatten.

—Está muy bueno —dijo conmalicia—, debería usted probarlo.

El almirante contempló sinentusiasmo el pastoso líquido,amarillento y grumoso.

—Creo que no lo he tomado nunca—respondió, esperando desalentarle.

—No importa —insistió Gandhi—,siempre hay una primera vez para cadacosa. Inténtelo.

Movido por su sentido del deber, asícomo por su cortesía natural,Mountbatten aceptó una cucharada.

Habiendo terminado con este

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modesto ágape los preliminares de susegunda entrevista, el virrey se metiópor fin en el engranaje que habíanecesitado en sus predecesores unadosis poco común de paciencia y devalor; negociar con Gandhi.

El Mahatma se reveló siempre comoun interlocutor difícil. Según él, laverdad tenía dos aspectos: uno,absoluto, trascendente al mundo y delque el hombre sólo podía tener fugitivasintuiciones; el otro, relativo. Estaverdad relativa era la que se tenía quemanejar en la vida diaria. Para explicaresta diferencia, Gandhi se servía de unaparábola. «Sumergid —decía— la mano

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izquierda en una palangana de aguatibia, el agua tibia os parecerá caliente.Sumergid luego la mano derecha en unapalangana de agua caliente y, después,en la que contiene el agua tibia. El aguatibia os parecerá fría. Sin embargo, sutemperatura no ha cambiado. La verdadabsoluta era la temperatura constante delagua, pero la verdad relativa, lapercibida por la mano del hombre,variaba». Esta parábola indicabaclaramente que la verdad relativa deGandhi no era un valor rígido. Podíaevolucionar a medida que se modificabasu comprensión de un problema, y estagimnasia moral había desconcertado con

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frecuencia a sus interlocutoresbritánicos, haciéndole parecer un astutoasiático de dos caras. Incluso susdiscípulos se exasperaban a veces.

—Bapuji (Padre), no os comprendo—se asombró un día uno de ellos—.¿Cómo habéis podido decir esto lasemana pasada y afirmar hoy locontrario?

—Ah —replicó Gandhi—, es que heaprendido mucho desde la semanapasada.

El nuevo virrey iniciaba, pues, lasnegociaciones serias con una ciertaaprensión. No estaba tan seguro de queel hombrecillo «susurrante como un

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pájaro» que tenía a su lado pudieraayudarle a encontrar una solución alproblema indio. Sabía, por el contrario,que era muy capaz de frustrar todos susesfuerzos para lograrlo. Las tentativasde muchos otros mediadores habían sidohechas fracasar frecuentemente por suimprevisible personalidad. Era Gandhiquien hizo volverse a Londres, con lasmanos vacías, al emisario de Churchillen 1942. Él también, quien en nombre desus principios, redujo a la nada losesfuerzos del precedente virrey pararesolver la crisis india. El día anterior,en el transcurso de su oración pública,había reafirmado una vez más que su

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país no podría ser dividido más quesobre su cadáver. «Mientras viva —había añadido—, no aceptaré jamás lapartición de la India».

De entrada Mountbatten declaró aGandhi que la política de Inglaterrahabía sido siempre no capitular nuncaante la fuerza. Pero, como su cruzada noviolenta había terminado por prevalecer,Inglaterra estaba ahora decidida aabandonar la India, ocurriera lo queocurriese.

—Solamente importa una cosa —recalcó Gandhi—, No repartan la India,niéguense a dividirla, aunque estanegativa haga correr ríos de sangre.

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Mountbatten aseguró que la particiónno era la última solución que querríaadoptar. Pero, ¿qué otra posibilidadtenía?

—En lugar de dividirla, dé la Indiaentera a los musulmanes —sugirióGandhi—. Coloque a los trescientosmillones de hindúes bajo la dominaciónmusulmana, encargue a Jinnah y susacólitos formar un Gobierno, transmítalela soberanía de Inglaterra.

Mountbatten quedó espantado ante laproposición del apóstol de la noviolencia. Aunque estaba dispuesto aagarrarse a cualquier tabla para escapara la partición, esta solución tenía todo el

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aspecto de un sueño de Alicia en el Paísde las Maravillas. Era cierto que otrasmuchas ideas de Gandhi, tan insólitas,habían tenido éxito.

—¿Qué es lo que le hace creer quesu propio partido aceptaría estasugerencia? —se inquietó el almirante.

—El Congreso quiere por encima detodo evitar la partición. Hará todo porimpedirlo.

—¿Y cuál será la reacción deJinnah?

—Si le dice que soy yo el autor deeste plan —replicó el Mahatma conmaliciosa sonrisa—, le responderá:«¡Ah, ese tunante de Gandhi!».

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Mountbatten guardó un largosilencio. La proposición le parecíatotalmente utópica, y no tenía la menorintención de arriesgar su prestigiopersonal para imponerla. No obstante,no podía pasar por alto la más mínimaposibilidad de salvar la unidad de laIndia. Declaró por fin:

—Si puede usted darme la seguridadoficial de que el Congreso estádispuesto a ratificar este plan y acolaborar sinceramente en surealización, entonces acepto ponerlo enpráctica.

Gandhi saltó literalmente de susillón.

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—Soy completamente sincero —afirmó—, y si toma usted esta decisión,estoy dispuesto a recorrer la India decabo a rabo para hacerla acatar por elpueblo.

Pocas horas después, un periodistaindio pudo entrevistarse con Gandhicuando se dirigía a su oración pública.El Mahatma parecía «rebosante defelicidad». Al llegar al lugar de lareunión, el anciano se volvió hacia elperiodista. Con beatífica sonrisa,murmuró: «Creo que he hecho volver lasaguas a su cauce».

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Para aquél al que el mundo llamaba «el hombrede la rosa», y al que el fotógrafo sorprendió un díaen la posición «del pino»(*), este momento era lacoronación de una larga cruzada. Nehru habíapasado nueve años en las cárceles inglesasmeditando sobre la nueva India. Idealista, soñabaen conciliar en el suelo indio la democraciaparlamentaria de Gran Bretaña y el socialismoeconómico de Karl Marx. Quería una Indiacentralizada, libre de su miseria y sussupersticiones; una India a la que las chimeneas

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de las fábricas harían entrar en el siglo XX. (FotoCamera Press-Holmès-Lebel) [(*)La que en elpie de foto es llamada «posición del pino» esla postura de yoga llamada «Sirshasana»(Nota adicional)]

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Cuarta estación delviacrucis de Gandhi:

los discípulos se alejandel Padre

Una única bombilla ennegrecida deinsectos carbonizados iluminaba elmiserable cuchitril. Desnudo hasta lacintura, Gandhi estaba sentado encuclillas sobre una estera, en medio desus compañeros, que discutíananimadamente. Afuera, brillantes los

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ojos con una mezcla de temor ycuriosidad, los hijos de los barrenderosde la Banghi Colony —el barrio dechabolas superpoblado de intocablesque limpiaban las calles y letrinas deNueva Delhi—, se agolpaban ante lasventanas para contemplar al Mahatma ya los jefes de su partido del Congreso.

Gandhi los había convocado en estebarrio infame apestado por el olor aexcrementos que ascendía de los canalesdescubiertos que hacían las veces decloacas. Durante su estancia en lacapital, había decidido vivir allí, enmedio de una de las poblaciones másmiserables del mundo, entre aquellos

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patéticos rostros cubiertos de llagas. Elcombate en favor de los oprimidos de lasociedad hindú, los intocables a los queél llamaba los Harijans —los Hijos deDios—, había ocupado siempre en sucorazón un puesto igual al otro, ellibrado por la liberación de la India.

Los intocables constituían más de lasexta parte de la población. Eranhindúes, cierto, pero las faltascometidas en sus vidas anteriores lesexcluían de toda casta. Eran fácilmentereconocibles por el color más oscuro desu piel, por la sumisión de sucomportamiento, por la gran indigenciade su atuendo. Su designación de

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intocables expresaba el temor de losdemás hindúes a contaminarse con sucontacto, lo que habría exigido unapurificación ritual. Se decía que lamisma huella de sus pasos profanaba lascalles habitadas por ciertos brahmanes.Un intocable debía apartarse cada vezque un hindú de casta se cruzaba con él,a fin de no mancillarle con su sombra.Ningún hindú de casta podía comer enpresencia de un intocable, beber el aguaque él había extraído, utilizar unutensilio que él había rozado. La entradaen numerosos templos les estabaprohibida a los intocables. Sus hijos noeran aceptados en las escuelas. No

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tenían acceso a las piras funerariascomunales. Y, como su pobreza lesimpedía, por regla general, adquirirmadera suficiente para la cremación, susrestos, parcialmente calcinados, eranarrojados al río o enterrados. A menudo,también, eran devorados por los buitres.

En ciertas regiones de la India, losintocables solamente estabanautorizados a salir de sus chozas durantela noche. Se les llamaba entonces los«invisibles». Además, eran vendidoscomo siervos con la tierra quetrabajaban; un joven intocable valía, portérmino medio, lo mismo que un buey.Realizaban los trabajos más humildes y

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más sucios: vaciar las letrinas, barrerlas calles, recoger las basuras, tareasimpuras que les hacían precisamente«intocables». En este siglo de progresosocial, el hinduismo sólo les concedíaun privilegio. No siendo vegetarianos,podían comer las vacas sagradasmuertas a consecuencia de las epidemiaso de enfermedad, cuyos cadáverespertenecían por derecho a los pocerosde los pueblos.

Desde su regreso de África del Sur,la causa de estos parias se habíaconvertido en la de Gandhi. Su primerashram indio había estado a punto dehundirse porque los había acogido en él.

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Cuidaba sus llagas, friccionaba susmiembros doloridos. Más aún, paracondenar de manera espectacular laintocabilidad, no vaciló en realizar latarea considerada como la másdegradante para un hindú de su casta.Limpió, ante los ojos de todos, el cubode excrementos de un intocable.

En 1932, había dado casi su vidapor ellos al hacer una huelga de hambredestinada a impedir una reforma políticaque institucionalizaba su segregación delresto de la sociedad india. Con suobstinación en viajar solamente envagones de tercera clase y alojarse ensus poblados de chabolas, quería

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sensibilizar a la India entera acerca dela desgracia de su condición[10].

Al cabo de unos meses, de unassemanas incluso, los hombres reunidosaquella noche en torno a Gandhi seríanlos ministros del Gobierno de la Indiaindependiente. Ocuparían los ampliosdespachos desde donde los ingleseshabían dirigido el Imperio, haciéndoseconducir a ellos en lujosos automóviles.Si Gandhi había exigido que acabaran superegrinación en el corazón de uno delos barrios más inmundos de la capital,era para que se vieran enfrentados a lasrealidades del país que muy pronto ibana gobernar.

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Hacía un calor sofocante; paraaliviar su opresión, Gandhi habíarecurrido a una climatización inventadapor él: una toalla húmeda posada sobresu calva cabeza. Con gran tristeza por suparte, el estado de ánimo de suscompañeros parecía tan acalorado comola noche.

Al asegurar a Mountbatten pocosdías antes que el partido del Congresoestaba dispuesto a todas las concesionespara evitar la partición, Gandhi se habíaequivocado. Su error era tan grandecomo el abismo que comenzaba aabrirse entre el viejo Mahatma y los queél había formado y colocado en los

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resortes del mando de su partido.Estos militantes habían apoyado a

Gandhi durante un cuarto de siglo. Ennombre de su causa, habían prescindidode sus ropas occidentales para vestir sukhadi, familiarizado sus torpes dedoscon los ritmos de su rueca, marchadoante los lathis estruendosos de laPolicía, franqueado las puertas de lascárceles británicas. Acallando susvacilaciones y sus dudas, le habíanseguido por los oscuros caminos de sucruzada a la conquista de una victoriaque no esperaban y que hoy era real: elideal gandhiano de la no violencia habíaarrancado la independencia a los

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ingleses.Sus motivaciones eran diversas,

pero todos sabían que, en el combatepor la independencia, sólo su geniopodía agrupar a las masas indias bajouna única bandera. La lucha comúnhabía impuesto silencio a susdiferencias. Esta noche, sin embargo,habían vuelto a surgir bruscamente conla singular sugerencia de su viejo jefe:colocar a Jinnah y a un Gobiernomusulmán al frente de la Indiaindependiente. Si se negaban a apoyar suplan, alegó Gandhi, el nuevo virrey severía obligado a la partición. Durante sularga marcha de penitente por Noakhali

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y, luego, Bihar, había podido apreciar,infinitamente mejor que los políticos deDelhi, la tragedia que arriesgabaengendrar una división del país. En laschozas y las marismas del delta delGanges, habla visto estallar el odioracial y religioso. La partición sólopodía agravar estos desenfrenos, nocalmarlos. Suplicó a sus compañerosque se adhiriesen a su idea, la últimaoportunidad, según él, de preservar launidad de la India.

No logró conmover a Nehru ni a losdemás responsables del Gobierno.Había un límite al precio que estabandispuestos a pagar para salvar la

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integridad del país. Abandonar el poderen manos del adversario musulmánrebasaba este límite. Acongojado, elMahatma iba a tener que informar alvirrey de que no había podidoconvencer a sus militantes. Esto no eratodavía la verdadera ruptura, pero yasus discípulos tomaban caminosdiferentes del suyo. La cruzada deGandhi había comenzado en la soledad ylas tinieblas de una estación de Áfricadel Sur. Estaba a punto de terminarcomo había empezado, en la soledad.

Si no hubiera habido aire

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acondicionado en el despacho del virreyaquella tarde de abril, el frío polar queemanaba de la austera y distantepersonalidad del líder musulmán habríapodido bastar para refrescarlo. Desde elprimer momento, Mountbatten habíaencontrado a Mohammed Ali Jinnah en«el más arrogante, glacial y desdeñosoestado de ánimo».

El hombre clave del trío indio, elque poseía en definitiva la solución deldilema, fue el último en acudir alpalacio del virrey. Rememorando estaescena veinticinco años más tarde, LouisMountbatten recalcaría: «Hasta quehablé con Mohammed Ali Jinnah, no me

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di cuenta de hasta qué punto eraimposible mi tarea en la India».

Esta entrevista comenzó con unaplancha. Revelaba de formaextraordinariamente expresiva que nadaera nunca espontáneo en aquel hombrede setenta años. Sabiendo que seríafotografiado en compañía de susanfitriones, había imaginado deantemano una galantería dirigida aEdwina Mountbatten. Contrariamente asus previsiones, fue a él y no a Edwina,a quien el virrey invitó por cortesía aposar en el centro. ¡Desdichado Jinnah!Todo en él estaba programado como enun ordenador. No pudo abstenerse de

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colocar su cumplido. «¡Ah —se extasió—, he aquí una rosa entre dos espinas!»

Nada más entrar en el despacho,informó al virrey que había venido aexponerle su postura y lo que estabadispuesto a aceptar. Como había hechocon Gandhi, el almirante le interrumpió:

—Señor Jinnah, en estos momentosno estoy preparado aún para discutircondiciones. Conozcámonos primero.

Movilizando todo su encanto,Mountbatten se dispuso a la tarea deconquistar al líder musulmán. PeroJinnah parecía encerrado en uncaparazón de hielo: la sola idea demostrar su vida y su carácter ante un

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desconocido le pareció intolerable aeste hombre que no se confiaba nunca nisiquiera a sus deudos.

Pacientemente, obstinadamente,Mountbatten luchó por vencer la reservade su interlocutor. Durante momentosque le parecieron horas, no obtuvo másque una sucesión de gruñidos ymonosílabos. Jinnah no sonrió hasta elmomento de despedirse. «Que frío eseste hombre, Dios mío —suspiró elalmirante, agotado tras esta prueba—.He necesitado toda la duración de estaprimera entrevista para deshelarlo».

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Retrato de MohammedAli Jinnah,

el padre del Pakistán

El personaje que la Historiasaludaría un día como el padre delPakistán había oído por primera vezpronunciar el nombre de este Estado enel transcurso de una ceremoniosa cenadada en el hotel «Waldorf» de Londresen la primavera de 1933. Su anfitriónera aquella noche Rahmat Ali, el eterno

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estudiante que redactara en su casita decampo de Cambridge un manifiestoexigiendo la creación de un Estadomusulmán independiente para losmusulmanes de la India. Rahmat Ali nohabía vacilado en infringir la leycoránica ofreciendo a Jinnah el mejorchablis del hotel. Esperaba convencerlepara que se pusiera al frente de unacampaña política por la conquista de esepaís que él había denominado«Pakistán». Obtuvo una glacial negativa.«Su Pakistán —le respondió Jinnah— esun sueño imposible».

El que fuera elegido por elinfortunado estudiante para ser el

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profeta de la emancipación de losmusulmanes indios había comenzado sucarrera política predicando la unidadentre los hindúes y los musulmanes. Sufamilia procedía de la península deKathiawar, de donde también eraoriundo Gandhi. De hecho, si el abuelode Jinnah no se hubiera convertido alIslam por alguna oscura razón, los dosadversarios políticos habrían nacido enel seno de la misma casta. TambiénJinnah había estado en Londres paracenar en el Inss of Courl y recibir latoga de abogado. Pero, contrariamente aGandhi, regresó de Inglaterrametamorfoseado en un gentleman

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británico.Llevaba monóculo y trajes

excelentemente cortados que secambiaba dos o tres veces al día paraconservarse impecable en la humedaddel aire de Bombay. Le apasionaban lasostras y el caviar, el champaña, el coñacy el vino de Burdeos. De una honradez yuna integridad por encima de todasospecha, su filosofía se resumía en unescrupuloso respeto al Derecho y a lasformas. Era, confiaba uno de susíntimos, «el último de los Victorianos,un parlamentario al estilo de Gladstoney Disraeli».

Brillante abogado, se sintió atraído

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por la política. Durante diez años luchópor mantener unidos a los hindúes y losmusulmanes del Congreso en un frentecomún contra los ingleses. Sus primerasdecepciones surgieron cuando Gandhitomó la dirección del partido. Elelegante Jinnah no tenía la menorintención de vestirse con un pedazo degrosera tela y tocarse con un gorroblanco para ir a languidecer entre lospiojos de las cárceles británicas. Ladesobediencia civil, declaró, sólo erabuena para «los ignorantes y losanalfabetos».

Rompió con el Congreso e ingresóen las filas de la Liga musulmana, el

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partido nacionalista de la causamusulmana. El momento decisivo de sucarrera política se produjo tras laselecciones de 1937, cuando el Congresorehusó compartir la tarta del poder conla Liga musulmana en las provincias enque existía una importante minoríamusulmana. Hombre de orgulloinflexible, Jinnah consideró la actituddel Congreso como un insulto personal.Vio en ella la prueba de que losmusulmanes no obtendrían jamás un tratode equidad en una India gobernada porun partido con predominio hindú. Elantiguo apóstol de la unidad entre lasdos comunidades se convirtió a partir de

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entonces en el indomable abogado delPakistán, aquel proyecto que, cuatroaños antes, había calificado de «sueñoimposible».

Resultaba difícil imaginar líder másparadójico para conducir a las masasmusulmanas de la India. No había nadade musulmán en Mohammed Ali Jinnah,aparte de su nombre y del hecho de quesus padres practicaban la religión deMahoma. Bebía alcohol y no frecuentabala mezquita los viernes. Alá y el Coránno ocupaban ningún lugar en su visióndel mundo. Gandhi, su adversariopolítico hindú, conocía más versículosdel libro santo de Mahoma que él. Y

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había logrado congregar en torno a sí ala gran mayoría de los noventa millonesde musulmanes indios sin ser capaz dearticular más de unas cuantas frases ensu lengua tradicional, el urdu.

Jinnah se sentía incómodo con lasmasas de la India. Odiaba la suciedad,el calor, las multitudes. Gandhi elegíalos vagones de tercera clase para viajaren medio de los más humildes; él sedesplazaba en primera solamente paraevitarlos. Mientras que su rival hacía dela sencillez un culto, Jinnah adoraba lapompa. Gustaba de visitar las ciudadesmusulmanas indias en un cortejo realprecedido de elefantes engualdrapados

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de oro y una banda que interpretaba elGod Save The King, «única tonada —secomplacía en hacer notar— que conocíael pueblo».

Su vida era un modelo de orden y dedisciplina. Cuando se detenía en sujardín ante los tulipanes y petunias quecrecían en filas rectilíneas, no era paracontemplar la belleza de estas flores,sino para comprobar su perfectaalineación.

Los libros de Derecho y losperiódicos constituían su única lectura.De hecho, los periódicos parecíanapasionar a este enigmático personaje.Los recibía del mundo entero. Recortaba

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artículos, garrapateaba comentarios almargen, los pegaba cuidadosamente enálbumes que se acumulaban en lasestanterías de su biblioteca.

Jinnah no sentía sino desprecio haciasus rivales políticos hindúes. Calificabaa Nehru de «Peter Pan», de «personajede literatura que habría hecho mejor enser profesor en Oxford que político», de«altivo brahmán que disimulaba sunatural taimado bajo el barniz de unaeducación occidental». Gandhi no era, asus ojos, más que «un zorro astuto, unaespecie de evangelista hindú». Elespectáculo del Mahatma tendido sobreuna de las preciosas alfombras persas

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de su casa de Bombay con un saquito debarro sobre el vientre era una imagen depesadilla que Jinnah no había olvidado,ni perdonado, jamás.

Jinnah tenía pocos amigos entre losmusulmanes, y menos aún discípulos,sólo partidarios, asociados. Conexcepción de su hermana, la familia noexistía para él. Vivía solitario con susueño de un Pakistán independiente.Medía casi dos metros, pero apenaspesaba setenta kilos. Su rostro era tanflaco y de piel tan estirada que susmejillas parecían traslúcidas bajo lossalientes pómulos. Cuidadosamentepeinada hacia atrás, una abundante

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cabellera plateada realzaba más aún suestatura. Su aspecto era tanrigurosamente grave y severo que dabauna ilusión de fuerza espartana.

Todos sus éxitos se debían al rasgodominante de su personalidad, unavoluntad inflexible. No le faltabancríticas y reproches. Pero nadie, amigoo enemigo, acusó jamás a Jinnah decarecer de voluntad.

Durante la primera quincena del mesde abril de 1947, el virrey y Jinnahsostuvieron seis cruciales entrevistas.Diez horas de conversaciones que

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decidieron la suerte de la India.Mountbatten las afrontó, armado del«más desmesurado orgullo en micapacidad de convencer a las personaspara que hagan lo que está bien, no tantoporque soy persuasivo, sino porquetengo el talento de presentar los hechosbajo su aspecto más favorable». Mástarde, relataría cómo intentó «todas lasastucias, todos los recursos paraquebrantar la determinación de Jinnah».No había nada que hacer. Ningúnargumento, ninguna estratagema podíandebilitar en él el sueño del Pakistán.

La posición de Jinnah descansaba endos bazas esenciales. En primer lugar,

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se había erigido en dictador absoluto dela Liga musulmana. Por debajo de élexistían quizá partidarios de uncompromiso. Pero, mientras él viviese,no hablarían. En segundo lugar, y estoera de mayor importancia aún, elrecuerdo de la sangre que su «jornadade acción directa» había hecho correrpor las calles de Calcuta un año antes.

Desde el principio, Jinnah yMountbatten se habían puesto deacuerdo al menos sobre un punto: lanecesidad de actuar rápidamente. Parael líder musulmán, la India habíarebasado ya la fase de las transacciones.Sólo era posible una solución, una

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rápida «operación quirúrgica».Cuando Mountbatten expresó su

temor de que la partición desencadenarala violencia, Jinnah le tranquilizó. Unavez practicada su «intervenciónquirúrgica», cesarían los disturbios ylos dos países vivirían en feliz armonía.Todo sucedería, explicó, como en elproceso entre dos hermanosinsatisfechos con la partición de laherencia paterna en que un día habíaactuado. Dos años después de lasentencia del tribunal, habían vuelto aser amigos íntimos. Tal será, prometióal virrey, el caso de la India.

Los musulmanes de la India, insistía

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Jinnah constituían una nación «con unacultura y una civilización, una lengua yuna literatura, un arte y una arquitectura,unas leyes y un código moral, unascostumbres y un calendario, una historiay unas tradiciones diferentes». La India,por el contrario, no había sido jamás unaverdadera nación, afirmaba. Solamentelo parecía sobre un mapa.

«Los hindúes me impiden matar lasvacas que yo quiero comer —decía—.Cada vez que un hindú me estrecha lamano, debe correr a purificarse. Loúnico que los musulmanes compartencon los hindúes es su esclavitud bajo elyugo británico».

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Sus discusiones con Jinnah notardaron en parecer «un juego deescondite», recuerda Mountbatten. Comola liebre de Alicia en el País de lasMaravillas, el líder musulmán se negabaa hacer la menor concesión;Mountbatten, el encarnizado defensor dela unidad, atacando a Jinnah por todoslos lados hasta el punto de volver «alviejo gentleman completamente loco».

Para Jinnah, la división era el únicocamino natural. Hacía falta todavía queculminara en un Estado viable. Estosuponía, precisó, que dos grandesprovincias de la India, en las que vivíanimportantes comunidades musulmanas,

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Bengala y Penjab, formaran parteintegrante del Pakistán, pese a susenormes poblaciones hindúes. Laargumentación de Jinnah descansabasobre un principio: los musulmanes dela India no debían ser obligados a vivirbajo la férula de la mayoría hindú. Erauna actitud lógica. Pero, ¿cómo podíajustificar su deseo de absorber en unEstado musulmán a las minorías hindúesde Penjab y de Bengala? Si la Indiadebía ser dividida para sustraer laminoría musulmana a la ley de lamayoría hindú, con mayor razón elPenjab y Bengala debían ser cortados endos por motivos inversos pero idénticos,

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declaró Mountbatten.Jinnah protestó. Esta solución

conduciría a darle un Estadoeconómicamente inviable, «un Pakistánagujereado por los cuatro costados».

Muy bien, si Jinnah creíaverdaderamente que este país corría elriesgo de «verse agujereado por loscuatro costados», que lo rechazara lisa yllanamente, propuso Mountbatten, que,de todas formas, no tenía el menor deseode concederle ninguna clase de Pakistán.

—¡Ah! —replicó Jinnah—, VuestraExcelencia no parece comprender muybien el problema. Un hombre es penjabíy bengalí antes de ser hindú o musulmán.

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Comparte con los suyos una historia, unalengua, una cultura, una economíacomunes. No debe usted separarlos,pues haría correr ríos de sangre.

—Señor Jinnah, soy por completo dela misma opinión.

—¿De veras?—Naturalmente —asintió

Mountbatten—, No sólo un hombre esbengalí y penjabí antes de ser hindú omusulmán, sino que es ante todo indio.Acaba de exponer usted admirablementela tesis irrefutable de la unidad india.

—Pero no comprende usted deltodo… —replicaba Jinnah, y volvía aempezar el juego del escondite.

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Mountbatten se sentía estupefactoante la rigidez de la postura de Jinnah.«Nunca hubiera creído —diría mástarde— que un hombre inteligente, bieneducado, formado en los mediosjurídicos de Londres, pudiera ser hastatal punto prisionero de su razonamiento.Sin embargo, no dejaba de comprenderlas objeciones, pero una especie de velocaía sobre su pensamiento. Era el geniomalo de todo el asunto. Se podía lograrconvencer a los demás, no a Jinnah.Viviendo él, era imposible salvaguardarla unidad de la India».

Sus negociaciones llegaron al puntocrítico el 10 de abril, menos de tres

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semanas después de la llegada de LouisMountbatten a Nueva Delhi. Durante doshoras, suplicó, conjuró, imploró a Jinnahque preservara la unidad india. Con todasu elocuencia, trazó un cuadro de lagrandeza que la India podría alcanzarcon sus cuatrocientos millones dehombres de razas y creencias diferentes.Unidos todos bajo la dirección de unGobierno central, podrían beneficiarsede las ventajas de una industrializaciónmasiva, desempeñar un papelpreponderante en los asuntos mundiales,representar la tendencia más progresistade Asia. ¿Era posible que Jinnahdespreciara todas estas esperanzas y

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condenase a la península a no ser másque una potencia de tercer orden?

Jinnah permanecía inconmovible.Era, debía concluir con tristeza LouisMountbatten, «un psicópata totalmenteobnubilado por su Pakistán».

Meditando en la soledad de sudespacho tras la salida de su visitante,el virrey comprendió lo vano de susesfuerzos: ni su poder de persuasión nisu encanto personal causaron el menorefecto en el líder musulmán. Cualquiernueva discusión resultaría estéril. Sinembargo, había que resolver aqueldilema y rápidamente. Desde luego,Mountbatten deseaba ardientemente

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salvar la unidad india, pero no por ellopodía correr el riesgo de ver a Inglaterracogida en la trampa de una Indiasumergida en el caos y la violencia. Endefinitiva, él estaba encargado dedefender, ante todo, los intereses deGran Bretaña. La intransigencia deJinnah sólo le dejaba una salida: mutilarel subcontinente indio para dar suPakistán a los musulmanes. El problemaconsistía en que Nehru y los dirigentesdel Congreso aceptaran tan radicalperspectiva. Mountbatten decidióelaborar urgentemente un plansusceptible de lograr su acuerdo.

Al día siguiente por la mañana,

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después de haber analizado la situacióncon sus colaboradores, el virrey sevolvió hacia su director de Gabinete.

—Mi querido Ismay —dijotristemente—, ha llegado el momento depreparar un plan para la partición de laIndia.

Ante el espectro de una guerrareligiosa y civil que amenazaba conanegar a la península entera, la particiónparecía en realidad la única solución.Desgraciadamente, pese a todos losesfuerzos del virrey, iba a provocar unade las grandes tragedias de la historia

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moderna en las dos provincias quemutilaría.

Para satisfacer las exigencias deMohammed Ali Jinnah, dos de lasentidades más perfectas de la India, elPenjab y Bengala, deberían ser partidasen dos. Entre estas provincias había,además, una distancia de 1.500 km, locual condenaba al futuro Pakistán alabsurdo geográfico de un estado en dospartes. Se necesitarían veinte días —más que la duración del viaje hastaMarsella— para ir por mar desdePakistán Occidental hasta PakistánOriental. Tan sólo aparatoscuatrimotores serían capaces de enlazar

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sin escalas dos mitades del país; pero,¿podría el nuevo Estado permitirse ellujo de comprar tales aviones? Si, almenos, las dos regiones hubieran podidopaliar su separación geográfica con unaunidad racial y cultural, se hubieratratado de un mal menor. Pero no habíanada de eso: los musulmanes del Penjaby los de Bengala eran tan diferentescomo pueden serlo los suecos y losespañoles. Sólo su religión era lamisma.

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Las dos provincias de Penjab y de Bengalaquedaron cortadas en dos. Para reunirse con suscomunidades respectivas, separadas por la

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partición, 10 millones de hinduistas, demusulmanes y de sijs se arrojaron a los caminos,dando lugar al mayor éxodo de la historia.

De baja estatura, vivarachos, de pieloscura, los bengalíes eran de cepaasiática. Por las venas de los penjabíescorría, por el contrario, la sangre detreinta siglos de conquistas arias que lesdaba la tez clara y rasgos de los pueblosdel Turquestán, de las vastas estepasrusas, de Persia, de los desiertos deArabia e, incluso, de las islas de laantigua Grecia. Ni la historia, ni lalengua, ni la cultura ofrecían a estas doscomunidades, tan fundamentalmente

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distintas, ningún lazo que les permitieracomunicarse entre sí. Su asociación enel interior del Pakistán sería una uniónmonstruosa realizada contra todos losimperativos de la lógica.

El Penjab era la perla de la coronade la India. Tan vasto como la mitad deFrancia, se extendía desde las orillasdel Indo, en el extremo noroeste delpaís, hasta las puertas mismas de lacapital, Nueva Delhi. Era un país decentelleantes ríos, de ricas llanurascubiertas de mieses, un oasis bendecidopor los dioses en la aridez de lapenínsula. La palabra Penjab significa«Tierra de los cinco ríos». De los cinco

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torrentes a los que esta provincia debesu fertilidad, el más célebre es uno delos ríos reyes del Globo, el Indo, quehabía dado su nombre al subcontinenteindio. Durante siglos, su valle habíasido la gran ruta de invasión hacia laIndia. Cinco mil años de tumultuosahistoria habían moldeado el carácter delPenjab y cimentado su identidad. Susespacios inmensos habían retumbadocon los galopes de las hordasconquistadoras del Asia. Su tierra habíainspirado el canto celeste del librosagrado del hinduismo, el BhagavadGita, rememorando el diálogo místicoentre el dios Krishna y el rey guerrero

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Arjuna. En sus llanuras, habíanacampado las legiones persas de Daríoy de Ciro y los macedonios deAlejandro Magno. Los morías, losescitas, los parsis la habían ocupadoantes de ser barridos por las oleadas dehunos y los califas del Islam quellevaban su fe monoteísta a las masaspoliteístas hindúes. Tres siglos dedominación mogol habían elevado luegoal Penjab a su apogeo y sembrado susuelo con los imperecederosmonumentos de la India musulmana.

Con sus barbas rizadas y sus largoscabellos ocultos bajo turbantes de todoslos colores, los sikhs lo habían

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conquistado entonces, antes desucumbir, a su vez, a la dominación desus últimos ocupantes, los ingleses, quehabrían de ofrecerle una prosperidad sinpar en Asia.

El Penjab era una entidad tan sutil ycompleja como los mosaicos de losedificios de su glorioso pasado mogol.Su escisión no podía por menos deprovocar un traumatismo irreparableentre sus poblaciones. Dieciséismillones de musulmanes compartían conquince millones de hindúes las callejasy los barrios de sus 17.932 ciudades yaldeas. Aunque la religión lesdiferenciaba en comunidades separadas,

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tenían en común una lengua, unastradiciones y un idéntico orgullo por supersonalidad intrínseca de penjabíes. Sucoexistencia económica era más íntimaaún. La riqueza del Penjab derivaba deun milagro del hombre cuyo mismocarácter excluía toda idea de división:la gigantesca red de canales de riegoque construidos por los ingleses habíanconvertido a esta región en el grangranero de la India. Corriendo de Este aOeste, los surcos nutricios habíanpermitido cultivar desiertos y mejorar laexistencia de millones de penjabíes.Calcada sobre la implantación decanales, una magnífica red de carreteras

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y vías férreas permitía enviar losproductos del Penjab hacia el resto de laIndia. Cualquiera que fuese, la fronterade una partición condenaría a muerteeste eficaz sistema vascular. Del mismomodo, ninguna división evitaría escindiren dos a la altiva y belicosa comunidadsikh: más de dos millones de susmiembros corrían el riesgo de verintegrados en un Estado musulmán,algunos de sus más venerados santuariosy sus ricas tierras arrancadas aldesierto.

De hecho, cualquiera que fuese lalínea divisoria, prometía crear unaverdadera pesadilla para millones de

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hombres. Sólo un intercambio depoblaciones a una escala única en laHistoria podría evitar lo peor,trasladando los hindúes hacia el Este ylos musulmanes hacia el Oeste. Desde elIndo hasta las puertas de Nueva Delhi, ya lo largo de casi mil kilómetros, nohabía una sola ciudad, una sola aldea, unsolo campo de trigo o de algodón, queno se hallaran amenazados por el planque Lord Ismay había recibido orden deimplantar.

La división de la provincia deBengala, en el otro extremo de lapenínsula, contenía los gérmenes de otrodrama. Más poblada que Gran Bretaña e

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Irlanda juntas, Bengala contaba contreinta y cinco millones de hindúes ytreinta millones de musulmanes en unterritorio que se extendía desde lasjunglas del Himalaya hasta las marismasdel delta del Ganges y del Brahmaputra.No obstante sus dos comunidadesreligiosas distintas, Bengala constituíauna entidad, más aún que el Penjab.Fueran musulmanes o hindúes, losbengalíes tenían sus orígenes en lasmismas fuentes raciales, hablaban lamisma lengua, compartían la mismacultura. Tenían una forma típica desentarse en el suelo, de declamar susfrases con un crescendo final, y todos

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celebraban el Año Nuevo el 15 de abril.Sus poetas, como Rabindranath Tagore,sus pensadores, como Sri Aurobindo,sus filósofos como Swami Vivekananda,eran glorificados por todos.

El origen de la mayoría de losbengalíes, musulmanes o hindúes, seremontaba a los lejanos tiempos de laEra precristiana, antes, incluso, de quefloreciera la civilización budista en eldelta del Ganges. Cuando losconquistadores hindúes llegaron, en elsiglo I de nuestra Era, les obligaron aabjurar de su fe y a convertirse alhinduismo. Más tarde, las poblacionesde la parte oriental de Bengala

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acogieron con alivio a los jinetes deMahoma: encantados de escapar a laopresión hindú, abrazaron unánimementeel Islam. Desde entonces, Bengala seencontró fraccionada en dos etniasreligiosas, los musulmanes en el Este,los hindúes en el Oeste.

En 1905, Lord Curzon, uno de losmás eminentes virreyes de la India,intentó confirmar políticamente estadivisión escindiendo de manera oficial aBengala en dos regiones más fáciles deadministrar. Su tentativa concluyó en unfracaso, seis años más tarde, al haberdemostrado una sangrienta revoluciónque entre los bengalíes la pasión

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nacionalista prevalecía sobre la pasiónreligiosa.

Si el Penjab había recibido de laProvidencia el maná de la fertilidad,Bengala parecía abrumada por lamaldición. País de tifones y de terriblesinundaciones, granero de arroz de laIndia y del Sudeste asiático hastamediados del siglo XIX, era una tórridae inmensa extensión pantanosa en la quesolamente nacían dos plantas a las quedebía un precario bienestar, el arroz y la«fibra de oro», el yute. El límite entrelas dos zonas de cultivo coincidía con lafrontera religiosa: el arroz crecía en elOeste, entre los hindúes, el yute en el

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Este, entre los musulmanes.No obstante, la clave de la

existencia de Bengala no residía en suscultivos, sino en una ciudad. Una ciudadque había servido de trampolín a laconquista británica, la segunda ciudaddel Imperio después de Londres, elprimer puerto de Asia: Calcuta, trágicoescenario de las matanzas de agosto de1946. Todo en Bengala —las carreteras,las vías férreas, las comunicaciones, laindustria— convergía hacia Calcuta. Enel supuesto de una partición de Bengala,era fatal que, por su situacióngeográfica, esta metrópoli fueraintegrada a la mitad occidental hindú,

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fatalidad que condenaría a unainexorable asfixia a la parte orientalmusulmana. Casi todo el yute del mundoprocedía de la Bengala orientalmusulmana, pero todas las fábricas quelo transformaban en cuerda, en tela y ensacos estaban concentradas en torno aCalcuta y en la Bengala occidentalhindú. Fuera del yute, la partemusulmana no producía ningún otrocultivo; la supervivencia de sus treintamillones de habitantes dependía delarroz, que sólo crecía en el lado hindú.

A finales de abril de 1947, el últimogobernador británico de Bengala, SirFrederick Burrows, antiguo sargento de

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los Grenadiers Guards y ex sindicalistaferroviario, predijo que la Bengalaoriental musulmana —la región querecibiría un día el nombre de BanglaDesh— estaba condenada, en caso dedivisión, a convertirse en «la zona ruralmás extensa y miserable de la Historia».

Finalmente, la partición era absurdae ilógica por una última razón. El sueñode un Estado musulmán independientehabía tenido su origen en la voluntad desustraer las minorías musulmanas de laIndia a la opresión hindú. Ahora bien,aun cuando Jinnah obtuviera todos losterritorios que reivindicaba, sólo menosde la mitad de los musulmanes indios

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formarían parte de su Pakistán. Losdemás estaban tan desperdigados portoda la península que parecíahumanamente imposible reagruparlos.Islotes perdidos en un océano hindú,serían ineluctablemente los rehenes y lasprimeras víctimas de un conflicto entrelos dos países. De hecho, aun despuésde su amputación, la India continuaríateniendo cerca de cincuenta millones demusulmanes, convirtiéndose así en lasegunda nación musulmana del mundo,después del nuevo Estado nacido en susentrañas[11].

Así se presentaban, en la primaverade 1947, las dos partes de un

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matrimonio que, menos de un cuarto desiglo después, iba a desembocar en elmás sangriento de los divorcios.

Si en aquel mes de abril de 1947Louis Mountbatten, Jawaharlal Nehru oel Mahatma Gandhi hubieran tenido antelos ojos cierta fotografía, tal vez hubierapodido evitarse aún la tragedia queamenazaba a la India. Este documentosuministraba, en efecto, una informaciónsusceptible de alterar la ecuaciónpolítica india y, casi con toda seguridad,modificar el curso de la historia enAsia. Pero el secreto estaba tan bien

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guardado que hasta el propio C.I.D.británico, uno de los servicios deinvestigación criminal más eficaces delmundo, ignoraba su existencia.

El centro de la imagen mostraba doscírculos negros del tamaño de pelotas deping-pong. Cada uno de ellos estababordeado por una orla blanca irregular,como el halo del sol en un eclipse. En laparte superior, toda una galaxia de puntitos blancos esmaltaba la trama lechosadel cliché. Se trataba de la radiografíade dos pulmones humanos. Los círculosnegros eran lesiones infecciosas; elreguero de puntitos blancos, zonas en lasque el tejido pulmonar o pleural se

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había endurecido, confirmando eldiagnóstico de tuberculosis avanzada. Elenfermo sólo tenía unos cuantos mesesde vida.

Guardado en un sobre sin menciónalguna, este cliché se hallaba encerradoen la caja fuerte del doctor Jal R. Patel,un médico de Bombay. Su cliente era elhombre glacial e inflexible que habíafrustrado todos los esfuerzos deMountbatten por preservar la unidad dela India. Mohammed Ali Jinnah, el únicoobstáculo insuperable para alcanzar esteobjetivo, estaba condenado a muerte. Enjunio de 1946, nueve meses antes de lallegada del nuevo virrey, el doctor Patel

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había diagnosticado la terribleenfermedad cuyo resultado no podíasino ser fatal a breve plazo. Latuberculosis, esa maldición que matabatodos los años a millones de indiossubalimentados, había golpeado alprofeta del Pakistán, que tenía a la sazónsetenta años.

Jinnah había adolecido durante todasu vida de salud delicada a causa de sufragilidad pulmonar. Mucho antes de laguerra, había sido atendido en Berlín delas complicaciones de una pleuresía.Frecuentes crisis de bronquitis habíandisminuido posteriormente sus fuerzas ydebilitado su sistema respiratorio hasta

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el punto de que un discurso un pocolargo le dejaba sin aliento durante horasenteras.

En 1946, el líder musulmán fuepresa de un nuevo ataque de bronquitisen Simla. En el tren que le llevaba aBombay, su estado no cesó deagravarse. Se tornó tan alarmante, que suhermana Fátima tuvo que avisar aldoctor Patel durante el viaje. El médicologró reunirse con Jinnah en lossuburbios de Bombay. Comprendió alinstante que su ilustre paciente sehallaba «en un estado desesperado».Informó que no podría soportar elrecibimiento triunfal que le esperaba en

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la estación central de Bombay y le hizodescender en una estación de cercaníaspara conducirle directamente al hospital,donde la radiografía le reveló lo quesería algún día el secreto mejorguardado de la India.

Si Mohammed Ali Jinnah hubierasido un cualquiera, su médico le habríaenviado inmediatamente a un sanatorio.Pero Jinnah no era un enfermo como losdemás. A su salida del hospital, eldoctor Patel le recibió en su despacho.Sabía que Jinnah estaba quemando susúltimas fuerzas: desde hacía diez años,solamente sobrevivía «a golpe dewhisky, de voluntad y de cigarrillos».

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El doctor Patel reveló la verdad a supaciente: padecía un mal inexorable ydebía cambiar radicalmente su forma devida. Si no reducía sus actividades, sesometía a largos y frecuentes períodosde reposo y dejaba de beber y de fumar,no podía esperar vivir más que unospocos meses.

Jinnah escuchó el veredicto sininmutarse. No podía ni considerar,explicó, la posibilidad de abandonar elcombate de toda su vida por un lecho deagonizante. Nada, excepto la tumba, leapartaría de la tarea que se había fijado:asumir el destino de los musulmanes desu país en esta encrucijada crítica de su

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historia. Estaba dispuesto a reducir suritmo, pero sólo en la medida en que lopermitiesen los deberes históricos de sucargo.

Jinnah sabía que, si Nehru y susadversarios del Congreso se enterabande que estaba a punto de morir, podíacambiar toda la perspectiva política.Eran capaces de esperar su muerte paradesmantelar su gran sueño del Pakistánejerciendo presión sobre sus colegasmás maleables de la Liga musulmana.Impuso, pues, un secreto absoluto sobresu enfermedad.

Sostenido por inyecciones diarias,Jinnah volvió a su trabajo sin hacer la

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menor concesión a las prescripciones desu médico. No estaba dispuesto a dejarque su cita con la muerte le arrebatara sucita con la Historia. Con sobrehumanovalor, luchó hasta el fin para alcanzar suobjetivo. «La rapidez —le había dicho aMountbatten en su primera discusiónsobre el futuro de la India— es laesencia de su contrato». La rapidez seconvertía en la esencia del contratopersonal de Mohammed Ali Jinnah conel destino[12].

Los once caballeros reunidos entorno a la mesa ovalada de la sala del

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consejo que esperaban con respeto a queLord Mountbatten abriese sus debateseran, en cierto modo, los descendientesde los padres fundadores de la EastIndia Trading Company. Tres siglos ymedio antes, sus antecesores, ávidos deriquezas, lanzaron a Inglaterra a laconquista de la India. Gobernadores delas once provincias de la India británica,eran los pilares del Imperio. Habíanalcanzado el apogeo de una carreraenteramente consagrada a su servicio ysaboreaban ahora los privilegios conque soñaran en los aislados puestos desus años jóvenes. Solamente dos eranindios.

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Sumamente competentes yentregados por completo a su cargo,estos hombres aportaban a la India elfruto de una experiencia sin igual;recibían a cambio una existenciafastuosa. Sus residencias oficiales eranverdaderos palacios atendidos porlegiones de sirvientes. Su autoridad seextendía sobre territorios tan vastos ypoblados como los más grandes paísesde Europa. Recorrían sus provincias enlujosos vagones especiales, susciudades en «Rolls-Royce» escoltadospor lanceros cubiertos por turbantes. Susjunglas, sobre elefantes engualdrapados.

Sentados alrededor del virrey por

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orden de precedencia, se encontraban,primeramente, los representantes de tresgrandes presidencias, las de Bombay,Madrás y Bengala. Venían luego losgobernadores de las demás provincias;el Penjab, Sind con su puerto deKarachi, las Provincias unidas, Bihar,Orissa, Assam, en los confines de lafrontera birmana, las Provinciascentrales y, por último, la provincia delNorte que custodiaba el paso de Khybery la frontera indo-afgana.

Para Mountbatten, esta confrontaciónconstituía una prueba delicada. A suscuarenta y seis años, él era el más jovende todos. Desembarcaba en Nueva Delhi

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sin ninguno de los títulos habitualmenterequeridos para su alto cargo, talescomo una ejemplar carreraparlamentaria o un brillante pasado deadministrador. No estaba apenasfamiliarizado con los problemas de estepaís en que la mayoría de losgobernadores habían pasado toda suvida, penetrándolo hasta su médula,aprendiendo sus dialectos,convirtiéndose, como algunos, enexpertos mundialmente famosos de sucomplicada historia. Estos hombres,orgullosos de su pasado, no podían pormenos de acoger con escepticismo losplanes de aquel joven neófito recién

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desembarcado.Mountbatten estimaba, no obstante,

que su falta de experiencia india noconstituía verdaderamente unadesventaja. Si ellos, esos especialistas,se habían mostrado incapaces deproponer la menor solución al embrolloindio, era sin duda «porque estabandemasiado apegados a la vieja escuelaimperial y todos sus esfuerzos tendían,en el fondo, a preservar el sistemaexistente».

Abrió los debates invitando a cadagobernador a trazar un cuadro de lasituación en su provincia. Los relatos deocho de ellos no eran demasiado

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alarmantes: en conjunto, reinaba lacalma en sus territorios. No ocurría lomismo con las tres provincias críticas:el Penjab, la provincia fronteriza delNoroeste y Bengala.

Con el rostro tenso y ojeroso aconsecuencia de la fatiga, tomó lapalabra Sir Olaf Caroe, gobernador dela frontera y guardián del desfiladeropor donde, durante treinta siglos, sehabían precipitado los conquistadoresde la India. Llevaba tres días sin dormira causa del aluvión de telegramas que leanunciaban nuevos incidentes. Enaquellos confines del Imperio se habíadesarrollado casi toda la carrera de

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Caroe. Ningún etnólogo viviente podíapretender rivalizar con él en elconocimiento de los belicosos pathans,de su lengua, de su cultura. Su capital,Peshawar, albergaba todavía uno de losbazares más pintorescos de Asia; todaslas semanas llegaba de Kabul unacaravana de camellos cargados depieles, de azúcar, de opio, de tapices,vajillas de plata, relojes, productos deun fructífero contrabando procedente delmundo entero, incluida la URSS. Lascuevas excavadas en las montañasconstituían un laberinto de talleressecretos de los que salíanresplandecientes armas destinadas a los

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masudis, a los afridis, a los wazirs, esoslegendarios guerreros de las tribuspathans.

La situación en la provinciafronteriza del Noroeste corría el riesgode degradarse, anunció Olaf Caroe, y enese caso podía realizarse la viejapesadilla británica de las hordas deinvasores volcándose desde el Noroestepara forzar las puertas del Imperio. Lastribus pathans instaladas en Afganistánsólo esperaban la ocasión paradesparramarse por el paso de Khybersobre Peshawar y el valle del Indo, a laconquista de territorios quereivindicaban desde hacía un siglo. «Si

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no tomamos medidas urgentes —declaró—, se nos va a venir encima una crisisinternacional».

El cuadro trazado por Sir EvanJenkins, el taciturno gobernador delPenjab, era más sombrío aún. Galés deorigen, Jenkins se había consagrado alPenjab con la misma pasión que Caroepor su provincia fronteriza. Su entregaera tan total que sus detractoresacusaban al viejo solterón de habersecasado con su Penjab «hasta el punto deolvidar así que existía el resto de laIndia». Toda solución al problemaindio, declaró, no dejaría de originardisturbios en su provincia. Sería

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necesario por lo menos un Cuerpo deejército para mantener allí el orden en elcaso de que se decidiera la partición.«Es absurdo predecir que el Penjabarderá si es dividido —concluyó—, seencuentra ya en llamas».

El gobernador Sir FrederickBurrows, estaba ausente a consecuenciade una leve enfermedad, pero el informesobre la situación en Bengala quepresentó su adjunto era tan alarmantecomo los dos anteriores.

Cuando hubo terminado estaexposición, Mountbatten hizo distribuira cada gobernador un documento quecontenía, explicó, las grandes líneas «de

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uno de los planes en estudio pararesolver la situación». A fin de«facilitar la designación», había sidobautizado con el nombre de «PlanBalcanes». Era el boceto del plan departición de la India que el virrey habíapedido una semana antes a su director deGabinete, Lord Ismay.

Una onda de choque pareciórecorrer la asamblea mientras losgobernadores hojeaban las primeraspáginas. A la vez arquitectos ydefensores de la unidad de la India,estos hombres habían consagrado suvida a luchar por consolidarla, y he aquíque Gran Bretaña pensaba ahora en

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destruirla.El plan —cuyo nombre estaba

inspirado en la fragmentación de losBalcanes en una multitud de Estadosdespués de la guerra de 1914-1918—daba a cada una de las once provinciasindias la opción de integrarse, bien en elPakistán, bien en la India; o, incluso, sila mayoría de sus habitantes hindúes ymusulmanes así lo decidían, hacerseindependiente.

Mountbatten precisó que «noabandonaría a la ligera toda esperanzade conservar la unidad de la India».Quería que el mundo entero supiese quelos ingleses hacían todo lo que estaba en

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su mano por salvaguardarla. Pero, siGran Bretaña fracasaba, era esencialque el mundo supiese también que era«la opinión india y no una decisiónbritánica quien había dictado la elecciónde la partición». Por su parte, creía queel Pakistán sería un Estado tan pocoviable que sus responsables no tardaríanen querer regresar «al regazo de unaIndia reunificada».

Los once hombres, encarnaciones dela sabiduría colectiva que habíagobernado la India durante un siglo,acogieron sin entusiasmo estaperspectiva: según ellos, la partición nopodía aportar la solución al dilema

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indio. Sin embargo, no se opusieron aella. En realidad, no tenían nada queproponer.

Aquella noche, en el comedor dehonor del palacio, donde los retratos delos diecinueve virreyes de la Indiaparecían contemplarles como juecessurgidos del pasado, los gobernadores,acompañados por sus esposas,clausuraron su última conferencia con unbanquete solemne presidido por Lord yLady Mountbatten. Al final de la cena,los criados llevaron unas garrafas deOporto. Cuando todas las copasestuvieron llenas, Lord Mountbatten, enpie, levantó la suya. Nadie lo notaba

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aún, pero con este gesto finalizaba unaépoca. Nunca más propondría un virreyde la India a sus gobernadores el brindisque ahora pronunciaba Mountbatten porsu propio primo:

—Ladies and Gentleman, to TheKing-Emperor!

El impresionante cono blanco delNanga Parbat quedó enmarcado en lasventanillas del avión. Lanzaba hacia elcielo su vertiginosa cumbre de ocho milmetros que dominaba orgullosamente alos demás picos. En toda la amplitud delhorizonte, los pasajeros podían admirar

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las nevadas laderas de una de lasmayores cordilleras del mundo, elHindukush, formidable muradla quesepara el subcontinente indio de lainmensidad de las estepas rusas. Elaparato viró hacia el Sur y sobrevoló laserpiente centelleante del Indo paraemprender el descenso hacia las tapias ylos tejados de tierra seca quecuadriculaban la ciudad de Peshawar,capital de la provincia fronteriza delNoroeste.

Al tomar tierra el avión, los viajerosdivisaron una multitud en movimientocontenida por un delgado cordón depolicías en torno al aeródromo.

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Mountbatten había decidido suspendermomentáneamente sus negociaciones ensu climatizado despacho de Nueva Delhipara ir a tomar la temperatura políticade las dos provincias del Noroeste. Lanoticia de su visita se había extendidocomo un reguero de pólvora por toda laregión. Desde hacía veinticuatro horas,azuzados por los militantes de la Ligamusulmana de Jinnah, decenas demillares de hombres convergían sobrePeshawar. Llegados en camiones, enautobuses, a caballo, a pie, en tonga, entrenes especiales, cantando y blandiendosus armas, se derramaban sobre lacapital de la provincia para entregarse a

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la mayor manifestación de su historia.Estas gentes de piel clara de las

belicosas tribus pathans se disponían aofrecer a Mountbatten un inesperadorecibimiento. Excitados por el calor y elpolvo, desbordando a sus jefes,vibraban con un mismo y frenético deseode gritar su apoyo a la causa delPakistán. La Policía había logradocanalizar el torrente hacia la ampliaexplanada que se extendía entre elterraplén de la vía férrea y las murallasdel viejo fuerte mogol de Peshawar.Pero, en su creciente impaciencia,amenazaban continuamente turbar lavista del virrey y de su esposa con el

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crepitar de sus fusiles.La presencia en Peshawar de estas

muchedumbres se debía a la paradójicasituación de la provincia fronteriza.Aunque musulmana en un 93%, supoblación había votado siempre por elpartido hindú del Congreso. El dirigentelocal era un jefe tribal musulmánllamado Abdul Ghaffar Khan, colosobarbudo que recordaba a un profeta delAntiguo Testamento. Había consagradosu vida a predicar el mensaje de amor yde no violencia a aquellos guerrerospara quienes la venganza de sangre erauna tradición sagrada. Apodado el«Gandhi de la Frontera», este singular

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personaje había conservado el apoyopopular hasta el día en que, fiel alMahatma, se había alzado contra lapretensión de Jinnah de crear un Estadomusulmán. Influida por los agentes de laLiga musulmana, la población tornósefinalmente contra Abdul Ghaffar Khan yel Gobierno provincial que habíainstaurado en Peshawar.

La presencia de esta aullantemultitud llegada para recibir aMountbatten, su mujer y su hija Pamela,de diecisiete años, demostraba que eraJinnah y no «el Gandhi de la Frontera»quien atraía hoy los sufragios de estaprovincia.

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Visiblemente inquieto, elgobernador, Sir Olaf Caroe, se apresuróa conducir a los visitantes a suresidencia, custodiados bajo fuerteescolta. Cien mil manifestantesocupaban la explanada próxima, prontosa desbordarse. Si lo conseguían, lasfuerzas de seguridad no tendrían másremedio que abrir fuego. Aconsecuencia de ello, se produciría unamatanza, que ahogaría en un baño desangre las esperanzas que aportaba elreinado de Mountbatten.

Contra el parecer de los jefes de laPolicía y del Ejército, que considerabanuna locura el proyecto, el gobernador

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sugirió al virrey que se mostrara a lamultitud para intentar apaciguarla. «Deacuerdo, acepto el riesgo», dijoMountbatten. Para desesperación de losresponsables de su seguridad, Edwinaexigió acompañarle.

Pocos minutos después, un jeep losdepositaba juntamente con elgobernador, al pie del terraplén delferrocarril. Mountbatten tomó de lamano a su mujer, y ambos escalaron elmontículo. Desde aquel precario dique,descubrieron a sus pies a la multitudaullante y hostil. El suelo temblaba bajolos pies de los manifestantes, cuyosgritos y cuyo frenesí encarnaban la

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violencia de las pasiones que agitabanaquella primavera a las desesperadasmasas indias. Torbellinos de polvoascendían hacia el cielo; los aullidosdesgarraban la atmósfera saturada decalor. Lord y Lady Mountbatten sesintieron un instante dominados por elvértigo. Había llegado el momento de laverdad para la operación «Seducción»,un momento en el que todo podíaderrumbarse.

Viendo a las dos siluetas enfrentarsea la multitud, Sir Olaf Caroe sintióoprimírsele el corazón. Bastaba un loco,un solo energúmeno sediento de sangre,para abatir al virrey y su esposa, «como

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patos sobre un estanque». Duranteinterminables segundos, Caroe creyóque «las cosas iban a rodar mal».

Mountbatten parecía vacilar. Noconocía una sola palabra de pashtu, lalengua de los pathans. Pero, de pronto,se produjo una inversión inesperada dela situación.

El azar había querido que, para esteimprovisado encuentro con los guerrerosmás feroces del Imperio, el virreyvistiera el uniforme de tela que llevabacuando era comandante supremointeraliado en Birmania. El color de esteuniforme era lo que iba a evitar latragedia: el verde, color del Islam, el

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verde sagrado de los hadjis, los santoshombres que habían hecho laperegrinación a La Meca. Losmanifestantes, la mayoría de los cualesllevaban el uniforme de los «camisasverdes», vieron probablemente en laelección de este atuendo la voluntad desolidarizarse con su causa, un sutilhomenaje rendido a su religión. Secalmaron espontáneamente, y un atentosilencio descendió sobre la explanada.

Teniendo todavía a su esposa cogidade la mano, Mountbatten le susurró:«Salúdales con la mano». Lentamente,graciosamente, Edwina levantó el brazoal mismo tiempo que él hacia el mar

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humano. Por un instante, la suerte de laIndia pareció suspendida de su gesto.Mientras sus manos batían suavementeel aire recalentado, brotó de pronto unclamor inmenso, interminable, unaletanía triunfal que transformaba enapoteosis los instantes más peligrososde la operación «Seducción».

«Mountbatten zindabad! —gritabanlos feroces guerreros pathans—,Mountbatten zindabad! (¡VivaMountbatten!)»

Cuarenta y ocho horas después deesta confrontación, Louis y Edwina

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Mountbatten aterrizaban en el Penjab.Sir Evan Jenkins les llevó rápidamente aun pequeño poblado situado a cuarentakilómetros de Rawalpindi. El virrey ibaa poder comprobar sobre el terreno larazón del grito de alarma lanzadocatorce días antes por el gobernador ydescubrir con sus propios ojos laatrocidad de la tragedia que se incubabaen aquella cruel primavera de 1947.

Joven capitán de barco, Mountbattenhabía visto a muchos de sus compañerosdesaparecer en el naufragio de sudestructor frente a las costas de Creta;comandante en jefe, había dirigido amillones de combatientes a través de la

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salvaje jungla birmana. Sin embargo,nada igualaba en horror el espectáculoque se le ofreció en este poblado de3.500 almas, semejante a los otrosquinientos mil poblados indios. Durantesiglos, dos mil hindúes y sikhs habíanvivido allí en paz con 1.500musulmanes. El esbelto alminar de lamezquita y la torre redondeada delgurudwara sikh eran hoy los únicosvestigios de lo que había sido Kahuta.

Una noche, poco antes de la visita deMountbatten, una patrulla británica delNorfolk Regiment había podidocomprobar, en una misión dereconocimiento, que los aldeanos

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dormían en la paz y la confianza mutuasde su buena armonía. A la mañanasiguiente, Kahuta había dejado deexistir. Los hindúes y los sikhs estabantodos muertos, o habían desaparecido.

Una horda de musulmanes habíacaído sobre el pueblo, prendiendo fuegoa sus casas. En pocos minutos, todo subarrio era pasto de las llamas; familiasenteras perecían en el enorme brasero.Los que conseguían huir eran atrapados,atados unos a otros, rociados congasolina y quemados vivos. Sacadas desus lechos para ser violadas yconvertidas por la fuerza del Islam,sobrevivieron unas cuantas mujeres

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hindúes. Otras lograron escapar a susraptores para correr a arrojarse en lasllamas y perecer en ellas con susfamilias. Imposible de dominar, elincendio se extendió al barrio musulmány consumó la aniquilación de Kahuta.

«Hasta que fui a Kahuta —escribiríaMountbatten al Gobierno de Londres—,no pude medir la amplitud de lasabominaciones que tienen lugar aquí».

Su confrontación con las multitudesde Peshawar y el espectáculo de unaaldea devastada de Penjab le daban laúltima confirmación que necesitaba: eljuicio que había formulado después dediez días de consultas en Nueva Delhi

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era correcto. La rapidez era la condiciónesencial para un arreglo de la situaciónindia. Si no actuaba inmediatamente, elpaís se hundiría en el caos, arrastrandoen su caída al Imperio y a su virrey.Para salir del punto muerto, era precisoadoptar con toda urgencia la soluciónque personalmente le repugnaba, peroque imponían las circunstancias, lapartición.

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Durante una comida celebrada en Londres en1931 a la que asistió el paladín de la causamusulmana, Mohammed Alí Jinnah (señalado conuna cruz en aspa), se lanzó la idea de un Estadoislámico independiente que reuniera a losmusulmanes indios. Dicho Estado debía llamarsePakistán.

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Quinta estación delviacrucis de Gandhi:

un hombre solo con susueño destrozado

Se había reanudado el largoviacrucis de Gandhi. En la noche del día1 de mayo de 1947, su nueva estaciónera la misma choza del barrio de losintocables de Nueva Delhi donde quincedías antes, había exhortado sin éxito asus compañeros a que entregaran toda la

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India a Jinnah para salvar, costara loque costase, su unidad. Sentado encuclillas una vez más, con una toallahúmeda sobre la cabeza, el viejo profetaasistía ahora a los debates de los jefesdel Congreso reunidos a su alrededor.La ruptura definitiva entre Gandhi y suscompañeros, iniciada en el transcurso dela reunión anterior, era ya inevitable.Los largos años de prisión, las penosashuelgas de hambre, los hartals de dueloy de silencio, las campañas de boicot,habían señalado otras tantas etapas en elcamino que conducía a este momentolímite. Gandhi había cambiado el rostrode la India y predicado una de las

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doctrinas más originales de su tiempopara llevar a su pueblo a la libertad pormedio de la no violencia; y ahora, estasublime victoria corría el riesgo detransformarse en conflicto personal. Alextremo de sus fuerzas y de supaciencia, sus compañeros estabandispuestos a aceptar la división de laIndia como la ineluctable condición desu independencia.

Gandhi no se oponía a la partición acausa de una mística veneración por launidad india. Pero los años pasados ensus aldeas le habían dado un profundoconocimiento del alma india que nopodía poseer ninguno de los políticos de

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Nueva Delhi. Él sabía que la particiónno podía ser esa simple «operaciónquirúrgica» que Jinnah proponía aMountbatten. Sería una matanzagigantesca que iba a arrojar a unoscontra otros, desconocidos, perotambién vecinos, amigos y colegas através de toda la península. Correría lasangre en nombre de una causa odiosa einútil, la división del país en dosbloques condenados a devorarsemutuamente. Y esta lucha no tendría finjamás.

El drama de Gandhi radicaba en queno tenía otro camino que ofrecer a suscompañeros más que el de obedecer a su

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instinto, aquel instinto que, en el pasado,con tanta frecuencia les había guiadohacia la luz. Pero, a sus ojos, el viejoprofeta había dejado de serlo. ComoMountbatten, todos sentían la amenazade una catástrofe inminente, y que lapartición, por dolorosa que fuese, era elmedio de escapar a ella.

Gandhi creía con todo su ser que seequivocaban. Y, de todos modos, elcaos era, según él, preferible a lapartición. Jinnah sólo obtendrá suPakistán si los ingleses se lo dan, adujo,y no se lo darán si tropiezan con laoposición de una mayoría del Congreso.Decidles a los ingleses que se vayan,

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cualesquiera que sean las consecuenciasde su marcha, suplicó. Decidles queabandonen la India «a Dios, al caos, a laanarquía, a todo lo que queráis, pero quese vayan». «Nosotros caminaremos entrelas llamas —añadió—, pero las llamasnos purificarán».

Su voz predicaba ya en el desierto.Sus más fieles discípulos permanecíansordos a sus exhortaciones.Convencidos de que la secesión de losmusulmanes no podía sino favorecer elprogreso de una India hindú, muchos sehabían reconciliado hacía tiempo con laidea de una división.

Nehru se sentía desgarrado entre su

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profundo afecto hacia Gandhi y suadmiración a Mountbatten. El Mahatmahablaba a su corazón, el virrey a surazón. Si, por instinto, Nehru detestabala idea de la partición, su espírituracionalista le decía que era la únicasolución. Desde que él también llegara ala misma conclusión, Mountbatten, conla ayuda de su esposa, había desplegadotoda su habilidad y su capacidad depersuasión para atraerse al amigo indio.Se había servido de un argumentodecisivo: liberada de Jinnah y de losmusulmanes, la India hindú podría darsea sí misma el Gobierno fuerte que Nehrunecesitaría para construir su Estado

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socialista.La adhesión de Nehru arrastró la de

otros jefes del partido. El PrimerMinistro indio fue encargado deinformar al virrey de que el Congreso,«aunque permaneciendoapasionadamente aferrado al principiode la unidad de la India», aceptaba lapartición, a condición de que fuerandivididas las dos grandes provincias dePenjab y de Bengala.

Abandonado por los suyos, Gandhiquedaba solo con su sueño destrozado.

Al día siguiente, 2 de mayo de 1947,

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a las seis de la tarde, exactamentecuarenta días después de su aterrizaje enNueva Delhi, el «York MW 102»emprendía el vuelo hacia Londres con eldirector de Gabinete de Mountbatten.Lord Ismay iba a someter a laaprobación del Gobierno de SuMajestad un plan para la partición de laIndia.

Todos los esfuerzos del virrey parapreservar la integridad del continenteindio se habían estrellado finalmentecontra la intransigencia de Jinnah.Mountbatten continuaba ignorando laexistencia del único elemento quehubiera podido modificar la situación.

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Durante todo el resto de su vida,consideraría su impotencia paraablandar a Jinnah como el único fracasode su carrera. La angustia queexperimentaba ante la idea de entrar enla Historia como el autor de la divisiónde la India se expresaba en undocumento que llevaba también Ismay.Era el quinto informe del último virreyde la India al Gobierno de ClementAttlee.

«La partición —escribía en élMountbatten— es una completa locura, ynadie hubiera podido obligarme aaceptarla si la increíble demencia racialy religiosa que se ha apoderado aquí de

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todos no hubiera cortado toda otrasalida… La responsabilidad de estainsensata decisión debe ser atribuidacon toda claridad ante los ojos delmundo exclusivamente a los indios, puesalgún día lamentarán amargamente laelección que están a punto de hacer».

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VI

«UNA HERIDA POR LAQUE ESCAPARÍA LA

MEJOR SANGRE DE LAINDIA»

Hoy no hacía falta ningún aparatode climatización: la vista que LouisMountbatten percibía desde las ventanasde su nuevo despacho era refrescantepor sí misma: las nevadas cumbres del

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Himalaya, el «Techo del Mundo», lamuralla de hielo que separa la India delTibet y de China. El vivificanteespectáculo de las verdes laderastapizadas de asfódelos y de jacintos y lacontemplación de los bosques deconíferas que cobijaban relumbrantesmatorrales de rododendros, le aliviabande la luz infernal de la capital aplastadapor el calor. Agotado por el exceso deactividad de las últimas semanas,Mountbatten observó una tradición desus predecesores abandonando NuevaDelhi para trasladarse a la instituciónmás sorprendente del Imperio de laIndia, una pequeña ciudad británica

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instalada en los contrafuertes delHimalaya: Simla.

Todos los veranos, desde hacía másde un siglo esta ciudad, encaramada ados mil metros de altitud, setransformaba durante cinco meses encapital imperial. Era un lugarencantador, con su quiosco de música decolumnas de hierro forjado, con suschalets de pequeñas ventanas y la torreTudor de su catedral anglicana cuyacampana, dentro del marcial estilo delcristianismo Victoriano, estaba hechacon los cañones fundidos capturados alenemigo durante las guerras contra lossikhs. A 1.500 kilómetros del mar,

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comunicado por un sinuoso ferrocarrilde vía única, prácticamente inaccesibleen automóvil, este apacible trozo decampiña inglesa dominaba altivamentelas llanuras tórridas y superpobladas dela India.

A mediados de abril, en cuantollegaban los grandes calores, el virreymarchaba a Simla en su tren especialblanco y oro. Todo el Imperio sedesplazaba con él hacia la capital deverano: los escuadrones de la guardia,los ayudantes de campo, los secretarios,los generales, los príncipes másimportantes, los embajadoresextranjeros, los corresponsales de

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Prensa, los altos funcionarios delGobierno y la innumerable legión desubordinados. Seguían una multitud desastres, de peluqueros, de zapateros, dejoyeros «By Appointment to H.E. TheViceroy», de negociantes en vinos y enlicores, de memsahibs inglesas con suspirámides de maletas, legiones decriados y turbulentas proles. Hasta1903, la línea férrea se detenía enKalka, y los viajeros debían continuare n tongas de dos caballos durante losúltimos sesenta kilómetros de laescalada hacia Simla. Los baúles quecontenían los archivos y los equipajeseran acarreados en charabanes o a

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hombros de porteadores. En columnasinterminables, encorvados bajo su carga,los coolíes transportaban una increíblecantidad de cajas repletas de conservas,de foie-gras, de langostinos, deembutidos, de vino de Burdeos, dechampaña, de jerez, destinados a lasfiestas que harían de Simla un paraísode refinamiento y de elegancia sin igualen Oriente.

En el interior de la ciudad, elgolpeteo de los zapatos o el petardeo delos motores eran sustituidos por el froteregular de los pies de centenares decoolíes. De acuerdo con la costumbre,sólo tres coches de caballos, y más

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tarde, de motor, tenían derecho acircular por la ciudad: el del virrey, eldel comandante en jefe del Ejército dela India y el del gobernador del Penjab.Ni los mismos dioses habían obtenidoautorización para rodar en automóvilpor Simla, decía un chiste local. Losvehículos que se utilizaban eran loscarritos de tracción humana, cochesconfortables «y no esas carretas cuyosasientos le muelen a uno las costillas»,recuerda uno de sus propietarios.Hacían falta cuatro hombres parahacerlos remontar las escarpadas calles.Un quinto hombre corría a su lado,descalzo como sus compañeros y listo

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para tomar el relevo.Si bien les prohibían llevar zapatos,

sus amos rivalizaban en distinciónrespecto al atuendo de sus coolíes. Elvirrey tenía la exclusividad del colorescarlata. Un escocés había decididovestirles con la faldilla clásica, el kilt,otra familia les había hechoconfeccionar uniformes diferentes parala mañana y la tarde. Todos llevabansobre el pecho una placa grabada conlas armas de la casa a qué servían. Loscoolíes de Simla morían jóvenes; lamayoría consumidos por la tuberculosis.

Las fiestas a las que conducían a susamos eran suntuosas, pero las más

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grandiosas seguían siendo las dadas enViceregal Lodge , el palacio del virrey,centro de la nobleza imperial y templode la precedencia. Una roseta fijada a lalanza de su carruaje diferenciaba a losinvitados, de los cuales algunossolamente tenían derecho a la puerta dehonor. Todos, sin embargo, tenían laseguridad de no codearse jamás conciudadanos del país sobre el quereinaban desde lo alto de su Olimpo.«No puede usted imaginarse laatmósfera que rodeaba al ViceregalLodge una noche de baile —cuenta connostalgia un testigo—. Con suslamparillas de aceite centelleando en la

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oscuridad, los carruajes avanzaban altrote hacia el palacio entre el sordorumor de centenares de pies descalzos».

El otro polo de la vida mundana erael hotel «Cecil», un palacio cuyahospitalidad estaba considerada comouna de las más fastuosas del mundo.Todas las noches, a las ocho y cuarto, uncriado tocado con un turbante recorríalos pasillos cubiertos de espesasalfombras haciendo sonar la campanillade la cena como en los paquebotes de la«Peninsular and Oriental». Los hombresde frac y las mujeres con vestido denoche bajaban entonces a ocupar supuesto ante las mesas puestas con

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cubertería de plata de «Mappin &Webb», vajilla de Dalton y vasos decristal de Bohemia sobre manteles deencaje irlandés. Ante cada cubierto sealineaban cinco vasos, para elchampaña, el whisky, el vino deBurdeos, el oporto y el agua.

El corazón de Simla era el Mall, unaamplia avenida que atravesaba deextremo a extremo la pequeña ciudad,ofreciendo una sucesión de tiendas, deBancos y de salones de té. Las aceras yla calzada estaban tan cuidadosamentelimpias como el palacio del virrey. Ensu centro, se alzaba la catedralanglicana, a la que el virrey y la

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virreina, en compañía de toda la coloniabritánica, acudían todos los domingos aoír los salmos del servicio cantados por«las únicas voces apropiadas, vocesinglesas».

Hasta la Primera Guerra Mundial, elMall permaneció prohibido para losindios. Esta segregación tenía uncarácter simbólico. La emigración anualhacia las alturas de Simla representabamucho más que un rito de temporada.Aportaba la sutil confirmación de lasuperioridad racial de Inglaterra, de lagracia de la Providencia que permitía alos ingleses vivir fuera de loshormigueros humanos que pululaban a

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sus pies en las resecas llanuras.Muchos de los aspectos de este

Simla de antaño habían desaparecidocuando Louis Mountbatten se instaló allía comienzos de mayo de 1947. La guerrahabía puesto fin a los desplazamientosestivales del Gobierno de la India.Incluso un indio podía ahora circularpor el Mall, a condición, no obstante, deque no llevase el vestido tradicional desu país[13].

Aunque se hallaba agotado,Mountbatten tenía buenas razones paraestar de un humor excelente. ¿No habíalogrado en seis semanas lo que suspredecesores no pudieron conseguir en

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muchos años? Había presentado alGobierno de Londres un plan queofrecía a la Gran Bretaña un medio dedesligarse honorablemente del avisperoindio, y a los indios una solución que,por penosa que fuese, levantaba lahipoteca de su futuro. Habiendoobtenido de Attlee poderesexcepcionales, no estaba obligado aasegurarse el acuerdo formal de losdirigentes indios antes de enviar su plana Londres. Se limitó a garantizar alGobierno de Clement Attlee que loaceptarían cuando les fuese presentado.

Su plan era una hábil mezcla de todolo que había aprendido en la intimidad

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de su despacho. Fundado en suconocimiento de las convicciones y lossentimientos personales de cadadirigente indio, representaba una precisaestimación de lo que, normalmente,debían de estar dispuestos a admitir.Mountbatten tenía tal confianza en susideas que anunció oficialmente suintención de someterles este plan el 17de mayo, a su regreso a Nueva Delhi.

Favorecida la reflexión por elrevigorizante frescor y la calmaolímpica de Simla, el virrey no tardó enpreguntarse si no había mostrado

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demasiado optimismo. Desde querecibiera el plan, el Gobierno deLondres no cesaba de bombardearlo contelegramas sugiriendo la modificaciónde tal o cual de sus cláusulas.

Serias inquietudes comenzaban aatormentar al virrey. Si se aplicabantodas las resoluciones de su plan, noserían dos, sino tres las partes en quequedaría dividido el subcontinenteindio. Pues Mountbatten había previstouna cláusula que permitía a una de lasonce provincias —Bengala— hacerseindependiente si así lo decidía lamayoría de cada una de suscomunidades. Los sesenta y cinco

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millones de hindúes y musulmanesbengalíes podrían, si lo deseaban,formar juntos un Estado independiente,viable y lógico, cuya capital sería elgran puerto de Calcuta. La paternidad deesta idea correspondía al dirigentemusulmán de Calcuta, SayyidSuhrawardy, el play-boy aficionado alas salas de fiestas y al champaña que,nueve meses antes, había organizado elterror en las calles de su ciudadlanzando sus tropas contra la poblaciónhindú. La proposición atrajo aMountbatten. Contrariamente almonstruoso Estado de dos cabezasreivindicado por Jinnah, una Bengala

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independiente era posible en un planoétnico y económico. Para agradablesorpresa del virrey, los dirigenteshindúes locales se habían mostradoigualmente favorables a este proyecto.No obstante, en su deseo de actuar conrapidez, Mountbatten había omitidohablar de él a Nehru, y esta negligenciale inquietaba ahora. Pensándolo bien,¿podría verdaderamente el PrimerMinistro indio aceptar una solución queprivaría a la India del puerto de Calcutay de su rico cinturón industrial? Si,después de todas las seguridades quehabía enviado a Londres, la respuestaera negativa, Mountbatten quedaría

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como un negociador manifiestamentefrívolo ante los ojos de Inglaterra, de laIndia y del mundo.

Una corazonada le sugiriócomprobar ante el propio Nehru, suhuésped durante esta corta estanciahimalaya, que no corría tal riesgo. Másque nunca, Louis Mountbatten veía en lacalidad de sus relaciones con elseductor Jawaharlal Nehru una promesapara el futuro: la base de privilegiadasrelaciones entre la nueva India y susantiguos colonizadores. Una cálidaamistad ligaba igualmente a Nehru yEdwina Mountbatten. En la India todavíaestratificada de esta primera mitad del

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siglo XX, una mujer como Edwina erauna personaje de raras cualidades.Nadie mejor que esta atrayentearistócrata, inteligente y generosa, sabíahacer salir de su concha al líder indio ensus momentos de duda y de angustia.¿Cuántas situaciones había yaenderezado y cuántos acuerdos habíafacilitado hechizándole durante un paseopor los jardines mogoles, un baño en lapiscina o frente a una taza de té?

Obedeciendo a su impulso, y contrala opinión de sus colaboradores,Mountbatten invitó esa misma noche aNehru a tomar una copa de oporto en sudespacho. Con toda naturalidad, le

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confió un ejemplar del famoso plan,rogándole que lo leyera con atención yle dijese qué clase de acogida preveíapor parte del Congreso. Complacido yhalagado, Nehru prometió estudiarlo enseguida.

Pocas horas después, mientrasMountbatten se distraía entregándose asu pasatiempo favorito —la elaboracióndel árbol genealógico de su familia—,Jawaharlal Nehru examinabadetenidamente el texto destinado aestablecer el destino de su país. Quedóhorrorizado. Para él constituía unavisión de pesadilla esa India en la quecada provincia tendría derecho a decidir

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su destino, no ya una India partida endos, sino fragmentada en una multitud depedazos. La puerta que Mountbattendejaba abierta para la secesión deBengala originaría, inevitablemente, unaherida por la que escaparía la mejorsangre de la India. Nehru vio el espectrode una India mutilada, amputada de supulmón vital, Calcuta y sus instalacionesportuarias, sus acerías, sus fábricas decemento, sus industrias textiles; elespectro de una Cachemiraindependiente, la patria de susantepasados, regentada por un déspota aquien despreciaba; el espectro de unEstado de Hyderabad convirtiéndose en

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un cuerpo extraño musulmán plantado enel corazón de la India; el espectro detoda una retahíla de Estados reclamandotambién su derecho a la independencia.Este plan corría el riesgo de liberartodas las fuerzas centrífugas que habíanamenazado desde siempre la unidad dela India y hacer estallar al país en unmosaico de Estados. Durante tres siglos,los ingleses habían dividido para reinar.Ahora, dividían para marcharse.

Lívido de cólera, Jawaharlal Nehruarrojó los folios a través de lahabitación gritando:

—¡Se acabó!

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A la mañana siguiente, una cartainformó a Louis Mountbatten de lareacción del dirigente indio. El soberbioedificio que el virrey había construidopacientemente durante las semanasanteriores se derrumbaba como uncastillo de naipes. Su plan, le escribíaNehru, le daba una impresión tal «dedivisión, de posibilidades de conflictosy de desórdenes» que no podría pormenos de ser «amargamente recibido ytotalmente desaprobado por el partidodel Congreso».

Quien acababa de anunciar conorgullo que en el plazo de diez días ibaa ofrecer una solución al dilema indio

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comprendió entonces que no teníaninguna que proponer. El plan que elGobierno británico estaba a punto dediscutir, el plan al que había garantizadola adhesión unánime de los indios, notenía ya ninguna posibilidad de obtenerel acuerdo, indispensable, del partidodel Congreso. Consciente de que, se lepodría reprochar su premura o suingenuidad, Mountbatten no era, sinembargo, hombre que se dejaradesconcertar por un fracaso. Lejos deabandonarse a la perspectiva deldesastre, se felicitó por haber reveladosus intenciones a Nehru antes de quefuera demasiado tarde. Emprendió

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inmediatamente la tarea de reparar losdesperfectos, confiando que su amistadsobreviviría a esta crisis. Nehru aceptó,en efecto, permanecer un día más enSimla para darle tiempo al virrey dehacer aceptable el proyecto. La nuevaredacción tendría que eliminar lospuntos negros que habían provocado suhostilidad. No debería dejar a las onceprovincias y a los Estados principescossino una sola y única opción: laintegración con la India o la integracióncon el Pakistán. Se había desvanecido elsueño de una Bengala independiente.

Mountbatten no por ello quedabamenos convencido de que estaba

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condenado a desaparecer el Pakistán dedos cabezas de Mohammed Ali Jinnah.Antes de un cuarto de siglo, predecirá aun amigo indio, la Bengala Orientaldestinada al Estado de Jinnah habráabandonado el Pakistán. La guerra deBangla Desh, de 1971, demostraría queen su profecía se había equivocadosolamente por un año.

Para elaborar el nuevo refrito delplan de independencia de la India,Mountbatten apeló al joven indio V. P.Menon. Este último era una figuradisonante en el distinguido entorno delvirrey. Ningún pergamino de Oxford ode Cambridge adornaba las paredes de

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su despacho. Menon, que era el mayorde una familia de doce hermanos, habíaabandonado la escuela a los trece añospara trabajar sucesivamente comoalbañil, minero, obrero de fábrica,conductor de locomotora, comercianteen algodón y maestro. Habiendoaprendido a escribir a máquina con dosdedos, ingresó en la Administraciónindia en Simla, en 1929, en calidad desimple empleado de oficina[14]. Sucarrera fue, sin duda, la ascensión másmeteórica de la Administraciónimperial. Comisario de Reformas, Menon ocupaba en 1947, en el Gabinete delvirrey, el cargo más elevado confiado

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jamás a un indio. Se ganó rápidamente laconfianza y, luego, el afecto deMountbatten.

El almirante le anunció sin rodeos,que, esa misma tarde, debería haberredactado una nueva versión del plan deindependencia. El espíritu fundamentalde esa carta —la partición de la India—no debía ser modificado, le precisó, y laresponsabilidad de esta elección debíacontinuar pesando exclusivamente sobrelos indios.

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Sexta estación delviacrucis de Gandhi:

«Ya no me necesitan»

Postrado a causa de un violentoataque de apendicitis, el menudo cuerpode la joven temblaba como una hojabajo las mantas que su tío-abuelo habíaamontonado sobre su lecho. Con losojos ardientes a consecuencia de lafiebre y las manos crispadas sobre eldolorido vientre, Manu gemía como un

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animal herido. Silencioso y angustiado,Gandhi daba vueltas por la habitación.

Un nuevo conflicto torturaba alanciano que sus discípulos acababan dedesautorizar. Se refería, esta vez, a latímida muchacha que le había seguido ensu peregrinación solitaria por loscaminos de Noakhali.

Desde que cuidara a las víctimas deuna epidemia de viruela en África delSur, Gandhi tenía una confianza absolutaen los remedios naturales. Denunciaba ala medicina moderna acusándola dequerer cuidar el cuerpo sin tratar decurar el alma, de prescribir drogas enlugar de apelar a las fuerzas morales, de

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interesarse por el dinero de losenfermos más que por su curación. Elcampo indio estaba lleno de hierbascurativas, afirmaba, ofrecidas por Diospara curar los males de todos. ElMahatma consideraba que el tratamientopor las plantas era una prolongación desu filosofía de la no violencia. Ennombre de esta doctrina se había negadoa dejar que el cuerpo de su mujer fuerasometido a la simple violencia de unainyección de penicilina cuandoagonizaba en el catre de una prisión.

Cuando Manu empezó a quejarse delvientre, Gandhi le prescribió eltratamiento que su medicina natural le

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dictaba en semejantes casos:cataplasmas de arcilla, una dieta estrictay lavativas. Treinta y seis horas mástarde, su estado se había agravado de talmodo que su vida estaba ahora enpeligro. Como en Noakhali, esta vidapertenecía al Mahatma. La muchacha sehabía abandonado a él, dispuesta aaceptar todo lo que decidiese.

El viejo profeta de las hierbasmilagrosas había cuidado demasiadosenfermos para no conocer los peligrosdel mal que postraba a su sobrina-nieta.Le dominaba la aflicción. Su tratamientohabía fracaso: la enfermedad de Manuera, sin ninguna duda, una manifestación

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de la imperfección espiritual de ambos.Se desmoronó y reconoció su derrota:«No tenía el valor de dejar morir así auna muchacha que se había confiado amí», confesaría más tarde. «Con lamayor repugnancia», el que habíanegado a su mujer agonizante unainyección salvadora permitió al cuerpode su sobrina-nieta sufrir la agresión delbisturí de un cirujano. Manu fuetransportada urgentemente al hospitalpara ser sometida a una apendicectomía.

Cuando se hundía en lainconsciencia bajo el efecto de laanestesia, Gandhi le posó la mano en lafrente. «Confíate a Rama —murmuró—,

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y todo irá bien».Pocas horas después, asustado por la

atormentada expresión del Mahatma, unmédico le alejó suavemente de lacabecera de Manu. «Debe usteddescansar —le suplicó—. El pueblo lenecesita más que nunca».

Gandhi levantó hacia él una miradadesesperada. «Ni el pueblo ni los queestán en el poder necesitan de mí —suspiró tristemente—. Mi único deseoes morir en el empeño, pronunciando elnombre de Dios con mi último aliento».

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VII

ELEFANTES, «ROLLS» YMAHARAJÁS

Tocado con un turbante, el criadoavanzaba con paso respetuoso hacia laimponente silueta dormida. Rozando consus pies descalzos el alfombrado depieles de tigres, de panteras y deantílopes que tapizaban la inmensahabitación, llevaba una bandeja de plata

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cincelada procedente de un servicioencargado a Londres en 1921 para lavisita a la India de Su Alteza Real elpríncipe de Gales. Una tetera de platasobredorada exhalaba los sutilesefluvios de las hojas puestas en infusiónen ella, una mezcla enviada cada quincedías por el famoso establecimiento«Fortnum and Mason» de Londresjuntamente con un surtido de pastas. Enla penumbra de la habitación, sobre lasparedes y en las vitrinas, brillaban losojos de las fieras disecadas y lacolección de trofeos de plata que dabantestimonio del virtuosismo del dueño deaquel lugar en las partidas de caza y en

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los deportes de los gentlemen, el polo yel cricket.

El criado depositó la bandeja a lacabecera de la cama y se inclinó paraanunciar suavemente:

—Bed tea, Master.El durmiente se estiró con gestos de

felino y se levantó. Surgido de lasombra, un segundo criado se apresuró acubrirle los hombros con una bata debrocado. Comenzaba un nuevo día paraSu Alteza el príncipe Yadavindra Singh,octavo maharajá del Estado indio dePatiala.

Yadavindra Singh presidía una delas asociaciones más singulares del

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mundo, una pequeña hermandad como nohabía conocido, ni conocería nunca, laHumanidad. Aquella mañana de mayo,menos de dos años después delcataclismo de Hiroshima y del final deuna guerra que había estremecido almundo, los 565 maharajás, rajás ynababs que componían esta asambleareinaban todavía como soberanoshereditarios y absolutos sobre un terciodel territorio de la India y un cuarto desu población: de hecho, había dos Indiasbajo la dominación inglesa, la India delas provincias, administrada desde lacapital, Nueva Delhi, y la India de los565 Estados principescos[15].

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La anacrónica situación de lospríncipes indios tenía sus orígenes en laconquista accidental del país por GranBretaña. Los soberanos que habíanrecibido a los ingleses con los brazosabiertos, o los que se mostraron lealesadversarios en el campo de batalla,fueron autorizados a conservar su tronocon la condición de que reconocieran aInglaterra como potencia soberana. Esteprincipio debía ser ratificado mediantetratados separados entre cada monarca yla Corona británica. Los príncipesaceptaron la soberanía del rey-emperador, representado por el virrey,abandonándole el control de sus asuntos

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exteriores y de su defensa. Comocontrapartida, recibieron la garantía desu autonomía interior.

Príncipes como el nizam deHyderabad y el maharajá de Cachemirareinaban sobre Estados tan vastos ypoblados como las grandes naciones deEuropa. Otros, como algunos de lapenínsula de Kathiawar, a orillas delmar de Omán, vivían en antiguascaballerizas y gobernaban territoriosapenas más extensos que el Bosque deBoulogne. Más de cuatrocientos Estadostenían una superficie inferior a treintakilómetros cuadrados. La hermandad depríncipes contaba en su seno con

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algunos de los hombres más ricos delmundo, así como con monarcas deingresos tan modestos como los de unmercader del bazar de Bombay. Uncálculo permitiría, no obstante,establecer que cada uno poseía unamedia de once títulos, 5,8 mujeres, 12,6hijos, 9,2 elefantes, 2,8 vagones deferrocarril privado, 3,4 «Rolls-Royce»y un palmarés de 22,9 tigres abatidos.

Gran número de príncipes ofrecían asus súbditos condiciones de vidainfinitamente mejores que las de losindios administrados por los ingleses.Otros, poco numerosos, no eran sinodéspotas más ocupados en saquear las

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arcas de su reino que en promover elprogreso de su pueblo.

Cualesquiera que fuesen suscualidades o sus defectos, el futuro delos 565 príncipes indios planteaba ungrave problema en la primavera de1947. Ninguna solución a la ecuaciónindia podía prosperar si no resolvía almismo tiempo su situación particular.

Para Gandhi, Nehru y el Congreso,la respuesta era evidente. Había queponer fin al reinado de estos señoresfeudales e integrar sus Estados en laIndia independiente. Esta perspectiva notenía ninguna posibilidad de obtener laaprobación de Yadavindra Singh ni la

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de sus pares. Su Estado de Patiala, en elcorazón del Penjab, era uno de los másricos y poseía un ejército de 15.000hombres, equipado con tanques«Centurion» y baterías de artillería.

Una preocupada expresión sedibujaba en el rostro del canciller de laCámara de los Príncipes mientras bebíael té. Aquella mañana de mayo, sabía loque el virrey de las Indias aún ignoraba:a diez mil kilómetros de su palacio, unhombre iba a pronunciar un desesperadoalegato para que su suerte y la de todoslos príncipes no fuese aquella a la queNehru y los socialistas del Congresoquerían condenarlos.

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Ese hombre no era un maharajá, sinoun inglés. Había salido de Nueva Delhiy llegado a Londres sin que el virrey losupiera. Hijo de un misioneroprotestante, Sir Conrad Corfieldrepresentaba una de las grandes fuerzasal mismo tiempo que una de las grandesdebilidades de la Administraciónbritánica en la India. Casi toda sucarrera había transcurrido en la Oficinade Asuntos Principescos, y la India delos príncipes habíase convertido en supropia India. Lo que él considerababueno para sus príncipes le parecíabueno para la India. Odiaba a sus

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enemigos, en particular a Nehru y alCongreso, con tanta constancia comoellos mismos.

En este mes de mayo de 1947,Corfield era el secretario político delvirrey, es decir, su representante antelos príncipes en el ejercicio de lasoberanía británica.

Desbordado desde su llegada por lainmensidad de la tarea consistente enencontrar una solución al conflicto queenfrentaba a hindúes y musulmanes,Lord Mountbatten aún no había tenidotiempo de abordar el problema de lospríncipes. Esto no había modificado ennada el estado de ánimo de Corfield.

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Sabiendo que el nuevo virrey necesitaríagranjearse las simpatías de Nehru y delCongreso, iba a Londres con el fin deintentar obtener para sus príncipes untrato mejor que el que el virrey sesentiría, sin duda, inducido a ofrecerles.

Iba a realizar su gestión ante elsecretario de Estado para la India, en elGabinete conocido desde los tiempos dela emperatriz Victoria con el nombre de«La jaula dorada». Esta estanciaoctogonal presentaba una característicainsólita: en el eje del despacho, situadoen el centro, se abrían dos puertasabsolutamente idénticas por su tamaño,forma y ornamentación. Dos príncipes

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de igual rango podían, así, presentarseal mismo tiempo ante el representantedel rey-emperador, sin sufrir el ultrajede una infracción de las reglas deprecedencia. Ninguno sentía lesionadosu prestigio.

Corfield expuso con vehemencia susargumentos al ministro, el conde deListowel. Al aceptar la soberanía de laCorona, los príncipes habíanabandonado una parte de sus poderes ala Gran Bretaña, y sólo a ella, declaró.El día en que esta soberanía cesara, esospoderes debían serles personalmenterestituidos. Quedarían entonces enlibertad de negociar nuevos tratados con

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la India o el Pakistán; o, si lo deseaban yera realizable, hacerse independientes.Cualquier otro procedimientoconstituiría una violación de los tratadosque unían a la Gran Bretaña y losEstados de los príncipes.

Desde un punto de vistaestrictamente jurídico, la interpretaciónde Corfield era correcta. Pero susconsecuencias prácticas eranprevisiblemente terribles. Si sematerializaban todas las implicacionesque suponía su apasionado informe, laIndia independiente corría el riesgo deuna balcanización cuya amplitud nisiquiera el propio Nehru había

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imaginado con ocasión de su estallidode cólera en Simla.

Los maharajás y nababs de la Indiaformaban una aristocracia tan fuera de locomún que a Rudyard Kipling le parecíaque «estos hombres habían sido creadospor la Providencia para suministrar almundo decorados pintorescos, historiasde tigres y espectáculos grandiosos».Poderosos o humildes, ricos o pobres,pertenecían a una raza excepcionalcuyos miembros habían alimentado lasfabulosas leyendas de una Indiacondenada ahora a desaparecer. Los

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relatos de sus vicios y virtudes, de susextravagancias y prodigalidades, de suscaprichos y excentricidades, habíanenriquecido el folklore de los hombres ymaravillado a un mundo sediento deexotismo y de fascinación. Losmaharajás atravesaban la vida sobre laalfombra volante de un cuento oriental.La época de su gloria terminaba, peroera de temer que, después de ellos, elmundo se aburriese.

Estos mitos no afectaban, enrealidad, más que a un número ínfimo,aquellos a quienes la riqueza, laociosidad y una imaginaciónparticularmente fértil permitían

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entregarse a las locuras más delirantes.Estos extravagantes aristócratascompartían ardientes pasiones: la caza,los deportes, los automóviles, suspalacios, sus harenes y, por encima detodo, el culto a las joyas.

Este culto era en ellos de naturalezasemirreligiosa. Atribuían a las piedraspreciosas una esencia mística provistade inmensos poderes. Así, los diamantescontenían, creían ellos, maras, es decir,fuerzas femeninas susceptibles deaumentar la potencia sexual. La eleccióny el tamaño de las piedras erandefinidos por los astrólogos en funciónde su horóscopo y de su carácter.

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El maharajá de Baroda profesabauna veneración fetichista al oro y a laspiedras preciosas. Tan sólo una familiatenía el privilegio de tejer con hilo deoro sus túnicas de ceremonia. Las uñasde estos tejedores estaban cortadas enforma de púas de peine, a fin de lograrla perfección del tejido. Su colección dediamantes comprendía el famoso«Estrella del Sur», el séptimo diamantedel mundo por su tamaño, y el«Eugenia», que había sido regalado porNapoleón III a su esposa después dehaber pertenecido a Potemkin, elfavorito de Catalina la Grande deRusia. Pero las piezas más admirables

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de su tesoro eran un conjunto de tapicesenteramente hechos de perlas adornadascon motivos de rubíes y esmeraldas.

El maharajá de Bharatpur poseía unacolección de tapices más asombrosaaún. Eran de marfil. Cada uno de ellosera fruto de varios años de trabajo detoda una familia. Su fabricación exigíauna extraordinaria minuciosidad,debiéndose pelar primeramente loscolmillos de elefante a fin de queproporcionasen la materia prima.

El topacio más grande del mundobrillaba como un ojo ciclópeo en elturbante del simpático maharajá sikh deKapurthala. Los tesoros del maharajá de

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Jaipur estaban enterrados cerca de suCiudad Rosa en una colina del Rajastán,custodiada, de generación engeneración, por una tribu de ferocesrajputs. Los herederos de esta nobledinastía solamente estaban autorizados avisitarlos una vez en toda su vida paraelegir las piedras destinadas a iluminarsu reinado con especial fulgor. Entreestas maravillas se hallaba un collarcompuesto de tres hileras de rubíes,cada uno de ellos del tamaño de uncorazón de paloma, realzadas por tresesmeraldas, la más pesada de las cualestenía veinticuatro quilates.

El más preciado ejemplar de la

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colección del maharajá de Patiala era uncollar de perlas asegurado por el«Lloyd» de Londres en quinientosmillones de antiguos francos. Su piezamás curiosa era un peto constelado demil y un diamantes de reflejos azulpálido. Hasta principios de siglo, susantepasados acostumbraban mostrarsetodos los años al pueblo vestidossolamente con este peto y con su realvirilidad en erección. Mediante estademostración fálica, asociaban supersona a la fuerza creadora del diosSiva, mientras que los destellos de losdiamantes tranquilizaban a sus súbditosalejando de ellos las potencias

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maléficas.Un maharajá de Mysore supo por un

viajero chino que los afrodisíacos máseficaces se elaboraban con diamantestriturados. Este desventuradodescubrimiento había de originar elrápido empobrecimiento de su tesoro, yaque centenares de piedras preciosasfueron reducidas a polvo. Las bailarinasque debían beneficiarse de sus efectosmágicos desfilaban por los jardines alomos de elefantes con colmillosincrustados de rubíes y las orejascentelleantes de gigantescos pendientesde diamantes salvados de los filtros deamor.

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El elefante sobre el que sedesplazaba el maharajá de Barodaestaba más ricamente engalanadotodavía. Los inquietantes colmillos deeste monstruo centenario habíandespedazado a más de veinte rivales enotros tantos combates. Todos sus jaeceseran de oro macizo: el palanquín real, lagualdrapa, los pesados brazaletes en lascuatro patas y las cadenas que colgabande las orejas. Cada una de ellas valíaunos treinta millones de antiguos francosy representaba una victoria del animal.

Durante generaciones, los elefanteshabían sido el medio de locomociónfavorito de los príncipes. Símbolos del

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orden cósmico, nacidos de la mano deldios Rama, eran a sus ojos los pilaresdel universo, el sostén del cielo y de lasnubes. Una vez al año, el maharajá deMysore se prosternaba ante el rey de suspaquidermos. Con este homenaje,renovaba su alianza con las fuerzas de laNaturaleza y aseguraba un año deprosperidad a sus súbditos. La riquezade un soberano se valoraba por elnúmero, la edad y el tamaño de loselefantes que poblaban las cuadras desus palacios, algunas de las cualesalbergaban hasta trescientos animales.

Desde que Aníbal franqueara losAlpes con su legión de elefantes, quizá

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nunca se había contemplado una manadatan impresionante como la que seexhibía una vez al año en Mysore conocasión de la fiesta de Dassahara. Unmillar de estos animales, adornados condibujos, collares de flores, joyas, sillasy riendas de oro, desfilaban a través dela ciudad. Al macho más fuertecorrespondía el honor de llevar elpalanquín del soberano, trono de oromacizo acolchado de terciopelo ycoronado por una sombrilla, atributo delpoder principesco. Detrás, venían otrosdos elefantes engalanados con la mismafastuosidad. Llevaban dos palanquinesvacíos cuya aparición provocaba un

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respetuoso silencio en la multitud: seconsideraba que transportaban las almasde los antepasados del maharajá.

Combates de elefantes realzabansiempre con particular brillo las fiestasdel príncipe de Baroda, dando lugar aterribles duelos. Dos machos enormes,enfurecidos a lanzadas, eran arrojadosuno contra otro. Haciendo temblar latierra con sus colosales moles y el cielocon sus barritos, combatían hasta lamuerte de uno de ellos. El vencedortenía el honor de entrar en la cuadraprincipesca.

El rajá de Dhenkanal, pequeño feudodel este de la India, ofrecía todos los

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años a millares de invitados la ocasiónde asistir a una exhibición igualmenteemocionante, si no menos sangrienta: elapareamiento de los elefantes másbellos de sus cuadras.

Un maharajá de Gwalior utilizó,incluso, un día a uno de sus animalespara una tarea que ningún paquidermohabía realizado jamás. Habiendo pedidoa Venecia una lámpara cuyo peso ytamaño debían superar las dimensionesdel mayor candelabro del palacio deBuckingham, decidió comprobar lasolidez del tejado de su palaciohaciendo deambular por él al máspesado de sus elefantes, después de

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haberlo hecho izar hasta allí con ayudade una grúa especialmente ideada alefecto.

Otros animales ocupaban en elcorazón de ciertos príncipes un lugar tanprivilegiado como los elefantes. Para elnabab de Junagadh, minúsculoprincipado al norte de Bombay, eran losperros. Había instalado a sus animalesfavoritos en apartamentos conelectricidad y teléfono, donde eranservidos por criados a sueldo. Celebróel matrimonio de su perra favoritaRoshana con un «labrador» llamadoBobby en el transcurso de una grandiosaceremonia a la que invitó a todos los

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príncipes y dignatarios de la India,incluido el virrey. Con gran pesar por suparte, el representante del rey-emperador declinó la invitación. Cientocincuenta mil personas se apiñaban, sinembargo a ambos lados del recorridodel cortejo nupcial, que abrían loslanceros del nabab y los elefantesprincipescos. Después del desfile, elsoberano ofreció un banquete en honorde la pareja canina antes de hacerconducir a los recién casados a losapartamentos nupciales para queconsumaran allí su unión. Por sí sola,esta fiesta costó treinta millones deantiguos francos, suma que habría

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bastado para subvenir durante todo unaño a las necesidades vitales de 12.000de los 620.000 miserables súbditos delprincipado.

Los funerales de los perros dabanlugar a ceremonias no menos solemnes.Los animales realizaban su último viajea los sones de la Marcha fúnebre deChopin antes de ser depositados para sureposo eterno en los mausoleos demármol del cementerio que les estabareservado. En Junagadh, era mejor serperro que hombre.

El advenimiento del automóvil

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redujo el papel de los elefantes a lasfunciones de mera pompa. El primercoche que desembarcó en la India en1892 era un «De Dion-Bouton» francésdestinado al maharajá de Patiala. Esteacontecimiento quedó consagrado parala posteridad con la atribución de unnúmero de matrícula histórico, «0». Elnizam de Hyderabad se formó unacolección de automóviles gracias a unatécnica que hacía honor a su legendariosentido del ahorro. En cuanto su realmirada distinguía, entre los muros de sucapital, un coche que le agradaba, hacíaadvertir al feliz propietario que «SuAlteza Exaltada» tendría sumo placer en

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recibirlo como regalo. En 1947, losgarajes del soberano rebosaban decentenares de automóviles que noutilizaba nunca.

El huésped favorito de los parquesautomovilísticos de los príncipes indiosera, naturalmente, el rey de los coches,el «Rolls Royce». Los importaban detodos los modelos y de todos lostamaños, carrozados como torpedos,limousines o cupés, breaks e, incluso,como camionetas. El pequeño «DeDion-Bouton» del maharajá de Patialano tardó en verse acompañado por unamanada de elefantes mecánicos, 27enormes «Rolls Royce». Los 22 «Rolls»

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del maharajá de Bharatpur eran tratadoscomo seres vivos por un personalespecializado. El príncipe poseía elejemplar más exótico jamás construidopor la firma inglesa, un «Rolls Royce»descapotable de plata maciza. Se decíaque misteriosas ondas afrodisíacasemanaban de su carrocería, y el gestomás benévolo que podía realizar supropietario era prestárselo a un colegapríncipe con ocasión de la ceremonia desus bodas. El maharajá había hecho,incluso, equipar uno de sus «Rolls» parala caza del venado. Un día de 1921,llevó al príncipe de Gales y a su jovenayudante de campo, Lord Louis

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Mountbatten, a la jungla a bordo de esteautomóvil. «El coche —escribió esanoche el futuro virrey de la India en suDiario— atravesó espacios desiertos,franqueando los agujeros y los fosos,cabeceando y dando bandazos como unnavío en alta mar, sin que nunca fueranecesario cambiar a segundavelocidad».

El vehículo más asombroso delparque de los soberanos indios era, sinembargo, un «Lancaster» pertenecienteal maharajá de Alwar. Estaba chapadoen oro, tanto en el interior como en elexterior. El conductor y el mecánico sesentaban sobre cojines de hilos de oro

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en un compartimiento cerrado cuyovolante era de marfil esculpido. Suforma era réplica exacta de la carrozade la coronación de los reyes deInglaterra. Y, gracias a algún milagromecánico, su motor lograba propulsar a140 kilómetros por hora al pesado ymajestuoso vehículo.

Algunos maharajás profesaban a lalocomoción ferroviaria tanta pasióncomo a sus automóviles. El de Indore sehabía hecho construir en Alemania unvagón especial dotado de un lujoprobablemente único en el mundo.Decorado por los más eminentesorfebres de la casa parisiense

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«Puiforcat», este vagón era unverdadero yate sobre raíles. Elferrocarril preferido del maharajá delpoderoso Estado de Gwalior era unjuguete tan perfeccionado que ningúnniño habría podido soñar jamás enrecibir uno semejante de Papá Noel. Sured de raíles de plata maciza corríasobre la inmensa mesa en forma deherradura del comedor de su palacio yse prolongaba a través de las paredes,hasta las cocinas. Las noches de gala, seinstalaba un cuadro de mandos junto alsoberano. Manipulando manivelas,palancas, botones y sirenas, el príncipe-jefe de estación regulaba la marcha de

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trenes en miniatura que llevabanbebidas, cigarrillos, cigarros ygolosinas a sus invitados. Los vagones-cisterna, llenos de whisky, de oporto yde madeira, se detenían ante cadacomensal para saciar su sed.Oprimiendo un botón con el dedo, elmonarca podía, a su antojo, privar debebida o de cigarro a uno de susinvitados.

Una noche de los años treinta,durante un banquete en honor del virrey,se produjo un cortocircuito en el cuadrode mandos. Ante las horrorizadasmiradas de Sus Excelencias, los trenesdel maharajá se lanzaron enloquecidos

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de un extremo a otro del comedor,proyectando sobre los vestidos denoche, los fracs y los uniformes unverdadero tornado de vino y de jerez.Esta catástrofe, única en los analesferroviarios, estuvo a punto de provocarun incidente diplomático.

Los palacios de los grandespríncipes de la India rivalizaban endimensión y en opulencia, ya que no enbuen gusto, con grandiosos monumentostales como el Taj Mahal. El de Mysoreera quizás el más grande del mundo, consus seiscientas habitaciones, de las

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cuales veinte estaban ocupadasexclusivamente por una colección detigres, de panteras, de elefantes y debúfalos salvajes disecados, trofeosarrancados a las junglas del reino portres generaciones de príncipescazadores. Durante la noche, con susdecenas de millares de bombillaseléctricas brillando a lo largo de lostejados y de las ventanas, el edificiosemejaba un monstruoso paqueboteanclado en pleno corazón de la India.

Novecientas cincuenta y tresventanas, todas ellas en mármol calado,se abrían en la alta fachada del palaciode los Vientos de la ciudad rosa de

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Jaipur. Para tamizar la cruda luz deldesierto, el maharajá de Bikaner habíadotado a las ventanas de su palacio devidrieras de jade, de alabastro, deámbar y de topacio. Los muros demármol blanco del palacio de Udaipuremergían como un barco fantasma enmedio de las centelleantes aguas de unlago. Entusiasmado por su visita aVersalles, el imaginativo y cultivadomaharajá de Kapurthala habíatransportado los fastos del Rey Sol a laCorte de su reino. Hizo venir de Franciauna legión de arquitectos y decoradoresy construyó al pie del Himalaya unapequeña reproducción del castillo de

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Versalles. Lo llenó de jarrones deSèvres, de tapices Gobelinos, demuebles antiguos, proclamó el francéslengua oficial de la Corte, impuso en sumesa el vino tinto y el agua de Evian ydisfrazó a los enturbantados sikhs de suservidumbre con empolvadas pelucas,chorreras de encaje, calzones de seda ybabuchas de hebilla dorada de losmarqueses del rey de Francia.

Los tronos de ciertos palacios eran,sin duda alguna, los asientos másfastuosos en que jamás se hubieranposado traseros humanos. El de Mysore,de oro macizo, pesaba una tonelada. Sellegaba a él por nueve centelleantes

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escalones, también de oro, quesimbolizaban la ascensión del DiosVisnú hacia la Verdad. Una sombrilla demetal precioso representando una flor deloto coronaba el asiento real recubiertode cojines bordados en oro y perlasfinas. El trono de un rajá de Orissasemejaba una cama inmensa. El príncipelo había comprado a un anticuario deLondres porque era copia exacta dellecho de su reina soberana, Victoria.Colocado en una sala de lasdimensiones de una catedral, sobre unpodio rodeado de columnas griegas y deestatuas de mujeres desnudas en mármolblanco, el trono del nabab de Rampur

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estaba dominado por una gigantescacorona de metal dorado de un metro dealtura. Su concepción original seinspiraba también en el ilustre ejemplodel Rey Sol: en el terciopelo dorado delasiento se abría el orificio de un sillónperforado. Este reyezuelo oriental podíaasí, como el gran rey, hacer en públicosus necesidades sin interrumpir lamarcha de los asuntos de su reino.

A veces, el tiempo se les hacía largoa algunos de los habitantes de estoslujosos palacios. Para disipar suaburrimiento, se entregaban, por regla

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general, a dos pasatiempos favoritos: lasmujeres y el deporte. El harén formabaparte integrante del palacio de unauténtico soberano —fuese hindú omusulmán—, lugar poblado porcentenares de jóvenes bailarinas y deconcubinas para su exclusivo uso.

Las junglas de sus Estados lesestaban igualmente reservadas, siendosu fauna —y, en particular, los tigres, delos que había a la sazón en la India másde veinte mil ejemplares— el blancopreferido de sus fusiles. El príncipe deBharatpur había abatido a su primertigre a la edad de ocho años. Cuandocumplió los treinta y cinco, las pieles de

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las fieras matadas por él, cosidas unas aotras, alfombraban el suelo de sussalones. Su territorio fue escenario deuna fabulosa matanza de patos, habiendoperecido 4.482 de estas aves en treshoras con motivo de una caceríaorganizada en honor del virrey LordHardinge de Penshurst. Por sí solo, elmaharajá de Gwalior dio muerte a másde 1.400 piezas. Era autor de un librodestinado a un público muy restringido,la Guía de la caza del tigre.

El señor indiscutido de los placeresde la caza y de la carne había sido elpadre del canciller de la Cámara de losPríncipes. Sir Bhupinder Singh, apodado

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el Magnífico, séptimo maharajá dePatiala. Con su estatura colosal, sus 130kilos, los bigotes erguidos como loscuernos de un toro bravo, la espléndidabarba negra cuidadosamente enrollada yanudada detrás del cuello a la verdaderamoda de los sikhs, los labios sensuales yla arrogancia de su mirada, parecíasalido de un grabado mogol. Para elmundo de entre guerras, Sir Bhupinderencarnó todo el esplendor de losmaharajás de la India. Su apetito era talque podía ingerir sin esfuerzo veintekilos de alimento todos los días. A lahora del té, devoraba con apetito dos otres pollos. Adoraba el polo y,

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galopando a la cabeza de sus «Tigres dePatiala», había obtenido en todos loscampos de juego del mundo trofeos quellenaban su palacio. Para permitir estasproezas, sus cuadras albergabanquinientos de los más bellos ejemplaresde la raza equina.

Desde su más tierna infancia,Bhupinder Singh manifestóextraordinarias aptitudes para elejercicio de otra diversión igualmentedigna de un príncipe, el amor. Loscuidados y atenciones que acabódedicando al desarrollo de su haréneclipsarían incluso su pasión por la cazay el polo. Él mismo seleccionaba las

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nuevas adquisiciones en función de susatractivos y de sus habilidadesamorosas. En la cúspide de suesplendor, el harén real de Patiala llegóa contar 350 esposas y concubinas.

Durante los tórridos veranos delPenjab, parte de ellas se instalabantodas las tardes a la orilla de la piscina,jóvenes beldades de senos desnudos,náyades atentas que observaban susevoluciones acuáticas. Bloques de hielorefrescaban el agua, y el monarcanadaba en un estado de extrema beatitud,subiendo de vez en cuando al borde dela piscina para acariciar un seno y beberun trago de whisky. Las paredes y los

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techos de sus aposentos estabandecorados con escenas inspiradas en losbajorrelieves eróticos de los templosque daban justa fama a la India,verdadero catálogo de exhibicionesamorosas suficientes para agotar elespíritu más imaginativo y el cuerpo másatlético. Una gran hamaca de sedapermitía a Su Alteza buscar entre elcielo y la tierra placeres sugeridos porlos retozos de los personajes del techo.

Para satisfacer sus insaciablesdeseos, el inventivo soberano decidiórenovar regularmente los encantos desus mujeres. Abrió su palacio a unapléyade de perfumistas, joyeros,

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peluqueros, especialistas en cosmética ymodistas. Los más grandes maestros dela cirugía plástica fueron invitados amodelar las facciones de sus favoritassegún sus caprichos y los cánones de lasrevistas de moda de Londres y París. Afin de estimular sus ardores, tuvo la ideade convertir un ala de su palacio en unlaboratorio cuyas probetas y tamicesprodujeron una exótica colección deperfumes, lociones, cosméticos y filtros.

Estos extravagantes refinamientos nohacían sino enmascarar el fracaso delmundo de lujo oriental concebido por elmaharajá. ¿Qué hombre, aunque fuera unsikh tan espléndidamente dotado por la

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Naturaleza como Bhupinder Singh elMagnífico, habría podido satisfacer lasexigencias de las 350 beldades queesperaban tras las celosías de su harén?Se hizo inevitable recurrir a losafrodisíacos. Sus alquimistas a sueldoelaboraron sabias pócimas a base deoro, perlas, especias, plata, hierbas yhierro. Durante algún tiempo, la pociónmás eficaz se componía de una mezclade zanahorias y sesos de gorrión.Cuando el efecto de estos preparadosempezó a debilitarse, Sir BhupinderSingh apeló a técnicos franceses, a losque suponía expertos por naturaleza enmateria de amor. Por desgracia, su

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tratamiento de rádium resultaría de unrendimiento tan efímero como losanteriores. No podía curar el verdaderomal que aquejaba al maharajá, el mismoque postraba a tantos de sus colegasprincipescos, el aburrimiento. Éste iba aser la causa de su muerte.

La India mística no podía por menosde atribuir orígenes divinos a los másgrandes de sus príncipes. Los delmaharajá de Mysore se confundían conel nacimiento de la Luna. Todos losaños, durante el equinoccio de otoño, elsoberano se convertía, para su pueblo,

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en un dios vivo. A imagen de un sadhuen una gruta del Himalaya, se retirabadel mundo a una sala oscura de supalacio. No se afeitaba, no se lavaba.Ninguna mano humana tenía derecho atocarlo, ninguna mirada podía rozarledurante este tiempo en que seconsideraba que Dios habitaba en sucuerpo. Emergía al noveno día. Unelefante, cubierto de terciopeloconstelado de oro y pedrería y adornadala frente con una testera incrustada deesmeraldas, esperaba a la puerta delpalacio para conducirle en medio de unaescolta de lanceros hacia un destino máspopular que divino, el hipódromo de la

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capital. Allí, ante la multitud, sacerdotesbrahmanes lo bañaban cantandomantras, le afeitaban y le daban decomer. Mientras el sol se hundía en laselva, le era presentado al monarca uncaballo negro. En el preciso instante enque montaba sobre él, millares deantorchas se encendían por todo elcontorno de la pista. El prínciperecorría al galope esta corona de llamas,desencadenando aplausos a su paso. Elhijo de la Luna había regresado entre supueblo.

El maharajá de Udaipur, por suparte, tomaba su origen del Sol. Sutrono, que se remontaba a dos mil años,

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era el más antiguo y el más prestigiosode la India. Una vez al año, también élse convertía en un dios vivo. De pie enla proa de una galera que semejaba lanave de Cleopatra, surcabamajestuosamente las aguas infestadas decocodrilos del lago que bañaba supalacio. Detrás de él, en el puente, comoel coro de una tragedia, permanecían enactitud de veneración los dignatarios dela Corte, vestidos con túnicas demuselina blanca.

Las pretensiones del soberano deBenarés, la ciudad santa de las orillasdel Ganges, eran menos grandiosas, perono menos piadosas. Conforme a la

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tradición, los ojos del príncipe de estossantos lugares debían abrirse cadamañana sobre una sola y única visión, ladel símbolo hindú de la eternidadcósmica, una vaca sagrada. Alamanecer, se llevaba, pues, una vacabajo la ventana de su habitación y se lapinchaba en un costado para que sumugido despertara al piadoso maharajá.

Un día que visitaba al nabab deRampur, la observancia de este ritoplanteó un delicado problema: losaposentos reservados al visitante sehallaban situados en el segundo piso delpalacio. El nabab tuvo que recurrir a uningenioso sistema para salvaguardar el

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ritual de los despertares de su huésped.Compró una grúa que izaba cada mañanauna vaca hasta la ventana de lahabitación. Aterrorizado por su singularascensión, el desventurado animallazaba tan desgarradores mugidos quedespertaba a todo el palacio al mismotiempo que al maharajá de Benarés.

Ricos o pobres, devotos odepravados, decadentes o progresistas,los príncipes habían mostrado la másabsoluta lealtad hacia Inglaterra y uncelo ejemplar en servir sus intereses. Enel transcurso de las dos guerrasmundiales, no le habían escatimado ni eldinero ni su sangre. Habían reclutado,

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equipado y adiestrado Cuerposexpedicionarios que se distinguieron entodos los frentes bajo la bandera de laUnion Jack. El maharajá de Bikaner,general del Ejército británico y miembrodel gabinete de guerra, lanzó suscamelleros al asalto de las trincherasalemanas de la Gran Guerra. Loslanceros de Jodhpur arrebataron Haifa alos turcos el 23 de setiembre de1917[16]. En 1943, dirigidos por sujoven maharajá, comandante de losLifeguards, los cipayos de la CiudadRosa de Jaipur despejaron las laderasde Monte Cassino y abrieron el caminode Roma a los ejércitos aliados. Como

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premio al valor demostrado al frente desu batallón, el maharajá de Bundi habíarecibido la Military Cross en plenajungla birmana.

Los ingleses testimoniaron sureconocimiento a estos fieles y pródigosvasallos de la más hábil de las maneras:cubriéndoles de una lluvia de honores ycondecoraciones, sus joyas preferidas.Los maharajás de Gwalior, de CoochBehar y de Patiala recibieron el insigneprivilegio de escoltar a caballo, encalidad de ayudantes de campohonorarios, la carroza real de EduardoVII durante las fiestas de su coronación.Oxford y Cambridge concedieron títulos

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honoríficos a toda una serie depríncipes. Los pechos de los soberanoscon títulos más relevantes seenriquecieron con las relumbrantesplacas de órdenes nuevas creadas parala ocasión, la Orden de la Estrella de laIndia y la Orden del Imperio de la India.

La potencia soberana testimonió,sobre todo, su estima mediante la sutilgradación de una forma particularmenteingeniosa de recompensas. El número decañonazos que saludaban a un monarcaindio era el criterio final y sin apelacióndel lugar que ocupaba en la jerarquíaprincipesca. El virrey tenía la facultadde aumentar el número de las salvas que

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honraban a un soberano enreconocimiento a serviciosexcepcionales, o, por el contrario,reducirlo en señal de castigo. Ladimensión de los reinos y la importanciade su población no eran los únicosfactores que determinaban el número deestos cañonazos. La fidelidad a laCorona, la sangre y el dinero entregadospara su defensa eran igualmenteconsiderados. Cinco soberanos —los deHyderabad, Cachemira, Mysore,Gwalior y Baroda— tenían derecho alsupremo honor de veintiuna salvas.Venían luego los Estados de diecinueve,luego diecisiete, quince, trece, once y

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nueve cañonazos. Para 425 humildesrajás y nababs que reinaban en pequeñosprincipados casi olvidados de losmapas, no había ningún saludo. Eran lospríncipes abandonados de la India, loshombres por quienes no tronaba elcañón.

La India de los maharajás y de losnababs poseía también otro rostro.Numerosos príncipes habían viajado aOccidente, estudiado en susUniversidades, descubierto las ventajasde la ciencia, de la técnica, de laeducación. Muchos habían luchado para

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hacer de sus Estados faros decivilización y de progreso, confrecuencia únicos en Asia. Millones dehombres gozaban en sus reinos decondiciones de vida y ventajasmateriales y sociales desconocidas en laIndia de Inglaterra.

El maharajá de Baroda habíaprohibido la poligamia e introducido lainstrucción gratuita y obligatoria muchoantes de 1900. Combatió en favor de losintocables con un celo tan encarnizadocomo el de Gandhi, creandoinstituciones para alojarlos, vestirlos,instruirlos, y financiando en laUniversidad de Columbia de Nueva

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York los estudios del hombre que debíaconvertirse en su dirigente, el doctorBhimrao Ramji Ambedkar. El maharajáde Bikaner transformó ciertas partes deldesierto del Rajastán en un verdaderooasis de jardines, de lagos artificiales,de prósperas ciudades a disposición desus súbditos. Gobernado por losdescendientes de un príncipe de Borbónllegado de Pau en el siglo XVI, elprincipado musulmán de Bhopalconcedió a las mujeres una libertad queno tenía igual en todo el Oriente. ElEstado de Mysore poseía la Universidadde Ciencias más famosa de Asia y todauna cadena de presas hidroeléctricas y

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de industrias sin equivalente en la Indiabritánica. Heredero de uno de los másgrandes astrónomos de la Historia, sabioque había traducido el sánscrito losprincipios de la geometría de Euclides,el maharajá de Jaipur hizo delobservatorio de su capital un centro deestudios de reputación internacional. Lascarreteras, las vías férreas, las escuelas,los hospitales y las institucionesdemocráticas de que el maharajá deKapurthala había dotado a su principadohacían de éste un Estado moderno yliberal que podía rivalizar con muchasnaciones occidentales.

La Segunda Guerra Mundial vio

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subir a los tronos indios a una nuevageneración de príncipes menosostentosos, menos extravagantes, menosfabulosos que sus padres, pero cada vezmás conscientes del carácter precario desus privilegios y de la necesidad dereformar las costumbres de sus reinos.Una de las primeras decisiones deloctavo maharajá de Patiala fue cerrar ellegendario harén de su padre, SirBhupinder Singh el Magnífico. Elmaharajá de Gwalior se casó con unaplebeya, hija de un funcionario, yabandonó el inmenso palacio familiarpara vivir en una casa de dimensionesmás acordes con las realidades del

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mundo de la posguerra.Mas, para desgracia de estos

príncipes y de todos los que gobernabansus Estados con competencia yhonradez, el mundo asociaría siempre alos maharajás y nababs de la India conlos excesos y excentricidades de unpequeño número de sus colegas.

Para dos Estados de la Indiaprincipesca, dos soberanos que gozabandel supremo honor del saludo deveintiún cañonazos, la iniciativa tomadaen Londres por Sir Conrad Corfieldpodía tener profundas consecuencias.

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Los dos reinos eran de una dimensiónexcepcional. Los dos, interiores. Losdos tenían por monarcas a hombres deuna religión diferente a la mayoría desus súbditos. Y los dos acariciaban elmismo sueño: hacer de su Estado unanación independiente y soberana.

De todos los exóticos y singularespersonajes que reinaban en la India,Rustum-i-Dauran, Arustu-i-Zeman, WalMamalik, Asif Jah, Nawab Mir Osman,Alikhan Bahadur, Musafrul Mulk, NizamAl-Mulk, Sipah Salar, Fateh Jang, SuAlteza Exaltada, Aliado Fiel de laCorona, el séptimo nizam del Estado deHyderabad, era, sin duda, el más

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sorprendente. Este erudito y piadosomusulmán poseía el Estado más vasto ypoblado de la India —veinte millonesde hindúes y tres millones demusulmanes— anclado en pleno corazónde la península. Era un anciano de metroy medio de estatura que pesaba apenascuarenta kilos. Toda una vida pasadachupando hojas de betel no había dejadoen su boca más que unos cuantos dientescarcomidos y rojizos. Vivía con talobsesión de ser envenenado, que sehacía acompañar siempre por un criadoque probaba antes que él su invariablemenú de queso blanco, golosinas, fruta,betel y caldo de opio. El nizam era el

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único soberano indio que podía ostentarel calificativo de «Alteza Exaltada»,distinción que le había sido conferidapor Inglaterra en agradecimiento a loscincuenta mil millones de antiguosfrancos donados con motivo de la GranGuerra.

En 1947, el nizam estabaconsiderado como el hombre más ricodel mundo. Acuñaba moneda, y sulegendaria fortuna sólo cedía enreputación a una avaricia no menoslegendaria.

Se vestía con miserables pijamas ysandalias compradas por unas cuantasrupias en el bazar local. Durante treinta

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y cinco años, había llevado el mismofez, endurecido por el sudor y la mugre.Aunque poseía una vajilla de platasobredorada capaz para más de ciencomensales, comía en un plato dehojalata, sentado en cuclillas sobre laalfombra de su habitación. Era de unacicatería tal, que recuperaba las colillasdejadas en los ceniceros por susinvitados. Cuando una cena oficial leobligaba a ofrecer champaña, cuidabade que la única botella que hacíadescorchar no se alejara de él. Cuandoel virrey lord Wavell le visitó en 1944,el nizam telegrafió a Nueva Delhi parasaber si verdaderamente debía servirle

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champaña, pese a lo caro que estaba aconsecuencia de la guerra. Todos losdomingos, después del servicioreligioso, acudía a saludarle el residentebritánico. Aparecía al instante un criado,portador de una bandeja con dos tazasde té, dos pastas y dos cigarrillos. Undía, el residente llegó sin previo avisoen compañía de un visitanteparticularmente distinguido. El nizamcuchicheó unas palabras a su criado, queregresó con la taza de té, la pasta y elcigarrillo que faltaba.

En la mayor parte de los Estados,era costumbre que los nobles ofrecierantodos los años a su soberano una

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moneda de oro, limitándose el monarcaa tocarla antes de devolverla a supropietario, pero en Hyderabad, ningunaofrenda era simbólica. El nizam seapoderaba de cada moneda de oro y ladepositaba en una funda de almohadasujeta detrás de él. Un año, una de lasmonedas cayó rodando bajo el trono. Novacilando ni por un instante en ofrecer asus súbditos el poco majestuosoespectáculo de su trasero, el nizam seechó a gatas para recuperar la moneda.Su tacañería era tan sórdida, que elmédico llegado de Bombay paraexaminar su corazón no consiguióhacerle un electrocardiograma. Ningún

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aparato eléctrico podía funcionarcorrectamente en su mansión: paraeconomizar gastos, el nizam habíaordenado a la central eléctrica deHyderabad que redujera su voltaje.

Descendiente de Mahoma, herederodel fabuloso reino de Golconda, elnizam se había negado siempre a ocuparel palacio de sus antepasados. Preferíavivir en una casa destartalada que lelegara uno de sus cortesanos. Suhabitación semejaba un cuchitril,amueblado con un jergón, una mesa, tressillas, una batería de ceniceros y depapeleras, vaciadas una vez al añosolamente, el día de su aniversario. Su

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despacho estaba abarrotado de viejasmesas y cómodas sobrecargadas depaquetes de archivos cubiertos detelarañas.

Sin embargo, este palacio de miseriaocultaba en sus rincones una fortuna quedesafiaba toda imaginación. El cajón desu tambaleante mesa contenía, envueltoen una revista vieja, el Koh-i-Noor, «LaMontaña de Luz», un fabuloso diamantede 280 quilates que había sido la joyamás preciada del tesoro de losemperadores mogoles. El nizam loutilizaba a veces como pisapapeles. Enel abandonado jardín, había una docenade camiones tan cargados, que se

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hundían en el suelo hasta los ejes.Estaban abarrotados de lingotes de oro.Una colección de joyas, tan fantásticaque se decía que podía recubrir lasaceras de Piccadilly, llenaba cajonesenteros y la vieja caja fuerte de suhabitación. Poseía maletas llenas derupias, de dólares y de libras esterlinas,empaquetadas en papel de periódicohasta un total de cinco mil millones deantiguos francos. Una legión de ratas,que hacían de los billetes su alimentofavorito, depreciaban esta fortuna envarios millones cada año.

Por último, custodiadas por unacompañía de amazonas africanas

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armadas con puñales, cuarenta esposaslegítimas, un centenar de concubinas yotros tantos hijos nacidos de sus actospoblaban su harén.

La riqueza más preciosa del nizamen estos días inciertos era, en realidad,su numeroso Ejército, equipado conartillería y aviación. Disponía, así, decasi todas las bazas de laindependencia, excepto una salida almar y el apoyo de su pueblo. Hindúes ensu mayoría, sus súbditos odiaban a lapequeña minoría musulmana que losgobernaba. El extraño monarca nosentía, sin embargo, ninguna duda sobresu futuro. Cuando Sir Conrad Corfield

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fue a informarle de la decisión de GranBretaña de abandonar la India, él dio unbrinco en su sillón.

—¡Por fin voy a ser libre!Idéntica ambición animaba a otro

poderoso soberano en el otro extremo dela India. Reinando sobre uno de los máscélebres y más bellos lugares delmundo, el valle encantado deCachemira, Hari Singh era un hindú deuna alta casta brahmánica. Sus cuatromillones de súbditos eran, por elcontrario, musulmanes en sus trescuartas partes. Su reino, incrustado entrelos muros de los picos himalayos, seextendía bajo el Techo del Mundo

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barrido por los vientos que soplaban delLadakh, del Tíbet y de Sin Kiang.Constituía una encrucijada vital en laque la India, el futuro Pakistán, China yAfganistán estaban seguros deenfrentarse algún día.

Personaje débil e indeciso, elmaharajá Hari Singh repartía su tiempoentre las fastuosas fiestas de Jammu, sucapital de invierno, y los lagos cubiertosde loto de su capital de verano,Srinagar, la Venecia de Oriente. Habíainaugurado su reinado con algunosintentos de reforma, rápidamentesofocados por su creciente despotismo,enviando poco a poco a todos sus

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adversarios a las cárceles del Estado.Uno de ellos había sido el propio Nehru,detenido en el transcurso de una visita asu Cachemira natal. Como el nizam deHyderabad, Hari Singh poseía unEjército capaz de defender las fronterasde su reino y reforzar su reclamación deindependencia.

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Bajo su dorado parasol, el maharajá de Patiala,Yadavindra Singh, se dirige hacia su coronación.En torno a su cuello brilla un collar de 8 hileras deperlas asegurado por «Lloyds» en 500 millones defrancos antiguos. (Foto Popperfoto, Keystone)

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El nizam de Hyderabad (con su báculo, en elcentro) era considerado como el hombre másrico del mundo. De una avaricia legendaria,poseía cofres llenos de dólares y de librasesterlinas envueltos en papel de periódicos viejos.(Foto Popperfoto, Keystone)

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Príncipe moderno y progresista, el maharajá deKapurtala había dotado a su reino de escuelas,hospitales e incluso de un Parlamento. Su palacioera una réplica del de Versalles, donde se hablabafrancés y se bebía agua de Évian. (FotoPopperfoto, Keystone)

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Los tronos de los maharajás solían ser de oromacizo. (Foto Popperfoto, Keystone)

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Algunos príncipes como el maharajá de Bikanercelebraban sus bodas de oro recibiendo su pesoen oro. (Foto Popperfoto, Keystone)

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Aunque paralizado desde su infancia, el maharajáBudal Singh, de Udaipur, era una apasionado dela caza mayor. Se desplazaba en la jungla en unaespecie de garita fortificada. Tan pronto comoera descubierta una pieza, los ojeadores la dirigíanhacia su fusil con ayuda de antorchas y gritos.Gran tirador, el príncipe raramente fallaba eldisparo. Había matado su primer tigre a los ochoaños de edad. (Foto Keystone)

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VIII

«UN DÍA MALDECIDOPOR LOS ASTROS»

El hombre que descendía delautomóvil ante el número 10 deDowning Street hubiera podidoexperimentar una legítima aprensión.Llamado a Londres para que explicarael incidente de Simla con Nehru, LordMountbatten había sido advertido por

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Ismay, nada más aterrizar, de que elGobierno estaba «sumamente irritadopor su forma de actuar». Sin embargo,no sentía la menor inquietud.

Llevaba consigo el nuevo plan deindependencia de la India, redactado porV. P. Menon tras el rechazo brutal de laprimera versión por parte de Nehru.Estaba convencido de que el plancontenía esta vez la solución alproblema indio. De todos modos, nohabía ido a Londres para «explicarse».Por el contrario, tenía la intención desustituir su antiguo texto por el nuevo ydemostrar a Clement Attlee y a suGobierno «lo afortunados que podían

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considerarse todos por el hecho dehaber tenido él la intuición de mostrar elproyecto a Nehru».

Luciendo una amplia sonrisa,Mountbatten franqueó la barrera defotógrafos y llegó al despacho en el que,hacía justamente cinco meses, se lehabía confiado su misión. Le esperabanAttlee y todos los ministros afectadospor los asuntos indios. Su acogida fuecordial, pero reservada. Sin arredrarse,Mountbatten emprendió la tarea deinvertir la situación. «No les expresé elmenor pesar —relatará más tarde—como tampoco les di la menorjustificación. Experimentaba un

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sentimiento aterrador, no tanto deorgullo como de absoluta convicción deque todo dependía de mí y de queaquellos ministros deberían hacer lo queyo les dijese».

Analizando las modificacionesintroducidas en el plan inicial,Mountbatten anunció que se encontrabaen condiciones de afirmar que todas laspartes interesadas estaban ahora deacuerdo en aceptar las propuestas delnuevo documento. Pero, sobre todo,añadió, aportaba una información de lamáxima importancia. Había recibido laseguridad de que la India y el Pakistánindependientes permanecerían unidos a

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la Gran Bretaña ocupando un puesto enla Commonwealth británica.

El partido del Congreso estaba, enefecto, dispuesto a aceptar el estatuto dedominio. Pero con una condición: que laindependencia fuera concedidainmediatamente, ya que la fecha del 30de junio de 1948 se considerabademasiado lejana.

Persuadido de que la rapidez era labase del éxito, Mountbatten queríaconvencer al Gobierno de la necesidadde actuar pronto. ¿Cuánto tiemponecesitaría para hacer que el Parlamentovotase la ley concediendo laindependencia a la India?, preguntó.

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La actuación del joven almiranteante el austero areópago fue tanextraordinaria que, en pocos minutos,consiguió tornar en favor suyo unaatmósfera al principio hostil. Fascinadospor su encanto y su poder de persuasión,los ministros adoptaron el nuevo plansin introducir en él ningún cambio, pormínimo que fuese.

—Good God! —exclamó LordIsmay, que había sido testigo de tantastormentas churchillianas en aquellamisma residencia—. He presenciadoalgunas proezas en mi vida, pero la queusted acaba de realizar supera a todas.

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La poderosa silueta de LouisMountbatten contemplaba tendida en lacama con una bata escocesa echadasobre los hombros, una gafas de medioscristales cabalgando en la punta de lanariz y su legendario puro en la boca,había formado siempre parte deldecorado de su existencia. La imagen deWinston Churchill poblaba susrecuerdos de adolescente desde el díaen que lo viera, joven y resplandecientePrimer Lord del Almirantazgo,charlando en el salón familiar con supadre, a la sazón Primer Lord del Mar.Mountbatten recordaba, incluso, haberoído a su madre decir, bromeando, del

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hombre que se convertiría en el símbolode la resistencia contra Hitler, que «nose podía confiar en él». Porque se habíahecho reo de un delito incalificable: nohabía devuelto un libro prestado[17].

En los meses que siguieron a lacrisis de Munich, una viva simpatíahabía acercado al joven oficial de laMarina y al político que, en medio de laindiferencia general, preconizaba elrearme de la Gran Bretaña. Más tarde,impresionado por la impetuosidad deMountbatten, Churchill le habíaencomendado su primer alto mando deguerra colocándole al frente de lasOperaciones Combinadas y, luego,

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comandante supremo interaliado en elSudeste asiático. A pesar de la distanciaque separaba sus respectivasgeneraciones, lazos profundos habíanunido a los dos hombres durante toda laguerra, y Mountbatten nunca dejó devisitar al viejo león cada vez que unamisión le llevaba a Londres[18].

Mountbatten sabía que Churchillsentía amistad por él, pero, precisaría,«por razones equivocadas. Pensaba queyo era únicamente un guerrero, unaespecie de matamoros. No tenía lamenor idea de la naturaleza de misconcepciones políticas». El jovenalmirante estaba convencido de que, si

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Churchill hubiera sido reelegido en1945, él, por su parte, habría sido«eliminado como un calcetín viejo» acausa de sus opiniones liberales sobreel futuro del Sudeste asiático.

Ahora, Mountbatten visitaba aChurchill a petición del PrimerMinistro, con el fin de incitarle arealizar el acto más doloroso de sucarrera de viejo conservador. Acudíapara pedirle que diera su bendición alplan que iba a poner en marcha elinexorable desmembramiento de suamado Imperio. «Winston es la clavedel problema en Inglaterra —le habíadeclarado Attlee a Mountbatten al

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aconsejarle que diera este paso—. Ni yoni nadie de mi Gobierno podráconvencerle. Pero a usted le aprecia.Tiene confianza en usted, y eso le da unaposibilidad».

Mountbatten se dispuso a trazar elcuadro de sus esfuerzos de los últimosmeses. El momento era patético. Desdehacía medio siglo, Churchill había dicho«no» a toda reforma que pudieraconducir a la India por el camino de laindependencia. Un último «no» asestaríaahora un golpe fatal a todas lasesperanzas de Mountbatten. Dueño de lamayoría en la Cámara de los Lores,Churchill, apelando a todos los recursos

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del procedimiento parlamentario, podíaretrasar durante dos años la ley quepromulgaría la independencia de laIndia.

El virrey sabía qué tragediaacarrearía este «no». La aprobación desu plan por parte del Congreso dependíade la concesión inmediata de laindependencia. Su gobierno, suadministración y todo un continentehirviente de pasiones raciales yreligiosas no sobrevivirían al retrasoque un irascible Churchill podíaimponer al curso de la Historia. Con losojos entornados, Churchill escuchó elvibrante llamamiento de su joven amigo

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con el aire de un buda sumido en sumeditación. Nada, ni el espectro deldesmoronamiento de la India, ni el caos,ni la guerra civil, suscitó la menorreacción en sus impasibles facciones.

Mountbatten mostró entonces suúltima carta. Anunció que tenía lagarantía de que la India permanecería enla Commonwealth si se concedíainmediatamente la independencia.

Churchill no dio crédito a sus oídos.¿Era posible que los más implacablesenemigos del Imperio hubieran aceptadopermanecer en las filas de la comunidadbritánica? ¿Que las pasadas glorias desu querido imperio se perpetuasen en las

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nuevas estructuras de la Era que seiniciaba? ¿Que pudiera quedar algo deaquella India en que él había quemadolas energías de su romántica juventud;que persistirían ante todo sus lazos conInglaterra?

Receloso, interrogó a su visitante.¿Tenía una garantía escrita? Mountbattenrespondió que poseía una carta de Nehrudando todas las seguridades deseables.

—¿Y mi viejo enemigo Gandhi? —preguntó Churchill.

Mountbatten reconoció que Gandhiera un personaje imprevisible. Élrepresentaba un peligro real, pero elvirrey esperaba poder neutralizarlo con

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la ayuda de Nehru y de Patel.Churchill pareció sumirse de nuevo

en su meditación. Se incorporó por finsobre la almohada y declaró que, siMountbatten obtenía el acuerdo solemney público de todos los partidos indios alplan que proponía, «toda Inglaterra»estaría entonces detrás de él. Losconservadores se unirían a los laboristaspara hacer votar la ley necesaria antesde las vacaciones de verano delParlamento. La India podría serindependiente, no en el plazo de unosaños o de unos meses, sino a la vueltade unas cuantas semanas, incluso deunos cuantos días.

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Densas volutas de humo se elevabanhacia el cielo desde toda una serie depiras esparcidas a través de la India.Ninguna madera de sándalo, ningunaofrenda de ghi alimentaban estasimprovisadas cremaciones. Ningúnplañidero entonando mantras rodeabalas hogueras, vigiladas solamente porunos cuantos imperturbablesfuncionarios británicos. Las llamas nodevoraban más que papel, cuatrotoneladas de documentos, de informes,de archivos. Encendidos por orden deSir Conrad Corfield, estos autos de fereducían a cenizas los episodios más

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siniestros de varios pintorescoscapítulos del pasado de la India: lahistoria secreta de los vicios, laslocuras y los escándalos de cincogeneraciones de sus protegidos, lospríncipes indios. Corfield temía queestos archivos, acumulados por elmeticuloso cuidado de los sucesivosrepresentantes de la Corona, seconvirtieran en las armas de un chantajepolítico al caer intactos en manos de losfuturos dirigentes de la India y delPakistán.

Aun habiendo regresado de Londrescon la promesa de que Inglaterra noentregaría impunemente a sus príncipes

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indios a las garras de los socialistas delCongreso, Corfield continuaba tanpesimista en cuanto a su futuro queestaba decidido a preservar por lomenos su pasado. Al haberle autorizadoel Gobierno de Attlee a que procedieraa la destrucción de estos archivos, habíaordenado inmediatamente a todos losresidentes y agentes políticos británicosdestinados en los Estados principescosque quemasen todos los documentosrelacionados con la vida privada de lospríncipes.

El propio Sir Conrad Corfieldencendió por sí mismo la primera pirabajo las ventanas de su despacho. Era

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una pequeña montaña de dossiersconservados hasta entonces en una cajafuerte cuya llave solamente poseían él ysu adjunto. La escrupulosa compilaciónde cincuenta años de escándalos sedeshacía en humo. Considerando queestos documentos formaban parte delpatrimonio indio, Nehru protestóenérgicamente.

Pero era demasiado tarde. EnPatiala, Hyderabad, Indore, Mysore,Baroda, en Porbandar —la patria deGandhi, a orillas del mar de Amán—, enChitral, en el Himalaya, en la humedadtropical de los pantanos de Cochin, entodas partes, funcionarios británicos

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estaban ya arrojando a las llamas lacrónica escandalosa de una época.

Los relatos de las excentricidadessexuales de ciertos príncipes podían porsí solos alimentar las llamas durantehoras, un nabab de Rampur habíaapostado con varios de sus colegas a verquién desfloraba a más vírgenes en unaño. La prueba de cada una de susconquistas sería el anillito de oro quelas muchachas llevan en la nariz hasta sumatrimonio. Lanzando a susespadachines sobre las aldeas de sureino, como ojeadores en una partida decaza del faisán, el nabab ganóholgadamente la apuesta. Al terminar el

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año, su cosecha de anillos representabavarios kilos de oro.

La hoguera de los archivos delmaharajá de Cachemira consumía lossecretos de uno de los másrocambolescos escándalos deentreguerras. El príncipe había sidosorprendido un día en una habitación delhotel «Savoy» de Londres por unhombre que se presentó como marido desu joven amante. En realidad, habíacaído en las redes de una banda dechantajistas que lograrían vaciar lasarcas del Estado de Cachemira a travésde la cuenta bancaria personal de susoberano. El escándalo estalló cuando el

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verdadero marido de la joven,estimando que no había sidodebidamente remunerado por elpréstamo de su esposa, se lo reveló todoa la Policía. En el resonante proceso quesiguió, se ocultó la identidad delinfortunado maharajá bajo el púdicoseudónimo de «M. A.». Asqueado parasiempre de las mujeres, Hari Singhregresó a Cachemira, donde descubriónuevos horizontes sexuales en lacompañía de muchachos jóvenes.Fielmente consignados por losrepresentantes de la Corona, los relatosde estas nuevas actividades sedesvanecían ahora en el éter himalayo

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mientras la fresca brisa de Srinagaraceleraba su combustión.

El nizam de Hyderabad, por suparte, combinaba dos pasiones: lafotografía y la pornografía. Habíareunido una impresionante colección dedocumentos eróticos. El ilustre ancianohabía hecho disimular en las paredes ylos techos de las habitaciones de susinvitados cámaras automáticas querecogían sus expansiones. Había hechoinstalar, incluso, un tomavistas tras elespejo del cuarto de baño de la parte delpalacio reservada a los huéspedesimportantes. El fruto de esta cámaramostrando a los grandes de la India

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haciendo sus necesidades constituía elnúmero de más efecto de su extrañafototeca.

El último informe sobre el nizam serefería a los esfuerzos realizados por elresidente británico para asegurarse deque las inclinaciones sexuales delpríncipe heredero eran conformes a lasde un futuro soberano. Con todo el tactode que era capaz, el inglés había hechoalusión a ciertos rumores según loscuales las preferencias del joven no sedirigían a las princesas. El nizam mandóllamar en el acto a su hijo, así como auna de las personas más agraciadas desu harén. Pasando por alto las turbadas

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protestas del residente, rogó a su hijoque diera una demostración inmediata,pública y completa de su virilidad. Sóloasí podría refutarse la calumniosainsinuación de que no era apto paraperpetuar la dinastía.

De todos los escándalos quedesaparecían en los fuegos purificadoresde Sir Conrad Corfield, ninguno habíadejado huellas tan sórdidas como el delreinado, en los años 30, del príncipe deun pequeño Estado de 800.000habitantes fronterizos con el Rajastán. Elmaharajá de Alwar era un hombre tanlleno de encanto y de cultura que habíalogrado hechizar a varios virreyes hasta

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el punto de proseguir con todaimpunidad sus actividades. Como secreía una reencarnación del dios Rama,llevaba constantemente guantes de sedanegra a fin de preservar sus divinasmanos de la contaminación de todacarne mortal, llegando hasta el extremode negarse a quitarse los guantes paraestrechar la mano de la reina deInglaterra. Queriendo que se leconfeccionara el mismo turbante que eldel dios Rama, había contratado a todoun areópago de teólogos hindúes con elexclusivo fin de que calcularan susdimensiones exactas.

Entre sus poderes temporales de

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hombre y el poderío divino que seatribuía, el maharajá de Alwar no erahombre que limitase sus apetitos. Una delas mejores escopetas de la India,adoraba atraerse a las fieras utilizandoniños como reclamo. Los hacía recogeral azar en las aldeas, prometiendo a losaterrorizados padres matar al animalantes de que hubiera tenido tiempo dedevorar al niño. Homosexual de gustosparticularmente perversos, había hechode su lecho real la única academiamilitar en que los jóvenes oficiales desu ejército podían esperar ganar susgalones. Las orgías en las que lesobligaba a participar concluían a veces

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en sádicos asesinatos.Si bien la multiplicación y la

regularidad de sus abusos habían dejadoindiferente a la potencia soberana, losdos crímenes que el maharajá de Alwartuvo la desgracia de cometer bajo elreinado del virrey Lord Willingdonhabrían de causar su perdición. Invitadoa almorzar en el palacio del virrey, elpríncipe fue colocado a la derecha deLady Willingdon, que admiróefusivamente el enorme diamante quellevaba en uno de sus enguantadosdedos. El entusiasmo de la virreina noera, quizá, del todo desinteresado. Latradición exigía, en efecto, que los

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príncipes ofreciesen al virrey o a lavirreina cualquier objeto que hubierasuscitado su admiración. Habiéndoseloofrecido cortésmente su huésped lavirreina se puso el anillo en el dedo, locontempló con más admiración aún y selo devolvió a su propietario.

El príncipe ordenó entoncesdiscretamente que le trajeran unlavafrutas. Con gran asombro por partede todos los comensales, lareencarnación de Rama se dedicó apurificar cuidadosamente la joya de todamancha que hubiera podido dejar en ellala virreina. Realizado este rito, volvió aponerse el anillo en el dedo.

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El segundo crimen, másimperdonable aún a los ojos de losbritánicos, se desarrolló en un campo depolo. Furioso por la lamentableactuación de uno de sus poneys duranteun partido, el soberano mandó rociarcon gasolina al pobre caballo antes deencender él mismo la cerilla que lotransformó en una antorcha viviente.Esta demostración pública de sucrueldad animal pesó más que todos losrefinamientos sádicos y, a veces,mortales que había infligido a grannúmero de sus compañeros de orgías. Elmaharajá de Alwar fue depuesto ydesterrado. Se marchó para terminar sus

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días en el dorado exilio de su castillo dela Costa Azul.

Aunque excepcional, el caso de estepríncipe no fue el único que turbó lasrelaciones entre los puritanos amosbritánicos y sus extravagantes vasallos.Con la crónica de las ignominiasprincipescas, ardían también los relatosde numerosas crisis.

La más grave había tenido comoresponsable el maharajá de Baroda.Escandalizado ante el hecho de que elresidente británico destinado en suEstado, «un oscuro coronel», tuviera

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derecho al mismo número de cañonazosque él, el príncipe mandóinmediatamente fundir dos cañones deoro macizo para dar a sus salvas unaresonancia más real que las del coronel.Considerándose insultado, el residenteenvió a Londres un informedesfavorable sobre la moralidad delmaharajá, acusándole de tratar comoesclavas a las mujeres de su harén.

Para vengarse, el príncipe convocó alos mejores astrólogos y a los hombresmás santos de su reino, requiriéndolespara que encontraran en la conjunción delos astros un medio de hacerdesaparecer al indeseable coronel. Se le

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aconsejó el envenenamiento condiamantes. El príncipe eligió de sutesoro una piedra del tamaño de unanuez que era adecuado para lagraduación del residente. Sus astrólogosla redujeron a polvo, el cual fueincorporado una noche en los alimentosdel coronel. Pero los atroces doloresintestinales que provocó permitieronsalvarle; fue transportado a un hospital,donde un lavado de estómago evitó lopeor.

Este intento de asesinato cometidoen la persona de un representante de laCorona se convirtió en un asunto deEstado. El maharajá fue procesado. Sus

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jueces se mostraron insensibles a lasseguridades dadas por los sacerdotesbrahmanes de que habían realizadodebidamente todos los ritos quegarantizaban la transmigración del almadel coronel, así como a las de un joyeroque atestiguó que el valor del diamante«correspondía exactamente al de uncoronel inglés». El maharajá de Barodafue depuesto por su «incapacidad paraadministrar correctamente un Estadovasallo de la Corona británica».

Sería vengado por un príncipeamigo. Cuando el virrey, que habíafirmado el decreto de exilio, fue avisitar su Estado, el maharajá de Patiola

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ordenó a los artilleros encargados dedisparar los treinta y un cañonazosdebidos al representante del rey-emperador que utilizaran tan pocapólvora que las explosiones «no haganmás ruido que un petardo infantil».

Otras acciones, para las queCorfield había obtenido igualmente laautorización de Londres, siguieron a ladestrucción de los archivos. Eran menosespectaculares, pero podían resultar deuna importancia infinitamente mayor. ANueva Delhi empezó a llegar un torrentede cartas procedentes de numerosospríncipes. En estas cartas, los maharajásinformaban a la administración central

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de la India británica de su intención deanular los acuerdos autorizando a losferrocarriles, los correos, los telégrafosy los demás servicios a utilizar losrecursos de sus territorios. Esta tácticaofensiva estaba destinada a poner derelieve que los príncipes no carecían deimportantes bazas para afrontar laexplicación decisiva que se aproximaba.La India que anunciaba estas medidasera una India de pesadilla, una India enla que los trenes no circularían, losaviones no podrían aterrizar, laelectricidad no sería distribuida y elteléfono y el telégrafo permaneceríanmudos.

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El gran retrato del general RobertClive dominaba los debates de los sietedirigentes indios reunidos en eldespacho del virrey. Representantes delos cuatrocientos millones de hombres yde mujeres de la India, esos millones deseres que Gandhi denominaba conjusteza «los miserables ejemplares deuna Humanidad de mirada inanimada»,acudían este 2 de junio de 1947 alpalacio de Lord Mountbatten paradiscutir el documento que iba a devolvera su pueblo el continente conquistadodos siglos antes por el general británico.El propio virrey lo había traído cuarenta

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y ocho horas antes de Londres, dondehabía sido aprobado por el Gabinete deClement Attlee.

Cada dirigente ocupó su puesto en lamesa redonda que presidía LouisMountbatten. Jinnah, Liaquat Ali Khan yRab Nishtar hablando en nombre de laLiga musulmana; el Congreso estabarepresentado por Nehru, Patel y supresidente, Acharya Kripalani. Veníapor último, Baldev Singh, el portavoz delos seis millones de sikhs, la comunidaddestinada a ser la más afectada por loque se iba a decidir.

Un fotógrafo oficial inmortalizó laescena. Luego, tras unos minutos de

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silencio interrumpido por nerviososcarraspeos, un secretario depositó antecada uno de los participantes unacarpeta que contenía un ejemplar delplan redactado en Simla por V. P.Menon y aceptado sin modificacionespor Londres.

Era la primera vez, desde su llegadaa la India, que Mountbatten se veíaobligado a sustituir por una mesaredonda su estrategia de diálogosprivados. Había decidido ser el únicoorador, no queriendo, con ningúnpretexto, correr el riesgo de que lareunión degenerarse en un foro en el quecada uno se dedicara a demoler el plan

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que tan difícil había sido elaborar.Consciente de la importancia

histórica de esta reunión, empezóponiendo de relieve que, durante loscinco años transcurridos, él habíatomado parte en numerosas conferenciasen las que se había decidido la suerte dela guerra. Pero no recordaba ninguna tandecisiva como aquélla. Mountbattenrecordó los esfuerzos desplegadosdesde su llegada a Nueva Delhi y, luego,pasó, brevemente, revista a los puntosesenciales del plan que tenían ante susojos. Refiriéndose a la cláusula sobre lapermanencia de la India y el Pakistán enla Commonwealth, que había suscitado

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la adhesión de Winston Churchill,subrayó que no reflejaba en absoluto undeseo de Gran Bretaña de continuar sudominio, sino que aportaba la seguridadde que no se retiraría apresuradamentela ayuda británica en el caso en quefuese deseada. Habló seguidamente delproblema de Calcuta y, luego, de latragedia que amenazaba a los sikhs.

Declaró que no pedía a sushuéspedes que fueran contra suconciencia dando su acuerdo total a unplan algunos de cuyos aspectoschocaban con sus profundasconvicciones. Pero les invitaba asuscribirlo en un espíritu de

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apaciguamiento general y a que secomprometieran a aplicarlo evitandotodo derramamiento de sangre.

Deseoso de dar a sus interlocutoresun plazo de reflexión lo más breveposible, Mountbatten les pidió suacuerdo definitivo para el día siguientea la misma hora.

Pero deseaba, añadió, que paraentonces le dieran todos su acuerdo deprincipio.

—Caballeros —concluyó—, meagradaría tener noticias suyas antes deesta medianoche.

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Un secreto temor obsesionaba aLouis Mountbatten desde su regreso aNueva Delhi, una preocupación queensombrecía el palmarés de sus éxitoslondinenses y su «enorme optimismopara el futuro». ¿Intentaría hacerfracasar sus proyectos «el imprevisibleMahatma»? Esta perspectiva le aterraba.

Experimentaba un verdadero afectopor su «pobre gorrioncillo». La idea deque él, el guerrero profesional, el virrey,pudiera verse obligado a entablar unaprueba de fuerza con el apóstol de la noviolencia, le consternaba.

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Era, sin embargo, una eventualidadque tener en cuenta. Si Jinnah había sidoel hombre que aniquiló sus esperanzasde preservar la unidad de la India,Gandhi podía ser el que se opusiera a suintento de dividirla. Desde su llegada ala India, el virrey no había dejado deintentar atraerse la confianza de losdirigentes del Congreso, a fin de poder,en caso de que se produjeran pruebas defuerza, neutralizar al Mahatma durantealgunas horas cruciales.

La empresa había sido menos difícilde lo que temía. «Yo tenía el extrañosentimiento —contaría más tardeMountbatten de que, en cierto modo,

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estaban todos dispuestos a apoyarmecontra Gandhi, de que casi me animabana desafiarle».

Pero el virrey sabía también que elMahatma disponía de recursosexcepcionales. Disponía del partidomismo, de millones de militantes que leveneraban y, sobre todo, disponía de susingular poder para galvanizar a lasmasas. Si decidía pasar por encima delos compromisos de los dirigentes yapelar directamente a las multitudesindias, Gandhi podía provocar una crisisterrible.

Todo indicaba que se disponía aseguir ese camino. ¿No acababa de

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exclamar durante su oración pública dela tarde: «¡Que el país entero seconvierta en pasto de las llamas! Jamásabandonaremos una sola pulgada de lapatria»?

Tras estas palabras se ocultaba, sinembargo, una sorda angustia.Ciertamente, todas las fibras de su ser leafirmaban que la petición era un mal.Pero, por primera vez, Gandhi no teníala completa seguridad de que las masasindias estuvieran dispuestas a seguirle.

Una mañana, durante un paseo porlas calles de Nueva Delhi, le interpelóuno de sus partidarios:

—En el momento de la decisión —

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se asombró—, parece como si nocontara usted gran cosa, como si se lequisiera dejar a la puerta, a usted y a susideales.

—Es cierto —suspiró con amargurael Mahatma—, todo el mundo seapresura a adornar con flores misfotografías y mis estatuas. Pero nadiequiere seguir mis consejos.

Pocos días después, Gandhi sedespertó media hora antes de su oracióndel amanecer. Él y su sobrina-nietaManu habían reanudado su costumbre dedormir juntos. La muchacha oyó alanciano lamentarse en la oscuridad de suchoza del barrio de los intocables.

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«Estoy completamente solo —murmuraba—. Hasta Nehru y Patelpiensan que me equivoco y que la pazretornará con la partición… Sepreguntan si no me he vuelto un pocochocho con los años». Hubo un largosilencio. Luego, Gandhi suspiró: «Talvez tienen todos razón y yo me bato envano en las tinieblas». Siguió un nuevo ylargo silencio y, después, Manu oyó caerde sus labios una última frase: «Quizáno esté ya en este mundo para verlo,pero, si el mal que temo acabaracayendo sobre la India y poniendo enpeligro su independencia, que laposteridad sepa qué agonía conoció esta

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vieja alma pensando en talesdesgracias».

La «vieja alma» estaba citada en eldespacho del virrey el 2 de junio a lasdoce y media, es decir, hora y mediadespués de los siete dirigentes indios,para dar a Mountbatten la respuesta quecon más impaciencia esperaba éste.Gandhi, para quien la puntualidad erauna religión, llegó en el preciso instanteen que el reloj daba la media. Temiendoque saliera de su boca una declaraciónde guerra, el virrey se levantó pararecibirle. Antes de que hubiera podidodarle la bienvenida, el Mahatma se llevóun dedo a los labios. «Alabado sea

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Dios, es su día de silencio», comprendióMountbatten con alivio.

Gandhi se instaló en un sillón y sacóde entre los pliegues de su dhoti unpaquete de sobres usados y unminúsculo cabo de lápiz. No queriendodesperdiciar ni siquiera un pedazo depapel, abría él mismo su correo ytransformaba todos los sobres enpequeñas esquelas que utilizaba paracomunicarse durante sus días desilencio.

Cuando Mountbatten hubo terminadode exponer el plan, Gandhi, chupó lamina de su lápiz y redactó la respuesta,cubriendo los reversos de cinco sobres

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con su inclinada escritura.«Lamento no poder hablarle —

escribió—. Cuando tomé la decisión deobservar un día de silencio el lunes,había previsto romper este voto en doscasos: para hablar de asuntos urgentescon una alta personalidad y para cuidarenfermos. Pero sé que no desea ustedque yo rompa mi silencio. Hay, sinembargo, una o dos cosas de la que yodebería hablarle. Pero no hoy. Sivolvemos a vernos, se las diré».

Y con esto, levantóse y se retiró.

El palacio del virrey estaba oscuro y

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silencioso. De vez en cuando, como unfantasma rozando las alfombras con suspies descalzos, pasaba un criado vestidocon una túnica blanca. Las luces delcuarto de trabajo de Mountbattenbrillaban todavía, pese a la avanzadahora de la noche, iluminando la últimaentrevista de aquel día fértil ensorpresas. Mountbatten observabaatónito a su nuevo visitante. Losdirigentes del Congreso le habían hechosaber en el plazo deseado su decisión deaceptar esa misma mañana el planpropuesto. Y he aquí que el hombre aquien sobre todo este plan debíasatisfacer, el hombre cuya inflexible

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voluntad había obtenido la partición dela India, trataba ahora de contemporizar.Ése era también en cierto modo, el díade silencio de Mohammed Ali Jinnah. Elobjetivo de toda su vida estaba alalcance de su mano. Pero, por algunamisteriosa razón, no se decidía apronunciar la palabra que durante todasu vida se había negado obstinadamentea pronunciar: sí.

Dando una lenta chupada a uno desus eternos «Craven A» colocado alextremo de una larga boquilla de jade,Jinnah se obstinaba en repetir que nopodía dar su acuerdo antes de haberconsultado con el Consejo de la Liga

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musulmana, formalidad que exigiría porlo menos una semana.

Mountbatten se sintió dominado porla cólera. Volvieron a su memoria todaslas frustraciones que le había hechosufrir la actitud glacial e intransigentedel jefe musulmán. Esta noche, Jinnahrebasaba todos los límites. Habíaconquistado «su maldito Pakistán».Hasta los sikhs se resignaron a ello.Todas sus exigencias esenciales habíansido satisfechas, y he aquí que, en elmomento decisivo, se disponía aprovocar el derrumbamiento de todo eledificio por causa de su patológicaincapacidad para articular la palabra

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«sí».Mountbatten tenía una imperativa

razón para obtener el acuerdo inmediatode Jinnah; dentro de menos deveinticuatro horas, Clement Attlee iba aanunciar a la Cámara de los Comunes lapartición de la India. El virrey habíaempeñado toda su responsabilidadasegurando al Primer Ministro y alGobierno británico que no se produciríaninguna sorpresa y que esta vez todoslos dirigentes indios firmarían el planaceptado por Londres. A costa deenormes dificultades, había logrado laadhesión del Congreso a la idea de lapartición. El propio Gandhi se había

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retirado, al menos temporalmente, de labatalla. La menor vacilación por partede Jinnah, la más mínima sospecha deque intentaba maniobrar para arrancaruna última concesión, y se desvaneceríala esperanza de que la India escapara alcaos.

—Señor Jinnah —declaróMountbatten—, si imagina que puedoesperar una semana en este sillón a quehaya reunido usted a sus partidarios enNueva Delhi, está usted completamenteloco. Sabe muy bien que la situación hallegado a un punto del que ya esimposible retroceder. Ha logrado ustedobtener su Pakistán, cuando nadie en

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todo el mundo creía que lo conseguiría.Ya sé, considera usted que el país querecibe está «agujereado por los cuatrocostados», pero, de todas formas, es elPakistán. Todo depende ahora de quemañana acepte usted el plan al mismotiempo que sus adversarios. Si losdirigentes del Congreso sospecharan sunegativa a comprometerse, retirarían enel acto su conformidad, y todo estaríaperdido.

Jinnah pareció insensible a estaapelación. Protestó que debíanobservarse todas las reglasdemocráticas.

—Yo no soy la Liga musulmana —

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adujo.—¡Vamos, señor Jinnah! —replicó

Mountbatten—. Nadie creerá semejantecosa. No trate de alabarse a sí mismo.Todo el mundo sabe muy bien quién esquién en las filas de la Liga musulmana.

—No es posible —se obstinó Jinnah—, deben respetarse todas las reglas.

—Señor Jinnah —replicó el virrey—, voy a decirle una última cosa. Notengo intención de dejarle destruir supropio plan. No puedo autorizarle arechazar la solución que tanto se haafanado por conseguir. Me propongoaceptarla en su nombre. Mañana, en lasesión en que se concluirá nuestro

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acuerdo, declararé que he recibido larespuesta del Congreso, con algunasreservas que estoy seguro de podersatisfacer, y que el Congreso haaceptado, por lo tanto. Declararé que lossikhs han aceptado igualmente.Anunciaré entonces que, la nocheanterior, he sostenido una larga y cordialconversación con el señor Jinnah, quehemos estudiado detalladamente el plany que el señor Jinnah me ha dado suseguridad personal de que estaba deacuerdo con ese plan.

»En ese momento, señor Jinnah —continuó Mountbatten—, me volveréhacia usted. No quiero que hable. No

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quiero que los dirigentes del Congresole fuercen a explicarse públicamente.Sólo quiero que haga una cosa. Quieroque incline usted la cabeza para indicarque está de acuerdo conmigo.

»Si no inclina usted la cabeza, señorJinnah —concluyó Mountbatten—,entonces está usted acabado. No podréhacer nada por usted. Todo sederrumbará. No es una amenaza, es unaprofecía. Si no inclina usted la cabezaen ese instante, mi presencia aquí notendrá ya ninguna utilidad, usted habráperdido el Pakistán y, por lo que a mírespecta, podrá irse al diablo.

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La reunión se desarrollóexactamente del modo que habíadecidido Mountbatten. Aquel 3 de juniode 1947, el virrey condenó a suscompañeros al silencio, como habíahecho la víspera. Manifestandocomprender las reservas de las partes enpresencia, se felicitó por el acuerdounánime que habían otorgado a su plan.Expresó su agradecimiento a losdirigentes del Congreso y, luego, alrepresentante de los sikhs. Por último,anunció que Jinnah le había aseguradotambién su conformidad.

Como estaba previsto, el virrey sevolvió entonces hacia el dirigente

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musulmán, sentado a su derecha. Notenía la menor idea de la actitud que ibaa adoptar Mohammed Ali Jinnah.Siempre recordaría este «interminable»momento. El dirigente musulmán esbozópor fin el más discreto movimiento deaprobación que podía realizar unacabeza para salir de la inmovilidad.

Con esta señal apenas perceptible,quedaba ratificada la existencia de unanación de noventa millones de hombres.Aunque las circunstancias de sunacimiento prometían ser difíciles, «elsueño imposible» del Pakistán se habíarealizado por fin. Mountbatten podíacontinuar su tarea en lo sucesivo. Antes

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de que sus siete interlocutores hubierantenido tiempo de abrir la boca, el virreyhizo distribuirles un texto de 34 páginas.Tomando su ejemplar, el virrey lomostró ostensiblemente antes dedepositarlo nuevamente sobre la mesaen un gesto teatral. Con voz grave,anunció el título del documento: «Lasconsecuencias administrativas de lapartición».

Era un regalo de bautismominuciosamente elaborado porMountbatten y sus colaboradores ydestinado a los dirigentes indios con elfin de conducirles por los caminos de lagigantesca tarea que les esperaba.

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Página tras página, desarrollaba lasimplicaciones de la decisión que acabade ser tomada. Ninguno de los sietehombres estaba preparado para afrontarla aterradora realidad que descubrierondesde las primeras líneas. Iban a tenerque enfrentarse a un problema que nadiehabía tenido nunca que resolver antesque ellos, un problema cuyasdimensiones desafiaban a laimaginación. Iban a tener que inventariarla herencia de cuatrocientos millones dehombres, dividir posesiones acumuladasdesde hacía más de cien generaciones,distribuir los frutos de trescientos añosde progreso tecnológico. Deberían

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repartir las reservas de los Bancos, lossellos de Correos, los libros de lasbibliotecas, las deudas, la tercera redferroviaria del mundo, las cárceles, suspresos, los tinteros, las escobas, loscentros de investigación, los hospitales,las Universidades, los manicomios, loscanales de riego, instituciones y unacantidad de bienes de variedad ynúmero inimaginables.

Un abrumador silencio se hizo en lasala mientras los siete hombrescomenzaban solamente a medir laenormidad de sus responsabilidades.Mountbatten había preparado conextraordinario esmero su actuación.

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Gracias a esta estratagema, cerraba elpaso a todas las discusiones inútiles yconcentraba el espíritu de suscompañeros en un nuevo objetivo:realizar con éxito la partición.

Gandhi se enteró de la decisión delos dirigentes indios de aceptar lapartición cuando tomaba un pediluvio alregreso de su paseo vespertino.Mientras su sobrina-nieta Manu lefrotaba los pies, lejos de sentir alivio,su rostro fue adquiriendo una expresióncada vez más dolorida. «¡Que Dios losproteja y les dé a todos la sabiduría!»,

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suspiró.

Pocos minutos después de las sietede la tarde de ese mismo día 3 de juniode 1947, el virrey y los tresrepresentantes de las diferentescomunidades entraron en los estudios dela radiodifusión de Nueva Delhi paraanunciar a sus pueblos la división de laIndia en dos naciones separadas ysoberanas.

Como correspondía a su rango,Mountbatten habló el primero. En pocasy breves frases, deseó buena suerte a losdos Estados que iban a nacer.

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Expresándose en hindi, Nehru le sucedióal micrófono. Una gran tristezaensombreció el rostro del hombre deEstado indio cuando declaró: «El grandestino de la India está a punto derealizarse en un parto duro y penoso».Explicó su enorme angustia cuando sehabía resignado a aceptar la partición y,para terminar, dijo: «No hay ningunaalegría en mi corazón al comunicaros elacuerdo que acabamos de concluir».

Tomó entonces la palabra Jinnah.Nada podía ilustrar mejor que sudiscurso la inmensidad de la tarearealizada y la paradoja de su éxito. Paraanunciar a los noventa millones de

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musulmanes indios que les habíaconseguido un Estado independiente,Mohammed Ali Jinnah se veía obligadoa expresarse en una lengua que nopodían comprender. Habló en inglés[19].Un locutor tradujo seguidamente al urdusu alocución.

Por último, Baldev Singh anunció alos sikhs su aceptación del plan departición, lanzando un llamamiento a lapaz entre las comunidades desgarradaspor esta decisión.

El breve respiro concedido aMountbatten por el día de silencio había

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terminado, y era ya inminente la temidaconfrontación. A primera hora de latarde del día siguiente, 4 de junio, elvirrey recibió un mensaje urgente:Gandhi se disponía a romper con ladirección del partido del Congreso y adenunciar el plan esa misma tarde,durante su oración pública. Mountbattenenvió inmediatamente un emisario alMahatma para pedirle que fuera a verle.

Gandhi llegó solamente una horaantes de su reunión de oración. Paraintentar impedir un desastre, el virrey nodisponía más que de cincuenta minutos.Nada más verle, comprendió hasta quépunto estaba trastornado el anciano.

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Desplomado en su sillón «como unpájaro con las alas rotas», el Mahatmaagitaba la mano gimiendo con vozapenas audible: «Es tan horrible, es tanhorrible…».

En ese estado, Gandhi era capaz detodo, pensó Mountbatten. Si denunciabala partición públicamente, Nehru, Pately los demás dirigentes del Congreso aquienes tan pacientemente habíaconvencido el virrey se veríanobligados, o bien a romper con él, obien a retractarse de su acuerdo. Enambos casos, era la catástrofe. Decididoa apelar a todos los argumentos quepodía concebir su fértil imaginación,

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Mountbatten comenzó explicando alMahatma cuánto comprendía ycompartía su dolor al ver destruida launidad de la India después de tantosaños de lucha.

Mientras hablaba, le vino una súbitainspiración.

—Los periódicos han bautizado esteplan el «Plan Mountbatten» —declaró—, pero hubieran debido llamarlo el«Plan Gandhi».

¿No era Gandhi quien había sugeridosus principales elementos? El Mahatmacontempló con sorpresa a suinterlocutor.

En efecto, continuó Mountbatten,

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Gandhi le había pedido que dejara alpueblo indio la libertad de elegir, y esoera precisamente lo que permitía suplan. Eran las asambleas provincialeselegidas por el pueblo las que iban adecidir el futuro de cada provincia.Cada una de ellas votaría para decidirintegrarse o bien en la India, o bien en elPakistán.

—Si, por algún milagro, todas estasasambleas deciden pertenecer al mismopaís —explicó Mountbatten—, entoncesquedará salvada la unidad de la India yusted habrá ganado. En caso contrario,estoy seguro de que no esperará ustedque los ingleses se opongan a su

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decisión por la fuerza de las armas.Vibrante, poniendo en juego todo su

encanto, Louis Mountbatten defendió sucausa ante el anciano de setenta y ochoaños, de cuya palabra dependería quizá,dentro de unos minutos, el destino de laIndia.

Gandhi pareció desconcertado:¿Debía permanecer fiel a su instinto ycontinuar desautorizando la partición ariesgo de sumir a la India en el caos, odebía aceptar el llamamiento a la razóndel virrey?

No había terminado Mountbatten sudemostración cuando su visitante selevantó. Se excusó por tener que

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marcharse, pero nunca se habíapermitido hacer esperar a los fieles desus oraciones públicas.

Pocos instantes después, sentadosobre una plataforma de tierra apisonadaen medio de la miserable colonia de losintocables de Delhi, Gandhi pronunciósu veredicto. En la multitud que seapretujaba ante él, muchos habíanvenido no para rezar, sino con laesperanza de oír del profeta de laresistencia un llamamiento a la lucha,una declaración de guerra contra el plande partición. Pero aquella tarde, ningunaarenga belicosa salió de la boca dequien tantas veces había clamado que

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preferiría la vivisección de su propiocuerpo a la de su país.

—Es inútil culpar al virrey de lapartición —declaró—. Miraos avosotros mismos y mirad en vuestroscorazones, y encontraréis la explicaciónde lo que ha ocurrido.

Lord Mountbatten acababa deobtener la victoria más difícil de suextraordinaria carrera. En cuanto aGandhi, muchos indios no leperdonarían jamás. Algún día, el frágilanciano cuyo corazón lloraríaeternamente la división de la Indiapagaría con su sangre el precio de susilencio.

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Jamás el soberbio hemiciclo,construido para albergar los debates delos legisladores de la India, había sidotestigo de una actuación comparable.Hablando sin consultar ninguna nota,Lord Mountbatten revelaba a la opiniónindia y al mundo una de las actas denacimiento más importantes de laHistoria, el plan que iba a permitir a unaquinta parte de la Humanidad acceder ala plena independencia y servir deprecursor a una nueva asamblea de lospueblos del planeta que comprenderíalas dos terceras partes de los hombres,el Tercer Mundo.

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Trescientos periodistas ycorresponsales llegados de Rusia,China, América y Europa, mezcladoscon los representantes de la Prensalocal, representantes de un mosaico deperiódicos, lenguas, culturas yreligiones diferentes, seguían conextraordinaria atención la conferenciade Prensa del virrey.

Para Lord Mountbatten, esta reuniónera la consagración de una proeza. Enmenos de dos meses, y casi solo, habíalogrado lo imposible: entablar undiálogo con los jefes de la India, sentarlas bases de un acuerdo, persuadir a susinterlocutores para que lo aceptasen,

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arrancar, por último, el apoyo sinreservas tanto del Gobierno como de laoposición de Londres. Había navegadocon destreza por entre los escollossembrados en su camino. Su últimahazaña la había realizado al penetrar enla propia jaula del viejo león; habíaconvencido a Winston Churchill paraque se guardara sus garras y ronroneaseél también su aprobación.

Un fuego graneado de preguntasasaltó al orador cuando hubo terminadode hablar. «Yo no sentía ningunaaprensión —diría Mountbatten—, Habíavivido todo el asunto, era el único queconocía todas sus facetas. Por primera

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vez, la Prensa encontraba a la únicapersona que poseía todas las claves deldossier».

Una voz acabó planteando la únicapregunta que quedaba en el aire. Paracompletar su rompecabezas, era tambiénla última casilla que Mountbatten debíarellenar.

—Puesto que todo el mundo está deacuerdo en reconocer que es urgenteproclamar la independencia de la India,sin duda habrá pensado usted en unafecha —preguntó un periodista indio.

—Desde luego —respondióMountbatten.

—¿Podría indicárnosla?

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Una serie de imágenes y rápidoscálculos se superpusieron en el espíritudel virrey. De hecho, no había elegidoaún la fecha; sólo tenía conciencia deque debería ser muy próxima.

«Necesitaba forzar elacontecimiento —dirá más tarde—.Sabía que debía obligar al Parlamentobritánico a votar la ley concediendo laindependencia antes de sus vacacionesde verano si quería continuarcontrolando la situación. Estábamossentados encima de un barril de pólvoraal borde de un volcán. No sabíamoscuándo se produciría la explosión».

Mountbatten contempló el

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abarrotado hemiciclo. Todas lasmiradas estaban fijas en él. Unaatmósfera de espera, subrayada por elzumbido de los ventiladores, pesabasobre la concurrencia. El virrey estabadecidido a demostrar que él era «quienmanejaba todo el asunto». Varias fechasbailaron en su cabeza como los númerosde una ruleta lanzada a toda velocidad.¿El 5 de setiembre? ¿El 10? ¿El 20 deagosto? La ruleta se detuvo por fin, y labolita fue a caer en una casilla cuyacifra le pareció tan apropiada que ladecisión de Mountbatten fue instantánea.Era una fecha ligada al mayor triunfo desu existencia, el del día en que su larga

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campaña a través de las junglasbirmanas había terminado con lacapitulación incondicional del Imperionipón. Puesto que toda una época de lahistoria del mundo había concluido conel derrumbamiento del Asia feudal delos samurais, ninguna fecha podía sermás justificada para celebrar eladvenimiento de una nueva Asiademocrática. Lord Mountbatten anunciósu decisión:

—La proclamación oficial de laindependencia de la India tendrá lugar el15 de agosto de 1947.

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Esta revelación estalló como unabomba. En el Parlamento británico, en laresidencia del Primer Ministro, en elpalacio de Buckingham, la noticia causóuna sorpresa brutal. Nadie, ni siquieraClement Attlee, sospechaba queMountbatten estuviera dispuesto a hacercaer el telón sobre la epopeya india dela Gran Bretaña con tanta precipitación.En Nueva Delhi, los colaboradores másíntimos del virrey no habían tenido elmás mínimo presentimiento de que fueraa elegir una fecha tan próxima. Laposibilidad de un desenlace tan rápido

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tampoco se les había ocurrido, ni por lomás remoto, a los dirigentes indios conlos que había pasado tantas horas losdos primeros meses de su misión.

En ninguna parte sin embargo, habíade causar tanta consternación la elecciónde la fecha del 15 de agosto de 1947para la independencia de la India comoen las filas de una corporación queregentaba la vida de millones de hindúescon una tiranía más opresora que la delos ingleses, los jefes del Congreso y lospríncipes reunidos. Mountbatten habíacometido el imperdonable error deanunciar esta fecha sin haber consultadopreviamente a los representantes del

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poder oculto más poderoso de la India:los jyotishi, los astrólogos.

Ningún pueblo estaba más sometidoque el pueblo indio a su autoridad y a supretendido conocimiento de las leyesque rigen el Universo. Cada maharajá,cada templo, cada aldea poseía uno ovarios jyotishi fijos que reinaban comodictadores sobre la existencia de lacomunidad hindú. Su intervención seextendía a todos los campos. Millonesde indios no habrían osado jamásemprender un viaje, recibir a un amigo,concluir un contrato, salir de caza,llevar un vestido nuevo, comprar unajoya, cortar un bigote, labrar un campo,

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casar a una hija o, incluso, hacercelebrar unos funerales, sin haberconsultado previamente a un astrólogo.

Leyendo el orden y el destino delmundo en sus mapas celestes, losastrólogos se habían arrogado un poderilimitado. Los niños que declarabannacidos bajo una mala estrella eranfrecuentemente abandonados por suspadres. Algunos hombres elegíansuicidarse a la hora en que se les habíapredicho una conjunción de los planetasparticularmente favorable a latransmigración de su alma. Losastrólogos anunciaban qué días de lasemana, qué horas del día eran

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benéficos, y cuáles no lo eran. Eldomingo era un día particularmentenefasto, así como el viernes. Ahora bien,cualquier indio podía descubrir,consultando un simple calendario, queen este año de 1947 el 15 de agosto caíaen viernes.

En cuanto la Radio anunció la fechafatídica, los astrólogos de la India enterase pusieron a consultar sus libros. Losde la ciudad santa de Benarés y devarias ciudades del Sur proclamaroninmediatamente que el 15 de agosto de1947 era un día tan funesto que la India«haría bien en tolerar a los ingleses undía más, antes que arriesgarse a la

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condenación eterna».En Calcuta, el joven astrólogo

Swamin Madananand desplegó sunavamaneh, un inmenso mapa astralredondo compuesto por una sucesión decírculos concéntricos en los quefiguraban inscritos los días y los mesesdel año, los ciclos de la Luna y del Sol,los planetas, los signos del Zodíacolunar que influían en el destino de laTierra. En el centro, había unplanisferio. Madananand hizo girar loscírculos hasta hacerlos coincidir todoscon el día del 15 de agosto del año1947. Luego, partiendo del centro delcontinente indio en el planisferio, trazó

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un haz de líneas hacia los diferentescírculos del mapa celeste. A medida quesus trazos iban atravesando la línea del15 de agosto, sentía que un sudor frío lehelaba la espalda. Su cálculo dejabaprever un desastre.

La India, como también Nehru yJinnah, se encontraba colocada aquel díabajo la influencia de Makara,Capricornio, una de cuyasparticularidades es profesar unaimplacable hostilidad a todas las fuerzascentrífugas, por consiguiente, a laPartición[20]. Y, más alarmante aún, bajola influencia preponderante de Saturno,el más maléfico de los planetas, el 15 de

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agosto de 1947 iba a pasar bajo eldominio de Rahu, el nódulo lunarascendente llamado «cabeza sincuerpo», y todas cuyas manifestaciones—empezando por los eclipses— erannefastas[21]. Desde las cero horas hastamedianoche del 15 de agosto de 1947,las posiciones de Júpiter y Venus eranigualmente desfavorables, ya que suconjunción con Saturno las situabadurante todo este día en el peor lugar dela bóveda celeste, «en el infierno de lanovena casa de Karamsthan». Comomillares de sus colegas, el jovenastrólogo levantó la cabeza, espantadopor las dimensiones de la tragedia que

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preveía.—¿Qué han hecho? ¿Pero qué han

hecho? —exclamó.Pese al dominio del cuerpo y del

espíritu adquirido por largos años deyoga, de meditación y de prácticastántricas, el joven perdió el control de símismo. Tomando una hoja de papel,redactó un llamamiento al responsableinvoluntario de esta catástrofe.

«Lord Mountbatten —suplicó—, porel amor de Dios, no conceda laindependencia a la India el 15 de agostode 1947. Si sobrevienen inundaciones,sequías, matanzas y el caos, es porque laIndia libre habrá nacido un día

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maldecido por los astros».

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IX

EL MAYOR DIVORCIODE LA HISTORIA

En el pasado nunca se habíaintentado nada semejante. No existía niprecedente ni modelo; no podía citarseninguna jurisprudencia para el divorciomás total y complejo de la historia delmundo, la dispersión de una familia decuatrocientos millones de hombres, el

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reparto de sus bienes, acumulados a lolargo de siglos de existencia comúnsobre la misma tierra.

Para regular las formalidades deesta separación, quedaban exactamentesetenta y tres días. Con el fin depersuadir a todos de esta extremaurgencia, Mountbatten mandó colgar entodas las oficinas y despachos de lacapital un calendario mural de un tipomuy especial: comenzaba el 3 de junio yterminaba el 15 de agosto. Como lacuenta atrás de una explosión atómica,cada hoja indicaba, bajo la fecha, elnúmero de «días que quedan parapreparar la Transmisión de Poderes».

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La responsabilidad de organizar lagigantesca división del patrimonio fueconfiada a dos indios, los abogados, encierto modo, de las dos partes. Uno yotro eran ejemplares perfectos de laexquisita flor burocrática que un siglode dominación británica había hechonacer en la India. Vivían en dos villasparecidas propiedad del Estado, sedirigían diariamente a sus despachos,casi contiguos, en dos «Chevrolet»idénticos, de antes de la guerra, recibíanun suelo igual y pagaban, con la mismapuntualidad, sus cotizaciones mensualesa la misma caja de jubilaciones. Uno erahindú, el otro musulmán.

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Todos los días, desde el 3 de juniohasta el 15 de agosto, con ese respeto alprocedimiento y al detalle que sustutores ingleses les habían inculcado, elmusulmán Chaudhuri Mohammed Ali yel hindú H. M. Patel se absorbieron enel estudio de los dossiers que lespermitirían repartir las posesiones desus cuatrocientos millones decompatriotas. Por una ironía del destino,para disecar su patria debían utilizar lalengua de los colonizadores. Más de uncentenar de colaboradores repartidos entoda una serie de comités y subcomitésles sometían recomendaciones. Susdecisiones eran seguidamente

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comunicadas, para su aprobación final, aun Consejo de Partición presidido por elvirrey.

El Congreso reivindicó desde elprimer momento sus derechos al bienmás preciado de todos, el nombremismo de «India». Rechazó laproposición de bautizar al nuevo Estadocon el nombre de «Indostán», alegandoque era el Pakistán quien se segregaba.

Como en la mayoría de losdivorcios, las cuestiones monetariasdieron lugar a las discusiones másásperas. La más delicada se refería alreparto del crédito que Gran Bretañadejaría al marcharse. Después de haber

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sido acusada durante decenios deexplotar y saquear a la India, Inglaterraliquidaba, en efecto, su epopeya indiaquedando deudora de la astronómicasuma de cinco mil millones de dólares.Esta fabulosa deuda representaba unaparte del precio que le había costado suvictoria en la Guerra Mundial. Ésta lehabía situado al borde de unabancarrota, una de cuyas consecuenciasera el proceso histórico que comenzabaen la India.

Era preciso también repartir loshaberes de los Bancos del Estado, loslingotes de oro amontonados en las cajasfuertes del Bank of India y todo el

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numerario, hasta los últimos billetes deuna rupia y los sellos de Correosguardados en la caja fuerte del jefe dedistrito perdido en medio de las tribusde cazadores de cabezas naga. Elproblema resultó tan espinoso, que huboque encerrar a los liquidadores en undespacho, con la prohibición de salir deél antes de que hubieran llegado a unacuerdo.

Tras laboriosas negociaciones, losdos hombres acabaron conviniendo endar al Pakistán el 17,5 % de loscaudales bancarios y de los saldos enlibras esterlinas, contra la obligación deasumir el 15,5 % de la deuda nacional

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india.Decidieron atribuir a la India el

80% de los bienes materiales de laenorme máquina administrativa, y el20% al Pakistán. A todo lo largo delpaís, los funcionarios se dedicaron alpunto a inventariar febrilmente lasmáquinas de escribir, las mesas, lassillas, las escupideras, las escobas.Estos inventarios dieron como frutorevelaciones asombrosas. Se descubrió,por ejemplo, que el material delMinisterio de Abastecimiento yAgricultura en el país del mundo máscastigado por el hambre se componía entotal de 85 mesas y 85 sillas de

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funcionarios superiores, 425 mesas defuncionarios subalternos, 850 sillascorrientes, 56 colgadores, seis de elloscon espejo, 130 estanterías, cuatro cajasfuertes, 20 lámparas de mesa, 170máquinas de escribir, 120 relojes depared, 110 bicicletas, 600 tinteros, tresautomóviles oficiales, dos sofás y 40escupideras.

El reparto de estos bienes fue objetode discusiones sin fin, incluso de riñas ypuñetazos. Algunos jefes de serviciointentaron sustraer a la división lasmejores máquinas de escribir y reservarlas sillas más tambaleantes al Estadorival. Ciertas oficinas se transformaron

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en verdaderos zocos, y se vio, a veces, arespetables funcionarios que ejercían suautoridad sobre varios cientos de milesde personas, cambalachear un tinteropor un cántaro, un paragüero por uncolgador, 125 acericos por unaescupidera.

En Lahore, el oficial de PolicíaPatrick Rich, repartió su material entresus dos adjuntos, musulmán e hindú.Distribuyó todo: las polainas, losturbantes, los fusiles, los lathis, esaslargas varas de bambú. Al llegar a losinstrumentos de la banda de música,Rich los repartió con la mismaescrupulosidad, dando una trompeta al

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Pakistán, un par de címbalos a la India,hasta que no quedó más que un soloobjeto. Cuál no sería su estupefacción alver entonces a sus dos adjuntos, unidospor largos años de camaradería,pelearse como traperos por la posesiónde un trombón.

Algunas de las disputas másapasionadas tuvieron por objeto elreparto de las bibliotecas. Coleccionescompletas de la Enciclopedia Británicafueron religiosamente fraccionadas,yendo los volúmenes pares a un Estadoy los impares a otro. Se dividieron losdiccionarios, recibiendo la India lasletras A a la K, y el Pakistán las demás.

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Cuando solamente existía un ejemplar deuna obra, los bibliotecarios tenían quedecidir para qué Estado resultaba másinteresante su tema. Se vio así ahombres instruidos e inteligentes llegara las manos por hacerse con Alicia en elPaís de las Maravillas o Cumbresborrascosas.

El pago de las pensiones a lasviudas de los marineros desaparecidosen el mar originó discusionesinterminables. ¿Debía el Pakistánhacerse cargo de todas las viudasmusulmanas, cualquiera que fuese ellugar de su residencia? En cuanto a laIndia, ¿se ocuparía de las viudas

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hindúes que vivían en el Pakistán?Sólo los vinos y licores escaparon a

toda controversia. Fueronautomáticamente adjudicados a la Indiahindú, recibiendo el Pakistán un créditoequivalente.

Algunas divisiones plantearonverdaderos rompecabezas. Debiendo elPakistán obtener su parte de la redferroviaria y de carreteras de la India —más de un cuarto del total—, ¿cómodebían repartirse las palas y lascarretillas de los camioneros, laslocomotoras, los vagones-restaurantes ylos vagones de mercancía de losferrocarriles? ¿Había que aplicar la

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regla del 20 y el 80 por ciento, o debíatenerse en cuenta el kilometraje de lasvías y carreteras pertenecientes a cadaEstado?

Hubo repartos imposibles deefectuar. Habiendo hecho notar elMinisterio del Interior que las«responsabilidades del actual serviciode información no estabanverosímilmente destinadas a disminuircon la división del país», sus agentes senegaron categóricamente a ceder elmenor objeto al Pakistán, aunque sólofuese un tintero o un sacapuntas.Además, únicamente existía una máquinapara imprimir sellos de Correos y

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billetes de Banco, emblemas ambosindispensables a toda identidadnacional. Los indios se negaron con lamisma firmeza a compartir el uso consus futuros vecinos. Los musulmanes sevieron, pues, obligados a emitir unamoneda provisional estampando lapalabra «Pakistán» sobre los billetes deBanco indios.

Con motivo de este reparto delpatrimonio, reaparecieron las viejasrivalidades religiosas de la India. Losmusulmanes reclamaron la demolicióndel Taj Mahal y su transporte al Pakistánpiedra a piedra, alegando que estefamoso mausoleo había sido construido

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por un rey mogol. Los brahmanes indiosreivindicaron la posesión del Indo, cuyocurso recorría el corazón del futuroPakistán, porque sus sagrados Vedashabían sido elaborados en sus orillasveinticinco siglos antes.

Ninguno de los dos Estados, sinembargo, manifestó la menorrepugnancia a heredar los símbolos másllamativos del poder imperial que leshabía dominado durante tanto tiempo. Elsuntuoso tren blanco y oro de losvirreyes, que había surcado las resecasllanuras de Deccán y el fértil valle deGanges, fue adjudicado a la India. ElPakistán recibió en compensación la

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limousine oficial del comandante en jefedel Ejército de las Indias y la delgobernador del Penjab.

Quizás el reparto más asombroso detodos tuvo lugar en el patio de lascaballerizas del palacio del virrey.Estaban en juego doce carrozas. Con susornamentos sobrecargados de oro yplata, sus relumbrantes arneses, suscojines escarlatas, simbolizaban laaltiva pompa y la majestad que habíanfascinado a los súbditos indios delImperio al tiempo que suscitaban surebelión. Cada virrey, cada soberanoque llegaba de visita, cada dignatario dela Corte, de paso por la India, había

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recorrido las avenidas de la capitalimperial a bordo de uno de estos landós.Seis carruajes estaban adornados conoro, los otros seis con plata. No eracuestión de desemparejarlos. Sedecidió, pues, que uno de los dominiosrecibiría el conjunto de los atalajesdorados, debiendo el otro conformarsecon las carrozas adornadas en plata.

Para determinar los respectivosbeneficiarios, el capitán de corbetaPeter Howes, ayudante de campo deMountbatten, propuso el más plebeyo delos recursos: echarlo a cara o cruz.Rodeado por el mayor Yacub Khan,futuro comandante de la guardia

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pakistaní, y por el mayor Govind Singh,futuro comandante de la guardia india,arrojó una moneda al aire.

—¡Cara! —exclamó Govind Singh.Cuando la moneda cayó sobre los

adoquines del patio, los tres hombres deprecipitaron hacia ella. El indio diorienda suelta a su alegría. El azaracababa de adjudicar las carrozasdoradas de los dueños imperiales deayer a los jefes de la India socialista demañana.

Vino luego la distribución de losarneses, los látigos, las botas, laspelucas, los uniformes de los cocheros.Muy pronto, no quedó más que un último

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accesorio: la trompa del postillón real,de la que solamente existía un ejemplar.

El joven oficial inglés reflexionó uninstante. Era evidente que esteinstrumento no podía ser dividido.Desde luego, podía ser jugado también acara o cruz. Pero Peter Howes tuvo unaidea mejor. Mostró el objeto a suscompañeros indios y declaró: «Ustedessaben que no podemos dividir estatrompa. Creo, pues, que sólo hay unasolución equitativa: me la quedo yo».

Y, con maliciosa sonrisa, se puso elinstrumento debajo del brazo y se fue[22].

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No eran sólo los billetes de Banco,las carrozas y las sillas de losburócratas de una quinta parte de laHumanidad lo que había que inventariary repartir antes del 15 de agosto de1947. Estaban también los centenares demiles de hombres pertenecientes a laAdministración, desde el presidente delos Ferrocarriles y los directores de losMinisterios hasta los criados, losbarrenderos, y los babu, esosomnipotentes chupatintas que se habíanmultiplicado como hongos en cadaservicio de la tentacular burocracia

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india. Todos estos funcionarios teníanderecho a optar por la India o por elPakistán según su religión. Una vezefectuada la opción, se fueron con susfamilias a tomar los primeros trenes delo que había de convertirse en el mayoréxodo de la Historia.

La más desgarradora ciertamente detodas las divisiones ponía en juego a1.200.000 hombres —hindúes,musulmanes, sikhs e ingleses— reunidosen esa gloriosa institución creada por laGran Bretaña que era el Ejército de laIndia. Consciente del fundamental papelque podría desempeñar esta fuerza en elmantenimiento del orden tras haberse

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llevado a cabo la partición, Mountbattensuplicó a Jinnah que la dejara intactadurante un año bajo la autoridad de uncomandante supremo británicoresponsable ante los dos Gobiernos.Pero el padre del Pakistán se mostróinflexible: un ejército era el atributoindispensable de la soberanía de unanación. Jinnah exigió que el suyoestuviera en el interior de sus fronterasantes del 15 de agosto. En la proporciónde un tercio para el Pakistán y dostercios para la India, el Ejército de laIndia iba, pues, a ser dividido comotodo lo demás. Con estedesmantelamiento, finalizaba una noble

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y gloriosa leyenda.

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De los héroes deKipling

a los lanceros deBengala

El Ejército de la India: su solonombre hacía surgir todo un universo derománticos relatos que inflamaban laimaginación. Había sido la última citade las epopeyas, el club donde toda unajuventud inglesa, sedienta de gloria y deespacio, había ido a buscar la aventura.

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Desde los héroes de Kipling hasta GaryCooper galopando en las pantallascinematográficas al frente de loslanceros de Bengala, toda una vastaimaginería celebraba las hazañas deestos gentlemen blancos arrastrando trassus cascos de plumas a escuadrones dejinetes cubiertos de turbantes.Generaciones de hijos de esta Inglaterraque reinaba sobre la mitad del mundohabían venido a escribir la Historia enlas hoscas soledades de los escalonesdel Imperio, escalando las vertiginosaspendientes del paso de Khyber,persiguiendo, entre la ventisca o bajo unsol implacable, a los feroces rebeldes

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pathans que apuñalaban sin piedad a susprisioneros. Estas guerras a lo largo dela frontera afgana eran un juego mortalque los ingleses practicaban con eldeportivo espíritu de las competicionesde estudiantes en Eton o Harrow. Lamayor parte de las operaciones eranllevadas a cabo por pequeños gruposcompuestos de un oficial y unos cuantoscipayos. Su finalidad era conquistar unaloma, tender una emboscada, capturar uncampamento, un género de combate queexigía valor, iniciativa, una confianzaabsoluta entre el jefe y sus hombres.

El regimiento era la célula delEjército de la India. Oficiales ingleses y

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tropas indígenas ingresaban en él comose ingresa en religión. Los reclutasindios debían entregar cincuenta librasesterlinas para comprar el equipo, sumafabulosa para sus modestos bolsillos.Pero era tan prestigioso servir en esteEjército, que cada regimiento poseía unalista de espera de varios años. Ruda ypeligrosa en las operaciones, la vida delos oficiales, al regresar a susguarniciones, rebosaba de confort y defastos. La abundancia de criadosindígenas, el ínfimo coste de lonecesario y de lo superfluo, losprivilegios de que gozaban los militares,todo permitía a estos jóvenes llevar una

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vida de sueño. Lord Ismay, el directordel Gabinete de Mountbatten, noolvidaría su primer almuerzo en elcomedor de su regimiento cuando llegóagotado por la travesía de media Indiaentre el polvo y el tórrido calor. Suscamaradas, vestidos todos con elmagnífico uniforme rojo, azul marino yoro, estaban sentados en torno a la mesa.Detrás de cada uno de ellos, permanecíaun criado «con túnica de inmaculadamuselina blanca realzada por un cinturóny un turbante con los colores delregimiento. Ramos de rosas rojas y unaextraordinaria profusión de cuberteríade plata decoraban un mantel de lino

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blanco adamascado. Sobre la chimeneacampeaba el retrato de nuestro coronelhonorario, el príncipe Alberto Víctor,hermano de Jorge V, y, a lo largo de lasparedes, se alineaban las cabezasdisecadas de tigres, de leopardos, demarkhors y de íbices». Era la época enque los oficiales vestían comopersonajes de opereta. Llevabanuniformes color albaricoque, menta,plata. Una vez al año cada regimientoorganizaba una cena de gala. Seesperaba de los recién llegados que seemborracharan por completo durante esatradicional fiesta y que supieranpresentarse puntualmente a la diana de

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las seis de la mañana siguiente. Un toquede trompeta anunciaba que la cenaestaba servida. Centelleando en sushombreras los dorados galones y lasbotas brillantes como espejos, losoficiales seguían al coronel hasta elcomedor. A la luz de los candelabros,degustaban una cocina refinada como lade los mejores restaurantes europeos deCalcuta o Bombay. Después de lospostres, llegaba una botella de oportoque daba religiosamente la vuelta a loscomensales en sentido contrario a lasagujas del reloj, empezando por elcoronel. Toda infracción de este rito eraconsiderada de mal augurio. El coronel

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proponía invariablemente tres brindis:por el rey-emperador, por el virrey, porel regimiento. En el 7.º Regimiento deCaballería ligera del Penjab, latradición exigía que el coronel arrojarasu copa por encima del hombro despuésde cada brindis. El sargento delcomedor, situado en posición de firmestras él, se apresuraba a pulverizarla conel tacón de su bota derecha antes devolver a ponerse firmes.

El bar y la bodega del comedor deoficiales del Ejército de la India estabangenerosamente aprovisionados, y elhonor de un oficial exigía que suscuentas de bar fuesen superiores al

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importe de su sueldo. De todos modos,su situación financiera no seconsideraba grave hasta que losintereses y gastos de su cuenta deudoraexcedían a su saldo en el Banco.

El bien más preciado de cadaregimiento era la colección de trofeosde plata que contaba su historia. Cadaoficial que servía en sus filas entregabaun objeto que llevaba su nombre y lafecha de su incorporación. Otros objetosseñalaban sus victorias en los terrenosde polo y de cricket o celebraban sushazañas en el campo de batalla. Todosellos tenían alguna anécdota. En losaños 30, se dio, así, en el 7º Regimiento

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de Caballería ligera del Penjab uncurioso sobrenombre a una copa, conmotivo de una cena particularmenteanimada. Achispados como estudiantesdespués del examen, los tenientes delregimiento habían saltado esa nochesobre la mesa para orinar todos juntosen el prestigioso recipiente. No siendolo bastante profundo para contener lascascadas de sus vejigas hinchadas dechampaña, había sido instantáneamentebautizada como The Overflow Cup «Lacopa desbordante».

Como las maniobras y los ejerciciosno ocupaban más que las mañanas, sóloexistía una manera honorable de llenar

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las tardes libres: la práctica del deportey de los juegos de equipo, ya fuera elpolo, la caza de jabalíes con lanza, elcricket, el hockey, la caza del zorro. Losjóvenes ingleses debían gastarsanamente su energía juvenil, pues en laidílica existencia del Ejército de laIndia, el sexo estaba proscrito. Seestimulaba a los oficiales a que nocontrajeran matrimonio antes de loscuarenta años. Desde la rebeliónindígena de 1857, estaba mal vistosostener relaciones con una india, y lascasas de prostitución no eran lugaresque frecuentaran los gentlemen. Un grangalope a rienda suelta, tal era el recurso

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aconsejado.Los oficiales tenían derecho a dos

meses de permiso anual, pero confacilidad obtenían más cuando lasfronteras estaban tranquilas. Se ibanentonces a cazar el tigre y la pantera enlas junglas de la India Central, elleopardo de las nieves, el íbice y el osonegro al pie del Himalaya, o a pescar elvivaracho mahseer en los transparentestorrentes de Cachemira. Ismay habíapasado, así, sus primeras vacaciones enuna casa flotante de Srinagar, en mediode la vistosas corolas de las flores deloto, mientras sus poneys de polopastaban en la cercana orilla. Cuando

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llegaba la estación cálida, subía aGulmarg, a 2.700 metros de altura. «Elcampo de polo estaba hecho deverdadero césped inglés, y había alláarriba un club en el que nos pasábamosveladas enteras arreglando el mundo».

Los jóvenes oficiales del Ejército dela India no arreglaron jamás los asuntosdel mundo. Pero, con sus fusiles, tanhábiles en abatir a los tigres de Bengalacomo a los rebeldes de las tumultuosastribus de la frontera afgana, con todo elfolklore que acompañaba a suscabalgadas por las altiplanicies de Asia,con sus calabazas siempre llenas dewhisky, con sus palos y sus mazas de

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polo, fueron los orgullosos y lejanosguardianes del imperio más grande de laHistoria.

Sirviendo codo a codo en unacordial camaradería de armas, lossoldados hindúes, sikhs y musulmanesdel Ejército de la India habían dadodurante generaciones, y bajo el mandode oficiales británicos, un bello ejemplode fraternidad. Mezclaban su sangre enlos campos de batalla, compartían losmismos peligros, los mismos deberes,las mismas alegrías. Bajo los plieguesde los estandartes británicos,reconciliaban sus atávicosantagonismos. La Segunda Guerra

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Mundial y sus inmediatas consecuenciashabían, sin embargo, de modificar esteequilibrio. Durante las últimas semanasde su existencia, el Ejército de la Indiaempezó a verse contaminado, a su vez,por la oleada de odio que sacudía alpaís. Por primera vez, cipayos, sikhs ymusulmanes se negaron a comer juntos.Este racismo, cuya ausencia habíaconstituido el orgullo del Ejército de laIndia, iba a servir ahora paradividirlo[23].

Un simple formulario a multicopista,dirigido a principios de julio a cada uno

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de sus miembros, se convirtió en elagente de la destrucción del Ejército dela India. Les pedía que especificaran siquería servir en el Ejército paquistaní oen el indio. La elección no planteabaningún problema a los sikhs ni a loshindúes: Jinnah no los quería en suEjército, y todos sin excepcióndecidieron permanecer en el Ejércitoindio.

Para los musulmanes, cuyos hogaresse encontrarían situados en la Indiadespués de la partición, esta hoja depapel planteaba, por el contrario, unterrible dilema. ¿Debían abandonar sutierra natal, la casa de sus antepasados,

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sus familias, e incorporarse al Ejércitode un Estado que reclamaba sufidelidad, por la sola razón de que eranmusulmanes? ¿O debían continuarviviendo en el país al que tantos lazosles unían y aceptar el riesgo de que suscarreras resultaran afectadas por lacreciente animosidad hacia sucomunidad?

Uno de estos indios musulmanes quemás desgarrado se sentía por estaalternativa era un veterano de ElAlamein, el teniente coronel EnaithHabibullah. Pidió permiso para ir a sucasa familiar de Luchnow, donde supadre era vicecanciller de la

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Universidad y su madre una partidariafanática del Pakistán. Volvió a pasearsepor las calles de su ciudad, contemplólas mansiones de sus antepasados,barones feudales del reino de Udh, yrecorrió las ruinas dejadas por la gransublevación de 1857. «Mis antepasadosmurieron por estas piedras —pensó—.Es en la India en quien yo pensabacuando me encontraba en la escuela enInglaterra y cuando caían sobre mí losobuses alemanes en el desierto de Libia.Yo pertenezco a mi casa, a esta tierra.Me quedo aquí»[24].

Para el comandante Yacub Khan,joven oficial musulmán que servía en la

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guardia del virrey, la decisión que debíatomar era la más importante de su vida.Para reflexionar sobre su elección éltambién regresó al Estado principescode Rampur, donde su padre era elPrimer Ministro de su tío, el nabab.Volvió a contemplar con emoción labella mansión cercana al suntuosopalacio de su tío. Conservaba muchos yfelices recuerdos de esta casa: losbanquetes de cien cubiertos servidos enla vajilla dorada, las noches de fiesta,las cacerías y sus cortejos de veinte otreinta elefantes transportando a lostiradores hasta la selva, los fabulososbailes que duraban hasta el amanecer al

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son de una docena de orquestas, laprocesión de «Rolls-Royce» ante laescalinata, el champaña que corría amares. Recordaba las jiras campestresbajo las tiendas decoradas con cojinesmulticolores y preciosos tapices deseda, con grandes mesas rebosantes demanjares. Se fue a soñar a los salonesdel palacio, volvió a encontrarse connostalgia en la gran sala de cenas degala, adornada con los retratos deVictoria y Jorge V, la piscina de mármolblanco, donde había pasado tantos y tanalegres días. Todo aquello pertenecía aotra vida, pensó, una vida llamada adesaparecer en la India socialista que

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iba a nacer con la Independencia. ¿Quélugar podía ofrecer esa India a alguiencomo él, heredero de una familiaprincipesca musulmana?

Yacub Khan sentía que no había paraél otra opción que la de emigrar alPakistán. Trató de explicárselo a sumadre:

—Tú has vivido tu vida —dijo—.Yo tengo aún la mía por delante. Nocreo que los musulmanes tengan unfuturo en la India después de lapartición.

La anciana le miró, incrédula eirritada a la vez.

—No comprendo lo que quieres

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decir —se asombró—. Vivimos aquídesde hace tres siglos. Ham hawakébankhön davara ayé. Hemos llegado alas llanuras de la India en alas delviento —continuó en urdu—. Hemosvisto el saqueo de Delhi. Tusantepasados lucharon contra los inglesespor esta tierra. Tu bisabuelo fue fusiladodurante la Sublevación. Nos hemosbatido, rebelado, defendido. Y ahora,hemos encontrado un hogar libre.Nuestras tumbas están aquí.

—Soy vieja —concluyó—. Mis díasestán contados. No entiendo gran cosade política, pero experimento los deseosde una madre, y son egoístas. Temo que

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tu decisión nos separe.—No —protestó su hijo—. Será tan

sencillo como si estuviese de guarniciónen Karachi, en lugar de Nueva Delhi.

Salió a la mañana siguiente. Era unhermoso día de verano. Su madrellevaba un sari blanco —el color delluto para los musulmanes y para loshindúes—, cuyo resplandor recortaba susilueta sobre la fachada de greda rosa dela casa familiar. Hizo pasar a su hijobajo un ejemplar del Corán que sosteníasobre su cabeza. Después le hizo tomaren sus manos el libro santo y le pidióque besara su portada.

Recitaron juntos varios versículos a

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manera de oración de despedida. Luego,la madre sopló suavemente en direccióna su hijo para estar segura de que leacompañaría su oración.

Al abrir la portezuela del gran«Packard» que debía llevarle a laestación, Yacub Khan se volvió parahacer un último gesto con la mano.Erguida y digna en su tristeza, la ancianasaludó con la cabeza. Desde lasventanas de la casa, criados tocados conturbantes enviaban sus salam. Una deesas ventanas era la de la habitación queYacub Khan había ocupado de joven,habitación llena de palos de cricket, deálbumes de fotos, de las copas ganadas

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jugando al polo, de todos los recuerdosde su infancia. No había ninguna prisa,pensó. Una vez que se hubiera instaladoen el Pakistán, volvería para buscar todoaquello.

Yacub Khan se equivocaba. Jamásregresaría a la casa de sus padres ynunca volvería a ver a su madre. Dentrode unos meses, al frente de un escuadróndel Ejército paquistaní, subiría por unanevada pendiente de Cachemira al asaltode una posición defendida por loshombres que habían sido compañerossuyos en el Ejército de la India. Entrelas unidades que intentarían contener suavance, se encontraría una compañía del

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Garhwal Battalion indio. Tambiénmusulmán, su jefe había hecho en juliode 1947 una elección inversa a la deYacub Khan y decidió quedarse en elpaís en que había nacido. También élera originario de Rampur, también él sellamaba Khan, Yunis Khan. Era elhermano menor de Yacub.

La tarea más compleja, la másformidable que planteaba la particióncorrespondió a un famoso abogado, alque arrancó de los expedientes de sudespacho londinense. Pese a susenciclopédicos conocimientos, Sir Cyril

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Radcliffe lo ignoraba prácticamentetodo acerca de la India. Este ingléstranquilo y regordete no habíaintervenido jamás en ningún acuerdojurídico que se refiere a ella. Nisiquiera había puesto nunca los pies allí.Paradójicamente, fue por esta razón porlo que recibió una citación del LordCanciller de Gran Bretaña para el 27 dejunio de 1947 por la tarde.

El plan de partición de la Indiadejaba en el aire un problema capital,explicó a su visitante el Lord Canciller:las líneas divisorias de las provinciasdel Penjab y de Bengala. Sabiendo que,por sí solos, nunca podrían llegar a un

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acuerdo sobre su trazado, Jinnah yNehru habían decidido confiar susresponsabilidad a una comisión dedeslinde cuya presidencia deseabanencomendar a un eminente juristabritánico. Éste no debía tener ningunaexperiencia de la India so pena de serrecusado por una de las partes por noofrecer plenas garantías deimparcialidad. Su reputación de hombrede leyes y su no menos famosaignorancia de los asuntos indios hacíande él el candidato ideal, recalcó el LordCanciller.

Estupefacto, Radcliffe se irguió ensu sillón. Dividir el Penjab y Bengala

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era la última tarea que deseaba le fueraencomendada. Aunque lo ignoraba todoacerca de la India, tenía suficienteexperiencia jurídica para saber que estamisión sería implacable. Sin embargo,como gran número de ingleses de sugeneración, poseía un profundo sentidodel deber que dimanaba de la educaciónrecibida. Estimó que, si en aquellacrítica encrucijada de su historia, losdos adversarios políticos indios habíanlogrado entenderse para designarle, él,un inglés, no podía hacer sino aceptar.

Una hora después, un altofuncionario de la Secretaría de Estadopara Asuntos Indios desplegó ante él un

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mapa geográfico. Mientras su dedoseguía el curso del Indo, rozaba labarrera del Himalaya, descendía a lolargo del Ganges y contorneaba lascostas del Golfo de Bengala, Radcliffedescubría por primera vez los perfilesde las inmensas provincias que deberíacortar en dos. Noventa millones dehombres, sus casas, sus arrozales, suscampos de yute, sus praderas y sushuertos, sus vías férreas, sus carreteras ysus fábricas…, decenas de millares dekilómetros cuadrados surgían ante susojos en la abstracción de una hoja depapel coloreado.

Sobre un mapa parecido, iba a tener

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que dibujar, con la misma seguridad queel bisturí de un cirujano, la línea queamputaría este trozo de Humanidad.

Antes de salir para Nueva Delhi, SirCyril Radcliffe fue recibido por elPrimer Ministro. Clement Attleeobservó, no sin orgullo, al personajecuyas decisiones iban a influir en la vidade la India más que las de ningún otroinglés desde hacía tres siglos. En elsombrío cuadro de la escena indiacargada de nubarrones, al menosexperimentaba un auténtico motivo desatisfacción: era a un antiguo alumno deHaileybury, como él, a quien Jinnah yNehru habían elegido para desmembrar

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la tierra natal de noventa millones decompatriotas suyos.

Apenas había tenido tiempo LouisMountbatten de saborear su victoria,obtenida al arrancar a los dirigentesindios el acuerdo a su plan de partición,cuando se le vino encima un nuevoproblema, más complejo aún. Susinterlocutores no serían esta vez unpuñado de abogados formados en el forolondinense, sino los 565 miembros deldorado rebaño de Sir Conrad Corfield,los maharajás y los nababs de la India.

La actitud imprevisible, a veces

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irresponsable, de estos soberanosresucitaba una vieja pesadilla. Si susjefes políticos podían revivir la India,sus príncipes podían aniquilarla. Suamenaza no era una simple partición,sino una explosión en una multitud deEstados. Arriesgaban hacer estallartodas las fuerzas de desintegracióninherentes a las múltiples lenguas, razas,religiones, de regiones que dormían bajola frágil superficie de la unidad india.Acceder a sus reivindicaciones deindependencia no podría por menos quesituar a la península en un proceso queconduciría ineluctablemente a sudisgregación. La herencia del Imperio

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de la India no sería entonces más que unmosaico de pequeños territoriosenemigos e indefensos, expuesto a lacodicia del gran rival de la India, China.

El viaje secreto de Sir ConradCorfield a Londres había obtenidociertos resultados. El Gobiernoreconoció la validez de su tesis: lasprerrogativas que los príncipes habíancedido al rey-emperador comocontrapartida de su soberanía debíanserles devueltas directamente. Estoimplicaba que, tras la marcha deInglaterra, recuperarían todos losatributos de su soberanía, que seríanentonces técnicamente independientes.

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Corfield no vacilaría lo más mínimo enincitar a los más poderosos a proclamaroficialmente esta independencia.

«Nadie me había dado a entenderque el problema de los Estadosprincipescos indios iba a ser tan difícilde resolver, si no más, que el de la Indiainglesa», deploró Mountbatten en uninforme a Londres. Por fortuna, nadieestaba más calificado que él para tratarcon estos soberanos. Después de todo,él era uno de sus iguales. Poseía lo que,a sus ojos, constituía la más segura delas referencias: lazos de sangre con lamitad de las casas reales de Europa y,por encima de todo, con la Corona que

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durante tanto tiempo los había protegido.Por otra parte, en compañía de algunosde estos príncipes —cuyos tronos seproponían ahora liquidar— habíadescubierto él, veinticinco años antes, elfabuloso Imperio de la India. Había sidosu huésped. Había recorrido sus junglasy perseguido sus tigres encaramadosobre sus elefantes reales. Había bebidosu champaña en sus copas de plata,saboreado sus festines orientales en susvajillas de oro, bailado bajo las arañasde cristal de sus palacios con lamuchacha que había de convertirse en suesposa. Sobre el césped de sussoberbios terrenos, se había iniciado en

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el juego del polo, en el que llegaría aalcanzar renombre internacional. Entrelos pocos íntimos que le llamaban«Dickie» figuraban varios maharajás,convertidos en amigos suyos después deeste viaje.

Pero, cualesquiera que fuesen susconexiones reales y su simpatíapersonal, Mountbatten era, ante todo, unrealista, profundamente apegado a susprincipios liberales. Los padres de lospríncipes indios habían sido, quizá, losaliados más fieles del Imperio; en la Eramoderna que se iniciaba, la GranBretaña debería buscar sus nuevosamigos entre los socialistas del

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Congreso. Mountbatten nunca lograríaatraérselos si subordinaba los interesesnacionales de la India a los de unapequeña y anacrónica casta de señoresfeudales.

El mayor servicio que podía prestara estos herederos de una épocaextinguida era salvarlos de ellosmismos, de sus fantasmas y, a veces, desus sueños de megalómanos que eldorado aislamiento de sus Estados habíacontribuido a alimentar. Una visiónobsesionaba a Mountbatten desde laadolescencia, una escena que no habíapresenciado, pero que había imaginadomuchas veces, el atroz espectáculo del

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sótano de Yekaterinburgo, en que su tíoel zar, su tía y sus primos habían caídobajo las balas de los revolucionariosrusos. Sabía que ciertos maharajás seexponían a cometer actos irreparablessusceptibles de convertir sus palacios enverdaderos depósitos de cadáveres. Y elcamino que su secretario político, SirConrad Corfield, les incitaba a seguirera el más indicado para conducir asemejante tragedia.

Muchos de ellos creían, sinembargo, que Mountbatten iba a ser susalvador, que lograría ponerlos acubierto, a ellos y a su privilegiadaexistencia. Se equivocaban. El virrey

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quería, por el contrario, convencer a susqueridos y viejos amigos de que la únicasalida aceptable era hundirse sin ruidoen el olvido. Deseaba verles abandonartoda, reivindicación de independencia yproclamar su voluntad de asociarse a laIndia o al Pakistán antes del 15 deagosto. Por su parte, estaba dispuesto ausar de su autoridad ante Nehru y Jinnahpara obtener, en compensación a sucooperación, las mejores condicionespara su futuro personal.

Mountbatten propuso primeramentesu trato a Vallabhbhai Patel, el ministroindio encargado de resolver los asuntosprincipescos. Si el Congreso permitía a

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los maharajás y a los nababs conservarsus títulos, así como sus palacios, suslistas civiles, su inmunidad principesca,su derecho a las condecoracionesbritánicas y su estatuto semidiplomático,él se comprometía a obtener su firma aun acta de adhesión transfiriendo pura ysimplemente su soberanía a la India.

La oferta era tentadora. Patel sabíaque en las filas del Congreso no existíanadie que gozara ante los príncipes deuna influencia comparable a la deMountbatten.

—Pero es preciso que estén todos deacuerdo —declaró al virrey—. Si puedeusted traerme un cesto con todas las

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manzanas del árbol, acepto. Si no estántodas las manzanas, me niego.

—¿Me concederá usted una docenade irreductibles? —rogó el virrey.

—Es demasiado —gruñó Patel—.Dos como máximo.

—Es demasiado poco —deploróMountbatten.

Como dos mercaderes de alfombras,el virrey y el ministro indio seenzarzaron en una disputa a propósito deterritorios tan poblados como la mitadde Europa. Finalmente, transigieron enel número de seis. No por ello era másleve la tarea que esperaba aMountbatten. La totalidad menos seis

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equivalía, de todas maneras, a más de550 manzanas que recoger antes del 15de agosto.

La invitación de Jawaharlal Nehruera la más sorprendente que un ingléshubiera recibido jamás de un indio.Quedaría como algo único en los analesde la colonización. Sólo la atávicasabiduría de la India y la excepcionalpersonalidad de los interlocutorespodían explicarla. Nehru había acudidoa pedir solemnemente al último virreyde la India que se convirtiera en elprimer titular del cargo más elevado que

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podría ofrecer la India independiente: elde gobernador general.

Aunque profundamente sensible a lainmensidad del honor que se le hacía,Mountbatten mostró graves reticencias.Habían obtenido un brillante éxitodurante sus cuatro meses en la India.Podría marcharse, como había esperado,«en una gran explosión de gloria».Conocía demasiado bien las dificultadesque se avecinaban y temía queempañaran su triunfo. Para desempeñarválidamente un papel de árbitro erapreciso, además, que Jinnah le hiciese lamisma proposición.

El viejo dirigente musulmán, por su

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parte, no tenía ninguna intención derenunciar a las prerrogativas de lamagistratura suprema del Estadoobtenido después de tantos esfuerzos. Élmismo sería el primer gobernadorgeneral del Pakistán. Mountbatten lehizo notar que no había escogido elpuesto adecuado: en el régimen de tipobritánico que había elegido para suEstado, era el Primer Ministro quienostentaba todos los poderes. El papel degobernador general era honorífico, sinverdadera autoridad, como el de rey deInglaterra, explicó.

Estos argumentos no conmovieron lapostura de Jinnah.

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—En el Pakistán —replicósecamente—, yo seré el gobernadorgeneral, y el Primer Ministro hará lo queyo le diga.

El rey, Attlee, Churchill, todos losque tenían conciencia de lasdimensiones del homenaje rendido porNehru a la Gran Bretaña, exhortaron alvirrey a que aceptase.

Antes de dar su consentimiento, LordMountbatten deseaba, sin embargo,obtener una bendición. Parecíainconcebible que quien había conducidoa la India a la independencia predicando

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su doctrina de no violencia consintiera aver convertirse en el primer jefe deEstado de su patria liberada a un hombreque había consagrado su vida al arte dela guerra. En uno de los quijotescosimpulsos habituales en él, Gandhi habíadado ya a conocer al mundo lapersonalidad ideal que deseaba paraeste puesto: una barrendera intocable,«de corazón sencillo y animoso,incorruptible y pura como el cristal».

Pese a cuanto les separaba, unaverdadera afinidad unía al viejoMahatma y al joven almirante, treintaaños menor que él. Mountbatten sesentía fascinado por Gandhi. Adoraba su

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malicioso humor. A su llegada, habíadecidido ignorar todos los clisésbritánicos que le condenaban e intentadohonradamente comprenderle. Cada unade sus entrevistas había aumentado susimpatía, y la de su esposa, hacia estecurioso personaje. Gandhi había sidosensible a esta cordialidad hasta elpunto de responder a ella con un paso desorprendente generosidad. Una tarde dejulio, olvidando todos los años pasadosen las prisiones británicas, el Mahatmaacudió espontáneamente para rogar aLouis Mountbatten que fuera el primerjefe de Estado del país, que él habíatardado treinta y cinco años en arrancar

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a los ingleses. Este ofrecimientoaportaba un inmenso tributo al últimovirrey, así como a la Gran Bretaña.Contemplando la frágil silueta perdidaen el enorme sillón, Mountbatten estabaprofundamente emocionado. «Le hemosencarcelado —pensaba—, le hemoshumillado, le hemos despreciado. Lehemos desairado, y él todavía tiene lagrandeza de alma de llevar a cabo estegesto». Dio las gracias a Gandhi. Elanciano meneó la cabeza y continuó laconversación.

Con un ademán, señaló la hilera deedificaciones del palacio y de losjardines mogoles. Todo este conjunto,

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declaró, en el que amaba cada una desus piedras y la fastuosa existencia quese desarrollaba en él, todo esteespléndido e incomparable conjunto vaa retornar a la India independiente. Suarrogante opulencia y el pasado que a élse asociaba constituían una ofensa parasus indigentes compatriotas. Los nuevosdirigentes de la India debían darejemplo, empezando por el gobernadorgeneral.

—Abandone este palacio —suplicó—, y váyase a vivir a una casa sincriados. Su palacio podrá servir dehospital.

Mountbatten hizo una divertida

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mueca ante esta idea. ¿Cómo podría elprimer personaje de la democracia másgrande del mundo recibir dignamente ajefes de Estado extranjeros en unahumilde casa desprovista decomodidades? Mientras que Jorge VI,Attlee, Nehru, impulsaban al últimovirrey de la India a aceptar un cargo quele inspiraba las más vivas reticencias,aquel encantador hechicero le pedía quese convirtiese en el primer socialista dela India independiente, ¡el responsabledel destino de más de una quinta partede la Humanidad, en la espartanaausteridad de una villa cuyos despachoslimpiaría él mismo!

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«No voy a necesitar un bisturí delcirujano para disecar el Penjab yBengala, sino el hacha de un carnicero»,se inquietaba Sir Cyril Radcliffemientras Louis Mountbatten le precisabalos términos de su misión a su llegada aNueva Delhi. Ante el eminente juristaque la partición de la India habíaarrancado de un despacho londinense, elvirrey fue categórico: el trazado de ladivisión debía estar preparado en elplazo de seis semanas. Lo más tarde, el14 de agosto de 1947.

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A menos de veinte kilómetros delpalacio de virrey comenzaban lasprimeras llanuras de una de las dosgrandes provincias que la mano de CyrilRadcliffe iba a despedazarirremediablemente: el Penjab. Jamás,«el granero de la India» había prometidocosechas tan abundantes como las quemaduraban en sus dorados campos detrigo y de cebada, en sus ondulantesextensiones de maíz, de mijo y de cañade azúcar. Con su traqueteante paso, yalos bueyes avanzaban en largascaravanas por los polvorientos caminos,

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uncidos a los carros en que seamontonaban los primeros frutos de latierra india más rica.

Los pueblos hacia los que sedirigían se asemejaban unos a otros.Recubierto por un musgo verdoso, seencontraba primero el aguazal adondelas mujeres iban a lavar la ropa y loshombres sus animales de tiro; luego, lamaraña de casas de barro, con suspatinillos en que hormigueaban al solperros, cabras, búfalos, vacas y toda unachiquillería con los pies descalzos y conlos ojos pintados de khol; grandesbúfalos arrastraban en lenta rotaciónpesadas muelas de piedra que trituraban

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el trigo y el maíz; las mujeres aplastabanen tiras el estiércol fresco y la paja que,una vez secos, servirían de combustiblea sus hogares.

El corazón del Penjab era la antiguacapital del Imperio de las Mil y UnaNoches, Lahore, la predilecta de losreyes mogoles. La habían mimado yengalanado con una floración demonumentos y de tesoros: mezquitaimperial de Aurangzeb, la mayor deAsia, con porcelanas que brillan comotalismanes bajo el polvo de los siglos;cenotafio de mármol de Jehangir,adornado con los noventa y nuevenombres de Alá; murallas de greda rosa

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del apasionante fuerte de Akbar, con susterrazas llenas de mosaicos y deincrustaciones preciosas; mausoleos deNoor Jahan, la princesa cautiva que sedesposó con su carcelero y se hizoemperatriz, y de Anarkali, «Flor deGranada», perla de harén de Akbar,enterrada viva por haber sonreído a suhijo; fuentes diáfanas de los fragantesjardines de Shalimar. La ciudad enteravibraba con las nostalgias de unglorioso pasado.

Más cosmopolita que Nueva Delhi,más aristocrática que Bombay, másaltiva que Calcuta, Lahore era paramuchos la ciudad más seductora de la

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India. Su corazón era el Mall, unaamplia avenida bordeada de cafés, debares, de tiendas, de restaurantes y deteatros. Sus casas de placer eran las másrefinadas de la península, y la ciudadgozaba desde hacía tiempo de lareputación de ser el París de Oriente.

El vestido tradicional era elkhazanchi, esa graciosa túnica de sedaque ciertas indias prefieren al sari,cuyos pliegues caen sobre largosbombachos ajustados a los tobillos,semejantes a los que llevaban lasmoradoras de los harenes de losemperadores mogoles. Pero, en esteindiscutido centro de la elegancia, las

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mujeres de la sociedad gustaban vestircomo cortesanas francesas del sigloXVII, las muchachas como maniquíes dela Rue de la Paix, los estudiantes comolos protagonistas de las películas deRené Clair, y los actores como losgalanes del cine mudo.

Los ingleses habían establecido enLahore las mejores instituciones, en lasque formaban a la élite de las nuevasgeneraciones indias. Con loscampanarios góticos de sus capillas, susterrenos de cricket, estos colegios eranlas réplicas exactas de sus modelosbritánicos trasplantadas a las ardientesllanuras del Penjab. En ellos, maestros

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de cuello duro enseñaban el griego y ellatín a indios con chaqueta de franelacuyas gorras lucían nobles divisas: «Laluz del cielo es vuestro guía», o «Elvalor del saber». Amarillentasfotografías cubrían los pasillos,mostrando a los equipos de rugby, decricket y de hockey, hileras demuchachos de rostros oscuros bajogorras redondas, agarrandoorgullosamente los palos de hockey olas mazas de cricket. Hindúes,musulmanes o sikhs, estos jóveneshabían cantado juntos en la capilla loshimnos marciales de una Inglaterracristiana, aprendido de memoria las

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obras de los poetas y los novelistasbritánicos, curtido sus cuerpos en loscampos de deporte a la conquista de lasviriles virtudes de los dueños de laIndia, a los que ahora reclamaban lasllaves de su patria.

Lahore era, ante todo, una ciudadtolerante. Las distinciones religiosasentre sus habitantes —seiscientos milmusulmanes, quinientos mil hindúes ycien mil sikhs— se manifestaban en ellamenos que en ningún otro lugar de laIndia. En las pistas de baile delGymkhana Club y del CosmopolitanClub, se reducían a menudo al grosor deun sari mientras sikhs, musulmanes,

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hindúes, cristianos y parsis girabanjuntos al ritmo de un tango o un fox-trot.Se mezclaban sin discriminaciones enlas recepciones, cenas y bailes de la altasociedad, y las suntuosas villas de losbarrios residenciales pertenecíanindiferentemente a los miembros detodas las comunidades.

Pero este idílico cuadro era unsueño que comenzaba a desvanecerse.Desde enero de 1947, los agitadores dela Liga musulmana celebraban reunionessecretas en los barrios habitadosprincipalmente por musulmanes.Blandiendo fotografías de cráneos y deosarios, exhibiendo a veces a un

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superviviente horriblemente mutilado,acusaban a los hindúes de todas lasatrocidades perpetradas en otroslugares, atizando el fuego del odio racialy religioso.

Un primer brote de violencia seprodujo a principios de marzo cuando,al grito de Pakistan Murdabad,«¡Muera Pakistán!», un dirigente sikhcortó a hachazos el mástil a cuyoextremo ondeaba la bandera de la Ligamusulmana. Sangrientas represaliasrespondieron a este desafío, causandomás de tres mil víctimas, en su mayoríasikhs. Al sobrevolar una serie de aldeasdevastadas, el general Sir Frank

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Messervy, comandante en jefe de la zonaNorte del Ejército de la India, habíaquedado aterrado por las hileras decadáveres, «alineados como faisanesdespués de una cacería».

La violencia había alcanzado lascalles de Lahore cuando llegó a laciudad la persona que, con un trazo delápiz, iba a decidir su destino. Con lacabeza llena de todos los relatos oídosen Inglaterra sobre la deslumbranteciudad, su brillante temporada deNavidad, sus bailes, su fiesta delcaballo, su fastuosa vida mundana, SirCyril Radcliffe no encontró apenas ecosde todo aquello. En la capital del Penjab

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no descubrió más que calor, polvo,disturbios e incendios. Cien milhabitantes habían huido ya. Pese alintolerable calor, los demás habíanrenunciado a la vieja costumbre penjabíde dormir en las terrazas al aire libre. Elpeligro de que surgiera un cuchillo deentre las tinieblas se había tornadodemasiado grande.

El sector más agitado de Lahore seencontraba en el interior de un cinturónde piedra de doce kilómetros, lasantiguas murallas de Akbar quecobijaban una de las más densasconcentraciones humanas. Trescientosmil musulmanes y cien mil hindúes y

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sikhs bullían allí en un laberinto decallejas, de suks, de tiendas, de talleres,de templos, de mezquitas y de casuchasmiserables. Todos los olores, todos losruidos, todos los gritos del Asia de losbazares envolvían este hormiguero enperpetuo movimiento. Con bandejas decobre en equilibrio sobre la cabeza,vendedores ambulantes se deslizabanpor todas partes, ofreciendo pirámidesde frutas y golosinas orientales: halva ybarji, buñuelos con pimientos, naranjas,papayas, plátanos, mangos, uvas ydátiles, con frecuencia negros demoscas. Con las pupilas blanqueadaspor el velo del tracoma, los niños

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trituraban tallos de caña de azúcar enrústicas prensas y ofrecían el jugo a lostranseúntes.

Las callejuelas de esta vieja ciudadcomponían un rompecabezas bizantinode tenderetes y talleres elevados mediometro por encima del suelo paraprotegerlos contra el monzón.Misteriosas fronteras compartimentabanen corporaciones rígidas esta confusiónde barracas. Había la calle de losjoyeros con sus relumbrantes muestrasde brazaletes de oro, que constituían eladorno tradicional de muchos hindúes;la calle de los perfumistas, con susbosques de varillas de incienso y sus

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viejos jarrones de China llenos deexóticas esencias que se mezclaban agusto del cliente; mostradorescentelleantes de babuchas bordadas delentejuelas y cuya curvada puntarecordaba una góndola; artesanos queexhibían una profusión de barnizadosobjetos incrustados de mosaicos, cajasde laca graciosamente realzadas condibujos de colores, cofrecitos de maderade sándalo con tapas taraceadas dedelicados motivos en panes de oro ymarfil.

Había tiendas de armas, en las queabundaban los fusiles, las lanzas y loskirpans, el sable ritual de los sikhs.

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Había vendedores de flores, casi ocultostras montañas de rosas y de jazminesque sus hijos ensartaban en un bramantecomo las perlas de un collar; máscoloristas aún y llenos de aromas, lastablas de especias y los cestos de losherbolarios, la variedad de cuyasplantas medicinales podía curar a losenfermos de gota, así como picores,ahogos y anemias. Había vendedores deté que ofrecían una docena de hojasdiferentes, desde un color negro como latinta hasta el verde pálido de lasaceitunas. Había mercaderes de telas,descalzos y sentados en cucli llas, sobreesterillas, como budas, en medio de los

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brillantes reflejos de su mercancía.Algunos solamente vendían arreos dematrimonio: sus mostradores rebosabanentonces de turbantes cubiertos deperlas doradas, de túnicas y de vestidosincrustados de vidrios de colores, lasesmeraldas y los rubíes de los pobres.

Todo el Oriente de los fantásticosrelatos desfilaba como en un grandiosoespectáculo. Musulmanas ocultas bajos us burqa, al acecho sus ojos tras laestrecha visera del velo, se deslizaban,como religiosas a la hora de vísperas,en el estruendoso torbellino de lastongas, los carritos, las bicicletas y loscharabanes.

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Desde el balcón finamente calado deuna casa del barrio hindú, el hombremás rico de la vieja Lahore contemplabacon satisfacción esta bulliciosaagitación. La cuarta parte, o casi, de losgranjeros del Penjab estaban presos depor vida en sus doradas redes. El viejoBulagi Shah era el usurero más prósperode la provincia.

Las primeras víctimas del odioracial yacían ahora bajo sus ventanas,víctimas absurdas, matadas al azarporque llevaban un turbante sikh o uncaftán musulmán.

Y, sin embargo, a pesar del odio ydel miedo, continuaban produciéndose

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escenas de fraternidad. Por la noche, enlos clubs, alrededor de los bares,hindúes y musulmanes de la altaburguesía intercambiaban apasionadaspromesas. Si nuestra ciudad queda enterritorio indio, os protegeremos,juraban los hindúes a sus amigosmusulmanes en el caso de que lapartición condujera a la situacióninversa.

El inglés de quien dependía la futuranacionalidad de Lahore llegaba enmedio de un tal desencadenamiento deviolencias que el gobernador del Penjabno se atrevió a ofrecerle la hospitalidadde su residencia. Sir Cyril Radcliffe se

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instaló, como cualquier viajante decomercio, en el hotel «Faletti», fundadoen 1860 por un napolitano enamorado deuna cortesana local. Puso en juego todasu fuerza de convicción para obtener lacolaboración de los jueces de lacomisión de límites —dos musulmanes,un hindú y un sikh— que debíanasistirle. Pero estos cuatro magistradoscompartían las pasiones banderiles desus compatriotas. Radcliffe comprendióque por sí solo debería llevar a cabo suabrumadora misión. Su llegada a Lahorehabía causado tal sensación que unaescolta de inspectores tuvo que velarnoche y día por su seguridad. Cada vez

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que salía del hotel, una multitud deindios vibrantes de desesperación seabatía sobre él al mismo tiempo que elinfernal calor. Ante la idea de versúbitamente destruidos por el trazado desu lápiz los frutos de toda una vida detrabajo, estaban dispuestos a ofrecerlecualquier cosa para obtener una fronterafavorable a su comunidad.

Por la noche, a fin de escapar a estaspatéticas gestiones, Radcliffe serefugiaba en el último bastión «sólopara europeos», el Punjab Club. Allí,saboreando un whisky and soda, sobreel césped, mientras criados vestidos contúnicas blancas pasaban en la sombra

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como fantasmas, el jurista inglés que loignoraba todo acerca de la India sepreguntaba dónde, más allá de estejardín, en la ciudad enfebrecida de odio,existía la posibilidad de encontrarhuellas del idílico Lahore de la leyenda.Por desgracia, actualmente la ciudad noera más que los ruidos y las sombríasvisiones que le asaltaban por encima delas cercas del Punjab Club: losramilletes de chispas de un bazar enllamas, los desgarradores gemidos delas sirenas de las ambulancias, los gritosde guerra de los adversarios, los Sat SriAka! de los sikhs, los Allah Akbar! delos musulmanes, el siniestro tam-tam de

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los fanáticos extremistas hindúesmartilleando la noche hostil.

A cincuenta kilómetros al este deLahore se yerguen los muros de lasegunda gran ciudad del Penjab,Amritsar, cuyas callejas rodean alsantuario más sagrado del sikhismo.Elevado en medio de las espejeantesaguas de un amplio estanque ritual,salvado por un puente, el Templo deOro es un edificio de mármol blancocentelleante de adornos de cobre, plata yoro. La cúpula, enteramente recubiertade panes de oro, cobija el ejemplarmanuscrito original del libro santo delos sikhs, el Granth Sahib, cuyas

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páginas envueltas en seda son cubiertastodas las mañanas con flores frescas yoreadas día y noche con un abanico decola de yak. Sólo una escoba de plumasde pavo real es bastante noble paraquitar el polvo a este lugar tan venerado.

En 1947, los seis millones de sikhs,para quienes este templo era elsanctasanctórum, practicaban con fervoruna de las grandes religiones nacidas enesta tierra india habitada por Dios. Consus luengas barbas y sus florecientesbigotes, su cabellera que no cortabanjamás y anudaban en moño bajoturbantes de todos los colores, con suporte altivo y su imponente estatura, no

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representaban sino un uno y medio porciento de la población de la India, peroconstituían —lo mismo que en laactualidad— la comunidad másvigorosa, la más unida, la más marcial.

El sikhismo procede del brutalencuentro en los campos de batalla delPenjab del Islam monoteísta con elhinduismo politeísta. Fundado a finalesdel siglo XV por Nanak, un guru hindúque intentó conciliar las dos religionesproclamando: «No hay hindúes, no haymusulmanes; no hay más que un Dios, laVerdad Suprema», el sikhismo habíaprosperado bajo los mogoles,extrayendo de su tiranía el fermento de

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su vitalidad. La crueldad de laspersecuciones llevó al noveno y últimosucesor del guru Nanak a transformaresta religión en una fe militante.Reuniendo a sus cinco discípulos máspróximos, los Panj piyara, los «CincoBienamados», el guru Gobind Singhlanzó el nuevo estilo de sikhismohaciéndoles beber, en una copa común,agua y azúcar mezclados por medio deun sable de doble filo. Se convirtieronasí en los fundadores de su nuevahermandad combatiente, los Khalsa, los«Puros». El guru los bautizó con nuevosnombres que terminaban todos en Shing,«León».

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Para que pudiesen distinguirse de lasmultitudes y ser capaces de defender sufe a costa de la propia vida, el guru lesobligó a observar la ley de las «CincoK». Dejarían crecer sus pelos (kesh),barba y cabellos; colocarían un peine demarfil o de madera (kangha) en sumoño; llevarían calzones cortos(kuchha), a fin de poseer la movilidaddel guerrero; se pondrían un brazalete deacero (kara), en la muñeca derecha; y,por último, no se desplazarían nunca sinllevar un kirpan, un sable. Los sikhs,además, no debían fumar, ni comer carneprocedente de animales degolladossegún el rito islámico, ni sostener

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relaciones sexuales con una mujermusulmana.

El derrumbamiento del Imperiomogol dio a los sikhs la oportunidad decrearse un reino propio en la tierra de suquerido Penjab. La llegada de lasguerreras escarlatas británicas puso fin aesta breve hora de gloria, pero, antes desucumbir en 1849, los sikhs infligieron alos ingleses, cerca de Chillianwala, lapeor derrota que jamás hayan sufrido enla India.

En julio de 1947, cinco de los seismillones de sikhs vivían todavía en elPenjab. No constituían más que el 13%de la población, pero poseían el 40% de

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las tierras y producían cerca de las dosterceras partes de las cosechas. Casi untercio de los soldados del Ejército de laIndia eran sikhs, y casi la mitad de loshombres condecorados durante las dosguerras mundiales procedían de sucomunidad. Dotados por naturaleza parala mecánica, estaban igualmenteinteresados en la industria deltransporte, cuyo monopolioprácticamente ostentaban. En lasciudades y por las carreteras indias, losconductores sikhs de camión y de taxieran figuras legendarias cuya prioridadnadie hubiera osado disputar.

La situación en el Penjab era un

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trágico resumen de la de toda la India: sibien los musulmanes y los sikhs habíanpodido vivir juntos bajo el yugo deInglaterra, no podrían hacerlo bajo el deuna u otra de las dos comunidades. Losrecuerdos que los musulmanesconservaban de los sikhs estabanpoblados de profanaciones de mezquitasy de sepulturas, de mujeres ultrajadas,de hermanos y hermanas asesinados,apuñalados, apaleados, despedazados,quemados vivos.

Los relatos de los sufrimientos que,por su parte, habían soportado los sikhsbajo la opresión de los soberanosmogoles estaban recogidos en un

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sangriento folklore que todo niño sikhaprendía como un evangelio cuandoalcanzaba el uso de razón. El Templo deOro de Amritsar cobijaba un museo cuyafinalidad era mantener vivo el recuerdode todas las atrocidades cometidas porlos musulmanes. Una profusión depinturas sanguinolentas representabanlos cuerpos de sikhs partidos en dos oreducidos a papilla entre dos ruedas depiedra por haberse negado a convertirseal Islam. Otras mostraban a mujeressikhs asistiendo, ante la puerta delpalacio del Gran Mogol, a la matanza desus hijos, decapitados por los soldadosde la guardia pretoriana.

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La ausencia de reacción por parte delos sikhs, después de las violenciassufridas por su comunidad en marzo de1947, había sorprendido y tranquilizadoa la vez a los musulmanes tanto como alos augures políticos de la capital. Lossikhs, se cuchicheaba, habían perdido suviejo ardor belicoso; la prosperidad loshabía reblandecido.

Grave error de juicio. A principiosde junio, mientras el virrey y losdirigentes indios llegaban en NuevaDelhi a un acuerdo sobre la división dela India, los jefes sikhs se reunían ensecreto en el hotel «Nedou» de Lahore.La finalidad de su consejo era perfilar

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una estrategia para el caso de que sehiciera irrevocable la Partición. Una vozdominó su asamblea, la del fanáticotuerto que provocó los disturbios demarzo derribando a golpes de kirpan labandera de la Liga musulmana. TaraSingh, a quien sus partidarios llamaban«Master» porque era maestro en unaescuela maternal, había perdido a variosmiembros de su familia en los excesosde violencia que siguieron a su acción.Desde entonces, sólo una pasión leanimaba: la venganza.

—¡Oh, sikhs —exclamó en undiscurso anunciador de la tragedia quese iba a abatir sobre el Penjab—, estad

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preparados para el sacrificio supremo,como los japoneses y los nazis! Nuestrastierras están a punto de ser invadidas,nuestras mujeres deshonradas.Levantaos para aniquilar una vez más alinvasor mogol. ¡Nuestra patria estásedienta de sangre! ¡Saciemos su sedcon la sangre de nuestros enemigos!

En realidad, los sikhs preparaban sudesquite desde hacía meses,confeccionando la lista de los millaresde ex combatientes que vivían en elPenjab, atiborrado de armas susgurudwara, los templos a los que lospolicías británicos no tenían acceso.

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Cuando las primeras oleadas derefugiados sikhs e hindúes, expulsadospor los musulmanes del Oeste delPenjab, llegaron a su región, los sikhs deAmritsar se dedicaron a vengarse sobrelos musulmanes que vivían junto a ellos.Unos cuantos hombres armados confusiles abrían fuego a la entrada delbarrio musulmán de un pueblo, lo queprecipitaba a los aterrorizadoshabitantes en una desenfrenada huidahacia el otro extremo. Allí, esparcidospor los campos de caña de azúcar,esperaban centenares más de sikhsarmados con horcas, sables y porras, ycomenzaba la carnicería. Una particular

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forma de salvajismo caracterizó prontolas matanzas perpetradas por los sikhs.Los sexos circuncisos de losmusulmanes se convirtieron en trofeos.Los asesinos los cortaban para hundirlosseguidamente en las bocas de susvíctimas o en las de las mujeresmusulmanas asesinadas.

Al igual que en Lahore, losdisturbios del campo llegaron pronto aAmritsar y perpetraron el ciclo atroz dela violencia. En ambas ciudades, losmaleantes se pusieron al frente de lasmatanzas.

Una tarde de julio, un ciclistadesembocó a toda velocidad en una

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callejuela de Lahore, ante el atestadocafé en que Anwar Ali, el jefe de labanda más célebre de la ciudad, tenía sucorte. El hombre arrojó sobre la terrazauna de esas grandes jarras de cobreutilizadas en el Penjab para recogerleche. Rebotando de mesa en mesa, elrecipiente provocó el pánico entre lospresentes, que huyeron en todas lasdirecciones. Al no producirse ningunaexplosión, un camarero se acercó conprecaución al objeto. Ni el propio yendurecido Anwar Ali pudo conteneruna mueca de horror al encontrar en él elmensaje que le estaba destinado, unregalo ofrecido al gángster de Lahore

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por sus colegas sikhs de Amritsar.Docenas de sexos circuncisos llenabanesta macabra urna.

De todos los problemas queasediaban a Louis Mountbatten, el másirritante era consecuencia de suapresurada elección del 15 de agostocomo fecha de la independencia de laIndia. Un consejo de astrólogos acabócomunicando a los dirigentes indios que,si bien el viernes 15 de agosto de 1947era un día extremadamente funesto parainaugurar la historia moderna de su país,el día anterior ofrecía, en cambio, unaconjunción astral infinitamente másfavorable. Aliviado, el virrey se

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apresuró a aceptar el compromiso que leofreció Nehru: la India y el Pakistán seharían independientes el 14 de agosto de1947 a medianoche[25].

Durante treinta años la banderatricolor de algodón de khadi que notardaría en remplazar a la Unión Jack enel cielo de la India había flameadosobre los mítines, las manifestaciones,los desfiles de un pueblo ávido delibertad. El propio Gandhi habíadibujado este emblema. En el centro tresbandas horizontales color azafrán,blanco y verde, había colocado su sellopersonal, el humilde objeto queproponían a las masas indias para que

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sirviera de instrumento a su redenciónpacífica: la rueca.

Ahora, en vísperas de laindependencia, en las filas mismas de supartido se alzaban voces que negaban al«juguete de Gandhiji» el derecho aocupar el puesto de honor en la banderanacional. Para un creciente número demilitantes, esta rueca era una imagen delpasado, «un utensilio de vieja», lainsignia de una India arcaica replegadasobre sí misma. La sustituyeron por otrarueda, el símbolo de la doctrina deBuda, que Asoka, fundador del primerImperio hindú, había adoptado comosigno de paz universal: el dharma

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chakra, la «rueda del orden cósmico»,enmarcada por una pareja de leones queencarnaban la fuerza y el valor. Estenoble atributo de poderío y autoridad seconvirtió en el emblema de la nuevaIndia.

Gandhi se enteró con profundatristeza de esta decisión. «Cualesquieraque sean las calidades artísticas de estedibujo —escribió—, me negaré asaludar a la bandera que enarbolesemejante mensaje».

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Al trazar sobre el mapa del Imperio de la India lafrontera entre el Pakistán y la India, el juristabritánico Sir Cyril Radcliffe (en el centro de lafoto, en medio de sus asesores legales)desencadenó, sin querer, una de las más grandestragedias de la Historia.

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Séptima estación delviacrucis de Gandhi:

«Dios del Gita, salva ami amada India»

Esta decepción, sin embargo, no erasino el preludio de todos los sinsaboresque iban a desgarrar el corazón delliberador de la India. No sólo iba a serdividida su amada patria, sino que laIndia repartida que estaba a punto denacer únicamente presentaría un lejano

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parecido con aquella por la que se habíabatido durante toda su vida.

El sueño de Gandhi había sidosiempre crear una India nueva, capaz deofrecer a Asia y a la tierra entera elejemplo vivo de sus ideales morales ysociales. Si, para sus detractores, estosideales no eran más que laslucubraciones de un anciano demagogo,para sus partidarios representaban unsalvavidas lanzado al género humanopor un viejo sabio que había conservadola lucidez en un mundo enloquecido.

Gandhi se oponía resueltamente atodos los que pretendían que el futuro dela India dependía de su capacidad para

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imitar a la sociedad industrial ytecnocrática del Occidente que la habíacolonizado. Combatía casi todos lossistemas que habían arraigado en ella.La salvación de la India, afirmaba,reside, por el contrario, «en su facultadde desaprender lo que ha descubierto enlos cincuenta últimos años». La cienciano debe regir los valores humanos,como tampoco debe la técnica gobernara la sociedad; la verdadera civilizaciónno es la multiplicación indefinida de lasnecesidades del hombre, sino, por elcontrario, su deliberada limitación, a finde permitir a todos compartir loesencial. La civilización occidental

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había concentrado el poder en las manosde una minoría, a costa de los interesesde la mayoría. Era ése un discutiblebeneficio para los pobres de Occidente,y una amenaza real para las poblacionesdel mundo subdesarrollado.

Gandhi quería edificar una Indianueva sobre sus quinientas mil aldeas,facetas innumerables de este país que élconocía y amaba, una India vuelta haciaDios, señalando el paso de lasestaciones con el ciclo de sus fiestasreligiosas, los lustros por el recuerdo desus sequías, los siglos por el espectro desus terribles hambres. Quería que cadapoblado se convirtiera en una entidad

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autónoma capaz de instruir a los jóvenesa cuidar a los enfermos. Proclamandoque «muchas guerras en Asia sehubieran podido evitar con una escudillade arroz suplementaria», había buscadoconstantemente nuevos artículos quepudieran alimentar a los hambrientoscampesinos indios, experimentandosucesivamente la soja, los cacahuetes,los huesos de mangos triturados. Serebeló contra el descascarilladomecánico del arroz, que lo priva detodos los elementos nutritivos de sucutícula.

Reclamaba, por último, el cierre delas fábricas textiles y su sustitución por

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la rueca individual, a fin de dar trabajoa los parados de las aldeas y crearactividades susceptibles de retener a lapoblación en los campos. Su manifiestoeconómico recordaba que «los viejosútiles tradicionales, el arado y la rueca,han forjado nuestra sabiduría y nuestrafelicidad. El día en que el hombre hayainventado un instrumento que suministrepor sí mismo leche, ghi y estiércol,entonces será el momento de sustituirnuestras vacas por ese aparato. Mientrastanto, debemos retornar a nuestra atávicasencillez».

Su pesadilla era una sociedadindustrial dominada por la máquina, una

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sociedad que aspiraría a las poblacionesrurales para encerrarlas en innoblescuchitriles urbanos, separándolas de suambiente natural, destruyendo sus lazosfamiliares y religiosos, y todo ello paraproducir algo que los hombres nonecesitaban. No preconizaba la pobreza,como en ocasiones le acusaban algunos:sabía que ésta origina fatalmente ladegradación moral y la violencia queodiaba. Pero la plétora de bienesmateriales conducía, según él, a losmismos resultados. Frigoríficosrepletos, armarios llenos de ropas, uncoche en cada garaje y un aparato deradio en cada habitación, no impedían

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que un pueblo padeciera inseguridadpsicológica y corrupción espiritual.

Gandhi deseaba que el hombreencontrase un razonable equilibrio entreuna miseria envilecedora y los excesosde un consumo anárquico. Para lograreste fin, era preciso regenerar la célula.Como la desigualdad económica ysocial engendraba siempre conflictos,soñaba también en una sociedad sinclases. Todas las profesiones —manuales o intelectuales— reportaríanlos mismos frutos. Todos losciudadanos, cualesquiera que fuesendeberían realizar todos los días untrabajo manual: la India de las aldeas

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ganaría con ellos sus medios desubsistencia, la de las ciudades, suredención cotidiana.

Pero, sobre todo, lo más importantea los ojos del Mahatma era el ejemplode los jefes. No bromeaba en absolutocuando había sugerido a Mountbattenque abandonase su palacio paratrasladarse a una simple villa. ¿No habíapredicado siempre que el mejor mediode abolir los privilegios era renunciar aellos uno mismo? De los profetassocialistas de su tiempo, Gandhi era elque más radicalmente había adecuado suforma de vida a sus principios. ¿Nohabía llegado hasta el extremo de limitar

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su alimentación al estricto mínimo vital,a fin de no derrochar ni un solo gramode los recursos de su hambrientapatria?[26]

La defensa de estas teorías habíasido ilustrada, sin embargo, por curiosascontradicciones. Aunque no habíanecesitado de la radio para hacer oír sumensaje a las masas de su país, seservía regularmente de un micrófonopara denunciar los daños de la técnicadurante sus oraciones públicas. Lascincuenta mil rupias anuales quemantenían a su ashram habían sidoregaladas por un magnate de la industriaindia, G. D. Birla, cuyas fábricas

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textiles encarnaban a la perfección lasociedad de pesadilla que obsesionabaal Mahatma.

Al continuar defendiendo con lamisma vehemencia sus concepcioneseconómicas, Gandhi turbaba cada vezmás a sus compañeros. Fueran fervientessocialistas, como Nehru, o ardientescapitalistas, como Vallabhbhai Patel,creían en el progreso, en las máquinas,en la industria, en la tecnología, en todoel aparato llevado a la India porOccidente y que Gandhi cubría deoprobio. Estaban impacientes porconstruir fábricas gigantescas, organizarel futuro en planes quinquenales. Hasta

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Nehru, el hijo predilecto, había escritoque seguir las ideas de Gandhiconduciría a retroceder en el pasado, acondenar a la India a la autarquía másasfixiante que se puede imaginar: la delas aldeas.

Para decepción de ellos, su viejoMahatma se sintió obligado a recordarpúblicamente en vísperas de laindependencia los principiosfundamentales que debían inspirar lavida de los dirigentes de la Nueva India.Cada ministro, declaró Gandhi, debíavestirse exclusivamente de khadi y viviren una casa sin criados. No debía poseerautomóvil, debía hallarse libre de todo

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prejuicio de casta y dedicar al menosuna hora diaria a una tarea manual, comohilar o cultivar hortalizas, a fin dealiviar la penuria nacional. Debíaexcluir el uso «de mobiliario extranjero,sofás, mesas y sillas» y desplazarse singuardia personal. Por encima de todo,«los jefes de la India independiente nodebían vacilar en dar ejemplo limpiandoellos mismos sus retretes».

Por ingenuas y, sin embargo, llenasde sabiduría que fuesen estas palabras,revelaban de manera punzante el dilemainherente a todos los ideales de Gandhi:constituía una guía perfecta para actoresimperfectos.

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Pero, de todas sus inquietudes sobreel futuro de su patria, la que máscruelmente preocupaba a Gandhi en estemes de julio de 1947 era la violenciaracial y religiosa que se abatía sobre elpaís. Exigió ir con Nehru al Penjab paravisitar a los primeros refugiados sikhs ehindúes.

Fue un encuentro estremecedor.Treinta y dos mil personas, lossupervivientes de un centenar de aldeascomo Kahuta, cuya matanza tanto habíaimpresionado a Mountbatten, habíansido reunidas a doscientos kilómetros dela capital, en el calor y la suciedad delprimer campamento de refugiados

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indios. Aullando su cólera, gritando sudesgracia, la multitud engulló elautomóvil de Gandhi en un mar demiseria, gesticulando, llorando, con losrostros contorsionados por el odio y elsufrimiento y las miradas cargadas dedesesperación. Nubes de moscascubrían las heridas, todavíasanguinolentas de aquellosdesventurados. Prisioneros de aquelloscuerpos miserables y de los torbellinosde polvo levantados por el rebullir delos pies de la multitud, ahogándose en eltórrido calor y en el olor apodredumbre, los dos dirigenteestuvieron a punto de perecer

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asfixiados. Gandhi se pasó todo el díaintentando llevar un poco de orden aaquel improvisado campamento. Mostróa los refugiados cómo cavar letrinas,dónde situarlas, les habló de las reglasde higiene, levantó un dispensario,reconfortó a enfermos y heridos.

A última hora de la tarde, Gandhi yNehru emprendieron el regreso por lacarretera de Nueva Delhi. Exhausto defatiga, abrumado por aquella exhibiciónde miseria, el Mahatma se tendió en elasiento posterior del coche, posó lospies sobre las rodillas del discípulo quese había apartado de él dos meses antesy se durmió.

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Con la mirada fija y su rostro,habitualmente tan vivaz, encerrado en undolor secreto, Nehru permaneció largorato meditando sobre las terriblesconsecuencias del espectáculo queacababa de descubrir. Luego,delicadamente, suavemente, como paraexpiar la aflicción que le había causadoal alejarse de él, empezó a dar masajesen los pies al dormido anciano a cuyoservicio había consagrado una parte tangrande de su vida.

Gandhi despertó al crepúsculo. Aambos lados del automóvil se extendían,hasta perderse de vista, los campos detrigo o de caña de azúcar, y los

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arrozales. Como un velo diáfano sobrela inmensa llanura, una ligera bruma seelevaba en el aire, filtrando los últimosfulgores rosados del sol poniente. Erauna hora bendita, una hora tan antigua yeterna como la propia India: desdedecenas de hogares de ladrillo quesalpicaban la gran llanura del Penjab,ascendía el humo de las tiras deestiércol aplastado que cocían la cenade la India. Por todas partes, sentadossobre los talones, con los faldones desus ajados saris anudados sobre loshombros, tintineantes de pulseras susdesnudos brazos, las mujeres atizabanlos fuegos, asaban los chapatis y los

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granos de chauna del austero menú delos campesinos indios. El humo de estasinnumerables fogatas envolvía elcrepúsculo con su manto, saturando elcielo y la tierra con el acre olor que erael de la India madre.

Gandhi mandó detener el automóvily se sentó al borde de la carretera parasu oración de la tarde. Su frágil yencorvada silueta parecía fundirse enlos surcos de la gran llanura sumergidaen la sombra. Desde el fondo del coche,con los ojos cerrados y el rostro ocultoentre las manos, Nehru escuchaba la vozronca y temblorosa del anciano decorazón destrozado implorar al Dios del

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Gita que salvara a su amada India deltrágico destino que presentía.

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X

«ES SÓLO UN HASTA LAVISTA, HERMANOS

MÍOS»

El solemne martilleo, en Londres,del bastón negro del Mensajero del Reyhabía anunciado todas las grandes horasdel Imperio británico. En numerosasocasiones a lo largo de los siglos,treinta diputados del Parlamento de

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Inglaterra habían recorrido en pos de élpor los pasillos del viejo edificio paraacudir a solicitar el «Royal Assent», laconfirmación real autorizando lapromulgación de los edictos quellevaban el poderío imperial a loscuatro puntos cardinales. No habíacambiado el antiguo ritual, pero losgolpes que este 18 de julio de 1947marcaban el ritmo del avance delcortejo conducido por el PrimerMinistro Clement Attlee resonaban estavez como un fúnebre tañido de campana.Indicaban el fin de la prestigiosaepopeya del hombre blanco en el mundo,el desmantelamiento del Imperio

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británico.El documento que sellaba la

separación de Inglaterra y daba laindependencia a una quinta parte de laHumanidad era un modelo de concisióny sencillez: tres siglos y medio decolonización resumidos en dieciséispáginas mecanografiadas. El Parlamentobritánico jamás había elaborado yadoptado con tanta celeridad una medidatan importante. Menos de seis semanasbastaron a las dos Cámaras parapreparar, discutir y votar los textosnecesarios. La dignidad y la moderaciónde los debates habían «igualado a lamagnitud del acontecimiento», observó

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el Times de Londres, y señalado tambiénun decisivo punto de inflexión en lahistoria de Inglaterra y del mundo.

Antaño, en los tiempos delesplendor del Imperio, los diputados deWestminster habían impuesto suvoluntad con la sola amenaza de enviaruna cañonera o un destacamento desoldados con guerreras rojas. La GranBretaña había sido la última potenciaeuropea que se embarcó en la granaventura imperial. Pero la naturalezamisma de este pueblo insular la habíapreparado para su papel planetario. Losingleses habían surcado más océanos,descubierto más territorios, librado más

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batallas, arriesgado más vidas,gobernado más seres humanos —y conmás justicia— que ninguna otra naciónimperialista. De hecho, para variasgeneraciones habían encarnado lasupremacía del hombre blanco cristianosobre los demás pueblos del Globo.

Los debates parlamentarios sobre laindependencia de la India ponían fin aeste destino. Había comenzado lainevitable liquidación del Imperio; iba aprovocar una vasta y profundatransformación del reino insular quehabía sido su dueño. En el pasado, huboocasiones «en las que un Estado sehabía visto obligado, a punta de espada,

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a ceder su poder —había declaradoAttlee al Parlamento—, pero era muypoco frecuente que un pueblo quedurante tanto tiempo mantuvo a otro bajosu férula renunciase por propia voluntada su dominación».

Hasta Winston Churchill, prestandosu melancólico consentimiento a «unabuena ley», rendía un inesperadohomenaje a la sabiduría de que habíadado pruebas su rival eligiendo aMountbatten como último virrey.Ninguna declaración, sin embargo,resumiría mejor el humor de loslegisladores británicos que laobservación del vizconde Samuel: «Se

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podrá, sin duda, decir del Imperiobritánico lo que Shakespeare decía deMacbeth, barón de Cawdor: “Nada en suvida fue tan grande como su muerte.”»

Clement Attlee y los diputados delos Comunes tomaron asiento en losbancos de la Cámara de los Lores paraasistir a la ceremonia final que iba a darfuerza de ley al texto que fijaba la fechade la independencia de la India para lamedianoche del 14 de agosto de 1947.

Símbolos del poder real, dos tronosdorados, colocados en un estradocoronado por un tapiz en el quefiguraban las armas del soberano,dominaban una de las extremidades de

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la sala. Entre los tronos y los escaños delos diputados se alzaba el asiento delLord Gran Canciller de Inglaterra. Anteeste último se encontraba una larga mesade roble oscuro cubierta de documentos,los proyectos de las diferentes leyesque, ese día, debían recibir el «RoyalAssent» de Jorge VI.

El Honorable Escribano de laCorona, representante del rey, tomóasiento a un lado de la mesa. El delParlamento se sentó frente a él, cogió eldocumento que estaba al alcance de sumano y leyó con voz solemne el títulodel primer proyecto de ley sometido esedía al asentimiento real.

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—Proyecto de ley sobre lanacionalización de la CompañíaMetropolitana del gas —anunció.

—Le Roi le veult —respondió elescribano de la Corona en la viejalengua normanda que, durante siglos,había notificado el acuerdo de lossoberanos de Inglaterra a lapromulgación de un edictoparlamentario.

El escribano del Parlamento tomóentonces el documento siguiente.

—Proyecto de ley sobre reparacióndel espigón de Felixstowe —declamó.

—Le Roi le veult —respondió elescribano de la Corona.

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El escribano del Parlamento alargóde nuevo el brazo hacia el montón depapeles.

—Proyecto de ley de independenciade la India.

—Le Roi le veult.Al pronunciarse estas palabras,

Attlee enrojeció ligeramente y bajó losojos. Todo estaba consumado. Al mismotiempo que la reparación de un espigónportuario y un asunto de gas municipal,cuatro palabras de francés arcaicohabían bastado para relegar al pasado elgran Imperio británico de la India.

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El último cónclave de la hermandadmás cerrada del mundo estaba reunidoen Nueva Delhi. Sudando en sus túnicasde brocado y sus uniformes consteladosde condecoraciones, setenta y cinco delos maharajás y nababs más importantesde la India, así como los diwan —Primeros Ministros— de otros 74,estaban reunidos en el húmedo ysofocante calor de este día de veranopara oír de boca del virrey la suerte queles reservaba la Historia.

Relumbrante también con lascondecoraciones de su gran uniforme

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blanco de contraalmirante, LordMountbatten penetró en el pequeñohemiciclo de la Cámara de losPríncipes. Canciller de la asamblea, elmaharajá sikh de Patiala, inmenso ybarbudo, le escoltó hasta la tribuna,desde la que pudo contemplar losinquietos rostros que parecíaninterrogarle.

Mountbatten se disponía a recogerlas manzanas destinadas al cesto deVallabhbhai Patel. Su adversario másvirulento, Sir Conrad Corfield, seencontraba ese día en camino haciaInglaterra para gozar allí de un retiroanticipado. Había preferido abandonar

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la India antes que recomendar a susamados príncipes que adoptaran unapolítica que él no aprobaba. El virrey lehabía visto marchar sin desagrado.Convencido de que el camino elegidorepresentaba la mejor solución quepodían esperar los soberanos indios,tenía intención de pasar por alto susprotestas e inducirles, de grado o porfuerza, a aceptar su política.

Hablando sin consultar ninguna nota,les exhortó a firmar el Acta de Adhesiónque debía integrar sus reinos, bien en laIndia, bien en el Pakistán. Todo recursoa las armas no podría sino hacer correrla sangre y llevar al desastre, subrayó.

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«Traten de proyectarse en el futuro:imaginen lo que serán la India y laTierra entera dentro de diez años, ytengan la sabiduría de actuar enconsecuencia».

Pero él sabía que a algunosmiembros de esta asamblea lascorrientes de la historia les importabanmenos que otra consideración. Cuandolos maharajás y los nababs estaban apunto de desaparecer, cuando el mundoen que habían vivido se hallaba entrance de desmoronamiento, el únicoargumento al que algunos seríansensibles se refería a lascondecoraciones que cubrían su pecho.

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Si se adherían a la India, insistióMountbatten, tenía buenas razones paracreer que los dirigentes del Congreso nose opondrían a que continuaranrecibiendo, de su primo el rey deInglaterra, los honores y los títulos quetanto apreciaban.

Cuando hubo terminado su discurso,Mountbatten invitó a su auditorio aformularle preguntas. Quedó estupefactoante algunas de ellas. Laspreocupaciones de algunos príncipeseran tan ridiculas en aquella hora capitalde su destino que el virrey se preguntó siaquellos hombres y sus primerosministros se daban verdaderamente

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cuenta de la situación. La principalinquietud de uno de ellos era saber sipodría conservar su derecho exclusivo acazar el tigre en su Estado. El diwan deotro príncipe —al cual no se le habíaocurrido en aquellos momentos críticosnada mejor que irse a Europa a recorrerlos casinos y las salas de fiestas—declaró no saber qué decisión tomar enausencia de su señor.

Mountbatten reflexionó unosinstantes y, luego, tomó de la mesa lagran bola de vidrio que servía depisapapeles. Asumiendo el inspiradoaire de un mago oriental encomunicación con el más allá, la hizo

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girar en sus manos y anunció:—Voy a consultar mi bola de cristal

y darles la respuesta.Frunciendo el ceño, clavó en el

objeto una mirada cargada de misterio.Durante diez largos segundos, unopresor silencio, sólo turbado por larespiración de los príncipes máscorpulentos, inmovilizó a losconcurrentes. Las prácticas ocultas noeran tomadas nunca a la ligera en laIndia, sobre todo por los maharajás.

—¡Ah! —murmuró al finMountbatten con la dramática expresiónde un espíritu emergiendo de algún viajeceleste—, veo a vuestro soberano. Está

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sentado a la mesa del comandante de supaquebote. Os dice… Os dice: «Firmadel Acta de Adhesión».

La noche siguiente, un solemnebanquete reunió por última vez a unvirrey de la India y a los descendientesde las generaciones de maharajás ynababs que habian sido los pilares mássólidos del Imperio británico de laIndia. Profundamente emocionado por latristeza de las circunstancias, LouisMountbatten invitó a los más fieles yantiguos aliados del rey-emperador apronunciar un brindis de despedida a su

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soberano.—Estáis en vísperas de enfrentaros

a una revolución —les declaró—. Enmuy breve plazo, vais a perder vuestrasoberanía. Es inevitable. Os exhorto aque no os comportéis como losaristócratas franceses después de laRevolución francesa. No volváis laespalda a la India que va a nacer el 14de agosto: esa India os necesitará.

Esa India, en efecto, necesitaríaadministradores competentes,embajadores capaces de representarla,abogados, médicos, técnicos, oficialessusceptibles de sustituir a los ingleses alfrente del Ejército. Los príncipes

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podrían elegir entre un dorado retiro enlos campos de polo y las playas de laRivera, o ponerse al servicio de lanación que iba a nacer e integrarse en suélite. El virrey no tenía ninguna dudasobre la elección que debían realizar.

—¡Desposaos con la nueva India! —suplicó.

Repleto de cañas de pescar, denasas y de quijotes, el break avanzabapor entre las piedras y los baches delcamino que corría a lo largo del Trika,un torrente de Cachemira. Con suslabios fruncidos, sus huidizos ojos, su

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barbilla cuyos contornos se perdían enpliegues de carne, el rostro delconductor reflejaba exactamente sucarácter. Era un hombre débil,irresoluto, a quien sus perversiones y suafición a las orgías habían valido unareputación de Borgia himalayo. PeroHari Singh, maharajá de Cachemira, el«M. A.» cuyas desgraciadas aventurashabían regocijado a los lectores de laPrensa sensacionalista de preguerra eratambién un personaje clave del dramaindio. Era el soberano hindú herederode un reino cuya importancia estratégicaera capital, vasta encrucijada apenaspoblada donde India, China, el Tibet y

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el Pakistán estaban fatalmentedestinados a enfrentarse un día.

Esta mañana, un visitanteparticularmente distinguido estabasentado al lado de Hari Singh. LordMountbatten conocía al monarca desdeque habían galopado juntos por elterreno de polo de Jammu durante elviaje a la India del príncipe de Gales en1921. Había decidido esta visita paraforzar a Hari Singh a pronunciarse sobreel futuro de su reino.

El virrey, sin embargo, no seproponía hacer caer en el cesto del indioPatel la manzana de Cachemira. El buensentido parecía exigir la integración de

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Cachemira en el Pakistán. El 77 % desus habitantes eran musulmanes. Era unode los cinco territorios que el estudianteRahmat Ali había reunido en su «sueñoimposible». La «K» de Pakistán veníadel nombre inglés Kashmir.

El virrey aceptaba esta lógica.Había incluso dado al maharajá lagarantía de que los jefes del Congresono presentarían objeciones si decidíaunir su suerte a la del Pakistán, en razónde su situación geográfica y de laaplastante mayoría de sus súbditosmusulmanes. Jinnah le había prometido,además, asegurar al príncipe hindú lamejor acogida y un puesto de honor en

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su nuevo Estado.—Pero yo no quiero, con ningún

pretexto, entregar Cachemira al Pakistán—replicó el maharajá.

—Entonces, elija la India —arguyóel virrey—. Yo me encargarépersonalmente de que le sea enviada sindemora una División de infantería indiapara ayudarle a preservar la integridadde sus fronteras en caso de agresiónpaquistaní.

—Tampoco quiero entregar mi reinoa la India —replicó el príncipe—.Quiero hacerme independiente.

—Lamento decírselo, pero eso no esposible —explotó el virrey—. Su país

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está totalmente rodeado: es demasiadoextenso y su población demasiado débil.Tendrá usted por vecinos dos paísesantagonistas. Para ellos serápermanentemente una posible presa quedisputar, y acabará por convertirse en elcampo de batalla sobre el que seenfrentarán hindúes y musulmanes. Esoes lo que le espera. Perderá usted sutrono y, quizá, su vida si no tienecuidado.

El maharajá meneó la cabeza ymantuvo un enfurruñado silencio hasta lallegada al coto de pesca.

Mountbatten volvió a la carga sindescanso. El tercer día notó que la

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determinación de su viejo amigoempezaba a flaquear. Explotando esteprimer éxito, sugirió al monarca queorganizase una entrevista con su PrimerMinistro para elaborar un acuerdo deprincipio sobre su intención derenunciar a toda veleidad deindependencia y su deseo de asociar lasuerte de su reino a uno u otro de losnuevos Estados.

—Es una buena idea —reconoció elpríncipe—. Volvamos a vernos mañana.

Pero esta manzana iba a permanecerfirmemente unida a su árbol. Al díasiguiente por la mañana, acudió unayudante de campo para avisar al virrey

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de que Su Alteza padecía un trastornointestinal que le impedía participar en lareunión prevista. Mountbatten no dudabade que se trataba de una enfermedaddiplomática. No volvería a ver más aHari Singh. Esta «indigestión» señalabael principio de una tragedia queenvenenaría las relaciones entre la Indiay el Pakistán.

El virrey tuvo más suerte con losdemás soberanos indios. Para algunos,estampar su firma al pie del Acta deAdhesión fue una operación dolorosa.Al hacerlo, un rajá del centro de la India

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murió a consecuencia de un ataquecardíaco. Con lágrimas en los ojos, elmaharajá de Dholpur declaró aMountbatten: «Este texto rompe unaalianza que unía a mis antepasados y alos de vuestro rey desde 1765». Elmaharajá de Baroda, uno de cuyosantepasados había intentado matar a unresidente británico con polvo dediamante, se desplomó llorando como unniño, el rajá de un pequeñísimo Estadovaciló durante varios días, porque aúncreía en la naturaleza divina de susoberanía. Los ocho príncipes delPenjab estamparon juntos su rúbrica enel transcurso de una ceremonia

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organizada en la sala de banquetes delpalacio del maharajá de Patiala, dondeSir Bhupinder el Magnífico, habíaofrecido las fiestas más suntuosas de laIndia.

Esta vez, recuerda un testigo, «elambiente era tan lúgubre que unohubiera podido creerse en unacremación».

Un grupo de príncipes se obstinó enrechazar todas las exhortaciones deMountbatten. El maharajá de Udaipur —el que la leyenda hacía descender delSol— intentó formar, con varios de suscolegas, una federación de reinosindependientes. Instigado por su Primer

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Ministro, el maharajá de Travancore, unEstado del Sur dotado de un puerto y dericos yacimientos de uranio, afirmó suvoluntad de independencia.

Las presiones destinadas a reducir aestos últimos rebeldes se fueronendureciendo a medida que seaproximaba el 15 de agosto.Vallabhbhai Patel hizo organizarmanifestaciones en los Estadosprincipescos en que existían seccionesdel partido del Congreso. Un maharajáde Orissa fue sitiado en su palacio poruna multitud que se negó a dejarle salirmientras no firmara su sumisión. ElPrimer Ministro de Travancore fue

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apuñalado. Turbado, el soberano envióinmediatamente por telegrama suconformidad a Nueva Delhi.

Ninguna decisión fue tan agitadacomo la del joven maharajá de Jodhpur,cuyo bisabuelo había introducido enEuropa los calzones que llevan sunombre. Consciente de que su reputaciónde extravagancia no podría atraerle lasimpatía del futuro Estado socialistaindio, el príncipe organizó unaentrevista secreta con el soberano deJaisalmer y Jinnah para saber quérecibimiento les dispensaría el dirigentemusulmán en el caso de que decidieranintegrar sus reinos hindúes en el

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Pakistán.Encantado por la idea de privar a

sus rivales del Congreso indio de dosimportantes principados, Jinnah tendióal instante una hoja en blanco almaharajá de Jodhpur.

—No tienen más que escribir aquísus condiciones —declaró—, y firmaré.

Cogidos por sorpresa, los dosvisitantes pidieron tiempo parareflexionar. De regreso a su hotel,encontraron a V. P. Menon, que lesestaba esperando. El colaborador indioque en Simla redactó un nuevo plan departición par el virrey se habíaconvertido en la eminencia gris de

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Vallabhbhai Patel en el Ministerio deEstados principescos. Misteriosamenteinformado de un paso que amenazabaarrastrar a otros Estados del Rajastán ala órbita del Pakistán, Menon anunció almaharajá de Jodhpur que Mountbattendeseaba verle urgentemente.

Al llegar al palacio, Menon dejó alpríncipe en una antecámara y seprecipitó por los pasillos en busca delvirrey, que ignoraba por completo estavisita. Acabó encontrándole en el cuartode baño y le imploró que fuera asermonear al recalcitrante soberano.Mountbatten logró convencer al jovenpríncipe de que cometería una locura

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arrojando su reino hindú en las manosde Jinnah. Si renunciaba a este proyecto,le prometía obtener la indulgencia dePatel para sus pasadas excentricidades.

No bien había emprendido de nuevoel virrey el camino hacia sus aposentos,cuando el príncipe encañonó con unrevólver al pobre y aterrorizado Menony exclamó: «No me someteré a susamenazas». Alertado por su destempladavoz, Mountbatten volvió sobre suspasos, desarmó al impetuoso soberano yconfiscó la pistola. Tres días más tarde,el maharajá estampó su rúbrica al piedel Acta de Adhesión. Luego, dominadopor un súbito deseo de borrar este cruel

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momento, decidió enterrar su pasadodando una fiesta cuyo invitado de honorsería Menon. Durante todo el día,atiborró de whisky y champaña al sobrioy vegetariano funcionario, después de locual hizo servir un suntuoso banquetecon asados, caza, orquesta y bailarinas.La velada fue una pesadilla para elpobre Menon. Sin embargo, todavíafaltaba lo peor.

Arrojando su turbante al suelo en unataque de etilismo, el maharajá despidióa músicos y bailarinas y anunció que ibaa llevar a Menon a Nueva Delhi en suavión personal. Despegó como un cohetey sometió a su pasajero, muy castigado

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ya por el alcohol y los manjares, a lasmás terribles acrobacias, antes dedejarle en buen puerto. Con el rostroverdoso y vomitando, Menon setambaleaba al salir del avión, pero sustemblorosos dedos sostenían eldocumento que hacía caer una manzanamás en el cesto de Patel.

Pese a las tergiversaciones de unúltimo grupo de irreductibles, el virreyiba a poder hacer honor a su contratocon Vallabhbhai Patel antes del 15 deagosto. El cesto que iba a ofrecerle conmotivo de la independencia de la Indiarebosaba de manzanas. Aparte cincopríncipes —cuyos territorios debían

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quedar en el interior del Pakistándespués de la partición y que, por tanto,se unieron a Jinnah—, Mountbattenhabía obtenido la adhesión de casi todoslos demás de la nueva India. No habíamás que tres excepciones, pero eran deenvergadura.

Instigado por una caterva defanáticos musulmanes enloquecidos antela idea de perder sus privilegios en unaIndia hindú, el soberano del Estado másextenso y poblado de la península habíarechazado todas las exhortaciones deMountbatten. Rehusando someterse a lahegemonía de la nueva India, el nizamde Hyderabad intentó desesperadamente

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obtener de Gran Bretaña elreconocimiento de la condición dedominio independiente. Desde supalacio —abarrotado de joyas, depiedras preciosas y de fajos de billetesde Banco envueltos en periódicos viejos—, el monarca no había dejado de gemirque se veía «abandonado por su másantiguo aliado» y deplorar que quedaranrotos «los lazos de prolongadadevoción» que le unían al rey-emperador.

Cachemira rehusaba tambiénsometerse. En cuanto al tercer príncipe,las razones que le habían inducido amantenerse inflexible eran de orden muy

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distinto. Convencido por un agente deJinnah de que el primer acto de la Indiaindependiente sería envenenar a susamados perros, el nabab de Junagadhhabía decidido proclamar la unión alPakistán de su pequeño reino, situado,no obstante, en pleno territorio indio.

—Señores, les presento al inspectorSavage, de la Brigada de InvestigaciónCriminal del Penjab —anuncióMountbatten a los dirigentes musulmanesque había retenido en su despacho aquel5 de agosto—. Creo que les interesarálo que tiene que decirles.

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Jinnah y su brazo derecho, LiaquatAli Khan, parecieron tanto más atentoscuanto que la organización a quepertenecía el policía británico teníafama de ser el mejor servicio deinformación existente en la India.

Savage carraspeó nerviosamente yempezó a hablar. La información que sedisponía a revelar había sido obtenidamerced a una serie de interrogatorios decriminales detenidos en el Penjab.Estaba considerada tan confidencial, quese le había rogado que se la aprendierade memoria antes de su salida deLahore.

Un grupo de extremistas sikhs —

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reveló Savage— acababa de asociarsecon la organización más nacionalista dela India: los fanáticos hindúes delRashtriya Swayam Sewak Sangh (elfamoso R.S.S.S.). A su frente seencontraba Tara Singh, el maestro deescuela maternal que, en el mes de junio,había llamado a sus partidarios asumergir al país en un baño de sangre.Ambos grupos habían convenido aunarsus energías y recursos para llevar acabo dos acciones terroristas.

Aprovechando su instrucción military su experiencia con explosivos, lossikhs debían volar los trenes especialesque transportaban de la India al Pakistán

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el personal y la parte de la herenciamaterial destinados al nuevo Estado.Tara Singh había instalado ya un puestode transmisiones y un operador paracomunicar la salida y el itinerario deotros convoyes a las bandas armadasencargadas de atacarlos y destruirlos.

La responsabilidad de la segundaoperación había sido confiada a laR.S.S.S., cuyos miembros hindúes,contrariamente a los sikhs, podíanhacerse pasar fácilmente pormusulmanes. La organización seproponía infiltrar en la ciudad deKarachi a los militantes más violentos.Se ignoraba su número, pero cada uno

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de ellos había recibido una granada«Mills» británica. Como estos hombresno se conocían entre sí, la realización dedetenciones aisladas no podríacomprometer el conjunto de laoperación.

El 14 de agosto, estos asesinosdebían situarse a lo largo del itinerarioque habría de seguir el cortejo queconduciría a Mohammed Ali Jinnahdesde la Asamblea Nacional hasta suresidencia oficial, a través de las callesen fiesta. Así como un joven fanáticoservio había sumido a Europa en loshorrores de la Primera Guerra Mundial,bastaba uno solo de estos terroristas

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para asesinar al Pakistán en la personade su fundador, a la sazón en la cúspidede su gloria, arrojando una granadacontra su automóvil descubierto. ElR.S.S.S. esperaba que el furorprovocado por este asesinato seextendiera por todo el subcontinenteindio, desencadenando una salvajeguerra civil de la que los hindúes —másnumerosos— saldrían fatalmentevencedores.

Al oír estas palabras, Jinnah se pusoblanco como el papel. Liaquat Ali Khanurgió a Mountbatten que mandaradetener inmediatamente a todos losdirigentes sikhs. El virrey vacilaba.

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También esto corría el riesgo dedesencadenar la guerra civil deseadapor el R.S.S.S.

Volviéndose hacia el inspector dePolicía, preguntó:

—Supongamos que ordeno algobernador del Penjab que proceda apracticar esas detenciones, ¿quéocurriría?

Ante esta perspectiva, Savage pensóprosaicamente: «¡Bueno, yo me cagaríaen los pantalones!» Sabía que los jefessikhs vivían en el refugio de su Templode Oro de Amritsar, cuyos sótanosestaban repletos de armas. Ningúnpolicía sikh o hindú aceptaría ir a

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desalojarlos de allí, y era inconcebiblela intervención de policías musulmanes.

—Lamento tener que decirlo, perono quedan suficientes elementos lealesen la Policía del Penjab para realizaruna acción de esa naturaleza —respondió—. Me repugna insistir, perono veo ningún modo de cumplir talorden.

Tras profunda reflexión,Mountbatten anunció que iba a pedir suopinión a Sir Evan Jenkins, gobernadordel Penjab, y a los dos responsablesencargados de gobernar, después de laindependencia, las partes pakistaní eindia de la provincia.

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Al oír esta decisión, Liaquat AliKhan saltó literalmente de su sillón.

—¡Entonces, lo que usted quiere esque asesinen al señor Jinnah! —exclamóindignado.

—Si es así como ve usted las cosas—replicó secamente el virrey—, sepaque yo subiré al mismo coche que él yque, si él ha de morir, yo morirétambién. Pero, aunque esto fueseposible, no tengo intención de hacerencarcelar a los jefes de seis millonesde sikhs sin la conformidad de estos tresgobernadores.

Aquella misma noche el inspectorSavage regresó a Lahore, portador de

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una carta para el gobernador Jenkins quetuvo buen cuidado de ocultar en sucalzón. Cuando leyó el mensaje, lapersona que conocía el Penjab mejorque nadie se encogió de hombros enseñal de impotencia.

—No podemos hacer nada paraimpedirles actuar —suspiró, tristemente,Sir Evan Jenkins.

Cinco días después, durante la nochedel 11 al 12 de agosto, los comandossikhs de Tara Singh ejecutaron laprimera parte del plan preparado por laR.S.S.S. Dos cargas de gelignitacolocadas en la vía férrea hicieronsaltar el tren especial del Pakistán, a

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nueve kilómetros de la estación deGiddarbaha, en el distrito deFerozepore, en el Penjab.

El jurista británico que hastaentonces no había puesto jamás los piesen la India, acababa de comenzar sulabor de vivisección. Encerrado en lavilla de persianas verdes que el virreyhabía puesto a su disposición en losterrenos de palacio, asfixiándose bajo eloprimente calor de Nueva Delhi, SirCyril Radcliffe trazaba sobre su mapade Estado Mayor del Royal Engineerslas fronteras que separarían a ochenta y

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ocho millones de indios.El plazo que le habían impuesto

todas las partes le condenaba a cumplirsu misión en la soledad de esta casa.Privado de todo contacto con lasgrandes entidades vivas que se disponíaa diseccionar, sólo podía prever lasconsecuencias de sus golpes de bisturísobre aquellas tierras hormigueantes devida, remitiéndose a datos abstractos,mapas, estadísticas e informes.

Todos los días cortaba un sistema deirrigación implantado en el suelo delPenjab como venas en la piel de unhombre, sin poder calibrar sobre elterreno las repercusiones de su trazado.

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Sabía que en el Penjab el agua era lavida, y que quien controlaba el aguacontrolaba la vida. Sin embargo, eraincapaz de seguir el curso de su lápizsobre la red de canalizaciones, depresas, de pantanos. Mutilaba arrozalesy campos de té sin haberlos visto jamás.No había podido visitar ni una sola delas centenares de aldeas a través de lascuales iba a pasar su frontera, sinhacerse una idea de los dramas queoriginaría para pobres campesinossúbitamente privados de sus campos, desus pozos, de sus caminos. Nuncatendría la posibilidad de ver las cosassobre el terreno y atenuar ninguna de las

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tragedias humanas que provocarían susdecisiones. Habría comunidades quequedarían amputadas de sus culturas;fábricas, de sus fuentes deaprovisionamiento; centrales eléctricas,de sus líneas de distribución. Todo ello,a causa de la demencial necesidad enque se encontraba de cortar diariamentedecenas de kilómetros de un país cuyaeconomía, agricultura y, sobre todo,población, le eran casi por completodesconocidas.

El mismo material de que disponíaera con frecuencia lastimoso. Carecía demapas a gran escala, y las informacionessuministradas sobre los otros resultaban

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a veces erróneas. Así advirtió que loscinco ríos del Penjab tenían una curiosatendencia a discurrir en ocasiones avarios kilómetros del cauce que leshabían asignado los servicioshidrográficos oficiales. Las estadísticasdemográficas que debían constituir sureferencia básica eran inexactas yperpetuamente falsificadas por laspartes interesadas, para apoyar susantagónicas pretensiones.

De las dos provincias, Bengala fuela que menos complicaciones le planteó.Radcliffe sólo vaciló sobre la suerte deCalcuta. La reclamación de la ciudadpor parte de Jinnah le parecía

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justificada: permitiría una salida naturaldel yute hacia las fábricas detransformación y el puerto deexportación. Pero la gran mayoría hindúde su población representaba en suopinión un factor más importante que lasconsideraciones económicas. Una vezestablecido este principio, el resto erarelativamente sencillo. Sin embargo, sufrontera era «sólo un trazo de lápizsobre un mapa», con todo lo que ellosuponía de arbitrario. En la inextricablemaraña de marismas y llanurassemiinundadas de Bengala, no existíaninguna barrera geológica que pudieraservir de línea de demarcación natural.

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Por el contrario, el reparto delPenjab era empresa sumamentedelicada. Las poblaciones musulmanas ehindúes que habitaban Lahore enproporción casi igual, reivindicaban laciudad con la misma pasión. Para lossikhs, Amritsar y su Templo de Oro sólopodían pertenecer a la India; pero suciudad estaba rodeada de zonaspobladas por musulmanes. En realidad,toda la provincia era un mosaico decomunidades dispares, imbricadas entresí. Si intentaba delimitar una fronteraque respetase la integridad de estascomunidades, Radcliffe corría el riesgode crear una miríada de minúsculos

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enclaves, el acceso a los cualesresultaría incierto; por el contrario, si seesforzaba en inspirarse en imperativosgeográficos e imponer una frontera máspráctica, habría de cortar por lo sano.

El jurista inglés recordaría siempreel tórrido calor de estas semanas deverano, una humedad cruel, sofocante,aniquiladora. Tres habitaciones de suresidencia estaban atestadas de mapas,de documentos, de informesmecanografiados en centenares deimpalpables hojas de papel de arroz.Cuando trabajaba, en mangas de camisa,las hojas se le pegaban a los húmedosbrazos, dejándole pequeños y extraños

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estigmas sobre la piel: la huella de unascuantas palabras que significaban quizálas esperanzas o las desesperadassúplicas de centenares de miles de sereshumanos. Suspendido del techo, unventilador agitaba el caldeado aire. Aveces, impulsadas por alguna misteriosadescarga eléctrica, las aspasenloquecían y llenaban la villa deviolentas ráfagas de aire caliente. Lashojas se arremolinaban entonces entorbellinos por la habitación, tempestadsimbólica que presagiaba el tristedestino que esperaba a las infortunadasaldeas del Penjab.

Radcliffe comprendió que seguiría

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un baño de sangre a la promulgación desu plan de reparto. Sabía que un vientode demencia comenzaba a soplar sobreciertas aldeas, las mismas que él sedisponía a dividir. Tras siglos deapacible vida en común, hindúes ymusulmanes se lanzaban unos contraotros en un frenesí de muerte ydestrucción.

Aparte de estas informaciones, notenía prácticamente ningún contacto conel exterior. En cuanto se aventuraba enuna recepción o una cena, se veíainmediatamente rodeado por unamultitud de personas que le asaltabancon sus peticiones. Su única distracción

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era un corto paseo. Todas las tardes,caminaba a lo largo del terraplén en elque, en 1857, los ingleses habíanreunido sus fuerzas para aplastar lassublevaciones de Delhi.

Hacia medianoche, deshecho defatiga, salía a dar una vuelta bajo loseucaliptos de su jardín. El jovenfuncionario que le servía de ayudante leacompañaba de vez en cuando.Prisionero de sus angustias, Radcliffesolía recorrer en silencio el jardín. Aveces, los dos hombres conversaban.Pero el sentido de las convenienciasimpedía que Radcliffe comunicara anadie sus preocupaciones, y su joven

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ayudante era demasiado discreto paraformular la menor pregunta. Entonces,estos dos antiguos alumnos de Oxfordhablaban de Oxford en la cálida nocheindia.

Lentamente, en pequeños trazos,tomando primero las decisiones másfáciles, Radcliffe dibujó su frontera. Unpensamiento le obsesionaba sin cesar:«Realizo este terrible trabajo lo másrápidamente y lo mejor que puedo —sedecía—, pero todo esto no servirá paranada. Haga lo que haga, cuando hayaterminado se matarán unos a otros».

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En el Penjab había empezado ya latragedia. Habían dejado de ser seguraslas carreteras y las vías férreas de laprovincia mejor administrada de laIndia. Hordas de sikhs merodeaban porlos campos, lanzándose sobre lasaglomeraciones y los barriosmusulmanes. Era tan violenta la ola deasesinatos y saqueos que se abatió sobreLahore, que un inspector de Policíabritánico tuvo «la impresión de que laciudad entera estaba a punto desuicidarse». La Oficina Central deCorreos estaba inundada de millares de

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tarjetas postales dirigidas a hindúes ysikhs. Mostraban cadáveres de hombresmutilados, de mujeres violadas ydegolladas. Al dorso, la misivaanunciaba: «Ésta es la suerte de nuestroshermanos y nuestras hermanas cuandocaen en manos de los musulmanes. ¡Huidantes de que esos salvajes os hagan lomismo a vosotros!» Esta guerrapsicológica era obra de la Ligamusulmana, que trataba de sembrar elpánico entre los hindúes y los sikhs.

En los barrios residenciales —cuyoshabitantes se sentían antaño tanorgullosos de su tolerancia— aparecióen las paredes de las casas de los

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musulmanes la media luna verde delIslam, con la esperanza de que estesigno les protegería de los saqueadorescorreligionarios. En la puerta de suhogar de Lawrence Road, un hombre denegocios, perteneciente a la pequeñacomunidad de los parsis, que evitaba elfrenesí religioso, inscribió un mensajeque constituía una especie de epitafio aldesvanecido sueño de Lahore. «Losmusulmanes, los sikhs y los hindúes sontodos hermanos —decía—. Pero, oh,hermanos míos, esta casa pertenece a unparsi».

Al multiplicarse las defeccionesentre los policías indígenas, la

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responsabilidad de contener esta ola deviolencia recayó en un pequeño puñadode inspectores británicos. «No habíatiempo de conmoverse —cuenta PatrickFarmer, que en quince años de servicioen el Penjab no había hecho más que unsolo disparo—. Aprendía uno a utilizarprimero la metralleta, y a preguntardespués».

Otro inspector, Bill Rich, recuerda,sus patrullas nocturnas en jeep a travésde los desiertos bazares de la ciudadvieja iluminados por los incendios,mientras llegaba desde los tejados elpenetrante aviso de los vigíasmusulmanes, gritando de calleja en

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calleja: «¡Cuidado, cuidado,cuidado…!»

Dedicados en cuerpo y alma a laIndia; orgullosos de servir en la Policía,y convencidos, pese a todo, de su aptitudpara mantener el orden en el Penjab,estos hombres sufrían doloridamente eldrama que inflamaba su provincia.Acusaban a los instigadores, a los sikhs,a la Liga musulmana. Mas, por encimade todo, culpaban al «arrogantealmirante» que residía en su palacio deNueva Delhi y a «su odiosa prisa porponer fin al reinado de la Gran Bretañaen la India».

La propia Naturaleza parecía aliarse

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contra ellos. Días tras día escrutaban elcielo en busca de las nubes de unmonzón que se negaba a llegar. Sólo sustorrenciales trombas hubieran podidoapagar los incendios, y sus tornados deaire fresco, disipar el horno queenloquecía a aquellos hombres. Elmonzón había sido siempre el arma máseficaz para sofocar un disturbio, peroera un arma sobre la que los policías notenían ningún control.

La situación todavía era peor enAmritsar. Se mataba en las callejuelasde los bazares con la misma naturalidadcon que se escupía en ellas. Los hindúeshabían ideado una táctica

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particularmente cruel. Vestidos demusulmanes, se acercaban a verdaderosmusulmanes y les arrojaban a los ojosácido nítrico o sulfúrico. Losincendiarios lanzaban antorchas a lascasas y tiendas.

Finalmente, fueron llamadas tropasbritánicas como refuerzos, y se decretóun toque de queda de cuarenta y ochohoras. Pero estas medidas no aliviaronen absoluto la situación. Como últimorecurso, Rule Dean, el jefe de la Policía,utilizó una estratagema que nomencionaba ningún manual demantenimiento del orden. Una día,después de una explosión de violencia

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particularmente salvaje, envió a labanda de música de la Policía a la plazamayor. Allí, en el corazón de una ciudada punto de naufragar en el fuego y lasangre, desgañitándose para cubrir elcrepitar de los incendios, los músicosde la Policía interpretaron fragmentos deGilbert y Sullivan, una opereta popularcuyas melodías constituían la últimaesperanza de hacer volver a la razón auna ciudad en plena locura.

Para mantener el orden en el Penjabdespués del 15 de agosto, Mountbattendecidió crear una fuerza especial de

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cincuenta mil hombres. Sus miembrosprocederían de unidades del antiguoEjército de la India, como los gurkas, aquienes su disciplina y sus orígenesnepaleses ponían a cubierto de laspasiones raciales y religiosas. Llamado«Punjab Boundary Force», este pequeñoejército fue puesto bajo el mando delgeneral inglés T. W. Pete Rees. Susefectivos representaban el doble de losque el gobernador de la provincia habíaconsiderado necesarios en caso departición. Sin embargo, cuando estallasela tormenta, esta fuerza sería arrastradacomo una brizna de paja.

La verdad era que nadie —ni Nehru,

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ni Jinnah, ni el eminente gobernante delPenjab, Sir Evan Jenkins, ni el propioMountbatten— preveía entonces laamplitud del desastre que se preparaba.Esta ceguera desorientaría a loshistoriadores y suscitaría numerososcríticas hacia el último virrey de laIndia.

Hombres tolerantes, carentes defanatismo religioso, Nehru y Jinnahcometieron el grave error de subestimarel grado de frenesí al que las pasionesreligiosas podían empujar a las masasindias. Creían que sus pueblosreaccionarían con la lógica y latolerancia de que ellos mismos daban

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pruebas. Ambos pensaban sinceramenteen que la partición no provocaríapruebas de fuerza. Se engañaban.Llevados por la euforia de su próximaindependencia, confundían sus deseos yla realidad. Y habían hecho compartir suconvicción a Mountbatten.

El único dirigente indio que previóla tragedia fue Gandhi. Se sumergía detal modo en las masas, compartiendo suvida cotidiana y sus sufrimientos, quehabía adquirido la facultad casi mágicade captar hasta sus más mínimoscambios de humor. Sus íntimos gustabande compararle con el profeta de unaantigua leyenda hindú sentado junto a

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una hoguera en una glacial noche deinvierno y que, de pronto, empieza atiritar. «Mira afuera —decía el profeta asu discípulo—. En alguna parte, en laoscuridad, hay un pobre hombre a puntode morir de frío». El discípulo mirabaen la noche y descubría, en efecto, lapresencia de un desgraciado. Tal era —afirmaban sus allegados— el género deintuición que el Mahatma tenía del almaindia.

Una musulmana le reprochó un díasu hostilidad a la partición.

—Si dos hermanos que viven bajo elmismo techo quisieran separarse y viviren casas diferentes, ¿os opondríais a

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ello? —preguntó.—¡Ah! —suspiró Gandhi—, Si al

menos pudiéramos separarnos comohermanos… Por desgracia, no será así.Vamos a desgarrarnos mutuamente en lasentrañas mismas de la madre que noslleva.

La verdadera pesadilla del virrey,en aquellos últimos días en queencarnaba aún el poder imperial deInglaterra en la India, no era el Penjab.En la fétida y hormigueante maraña desus barrios de chabolas y de susbazares, ninguna Policía, por numerosa

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que fuese, podría mantener el orden. Detodos modos, la creación de su ejércitopara el Penjab había absorbido casitodas las unidades locales consideradastodavía seguras.

«Si hubieran tenido que estallardisturbios en Calcuta —diría un díaMountbatten—, los torrentes de sangreque hubiesen hecho correr habrían hechoque, en comparación, todo lo quepudiera suceder en el Penjab parecieseun lecho de rosas».

Necesitaba encontrar otro mediopara mantener la calma en la ciudad. Elque eligió descansaba en un envitedesesperado, pero el mal era tan grande

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en Calcuta, y los remedios tan limitados,que sólo un milagro podía salvar lasituación. Para contener el frenesí de laciudad más fanatizada del mundo,decidió recurrir a su «pobregorrioncillo»: el Mahatma Gandhi.

Le expuso su proyecto a finales dejulio. Con su ejército del Penjab podíasostener esta provincia —explicó—,pero sí se producían disturbios enCalcuta, «estamos perdidos. No podréhacer nada. Hay allí una Brigada, perono le enviaré refuerzos. Si Calcuta seincendia… bien, Calcuta arderá».

—Ése es el resultado de susconcesiones y de las del Congreso a

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Jinnah —replicó Gandhi.Quizá, reconoció Mountbatten. Pero

ni Gandhi ni nadie habían sido capacesde proponer otra solución. Sin embargo,había algo que Gandhi podía hacerahora. Su personalidad y su ideal de noviolencia podían hacer reinar en Calcutala paz que las tropas se veían impotentespara imponer. Él, Gandhi, sería el únicorefuerzo que enviaría a su acorraladaBrigada.

—Vaya a Calcuta; usted sólo seráallí mi ejército.

El anciano no tenía ninguna intención

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de ir a Calcuta. Había decidido pasar eldía de la independencia rezando,hilando su rueca y ayudando en mediode la aterrorizada minoría hindú en eldistrito de Noakhali, en el sur deBengala, por cuya seguridad habíaofrecido su vida durante superegrinación de penitencia del AñoNuevo. Sin embargo, Mountbatten nosería el único que suplicara a Gandhique fuera a salvar la paz en losefervescentes barrios de chabolas deCalcuta.

No tardó en elevarse otra voz. Yésta era del último hombre que sehubiera podido esperar que estuviera al

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lado de Gandhi. En efecto, el dirigentemusulmán Sayyid Suhrawardyrepresentaba la antítesis absoluta detodos los valores que defendía elMahatma.

Este hombre adiposo, de cuarenta ysiete años, era desde hacía años el jefede los musulmanes de Calcuta. Era eltipo clásico del político corrompido yvenal que Gandhi denunciaba. Sufilosofía política era sencilla: una vezelegido, no existía razón alguna para queun hombre abandonara jamás su función.Así, Suhrawardy había asegurado supresencia continua en el poderutilizando los fondos públicos para

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mantener una mafia de activistasencargados de reducir al silencio, apalos o cuchilladas, a sus adversariospolíticos.

Durante el hambre que devastóBengala en 1943, había interceptado yvendido en el mercado negro decenas detoneladas de alimentos destinados a suscompatriotas. Vestía trajes de sedahechos a medida y llevaba zapatos decocodrilo bicolor. Sus negros cabellos(cuidados todas las mañanas por supeluquero personal) relucían debrillantina. Mientras que Gandhi luchabadesde hacía cuarenta años por extirparde su ser los últimos vestigios de deseo

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sexual, Suhrawardy hacía cuestión dehonor seducir a todas las bailarinas decabaret y a todas las prostitutas de altosvuelos de Calcuta. Si Gandhi se permitíaa veces los benéficos efectos de un pocode bicarbonato en su agua, el vaso deSuhrawardy solía burbujear sólo dechampaña. Mientras los menús delMahatma se limitaban a unas cuantascucharadas de puré de lentejas, de soja yde yogur, los de Suhrawardy conteníangruesas lonchas de carne, toda unavariedad de especias y de exóticasreposterías, régimen que le habíaenvuelto en un colchón de grasa quecontrastaba con la delgadez de sus

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conciudadanos.Pero había algo más grave: sus

manos estaban manchadas de sangre. Aldeclarar día festivo la famosa jornadade acción directa organizada por Jinnah;al retener a la Policía; al alentarsecretamente a sus partidarios de la Ligamusulmana, Suhrawardy, a la sazónPrimer Ministro de Bengala, eraresponsable de las atroces matanzas queasolaron Calcuta en agosto de 1946.

El temor a represalias hindúes leincitaba ahora a pedir socorro a Gandhi.

Precipitándose al ashram deSodepur —donde el Mahatma hacíaescala antes de partir, a la mañana

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siguiente, para el distrito de Noakhali—le suplicó que no abandonase Calcuta.Sólo él —afirmaba— podía salvar a losmusulmanes que vivían en ella y aplacarel huracán de odio y de fuego queamenazaba la ciudad.

—Después de todo —alegó—, losmusulmanes tienen tanto derecho comolos hindúes a su protección. Siempre hadicho usted que pertenecía tanto a unoscomo a otros.

Una de las grandes fuerzas deGandhi había sido siempre el saberdistinguir el bien en un adversario.Percibió en el corazón de Suhrawardyuna angustia auténtica.

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Si aceptaba permanecer en Calcuta—respondió Gandhi—, solamentepodría ser con dos condiciones: Enprimer lugar, Suhrawardy deberíaobtener de los musulmanes del distritode Noakhali la garantía solemne de laseguridad de la población hindú. Si unsolo hindú resultara muerto allí, él,Gandhi, no tendría más opción queayunar hasta la muerte. Con esta sutiltransferencia de responsabilidad, elMahatma hacía a Suhrawardy garante desu propia existencia.

Cuando recibió la garantía pedida,Gandhi formuló su segunda exigencia.Propuso la alianza más incongruente que

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pudiera imaginarse. Su presencia enCalcuta estaba subordinada a la deldirigente musulmán: Suhrawardydebería instalarse junto a él, día ynoche, sin armas y sin protección, en elcorazón del poblado de chabolas mássórdido de la ciudad. Allí, los doshombres ofrecerían juntos su vida enprenda de la paz en Calcuta.

«Me he encontrado inmovilizadoaquí —escribió Gandhi después de queSuhrawardy hubo aceptado su trato—, yahora voy a correr grandes riesgos… Elfuturo nos reserva sorpresas. ¡Abrid losojos!»

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El calendario de Mountbatten apenassi tenía ya más hojas que una margarita.Estas últimas jornadas del Imperiobritánico de la India le parecían alvirrey —sobrecargado de trabajo— «lasmás fatigosas de todas». Cada día traía«nuevos problemas que resolver». Noeran los menores los que se referían a laorganización de las festividades queseñalarían la independencia. Losdirigentes del Congreso insistieron enque «hubiera gran fastuosidad», dentrode la grandiosa y antigua tradición delImperio. El austero rostro delsocialismo aparecería más tarde.

El Congreso ordenó para el 15 de

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agosto el cierre de los mataderos y laorganización de sesiones gratuitas decine en todo el país. La distribución, enlas escuelas, de bombones y de unamedalla conmemorativa. Pero nada erasencillo. En Lahore, una comunidadoficial anunció que «quedabansuprimidas las fiestas públicas a causade la turbulenta situación». Losdirigentes del movimiento extremista delos hindúes Mahasabha —encarnizadosadversarios de la partición—advirtieron a sus militantes que era«imposible alegrarse y participar en lascelebraciones del 15 de agosto». Por elcontrario, exhortaron a sus tropas a

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lanzar todas sus fuerzas en la lucha porla reunificación «de la patria mutilada».

Una disputa de protocolo suspendiómomentáneamente la preparación de lasceremonias previstas en el Pakistán parael 14 agosto: Jinnah exigía tenerprecedencia sobre el virrey antes,incluso, de la hora oficial de laindependencia. Otros contratiemposesperaban al dirigente musulmán. Secomprobó que estaba cojo uno de losseis caballos del tiro de la carroza queun juego de cara o cruz le habíaasignado. En su lugar, Mountbatten tuvoque ofrecerle un «Rolls-Royce»descubierto para su primer desfile

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solemne a través de las calles deKarachi. El propio Jinnah confeccionóla lista de los actos que debían celebrarel nacimiento del Pakistán. Se iniciarían—ordenó— con un almuerzo oficial ensu residencia el jueves, 13 de agosto. Unturbado silencio acogió la petición. Unode sus colaboradores recordaríaentonces, discretamente, al hombre queestaba a punto de convertirse en jefe dela primera nación islámica del mundo,que el jueves 13 de agosto caía en laúltima semana del Ramadán, época en laque todos los musulmanes piadosos delUniverso debían ayunar desde la salidahasta la puesta del Sol.

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Mientras el virrey y los jefes de losdos nuevos dominios regulaban estamultitud de detalles, tres siglos y mediode colonización británica en la Indiaterminaban en el vibrante entrechocar demillares de vasos y las melancólicaspromesas que inspiraban la ginebra y elwhisky de los cócteles de despedida. Deun extremo a otro de la India, una rondaininterrumpida de recepciones, de tés,de cenas, de galas, señaló el paso delImperio a la independencia.

Numerosos ingleses —en particularlos que ejercían las funcionescomerciales que antaño llevaron a sus

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antepasados a este país— continuaríanviviendo en la India. Mas para otrossesenta mil soldados, funcionarios,inspectores de Policía, ingenieros deferrocarriles, empleados detelecomunicaciones o guardabosques—había llegado el momento de regresar ala isla que siempre habían llamado «lacasa lejana». Para algunos, la transiciónsería brutal. De la noche a la mañana,trocarían un palacio de gobernador y suslegiones de criados por una casita decampo y una pensión de retiro, que lainflación devoraría rápidamente. Apesar del dicho según el cual la vistamás bella de la India era la que se

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divisaba desde la popa de un paquebotede la Peninsular and Oriental alalejarse de Bombay, millares deingleses, temiendo las restricciones deuna Inglaterra socialista, conservaban lanostalgia de sus bellos años indios. Laúltima imagen de la rada de Bombayseria para ellos la más triste de lasvisiones.

En centenares de villas se procedíaa embalar febrilmente los encajes y laplata; las pieles de tigres; los retratos detíos bigotudos, desaparecidos en el IXde lanceros de Bengala o en el VIRajput; los cascos de plumas; losmuebles pesados y tristes traídos de

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Inglaterra cuarenta años antes. Unpueblo, cuyo gran error en la India habíasido —según Winston Churchill— viviral margen, se despedía en una explosiónde cordialidad. Como si antes de sumarcha quisieran rendir homenaje alnuevo orden que les sucedía, losingleses abrieron de par en par a losindios las puertas de sus clubs ymansiones, permitiendo por primera vezque los saris, las túnicas sherwani y losvelos de khadi se codeasen con laantigua raza imperial. Unaextraordinaria atmósfera de simpatíareinaba en estas reuniones.Acontecimiento único: unos

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colonizadores dejaban a los que habíancolonizado con un verdadero fuego deartificio de buena voluntad y de amistad.

Chandri Chowk, el bazar de la ViejaDelhi, hervía de funcionarios inglesesllegados para cambiar su frigorífico, suradio e incluso su automóvil, por tapicesde Oriente, colmillos de elefante,objetos de oro o plata o pielesdisecadas de tigres y panteras paraaquellos que nunca habían podidomatarlos en las junglas de la península.

Este pueblo que se iba, dejaba trassí una fúnebre herencia: losmonumentos, las estatuas, loscementerios solitarios donde reposaban

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cerca de dos millones de ingleses en«esas tumbas errantes» de que hablaOscar Wilde, «al pie de los muros deDelhi» o «en las tierras afganas y junto alas arenas movedizas de las siete bocasdel Ganges».

La tierra en que dormían estostestigos del pasado no volvería a seringlesa, pero la protección de susdespojos quedaría encomendada parasiempre a Gran Bretaña. Considerandoque «era inimaginable que dejáramos anuestros muertos en manos extranjeras»,el virrey mandó situar la custodia deestas sepulturas bajo la autoridaddirecta del Gobierno británico. En

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Inglaterra, el arzobispo de Canterburyorganizó incluso una colecta para susostenimiento[27].

Se decidió trasladar al cementeriode la iglesia de Cawnpore la siniestrafosa en que los rebeldes indios de lagran sublevación de 1857 habíanarrojado los mutilados restos de 950hombres, mujeres y niños. Lainscripción que inflamaba esta matanzafue discretamente ocultada, a fin de noherir el amor propio indio.

Muchas despedidas antes de partirfueron acompañadas de escenastípicamente británicas. Al no querer quelos valerosos poneys —cuyo galope les

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había hecho ganar tantos partidos depolo— terminaran sus días entre lasvaras de una tonga, numerosos oficialesprefirieron matarlos de un pistoletazo.En la imposibilidad de encontrar unadigna hospitalidad para la trailla de cazaa caballo de la Escuela de EstadoMayor de Quetta, el coronel GeorgeNoel Smith hizo matar a sus cien perros.La tarea de dar muerte a «nuestrosqueridos y viejos compañeros, con losque habíamos celebrado tantascompeticiones deportivas fue —recuerda el coronel— una de las másdolorosas» de su carrera. En un consejodel virrey se planteó incluso el futuro

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del «Club Canino» en una Indiadividida.

Mountbatten dio órdenes formalespara que permanecieran todos losrecuerdos oficiales del Imperio. Losimpresionantes retratos de Clive, deHastings y de Wellesley, así como lasvigorosas estatuas de su bisabuelaVictoria. Todos los trofeos, la plata, lasbanderas, los uniformes, las chucherías;todos los testigos del reinado y de laspompas de la Inglaterra imperial, debíanser legados a la India y al Pakistán, queharían de ellos el uso que quisiesen.

Gran Bretaña deseaba —declaróLord Ismay— que «los dos nuevos

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Estados puedan recordar con orgullonuestros tres siglos de asociación con laIndia. Tal vez no quieran esosrecuerdos, pero eso les corresponderá aellos decirlo».

Las órdenes del virrey noimpidieron que desaparecieran algunostesoros de la dominación británica.Desesperados por tener que abandonarsus regimientos, hubo oficiales quellevaron hacia sus brumosasguarniciones insulares los trofeosdeportivos ganados en el polvo delDecán o del Penjab. En Bombay, dosinspectores de Aduanas fueron llamadosal despacho de su jefe, Victor Matthews,

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quien se disponía a regresar a Inglaterra.—Puede que estemos liquidando el

imperio —gruñó este último—, pero novamos a abandonar ese tesoro a losindios.

Señalaba un gran baúl metálicocolocado detrás de su mesa y cuya únicallave poseía él. John Ward Orr, uno desus dos subordinados, abrióceremoniosamente el baúl, esperandover aparecer alguna fabulosa esculturahindú o un Buda cubierto de joyas. Parasu estupefacción, comprobó que estaballeno de libros cuidadosamenteapilados. Este «tesoro» constituía unhomenaje supremo a las virtudes del

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espíritu burocrático. Era la coleccióncompleta de las obras pornográficas quelas Aduanas británicas habíanconfiscado desde hacía cincuenta años,juzgándolas demasiado escabrosas parael país cuyos templos estaban, sinembargo, adornados con las esculturasmás eróticas jamás labradas por la manodel hombre. John Ward Orr hojeó una delas obras, un álbum titulado Las treintaposturas del amor. Comprobó que lasprosaicas posturas que en él serepresentaban, no tenían más relacióncon los exquisitos refinamientos eróticosde los dioses hindúes representados enlos templos de Khajuraho, que la que

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podía tener una mujerona de café-concierto comparada con la gracia deuna primera bailarina de la Ópera.

Mattews tendió solemnemente lallave del baúl a William Witcher, el másantiguo de sus adjuntos. Ahora podíamarcharse tranquilo de la India, anunció:el mayor «tesoro» de las Aduanaspermanecería en manos inglesas[28].

Como siempre, estaba solo.Encerrado en su silencio, MohammedAli Jinnah se dirigía hacia una lápidasepulcral del cementerio musulmán deBombay. Había acudido para hacer algo

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que harían también en los próximos díasmillones de musulmanes. Antes de partirpara su tierra prometida del Pakistán,Jinnah depositó un último ramo de floressobre la tumba que dejaba para siempretras de sí. Jinnah era un hombre notable,aunque, probablemente, nada en su vidahabía sido más notable o, en todo caso,más insólito, que el profundo yapasionado amor que había profesado asu mujer. Su amor y su matrimoniohabían desafiado casi todas las reglas dela sociedad india de su época. Enrealidad, Ruttie Jinnah no hubieradebido ser enterrada en este cementerioislámico. La esposa del mesías

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musulmán de la India no había nacido enla religión de Mahoma: era una parsi,miembro de la secta que descendía delos zoroastrianos adoradores del fuegode la Persia antigua y que depositabanlos cuerpos de sus muertos en lo alto detorres para que fuesen devorados por losbuitres.

A los cuarenta y un años, duranteuñas vacaciones en Darjeeling, y cuandoparecía destinado al celibato, Jinnah sehabía enamorado locamente de Ruttie, lahija de uno de sus amigos. Teníaveinticuatro años menos que supretendiente y quedó literalmentefascinada por él[29]. Enloquecido de

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cólera, el padre de la muchacha obtuvouna sentencia de un tribunal que prohibíaa su ex amigo volver a ver a lamuchacha; pero el día en que cumpliólos dieciocho años, llevando en brazossu perrito por todo equipaje, laenamorada Ruttie huyó del hogar de sumillonario padre y se casó con Jinnah.

Su matrimonio duró diez años. Muybella, la seducción de Ruttie Jinnahllegó a ser legendaria en Bombay,ciudad ya famosa por el esplendor desus mujeres. Gustaba de envolver susilueta en saris diáfanos, o exhibirse envestidos que se amoldaban a su cuerpo yque escandalizaban a la buena sociedad.

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Era a la vez una mundana y una ardientenacionalista india.

Pero la diferencia de edad y decarácter tenía que provocar inevitablescrisis. Con frecuencia, la exuberancia dela joven puso a su marido en situacionesembarazosas y comprometió su carrerapolítica. Pese a su pasión, el austeroJinnah encontró cada vez más difícilentenderse con su inconstante y ávidaesposa. Su sueño se derrumbó una tardede 1928, cuando la mujer que amaba,pero a la que no había logradocomprender, lo abandonó. Un año mástarde, en febrero de 1929, ella moríavíctima de una dosis excesiva de

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morfina, que utilizaba para calmar losdolores del mal incurable que padecía.Jinnah, herido ya por la humillaciónpública de su marcha, quedó abrumadode pesar. Al arrojar el primer puñado detierra en la tumba sobre la que ahoradepositaba sus flores, lloró como unniño. Fue la última manifestaciónpública de la emotividad de Jinnah. Apartir de ese día, consagró su vida aldespertar de los musulmanes indios.

El monóculo era el único accesoriod e gentleman británico que habíaconservado Jinnah. Había renunciado a

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sus ricos trajes y a sus elegantes zapatosde cuero negro y blanco. Mohammed AliJinnah volaba hacia Karachi, su capital,vestido como raras veces lo habíaestado desde que, cincuenta años antes,saliera de este puerto para ir a estudiarDerecho en Londres. Llevaba una largay estrecha guerrera sherwani, abrochadahasta la barbilla, y churidar, pantalonesajustados hasta los tobillos.

Su joven ayudante de campo, elteniente de navío Sayyid Ahsan —hastaentonces ayudante de campo favorito delvirrey, que le había asignadopersonalmente, por sus excepcionalescualidades, para velar por el nuevo

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gobernador general del Pakistán—,acompañó a Jinnah hasta la escalerilladel plateado «DC 3» prestado porMountbatten. Antes de penetrar en elavión, el dirigente musulmán se volviópara abrazar con la mirada la capital enque había librado su combate por unEstado islámico. «Supongo —dijo—que es la última vez que contemploNueva Delhi».

Su casa del número 10 de AurangzebRoad había sido vendida. Durante añoshabía organizado en ella la lucha,sentado sobre un gigantesco mapa de laIndia en plata, en el que estaban trazadaslas fronteras de su «sueño imposible».

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Por una ironía del destino, su nuevopropietario era un rico industrial hindúllamado Seth Dalmia. Dentro de unashoras, allí donde había ondeado elestandarte verdiblanco de la Ligamusulmana, haría flamear «la banderasagrada de la vaca», emblema de otraLiga: la de la Prohibición del Sacrificiode Vacas, cuyo cuartel general sería, enlo sucesivo, la ex residencia de Jinnah.

Agotado por el esfuerzo que le habíaexigido subir los pocos peldaños queconducían a su avión, Jinnah sedesplomó en su asiento, jadeando.Permaneció impasible, con la miradainmóvil, mientras el piloto ponía en

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marcha los motores y conducía elaparato hacia la pista. En el instante enque el «DC 3» despegó, el joven SayyidAhsan le oyó murmurar, como para símismo: «Se ha vuelto una página».

Todo el tiempo que duró el vuelo lodedicó a saciar su pasión por la lecturade periódicos. Los cogía uno a uno delmontón situado a su izquierda, los leía,los volvía a doblar cuidadosamente ylos depositaba en el asiento, a suderecha. Ningún rastro de emoción setraslució en su rostro al leer losentusiásticos reportajes consagrados asu triunfo. No pronunció una solapalabra en todo el viaje, no delató el

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menor sentimiento, no dejó escapar lamás mínima indicación sobre lo quepodía sentir en el momento en que susueño se convertía en realidad. Cuandoel avión llegó a las proximidades deKarachi, su ayudante de campo, SayyidAhsan, descubrió súbitamente, bajo lasalas del aparato, «el inmenso desiertopor el que avanzaba un blanco mar degentes». El reflejo del sol realzaba lablancura de los vestidos. Fátima, lahermana de Jinnah, le cogió la mano conexcitación.

—¡Jinn, Jinn, mira! —exclamó.Jinnah volvió la cabeza hacia la

ventanilla. Su rostro se mantuvo

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imperturbable.—Sí —murmuró entre dientes—,

hay mucha gente.El dirigente musulmán estaba tan

extenuado por el viaje que al detenerseel «DC 3» ni siquiera tenía fuerzas paralevantarse de su asiento. Sayyid Ahsanle ofreció su ayuda, pero Jinnah lerechazó. El Quaid i-Azam no haría suentrada en su capital apoyado en elbrazo de otro hombre. Haciendo acopiode sus últimas fuerzas, se incorporó paradescender la pasarela y abrirse caminohacia su automóvil a través de lajubilosa multitud.

El mar humano que habían visto

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desde el avión se desplegaba a todo lolargo del recorrido hasta el centro de laciudad. De millares de corazonesbrotaban vivas ininterrumpidos,Pakistan Zindabad¡ y Jinnah Zindabad¡

Sin embargo, atravesaron un barrioen el que la multitud se manteníasilenciosa. «Un barrio hindú —observóJinnah—. Después de todo, no tienenmuchos motivos para alegrarse». Con lamisma impasibilidad de que había dadopruebas durante todo el trayecto desdeNueva Delhi, Jinnah pasó ante la casa dedos pisos de greda amarilla en quenaciera el día de Navidad de 1876.

Sólo al subir lentamente la

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escalinata del antiguo palacio de losgobernadores británicos, se relajó suimpenetrable máscara. Aquel alargadoedificio iba a ser su residencia oficial.Deteniéndose en lo alto de la escalerapara recuperar el aliento, se volvióhacia su joven ayudante de campo. Porunos instantes, algo parecido a unasonrisa iluminó su rostro.

—¿Sabe usted? —le confió—. Nocreía que pudiera llegar a ver elPakistán.

Antes de que pasaran 36 horas iba atener fin la epopeya de Gran Bretaña en

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la India. De las entrañas de la Indiainglesa iban a nacer dos países queserían, respectivamente, la segunda y laquinta naciones del Globo. La aventuraterminaba mucho antes de lo que nadiehabía previsto, incluido el propio virreycuando, cinco meses antes, su avióndespegó de las brumas del aeródromode Northolt para poner rumbo haciaOriente.

Sin embargo, una preocupaciónobsesionaba a Mountbatten. Él queríaque la desaparición del Imperio seefectuara en una apoteosis de gloria, unaexplosión de simpatía y de amistad queprefigurasen los excepcionales lazos que

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debían persistir entre Inglaterra y lasantiguas joyas de su Imperio.

Pero esta atmósfera podíadegradarse en cualquier momento.Bastaba con hacer público el resultadodel trabajo de Sir Ciryl Radcliffe.Consciente de que las dos partes iban aimpugnar con violencia el arbitraje deljurista inglés, Mountbatten habíaordenado que sus conclusionespermanecieran secretas hasta el 16 deagosto. Sabía que su decisiónrepresentaba un grave riesgo. La India yel Pakistán nacerían sin que losdirigentes de ninguno de los Estadosconociesen los componentes

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fundamentales de su país, el número desus ciudadanos y los límites de suterritorio. Millares de personas, encentenares de pueblos del Penjab y deBengala, estaban condenados a pasar lajornada del 15 de agosto en el miedo yla incertidumbre. ¿Cómo celebrar unaindependencia que se ignoraba si iba aser fuente de felicidad o de tragedia?

Mas, para centenares de millones depersonas, aquél sería un día de euforia.«Dejemos a los indios saborear su díade la Independencia —se decía el virrey—; ya tendrán tiempo de sobra paradescubrir el reverso de la medalla».

He decidido —telegrafió a Londres

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— actuar de manera que los dirigentesindios no puedan conocer el trazado delas fronteras antes del 15 de agosto.Todos nuestros esfuerzos y nuestrasesperanzas de establecer buenasrelaciones entre Inglaterra, la India yel Pakistán el día de la Independencia,correrían el riesgo de verse frustradossi actuásemos de otro modo.

El informe de Sir Ciryl Radcliffellegó al palacio del virrey la mañana del13 de agosto. Mountbatten mandóguardar los dos sobres amarillosdestinados a Jinnah y a Nehru en elcofrecito de cuero verde de susdespachos oficiales. Durante las 72

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horas siguientes, mientras la Indiadanzaba y cantaba, las nuevas fronterastrazadas por el jurista ingléspermanecían en el cofrecito como losmalos espíritus encerrados en la caja dePandora, esperando sólo una vuelta dellave para entregar su cruel contenido aun continente desbordado por el júbilo.

En los cuarteles, acantonamientos,fuertes y puestos de campaña, soldadoshindúes, sikhs y musulmanes del granEjército que la partición mutilaba almismo tiempo que la península, sedirigían a tributar un último homenaje.

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En Nueva Delhi, los hombres de losescuadrones sikhs y dogra del Probyn’sHorse —uno de los más antiguos y máscélebres regimientos de caballería—ofrecieron un gigantesco banquete a suscamaradas del escuadrón musulmán quese separaban de ellos. Todos saborearonjuntos, en el terreno destinado a losdesfiles, un festín compuesto demontañas de humeante arroz, de pollo alcurry, de kebab de carnero y de dulcestradicionales hechos de arroz, decaramelo, de canela y de almendras.Cuando se hubo consumido todo, lossikhs, los hindúes y los musulmanes sedieron la mano para danzar una última

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bhangra, alocada tarándola, apoteosisde la velada más conmovedora de lahistoria del regimiento.

Los musulmanes de los regimientosestacionados en las zonas destinadas apertenecer al Pakistán, ofrecieron fiestasanálogas a sus camaradas sikhs ehindúes que se iban a la India. EnRawalpindi, el II de Caballería organizóun enorme barakana, «un banquete debuena suerte», en honor de los que semarchaban. Todos los oficiales hindúesy sikhs pronunciaron discursos, algunoscon lágrimas en los ojos, para saludar alcoronel musulmán Mohammed Idriss,que los había mandado en algunos de los

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más encarnizados combates de laSegunda Guerra Mundial.

—Adondequiera que vayáis —exclamó a su vez, Idriss—, siemprecontinuaremos siendo hermanos, porquehemos vertido juntos nuestra sangre.

El coronel musulmán hizo casoomiso de la orden que había recibidodel Cuartel General del futuro Ejércitopaquistaní mandando que todas lastropas hindúes y sikhs entregaran susarmas antes de su marcha. «Estoshombres son soldados —declaró—.Vinieron aquí con sus armas. Semarcharán con ellas».

Al día siguiente por la mañana, los

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sikhs y los hindúes del II de Caballeríadeberían la vida a la caballerescaactitud de su antiguo coronel musulmán.Una hora después de haber salido deRawalpindi, su tren cayó en unaemboscada musulmana. Sin sus fusiles,habrían muerto todos.

La más conmovedora fiesta dedespedida se celebró en el césped y enla sala de baile de una institución quehabía sido uno de los santuarios de losdueños británicos de la India: elImperial Delhi Gymkhana Club. Lasinvitaciones fueron enviadas encartulinas impresas a nombre de los«Oficiales de las Fuerzas Armadas del

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Dominio de la India», para «unarecepción de despedida en honor de susviejos camaradas, los Oficiales de lasFuerzas Armadas del Dominio delPakistán».

Un aire de «tristeza e irrealidad»impregnaba la velada, recuerda unoficial indio. Con sus bigotescuidadosamente recortados, susuniformes a la inglesa y los pasadoresde condecoraciones ganadas al serviciode la Gran Bretaña, los hombres que semezclaban bajo los faroles parecíansalidos todos del mismo molde: el desus colonizadores. Acompañados de susmujeres, vestidas con saris multicolores,

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charlaban sobre los céspedescentelleantes de guirnaldas o danzabanun último foxtrot en la iluminada sala debaile.

Tomaron asiento en el bar parabeber juntos y contarse por última vezlos viejos relatos del pasado, relatos deguarnición, de polo, de desiertos deÁfrica, de junglas birmanas, deincursiones contra sus compatriotas dela frontera afgana, todas esas anécdotasque jalonan una carrera de peligros y deaventuras vividos en la camaradería dela sangre derramada.

Ninguno de estos hombres podíaimaginar, en el transcurso de esa

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nostálgica velada, la trágica suerte queles esperaba. Abrazándose, dándoseamistosas palmadas en la espalda, sedecían alegremente unos a otros:«¡Volveremos en setiembre para la cazadel jabalí!» O «¡No te olvides del poloen Lahore!» O «¡Recuerda que tenemosuna cuenta que saldar con un íbice deCachemira!»

Cuando llegó el momento desepararse, el general Cariappa, un hindúdel VII Rajput, subió a un pequeñoestrado y rogó silencio.

—Estamos aquí para decirnos hastala vista, y sólo hasta la vista, pues notardaremos en volver a encontrarnos en

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el mismo espíritu fraternal que siemprenos ha reunido —declaró—. Hemoscompartido durante tanto tiempo elmismo destino, que nuestra historia esindivisible.

Evocó su experiencia común yconcluyó:

—Hemos sido hermanos.Seguiremos siendo siempre hermanos. Ynunca olvidaremos los grandes años quehemos vivido juntos.

Cuando terminó, el general hindú sevolvió para coger un pesado trofeo deplata cubierto por una funda. Se loofreció al general Aga Raza, el oficialmusulmán de más alta graduación, como

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regalo de despedida de los oficialeshindúes a sus camaradas de armasmusulmanes. Raza descubrió el objeto ylo levantó en alto para mostrarlo a losconcurrentes. Labrada por un orfebre dela Vieja Delhi, representaba doscipayos, un hindú y un musulmán, de pie,al lado uno de otro, con el fusil junto ala mejilla apuntando contra un enemigocomún.

Cuando Raza hubo dado las graciasen nombre de todos los musulmanespresentes, la orquesta atacó el canto dedespedida. Espontáneamente, todas lasmanos se tendieron unas hacia otras. Enpocos segundos se formó un círculo de

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hindúes y de musulmanes mezclados,cadena fraternal, vibrante de amistad, dela que ascendía el canto de esperanzadel himno escocés.

Un largo silencio siguió a la últimaestrofa. Luego, los oficiales indios sedirigieron hacia la puerta de la sala debaile, con su copa en la mano, y sealinearon sobre los escalones queconducían a la salida. Uno a uno, losoficiales paquistaníes pasaron ante estafila de honor y se hundieron en la noche.Al paso de cada uno de ellos, los indioslevantaban sus copas para un último ysilencioso brindis.

Volverían a verse, en efecto, como

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se habían prometido, pero mucho antes yen circunstancias muy distintas de lasque habían imaginado. Los antiguosmiembros del Ejército de la India novolverían a encontrarse en los terrenosde polo de Lahore, sino en los camposde batalla de Cachemira. Allí, losfusiles de los dos cipayos del trofeo noestarían apuntando sobre un enemigocomún, sino vuelto uno contra otro.

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XI

HACIA LAMEDIANOCHE, CUANDO

LOS HOMBRESDUERMAN

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Octava estación delviacrucis de Gandhi:

«¡Gandhi, eres untraidor!»

Treinta y seis horas antes de laIndependencia, al comenzar la tarde delmiércoles 13 de agosto, Gandhiabandonó su refugio del ashram deSodepur, en medio de los cocoteros,para lanzarse a la conquista del

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«milagro».Su punto de destino estaba muy

cerca. Era Calcuta, esa metrópoli de dosmillones y medio de habitantes que,durante generaciones, había sido la grancapital de la India, el centro de lasLetras y de las Artes, de las Ciencia yde la Filosofía. Pero, en aquel agitadoverano, Calcuta era también un lugar quepodía parecer la manifestación delinfierno sobre la tierra, un arrabalmaldito de La ciudad, de las noches dehorror, de Rudyard Kipling.

Allí, en la indigencia y laabominación de la ciudad que se habíarevelado como la más violenta del

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mundo, la dulce voz del arcángel de lano violencia esperaba conseguir elprodigio que ni el Ejército ni la Policíadel virrey podían realizar. Una vez más,el artesano de la independencia de laIndia se disponía a ofrecer su vida a suscompatriotas para liberarlos, no ya delos ingleses, sino del odio queenvenenaba sus corazones.

Calcuta veneraba la brutalidadsanguinaria hasta en sus leyendas y en laelección de los dioses que adoraba. Susanta patrona era Kali, la diosa hindú dela destrucción, feroz bebedora de sangrecuyas estatuas eran adornadas conguirnaldas de serpientes y de cráneos

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humanos. Todos los días millares depersonas se postraban ante sus altares.En el pasado se habían inmolado niñosen su honor, y sus adeptos lecontinuaban sacrificando animales paraluego derramar su sangre sobre lacabeza y la frente.

La triste realidad se afirmaba másallá de una apariencia de prosperidad:la ciudad era el tugurio más inhumanodel mundo. Desde generaciones, atraía asus basti —barrios de chabolas— a lasfamélicas poblaciones de las marismasde Bengala y de las resecas llanuras deBihar. Los bellos céspedes del parqueMaidan, las elegantes mansiones de

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estilo georgiano y los ricos edificios delas grandes sociedades comerciales dela avenida Chowringhee eran unafachada tan artificial como un decoradode cine. Inmediatamente detrás, a lolargo de kilómetros, se extendía ungigantesco vertedero donde laconcentración de seres humanos era lamás densa del Globo. Dos millones dedesgraciados vivían allí en un estado desubalimentación tal, que su probabilidadde vida no llegaba a los treinta años. Lamayoría de ellos no disponía ni siquierade la ración alimenticia que los nazisconsentían a sus víctimas a las puertasde las cámaras de gas. Esta población

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contaba con más de cuatrocientos milmendigos y parados, así como cuarentamil leprosos. Todos estos desventuradosse amontonaban en ruinosas cabañas,chozas de barro seco, fétidasmadrigueras. Sórdidas callejas servíande paso; las cloacas a cielo abiertorebosaban de excrementos einmundicias, y constituían terrenoprivilegiado de hordas de ratas y de unahormigueante multitud de parásitos.Raras fuentes dejaban correr un aguasiempre contaminada. Una vez a lasemana aparecían en las callejas losimplacables malik para reclamar losalquileres del infierno.

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Hambres espantosas señalaban lasgrandes fechas de la historia de Calcuta.La más reciente databa de cuatro años.Con las epidemias que la siguieron, sóloen Bengala causó más de cuatromillones de muertos. Centenares demiles de habitantes se habían arrastradohasta los cubos de la basura de los ricosy hasta los vertederos para buscar allícon qué sobrevivir. Alucinadas por elhambre, familias enteras se habíandesintegrado: las madres, matado a loshijos que no podían alimentar; loshombres, comido perros, y los perros,devorado a ancianos moribundos.

En el instante mismo en que la India

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se disponía a celebrar su libertad,hombres, mujeres y niños seguíanmuriendo de hambre en las calle deCalcuta. El cólera, la tuberculosis y ladisentería segaban cada año más vidasque las que la India había perdido en sulucha contra la colonización británica.

Los barrios miserables de Calcutasiempre segregaron todas las formas dela violencia, por las matanzas de agostode 1946 habían dado a esta violenciauna nueva dimensión, al nutrirla esta vezcon el odio religioso. Desde entonces,hindúes y musulmanes se observabancon una desconfianza y un terrorconstantes. No pasaba un solo día sin

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aportar su siniestra cosecha decadáveres. Armados con cuchillos,revólveres, metralletas, botellasincendiarias o ganchos de acerobautizados con el nombre de «dientes detigre», que permitían arrancarle los ojosa un adversario, las bandas de las doscomunidades se disponían a sumir laciudad en un nuevo baño de sangre.

Poco después de las 3 de la tardedel 13 de agosto, llegó, en un viejo«Chevrolet», el hombre que queríaintentar impedir esa carnicería. Elautomóvil pasó ante una larga sucesiónde desconchadas fachadas y se detuvoante una verja de Beliaghata Road, que

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llevaba el número 151. Allí, en mediode una especia de solar transformado encloaca por el monzón, se elevaba unagran construcción que amenazaba ruina,destartalada casa surgida de undecorado de Tennessee Williams.

Con la terraza bordeada debalaustres y sus pilastras dóricas,«Hysari Mansion» encarnó en otrotiempo el sueño paladino de algúncomerciante inglés trasplantado a lostrópicos. Su actual propietario, un ricomusulmán, la había abandonado hacíatiempo a las ratas, a las serpientes y lascucarachas. Se habían barridoapresuradamente las inmundicias que

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manchaban todas las habitaciones yreparado la comodidad que de esta casallamó la atención del Mahatma: losretretes, algo sumamente raro en losbarrios populares de Calcuta. Desdeesta vivienda rodeada de fetidez, deparásitos y de fango, Gandhi se iba aesforzar por realizar un prodigio.

Aquellos de quienes dependía estemilagro estaban ya allí, esperando desdehacía horas la llegada del ilustrevisitante. Todos eran hindúes, y amuchos de ellos, los musulmanes leshabían matado al padre o a la madre, oles habían violado a la hija o a la esposadurante los disturbios del verano

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anterior. Al aproximarse el coche,empezaron a gritar el nombre de Gandhi.Mas, por primera vez en la India, noaclamaban este nombre. Lovilipendiaban. Con rostros deformadospor el furor y el odio, aullaban:«¡Gandhi, eres un traidor! ¡Ve a salvar anuestros hermanos hindúes de Noakhali!¡Protege a los hindúes, no a losmusulmanes!» Al mismo tiempo unalluvia de piedras caía sobre el coche dequien la mitad del mundo consideraba unsanto.

Se abrió una de las portezuelas, yapareció la familiar silueta. Con susgafas en la punta de la nariz, sujetando

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con un mano el vuelo de su dhoti y laotra levantada en señal de paz, el frágilanciano de setenta y siete años avanzósólo hacia la hostil muchedumbre.

—Estáis enojados conmigo, y yovengo a vosotros —declaró.

Al oír estas palabras, losmanifestantes se inmovilizaron.Entonces, la aguda vocecilla que habíahablado en favor de la India antesoberanos y virreyes, comenzó apredicar la razón a sus hermanos deraza.

—He venido aquí para defender alos hindúes lo mismo que a losmusulmanes. Voy a ponerme bajo

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vuestra protección. Tenéis perfectoderecho de volveros contra mí, siqueréis. Casi he llegado ya al final delviaje de mi vida. No me queda muchocamino que recorrer. Pero prefieromorir inmediatamente antes que veroscaer en la locura.

Explicó luego que, con su presenciaen Calcuta, salvaba a los hindúes deNoakhali. Los jefes musulmanes,culpables de la matanza de tantoshindúes, le habían dado su palabra: ni unsolo hindú estaría allí en peligro el 15de agosto. Sabían que ayunaría hasta lamuerte si traicionaban su promesa.

Fiado en esta garantía, aceptó ir a

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Calcuta. Del mismo modo que habíaconfiado a los jefes musulmanes deNoakhali la responsabilidad moral de laseguridad de los hindúes que vivíanentre ellos, iba ahora a intentarpersuadir a los hindúes de Calcuta paraque protegiesen a sus conciudadanosmusulmanes. Si se negaban a oír sullamamiento, si desencadenaban lamatanza que vaticinó, habían de saberque sería al precio de la vida de Gandhi.

Ésta era la esencia de su estrategiade no violencia: un contrato entre losadversarios, y su vida ofrecida engarantía del respeto a sus compromisos.Con su amenaza de dejarse morir de

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hambre, Gandhi había introducido en lapalestra política la vieja sabiduría delos rishi: «Si haces eso, soy yo quienmuere».

—¿Cómo podría yo, que soy hindúpor nacimiento, el hindú de los hindúespor mi forma de vivir, ser enemigo delos hindúes? —preguntó a laencolerizada multitud.

El razonamiento de Gandhi, laextrema sencillez de su punto de vista,parecieron azorar a los manifestantes.Tras haber prometido entrevistarse consus representantes, Gandhi y susdiscípulos entraron en su nueva morada.

La tregua fue breve. La llegada de

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Sayyid Suhrawardy, el musulmán másaborrecido por las masas hindúes,provocó una nueva explosión de furor.Los revoltosos bombardearon la casacon proyectiles. Una piedra pulverizóuno de los escasos cristales, sembrandode fragmentos de vidrio la habitación enque se encontraba Gandhi. Sentado encuclillas en el suelo, imperturbable, elMahatma continuó redactando sucorrespondencia. Sin embargo, un girodramático acababa de producirse en suexistencia. En aquella tórrida tarde deagosto, por primera vez desde suregreso de Africa en 1915, y sólo apocas horas del fin de la larga marcha

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de la India hacia la libertad, unamultitud de su país se había levantadocontra él.

—Excelencia, los conspiradoresestán preparados para pasar a la acción.

El inglés que hacía esta revelaciónal virrey en la pista del aeródromo deKarachi, era el jefe del C.I.D:, la oficinade investigación criminal. Mountbattense lo llevó inmediatamente aparte,alejándose de las personalidadesllegadas a recibirle.

Todos los datos que poseía —precisó el inspector— confirmaban el

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informe que Mountbatten había recibidoen Nueva Delhi: por lo menos unabomba, y probablemente varias, debíanser lanzadas contra el automóvildescubierto en el que Jinnah y él iban arecorrer las calles de Karachi en lamañana del día siguiente, jueves, 14 deagosto. Pese a los intensos esfuerzosrealizados, no se había conseguidoapresar a uno solo de los fanáticoshindúes que el R.S.S.S. habíanintroducido en la ciudad para cometer elatentado.

Con gran irritación por parte de sumarido, Edwina se había deslizado trasél y sorprendido la confidencia.

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—Yo te acompañaré en el coche —anunció.

—Ni hablar —replicó vivamenteMountbatten—. No hay ninguna razónpara que resultemos despedazados losdos.

Sin prestar atención a este cambiode palabras, el inspector continuó:

—Jinnah insiste en exigir unautomóvil descubierto. Ante la lentamarcha del cortejo oficial, nuestrosmedios para protegerles serán muylimitados.

Según él, sólo había una manera deevitar una catástrofe.

—Excelencia —suplicó—, es

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absolutamente necesario que convenzáisa Jinnah para que desista de su desfile.

En aquella mañana del jueves 14 deagosto, pocas horas después de que unaencolerizada multitud hubiera apedreadoal indio más ilustre del siglo, a 3.000 kmde Calcuta, en la ciudad de Karachi, elprincipal adversario político de Gandhise disponía a saborear su victoria.

Mohammed Ali Jinnah habíavencido al desesperado anciano de laruinosa casa de Beliaghata Road. Apesar de Gandhi; a pesar de todos losimperativos de la razón y de la lógica; a

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pesar, sobre todo, del mal implacableque devoraba sus pulmones, Jinnahhabía dividido la India. Dentro de unosinstantes, un austero edificio de Karachiiba a cobijar el nacimiento de la naciónmusulmana mayor del mundo.Congregados en los bancos delhemiciclo en forma de concha, seencontraban los representantes de lossetenta millones de ciudadanos a loscuales Jinnah había dado un país.

¡Pintoresca asamblea! Robustospenjabíes con gorro de astrakán gris yl a r gos sherwani blancos abotonadoshasta el cuello como sotanas;imponentes pathans: wazirs, mahsuds o

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afridis, con sus grandes turbantes verdey oro y sus apergaminados rostroscruzados por soberbios bigotes;pequeños bengalíes de piel negra,representantes de una provincia lejanaque Jinnah no había visitado nunca y deun pueblo del que desconfiaba; viejosjefes de tribus baluches, mujeres delvalle del Indo, velada la cabeza con elburqa de raso calado, mujeres delPenjab con salwar salpicado delentejuelas de oro sobre amplioscalzones bombachos.

Junto a Jinnah estaba sentado elinglés al que había arrancado su Estado.Para esta primera ceremonia de un

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calendario de fiestas que, en treinta yseis horas, iba a poner fin a tres siglos ymedio de presencia británica,Mountbatten se había puesto suespléndido uniforme de almirante,relumbrante de condecoraciones.

El último virrey de la India se pusoen pie para transmitir los buenos deseosdel rey de Gran Bretaña hacia el másjoven de sus dominios. Luego,celebrando un acontencimiento quehabía hecho todo lo posible por evitar,exclamó:

—El nacimiento del Pakistán es ungran momento. A veces, la Historiaparece avanzar a la velocidad

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infinitamente lenta de un glaciar,mientras que en ocasiones se precipitacon la rapidez de un torrente. Hoy, enesta parte del mundo, nuestros esfuerzosconjugados, haciendo fundirse el hielo yapartado los obstáculos, nos han llevadoal centro de la corriente. No es hora yade mirar atrás. Sólo es hora de miraradelante.

Volviéndose entonces hacia Jinnah,cuyo rostro delataba menos emoción queuna máscara mortuoria, Mountbattenrindió homenaje al padre del Pakistán.

—Nuestras estrechas relaciones —declaró—, la confianza y lacomprensión mutuas que de ella han

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derivado, constituyen, en mi opinión, lamejor garantía de nuestras futurasrelaciones.

Mientras pronunciaba estoscumplidos de rigor, Mountbatten nopodía por menos de pensar que, dentrode unos momentos, iba a arriesgar suvida a causa de la obstinación delhombre al que iban destinados. El virreyno había tenido más éxito en su empeñode persuadir a Jinnah para querenunciase a su peligroso desfile, que enel de hacerle abandonar su sueño decrear el Pakistán.

Anular la procesión o cruzar lacapital a toda velocidad en un coche

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cerrado le había parecido indigno alprimer jefe de Estado del Pakistán.Jinnah se negó a dejar que sedespreciara así el nacimiento de lanación por la que tanto había luchado.Lo quisiera o no, Mountbatten tendríaque exponer su vida en un automóvildescubierto, al lado de un hombre al quenunca había comprendido.

—Ha llegado el momento dedespedirnos —concluyó—. Que elPakistán pueda seguir el camino de unprogreso ininterrumpido… que puedaconservar la amistad con sus vecinos ycon todas las naciones del mundo.

Luego le tocó el turno a Jinnah. Con

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s u sherwani blanco abotonado hasta elcuello, recordaba al Papa Pío XII.Ciertamente, Inglaterra y los pueblosque ésa había colonizado se separabancomo amigos, reconoció, «y esperosinceramente que sigamos siendoamigos». Prometió que el Pakistánobservaría la vieja tradición musulmanade tolerancia para las demás creencias.

—El Pakistán no regateará nunca suamistad a sus vecinos ni al resto delmundo —concluyó.

Apenas se había desvanecido el ecode estas promesas, cuando comenzaba laaventura. Los dos hombres, cuyasvoluntades habían chocado tan a

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menudo, franquearon juntos la macizapuerta de teca del edificio. Al pie de laescalinata aguardaba el negro «Rolls-Royce» descubierto que debía acogerlespara la última prueba en común. «Esemaldito coche parece un ataúd», pensóMountbatten. Lanzó una fugaz miradahacia su mujer. Había dado al conductordel coche de Edwina la orden formal deque se mantuviera a bastante distanciadel «Rolls». Pero estaba seguro de queella encontraría un medio para obligarloa desobedecer.

Mientras avanzaba hacia el largovehículo, aparentemente muy sereno,atravesó su memoria toda una serie de

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horribles imágenes: recuerdo del cortejode 1921, cuando una bomba cayó juntoal coche del príncipe de Gales; visionesde atentados resucitados por susinvestigaciones genealógicas familiares,que habían sido su pasatiempo favoritoen la India. Una de las ramas llevaba elnombre de su tío-abuelo, el zarAlejandro II, con la mención de«Fallecido el 13 de febrero de 1881».Este día, Alejandro II había quedadohecho trizas en una avenida de SanPetersburgo por una bomba arrojadasobre su carroza descubierta. Más lejos,en la misma rama, se encontraba elnombre de otro tío, el gran duque

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Sergio, muerto en 1904 en Moscú, encondiciones muy semejantes, por lamáquina infernal de un anarquista. Otrarama ostentaba el nombre de su primaEna, que, el día de su boda con AlfonsoXII de España, había visto su vestido denovia salpicado por la sangre y loscolgajos de carne del postillón, víctimade la bomba lanzada sobre su carroza.Fantasmas de un pasado familiar, estasfúnebres evocaciones se introducían enel «Rolls-Royce» al mismo tiempo queel joven virrey.

En el momento en que el automóviliniciaba su marcha, su mirada seencontró con la de Jinnah. Siempre

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había visto tenso a Jinnah, pero unacorriente de varios millares de voltiosparecía envarar esta vez al dirigentemusulmán. Los treinta y un cañonazos desaludo al virrey acompañaron el cortejopor las avenidas de Karachi, donde losesperaba la multitud, ebria de alegría yde gratitud, mar de anónimos rostrosentre los que se ocultaban, en algunaparte —en una esquina, en un viraje, enel alféizar de una ventana, en un tejado—, los hombres que habían recibido laorden de matar a Jinnah. Desplegado porlos cuatro kilómetros del recorrido, uncordón de soldados presentaba armas.Pero daban la espalda a la multitud y no

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podían impedir que un terroristaarrojase una bomba.

Louis Mountbatten confesaría mástarde que los treinta minutos de estepaseo le parecieron veinticuatro horas.El automóvil avanzaba casi al paso entrelos racimos humanos que desbordabanlas aceras, encaramados en los faroles,los postes del tendido eléctrico, lostejados, apiñados en las ventanas y losbalcones. Inconscientes del drama quevivían los dos héroes a quienesaclamaban, los musulmanes gritabandelirantes Zindabad al Pakistán, aJinnah y a Mountbatten.

Cogidos en la trampa, los dos

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hombres de Estado se hundían en estetúnel de rostros, este estrecho cuello debotella del que, a cada segundo podíabrotar la muerte. Obligados a respondera la alegría popular, no podían hacersino representar la comedia ymanifestar, también ellos, su alegría ygratitud. Mountbatten no olvidaría jamásesta experiencia: durante todo el desfileagitó su brazo luciendo una radiantesonrisa, pero sus ojos no cesaban deescrutar a su alrededor los rostros y losgestos, en busca de una expresióninquietante, un movimiento sospechoso,de algún indicio que le revelase: «Aquíes donde va a suceder».

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«¿Quién será? —se preguntaba—.¿Éste a quien dirijo un saludo? ¿O esteotro que está a su lado?» Su mirada sedetenía sobre todo lo que podía parecerinsólito en medio de esta multitud enfiesta: un hombre que no sonreía o quesonreía demasiado…, este que estabademasiado tranquilo; aquel otrodemasiado agitado…, o quizás inclusoaquel cuyas extrañas vestidurasdestacaban entre los que le rodeaban.Estúpidas reflexiones cruzaron su mente.Recordó que el secretario de ungobernador de Bengala habíainterceptado un día en pleno vuelo labomba de un asesino y devuelto a su

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punto de origen, pero esta proeza lerecordó que él nunca había sido capazde alcanzar una pelota de cricket.Pensaba en su mujer, que venía tras él, yse preguntaba si, como estaba seguro deque ocurriría, había obligado a su chófera infringir sus órdenes. No se atrevía ainterrumpir su vigilancia para volverse ycomprobarlo. Sus ojos continuabanescrutando sin cesar el horizonte detrásde la multitud, acechando la súbitaaparición de un pedazo de metal en elcielo.

Cuando, desde el balcón de su hotel,en Victoria Road, vio llegar el cortejo,un hombre apretó la culata del «Colt 45»

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que abultaba en el bolsillo de suchaqueta. Mientras sus ojos vigilabanlas siluetas que gesticulaban en lasventanas de la casa situada enfrente, supulgar hizo saltar lentamente el segurode su arma. Cuando se acercó el «Rolls-Royce», G. D. Savage —el joven oficialde Policía enviado a Nueva Delhi pararevelar al virrey el complot de unatentado contra Jinnah— rezó unaoración. En realidad, no tenía ningúnderecho para poseer aquel revólver. Suservicio había finalizado veinticuatrohoras antes. Se disponía a regresar a sucasa, en Inglaterra.

En el automóvil, Mountbatten y

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Jinnah seguían disimulando su aprensiónsonriendo graciosamente y saludando ala multitud. Estaban tan preocupados,que aún no habían intercambiado unasola palabra. La vanidad, que susdetractores consideraban como su peordefecto, constituía en aquel instante elmejor consuelo del virrey: «Estas gentesme aman —se decía—. Después detodo, les he dado su independencia». Sepersuadía sinceramente a sí mismo deque no podía encontrarse entre aquellamultitud un solo hombre que pudieraaceptar matarle al querer asesinar aJinnah. ¿No era su presencia en aquelautomóvil la mejor salvaguarda del jefe

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de Estado musulmán? «No intentaránmatarle —se repetía—, pues saben quecorrerían el riesgo de matarme a mítambién».

En su balcón, Savage contuvo elaliento mientras el automóvil pasaba asus pies. Mantuvo la mano crispadasobre el gatillo de su arma hasta que el«Rolls» hubo rebasado el alcance detiro que le permitía ofrecer una ciertaprotección a los pasajeros. Después delo cual regresó a su habitación y sesirvió cuatro dedos de whisky.

Un amenazador silencio sucedíaahora a la explosión de los Zindabad.«Un barrio hindú, aquí es donde va a

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ocurrir», se dijo Mountbatten. Durantecinco interminables minutos, el cortejoatravesó las multitudes mudas deElphinston Street, la principal arteriacomercial de Karachi. Casi todas sustiendas y puestos pertenecían a hindúesarruinados y aterrorizados por elacontecimiento que en aquellosmomentos celebraban sus vecinosmusulmanes.

No estalló ninguna bomba. Con lasensación de un marinero al distinguir elfaro de un puerto después de latempestad, Mountbatten vio aparecer,por fin, las altas verjas del palacio deJinnah ante el capó del «Rolls-Royce».

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Había terminado el paseo másarriesgado de su vida.

Cuando el automóvil se detuvo, unasonrisa iluminó por primera vez laglacial máscara que el virrey habíaconocido siempre en el dirigentemusulmán. Posando sus largas yhuesudas manos en la rodilla del inglés,Jinnah murmuró:

—¡Alabado sea Dios! ¡Le he traídovivo!

«¡Valiente frescura!», pensóMountbatten.

—¿Usted me ha traído vivo? —seasombró—. Pero por amor de Dios, ¡soyyo quien le ha traído vivo a usted![30].

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Novena estación delviacrucis de Gandhi:

«Un día de duelo»

Como siempre, era puntual. El 14 deagosto, a las 5 en punto de la tarde, lafrágil silueta de Gandhi apareció en lapuerta de Hydari Mansion. Ligeramenteencorvado, apoyándose en sus«muletas», sus dos sobrinas-nietas Abhay Manu, se abrió paso a través de lamuchedumbre que le esperaba en el

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patio de la casa.La ceremonia que se disponía a

celebrar era un acontecimiento taninmutable como todos los quecomponían la minuciosamente reguladavida del Mahatma. Mientras que Leninpreparó su revolución desde el fondo deuna celda; mientras que los nazisgalvanizaron a sus tropas en eltranscurso de las manifestaciones deNuremberg, Gandhi condujo a la Indiapor su larga marcha hacia la libertad,proponiéndole cada tarde una simplereunión de oración.

En las ciudades y las aldeas; en loscuchitriles de Londres o en las prisiones

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británicas, estas reuniones de oraciónhabían sido la idea genial de un expertoen relaciones humanas para estableceruna comunicación con sus fieles. Habíahablado de los valores nutritivos delarroz integral; de la maldición de labomba atómica; de la importancia dedefecar con regularidad; de las sublimesbellezas del Gita; e las ventajas de lacontinencia sexual; de las injusticias delimperialismo y de los beneficios de lano violencia. Repetidas de boca enboca; publicadas en los periódicos;retransmitidas por la Radio, estasalocuciones cotidianas habíanconstituido el elemento básico de su

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movimiento y como el evangelio delMahatma.

Ahora, en el patio de esta casa enruinas situada en el corazón de la ciudaddel odio, se disponía a tomar la palabraen la última reunión de oraciónorganizada en una India ocupada por losingleses. Durante todo el día recibió adelegaciones de hindúes y les explicó lanaturaleza del contrato de no violenciaque proponía a Calcuta, esperando quela incansable repetición de su mensajelograra crear un nuevo espíritu defraternidad. La presencia de, por lomenos, diez mil personas en estaprimera reunión de oración en Calcuta,

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indicaba que había sido oído.—A partir de mañana quedaremos

libres del yugo de Gran Bretaña —declaró—. Pero a partir de estamedianoche, la India se encontrarádividida. Mañana será un día de fiesta,pero también un día de duelo.

Advirtió a sus fieles que laindependencia iba a cargar pesadasresponsabilidades sobre los hombros detodos.

—Si Calcuta logra recuperar larazón y salvaguardar la fraternidad,quizá pueda ser salvada la India entera.Pero si las llamas de un combatefratricida envuelven al país, ¿cómo

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sobreviviría nuestra recién adquiridalibertad?

El hombre que había sido el artíficede esta libertad reveló a sus partidariosque, personalmente, él no participaría enlas fiestas de la independencia de laIndia. Pidió a sus discípulos quepasaran, como él, esta jornada histórica«ayunando y orando por la salvación dela India, e hilando lo más posible, puesesta querida rueca de madera era lomejor para salvar a su país deldesastre».

A pesar de los Pakistan Zindabad

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que habían seguido al automóvil deJinnah a través de las calles de Karachi,el nacimiento del Pakistán se produjo enmedio de una sorprendente apatía.Extrañamente, la atmósfera más alegrese dio en la Bengala musulmana,territorio convertido en el PakistánOriental, que sería un día el campo debatalla de la guerra de Bangla-Desh.Khwaja Nazimuddin, el nuevo PrimerMinistro de la provincia, salió deCalcuta para Dacca, la nueva capital, abordo de un minúsculo vapor adornadocon banderas de la Liga musulmana, queserpenteó durante horas a través de lasaguas del delta del Ganges hinchadas

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por el monzón. Cada vez que la pequeñaembarcación se detenía ante las chozasde una aldea, la población acudía en unconcierto de aclamaciones y dePakistan Zindabad. «Todo el mundocantaba —recuerda el hijo deNazimuddin—, y había felicidad entodos los ojos».

En Lahore, capital de un Penjab quela ignorancia del trazado exacto de lafrontera hacía más febril, el inglés BillRich ponía término a su misión decomisario de Policía. Con la ayuda delos agentes que permanecían en supuesto, había intentado en vano dominarla violencia. Pero, en el infierno de

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aquel verano sin monzón, el miedo y elodio inundaban la ciudad de las Mil yUna Noches de los reyes mogoles. Elinglés consiguió en un registro elresumen de los últimos incidentes quehabía presenciado, triste informe quelegaba a la posteridad. Luego, llamó asu sucesor musulmán.

Bill Rich sacó el formulario deltraspaso de poderes. El documentoestaba dividido en dos. En la parteizquierda, escribió: «He transmitido mispoderes en el día de hoy, jueves 14 deagosto de 1947», y firmó. El ingléssaludó al musulmán, estrechó las manosde varios colaboradores que se hallaban

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todavía presentes y, luego, se marchótristemente.

Dominando su agotamiento, Jinnahse pasó la tarde recorriendo una a unalas habitaciones de la inmensa mansiónde Karachi que, a medianoche, iba aconvertirse en su residencia oficial.Nada escapaba a su mirada. Examinandominuciosamente el inventario, descubrióque faltaba un juego de croquet. Furioso,llamó a su ayudante de campo y dio suprimera orden como gobernador generaldel Pakistán: encontrar y volver a poneren su sitio los palos y las culasdesaparecidos.

El hombre que concibió primero el

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«sueño imposible» del Pakistán pasó lajornada del 14 de agosto solo en sumodesta casita de campo de Cambridgeen Inglaterra. No habría nunca desfilestriunfales por las calles de Karachi enhonor del eterno estudiante Rahmat Ali;ninguna multitud le manifestaría sugratitud. Su sueño pertenecía ya a otrohombre, a aquel que lo había rechazadocuando le propuso convertirse enpaladín de la liberación de su pueblo.Rahmat Ali dedicó ese día de gloria, enque su ambicioso proyecto se habíaconvertido en realidad, a redactar unaoctavilla condenando a Jinnah por haberaceptado la partición del Penjab. Pero

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jugaba una partida perdida de antemano.Todo un pueblo agradecido iba agastarse muy pronto el equivalente aquinientos millones de francos paraconstruir en Karachi un mausoleo enmemoria de Mohammed Ali Jinnah. Conel tiempo, el visionario que habíainventado el Pakistán, sólo tendría unaanónima tumba en un cementerio deNewmarket (Inglaterra).

Se pusieron en camino a la puestadel sol. Brincando como una zancuda, unflautista escoltaba el automóvil a travésde las atestadas calles de Nueva Delhi.

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Cada cien metros se detenía, seagachaba hasta el asfalto y hacía vibrarel polvo con el aire que escapaba de suinstrumento, mientras, en el interior delcoche, los dos pasajeros mantenían unaindiferencia celeste. Eran dossannyasin, esos hombres que, en elocaso de su vida, dejan a sus familias,abandonan sus bienes y emprenden lamarcha por los caminos en unaindigencia total, en busca del absoluto.Con el pecho desnudo, la frente cubiertade cenizas y sus largos y enmarañadoscabellos cayéndoles como estopa sobrelos delgados hombros, eran losperegrinos de una India secular. Sus

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únicos bienes materiales eran un largobastón de siete nudos, una cantimplorade agua y una piel de antílope[31]. Encuanto aparecía ante su taxi la silueta deun sari, apartaban la mirada. Pertenecíana una de las sectas más antiguas de laIndia, y las reglas de su Orden eran tanestrictas que no sólo habían de renunciara toda presencia femenina, sino que nisiquiera tenían derecho a mirar a unamujer. Cada mañana se cubrían decenizas, en recuerdo de la naturalezaefímera del cuerpo humano. Vivían delimosnas, consumiendo, sin sentarsejamás, su única comida diaria: unoscuantos tragos de panchagavia, brebaje

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sagrado compuesto por los cincobenéficos dones de la vaca: la leche, elyogur, el ghi (mantequilla purificada), laorina y el estiércol.

Aquella tarde del 14 de agosto, unode estos santos hombres llevaba unabandeja de plata maciza sobre la que sehallaba plegada una banda de sedablanca bordada en oro: el pitamharam,el vestido de Dios. El otro sostenía uncetro esculpido, una vasija de agua santaprocedente del río Tanjore, un saquitode cenizas y otro de arroz hervido quehabían sido bendecidos por Nataraja, elSeñor de la danza, en su templo deChindambaram, cerca de Madrás.

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La pequeña procesión atravesó lascalles de la capital hasta la puerta deuna modesta villa, en el número 17 deYork Road. Allí, los emisarios de unaIndia saturada de superstición y demagia tenían una cita con el profeta deuna India nueva, la India de la ciencia ydel socialismo. Del mismo modo que loshombres santos de antaño eran llamadosa consagrar en sus poderes a losantiguos reyes de la India, así tambiénl o s sannyasin habían acudido aquellatarde para ofrecer la consagración porlas antiguas insignias de la autoridad alhombre que iba a asumir la dirección deuna nación india moderna.

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Rociaron a Jawaharlal Nehru conagua bendita, ungieron su frente concenizas sagradas, colocaron el cetroentre sus manos y le envolvieron en elvestido de Dios. Para quien no habíacesado jamás de proclamar el horrorque le inspiraba la sola palabra de«religión», estos ritos eran ladesoladora manifestación de todo lo quereprochaba a su país. No obstante,Nehru se sometió a ellos con humildad,estimando quizá que, en las difícileshoras que le esperaban, no se debíarechazar ninguna ayuda, ni siquiera la delas fuerzas ocultas en las cuales nocreía.

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En las guarniciones, residencias,despachos oficiales, bases navales,Fuerte William de Calcuta, de dondepartió la conquista de la India; en elFuerte San Jorge de Madrás, en elpalacio de Simla, en Cachemira, enNagaland, en Sikkim y en las junglas deAssam, millares de banderas británicasfueron arriadas por última vez en susastas. Ninguna ceremonia oficialacompañó la desaparición, en el cieloindio, del pabellón que, durante tressiglos y medio, simbolizó el reinado deGran Bretaña sobre aquella parte delmundo. Mountbatten había exigido que

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fuera así. El propio Nehru, deseoso de«no herir las susceptibilidadesinglesas», había prohibido todamanifestación.

Al amanecer del día siguiente, laUnión Jack era sustituida en todas partespor la divisa amarilla, blanca y verde dela India independiente.

En las alturas del desfiladero deKhyber, el capitán Kenneth Dance,segundo oficial de los Khyber Rifles,único inglés todavía de guarnición enaquellos lugares, escuchaba los sietegolpes de gong que resonaban en elsilencio del atardecer. Conforme a unavieja tradición del Ejército de la India,

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este gong había sonado cada hora deldía durante decenios, en atención a loscipayos indígenas que no podíancomprarse un reloj y de los —másnumerosos aún— que no habían sabidoleer la hora. Al oír el último golpe degong. Dance trepó al puesto de guardia,en lo alto del fuerte de Landi Kotal. Uncorneta se hallaba presto para tocarretreta. Por debajo de los hombres, alpie de las murallas, el sinuoso senderose deslizaba hacia la garganta, endirección a Jamrud y al desfiladero porel que, desde hacía más de treinta siglos,habían caído los invasores sobre lasllanuras de la India. En numerosos

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recodos, escudos esculpidos en la rocaconmemoraban las batallas sostenidaspor el ejército a que pertenecía Dance,recordando los sacrificios de suscompatriotas por la defensa de estehistórico paso.

El corneta se puso firme y levantó suinstrumento. Con el corazón oprimido,Dance arrió la bandera mientras sonabanlas metálicas notas. La desató y la doblócuidadosamente, decidido a llevársela«a lugar seguro en Inglaterra, de dondehabía venido». Luego regaló a suregimiento una gran campana de cobreque compró en una tienda de efectosnavales de Bombay, para remplazar al

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gong del puesto de guardia. Había hechograbar en él un breve mensaje: «AlKhyber Rifles Regiment», de parte delcapitán Kenneth Dance, 14 de agosto de1947».

Aquella misma tarde, casi en el otroextremo de la India, una banderabritánica era arriada de su mástil porprimera vez en noventa años. Laresidencia del gobernador de Lucknowera el santuario de la India imperial, elrelicario de los más gloriosos recuerdosdel Imperio, la ciudadela cuya tenacidadhabía encarnado el poderío de Inglaterraante la adversidad. Nadie habíareconstruido sus ruinas, religiosamente

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preservadas desde el día de 1857 en quelos 1.000 supervivientes de suguarnición habían aclamado a lacolumna de socorro que rompía el cercode 87 días al que los habían sometidolos sublevados indios.

Nuevo gobernador indio de laprovincia, una mujer asistía al acto dearriar la bandera. Célebre poetisa,Sarojini Naidu era uno de los primerosdiscípulos de Gandhi. Había participadoen sus hartal y prendido fuego a losmontones de ropas made in England; sehallaba presente en la playa en que, enun gesto de desafío, el Mahatma habíaagitado hacia el cielo su puño lleno de

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sal. Sobre ella se habían abatido losgolpes de los lathi ingleses, y hubo depasar casi dos años en las cárcelesbritánicas. Toda su vida se habíaordenado en función de este instante: verdesaparecer la bandera inglesa del cieloindio.

Y, sin embargo, esta india,endurecida por tantas luchas, sintió quelas lágrimas le corrían por las mejillas.Los soldados del destacamento de honordoblaron con cuidado la bandera.Mountbatten había ordenado que fueseenviada al rey Jorge VI como últimorecuerdo de aquel Imperio de la Indiaque él no había podido visitar. Luego, el

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propio comandante tomó un hacha: en elmástil sagrado de Lucknow, jamáspodría ondear el emblema de otranación.

Apenas acababa Jawaharlal Nehrude quitarse de la frente las santascenizas de los sannyasin y sentarse a lamesa para cenar, cuando sonó el timbredel teléfono en el despacho de su villade Nueva Delhi. La comunicación erantan mala, que su hija Indira lo oyó gritarpara hacerse oír. La joven vio a supadre regresar con el rostro alterado.Incapaz de hablar, apoyó la cabeza en

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las manos y permaneció en silenciodurante largo rato. Por fin, con los ojosbrillantes de lágrimas, explicó que lallamada venía de Lahore. El agua de losbarrios hindúes y sikhs de la viejaciudad había sido cortada. Las gentes,sedientas, enloquecían en el tórridocalor del verano; las mujeres y los niñosque se aventuraban fuera de sus mahallapara mendigar un cubo de agua, eran alpunto asesinados por la poblaciónmusulmana. Los incendios asolaban yanumerosos barrios.

Nehru se lamentó con voz apenasaudible:

—¿Cómo voy a poder hablar esta

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noche a la nación? ¿Cómo voy a poderpretender que mi corazón se regocijepor la independencia de la India, cuandosé que Lahore, nuestra bella Lahore, seencuentra en llamas?

La visión que obsesionaba aJawaharlal Nehru se desplegaba en todosu horror ante los ojos de un jovenoficial inglés de un batallón de gurkhas.Al cruzar con su jeep el puente queconducía a Lahore, el capitán RobertAtkins contó media docena de enormessurtidores de llamas que brotaban sobrela ciudad. Una imagen atravesó su

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mente, la del cielo abrasado de Londresla trágica noche del gran bombardeo deagosto de 1940.

Detrás de Atkins venían losdoscientos hombres de su compañía,vanguardia de una columna de jeeps ycamiones. Este batallón avanzaba haciaLahore desde el amanecer. Pertenecía alos 55.000 hombres de la fuerzaespecial creada por Mountbatten pararestablecer el orden en el Penjab. Elcapitán Atkins atravesó Lahore sinencontrar un alma. Lo acompañaba unsilencio de muerte, punteado sólo por ellejano crepitar de los incendios.

Escrutando la amenazadora noche,

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Atkins pensó en la última velada quehabía pasado el año anterior con supadre, coronel del Ejército de la India.Habían discutido de política mientrasjugaban al billar en el club de Madrás:«La India será muy prontoindependiente; es inevitable —habíapredicho el coronel—, Pero ese díahabrá un horrible baño de sangre».

Ningún pirómano había encendido lahoguera que ardía en el corazón deNueva Delhi, en el jardín de laresidencia del presidente del Parlamentoindio, doctor Rajendra Prasad. Era el

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Fuego sacrificial, el que habíaconsagrado, según los ritos védicos, elsacerdote brahmán que salmodiabamantras ante las llamas. La Tierra,Madre universal; el Agua, fuente de lavida, y el Fuego, esencia de la energía yde la destrucción, componían eltrimurti, la Trinidad del hinduismo. Elfuego era un elemento indispensable delas fiestas rituales hindúes, el granpurificador, el vehículo divino quedevolvía al hombre a sus orígenes, lascenizas de que había salido. «¡Oh, fuego—cantaba el sacerdote brahmán—, túeres la mirada de los dioses y de lossabios! ¡Tú tienes el poder de penetrar

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en las más recónditas profundidades delcorazón humano, para descubrir allí laverdad!»

Mientras ascendía en la noche elsortilegio, los hombres y la mujer que seiban a convertir en ministros de la Indiaindependiente, desfilaban uno a uno anteel Fuego sagrado. Otro brahmán lesrociaba cada vez con unas cuantas gotasde agua. Los fieles se presentaban luegoante una joven, la cual sostenía en susmanos una copa de cobre que conteníapolvo de cinabrio. La mujer introducíaen la copa el pulgar de su mano derechay depositaba respetuosamente en lafrente de cada ministro una mancha roja,

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ese «tercer ojo» que ve la realidad másallá de las apariencias. Por último,prestos para desempeñar la misión queles esperaba, aquellos hombres yaquella mujer del primer Gobierno librede la India, penetraron en elempavesado recinto del Parlamento,donde, a los pocos instantes, iban aasumir la responsabilidad de regir losdestinos de más de trescientos millonesde indios.

Firmados los últimos documentos,enviados los últimos despachos, noquedaba más que embalar las

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estampillas, los sellos y todos losaccesorios de lo que había sido elImperio británico de la India. A solas ensu despacho, Lord Mountbatten se sentíasoñador: «Soy todavía uno de loshombres más poderosos del mundo —pensó—. Desde este despacho controlodurante los últimos minutos de suexistencia una máquina que tienederecho de vida y muerte sobre unaquinta parte de la Humanidad». Alpensar esto, recordó un cuento de H. G.Wells titulado El hombre que podíahacer milagros. Era la historia de unhombre que, durante un día, tuvo elpoder de lograr cualquier cosa.

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«Estoy viviendo los últimosmomentos de este prodigioso cargo queda a los virreyes de la India el poder dehacer milagros —se dijo—. Es precisoque haga uno. Pero, ¿cuál?»

Se le ocurrió una idea. «¡Ya está —exclamó en voz alta—, ¡Lo heencontrado! Voy a nombrar Alteza a labegún de Palampur». Entusiasmado poresta perspectiva, mandó llamar en elacto a sus colaboradores.

Mountbatten y el nabab de Palampurhabían entablado una íntima amistad en1921, con ocasión del viaje del príncipede Gales a la India. En 1945, duranteuna estancia en casa de su amigo el

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nabab, Mountbatten recibió la visita delresidente británico local. Desde luego,la mujer del nabab era australiana,explicó éste, pero se había convertido alIslam; había adoptado el uso del sari,así como todos los demás vestidosregionales, y realizaba una admirableobra social. Pero el nabab estabadesesperado: el virrey se negabaobstinadamente a conceder a su esposael título de Alteza, con el pretexto deque no era india. A su regreso a NuevaDelhi, Mountbatten había intervenidopersonalmente ante el virrey LordWavell. En vano, Londres se oponía aun favor susceptible de incitar a

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numerosos maharajás a casarse conextranjeras.

Cuando sus colaboradores sehubieron reunido en su despacho,Mountbatten explicó sus intenciones.

—Pero —protestó alguno—, ¡ustedno puede hacer eso!

—¿Quién se atreve a sostener que nopuedo? —replicó Mountbatten riendo—,¿Soy el virrey de la India, o no?

Mandó inmediatamente buscar unrollo de pergamino e hizo inscribir lassolemnes frases que elevaban, «por lagracia de Dios», a la esposa australianadel nabab de Palampur, a la dignidad deAlteza.

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A las 11,58 horas de la noche del 14de agosto de 1947, Louis Mountbattenestampaba su rúbrica al pie deldocumento. Pocos minutos después, suemblema personal de virrey, la banderabritánica adornada con el blasón de laEstrella de la India, descendía porúltima vez del asta del palacio de losvirreyes de la India en Nueva Delhi[32].

Desde la noche de los tiempos,mucho antes de que el hombre grabaraen la piedra la magia de sus leyendas, elgemido de las caracolas había saludadoel nacimiento de la aurora en las costas

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de la India. De pie en el recinto delParlamento, un indio envuelto en unkhadi se disponía hoy a anunciar acentenares de millones de hombres elnacimiento de una nueva aurora. Llevabaen el hueco del brazo una larga conchade nácar irisada de rosa y púrpura.Aquel hombre era el heraldo de lasmasas indias que se habían echado a lacalle para reclamar la libertad.

Por debajo de él, en la tribuna,estaba Jawaharlal Nehru. En labotonadura de su chaleco de algodónhabía prendido, como cada día —excepto durante sus nueve años deencarcelamiento en las prisiones

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británicas—, una rosa, la flor que habíaconvertido en su emblema. En lasparedes del hemiciclo, los retratosoficiales de los virreyes de la Indiahabían sido descolgados y sustituidospor estandartes con los colores amarillo,blanco y verde.

En los abarrotados bancos seapiñaban —vestidos con sari, velos dekhadi, brocados principescos, conesmoquin y vestidos de noche— losnotables de la nación que iba a naceraquella noche. Las poblaciones querepresentaban constituían unconglomerado de razas y religiones, delenguas y culturas cuya diversidad no

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tenía igual en toda la superficie delGlobo. Eran las emanaciones de un paísen el que las más altas conquistasespirituales se mezclaban con la másaterradora miseria material; un paíscuyas mayores riquezas eran susparadojas, donde los hombres eran másfértiles que sus campos; un país fanáticode Dios y abrumado por calamidadesnaturales de dimensiones y crueldad sinpar; un país cargado de un rico pasado,de un presente incierto, y cuyo futuro seveía comprometido por más problemasde los que jamás había afrontadoninguna otra nación del mundo. Sinembargo, a pesar de todos estos

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obstáculos, de todos estos males, suIndia era también uno de los símbolosmás vivos y duraderos de la capacidadde los hombres para sobrevivir.

Los hombres y las mujeres reunidosen el hemiciclo eran los delegados deuna nación de trescientos treintamillones de habitantes. Además dedoscientos setenta y cinco millones dehindúes repartidos en tres mil castas ysubcastas —entre ellos, unos setentamillones de intocables y de tribusprimitivas—, contaba treinta y tresmillones de musulmanes, siete millonesde cristianos, seis millones de sikhs,cien mil parsis y veinticuatro mil judíos,

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cuyos antepasados se exiliaron aBabilonia tras la destrucción del templode Salomón.

En esta asamblea eran pocos los quepodían comunicarse entre sí en su lenguanatal. El único idioma común era elinglés de los colonizadores. La India ibaa tener quince idiomas oficiales y 845dialectos. El urdu de los diputadosmusulmanes del Penjab se escribía dederecha a izquierda; el hindi de susvecinos de las Provincias Unidas, deizquierda a derecha; el tamul de loshabitantes de Madrás se leía, a veces, dearriba abajo, mientras que otrasescrituras se descifraban como

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jeroglíficos. Incluso el significado delos gestos cotidianos era diferente.Cuando un habitante de Madrás, con lapiel oscura propia de las gentes del Sur,movía la cabeza de arriba abajo, queríadecir «sí». Cuando un habitante delNorte, de piel clara, hacía el mismomovimiento era para decir «no».

La India tenía casi tantos leprososcomo habitantes contaba Suiza; tantosbrahmanes como belgas había enBélgica, tal número de mendigos comopara poblar toda Holanda; once millonesde sadhu, veinte millones de aborígenes,algunos de los cuales —como los naga— habían sido cazadores de cabezas

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hasta época reciente; nueve millones deniños, menores de quince años, casadoso viudos. Más de diez millones deindios llevaban una vida seminómada.Iban de aldea en aldea, ejerciendo depadre a hijo los oficios de su casta:encantadores de serpientes, echadoresde la buenaventura, cíngaros, titiriteros,poceros, magos, funámbulos,vendedores de hierbas medicinales.Todos los días nacían 38.000 niños, delos cuales la cuarta parte estabancondenados a morir antes de cumplir loscinco años. Casi diez millones de indiosperecían cada año, muchos de ellos demalnutrición o de enfermedades como la

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viruela y el cólera, prácticamentedesaparecidas a la sazón en los demáspaíses.

La península era una de las regionesmás intensamente espirituales delGlobo: la tierra natal del budismo,madre del hinduismo, uno de los grandessantuarios del Islam, un territorio en elque los dioses se manifestaban bajo laapariencia de una inimaginablecolección de formas y de símbolos,donde las prácticas religiosas ibandesde la más elevada especulaciónmetafísica hasta sacrificios de animalesy también hasta orgías sexualespracticadas por ciertas sectas o con

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motivo de fiestas rituales en ciertoscampos. El panteón hindú comprendíatrescientos treinta millones dedivinidades, pues nunca se conoce aDios, solamente se conocen susmanifestaciones y se manifiesta en todaslas cosas, en cada instante de la vida.Había dioses y diosas de la danza, de ladestrucción y de las enfermedades;diosas —como Markhai Devi— a cuyospies se sacrificaban cabras para detenerlas epidemias de cólera, y dioses —como Deva Indra— a quienes sus fielespedían el poder de emular las proezassexuales de los personajes esculpidos enlos frisos eróticos de los templos. Dios

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se encarnaba en árboles como losbanianos; en los 136 millones de vacassagradas; en sus serpientes,especialmente las cobras, cuyo venenomataba todos los años a veinte mil desus adoradores. Entre las tres mil sectasde la India se encontraban loszoroastrianos, descendientes de losadoradores del fuego de la Persiaantigua, y los jainitas, rama reformadadel hinduismo cuyos adeptosconsideraban sagrada toda existencia,hasta el punto de que se movían siemprecon una máscara antigás en la boca, portemor a tragar y matar inadvertidamenteun insecto.

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La nación a la que representaban losdiputados congregados esta noche enNueva Delhi comprendía algunos de loshombres más ricos del mundo ytrescientos millones de campesinos queapenas si conseguían sobrevivir. Sustierras, que habrían podido ser las másprósperas del Globo, eran las másmiserables. El 83 por ciento de lapoblación era analfabeta. La renta mediapor persona no superaba los cincuentacéntimos diarios. La cuarta parte de loshabitantes de dos grandes ciudadesindias, Calcuta y Bombay, dormía, hacíasus necesidades, se reproducía y moríaen la calle. La India recibía anualmente

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una media de 1.140 mm de lluvia, másque las llanuras de Beauce y los jardinesde Turena, pero este maná estabarepartido de forma tan desigual, segúnlos meses del año y las regiones delpaís, que a menudo resultaba ineficaz.Un tercio de los torrenciales aguacerosdel monzón iban a perderse, sinprovecho, en el mar. Trescientos milkilómetros cuadrados, una superficie tanextensa como Alemania, no recibía másde 200 mm de agua al año, mientras queotras regiones quedaban inundadas bajoun diluvio que devastaba todos los añosel campo y amenazaba con ahogar amillones de hombres.

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La India contaba con tres de los másgrandes nombres de la industriamundial, los Birla, los Tata y losDalmia, pero su economía,esencialmente feudal, sólo beneficiaba aun puñado de poderosos terratenientes ycapitalistas. Sus colonizadores apenashabían realizado ningún esfuerzo porindustrializar al país. Las exportacionesse limitaban casi exclusivamente acultivos industriales: yute, té, algodón,tabaco. La mayor parte de las máquinastenían que ser importadas. El consumode electricidad por habitante erainsignificante: cincuenta veces inferioral de los franceses. Mientras que el

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subsuelo encerraba casi la cuarta partede las reservas mundiales de hierro, laproducción siderúrgica apenasalcanzaba un millón de toneladas al año.La India poseía 6.083 km de costas,pero las técnicas de pesca seguíansiendo tan primitivas, que ni siquierapodían dar a cada indio una libra depescado al año.

De hecho, la única herencia de loscolonizadores británicos parecía ser unaabrumadora colección de problemas yde maldiciones. Sin embargo, nadie enel recinto del Parlamento indio parecíaalimentar esta noche la más mínimaanimosidad hacia ellos, todos parecían

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pensar que la marcha de los dueños dela India bastaría para aliviar el peso delos terribles males que anegaban el país.

El hombre que iba a llevar laabrumadora responsabilidad de salvar ala India de su infortunio se puso en piepara hablar. Después de su dolorosaconversación telefónica con Lahore,Jawaharlal Nehru no había tenido ni eltiempo ni la fuerza de preparar undiscurso para celebrar la independencia.Improvisó su alocución, dejando quehablara su corazón.

—Hace muchos años —declaró—concertamos una cita con el destino, y hallegado el momento de cumplir nuestra

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promesa… Hacia la medianoche,cuando los hombres duerman, la Indiadespertará a la vida y a la libertad.

Las frases surgían elocuentes,vibrantes. Mas, para Nehru, esta horatriunfal había quedadoirremediablemente estropeada. «Apenasme daba cuenta de lo que decía —confesará más tarde—. Las palabrasacudían espontáneamente, pero miespíritu no podía separarse de la visiónde Lahore en llamas».

—Ha llegado el momento —continuó Nehru—, un momentoraramente ofrecido por la Historia, enque un pueblo sale del pasado para

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entrar en el futuro; en que finaliza unaépoca; en que el alma de una nación,largo tiempo sofocada, vuelve aencontrar su expresión… En el alba dela Historia, la India comenzó unabúsqueda sin fin; desde la noche de lostiempos, su pasado es testigo de susesfuerzos, de la amplitud de sus éxitos yde sus fracasos. A través de sus buenascomo de sus malas fortunas, nuncaperdió de vista su objetivo, ni olvidó elideal del que extrae su fuerza. Hoyponemos fin a una época de desventura.Por fin la India ha vuelto a encontrarse así misma… No es momento para críticasmezquinas y destructivas —concluyó—,

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ni para el rencor o las censuras.Debemos construir la noble morada dela India libre, acogedora para todos sushijos.

Nehru propuso a la asamblea que, ala duodécima campanada demedianoche, se pusiera en pie paraprestar el juramento de servir a la Indiay a su pueblo. Afuera, el fragor deltrueno desgarró súbitamente el cielo ehizo derramarse las cataratas delmonzón sobre los millares de hombres ymujeres que se habían agrupado en tornoal edificio. Empapado hasta los huesos,el pueblo de Nueva Delhi esperabaestoicamente el instante fatídico.

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En el hemiciclo, las dos agujas delviejo reloj británico que coronaba latribuna se aproximaron a la cifra romanade las doce. Los delegados del puebloindio, que, dentro de unos segundos, ibaa convertirse en la segunda nación delmundo, esperaban también en meditativosilencio.

Mientras se extinguía el eco de lasdoce campanadas, retumbó a través dela sala el sonido, atávico llamamientosurgido de esa noche de los siglos deque había hablado Nehru. El largo ymonocorde gemido de la caracolaanunciaba a los representantes de lamilenaria India el nacimiento de su

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nación, y al mundo, el fin de una épocacolonial.

Esta época había comenzado un díade verano del año 1492 en un pequeñopuerto de España. Habiendo zarpadopor las rutas infinitas de los océanos enbusca de la India, Cristóbal Colón habíadescubierto América por error. Cuatrosiglos y medio de la historia del hombrepresentaban la huella de estedescubrimiento y de sus consecuencias:la explotación religiosa, económica ypolítica de los pueblos de color de todoel mundo por el occidente cristiano.Aztecas, incas, swahilis, egipcios,iraquíes, hotentotes, chinos, argelinos,

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birmanos, filipinos, marroquíes,vietnamitas, un interminable mar depueblos, de naciones, de civilizacionesque cuatrocientos cincuenta años deexperiencia colonial habían diezmado,empobrecido, educado, envilecido,convertido, enriquecido, explotado oeconómicamente estimulado y, siempre,irrevocablemente transformado. Lasmultitudes hambrientas de un continenteen oración acababan de arrancar sulibertad a los arquitectos del más grandeimperio que había producido estacolonización cristiana, un imperio cuyasdimensiones, población e importanciasuperaban a las de Roma, Babilonia,

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Cartago y Grecia. En lo sucesivo, ningúnotro imperio colonial podría durarmucho tiempo. Sus jefes podrían intentaroponerse a la marcha de la Historia condiscursos y con las armas: sus esfuerzosserían vanas y sangrientas tentativascondenadas al fracaso. De una manerairrevocable, definitiva, la independenciade la India ponía fin a un capítulo de lahistoria de la Humanidad.

Afuera, el diluvio había cesadosúbitamente, y la multitud manifestaba sualegría. Cuando apareció Nehru,millares de personas se precipitaronhacia él en una loca avalancha queamenazó engullirle juntamente con sus

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ministros. Observando el tenue cordónde policías que intentaban contener estamarea humana, Nehru sonrió.

—¿Sabe usted? —manifestó a unode sus compañeros—. Hace exactamentediez años, tuve en Londres una disputacon el virrey Lord Linlithgow. Yoestaba tan encolerizado que le grité:«Que me ahorquen si la India no esindependiente dentro de diez años». Merespondió: «Oh, no corre usted ningúnriesgo. La India no será independientemientras yo viva, señor Nehru, nimientras viva usted».

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Más allá de los muros delParlamento de Nueva Delhi, en lainmensidad de los dos Estados queacababan de nacer, la llamada de lacaracola encontró su eco en la alegríadelirante de millones de hombres.

En Bombay, un policía clavó uncartel con la inscripción «Cerrado» enla puerta de la ciudadela de lasupremacía blanca, el «Yacht Club».Este lugar, en el que tres generacionesde sahibs habían degustado su whisky acubierto de toda mirada indígena, iba aconvertirse en la cantina de los cadetes

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de la Marina india. En Simla, con laúltima campanada de la medianoche,centenares de hombres y de mujeres endhoti y en sari se precipitaron cantandosobre el Mall, la avenida por la queningún indio había tenido nunca derechoa circular con su traje nacional. Otroscentenares de personas invadieron losrestaurantes y las pistas de baile delhotel «Firpo» en Calcuta, del «Faletti»en Lahore, del famoso «Taj Mahal» enBombay, reservados hasta entonces paralos clientes con esmoquin y vestidos denoche[33]. Nueva Delhi celebraba estagloriosa noche con una orgía deiluminaciones. El gran centro comercial

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de Connaught Circus y las callejuelas dela ciudad vieja centelleaban debombillas amarillas, blancas y verdes.Los templos, las mezquitas y losgurudwara sikhs estaban enguirnaldadoscon faroles multicolores, al igual que elFuerte Rojo de los emperadoresmogoles. El más célebre templomoderno de Nueva Delhi, el BirlaMandir, con sus cúpulas y susrecargadas molduras de yeso cubiertasde lamparillas, semejaba algunaalucinación de Luis II de Baviera. En elbarrio de los barrenderos-poceros,donde con tanta frecuencia residieraGandhi, la independencia aportaba un

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beneficio desconocido hasta entoncespara estas pobres gentes: la luz. ElAyuntamiento les había regalado lasvelas y las lámparas de aceite queiluminarían esta noche sus tugurios enhonor a la libertad. En bicicleta, entonga, en camión, a pie, incluso a lomosde elefante, todos afluían hacia el centrode Nueva Delhi para cantar su alegría enun impetuoso arranque de fraternidad.Los restaurantes y los cafés deConnaught Circus estaban abarrotados.El bar del hotel «Imperial», uno de lossantuarios de los antiguoscolonizadores, se hallaba invadido porjubilosos indios. Instantes después de la

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medianoche, uno de ellos se subió almostrador para pedir a sus compatriotasque cantaran con él el himno nacional.Un clamor de gozo acogió estainvitación, pero, después de haberentonado el estribillo del poeta nacionalRabindranath Tagore, la mayoría de loscantantes hicieron un desconsoladordescubrimiento: conocían la letra delGod Save The King, pero no la delhimno de su país. En el hotel «Maiden»,el establecimiento más célebre de laVieja Delhi, una encantadora india ibabailando de mesa en mesa para sellarcon su lápiz de labios el amuleto de untilak escarlata en la frente de todos los

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presentes.En la sombra cómplice de una plaza

próxima al centro de la ciudad, elperiodista Kartar Duggal Singh celebróla independencia de su país de unamanera muy personal. Abrazó a AishaAli, la bella estudiante de Medicina quehabía conocido pocos días antes. Suabrazo fue el primero de una larga ymaravillosa historia de amor,comenzada, sin embargo, bajo los'auspicios más desfavorables. Iba acontracorriente de esas otras pasionesque no tardarían en devastar el norte dela India. Kartar Duggal Singh era sikh.Aisha Ali, musulmana[34].

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A pesar de la exuberancia de estanoche de Independencia, los primerossignos de la tempestad se habíanmanifestado ya en el corazón mismo dela capital. En sus barrios de la ViejaDelhi, numerosos musulmanesmurmuraban la nueva consigna lanzadapor los fanáticos de la Liga musulmana:«Hemos obtenido el Pakistán porderecho, ahora vamos a conquistar elIndostán por la fuerza».

Aquella mañana, el mullah de unamezquita recordó a sus fieles que losmusulmanes habían reinado sobre Delhidurante siglos y que «Inch Allah, con lagracia de Dios, iban a reinar de nuevo».

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Recíprocamente, refugiados hindúes ysikhs del Penjab hacinados enimprovisados campamentos en torno a laciudad amenazaban transformar losbarrios musulmanes de la capital en unagigantesca hoguera de alegría paracelebrar la independencia.

En esta noche de fiesta, unapredicción expresó la inquietud quecomenzaba a apuntar. Al oír el conciertode las caracolas y de los clamorespopulares, V. P. Menon, el brillantefuncionario indio que había retocado enSimla el plan de partición deMountbatten, asumió de pronto unaexpresión grave. «Ahora es cuando va a

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empezar nuestra pesadilla», anunció asus hijos.

Para millones de otros indios entoda la península, esta medianoche del14 de agosto señalaba el comienzo deveinticuatro horas de júbilo ydiversiones. En el fuerte de Landi Kotal,que dominaba el paso de Khyber,corderos enteros se asaban sobre unadocena de braseros. Los oficialespaquistaníes y los tiradores del KhyberRifles festejaban la ocasión con susenemigos tradicionales, los montañesesde las tribus pathans. El coronel ofreció

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a su adjunto e invitado de honor, elcapitán inglés Dance, el bocado másselecto, el hígado de un corderoenvuelto en la piel amarillenta ygrasienta de un trozo de intestino. A laprimera campanada de la medianoche,los hombres de las tribus cogieron susfusiles y dispararon una salva de balasen la noche gritando: «¡El Khyber esnuestro, el Khyber es nuestro!»

En Cawnpore, la ciudad maldita delas matanzas de la sublevación de 1857,ingleses e indios se abrazaron por lascalles. En Ahmedabad, la capital de laindustria textil en que Gandhi organizólas primeras huelgas, un joven maestro

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que había sido encarcelado en 1942 pordesplegar una bandera india recibió elhonor de izar el emblema nacional en elAyuntamiento.

En Lucknow, los notables de laciudad se congregaron en la residenciadel gobernador para la ceremonia deizar la bandera. Las invitacionesimpresas especificaban: «Vestidonacional. Se recomienda el dhoti».Rajeshwar Dayal, funcionario indio dela Administración británica, se asombróde esta precisión. Acostumbrado a lasropas y las corbatas blancas de susantiguos amos, no poseía siquiera dhoti.El ambiente de la recepción fue

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completamente distinto de las reunionesoficiales de antaño. Apenas se hubieronabierto las puertas, una nube de mujeresy niños se lanzaron desenfrenadamentesobre los pasteles y las golosinas. Alver elevarse la bandera de su país, aDayal le vino a la mente un curiosopensamiento que traducía bien el modoen que los ingleses habían reinado sobrela India. En catorce años de servicio,había tenido muchos colegas británicos.Ninguno, sin embargo, fue jamás un«amigo».

En Madrás, Bangalore, Patna, enmillares de ciudades y de aldeas, lasmultitudes entraron a medianoche en los

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templos para depositar pétalos de rosaal pie de las divinidades e implorar susbendiciones sobre la nueva nación. EnBenarés, el repostero más reputado hizoun excelente negocio confeccionandouna tarta de Independencia con loscolores nacionales a base de pasta denaranja, arroz con leche y pistache.

Pero en ninguna parte fue celebradala Independencia con más fervor yentusiasmo que en el gran puerto deBombay. A las doce en punto de lanoche, desde el balcón de su residencia,el Primer Ministro de la provincia gritó«¡Sois libres!» a la multitud congregadabajo sus ventanas. Las dos mágicas

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palabras levantaron una fantásticaovación. Sobre los adoquines de estametrópoli, a menudo enrojecidos por lasangre de los patriotas caídos bajo losgolpes de lathi, en esta ciudad cuyahistoria se hallaba inextricablementemezclada con el combate de la India porla libertad, en las calles que habíanvisto tantas manifestaciones, tantoshartal, tantas huelgas, todo un pueblo seabandonó a la más desenfrenada alegría.Desde el barrio residencial de MarineDrive hasta los lejanos poblados dechabolas de Parel, desde las villas deMalabar Hill hasta el sórdido revoltijodel mercado de los ladrones, Bombay no

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era más que un lago de luces.«Medianoche se había vuelto mediodía—escribió un periodista—. Era unnuevo Diwali, un nuevo Id, un AñoNuevo, eran todas las celebraciones deesta tierra de fiestas reunidas en unasola, pues era la fiesta de libertad».

Otra serie de recepciones que notenían ningún carácter de regocijo,inauguró también el comienzo de lanueva Era en los palacios de variosrepresentantes de la vieja India de lospríncipes. El tiempo de los maharajáshabía pasado. Para la mayoría de ellos,el 15 de agosto sería un día de duelo. Elnizam de Hyderabad ofreció en su

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palacio iluminado un banquete dedespedida a los funcionarios británicosde su reino, cuya misión finalizaba estanoche, al mismo tiempo que se rompíanlos privilegiados lazos que le unían conla Corona de Inglaterra. La exuberanciade la numerosa prole del nizam y laelegancia de las mujeres no impidieronque la velada se desarrollara en unaatmósfera de velatorio. Al final de lacena, justo antes de medianoche, el viejomonarca, vestido con remendadospantalones, se levantó para proponer unúltimo brindis por el rey-emperador.John Peyton, uno de los comensalesingleses, observó el lúgubre rostro de su

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anfitrión. «Es triste —pensó—, verconcluir doscientos años de historia eneste único y patético gesto dedespedida».

Para muchos indios, la noche en quehabían soñado desde hacía tantos añosfue una horrible pesadilla. Para elteniente coronel Jangu T. Sataravala, unparsi cubierto de condecoraciones delFrontier Forcé Rifles , quedaría siempreasociada a la visión más estremecedora:la de los cuerpos horriblementemutilados de toda una familia de hindúesardiendo en las ruinas de un arrabal deQuetta, en el Beluchistán. A su lado,asesinados con igual salvajismo, yacían

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los cadáveres de la valerosa familiamusulmana que había ofrecido suhospitalidad a aquellos hindúes.

Sushila Nayar, una joven médico,había pasado dos años en la cárcel yconsagrado su vida a la causa queculminaba esta noche. Sin embargo, noexperimentaba alegría ni sensación devictoria. Enviada por Gandhi a uncampamento de refugiados del Penjab,sólo tenía conciencia de la miseria delos millares de desgraciados que ellahabía tenido a su cargo y que escrutabansin cesar la oscuridad ante el temor dever surgir musulmanes llegados paramatarlos.

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Lahore, la ciudad que hubieradebido ser la más alegre de todas,ofrecía un espectáculo de desolación.Llegado el atardecer con sus gurkhas, elcapitán Robert Atkins vio correr haciasu vivaque una muchedumbre de hindúesaterrorizados. Aferrados a sus hijos, aun hato de ropa, a un colchón,imploraban la protección de lossoldados. Unos cien mil hindúes y sikhsestaban sentados en las murallas de lavieja Lahore, sin agua, cercados por lasllamas de los incendios, acosados porgrupos de musulmanes prestos a saltarsobre los que se aventurasen a salir. Losincendiarios habían prendido fuego ya al

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más célebre gurudwara sikh y saludadocon ovaciones los gritos de sus víctimasque estaban a punto de abrasarse en elinterior.

Por el contrario, Calcuta, la ciudadmaldita, se disponía a vivir unasorprendente metamorfosis. Ésta habíacomenzado tímidamente antes deponerse el sol, cuando una procesión dehindúes y de musulmanes se habíadirigido hacia Hydari Mansion, elcuartel general de Gandhi. A su paso, laatmósfera se iba modificando poco apoco. En las junglas miserables deKelganda Road y en torno a la estaciónde Sealdah, los goonda hindúes y

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musulmanes enfundaban de nuevo suspuñales para colgar juntos banderasindias en los faroles y balcones. Losjeques abrían sus mezquitas a losadoradores de Kali; éstos, encompensación, invitaban a losmusulmanes a entrar en sus templos paracontemplar las estatuas de la diosa de ladestrucción.

Fanáticos que, veinticuatro horasantes, estaban dispuestos a degollarsemutuamente, se abrazaban ahora en lacalle. Mujeres y niños hindúes ymusulmanes intercambiaban golosinas.Para el escritor bengalí Kumar Bose,Calcuta recordaba «la noche de Navidad

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en la película Sin novedad en el frente,cuando los soldados franceses yalemanes salen de sus trincheras paraolvidar durante unos breves instantesque son enemigos».

Mientras la India se entregaba a sualegría, una pequeña revolución sacudíala vasta mansión que había sido elsantuario del poder imperial británico.De un extremo a otro del palacio deNueva Delhi, un ejército de criados seafanaba por hacer desaparecer lossímbolos imperiales susceptibles deherir la sensibilidad de una nación que

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había alcanzado la libertad. Un grupo desirvientes iban de habitación enhabitación sustituyendo el papel decartas con el membrete de «Viceroy'sHouse» por nuevas hojas que llevabanla mención «Government House». Otrostenían la misión de hacer desaparecerlas armas imperiales de la sala deltrono. Una serie de insignias escapó alcambio. El monograma del vizcondeMountbatten de Birmania continuaríafigurando en las cajas de cerillas, lasfajas de los cigarros puros, las pastillasde jabón y la mantequilla en molde delpalacio.

Poco después de medianoche llegó

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al palacio una delegación delParlamento indio. En su calidad depresidente de la nueva Asambleaconstitucional, el doctor RajendraPrasad acudía solemnemente parainvitar al último virrey de la India aconvertirse en el primer gobernadorgeneral de la India independiente. Conemoción y gravedad, Lord Mountbattenprometió servir a la India como si élmismo fuera indio. Nehru le entregóseguidamente un sobre que contenía lalista de las personalidades que, con suacuerdo, debían formar el primerGobierno de la nueva India.

Mountbatten tomó entonces una

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botella de oporto y sirvió él mismo a susvisitantes. Luego, levantó su copa: «¡Porla India!», propuso. Después de haberbebido un trago, Nehru levantó la suyahacia el inglés. «¡Por el rey Jorge VI!»,dijo. Este homenaje suscitó laadmiración y el respeto del almiranteinglés. «¡Qué hombre! —pensó—.Después de todo lo que ha soportado,tiene la elegancia y la generosidad desemejante gesto en una noche comoésta».

Antes de acostarse, Mountbattenabrió el sobre que le había entregadoNehru. Al descubrir su contenido, soltóla carcajada. En la precipitación de

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aquella noche, Nehru había olvidadoescribir los nombres de sus ministros.La hoja estaba en blanco.

Un pequeño grupo de ingleses seabría paso a través de la oscuridad y dela multitud que asediaba la estación deLahore. Eran los últimos representantesde una noble estirpe de administradores,de policías, de soldados, que habíanhecho del Penjab el orgullo de la Indiabritánica. Ahora regresaban a su país,dejando a otros los canales, lascarreteras, las vías férreas, los puentesque habían construido sus predecesores.

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Al llegar hasta su tren, vieron que unosferroviarios estaban limpiando el andéncon mangueras de agua. Pocas horasantes, la estación había sido escenariode una matanza de refugiados hindúes.Bill Rich, que acababa de terminar sumisión de jefe de la Policía de Lahore,reparó en un detalle atroz: unosmaleteros empujaban una carretilla, peroésta no se hallaba llena de paquetes,sino de cadáveres. Para subir al vagón,Rich tuvo que pasar por encima de uncuerpo. Sin embargo, no fue la vista deeste hombre que yacía mutilado a suspies lo que más le asombró, sino supropia indiferencia, el descubrimiento

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brutal del grado de endurecimiento a quele habían conducido los horrores delPenjab.

Rule Dean, el jefe de Policía deAmritsar que mandó a la banda demúsica a interpretar piezas de operetaen la plaza de la ciudad, contemplabacon melancolía el paisaje que desfilabaante la ventanilla de su compartimiento.Veía las llamas devorando las aldeasque él había tenido por misión proteger.En el rojizo resplandor de los incendios,a veces distinguía las siluetas de losincendiarios sikhs bailando una macabrafarándola.

«En lugar de marcharnos en la paz y

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la dignidad —pensaba—, no dejamosdetrás más que el caos». A mitad decamino de Nueva Delhi, fue enganchadoal tren un vagón-restaurante. Al ver lavajilla y los inmaculados planteles, eloficial inglés que muy pronto venderíautensilios de plástico en un arrabal deLondres comprendió que el Penjab habíacaído en otro mundo.

La destartalada casa de BeliaghataRoad estaba silenciosa. A la puerta, unpuñado de hindúes y de musulmanesmontaban la guardia al lado unos deotros. No se veía ninguna luz tras los

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rotos cristales de las ventanas de HydariMansion. Nada, ni siquiera losacontecimientos de esta noche histórica,había turbado el inmutable ritmo de lascostumbres de sus ocupantes. En lahabitación que compartía con suscompañeros, estaba tendido sobre unaestera de rafia colocada en el suelo. Allado de unos zuecos de madera, de unejemplar del Gita, de una dentadurapostiza y de un par de gafas con monturade hierro, mientras sonaban las docecampanadas mágicas de una Era nueva yla India despertaba a la vida y a lalibertad, Mohandas Karamchand Gandhidormía profundamente.

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El 14 de agosto de 1947, Jinnah, convertido en elpadre del Pakistán, pasó revista a las últimastropas inglesas que abandonaban Karachi.

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Horas más tarde de ese desfile en el nuevoEstado de Pakistán, en la gran sala del trono delpalacio de los virreyes en Nueva Delhi,Jawaharlal Nehru, Primer Ministro dela India,proclamaba la independencia de su país y pedía aLord Mountbatten que se convirtiera en el primerGobernador general.

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El reinado de Gran Bretaña en la India acabó el15 de agosto de 1947. Desde las calles deKarachi, capital del nuevo Estado de Pakistán,donde las tropas inglesas formaban una carrerade honor, hasta las avenidas de Nueva Delhi,sumergidas en la alegría popular, todo un puebloagradecido aclamó a su último virrey y celebró suindependencia en medio de una delirante euforia.

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En Nueva Delhi la carroza de Lord y LadyMountbatten quedó engullida en medio de unocéano de brazos y cabezas.

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XII

«¡QUÉ BELLO ES ESTARVIVO ESTE AMANECER!»

La fresca brisa del amanecerdisipó por fin la capa de bruma quevelaba las aguas. Como lo veníanhaciendo desde la noche de los tiempos,las muchedumbres convergieron hacialas orillas sagradas del Ganges,considerado como el cielo sobre la

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tierra, «ese gran canal fúnebre yencantado»[35], madre de toda vida y ríode los dioses, para buscar en lainmersión ritual el camino de laeternidad. Ninguna ceremonia podíacelebrar mejor el nacimiento de este 15de agosto de 1947. Benarés, que loshindúes consideran la primera tierraemergida del océano primordial,honraba con sus ritos matinales a lanación más joven del mundo.

Estos ritos eran la expresiónperpetuamente renovada de la eternahistoria de amor que unía a los hindúescon su río sagrado. Por medio de estaunión mística, el hinduismo expresa la

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necesidad natural del hombre deconformarse a las fuerzas misteriosasque gobiernan su destino. Desde el piedel glacial himalayo en que tiene susfuentes, a más de cinco mil metros dealtitud, hasta las fangosas aguas delgolfo de Bengala, el Ganges atraviesaregiones tórridas y superpobladas a lolargo de dos mil quinientos kilómetros.Sus caprichosas aguas inundan ydevastan regularmente las tierras de loscampesinos que lo adoran. Su cursoatraviesa las ruinas de ciudades y aldeasabandonadas, mudos testigos de susbruscas cóleras en el transcurso de lossiglos. Pese a su turbulenta naturaleza,

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los hindúes lo consideran en todos suspuntos como un lugar privilegiado, nosiéndolo ninguno más, sin embargo, quela gran media luna que dibuja alatravesar Benarés. Desde siempre, loshindúes han venido a bañarse a estelugar, beber el agua sagrada e implorarlos favores de los caprichosos dioses.

Las silenciosas multitudesdescendían a lo largo de los ghat,amplias escalinatas que conducen al río.Cada peregrino llevaba en ofrenda unalamparita de manteca derretida o dealcanfor, símbolo de la luz que ahuyentalas tinieblas de la ignorancia, piadosopensamiento transmitido a otro mundo

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por el fuego y por el agua. Sumergidoshasta la cintura en el río sagrado, otrosmillares de peregrinos, cuyas vacilantesllamas semejaban miríadas deluciérnagas, se hallaban ya inmóviles,absortos en su oración. Tras haberofrecido al Ganges guirnaldas de flores,con la mirada vuelta más allá de laorilla opuesta, los peregrinos esperabanla renovación del milagro cotidiano, laaparición del disco de fuego que iba asurgir de las entrañas de la tierra, el Sol,origen de todas las formas de la vida.Cuando su aureola asomó sobre elhorizonte, millares de cabezas sevolvieron ritualmente hacia él en un

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estallido de fervor. Luego, paraagradecerle este prodigio, los fíeles lehicieron ofrenda del agua del Ganges —la que disuelve todas las formas—, quedejaron correr de sus entreabiertasmanos.

En la ciudad, el honor de ser elprimero en franquear el umbral delTemplo de Oro, el santuario másvenerado de Benarés, correspondió estamañana al pandit Brawani Shankar.Nadie en Benarés sentía tanta alegríapor la independencia como este viejohombre de Dios. Durante años habíadado asilo a los nacionalistasperseguidos por la Policía británica.

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Con un jarro de cobre lleno de aguadel Ganges y una copa de pulpa desándalo en las manos, el sacerdoteatravesó el templo para detenerse anteuna piedra de granito. Esta redondeadaroca era la reliquia hindú más preciosade Benarés. Sustrayéndola al pillaje delas fanáticas hordas del emperadorAurangzeb, los antepasados del santohombre habían conquistado el derecho aser sus guardianes hereditarios. Que elsacerdote se prosternara ante ella era elgesto más adecuado para dar gracias alos dioses en este día de laindependencia.

Este culto era una de las más

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antiguas formas del fervor religioso.Era un lingam, un «signo» de piedra

que simbolizaba la potencia vital deldios Siva, el atributo de la fuerza y delpoder regenerador de la Naturaleza.Benarés era el centro de este culto. Loslingam se alzaban en casi todos sustemplos, en el fondo de nichos abiertosen las calles, en los ghat. Cuandoapareció el sol, millares de hindúesimitaron al viejo pandit y expresaron sugratitud por la reencarnación de suantigua nación untando amorosamente lapulida superficie de los lingam conofrendas de pulpa de sándalo, de leche,de agua del Ganges, de manteca

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derretida, trenzándoles coronas dejazmín y de adormideras y ofreciéndolespétalos de rosas y las amargas hojas delárbol preferido de Siva, el bilva[36].

Mientras las luces de la aurorateñían de sonrosados colores a laciudad, un grupo de intocables —los queGandhi llamaba los Hijos de Dios—,encorvada la espalda bajo el peso degavillas y grandes maderos,descendieron los peldaños del lugar másalucinante de Benarés, el ghat deManikarnika. Pocos minutos después,llegaron a lo alto de la escalinata cuatrohombres que llevaban sobre sushombros unas angarillas de bambú. Ante

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ellos marchaba un quinto personaje queacompañaba con la música de pequeñoscímbalos el mantra sagrado queaquéllos salmodiaban, «Ramnam satyakai», «el nombre de Rama es Verdad».Estas palabras recordaban a todos losque veían pasar la pequeña procesiónque también ellos acabarían un día comoel cuerpo que reposaba en las angarillasamortajado en un sudario de algodón.

Morir en Benarés es para todo hindúla bendición suprema. Si la muerte lesorprende en el interior de un perímetrode sesenta kilómetros alrededor de laciudad, Siva, su divinidad tutelar, lelibera del ciclo perpetuo de las

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reencarnaciones y permite a su almafundirse para toda la eternidad en elparaíso de Brahma. Por eso es por loque se va a Benarés, no para vivir enella, sino para morir en ella.

Los porteadores bajaron hasta el ríolos restos del primer candidato del díaal celeste viaje y lo sumergieron porúltima vez en el Ganges. Uno de ellosabrió luego la boca del difunto para quepenetraran en ella unas cuantas gotas deagua. Después, colocaron el cadáversobre una pira. Los intocables deservicio lo cubrieron de madera yvertieron encima un jarro de ghi,manteca purificada.

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Con el rostro y el cráneo afeitados,purificado el cuerpo por las ablucionesrituales, el hijo mayor del difunto diocinco vueltas en torno a la pira en unúltimo adiós. Un servidor del vecinotemplo consagrado a Ganesh, el dios decabeza de elefante, le entregó unaantorcha encendida con el fuegoperpetuo del santuario. La colocó sobrelas gavillas, y un haz de llamas brotó dela pirámide de madera. Los hombres dela familia se sentaron en círculoalrededor de la hoguera, que proyectabaun surtidor de chispas hacia el cieloestival. Un seco chasquido surgiósúbitamente de entre el crepitar de las

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llamas. Los fieles se sobrecogieron másprofundamente murmurando una acciónde gracias. El cráneo del difuntoacababa de estallar, abriendo así a laenergía cósmica los canales por los quehabía circulado la energía vital. En este15 de agosto de 1947, cuando la India seemancipaba de la esclavitud imperial,Benarés, como todas las mañanas,ofrecía a sus muertos la liberaciónsuprema.

Hacia las dos de la madrugada —una hora antes del momento en quehabitualmente se levantaba Gandhi—,

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apareció en la ventana de HydariMansion la incierta luz de una vela. Eldía en que su pueblo celebraba suliberación hubiera debido ser unaapoteosis para el viejo profeta, lacoronación de una cruzada que habíaforzado la admiración del mundo ycambiado el curso de la Historia. No loera. La victoria por la que tantossacrificios había aceptado tenía gusto aceniza.

Al igual que siete meses antes,durante su peregrinación de Año Nuevoa través de las pantanosas regiones deldistrito de Noakhali, el dulce apóstol dela no violencia, se veía asaltado de

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dudas. «No veo claro —había escrito lavíspera—, ¿He conducido al país por uncamino equivocado?» Como solía haceren los momentos de incertidumbre y desufrimiento, Gandhi, al despertar, sehabía vuelto hacia el libro que desdehacía tanto tiempo se había convertidoen su guía, el canto celeste del BhagavadGita. ¿Cuántas veces no le habíanconsolado ya sus versículos?

También hoy, sentado en cuclillas ycon el torso desnudo sobre la estera,Gandhi inauguraba la independencia dela India leyendo el Gita. Rodeado de susdiscípulos, recitaba el primero de losdieciocho diálogos del libro santo, la

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desesperada invocación lanzada aKrishna por el guerrero Arjuna. «En elcampo de la realización del Dharma,sobre el campo sagrado de Kuru, mishombres y los hijos de Pandu se handesplegado ardientes en deseos decombatir. ¿Qué deben hacer, oh,Sanjara?»

Esta pregunta era extrañamenteaplicable a aquella hora patética de lahistoria india.

Le había despertado un ruido tanviejo como la vida: el frote regular de lapiedra contra la piedra. En un patio de

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la aldea de Chatharpur, cerca de NuevaDelhi, un campesino tendido sobre lasentrelazadas cuerdas de un charpoyabrió los ojos. A la ambarina luz de unalámpara de aceite, vio a su esposainclinada sobre un almirez. Con el rostrosemioculto por los pliegues del velo queenvolvía su cuerpo, trituraba el granodel día para la familia.

Como todas las mañanas, la primerapreocupación del campesino Ranjit Lal,de cincuenta y dos años, fue purificarseenjugándose la boca para pronunciar elmantra que le había enseñado su padre:«¡Que el esplendor del sol, que es elesplendor de Dios, venga en nuestra

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ayuda!» «¡Oh, Vishnú —murmuró—,Siva, Sol, Luna, Marte, Mercurio,Júpiter, Venus, Rahu, Ketu, haced que eldía nos sea propicio!» Luego, se levantóy salió del patio para unirse a los demáscampesinos que, a la luz del alba, sedirigían al campo que servía de letrinapública a los tres mil habitantes deChatharpur, uno de los 557.987 pueblosde la India.

La dominación extranjera quefinalizaba en aquel amanecer de agostoapenas inquietaba a estos hombres. Entoda su vida, Ranjit Lal no habíadirigido jamás una sola palabra a unrepresentante de la raza que había

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gobernado su país. Como todos losdemás aldeanos sólo veía un inglés unavez al año, cuando el recaudadorregional de impuestos llegaba aChatharpur para cerciorarse de que laaldea cumplía correctamente con el pagode sus tributos. La única frase que sabíapronunciar en la lengua de los dueños dela India era la que él y sus compañerosempleaban para designar lo que ahora sedisponían a realizar: the cali of nature,«la llamada de la naturaleza». Aunquedenominado con una expresiónextranjera, este acto era objeto deveintitrés draconianas reglas hindúes.Ranjit Lal tenía en la mano una jarra de

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cobre llena de agua. El dhoti que vestíano debía ser nuevo ni estar reciénlavado. El campo hacia el que se dirigíahabía sido elegido en razón de sualejamiento de todo río, pozo,encrucijada, charca, baniano u otroárbol sagrado, así como del templo de laaldea. Al llegar al campo, el campesinose colgó de la oreja izquierda su triplecuerdecilla de brahmán, cubrióse lacabeza con los faldones de su dhoti, sequitó las sandalias y se puso en cuclillaslo más bajo posible. Cualquier otraposición era incorrecta. Ahora debíaobservar un silencio absoluto y no mirarni al Sol, ni a la Luna, ni a las estrellas,

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ni al fuego, ni a un baniano, ni a otrobrahmán, ni al templo de la aldea.

Cuando hubo terminado, Ranjit Lalse incorporó, evitando volver los ojostras de sí, y se lavó los pies y las manoscon el agua de la jarra.

Luego, cuidando de protegerse conla mano izquierda sus partes íntimas, sedirigió a la alberca de la aldea. Para susabluciones, utilizó un puñado de tierracuya naturaleza estaba rigurosamentedeterminada. No debía, bajo ningúnpretexto, provenir de un pastizal, de uncementerio, del recinto de un templo, deun hormiguero, del pie de un árbol, deuna madriguera o de un camino. No

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debía ser salada ni estéril, y no debíaservir a los alfareros. Diluyendo latierra con agua, el campesino limpió,siempre con la mano izquierda, la partemanchada de su cuerpo[37]. Después delo cual, se lavó las manos cinco vecesseguidas empezando por la izquierda,cinco veces también empezando por laizquierda, cinco veces tambiénempezando por la derecha, luego seenjuagó tres veces la boca, poniendobuen cuidado en escupir hacia laizquierda el agua usada. Hecho esto, sehallaba preparado para cumplir lavigésima tercera prescripción queacompañaba a la evacuación cotidiana

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de sus intestinos. Purificó el interior desu cuerpo bebiendo en el hueco de lamano, junto a la muñeca, tres tragos deagua en la que había invocado lapresencia del Ganges.

Completado este rito, Ranjit Lalreemprendió el camino de su casaatravesando la ingrata tierra de loscampos a los que a duras penasarrancaba el sustento para su mujer y sussiete hijos. A la luz del amanecer, podíadistinguir tres banianos cuyos ramajes sedesplegaban como sombrillas sobre unapequeña explanada. Era el lugar decremación de la aldea. Un alminar depiedra se elevaba en la bruma del

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horizonte. A su izquierda, aparecían dosgraciosas cúpulas, ruinas de unametrópoli construida en el siglo XIII porel sultán Aladino, fundador de una de lassiete ciudades de la antigua Delhi.

A menos de treinta kilómetros endirección Norte, en las amplias avenidasde Nueva Delhi, Ranjit Lal y susconciudadanos tenían esa mañana unacita con la Historia. La mayoría de ellosno habían realizado nunca ese cortoviaje. En cincuenta y dos años, RanjitLal solamente lo había hecho una vez,para comprar en la calle de los platerosdel bazar de la Vieja Delhi la pulsera deboda de su hija mayor. Pero hoy, para

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los aldeanos de Chatharpur, como paratodos los de los alrededores, lasdistancias no existían. Brazos múltiplesde un río inmenso, afluían hacia elcorazón de su capital en fiestas paracelebrar en ella la liberación de unacolonización que la mayoría de ellos nisiquiera había conocido.

«Bendita seas, maravillosa aurorade libertad que inunda de oro y púrpurauna antigua capital», cantaba el poeta alas multitudes que anegaban la ciudad.Había caravanas de tongas con suscascabeles tintineando alegremente.

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Había bueyes, con las pezuñas y losjaeces pintados de amarillo, blanco yverde, que tiraban de largos carrosabarrotados de familias desbordantes dejúbilo. Había camiones rebosantes deracimos humanos, con los techos y loscostados decorados con ingenuas yabigarradas pinturas de serpientes, deáguilas, de halcones y de vacas sagradassobre un fondo de montañas nevadas.Las gentes llegaban a lomos de burro, acaballo, en bicicleta, a pie, campesinostocados con turbantes de todos loscolores, mujeres ataviadas contornasolados saris y todo unabigarramiento de alhajas que brillaban

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en sus brazos, en sus tobillos, sus dedosy sus narices.

En esta fraternal e inmensamuchedumbre no existían ya rango, nicasta, ni religión. Brahmanes,intocables, hindúes, sikhs, musulmanes,parsis, anglo-indios, todos reían,cantaban, lloraban.

Ranjit Lal había alquilado por cuatroanna una tonga en que se apiñaban sumujer y sus siete hijos. A su alrededor,oía a volubles campesinos explicar porqué iban todos a Nueva Delhi. «Losingleses se van —gritaba—. Nehru va aizar nuestra bandera. ¡Somos libres!»

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Un toque de trompetas de plataanunció el comienzo de las ceremoniasde la Independia con la entronizacióndel primer gobernador generalconstitucional de la joven nación india.El hombre que iba a prestar juramentoera un inglés, el que acababa de asumirlas más altas funciones de un imperiodestinado por sus fundadores a durar milaños. Con el mismo grave semblante quemostró en Karachi, el bisnieto de lareina Victoria avanzó por la sala deltrono, donde iba a recibir un honorúnico en la historia mundial de ladescolonización. Para LordMountbatten, acababa de comenzar «el

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día más señalado de su vida», el día enque el pueblo indio, al que, no obstante,acababa de devolver su soberanía, leinvitaba a quedarse como su jefesupremo. A su lado, ataviada con unajustado vestido de lamé plateado ysujetos con una diadema los cabelloscastaños, caminaba Edwina, su esposa.Decidido a que «esta jornada sedesarrolle en una última explosión depompa», Mountbatten se había ocupadopersonalmente de los más mínimosdetalles de las ceremonias de laIndependencia, imprimiéndoles surefinamiento y su afición a lafastuosidad. Una escolta de recargados

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uniformes conducían a la real parejahacia los dorados tronos de que habíantomado posesión cinco meses antes.

A su izquierda y derecha, en piesobre un estrado de mármol, se hallabanlos nuevos dueños de la India, Nehruvestido con jodhpur de algodón ychaleco de lino crudo; VallabhbhaiPatel, semejante a un emperador romanocon su dhoti blanco; los demás, tocadoscon el gorro blanco del partido delCongreso. Al situarse junto a losministros, Mountbatten pensóhumorísticamente que todos tenían encomún, por lo menos, una experiencia:la de haber sido huéspedes de las

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cárceles británicas. Ante este nobleareópago de antiguos pupilos de laAdministración penitenciaria de SuMajestad, levantó, pues, su manoderecha para jurar solemnemente serhumilde y fiel servidor de la Indiaindependiente. Los ministros, cuya listahabía olvidado confeccionar Nehru eldía anterior, prestaron a su vezjuramento ante el inglés que había dadola independencia a su país.

En el exterior, las veintiuna salvasque celebraban el acontecimientocomenzaron a retumbar a través de lacapital desbordante de júbilo[38]. Al piede la monumental escalinata de la sala

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del trono, cubierta con una alfombraroja, esperaba la carroza negra y otrofabricada en los talleres londinenses dela «Barker & Co». para la visita real ala India de Jorge V y la reina María.Ante el tiro de seis caballos bayos sehabía desplegado toda la guardiamontada del gobernador general, concentelleantes botas negras, guerrerasblancas de verano ceñidas con tahalíesbordados en oro y turbantes de sedaazul. El cortejo, resplandeciente decolores, se puso en movimiento, losoficiales con el sable desenvainado, losjinetes con las lanzas enhiestas yondeando al viento los estandartes,

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mientras destellaban al sol los clarines.Cuatro escuadrones reunidos en unmágico espejo de luces iniciaban lamarcha para el último espectáculo de unviejo álbum de glorias y el primerdesfile de la India independiente. LordMountbatten, de pie en el landó,saludaba a la doble fila de guardias acaballo que rendían honores hasta lasverjas del palacio.

Afuera, esperaba la India. Una Indiacomo ningún inglés había podidocontemplar en tres siglos decolonización. Su verdadera dimensiónhabía sido siempre la desmesura de susmultitudes, pero jamás un océano

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semejante había inundado Nueva Delhi.El cortejo no tardó en ser desbordado ylos caballos de la guardia obligados apiafar. El protocolo, calcado en lastradiciones de otra India, fue barrido,engullido por la India nueva, masatriunfante que sumergía el oro y lapúrpura en el torbellino de millares demorenas cabezas.

«Las cadenas caen a mi alrededor»,pensó el periodista sikh que la nocheanterior había saludado laIndependencia abrazando a unaestudiante musulmana de Medicina.Recordó que un día, en su infancia, unescolar inglés le había expulsado de una

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acera. «Nadie podrá ya hacerme eso»,pensó. A su alrededor no veía ya pobresni ricos, intocables o señores, abogadoso empleados de Banco, ni coolies nirateros. Había solamente gentes felicesque se abrazaban y se interpelaban algrito de Azad, Sahibl, «¡Somos libres,señor!». «Era como si todo el mundohubiese recuperado de repente su casa»,recuerda otro testigo. Al ver la banderade su país ondear por primera vez sobreel pabellón de oficiales de Nueva Delhi,el mayor indio Ashwini Dubey pensaba:«En este pabellón en que hemos sidoobjeto de abusos y malos tratos no habráya más que camaradas indios por encima

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de nosotros».Ante la misma bandera, Sulochama

Pahdi, una estudiante de dieciséis años,compartía con millones de jóvenes «laimpresión de hacerse adulta al mismotiempo que su país». Recordó un versode William Wordsworth, aprendido enlos bancos de la escuela británica: «Québello es estar vivo en este amanecer —murmuró—, y ser joven es el paraíso».

Para muchos indios, la palabramágica de Independencia significaba elnacimiento de un mundo nuevo. RanjitLal, el campesino de Chatharpur,aseguró a sus hijos que nunca lesfaltarían los alimentos. En nombre de la

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flamante libertad, algunos creyeron quea partir de entonces todo era gratuito ypermitido. Así, un mendigo penetró en latribuna reservada a los diplomáticos. Alpedirle un policía la invitación,respondió asombrado:

—¿Mi invitación? ¿Por qué iba anecesitar invitación? Tengo miindependencia. Eso basta.

Idénticas escenas de júbilo sedesarrollaban en todo el país. EnCalcuta, una multitud llegada de losbarrios de chabolas se precipitó en elpalacio de los antiguos gobernadores

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británicos, mientras Sir FrederickBurrows y su esposa estaban todavíadesayunando en él. Indios que nuncahabían dormido más que sobre lascuerdas de un charpoy, cuando no sobreel mismo suelo, celebraron laindependencia saltando como niñossobre la cama en que durmierongeneraciones de gobernadoresbritánicos. Otros expresaron su alegríaapuñalando con la punta de su paraguaslos retratos de los antiguos dueños de laIndia.

En Bombay, la muchedumbre seprecipitó en el templo de la eleganciaimperial, el hotel «Taj Mahal». En

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Madrás, los indios de negra piel propiade las gentes del Sur desfilaron durantetodo el día a lo largo del muelle paracontemplar con orgullo la bandera queondeaba sobre el fuerte San Jorge,primera fortaleza de la East IndiaTrading Company británica. En Surat,docenas de empavesados velerosparticiparon en una regata de laIndependencia en la bahía en que elcapitán del galeón Hector habíainaugurado la epopeya india.

Esta jornada aportó una libertad mástangible aún a una cierta categoría deciudadanos. Una amnistía general abriólas puertas de las cárceles a millares de

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presos políticos. Se conmutaron penasde muerte. Hasta los animales resultaronbeneficiados, ya que ese díapermanecieron cerrados todos losmataderos. La India mística, la India delos faquires y, de las leyendas, participóen la fiesta. Se cuenta que enTirukalinkunram, en el Sur, las doságuilas blancas que diariamente, alllegar a mediodía desde Benarés, selanzan en picado desde las alturas paracomer en las manos del sacerdote deltemplo, celebraron el acontecimientobatiendo alegremente las alas. En lajungla de Madura, cerca de Madrás, lossadhu se entregaron a espectaculares

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demostraciones. Suspendidos de garfioshincados en la espalda, dedicaron susacrificio a la independencia de laIndia… y recogieron al mismo tiempouna abundante cosecha de limosnas.

La jornada se caracterizó por unabuena voluntad general hacia losingleses y por la dignidad con que estosúltimos participaron en las ceremonias.En Shillong, el coronel británico quemandaba los tiradores de los AssamRifles se escabulló discretamente paradejar a su adjunto indio el honor depresidir el desfile de la Independencia.Peter Bullock, director de la inmensaplantación de té de Chuba, cerca de la

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frontera birmana, dio vacaciones a sus1.500 obreros y les ofreció una granfiesta, cuando la mayoría de ellos noconocían el motivo.

Hubo excepciones. En Simla, laseñora Maud Penn Montague se negó aabandonar la casa en la que tantas cenasy bailes había dado. Nacida, como supadre, en la península, consideraba laIndia como su única patria. A excepciónde cinco años de colegio en Inglaterra,había pasado allí toda su vida. A unamigo que le sugería que había llegadoel momento de marcharse, le replicó:«Mi querido amigo, ¿qué iba a hacer yoen Inglaterra? Ni siquiera sé hacer

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hervir el agua para el té». Así, mientrasla antigua capital de verano del Imperiose abandonaba a la alegría, ellapermaneció llorando en su casa, incapazde ver subir otra bandera al mástil enque había ondeado su querida UnionJack.

Para el Pakistán, el 15 de agostoresultaba un día particularmentefavorable. Era el último viernes del mesdel Ramadán. Las fiestas glorificabancasi tanto al padre del Pakistán como elnacimiento del propio Estado. Lafotografía y el nombre de Jinnahaparecían por todas partes, en lasventanas, en los bazares, en las tiendas,

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en lo alto de los gigantescos arcos detriunfo erigidos sobre las avenidas. Unanuncio insertado en el Pakistan Timesdeclaraba incluso que «por medio de lavoz de sus guardianes, los camellos ylos tigres del Zoo de Lahore seasociaban a la alegría general paraenviar sus votos al Quaid-i-Azam yproclamar Pakistan Zindabad». EnDacca, capital del Pakistán oriental,donde «el gran dirigente» no habíapuesto jamás los pies, su retratoadornaba todos los escaparates.

Jinnah, por su parte, celebró estajornada de apoteosis apoderándose detodos los resortes de mando del Estado.

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Durante los pocos meses que lequedaban de vida, el que tanardientemente había proclamado suvoluntad de respetar las reglasconstitucionales, gobernaría como undictador. El miembro más próximo de sufamilia no estaba, sin embargo, a sulado, para compartir su triunfo. Aochocientos kilómetros de Karachi, en elbalcón de un piso de Colaba, uno de losbarrios más elegantes de Bombay, unajoven había adornado su balcón con dosbanderas, una india y la otra pakistani.Su yuxtaposición simbolizaba el dilemaque la independencia representaba paratantos musulmanes. Dina, hija única de

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Mohammed Ali Jinnah, aún no habíapodido elegir entre su tierra natal y lanación islámica creada por su padre.

Conscientes del drama que seperfilaba tras la euforia de este día,numerosos indios fueron incapaces decompartir la alegría de sus compatriotas.En Luchnow, Anis Kidwai recordaríasiempre el incongruente espectáculo dela multitud que cantaba su alegríaagitando banderas al lado de personasque sollozaban porque acababan deenterarse de la muerte de ascendientessuyos degollados en el Penjab.

El abogado sikh Khuswant Singh,oriundo de Lahore, permaneció

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indiferente frente al desenfreno de lasdelirantes multitudes de Nueva Delhi.«No tenía ninguna razón para alegrarme—recuerda con amargura—. Para mí,como para millones de personas, laindependencia entrañaba una tragedia.El Penjab había sido mutilado, y yo lohabía perdido todo».

En el Penjab, ese día glorioso era undía de horror. En Amritsar, mientras lasnuevas autoridades procedían a unrápido izar de banderas en la antiguafortaleza mogol, los sikhs devastaban unbarrio musulmán. Asesinaron sin piedad

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a los hombres, arrancaron los vestidos alas mujeres, las violaron y lasarrastraron por toda la ciudad hasta elTemplo de Oro antes de degollarlas. Enel Estado de Patiala, antaño gobernadopor Bhupinder Singh el Magnífico,bandas de sikhs merodeaban por elcampo al acecho de refugiadosmusulmanes que huían hacia el Pakistán.El príncipe Balindra Singh, hermano delmaharajá, encontró a uno de estosgrupos armados de enormes kirpan, sussables tradicionales. Les suplicó quevolvieran a sus trabajos.

—Es el tiempo de la siega —dijo—.Deberíais volver a vuestras casas y

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cortar las mieses.—Primero tenemos otras mieses que

cortar —replicó el cabecilla, haciendovoltear su kirpan.

El edificio de ladrillos de laestación de Amritsar se habíaconvertido en un verdadero campo derefugiados. Los millares de hindúes quehuían del Penjab occidental habíaninvadido las salas de espera, lastaquillas, las oficinas, los andenes,acechando la llegada de cada tren enespera de encontrar a los miembros desus familias.

A última hora de la tarde del 15 deagosto, el jefe de estación Chani Singh

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se abrió paso por entre estasobreexcitada multitud, apoyándose enla autoridad que le confería su gorraazul y la bandera roja que enarbolaba enla mano. Chani Singh sabía de antemanola escena que se produciría a la llegadadel expreso número 10. Ocurría lomismo con todos los trenes. Hombres ymujeres se arrojaban sobre lasventanillas y las portezuelas de losvagones de tercera clase en angustiadabúsqueda de un niño perdido en lahuida, gritando nombres, abrazándose enmedio de crisis de desesperación. Lasgentes corrían de vagón en vagón,llamando a sus padres o buscando a

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alguien de su pueblo que pudiera darlesnoticias. Había niños que llorabanabandonados en medio de paquetes yfardos, y otros, nacidos durante eléxodo, que continuarían en estaconfusión mamando del seno de sumadre bañada en lágrimas.

Chani Singh logró llegar al extremodel andén y bajó su bandera en cuantoapareció la locomotora. Un detalle lellamó la atención. Cuatro soldadosarmados montaban guardia alrededor delmaquinista. Cuando se apagó el silbidodel vapor y el chirriar de los frenos, eljefe de estación comprendió que algoinsólito pasaba en el expreso número

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10. Un petrificado silencio habíadescendido sobre el andén. Chani Singhinspeccionó la hilera de los ochovagones. Todas las ventanillas de loscompartimientos estaban bajadas. Perono se veía ningún viajero. Ni una solaportezuela estaba abierta. Nadiedescendía de los vagones. En la estaciónde Amritsar, acababa de entrar un trende fantasmas. El jefe de estación abrióuna portezuela y subió al interior, paradescubrir allí un amontonamiento decuerpos degollados, despanzurrados,con los cráneos reventados. Piernas,brazos, troncos cubrían los pasillos. Deun montón de cadáveres salió un

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ahogado gemido. Chani Singh exclamóal instante: «Estáis en Amritsar, aquítodos somos hindúes y sikhs. Está laPolicía, no tengáis miedo». Variosheridos rebulleron entonces débilmente.La pesadilla quedaría grabada parasiempre en la memoria del jefe deestación. Una mujer recogió la cabezade su marido en medio de un charco desangre y, gritando, la estrechó entre susbrazos. Unos niños se aferraron a susmadres asesinadas; hombres, locos dedolor, retiraron de un montón decadáveres los cuerpos mutilados de sushijos. Aturdido, el jefe de estacióncorría de un vagón a otro. En todos los

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compartimientos el espectáculo era elmismo. En el último le vencieron lasnáuseas y empezó a vomitar. Asfixiadopor el hedor que despedían loscadáveres, cerró los ojos, preguntándose«cómo habían podido permitir losdioses semejante horror».

Cuando levantó la cabeza, descubrióen el costado del último coche, pintadacon grandes letras blancas, la firma delos asesinos. Leyó: «Este tren es nuestroregalo de Independencia a Nehru».

En Calcuta, con sus oraciones y surueca, Gandhi había conseguido aplacar

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a los barrios de chabolas, donde seesperaba un estallido de violenciasuperior en magnitud y en horror a lospeores acontecimientos del Penjab. Serealizaba el milagro que había dejadopresagiar la procesión nocturna de lavíspera hacia Hydari Mansion. A travésde toda la ciudad, que un año antes sehallaba cubierta por las víctimas de lajornada de acción directa de Jinnah,musulmanes e hindúes desfilaban juntos.Era, observó Pyarelal Nayar, secretariodel Mahatma, «como si, después de losnegros nubarrones de un año de locura,luciera de nuevo el sol de la razón y dela buena voluntad». Este inimaginable

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cambio se había acelerado al amanecercon la llegada a Hydari Mansion de unnuevo desfile, compuesto éste demuchachas musulmanas e hindúes.Habían caminado durante toda la nochepara obtener el darsan de Gandhi. Suvisita era la primera de un torrente deperegrinos que convergieron durantetodo el día hacia su destartalada casa.Cada media hora, el Mahatma se veíaobligado a interrumpir la meditación ysu trabajo en la rueca para mostrarse ala multitud. Considerando este día comoun día de duelo, no había preparadoningún mensaje de felicitación al puebloque él había conducido a la libertad.

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A un grupo de responsablespolíticos que acudieron en busca de subendición, declaró: «Desconfiad delpoder, pues el poder corrompe. Nocaigáis en sus trampas. No olvidéis quevuestra misión es servir a los pobres delas aldeas de la India».

Esa tarde, treinta mil personas —tres veces más que la víspera—acudieron en un concierto de caracolaspara asistir a la oración pública deGandhi. Éste les habló desde un estradode madera apresuradamente levantadoen un solar próximo, y les dio lasgracias por la victoria de Calcuta.Deseó que su ejemplo inspirase a sus

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compatriotas del Penjab.—Cuando se ha bebido la copa

envenenada del odio, el néctar de laamistad debería parecer más dulce aún—declaró.

Con el rostro demacrado por lafatiga de un ayuno de veinticuatro horas,algo desacostumbrado en él, SayyidSuhrawardy se dirigió luego a lospresentes. El que era el jefe indiscutidode los musulmanes de Calcuta pidió alas entremezcladas multitudes quesellaran su reconciliación gritando conél: Jai Hind\, «¡Viva la India!».

Después de lo cual, los dos hombresrecorrieron la ciudad en el viejo

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«Chevrolet» de Gandhi. Esta vez, nofueron acogidos con piedras e insultos.En todas las esquinas, lasmuchedumbres entusiastas rociaban elcoche con agua de rosas proclamando sugratitud: «Gandhiji, tú eres nuestrosalvador».

La ceremonia celebrada en un solarde Poona, a ciento ochenta kilómetros alsudeste de Bombay, era semejante amillares de otras que tenían lugar este15 de agosto de 1947 en el nuevodominio de la India. Era el acto de izarlas banderas. Un detalle diferenciaba,

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sin embargo, el ritual observado enPoona. La bandera que ascendíalentamente por el improvisado mástilplantado en medio de un grupo dequinientos hombres, no era la banderade la India independiente. Era untriángulo anaranjado en el que destacabael símbolo que había aterrorizado aEuropa durante diez años: la esvástica.Esta cruz gamada figuraba en elestandarte de Poona por la misma razónque había aparecido en las banderas delTercer Reich de Hitler. Era un símbolosolar y cósmico introducido en la Indiapor los conquistadores arios llegadosdel Noroeste más de tres mil años antes.

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Los hombres reunidos en Poonapertenecían al R.S.S.S., el movimientohindú parafascista, algunos de cuyosmiembros habían recibido orden deasesinar a Jinnah en Karachi cuarenta yocho horas antes. Hindúes fanáticos,tenían por lo menos un punto común conel profeta de la no violencia: tambiénellos se sentían abrumados por ladivisión de la India. Pero ahí cesaba lacoincidencia. Odiaban a Gandhi y suacción. El héroe nacional de la Indiaera, a sus ojos, enemigo declarado delhinduismo.

Su movimiento se fundaba en unviejo sueño histórico, el de reconstruir

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un gran imperio hindú que fuera desdelas fuentes del Indo hasta el caboComorin. Consideraban la doctrina deno violencia como una filosofía decobardes, apta para corromper la fuerzade carácter de los pueblos hindúes. Nohabía lugar alguno en su ideario para lafraternidad y la tolerancia hacia laminoría musulmana de la India. En sucalidad de hindúes, se consideraban losúnicos sucesores de los conquistadoresarios y, por consiguiente, lospropietarios legítimos del país. Segúnellos, los musulmanes no eran más quelos descendientes de una tribu deusurpadores, la de los mogoles. Pero

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había sobre todo un pecado que nuncapodrían perdonar al viejo liberador dela India. Esta acusación constituía por símisma una cruel ironía. Consideraban aGandhi —único político indio que, sinembargo, se había opuesto a ella hasta elfin— el responsable de la partición dela India.

El hombre que presidía laconcentración de Poona era unperiodista. Nathuram Godse acababa decumplir los treinta y siete años, pero susmofletes de niño le daban un aire másjoven. Sus grandes ojos inocentesllamaban la atención por la intensidadde la mirada y por una especie de

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melancolía que acentuaba la mueca desus labios. De un natural tímido yreservado, Godse se inflamaba en laacción. Esa misma mañana habíaexpresado, a su manera, los sentimientosque le inspiraba la independencia de laIndia en la primera plana del periódicoque dirigía, el Hindu Rashtra (LaNación Hindú). El espacio reservado asu editorial cotidiano había sido dejadoen blanco y enmarcado por una orlanegra de luto.

Al pie de la bandera, se mostró másexplícito aún. Las ceremonias de laIndependencia en todo el país, explicó,no eran sino «un camuflaje destinado a

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ocultar al pueblo el hecho de quecentenares de hindúes están siendo yaasesinados, y centenares de mujeressecuestradas y violadas. La vivisecciónde la India es una calamidad quecondena a millones de indios a horriblessufrimientos». Y eso era «obra delpartido del Congreso y, ante todo, de sujefe, Gandhi».

Al término de la arenga, NathuramGodse invitó a sus tropas a saludar elemblema de su movimiento. Luego, conel pulgar de la mano derecha apuntandoal corazón y la palma vuelta hacia elsuelo, prestaron juramento: «Juro a lapatria que me ha dado la vida y en la

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que he crecido, que mi cuerpo estádispuesto a morir por su causa». Anteestas palabras, Nathuram Godse sesintió invadido una vez más por unaoleada de orgullo. Durante toda su vidano había conocido sino el fracaso, tantoen la escuela como en la media docenade oficios que había ejercido. Todo lehabía salido mal, hasta el día que abrazóla doctrina extremista del R.S.S.S.Impregnándose de sus enseñanzas y desu literatura, aprendiendo a escribir y ahablar en público, se convirtió en uno delos mejores polemistas del movimiento.Y, ahora, se proponía asumir un nuevopapel, de carácter místico esta vez. Él

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sería el vengador de la India,limpiándola de los enemigos de unaresurrección hindú.

De todas las grandiosas ceremoniasque celebraron la Independencia enNueva Delhi, la más conmovedora fue,sin duda, una merienda infantil en la quela familia Mountbatten se mezcló sinprotocolos con millares de jóvenesindios, símbolos de la nueva India.

Sin embargo, el recuerdo másespectacular dejado por esta jornada del15 de agosto de 1947 sería el acto deizar la bandera india en la capital, a las

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cinco de la tarde, en la explanadapróxima al arco de greda amarilladedicado a los noventa mil indiosmuertos por el Imperio británico durantela Primera Guerra Mundial.

Los colaboradores de LordMountbatten habían previsto lapresencia de treinta mil indios. Seequivocaron en medio millón. Nadiehabía visto jamás nada parecido aaquella marea humana que se derramabasobre la capital. Surgiendo de todaspartes, las masas que habían convergidoen la ciudad por la mañana engullían lapequeña tribuna levantada junto almástil. Parecía, recuerda un testigo, «un

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pontón zarandeado por un océanoenfurecido». Las barreras, las cuerdasdestinadas a canalizar los espectadores,los recintos reservados, los policías,todo había sido arrastrado por lairresistible marea humana. Perdido enesta masa en movimiento, Ranjit Lal, elcampesino que salió al amanecer de sualdea de Chatharpur, pensó quesolamente se podían congregar talesmultitudes para los Kurnbha mela, lasgrandes peregrinaciones a las orillas delGanges. La muchedumbre era tancompacta que ni él, ni su mujer ni sushijos podían mover los brazos, hasta elpunto de verse en la imposibilidad de

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comer los chapati que habían llevado.Muriel Watson y Elizabeth Ward, las

dos ayudantes de Lady Mountbatten,llegaron poco antes de las cinco. Sehabían puesto elegantes vestidos decóctel, con guantes blancos hasta loscodos y sombreritos de plumasmulticolores. En seguida fueronabsorbidas por los remolinos,levantadas del suelo, arrastradas por eloleaje. Agarrándose una a otra,desaparecidos sus sombreros y con losvestidos desgarrados, lucharondesesperadamente para no quedarasfixiadas. Por primera vez en su vida,Elizabeth Ward, que, no obstante, había

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acompañado a Lady Mountbatten entantas misiones peligrosas, se sintiópresa del pánico.

—Nos van a pisotear —gritó a suamiga.

—Gracias a Dios, están descalzos—la tranquilizó Muriel Watson.

Pamela Mountbatten, de diecisieteaños, llegó a la explanada acompañadade dos amigos de su padre. Con grandesesfuerzos, los tres se abrieron paso endirección a la pequeña tribuna oficial. Amenos de cincuenta metros, tropezaroncon un muro infranqueable de personassentadas en el suelo.

Al ver a la muchacha desde la

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plataforma en que ya se encontraba,Nehru le gritó que se acercase pasandopor encima de los que estaban sentadosen tierra.

—¡Imposible! Llevo zapatos detacón.

—¡Quíteselos!—Oh, nunca me atrevería —se

rebeló Pamela.—Entonces, consérvelos puestos —

se impacientó Nehru—, y camine,simplemente, sobre la gente. Nadie diránada.

—¡Pero los tacones los van a herir!—Déjese de chiquilladas —gritó

Nehru—, descálcese y venga de prisa.

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Con un suspiro de impotencia, lahija del último virrey de la India sequitó sus escarpines y se dispuso a pasarpor encima de la alfombra humana quela separaba de la tribuna. En el buenhumor general, un bosque de brazos seelevó inmediatamente hacia ella parafacilitar su acrobático avance.

En el instante en que los turbantes delos jinetes de la escolta del primergobernador general de la India surgieronpor encima de las cabezas, una olainterna levantó literalmente a lamultitud. Mientras observaba el lentoavance de la carroza de sus padres,Pamela Mountbatten fue testigo de un

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espectáculo increíble. Había allímillares de mujeres con niños en brazos.Temiendo ver a sus hijos aplastados porlos apretones, tomaron una iniciativadesesperada. Los lanzaron al espaciolibre que se abría sobre sus cabezas,volviéndolos a echar al aire comopelotas cuando caían de nuevo. En unmomento, el cielo quedó lleno demillares de niños. «Dios mío —pensó lajoven inglesa, estupefacta—, lluevenniños».

Mountbatten comprendió al instanteque no existía la más mínimaposibilidad de ver respetado elprotocolo previsto para el acto de izar

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la bandera. Ni siquiera podía bajar desu landó.

—Hay que izar la bandera —le gritóa Nehru—. Al diablo la música. Labanda está bloqueada con la guardia dehonor.

A pesar del confuso rumor queemanaba de la muchedumbre, su voz fueoída en la tribuna. El emblema amarillo,blanco y verde de una India libre seelevó al punto, mientras, en pie en sucarroza, lo saludaba el bisnieto de lareina Victoria.

Al aparecer la bandera, una frenéticaovación brotó de quinientos mil pechos.En el júbilo de este instante, la India

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olvidaba la derrota de Plassey, larepresión de los sublevados de 1857, lamatanza de Amritsar. Olvidaba lashumillaciones de la ley marcial, lascargas de los policías, el torbellino desus lathi, las ejecuciones de los mártiresde la Independencia.

Tres siglos de sufrimientos sedesvanecían en la desbordante alegría.Hasta los propios cielos parecían quererbendecir el acontecimiento. Al llegar alo alto del mástil, la bandera quedóaureolada por un arco iris, el arco deldios Indra que une el cielo y la tierra.Para este pueblo atento al lenguaje delmás allá y respetuoso hacia las

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voluntades celestes, este signo no podíaser sino la manifestación de la presenciadivina: el anaranjado, el amarillo y elverde del espectro solar daban unadimensión universal a su bandera.

—Si el propio Dios nos envía estepresagio —exclamó una voz—, ¿quiénpodrá interponerse en nuestro camino?

El regreso de Louis y EdwinaMountbatten al palacio iba a hacerlesvivir una experiencia inolvidable. Sucarroza semejaba una balsa arrojada amerced de las olas de la exuberantemultitud. Llevado de brazo en brazo por

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sus exultantes compatriotas, Nehru logróreunirse con ellos. Parecía, pensóMountbatten, «una especie de gigantescaromería de casi un millón de personasque se divierten como no se handivertido jamás en toda su vida». Estaexplosión de alegría espontánea eincontrolable reflejaba la verdaderasignificación de esta jornada. De pie enmedio del bosque de manos que setendían hacia él, Mountbatten buscaba ellímite de este océano de cabezas; lepareció infinito. Por lejos que dirigierasu mirada, seguía encontrando lamuchedumbre. Tres veces seguidas, elgobernador general y su esposa se

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inclinaron para levantar a una mujer queestaba a punto de caer bajo las ruedasdel carruaje. Instaladas sobre loscojines de cuero negro confeccionadospara el rey y la reina de Inglaterra, lastres náufragas atravesaron maravilladasla multitud, al lado del último virrey yde la última virreina de la India.

Mas, por encima de todo, para Louisy Edwina Mountbatten, el recuerdo deesta jornada permanecería asociado a ungrito, un grito vibrante eincansablemente repetido. Ningún ingléshabía tenido antes que ellos el privilegiode suscitar un homenaje tan pleno deemoción y de sinceridad. Silabeadas

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como salvas triunfales, estallaron sincesar las aclamaciones de la multitud:Mountbatten ki Jai! («¡VivaMountbatten!»)

A diez mil kilómetros de lasexultantes multitudes de Nueva Delhi, enel corazón de las Highlands de Escocia,un automóvil oficial penetró ese día enel patio del castillo de Balmoral. Supasajero fue introducido en el despachode trabajo donde le esperaba el reyJorge VI. El conde de Listowel, últimosecretario de Estado para Asuntosindios, informó oficialmente a Su

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Majestad que Gran Bretaña habíatransmitido sus poderes a lasautoridades indias. Este acto modificabairrevocablemente el carácter del reinadodel monarca británico: a partir deentonces, ya no tenía derecho al título deRex Imperator.

Quedaba por realizar una últimaformalidad para ratificar este cambio. Elministro debía restituir al rey los sellosque habían sido las garantías de sucargo, la encarnación de los lazos queunían el Imperio de la India con laCorona británica. Por desgracia, estossellos no existían. Alguien los habíaextraviado hacía mucho tiempo. El único

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recuerdo que el último secretario deEstado para Asuntos indios podíaofrecer al soberano de este Imperio quejamás visitó era una respetuosainclinación de cabeza y el simbólicoademán de tenderle la mano.

Sobre la capital de la India salía elcrepúsculo, al mismo tiempo que volvíaa posarse el polvo levantado por unmillón de pies. Las multitudescontinuaban recorriendo las callescantando, gritando y abrazándose. En laVieja Delhi, junto a las murallas delFuerte Rojo, millares de alborozados

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indios participaban en un gigantescocarnaval de encantadores de serpientes,malabaristas, echadores de labuenaventura, osos sabios, luchadores,músicos, trasagables, faquires que seatravesaban las mejillas con alfileres.Otros salían por millares de la ciudad eninterminables caravanas multicolores yregresaban hacia sus aldeas. Ranjit Lal,el campesino brahmán de Chatharpur, sehallaba entre éstos. Con gran cólera porsu parte, el cochero de tonga que habíapedido por la mañana cuatro anna porllevarle a Nueva Delhi, exigía ahoraocho veces más por devolverle a sucasa. Considerando que eso era pagar

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muy cara la libertad, Ranjit Lal y sufamilia hicieron a pie los treintakilómetros del trayecto.

Solos por fin en sus aposentosprivados, Louis y Edwina Mountbattencayeron uno en brazos del otro. Estabanresplandecientes de felicidad y deemoción. La rueda de su destinoacababa de describir un giro completo.En las calles de la ciudad que, un cuartode siglo antes, había visto nacer suamor, acababan de compartir la mismaapoteosis. Aunque había saboreado ya laembriaguez de recibir la capitulación de750.000 japoneses, jamás viviría elalmirante un momento comparable a la

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desenfrenada celebración del fin de laguerra, pensaba Mountbatten, auncuando esta vez se tratase «de unaguerra ganada por las dos partes, unaguerra sin vencidos».

El día siguiente por la mañana, sepresentó en la puerta del número 10 deDowning Street un visitante que llegabade Nueva Delhi. El Primer MinistroClement Attlee tenía todas las razonespara estar satisfecho. La independenciade la India había estado acompañada demanifestaciones de buena voluntad haciala Gran Bretaña que nadie hubiera

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podido esperar seis meses antes.Comparando la actitud de Inglaterra conla de los Países Bajos en Indonesia y deFrancia en Indochina, una personalidadindia había observado: «No podemospor menos de admirar el valor y elsentido político del pueblo británico».

Louis Mountbatten, sin embargo,había enviado a Londres a su secretarioparticular, George Abell, para poner aAttlee en guardia contra las falsasesperanzas que podían suscitar talesdeclaraciones. El modo en que se habíaresuelto la cuestión de la independencia,declaró George Abell al PrimerMinistro, constituía un triunfo tanto para

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su Gobierno como para el hombre quehabía designado virrey, pero no habíaque congratularse demasiado pronto,recomendó, ni demasiadoostensiblemente, pues la división delsubcontinente indio iba a originarineluctablemente «el más espantosobaño de sangre».

Attlee dio unas cuantas chupadas asu pipa e inclinó tristemente la cabeza.«Tranquilícese —prometió—, de aquíno saldrá ninguna declaraciónaltisonante». No se hacía «ningunailusión». Se había conseguido algogigantesco, pero también él sabía quehabría que pagar su precio.

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En Nueva Delhi, había llegado elmomento de abrir la caja de Pandora.Antes de entregarlos a sus destinatarios,Lord Mountbatten contempló una vezmás los dos grandes sobres amarillos.Cada uno de ellos contenía un juego denuevos mapas geográficos de lapenínsula, así como una docena defolios mecanografiados. Eran losúltimos documentos oficiales queInglaterra legaría a la India, los últimoseslabones de una larga cadena que habíacomenzado por la concesión de la cartareal de Isabel I a la East India TradingCompany en 1599 y culminado en la ley

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sancionada hacía menos de un mes conlas palabras rituales «le Roi le Veult» .Ninguno de los textos había tenidoconsecuencias comparables a las queiban a producir estos dos últimosdocumentos.

Mountbatten remitió uno de lossobres a Jawaharlal Nehru, PrimerMinistro de la India, y el otro LiaquatAli Khan, Primer Ministro del Pakistán,y les propuso que estudiaran sucontenido con sus colaboradores antesde venir a discutirlo con él.

La cólera que abrasaba los rostrosde los dos jefes de Gobierno después deeste examen convenció a Mountbatten de

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la perfecta imparcialidad observada porel autor de la partición de la India.Ambos hombres parecían tan locos defuror uno como el otro. No bien sehubieron sentado, estallaron en unatempestad de protestas. Se habíadesvanecido la euforia de laIndependencia.

Al cortar el mapa de la India, SirCyril Radcliffe había respetadorigurosamente las instruccionesrecibidas. Salvo pocas e insignificantesexcepciones, había trazado la fronteraasignando a los indios las zonas de

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mayoría hindú y a los paquistaníes lasde mayoría musulmana. Sobre el papel,el resultado aún podía pareceraceptable. En la realidad, era undesastre.

En Bengala, la línea divisoriaamenazaba condenar a cada una de lasdos partes a la ruina económica.Mientras que el 85 por ciento del yutemundial crecía en la zona asignada alPakistán, no había una sola fábrica detransformación en su territorio. La Indiase encontraba, en cambio, con más de uncentenar de fábricas y con el únicopuerto de exportación, Calcuta, pero sinyute.

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En el Penjab, la frontera deRadcliffe concedía la ciudad de Lahoreal Pakistán, y la de Amritsar, con suTemplo de Oro, a la India, cortando endos las tierras y las poblaciones de unade las comunidades más militantes y másunidas de la India, los sikhs. Empujadospor la desesperación, éstos habrían deconvertirse en los principales actores dela tragedia del Penjab.

Una grave controversia debíasobrevenir a propósito del pequeñonúcleo de población de Gurdaspur,acurrucado al pie del Himalaya, en elextremo norte del Penjab. A fin depermitir que su frontera siguiese en este

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punto el límite natural de un río,Radcliffe situó la pequeña ciudad,poblada en su mayoría por musulmanes,y las pocas aldeas que la rodeaban, dellado de la Unión India de Nehru,negándose a crear un enclave paquistaníen territorio indis. Noventa millones demusulmanes no le perdonarían jamásesta decisión. Pues, si, por el contrario,Radcliffe hubiera asignado Gurdaspur alPakistán, el Estado de Mohammed AliJinnah no habría ganado solamente unascuantas casas de barro y paja. AGurdaspur habría venido fatalmente aañadirse un día u otro el valle encantadocuyo nombre había inspirado las últimas

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palabras del emperador mogol,Jehangie, en su lecho de muerte:«Cachemira, oh, Cachemira». Sin elpaso que permitiría Gurdaspur al pie delHimalaya, la India no habría poseído, enefecto, ninguna vía de acceso terrestrehacia Cachemira, y su maharaja hindú,todavía indeciso, no habría tenido másopción que ligar el destino de su Estadoal Pakistán. Inconscientemente, el bisturídel jurista británico ofrecería, así, a laIndia la ocasión de absorber un díaCachemira.

El hombre a quien se había confiado

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la vivisección de la India porque loignoraba todo acerca de sus problemas,escrutaba desde lo alto del cielo lospaisajes que acababa de dividir.Rodeado de severas medidas deseguridad, Sir Cyril Radcliffe regresabaa Inglaterra. La última tarea del jovenfuncionario que le acompañaba habíasido registrar minuciosamente su aviónen previsión de que hubiera sidocolocada una bomba. Sumido en suspensamientos, el jurista británicocontemplaba a través de la ventanilla lainfinita extensión de los campos de trigoy de caña de azúcar del Penjab. Sabíamejor que nadie la consternación y la

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desgracia que sus trazos de lápizprovocarían. Desgraciadamente, noexistía ningún trazado ideal que hubierapodido evitar este cúmulo de angustia yde sufrimientos. Las razones queconducían inexorablemente al Penjab yBengala a la tragedia existían muchoantes de que Sir Cyril Radcliffe hubierasido arrancado de su despacholondinense. Sabía con certeza que sutrabajo desembocaría en la destruccióny la violencia. Y, con la misma certeza,sabía que se le haría responsable a él deesta tragedia.

Cuando le confiaron esta misión,tanto Nehru como Jinnah habían

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prometido aceptar sus decisiones yhacerlas aplicar. Pero los dos hombresse habían apresurado a condenarlas.Pocos días después, disgustado,Radcliffe contestaría a su actitud con laúnica respuesta que estaba en su mano:rechazaría las dos mil libras esterlinasque representaban el salario propuestopara la más compleja particióngeográfica de los tiempos modernos.

Imperceptible a la mirada deRadcliffe, comenzaba la más grandemigración de la historia de laHumanidad. Las primeras filas de

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refugiados del Penjab se apresurabanpor los senderos, a lo largo de loscanales, a través de los campos, hacia elardiente asfalto de la Grand TrunkRoad. Pocas horas después, lapublicación del informe de Sir CyrilRadcliffe añadiría una nueva dimensióna los horrores que amenazaban a estaprovincia. Aldeas cuyos habitantesmusulmanes habían saludado conentusiasmo el nacimiento del Pakistán seencontrarían en la India. En otroslugares, sikhs que creyeron celebrar ensus gurudwara la unión de su poblado ala India, deberían la vida sólo a unadesenfrenada huida al otro lado de la

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frontera, más allá de los campos quesiempre habían cultivado.

No tardaron en aparecer algunos delos absurdos a los que la urgencia habíacondenado al jurista británico. Canalesde riego tenían sus compuertas dealimentación en un país y su red dedistribución en el otro. La fronteraatravesaba a veces el centro de unaaldea. Ocurría, incluso que cortase endos una casa, dejando la puerta deentrada en el lado indio, y la ventana dela fachada posterior abierta sobre elPakistán.

Todas las cárceles del Penjabquedaron en el Pakistán, así como su

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único manicomio. En una súbita crisisde lucidez, los internados hindúes ysikhs del establecimiento suplicarondesesperadamente a sus enfermeros quelos trasladaran a la India para escaparde los musulmanes, que no dejarían deasesinarles. Los médicos mostraronmenos clarividencia que ellos.Rechazaron su súplica.

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XIII

«NUESTROS PUEBLOSHAN CAÍDO EN LA

LOCURA»

Sería un verdadero cataclismo.Durante seis semanas, el norte de laIndia iba a caer súbitamente en un bañode sangre de dimensiones asombrosas.Como en las horas más sombrías de laHumanidad, se apoderaría de millones

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de hombres una locura homicida. Ni unsolo pueblo, ni una sola aldea, sesalvaría del contagio. En esta breve ymonstruosa matanza perecerían tantosindios como franceses durante laSegunda Guerra Mundial.

En todas partes, los más numerososy los más fuertes atacaron a las minoríasmás débiles. En las ricas mansiones dela avenida Aurangzeb de la capital, loszocos de joyas de Chandni Chowk en laVieja Delhi y los mahalla de Amritsar;en los elegantes arrabales de Lahore, losbazares de Rawalpindi, tras las murallasde Peshawar; en las tiendas, los puestosambulantes, las casas de barro y paja y

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las callejuelas de las aldeas en loshornos de ladrillos, en los talleres de lasfábricas textiles y en los campos, en lasestaciones, los hospitales, los asilos, enlas oficinas y los cafés, por todas partes,las comunidades que hasta entonceshabían vivido juntas se arrojaron unascontra otras en un desbordamiento deodio. No era una verdadera guerra, niuna guerra civil, ni una guerrilla. Erauna convulsión. La brutal y súbitaexplosión de un mundo. Un crimenprovocaba otro. El horror llamaba alhorror, la muerte engendraba la muerte.Muy pronto, como el armazón de uninmueble que se derrumba bajo el efecto

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de una última bomba, los muros de todauna porción de la sociedad india sedesplomaron unos sobre otros.

Este desastre no era fortuito. En elmomento de su nacimiento, la India yPakistán eran dos hermanos siamesesunidos uno a otro por un tumor maligno,el Penjab. El bisturí de Sir CyrilRadcliffe había sajado por el centro deltumor y separado a los gemelos, pero nopudo eliminar las células cancerosas. Sucorte había dejado cinco millones desikhs y de hindúes en la mitad paquistanídel Penjab, y cinco millones demusulmanes en la mitad india.Intoxicadas por las promesas de Jinnah y

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de los dirigentes de la Liga musulmana,las masas musulmanas habían acabadoconvenciéndose de que del Pakistán—«País de los Puros»—, usureroshindúes, comerciantes e implacablesterratenientes sikhs habríandesaparecido. Pero continuaban allí.Ocupaban sus granjas y sus tiendas,exigían el pago de los intereses y de susalquileres. ¿Cómo no iban a pensar losmusulmanes: «Si el Pakistán es nuestro,entonces las tiendas, las granjas, lascasas, las fábricas de los hindúes y delos sikhs son también nuestras»? En elmismo momento, en la parte india lossikhs se disponían a expulsar a todos los

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musulmanes que vivían en la zona a finde instalar en su lugar a sus hermanosfugitivos del territorio paquistaní. Era,pues, inevitable que todos —hindúes,sikhs y musulmanes— se enfrentasen conigual furia exterminadora.

La India siempre había sido la tierrade la desmesura. El horror de lascarnicerías del Penjab, la amplitud delos sufrimientos y las desgracias queengendraron no faltaron a esta tradición.Los pueblos industrializados se habíanmatado entre sí a golpe de explosionesatómicas, de V-l, de bombas de fósforo,de lanzallamas y de gases asfixiantes.Los pueblos del Penjab se mataron con

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jabalinas de bambú, cuchillos, sables,porras, martillos, adoquines y garfioscon forma de dientes de tigre. Aterradospor el frenesí que habían desencadenadoinconscientemente, sus dirigentesintentaron desesperadamente hacerlesvolver a la razón. En vano: la Indiahabía enloquecido.

El capitán R. E. Atkins, del 2°Batallón de gurkhas, sintió cortársele elaliento. Tenía ahora ante sus ojos elespectáculo de que tanto había oídohablar sin darle crédito. Por las cunetasde Lahore, corría un río de sangre. La

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bella «París de Oriente» no era más queun conjunto de ruinas y desolación.Calles enteras eran presa de las llamas.De noche, la agitación de lossaqueadores recordaba al capitán inglésla de las termitas royendo la madera.Desde que se instaló en su puesto demando en el hotel «Braganza», no habíacesado de verse asediado porcomerciantes hindúes que le ofrecíanuna fortuna —veinte, treinta, cincuentamil rupias, sus hijas, y las joyas de susmujeres— si les permitía huir en su jeepdel infierno en que se había convertidoLahore.

Justamente al otro lado de la

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frontera, en Amritsar, los barriosmusulmanes no eran más que montonesde escombros de los que surgían grandesvolutas de acre humo. Bandadas debuitres parecían velar sobre estedecorado de apocalipsis del queascendía el sofocante olor de cuerpos endescomposición. Por todas partes,escenas análogas desfiguraban elPenjab. En Lyallpur, los obrerosmusulmanes de una fábrica de productostextiles exterminaron a sus compañerosde trabajo sikhs. El siniestrodescubrimiento del capitán Atkinsadquiría aquí una dimensióncompletamente distinta: esta vez, era un

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canal de riego el que transportaba lasangre de centenares de víctimas sikhs ehindúes.

En Simla, Fay Campbell-Johnson, laesposa del agregado de Prensa de lordMountbatten, se estremeció de horrorante lo que descubrió desde la verandadel hotel «Cecil», en el quegeneraciones de administradoresimperiales habían sorbido un whisky lasnoches de verano. Volteando sus kirpan,sikhs montados en bicicleta cargabanpor el Mall en persecución demusulmanes, como jinetes acosando a unjabalí. Cuando alcanzaban una víctima,la decapitaban de un sablazo. Otro

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inglés vio la cabeza de uno de estosdesventurados rodar por la acera ydetenerse a sus pies, con el fez todavíapuesto. Pedaleando furiosamente, elasesino se lanzaba ya sobre una nuevavíctima. Blandía su sable chorreante desangre y aullaba: «¡Voy a matar más!¡Voy a matar más!»

Por regla general, el verdugo era undesconocido, pero, a veces, era unamigo. Todos los días desde hacíaquince años, Niranjan Singh, un sikhdueño de un café del bazar de la ciudadde Montgomery, recibía la visita de suvecino, curtidor musulmán. Una mañanade agosto, no bien había preparado la

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taza de té negro de Assam, cuando viofrente a sí un rostro contorsionado por elodio. Señalándole con el dedo, suvecino gritó: «¡Matadle, matadle!» Alinstante, un grupo de musulmanes surgióde la calleja. De un sablazo, uno deellos seccionó la pierna del sikh,mientras que los demás daban muerte asu padre, de noventa años, y a su hijoúnico. Antes de perder el conocimiento,el dueño del café, presenció, impotente,el secuestro de su hija de dieciochoaños por el hombre al que había servidoté durante quince años.

Por todas partes se abatía el mismoterror sobre las comunidades

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minoritarias. En Ukarna, una pequeñaciudad textil de mayoría musulmana,Madanlal Pahwa, un hindú de veinteaños, antiguo marinero de la Armadaindia, se refugió en casa de una de sustías. Desde las ventanas, presenció lasdelirantes manifestaciones de lapoblación musulmana que danzaba,cantaba y agitaba las banderas delPakistán entonando a coro: «HanskelyaPakistan, Larkelinge Hindustan!»«¡Hemos ganado el Pakistán riendo,ganaremos la India combatiendo!»Madanlal Pahwa odiaba a losmusulmanes. Vestido con su uniformecaqui adornado con el galón negro de la

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organización extremista hindú R.S.S.S.,nunca perdió ocasión de aterrorizarlos.Ahora, le tocaba a él inquietarse:«Todos tenemos miedo —pensó—,parecemos corderos que van alsacrificio».

Gracias a su experiencia militar y asu sentido de la organización, los sikhseran los asesinos más eficaces.Agrupados en jattha —bandas decincuenta a cien hombres—, armadoshasta los dientes, caían sobre las aldeasmusulmanes como nubes de langosta, nodejando tras de sí más que sangre yruinas.

El granjero musulmán Ahmed

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Zarullah habitaba cerca de Ferozeporeen una de estas pequeñas aldeasindefensas que los jattha sikhs atacabancon preferencia. «Una noche, llegaronlanzando aterradores gritos de guerra —recuerda—. Sabíamos que íbamos a serexterminados como ratas. Nosescondimos bajo los charpoy y detrásde los montones de estiércol aplastado.Los sikhs derribaron a hachazos lapuerta de mi casa. Fui herido por unabala en el brazo izquierdo. Cuandointentaba levantarme, vi caer a mi mujer,herida también. Sangraba del muslo y dela espalda. Mi hijo de tres años fuealcanzado en el vientre. No lanzó un

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solo grito. Murió en el acto. Cogí enbrazos a mi mujer y, abandonando anuestro hijo muerto, huí por una ventanacon nuestro otro hijo. Vi a sikhs matar amusulmanes que huían de sus casasincendiadas. Otros corrían arrastrandomujeres y chiquillos. Se oían aullidos,gemidos, lamentos desgarradores. Unossikhs se abalanzaron sobre mí y mearrebataron el cuerpo de mi mujer. Sellevaron a nuestro hijo. Luego, measestaron una puñalada y me dejaron pormuerto en el polvo. Todo habíaterminado para mí. La vida ya no teníaimportancia: los seres que yo amabahabían desaparecido. Ni siquiera tenía

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fuerzas para llorar. Mis ojos estabansecos como un uad del Sind antes delmonzón. Perdí el conocimiento».

En Sheikhpura, una gran ciudad decomerciantes al norte de Lahore, loshabitantes hindúes y sikhs fueronreunidos en un amplio almacén donde laBanca local depositaba el grano queservía de garantía a sus préstamos.Policías musulmanes y desertores delEjército ametrallaron a los reunidos,matándolos a todos.

Entre los oficiales ingleses que sehabían quedado para servir en elEjército paquistaní o indio, se repetíasin cesar el mismo estribillo: «Lo que

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está pasando aquí es peor que todo loque se vio durante la Segunda GuerraMundial».

El enviado especial del New YorkTimes, Robert Trumbull, que habíaactuado como corresponsal en grannúmero de guerras, cablegrafió a superiódico: «Nunca nada me habíatrastornado tanto, ni siquiera losmontones de cadáveres después deldesembarco de Tarawa. Por la indiacorren hoy ríos de sangre. He vistomuertos a centenares y, lo más horriblede todo, millares de indios sin ojos, sinpies, sin manos. Raros son los quetienen la suerte de morir de un balazo.

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Hombres, mujeres y niños songeneralmente muertos a palos,apedreados, abandonados al suplicio deuna agonía que el calor y las moscashacen más espantosa aún».

Todas las comunidades dabanpruebas de igual salvajismo. Un oficialinglés de la Fuerza de Intervención delPenjab descubrió cuatro bebésmusulmanes «ensartados en espetones yasados como cochinillos» en una aldeadevastada por los sikhs. Otro vio «uncortejo de mujeres hindúes cuyos senoshabían sido cortados por fanáticosmusulmanes».

En algunos sectores, los musulmanes

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ofrecieron a sus vecinos la posibilidadde convertirse al Islam o de abandonarel Pakistán. El campesino Bagh Dasvivía en una aldea de trescientoshindúes situada en plena zonamusulmana, al oeste de Lyallpur. Unatarde, varios centenares de musulmanescayeron sobre la pequeña comunidad.Todos los habitantes fueronconcentrados en un prado mientras sesaqueaban sus casas. Luego, fueronconducidos hasta el primer pueblo enque se levantaba un minarete. Se lesobligó a lavarse los pies en la fuente delas abluciones antes de ser empujados alinterior de la mezquita, donde tuvieron

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que arrodillarse. Tras haberles leídovarios versículos del Corán, el maulvideclaró:

—Tenéis opción entre hacerosmusulmanes y vivir felices, o morir.

—Preferimos hacernos musulmanes—acabó por responder Bagh Das ennombre de sus compañeros.

Cada «converso» recibió entoncesun nombre musulmán y fue obligado arecitar un versículo del Corán. El grupofue llevado luego al patio de lamezquita, donde se estaba asando unavaca. Se les obligó a todos a comer untrozo de ella. Bagh Das sintió «unasirresistibles ganas de vomitar», pero

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hizo un esfuerzo por miedo a que lomataran si no obedecía.

Cerca de él, un brahmán pidióautorización para ir, en compañía de sumujer y sus tres hijos, a buscar losplatos y cubiertos de su boda, a fin dehonrar como correspondía este decisivomomento de su existencia. Halagados,sus secuestradores musulmanesaceptaron. Ni el brahmán ni nadie de sufamilia regresó jamás para comer lacarne sacrilega. «Había escondido uncuchillo en su casa —cuenta Bagh Das—. Cuando llegó a su hogar, lo sacó desu escondrijo. Degolló a su mujer y,luego, a sus tres hijos. Por último, se

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hundió el cuchillo en pleno corazón».Con frecuencia, un motivo que nada

tenía que ver con el fervor religiosoimpulsaba a los musulmanes delPakistán a exterminar a sus vecinossikhs e hindúes o a provocar su huida: lacodicia de sus bienes.

El sikh Sardar Prem ejercía en unpoblado próximo a Sialkot un oficio quelos musulmanes despreciaban: eraprestamista con garantías. «Yopertenecía a una familia muy rica —explica—. Tenía una gran casa de dospisos, con una sólida puerta de hierroforjado. En el pueblo, todo el mundosabía que yo era el más rico. Muchos

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musulmanes me pedían que pignorasesus joyas. Yo las conservaba en un baúlmetálico. Casi todos los musulmanes delpueblo habían depositado en mi casa, enun momento u otro, algún valor enprenda».

Una mañana, poco después de laIndependencia, Sardar Prem vio a unosmanifestantes musulmanes queavanzaban hacia su casa blandiendopalos, barras de hierro y cuchillos. Lamayoría de los rostros le eranfamiliares: cada uno de ellos había sidodeudor suyo por lo menos una vez. «¡Elbaúl, el baúl!», gritaban.

«¡Ah! Pensaban recoger una

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espléndida cosecha», cuenta SardarPrem. Pero su baúl contenía también unfusil de dos cañones y veinticincocartuchos. Sardar Prem cogió el arma ysubió al segundo piso. Durante una hora,defendió su casa corriendo de unaventana a otra y disparando sobre losrevoltosos que intentaban echar bajo supuerta.

Durante este tiempo, se desarrollabaen la planta baja una escena alucinante.Su esposa había reunido a sus seis hijasen el vestíbulo y llevado un bidón dealcohol de quemar. Se roció con ellíquido todo el cuerpo. Tras haberimplorado la misericordia del guru

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Nanak y ordenado a sus hijas que laimitaran, se inmoló sin exhalar un sologrito. Un intenso olor a carne quemadallenó pronto la casa, llegando hasta elsegundo piso, desde donde Sardar Premdisparaba sus últimos cartuchos. Soltóuna nueva andanada de proyectiles y seprecipitó escalera abajo, jadeante.

Al llegar al vestíbulo, lanzó un gritode horror. Su mujer y tres de sus hijas noeran más que un informe montón decarne y huesos carbonizados. Habíanpreferido perecer en las llamas antesque ser violadas por los musulmanes.

Tales escenas no eran raras. Cuandolos musulmanes atacaron la casa de

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Ganda Singh, terrateniente del distritode Gurdaspur, sus hijas y todas lasmujeres que vivían bajo su techo leimploraron que las matase parasalvarlas de caer en manos de losmusulmanes. Ganda Singh se colocó trasun improvisado tajo, se vendó los ojos,empuñó su sable y las decapitó a todasuna tras otra. Cuando los musulmanesacabaron derribando la puerta,solamente lo encontraron vivo a él. Leataron a un árbol y lo despedazaron.

No todos los sikhs e hindúes quefueron expulsados de sus casas eranricos. El joven Guldap Singh, de catorceaños, era hijo de un modesto aparcero

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perteneciente a una comunidad de unoscincuenta sikhs e hindúes aislados enmedio de seiscientos musulmanes de unaaldea próxima a Lahore. Vivía con suspadres en dos habitaciones de barro ypaja, teniendo por toda fortuna dosbúfalos y una vaca. Un día, losmusulmanes sitiaron el barrio a losgritos de «¡Abandonad el Pakistán, u osmatamos a todos!» Los habitanteshuyeron de sus casas y corrieron arefugiarse en la del sikh más importantede la aldea. «Los musulmanes llegaroncon sables, cuchillos y largas lanzas dehierro con trapos empapados degasolina en la punta —recuerda Guldap

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Singh—, Los bombardeamos conpiedras y ladrillos, pero consiguieronincendiar la casa. Pudieron atrapar a unsikh y le prendieron fuego a la barba.Mientras su barba ardía como unaantorcha, le vi lanzar un ladrillo contrala cabeza de un musulmán. Luego, sedesplomó entre las llamas, gritando elnombre del guru Nanak. Losmusulmanes lograron penetrar en la casay apoderarse de varios hombres, a losque arrastraron hasta el exterior paramatarlos a golpes de hoces o hachas. Yome precipité a la terraza en que sehabían refugiado las mujeres. Algunastenían bebés en sus brazos. Encendieron

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una gran hoguera y, llorando, dieron elpecho a sus hijos. Luego, con la últimagota de leche, los depositaron en elfuego antes de arrojarse, a su vez, a lasllamas. Era un espectáculoinsorportable».

El muchacho saltó de la terraza yaprovechó la confusión y las sombrasdel crepúsculo para trepar a un árbol.Permaneció escondido en él durante lasseis horas siguientes.

«Llegaba hasta mí el olor a carnequemada —recuerda—. Sabía que mipadre y mi madre no saldrían jamás dela casa: estaban muertos. Mi madre sehabía lanzado al fuego. Vi a unos

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musulmanes forzar a dos chiquillas. Nolloraban: debían de estar desmayadas.Ya avanzada la noche, cuando hubovuelto la calma, bajé del árbol y medeslicé en el interior de la casa. Todo elmundo había muerto. Excepto las doschiquillas y yo, habían perecido todoslos sikhs e hindúes».

Guldap Singh vagó durante toda lanoche por el escenario de la matanza,incapaz incluso de llorar. Al amanecer,intentó identificar a los carbonizadosrestos de sus padres. No pudo lograrlo.Encontró en el suelo un cuchillo cubiertode sangre y lo utilizó para cortarse loscabellos, a fin de hacerse pasar por

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musulmán. Luego, huyó.Durante estos días de apocalipsis, el

horror fue obra de todos y se midió poruna igualdad casi bíblica, ojo por ojo,violación por violación, asesinato porasesinato. Lo único que diferenciaba aljoven sikh de Mohammed Yacub era lareligión. Mohammed tenía tambiéncatorce años y, como Guldap Singh, leencantaba jugar a canicas. Se hallabaentregado a su juego favorito ante lacasa de barro y paja en que vivía consus padres y sus seis hermanos en unaaldea situada cerca de Amritsar, en laIndia, cuando hizo irrupción un jatthasikh. Logró huir y esconderse en un

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campo de caña de azúcar. «Los sikhscortaron los senos a varias mujeres —cuenta—. Aldeanos enloquecidosdegollaron entonces a sus esposas ehijas para que no cayeran en sus manos.Vi a unos sikhs traspasar con sus lanzasa dos de mis hermanos más jóvenes.Loco de dolor, mi padre echó a corrersin rumbo fijo. Los sikhs no conseguíanatraparle. Acabaron lanzando tras él alos perros de la aldea. Mordido en laspantorrillas, mi padre tuvo quedisminuir la velocidad, y los sikhspudieron apoderarse de él. Lo ataron.Luego, le tiraron al suelo y le cortaronen pedazos a golpes de sable. La cabeza,

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las manos, los brazos, las piernas fueronseparados de su tronco. Entonces lossikhs abandonaron a los perros losrestos de mi padre».

Sólo cincuenta de los quinientosmusulmanes de la aldea escaparon a lamatanza, salvados por la intervención deuna patrulla de la Fuerza de Intervencióndel Penjab. Único superviviente de sufamilia, Mohammed fue «llevado porsoldados gurkhas del Ejército indiohacia una tierra desconocida, pero en laque se hallaría seguro, pues pertenecía,afirmaban sus dirigentes, a losmusulmanes».

El recuerdo de estas espantosas

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convulsiones dejaría cicatricesindelebles en el corazón de millones depersonas. Pocas serían las familias delPenjab que no perdieran a un serquerido en esta insensata carnicería.Durante años la desdichada provincia noiba a ser más que un doloridorompecabezas de memoriastraumatizadas, pobladas todas ellas deatrocidades a cuál más desgarradora,historias terribles de un pueblosúbitamente desarraigado, arrancado ala tierra con la que había estado unidodesde hacía generaciones, arrojado alterror por los caminos del éxodo.

Una pasión particular ligaba al

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campesino sikh Sant Singh con loscampos de que fue expulsado. En ciertosentido, los había pagado con su sangre,vertida por Inglaterra en la playa deGallípoli durante la Primera GuerraMundial. Había necesitado dieciséisaños para desbrozar y sembrar lascincuenta hectáreas de la parcelanúmero 105/15 que, como a millares deotros ex combatientes sikhs, le fueadjudicada al sudoeste de Lahore, enuna zona revalorizada por laconstrucción de una red de canales deriego. Había instalado a su esposa bajola tienda en que él había vivido más dediez años, criado a sus hijos sobre su

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tierra, construido las cinco habitacionesde su casa de ladrillos secos queconstituía a la vez su orgullo y eltestimonio de su éxito. Dos días antes dela Independencia, uno de sus obrerosmusulmanes le llevó una octavilla quecirculaba secretamente por el sector.«Los sikhs y los hindúes no pertenecen aesta tierra. Deben ser expulsados deella», decía. El ataque se produjo tresdías más tarde. Sant Singh y losdoscientos sikhs de su aldea decidieronhuir. Junto a otros cinco aldeanosmandados por un venerable ex sargentode noventa años, se encargó de escoltara las mujeres del pueblo. Antes de

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emprender la marcha, fue a orar algurudwara, el templo que habíaayudado a construir. «Llegué aquí conlas manos vacías. Guru Nanak, sólopido tu protección».

La protección del guru pareciócesar junto a una aldea llamadaBirwalla, donde el camión de Sant Singhse quedó sin gasolina. «Estaba oscuro—cuenta—. Habíamos marchado a lolargo de la vía férrea, y no por lacarretera, con el fin de que no nosdescubrieran los musulmanes. Se nosadvirtió que habían levantado unabarricada enorme y que mataban a todoslos sikhs e hindúes que encontraban. Les

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oíamos gritar y dar voces en la noche,porque el pueblo se hallaba a sólo unoscientos de metros. De pronto, vimos a unanciano que se deslizó sin ruido en laoscuridad. Estábamos seguros de queiba a avisar a sus paisanos y que prontonos atacarían. Oímos voces que se ibanacercando. Estábamos aterrorizados. Elviejo sargento nos dio entonces unaorden: debíamos matar a nuestrasmujeres. No podíamos dejarlas correr elriesgo de ser secuestradas y violadas.Las hicimos bajar del camión y sentarseen el suelo, alineadas en tres filas. Lesvendamos los ojos. Una criatura de dosmeses mamaba en el pecho de su madre.

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Les ordenamos que recitaran sin parar laoración sikh "Dios es Verdad”. Miesposa estaba en el centro de la primerafila. Estaban también nuestras dos hijas,así como mi nuera y nuestras dos nietas.Intenté no mirar. Yo tenía una escopetade caza de dos cañones, y los otrostenían fusiles "303”, dos revólveres yuna metralleta "Sten”. Entoné unversículo del quinto libro del libro santod e l guru Nanak. Decía: "Todo esvoluntad de Dios, y, si ha llegado tuhora, debes morir." Luego, saqué unpañuelo blanco y advertí a miscompañeros que lo bajaría tres veces. Ala tercera, dispararíamos todos. Bajé el

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pañuelo una vez y grité: “Ek! (¡Uno!)”Volví a bajarlo y grité: "Do! (¡Dos!)"No cesaba de repetir interiormente:"Dios mío, no me abandones." Iba abajar por tercera vez mi pañuelo cuandodivisé unos faros en la noche.Comprendí que Dios había escuchadomi oración y pedí a mis compañeros quesoltaran sus armas, pues íbamos arecibir ayuda. "¿Y si el coche está llenode musulmanes?”, se inquietó el viejosargento. Era, en efecto, un camión delEjército paquistaní con soldadosmusulmanes, pero el oficial era un buenhombre. Nos dijo que iba a escoltarnos.Le besamos los pies y le seguimos».

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Eran casi cien mil. Hacía cincolargas horas que esperaban, abarrotandola plaza de Narikeldanga de Calcuta,desbordando los tejados y las verandas,suspendidos de los balcones, colgadoscomo racimos de frutas de las ramas delos árboles. A tres mil kilómetros de lasllanuras del Penjab, donde las doscomunidades se mataban entre sí, estamuchedumbre de hindúes y musulmanesmezclados acechaba la llegada delhombrecillo que, con el magnetismo desu sola presencia, había logradocontener la violencia de la ciudadreputada como la más brutal del mundo.

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Cuando la frágil silueta de Gandhiapareció sobre la pequeña plataforma,una corriente mística pareció galvanizara la concurrencia. «Ahora que la mareade buena voluntad cubre de nuevo aCalcuta —declaró el Mahatma—, espreciso que cada uno contribuya a quedure esta recuperada amistad». YGandhi fustigó a los que habían creídodar pruebas de patriotismo atacando dosdías antes la villa del administradorfrancés del vecino establecimiento deChandernagor. «Francia es un granpueblo apasionado por la libertad —exclamó—, y la India debe proteger lasposesiones que aquélla tiene en su

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suelo».Contemplando la multitud vibrante

de alegría y de entusiasmo que leescuchaba, el viejo profeta se sintiósúbitamente dominado por la duda. Erademasiado bello para ser verdad. «¡Queel milagro de Calcuta no sea un ardorpasajero!», imploró.

Lo que un hombre solo y sin armasllevaba a cabo en Calcuta, no lograbanrealizarlo en el Penjab cincuenta milsoldados. La poderosa fuerza especialde intervención creada por Mountbattenestaba desbordada por los

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acontecimientos. No era sorprendente.Doce distritos estaban siendo pasados asangre y fuego. Algunos tenían unaextensión más grande que Palestina, enla que más de cien mil soldadosbritánicos tampoco conseguían aquelotoño garantizar la seguridad. Loscaminos de tierra apisonada y lospequeños diques que cuadriculaban laregión eran difícilmente practicablespara los vehículos pesados; Sólounidades montadas habrían podidoofrecer la movilidad deseada, pero lacaballería no existía ya en este ejército,cuya gloria había sido durante muchotiempo el caballo.

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El derrumbamiento total de lasestructuras administrativas del paíscomplicaba singularmente lasoperaciones de mantenimiento delorden. El telégrafo, el correo, elteléfono, no funcionaban. A falta deinstalaciones más adecuadas, los indiosse veían obligados a gobernar su mitaddel Penjab desde una modesta casaparticular equipada con una sola líneatelefónica y con una emisora de radioinstalada en los lavabos.

La situación del lado paquistaní eramás trágica aún. El nuevo Estado sehallaba al borde del caos. Si bien Jinnahrecuperó el juego de croquet que faltaba

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en el inventario de su palacio, no habíarecuperado gran cosa más. Robados,perdidos o extraviados, centenares devagones qüe contenían la parte de laherencia que correspondía al Pakistánhabían desaparecido. No disponiendo desillas ni de mesas, los funcionarios deKarachi debían mecanografiar en laacera los primeros documentos de lamás grande nación musulmana delmundo. No pudiendo ofrecerles sillonesni canapés, los ministros re.cibían en piea los primeros embajadores llegados delos cuatro puntos cardinales.

Separadas una de otra por más dedos mil kilómetros de territorio indio,

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las dos mitades del Pakistán no estabanunidas por ningún medio decomunicación. La economía nacional sehallaba en plena anarquía. Losalmacenes paquistaníes rebosaban dealgodón, de yute, de pieles, pero nohabía talleres, ni fábricas, ni curtiduríascapaces de tratarlas. El país producía lacuarta parte del tabaco de la península,pero no poseía una sola fábrica decerillas. Súbitamente privados de suscuatro dirigentes y de sus empleadoshindúes, el comercio y todo el sistemabancario se hallaban paralizados. Fuepreciso importar, a precio de oro,carbón de África del Sur para hacer

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funcionar las centrales eléctricas, ya quela India rehusaba vendérselo a suvecino.

Pero en el envío de lo que lecorrespondía del antiguo Ejército de laIndia, el Pakistán encontró en losgobernantes indios una mala voluntadque semejaba un deliberado acto desabotear su supervivencia. De las cientosetenta mil toneladas de equipo ymaterial que se le debían, el Pakistánrecibió solamente seis mil. Se habíanprevisto trescientos trenes especialespara transportar esta gigantescamudanza. Sólo llegaron tres. Losoficiales paquistaníes encontraron en

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ellos cinco mil pares de zapatos, cincomil fusiles inservibles, un lote de batasde enfermera y capas llenas de ladrillosy de… preservativos.

Este proceder suscitó un vivo rencorentre los musulmanes, y la profundaconvicción de que la India intentabaestrangular en la cuna a su país. El excomandante en jefe del Ejército de laIndia compartía su temor. El mariscalSir Claude Auchinleck, que había sidoencargado de supervisar el reparto,escribía a finales de agosto al Gobiernobritánico: «No dudo en afirmar que elactual Gobierno indio se hallaimplacablemente decidido a hacer todo

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lo que esté en su mano para impedir eldesarrollo del Pakistán».

No eran, sin embargo, las oscurasmaquinaciones de la India lo que máspesadamente gravitaba sobre el futurodel Pakistán. El nuevo Estado se hallabaa punto de quedar engullido, como suvecino indio, por la más grandemigración de todos los tiempos. De unextremo a otro del Penjab, un puebloaterrorizado por el huracán de laviolencia, emprendió la huida a pie, entonga, en charabanes, en tren, enbicicleta, llevándose lo que podía, una

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vaca, un charpoy, un saco de trigo, unlío de ropa, unos cuantos utensilios. Elinterminable torrente iba a provocar uncambio de poblaciones de inimaginableamplitud. A finales de setiembre, fechaen que se convertiría en una verdaderamarejada, más de cinco millones defugitivos se hallarían atascados en lascarreteras y caminos del Penjab. Más dediez millones de personas —losuficiente como para formar una cadenaque fuese desde Calcuta hasta NuevaYork— cambiarían de domicilio enmenos de tres meses.

Este éxodo sin precedentesocasionaría diez veces más refugiados

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que la creación del Estado de Israel, ycuatro veces más «personasdesplazadas» que la Segunda GuerraMundial.

Para los musulmanes de la pequeñaciudad india de Karnal, al norte deNueva Delhi, la salida fue dada por elguarda rural que recorría una a una lascalles tocando el tambor y anunciandoque «para la salvaguardia de lapoblación musulmana, han llegadotrenes para transportarla al Pakistán».Veinte mil habitantes abandonaroninmediatamente sus casas para ir a laestación.

Otro guardia rural informó a los dos

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mil habitantes de Kasauli que teníanveinticuatro horas para salir de laciudad. Reunidos al amanecer del díasiguiente en el campo de maniobras, sevieron despojados de todos sus bienes, aexcepción de una manta por persona.

Madanlal Pahwa, el antiguomarinero hindú que se refugió en la casade su tía pensando «parecemos corderosque van al sacrificio», salió en unautobús perteneciente a su primo. Sehabían amontonado en él los muebles, lavajilla, los vestidos, la ropa blanca, elcofre que guardaba los ahorros y lasjoyas, los recuerdos y los retratos defamilia, las imágenes de Siva. Pero el

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padre de Madanlal se negó a subir. Suastrólogo le había asegurado que el 20de agosto no era un día favorable para elviaje. Ni siquiera la amenaza de uninminente ataque por parte de losmusulmanes le disuadiría. Como buenhindú respetuoso de las leyes celestes,no se iría hasta el día que lerecomendaban los astros: el 23 deagosto, a las nueve y media de lamañana.

El curtidor hindú Jee Chaudrydecidió huir a causa de una pesadilla.Soñó que se encontraba en la estación,en la que millares de personas tomabanal asalto todos los vagones del tren al

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que él intentaba desesperadamente subir.Despertó cubierto de sudor cuando eltren de su sueño hubo partido sin él. Selevantó en el acto, metió en un maletínunos cuantos efectos personales, corrióhasta la estación y saltó al primer trenque salía con destino a la India.

Nadie escapó a la maldición deléxodo. Los tuberculosos musulmanes delsanatorio de Kasauli fueron expulsadospor los médicos hindúes que lesatendían. Algunos no tenían más que unpulmón; otros acababan de salir delquirófano. Todos fueron conducidoshasta la verja del establecimiento conorden de dirigirse a pie a su nueva

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patria. Los veinticinco sadhu delashram de Baba Lal, en el ladopaquistaní, fueron expulsados de losedificios en que habían consagrado suvida a la oración, a la meditación, alyoga y al estudio de las escriturasvédicas. Envueltos en su togaanaranjada, con su santo maestro SwamiSundar a la cabeza en el caballo blancod e l ashram, al que se atribuíanmilagros, se pusieron en marchac a n t a n d o mantras mientras losmusulmanes incendiaban los lugares queacababan de abandonar.

La mayor preocupación en elmomento de la partida era salvar

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algunos bienes. B. R. Adalkha, prósperocomerciante hindú de Montgomery,escondió cuarenta mil rupias en uncinturón que se enrolló en el cuerpo«para comprar a los musulmanes queencontremos a lo largo del camino, a finde que no nos maten». Eran muchos losque habían convertido sus ahorros enjoyas, sobre todo entre los hindúesricos. Un granjero de los alrededores deLahore envolvió cuidadosamente las desu mujer y las suyas en pequeñospaquetes que arrojó al fondo de un pozo,prometiéndose regresar algún día pararecuperarlas. Mati Das, un hindú deRawalpindi, comerciante en cereales,

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encerró en una caja el fruto de toda unavida de esfuerzos: treinta mil rupias ycuarenta tola de oro. Para tener laseguridad de no perderla, se la ató a lamuñeca con una cadenita. Vanaprecaución. Pocos días más tarde, unmusulmán le desposeería de ella de lamanera más sencilla: cortándole lamuñeca.

El bien más preciado que poseíaRenu Branbhai, esposa de un campesinohindú del distrito de Mianwalli, eraintransportable: su vaca. Le profesabauna veneración particular. Convencidade que «los musulmanes iban a matarlapara comérsela», decidió darle la

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libertad. Luego, conmovida por elinfeliz aspecto del animal, tomó polvode bermellón y le puso sobre la frente untilak para que la protegiera y le dierasuerte.

Alia Hyder, rica muchachamusulmana de Lucknow, logró huir enavión con su madre y su hermana. Semarchaban para siempre, pero, comosimples turistas, no tenían derecho másque a veinte kilos de equipaje. Jamásolvidaría la mañana que pasaron en lacocina seleccionando por su peso losobjetos que les eran más queridos. Suhermana eligió el sari rojo de su bodatejido con hilos de oro. Su madre tomó

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su alfombra de oración de terciopeloazul, y ella se decidió por un ejemplardel Corán cuya portada de madera depalisandro llevaba incrustada unaguirnalda de perlas.

Un deseo inverso animó al granterrateniente de Mianwallah, BaldevRaj, y a sus cinco hermanos.Persuadidos de que serían despojadosdurante su huida, llevaron el contenidode la caja fuerte de la familia a laterraza de la casa. Los musulmanes talvez les quitaran las tierras, pensabaBaldev Raj, pero «nuestro dinero nocaería jamás en manos de esosgandules». Hizo un montón con los fajos

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de rupias acumuladas en toda una vidade trabajo y de ahorro y, luego,rompiendo en sollozos, le prendió fuego.

Algunos se marcharon decididos avolver. Ahmed Abbas, periodistamusulmán oriundo de Panipat, ciudadhistórica situada al norte de NuevaDelhi, había sido siempre hostil a laidea del Pakistán. No se fue hacia latierra prometida de Jinnah, sino hacia lacapital india. Al marcharse, su madrefijó un cartel en la puerta de su casa.«Esta vivienda pertenece a la familiaAbbas, que ha decidido no ir al Pakistán—decía—. Esta familia va solamente apasar unos días en Nueva Delhi y

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volverá pronto».Para Vickie Noon, la encantadora

esposa inglesa de Sir Feroz Khan Noon,personalidad paquistaní de Lahore, eléxodo comenzó con la llegada de unmensajero a la puerta de su villa devacaciones de Kulu, al pie delHimalaya. «Van a atacar su casa estanoche», le anunció. Poblada por unamayoría de hindúes, la región seencontraba ahora en territorio indio. Lamujer, para defenderse, poseía las dosescopetas de caza y el revólver de sumarido. Confíó las escopetas a dos desus más fieles servidores y conservó elrevólver, aunque jamás había manejado

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un arma de fuego.Cuando cayó la noche vio llamas en

el valle. Eran las casas de otrosmusulmanes que ardían. Hacia las once,un violento chaparrón apagó losincendios y el fervor de los asaltantes.La bella Vickie Noon se había salvadopor esta noche. Al amanecer del díasiguiente logró refugiarse en el palaciode su viejo amigo, el rajá de Mandi. Surespiro debía ser de corta duración.Comenzaba una picaresca aventura parala joven inglesa de tez clara y ojosazules.

En mitad del miedo, la aversión, elodio, el rencor, en el pánico de la

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precipitación o el orden de una salidameticulosamente preparada, se pusieronen marcha. A millares. A cientos demillares. Por millones. La llegada deestos hormigueros humanos planteótrágicos problemas a los dos Estados,que ya luchaban por su supervivencia,forzándoles a acogerles y teniendo antesí el espectro del hambre y degigantescas epidemias. Estos millonesde refugiados propagaban a su paso elvirus de la gran histeria que barría elPenjab. Los relatos de atrocidadesalimentaban el cielo infernal y arrojabana los caminos nuevas columnas demiseria. Esta demencial migración iba a

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alterar para siempre el semblante y elcarácter de esta tierra cargada dehistoria. No se encontraría un solomusulmán en numerosos y memorableslugares en los que el genio de losmogoles adornó la India con tantasmaravillas.

De los trescientos mil sikhs ehindúes que habían habitado Lahore, noquedarían más de un millar. A finalesdel mes de agosto, mientras seintensificaba la violencia, undesconocido realizó antes de huir ungesto que constituía el epitafio del sueñoperdido de la ciudad de las Mil y UnaNoches, una amarga reflexión sobre lo

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que podía significar la Independenciapara tantos penjabíes. Una manoanónima depositó en el corazón de laciudad una corona de flores al pie de laestatua de la emperatriz Victoria.

Esta vez le estaban esperandoquinientos mil. El «milagro de Calcuta»duraba todavía. Quinientos mil hindúesy musulmanes mezclados en un océanofraterno cubrían la inmensa explanadadel parque Maidan de Calcuta, cuyoscéspedes habían sido antaño terrenoexclusivo de los poneys de polo y de lospartidos de cricket de los dueños

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británicos. El propio Gandhi, en elimpulso de su alma caritativa, jamáshabría imaginado espectáculo semejante.Este día de agosto era el de la granfiesta musulmana llamada Id-ud-Fitr,que señala el fin del ajamo delRamadán, y multitudes de dimensionessin precedentes habían acudido a sulugar de oración.

Desde el amanecer, millares dehindúes y de musulmanes habíandesfilado bajo las ventanas de la ruinosacasa en que residía el viejo dirigente,acudiendo a buscar su bendición,llevándole flores y golosinas. Como eralunes, su día de silencio, Gandhi pasó

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gran parte del día garrapateando parasus visitantes mensajes de buenosdeseos y de gratitud en el dorso de lossobres viejos que le servían de papel deescribir. Durante este tiempo, otroshindúes y otros musulmanes desfilabanjuntos por las calles en que se habíandado muerte mutuamente un año antes.Coreaban eslóganes de unidad y defraternidad, intercambiaban cigarrillos,pasteles, bombones, se rociaban conagua de rosas. Cuando Gandhi llegó a lapequeña tribuna construida para él, unloco entusiasmo sacudió a los presentes.A las siete en punto de la tarde,visiblemente conmovido por esta

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fabulosa manifestación de amor, elMahatma se levantó y ofreció a lamultitud el saludo de sus manos, juntassegún la tradición india. Luego, el viejojefe hindú rompió su voto de silenciopara asociarse en urdu a la fiesta de losmusulmanes: «Id Mubarak! (¡Feliz Id!)»

Para cientos de miles de penjabíes,el primer reflejo de supervivencia en elcataclismo que sacudía su provincia fueprecipitarse hacia las construcciones deladrillo y pizarra pintados que, en todaslas poblaciones de cierta importancia,ofrecían un tranquilizador símbolo de

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orden y de organización: las estacionesde ferrocarril. Los nombres de los trenesque, durante generaciones, habíandesfilado ante sus andenes de hormigónformaban parte de la leyenda india eilustraban una de las más prestigiosasrealizaciones de Inglaterra en la India.El Frontier Mail, el Calcuta-PeshawarExpress, el Bombay-Madras, habíancomo el Orient-Express, elTransiberiano y el Union Pacificamericano, unificado un continente,desgranando a lo largo de sus vías losbeneficios de la tecnología y delprogreso.

En este fin de verano de 1947 esos

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trenes representaban, para lasaterrorizadas multitudes, la esperanzamás sólida de huir de la pesadilla. Paradecenas de millares de personas, seconvirtieron en ataúdes rodantes.Durante aquellos terribles días, laaparición de una locomotoradesencadenaba en todas las estacionesdel Penjab el mismo frenesí. Como laproa de un navío hendiendo las aguas,las máquinas se abrían paso en medio delas multitudes, despedazando a losdesventurados que caían en las vías.Todos habían permanecido días enterosesperando, a menudo sin agua nialimentos, bajo el sol implacable de un

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verano que el monzón se negaba a ponerfin. Entre un concierto de gritos yllantos, la multitud se lanzaba hacia lasportezuelas y ventanillas de los vagones.Racimos humanos se aferraban a lasparedes, a las barandillas, a lospasamanos, a los estribos, a losparachoques. Cuando no quedaba nadamás a que agarrarse, las gentes se subíana los curvados techos de los coches,edificando sobre el ardiente metalalucinantes pirámides de cuerpos, defardos, de paquetes, que la bóveda delprimer túnel amenazaba transformar enuna horrible papilla.

El maestro hindú Nihal Bhranbi, su

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mujer y sus seis hijos lograron subir a unvagón, pero su viaje hacia la esperanzaterminó allí. Tras haber esperadodurante seis horas a que su tren salierade la estación de la pequeña ciudadpaquistaní en que daba clases desdehacía veinte años, el hindú y su familiaoyeron por fin un pitido. Pero esta señalanunciaba solamente la salida de lalocomotora. Mientras ésta desaparecíapor el otro extremo de las vías, se abatiósobre la estación una horda demusulmanes que enarbolaban palos,lanzas y hachas. Gritando Allah Akbar!(«¡Dios es grande»), se abalanzaronsobre el tren, matando al paso a todos

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los hindúes que esperaban en el andén.Irrumpiendo en los vagones, losasesinos arrojaron a los viajeros alandén, donde sus cómplices losdegollaban. Algunos hindúes intentaronhuir, pero otros musulmanes lospersiguieron y no tardaron en atraparlos,lanzando luego a muertos y moribundosal fondo de un pozo situado ante laestación. La esposa del maestro oyó aljefe de los asesinos animarles al gritode: «Cuantos más hindúes matéis, másseguros estaréis de ir al Paraíso».

La mujer, su marido y sus seis hijosse apretujaban unos contra otros en sucompartimiento, cuando unos

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musulmanes derribaron la puerta ydispararon sobre el montón. «Mi maridofue alcanzado, así como nuestro únicohijo varón —recuerda la señora Bhranbi—. Mi hijo comenzó a gemir: “Agua,agua.” Yo no tenía una sola gota quedarle. Pedí auxilio. Los gemidos de mihijo fueron espaciándose, y cerró losojos. Mi marido no decía nada. Unhilillo de sangre le corría de la cabeza.De pronto, su pierna experimentó unaespecie de convulsión y, luego, se lepusieron rígidos los miembros. Meabalancé sobre los dos cuerpos, tratandode reanimarlos por medio de sacudidas.Pero no se movían. Mis hijas se

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agarraban a mi sari. Los musulmanes nosasieron fuertemente y nos empujaron alandén. Se llevaron a mis tres hijasmayores. Los vi golpear en la cabeza ala de más edad. Ella tendió hacia mí susmanos y gritó: «¡Mamá, mamá!» Pero yono podía hacer nada.

»Poco más tarde, unos musulmanesvinieron a buscar a mi marido y mi hijo,sin duda para precipitar sus cuerpos enel fondo de un pozo. Todo habíaterminado para ellos. Entoncesenloquecí. Me puse a gritar. Tenía laimpresión de que nada importaba ya, nisiquiera las dos hijas que me quedaban.Estaba como muerta».

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Sólo un centenar de los dos milviajeros de este tren sobrevivirán a latragedia y llegarían al otro extremo delPenjab.

El padre de Madanlal Pahwa, elhindú que no quiso huir antes de la fechajuzgada propicia por su astrólogo,descubrió en uno de estos trenesmalditos que la astrología no era unaciencia exacta. A veinte kilómetros de lafrontera india una banda de musulmanessaltó al estribo de su vagón, se precipitóen el compartimiento vecino ocupadopor mujeres y les arrancó anillos ypulseras, cortándoles a hachazos losdedos, muñecas o tobillos cuando las

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joyas no salían con suficiente rapidez.Algunos obligaron luego a las másjóvenes a pasar por las ventanillas ysaltaron tras ellas. Otros musulmanesirrumpieron en el compartimiento delpadre de Madanlal Pahwa. De un golpeasestado con el sable, uno de ellosdecapitó a la mujer que estaba sentadafrente a él. Durante un instante, lacabeza, unida todavía al tronco poralgunos músculos, colgó sobre su pechocomo la de una muñeca rota, mientrasque, sobre sus rodillas, su hijo de pocosmeses le sonreía emitiendo inarticuladossonidos. El viajero se sintió luegoherido por varias puñaladas. Cayó al

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suelo y, casi en seguida, quedó cubiertopor los cuerpos de sus compañeros endesgracia. Antes de perder elconocimiento, tuvo una curiosasensación: un saqueador le arrebatabalos zapatos.

Cuando la primera ráfaga de balasalcanzó su tren en la estación de Gujrat,el comerciante en cereales sikh PremSingh se dijo: «Los musulmanes van ahacernos pagar tres siglos de esclavitud.Nos van a exterminar». En uncompartimiento contiguo, el hortelanoDhani Ram echó al suelo a su esposa ysus cuatro hijos al oír los primerosdisparos y, luego, se tendió sobre ellos.

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Casi inmediatamente, les cayeronencima varios heridos. Sintiendo corrersangre, el hindú tuvo un reflejo que iba asalvar a su familia: se embadurnó conella la cara, así como la de su mujer yde sus hijos, con el fin de que se lesdiera a todos por muertos.

Mientras se aceleraba el ritmo deléxodo en las dos direcciones, estostrenes en desgracia se convirtieron aambos lados de la frontera en blancopreferido de los asesinos. Fueronatacados en las estaciones, detenidospor emboscadas en campo abierto. Víasférreas fueron levantadas para hacerlosdescarrilar ante las bandas de asaltantes

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prestos a lanzarse sobre el botín. Huboconvoyes que fueron inmovilizados porcómplices que accionaban el timbre dealarma. Otros detenidos por maquinistasque habían sido pagados o amenazadosde muerte. En la India, hindúes y sikhsregistraron trenes enteros de refugiadosy asesinaron a todos los varonescircuncisos. En el Pakistán, losmusulmanes degollaron a todos loshombres que no lo estaban.

La meticulosa organización queconstituía el orgullo de los Ferrocarrilesindios fue barrida por completo. Nohabía horarios. Pocos maquinistashindúes aceptaban conducir un tren

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hacia el Pakistán, y a la inversa. Aveces, durante cuatro o cinco díasseguidos, todos los trenes que llegaban aLahore o Amritsar no llevaban más queun cargamento de cadáveres y demoribundos.

Ashwini Dubey, el comandante indioque se sintió lleno de alegría el día de laIndependencia al ver ondear la banderade su país sobre el pabellón en quehabía sido humillado por sus superioresbritánicos, descubrió en Lahore elprecio de esta libertad cuando entró enla estación un tren lleno de muertos yheridos. De cada portezuela corríanhilillos de sangre «como el agua

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desbordante del radiador de unautomóvil un día de mucho calor».

Por todas partes, en este Penjab quese hubiera creído maldito, los sikhsmostraron un verdadero frenesí deexterminio, mancillando con ríos desangre la imagen de un gran pueblo.Después de haber atacado un tren enAmritsar, enviaron falsos grupos desocorro para recorrer los vagones yrematar a los supervivientes. MargaretBourke- White, la fotógrafo americanade la revista Life, entabló conocimientocon algunos de estos sikhs, «venerablescon sus largas barbas y sus turbantesazules de la secta Akali, sentados en

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cuclillas a lo largo del andén. Con unsable curvo sobre los muslos, esperabantranquilamente al tren siguiente».

Pequeños destacamentos armadosfueron apostados en algunos convoyes,pero, por regla general, los soldadosevitaban disparar sobre los asaltantesque pertenecían a su comunidad. Lapresencia de varios oficiales británicosal frente de estas escoltas realizó aveces verdaderos milagros.

Intrigado por la insólita pérdida develocidad de su tren a un centenar dekilómetros de la frontera del Pakistán, elferroviario musulmán Ahmed Zahur sedeslizó hasta la locomotora. Sorprendió

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a dos sikhs que entregaban un fajo derupias al maquinista hindú para quedetuviese el tren en la estación deAmritsar. Aterrorizado, el ferroviariocorrió a revelar lo que se tramaba alteniente británico que mandaba laescolta. Saltando por los techos de unvagón a otro como en una película delOeste, el joven oficial corrió hasta lalocomotora. Empuñando un revólver,dio orden de acelerar. En lugar deobedecer, el maquinista quiso accionarlos frenos. El inglés lo tumbó de unculatazo, lo ató como una salchicha y sepuso a los mandos de la locomotora.Pocos minutos después, en medio de un

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estridente pitido y con un inglés negrode hollín por maquinista, el tren deZahur y de tres mil viajeros musulmanesatravesó a toda velocidad la estación deAmritsar en las barbas mismas de lossikhs que se disponían a asesinarlos.Llegados sanos y salvos al Pakistán, losagradecidos musulmanes pusieron en elcuello de su bienhechor británico unaguirnalda. No estaba hecha de jazminesy claveles, sino de billetes de Banco.

La pesadilla estaba en todas partes.Tras el estallido de un petardo comoseñal, el tren que llevaba de Simla aNueva Delhi a los centenares de criadosdel séquito del antiguo virrey fue

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detenido. Grupos de sikhs se lanzaron alasalto de los vagones. Los criadoshindúes se unieron a ellos paraabalanzarse sobre sus compañerosmusulmanes, con los que habían servidoal Imperio. En su compartimiento, SarahIsmay y su prometido, el capitán deAviación, Wenty Beaumont, uno de losayudantes de campo de LordMountbatten, empuñaron cada uno unrevólver. Con ellos, oculto tras unmontón de maletas, se encontraba suayuda de cámara musulmán, AbdulHamid. Dos hindúes aparecieron en lapuerta y les pidieron cortésmenteautorización para llevárselo.

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—Un paso más, y morís —respondieron a coro los dos jóvenesingleses, apuntando sus «Smith &Wesson» contra los intrusos.

Ese día, Abdul Hamid fue el únicomusulmán que llegó vivo a Nueva Delhi.

La odisea de estos «trenes de lamuerte» constituiría el capítulo másnegro de la leyenda maldita del Penjab.El americano Richard Fisher,representante de los tractores«Caterpillar», quedaría obsesionadopara toda su vida por la escena quepresenció desde la ventanilla de sucompartimiento, cogido en unaemboscada entre Quetta y Lahore. Unos

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musulmanes arremetieron contra elconvoy y arrojaron a la vía a todos losviajeros sikhs, donde sus cómplices losapaleaban hasta matarlos con bastones,cuya extremidad tenía forma de medialuna. Trece sikhs perecieron así a lavista del horrorizado americano.Terminada su fechoría, los musulmanesblandieron con orgullo sus instrumentosde muerte. Fisher pudo identificarlosentonces. Eran palos de hockey.

No habían concluido las sorpresaspara el americano. Una sorprendentevisión le esperaba a su llegada a laestación de Lahore. Más allá de loscadáveres que cubrían el andén, su

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mirada fue atraída por un cartel.Recuerdo de los días felices en que laprovincia de los cinco ríos era unmodelo de orden y de prosperidad,indicaba: «En la oficina del jefe deestación se halla a disposición de losseñores viajeros un libro dereclamaciones que puede utilizar todapersona que desee presentar unareclamación relativa a los serviciosprestados por la Compañía deFerrocarriles».

Esta vez eran casi un millón. Díatras día, durante estas dos semanas

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trágicas en que el Penjab se hundía en lalocura, las dimensiones de lasmuchedumbres que asistían al lugar deoración de Gandhi habían aumentado,transformando en un oasis de amor y defraternidad a la metrópoli que se habíamostrado salvaje en más de una ocasión.Las masas urbanas más pobres delGlobo habían oído el mensaje delprofeta de la reconciliación yrecuperado sus ancestrales tradicionesde tolerancia.

El «milagro de Calcuta» seprolongaba. La ciudad, escribía el NewYork Times , «es la maravilla de laIndia».

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Con su habitual humildad, Gandhirechazó la paternidad de este prodigio.«No somos más que juguetes en lasmanos de Dios —explicó en superiódico Harijan—. Él nos hace danzaral son de su música». No obstante, unacarta de Nueva Delhi vino a rendir elhonor que le era debido a este humildeCésar. «En el Penjab, tenemos unafuerza especial de cincuenta y cinco milsoldados y violentos disturbios a los quehacer frente —escribía LouisMountbatten a su “pobregorrioncillo”—. En Bengala, nuestrafuerza de intervención se compone de unsolo hombre y, no hay disturbios». En su

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doble calidad de jefe militar y deadministrador, el último virrey de laIndia reivindicaba «el derecho a rendirhomenaje al único soldado de suEjército».

Iban juntos en un automóvildescubierto. Treinta años de luchacomún contra la dominación británicahabrían debido dar a los nuevosPrimeros Ministros de los dos Estados—el Pakistán y la India— el privilegiode desfilar triunfalmente entre lasmuchedumbres exultantes de suscompatriotas. Todo lo contrario ocurría

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en el mundo de horror y de miseria porel que avanzaban Jawaharlal Nehru yLiaquat Ali Khan, un mundo de rostrossilencioso que expresaban el miedo y laangustia, y no la gratitud por losbeneficios que les había traído lalibertad. Los dos hombres recorrían porsegunda vez el Penjab en desesperadabúsqueda de una solución susceptible dedevolver un poco de orden a esta tierrade calamidades.

Habían perdido por completo elcontrol de la situación. Sus fuerzas dePolicía se habían desintegrado, laautoridad de sus administraciones sehabía disuelto en la tormenta, y ni

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siquiera podían contar con la lealtad desus ejércitos. El Penjab era el país delmiedo y de la anarquía.

Ante el espectáculo de interminablescolumnas de refugiados que searrastraban en ambas direcciones, dealdeas devastadas por las llamas y elpillaje, de campos que nadie habíasegado, los dos jefes de Gobierno sehundieron en el asiento del coche comoaplastados por el peso de tantasdesgracias.

Nehru acabó rompiendo el silencio.—¡Qué infierno nos trae esta maldita

partición! —se indignó, volviéndosehacia Liaquat Ali Khan—, ¿Cómo

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hubiéramos podido prever semejantecatástrofe cuando la aceptamos? Todoséramos hermanos. ¿Por qué ha ocurridotodo esto?

—Nuestros pueblos han caído en lalocura —suspiró Liaquat Ali Khan.

De pronto, un hombre se separó deuna columna de refugiados y se precipitóhacia el automóvil. Era un hindú de airealucinado. Había reconocido aldirigente indio. Nehru era alguienimportante, «un master de Delhi, el jefedel Gobierno, alguien que podría haceralgo». Con lágrimas en los ojos,aferrándose al borde de la portezuela, eldesventurado imploró a Nehru que

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acudiese en su ayuda. A pocoskilómetros de allí, una banda demusulmanes había surgido de un campode caña de azúcar y se había llevado asu única hija, una niñita de diez años.Adoraba a su hija más que a ningunaotra cosa en el mundo. «¡Devuélvamela,se lo suplico, devuélvamela!», gritabaeste hombre loco de dolor.

Trastornado por esta brutalconfrontación con la desgracia de supueblo, Nehru se hundió aún más en suasiento con un súbito deseo de vomitar.Él era el Primer Ministro de más detrescientos millones de ciudadanos, perono podía acudir en auxilio de aquel

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padre desesperado que contaba con élpara realizar un milagro que ledevolviese a su hija. Abrumado detristeza e impotencia, Nehru hundió lacabeza entre sus manos y lloró.

Esa noche, el Primer Ministro de laIndia no pudo conciliar el sueño.Todavía bajo el efecto de todo lo queacababa de ver, se paseó durante horaspor el corredor de la casa que ocupabaen Lahore. La sanguinaria crueldad deque daba pruebas su pueblo era para éluna aterradora revelación. Sentía comouna horrible quemadura el odio queanegaba el Penjab, y nada en suexistencia le había preparado para

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enfrentarse a semejante tragedia. Lepareció tan nefanda que para combatirlano vaciló en arriesgarse a perder elapoyo de sus compatriotas.

Advertido de que los sikhs de unaaldea próxima a Amritsar se disponían aasesinar a sus vecinos musulmanes,convocó inmediatamente a sus jefes bajoun enorme baniano.

—Sé lo que preparáis —les declaró—. Si tocáis un solo cabello de vuestrosvecinos musulmanes, os haré reunir aquímismo mañana al amanecer, y yopersonalmente daré a mis guardias decorps la orden de ejecutaros.

Hacia las dos de la madrugada,

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Nehru fue a despertar a su ayudante decampo y le pidió que se pusiera encontacto con Nueva Delhi a fin de seguirlos últimos detalles de la situación. Trasla larga letanía de malas noticias, norecibió más que una sola informacióntranquilizadora. El anciano a quienhabía traicionado por aceptar lapartición continuaba realizando sumilagro. Calcuta estaba en calma.

Un silbido desgarró el aire: era laseñal. Seis jóvenes se lanzaron enpersecución de dos hombres quecaminaban apaciblemente por la calle.

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Gritando: «¡Musulmanes!¡Musulmanes!», atraparon a lospaseantes y los arrojaron al suelo.Aterrorizados, éstos juraron que eranhindúes, dando nombres hindúes ydirecciones en barrios hindúes. Pero eljefe de la banda, un estudiante dediecisiete años llamado Sunil Roy,exigía una prueba más decisiva yarrancó los faldones de sus dhoti. Pudocomprobar que, en efecto, llevaban losestigmas de la fe de Mahoma: estabancircuncidados.

Uno de los jóvenes hindúes les echóun trapo sobre la cabeza, mientras otroles ataba los brazos. Seguidos por toda

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una jauría de fanáticos que blandíanpalos, cuchillos y barras de hierro, losdos desgraciados fueron empujados alos gritos de «¡mueran los cerdosmusulmanes!». Hasta los niños seunieron al siniestro cortejo paraamenazarles con ladrillos y piedras.

Su viacrucis duró varios centenaresde metros, hasta la majestuosa curva deun río. «En tiempos normales, habríamosencontrado repugnante contaminar elagua sagrada con sangre musulmana —declararía más tarde el jefe de losmalhechores—. Muchos hindúesrealizaban su puja a lo largo de lasorillas. Algunas mujeres se bañaban».

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Los verdugos, sin embargo,obligaron a sus víctimas a bajar al río.Una barra de hierro centelleó al sol ycayó sobre el primer musulmán con unruido de madera rota. Con el cráneodestrozado, el hombre se hundió en elagua dejando una aureola roja en lasuperficie. Su compañero se debatiófuriosamente. «El mismo muchacho legolpeó en la cabeza —contaría mástarde el jefe de los asesinos—. Unosniños le tiraron ladrillos. Un hombre leapuñaló en el cuello para cerciorarse deque estaba bien muerto».

A su alrededor, fieles hindúescontinuaban rezando, aparentemente

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indiferentes al espectáculo de los dosasesinatos perpetrados a pocos metros.Realizada su tarea, Sunil Roy empujórío adentro de una patada a los doscuerpos, y la corriente se los llevó. Ungrito repetido tres veces se elevóentonces del grupo de asesinos: «KaliMayi-ki jai!» («¡Viva nuestra madreKali!»)

Era la mañana del 31 de agosto de1947. Después de dieciséis días demilagro, el virus del odio religiosocontaminaba de nuevo la ciudad deCalcuta. Como en otros lugares, lainfección se había extendido, propagadapor los relatos, de horror de los

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refugiados que llegaban del Penjab.Había bastado un vago rumoranunciando que un adolescente hindúhabía sido muerto a manos de unosmusulmanes en un tranvía para prenderfuego a la pólvora.

A las diez de esa noche, un cortejode jóvenes fanáticos hindúes irrumpióbruscamente en el patio de HydariMansion para exigir una entrevista conel Mahatma. Tendido en un jergón, entresus fieles sobrinas-nietas Manu y Abha,Gandhi dormía. Exhibiendo un niño conla cabeza vendada que aseguraba habersido golpeado por musulmanes, lamultitud empezó a gritar y a lanzar

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piedras contra la casa. Manu y Abhasalieron para intentar aplacarla, pero sinéxito. Empujando a los policías, losrevoltosos se extendieron por el interiorde la casa. Despertado por el estruendo,Gandhi se levantó y se enfrentó a losasaltantes. «¿Qué es esa nueva locura?—preguntó—. Aquí me tenéis:¡matadme!»

Sus palabras se perdieron en elestrépito reinante. Dos musulmanescubiertos de sangre lograron atravesarlas filas de manifestantes para refugiarsejunto a Gandhi. Un garrote voló en sudirección y pasó rozando la cabeza delMahatma antes de ir a estrellarse en la

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pared situada a su espalda.Llegaron por fin refuerzos de

Policía, y Gandhi pudo volver a echarseen su jergón. Estaba desconcertado: el«milagro de Calcuta» no había sido másque un espejismo.

Sus últimas ilusiones sedesvanecieron definitivamente al díasiguiente. Poco después de mediodía,fue lanzada una serie de ataquesconcertados contra los barrios dechabolas musulmanes a los que habíanregresado sus habitantes, tranquilizadospor la presencia de Gandhi. La mayorparte de estas acciones eran dirigidaspor los fanáticos del R.S.S.S., la

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organización hindú extremista cuyosmilitantes el día de la Independenciahabían saludado en Poona a la cruzgamada de su bandera naranja. EnBeliaghata Road, no lejos de laresidencia del Mahatma, explotaron dosgranadas en un camión que evacuaba aun grupo de aterrorizados musulmanes.Gandhi acudió en seguida. Dos obreroshabían resultado muertos. Con los ojosvidriosos, yacían en un charco desangre, mientras nubes de moscas searremolinaban en torno a sus abiertasheridas. Una moneda de cuatro annashabía caído del bolsillo de uno de ellosy brillaba en el suelo al lado del

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cadáver.Gandhi experimentó una conmoción

tal que rechazó todo alimento y seencerró en el silencio. «Ruego por laluz. Busco en lo más profundo de mí.Sólo el silencio puede ayudarme», dijosimplemente.

Pocas horas después, tras un cortopaseo por el patio, se acuclilló en sujergón para redactar una declaraciónpública. Había encontrado la respuestaque buscaba, y su decisión erairrevocable. Para hacer entrar en razónde nuevo a Calcuta, iba a someter a suviejo cuerpo a una huelga de hambrehasta la muerte.

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Diez millones de hindúes, de sikhs y demusulmanes huyeron de sus casas durante elverano y el otoño trágicos que siguieron a lapartición de la India. (Fotos Margaret Bourke-White-Life Inc., Associated Press)

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Los ojos y la garganta abrasados por el polvo; lospies achicharrados por el calor de las piedras y elasfalto; torturados por el hambre y la sed yatacados por bandas de asesinos, los condenadosdel Penjab marcharon hacia la India y el Pakistán.(Fotos Margaret Bourke-White-Life Inc.,Associated Press)

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Pesados convoyes militares se hundían bajo el

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peso de la más alucinante mudanza de la Historia.Los raros trenes que circulaban fueron tomadospor asalto. Muchos de ellos llegaron a su destinosólo con un cargamento de cadáveres. (FotosMargaret Bourke-White-Life Inc., AssociatedPress)

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Décima estación delviacrucis de Gandhi:

la paz o la muerte

El arma que Gandhi iba a blandir erala más paradójica que pudieraemplearse en este país, en el que morirde hambre era, desde hacía siglos, lamás común de las maldiciones. Estearma era, sin embargo, tan vieja como laIndia. El antiguo adagio de los rishi, losprimeros sabios de la India antigua

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—«si haces eso, soy yo quien muere»—,no había cesado de inspirar a un pueblodesprovisto generalmente de todo otromedio de coacción. En 1947, loscampesinos ayunaban todavía ante lacasa de su acreedor con la esperanza dehacerle retrasar el vencimiento de ladeuda. Los acreedores hacían otro tantopara obligar a sus deudores a cumplirlos compromisos. Pero el genio deGandhi había estribado en dar alcancenacional a lo que, hasta entonces, nohabía sido más que un arma individual.

Manejada por este hombre, la huelgade hambre se había convertido en elarma política más poderosa jamás

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utilizada por un pueblo desarmado yeconómicamente subdesarrollado.Porque «impone al adversario unsentido de urgencia que le impideabstenerse de actuar», Gandhi la habíaelegido «cada vez que un obstáculo sehacía insuperable». En efecto, afirmaba,dentro de la gran tradición de los rishi,sólo el ayuno podía «abrir el ojo de lacomprensión, sensibilizar las fibrasmorales de aquellos contra los que vadirigido».

Toda la vida de Gandhi se hallabajalonada por las victorias obtenidas consus huelgas de hambre. Dieciséis veces,por causas grandes o modestas, había

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renunciado, públicamente, a alimentarse.Dos veces, sus ayunos habían duradotres semanas, llevándole hasta lasfronteras de la muerte. Ya hubieran sidoemprendidas en nombre de la igualdadracial en África del Sur, o en la Indiapor la reconciliación de los musulmanesy los hindúes, para modificar lacondición de los intocables o paraacelerar la marcha de los ingleses, sushuelgas de hambre habían conmovido acentenares de millones de hombres portodo el mundo. Formaban parte de suimagen pública con el mismo derechoque su bastón de peregrino, su dhoti ysus gafas de montura de hierro. Toda una

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nación, el ochenta y cinco por ciento decuyos ciudadanos no sabían leer y notenían posibilidad de escuchar la radio,había logrado, de todos modos, seguircada una de sus lentas agonías, vibrandoen una instintiva unidad cada vez que sehallaba amenazado de muerte.

Gandhi había mostrado unaasombrosa resistencia y desarrollado alo largo de los años una originaldoctrina del empleo del ayuno que hacíade él el más grande —si no el únicoteórico mundial de este extraño mediode acción política. Según él, ellanzamiento de una huelga de hambredebía obedecer a criterios físicos y

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morales sumamente severos. El axiomafundamental era que no se debía ayunarcontra cualquiera, sino únicamente«contra un adversario a cuyo amor sepodía pretender». Conforme a esteteoría, hubiera sido absurdo para undeportado de un campo de concentraciónnazi o estaliniano emprender una huelgade hambre hasta la muerte contra susguardianes. En realidad, la acción deGandhi había sido posible porque laIndia había tenido por ocupante unpueblo a cuyo amor podían los indiosatreverse a aspirar. Por otra parte, ¿quéhabría sido de Gandhi y de sus cruzadasen una India ocupada por Hitler o

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Stalin?Las reglas de higiene preconizadas

por el Mahatma no eran menos rigurosasque los criterios morales. Durante susayunos, no ingería más que agua con unpoco de bicarbonato. De vez en cuando,le hacía añadir solamente el zumo de unlimón. Una vez, en 1924, habiéndosedeteriorado bruscamente su estado desalud tras veinte días de ayuno, habíaaceptado aliviar los rigores de susacrificio mediante la administración deuna lavativa de agua azucarada.

A Gandhi la práctica del ayuno lehabía servido regularmente para saciarsu constante necesidad de penitencia. Al

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igual que la continencia, era para él unaforma de oración, un elemento esencialdel progreso espiritual del hombre. «Yocreo —decía— que la fuerza del almasólo puede crecer con el dominio de lacarne. Olvidamos con demasiadafacilidad que el alimento no está hechopara dar gusto al paladar, sino para—sustentar a nuestro esclavo el cuerpo».Transponiéndolo al dominio público, elsacrificio voluntario del ayunoconstituía, a su entender, el arma máseficaz del arsenal de la no violencia,pues era capaz «de remover lasconciencias indolentes e inflamar en laacción a los corazones generosos».

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Ahora, en vísperas de su 78cumpleaños, Gandhi iba a infligirse losnuevos sufrimientos de una huelga dehambre. Esta vez, utilizaba su arma enun tipo nuevo de conflicto. Iba a ayunarhasta la muerte, no contra los ingleses,sino contra sus compatriotas y la locuraque se había apoderado de ellos. Parasalvar a millares de inocentes quecorrían el riesgo de perecer en lasviolencias de Calcuta, ponía en juego supropia vida.

Conscientes del peligro que a suedad entrañaba una huelga de hambre,

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los discípulos de Gandhi intentarondisuadirle.

—Pero, Babu —se asombró su viejocompañero del Congreso C. R.Rajagopalachari, convertido en elprimer gobernador indio de Bengala—,¿cómo se puede ayunar contra unosbandidos?

—Quiero tocar los corazones de losque están detrás de los bandidos.

—¿Y si morís? La conflagración a laque intentáis poner fin será peor todavía.

—Por lo menos —respondió Gandhi—, yo no estaré allí para verlo.

Nada ni nadie pudieron hacerlecambiar de idea. Gandhi precisó a sus

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dos «muletas», Manu y Abha, que suhuelga de hambre había comenzado en lanoche del día 1 de setiembre, con lacena que no pudo comer tras haber vistoa las víctimas del camión ante su casa.Les confirmó su voluntad de ayunarhasta el fin de los disturbios. Debíatriunfar o morir. «O habrá paz enCalcuta, o yo estaré muerto», les confió.

Esta vez, las fuerzas físicas delMahatma declinaron rápidamente. Latensión emocional sufrida desde AñoNuevo le había agotado. Desde lasprimeras horas de ayuno, su ritmocardíaco mostró inquietantes señales deirregularidad. Un masaje y un lavado

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con agua caliente le sentaron bien. Sinembargo, sólo con dificultad ingirió unlitro de agua tibia con bicarbonato.Hacia mediodía, su voz no era más queun murmullo.

En pocas horas, se había extendidopor Calcuta la noticia de su nuevodesafío, y grupos de inquietos visitantesafluyeron a Hydari Mansion. Pero laepidemia de violencia que sacudía todoslos barrios no podía ser contenida en unsolo día. Incendios, asesinatos y saqueoscontinuaron asolando la ciudad. Desdesu jergón, Gandhi incluso podía oír eleco de los disparos.

Sus partidarios corrieron a visitar a

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los jefes de los extremistas hindúes dela ciudad para suplicarles queinterviniesen. Millares de los suyoshabían sido salvados en el distrito deNoakhali gracias al juramento arrancadopor Gandhi a los dirigentes musulmanesde Calcuta, les explicaron. Ellos debía,a su vez, hacer todo cuanto estuviera ensu mano para que cesara la matanza demusulmanes en Calcuta.

Desde la mañana del segundo día,otro ruido fue mezclándose poco a pococon el crepitar de las descargas defusilería: los gritos de muchedumbrescada vez más numerosas que convergíanhacia Hydari Mansion coreando

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eslóganes de paz. Hasta los másendurecidos asesinos abandonaroncuchillos, barras de hierro y fusiles parainformarse de la tensión arterial delMahatma, del nivel de albúmina en suorina, del número de sus pulsacionescardíacas. Por la tarde, el gobernadoranunció que los estudiantes de laUniversidad habían decidido lanzar unaacción general para el restablecimientode la paz. Personalidades hindúes ymusulmanas acudieron a la cabecera delagonizante anciano para implorarle querenunciase a su huelga de hambre. Unmusulmán se arrojó a sus pies gritando:«Si os ocurre algo, todo habrá terminado

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para nosotros, los musulmanes».Ninguna súplica, por desesperada quefuese, quebrantaría, sin embargo, lavoluntad que ardía en el agotado cuerpode Gandhi. «No romperé mi ayuno antesde que haya vuelto la gloriosa paz de losquince últimos días», declaró.

Al amanecer del tercer día, su vozno era más que un imperceptiblemurmullo, y su pulso tan débil que podíaconsiderarse inminente su muerte. Alextenderse la noticia, Calcuta fue presade la angustia y los remordimientos.Más allá de sus muros, la India entera semantuvo en una inquieta espera de lasinformaciones sobre el estado de salud

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del Mahatma.Y, entonces, se produjo el milagro.

Si otras ciudades del antiguo Imperio dela India habían sido también capaces deentregarse a abominables accesos desalvajismo, correspondía a Calcuta, lamás contestaría y la más rebelde detodas, poder trocarlos en impulsos deentusiasmo y de generosidad.

Mientras, los últimos soplos de vidaluchaban en el agotado cuerpo deMohandas Gandhi, una oleada de amor yde fraternidad inundó súbitamente laindomable metrópoli para salvar a subienhechor. Comitivas de hindúes ymusulmanes mezclados se esparcieron

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por los barrios de chabolas másafectados por la locura homicida pararestaurar en ellos el orden y la calma. Laprueba definitiva de que un viento nuevosoplaba sobre Calcuta se produjo amediodía, cuando un grupo deveintisiete goonda de los barrios delcentro se presentó a la puerta de HydariMansion. Con la cabeza baja y la vozvibrante de remordimientos,reconocieron sus crímenes, pidieronperdón a Gandhi y le suplicaron querenunciase a su ayuno. Pocas horasdespués, uno de los más célebres jefesde banda fue a hacerle presente unarrepentimiento semejante. Acudió

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también la banda de goonda responsablede la carnicería de Beliaghata Road quehabía decidido a Gandhi a ayunar. Trasconfesar sus crímenes, el jefe declaró alMahatma: «Estamos dispuestos asometernos gustosos a cualquier castigoque elijáis, siempre que pongáis fin avuestro sacrificio». Queriendodemostrar su sinceridad, abrieron todoslos faldones de sus dhoti para derramara los pies de Gandhi una lluvia decuchillos, de puñales, de sables, depistolas y de «dientes de tigre», rojos desangre todavía algunos de ellos. Paratestimoniarles su confianza, Gandhimurmuró: «Mi único castigo será

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enviaros a los barrios de losmusulmanes, a quienes tanto mal habéiscausado, para que les ofrezcáis vuestraprotección».

Durante toda la tarde, un incesanterío de visitantes desfiló ante la cabeceradel Mahatma. Un mensaje escrito depuño y letra del gobernador anunció quehabía retornado la calma a toda laciudad. Un camión lleno de granadas,armas automáticas, pistolas y cuchillosespontáneamente entregados por lasbandas de goondas fue llevado a laverja de Hydari Mansion. Notableshindúes, sikhs y musulmanes redactaronuna declaración común prometiendo

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solemnemente «luchar hasta la muertepara impedir que resurja en la ciudad elveneno del odio religioso».

A las nueve y cuarto de la noche del4 de setiembre de 1947, después de 73horas, Gandhi puso fin a su huelga dehambre bebiendo unos tragos de zumode naranja. Antes de decidirse a ello,había dirigido una advertencia a losrepresentantes de las diferentescomunidades que se apiñaban en torno asu jergón. «Calcuta —declaró— poseehoy la llave de la paz en la India. Elmenor incidente que se produzca aquípuede originar repercusionesincalculables en otras partes. Aun

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cuando el mundo se abrasara, deberéishacer que Calcuta quede fuera de lasllamas».

Lo cumplirían. Esta vez, el «milagrode Calcuta» duraría, mientras que en lastorturadas llanuras del Penjab, en laProvincia Fronteriza del Noroeste, enKarachi, Lucknow y Nueva Delhi, nohabía llegado aún lo peor. La ciudadmás indócil y sanguinaria de la Indiasabría ser fiel a su juramento y alanciano que había arriesgado su vidapara asegurarle la paz. Nunca más,mientras Gandhi viviese, mancharía lascalles de Calcuta la sangre del odioreligioso. «Gandhi ha realizado muchas

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proezas —diría su viejo amigoRajagopalachari—, pero nada, nisiquiera la Independencia, fue tanprodigiosa como su victoria sobre elmal en Calcuta».

Los homenajes no impresionaron alviejo luchador.

—Pienso salir mañana para elPenjab —anunció, simplemente.

Gandhi no llegaría nunca hasta elPenjab: un nuevo estallido de violenciainterrumpiría su viaje a mitad decamino. Esta vez se produjo en el centrovital desde donde era gobernada la

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India, la orgullosa y artificial capital deldifunto imperio, Nueva Delhi. La ciudadque había sido escenario de tantaspompas y fatos, el santuario de ungigantesco ejército de chupatintas, noquedaría a salvo del veneno de laviolencia.

Construida en el límite del Penjab,ciudadela en otro tiempo de losemperadores mogoles, Nueva Delhi eraen 1947 una ciudad en muchos aspectosmusulmana. La mayoría de los criadoseran musulmanes, así como los cocherosde tonga, los vendedores ambulantes defrutas y legumbres, los artesanos de losbazares. Además, la creciente

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inseguridad de los campos circundanteshabía arrojado sobre sus calles amillares de musulmanes llegados parabuscar refugio en ella.

Excitados por los relatos de losrefugiados sikhs e hindúes, irritados porel espectáculo de tantos musulmaneshormigueando en su capital, los sikhs dela secta Akali y los extremistas hindúesdel R.S.S.S. desencadenaron una oleadade terror en la mañana del 3 desetiembre.

Todo empezó con la matanza decoolíes musulmanes en la estacióncentral. Pocos minutos después, elperiodista francés Max Olivier Lacamp

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tuvo que pasar por encima de varioscadáveres al llegar a Conaught Circus,el centro comercial de Nueva Delhi, yvio a una multitud de hindúes quesaqueaban las tiendas de losmusulmanes y mataban a golpes a suspropietarios. Por encima de las cabezas,distinguió un gorro blanco del Congresoy reconoció la familiar silueta que hacíagirar un lathi, increpando y descargandogolpes sobre los revoltosos, contra losque intentaba hacer reaccionar a variospolicías, visiblemente indiferentes. EraJawaharlal Nehru, el Primer Ministroindio.

Para los comandos de sikhs tocados

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con turbantes azules y los fanáticos delR.S.S.S., de frentes ceñidas por cintasblancas, estos ataques fueron la señalpara la acción general. Incendiaron elGreen Market de la Vieja Delhi, dondetenían sus puestos centenares depequeños comerciantes musulmanes. Enla Lody Colony, el barrio vecino almausoleo de cúpula de mármol delemperador Humayun, bandas de sikhsirrumpieron en las villas de losfuncionarios musulmanes y asesinaron atodos los que encontraron en ellas. Amediodía, los cuerpos de las víctimascubrían los céspedes que rodeaban losedificios desde los que Inglaterra había

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hecho reinar su Pax britannica sobretoda la península. Cuando iba a cenar, elcónsul de Bélgica contó diecisietecadáveres a lo largo de su camino.Grupos de sikhs rondaban por lasoscuras callejas de la ciudad vieja,atrayendo sus presas a los gritos de«Allah Akbar». En cuanto un musulmántenía la desgracia de responder a estallamada, su cabeza volaba de unsablazo.

Varios militantes del R.S.S.S. seapoderaron de una mujer musulmanaenvuelta en su burga, la rociaron degasolina y la inmolaron ante la puerta dela residencia de Nehru en York Road, a

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fin de protestar contra los esfuerzos delPrimer Ministro para proteger a losmusulmanes indios. En pocos días, lacasa y el jardín de Nehru fuerontransformados en verdadero campo derefugiados custodiado por una secciónde gurkhas.

Advertidas por mensajeros sikhs deque toda casa en que se cobijara unmusulmán sería despiadadamenteincendiada y ejecutados sus habitantes,centenares de familias hindúes, sikhs e,incluso, cristianas y parsis echaron a lacalle a sus fieles servidores,condenándolos a los kirpan sikhs o auna desesperada huida hacia uno de los

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improvisados campamentos derefugiados.

Los únicos beneficiarios de estaoleada de atrocidades serían losesqueléticos jamelgos de las tongascuyos cocheros musulmanes habían sidoexterminados o huido. Liberados de susvaras, festejaban alegremente su libertadcompartiendo con las vacas sagradashindúes la fresca hierba de losespléndidos céspedes diseñados por losantiguos amos de la India.

Los disturbios que asolaban NuevaDelhi no amenazaban solamente a unaciudad, sino que ponían en peligro a laIndia entera. Pues de un derrumbamiento

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del orden en la capital podían resultarincalculables consecuencias en elconjunto de la península. Los policíasmusulmanes —que representaban más dela mitad de los efectivos— habíandesertado. Las fuerzas armadas contabancon menos de novecientos hombresdisponibles. Los servicios públicosestaban paralizados hasta el punto deque el secretario de Nehru debíaasegurar por sí mismo la distribución dela correspondencia del Primer Ministroindio.

En la noche del 4 de setiembre, unex coronel del Ejército de la Indiaresumiría, a su manera, la situación.

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Escuchando el crepitar de las descargasde fusilería, M. S. Chopra, veterano demuchos años de emboscadas a lo largode la frontera afgana, pensó: «Hoy, lafrontera está aquí, en Nueva Delhi».

Por primera vez desde que, seismeses antes, aterrizara en Nueva Delhi,Louis Mountbatten podía al fin gozar deun poco de descanso. La Independenciahabía retirado de sus hombros una cargaabrumadora. Uno de los hombres máspoderosos del mundo ayer, hoy noocupaba más que un puesto honorífico.La violencia que sacudía al Penjab le

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afectaba dolorosamente, pero su calidadde gobernador general no le otorgabaninguna autoridad para intervenir. Estaabrumadora tarea correspondía ahora alos dirigentes indios. Para demostrarlesque no deseaba inmiscuirse en ladirección de sus asuntos, se habíaeclipsado discretamente de la capitalpara retirarse al paradisíaco olimpo delimperio difunto, Simla.

La tempestad que rugía abajo, en lasllanuras, continuaba sin afectar a laextraña y fascinante ciudad. Losasfódelos y los redodendrosarborescentes estaban en flor al pie delas majestuosas hileras de abetos y de

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cedros deodar, y las cumbres nevadasdel Himalaya relumbraban en el cielocristalino del verano. En el pintoresco«Gaiety Theatre», se representaba JaneSteps Out, uno de esos espectáculos deaficionados que, sesenta años antes,encantaron a Kipling durante susestancias en la capital imperial deverano.

El antiguo virrey de la India seencontraba, en Simla, en un universomuy distante de la tragedia que golpeabael Penjab cuando sonó el teléfono hacialas diez de la noche del jueves 4 desetiembre. Se paseaba a orillas del Rin,ocupado en seguir las ramificaciones del

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árbol genealógico de su familia a travésde la Alemania de los condes de Hesse,de Prusia y de Sajonia-Coburgo, supasatiempo favorito. Le llamaba V. P.Menon. No había nadie en la India cuyasopiniones y consejos fueran másimportantes para Mountbatten que losdel indio que había retocado el plan departición en aquel mismo escenario deSimla.

—Excelencia, es preciso quevolváis a Nueva Delhi —dijo,simplemente, Menon.

—¡Pero si acabo de marcharme deallí! —protestó Mountbatten,desconcertado—. Si el Gobierno desea

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que refrende documentos, no tiene másque enviármelos aquí.

—No se trata de eso —explicóMenon—, La situación se ha agravadoconsiderablemente. Desde que semarchó Vuecencia, los disturbios hanllegado hasta Nueva Delhi. No sabemoshasta dónde puede llegar esto. El PrimerMinistro y el ministro del Interior estánmuy inquietos. Piensan que es esencialsu regreso.

—Pero, ¿por qué? —preguntóMountbatten.

—Necesitan vuestra ayuda.—No puedo creer que sea eso lo que

quieren —se asombró Mountbatten—.

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Acaban de obtener la independencia, yestoy completamente seguro de que, porel contrario, lo último que desean es quesu simbólico jefe de Estado vuelva parameter la nariz en sus asuntos. No hayninguna razón para que yo regrese.

—Muy bien, voy a decírselo. Perono serviría de nada que cambiaseisposteriormente la idea. Si no llegáisdentro de las próximas veinticuatrohoras, es inútil que vengáis después.Será demasiado tarde. Habremosperdido la India.

Hubo un largo y opresivo silencio.Mountbatten lo rompió por fin:

—Bien, bien, usted gana. Voy a

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hacer que preparen mi avión.

Durante un cuarto de siglopermanecería secreto el resultado de laconferencia celebrada en Nueva Delhi,en el despacho de Louis Mountbatten, elsábado 6 de setiembre de 1947. Si lasdecisiones tomadas en esta reuniónhubieran sido divulgadas, habríaquedado deshecha, sin duda, la carreradel jefe político indio destinado aconvertirse pronto en una de las grandesfiguras mundiales.

Tres hombres participaban en laentrevista: Mountbatten, Nehru y

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Vallabhbhai Patel. Los dos dirigentesindios tenían una expresión sombría yestaban visiblemente apesadumbrados.Recordaban «a dos escolares queacababan de ser castigados». Lasdimensiones del éxodo sobrepasabantodo lo que hubieran podido temer. Elcontrol de los acontecimientos en elPenjab se les escapaba por completo, yel caos amenazaba ahora con adueñarsede la capital.

—No sabemos qué hacer —reconoció Nehru.

—Deben ustedes hacerse con elcontrol de las cosas —dijo Mountbatten.

—Pero, ¿cómo podríamos lograrlo?

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—preguntó humildemente Nehru—. Notenemos ninguna experiencia. Hemospasado en sus cárceles nuestros mejoresaños. Sabemos manejar el arte de laagitación, no el de la administración.Aun en circunstancias normales, noshabría costado bastante hacer funcionarun Gobierno bien organizado. ¿Cómoquiere usted que seamos capaces dehabérnoslas con el desmoronamiento delorden público?

Nehru formuló entonces una peticióncasi increíble. Que este orgulloso indio,que había consagrado su vida alcombate por la independencia, hubierapodido decidirse a hacerla revelaba a la

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vez la nobleza de sus sentimientos y lagravedad de la situación. Siempre habíaadmirado en Mountbatten su sentido dela organización y sus rápidas decisiones.Sentía que la India necesitaba ahoraestas cualidades, y era demasiadogeneroso para privarla de ellas pororgullo o vanidad.

—Cuando usted ocupaba uno de losmás elevados puestos de mando de laguerra, nosotros estábamos en unaprisión británica —continuó—. Usted esun administrador incomparable. Hamandado millones de hombres. Posee laexperiencia y el saber que elcolonialismo nos ha negado. Ustedes,

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los ingleses, no pueden desentenderse deeste país y, simplemente, marcharse deél, cuando han estado con nosotrosdurante toda nuestra existencia. Noshallamos en peligro y necesitamos suayuda. ¿Quiere usted aceptar asumir denuevo la dirección del país?

—Sí —confirmó Patel, el viejocompañero realista de Nehru—, tienerazón. Debe usted aceptar.

Mountbatten estaba asombrado.—¡Santo cielo, apenas acabo de

devolverles su país, y ustedes me pidenahora que vuelva a hacerme cargo de él!

—Le suplicamos que comprenda —insistió Nehru—. Debe usted hacerlo.

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Nos comprometemos a respetar todassus decisiones.

—¡Pero eso es inconcebible! Sialguien descubre que ustedes me hanentregado las riendas del poder, será elfin de sus carreras políticas. ¿Losindios, por fin libres, llamando a suúltimo virrey británico para reponerleen el trono? ¿Se dan ustedes cuenta? Noes posible.

—Sin duda, habrá que encontrar unamanera de disimular su regreso —aprobó Nehru—, pero una cosa essegura, no podremos arreglárnoslas sinusted.

Mountbatten pareció reflexionar.

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Aunque adoraba los retos, éste eraverdaderamente demasiado grande. Noobstante, tenía demasiado afecto a laIndia, demasiada estima a Nehru ydemasiado sentido de lasresponsabilidades para rechazar talpetición.

—¡De acuerdo! —acabó diciendocon el tono de un almirante que volvieraa encontrarse en el puente de oficiales—. Me encargo de ello. Peroconvengamos una cosa: ¡que nadie seentere nunca de todo esto! Nadie debesaber que han venido a buscarme.Ustedes me van a pedir solamente quecree un comité de urgencia en el seno

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del Gobierno.—De acuerdo —respondieron Nehru

y Patel.—Después, me propondrán que

asuma su presidencia.—Desde luego —asintieron los dos

indios, un poco estupefactos por lavelocidad con que Mountbatten ponía enmarcha las cosas.

—El comité de urgencia secompondrá solamente de personas quehaya elegido yo mismo.

—¿No debería englobar al Gobiernoen pleno? —se asombró Nehru.

—¡Ni hablar! —se indignóMountbatten—, Sería un desastre. Sólo

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quiero hombres que verdaderamenteestén en los puestos de mando, como eldirector de la Aviación civil, el directorde los ferrocarriles, el jefe de losservicios de Sanidad. Mi mujer seocupará de las organizaciones benéficasy de la Cruz Roja. Las actas deconferencia serán transcritassimultáneamente por un equipo detaquígrafos británicos, con el fin de queestén disponibles en cuanto termine cadareunión. ¿Me invitan realmente a hacertodo eso?

—Le invitamos a elloencarecidamente —respondieron a coroNehru y Patel.

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—En las conferencias —continuóMountbatten—, usted, Nehru, PrimerMinistro, estará sentado a mi derecha, yusted, Patel, ministro del Interior, a miizquierda. No dejaré de consultarles,pero les ruego que nunca discutan lo queyo proponga. No tenemos tiempo paraello. Diré: «Estoy convencido de que elseñor Primer Ministro desea que yoactúe así», y usted me responderá:«Ciertamente, se lo ruego». Eso es todo.

—Pero, por lo menos, podremosexpresar… —aventuró Patel.

—Nada que pueda retrasar las cosas—interrumpió Mountbatten—. ¿Quierenque dirija yo el país, sí o no?

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Los tres hombres confeccionaronentonces la lista de los miembros delcomité de urgencia.

—Caballeros —concluyóMountbatten—, celebraremos nuestraprimera sesión de trabajo hoy mismo, alas cinco de la tarde.

Habían sido precisos treinta años deluchas, millares de huelgas, demanifestaciones, de hartal silenciosos yde hogueras destruyendo las ropasinglesas para que la India accediera porfin a su independencia. Veinte días mástarde, estaba de nuevo dirigida por uninglés.

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XIV

«EL TRISTE Y DULCELAMENTO DE LA

HUMANIDAD»

Lord Mountbatten tenía laimpresión de revivir una vida anterior.Era de nuevo comandante en jefe, lafunción que mejor conocía. Pocas horasdespués de haber sido invitado apresidir el comité de urgencia, había

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convertido el palacio de greda rosaedificado para albergar las pompas delImperio en cuartel general de un Ejércitoen campaña.

De hecho, cuenta uno de suscolaboradores, apenas habían salido desu despacho Nehru y Patel cuando «sedesencadenó el infierno». Mountbattenrequisó la antigua sala del consejo delvirrey para las reuniones del comité.Hizo transformar el despacho contiguode Lord Ismay en puesto de mandooperacional, y mandó que se le trajeranlos mejores mapas de Estado Mayor delPenjab. Ordenó a la Aviación que,desde la salida hasta la puesta del sol,

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efectuara vuelos de reconocimientosobre la parte india de la provincia. Lospilotos debían enviar cada horamensajes de radio indicando la posiciónde cada columna de refugiados, suimportancia, longitud, itinerario yavance. Las principales líneas deferrocarril fueron colocadas bajovigilancia aérea, y las emboscadassistemáticamente detectadas. Con supasión por las telecomunicaciones,Mountbatten hizo que su palacio quedaraenlazado con los puntos neurálgicos delsector por una red especial detransmisiones por radio. Decidido a quetodos participaran en la solución de la

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crisis, contrató incluso a su hija Pamela,de diecisiete años, como secretaria.

Mountbatten inició la primera sesióndel comité de urgencia situandobrutalmente a los responsables indiosante las realidades que traducían losmapas geográficos y los cuadrosestadísticos en las paredes de su puestode mando. Algunos ignoraban hastaentonces la gravedad de la situación. Sudescubrimiento provocó «una reacciónde estupor y como de vértigo ante elabismo», recuerda el agregado dePrensa de Mountbatten. Nehru parecía«abrumado de tristeza y resignación»,Patel «claramente inquieto», hirviente

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«de cólera y de frustración».Mountbatten no les dio respiro. El

encantador virrey de la India que habíanconocido se convirtió en un jefeintransigente, decidido a todo paraobtener el resultado buscado.

El director de la Aviación civilindia no tardaría en darse cuenta de elloa su propia costa. Al saber que no habíapodido encontrar un avión para enviarurgentemente un cargamento demedicinas, Mountbatten montó encólera:

—Señor director —declaró—, vausted a dirigirse inmediatamente alaeropuerto. Y no saldrá de allí, no

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comerá ni dormirá, hasta que ustedpersonalmente haya asistido al despeguedel aparato y me haya informado de ello.

El hombre se levantó y saliócabizbajo. Poco después, un avión llevólos medicamentos.

Mountbatten se apresuró afamiliarizar a los que le rodeaban conlos métodos particularmente radicalesque se proponía utilizar. Informado deque los soldados encargados de escoltarlos trenes de refugiados se abstenían,por regla general, de abrir fuego sobresus correligionarios, ordenó que losdestacamentos de escolta de todos loscomboyes cuya defensa había resultado

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ineficaz, fuesen detenidosinmediatamente y que todo militar indiofuese juzgado en consejo de guerra yfusilado en el acto.

Estos ejemplos ejercerían el mejorefecto sobre la disciplina, anunció. Lasituación en la capital preocupabaespecial al almirante. «Si fracasamos enNueva Delhi, todo el país se hundirá connosotros», declaró. Decretó medidas deurgencia, mandó llamar tropas derefuerzo, confió a los escuadrones de suguardia personal misiones demantenimiento del orden, requisócamiones para el transporte de víveres,impuso la retirada y la cremación de los

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cadáveres que cubrían las calles de laciudad. Suprimió los días festivos y losdomingos, movilizó a los funcionarios,adoptó disposiciones para la nuevapuesta en funcionamiento del teléfono yde los servicios públicos esenciales.Por último, para disminuir los riesgosde incidentes, hizo evacuar a losrefugiados sikhs hacia otras provincias.

Se necesitarían semanas antes de queestos esfuerzos lograran contener lapleamar que anegaba el norte de laIndia, pero, diría un testigo, «se habíapasado, en menos de una noche, de lavelocidad de un carro de bueyes a la deun avión de reacción».

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Durante los dos meses siguientes,toda la aflicción del Penjab estaríarepresentada por una miríada dealfileres de colores avanzando comohormigas sobre los mapas del puesto demando de Mountbatten. Cada minúsculapieza de metal correspondía a unvolumen de miseria y de sufrimientosdifícilmente concebible. Una de ellassimbolizaba por sí sola una caravana deochocientas mil personas, la más grandecolumna de refugiados que jamás hayaengendrado la tumultuosa historia de laHumanidad. Imagínese a la poblaciónentera de una ciudad como Marsella —

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cada hombre, cada mujer, cada niño—obligada a huir a pie hacia Lyon.

Jinnah y Nehru habían intentadooponerse a esta fantástica emigración,tratando de convencer a lasaterrorizadas familias para que sequedaran en sus casas. Pero la amplitudde la tragedia había tornado vanos susesfuerzos y obligado a admitir esteinevitable intercambio de comunidadescomo el precio que pagar por laindependencia de sus países.

Día tras día, el movimiento de losalfileres de cabeza roja reflejaba eldoloroso avance de los refugiados. Cadamañana, al amanecer, los pilotos

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regresaban para localizar elinterminable torrente abandonado lavíspera, señalando en sus mapas el cortotrayecto recorrido en la oscuridadcómplice de las primeras horas del día.El capitán de Aviación Patwant Singh seacordaría siempre de «aquellas filas deseres humanos que atravesaban el campocomo los inmensos rebaños de laspelículas del Oeste». Otro recuerdahaber sobrevolado una columna durantequince minutos y a más de trescientoskilómetros por hora sin llegar a ver sufinal. A veces, estrangulado en uncamino más estrecho, el torrente sehinchaba en un inextricable revoltijo de

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personas, de animales y de vehículosque se estiraban entonces en un delgadohilillo antes de amontonarse de nuevo ala entrada del siguiente cuello debotella.

Levantada por las pezuñas de losbóvidos, por el desenfrenado pisoteodel mar humano, una nube de polvotrazaba en el horizonte una gigantescaestela grisácea que revelaba el avancede los fugitivos. Al caer la noche, lascolumnas se detenían, y los exhaustosrefugiados encendían pequeñas fogatasen las que cocían su único alimentocotidiano: un ligero chapati. Vistasdesde el cielo, estos cientos de miles de

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hogueras parecían cubrir la tierra,enrojecida por los últimos rayos del solponiente, con una nube de fuegos fatuos.

Pero donde aparecía en todo suhorror el drama del éxodo era al niveldel suelo, en medio de la aflicción delos hombres. Con los ojos y la gargantaquemados por el polvo, abrasadas lasplantas de los pies por el calor de laspiedras y del asfalto, torturados por elhambre y la sed, envueltos en unasfixiante olor a orina, a excrementos, asudor, los condenados del Penjab searrastraban como autómatas en sus dhotidesgarrados y en sus saris hechosjirones. Mujeres viejas se aferraban a

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los hombros de sus hijos, otras, a puntode dar a luz, a los de sus maridos. Losmás jóvenes cargaban ancianos sobresus espaldas, los inválidos o losmoribundos marchaban sobreimprovisadas literas de bambúacarreadas por padres o amigos. Lasmadres estrechaban contra sus pechos asus hijos durante centenares dekilómetros. Atados a la espalda o enequilibrio sobre la cabeza, erantransportados los escasos bienes que sehabían podido llevar: unos cuantosutensilios de cocina, un lío de ropa,imágenes de Siva o del guru Nanak, unejemplar del Corán. Algunos hombres se

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encorvaban bajo el peso de largas varasa cuyo extremo estaba sujeto lo quehabían podido salvar del desastre. Unniño sentado sobre una tabla hacía aveces contrapeso a todo lo que lequedab a una familia para comenzar unanueva vida: una pala, una azada, unarueca, una Iota con un poco de agua, unsaquito de dal.

Toda la fauna doméstica de la Indiamezclaba su infortunio con el de loshumanos: patéticos rebaños de búfalos,de vacas, de bueyes, de camellos, decaballos, de burros, de cabras, decorderos. Los búfalos y los bueyestiraban de las pesadas carretas que

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crujían bajo la heterogénea carga.Pirámides de charpoy, jergones,herramientas, balas de forraje,utensilios, sacos de cereales,desbordaban de estas balsas rodantesarrancadas al naufragio de toda unaexistencia. Algunos fardos conteníanvestidos de boda, preciosas reliquias deun pasado feliz. Había matrimonios quelograron llevarse los regalos de bodas,teniendo cuidado, si eran hindúes, deque su número no terminase en cero, yaque esta cifra era sumamente nefasta.Los camellos y los caballos jadeabanentre las varas de las carretas, de lastongas con las cortinillas echadas que

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utilizaban las mujeres musulmanas, detodo lo que tuviese ruedas.

Estos indios y paquistaníes noemprendían un viaje hasta el pueblovecino. Partían hacia un mundodesconocido, efectuaban un trayecto sinretorno de trescientos, cuatrocientos e,incluso, quinientos kilómetros, queduraría semanas, bajo la perpetuaamenaza del agotamiento, del hambre,del cólera y, en más de la mitad delrecorrido, de salvajes ataques contra losque se hallaban casi indefensos.Hindúes, musulmanes o sikhs, lasvíctimas inocentes de esta convulsióneran campesinos analfabetos que se

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habían afanado durante toda su vida ensus campos, ignorantes la mayoría deque la India había sido conquistada porlos ingleses, indiferentes a las luchaspolíticas del partido del Congreso y dela Liga musulmana y que jamás sehabían preocupado de acontecimientoscomo la partición, el trazado defronteras o, incluso, la Independencia,en cuyo nombre se encontraban sumidosen la desgracia. Y, para consumar ladesventura de los millones de seres queatravesaban las llanuras del Penjab,estaba el sol, un sol cruel que lesobligaba a volver sus despavoridosrostros hacia el cielo incandescente para

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suplicar a Alá, a Siva o al guru Nanakque les enviara el socorro del monzón,cuyas lluvias se obstinaban en no caer.

El teniente Ram Sardilal, encargadode escoltar una columna de musulmanesque abandonaban la India rumbo alPakistán, recordaría siempre a «lossikhs que seguían a la caravana comobuitres, regateando con losdesventurados la compra de los escasosbienes que intentaban conservar,esperando pacientemente a que loskilómetros hicieran bajar los precios,hasta el momento en que, resignados, losrefugiados lo darían todo a cambio deunas gotas de agua».

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El capitán Robert E. Atkinsacompañó durante semanas a variascolumnas en ambas direcciones. «Seponían en camino con una especie deeuforia —cuenta—. Luego, bajo latortura del calor, de la sed, del hambre,de los kilómetros que se sumaban a loskilómetros, abandonaban poco a pocotodo lo que llevaban hasta quedarse sinnada». Cuando aparecía un avión en elcielo y lanzaba algunos víveres, seproducía la estampida. Sus soldadosgurkhas debían proteger los víveres apunta de bayoneta para asegurar unajusta distribución. Atkins vio un día aunos refugiados correr como locos

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detrás de un perro que había robado unachapati, dispuestos a matarlo pararecuperar la galleta.

Extenuados por las privaciones, laenfermedad, los sufrimientos de estamarcha forzada, millares de ancianos,mujeres y niños renunciaban a continuar,dejándose pisotear allí mismo por losque venían detrás, o arrastrándose haciala sombra de una zanja o de un matorralpara esperar la muerte. No teniendo yafuerzas para llevarlos, las mujeresdejaban a sus criaturas a la orilla delcamino con la esperanza de que unamano providencial los recogiese antesde que fuera demasiado tarde. Algunos

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desventurados encontraban la muerte alarrojarse sobre el agua de pozosenvenenados por sus enemigos. Laimagen de un niño abandonado al bordede la carretera, estirándole del brazo asu madre muerta, incapaz de comprenderpor qué ella no le recogía, permaneceríagrabada para siempre en la memoria dela fotógrafo Margaret Bourke-White.

Millares de cadáveres jalonaronpronto los caminos de este éxodoinfernal. Los setenta kilómetros de lacarretera que une Lahore con Amritsarse convirtieron en un interminablecementerio a cielo descubierto. Paraatenuar su atroz fetidez, el capitán

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Atkins debía tomar la precaución detaparse la boca y la nariz con un pañueloempapado en loción refrescante. «Acada metro, pasábamos ante algúncadáver —recuerda—, unos,asesinados; otros, muertos de cólera.Los buitres habían engordado tanto queni siquiera podían levantar el vuelo, ylos perros salvajes se habían vuelto tanexigentes que no comían más que loshígados de los cadáveres».

H.V.R. Iyengar, secretario particularde Nehru, recuerda haber encontrado ados tenientes del Ejército indio quetenían la misión de seguir en camionetaa una columna de cien mil refugiados

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sólo para ocuparse de los recién nacidosy de los muertos. Cuando una mujerempezaba a dar a luz, la tendían en latrasera del vehículo, que deteníandurante el tiempo necesario para quenaciera el niño. En cuanto llegaba otramujer, la anterior debía cederle su lugar,levantarse y reanudar, con su criatura, sumarcha hacia la India.

El periodista indio Kuldip Singh noolvidaría nunca «al viejo sikh de barbablanca que le tendía su nietoimplorando: “¡Cójale! Que viva por lomenos para ver la India.”»

La protección de estos convoyes quese estiraban a lo largo de centenares de

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kilómetros era una tarea sobrehumana.Podían producirse ataques en cualquiermomento. Los de los sikhs eran los másmortíferos. Por bandas enteras, surgíande los campos de caña de azúcar o detrigo, mataban, saqueaban, raptaban alas niñas y las mujeres y desaparecían.El teniente G. D. Lal recuerda, como siaún lo estuviera viendo, a un viejomusulmán que arrastraba hacia elPakistán lo que había podido conservarde su granja, una cabra. A una decena dekilómetros de su nueva patria, el animal,presa de pánico, echó a correr por uncampo. El anciano se lanzaba en supersecución cuando un sikh salió de un

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matorral, le cortó la cabeza de unsablazo y huyó con la cabra.

Al prestar auxilio a musulmanesindefensos, varios oficiales sikhs de lasunidades de escolta compensarían elsalvajismo de algunos de suscorreligionarios. En las proximidadesde la pequeña ciudad de Ferozepore, elteniente coronel sikh Gurba Singhtropezó con el espectáculo más atroz quejamás había visto: los cadáveres de todauna caravana de refugiados musulmanesasesinados por sikhs y que estabansiendo devorados por los buitres.Mandó a sus soldados cuadrarse anteellos y les declaró: «Los sikhs que han

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cometido estos crímenes han deshonradoa nuestro pueblo. Pero el deshonor seríamayor aún si vosotros dejarais causarnuevas víctimas entre los que hoy estánbajo vuestra protección».

Dos columnas —una que subía haciael Pakistán y otra que bajaba hacia laIndia— se cruzaban a menudo por loscaminos del éxodo. Ocurría, enocasiones, que refugiados ávidos devenganza salían de las filas y searrojaban sobre los que caminaban endirección contraria, breve y sanguinariaexplosión que aumentaba el número delos muertos. A veces, por el contrario,campesinos hindúes y musulmanes se

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indicaban mutuamente el emplazamientode las granjas y los campos queacababan de abandonar, a fin de quefueran a instalarse en ellos.

El joven oficial de Policía AshwiniKumar fue testigo de una escenainolvidable en la Grand Trunk Road,entre Amritsar y Juilundur. En estahistórica carretera que habían seguidolos macedonios de Alejandro Magno ylas hordas de los mogoles, vio a doscolumnas de musulmanes y de hindúescruzarse a lo largo de varios kilómetrosen una atmósfera de otro mundo. Nointercambiaron ningún gesto hostil,ninguna mirada amenazadora. Millares

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de hombres pasaban sin verse. De vezen cuando, una vaca se extraviaba deuna fila a otra y lanzaba un mugido.Aparte de esto, el rechinar de las ruedasde madera y el cansado frotar de lospies sobre el asfalto eran los únicosruidos que se elevaban de estasmuchedumbres en movimiento. Como si,en las profundidades de su desgracia,los refugiados de cada nacióncompartieran instintivamente la aflicciónde los que encontraban.

Ya se dirigiera el éxodo hacia elPakistán o hacia la India, sus

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innumerables ramas se reagrupaban alládonde un puente, un vado o un pontónpermitían cruzar tres grandes ríos delPenjab: el Ravi, el Satlej y el Byas.

Prisioneros de los gigantescosembotellamientos que se formaban encada orilla, los refugiados quedabaninmovilizados durante horas o díasenteros hasta poder atravesar estosangostos pasos. Perdido en la anónimamultitud que se derramaba una tarde desetiembre por el puente de Sulemanki,sobre el Satlej, se hallaba un robustomuchacho de veinte años. Tenía grandesojos negros, espesos cabellos castañospeinados a raya y gruesos labios

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coronados por un fino bigote. EraMadanlal Pahwa, el joven marinerohindú que huyó en el autobús de suprimo mientras su padre se quedabapara esperar la fecha propicia indicadapor su astrólogo.

Soldados paquistaníes apostados ala entrada del puente habían confiscadoel autobús y todo su cargamento: losmuebles, la ropa, las joyas, el dinero,las imágenes de Siva. Al igual quemillares de otros refugiados, MadanlalPahwa iba a entrar en su nueva patria sinun céntimo en el bolsillo, sin másequipaje que las ropas que llevabapuestas. Mientras avanzaba por el

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puente a cuyo extremo comenzaba laIndia, se sentía «desnudo como ungusano, como si hubiera sido despojadode todo y arrojado a la carretera». Llenode ira, juró que no quedaría en la Indiaun solo musulmán, que todos debían serexpulsados de ella como lo había sido élde Pakistán, sin una rupia, sin unamaleta.

Era sólo un rebelde más en eldesventurado torrente unido por unsufrimiento común. Y, sin embargo,Madanlal Pahwa había sido elegido porlos astros para distinguirse de lasanónimas multitudes que le rodeaban.Poco después de su nacimiento, los

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astrólogos hacían predicho que «sunombre sería conocido en toda la India».Su padre recuerda:

«No había reparado en el carteroque estaba a mi lado aquel día dediciembre de 1928 hasta que me cogióde la mano para entregarme untelegrama. Me había nacido un hijo lanoche anterior. Me había convertido enpadre a los diecinueve años. Le di unasmonedas al cartero porque me habíatraído una buena noticia y salí a comprarladu, golosinas para mis compañeros deoficina. Luego, me puse en camino paravolver a mi casa.

»Cuando llegué, saludé primero a mi

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padre, rozando ligeramente sus pies enseñal de respeto. El me puso en la bocaun trozo de azúcar para celebrar nuestrofeliz reencuentro. Tomé a la criatura enmi regazo y me dije: “Voy a ofrecerle lamejor instrucción posible. Es precisoque se haga ingeniero o médico para queasegure una buena reputación al nombrede nuestra familia.” Convoqué a lospandits más ilustrados del pueblo y a losastrólogos para que me ayudaran aencontrar un nombre. Dijeron quedebería empezar por “M”. ElegíMadanlal. Los astrólogos estudiaron susmapas celestes y profetizaron queMadanlal crecería sano y fuerte. Me

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anunciaron que su nombre sería algúndía célebre en toda la India.

»Sin embargo, el mal de ojo seabatió sobre mí. Cuarenta días despuésdel nacimiento de mi hijo, mi mujermurió a consecuencia de unenfriamiento. Madanlal fue brillante ytravieso en sus primeros años deescuela, luego se convirtió en un niñocada vez más difícil y mostró unalamentable tendencia a rebelarse. En1945, huyó de nuestra casa. Avisé anuestros parientes y amigos a todo lolargo del Penjab, pero nadie sabía adónde había ido. Al cabo de unos meses,recibí una carta. Estaba en Bombay para

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alistarse en la Marina. Cuando regresó,en 1946, comenzó a militar en las filasde la organización nacionalista R.S.S.S.,y a atacar a los musulmanes. Me sentíainquieto por él. Por eso, en julio de1947, fui a Nueva Delhi a visitar a miamigo Sardar Tarlok Singh, uno de loscolaboradores del gran pandit Nehru. Lepedí que me ayudara a proteger aMadanlal de sus malas compañías.Aceptó. Prometió intervenir y lograr quemi hijo fuese nombrado para el mejorpuesto que yo hubiese podido soñar paraél, el de brigadier de la Policía».

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Poco después de su entrada enterritorio indio, Madanlal Pahwa supoque su padre había sido gravementeherido en el tren que le evacuaba delPakistán. Lo encontró en el hospitalmilitar de Ferozepore. Allí, en medio delos gemidos de la sala común, en el olora sangre, a éter y a podredumbre, lossufrimientos de sus hermanos hindúesasumieron para Madanlal el rostro de supadre, «pálido y tembloroso bajo susvendas».

El pobre hombre sacó de su bolsillola carta de recomendación que había ido

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a buscar a Nueva Delhi y se la tendió asu hijo. «Vete a Delhi —imploró—.Empieza una nueva vida e ingresa en unabuena dependencia del Gobierno».

Madanlal tomó la carta, pero notenía deseo de ingresar en una «buenadependencia del Gobierno». Losastrólogos tenían razón. Su destino nosería el de convertirse en un oscuropolicía en la comisaria de una lejanaciudad de provincias. Al salir delhospital, con los ojos todavía llenos dela dolorosa visión de su padre herido, seapoderó de él un sentimiento nuevo, unsentimiento que compartían entoncescientos de miles de indios y de

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paquistaníes. Él no tenía nada que vercon un alistamiento en la Policía. «Voy avengarme», juró.

La vida de la inglesa Vickie Noon,la bella esposa de Sir Feroz Khan Noon,alta personalidad musulmana delPakistán, iba a depender de una cajita debetún color caoba. El escondrijo quehabía encontrado en el palacio de suamigo el rajá hindú de Mandi había sidodescubierto. Toda la población estabaahora tras ella. Los sikhs habíanamenazado al rajá con secuestrar a sushijos si no entregaba a la fugitiva.

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Ayudado por el joven comerciantehindú Gautam Sahgal, llegado en suauxilio desde Lahore, el príncipeacababa de sumergir a su protegida enun baño de permanganato potásico paraoscurecer el color de su piel. Y, ahora,le maquillaba el rostro con el betún quedebía hacerla pasar por una indiaauténtica. Al anochecer, el «Rolls-Royce» del rajá, con las cortinillasechadas para perfeccionar lasuperchería, salió como una bala delpalacio, sirviendo de cebo a losperseguidores. Pocos minutos después,vestida con un sari hindú, un tilak rojoen la frente y un anillo de oro en la aleta

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de la nariz, la inglesa saliódiscretamente de su refugio en el«Dodge» color crema del comercianteGautam Sahgal.

A los pocos kilómetros, Vickie rogóa su amigo que le permitiera satisfaceruna necesidad natural. Llovía a mares, yla mujer tropezó en la oscuridad. Al oírel ruido de un objeto que rebotaba en elsuelo, se estremeció de pánico. Acababade caérsele la cajita de betún, perdiendoasí la única garantía de su anonimato y,por consiguiente, de salvación. Bajo lascataratas del monzón, en efecto, habíarecuperado la clara tez de una europea.Puesta a cuatro patas y palpando a

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tientas en medio de las piedras y loshoyos, se lanzó en busca de la cajitasalvadora. Soltó un grito de alegríacuando por fin la encontró. Apretándolaen sus manos como un tesoro, regresó alcoche, donde su compañero se apresuróa embadurnarle el rostro con una nuevacapa de betún.

Poco antes de la pequeña ciudad deGurdaspur, encontraron una barreracustodiada por sikhs que rodearoninmediatamente su vehículo. Sahgalreconoció entre ellos a un comercianteen cemento con el que había mantenidorelaciones comerciales.

—¿Qué ocurre?

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—La esposa de Feroz Khan ha huidodel palacio del rajá de Mandi —explicóel hombre—, y todos los sikhs de laregión la están buscando.

Sahgal dijo que precisamenteacababa de adelantar al «Rolls-Royce»del príncipe unos treinta kilómetrosantes, y que él mismo tenía prisa, puesllevaba a su mujer, embarazada, alhospital.

El sikh echó un vistazo al interiordel coche. Aterrada, Vickie Noon rogó atodos los dioses del panteón hindú quesu maquillaje no delatara su disfraz yque el sikh no se pusiera a hablarle enhindi. Tras haberla contemplado

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fijamente con admirativa curiosidad, elhombre se incorporó por fin y mandóque abrieran paso.

Cuando el coche hubo alcanzado lafrontera del Pakistán, la joven inglesa,aliviada, acarició con gratitud la cajitade betún.

—¿Sabe, Gautam? —confió a sucompañero—. Mi marido nunca podráregalarme nada más precioso.

Esta aventura fue probablementeúnica, pues fueron escasas las británicasque temieron por su vida durante esteatormentado otoño. En efecto, a todo lo

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largo de las semanas más agitadas desetiembre, el hotel «Faletti» de Lahoreconstituyó un oasis de paz en medio delPenjab enfurecido. Caballeros vestidosde esmoquin, acompañados de señorascon vestidos largos, tomaban todas lasnoches un cóctel en la terraza, antes dedegustar a la luz de los candelabros laespecialidad de su cocina, langostaThermidor, y bailar a los ritmos de suorquesta sudamericana a pocoscentenares de metros de las humeantesruinas de un barrio hindú.

Sin embargo, de todas las columnasde refugiados que se alargaban de unEstado a otro, la más incongruente, la

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más insólita, no era hindú, ni sikh, sinobritánica. Dos autobuses, escoltados poruna compañía de soldados gurkhas,evacuaron a lo largo de las primeraspendientes del Himalaya a respetablesancianos ingleses que huían del paraísoperdido de Simla, adonde se habíanretirado. Abandonaban sus encantadorasvillas, que ostentaban románticosnombres —«Mi Reposo», «Mi Retiro»,«Al final del camino»—, rodeadas decéspedes esmaltados por macizos deflores, donde desearon terminar suexistencia. Algunos habían nacido en laIndia y nunca conocieron otra patria.Eran los centuriones retirados del

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Imperio, ex coroneles de los últimosregimientos de Caballería del Ejércitode la India, antiguos jueces y altosfuncionarios del Indian Civil Service,que en otro tiempo administraron amillones de indios.

Para preparar su salida no habíantenido mucho más tiempo que losaterrorizados penjabíes de las llanuras.Cuando la situación se agravóbruscamente, les fueron enviadosautobuses para llevarles a Nueva Delhi.Se les dio una hora para meter unoscuantos efectos personales en una maletay cerrar las contraventanas de sus casas.

Fay Campbell-Johnson, esposa del

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agregado de Prensa de Mountbatten, hizoel viaje con ellos. Varios de estosingleses eran de edad bastante avanzaday padecían incontinencia urinaria. Porello, los autobuses debían detenersecada dos horas. Viendo a estos antiguosdueños del prestigioso Imperio de laIndia orinar en la cuneta de la carreterabajo la impasible mirada de susguardias gurkhas, la joven pensó entodas las bellas frases de Kipling.

—Dios mío —se dijo—, esta vez elhombre blanco ha bajadoverdaderamente de su pedestal.

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Como numerosos militares jóvenessedientos de aventura, el capitánEdward Behr se había presentadovoluntario para quedarse en el Pakistándespués de la Independencia. Ahora eraoficial de información de la Brigada dePeshawar. Para él, este domingo sepresentaba igual a tantos otros quehabían saboreado los oficialesbritánicos que prestaban servicios en laIndia. Cuando hubiese terminado sudesayuno de papaya y huevos revueltos,tomado en el césped de su villa, iría a suclub para jugar al squash, dar unas

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cuantas brazadas en la piscina, beberuno o dos gin and tonic y almorzartranquilamente.

Nada había cambiado, al parecer, enesta ciudad que fue la puerta del Imperiode la India. Pese a la cercana yturbulenta presencia de los pathans,Peshawar no había conocido ningúndisturbio.

Este día, sin embargo, sería muydiferente de lo que imaginara EdwardBehr. Apenas comenzaba su papayacuando sonó el teléfono.

—Ocurre algo terrible —le anuncióun oficial del puesto de mando de laBrigada—, nuestros batallones están a

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punto de matarse entre sí.El más estúpido de los incidentes

era responsable de esta conflagración.Al centinela sikh de una unidad que aúnno había sido repatriada a la India se ledisparó accidentalmente el fusilmientras lo limpiaba. Por una increíblemala suerte, la bala había atravesado latrasera de un camión lleno de soldadosmusulmanes que llegaban del Penjab, enplena guerra civil. No necesitaron másestos exaltados combatientes paraprovocar un drama. Convencidos de quelos sikhs les habían atacado, losmusulmanes saltaron del camión yabrieron fuego sobre sus camaradas.

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El capitán Behr se puso el uniformey se precipitó en casa del comandante dela Brigada. El general G. R. Morristomó un último sorbo de té, se enjugóreposadamente los labios, se levantó, sepuso su gorra rodeada por la franja rojadistintivo de su grado y subió al jeepvestido con el traje civil que llevabatodos los domingos para ir a la iglesia.

Al llegar al acantonamiento, los dosingleses vieron a musulmanes y sikhsque se ametrallaban de un extremo a otrodel campo de maniobras. Haciéndosecargo de la situación al primer golpe devista, al general se enderezó, agarró conuna mano el marco del parabrisas y

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apuntó la otra en dirección el campo debatalla.

—¡Adelante! —mandó aldesconcertado capitán Behr.

En pie, erguida la cabeza, con sugorra por único uniforme, encarnaciónsoberbia y eterna de la omnipotencia delsahib, el general inglés penetró en elcampo de tiro gritando a sus soldadosque cesaran el fuego. La legendariadisciplina del antiguo Ejército de laIndia fue más fuerte que el odio. Elfuego cesó.

Pero Peshawar no saldría tan bienlibrada. El rumor de que los sikhsasesinaban a sus camaradas musulmanes

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se había extendido entre las tribus de lanación. Al igual que en ocasión de lavisita de Mountbatten cuatro mesesantes, los guerreros pathans se volcaronsobre la ciudad en camiones, enautobuses, en tongas, a caballo. Estavez, sin embargo, no venían solamente amanifestarse. Venían a matar. Ymataron.

Pese a los esfuerzos del generalinglés y del capitán Edward Behr, elinfortunado disparo del centinela sikhcausaría diez mil muertos en menos deuna semana. Llamaradas de violenciasemejante se extendieron por toda laprovincia fronteriza del Noroeste,

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arrojando nuevas oleadas de refugiadosa las carreteras. El hecho de que unatorpeza tan nimia pudiera originarconsecuencias tan trágicas revelaba laexplosiva atmósfera que impregnabaentonces el subcontinente indio. Bastabauna chispa para que Bombay, Karachi,Lucknow, Hyderabad, Cachemira,Bengala entera se inflamaran a su vez.

Procedente de Calcuta, MohandasGandhi llegó a Nueva Delhi el 9 desetiembre de 1947. No volvería a salirde ella. Estaba ya descartada laposibilidad de que se instalase entre los

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barrenderos basureros intocables de laBhangi Colony. Habiendo sido invadidoel barrio por millares de desventuradosrefugiados del Penjab, era imposiblegarantizar la seguridad del Mahatma; elministro del Interior Vallabhbhai Patelhizo, pues, conducir a Ghandi, nada másbajar del tren, al número 5 deAlburquerque Road, en pleno corazóndel barrio residencial más elegante de lacapital.

Con su tapia circundante, surosaleda y sus espléndidos céspedes,sus suelos de mármol, sus puertas demadera de teca y su legión de solícitoscriados, la casa del multimillonario

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Birla estaba en los antípodas delmiserable chamizo de intocables queGandhi acostumbraba elegir para susestancias en Nueva Delhi. Sin embargo,ilustrando con una nueva paradoja sudesconcertante carrera, el profeta de lapobreza, que viajaba en tercera clase,que había renunciado a toda posesión ya quien el robo de un reloj de ochochelines podía hacerle llorar, aceptó, ainstancias de Nehru y de Patel,instalarse en esta lujosa mansión.

Su propietario, Ghanshyamdas Birla,era el jefe patriarcal de una de las tresgrandes familias industriales indias, unrey de las finanzas cuyos intereses

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abarcaban, entre otros, fábricas textiles,compañías de seguros, minas de carbóny toda una gama de industrias diversas.Aunque, en otro tiempo, Gandhiorganizó en una de sus fábricas laprimera huelga del movimiento obreroindio, Birla era uno de sus más antiguosdiscípulos y uno de los más generososcontribuyentes al partido del Congreso.

La capital de la India continuabasiendo sacudida por la violencia. Enalgunos lugares, se ofrecían a la vistaverdaderos montones de cadáveres. Losservicios municipales encargados derecoger los muertos estabandesbordados. Las prohibiciones de las

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castas y de la religión hacíanparticularmente difícil su tarea. Al saliruna mañana de palacio, EdwinaMountbatten encontró un cuerpo en lacalle. Mandó detener inmediatamente alcamión que pasaba. Pero el chófer eraun hindú: su casta le prohibía tocar elcadáver. La última virreina de la Indialo recogió por sí misma y lo subió alinterior del vehículo.

—Ahora —ordenó al estupefactoconductor—, lleve a este hombre aldepósito.

Los musulmanes de Nueva Delhifueron reunidos en campos de refugiadospara esperar en ellos, en una relativa

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seguridad, su evacuación hacia la tierraprometida de Mohammed Ali Jinnah.Por una cruel ironía, gran número deellos fueron concentrados al pie de dosespléndidos monumentos elevados porsus antepasados, los emperadoresmogoles. Se trataba de la tumba del granrey Humayun, y del Viejo Fuerte —elPurana Qila—, joya de la Delhi delsiglo XV. Ciento cincuenta mil personasvivirían en estos santuarios de la antiguagrandeza del Islam en medio decondiciones espantosas, sin el menorcobijo para protegerse de las cataratasdel monzón o del aplastante sol delotoño indio, y «sin otro alimento —

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cuenta el periodista Max Olivier-Lacamp— que el que ellas mismashabían podido llevar. Aturdidos por elterror, los desventurados no se atrevíana salir de los recintos en cuyo interiorestaban hacinados, ni siquiera paraenterrar a sus muertos. Los arrojaban alos chacales por encima de lasmurallas».

Por decenas de millares, murieronde hambre, de insolación, de tifus, decólera. En Purana Qila, no había másque dos fuentes de agua para veinticincomil refugiados. Las gentes hacían susnecesidades en letrinas descubiertas,abiertas en medio de la multitud. En

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semejante infierno, y pese a los estragosde las epidemias, los tabúes de lasociedad india no perdían su vigencia.Los musulmanes se negaron a vaciar susletrinas. En los momentos culminantesde las matanzas que ensangrentaban laciudad, el comité de urgencia tuvo queenviar al Viejo Fuerte cien intocableshindúes, bajo escolta armada, pararealizar esta tarea[39].

Los defectos y carencias de lagigantesca burocracia india agravaban lasituación. Cuando los refugiadosestablecidos en el recinto de la tumba deHumayun empezaron a abrir letrinassuplementarias, un representante del

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Ayuntamiento se apresuró a declarar quecorrían el riesgo «de estropear labelleza y la armonía de los céspedes».A fin de disimular su incompetenciapara suministrar suero a tiempo, elservicio de Sanidad atribuyó losestragos del cólera a una epidemia de«gastroenteritis». Cuando un funcionariode Sanidad se presentó en la puerta dePurana Qila con 327 dosis de suero, secomprobó que no había jeringuillas paraadministrarlas.

Pese a la enorme magnitud de todoslos problemas, los efectos de lasdecisiones del comité de urgenciaempezaron, no obstante, a notarse. La

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llegada de refuerzos militares permitióimponer un toque de queda deveinticuatro horas y proceder a labúsqueda sistemática de armas poseídasilegalmente. La violencia se calmó pocoa poco.

Las terribles pruebas de estasjornadas trágicas habían acercado aJawaharlal Nehru y Louis Mountbatten.Nehru iba a entrevistarse con el virreydos o tres veces al día, «en ocasionespor el solo placer de tener compañía —cuenta Mountbatten—, Gustaba deconfiarme las cargas de su alma, puesestaba seguro de encontrar siempreconsuelo en mí». Con frecuencia, Nehru

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enviaba también a su amigo inglés unmensaje que comenzaba así: «No sé porqué le escribo, si no es porque necesitoescribir a alguien para descargar micorazón».

Durante este período el dirigenteindio se desgastó enormemente. «Enpocos meses —observaría uno de suscompañeros— ha envejecido veinteaños, pasando del físico de TyronePower al de un hombre consumido portres años de trabajos forzados en uncampo de concentración».

Su secretario le sorprendió un díacon la cabeza entre las manos, tratandode dormitar unos minutos.

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—Estoy extenuado —confesó Nehru—. Apenas si duermo cinco horas cadanoche. ¡Si al menos pudiera descansaruna hora más! Y usted, ¿cuántas horasduerme usted?

—Siete u ocho —respondió H.V.R.Iyengar.

Nehru se le quedó mirando.—En momentos como los que

estamos viviendo —dijo—, seis horasson un mínimo; siete, un lujo; ocho,vicio.

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Undécima estación delviacrucis de Gandhi:

«¿Tenemos quedejarnos degollarcomo corderos?»

La amplitud de las matanzas que seproducían en la capital constituyó paraGandhi una sorpresa y, a la vez, unshock fortísimo.

Gandhi nunca fue tan fiel a los

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ideales que habían guiado su existenciacomo en las trágicas horas delcrepúsculo de su vida. Enfrentado con eldesastre que presintiera, se aferraba alos principios que ya desde África delSur siempre le habían inspirado: elamor, la no violencia, la verdad, una feinquebrantable en un Dios universal.Pero su pueblo se volvía sordo a sumística.

Predicar el amor y la no violencia alas masas indias para luchar contra ladominación británica había sido ya unaarriesgada apuesta. Predicar ahora elperdón y la fraternidad a hombres quepresenciaron la matanza de sus hijos, la

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violación de sus mujeres, el asesinato desus padres, a hombres y mujeres que lohabían perdido todo y que tocaban ya elfondo de la desesperación, parecía unaquimera. Hubiesen tenido que ser todossantos para oír el mensaje que, noobstante, Gandhi consideraba la únicaposibilidad de escapar al engranaje delodio.

Sobreponiéndose a su extremadebilidad, el Mahatma visitódiariamente los campos de refugiadospara intentar llegar al corazón de losdesventurados que pedían venganza.

—Explícanos tú, apóstol de la noviolencia, qué debemos hacer para

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sobrevivir —le interpelaronburlonamente un día varios hindúes—.Nos pides que entreguemos nuestrasarmas, pero en el Penjab losmusulmanes disparan a bocajarro contranuestros hermanos. ¿Tenemos quedejarnos degollar como corderos?

—Si todos los penjabíesconsintieran morir el último de ellos sinarrebatar una sola vida —replicóGandhi—, el Penjab se haría inmortal.

Gandhi suplicaba ahora a suscompatriotas que pusieran en práctica loque antaño había aconsejado a losetíopes, a los judíos, a los checos y a losingleses:

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—Ofreceos voluntariamente en elaltar del sacrificio. Aceptad ser losmártires de la no violencia.

Un clamor de burlas acogió esteruego.

—¡Vete al centro del Penjab a verpor ti mismo lo que está pasando allí —le gritaron encolerizadas voces.

A pesar del «milagro» que habíaobrado en favor suyo en Calcuta, losmusulmanes no siempre le reservaronmejor acogida. Una vez, a la entrada deun campamento, un hombre le arrojó alos brazos el cadáver de su bebé. Elrostro de Gandhi expresó su dolorosaimpotencia, pero se esforzó por consolar

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a la multitud que le rodeaba.—Estad dispuestos a morir, si es

preciso, con el nombre de Dios en loslabios —exhortó—. No perdáis laconfianza.

Su convicción era tan fuerte quecalmaba a su auditorio.

Un día que penetraba sin escolta enel recinto del Purana Qila, unosmusulmanes rodearon su automóvil y leescarnecieron. Alguien abrióbrutalmente la portezuela.Imperturbable, Gandhi salió del coche yse enfrentó a sus adversarios. Como suvoz era demasiado débil a consecuenciade su reciente ayuno destinado a salvar a

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otros musulmanes, alguien tuvo querepetir una a una sus palabras.

Explicó que, a sus ojos, no existía«ninguna diferencia entre los hindúes,los musulmanes, los cristianos, lossikhs. Todos son idénticos para mí».Pero su mensaje de amor no suscitó másque un general clamor de indignación.

Sin embargo, el adversarioirreductible de la creación de un Estadomusulmán separado no tardaría enocupar el lugar de Jinnah en el corazónde los musulmanes que habíanpermanecido en la India y en convertirseen su bienhechor. Desde su llegada aDelhi, Gandhi había sido asaltado por

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un torrente ininterrumpido dedelegaciones musulmanas abrumándolecon el relato de todos los desmanesinfligidos a su comunidad y suplicándoleque se quedara en la capital, en la quesólo su presencia podría garantizar suseguridad. El Mahatma prometió «noabandonar la ciudad antes de quehubiera recuperado su calma de antaño».

Nada provocaría entonces tantacólera entre numerosos hindúes como susolicitud por los musulmanes y suinsistencia en afirmar que la desgracia yel sufrimiento no conocían religión. Si el«milagro de Calcuta» le había granjeadoel agradecimiento de numerosos

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musulmanes indios, había alzadotambién contra él a muchos corazoneshindúes. Pero Gandhi no era hombre querenunciase a sus principios por causa delas emociones que podían originar. Ensus reuniones de oración pública,siempre había mezclado los cánticoscristianos con los mantras hindúes, lalectura de versículos del Corán, delAntiguo y del Nuevo Testamento con losd e l Gita. Se negó a modificar suscostumbres.

Una tarde, una furiosa voz se elevóde la asamblea de los fieles:

—¡Nuestras mujeres y nuestrashermanas han sido violadas y nuestros

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hermanos asesinados en nombre de eseAlá que tú nos cantas!

—Gandhi Murdabad!—¡Muera Gandhi! —gritó otra voz.La multitud se sumó a las protestas,

cubriendo la voz del Mahatma. Tuvo quecallar. Sus compatriotas consiguieron loque ni los bóers en África del Sur ni losingleses en la India habían logradojamás. Por primera vez en su vida,Gandhi fue obligado a interrumpir suoración.

Para Madanlal Pahwa, el jovenmarinero hindú obligado a abandonar su

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tierra natal y cuyo nombre debía conocerun día toda la India, el camino deldesquite comenzó en el despacho de unmédico de Gwalior, ciudad situada atrescientos kilómetros al sur de NuevaDelhi.

Con su cabeza redonda, su cráneocalvo y su desdentada sonrisa, elhomeópata Dattatraya Parchure separecía extrañamente a Gandhi. Su famalocal derivaba de su sita phaladi, untratamiento natural a base de granos decardamomo, de cebolla, de turión, deazúcar y de miel, con el que curaba labronquitis y la pulmonía. Pero no eranafecciones pulmonares lo que había

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llevado a Madanlal Pahwa hasta él.La verdadera pasión de Parchure era

la política. Jefe local de la organizaciónextremista hindú R.S.S.S., violentamenteantimusulmana, mantenía una milicia deun millar de guerrilleros con la que sejactaría más tarde de haber expulsado dela India a sesenta mil musulmanes. Lamayor parte de sus honorarios servíapara dotar a su pequeño ejército deporras, cuchillos, «dientes de tigre»,revólveres y fusiles. Siempre estaba enbusca de nuevos reclutas, y el exaltadorefugiado le pareció un candidato ideal.Parchure prometió a Madanlal que lepermitiría saciar su sed de venganza.

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Con un alistamiento en sus tropas, leofreció albergue, comida y todos losenemigos que quisiera matar.

Madanlal aceptó. Durante el messiguiente, recibió adiestramiento de uncomando especializado en laexterminación de musulmanes queintentaban huir del Estado de Bhopal endirección a Nueva Delhi. «La técnicaera sencilla —cuenta—. Esperábamosen la estación. Deteníamos el tren.Saltábamos a los vagones. Matábamos alos viajeros».

Madanlal y sus compañeroscumplieron su misión con tanto celo queel eco de su salvajismo llegó hasta la

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capital. Gandhi fustigó sus crímenes enel transcurso de una oración pública. Elmaharajá hindú de Gwalior tuvo quepedir al doctor Parchure que calmara elfanatismo sanguinario de sus hombres.

Frustrado, Madanlal salió paraBombay. Se inscribió en un campo derefugiados y reunió una banda dejóvenes guerrilleros decididos a todo,como él.

«Nos íbamos todos los días al barriomusulmán de Bombay —recuerda—.Entrábamos en un hotel, el mejor,pedíamos una buena comida, platos quenunca habíamos probado. Cuando nostraían la cuenta, decíamos que

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estábamos sin un céntimo, que éramosrefugiados. Si no quedaban contentos,les dábamos una paliza y rompíamostodo.

»A veces, atacábamos a musulmanesen la calle y los despojábamos de sudinero. Nos apoderábamos también delas bandejas de los vendedoresambulantes y corríamos a vender susmercancías. Todas las noches, mismuchachos venían a rendir cuentas ytraerme lo que habían robado. Yo hacíael reparto. Buena vida aquélla».

Pero muy pronto Madanlal fuellamado a justificar su aptitud para elmando con acciones de más envergadura

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que simples raterías. Con ocasión de lafiesta musulmana de Bawiam, se fue aAhmednagar con dos cómplices y tresgranadas. Arrojaron éstas sobre unaprocesión de peregrinos. Aprovechandoel pánico, Madanlal escapó por lascallejuelas del bazar. Ondeando en elbalcón de un destartalado hotel llamado«Deccan Guest House», vio un emblemafamiliar, el estandarte color naranja conla cruz gamada del R.S.S.S. Se precipitóen su interior.

—Escondedme —exclamó—, acabode tirar una granada contra una comitivade musulmanes.

Tripudo, de treinta y siete años, el

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propietario del establecimiento, VishnuKarkaré, se puso en pie de un salto,juntó las manos en un gesto de gratitud yabrió fraternalmente sus brazos alfugitivo. Para Madanlal Pahwa, loscaminos de la venganza habían dejadode ser solitarios.

El 2 de octubre de 1947, lasnaciones del mundo se asociaron a laIndia independiente para celebrar elseptuagésimo octavo aniversario delmás grande indio viviente. Millares detelegramas, cartas y mensajes llevaronal Mahatma Gandhi al afectuoso

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homenaje de su pueblo y de susadmiradores extranjeros. Dirigentes orefugiados, hindúes, sikhs y musulmanes,se sucedieron en Birla House con laofrenda de frutas, de golosinas, deflores. Con su presencia, Nehru, Patel,los ministros, periodistas, embajadores,Lady Mountbatten, dieron alacontecimiento dimensiones de fiestanacional. Sin embargo, nada en lahabitación de Gandhi sugería unaatmósfera de fiesta. Todos los visitantesquedaron sorprendidos por su extremadebilidad y, sobre todo, por el aire deprofunda melancolía que se traslucía ensu rostro, de ordinario tan alegre. El que

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decidiera un día hacer voto de vivir 125años porque ése era «el tiempo quenecesitaba un profeta de la no violenciapara realizar su misión», había decididoseñalar el paso de un nuevo año de suvida rezando, ayunando y consagrandola mayor parte del día a trabajar en suquerida rueca. Quería que el aniversariode su nacimiento fuera ocasión paraglorificar un renacimiento, el delancestral instrumento y de las virtudesque representaba, virtudes que la India,en su locura homicida, parecía haberolvidado.

¿Por qué este diluvio defelicitaciones?, se asombró. Hubiera

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sido más apropiado presentarle«condolencias».

—Rogad a Dios —exhortó a susseguidores— que tengan fin losenfrentamientos actuales o que El mellame a su seno. No quiero que un nuevoaniversario me sorprenda en una Indiaen llamas.

«Habíamos acudido a él llenos deexaltación —anotó esa noche en suDiario la hija de Vallabhbhai Patel—.Nos separamos de él con el corazónoprimido».

La radiodifusión de la Indiaindependiente había preparado unprograma especial en honor de Gandhi.

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Pero él rehusó escucharlo. Prefiriómeditar mientras hilaba, a fin de oír, através del regular chirrido de la rueca,«el triste y suave lamento de laHumanidad».

La tragedia de la partición no habríasido completa sin la inevitableexplosión de salvajismo sexual. Casitodas las atrocidades que afligieron a ladesventurada provincia del Penjab seagravaron con una orgía de raptos yviolaciones. De las columnas derefugiados, de los sobrecargados trenes,decenas de millares de muchachas y de

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mujeres fueron arrebatadas.Una ceremonia religiosa santificaba,

por regla general, el rapto de mujeressikhs e hindúes, conversión forzada quelas hacía dignas de entrar en la casa o elharén de sus raptores musulmanes.Santosh Nandlal, una joven hindú dedieciséis años, fue conducida tras sucaptura a la casa del alcalde de unpueblo próximo. «Me abofetearon —cuenta—, luego alguien llegó con untrozo de carne que me obligaron atragar. Era atroz: yo no había comidocarne en toda mi vida. Todo el mundoreía. Rompí en sollozos. Entró unmullah y recitó varios versículos del

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Corán. Tuve que repetirlos palabra porpalabra». Después de lo cual, Santoshrecibió un nuevo nombre: «Allah Rakki,Salvada por Dios».

La muchacha fue entonces ofrecidaen subasta. Su adquiriente fue unleñador. «No era un mal hombre —reconocerá treinta años después—.Nunca me obligó a comer carne».

A finales del siglo XVII, el décimoguru Gobind Singh prohibióformalmente a los sikhs sostenerrelaciones sexuales con musulmanas locual había adornado a éstas con todoslos atractivos de la fruta prohibida.

Las conmociones originadas por la

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partición del Penjab no tardaron enllevarse por delante esta ley religiosa, ymuy pronto se vio florecer un verdaderocomercio de jóvenes raptadas.

El campesino sikh Boota Singh,antiguo soldado de Mountbatten durantela campaña de Birmania, trabajaba sucampo una tarde de setiembre cuandooyó gritos de terror. Vio a unaadolescente correr desesperadamentearrancada a una columna de refugiadosen marcha hacia el Pakistán. Agotada, ladesventurada se echó a sus pies:«¡Sálveme, sálveme!», imploró.

Esta intrusión en su trozo de tierraofreció a Boota Singh la providencial

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ocasión de resolver el problema quemás le abrumaba: su soledad. A lossesenta y cinco años, este hombre tímidono se había casado nunca. Se interpusoentre la muchacha y su raptor.

—¿Cuánto quieres? —preguntó aéste.

—Mil quinientas rupias.Boota Singh no pensó ni por un solo

instante en regatear. Entró en su casa debarro y paja y regresó con la cantidadexigida.

Hija de un campesino del Rajastán,la joven musulmana tenía dieciséis añosy se llamaba Zenib. Su llegadatransformó la solitaria existencia de su

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bienhechor iluminándola con unapresencia maravillosa. Boota Singh tratóa su joven compañera como a unaprincesa, colmándola de todos losregalos que le permitía su modestacondición: un sari, agua de rosas,sandalias incrustadas con lentejuelas.

Para Zenib, que había sidoarrancada de su familia, apaleada yviolada, su tierna compasión y susdelicadas atenciones fueron tanreconfortantes como inesperadas. Notardó en sentir un vivo afecto hacia elviejo sikh. Éste se convirtió en el poloalrededor del cual gravitó en losucesivo su vida. Le acompañaba a los

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campos, ordeñaba sus dos búfalos a lasalida y a la puesta del sol, dormía a sulado. A sólo unos kilómetros de latormenta del éxodo, Boota Singh leofrecía un puerto de paz y de amor.

Un día, mucho antes del amanecer,como lo exige la tradición sikh, sonó enel camino un alegre concierto. Escoltadopor cantadores, flautistas y vecinos conantorchas, cabalgando una monturaempenachada y engualdrapada deterciopelo, Boota Singh acudía parapedir su mano a la pequeña musulmanaque había comprado. Un guru quellevaba un ejemplar del Granth Sahib, ellibro santo de los sikhs, le siguió al

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interior de la casa, donde, temblorosa ensu sari de boda entretejido de oro,esperaba Zenib. Resplandeciente defelicidad, tocado con un nuevo turbantede intenso color rojo, Boota Singh sesentó junto a su futura esposa en el suelode tierra aplastada. El guru les recordólas obligaciones de la vida conyugal yleyó los versículos sagrados que ambosrepitieron después de él. Luego, BootaSingh se levantó, tomó el extremo de unpañuelo bordado y tendió a Zenib el otroextremo. Unidos así uno a otro,realizaron juntos cuatro lawan,describiendo cuatro círculos místicos entorno al libro santo. El guru pudo

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entonces declararlos marido y mujer.Afuera, el sol se levantaba sobre loscampos de Boota Singh.

Sinónimos de tantos sufrimientospara millones de penjabíes, los díasvenideros completarían la felicidad delviejo sikh. Su joven esposa esperaba unhijo. Esta bendición suprema parecíamostrar que la Providencia velaba sobrela tierra maldita del Penjab. Sinembargo, esta pareja feliz no sesalvaría. Una cruel prueba habría deafligirles muy pronto. Para sus divididoscorreligionarios, Boota Singh y Zenibencarnarían la tragedia de la partición.

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En los mapas del cuartel general deLouis Mountbatten, cada línea dealfileres rojos conducíaineluctablemente a un campo derefugiados. Los millones de hombresdesarraigados que llegaban a la India yal Pakistán enfrentaban a los dosGobiernos con problemas hasta entoncesdesconocidos. Anonadadas por laaflicción, estas multitudes esperabanahora un milagro. Habían conquistado lalibertad y creían que esta libertadconcedía a sus dirigentes el poder deborrar su desgracia.

El periodista indio D. A. Karakaencontró un día en un campo de

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Jullundur a un anciano que agitaba unahoja de un cuaderno escolar. Habíahecho que un escribano públicorelacionara en ella la lista de todos losbienes que había tenido que abandonaren el Pakistán su vaca, su casa, suscharpoy, sus utensilios, su arado con laestimación de su valor. La suma totalascendía a 4.500 rupias. Iba ahora apresentar esta factura al Gobierno paraque le rembolsara su importe.

—¿Qué Gobierno? —se asombró elperiodista.

—Mi Gobierno —respondió elanciano.

Luego, con conmovedora

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ingenuidad, añadió:—Perdón, master, ¿puede usted

indicarme dónde puedo encontrar a miGobierno?

Los ricos no fueron másprivilegiados que los pobres. Un oficialsikh de Amritsar tuvo que albergar avarios de sus amigos con sus familias.Dos meses antes, todos eran millonariosen Lahore. Ahora lo habían perdidotodo.

Un oficial de gurkhas —queescoltaba un tren hasta Nueva Delhi—quedó sorprendido al encontrar a unhombre, visiblemente acomodado, quelloraba a lágrima viva. El viajero le

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confió que estaba completamentearruinado.

—¿No le queda absolutamente nada?—se compadeció el oficial.

—Sólo quinientas mil rupias.—¡Entonces, todavía es usted rico!

—protestó el oficial.El refugiado meneó la cabeza en

señal de negativa y explicó:—No, pues cada anna de cada rupia

no debe servir más que para hacerasesinar a Nehru y a Gandhi.

Las dificultades sin nombreplanteadas por la acogida de refugiadoseran superiores a cuanto pudieraimaginarse. Faltaba de todo: mantas,

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vacunas, tiendas de campaña. Encontrary distribuir víveres en cantidadsuficiente exigía medios logísticos deincalculable amplitud.

Las condiciones de vida en loscampos de refugiados no cesaron deempeorar, y cada día aportaba suaumento de bocas que alimentar. Uninsoportable hedor a excrementos, amuerte, a putrefacción, ascendía de estosrefugios en los que hormigueaba unapoblación de condenados, «el olor de lalibertad», observó con rencor un coronelsikh durante una inspección. La extremaindigencia añadía la sordidez al horrorde estas antecámaras del infierno. Los

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más valientes montaban la guardia juntoa sus parientes moribundos para estarseguros de recuperar sus exiguos bienesen el momento del último suspiro.

A excepción de Gandhi, ningúndirigente indio se haría tan popular entrelos refugiados como una inglesa deuniforme caqui. Durante estos meses depesadilla, Edwina Mountbatten noregateó esfuerzos, con una energía y unavoluntad que su propio marido no habríapodido superar. Aliviar la espantosamiseria era una tarea a la medida de estagenerosa mujer. Su autoridad, su sentidode la organización, su incansablededicación, su compasión profunda,

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convertirían a Edwina Mountbatten enun ángel de misericordia que decenas demillares de indios no olvidarían jamás.

Entregada al trabajo desde las seisde cada mañana, se pasaba el díacorriendo de un campo a otro, dehospital en hospital, pasando revista atodo, buscando soluciones, dandoórdenes, rectificando errores. No setrataba de visitas protocolarias. Ellaconocía el número de puntos de aguanecesarios por millar de refugiados,sabía cómo organizar una vacunaciónmasiva, qué reglas de higiene imponercon prioridad a cualquier otra.

H. V. R. Iyengar, secretario

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particular de Nehru, recuerda haberlavisto llegar una tarde a uña reunión delcomité de urgencia después de unagotador recorrido por los campamentosdel Penjab bajo un sol de fuego.Mientras que su ayudante de campo sequedaba dormido de fatiga en lahabitación contigua, Edwina, «fresca ysonriente, presentaba una concisarelación de sus observaciones y sugeríala adopción de toda clase de medidas».

Propensa a marearse, detestabaviajar en avión. Sin embargo, no vacilójamás en elegir este medio delocomoción cuando le permitía ganartiempo, cuidando entonces de

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maquillarse un poco más a la llegada.En caso de urgencia, no dudaba enimponer despegues y aterrizajesacrobáticos en terrenos no balizados ototalmente sumergidos en la niebla.

«Lo más absurdo que se le hubierapodido decir habría sido: “Excelencia,temo que no sea adecuado que hagausted esto” —cuenta el capitán decorbeta Peter Howes—, pues podía unotener la seguridad de que lo haríainmediatamente».

Ningún espectáculo era demasiadoatroz, ningún contacto demasiadorepugnante, ninguna tarea demasiadodegradante, ningún ser demasiado

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miserable para no merecer suconsideración. Peter Howes la veríasiempre pateando hasta los tobillos en elbarro y las inmundicias, en medio dehombres, mujeres y niños que morían aconsecuencia del cólera —una de lasagonías más espantosas—, inclinándosehacia ellos, acariciando sus frentesabrasadas de fiebre, endulzando susúltimos instantes con una sonrisaafectuosa.

El drama de la partición quevivieron la India y el Pakistán suscitóotros comportamientos admirables,sacrificio y heroísmo cuyos autorespermanecieron generalmente en el

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anonimato. «La única manera deaferrarse a la razón era intentar salvaruna vida cada día», diría el oficial dePolicía hindú Ashwini Kumar,resumiendo así los sentimientos denumerosos indios que se negaron adejarse arrastrar por la histeriacolectiva. El propio Kumar arrancó a lamuerte varios millares de refugiadosmusulmanes por los caminos del éxodo,no vacilando en abrir fuego contraaquellos compatriotas suyos que losatacaban.

Se vio a sikhs salvar a musulmanesde las multitudes enfurecidas queempezaban a lincharlos, a musulmanes

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ocultar hindúes y sikhs en sus casasdurante meses. Un hindú desconocidosalvó al ferroviario Ahmed Anwargritando a los que se disponían adespedazarle: «¡Deteneos, es uncristiano!» Un capitán musulmán delFrontier Rifles cayó muerto cuandodefendía una columna de refugiadossikhs. Fueron centenares las personascuyo valor iluminó con un poco deesperanza esta larga noche de horror.

Poco a poco, emergió del caos unaapariencia de orden. El comité deurgencia, cuya acción representaba paraNehru, «la mejor lección en el arte degobernar que jamás haya recibido un

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nuevo Estado», recuperó un controlparcial de la situación en el Penjab.Seguía habiendo allí millones derefugiados, pero las pasionesantagonistas empezaban a aplacarse.Esta mejora fue señalada por uncomunicado lacónico anunciando que«parece decrecer la costumbre dearrojar a los musulmanes por lasventanillas de los trenes».

Sin embargo, una última maldiciónestaba reservada a los infortunados deléxodo. Del cielo, cuyo socorro habíanimplorado millones de refugiados en el

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infernal calor del verano, cayeron porfin las esperadas cataratas del monzón,pero con una violencia como no la habíaconocido la India desde hacía mediosiglo. Parecía como si, en una brutalexplosión de cólera, todos los diosesdel Penjab quisieran castigar con unaúltima calamidad al pueblo que loshabía irritado. Los cinco ríos del Penjab—esos ríos que habían dado su nombrea la provincia y hecho prosperar a sushijos hoy desarraigados iban aconvertirse ahora en el instrumento finalde su destrucción.

Bajo sus trombas, las lluviashicieron derretirse las nieves del

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Himalaya y llenaron con fulminanterapidez los lechos secos de furiosostorrentes. La partición y el caos que lesiguió habían desorganizado el sistemade alerta puesto a punto por los ingleses.Masas de agua tan altas como casascayeron súbitamente el 24 de setiembresobre el corazón del Penjab, ahogandoen medio de un apocalíptico fragor a lasdecenas de millares de refugiados quese habían detenido allí para pasar lanoche.

El campesino musulmán AbduramanAli y los habitantes de su aldea habíaninstalado su campamento a orillas delByas, entonces prácticamente seco. Una

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euforia particular parecía animarlos: elrefugio del Pakistán no estaba muy lejosesa noche. Sólo unos pocos loalcanzarían. Ali había estacionado sucharabán en una loma. Despertado porlos gritos y la violenta avenida, logrótrepar a ella con su familia. El aguacubrió los ejes, luego el suelo, llegóhasta sus rodillas, ascendió hasta suspechos. Durante dos horas, Ali y lossuyos se aferraron al vehículo, sinalimentos, temblando de frío y de terrorante el espectáculo de las olas agitandoen su derredor los despojos de losatalajes y los cadáveres hinchados desus vecinos y de los animales.

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Los puentes que habían resistidodurante generaciones fueron arrasados,arrancados por la terrorífica potencia delas aguas. El mayor indio AshwiniDubey vio al torrente engullir al quefranqueaba el Byas cerca de Amritsar.Los charabanes, los bueyes, las personasfueron arrastrados en los torbellinos,proyectados contra las pilastras con unafuerza que «pulverizó las carretas comocajas de cerillas, triturando a hombres yanimales».

La fotógrafo Margaret Bourke-White, durante el sueño, fue sorprendidapor el fulgurante desbordamiento delRavi y tuvo que luchar sumergida hasta

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la cintura en el agua y el barro antes depoder alcanzar un refugio. Cuando porfin se retiraron las aguas, volvió a aquellugar de apocalipsis, una pradera entreel río y el terraplén de la vía férreadonde cuatro mil musulmanes se habíandetenido esa noche. Más de tres mil sehabían ahogado. La pradera «semejabaun campo de batalla cubierto de carretasvolcadas, de cadáveres, deherramientas, de utensilios amontonadosen una masa de fango y despojos». Parael oficial de Policía sikh GurucharanSingh, el recuerdo indeleble de estasinundaciones asesinas sería la visión del«cuerpo de un soldado gurkha,

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suspendido de un árbol como ungrotesco monigote y al que los buitresdevoraban metódicamente a la sublimeluz de la mañana».

Nadie sabrá jamás cuántos sereshumanos perecieron en el Penjab durantelas terribles semanas del verano y elotoño de 1947. Las matanzas seprodujeron en ausencia de todaautoridad organizada y en medio de unaconfusión tal que fue imposibleestablecer con exactitud su balance. Elnúmero de víctimas abandonadas alborde de las carreteras, arrojadas al

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fondo de pozos, de las quemadas vivasen el incendio de sus casas y pueblossupera todo cuando pueda concebirse.Las estimaciones más sombrías oscilande uno a dos millones de muertos. Unade las altas personalidades indiasencargadas de investigar estosacontecimientos, el juez G. D. Khosla,da en su informe la cifra de quinientosmil[40]. Los dos eminentes historiadoresbritánicos de este período, PenderelMoon que se hallaba a la sazóndestinado en el Pakistán, y H. V.Hodson, señalan la cifra de doscientos adoscientos cincuenta mil[41]. SirChandulal Trivedi, el primer gobernador

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indio del Penjab oriental y uno de lospersonajes oficiales mejor informadosde la situación, fijó en 225.000 vidashumanas la magnitud de la hecatombe.

La estadística de refugiados sería, encambio, un poco más precisa. Durantetodo el otoño y parte del invierno,continuaron llegando a un ritmo de entrequinientos y setecientos mil por semana,hasta alcanzar la cifra de diez millones ymedio. Otro millón cambiaría dedomicilio en Bengala, en circunstanciasmenos trágicas, sin embargo.

Inevitablemente los horrores delPenjab debían suscitar críticas al últimovirrey y a los dirigentes indios y

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paquistaníes. Desde Londres, WinstonChurchill —el viejo adversario de laindependencia de la India— fustigó conmal disimulada satisfacción elespectáculo de estas multitudes quehabían vivido en paz durantegeneraciones bajo «la generosa,tolerante e imparcial dominación de laCorona británica», y que se arrojabanunas contra otras «con una ferocidad decaníbales».

A primeros de octubre, el PrimerMinistro, Clement Attlee, preguntó aLord Ismay si la Gran Bretaña «no habíaemprendido un mal camino y precipitadodemasiado las cosas». Desde luego, era

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imposible responder a esta pregunta.Qué habría ocurrido si la política delvirrey no hubiera sido dictada por suconvicción de que sólo una solución deurgencia podía evitar un desastre, esalgo que pertenece al terreno de la purahipótesis. Una cosa, sin embargo, parececierta: no solamente los dirigentesindios habían aprobado la decisión deMountbatten de actuar lo másrápidamente posible, sino que todos —sin excepción— le habían impuesto larapidez como norma de conducta. Jinnahno había cesado de repetir que laesencia del pacto radicaba en el ritmode la operación. Nehru había advertido

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constantemente al virrey que todoretraso en la elección de una soluciónamenazaba originar una guerra civil.Incluso Gandhi, no obstante su oposicióna la partición, impulsaba al virrey porun solo camino: la inmediata retirada deInglaterra de la India. El predecesor deMountbatten, Lord Wavell, había estadoya tan convencido de la necesidad deactuar rápidamente que en su famosa«Operación Casa de Locos» habíarecomendado una evacuación de la India«provincia por provincia y en el másbreve plazo».

Considerando la dramática situaciónque encontró, Lord Mountbatten, por su

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parte, permanecería firmementeconvencido de que cualquier otrapolítica distinta de un acuerdonegociado para una partición habríasumido al país en un enfrentamientofratricida de dimensiones sin par en todala historia de la India, desastre que laGran Bretaña no habría tenido ni lavoluntad ni los medios de contener.

La ola de violencia que asoló elPenjab después de la partición alcanzó,sin embargo, proporciones que niMountbatten, ni los expertosconsultados, ni ningún dirigente indiohabían previsto nunca. Los cincuenta milsoldados de la Fuerza Especial de

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Seguridad movilizados para mantener elorden en la provincia fuerondesbordados por este cataclismo sinprecedentes. Mas, por terribles quefueran las consecuencias de la tragedia,quedaron limitadas a una sola provinciay a menos de una décima parte de lapoblación total de la India. Y cualquierotra solución habría hecho correr elriesgo de exponer al país entero ahorrores análogos a los del Penjab.

Para los supervivientes, la larga ydolorosa prueba de la reinstalaciónexigiría meses, años incluso. Habíanpagado por la libertad de una quintaparte de la Humanidad, y este precio

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dejaría amargos recuerdos a toda unageneración. Esta amargura encontraríasu sorprendente expresión en un grito derabia y frustración, un grito suplicantelanzado una tarde de otoño al rostro deun oficial británico por un refugiado enun campo del Penjab: «¡Decidles a losingleses que vuelvan!»

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Hija del amor, pero víctima del odio, la pequeñaTanvier Bootha Singh nació en la India de padresikh y madre musulmana, que había sidosecuestrada en una columna de refugiados

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durante el terrible éxodo del Penjab. Cuando suesposa musulmana fue, a continuación, enviadapor la fuerza al Pakistán, el padre de la pequeñaTanvier se suicidó. (Colección de los autores)

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Estos enamorados triunfaron sobre el odio.Mientras sus comunidades se mataban a travésde un Penjab sumergido en la locura, el sikh K.S.Dugal, periodista de Radio Lahore, y lamusulmana Aisha Alí, estudiante de Medicina enNueva Delhi, se enamoraron y se casaron.

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(Colección de los autores)

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Para este desgraciado coolie de Calcuta,degollado entre los varales de su cochecito, la

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independencia habrá sido sólo un sueño. Como500.000 compatriotas suyos, pagó con su vida laspasiones religiosas que emponzoñaban elsubcontinente indio. (Foto Associated Press)

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Louis y Edwina, en Peshawar, vivieron losmomentos más dramáticos de su misión. Cogidos

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de la mano, harán frente a 100.000 guerreros enrevuelta.

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Ángel de caridad, Edwina Mountbatten se prodigóhasta el agotamiento para atenuar la desgracia deinnumerables víctimas. Movilizando ayudas ygalvanizando voluntades, esta mujer, de grancorazón, salvó millares de vidas. (FotoAssociated Press)

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Ya asolada por frecuentes enfrentamientos entresus comunidades religiosas (Lord y LadyMountbatten en el pueblo de Kahuta, donde sehabía producido la matanza de 450 sikhs), laprovincia de Penjab acabaría por hundirse en lalocura.

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XV

«CACHEMIRA, TUNOMBRE ESTÁ ESCRITO

EN MI CORAZÓN»

La ceremonia que se desarrollabaen Srinagar, en el palacio brillantementeiluminado del maharajá de Cachemira,coronaba una de las celebraciones másmemorables del calendario hindú.Todos los años, en el noveno día de la

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luna creciente del mes de Asvina, enoctubre, los hindúes celebrabanDasakra, la legendaria victoria de ladiosa Durga, esposa del dios Siva,sobre el demonio-búfalo Mahishasura,símbolo de la ignorancia. En la nochedel 24 de octubre de 1947, el maharajáHari Singh clausuraba las celebracionesde esta nueva fiesta según el ritoancestral, recibiendo el tradicionaljuramento de fidelidad de losdignatarios de su Corte. Avanzaban deuno en uno hacia el trono y depositabanen la mano abierta del soberano laofrenda simbólica de una moneda de oroenvuelta en un pañuelo de seda.

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El inconstante maharajá era unhombre feliz. De la extravagantecofradía de los 565 príncipes que habíareinado sobre un tercio del continenteindio, él era uno de los tres únicos quetodavía poseían un reino. Los otros doseran en la nabab de Junagadh —esepequeño Estado en el que era mejornacer en el pellejo de un perro que en elde un hombre— y el nizam deHyderabad. El nabab de Junagadh habíaintentado, contra toda lógica, incorporaral Pakistán su minúsculo principado,situado, no obstante, en pleno corazóndel territorio indio. Sus días estabancontados: antes de que transcurrieran

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dos semanas, una invasión del Ejércitoindio le dejaría el tiempo justo parallenar un avión con sus perros favoritos,sus mujeres y sus joyas, antes de huir alPakistán. También estaban contados losdías del nizam: a pesar de un últimocombate para que fuera reconocida suautonomía, poco después de la marchadel último virrey, vería su reinointegrado por la fuerza de la Indiaindependiente.

El maharajá de Cachemira se había«restablecido» de la indigestióndiplomática que, en el mes de junio, lehabía evitado tener que responder a lasexhortaciones de su viejo amigo

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«Dickie» Mountbatten de incorporarse ala India o al Pakistán. Sentado bajo susombrilla de oro en forma de flor deloto, tocado con un turbante de muselinaadornado con un medallón de diamantes,ceñido el cuello por doce hileras deperlas que enmarcaban una esmeralda—joya de su dinastía—, Hari Singh seaferraba a su sueño: la independenciadel «Valle encantado» que la East IndiaTrading Company había vendido a susantepasados un siglo antes por seismillones de rupias y un tributo anual deseis chales de pashmina tejidos con lanade cabras del Himalaya.

Mientras continuaba el desfile de sus

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nobles súbditos bajo las arañas decristal de su palacio, a ochentakilómetros de allí, a orillas del ríoJhelam, un comando de dinamiterosforzaba la puerta de la central eléctricade Mahura. Uno de los hombres sujetóunos explosivos sobre un panel cubiertode cuadrantes y manivelas. Diezsegundos después, una violentadetonación desgarraba el aire.

En el mismo instante se apagabantodas las luces desde la fronterapaquistaní hasta Ladakh y los confinesde China. El palacio y la capital enteraquedaron repentinamente sumidos en lastinieblas. En su salón de peluquería

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flotante «Vanity», la vieja señoritainglesa Florence Lodge no ocultó sucontrariedad. El corte de corrienteprivaba a su última cliente de losservicios de la «máquina de rizar» queella había traído de París en 1929.Decenas de ingleses retirados en suscasas flotantes amarradas a orillas dellago Dal se preguntaron qué podíasignificar la súbita oscuridad. Estosantiguos oficiales del Ejército de laIndia y estos funcionarios del Imperio loignoraban aún, pero aquella averíaanunciaba el fin de su plácida existenciaen un paraíso de sol y de flores, dondepodía uno creerse el emperador Jehangir

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por treinta libras esterlinas al mes.En su habitación, donde le tenía

postrado una operación en la pierna, eljoven Karan Singh, hijo mayor delmaharajá, escuchaba en la noche elsilbido del viento invernal que llegabade los glaciares del Himalaya. Depronto, como su padre, como susinvitados, como millares de habitantesde Srinagar, percibió otro ruido llevadopor el viento. Era el lejano aullido dechacales que bajaban hacia la ciudad.

Una jauría de otro tipo seprecipitaba también hacia Srinagar y el

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valle de Cachemira en aquella noche del24 de octubre de 1947. Desde hacíacuarenta y ocho horas, centenares deguerreros de las tribus pathanspaquistaníes habían invadido el reino deHari Singh. Su ejército privado habíadesertado casi por entero para unirse alas filas de los invasores.

Este ataque por sorpresa tenía,verosímilmente, su origen en la inocentepetición dirigida dos meses antes porMohammed Ali Jinnah al director de sugabinete militar, el coronel inglés E. S.Birnie. Agotado por semanas dedifíciles negociaciones, debilitado porel mal implacable que le roía los

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pulmones, Jinnah había decididodescansar. Envió a Birnie para queadoptara en Cachemira lasdisposiciones necesarias que lepermitieran pasar allí dos semanas devacaciones a mediados de setiembre. Laelección de este lugar era natural. ParaJinnah y la mayoría de sus compatriotas,parecía inconcebible, después de lapartición, que Cachemira, cuyapoblación era musulmana en un 75 porciento, pudiera tener otro destino que elde formar parte del Pakistán.

Sin embargo, el oficial británicotraería una noticia asombrosa: HariSingh no deseaba que Jinnah pusiera los

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pies en su reino, ni siquiera comoturista. Esta negativa revelababrutalmente al jefe del Pakistán que lasituación en Cachemira amenazaba noseguir el curso previsto. Paracerciorarse, encargó a un emisario queaveriguara las verdaderas intencionesdel poco hospitalario maharajá.

El informe produjo el efecto de unabomba: el monarca no tenía en absolutola intención de someter de nuevo sureino al Pakistán. Jinnah no podía pormenos de aceptar el desafío. Su PrimerMinistro, Liaquat Ali Khan, reunió enLahore a un grupo de calificadoscolaboradores con el fin de estudiar el

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mejor modo de obligar al recalcitrantemaharajá.

Se excluyó desde el primer momentola posibilidad de una invasión abierta.El Ejército paquistaní no se hallabapreparado para una aventura semejáne,que no dejaría de provocar una guerracon la India. Se ofrecían otras dosposibilidades. La primera fuepresentada por el coronel Akbar Khan,antiguo alumno de la Academia Militarde Sandhurst, animado por unadesmedida afición a las conspiraciones.Sugirió fomentar una insurreccióngeneral de los musulmanes deCachemira contra su soberano hindú.

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Esto exigiría varios meses depreparación, pero, concluida ésta,«cuarenta o cincuenta mil cachemirisdescenderían sobre Srinagar paraobligar al maharajá a firmar suincorporación al Pakistán».

Más atractiva, la segundaproposición tenía por autor al PrimerMinistro de la famosa ProvinciaFronteriza del Noroeste. Apelaba a lapoblación más turbulenta y más temidadel subcontinente, las tribus pathans quevivían en las fronteras del Afganistán. ElPakistán había heredado de Inglaterra lacarga de mantener la paz en la agitadaregión que aquéllas ocupaban. La

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indocilidad de estas tribus era tal que nohabía nada menos seguro que susumisión a la dominación política de sushermanos musulmanes de Karachi.Soliviantados por los agentes del rey deAfganistán, que soñaba con unaexpansión hacia el valle del Indo,constituían en realidad un verdaderopeligro para el joven Estado deMohammed Ali Jinnah. Desviar haciaCachemira a estos feroces guerrerosofrecía, pues, considerables ventajas.Ello permitiría contemplar una caídarápida del maharajá hindú y la anexiónde su Estado, pero también apartar lacodicia de los pathans.

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La reunión finalizó con unaadvertencia por parte del PrimerMinistro: la operación debía sermontada en la más absolutaclandestinidad, y su financiaciónasegurada por fondos secretos. Ni elEjército, ni la Administración, ni, sobretodo, los oficiales y funcionariosbritánicos que habían permanecido alservicio del nuevo Estado debían tenerla menor sospecha de ella.

Tres días más tarde, en el sótano deuna casa de la vieja ciudad dePeshawar, los principales jefes de tribusentablaban conocimiento con el hombreelegido para dirigir su marcha sobre

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Srinagar, el mayor Kurshid Anwar, unextraño personaje singularmente dotadopara los disfraces. Sentados en cuclillasa su alrededor, vestidos con túnicas ylas largas barbas cayéndoles sobre elpecho, los pathans se parecían a lossoldados de Saúl o de David. Bebientoté, chupando sus hukka, pipas de agua,siguieron atentamente el sombrío cuadroque les trazó el enviado de Jinnah.

Les explicó que el infiel e idólatramonarca hindú estaba a punto dearrojarse en brazos de la India, la cualno tardaría en ocupar todo su reino.Millones de musulmanes caeríanentonces bajo el yugo hindú. Su deber,

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por tanto, era correr en socorro de sushermanos de Cachemira. Tras estainvitación a una cruzada patriótica seocultaba una operación muy diferente,una cruzada también antigua, pero menosheroica, susceptible, no obstante, degalvanizar el ardor de los pathans mejorque una movilización religiosa: lapromesa del pillaje.

Pocas horas después, en los morkhade barro y paja de las aldeas, en loscampamentos situados alrededor deLandi Kotal, en las cumbres del paso deKhyber y en las escondidas cuevasdonde fabricaban sus fusiles desde hacíageneraciones, así como en los

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escondrijos de sus caravanas decontrabando, los pathans lanzaron lavieja llamada del Islam a la guerrasanta, el Jihad. De bazar en bazar,agentes clandestinos aseguraron elaprovisionamiento de galletas de maíz,garbanzos y azúcar. Sujetándose estosvíveres en torno a la cintura, loscombatientes tendrían con quéalimentarse durante varios días. Luego,los hombres, las armas y las vituallasllegaron a los puntos de concentración.

Las voces eran las de dos altosfuncionarios del Pakistán. Sin embargo,

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se expresaban en inglés. Sir GeorgeCunningham, nuevo gobernador de laProvincia Fronteriza del Noroeste,telefoneaba al general Sir FrankMesservy, comandante en jefe delEjército paquistaní. En estos primerosmeses de su existencia, el Pakistáncontinuaba siendo en gran parteadministrado por los ingleses.Consciente de que, tras laIndependencia, su país y su Ejército severían en Una crucial necesidad decuadros dirigentes competentes, Jinnah—como Nehru en la India— habíatenido la prudencia de refrenar elorgullo nacional y nombrar a británicos

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para los principales puestos de mandode la nación. No por ello dejaba elPakistán de ser una tierra oriental, y lascosas se habían llevado con bizantinassutilezas. Como ordenara el PrimerMinistro, los organizadores de lainvasión de Cachemira habían actuadode tal modo que sus antiguos amos,ahora a su servicio, lo ignoraban todoacerca de sus proyectos.

— O y e , old boy —decía elgobernador Cunningham desde sudespacho de Peshawar— tengo laimpresión de que se están tramandocosas muy extrañas.

Hacía varios días, explicó al general

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Messervy, camiones cargados dehombres de las tribus llegaban a laciudad a los gritos de «Allah Akbar».Todo el mundo parecía conocer eldestino de estas entusiastas gentes,exceptó él.

—¿Estás seguro —continuó— deque los paquistaníes son verdaderamentehostiles a una invasión de Cachemirapor parte de los pathans? Yo me sentiríamás bien inclinado a creer que es elpropio Primer Ministro de mi provinciaen persona quien les anima a lanzarse aesta aventura.

Esta llamada telefónica habíasorprendido al general Messervy en el

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instante mismo en que cerraba su maleta.El Gobierno, en efecto, había dispuestoque el día D se encontrara a diez milkilómetros de su cuartel general. Unamisión a Londres para obtener las armasdestinadas a sustituir a las que la Indiano había entregado, en violación de losacuerdos de la partición, había servidode pretexto para el alejamiento delcomandante en jefe británico delEjército paquistaní.

—Puedo asegurarte que yo,personalmente, soy opuesto a todaempresa de ese género —respondió elgeneral Messervy—, y el PrimerMinistro me ha garantizado que él

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también lo era.—En ese caso —suspiró

Cunningham—, harías bien eninformarme de lo que ocurre aquí.

Camino de Londres, Messervy sedetuvo en Lahore para precipitarse encasa de Liaquat Ali Khan. Con toda laserenidad de un buda en un bajorrelievede Gandhara, el Primer Ministro delPakistán tranquilizó al jefe de suEjército. Sus temores carecían defundamento. El Pakistán no toleraríajamás semejante operación. Ante suvisitante, telegrafió en el acto a losresponsables de la Provincia Fronterizadel Noroeste y les ordenó que hicieran

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cesar estos escandalosos preparativos.Messervy emprendió tranquilamente elvuelo hacia Londres. En realidad, loscañones y obuses que iba a comprar allíservirían para alimentar muy pronto unconflicto hábilmente provocado durantesu ausencia.

Con todas las luces apagadas y elmotor parado, el break «Ford» sedeslizó en la noche glacial y seinmovilizó a cien metros de un puente.Detrás de él se alargaba una fila desombras negras, una docena de camionesen los que se apiñaban en silenciohombres armados. El estruendo deltorrente que bajaba por el fondo del

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lecho del Jhelam llenaba la noche. En elbreak, Sairab Khayat Khan, el joven jefede la sección local de los CamisasVerdes, se alisaba nerviosamente elbigote. El reino de Cachemiracomenzaba al otro extremo del puente, yel oficial esperaba con impaciencia elmomento en que brillara el cohete quedebía anunciarle que los soldadosmusulmanes del ejército del maharajá sehabían sublevado, habían asesinado asus superiores hindúes, cortado la líneatelefónica de Srinagar y neutralizado alos centinelas del puesto de guardia.

Un rosáceo relámpago dibujó por finel esperado arco luminoso. Sairab

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Khayat Khan volvió a poner en marchael motor de su vehículo. Empezaba laguerra en Cachemira.

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LA INVASION DE CACHEMIRA

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Pocos minutos después, la columnallegaba ante el edificio de Aduanas de la

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pequeña ciudad de Muzaffarabad.Creyendo que se trataba de la tardíallegada de un convoy de mercancías, dossomnolientos aduaneros le hicieronseñal de que se detuviese. Los pathanssaltaron entonces de sus camioneslanzando su grito de guerra y ataron alos dos funcionarios con el hilo cortadodel teléfono.

El joven jefe de la vanguardia de lasfuerzas de invasión estaba exultante: laoperación no podía empezar bajomejores auspicios. Estaba abierto elcamino de Srinagar, una carretera sindefensa ni obstáculos, doscientoskilómetros de un paseo sin peligro que

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podrían realizar antes del amanecer. Alas primeras luces del alba, millares depathans invadirían la capital dormida deHari Singh. Sus nombres se apoderaríandel palacio, imaginaba Sairab KhayatKhan, y él mismo llevaría al maharajá,en la bandeja de su desayuno, la noticiaque daría la vuelta al mundo en este 22de octubre de 1947: «Cachemirapertenece al Pakistán».

Todo esto no era más que un sueño,y el joven militante no tardaría endesilusionarse. Los estrategas de Lahoreque habían concebido esta invasión,habían cometido, en efecto, un errorfatal. Cuando Sairab Khayat Khan quiso

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reagrupar sus tropas para lanzarlas porla carretera de Srinagar, habíandesaparecido. No quedaba un solopathan en sus camiones. Se habíandesvanecido en la noche, inaugurando sucruzada para liberar a sus hermanosmusulmanes de Cachemira con unaescapada nocturna a las tiendas delbazar de Muzaffarabad. La abundanciade las riquezas que encontraron allíprivaría para siempre a Mohammed AliJinnah de la alegría de volver a ver yposeer el valle encantado de Cachemira.

«Cada uno hacía la guerra por sucuenta —cuenta Sairab Khayat Khan—.Disparaban contra las cerraduras,

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destrozaban las puertas, se llevabantodo lo que tuviera el más mínimovalor». Ayudado por sus oficiales,intentó arrancarles de esta orgíaagarrándoles por los faldones de sustúnicas.

—¿Qué hacéis? —gemíadesesperado—; ¡es a Srinagar adondetenemos que ir!

Pero la embriaguez del botín habíatrastornado a los pathans. Nada podíacalmar su frenesí. Srinagar no caería esanoche en manos de aquellos hombres. Alritmo de sus sistemáticos saqueos,necesitarían cuarenta y ocho horas pararecorrer los 130 kilómetros que les

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seperaban de la central eléctrica y sumiren las tinieblas el palacio y la capital deHari Singh.

Las primeras informaciones sobre lainvasión de Cachemira por las tribuspaquistaníes no llegaron a Nueva Delhihasta dos días más tarde. Arribaron, nobajo la forma de un S.O.S. del maharajáhindú, sino por el camino menosortodoxo que pudiera imaginarse. A lolargo de la gran carretera del éxodo delPenjab, por la que millones de hombresarrastraban su miseria desde hacíasemanas, sujeto a postes sobre los que

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se posaban los buitres después de susmacabros festines, corría un cabletelefónico que unía todavía el Pakistáncon la India. Esta línea continuabapermitiendo al 17.04 de Rawalpindi, enel Pakistán, comunicar con el 30.17 deNueva Delhi. Estos dos números deteléfono eran las líneas privadas de loscomandantes en jefe del Ejércitopaquistaní e indio, dos generalesingleses, dos antiguos miembros deldifunto Ejército de la India, dos amigos.

El viernes, 24 de octubre, poco antesde las cinco de la tarde, el generalDouglas Gracey, que sustituía al generalMesservy, desplazado a Londres, tuvo

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conocimiento de la invasión deCachemira. Utilizando la línea privadade su jefe, llamó inmediatamente aNueva Delhi a la última persona queJinnah hubiera deseado que fuerainformada, el escocés Roben Lockhart,comandante en jefe del Ejército indio,única fuerza capaz de oponerse a suempresa. A su vez, Lockhart se apresuróa transmitir la noticia a otros dosingleses, el gobernador general, LordMountbatten, y el comandante en jefe delas fuerzas británicas, mariscal SirClaude Auchinleck.

El conflicto que acababa de estallarplantearía un dramático caso de

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conciencia a los oficiales británicos queservían respectivamente en los Ejércitosindio y paquistaní. Como hombres,deseaban evitar por encima de todo laextensión de las operaciones e impedirque sus antiguos camaradas del Ejércitode la India se mataran entre sí. Pero,como militares, debían, ante todo,ejecutar las órdenes.

El diálogo iniciado gracias a laextraña línea telefónica que continuabauniendo Nueva Delhi con Rawalpindiproseguiría entre los dos generalesingleses mientras los ejércitos situadosbajo su mando se enfrentaban en lasnieves de Cachemira. Esto les valdría un

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día la severa reprobación de losGobiernos a los que servían y seríacausa de su marcha. Sin embargo, si eseotoño no estalló una guerra entre la Indiay el Pakistán, fue debido en gran parte asus conversaciones secretas.

Lord Mountbatten se enteró de lainvasión de Cachemira mientras sevestía para asistir a un banquete enhonor del ministro de AsuntosExteriores de Thailandia. Rogó a Nehruque se quedase después de la salida delúltimo invitado. El Primer Ministroindio quedó consternado por la noticia.Sin duda, ninguna información podíaafectarle más. Adoraba el antiguo país

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de sus antepasados «semejante a unamujer supremamente bella…, adornadocon toda la belleza femenina de sus ríosy de sus valles, de sus lagos y de susgraciosos árboles». Durante su lucha porla libertad, había vuelto allí paracontemplar «sus altas murallas, susprecipicios, sus picos cubiertos denieve, sus glaciares, sus torrentesferoces y crueles que se precipitaban enel valle».

Con motivo del asunto deCachemira, Mountbatten descubriría unNehru desconocido, un Nehru queperdería de pronto su extraordinariasangre fría para dejar hablar solamente a

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su pasión de brahmán de Cachemira.«Así como el nombre de Calais estuvoen otro tiempo escrito en el corazón desu reina María —exclamaría paraexplicar su actitud—, el de Cachemiraestá escrito en el mío».

Otra confrontación, igualmentetormentosa, esperaba a Mountbatten,gobernador general de la India, cuandoel mariscal Auchinleck le advirtió quese proponía transportar urgentementepor avión una Brigada inglesa hastaSrinagar con la misión de proteger yevacuar a los centenares de jubiladosbritánicos que vivían en Cachemira. Enefecto, temía que, si esta intervención no

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se producía, fueran víctimas de unamatanza general. Por terrible quepudiera ser esta perspectiva,Mountbatten no tenía, sin embargo,intención de autorizar la utilización desoldados británicos en el suelo de unEstado independiente.

—Lo siento —declaró—, pero noestoy de acuerdo. Si ha de haber unaintervención militar en Cachemira, éstasólo puede ser india.

—¡Van a ser asesinados todosnuestros compatriotas, y su sangre caerásobre vuestras manos! —replicó,enfurecido, Auchinleck.

—Es una responsabilidad que,

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desgraciadamente, estoy obligado aaceptar —respondió Mountbatten—, Esel precio del puesto que ocupo. Peropeor sería que soldados ingleses seencontraran mezclados en este asunto.

Un «DC 3» de las fuerzas aéreasindias aterrizó la tarde siguiente sobrelos hierbajos de la abandonada pista delaeródromo de Srinagar. Descendieronde él V. P. Menon, el alto funcionarioindio especialista en negociaciones conlos maharajás, el coronel del Ejércitoindio Sam Manekshaw, y un oficial deAviación.

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La misión de los tres hombres sehabía decidido esa misma mañana en elcurso de una reunión extraordinaria delcomité de defensa del Gobierno indio,celebrada tras haberse recibido unS.O.S. del maharajá Hari Singh.Mountbatten había comprendidoentonces que sería inevitable unaintervención india. Deseoso de que éstase efectuara con el más estricto respetoa la legalidad, convenció al Gobiernopara que retrasase el envío de tropas aCachemira hasta el momento en que elsoberano hubiera proclamadooficialmente su incorporación a la India,convirtiéndose entonces su reino,

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jurídicamente, en parte de la India.Mountbatten fue más lejos incluso.

Al igual que antes al servicio deInglaterra, se mantenía ardientementefiel a los principios democráticos. Delmismo modo que siempre había creídoimposible que Gran Bretaña pudieramantenerse en la India contra la voluntaddel pueblo, así también estimaba que nopodría existir en Cachemira ningunasolución que fuera contra lossentimientos de la mayoría musulmana.Llevado de su realismo, no tenía ningunaduda sobre la naturaleza de éstos.«Estoyconvencido de que una población en laque existe semejante proporción de

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musulmanes no dejará de votar por laincorporación de su país al Pakistán»,escribió el 7 de noviembre a su primoJorge VI.

Por ello, Mountbatten persuadióigualmente al Gobierno indio para queagregara una cláusula fundamental a laintegración de Cachemira. La decisióndel maharajá sólo podría serprovisional. No adquiriría carácterdefinitivo hasta después delrestablecimiento de la paz y de suratificación por un plebiscito popular.

En el momento en que los emisariosde Nueva Delhi emprendían el vuelo,Mountbatten ordenó que todos los

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aparatos de la aviación comercial indiaabandonaran sus pasajeros allá donde seencontrasen y se dirigieran urgentementea la capital. Comenzaba una operaciónhistórica: un puente aéreo hacia elHimalaya.

Poco antes de la medianoche delsábado 26 de octubre de 1947, unrefugiado más se agregó a los diezmillones y medio de hindúes, sikhs ymusulmanes que habían huido de suscasas: Hari Singh, el maharajá deCachemira. Mientras sus servidoresrecogían los cofrecillos de perlas, de

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esmeraldas, de diamantes, y los tapicesde seda, él se fue a buscar los dosobjetos que más estimaba, un par deescopetas de caza «Purdey», cuyoscañones de azulado acero le habíanpermitido conquistar el título decampeón del mundo de tiro al plato. Conmelancólica expresión, acarició susculatas de madera preciosa, las colocócuidadosamente en su estuche y, luego,las llevó él mismo a su coche. Pues sucharabán era, en realidad, unaconfortable limousine americana queprecedería a toda una caravana decamiones y automóviles en los quehabían sido amontonados sus bienes más

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preciosos. No había peligro de queninguna banda de asesinos amenazara suhuida: la guardia principesca,fuertemente armada, velaría por laseguridad del fugitivo. En cuanto a sudestino, el coche no conduciría alinfortunado maharajá hacia ladegradación de un campo de refugiadosinfestado de cólera, sino hacia el doradoexilio de otro palacio, su palacio deinvierno de Jammu, situado en el sur desu Estado, donde la mayoría de loshabitantes eran hindúes y donde antañohabía recibido al príncipe de Gales y asu joven ayudante de campo, Lord LouisMountbatten. Allí podía esperar sentirse

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seguro.La precipitada marcha de la Historia

había barrido las vanas esperanzas deindependencia de quien había sido «Mr.A» en un escándalo de los años 30 enLondres. Sus tergiversaciones no lehabían hecho ganar ni siquiera tresmeses fuera del «cesto de manzanas» deLouis Mountbatten. Huía de suamenazada capital mientras V. P.Menon, que le había aconsejado estapartida, regresaba a Nueva Delhi parainformar al Gobierno indio que elmaharajá estaba dispuesto a aceptarcualquier acuerdo a cambio de suprotección.

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Hari Singh no regresaría jamás a supalacio de Srinagar. Pocos añosdespués, cuando estos lugares quedarantransformados en un hotel de lujo, lashabitaciones en que había corrompido alos jóvenes oficiales de su Ejército,cuya lealtad se había mostrado tanfrágil, acogerían a ricos turistasamericanos.

Tras diecisiete horas de penosoviaje, la caravana del maharajá llegó aJammu. Agotado, Hari Singh se retiró enseguida a sus aposentos. Antes dedormirse, llamó a su ayudante de campoy le dio su última orden de príncipereinante. «Despiértame sólo si V. P.

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Menon vuelve de Nueva Delhi —pidió—, ya que eso significaría que la Indiaha decidido venir en mi auxilio. Si no hallegado para el amanecer, pégame untiro mientras esté dormido, pues elloquerrá decir que todo está perdido».

A su regreso a Nueva Delhi, V. P.Menon y los dos oficiales que leacompañaban se presentaron a LordMountbatten y a los ministros indiospara someterles su informe. Traíannoticias alarmantes. Ciertamente, elmaharajá había aceptado por fin echarsu reino en el cesto de la India, pero la

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situación militar inspiraba vivasinquietudes. Los pathans se encontrabana menos de cincuenta kilómetros de lacapital, amenazando continuamente elúnico aeródromo de Cachemira donde laIndia podía desembarcar tropas.

Mountbatten invitó al Gobiernoindio a pasar urgentemente a la acción.Ordenó que los primeros elementosindios fuesen aerotransportados alamanecer del día siguiente al aeródromode Srinagar. Estas tropas deberíanmantenerse a toda costa en las pistashasta la llegada de refuerzos blindados yartillería. Éstos partiríaninmediatamente por la única vía

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terrestre que unía la India conCachemira, la precaria carretera que ellápiz de Sir Cyril Radcliffe habíaentregado providencialmente a NuevaDelhi, adjudicando a la India el enclavede Gurdaspur aunque su población fuesemusulmana en su mayoría.

Hari Singh no moriría de un balazoen la cabeza. Mountbatten le envió denuevo a V. P. Menon para hacerle firmarel acta oficial de la incorporación de sureino a la India, que debía amparar conuna garantía legal la intervención militarindia en Cachemira.

Una vez cumplida esta formalidad,V. P. Menon regresó inmediatamente a

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Nueva Delhi. Su amigo Sir AlexanderSymon, alto comisionado británicoadjunto, acudió a felicitarle. Menonexultaba de una alegría tal que llenó elvaso de su anfitrión y el suyo propio conuna enorme cantidad de whisky.Levantando el vaso con radianteexpresión, sacó del bolsillo de suchaqueta una hoja de papel que agitófebrilmente en dirección al inglés.

—¡Está hecho! —exclamó—.Cachemira es nuestra. El cerdo hafirmado. ¡Y ahora será nuestra parasiempre!

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La India sería fiel a esta promesa.Los 329 soldados del ler Regimiento deInfantería sikh y las ocho toneladas dematerial que desembarcaron de nueve«DC 3» sobre las pistas de Srinagar,milagrosamente desiertas, en elamanecer del 2 de octubre de 1947,constituían la vanguardia de unverdadero ejército de hombres ymaterial. Más de cien mil soldadoscombatirían un día en las nevadaspendientes que habían sido el paraíso delos pescadores de truchas y loscazadores de íbices.

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Curiosamente, los indios nodeberían su éxito inicial en Cachemiraal estratega que había conducido a losejércitos aliados a la victoria a travésde las junglas birmanas, sino alsacrificio de catorce religiosasfrancesas, belgas, españolas, italianas,portuguesas y escocesas de la Orden deFranciscanas Misioneras de María.Deteniéndose para saquear su conventoen la pequeña ciudad de Baramullah, asólo cincuenta kilómetros de Srinagar,en lugar de precipitarse hacia la capitaly el vital objetivo de su aeródromo, lospathans pusieron fin al sueño de Jinnahde anexionarse el valle encantado del

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emperador Jehangir. Durante todo ellunes 27 de octubre, mientras losprimeros sikhs se atrincheraban en elúnico aeródromo de Cachemira, lospathans daban rienda suelta a su ansia depillaje, de violación y de matanza. Searrojaron sobre las religiosas de lapequeña comunidad, mataron a losenfermos y los heridos de su hospital,saquearon el convento y la capilla hastael último picaporte.

Esa noche, estrechando contra elpecho su crucifijo, la superiora belga,madre Marie-Adeltrude, sucumbió a susheridas ofreciendo sus sufrimientos aDios «por la conversión de Cachemira».

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El martirio de estas santas mujeres nocambiaría en nada la omnipotenteinfluencia del Islam en este enclavesituado al pie del Himalaya. Pero dio alos soldados de Jawaharlal Nehru laspocas y decisivas horas de respiro quenecesitaban para apoderarse de lasposiciones clave del Valle Encantado.

Cuando los pathans reanudaron sumarcha sobre Srinagar, era demasiadotarde. Los indios bloquearon su avance.Luego, cuando llegaron sus primerosblindados por la carretera de Sir CyrilRadcliffe, los detuvieron y les obligarona retroceder en desorden hacia lafrontera que habían cruzado dos días

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antes seguros de conquistar todaCachemira sin hacer un solo disparo.Espumeando de cólera, Jinnah no vacilóen desafiar a los oficiales británicos desu ejército enviando soldadospaquistaníes camuflados comoguerrilleros con la misión de avivar lamoral de las desfallecientes tribus.Durante meses, el conflicto fueastutamente contenido por loscomandantes en jefe británicos de losdos ejércitos enemigos; daría lugar,sobre todo, a proezas de alpinismomilitar.

La ONU acabaría ocupándose de laquerella. El Valle Encantado se reunió

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entonces con Palestina, Berlín, Corea yVietnam en la galería de los problemasinsolubles del mundo. El plebiscito alque Mountbatten había logrado atraersea Nehru dormiría para siempre en elgrueso legajo de las buenas intenciones.El país permanecería dividido a lo largode la línea de alto el fuego fijada en1948, quedando en manos de la Indiatodo el valle de Cachemira y su capitalSrinagar, mientras que una pequeñaregión montañosa del Norte, en torno aGilgit, era ocupada por el Pakistán.

Casi treinta años más tarde, laposesión de Cachemira continuaríasiendo la principal fuente de discordia

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entre la India y el Pakistán, el obstáculoquizá más importante para sureconciliación.

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XVI

DOS BRAHMANES«PURIFICADOS POR EL

FUEGO»

El joven extremista hindú de Poonaque, el día de la Independencia, habíainvitado a sus partidarios a saludar a labandera de la cruz gamada del R.S.S.S.,contempló maravillado el modestocobertizo encalado que, aquella tarde

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del 1 de noviembre de 1947, seconvertía en la nueva sede de superiódico Hindu Rashtra, la NaciónHindú. Junto a una rotativacompletamente nueva, crepitaba ya unteletipo de la agencia Press Trust ofIndia. A un lado, una especie de cabañaamueblada con unas cuentas cajasinvertidas y un par de tambaleantesmesas servía de sala de redacción.Paupérrima instalación, sin duda, peroCiudadano Kane, erguido en la cumbredel rascacielos de acero y cristal quecobijaba su imperio, no habríaexperimentado más alegría y orgullo queNathuram Godsé ese día.

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El director de Hindu Rashtrarecibió con radiante sonrisa a losamigos que había invitado para festejarel feliz acontecimiento. En el patio detierra aplastada, él mismo habíacolocado una gran variedad degolosinas: pastas de barfi, rollos dehalva, bombones color ámbar yesmeralda. En medio se calentabasuavemente un gran samovar. El café erala segunda pasión, después de lapolítica, de este indio de gustosespartanos. A veces, recorría a pievarios kilómetros por el solo placer dedegustar uno cuyo aroma le agradabaespecialmente.

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Un hombrecillo jovial se reunió conlos invitados. Narayan Apté tenía treintay cuatro años. Administrador del HinduRashtra, era el socio de Godsé. Todo,sin embargo, parecía enfrentar a estosdos compañeros, empezando por susropas. Mientras que Nathuram Godséllevaba una simple camisa y el austerodhothi de los marathas, con los faldonesrecogidos sobre los muslos, NarayanApté lucía una elegante chaqueta detweed marrón sobre un pantalón defranela gris. Sus temperamentos no eranmenos diferentes. Godsé era brusco,directo; Apté se deslizaba por la vidacon la flexibilidad de un felino. Una

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incipiente calvicie desnudaba la parteanterior de su cráneo, mientras querizadas guedejas hinchaban su nuca y sualtivo perfil. Sonreía con frecuencia,pero a medias. Lo que más llamaba en élla atención eran sus ojos, grandes ojosnegros y ardientes que se pegaban alrostro de sus interlocutores. «Apté hablacon sus ojos —decía uno de sus amigos—, y cuando sus ojos hablan, las gentesescuchan».

Apté se sentía a sus anchas en elmundo, en tanto que Godsé se apartabade él. Tenía un alma de planificador, derealizador. Cuando todos los invitadoshubieron tomado su café, dio unas

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palmadas para pedir silencio. Como unpresidente de Consejo deAdministración analizando un balanceante sus accionistas, evocó la historiade l Hindu Rashtra. Luego anunció undiscurso de su socio. Rígido como untenor pendiente de la batuta del directorde orquesta, Godsé se adelantó.

Mientras pronunciaba sus primerasfrases, se abrió una ventana del cuartopiso de un inmueble que dominaba elpatio. Una silueta se perfiló conprecaución en el vano. Era la de uninspector de Policía. Desde el 15 deagosto, la Policía de Poona ejercía unadiscreta vigilancia sobre las actividades

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de los extremistas hindúes de la ciudad.Todos ellos figuraban en los ficherosdel C.I.D., la Oficina de InvestigaciónCriminal. Además de los datoshabituales, la ficha de Apté contenía laapreciación siguiente: «Puede serpeligroso». Para empezar, Godséabordó fogosamente los grandes temasque le torturaban desde que LouisMountbatten anunciara la partición: laactitud de Gandhi, la del Congreso, ladivisión del país.

—Gandhi proclamó un día que laIndia solamente podría ser divididasobre su cadáver —exclamó—. La Indiaha sido dividida, pero Gandhi está vivo.

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»La no violencia de Gandhi haarrojado a los hindúes desarmados enlas garras de sus enemigos —continuó—. Hoy, los refugiados hindúes muerende hambre, y Gandhi asume la defensade sus opresores musulmanes. Lasmujeres hindúes se hacen quemar vivaspara escapar de la infamia de laviolación, y Gandhi les dice que «lavíctima es el vencedor». ¡Una de esasvíctimas podría ser mi madre! Nuestrapatria ha sido cortada en dos, los buitresse disponen a despedazarla. Las mujereshindúes son violadas en plena calle. Sinembargo, los eunucos del Congresopresencian impasibles estos ultrajes.

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¿Hasta cuándo? Sí, ¿hasta cuándo vamosa tener que soportar esto?

Sudoroso, trémulo, Godsé seinterrumpió. Una atronadora salva deaplausos acogió sus palabras. Semejanteentusiasmo no tenía nada desorprendente en esta ciudad de Poona,santuario del nacionalismo hindú desdehacía tres siglos. Su héroe, Shivaji,nacido en las colinas circundantes, habíalibrado una implacable guerra deguerrillas contra el emperador mogolAurangzeb. Sus dirigentes, los peswa —los «guías»—, miembros de unapequeña aristocracia de brahmaneschitpawan, «purificados por el fuego»,

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habían resistido a la conquista británicahasta 1817. Luego, antes de la llegadade Gandhi, una legión de militantes,como el gran dirigente Tilak, habíanvuelto a enarbolar la bandera delnacionalismo indio.

Los fanáticos hindúes de Poonatenían ahora un nuevo ídolo, unpersonaje al que veneraban como elauténtico continuador de la obra deShivaji, de los peswa y de Tilak. No sehallaba físicamente presente aquellanoche del 1 de noviembre en el patio delHindu Rashtra, pero cuando suparpadeante silueta apareció en el murodel recinto, proyectada por un aparato

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de cine, un murmullo de respetoinmovilizó a los concurrentes. Laimperfección de la imagen y de la vozno podían alterar la fascinantepersonalidad de Vinayak DamodarSavarkar, apodado «Vir», el Bravo.

Con gafas de montura metálica traslas que ardía una mirada de poseso, consu rostro barbilampiño, sus pómulossalientes, sus labios sensuales crispadosen un rictus de crueldad, Savarkarsemejaba un asceta de la India antigua.Sobre su afeitada cabeza llevaba uncilíndrico gorro negro, su emblema.Viejo fumador de opio, era tambiénhomosexual, pero pocas personas lo

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sabían.Ante todo, brillante orador, sus

partidarios veneraban en él al Churchillde Maharashtra. En sus feudos de Poonay de Bombay, Savarkar atraía amultitudes más numerosas que el propioNehru. Al igual que los principaleslíderes de la India, procedía del foro deLondres. Pero las lecciones que habíaretenido de su paso por el templo delDerecho eran diferentes de las suyas. Larevolución por la violencia y elasesinato político constituían su credo.

Detenido en 1910, en Londres, porhaber estado implicado en el asesinatode un alto funcionario británico, logró

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saltar del paquebote que le llevaba a laIndia para ser juzgado, y alcanzar a nadoun muelle de Marsella. Expulsado deFrancia, fue condenado a deportaciónperpetua al presidio de las islasAndamán, antes de ser liberado alestallar la Primera Guerra Mundial poruna amnistía política. Savarkar habíaorganizado entonces la ejecución delgobernador del Penjab e intentado la delgobernador de Bombay. Pero de suestancia en las islas Andamán habíaextraído una enseñanza, la de colocarentre él y su sicarios tantas pantallas quela Policía no pudiera remontarse hasta élni inculparle.

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Savarkar se había rebelado siemprecontra la política de unidad hindú ymusulmana y contra la no violenciapredicadas por Gandhi y el Congreso.Su doctrina, la Hindutva, preconizaba lasuperioridad racial hindú, y acariciabael sueño de reconstruir un gran imperioque se extendiera desde las fuentes delIndo hasta las del Brahmaputra, desdelas nieves del Himalaya hasta el caboComorin. Odiaba a los musulmanes: enla sociedad hindú que proyectaba, no lesconcedía ningún puesto.

En dos ocasiones presidió losdestinos del Hindu Mahasabha, «laGran Reunión Hindú», partido

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nacionalista de extrema derecha. Pero lavigilante atención de este fanático sehabía centrado, sobre todo, en laorganización de su fascistizanteprolongación paramilitar, el R.S.S.S. Sunúcleo era una sociedad secreta, elHindu Rashtra Dal, «La secta de lanación hindú», fundada por él en Poonael 15 de mayo de 1942. Cada uno de susmiembros prestaba juramento defidelidad personal a Savarkar, queostentaba el título de «dictador» delmovimiento. Además de esta ciegasumisión, un lazo más fuerte aún y deotro orden unía al jefe a sus discípulos,el lazo más significativo de la sociedad

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hindú, el de la casta. Todos habíannacido brahmanes chitpawan de Poona,los sucesores «purificados por el fuego»de los peswa que gobernaron bajoShivaji. Nathuram Godsé y NarayanApté, los dos directores del periódicoHindu Rashtra, formaban parte,naturalmente, de esta pequeñaaristocracia.

Un religioso silencio siguió a laproyección de la película sobreSavarkar. La breve aparición del mesíashindú había constituido el puntoculminante de la velada. Godsé y Aptése dirigieron entonces hacia la rotativade su periódico, de todos sabido

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portavoz de Savarkar en esta ciudadeladel hinduismo militante. Aclamados porsus invitados, los dos socios posaronpara una fotografía. Luego, con un gritode alegría, oprimieron con sus dedosíndices unidos el botón de puesta enmarcha.

Mientras la máquina comenzaba aimprimir una nueva edición delperiódico en el que Godsé denunciaba alo largo de sus páginas las «infamias»de que se hacían culpables Gandhi y elpartido del Congreso, la pequeñareunión se dispersó. El policía quehabía asistido a toda la velada sedisponía a abandonar su puesto de

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observación cuando su mirada fueatraída por un hombre que conversabacon Apté en un rincón del patio. Estepersonaje le era bien conocido. Pues suficha, como la de Apté, llevaba lamención «puede ser peligroso». Estevisitante había recorrido cien kilómetrospara asistir a la inauguración de lanueva sede del Hindu Rashtra. EraVishnu Karkaré, el propietario de laposada de Ahmednagar, en cuyos brazosse había arrojado Madanlal Pahwadespués de lanzar su granada sobre unaprocesión de musulmanes.

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Los dos jóvenes asociados queacababan de poner en marcha suflamante rotativa compartían ardientesconvicciones políticas, pero también elprivilegio de encontrarse colocados, porsu nacimiento, en la casta de losbrahmanes, en la cumbre de la jerarquíade la sociedad hindú. Correspondía aesta casta el conocimiento de los ritossacrificiales y de los textos sagradosrevelados — el Veda—, que abría elcamino al conocimiento más puro y másespiritual. A fin de hallarse encondiciones de asumir plenamente una

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función tan elevada, los brahmanes nopodían, en un principio, entregarse aninguna otra ocupación. Fueron muchoslos que se apartaron del mundo parallegar a la perfecta indiferencia, sin laque no sería posible alcanzar loabsoluto.

Según la tradición, los brahmanesnacen dos veces, como los pájaros. Enefecto, así como los pájaros nacen unaprimera vez a la puesta del huevo y unasegunda vez a la salida de su cascarón,los brahmanes nacen primeramenteviniendo al mundo y, luego, a la edad dedoce o trece años nuevamente, cuando almismo tiempo que el mantra de

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iniciación reciben el cordón sagrado quelos consagra ritualmente. NathuramGodsé no había empezado realmente avivir, pues, hasta la edad de doce años,cuando su padre y un grupo desacerdotes brahmanes, cantandomantras, le habían pasado en banderolaalrededor del cuello y sobre el hombroizquierdo la fina trenza de algodón quele unía a los demás brahmanes, a susantepasados y, a través de ellos, aBrahma, el Creador. Menos del cincopor ciento de la inmensa población indiapodía aspirar a pertenecer a esta élite.Su iniciación había encerrado al jovenGodsé en un cerco de innumerables

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reglas y privilegios.Éstos no eran de orden económico.

El padre de Godsé no ganaba en suprofesión de cartero más que quincerupias al mes. Pero este humildefuncionario educó con ahínco a su hijoen la más pura tradición hindú. Desde sumás tierna infancia, mucho antes de serceñido con su cuerdecilla, Nathuramtuvo que aprender y recitar todos losdías los versículos sánscritos de lostextos sagrados hindúes.

Como la mayoría de los brahmanesortodoxos, su padre era vegetariano.Nunca comía en compañía de alguienque no fuese también brahmán. Antes de

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tomar sus alimentos, procedía a realizarlas abluciones rituales y se ponía ropaslimpias, lavadas y secadas previamenteal abrigo de todo contacto con un serimpuro, como un asno, un cerdo o unamujer en período de menstruación. Si unperro, un niño o un intocable le rozabancuando se disponía a ingerir susalimentos, debía privarse de la comida.De acuerdo con los ritos, sólo tocabalos alimentos con los dedos de la manoderecha, después de haber extendidocuidadosamente en el sentido de lasagujas del reloj[42] unas cuantas gotas deagua alrededor de su plato y apartadouna porción de comida para los pájaros

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y los pobres. Jamás leía mientras comía,pues la tinta es impura y no se puedenhacer bien dos cosas a la vez.

Esta rígida atmósfera religiosacuadró perfectamente al jovenNathuram, que mostró muy pronto seriasdisposiciones para el misticismo. Desdelos doce años comenzó a practicar, paraasombro de su familia, una formaextraña y casi desaparecida de un cultotántrico, la Kapalik puja. Nathuramembadurnaba con estiércol fresco devaca una pared de su casa. Luegopreparaba una mezcla de aceite y hollín,la extendía en un plato redondo ycolocaba el recipiente contra la pared.

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Encendía entonces una lámpara cuyavacilante luz proyectaba sombras sobrela capa de estiércol, aceite y hollín. Acontinuación el niño se sentaba sobrelos talones ante este sorprendentedecorado y caía en una especie desegundo estado, descubriendo en elhollín y el aceite toda clase de formas,de imágenes, de palabras que jamáshabía visto ni leído antes. Cuando salíadel trance, no se acordaba de nada. Perosu familia estaba convencida de que estepoder de descifrar los signosmisteriosos en el aceite y el hollín leauguraba un destino excepcional. Nadaen su adolescencia justificaría después

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tales esperanzas. Incapaz de aprobar elmás insignificante examen escolar,cuando salió de la escuela vagó de unempleo a otro, clavando cajas en unalmacén de mercancías, vendiendo frutapor la calle, poniendo parches en losneumáticos en un garaje. Su verdaderooficio, el de sastre, que todavía ejercíaen 1947, lo aprendió de unos misionerosamericanos.

En realidad, la política era la únicapasión de Nathuram Godsé. Siendo muyjoven, se había sentido enardecido porlas cruzadas de Gandhi, y sufrió suprimer encarcelamiento por haberatendido su llamamiento a la

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desobediencia civil. En 1937 Nathuramabandonó a Gandhi para unirse a otromaestro del pensamiento, un guru,b r a hmá n chitpawan como él, VirSavarkar.

Ningún dirigente político tuvo nuncadiscípulo más atento y leal. Godsésiguió a Savarkar a través de la Indiaentera, ocupándose de todo, incluso delas tareas más humildes. Bajo la tutelade este profeta del hinduismo militante,Godsé pudo desplegar por fin todas susposibilidades y realizar algunas de laspromesas anunciadas por el adolescenteque sabía descifrar los signos del hollín.Se lanzó con frenesí al estudio y la

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lectura, aplicando todo lo que aprendíaal dogma de supremacía racial quepredicaba el Hindutva de Savarkar.

No tardaron en manifestarse suscualidades de polemista y de orador, y,conservando una fanática pasión por losideales de su guru, Godsé ocupó muypronto un lugar entre los pensadoresnacionalistas de la India. A partir de1942, los dioses del joven, educado, noobstante, en la más estricta ortodoxiareligiosa, dejaron de ser Brahma, Siva,Visnú. Fueron remplazados por unagalaxia de divinidades mortales, losídolos militantes que habían sublevado alos hindúes contra los mogoles y los

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ingleses. Godsé abandonó para siemprelos templos de su infancia parasustituirlos por santuarios seculares deuna clase nueva, los puestos de mandodel movimiento extremista R.S.S.S.

En uno de ellos, Nathuram Godséconoció al que se convertiría más tardeen su socio, Narayan Apté. Fundado enenero de 1944 por iniciativa deSavarkar, su periódico había pasado aser el órgano de Prensa más virulento dela India central. Su publicación acababa,incluso, de ser provisionalmentesuspendida por orden del Gobiernoprovincial de Bombay a causa de suapoyo al «Día Negro» de protesta contra

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la partición, organizado el 3 de julio de1947 por Savarkar y el partidonacionalista Hindu Mahasabha.

La función de cada socio en esteperiódico reflejaba exactamente lasdiferencias de sus personalidades. Aptéera el hombre de negocios, eladministrador, el creador; Godsé, elpensador, el escritor, el orador. Tanrígido, tan inflexible en susconcepciones morales como Aptéflexible, conciliador y siempredispuesto a concluir un acuerdosusceptible de reportar unas cuantasrupias suplementarias. Godsé vivíacomo un asceta dentro de la tradición de

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l o s sadhu. A excepción de suirreprimible afición al café, sedesinteresaba de la comida. Vivía juntoa su taller de sastre en una especie decelda monacal amueblada con un solocharpog, un camastro de cuerdasentretejidas. Se levantaba todas lasmañanas a las cinco y media al ruido delagua que brotaba bruscamente en sulavabo cuando el Ayuntamiento dePoona abría las válvulas de ladistribución matinal.

Apté, por el contrario, encarnaba eltipo clásico de persona amante de lavida y los placeres. En cuanto reuníaalgunos ahorros, se iba a Bombay para

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hacerse un traje en la mejor sastrería.Adoraba la buena cocina, el whisky y,en general, todos los placeres de laexistencia. Mientras que Godsé se habíaapartado de la religión hindú paraabrazar los ideales políticos de su ídoloSavarkar, el epicúreo Apté se pasaba eltiempo en los templos, avisando a losdioses con un toque de campana,depositando ofrendas a los pies denumerosas divinidades. Sus cienciaspreferidas eran la astrología y la lecturade las rayas de la mano.

Aunque no vacilaba en predicar laviolencia para despertar al pueblohindú, Godsé era incapaz de soportar la

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vista de la sangre. Un día que sedesplazaba al volante del viejo «Ford»de Apté, los transeúntes le detuvieronpara pedirle que llevara al hospital a unniño gravemente herido. «Ponedlodetrás —gimió—, pues corro el riesgode desmayarme si veo toda esa sangre».Sin embargo, Godsé era un entusiasta delas novelas policíacas de Perry Mason yde las películas de violenta y aventuras.¡Cuántas veladas había pasado en unabutaca de una rupia del cine «Capitole»de Poona, deleitándose con las hazañasde Al Capone en Scarface y las de lossoldados armados con sables de Lacarga de la caballería ligera!

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Si Apté no se perdía nunca unareunión mundana, Godsé rehuía elcontacto con la gente, que le hacíasentirse incómodo. Tenía pocos amigos.«Quiero permanecer solitario en mitrabajo», explicaba. Pero, sobre todo,era su actitud hacia las mujeres lo queenfrentaba a los dos hombres. Ningunatarea, por urgente que fuera, podíaapartar a Apté de una posible conquista.De su matrimonio había nacido un niñodeforme, lo que le convenció de que un«mal ojo» había arrojado un maleficiosobre su esposa. Habiendo cesado todarelación sexual con ella, encontrabagenerosas compensaciones en otros

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lugares. Durante muchos años profesorde Matemáticas en la escuela de unamisión americana de Ahmednagar, enrealidad se había dedicado a iniciar asus jóvenes alumnos en las sutilezaseróticas del Kama-sutra. Su miradacautivadora y su encanto le valían unasólida reputación de seductor.

Godsé, por su parte, odiaba a lasmujeres. A excepción de su madre, nosoportaba su presencia. Habíarenunciado a sus derechos deprimogénito y abandonado el domiciliofamiliar para no tener que sufrir elmenor contacto físico con sus cuñadas.Al ver un día a una enfermera en la sala

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del hospital de Poona adonde había sidotrasladado sin conocimiento aconsecuencia de una jaqueca fulminante,Godsé se envolvió en una sábana y huyópara no correr el riesgo de ser tocadopor una mano femenina. Sin embargo,pese a esta repulsión —o quizás a causade ella—, las palabras quecontinuamente salían de su pluma paradescribir los horrores del Penjab eranlas de «violación» y «castración».

A los veintiocho años, Godsé habíahecho el voto de brahmacharya yrenunciado al acto carnal.Aparentemente, se había mantenido fiela su voto. Se cree que, antes de tomar

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esta decisión, no había tenido más queuna sola experiencia sexual en la que suiniciador había sido su mentor político,Vir Savarkar.

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Duodécima estacióndel viacrucis de

Gandhi:«Cuchillos y lanzas al

sol del invierno»

La pequeña ciudad de Panipat, anoventa kilómetros al noroeste de NuevaDelhi, sirvió en tres ocasiones deescenario a las grandes batallas quepermitieron a los conquistadores

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mogoles controlar el camino queconducía hacia la capital de la India.Ahora, estaba cerca de ser el punto deorigen de una nueva oleada deinvasores, la de los miserables«desarraigados», que en trenes enteroscontinuaban volcándose sobre la Indiaprocedentes del Pakistán.

La estación no era más que un grancampo de refugiados. Una tarde definales de noviembre, el jefe de estaciónhindú Devi Dutta vio de pronto a unabanda de furiosos sikhs saltar de su trentodavía en marcha para abalanzarseblandiendo sus kirpan contra el primermusulmán que vieron. El jefe de

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estación voló en auxilio deldesventurado, gritando a los atacantes laúnica frase que acudió a su mente defuncionario respetuoso con losreglamentos: «¡Nada de asesinatos en elandén de mi estación, por favor!» Lossikhs obedecieron. Arrastraron a suvíctima detrás del edificio, donde lecortaron la cabeza. Luego, se lanzaronhacia los barrios musulmanes de laciudad.

Hora y media después, un automóviltransportaba al único socorro que esedía podía impedir un pogrom general delos musulmanes de Panipat: el MahatmaGandhi. Para el salvador de Calcuta, el

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mantenimiento en una ciudad india desus habitantes musulmanes tenía valor desímbolo. Pues la única India que Gandhiaceptaba considerar era aquella en quehindúes, sikhs, musulmanes, cristianos yparsis vivieran en paz unos junto a otros.

Sin protección alguna se dirigióhacia la multitud de refugiados sikhs queocupaban los accesos de la estación.

—Id a abrazar a los musulmanes deesta ciudad y pedidles vosotros mismosque se queden —les dijo—. Impedidlesque se marchen al Pakistán.

Un gruñido de hostilidad acogió estaexhortación.

—¿Han violado a tu mujer? ¿Han

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cortado en pedazos a tu hijo? —gritaronvarias voces.

—Sí —respondió Gandhi—, hanviolado a mi mujer, han matado a mihijo porque vuestras mujeres son mismujeres, vuestros hijos, mis hijos.

Mientras hablaba, una guirnalda desables, de cuchillos, de lanzas habíaempezado a brillar al pálido sol deinvierno.

—Esos instrumentos de violencia yde odio no podrán resolver ningúnproblema —suspiró.

La noticia de su presencia seextendió como un relámpago a través dela ciudad. Saliendo de sus barrios

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fortificados, los musulmanes corrieronhacia la plaza del mercado, donde lasautoridades municipales se apresurabana levantar un pequeño estrado e instalaraltavoces para una improvisada reuniónde oración. Hindúes y sikhs afluyeron asu vez. Como el maidan de Calcuta dosmeses y medio antes, en ocasión de lafiesta del Id-ud-Fitr, la gran plaza dePanipat no tardó en quedar llena de unamultitud pendiente de los labios de unanciano de quien esperaba un nuevoprodigio.

El milagro había empezado ya. Losrefugiados de la estación llegarontambién para mezclarse con los

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habitantes y oír a Gandhi. Con un nudoen la garganta, obligado constantementea aclararse la voz, como si se hallaraestrangulada por los sollozos, Gandhi seenfrentó a la multitud con la única armaque poseía, la palabra. Definió de nuevosu ideal político, «ese ideal que hace detodos nosotros, hindúes, sikhs,musulmanes, cristianos, los hijos y lashijas de nuestra madre común la India».A los rostros angustiados de losrefugiados, les ofreció toda lacompasión de su alma. Pero les suplicóque no dejaran que el espíritu decrueldad y de venganza invadiera suscorazones. Como siempre había

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predicado a las desventuradas masas desu país, les imploró que encontraran ensu desgracia los gérmenes de unapróxima victoria.

Una tímida corriente de simpatíapareció caldear a la concurrencia. Aquíy allá, un sikh tendió la mano a unmusulmán. Varios musulmanesofrecieron su chaleco o una manta asikhs que tiritaban de frío bajo el vientoinvernal. Otros distribuyeron chapati ybombones a los hijos de los refugiados.

Dos horas después, Panipat llevabaen triunfo hacía su coche a la personaque había recibido con burlas. Pero lavictoria de Panipat no tendría futuro.

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Aunque la intervención de Gandhi habíasalvado, sin duda, millares de vidashumanas, no extirpó el miedo queanidaba en los musulmanes de la ciudad.Antes de que transcurriera un mes, losveinte mil descendientes de una de lasmás antiguas comunidades musulmanasde la India decidieron finalmenteabandonar su tierra natal y huir alPakistán. «El Islam —observaríatristemente Gandhi el día de su marcha— ha perdido la cuarta batalla dePanipat».

Gandhi también la había perdido.

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E l sadhu de barba negra y vestidocon un dothi color naranja con el quediscutía Narayan Apté, el administradordel periódico Hindu Rashtra, no era unverdadero sadhu. Este atuendo servía dedisfraz al traficante de armas DigambarBadgé para encubrir sus ilícitasactividades. Pues este falso sadhu erafamoso en la región de Poona muchomás por la riqueza de sus antecedentesjudiciales que por su piedad. En el cursode los diecisiete años transcurridos,había sido detenido 37 veces bajodiversas acusaciones: posesión ilegal de

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armas, asaltos a Bancos a mano armada,asesinatos. Pero la Policía no habíapodido reunir nunca las pruebassuficientes para condenarle. Tan sólouna vez, en 1930, cumplió un mes decárcel por haber respondido alllamamiento de una campaña dedesobediencia civil promovida porGandhi y cortado árboles en un bosquecomunal.

Bajo la tapadera de una pequeñalibrería, Badgé poseía en Poona unshastra bhandar, una «tienda de armas»clandestina. En el fondo de suestablecimiento estaba almacenada todauna colección de bombas de fabricación

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casera, municiones, explosivos, puñales,picos y sables, «garras de tigre», enresumen, todos los instrumentoshomicidas tan ampliamente utilizadospor los degolladores del Penjab. Entrecliente y cliente, Badgé y su ancianopadre «tejían» igualmente un extrañoaccesorio por el que eran célebres entrelos asesinos a sueldo, inutilizadores desindicatos y políticos sin escrúpulos:una cota de malla a prueba de balascomo las que llevaban los caballeros dela Edad Media.

El administrador del Hindu Rashtraera uno de los mejores clientes del falsosadhu. Desde el mes de junio, Apté le

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había comprado armas diversas porvalor de más de tres mil rupias. Puescontinuamente estaba organizandocomplots. Uno de ellos había tenido porobjeto asesinar a Jinnah por medio degranadas de mano con ocasión de unareunión de la Liga musulmana en NuevaDelhi. Más tarde, al saber que elfundador del Pakistán tenía que ir aGinebra, Apté decidió ir a ejecutarle aSuiza. Mas, para su desesperación,Jinnah, enfermo, no salió del Pakistán.Muy recientemente, Apté había ido aHyderabad para fomentar allí accionesguerrilleras y estudiar la posibilidad dematar al nizam.

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—Estoy preparando un nuevo golpe—le cuchicheó al falso sadhu—, ungolpe muy importante. Voy a necesitargranadas, cartuchos explosivos y, sobretodo, revólveres.

Badgé parecía reflexionar. Noposeía en almacén ninguno de esosartículos, y se había tornado difícilobtener revólveres. Sin embargo, no erahombre que dejara pasar un negocio.

—Tenga un poco de paciencia —sugirió—, tendré la mercancía parafinales de diciembre.

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Decimoterceraestación del viacrucis

de Gandhi:«Hemos crucificado a

Cristo vivo»

Según su fiel secretario PyarelalNayar, el Mahatma Gandhi parecía enaquellos primeros días de diciembre de1947 «el hombre más triste que se hayavisto jamás». La tragedia del éxodo de

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los musulmanes de Panipat habíaterminado de desgarrar su corazón.Además, ahora que sus compañerosocupaban los puestos de un poder tanlargo tiempo esperado, Gandhi sentíaque se había alzado una barrerapsicológica entre él y aquellos a quieneshabía guiado en la lucha por laindependencia. Se preguntaba si no sehabía tornado inútil, inclusoembarazosa, su presencia en este paísque tanto había contribuido él a liberar.

«Si la India no necesitaba ya de lano violencia —se interrogaba—, ¿puedenecesitarme todavía a mí?» Noexperimentaría ninguna sorpresa, confió,

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si los dirigentes indios declarasen undía: «Ya estamos hartos de este viejo.¿Por qué no nos deja tranquilos?»

Mientras llegaba ese día, no teníaninguna intención de conceder el menorrespiro a sus antiguos compañeros.Atacó la creciente corrupción de laAdministración india y los extravagantesbanquetes que ofrecían los ministroscuando millones de refugiados moríande hambre. Los acusó de estar«hipnotizados por las seducciones delprogreso científico y los éxitoseconómicos de Occidente». Criticó elsueño de Nehru de querer promover elEstado socialista ideal al precio de una

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excesiva centralización del poder. Elpueblo se parecería a «un rebaño decorderos dependiendo del pastor paraque les encontrase los mejores pastos.Pero los cayados de los pastores —advertía Gandhi— se convirtieronsiempre en barras de hierro, y lospastores en lobos».

Cuidado, seguía declarando, «losnuevos intelectuales de la India sedisponen a industrializar la nación sinpreocuparse de los intereses de misqueridos campesinos». La solución quepreconizaba para hacer frente a estepeligro inspiraría un día no lejano aMao Tse-Tung. Que se envíen a las

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aldeas a estos tecnócratas, «que se leshaga beber el agua de los charcos en quese bañan los aldeanos y se revuelca y seabreva su ganado, que se les obligue aellos también a encovar bajo el ardientesol sus cuerpos de habitantes de laciudad. Entonces empezarán acomprender quizá las preocupaciones delos campesinos».

Si los dirigentes indios actuaban yasin tener en cuenta al viejo profeta,tampoco él les consultaba. Un día dediciembre, llamó al industrial deBombay que le había dado albergue a lasalida de su última prisión inglesa paraconfiarle una misión que no debía

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revelar a nadie, ni siquiera a Nehru o aPatel. Estaba destinada a preparar larealización del sueño que acariciabadesde hacía semanas.

—Vaya a Karachi —le pidió—, yorganice mi visita al Pakistán.

El industrial no dio crédito a susoídos.

—Esa idea es una locura —declaró—. Puede usted estar seguro de que nosasesinarán si pone en práctica suproyecto.

—Nadie puede acortar mi vida unsolo minuto —respondió Gandhi—.Pertenece a Dios.

Gandhi sentía, no obstante, que,

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antes de emprender esta nueva cruzada,debía intentar una vez más restablecer elorden en su propio país. «¿Qué rostropodría ofrecer yo a los paquistaníes siaquí el incendio continuase abrasándolotodo?», se lamentaba.

Ningún incendio le torturaba tantocomo el que rugía en Nueva Delhi. Losmusulmanes de la capital insistían enafirmar que la única garantía de suseguridad era la presencia de Gandhientre ellos. La Policía, cuyas filasestaban llenas de refugiados hindúes ysikhs, se mostraba violentamente hostil alos musulmanes. Otros supervivientesdel éxodo del Penjab se apoderaban

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todos los días de sus mezquitas y de suscasas.

El hecho de que la paz de la capitalde la India independiente dependiera, endefinitiva, de la fuerza de las armas y node la «fuerza del alma» de sushabitantes, desesperaba a Gandhi. Sehundía en silencios meditativos cada vezmás frecuentes, silencios que precedíansiempre en él a una decisión importante.A medida que el año tocaba a su fin, sumelancolía pareció agravarse.

«A lo largo de los tiempos, el mundoha lapidado siempre a los profetas antesde erigir templos en su memoria —declaró una tarde a un grupo de

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visitantes ingleses—. Hoy, adoramos aCristo, pero hemos crucificado a Cristovivo». Por su parte, su conducta seinspiraría en la antigua máxima deConfucio: «Conocer el bien y no hacerloes cobardía».

Las manchitas aparecidas en laradiografía pulmonar de Mohammed AliJinnah se extendían inexorablemente.Durante unas semanas, la voluntadsobrehumana del fundador del Pakistánpareció contener el progreso de latuberculosis que le roía. Logrado susueño, esta energía había perdido

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súbitamente su vigor, y el mal sedesarrollaba de nuevo. Jinnah salió deKarachi el domingo, 26 de octubre, pararealizar una breve visita a Lahore. «Almarcharse, parecía tener sesenta años —cuenta el coronel inglés E. S. Birnie—,A su vuelta, cinco semanas después,aparentaba ochenta». Postrado por unatos y una fiebre extenuantes, durante suestancia en Lahore prácticamente nohabía abandonado el lecho.

A medida que sentía escapársele susfuerzas, una extraña melancolía parecíaapoderarse del dirigente musulmán. Sehizo más solitario y distante que nunca,manteniendo celosamente en su puño las

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riendas del poder, como si, al final de suvida, no pudiera soportar la idea deconfiar a otros el futuro de su obra porfin realizada. Mientras yacía tendido ensu lecho, montones de legajos yexpedientes se apilaban en su puerta a laespera de sus decisiones. Se tornóhipersensible a las críticas. Parecía,anotó Birnie en su Diario, «un niño quehubiera recibido la Luna y no quisieraprestársela a nadie, ni siquiera por uninstante».

Una obsesión parecía asediar, sobretodo, a Jinnah. Tenía la convicción deque sus viejos adversarios hindúes delCongreso estaban decididos a impedir

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que el Pakistán remontara el vuelo y aprovocar su hundimiento después de sumuerte. Por todas partes, en Cachemira,en el Penjab, en Junagadh, descubría lossignos de una vasta política indiatendente a destruir lo que la particiónhabía permitido crear. El golpe fatalsobrevino a mediados de diciembre. LaIndia anunció que se negaba a transferiral Pakistán la suma de 550 millones derupias (800 millones de francos) quedebía conforme a las condiciones delreparto financiero acordado antes de laindependencia en tanto no quedaraarreglada la cuestión de Cachemira. LaIndia afirmaba querer evitar con ello

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que este dinero sirviera para comprararmas destinadas a matar soldadosindios en Cachemira.

Esta actitud colocaba a Jinnah en unasituación crítica. El Pakistán estabaprácticamente en bancarrota, y sus arcascasi vacías. Fue preciso reducir lossueldos de los funcionarios. Una últimahumillación esperaba al creador delPakistán. Un cheque de su Gobiernoextendido a nombre de la BOAC por elflete de aviones necesarios para eltransporte de refugiados fue devuelto sinpagar… por falta de suficiente provisiónde fondos.

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¡Cuántas cosas habían cambiadodesde sus cruciales entrevistas de laprimavera de 1947 en este mismopalacio de Nueva Delhi! Entonces,Louis Mountbatten y Mohandas Gandhiparecían tener entre sus manos el destinode cuatrocientos millones de hombres.Ahora, la Historia se hacía sin ellos. ElComité de urgencia, con el que elantiguo virrey ofreció a la India un fugazretorno al poder británico, había sidodisuelto. Él mismo volvió a convertirseen un jefe de Estado constitucional cuyaautoridad dependía, sobre todo, de suscalurosas relaciones con los dirigentesindios.

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Acurrucado en su sillón, con los piesdescalzos recogidos como de costumbrebajo los faldones de su dhoti y airetriste y fatigado, el viejo profetamostraba en su rostro la huella de todoslos sufrimientos de su país. Rechazadossus ideales por la mayoría de suspartidarios, impugnado su mensaje portantos de sus compatriotas, hacía pensaren un despojo que la marea de losacontecimientos hubiera arrojado a laplaya.

Sin embargo, pese a la amargura quela partición de la India hubiera podidocausarle, no había cesado de crecer lasimpatía personal que Gandhi profesaba

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al almirante inglés. Tenía la sensaciónde que sólo Mountbatten habíacomprendido realmente el sentido de suacción después de la Independencia.Cuando, pocas semanas antes, Louis yEdwina emprendieron vuelo haciaLondres para asistir a la boda de laprincesa Isabel con su sobrino elpríncipe Felipe, Gandhi les habíamanifestado su afecto con un gestoconmovedor. Cuidadosamente embaladoen su «York MW 102», al lado de lasesculturas de marfil, las miniaturasmogolas, la plata y las joyas, obsequiode los antiguos maharajás y nababs de laIndia, se encontraba el presente del

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liberador de la India a la joven quehabía de ceñir un día la corona de laemperatriz Victoria: una manteleríatejida con hilo de algodón hilado por elpropio Gandhi.

El Mahatma tenía una confianzaciega en la integridad política deMountbatten. Estaba convencido de que,mientras éste continuara siendogobernador general, el Gobierno indiono podría realizar impunemente ningúnacto contrario al honor y al interés delpaís.

Gandhi tenía razón. Durante lascuatro últimas semanas, LordMountbatten había ejercido toda su

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influencia y utilizado su inmensoprestigio para defender causas que elMahatma juzgaba vitales para el futurode su país. Se había esforzadoprimeramente por impedir una guerrageneral entre la India y el Pakistán apropósito de Cachemira. No habíavacilado en someter su amistad conNehru a una prueba casi insoportable afin de lograr que la India aceptara llevarel conflicto a las Naciones Unidas.Incluso le había sugerido al PrimerMinistro británico Clement Attlee queacudiera personalmente para ejercer lafunción de árbitro en el conflicto entrelos dos dominios. Se había opuesto a la

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decisión de su Gobierno de retener los550 millones de rupias debidos alPakistán. Consideraba que el impago deesta suma podía lanzar a ladesesperación y a la guerra a un Jinnahen bancarrota. Cualesquiera que fuesensus razones, se trataba de un actocontrario a la moral y al respeto a lasreglas internacionales… Este dinero erapropiedad del Pakistán. Negarse apagarlo era un robo. Pero susargumentos no habían conmovido aNehru ni a Patel. Éstos no teníanintención de inflamar a la yatraumatizada opinión públicatransfiriendo al Pakistán fondos que

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servirían para fomentar una guerra enCachemira.

Animándose de pronto, Gandhianunció con su débil voz un proyecto delque aún no había hablado a Nehru, aPatel ni a ninguno de sus compañeros.Hacía semanas, explicó, que sus amigosmusulmanes de Nueva Delhi le habíanpedido que les diera un consejo: ¿debíanquedarse en la India y correr el riesgode ser asesinados, o abandonar la luchay huir al Pakistán? Su respuesta habíasido siempre: «Quedaos, aun a riesgo demorir». Pero los peligros eran yademasiado grandes para que continuarahablando así. Por eso, reveló, había

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decidido emprender una nueva huelga dehambre, una huelga que le conduciría siera preciso hasta la muerte «para lograruna reunión de los corazones de todaslas comunidades de Nueva Delhi», unareconciliación provocada «no poralguna presión exterior, sino por undespertar del sentido del deber».

El gobernador general parecióestupefacto. Sabía que eracompletamente inútil discutir conGandhi. Y sentía demasiada estima yrespeto «por el inmenso valor fundadoen la fe y las convicciones de toda unavida» que implicaba esta voluntad.

—Creo que no existe sacrificio más

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noble y admirable que ése —respondió—. Os admiro profundamente y, además,creo que vais a triunfar allá donde losdemás han fracasado.

Al pronunciar estas palabras, se leocurrió una idea a Louis Mountbatten.Este nuevo desafío iba a dar un armamoral y una fuerza incalculable al viejoMahatma. Durante su agonía, tendríasobre el Gobierno de la India unainfluencia que nadie podría obtenerjamás. Lo que a él le habían negado,Nehru y Patel se verían obligados aconcedérselo al Gandhi moribundo en sujergón de Birla House.

La negativa de la India a pagar al

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Pakistán las sumas que se le debían,constituía para Gandhi un actoverdaderamente deshonroso. Cuando unhombre o un Gobierno asumíalibremente un compromiso, no teníanderecho a retractarse de su palabra.Además, quería que su país ofreciera almundo un ejemplo de moralidadinternacional, que estableciera a escalamundial el poderío de «la fuerza delalma». Le resultaba intolerable que, aldía siguiente de su nacimiento, la Indiapudiera hacerse culpable de semejantevillanía. Su huelga de hambre iba aadquirir una dimensión nueva. Noofrecería su vida solamente para que

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Nueva Delhi recuperase la paz. Lo haríapor el honor de la India. Fijaría comocondición indispensable para el fin desu ayuno el respeto por parte de la Indiaa su compromiso hacia el Pakistán.

«Hoy no quieren escucharme —declaró Gandhi, con el rostro iluminadopor una maliciosa sonrisa—, pero, unavez comenzado mi ayuno, no podránnegarme nada».

Era una decisión noble y valerosa.Sería también una decisión fatal.

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XVII

«¡DEJEMOS MORIR AGANDHI!»

La última huelga de hambre deMohandas Gandhi comenzó a las 11,55de la mañana del martes, 13 de enero de1948. Como todas las mañanas de esteglacial invierno, Gandhi se habíalevantado a las tres y media de lamadrugada para su oración del

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amanecer. «El camino que lleva a Dios—había recitado en la penumbra de suhabitación desprovista de calefacción—es el camino de los valientes y no el delos cobardes».

A las diez y media tomó su últimacomida: dos chapati, una manzana, unataza de leche de cabra, y tres gajos depamplemusa. Cuando hubo terminado, unimprovisado servicio religioso señalóen el jardín de Birla House el principiooficial de su ayuno. Sólo asistieron a élunos pocos discípulos y los miembrosde su pequeña comunidad: Manu, cuyojergón se extendía todas las noches juntoal del Mahatma sobre el embaldosado

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suelo de Birla House; Abha, la otrasobrina-nieta, su segunda «muleta»; susecretario Pyarelal Nayar y su hermanala doctora Sushila Nayar; por último, suheredero espiritual, Jawaharlal Nehru.Sushila puso fin a la pequeña ceremoniaentonando el cántico cristiano cuyosversículos seguían emocionando aGandhi desde que lo oyera por primeravez en África del Sur: «Tu cruz, Señor,es mi dicha».

Gandhi se tendió entonces en uncharpoy y se adormeció. Una expresiónde beatitud iluminó sus facciones quetantas penas habían reflejado durante lasúltimas semanas. «Desde su regreso a

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Nueva Delhi en setiembre, nunca haparecido su rostro tan alegre, tandespreocupado como ahora», pensó susecretario.

La presencia de decenas deperiodistas de la Prensa india einternacional en la capital de la Indiadio inmediatamente al sacrificio deGandhi un alcance que no había tenidosu ayuno de Calcuta; esta vez, lasconciencias estaban turbadas:contrariamente a lo ocurrido en Calcuta,ninguna matanza había precedido a labrusca decisión del Mahatma. Si biencontinuaba reinando una viva tensión enNueva Delhi, las agresiones entre

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comunidades habían cesadoprácticamente. Pero, con toda supresciencia del alma de su pueblo, elaciano adivinaba un próximo estallidode violencia.

Sus compatriotas recibieron elanuncio de su huelga de hambre y de suscondiciones para ponerle fin con unamezcla de asombro y de consternación,incluso con franca hostilidad. Lasituación, en efecto, era muy distinta dela de Calcuta, y el resultado de estenuevo desafío parecía infinitamente másincierto. Nueva Delhi rebosaba derefugiados que proclamaban furiosos suodio a los musulmanes. Para escapar al

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frío y a la miseria de los campos,muchos se habían apoderado de lasmezquitas y de casas de musulmanes. Yahora Gandhi quería hacerles devolverestos albergues y regresar a la penuriade los campos.

Además, reclamando la entrega delos 550 millones de rupias debidas alPakistán, Gandhi acababa de sublevar agran parte de la opinión pública ydividir a los ministros del Gobierno.

Desde hacía semanas, meses incluso,Gandhi había podido parecer «elhombre olvidado» de la India, y sumensaje una anacrónica doctrina yaarrumbada. De pronto, de nuevo hacía su

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aparición bajo los focos utilizandocontra sus compatriotas la antigua armade los rishi, cuya eficacia habíaexperimentado ya contra los ingleses.

A mil doscientos kilómetros de lacapital india, en el encalado cobertizodonde, hacía menos de diez semanas,habían festejado la inauguración de lasnuevas oficinas de su periódico HinduRashtra, dos hombres tenían los ojosfijos en el rodillo donde se imprimíanlas noticias de un teletipo. NathuramGodsé y Narayan Apté palidecieron alconocer la huelga de hambre de Gandhi

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y, sobre todo, las condiciones que lehabía impuesto. Su exigencia del pago alPakistán de los 550 millones de rupiasse convirtió bruscamente en elcatalizador del fanatismo de ambosextremistas. Gandhi hacía un chantajepolítico: el hombre por quien Godséhabía conocido un día la cárcel y al queahora odiaba con todas sus fuerzas,quería obligar a su país a capitular antelos degolladores y los sádicos delPenjab. Como su amigo Apté, comotodos los nacionalistas hindúes dePoona, Godsé había proclamadopúblicamente en numerosas ocasiones laliberación que supondría para la India la

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desaparición de Gandhi de la escenapolítica. Pero sus llamamientos habíansido tomados siempre como laslucubraciones de un agitador iluminado.

La persona que pretendía erigirse enángel vengador del hinduismo se volvióhacia su socio. Un único acto acapararíaen lo sucesivo sus preocupaciones,declaró. Necesitaban reunir todas susenergías, todos sus recursos al serviciode un objetivo supremo. «Debemosmatar a Gandhi», anunció fríamenteNathuram Godsé.

Los últimos rayos del sol calentaban

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al anciano que caminaba con menudospasos. Apoyada una mano en el hombrode Manu y la otra en el de Abha, elMahatma subió lentamente los cuatroescalones de piedra de Birla House queconducían al amplio césped rodeado derosales. En la apacible belleza de estejardín, Gandhi había encontrado el lugarmás adecuado para su cotidiana cita consus compatriotas, su reunión vespertinade oración. Bajo el tejadillo de uncenador situado al extremo del césped,se colocó una plataforma de madera enla que había una esterilla de paja y unmicrófono. Manu se ocupó de llevar elejemplar del Gita, el cuaderno de

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reflexiones y la pequeña escupidera decobre de la que nunca se separabaGandhi. Dadas las excepcionalescircunstancias, más de seiscientaspersonas cubrían el césped.

Gandhi invitó a los presentes aentonar el poema de Tagore que habíacantado durante su marcha de la sal ytarareado mientras cruzaba los pantanoshostiles de Noakhali: «Si no respondena tu llamada, camina solo, camina solo».Luego, explicó que el objeto de su ayunoera «pedir a Dios que purifique el almade todos los hombres y suprima todassus diferencias. Los hindúes, los sikhs ylos musulmanes deben decidirse a vivir

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en paz en este país, como hermanos».Oyéndole pronunciar cada palabra

con tal convicción, la fotógrafoMargaret Bourke-White sintió una«especie de grandeza planear sobre lafrágil silueta que hablaba con tantasinceridad a la caída del crepúsculo».

—Pongo a prueba a Nueva Delhi —anunció—. Cualesquiera que sean lasmatanzas que afligen a la India o alPakistán, imploro al pueblo de nuestracapital que no se deje apartar de nuestrodeber (…). Aun cuando fuesendegollados todos los hindúes y los sikhsque continúan viviendo en el Pakistán,sería preciso proteger hasta la vida del

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más insignificante niño musulmánresidente en nuestro país (…). Todas lascomunidades, todos los indios debenremplazar la bestialidad por lahumanidad y convertirse de nuevo enauténticos indios. Si no pueden lograrlo,mi presencia en este mundo es inútil.

Había terminado. Un angustiadosilencio descendió sobre el jardín. Manurecogió la escupidera, el cuaderno y elGita. Luego, sin pronunciar palabra, lamultitud se apartó para dejar pasar aGandhi.

Fijos los ojos en él mientras sealejaba, Margaret Bourke-White, comotantos otros aquella tarde, se preguntó si

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«volveríamos a ver alguna vez aGandhiji».

Ningún oído indiscreto espiaba enPoona a los cuatro hombres reunidos enla oficina del periódico extremistaHindu Rashtra. El inspector que, tresmeses antes, asistió a su inauguracióndesde una ventana había recibido laorden de interrumpir la vigilancia. Sinembargo, lo que decía Nathuram Godséhabría sido del máximo interés para unoído policíaco. Ante su socio Apté, elhotelero Vishnu Karkaré y el refugiadoMadanlal Pahwa, Godsé trazaba un

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apasionado cuadro de la situación.Luego, exclamó:

—Es preciso pasar a la acción.Debemos matar a Gandhi.

Esta decisión obtuvo la entusiastaaprobación de Madanlal Pahwa. Laperspectiva de saborear la venganzatanto tiempo esperada desde que viera asu padre mutilado en un hospital delPenjab se abría por fin ante él. Elardiente Karkaré dio también suaprobación.

Los cuatro hombres se dirigieronentonces a la tienda del traficante dearmas que recorría la provincia deBombay disfrazado de sadhu. Como un

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joyero ante un grupo de ricos clientes,Digambar Badgé mostró sobre unaalfombra las joyas de su arsenal. Habíaallí granadas, una metralleta,explosivos, dos lanzallamas, enresumen, lo suficiente como paradesencadenar una revolución, excepto laúnica arma indispensable, un revólver.Se pidió al falso sadhu que se agenciarauno urgentemente.

Antes de abandonar su ciudad natal,Poona, cuna del hinduismo fanático quehabía abrazado, Nathuram Godsé teníaque cumplir un último deber. Al igualque el personaje a quien quería asesinar,poseía pocos bienes. Su única fortuna

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estaba representada por las dos hojas depapel que llevó a un empleado de laagencia local de la Oriental LifeInsurance Co. Se trataba de dos pólizasde seguro de vida cuyo beneficiario nohabía estipulado aún Godsé. Completóla primera, que ostentaba el número1166101 y un valor de tres mil rupias, afavor de la esposa de su joven hermanoGopal, que había pedido tomar parte enel complot. La segunda, con el número1166102 y un valor de dos mil rupias,fue rellenada en favor de la esposa de susocio Apté. Como un condenado amuerte que acabara de redactar sutestimonio, Godsé estaba ahora

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dispuesto a dar su vida para destruir ladel hombre a quien la mitad del mundoconsideraba un santo.

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Decimocuarta estacióndel viacrucis de

Gandhi:un simple vaso de agua

tibia

A lo largo de sus ayunos, Gandhihabía llevado siempre una vida normaldurante todo el tiempo que sus fuerzas selo permitían. Se levantó, pues, como decostumbre a las tres y media de la

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mañana del miércoles, 14 de enero, pararecitar el Gita. Pocos minutos después,cuando hubo terminado de frotarse lasencías y lo que le quedaba de dentaduracon una ramita de mango, Manu le oyómurmurar con malicia: «¡Ah, cuánto megustaría comer hoy!»

Al oír estas palabras, la muchacha,que se había despertado dos vecesdurante la noche para asegurarse de queestaba bien tapado, ofreció a Gandhi suprimera «comida» del día, un vaso deagua tibia con un poco de bicarbonato.Gandhi torció el gesto y tomó el brebajea pequeños tragos.

Luego, se dedicó a una tarea en la

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que reflexionaba desde la víspera.Quería responder al conmovedorllamamiento de su hijo menor, Dévadas,que le pedía renunciar a su sacrificio.«Lo que tu vida puede conseguir, no lopodrá conseguir tu muerte», le habíaescrito. Gandhi llamó a Manu y le dictósu respuesta:

«Sólo Dios, que me ha ordenadoeste ayuno, puede obligarme a romperlo.Mientras tanto, os ruego, a ti y a todoslos demás, que no olvidéis que puedeser igualmente útil que Dios ponga fin amis días o que me autorice a sobrevivir.No tengo más que una oración queofrecer: Oh, Dios, ayúdame a

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permanecer firme durante esta prueba yprotégeme de la tentación de poner fin aella rápidamente por temor a morir».

El riesgo de muerte angustiaba ya alos que le rodeaban. Gandhi teníasetenta y ocho años, y sus fuerzas físicashabían disminuido notablemente enpocos meses. Tras el ayuno de Calcuta,sus riñones daban señales de debilidad.Además, los acontecimientos del Penjable habían trastornado de tal manera queprácticamente había cesado dealimentarse desde hacía algún tiempo.Sufría, además, bruscos ataques detensión. El único medicamento que lepudo hacer tomar la doctora Sushila

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Nayar era una poción calmante extraídade la corteza de un árbol llamadosarpaghanda[43]. Esta droga se hallabaahora proscrita por las rigurosas reglasque se imponía. Mientras acompañaba asu paciente a lo que se convertiría en undoloroso rito cotidiano, el acto depesarse, la joven se preguntó cuántotiempo podría aguantar.

La aguja de la báscula le dio unarespuesta provisional. Esta mañana demiércoles, 14 de enero, pesaba 49,5kilos. La primera jornada de ayuno lehabía hecho perder uno. Sushila sabíaque antes de mucho tiempo Gandhihabría quemado sus exiguas reservas. Al

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igual que les ocurre a todos los quehacen una huelga de hambre, el momentocrítico llegaría cuando su organismoempezase a devorar las proteínas de sustejidos. Este fenómeno desencadenaríaun proceso generalmente irreversible yfatal. En el estado de agotamiento en quese encontraba el Mahatma, esto podíasobrevenir brutalmente.

El hecho de que, en estas horascruciales, Gandhi hubiese elegido a unamujer para velar por su salud revelabaun aspecto esencial de su filosofía.Desde la época de su primera campaña

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de desobediencia civil en África delSur, las mujeres habían estado siempreen la primera línea de su movimiento.

Es inútil esperar la emancipación dela India, había afirmado sin cesar, entanto no se hayan emancipado laspropias mujeres indias. Las mujeresrepresentaban «la mitad oprimida de laHumanidad», y, aseguraba, su esclavitudechaba sus raíces en el estrecho círculode los trabajos domésticos a que lasconfinaba una sociedad dominada porlos hombres. Al fundar su primerashram en África del Sur, habíadecretado que hombres y mujeres serepartieran por igual las tareas

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domésticas. Sustituyó las cocinasfamiliares separadas por un refectoriomixto. Liberadas así de las cargas de lacasa, las mujeres podían participar enlas actividades políticas y sociales de lacomunidad.

Lo hicieron con un vigor admirable.Cada etapa del combate de la India porsu independencia vio a las mujeresindias enfrentarse, junto a los hombres, alas cargas de los lathi de la Policíabritánica. Se pusieron al frente deespectaculares acciones de masas,llenando las cárceles por millares.

Pero Gandhi no habría sidoverdaderamente Gandhi si sus esfuerzos

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por liberar a las mujeres de la India nohubieran ido acompañados de ciertascontradicciones. Aconsejaba, así, a lasmuchachas que, en caso de violación porlas carreteras del Penjab, se mordieranla lengua y contuviesen la respiraciónhasta morir. Igualmente, siempre sehabía opuesto al uso de anticonceptivospara resolver el terrible problema delaumento de la población, pues losconsideraba incompatibles con suconcepción de la medicina natural. Laúnica forma de limitación de losnacimientos aceptable a sus ojos era laque él mismo practicaba, la continencia.

La sociedad india, que, hacía menos

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de un siglo, aún condenaba a las viudasa precipitarse en las piras funerarias desus maridos, había, sin embargo,evolucionado tanto bajo el impulso delMahatma que uno de los ministros delprimer Gobierno de la Indiaindependiente era una mujer.

Poco antes de mediodía, losmiembros de este Gobierno se reunieronjunto al anciano que encarnaba de nuevola conciencia de la India. Presididos porNehru y Patel, habían abandonado suslujosos despachos para celebrar unConsejo en torno al charpoy de quien

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les había dado la llave de susMinisterios. El acudir a su cabecera sedebía a la decisión de subordinar el finde su ayuno al pago por parte de la Indiade los 550 millones de rupias adeudadosal Pakistán.

Esta condición había indignado a lamayoría de los ministros, en particular aVallabhbhai Patel, que intentó justificarsus razones para retener esta suma.Gandhi le escuchó en silencio. Luego,con lágrimas en los ojos, se incorporótrabajosamente apoyándose en los codosy clavó su mirada en el compañero detantos duros combates.

—Tú no eres el mismo que yo

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conocía antes —murmuró solamente.

Durante todo el día, dirigenteshindúes, sikhs y musulmanes desfilaronante Gandhi para suplicarle queabandonara la huelga de hambre.

Su inquietud se fundaba en unfenómeno del que no tenían conciencialas personas que rodeaban al Mahatma.Por primera vez, su ayuno suscitaba másirritación que admiración entre suscompatriotas. Desde las tiendas deConnaught Circus hasta las callejuelasdel bazar de Chandni Chawk, desde elbar del hotel Imperial hasta los andenes

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de la estación, transformados en campode refugiados, la ciudad entera nohablaba de otra cosa. Pero, esta vez,nadie parecía abrasarse en el ardientedeseo de impedirle morir. Parainnumerables hindúes, sus sufrimientosno representaban más que una maniobrapartidista destinada a servir a la causade los musulmanes. «¿Cuándo va a dejarde fastidiarnos ese viejo?», decían.Varios refugiados atacaron, incluso, a ungrupo de manifestantes que pedían unareconciliación religiosa para salvar aGandhi.

Al caer la noche, un lejano rumorllegó hasta los muros de Birla House.

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Con el corazón henchido de esperanza,los íntimos del Mahatma aguzaron eloído. Ya en Calcuta habían escuchadoeste clamor de un pueblo angustiadosuplicando a su Mahatma que renunciaraal sacrificio. Alguien corrió hasta lapuerta y vio una comitiva que seacercaba por la avenida, un verdaderobosque de rostros y pancartas enmovimiento.

En el interior de la casa, Gandhi,agotado, trataba de dormir. Cuando losmanifestantes llegaron ante Birla House,el estruendo de sus eslóganes resonó ensu habitación. Llamó a su secretarioPyarelal.

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—¿Qué ocurre? —preguntó Gandhi.—Una manifestación de refugiados.—¿Son numerosos?—No, no mucho.—¿Qué hacen?—Gritan eslóganes.Gandhi calló para intentar

comprender lo que gritaban las voces.—¿Qué dicen? No entiendo bien.Pyarelal vaciló antes de decir la

verdad.—Gritan: «¡Dejemos morir a

Gandhi!»

Para tres de los hombres que habían

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decidido matar a Gandhi, el camino delcrimen comenzó por una peregrinación.Fueron a llamar a la verja de una villade los arrabales de Bombay cuyo únicosigno distintivo en la fachadadesconchada por años de monzón erauna placa de cobre grabada en marathi.La inscripción revelaba la identidad delpropietario: «Vir» Savarkar, el guru deNathuram Godsé y de sus cómplices.

Si el Mahatma había hecho de BirlaHouse un templo de la hospitalidad y dela no violencia abierto a todos, la casadel «dictador» del hinduismo militanteera una fortaleza en la que no entrabanadie sin el santo y seña convenido. Un

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guardián armado vigilaba día y noche ysólo unos pocos discípuloscuidadosamente elegidos tenían accesoal santuario del primer piso, donde vivíasu maestro.

Nathuram Godsé y Narayan Aptéformaban parte de estos privilegiados,pero no el hombre barbudo que lesacompañaba. Esta noche, el traficante dearmas Digambar Badgé no llegabadisfrazado de sadhu, sino de músico,estado natural para un hombre nacido enla casta de los juglares que cruzan laIndia cantando y danzando. Su tabla, eltambor que llevaba bajo el brazo, noestaba destinado, sin embargo, a una

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alborada. Ocultaba las armasespecialmente elegidas para asesinar aGandhi: seis granadas, seis artefactosexplosivos de efecto retardado y unrevólver. Dejando a su cómplice en laplanta baja, Godsé y Apté subieron parapresentar este tesoro a su maestro. Comosiempre, le saludaron con un gesto deprofundo respeto: se encorvaron paratocarle los pies con las manos, que sellevaron seguidamente a la frente. Elorganizador de algunos de los crímenespolíticos más célebres que la Indiahabía conocido en los últimos cuarentaaños se limitó a inclinar la cabeza.Luego, se apresuró a examinar el

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contenido del tambor.Aquel día de enero, Godsé, Apté y

Badgé no eran sus primeros visitantes.Por la mañana, había acudido elposadero Vishnu Karkaré acompañadode Madanlal Pahwa, el único miembrode un grupo que Savarkar no conocíaaún. Dándole unos golpecitos en eldesnudo brazo como para comprobar sufuerza, el «dictador» había examinadocon glacial mirada al joven refugiado,petrificado por la emoción.

—¡Sigue haciendo un buen trabajo!—había murmurado, con un destello decrueldad en los ojos.

Godsé y Apté pasaron la primera

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noche de su camino a Nueva Delhi en elhotel «Sea Green», un confortableestablecimiento de Bombay. Nada másllegar a su habitación, el incorregibleseductor Apté no pudo por menos depedir que le pusieran con un número deteléfono. Esta llamada era la última quehubiera podido esperarse por parte deun hombre que se disponía a participaren uno de los asesinatos más resonantesde la Historia. Se trataba, en efecto, delnúmero de la centralita telefónica de laPolicía de Bombay. Cuando se lerespondió, pidió la extensión 305 y oyóal otro extremo del hilo la alegre voz dela joven amiga que iba a pasar con él la

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noche: la hija del cirujano-jefe de laPolicía de Bombay.

El momento crítico temido por elmédico de Gandhi llegó con imprevistarapidez. Al analizar su orina en lamañana del jueves, 15 de enero, SushilaNayar descubrió en ella acetona y ácidoacético. Había comenzado el procesofatal. Gandhi había quemado todas susreservas de hidratos de carbono. Suorganismo empezaba a alimentarse de supropia sustancia, a intentar subsistirutilizando la materia vital de sus tejidos.Antes de que hubieran pasado cuarenta y

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ocho horas desde el principio de suayuno, el agotado octogenario entraba enla zona peligrosa cuyo umbral solamentese cruza para morir.

El descubrimiento de estas toxinasno era el único signo alarmante para lajoven. El detenido examen de la orinahabía revelado otro. Durante las últimasveinticuatro horas, Gandhi habíaingerido 1.900 gramos de agua tibiaadicionada de bicarbonato de sodio. YSushila Nayar acababa de calcular quesolamente había eliminado 780 gramos.Los riñones de Gandhi, dañados por elayuno de Calcuta, no funcionabancorrectamente. Muy inquieta, Sushila

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intentó hacer comprender a su pacientela gravedad de su estado y por qué estavez corría el riesgo de no reponerse dela prueba. Pero no quería entender nada.

—Si tengo acetona, es porque mi feen Dios es imperfecta —murmuró.

—Dios no tiene nada que ver coneso —replicó ella.

Sin renunciar, le explicódetenidamente el proceso fisiológicodesencadenado con la aparición de estosresiduos. Cuando hubo terminado,Gandhi la miró a los ojos.

—¿Es que tu ciencia lo sabeverdaderamente todo? —preguntó—,¿Has olvidado lo que dice Shri Khishna

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en el décimo capítulo del Gita: «Lo queyo te he revelado no es más que unapartícula de mi gloria infinita»?

Mientras Mohandas Gandhirecordaba a su médico los límites de suciencia, un joven sonriente y bienvestido se presentaba aquella mañanadel 15 de enero en las oficinas de laCompañía «Air India» de Bombay.Narayan Apté pidió dos billetes condestino a Nueva Delhi a nombre de D.N. Karmarkar y S. Marathe para el vuelode la tarde del sábado, 17 de enero.Cuando sacó un fajo de billetes de

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Banco y empezó a contar el importe delos pasajes —308 rupias—, elempleado le preguntó si deseaba hacerreserva para el regreso.

La pregunta hizo sonreír a Apté. No,respondió, su socio y él aún no teníanproyecto de regresar de Nueva Delhi.Deseaban solamente billetes de ida.

Pese a la agravación de su estado,Gandhi exigió se le aplicara eltratamiento que había formado parteregularmente de su código de higiene:una lavativa. Esta inyección de líquidolimpia el cuerpo como la oración

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purifica el alma, afirmaba. La personaque se encargaba fielmente de estadelicada e íntima operación era sutímida sobrina-nieta Manu.

El cuidar a Gandhi era una tareadifícil, que exponía a Manu a unacatarata de caprichos e impacienciassorprendentes en un hombre cuya imagenaparente era la de la serenidad y laindiferencia. Un retraso de unos minutosen la llegada del agua caliente provocóen él una brusca crisis de exasperación.Arrepintiéndose al instante de su accesode irritación, volvió a dejarse caeragotado sobre su lecho. «Sólo se haceuno verdaderamente consciente de sus

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imperfecciones —se excusó—atravesando una prueba como el ayuno».

La lavativa le debilitó hasta elextremo de dejarle lívido «como unrollo de algodón», observó Manu. Alverle encogerse entre estremecimientos,se asustó, imaginando próximo ya el fin.Se levantó para ir en busca de auxilio.Adivinando su gesto, Gandhi la retuvocon un imperceptible movimiento de lamano.

—No —le dijo—. Dios memantendrá con vida si necesita mipresencia aquí.

Como muchos de los que rodeabanal Mahatma, Manu se preguntaba si Dios

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necesitaba aún esa presencia. Ante laindiferencia de la capital por elsacrificio del pobre hombre queagonizaba ante sus ojos, se sintióinvadida de un sentimiento insoportable:el miedo de que, después de todo, talvez quisiera Nueva Delhi «dejar morir aGandhi».

El tercer día, sin embargo, se habíanformado varias tímidas procesiones enlas avenidas de la ciudad, exhortando alas comunidades a la fraternidad parasalvar a Gandhi. Diez mil personas sereunieron en la explanada del FuerteRojo donde se había congregado mediomillón de habitantes el día de la

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Independencia para oír a Nehruexclamar que «la muerte del Mahatmasignificaría para la India la pérdida desu alma». En señal de respeto a lossufrimientos de este hombre a quienadmiraba, Louis Mountbatten anulótodas las recepciones y las cenasprevistas en Government House.

Extrañamente, era en el Pakistándonde la emoción parecía más viva. Untelegrama de Lahore informó a Gandhide que «todos quieren saber aquí cómopueden contribuir a salvar la vida delMahatma». A través de todo el país, los

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dirigentes de la Liga musulmana sededicaron a transfigurar a su antiguoadversario en «arcángel de fraternidad».En todas partes, las mezquitas sellenaban de fieles que rezaban por él, y,en el secreto de sus gineceos, lasmujeres del Islam recitaban losversículos del Corán para que viviera elviejo hindú que había tendido la mano alos musulmanes de la India.

Pero ninguna noticia procedente deNueva Delhi podía suscitar tantaemoción en el Pakistán como la lanzadaa todo lo largo y ancho del país por losteletipos de las agencias de Prensa en latarde del jueves. Gandhi había obtenido

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su primera victoria. El terriblesacrificio a que sometía a su cuerpohabía salvado de la bancarrota a lapatria de Mohammed Ali Jinnah. En eldeseo de restaurar la paz delsubcontinente y, por encima de todo,«para poner fin a los sufrimientosfísicos del alma de la nación», elGobierno indio había anunciado sudecisión de entregar inmediatamente alPakistán los 550 millones de rupias.

Al aceptar una de las condiciones deGandhi, los ministros de la India dieronel ejemplo que seguir. La vida delMahatma estaba ahora en las manos delpueblo de Nueva Delhi. Nehru quiso

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hacer tomar conciencia de ello a las diezmil personas llegadas para escucharleen la explanada del Fuerte Rojo, en elmismo lugar donde se habíancongregado medio millón de indios eldía de la Independencia. Les declaró:

—La muerte del Mahatmasignificaría para la India la pérdida desu alma.

Como jugadores de dados, losconjurados se acuclillaron en el suelo deuna antecámara del templo de Bombaydonde habían ocultado su tabla lleno dearmas. El falso sadhu abrió su tambor y,

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como un vendedor ambulante, comenzó aexplicar a sus amigos el funcionamientode su mercancía. Les mostró cómo cebarlas granadas, introducir los detonadoresen los artefactos explosivos, empalmar yprender las mechas.

La última arma era un revólver.Examinando el rudimentarioinstrumento, Narayan Apté concluyó queera «más capaz de estallarnos en lasmanos que de matar a Gandhi». En estepaís asolado por la violencia, resultabamás difícil procurarse la única armaadecuada para suprimir con plenagarantía a un hombre que los explosivosy las bombas que podían hacer saltar

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por los aires toda una manzana de casas.Viendo a Badgé manipular con destrezalas máquinas infernales, Aptécomprendió que era indispensable laparticipación de este extraño personajeen quien ninguno de ellos tenía granconfianza. Le hizo seña de que lesiguiera al patio. Allí, posándoleamistosamente la mano sobre el hombro,le comunicó el secreto, revelándole quesus armas estaban destinadas a«liquidar» a Gandhi y Nehru. Él yGodsé habían sido encargados de estatarea por Savarkar.

—Ven a Nueva Delhi con nosotros—le susurró, añadiendo el único

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argumento susceptible de seducir alfalso sadhu: nosotros pagaremos todostus gastos.

Con la inclusión de este especialistaen explosivos, el equipo estaba yacompleto. Apté anunció que, comomedida de seguridad, viajarían porseparado. El posadero Karkaré yMadanlal Pahwa tomarían esa mismatarde el Frontier Mail en la estaciónVictoria de Bombay, con las armassuministradas por Badgé ocultas en susequipajes. El falso sadhu y GopalGodsé, el joven hermano del directord e l Hindu Rashtra, les seguirían dosdías después en trenes diferentes. En

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cuanto a los jefes de la expedición,Nathuram Godsé y Narayan Apté, sucalidad de peswa, de «guías», lesotorgaba el privilegio de no desplazarsecon sus tropas. Partirían en avión conlos billetes comprados esa mismamañana por Apté. El lugar de cita de losconjurados era la sede del partidonacionalista Hindu Mahasabha enNueva Delhi. El edificio se encontrabajustamente al lado del templo deLakshmi-Narayan, un inmenso santuariode estilo neohindú que había sidoregalado a la ciudad por la familia delindustrial Birla, en cuya casa residía elhombre a quien iba a matar.

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La tarde del jueves, 15 de enero,centenares de fieles se congregaronsobre el césped de Birla House,esperando que un milagro permitiese al«Alma de la India» celebrar su reuniónde oración. Esta esperanza se viodefraudada. Gandhi no tenía ya fuerzaspara caminar, ni siquiera parapermanecer sentado. Ofreció todo lo queaún podía dar de sí mismo, unas cuantaspalabras murmuradas ante un micrófonocolocado junto a la cabecera de su camay que transmitía un altavoz. La familiarvoz que había galvanizado a las masasindias desde hacía treinta años, era tan

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débil que muchos tuvieron aquella tardela impresión de que les hablaba desde elmás allá.

—Ocupaos de la patria y de sunecesidad de fraternidad —suplicó—.No os atormentéis por mí. El que hanacido en este mundo no puede escapara la muerte. La muerte es la amiga detodos nosotros. Debe merecer siemprenuestra gratitud, pues nos alivia parasiempre de todas nuestras miserias.

Cuando terminó la oración, se elevóde los presentes un gran clamor parapedir un darsan, el privilegio de ver porlo menos al bienamado Mahatma. Lamultitud formó una larga fila a cuya

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cabeza iban las mujeres. Con las manosjuntas en el gesto ritual del namaste y enun estremecedor silencio, los fielesdesfilaron uno a uno ante la veranda enque Gandhi se había dormido, extenuadopor el esfuerzo de pronunciar unaspalabras. Estaba recogido sobre símismo, como un niño pequeño, envueltoen un mantón blanco, con los ojoscerrados y el demacrado rostroiluminado por una luz extraña ysobrenatural. En su sueño, habíaconservado unidas las manos yrespondía a la compasión de su pueblocon un inconsciente namaste.

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Manu no daba crédito a lo que veíansus ojos. El imprevisible anciano que latarde anterior no tuvo fuerzas ni siquierapara sentarse, se había puesto en pienada más despertarse. Tras su oracióndel amanecer, se entregaba ahora a unaactividad un tanto inesperada en unapersona privada de alimento desde hacíacuatro días y acechada por la muerte.Gandhi se dedicaba a sus cotidianosejercicios de escritura bengalí, lenguaque había decidido dominar después dela peregrinación de penitente a travésdel distrito de Noakhali. Luego, con vozasombrosamente vigorosa, dictó elmensaje que quería que fuera leído en la

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oración de la tarde.Esta resurrección no era, en

realidad, más que una ilusión. Cuandointentaba ir solo hasta el cuarto de baño,un desvanecimiento le hizo tambalearse,y se desplomó sin conocimiento. SushilaNayar se precipitó hacia él. Conocía lacausa de esta indisposición. Hinchadopor el agua que sus obstruidos riñonesse negaban a eliminar, acababa de tenerun fallo cardíaco. Al pesarle, habíaprevisto esta nueva agravación. Hacíados días que la aguja indicaba el mismopeso: 48 kilos. El diagnóstico quedóconfirmado cuando le tomó la tensión.El electrocardiograma de un especialista

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llamado urgentemente aportó la certezadel deterioro del corazón del Mahatma.Podía preverse ya un fin rápido y brutal.

Sushila redactó el primer boletínmédico del día anunciando el críticoestado de Mohandas Gandhi. Era ungrito de alarma. Si no ponía fininmediatamente a su huelga de hambre,quedarían irremediablemente afectadostodos sus órganos vitales.

La extraordinaria corriente quesiempre había unido a las masas de laIndia con su Gran alma acabó porfranquear los muros de Birla House.

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Instintivamente, antes incluso de lapublicación del boletín de SushilaNayar, la India había sentido aquellamañana del 16 de enero que la vida deGandhi estaba en peligro. Comofrecuentemente ocurriera en ocasión deayunos anteriores, el estado de ánimo dela India cambió con desconcertanterapidez. Una nación de trescientosmillones de habitantes, el segundo paísdel mundo, comenzó de pronto a vivircompletamente pendiente de las noticiasdel combate que un anciano agotadolibraba con su conciencia. Desde elrecinto mismo de su casa, laradiodifusión india fue dando de hora en

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hora noticias de su agonía. Decenas deperiodistas indios y extranjeros seconcentraron ante la verja del jardíncomo para una velada fúnebre. Lasplazas de todas las ciudades de lapenínsula se vieron súbitamenteinvadidas por multitudes queenarbolaban pancartas y gritaban loseslóganes de «Fraternidad», «Unidad»,«¡Salvad a Gandhi!». Por todo el país seconstituyeron «comités para lasalvaguardia de la vida de Gandhi», queagrupaban a representantes de todas lascomunidades y de todos los partidospolíticos. En los sobres de los millonesde cartas cursadas este día, los

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empleados de Correos escribieron:«Salvemos la vida de Gandhi, seamostodos hermanos en la paz». Cientos demillares de personas se reunieron yelevaron plegarias por su salvación. Lostemplos y las mezquitas organizaronceremonias especiales. Los intocablesde Bombay enviaron a Gandhi untelegrama afirmando: «Vuestra vida nospertenece».

Pero fue en la indiferente y hostilcapital de Nueva Delhi donde seprodujo el cambio más asombroso.Desde cada barrio, bazar o mahalla,grandes muchedumbres se lanzaronhacia Birla House. Los almacenes y las

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tiendas cerraron sus puertas en señal derespeto hacia la lucha del Mahatma.Hindúes, sikhs y musulmanes formaron«brigadas de la Paz» y atravesaron laciudad cogidos de la mano repartiendo alos transeúntes peticiones quesuplicaban a Gandhi que pusiera fin a suayuno. Numerosos camiones cruzabanlas avenidas llenas de jóvenes queexclamaban: «La vida de Gandhiji esmás preciosa que la nuestra». Secerraron las escuelas y lasUniversidades, y centenares deestudiantes y de profesores desfilaroncantando: «Queremos morir antes quenuestro Mahatma». Conmovedor

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testimonio de amor, doscientas viudas yhuérfanos de las matanzas del Penjabacudieron en procesión a Birla Housepara anunciar que iban a renunciar a sumiserable ración alimenticia derefugiados y asociarse al ayuno deGandhi.

Este extraordinario torrente deemoción que sacudía a todo un pueblono afectó apenas a la persona que lohabía inspirado. Gandhi se manteníadesconfiado. Esta vez, su ayuno habíatardado mucho en conmover a suscompatriotas. Además, estaba decididoa no ceder, a ir más lejos de lo quepodía, a fin de provocar el cambio

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decisivo que deseaba ver instalarse enel corazón de los indios.

—No tengo prisa —anunció a laansiosa concurrencia llegada paraparticipar en la reunión de oración.

Aun amplificada por el altavoz, suvoz no era más que un murmullo apenasaudible.

—No quiero que las cosas se hagana medias.

Jadeando después de cada palabrapara recuperar el aliento, amenazó:

—Dejaré de tener el menor interéspor esta vida si la paz no vuelve entorno a nosotros, en toda la India, entodo el Pakistán. Ése es el sentido de mi

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sacrificio.Nehru se acercó a la cabecera de su

cama al frente de una delegación dedirigentes políticos y religiosos paraasegurarle que la atmósfera de NuevaDelhi se había transformadoradicalmente. Casi malicioso, Gandhiles dijo:

—No os inquietéis. No renunciaré.Hagáis lo que hagáis, es preciso que seasincero. No quiero nada que no seasólido.

En el mismo instante, llegó untelegrama de Karachi. Se preguntaba enél si los musulmanes que habían sidoexpulsados de sus casas podían regresar

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ahora y volver a instalarse en NuevaDelhi.

—He aquí una buena prueba —murmuró en seguida Gandhi.

Apoderándose del telegrama,Pyarelal Nayar, su fiel secretario, selanzó a un recorrido por los campos dela capital para explicar a los refugiadoshindúes y sikhs que la vida de Gandhidependía de ellos. Antes de que cayerala noche, más de mil voluntarios habíanfirmado una declaración por la que secomprometían a acoger a losmusulmanes que regresaran para ocuparsus domicilios, aun cuando este regresoles privara de albergue a ellos. Una

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delegación de refugiados se dirigió aBirla House para convencer al Mahatmade que algo había cambiado realmente.

—Vuestra huelga de hambre haconmovido profundamente el corazón delos hombres en todo el mundo —declarósu portavoz—. Os prometemos trabajarcon el fin de hacer de la India una patriaúnica para los musulmanes, para lossikhs, los hindúes y las demáscomunidades. ¡Os suplicamos quepongáis fin a vuestro ayuno y salvéis ala India de la miseria!

Sushila Nayar vigilaba con angustia

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los titubeos de la aguja. Podía parecerparadójico, pero, en este quinto día deayuno, la joven médico queríadesesperadamente que la básculaacusara una sensible pérdida de peso.Su esperanza se vio defraudada. Ladeficiencia renal de Gandhi se habíaagravado. Le amenazaba ahora un ataquefulminante de uremia.

Los tres especialistas llamados a lacabecera de Gandhi no pudieron sinoconfirmar el pronóstico de SushilaNayar. Los índices de acetona y ácidoacético habían aumentado. Su alientodemostraba por sí solo la fuerteconcentración de ambas sustancias. Su

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tensión arterial había descendido pordebajo de 8. Su pulso era rápido,imperceptible; los latidos de su corazón,irregulares.

Los cuatro médicos no habíannecesitado sus instrumentos paraestablecer un diagnóstico. A la primeraojeada, todos habían comprendido queel estado de su paciente eradesesperado. Gandhi no podíasobrevivir más de dos o tres días. Sumuerte, podía, incluso, sobrevenirdentro de las próximas veinticuatrohoras. En la mañana del sábado 17 deenero, su boletín médico lanzaba unS.O.S. al país:

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«Es nuestro deber informar a lanación que debe adoptar sin demoratodas las medidas necesarias y cumplirlas condiciones exigidas para poner final ayuno del Mahatma Gandhi».

La mujer sintió oprimírsele elcorazón cuando el expreso de Bombayse detuvo entre una nube de vapor juntoal andén de la estación de Poona. «Soyla única —pensó, mirando a lamuchedumbre de viajeros—, la única,que sabe por qué va mi marido a NuevaDelhi».

En la maleta de Gopal Godsé se

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encontraba el revólver de calibre 7,63comprado el día anterior por doscientasrupias a un camarada que trabajaba enun depósito militar de Poona. Habíacomprobado su buen funcionamientodisparando varias balas en unbosquecillo próximo a su casa. Suesposa era la única persona a quienhabía revelado el objeto de su viaje.Ella compartía apasionadamente susconvicciones políticas y le habíabendecido con todo su orgullo y gratitud.Ahora, levantaba hacia él su hijita decuatro meses, Asilata, «Hoja deEspada», para un beso de despedida.«Estábamos en la flor de nuestra

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juventud —diría casi treinta años mástarde al evocar la marcha de su maridoen la estación de Poona—, soñábamosen amor y revolución».

Cuando Gopal llegó ante laportezuela de su vagón, la mujer seapretó contra él.

—Ocurra lo que te ocurra, no tepreocupes —le dijo—. Siempreencontraré un medio para educar anuestra hija.

Le dio un paquete de chapati quehabía preparado para el trayecto. Luegoretrocedió, y Gopal subió al tren. Éstese puso en marcha casi en seguida.Agitando la gordezuela mano de su hija,

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la mujer miró la silueta de su maridohasta que se perdió de vista,dirigiéndole en silencio «todos losdeseos de éxito» de su corazón deesposa y de militante.

A pesar de su desesperado estado,que acababa de suscitar el S.O.S. de losmédicos, Gandhi conservaba toda sulucidez. Entraba en la tercera y últimafase de una huelga de hambre. Los dosprimeros días se caracterizan siemprepor intensos dolores de estómago yretortijones de hambre. Luego, al tiempoque desaparece la necesidad de

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alimento, sobrevienen dos o tres días demareos y náuseas. Hacia el quinto día, elespíritu se sobrepone de pronto alcuerpo.

Una extraña serenidad habíainvadido al Mahatma. Aparte de unpersistente dolor en las articulaciones,que Manu le friccionaba con ghi, nosufría. Mientras Sushila Nayar y sus trescolegas calculaban el número de horasde vida que le quedaban, él hacíaapaciblemente en el reverso de sobresviejos sus páginas de escritura en lalengua bengalí cantada por el poeta quehabía sido el primero en llamarle«Mahatma», Rabindranath Tagore.

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Cuando hubo terminado, le hizo aPyarelal Nayar seña de que se acercara.No le habían abandonado su infaliblesentido de la oportunidad. Si, como lehabían anunciado sus partidarios, suayuno estaba a punto de alcanzar suobjetivo, había llegado el momento deasegurarse de que este cambio en elcorazón de la India no era una simplellamarada de compasión destinada asalvarle la vida. Dictó a Pyarelal unacarta en la que enumeraba las sietecondiciones indispensables para ponerfin a su ayuno. Deberían firmarla losdirigentes de todas las organizacionespolíticas de Nueva Delhi, incluidos sus

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adversarios extremistas del HinduMahasabha. Estas condicionesconstituían un admirable catálogo dereivindicaciones que afectaban a casitodos los aspectos de la vida de laciudad. Iban desde la restitución a losmusulmanes de las 117 mezquitasconvertidas en albergues o en templospor los refugiados hindúes y sikhs, hastael levantamiento del boicot impuesto alos comerciantes musulmanes en losbazares de la Vieja Delhi y la seguridadde los viajeros musulmanes en los trenesindios.

Pyarelal Nayar corrió a presentar lasexigencias de Gandhi al Comité de Paz

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que se había constituido para salvarle lavida. Una atmósfera de excitación yfiebre como no se había conocido desdeel día de la Independencia envolvía estatarde a la capital. Desde ConnaughtCircus hasta la última callejuela de susbazares, la ciudad ardía en fervorpopular. Por todas partes se formabancomitivas. Se había paralizado la vidacomercial. Las oficinas, los almacenes,los talleres, las fábricas, los cafés,habían sido cerrados. Cerca de cien milpersonas de todas las castas y de todaslas religiones se congregaron en ungigantesco mitin sobre la explanada dela Gran Mezquita para gritar a sus

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dirigentes que aceptaran las condicionesde la carta de Gandhi. Los mercaderesde frutas hindúes de Sabzimandi, uno delos barrios más agitados de la capital,corrieron a comunicar a Gandhi quehabían puesto fin al boicot a sus colegasmusulmanes.

En Birla House, el Mahatma sedebilitaba de hora en hora. A losmomentos de lucidez sucedían largasfases de postración, interrumpidas porinstantes de delirio. Alguien propusoañadir unas cucharadas de zumo denaranja a su próximo vaso de agua. Aloír tal sugerencia, emergió súbitamentede su coma, abrió los ojos y anunció que

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semejante sacrilegio le obligaría aayunar durante veintiún días. SushilaNayar le suplicó entonces que leautorizase a aplicarle ventosas en losriñones, con la esperanza de que larevulsión provocada por las pequeñascampanas de vidrio lograra activar sufuncionamiento. Se negó.

—Pero, Bapuji —protestó—, lasventosas forman parte de la medicinanatural que aceptáis.

—Hoy —murmuró débilmente—,sólo Dios forma parte de mi medicinanatural.

Jawaharlal Nehru abandonó sudespacho de Primer Ministro para ir a

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velarle junto a la cabecera del lecho. Laagonía del anciano era un espectáculoinsoportable para quien había sido sumás ferviente discípulo durante loslargos años de cruzada común. Tuvo quedesviar la mirada para ocultar suslágrimas.

Llegaron también Louis Mountbatteny su esposa. El ex virrey quedóasombrado al descubrir que, en mediode su dura prueba, Gandhi conservaba«su aire malicioso» y que, incluso, eracapaz de muestras de humor.

—Ah —bromeó el Mahatma alsaludar a sus visitantes—, así que tengoque hacer una huelga de hambre para

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que la montaña venga al ratón.Conmovida, Edwina sintió un nudo

en la garganta.—No te entristezcas —le consoló su

marido, a quien el valor de Gandhihabía impresionado vivamente—, está apunto de ganar su combate.

Ningún fenómeno está másprofundamente arraigado en laconciencia india, ninguna necesidad esmás unánimemente sentida que la de undarsan, tan preciso le es el contacto conla imagen de lo absoluto, la que da elsabio o el símbolo de la divinidad. El

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darsan —la «vista»— es a la vez unencuentro, una bendición, la transmisiónde una influencia espiritual benéfica através de una indefinible corriente. Esteencuentro puede ser el de un personajeexcepcional, o de una manifestación dela naturaleza, o de un lugar privilegiado.Un indio puede experimentar la alegríad e l darsan cuando, después de haberrecorrido centenares de kilómetros, veaparecer el Ganges ante sus ojos. Obien, cuando se sumerge en sus aguassagradas. O, también, cuando participaen una cremación, en una ceremoniareligiosa, en una fiesta, incluso en unmitin político. Pero es sobre todo la

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vista de un sabio, de un santo, de unmaestro, lo que procura a las multitudesindias la satisfacción mística deldarsan.

En la tarde del sábado 17 de enero,la ancestral y permanente búsquedaindia se manifestó ante dos hombresseparados por más de mil kilómetros yel infranqueable abismo de susconcepciones, dos hombres cuyosnombres no tardaría en reunir lainexorable corriente de la Historia.

La voz que se dirigía esa tarde a losinnumerables fieles llegados paraparticipar en la oración sobre el céspedde Birla House no era más que un

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susurro. Gandhi solamente pudopronunciar unas cuantas palabrasseparadas por largas y jadeantes pausas.

—Nadie puede salvar mi vida oponer fin a ella —declaró—. Estafacultad corresponde solamente a Dios.

Después de la oración, los fielesformaron una larga fila para el darsan.La angustia se reflejaba en los rostros deestos hombres y mujeres, la mayoría delos cuales se hallaban cubiertos delágrimas. Todos sabían que Gandhihabía llegado esta vez a las fronteras dela muerte. Y, mientras cruzabanlentamente el césped de Birla Housebajo la mortecina luz del ocaso, muchos

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se preguntaban si no iban a contemplarpor última vez a la gran alma de laIndia. El patético darsan duró más deuna hora, el tiempo que tardó lasilenciosa columna en desfilar ante elMahatma, dormido en su mantón blanco,derramando con respeto pétalos deflores.

E l darsan de Nathuram Godsé yNarayan Apté, los dos fanáticos quehabían decidido matar a Gandhi, sedesarrolló en el otro extremo de laIndia, en la desconchada casa deBombay donde vivía el mesías del

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hinduismo extremista en cuyo nombreiban a cometer el crimen.

Los dos brahmanes saludaronrespetuosamente a «Vir» Savarkartocándole los pies y, luego, lepresentaron un último informe de lasituación. Todo estaba dispuesto.Karkaré y Madanlal Pahwa habíanllegado a Nueva Delhi con las granadas,los artefactos explosivos de efectoretardado y la rudimentaria pistola quehabía proporcionado Badgé. GopalGodsé estaba a punto de reunirse conellos con un segundo revólver. Badgéiba a partir también. En cuanto a ellos,se les reunirían dentro de unas horas a

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bordo del «DC-3» de «Air India».Savarkar podía estar orgulloso de susdiscípulos: su inteligencia y su valoriban a hacer desaparecer por fin a quienhabía aceptado la vivisección y laviolación de la India. Sin embargo, nadaen su actitud fría y reservada delató loque de embriagador tenía para él estaperspectiva. No se traslució en su rostrola menor emoción. Acompañándoleshasta la verja de su casa, se limitó aposar sus manos en los hombros deGodsé y Apté.

—Conseguidlo —dijo—, y volved.

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Una riada humana de tres kilómetrosde longitud marchaba hacia Birla Housepara implorar a Gandhi que pusiera fin asu ayuno, multitud de pancartas ybanderolas rugiendo un mismo gritosalido de cien mil pechos: «Salvemos aGandhi».

«La Asociación de cocheros detongas», «Los miembros del Sindicatode Ferrocarriles», «Los empleados deCorreos y Telégrafos», «Losbarrenderos intocables de la BhangyColony», «La Liga de Mujeres de NuevaDelhi»…, todo un pueblo acuciado por

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la urgencia corría hacia la casa en quesu Mahatma estaba próximo a morir. Lamultitud se precipitó por la puerta de laverja, invadió las terrazas, los caminos,el césped, pisoteando los macizos deflores, empujando a los guardianes,inundándolo todo, marea desencadenadade hombres y mujeres que entonabaneslóganes de fraternidad, ofreciendo suvida para salvar la de Gandhi.

Sintiendo que esta emoción popularera la que Gandhi había queridoprovocar con su ayuno, Nehru se abriópaso para llegar hasta el micrófonosituado en el pequeño estrado desde elque el Mahatma se dirigiera hacía poco

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a sus fieles.—Hay en la tierra de nuestra patria

algo grande y vital capaz de engendrarun Gandhi —exclamó—. Ningúnsacrificio es demasiado grande parasalvarle, pues sólo él puede conducirnoshacia el verdadero objetivo y no al albaengañosa de nuestras esperanzas.

En medio del entusiasmo general,una nota discordante acogió estaspalabras, el grito de protesta de unrefugiado. Había brotado de los labiosde Madanlal Pahwa en la acera que seextendía ante Birla House. Empujadospor una curiosidad morbosa, Madanlal yel posadero Karkaré habían seguido a la

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multitud que acudía a implorar a Gandhique pusiera fin a su ayuno, ese mismoGandhi a quien ellos iban a matar.Incapaz de conservar su sangre fría alescuchar el discurso de Nehru, Madanlalhabía cometido la increíble imprudenciade manifestar ruidosamente sudesacuerdo.

Desesperado, Karkaré vio a dospolicías prender a su amigo y llevárselo.«Si el maldito habitante de Birla Housesobrevive a su huelga de hambre, estegrito va a salvarle quizá de nuestrocastigo», pensó con rabia.

Los temores de Karkaré eraninfundados. Madanlal fue puesto en

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libertad minutos después.Las manifestaciones de refugiados

eran cosa corriente en Nueva Delhidurante aquel turbulento período. LaPolicía ni siquiera se había molestadoen interrogar al culpable ni en averiguarsu identidad.

Al anochecer, Pyarelal Nayarregresó presuroso a Birla House.Llevaba el único mensaje que aún podíasalvar a Gandhi, a quien sus médicosconsideraban ya perdido. El Mahatmahabía delirado durante gran parte de latarde. Su pulso era débil e irregular. El

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derrumbamiento de sus funciones vitalesparecía generalizarse.

Gandhi dormía cuando PyarelalNayar entró en su habitación, en la quereinaba una pesada atmósfera develatorio. El secretario murmuró unaspalabras al oído de su maestrobienamado, pero éste no reaccionó.Tuvo que sacudirle ligeramente por elhombro. Los ojos del Mahatma seabrieron por fin. Pyarelal le mostró conorgullo un documento signado connumerosas firmas. Era la carta dictadapor Gandhi y que los miembros delComité de Paz acababan de firmar,explicó, el compromiso de restaurar la

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paz, la armonía y la fraternidad entre lascomunidades. Gandhi dejó escapar undébil suspiro de satisfacción, pero, enseguida, quiso saber si todos losdirigentes de la ciudad habíanrefrendado esta resolución. Pyarelalvaciló y, luego, terminó confesando quefaltaban todavía dos firmas, las de losrepresentantes locales del HinduMahasabha y del R.S.S.S., lasorganizaciones extremistas dirigidas porsus más implacables adversarios.

—Van a firmar mañana —aseguróPyarelal—, sus colegas se hanconstituido en fiadores de suconformidad a las condiciones de la

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carta.Pyarelal suplicó a Gandhi que

cesara su ayuno en ese mismo instante eingiriera algo que pudiera sostenerledurante la noche. Gandhi meneósuavemente la cabeza. Luego, se volvióhacia su secretario.

—No —murmuró—, no debehacerse nada con prisas. El corazón depiedra más duro debe fundirse antes deque yo renuncie a mi sacrificio.

El timbre del teléfono interrumpióde pronto la reunión del Comité de Pazque se celebraba en el despacho del

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doctor Rajendra Prasad, presidente delpartido del Congreso. La llamadaprocedía de Birla House. Al otro ladodel hilo, una voz anunciaba que elestado del Mahatma había empeoradobruscamente. Si la resolución aceptandosus siete condiciones, debidamentefirmada esta vez por todos los dirigentessin excepción, no era llevada conurgencia, corría el riesgo de llegardemasiado tarde. Eran las once de lamañana del domingo 18 de enero de1947. Gandhi estaba a punto de caerdefinitivamente en coma.

Con el rostro descompuesto, elpresidente del Congreso comunicó la

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noticia de sus visitantes y les apremió aestampar en el acto las dos firmas quetodavía faltaban para ratificar la cartaque exigía Gandhi. Luego, les rogó quele acompañaran todos inmediatamente aBirla House.

Gandhi yacía inconsciente, rodeadode varios íntimos que le velaban comoenfermeros cuidando a un agonizante.Como el día anterior, Pyarelal intentóavisar al Mahatma llamándolesuavemente y, luego, le acarició lafrente. Pero Gandhi no reaccionó.

Manu llevó entonces una compresaque le pasó delicadamente por la cara.A la sensación de frescura, Gandhi se

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estremeció y abrió los ojos. Viendo todaaquella gente junto a su cabecera,esbozó una débil sonrisa. Habíarealizado uno de los milagros de quesolamente él era capaz. Ríos de sangre yde antagonismos tan viejos como laIndia separaban a los hombres reunidosen su habitación. Los turbantes azules delos sikhs de la secta militante Akali semezclaban con los feces de losmusulmanes vestidos con túnicasblancas; los trajes cortados en Londresde los parsis y los cristianos alternabancon las ropas amarillas de los sadhu,los dothi de los militantes del congreso,con los de los representantes de los

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barrenderos-basureros intocables de laBhangi Colony. Estaban también eldirigente de los extremistas del HinduMahasabha e, incluso, el misteriosorepresentante de la cofradía de fanáticoshindúes que era el R.S.S.S., codeándosetranquilamente con el alto comisario delPakistán.

El doctor Rajendra Prasad se inclinóa los pies de Gandhi para anunciarle quesu carta de siete puntos contenía yatodas las firmas exigidas y que eradeseo ardiente y unánimementecompartido que pusiera fin a su ayuno.Seguidamente, todos los demásconfirmaron personalmente su

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compromiso.Una expresión de serenidad invadió

entonces el rostro del Mahatma. Hizoseña de que quería hablar. Manu pegó eloído junto a sus labios y anotó suspalabras en un cuaderno. Pyarelal Nayarlo leyó en voz alta. Ciertamente, lehabían dado todo lo que había pedido,declaraba Gandhi, pero él no estabatodavía dispuesto a consentir en rompersu huelga de hambre. Les pedía ahoraque trataran de lograr en la India enteralo que habían logrado en Nueva Delhi.Si se comprometían a mantener la paz enNueva Delhi, permaneciendoindiferentes a la violencia en otros

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lugares, su garantía no tendría ningúnvalor, y, por consiguiente, él cometeríaun error enorme renunciando a susacrificio.

Hasta en el umbral mismo de lamuerte, el tiránico profeta de lafraternidad se proponía continuardirigiendo el juego y obligar a quienesle rodeaban a aceptar su voluntad.

Agotado, Gandhi tuvo que reponersus fuerzas antes de confiar a Manu lacontinuación de su pensamiento.Dominado por la emoción, PyarelalNayar fue incapaz de proseguir lalectura de las notas que le pasaba lamuchacha. Rogó a su hermana Sushila

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que le sustituyera.«Nada sería tan necio —leyó ésta—

como creer que la India perteneceexclusivamente a los hindúes y elPakistán sólo a los musulmanes. Puedeparecer difícil transformar la concienciade todos los habitantes de la India y delPakistán, pero, si ponemos todo nuestrocorazón en la consecución de una tarea,ésta debe realizarse.

»Si, después de haber oído todoesto, me pedís todavía que cese miayuno, lo haré. Pero, si la India nocambia para mejor, todas vuestraspromesas no habrán sido más que unafarsa. Y sólo me quedará morir».

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Un estremecimiento de aliviorecorrió la estancia.

Uno tras otro, fueron todos ainclinarse junto a Gandhi paraasegurarle que había comprendido bientoda la significación de su mensaje. Elresponsable del R.S.S.S. —laorganización a la que había prestadojuramento de fidelidad el comandollegado a Nueva Delhi para matar aGandhi— añadió su voz a la de losdemás responsables. «Sí —prometió—,juramos realizar plenamente lo que noshabéis pedido». Cuando hubo sidopronunciada la última protesta de buenafe, Gandhi hizo seña a Manu de que se le

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acercara. «Acepto romper mi ayuno,hágase la voluntad de Dios», garrapateóla muchacha en su cuaderno. Un grito dealegría brotó de sus labios paratransmitir la decisión tanto tiempoesperada.

Inmediatamente, se desencadenó enla habitación un loco entusiasmo.Cuando se restableció la calma, Gandhiinvitó a todos los visitantes a unirse enoración recitando juntos un mantrabúdico y, luego, versículos del Gita, delCorán y del Evangelio, la oración deZoroastro y, por último, un himno algran guru sikh Govind Singh, cuya fiestase celebraba ese día. Los ojos de

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Gandhi estaban cerrados, pero su rostrotenía una expresión tal de serenidad queparecía, escribiría Manu, «iluminadopor el resplandor de la redención».

Abriéndose paso a través de lamuchedumbre de periodistas yfotógrafos que habían invadido la casaal conocerse la noticia del fin del ayuno,la joven Abha llevó un vaso de zumo denaranja con un poco de glucosa. Elmusulmán Maulana Azad, ministro delGobierno indio, y Jawaharlal Nehru,penetrados ambos del momento, tomaronel vaso y, uno después de otro, loacercaron a los labios de Gandhi. Unaráfaga de relámpagos de magnesio

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iluminó la habitación cuando elMahatma bebió el primer trago. Eran las12,54 del domingo 18 de enero de 1948.Tras haber resistido durante 121 horas y30 minutos con agua tibia y bicarbonato,Mohandas Gandhi, de setenta y ochoaños, aceptaba su primer alimento.

Un inmenso clamor se elevó de lamultitud que se apiñaba en el exteriorcuando llegó la confirmación del fin delsacrificio de Bapu. Las mujeres de lacasa llevaron bandejas cargadas conrodajas de naranja. Consagrados por elMahatma, estos frutos se convertían enprasad, «presentes de Dios». Con losojos brillantes de gratitud, ofrecieron a

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la multitud sus montañas de rajas denaranja, ofrendas rituales de lagigantesca comunión mística que reuníaa aquel mosaico humano.

Esta delirante alegría dejó a Gandhien un estado de agotamiento tal que losmédicos hicieron desalojar suhabitación. Sólo un hombre quedó juntoa él. Con el rostro transfigurado defelicidad, Jawaharlal Nehru se sentó enel suelo al lado de su viejo guru. Trasunos instantes de meditación, le confióun secreto que no había dicho a nadie, nisiquiera a su hija.

Desde el día anterior, también élhabía empezado a ayunar para compartir

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el sacrificio de su padre espiritual.Gandhi se sintió muy conmovido. Unavez que se hubo marchado, mandó quese le llevara este breve mensaje:

«Ahora puedes dejar de ayunar. Quevivas muchos años y continúes siendo“Jawahar”, la joya de la India. Con labendición de Bapu».

Con el rostro oculto bajo el velo delparda, un centenar de mujeresmusulmanas se presentaron a primerahora de la tarde en la puerta de BirlaHouse. Aunque los médicos habíanprohibido toda visita, Gandhi insistió enrecibir a un pequeño grupo de ellas. Suportavoz le reveló que todas habían

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iniciado hacía cinco días una huelga dehambre y rezado por su vida en laintimidad de sus hogares. Gandhi juntólas manos en señal de gratitud, pero nopudo ocultar su contrariedad.

—Vosotras no lleváis vuestro veloen vuestras casas, en presencia devuestros padres y vuestros hermanos —observó—, entonces, ¿por qué loconserváis en mi presencia?

Con unánime gesto, las musulmanasdejaron caer al suelo el paño negro quelas protegía de las miradas del mundo.

«No es la primera vez que el velocae ante mí —observaría Gandhi pocomás tarde—. Eso demuestra lo que el

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verdadero amor puede conseguir».Reconfortado su cuerpo por la

glucosa, como lo había sido su alma porel triunfo, Gandhi recuperó de pronto unnuevo vigor para dirigirse a losinnumerables fieles apiñados en elcésped con el fin de participar en laoración de la tarde.

—En toda mi vida, jamás podréolvidar el afecto que todos me habéistestimoniado —dijo—. No establezcáisdiferencias entre vuestra ciudad y elresto del país. Es preciso que la pazvuelva a la India y al Pakistán entero(…). Si recordamos que la vida es una,entonces no habrá ninguna razón para

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que nos tratemos los unos y los otroscomo enemigos (…). Que cada hindúestudie el Corán, y que los musulmanesreflexionen sobre el significado del Gitay del Granth Sahib de los sikhs. Delmismo modo que respetamos nuestrareligión, debemos respetar la de losdemás. Lo que es verdadero, esverdadero, esté escrito en sánscrito, enurdu, en persa o en cualquier otra lengua(…).

»Que Dios nos dé la razón, así comoel mundo entero —concluyó—. Que Élnos haga más sabios y nos aproxime a sí,a fin de que la India y el Universoconozcan la felicidad.

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S u darsan dio lugar esa tarde a unespectáculo extraordinariamenteconmovedor.

Envuelto en un mantón y sostenidopor cojines, Gandhi había sido instaladoen la terraza ante su habitación. Para quepudieran «verle» todos los que seencontraban en la inmensa multitud,cuatro discípulos allegados lelevantaron por encima de las cabezas.Como un boxeador victorioso, elMahatma, radiante, saludó alegremente ala jubilosa multitud.

Tres horas más tarde, mientras

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Nueva Delhi en fiestas celebraba el finde su ayuno, Gandhi tomó su primeracomida desde hacía seis días: un vasode leche de cabra y cuatro naranjas.Cuando hubo terminado, pidió su rueca.Ninguna protesta de sus médicos pudodisuadirle de hilar. Con las débilesfuerzas que retornaban a su cuerpo, susfebriles dedos impulsaron la pequeñarueda.

—El pan obtenido sin trabajo es panrobado —explicó—; puesto que hevuelto a tomar alimentos, debo trabajar.

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XVIII

UNA BOMBA EN BIRLAHOUSE

Hacía años que sus íntimos noveían al Mahatma tan alegre, tanrebosante de fervor y entusiasmo. Elfeliz desenlace de su sacrificio parecíahaberle abierto «un horizonte de sueñosy esperanzas sin límites». Desde suMarcha de la Sal de 1929, nunca había

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galvanizado a tantos hombres ni se habíagranjeado tantas simpatías.

Un diluvio de telegramas y mensajesde felicitación inundó Birla House. Losperiódicos del mundo entero rendíanhomenaje a su triunfo. «El misterio y elpoder de un frágil anciano de setenta yocho años conmueven al mundo y le danuna nueva esperanza» —tituló el NewsChronicle de Londres—. Gandhi —añadía el periódico— «ha manifestadoun poderío que puede tornarse superioral de la bomba atómica y que Occidentedebe considerar con envidia yesperanza». El Times de Londres, queno siempre había figurado entre sus

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admiradores, reconoció que «nuncahabía estado más totalmente justificadoel valeroso idealismo del señorGandhi», y el Manchester Guardiansubrayó que «quizá fuera un políticoentre los santos, pero que no por ellodejaba de ser un santo entre lospolíticos». «El dulce Gandhi se afirmauna vez más como el mayor rebelde denuestro tiempo», comentó Le Monde. Enlos Estados Unidos, el Washington Postobservó que «la oleada de alivio» queconmovía al mundo ante la noticia de lasalvación de su vida daba «la medida dela santidad que le aureolaba». La Prensaegipcia glorificó a «este noble hijo del

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Oriente que consagraba su vida a lacausa de la paz, de la tolerancia y lafraternidad», y los periódicos deIndonesia vieron en sus éxitos «la aurorade la liberación para toda Asia».

Estos elogios no dejaron indiferentesal huésped de Birla House. Aunque estelunes, 19 de enero, fuese su día desilencio semanal, el Mahatma diomuestras de una alegría maliciosa ycomunicativa. A la desesperación de lasemana anterior sucedió una euforia casimística, la convicción de que se abríanahora horizontes inmensos ante elprofeta de la India y su doctrina de la noviolencia.

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Gandhi continuaba, no obstanteafectado de gran debilidad y sólo podíaingerir líquidos o un poco de papilla decebada con azúcar. El primer signotranquilizador apareció en el cotidianorito de pesarse. Su pérdida de quinientosgramos aportaba, paradójicamente, lamejor noticia para sus allegados: susriñones funcionaban de nuevonormalmente. Una vez más, ladesconcertante e indomable «GranAlma» de la India emergía de entre lasgarras del destino.

En el momento en que Gandhi se

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sometía al veredicto de la báscula, seishombres se deslizaban sigilosamente porun seto. Antes de fijar el Día D, eldesarrollo y el lugar exacto de sucrimen, Nathuram Godsé quería probarsus dos revólveres. El lugar elegidopara este ensayo era un terreno inculto ydespejado situado tras las torresneohindúes del gran templo ofrecido porla familia Birla a los fieles de NuevaDelhi.

Gopal Godsé, el joven hermano deNathuram, sacó de su cinturón el «7,63»comprado en Poona por doscientasrupias. Lo cargó, eligió un árbol,retrocedió unos ocho metros, apuntó y

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apretó el gatillo. No salió ningúndisparo. Sacudió el revólver, maniobróen la culata, apretó de nuevo del gatillo.En vano.

El falso sadhu Badgé empuñoentonces su revólver y disparó. Sonóuna detonación. Se precipitaron todoshacia el árbol para localizar el impacto.No había ninguno: la bala había caídoentre el tirador y el árbol. Badgé volvióa cargar el arma y disparó de nuevo.Esta vez, la bala fue a perderse en lavegetación. De cinco balas, ningunaalcanzó el blanco. Su arma no servíamás que para hacer ruido.

¡Consternador descubrimiento!

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Estaban todos dispuestos a sacrificar susvidas, pero no poseían un revólver paramatar a Gandhi.

La visita más importante que recibióGandhi tras haber puesto fin a su ayunofue la del industrial de Bombay a quienhabía enviado a Karachi con la misiónde preparar su viaje al Pakistán.Mientras el viejo hindú sufría su agonía,Jehangir Patel llevaba a cabonegociaciones secretas con Jinnah parala realización de este proyecto que cadadía parecía más aleatorio. La primerareacción de Jinnah había sido más bien

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hostil. Conservaba intacta sudesconfianza hacia el hombre cuyasmaniobras políticas le habían obligadoen el pasado a abandonar las filas delCongreso. Además, su suspicacia casienfermiza respecto a las intenciones delGobierno indio le hacía temer algunamaquinación en la proposición de quienun día había calificado como «peligrosozorro hindú».

La decisión de la India de entregarla suma que con tanta urgencianecesitaba, la creciente conciencia,entre sus compatriotas, de que, despuésde todo, Gandhi se estaba sacrificandopor la causa de sus hermanos

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musulmanes, acabaron por suavizar lapostura del jefe del Pakistán. Sin haberconquistado realmente su corazón, lahuelga de hambre del Mahatma le habíaabierto las puertas del Pakistán. El díaen que finalizó, Jinnah anunció queaceptaba recibir a su viejo adversariopolítico sobre el suelo de su nuevapatria.

Este acuerdo inyectó un nuevo vigoral profeta del amor. Otorgaba de prontoun sentido suplementario a su existencia.Iba a poder difundir su doctrina de la noviolencia más allá de los límites de laIndia. Si el subcontinente indio habíaperdido su unidad física, aún podía

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luchar por darle una unidad espiritual.Hacía semanas que preparaba su entradaen el Pakistán. El viaje en barco deBombay a Karachi recomendado porJinnah era demasiado vulgar para sugusto por lo espectacular. Gandhi queríaencontrar el medio de impresionar laimaginación de todos.

Había cruzado la frontera delTransvaal, pastor a la cabeza de surebaño de oprimidos; caminado hasta elmar para coger un puñado de sal;visitado centenares de aldeaspredicando la fraternidad, la noviolencia y las reglas de la higiene. Iríaal país de Jinnah de la misma manera: a

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pie, a través de la martirizada tierra delPenjab, por los mismos caminos deléxodo, allí donde habían sufrido yperecido tantos de sus compatriotas.

Mas, por el momento, sus piernas nisiquiera podían llevarle hasta el otroextremo del césped de Birla House. Erala hora de su cita más sagrada, su diariocontacto con sus hermanos para laoración de la tarde. Rechazando lasprotestas de sus íntimos, que leconsideraban demasiado débil, exigióser llevado hasta su estrado habitual.

Sentado en una improvisada silla demanos, Gandhi pasó por entre lamultitud a hombros de sus discípulos,

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verdadero potentado oriental, con lasmanos juntas en signo de namaste,saludando con la cabeza al pueblo ávidode obtener un nuevo darsan con suresucitado profeta. Los fieles siguieroncon respeto y gratitud el lento caminarde la pequeña procesión por el senderobordeado de buganvillas que conducía ala plataforma desde la que, una semanaantes, había anunciado su decisión deayunar hasta la muerte. Pero no todas lasmiradas brillaban con igual veneración.Dispersos entre los presentes, tresasesinos esperaban con ojoscompletamente distintos.

Era la primera vez en su vida que el

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joven Gopal Godsé se encontraba enpresencia del Mahatma. Verlo cerca deél no le causó ninguna emociónparticular. No experimentó ningún odio,viendo en él solamente a «un esmirriadoviejecillo». «Matarle —diría más tarde— se me aparecía como un actoimpersonal. Ejercía una mala influencia:era preciso suprimirlo».

El interés del joven se concentrómás en los numerosos policías depaisano que advirtió mezclados con losfieles. Al salir de Birla House, vio unametralleta sobre la mesa de la tienda dela Policía instalada junto a la puerta deentrada. «Tendremos muy pocas

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probabilidades de escapar», pensó.Una hora más tarde, asegurándose de

que nadie les seguía, los conjurados sedeslizaron en el interior de la habitaciónnúmero 40 del hotel «Marina» en que sehabían hospedado Nathuram Godsé y susocio Apté bajo nombres falsos.

—Ha llegado el momento de tomaruna decisión —anunció Apté.

De su primer reconocimientopracticado en Birla House, regresabaconvencido de que sólo existía unmomento en la jornada de Gandhi en queéste fuese verdaderamente vulnerable.Le matarían, pues, a las cinco de la tardedel día siguiente, martes, 20 de enero,

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durante su oración pública.

Poco después de las nueve de lamañana de ese martes 20 de enero, untaxi se detuvo ante la puerta de serviciode Birla House, situada al otro lado dela villa y del amplio jardín. Sus dospasajeros penetraron en el interior delrecinto sin encontrar a nadie. Sehallaron en un pequeño patio bordeadopor una alargada edificación de una solaplanta dividida en varias habitacionesdonde vivían los criados.

Rodeando el edificio, salieron aljardín. Había que subir cuatro escalones

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para llegar a la extensión de césped acuyo fondo se elevaba el cenador quecobijaba el estrado donde se situabaGandhi. El lugar estaba desierto, y lahierba brillante todavía de rocío.Narayán Apté y el falso sadhu DigambarBadgé se sintieron tranquilos. Podíanobservar el terreno sin ningún cuidado.Estudiando mentalmente el itinerariohabitual de Gandhi, Apté advirtió que lapequeña plataforma se hallaba adosadaal alojamiento de los criados. Lostragaluces de todas las habitacionesdaban sobre el césped. Una de ellas,incluso, se abría justamente en el eje delmicrófono instalado sobre la esterilla de

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paja. De un vistazo, Apté calculó ladistancia que le separaba del lugar queocuparía Gandhi: menos de tres metros.Este descubrimiento fue para él unailuminación. El plan del asesinato seordenó instantáneamente en su cabeza.Le bastaría situar a Badgé en el huecode este tragaluz. El blanco sería tan fácilde alcanzar que ni aun con su arcaicorevólver podría fallar. Para másseguridad, Apté decidió situar también aGopal Godsé en el mismo lugar, con lamisión de apoyar los disparos de Badgécon un lanzamiento de granadas.Terminado su trabajo, los dos hombresno tendrían más que huir por la puerta de

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servicio, invisible desde el césped.Faltaba por identificar la vivienda

que daba acceso a este tragaluz. Era,contó Apté, la tercera empezando por laizquierda. Satisfechos, los dos fanáticosregresaron a su taxi. Antes de ochohoras, predijo Apté a su cómplice,Gandhi caería fulminado.

Cinco hombres contemplabanfascinados el movimiento de los dedosdel falso sadhu. Sentado sobre lostalones, en el cuarto de baño de lahabitación del hotel, Digambar Badgéintroducía con precaución los

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detonadores en el interior de la bombaque los conjurados habían previstohacer estallar para garantizar lacomisión de su asesinato.

—Badgé, ocúpate de que todofuncione correctamente —murmuróNathuram Godsé, con el rostro blancocomo el papel—, es nuestra únicaoportunidad.

Cuando hubo terminado suspreparativos, Badgé cortó un trozo demecha y lo encendió después de haberpedido a Apté que calculara lavelocidad de combustión con elsegundero de su reloj. Pero estosfanáticos que se disponían a cometer el

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crimen del siglo no eran más que unospobres aprendices de terroristas. Elcordón se consumió en un surtidor dechispas y una humareda tal queestuvieron a punto de morir asfixiadostodos.

Vuelta la calma, se agruparon denuevo en la habitación alrededor deApté, que debía asignar a cada uno supapel. El principal conjurado, NathuramGodsé, no participaba en la discusión:presa de una de sus jaquecasfulminantes, gemía postrado en el lecho.Apté describió los terrenos observadospor la mañana. Madanlal colocaría enseguida la bomba al pie del muro de

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separación, un poco apartado del céspeddonde estaba la multitud. Karkaré sedeslizaría entre los fieles para situarsefrente a Gandhi, lo más cerca posibletras las filas de mujeres. NathuramGodsé y él, Apté, se quedarían en losbordes de la multitud, en lugares desdelos que pudieran ver a sus cómplices yser vistos por ellos.

Correspondía a los dos peswa, los«guías», el honor de coordinar toda laoperación. En cuanto viese a su jovenhermano Gopal y a Badgé dispuesto ahacer fuego desde su tragaluz, Nathuramprevendría a Apté con un movimiento dela mano. A su vez, Apté haría seña a

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Madanlal para que encendiera la mechade la bomba. La explosión daría la señaldel ataque general, al tiempo quesembraría el pánico entre losconcurrentes. Badgé descargaríaentonces su revólver en la nuca delMahatma, mientras que Gopal Godsélanzaría una granada sobre el estrado. Afin de no dejar a su víctima ningunaposibilidad de salvarse, Karkaréarrojaría también una granada contraGandhi.

Apté reconoció que esta forma deproceder causaría la pérdida de vidasinocentes. Era inevitable. La India debíaaceptar pagar ese precio por «la muerte

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del hombre responsable de la matanzade centenares de miles de hindúes en elPenjab».

Nathuram Godsé continuabagimiendo en su lecho. Una insoportabletensión comenzaba a reinar en lahabitación. Como medida de precaución,los conjurados decidieron modificar suaspecto exterior. Apté, el eleganteaficionado a los trajes bien cortados, sepuso un humilde dothi. Karkaré seennegreció las cejas y se aplicó un tilakrojo sobre la frente. Madanlal Pahwa sepuso el nuevo traje de tela de gabardinaazul que había comprado en Bombay: elrefugiado del Penjab iría vestido como

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un gentleman para acudir a su cita conla celebridad predicha por losastrólogos. Era la primera vez quellevaba chaqueta y corbata.

A medida que se aproximaba laHora H, se hacía más pesado el silenciosobre los seis hombres. Emergiendo desu jaqueca, Nathuram Godsé decidió quedebían compartir una última libación.Llamó al camarero y pidió café paratodos. Cuando finalizó este pequeñorito, había llegado el momento de partir.Nathuram Godsé, Madanlal y Karkaré lohicieron los primeros, espaciando susalida en tonga para dirigirse porseparado a Birla House. Diez minutos

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más tarde, Apté y los demás bajaron, asu vez, para reunirse en taxi con suscamaradas. En lugar de tomar el primercoche, Apté experimentó la necesidad,en este instante vital, de regatear elprecio del viaje de ida y vuelta contodos los taxistas de Connaught Circus.Eligió finalmente un «Chevrolet» verde,matrícula PBF 671, que encontró delantedel cine «Regal». Eran las cuatro ycuarto de la tarde. Su regateo le habíahecho ahorrarse una rupia.

Gandhi continuaba demasiado débilpara que sus piernas le llevaran hasta el

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lugar de su oración pública. Como el díaanterior, fue preciso sentarle en una sillade manos. Entre los fieles que, con lasmanos juntas, inclinabanrespetuosamente la cabeza a su paso, seencontraba Madanlal Pahwa. Su bombaestaba colocada, al pie del muro, ocultabajo una mata de hierbas. Juntandotambién él sus manos, saludó conrespeto al hombre a quien se disponía amatar. No había visto nunca a Gandhi.Pero no era la imagen del Mahatma loque él tenía ante los ojos, sino,solamente, la de su padre herido en elhospital de Ferozepore. «Gandhi era mienemigo, y le miré con los ojos del

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odio», recordaría más tarde.Apenas había ocupado Gandhi su

puesto en la plataforma cuando alguiencorrió a prosternarse a sus pies,suplicándole que proclamara ser laencarnación de Dios. Él detestaba estegénero de manifestaciones. Sonriendo,no obstante, con tolerancia, rogó alexaltado que se sentara y orase. «No soymás que un mortal, exactamente lomismo que tú», le dijo.

El taxi de Apté llegaba en aquellosmomentos a la puerta de servicio. Porhaber querido ahorrarse una rupia, elsegundo «guía» llegaba con retraso.Karkaré le esperaba con impaciencia

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para exponerle la situación. Se deslizóhacia él y susurró que la bomba deMadanlal estaba cebada y presta paraestallar. En cuanto a la habitación cuyotragaluz se abría justamente sobre laespalda de Gandhi, no tendría ningunadificultad para llegar hasta ella: habíadado diez rupias a su ocupante, al cualseñaló con el dedo. Apté ordenó aBadgé y a Gopal Godsé que fueraninmediatamente a ocupar su puesto juntoal tragaluz. Apenas había dado unospasos, cuando el falsosadhu suministrador de armas se detuvopetrificado. Nada en el mundo podríadecidirle a entrar en la habitación.

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Ningún argumento, ninguna promesa,ninguna amenaza sería lo bastantepoderosa como para obligarle afranquear su umbral. Una voz interior, enefecto, acababa de hablarle, la voz deuna India milenaria como sus rishi y susjunglas, la India de los símbolos y de losaugurios. En criado sentado ante supuerta era tuerto. Su defectorepresentaba el más nefasto de lospresagios. Badgé retrocedió. «Esehombre no tiene más que un ojo —gimió—, yo no puedo entrar en suhabitación».

El tiempo apremiaba. En el césped,la multitud había terminado de entonar

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los cánticos, y Gandhi comenzaba ahablar. Su voz era demasiado débil paraser audible a pesar del micrófono, ySushila Nayar debía repetir sus palabrasuna a una. Era evidente que su estado defatiga obligaría a Gandhi a acortar lareunión.

Había que actuar con rapidez. Aptéasignó sobre la marcha una nueva misióna Badgé: la de introducirse en lamultitud lo más cerca posible de Gandhipara, llegado el momento, poderdispararle su revólver en pleno pecho.Gopal Godsé se situaría solo junto altragaluz y como estaba previsto, lanzaríala granada al producirse la explosión de

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la bomba.Gopal Godsé entró sin vacilar en la

vivienda del criado tuerto y cerró lapuerta tras de sí. Mientras avanzaba atientas en la oscuridad, oía la voz deSushila Nayar repetir una frase deGandhi: «El que es enemigo de losmusulmanes es enemigo de la India». Alllegar al pie del tragaluz, descubrió conestupor una terrible laguna en el plan deApté. Éste, al examinar el terreno por lamañana, no se había tomado la molestiade inspeccionar el interior de lahabitación. Hallándose el edificio anivel inferior al del césped, la pequeñaventana se abría a más de dos metros del

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suelo. El joven brahmán buscódesesperadamente un punto de apoyoque le permitiera izarse hasta el orificio.Acabó cogiendo el charpoy del criadociego y lo levantó apoyándolo contra lapared a manera de escala.

Afuera, todo estaba en orden.Nathuram Godsé distinguió entre lamultitud a Karkaré, visiblemente prestoa lanzar su granada sobre Gandhi, quedenunciaba ahora «el trato cruel» de queeran víctimas los negros americanos.Había llegado el momento dedesencadenar la operación: se llevó lamano a la barbilla. Apté esperaba suseñal y levantó inmediatamente el brazo

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para advertir a Madanlal Pahwa. Estetambién estaba atento. Había llegado elmaravilloso instante en que soñabadesde el día en que viose obligado ahuir: iba a vengarse. Dio una profundachupada a su cigarro y se inclinó paraencender la mecha de la bomba.

«Si nos aferramos a nuestras buenasresoluciones —repetía Sushila Nayar—,nos elevaremos hacia nuevas esferasmorales…»

El estruendo de la explosión cubrióel resto de la frase.

—¡Oh, Dios mío! —gimió Sushila.—¿Qué muerte mejor podrías desear

que una muerte en plena oración? —se

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asombró Gandhi.En la habitación del criado tuerto,

Gopal Godsé había realizado intensosesfuerzos por llegar hasta el tragaluz.Pero las cuerdas del charpoy estabandemasiado distendidas para servirle deescala. Subiéndose a la armadura de lacama, solamente había podido llegar alreborde del orificio. Lo único que podíahacer era agarrarse con fuerza a estereborde y lanzar su granada al azarcuando oyera los primeros disparos derevólver. Pero, en lugar de lasdetonaciones previstas, lo que oyó fue lavoz de Gandhi.

—Escuchad, escuchad, no es nada

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—se desgañitaba Gandhi paratranquilizar a la multitud—. Son losmilitares que hacen ejercicios. Sentaos ypermaneced tranquilos, la oracióncontinúa.

Una confusión total reinaba sobre elcésped. La bomba de Madanlal no habíacausado ninguna víctima, y apenasningún destrozo, pero provocó elaturdimiento y la confusión que debíanpermitir a los asesinos asestar su golpey escapar sin ser inquietados. Unremolino de la multitud llevó a Karkaréa menos de cinco metros de Gandhi,blanco espléndido que una sola de susgranadas podía despedazar. En el

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momento de arrancar la anilla, buscócon la vista el cañón de un revólver enel tragaluz situado detrás del estrado. Alno ver nada, decidió esperar.

Gopal Godsé había renunciado alanzar a ciegas la granada. Acababa desaltar al suelo desde el charpoy. «Quelos demás se las arreglen y hagan eltrabajo», farfulló furioso, buscando elpicaporte. Su nerviosismo era tal, quesus dedos fueron impotentes parahacerlo girar. El pánico se apoderó deél: se vio atrapado en la habitación deltuerto. Cuando logró abrir, la luz le hizoparpadear. Luego, en medio de personasque corrían de un lado a otro, reconoció

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a Madanlal Pahwa, a quien dos policíassujetaban por los brazos. Más lejos, vioa su hermano Nathuram y Apté queparecían completamente desconcertados.Gopal se reunió con ellos. Los tresparecieron titubear un instante. Ante laenormidad de su fracaso, decidieronfinalmente abandonar a sus cómplices yhuir. Salieron sin tropiezos de BirlaHouse y subieron al taxi verde que habíatomado Apté.

Con la mano crispada sobre lagranada, Karkaré continuaba esperandover aparecer el revólver en el hueco deltragaluz. Cada segundo que pasaba leiba restando al posadero de

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Admednagar un poco de su decisión.Fue entonces cuando descubrió a Badgéentre la multitud, a una decena demetros. «¿Qué hace ahí y por qué nodispara?», se preguntó. El falso sadhuno tenía la menor intención de sacar surevólver. Por el señuelo de unas cuantasrupias se había metido en una aventuraque, en realidad, le pillaba muy lejos. Élno era ni un idealista ni un ángelpurificador, sino un comerciante. Sunegocio era vender armas, no utilizarlas.Rehuyendo la reprobadora mirada deKarkaré, aprovechó la confusión paradesaparecer a su vez. Karkaré vioentonces a los dos policías que se

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llevaban a Madanlal hacia el puestoinstalado a la entrada de Birla House.Desde entonces, no tuvo más que unpensamiento: huir.

Mientras se extendía el rumor de que«un loco refugiado penjabí» habíarealizado una «estruendosamanifestación» contra él, Gandhianunció tranquilamente:

—A partir de este momento, estoydispuesto a marchar al Pakistán. Si elGobierno y los médicos me lo autorizan,puedo ponerme en caminoinmediatamente.

Sonriendo, con el rostroresplandeciente de felicidad, por

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completo inconsciente de la muerte a laque acababa de escapar, Gandhi subióde nuevo a su silla de manos y regresó asu habitación entre las aclamaciones desus fieles.

En el taxi, los dos organizadores delfallido atentado se hallaban abrumadospor una espantosa sensación de fracaso.Fulminado por una nueva jaqueca,Nathuram Godsé hundió el rostro entrelas manos. No tenían la menor idea de loque iba a pasar. Habían creído tanciegamente en su plan que ninguno deellos había contemplado otra cosa que el

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éxito. Se hallaban ahora en peligro. Elrefugiado Madanlal Pahwa ignoraba suverdadera identidad, pero sabía queeran de Poona y conocía la existencia desu periódico. Con estos datos, la Policíano tardaría mucho en detenerles.

A la amargura se añadía lavergüenza. Habían incumplido elcompromiso contraído ante losextremistas hindúes de Poona y deBombay, de los que habían recibido eldinero necesario para llevar a cabo suacción. Sobre todo, habían traicionadola confianza de su jefe, el hombre acuyos pies se habían prosternado antesde embarcarse en aquella lamentable

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aventura, Savarkar, el Bravo, su mesías.Nathuram Godsé recordó a su joven

hermano que era padre de familia y, porello, debía regresar urgentemente aPoona y buscarse una coartada. Luego,mandó detener el coche. Gopal se bajó yquedóse mirando cómo se alejabaNathuram, rogando para que, de unamanera u otra, pudiera vengarle de unfracaso por el que se maldecía.

En Birla House el ambiente eraparecido al que reinaba dos días antes,cuando Gandhi rompió su ayuno.Telegramas y llamadas telefónicasofrecían sin cesar nuevos testimonios dealivio. Nehru y Patel acudieron para

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abrazar al Mahatma. Cientos devisitantes hicieron cola a la puerta de suhabitación para testimoniarle su afecto.Entre los primeros, se hallaba EdwinaMountbatten.

—No hay por qué felicitarme, no hedado pruebas de la menor valentía —declaró a la ex virreina con expresiónrisueña.

Gandhi no había pensado ni por unmomento en la explosión de una bomba.Había creído realmente que se tratabade unos ejercicios militares.

—Si alguien me hubiera disparado abocajarro —añadió—, y yo le hubierahecho frente sonriendo y repitiendo el

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nombre de Rama, sólo entoncesmerecería vuestros homenajes.

D. W. Mehra, director generaladjunto de la Policía de Nueva Delhi yencargado de las investigacionescriminales, se hallaba postrado en camaa consecuencia de una gripe. Tresmensajes llegaron a su cabecera durantela tarde del 20 de enero. El primeroinformaba que había estallado unabomba durante la oración pública deGandhi y que había sido detenido elculpable. Dos horas después, el segundoprecisaba que el autor del atentado se

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negaba a hablar. Mehra autorizóinmediatamente el procedimiento deinterrogatorio llamado de «tercergrado». Pero fue el último mensaje elque determinaría el curso de lainvestigación policíaca. Firmado por susuperior D. J. Sanjevi, director generalde la Policía de Nueva Delhi, lenotificaba: «No se ocupe del atentado deBirla House. Tomo personalmente enmis manos este asunto».

La orden era tan extraña comoinesperada. Aunque su autor era, enefecto, el jefe oficial de la Policía de lacapital india, no acostumbraba ocuparsede investigaciones criminales, dejando

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esta responsabilidad a su brillanteadjunto. Ninguna afición particular alarte de la investigación policíaca habíaimpulsado, en efecto, a este altofuncionario procedente de la ramapolítica de su Administración a obtenerel cargo supremo que ocupaba, sino elsimple deseo de gozar de las ventajas yprerrogativas inherentes al cargo.«Antes de retirarme —había confesadoSanjevi—, quiero un automóvil conbanderín en el guardabarros, una escoltaen jeep y una guardia de honor que mepresente armas cuando llegue a midespacho».

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En su celda de la comisaría dePolicía de Parliament Street, MadanlalPahwa comenzaba a pagar el precio dela celebridad que le habían augurado losastrólogos. Con el cuerpo magullado ytumefacto el rostro, cedía poco a poco alos golpes de los tres policías que leinterrogaban sin descanso desde hacíados horas. Pero no quería traicionar asus camaradas. Convencido de querepetirían el intento, deseaba dejarlescampo libre durante el mayor tiempoposible.

No podría evitar, sin embargo, dejarescapar una información que resultaríade capital importancia. Reconoció no

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ser un refugiado que hubiera actuado enun acceso de locura, sino pertenecer aun grupo organizado. Sus miembroshabían decidido matar a Gandhi,explicó, «porque quería obligar a losrefugiados hindúes a devolver lasmezquitas y las casas musulmanas,porque él era el causante de que sehubieran entregados las rupias alPakistán y porque no cesaba de acudiren auxilio de los musulmanes».

Horas después, calculando que suscómplices habían tenido tiempo dealejarse suficientemente, dio algunosdetalles sin interés sobre lo que habíahecho antes del atentado. Luego, llevado

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de un irreprimible deseo de destacar,dejó escapar una segunda informaciónesencial. Se jactó de haber conocido aSavarkar y de haber oído hablar muchoen su casa de «las fechorías deGandhiji». Logró mantenerse evasivoante las apremiantes preguntas sobre suscómplices, no dando más que un solonombre; y aun entonces se las arreglópara deformarlo, convirtiéndose elposadero Karkaré en un tal «Kirkré». Sudescripción de Nathuram Godsé noguardaba ninguna semejanza con larealidad, a excepción, sin embargo, desu profesión. Se trataba, confesó, «deldirector de un periódico maratha que se

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llama el Rashtryia». Este nombreincompleto y mal escrito representaba,no obstante, la información más valiosaque podía esperar la Policía.

Durante el interrogatorio, variosinvestigadores practicaban unainspección en la sede del partido HinduMahasabha y en el hotel «Marina» deConnaught Circus. No encontraron anadie. Badgé huía ya a centenares dekilómetros, en un tren que se dirigía aPoona. Karkaré y Gopal Godsé sehabían escondido bajo nombres falsosen un hotel de la Vieja Delhi. Apté yNathuram Godsé habían abandonado elhotel «Marina» varias horas antes.

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Sobre la mesa de la habitación número40, los policías descubrieron, sinembargo, un cuarto indicio importante.Era un artículo mecanografiado en elque se denunciaba la carta que habíanrefrendado todos los dirigentes deNueva Delhi para poner fin a la huelgade hambre de Gandhi. El documentollevaba la firma de un tal AshutoshLahiri, secretario general del HinduMahasabha. A la Policía le habríabastado interrogarle para enterarse deque entre sus relaciones figurabanNarayan Apté y Nathuram Godsé. Esteresponsable de su partido sabíaperfectamente que éstos eran los

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directores de un periódico extremistafinanciado por Savarkar, el HinduRashtra de Poona.

A medianoche, los policíassuspendieron el primer interrogatorio deMadanlal Pahwa. Tenían razonessobradas para sentirse satisfechos.Habían bastado unas horas paraestablecer que se encontraban ante unaconspiración de seis conjurados,partidarios todos ellos de Savarkar,cuya organización se hallaba sometida avigilancia desde el mes de mayo. Lasinformaciones que poseían lespermitirían identificar rápidamente aNathuram Godsé y Narayan Apté. Era un

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buen resultado. Todo policía razonablehabría apostado esa noche por ladetención de los cómplices en muybreve plazo. Sin embargo, estainvestigación tan bien comenzada seríallevada de una manera tan incoherente,tan sorprendente, que, treinta años mástarde, en la India continuaríaalimentando apasionadas controversias.

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XIX

«HAY QUE MATAR AGANDHI ANTES DE QUE

NOS DETENGA LAPOLICÍA»

Gopal Godsé estuvo a punto deatragantarse. Con las manos esposadas,la cabeza cubierta por una capucha yrodeado de policías, un hombreavanzaba hacia la cantina en que

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desayunaba con Karkaré, haciendotiempo hasta la hora de salida del tren.Aterrado, reconoció el traje azul que suamigo Madanlal Pahwa se había puestola víspera para matar a Gandhi.

Madanlal seguía acercándose. Desdeel amanecer, los policías le habíanllevado en cinco ocasiones a losandenes de la estación para hacerleexaminar a todos los viajeros que salíande la ciudad, con la esperanza de atrapara sus cómplices. Respirando condificultad bajo la tela, con la mente enblanco y los ojos nublados por la fatiga,miraba fijamente a todo el mundo. Depronto, se estremeció

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imperceptiblemente. Acababa de ver asus amigos. Fingiendo un acceso de tospara disimular continuó su marcha por elandén. Los dos últimos conjurados quese encontraban todavía en Nueva Delhiiban a poder escapar a la trampa.

La preocupación inmediata de laPolicía tras la explosión de la bombafue la de garantizar la seguridad deGandhi. Aunque su jefe D. J. Sanjevi sehabía hecho cargo de la investigacióncriminal, la responsabilidad de laseguridad del Mahatma incumbía a suadjunto D. W. Mehra. Todavía con

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gripe, arropado en un grueso gabán,tiritando de fiebre, Mehra se presentó enBirla House.

—¡Mubarakbad, dos veces buenasuerte! —exclamó prosternándose anteel Mahatma.

—¿Por qué «dos veces»? —seasombró Gandhi.

—La primera porque, con vuestroayuno, habéis logrado lo que no habíapodido hacer mi Policía: habéisrestablecido la paz en Nueva Delhi. Lasegunda, porque habéis salido ileso delatentado.

—Hermano mío —replicó Gandhicon maliciosa sonrisa—, mi vida está en

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las manos de Dios.Para Mehra, la vida de Gandhi

estaba en sus propias manos. Le explicóque el criminal que había intentadomatarle tenía cómplices que era muyposible trataran de repetir el intento. Porello, solicitaba autorización parareforzar la guardia de Birla House yhacer registrar a todas las personassospechosas que acudieran a lasreuniones de oración.

—No aceptaré jamás —exclamóGandhi fuera de sí—. ¿Registra usted alos fieles que van a orar a un templo ouna capilla?

—En un templo nadie es un blanco

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para la bala de un asesino —alegóMehra.

—Rama es mi única protección —repitió Gandhi—. Si él quiere poner fina mi vida, nadie podrá salvarme, aunqueme hiciera usted custodiar por un millónde sus hombres. Los dirigentes de estepaís no creen en mi no violencia:imaginan que son indispensablesvuestros guardaespaldas. Le repito quemi única protección es Rama, y usted noprofanará con fuerzas de Policía misreuniones de oración ni impedirá a lagente asistir a ellas. Si lo hace,abandonaré Delhi y le haré a ustedpúblicamente responsable de mi marcha.

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Mehra estaba consternado. Conocíaa Gandhi lo suficiente como para saberque no cambiaría de opinión. Erapreciso encontrar un medio deprotegerle aun contra su voluntad.

—¿Me permitiréis al menos acudirtodos los días a vuestra oración? —preguntó.

—A título personal, siempre seráusted bien venido.

Poco antes de las cinco de la tarde,Mehra estaba de regreso en Birla House,esta vez vestido de paisano. Habíahecho aumentar los efectivos deseguridad de 5 a 36 hombres, en sumayoría inspectores de paisano

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encargados de mezclarse con losasistentes. Por su parte, Mehra llevababajo su gabán un «Webber & Scott» denueve milímetros con una bala en larecámara. Había servido en la fronteraindoafghana. Especialista en la guerrade guerrillas, podía desenfundar y metertres balas en el ojo de un búfalo a diezmetros de distancia y en menos de diezsegundos. Cuando el Mahatma sedispuso a salir de la habitación, elpolicía se puso a su lado. Se proponíaseguir haciéndolo todas las tardesmientras el Mahatma estuviera en NuevaDelhi.

Demasiado débil todavía para

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caminar, Gandhi tuvo que ser llevadohasta el lugar de la oración. Susprimeras palabras fueron para el jovenrefugiado que había jurado vengar lossufrimientos que la partición habíainfligido en los suyos.

—No condenéis ni odiéis aldesdichado que hizo estallar esa bomba—dijo—. No tenemos derecho acastigar a uno de nuestros hermanosporque consideremos que ha hecho mal.

Para Sanjevi, el jefe de la Policíaque había querido tomar a su cargo lainvestigación, una cosa era segura. La

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conspiración se había tramado en laregión de Bombay. Madanlal Pahwareveló, en efecto, que todos suscómplices eran originarios de laprovincia de Maharashtra. Él mismohabía venido de Bombay. Sanjevi alertó,pues, a su homólogo local. Le envió,incluso, por avión a dos inspectores desu Brigada de Investigación Criminalcon la misión de comunicarle latotalidad de las informacionesrecogidas en Nueva Delhi. Mas, por unarazón inexplicable que sería la primeraincoherencia de esta extrañainvestigación, los dos inspectoresomitieron llevar el único documento

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susceptible de poner inmediatamente alos policías de Bombay sobre la pista delos asesinos: la declaración deMadanlal Pahwa obtenida ymecanografiada el día anterior.Solamente llevaban una pequeña fichaen la que se resumían algunasindicaciones, así el nombre de Karkarédeletreado erróneamente como«Kirkré». Esta ficha no mencionaba paranada la información más importante: laaproximativa identificación delperiódico que Godsé y Apté dirigían enPoona.

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El policía de Bombay ante quien sepresentaron los dos enviados de Sanjeviposeía ya una información más útil porsí sola que los escasos datosconsignados en la ficha.

A sus treinta y dos años, JamshidNagarvalla era el número dos de laBrigada de Investigación Criminal deBombay. No se le había encomendado,sin embargo, el asunto en atención a suscualidades de fino sabueso. Pero laelección revelaba el constante dilema aque se veía enfrentada la Policía india.Si confiar la investigación a un

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musulmán habría sido sacrilegio,encargársela a un hindú suponía correrel riesgo de permitir que un adversariooculto del Mahatma impidiera la capturade los conjurados. Nagarvalla no era nilo uno ni lo otro: era un parsi.

Al designarlo, el ministro delInterior de la provincia de Bombay lehabía comunicado una información,sobre las actividades de cierto númerode extremistas de la región. Nagarvallaencontró en ella el nombre del posaderoKarkaré. Convencido de que la pista deese Karkaré pasaba fatalmente por ladiscreta villa del fanático mesías delhinduismo, Nagarvalla había pedido

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autorización para detener a Savarkar.Partiendo de él, esperaba desvelar loshilos de la conspiración.

—¿Se ha vuelto usted loco? —sehabía indignado el ministro—. ¿Quiereprender fuego a la provincia entera?

No pudiendo entregar a loscarceleros de la prisión municipal alinstigador probable del crimen,Nagarvalla decidió someterlo a laatención de una brillante organizacióncreada por los ingleses que constituía elorgullo de la Oficina de InvestigaciónCriminal de Bombay: la brigada deconfidentes. Formada por 150 hombres ymujeres cuyas identidades solamente

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eran conocidas por su jefe, se componíade ciegos, lisiados, mendigos, mujeresmusulmanas veladas, vendedoresambulantes de frutas, barrenderos.Desde hacía más de un cuarto de siglo,esta corte de los milagros habíavigilados a los agitadores políticos y atoda el hampa de Bombay. Nadie, sedecía, podía escapar a su vigilancia. Laprimera decisión de Jamshid Nagarvallafue asignarle un nuevo objetivo: la casade Savarkar.

La investigación del comisario parsicomenzó bajo los mejores auspicios. A

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las pocas horas, averiguaba que un talBadgé, pequeño traficante de armas dePoona, se hallaba implicado en laconspiración destinada a suprimir alMahatma.

Alertada inmediatamente, la Policíade Poona comunicó que se ignoraba elparadero de Badgé y que,probablemente, se hallaba oculto «en losbosques que circundan la ciudad»,Nagarvalla cometió el error de creerbajo palabra a sus colegas de Poona.Incompetencia o engaño deliberado, suinforme no reflejaba la realidad. Menosde cuarenta y ocho horas después delatentado de Birla House, el falso sadhu

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estaba, en efecto, de regreso en su casa,donde reanudaba tranquilamente susocupaciones, «tejiendo» en su trastiendalos chalecos blindados de los que tanorgullosos se sentía.

Pero esto no era más que elcomienzo de las sorprendentesanomalías de esta investigación. A suregreso a Nueva Delhi, los dosinspectores enviados a Bombay porSanjevi redactaron un sorprendenteinforme de su misión. Hemos«recomendado a nuestros colegas deBombay la urgente búsqueda deldirector de un periódico llamadoRashtryia», afirmaron. Para respaldar

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esta declaración, habían adjuntado a suinforme un extracto de la primeradeclaración de Madanlal Pahwa relativaa los lazos que unían a dos de suscómplices en este periódico.Aseguraban haber presentado estedocumento al comisario Nagarvalla. Erafalso. Por una misteriosa razón, losinspectores de Nueva Delhi no habíantransmitido la única información quehabría permitido a los policías deBombay ponerse inmediatamente aseguir la pista de los culpables.

La investigación evolucionó

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espectacularmente el tercer día, cuandoMadanlal Pahwa aceptó, al fin, decirlestodo. Su confesión se prolongó durantecuarenta y ocho horas y ocupó 54páginas mecanografiadas, que firmó alas nueve y media de la noche del 24 deenero. El documento fue triunfalmentellevado a Sanjevi. Esta vez, Madanlalno había ocultado nada[44]. Reveló queel famoso periódico Rashtryia, cuyonombre mencionó la tarde del atentado,se llamaba en realidad Hindu Rashtra y,detalle primordial, que se publicaba enPoona. Para el jefe de la Policía deNueva Delhi era ahora un juego de niñosidentificar a Nathuram Godsé y Narayan

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Apté. Le bastaba con ordenar que seconsultara en la biblioteca delMinisterio de Información o del Interiore l Anuario de Prensa de la Provinciade Bombay. En la letra H, podía leerse:

«Hindu Rashtra, diario publicadoen maratha en Poona. Propietario: V. D.Savarkar. Director: N. V. Godsé.Administrador: N. D. Apté».

La prueba definitiva de que ese «N.V. Godsé» era uno de los cómplices fueaportada pocas horas después bajo laforma de una camisa blanca, un chalecode algodón y un dhoti. Estas prendashabían sido entregadas para lavar en lamañana del 20 de enero por uno de los

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ocupantes de la habitación 40 del hotel«Marina». Nadie se había presentado areclamarlas. En cada una de las prendas,las tres iniciales N. V. G. corroborabanla identidad de su propietario, NathuramVinayak Godsé.

Nadie explicaría jamás lasorprendente manera en que el jefe de laPolicía de Nueva Delhi conduciría en losucesivo la investigación. En cuatro díasescasos, sus hombres habían reunidoinformaciones que permitían establecersin ningún género de duda la identidadde, por lo menos, cuatro de los

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conjurados. No sólo no hizo nada pordetenerlos, sino que, incluso, omitiótransmitir las vitales informaciones queposeía a su colega de Bombay, en cuyajurisdicción se encontraba Poona. Ahorabien, todas las pistas de los culpablesconvergían hacia esta ciudad. Losarchivos de la Brigada de InvestigaciónCriminal local contenían, además, todolo que los investigadores podían querersaber todavía acerca de ellos: nombres,domicilios, profesiones, carreras,opiniones y lazos políticos, incluida lahistoria de su asociación con Savarkar.Los expedientes de algunos de ellos,cuyas fichas precisaban «puede ser

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peligroso», contenían, incluso,documentos que, presentados a los 36policías de paisano que montabanguardia alrededor de Gandhi en BirlaHouse, habrían podido salvar por sísolos la vida del Mahatma: lasfotografías antropométricas de NarayanApté y de Vishnu Karkaré.

Pero había algo más asombroso aún.El jefe de esta Brigada de InvestigaciónCriminal de Poona, inspector general U.H. Rana, se encontraba en Nueva Delhien la mañana del 25 de enero, cuandoSanjevi fue informado de lasconfesiones de Madanlal. Los dospolicías analizaron juntos, página por

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página, su declaración. Cada líneahabría tenido que hacer dar un salto alinspector de Poona. La existencia delperiódico Hindu Rashtra tenía que serletan familiar como la del Times of India,al igual que los nombres de susdirectores: era él, en efecto, quien habíaanulado la vigilancia policial a que seles sometió con motivo de la suspensiónprovisional de su periódico en el mes dejulio anterior. Pues bien, ni siquiera setomó la molestia de telefonear a sussubordinados para hacerlos detenerinmediatamente. Tampoco se precipitóal primer avión. U. H. Rana se mareabaen los viajes aéreos. Regresó a Poona en

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tren. Y no en un rápido, sino en uncorreo, que tardó más de treinta y seishoras en recorrer el trayecto.

¿Qué explicación buscar a estageneral e increíble negligencia? Quizá laconvicción de que, tras su fracaso del 20de enero, los asesinos no volverían allugar de su crimen. Los policías seequivocaban[45].

En la penumbra del atardecer deldomingo 25 de enero, tres de losconjurados se hallaban sentados, en unextremo del andén de la pequeñaestación de Thana, en las afueras de

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Bombay.Convencido de que se había

organizado una gigantesca caza delhombre a través de toda la India,obsesionado por el temor a caer encualquier momento en las redes de laPolicía, Nathuram Godsé había reunidourgentemente a dos de sus cómplicespara anunciarles una importante noticia.

—Hemos fracasado el 20 de eneroporque éramos demasiado numerosos —declaró a su socio Apté y al posaderoKarkaré—. No hay más que una formade suprimir a Gandhi: es preciso que seencargue de ello uno solo de nosotros.Seré yo.

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Precisó que nadie le había impuestoesta decisión.

—Hacer el sacrificio de la propiavida no es una decisión que puedaimponerse.

Sus dos compañeros le miraronestupefactos. Este tímido muchacho quenunca había logrado nada en la vida,este muchacho incapaz de conservar unempleo, este personaje insólito, esteapasionado del café que odiaba a lasmujeres, este fanático al que una simplejaqueca podía aniquilar, parecíatransfigurado. Irradiaba una serenidadque no le habían conocido jamás. Su vozera tranquila y reposada. El hombre que,

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siendo adolescente, descifraba lossímbolos en el aceite y el hollín en eltranscurso de extrañas ceremoniastántricas, parecía haber encontrado porfin el verdadero sentido de su vida.Nathuram Godsé iba a desempeñar elpapel a que le habían destinadoinconscientemente sus inflamadasarengas desde el agitado verano de lapartición. La India amputada, la Indiaviolada, exigía un brazo vengador. Unsable purificador capaz dedesembarazarse de quienes constituíanun obstáculo a la resurrección militantedel pueblo hindú. Nathuram Godsé seríala Némesis de la India.

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Anunció su intención de regresar loantes posible a Birla House. Esta vez,solamente le acompañarían doscómplices para ayudarle en suspreparativos. Propuso a Apté y Karkaréque formaran con él una nueva Trimurti,una trinidad vengadora, a imagen de latrinidad sagrada de la tierra, el agua y elfuego, de Visnú, Brahma y Siva, uno delos fundamentos de la religión hindú.Pero el asesinato, recalcó, lo realizaríaél solo.

Una vez más, se planteaba unproblema fundamental. ¿Qué armautilizaría Nathuram para ser el brazo dela venganza? Ante todo se imponía la

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búsqueda de un buen revólver. MientrasKarkaré tomaba inmediatamente el trenpara Nueva Delhi, él y Apté intentaríanencontrar en Bombay ese revólver antesde irse en avión a la capital. En ella sereunirían los tres lo antes posible.Nathuram fijó como punto de cita lafuente existente ante la estación de laVieja Delhi. Karkaré debería acudir allítodos los días a las doce de la mañana.

Antes de separarse, Nathuram Godséconcluyó:

—Debemos actuar con rapidez. Hayque matar a Gandhi antes de que nosdetenga la Policía.

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En la tarde de ese mismo día seprodujo un ligero cambio en el ritual queacompañaba la llegada de Gandhi allugar de su oración pública. D. W.Mehra, director general adjunto de laPolicía de Nueva Delhi, que cada nochese «pegaba» al Mahatma, con la manocrispada en torno a la culata de surevólver en el fondo de su bolsillo, sehallaba de nuevo postrado en cama congripe. D. W. Mehra ordenó a uno de sussubordinados, el inspector A. N. Bhatia,que le sustituyera. Sin ser tan buentirador como él, Bathia tenía al menos laventaja de no ser un desconocido paraGandhi. Discípulo ferviente del

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Mahatma, le había visitado confrecuencia. Esta familiaridad le hacíaparticularmente indicado para asumir lasfunciones de guardaespalda.

El día siguiente, 26 de enero, era elaniversario más memorable quizá quepudieran celebrar Gandhi y la India.Dieciocho años antes, en millares deciudades y aldeas, millones de hombresy de mujeres habían jurado combatirhasta la independencia total de su país.El propio Gandhi había redactado eltexto de este compromiso. Desdeentonces, esta fecha se había convertido

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en la «fiesta nacional» de los patriotasindios. Hoy, por primera vez, elaniversario de este día histórico seríacelebrado por Gandhi en una India enque sus palabras eran ya realidad.

El Mahatma ocupó su jornadarealizando una tarea conforme al espíritude esta fiesta. A petición de Nehru,redactó una nueva carta para el partidodel Congreso, una especie de catecismoque debía definir los nuevos objetivosde su movimiento y su papel en la Indiaindependiente. Su extraordinariaresistencia física había superado una vezmás la prueba. El anciano a quien, hacíauna semana, los médicos no concedían

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más que unas horas de vida habíaempezado de nuevo a alimentarsenormalmente. Incluso había reanudadouna vieja y querida costumbre: su paseomatinal.

Estos pasos sobre el césped de BirlaHouse constituían, en cierto modo, losprimeros de la gran marcha que debíaconducirle al Pakistán. Un amigopaquistaní acababa de evocar ante éleste último gran sueño. «Espero conimpaciencia el día en que puedacontemplar, desplegándose a lo largo decien kilómetros, una procesión dehindúes y sikhs regresando al Pakistáncon Gandhiji al frente», le había dicho

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su visitante.¡Electrizante perspectiva! El que

durante tanto tiempo había señalado elcamino a la nación india, partiendo denuevo por el camino mismo de su éxodo,con su báculo de peregrino en la manopara devolver a sus casas al lastimerorebaño de quienes lo habían perdidotodo. Y, ¿quién lo sabía? ¿Por qué nollevar inmediatamente hacia sus hogaresy sus tierras en la India a los millones demusulmanes que habían sido expulsadosde ellas? ¡Qué demostración del poderde la no violencia, qué triunfo para sudoctrina de amor y fraternidad! Sería laapoteosis de su existencia, un «milagro»

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cuyo significado y dimensión reduciríana la insignificancia todos los que se lehabían atribuido hasta entonces. El almade Gandhi, por humilde que fuera, seestremecía ante semejante visión. Nopodía sino pedir a Dios su bendición eimplorar que le concediera la fe, lafuerza y el tiempo necesarios pararealizar este gran designio.

Al regresar a su habitación, mandóllamar a Sushila Nayar. No para unaconsulta médica, sino para pedirle quese pusiera inmediatamente en marcha afin de preparar su entrada en el Pakistán.Según su costumbre, impuso un plazo ala joven: tres días. Dios mediante,

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estaría de vuelta en Nueva Delhi elviernes 30 de enero y, como todas lastardes, podría marchar ante él camino dela oración vespertina.

Por segunda vez en diez días,Nathuram Godsé y Narayan Apté habíantomado el avión de Nueva Delhi.Sentados uno al lado del otro, en laúltima fila del aparato de «Air India»,en la mañana del 27 de enero, matabanel tiempo cada uno a su manera. Godsése había sumido una vez más en lalectura del Hindutva, la fanática obra desu maestro Savarkar, la biblia del

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nacionalismo militante que habíainspirado su vida. Apté, por su parte, noapartaba sus ojos de la azafata.

Su búsqueda de Bombay habíaterminado en absoluto fracaso: nolograron encontrar un buen revólver.Aguijoneados por la convicción de quela Policía estaba a punto de atraparles,obsesionados por la voluntad de actuarcon rapidez, habían decidido reunirsecon Karkaré, convencidos de que, sinduda, podrían comprar el instrumentohomicida en los vertederos de odio yviolencia que eran los campos derefugiados que circundaban la capital.Cuando la azafata hubo terminado de

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servir el desayuno, Apté la llamó. Lereveló que su hobby era la lectura de lasrayas de la mano. Un rostro fascinante essiempre reflejo de una mano interesante,la halagó. Complacida, la azafata sesentó en el brazo de la butaca y le tendióla palma de la mano. No pudiendoreprimir su repulsión por este contactofísico, Nathuram apartó la cabeza.

La última conquista femenina deNarayan Apté prometía ser un éxito.Cautivada por sus predicciones, la jovenaceptó reunirse con él esa misma tarde,a las ocho, en el bar del hotel«Imperial» de Nueva Delhi.

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Para Gandhi nada habría podidojustificar mejor la agonía sufrida durantesu ayuno que el espectáculo que se leofrecía a la entrada de Quwwat-ul-Islam, la gran mezquita de Mehrauli.Construido a unos quince kilómetros dela capital con las ruinas de 27 temploshindúes y jainitas, este santuario era lamezquita más antigua de la India. Unavez al año, con ocasión del aniversariode su fundador, el rey Qutub-ud-Din,primer sultán de Delhi, una gran fiestareligiosa congregaba allí a decenas demillares de musulmanes.

Una de las siete condicionesimpuestas por Gandhi para poner fin a

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su huelga de hambre se refería a estaperegrinación. Había exigido que losmusulmanes pudieran acudir a ella enmasa «sin que les amenace ningúnpeligro». Ni él mismo habría podidoimaginar un éxito tan total. Decenas desikhs e hindúes que, dos semanas antes,habrían recibido a los musulmanes apuñaladas y mandobles de kirpan,estaban situados a la entrada de lamezquita para echar guirnaldas dejazmines y claveles al cuello de losperegrinos que llegaban. Sobre laexplanada, otros sikhs e hindúesofrecían té y golosinas a los fieles.Gandhi se sintió tan conmovido ante el

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espectáculo de esta enorme multitudfraternal que se le saltaron las lágrimas.En testimonio de gratitud, los maulvi leinvitaron a entrar en la mezquita ydirigir la palabra a los asistentes.Quebrantaron, incluso, la tradiciónislámica, invitando a Manu y Abha aacompañarle hasta el corazón delsantuario porque eran, anunciaron, «lashijas de Gandhiji».

Conmovido, el viejo hindú imploróa todos los indios que decidieran «vivircomo hermanos. Aunque vivamosseparados, ¿no somos las hojas de unmismo árbol?»

Luego, regresó a Birla House

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deshecho de fatiga y emoción. Manu yAbha le lavaron los pies y le llevaron sucataplasma de barro. Mientras su cuerpose relajaba, una expresión de serenidadiluminó su rostro. Durante los últimosdías, con frecuencia había meditadosobre el sentido de la providencialprotección que le había salvado de labomba de Madanlal. Después de subaño, escribió a este respecto una nota aun amigo:

«Debo mi vida a la misericordia deDios. Permanezco, no obstante,dispuesto a obedecer a su llamadacuando llegue el momento. Después detodo, ¿quién sabe cómo será el futuro?»

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Conforme a lo convenido, elposadero Karkaré esperaba desdemediodía junto a la fuente que se alzabaante la estación de la Vieja Delhi. Viopor fin a sus dos amigos surgir de lahormigueante masa de refugiadosapiñados en los alrededores de laestación.

Nathuram Godsé y Narayan Aptéestaban desalentados. Nada más bajardel avión, exploraron los campos derefugiados sin resultado positivo.Acababan de perder otro día en la vanabúsqueda de un revólver, día que habíapermitido a la Policía aproximarse más

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a ellos y perfeccionar el sistema deseguridad en torno a Gandhi. Dentro deunas horas, sería demasiado tarde. Suúltima oportunidad de procurarse unarma se hallaba a trescientos kilómetrosde allí, en casa del doctor Parchuré, elhomeópata de Gwalior que, hacía unosmeses, había alistado a Madanlal Pahwaen su milicia privada de fanáticoshindúes. Si se desvaneciera esta últimaesperanza, se verían obligados aabandonar y sufrir ante Savarkar y todossus partidarios la humillación de unsegundo fracaso.

Nathuram Godsé concertó una nuevacita con Karkaré y subió con Apté en el

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expreso de Gwalior. Esa noche, la bellaazafata de «Air India» esperaría en vanoa su seductor en el bar del hotel«Imperial». Esta cita incumplidacostaría un día la vida a Narayan Apté.

Eran casi las doce de la noche delmartes 27 de enero cuando un timbrazodespertó al doctor Parchuré. Alamanecer del día siguiente, mientras susenfermeros compraban en el mercadolos granos de cardamomo, los turiones,las cebollas, la goma de guggal mukul,l a tulsi y el resto de las plantas queintervenían en la composición de sus

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preparados terapéuticos, Parchuréenviaba a unos emisarios para buscar enel bazar lo que habían ido a pedirle susvisitantes.

Godsé y Apté volvieron a tomar eltren de Nueva Delhi esa misma noche, alas diez. Su odisea tocaba a su fin. Ladesenfrenada búsqueda que les habíahecho cruzar dos veces la mitad de laIndia, recorrer los campos derefugiados, explorar los bazares deBombay, escudriñar los barrios dechabolas de Poona, había concluidoentre las especias y las hierbasmedicinales de la consulta de unhomeópata. Envuelta en un trapo, en el

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interior de una bolsa de papel colgadadel brazo de Nathuram Godsé, seencontraba una pistola automática«Beretta», negra, con número defabricación 606 824-P y veinte balas.Ya sólo le quedaba a Nathuram Godsémostrar el suficiente valor parautilizarla… y apuntar bien.

Tras su interminable viaje, U. H.Rana estaba por fin de vuelta en Poona.El jefe de la Brigada de InvestigaciónCriminal cuyos archivos conteníanmaterial suficiente para lanzar a todaslas fuerzas de Policía del país en

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persecución de Godsé y Apté eimpedirles la entrada en Birla House,había regresado a su feudo. Ningúnsentimiento de urgencia, sin embargo, leincitó a precipitarse en su despachocuando bajó del tren. Fatigado, se fue asu casa a dormir.

Nathuram Godsé exultaba de alegríamientras corría hacia Karkaré, que leesperaba junto a la fuente.

—¡Lo tenemos! Esta vez, lo tenemosde veras —le susurró, llevándoselo a unlado.

Como un contrabandista

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descubriendo alguna misteriosamercancía, abrió y volvió a cerrarinmediatamente su viejo abrigo. Karkarétuvo el tiempo justo de ver, sujeta en elcinturón, la culata negra del revólverque tan desesperadamente habíanbuscado.

Nada podía retrasar ya el asesinato.

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Confesión de VishnuKarkaré,

el único superviviente

Mientras charlábamos junto a lafuente, Apté dijo: no tenemos quecometer ahora ningún error. Esabsolutamente preciso quecomprobemos el funcionamiento delrevólver. Tenemos balas suficientes.Mira.

Abrió un bolsillo de su abrigo. Era

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cierto: vi un montón de ellas.Decidimos, pues, buscar un lugar paraprobar el revólver. Pero, adondequieraque íbamos, había mucha gente. Losrefugiados habían invadido todos losrincones de la ciudad. Decidimosfinalmente volver adonde fuimos laprimera vez para probar los revólveresde Badgé y de Gopal en el bosquecillosituado tras el templo Birla. Porsuerte, no había nadie. Nospreguntamos si Gandhiji estaríasentado o de pie cuando Nathurampudiese disparar sobre él. Sería unacuestión de azar. En la duda, decidimoshacer nuestro ensayo en las dos

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posiciones. Apté eligió un árbol, unbabul, que destacaba de los demás. Seagachó y se apoyó contra el troncopara dar una idea de la estatura deGandhi sentado. Con su navaja, hizouna muesca en la corteza a la altura dela cabeza.

—Imagina que la cabeza deGandhiji está aquí, y allí su cuerpo —dijo a Nathuram mostrándole la señal—. No tienes más que apuntar bien.

Nathuram retrocedió unos diezmetros. Luego, hizo fuego. Una vez,dos, tres y, por último, cuatro veces.Nos apresuramos a examinar el lugarque representaba la cabeza de

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Gandhiji. Todos los impactos estabanagrupados en él.

—Perfecto —dijo Nathuramsatisfecho.

La cruzada de Gandhi en NuevaDelhi se acercaba a su fin. Cinco mesesantes había llegado a una ciudad con lascalles cubiertas de cadáveres, loshabitantes aterrorizados y el Gobiernoen plena confusión. La capital habíarecuperado ahora la calma. Podíamarcharse.

Mientras, a menos de quinientosmetros, retumbaban los cuatro disparos

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anunciadores de su muerte, Gandhi fijóla fecha de su partida. Saldría de BirlaHouse cinco días más tarde, el 3 defebrero. Pasaría primeramente diez díasen el ashram de Wardha para recuperaralgunas fuerzas. Desde allí, emprenderíala marcha en busca de su últimomilagro: la peregrinación al Pakistán.

Este jueves 29 de enero, la jornadadel Mahatma fue, como de costumbre,realizada cuidadosamente. Hiló en larueca, hizo ejercicios de escriturabengalí, redactó varias cartas, seentrevistó con numerosos visitantes,tomó una lavativa y soportó durante unahora una cataplasma de barro. Bromeó

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con Indira Gandhi, la hija de Nehru,ofreció su foto dedicada a la periodistaMargaret Bourke-White diciéndole queAmérica debía renunciar a la bombaatómica. La no violencia es la únicafuerza que la bomba no puede destruir,explicó. En caso de ataque nuclear, élprescribiría permanecer donde uno seencontrase y «mirar al cielo sin miedo,rezando por el piloto».

Repentinamente, como una tormentamonzónica, una nota discordante turbó lapaz de esta plácida jornada. Un grupo desikhs e hindúes, supervivientes de unamatanza que se había producido en elPakistán el primer día de su ayuno,

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solicitó ser recibido. Antes incluso deque Gandhi hubiera podido expresar sucompasión, uno de los refugiadosexclamó con voz llena de odio:

—Ya nos has causado bastante mal.Márchate. ¡Vete a esconderte en unagruta del Himalaya!

Esa tarde, camino de la oración, susmanos se apoyaban más pesadamente enlos hombros de Manu y Abha. ElMahatma se dirigió a sus compatriotascon voz particularmente fatigada y triste.Evocó el penoso encuentro que tanto lehabía turbado.

—¿A quién debo oír? —preguntó—.Unos me suplican que permanezca aquí,

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y otros me exhortan a que me vaya. Unosme censuran y me injurian, otros mecubren de alabanzas. Sí, ¿qué debohacer? Yo cumplo la voluntad de Dios.Busco la paz en medio del desorden.

Tras una larga pausa, añadió:—Para mí, el Himalaya está aquí.

Aproximadamente a la misma hora,el director general de la Policía deNueva Delhi recibió una llamada deBombay. Sanjevi reconoció la voz delcomisario Nagarvalla. Tras un principioprometedor, la investigación se habíaatascado. La vigilancia de la casa de

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Savarkar no había aportadoinformaciones decisivas, ya que éste erademasiado hábil para correr el menorriesgo. Sin embargo, el número de susvisitantes parecía un poco sospechoso.

—No me pregunte por qué —confióa Sanjevi—, pero mi instinto me diceque está en marcha un nuevo intento.

—¿Qué quiere usted que haga yo? —protestó Sanjevi—, Los propios Nehru yPatel han suplicado a Gandhi quepermita a la Policía registrar a los queacuden a Birla House. ¿Sabe usted loque ha respondido? Que, si veía un solopolicía entre el público, ayunaría hastala muerte. ¿Qué podemos hacer?

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La respuesta se encontraba ante losojos de otro policía, a 1.200 kilómetrosde Nueva Delhi. Después de haberperdido cuatro días, U. H. Rana, el jefede la Brigada de Investigación Criminalde Poona, se había decidido a pedir losexpedientes de los hindúes extremistassometidos a vigilancia unos meses antes.Conocía por fin la identidad de los quehabían penetrado en el recinto de BirlaHouse el 20 de enero para matar aGandhi. Pero este importantedescubrimiento no saldría jamás de sudespacho: Rana no se tomó la molestiade llamar a Nueva Delhi para comunicarlas señas de Nathuram Godsé y de

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Narayan Apté. Tampoco envió susfotografías al responsable de laseguridad en Birla House.

Como su colega de Nueva Delhi, eljefe de la Policía de Poona estabaconvencido de que los asesinos norepetirían su intento.

En la habitación número 6 del«Hotel de Viajeros» de la estación de laVieja Delhi, los conjurados habíanfijado ya el día y la hora de su crimen.El brazo vengador de Nathuram Godségolpearía el día siguiente, viernes 30 deenero, a las cinco de la tarde.

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Continuación de laconfesión

de Vishnu Karkaré

Nathuram estaba de buen humor.Estaba contento y relajado. Hacia lasocho y media de la tarde, nos dijo:

—Venid, tenemos que comer juntospor última vez. Es preciso que sea unabuena comida, una verdadera fiesta.Tal vez los tres nunca volvamos a tenerotra.

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Bajamos de la habitación yatravesamos la estación hasta elrestaurante «Brandon’s»,establecimiento que pertenecía a unacadena de fondas de estación.

—No podemos ir ahí —dijo Apté—,Karkaré es vegetariano.

—Tienes razón —respondióNathuram, echándome el brazo por elhombro—. Esta noche tenemos quepermanecer juntos.

Y salimos en busca de otrorestaurante. Pedimos una cenaprincipesca: arroz, legumbres conespecias, chapati. El camarero nos dijoque no había leche cuajada de cabra,

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esa bebida que solemos tomar en casacuando celebramos un banquetevegetariano. Nathuram llamó al jefe decamareros y le dio cinco rupias.

—Esta cena es una fiesta —le dijo—. Queremos beber leche cuajada.Vaya a donde quiera, pero tráiganoslaal precio que sea.

Encantados por nuestro festín,acompañamos a Nathuram hasta suhabitación. Estábamos dispuestos aquedarnos con él y charlar, pero nosdijo:

—Ahora, dejadme descansar.Quiero estar solo.

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Al salir de la habitación, Karkaré sevolvió para saludar a su amigo. Elhombre que iba a matar a Gandhi estabaya echado sobre la cama sumido en lalectura de uno de los dos libros que sehabía traído a Nueva Delhi. Era unanovela policíaca, un Perry Mason deErle Stanley Gardner.

Gandhi pasó el último anochecer desu vida puliendo la redacción de lo quesería su testamento, la nuevaconstitución del partido del Congreso. Alas nueve y cuarto, terminado su trabajo,se levantó.

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—Me da vueltas la cabeza —sequejó.

Se tendió, apoyando la cabeza en lasrodillas de Manu, que le friccionó conaceite. Para sus íntimos, estos momentosque precedían al sueño eran la parteprivilegiada en la agitación del día,breve cuarto de hora en que Bapucesaba de pertenecer a todos para sersolamente de ellos. Descansado y feliz,Gandhi tenía costumbre de hacerentonces el balance de la jornada,esmaltando sus frases con su dulceironía habitual.

Esta noche, el Mahatma estaba triste.Incapaz de olvidar la imagen del

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refugiado lleno de odio que le habíainjuriado, guardó silencio durante variosminutos. Luego, reflexionando en lacarta que acababa de redactar, atacó lacreciente corrupción de los jefespolíticos.

—¿Cómo podremos mirar cara acara al mundo, si persiste tantacorrupción? —se inquietó—. El honorde la nación entera se halla ligado a losque han participado en el combate por laliberación. Si ellos abusan de su poder,no podemos sino esperar lo peor.

Tras un nuevo silencio, recitó enurdu, con voz apenas audible, unaestrofa de un poeta nacido en Allahabad:

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«Efímera es la primavera en eljardín del mundo. ¡Apresuraos acontemplar el grandioso espectáculoantes de que desaparezca!»

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Continuación de laconfesión

de Vishnu Karkaré

Apté y yo estábamos excitados alsepararnos de Nathuram y no teníamosganas de dormir. Salimos a la calle yentramos en el primer cine queencontramos. La película presentabaun relato de Rabindranath Tagore, elgran poeta bengalí. En el descanso,estuvimos charlando en el vestíbulo. Yo

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estaba inquieto.—¿Crees de verdad que Nathuram

podrá lograrlo? —pregunté a Apté—.No será fácil.

—Escucha, Karkaré —merespondió Apté—, conozco a Nathurammejor que tú. Voy a decirte cómodecidió matar él mismo a Gandhi.Cuando huimos de Delhi en la nochedel 20 de enero, fuimos en tren aCawnpore en un coche-cama deprimera clase. Nos pasamos charlandoparte de la noche, y no dormimos muybien. Hacia las seis de la madrugada,casi habíamos llegado, cuandoNathuram saltó de su litera. Me

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sacudió. «¿Estás durmiendo, Apté? —me preguntó—. Escucha, me encargaréyo de ello, yo y nadie más. Es precisoque lo haga un hombre dispuesto asacrificar su vida. Yo seré ese hombre.Lo haré completamente solo».

Apté clavó entonces en mí unaardiente mirada. En voz baja, para queno pudiera oírle ninguno de los que seencontraban a nuestro alrededor, perorecalcando bien sus palabras, añadió:

—¿Sabes una cosa, Karkaré?,cuando oí a Nathuram pronunciar esaspalabras, vi ante mis ojos, tendido enel suelo del vagón, el cadáver delMahatma Gandhi.

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Un violento acceso de tos sacudía aGandhi. Al verle sufrir así, la muchachaque había compartido todas sus pruebasdesde hacía un año, sintió llenársele losojos de lágrimas. Manu sabía queSushila Nayar había preparado tabletasde penicilina por si se producía unacrisis, pero no se atrevía a ofrecérselas;cuidar al Bapu era cada vez más difícil.Cuando, finalmente, se decidió atraerlas, su reacción fue exactamente laque ella había previsto: un reproche. Suactitud, declaró Gandhi, revelaba unafalta de confianza en quien era su únicoprotector, Rama.

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—Si muero dominado y deshechopor la enfermedad, o, incluso, por unsimple forúnculo —explicó entre dosaccesos de tos, tu deber será proclamaral mundo entero que yo no era unverdadero Mahatma. Pero, si se produceuna explosión como la semana pasada—añadió mirándola con ternura—, o sialguien dispara sobre mí y sus balas mealcanzan en pleno pecho sin que exhaleun suspiro, y muero con el nombre deRama en los labios, entonces podrásproclamar a la tierra entera que yo erau n verdadero Mahatma. Pues serábeneficioso para el pueblo de la India.

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Al salir del cine, Karkaré y Aptéregresaron al «Hotel de Viajeros» yabrieron sin ruido la puerta de lahabitación número 6 para echar unvistazo. Nathuram Godsé había dejadosu libro: yacía inmóvil sobre la cama.Le pareció a Karkaré «que estabaprofundamente dormido, sin que leturbara, al parecer, la más mínimapreocupación».

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XX

«LA SEGUNDACRUCIFIXIÓN»

La última jornada de la vida deMohandas Karamchad Gandhi comenzócomo todas las demás: con la oracióndel amanecer. Sentado en la posicióndel loto, con la espalda apoyada contrala pared, salmodió a coro con susíntimos los versículos del canto celeste

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del hinduismo, el Bhagavad Gita. Estamañana del viernes 30 de enero de1948, había elegido los dos primeros desus dieciocho diálogos:

Puesto que es segura lamuerte para quien nace

y seguro el renacimientopara quien muere,

¿por qué compadecerte antelo ineluctable?

Después de lo cual, Manu sostuvo aGandhi hasta la pequeña habitación quele servía de lugar de trabajo. Sentándoseante su baja mesa, pidió a Manu que

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canturreara para él un cántico cristianoque le agradaba especialmente: «Teabrume o no la fatiga, no te detengas, oh,hermano».

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Continuación de laconfesión

de Vishnu Karkaré

De acuerdo con lo convenido, a lassiete de la mañana fui con Apté abuscar a Nathuram a la habitación 6del «Hotel de Viajeros». Ya estabadespierto. Nos quedamos allícharlando juntos, bebiendo té y café.Bromeamos, reímos y discutimos.Luego, bruscamente, nos pusimos

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serios. Acabábamos de rendirnos a laevidencia: Nathuram iba a matar aGandhi dentro de unas horas, pero niél ni nosotros teníamos la menor ideade cómo se las iba a arreglar. Erapreciso que elaborásemos un plan.

Estábamos convencidos de que,después de la explosión de la bomba deMadanlal, Birla House se habíaconvertido en una verdadera fortaleza.Sin duda, la Policía registraba a losfieles que acudían a la reunión deoración para comprobar que no teníanarmas. Debíamos encontrar un mediode introducir sin peligro el revólver.

Reflexionamos largo rato y, luego,

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Nathuram dijo que tenía una idea:compraríamos a un fotógrafoambulante su máquina con el trípode yel paño negro. Ocultaríamos la pistolaen su interior. Nathuram colocaría lacámara ante el micrófono de Gandhi.Se situaría bajo el paño y, asíescondido, podría disparartranquilamente sobre Gandhi.

Salimos, pues, en busca de unfotógrafo. Encontramos uno cerca de laestación. Pero, después de haberexaminado detenidamente elinstrumento, Apté declaró que la ideano servía. Nadie usaba ya esa clase demáquinas fotográficas. Un verdadero

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fotógrafo utilizaría con toda seguridaduna cámara pequeña alemana oamericana.

Volvimos entonces a la habitaciónpara buscar otra solución. Apté sugirióutilizar un burqa, el velo que llevan lasmujeres musulmanas para salir a lacalle. Por entonces, acudían muchasmujeres musulmanas a la oración deGandhi, pues era su salvador. Además,las mujeres solían estar en lasprimeras filas, lo que permitiría aNathuram disparar prácticamente abocajarro. Nos sentimos muy excitadosante esta idea. Nos precipitamos albazar para comprar un burqa, el más

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grande que hubiera, y se lo llevamos aNathuram.

Nada más ponérselo, Nathuramcomprendió en seguida que aquello noserviría. «Nunca conseguiré sacar mirevólver —declaró— y, para mi eternavergüenza, seré capturado con estevestido de mujer sin haber matado aGandhiji».

Se hacía urgente encontrar unabuena solución. Habíamos perdidotoda la mañana. Solamente nosquedaban seis horas para la horafijada, y seguíamos sin tener un plan.Por fin, Apté le dijo a Nathuram: «Lascosas más sencillas son con frecuencia

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las mejores», y le sugirió que sevistiera con uno de los uniformes colorcaqui que muchos antiguos soldadosllevaban entonces en Nueva Delhi. Unmilitar corría menos riesgo de serregistrado a la entrada. La ampliacamisa flotante disimularía a laperfección el revólver. A falta de unaidea mejor, adoptamos esta solución.Volvimos, pues, al bazar paracomprarle un uniforme a unropavejero.

Luego, fuimos a ver de nuevo alfotógrafo cuya máquina habíamosestado a punto de comprar. Ycometimos una enorme, insensata y

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sentimental estupidez: nosfotografiamos los tres juntos.

Después, volvimos a la habitaciónde Nathuram para descansar un poco yponer a punto los detalles de nuestroplan. Decidimos que Nathuram iría elprimero a Birla House y que al pocorato Apté y yo nos reuniríamos con él.En el momento de matar a Gandhi,estaríamos uno a cada lado deNathuram. De este modo, si alguienintentaba interponerse, nosotrospodríamos rechazarle y permitirle aNathuram apuntar bien.

Había llegado el momento deabandonar la habitación. Nathuram

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metió siete balas en el cargador, secolocó el revólver en el cinturón ysalimos.

Fuimos a sentarnos en la sala deespera de la estación para pasar allí eltiempo hasta el momento de ponernosen camino. De pronto, Nathuramanunció que tenía ganas de comercacahuetes. No era un capricho muygrande, y sentíamos tal afecto hacia élque habría podido pedirnos cualquiercosa. Estaba dispuesto a sacrificarse.No queríamos que nada pudieracontrariarle.

Apté salió, pues, en busca decacahuetes. Volvió al poco rato,

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lamentándose de que no había uno soloen toda Delhi. «¿Servirían unosanacardos? ¿O almendras, quizá?»Nathuram hizo una mueca. «¡Tráemesólo cacahuetes!»

Como queríamos contentarle a todacosta, Apté salió de nuevo. Al cabo deun rato, regresó resplandeciente dealegría con un enorme cucurucho decacahuetes en la mano. Nathuram sededicó a devorarlos con glotonería.Cuando el cucurucho quedó totalmentevacío, ya era hora de partir. Decidimosdetenernos primero en el templo Birla.Apté y yo queríamos orar a lasdivinidades y tener su darsan.

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Este tipo de preocupaciones nointeresaba a Nathuram. Se fue aesperarnos al jardín existente detrásdel templo, cerca del bosquecillo dondehabíamos probado el revólver.

Nos quitamos los zapatos en elumbral del santuario y entramosdescalzos. Tras cruzar la puerta,agitamos el badajo de la campana paraadvertir a las divinidades de nuestrapresencia. Nos recogimos primero anteLakshmi Narayan, divinidad muyquerida de los hindúes. Luego, nosdirigimos hacia el altar de Kali, ladiosa de la destrucción, para tener conella nuestro darsan. Nos prosternamos

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en silencio y, luego, permanecimosante ella con las manos juntas.Después, echamos unas cuantasmonedas a sus pies. Dimos tambiénvarias monedas al sacerdote brahmánque nos entregó un dhista, vasija deagua sagrada del Yamuna, en la queflotaban pétalos de flores. Lanzamoslos pétalos a los pies de la diosa Kali,implorándole que coronara con el éxitonuestra empresa. Luego, noshumedecimos los ojos con el aguasanta del Yamuna.

Nos reunimos con Nathuramafuera, en el jardín. Estaba junto a laestatua del gran guerrero Shivaji, el

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héroe nacional hindú. Nos preguntó sihabíamos tenido nuestro darsan.Respondimos afirmativamente, yNathuram nos anunció: «Yo también hetenido mi darsan».

Nathuram Godsé había tenido sudarsan con una efigie esculpida sobreuna columna, la del gran guerrero quelogró expulsar de las colinas de Poona alas tropas del emperador mogolAurangzeb. Era Shivaji y su sueño de ungran imperio hindú lo que habiainspirado a Godsé el crimen que sedisponía a cometer.

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Los tres conjurados pasearon unosminutos por el jardín. Luego, Apté mirósu reloj. Eran las cuatro y media.

—Es la hora, Nathuram —anunció.Nathuram echó un vistazo al reloj de

Apté, miró fija y largamente a sus dosamigos y les saludó con las manos juntasante el pecho y el busto ligeramenteinclinado.

—Namaste —dijo—. Me preguntocuándo estaremos reunidos de nuevo.

Los ojos de Karkaré le siguieronmientras descendía sosegadamente laescalinata del templo y se mezclaba conla multitud para buscar una tonga. Sesentó al lado del cochero. Sin volver la

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vista hacia atrás, partió hacia su cita conel padre de la nación india.

Fiel al estribillo de Manu —«No tedetengas, oh, hermano»—, Gandhi pasóuna jornada laboriosa. Con gran alegríapor parte de sus íntimos, había ganadoun poco de peso y podido caminar unospasos sin ayuda. Era la prueba de quevolvían sus fuerzas y la señal de queDios tenía aún grandes tareas queconfiarle.

Había recibido numerosas visitas.La entrevista más penosa de todas aúnse mantenía con uno de sus más antiguos

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colaboradores, Vallabhbhai Patel, elmilitante que había ido dando formadurante veinte años al partido delCongreso y obligado a los maharajás aincorporar sus reinos a la nueva India.Entre Patel, inflexible y realista, yNehru, el socialista idealista, erainevitable que estallara algún día unconflicto.

Sobre la mesa de Gandhi seencontraba una copia de la carta dedimisión que Patel acababa de enviar alGobierno presidido por Nehru. Pocoantes de su ayuno, Gandhi había habladocon Mountbatten de esta disputa. Elgobernador general urgió al Mahatma

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para que impidiera la marcha de Patel.«No debeis dejarle irse, como tampocoa Nehru —le había dicho—. La Indianecesita de los dos, y deben aprender atrabajar juntos».

Gandhi acababa de convencer aPatel para que se volviera atrás de sudecisión. Muy pronto, pues, él y Nehru,sus dos compañeros, podrían sentarse entorno a su jergón, como en los díascruciales de su lucha por la libertad, afin de arreglar de manera definitiva suquerella y resolver su problema. Comola discusión continuara, Abha llevó aGandhi su comida de la tarde, un cuencode leche de cabra, otro de zumo de

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legumbres y naranjas. Apenas terminadaesta frugal colación, pidió su rueca. Sininterrumpir su entrevista con Patel, hizogirar la antigua rueda de madera,símbolo de su mensaje universal. Hastaen los últimos instantes de su vida,respetaba el principio que siempre lehabía gobernado: «Pan comido sintrabajo es pan robado».

Afuera, sus asesinos se habíanmezclado ya con la multitud llegada parasu reunión de oración. Cinco minutosdespués de Nathuram, Apté y Karkarétomaban a su vez una tonga condirección a Birla House.

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Continuación de laconfesión

de Vishnu Karkaré

Con gran alivio por nuestra parte,no tuvimos ninguna dificultad parapenetrar en el recinto de Birla House.El número de guardias había sidoaumentado, pero nadie registraba a laspersonas que entraban. Dedujimos deello que Nathuram había pasado sinproblemas. Nos dirigimos hacia el

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césped y lo divisamos en medio de laconcurrencia. Tenía aspecto sereno yde buen humor. No nos hablamos,naturalmente. Los fieles estabandispersos, pero, a medida que seacercaban las cinco, empezaron aagruparse. Nos situamos entonces aambos lados de Nathuram. Nointercambiamos una sola palabra conél, ni tan siquiera miramos en sudirección. Parecía absorto, hasta elpunto de haber olvidado por completonuestra presencia.

Según nuestro plan, debía dispararen cuanto Gandhi hubiera subido alestrado. Para darle mayores

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oportunidades de lograrlo, nosdeslizamos en medio de la multitud, unpoco a la derecha según se miraba a laplataforma. Entre el revólver deNathuram y Gandhiji, habría poco másde diez metros. Al calcular estadistancia, me inquieté: «¿PodráNathuram alcanzar su blanco?» No eraun tirador excelente, ni siquiera unbuen tirador. ¿No temblaría y fallaríael blanco? Le observé discretamente,de reojo. Miraba fijamente al frente,impasible, completamente dueño de sí.Eché un vistazo a mi reloj. Gandhiji seretrasaba. Me pregunté por qué.Estaba un poco nervioso.

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Manu y Abha también estabannerviosas. Sus relojes señalaban lascinco y diez, y Gandhi continuabadiscutiendo con Patel. Nada detestabamás el dulce tirano que reinaba sobresus existencias que el hacer esperar,sobre todo a los fieles de sus reunionesde oración. Pero el tono de su entrevistaparecía tan serio, que ninguna de las dosse atrevía a interrumpirle. Por fin, Manule hizo seña de que mirase la hora.Gandhi cogió su viejo «Ingersoll» que lecolgaba en la cintura y se puso en pieprecipitadamente.

—Oh —dijo a Patel—, le ruego que

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me excuse. Ya voy retrasado para micita con el Señor.

Mientras bajaba al jardín, se formóel pequeño cortejo que siempre leacompañaba. Dos de sus miembros sehallaban ausentes esta vez. SushilaNayar, la joven médico que marchabahabitualmente delante de Gandhi, nohabía regresado aún del Pakistán. Encuanto al inspector que remplazaba aldirector adjunto de la Policía aquejadode gripe, tampoco apareció al lado deGandhi. Había sido inesperadamentellamado al cuartel general de la Policíacon motivo de una huelga de empleadosmunicipales prevista para el día

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siguiente.Como todas las tardes, Manu llevaba

la escupidera, las gafas y el cuaderno dereflexiones del Mahatma. Juntamentecon Abha, le ofreció su hombro.Apoyándose familiarmente sobre sus«muletas», Gandhi se puso en camino.

Para ganar tiempo, decidió atajar através del jardín, en vez de dar el rodeohabitual. Durante todo el camino, nodejó de reprender a las dos muchachaspor haberle dejado olvidar la hora.

—¿Por qué tengo que consultar mireloj? Cuento con vosotras para que merecordéis la hora. Sabéis muy bien queno tolero un solo minuto de retraso en la

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oración.Seguía refunfuñando al llegar ante

los cuatro escalones de piedra queconducían al césped donde esperaba lamultitud. Era una tarde bella y apacible.Los últimos rayos del sol formaron unaaureola en torno al rostro del Mahatmacuando apareció ante los fieles. Gandhidejó deslizarse sus dedos de loshombros de sus sobrinas-nietas y subiósin ayuda los escalones, saludando conlas manos juntas. Karkaré oyó elevarsede la multitud un respetuoso murmullo:«Bapuji, bapuji».

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Vishnu Karkaré recuerda:

Me volví hacia la derecha y vi queNathuram hacía otro tanto. De pronto,nos dimos cuenta de que las personasque estaban delante de nosotros seapartaban para dejar paso al cortejo.Gandhiji marchaba a la cabeza.Nathuram tenía en ese instante las dosmanos en los bolsillos. Sacó la manoizquierda. La derecha continuóhundida en el fondo del bolsillo,cerrada en torno al revólver. Con un

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movimiento del pulgar, hizo saltar laaleta del seguro.

En un abrir y cerrar de ojos, habíatomado su decisión: era el momento dematar a Gandhi. Acababa devislumbrar que se le ofrecía unaposibilidad infinitamente mejor que laprevista inicialmente. Le bastaba conavanzar dos pasos y situarse en laprimera fila del estrecho pasillo. Dospasos. Tres segundos. El homicidiosería entonces fácil, casi un actoautomático. Lo más difícil eradesencadenar el mecanismo, dar elprimer paso, que haría ineluctable elasesinato.

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Manu vio de pronto a «un hombrecorpulento, vestido con uniforme caqui»dar ese paso hacia delante.

Karkaré no separaba sus ojos deNathuram:

Le vi sacar el revólver de subolsillo derecho. Ocultando el arma lomejor que pudo entre sus manos juntas,decidió dirigir un respetuoso saludo aGandhiji por los servicios que habíapodido prestar a su país. Cuando

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estuvo a sólo dos metros de nosotros,Nathuram avanzó por el pasillo parasituarse frente a Gandhiji. Con elrevólver todavía escondido entre lasmanos, le vi inclinar suavemente elbusto hacia delante, murmurando:«Namaste, Gandhiji».

Manu creyó que este hombre queríatocar los pies de Gandhi. Alargó elbrazo para apartarlo amablemente.

—Hermano —protestó—, Bapu yava retrasado veinte minutos.

Nathuram Godsé la rechazó congesto brusco y empuñó su «Beretta».

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Con el dedo crispado sobre el gatillo,disparó a bocajarro tres balazos sobreel pecho desnudo que se ofrecía ante él.

Manu se disponía a recoger las gafasy el cuaderno que se le habían caído,cuando oyó el primer disparo. Seincorporó de un salto. Con las manosjuntas en señal de saludo, su bienamadoBapu parecía todavía en movimiento,como si quisiera dar un último pasohacia la multitud. Vio cómo unasmanchas enrojecían su inmaculadokhadi. «He Ram!» «¡Oh, Dios mío!»,suspiró Gandhi. Luego, se desplomólentamente sobre la hierba, con laspalmas de las manos apretadas todavía

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una contra otra en este último gestollegado de su corazón, un gesto deofrenda y de saludo hacia su asesino. Enel hueco de un pliegue de su dhoti, quese iba inundando de sangre, Manu vio elviejo «Ingersoll» cuyo robo tanto lehabía apenado diez meses antes.Señalaba exactamente las cinco horas ydiecisiete minutos.

Louis Mountbatten se enteró de latragedia cuando regresaba de un paseo acaballo. Sus primeras palabrasformularon inmediatamente una preguntaque millares de personas iban a

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plantearse en los próximos minutos.—¿Quién es el asesino? ¿Un

musulmán o un hindú?Nadie lo sabía todavía en el palacio

del gobernador general.Instantes después, acompañado de su

agregado de Prensa Alan Campbell-Johnson, Mountbatten llegaba a BirlaHouse.

Una inmensa multitud se habíacongregado ya en torno a la puerta deentrada. Mientras el almirante se abríapaso con dificultad, un hombre, con elrostro contorsionado por el odio, gritóde pronto:

—¡El que ha matado a Gandhiji es

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un musulmán!Un súbito silencio petrificó a todos

los presentes. Mountbatten se detuvo.—¡Estás completamente loco —gritó

con todas sus fuerzas—, sabes muy bienque es un hindú!

—¿Pero cómo diablos lo sabeusted? —le preguntó Alan Campbell-Johnson, apenas repuesto de su sorpresa.

—No tengo ni maldita idea —respondió Mountbatten—, pero, si elasesino es un musulmán, la India viviráuna de las matanzas más espantosas quejamás haya conocido el mundo.

Eran tantos los que compartían suangustia que el director de la

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Radiodifusión india tomó una decisiónextraordinaria: prohibió que seanunciara inmediatamente la terriblenoticia e hizo que continuara la emisióndel programa que estaba en antena.

Aprovechando esta demora, los jefesdel Ejército y de la Policía ponían a susfuerzas en estado de alerta de unextremo al otro del país.

Sólo a las seis de la tarde, cuarentay tres minutos después del crimen, uncomunicado informó al pueblo de laIndia de la muerte de quien le habíatraído la libertad. Cada una de suspalabras había sido cuidadosamentesopesada:

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«El Mahatma Gandhi ha sidoasesinado en Nueva Delhi esta tarde, alas 5,17. Su asesino es un hindú».

La India había escapado a unamatanza; ya no le quedaba más quellorar.

El cuerpo de Gandhi fuetransportado a la habitación en que,pocos minutos antes, hacía girar todavíasu rueca. Fue depositado sobre su cama.Abha cubrió con una manta su dothi rojode sangre. Alguien recogió sus únicosbienes: unos zuecos de madera, lassandalias que llevaba cuando caminaba

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hacia su asesino, sus tres pequeñosmonos, su Gita, su reloj, su escupidera ysu palangana de metal, recuerdo de laprisión de Yeravda.

Cuando entró Louis Mountbatten, lahabitación ya estaba llena de personas.Lívido, Nehru se hallaba sentado en elsuelo, con la espalda contra la pared yel rostro cubierto de lágrimas. A sulado, como herido por el rayo, Patelmiraba intensamente a aquel de quienacababa apenas de separarse. Una suavemelopea llenaba la habitación: lasmujeres que atendían al Mahatmacontenían sus lágrimas y su dolorsalmodiando versículos del Gita.

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Lámparas de aceite proyectaban suvacilante luz sobre el sudario en unaaureola dorada. Ardían unosbastoncillos, exhalando su suaveperfume de sándalo y almizcle.

Llorando en silencio, Manuacariciaba tiernamente la frente de suquerido Bapu.

El rostro del Mahatma presentabauna serenidad absoluta. Jamás, observóMountbatten, habían parecido tanplácidas sus facciones. Alguien tendió algobernador general una copa de pétalosde rosa, que extendió sobre el cuerpodel difunto, tributo del último virrey delas Indias al hombre que había

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ocasionado la desaparición del imperode su bisabuela. Inspirado por estalluvia de pétalos, Lord Mountbattensintió nacerle una convicción en elcorazón.

«El Mahatma Gandhi —pensó—ocupará en la Historia el mismo puestoque Buda y Jesús».

Mountbatten avanzó entonces haciaNehru y Patel. Apoyando una mano en elhombro de cada uno de ellos, les dijosolemnemente:

—Ustedes saben cuánto quería yo aGandhiji. Entonces, permítanme decirlesuna cosa. Durante nuestra últimaentrevista, me confió su tribulación al

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verles a ustedes distanciarse uno deotro, ustedes, sus viejos compañeros,los hombres a quienes amaba yadmiraba más que a nadie en el mundo.¿Y saben lo que añadió? «Hoy, leescuchan a usted más que a mí mismo.Haga todo lo posible parareconciliarlos».

Tal era, concluyó Mountbatten, eldeseo de Gandhiji en el crepúsculo desu vida. «Si su memoria es tan sagradacomo da a entender el dolor de ustedes,entonces deben olvidar sus diferencias yabrazarse».

Conmovidos, los dos hombres sedirigieron uno hacia el otro y se

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fundieron en un abrazo.En estas horas de aflicción y de

duelo que oprimían los corazones yaniquilaban las voluntades, LouisMountbatten comprendió que podíaprestar un servicio inmediato al país quele había situado a su frente. Se hizocargo de la organización de losfunerales del Padre de la nación.

De acuerdo con Nehru y Patel,sugirió hacer embalsamar el cuerpo deGandhi y colocarlo en un tren especialque recorrería la India para ofrecer alpueblo que tanto había amado y tantohabía servido un último darsan con suMahatma.

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Pyarelal Nayar reveló entonces queel Mahatma había pedido expresamenteser incinerado según la costumbre hindú,dentro de las veinticuatro horassiguientes a su fallecimiento.

—En ese caso —declaróMountbatten—, sólo el Ejército serácapaz de controlar el desarrollo de losfunerales. Pues mañana, en las calles deNueva Delhi, se congregarán unasmultitudes como no se han conocidojamás en el pasado.

Los dos indios se miraronconsternados. Que el profeta de la noviolencia fuese conducido a su pirafuneraria por profesionales de la guerra,

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¿no era hacerle morir una segunda vez?Mountbatten les tranquilizó. Les

recordó que Gandhi admiraba ladisciplina militar. No habría presentadoninguna objeción a que el Ejércitoasumiera una tarea que correspondíaesencialmente al mantenimiento delorden y la seguridad de su pueblo.

Nehru y Patel acabaronconsintiendo. Tras haber dado lasórdenes, Mountbatten regresó paraentrevistarse con Nehru.

—Debe usted dirigirse al país, es enusted en quien confía ahora para guiarle.

—Es imposible —gimió Nehru—,Estoy demasiado emocionado. No sabría

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qué decir.—Su corazón sabrá hacerle

encontrar las palabras, y Dios leinspirará.

La India manifestó su dolor con ungesto simbólico como ninguno. Asícomo Gandhi había lanzado a su pueblopor los caminos de la Independenciadecretando un hartal, una jornada deduelo nacional, así también los indiossolemnizaron su salida de este mundo enel dolorido silencio de otro hartaldedicado al recogimiento. En vano sehabía buscado, flotando sobre las vastas

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llanuras o elevándose de los chamizosde las junglas urbanas, ese halotradicional de la noche india, lahumareda de las hogueras que servíanpara preparar las comidas de sushabitantes. En homenaje al Mahatma,ningún fuego brilló esa noche en lainmensa península.

Bombay adquirió el aspecto de unaciudad fantasma. Desde las lujosasmansiones de Malabar Hill hasta losbarrios de chabolas de Parel, toda laciudad estaba en silencio, a excepciónde los aparatos de radio que difundíansin interrupción los cánticos preferidosde Gandhi: Ramdhan, Oh Dios mío y

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Cuando contemplo tu vivificante cruz.Ante el monumento de la Puerta de laIndia, un hombre exclamó: «¡Voy areunirme con Gandhiji!» y saltó al mar.Decenas más de indios imitaron estegesto. Otros, por decenas también,cayeron fulminados ante la noticia.Cerca del inmenso Maidan desierto deCalcuta un sadhu, con cuerpo y el rostrocubiertos de cenizas, recorría las callesgimiendo incansablemente: «ElMahatma ha muerto. ¿Cuándo vendráotro como él?»

En todas partes las tiendas, cafés,restaurantes, cines, talleres, cerraron suspuertas. En el Pakistán, millones de

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mujeres rompieron sus brazaletes devidrio en un gesto tradicional dedesesperación.

Pero, a menudo también, la cóleravenció al dolor. En Poona, un cordón depolicías tuvo que proteger los localesdel periódico Hindu Rashtra. EnBombay, más de un millar de personasmarcharon sobre la casa de Savarkar. Ennumerosas ciudades, muchedumbresdesencadenadas atacaron los locales delpartido extremista Hindu Mahasabha.

Ranjit Lal, el campesino deChatharpur que el 15 de agosto habíallevado a toda su familia a Nueva Delhipara celebrar de la Independencia, se

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enteró de la muerte de Gandhi por elaparato de radio que el Ministerio deAgricultura había regalado a su pueblo.Inmediatamente, Ranjit Lal, los tres milhabitantes de Chatharpur, así comotodos los de los campos circundantes, sepusieron en camino hacia el lugar en quehabían recibido la libertad para llorar aaquel que había sido su artífice. Comopredijo Mountbatten, un inmenso ríohumano empezó a desembocar en lacapital desde el amanecer.

Cubiertos de pétalos de rosas y deflores de jazmín, los restos mortales del

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Mahatma fueron llevados a la terraza delprimer piso de Birla House. Cincolámparas de aceite, símbolos de loscuatro elementos naturales el fuego, elagua, el aire, la tierra y de la luz que losune, fueron colocados en torno a sucabeza. Luego, la camilla fue inclinadapara ofrecer al pueblo de la India unú l t i mo darsan con su Gran Almadesaparecida.

Desde hacía horas, millares depersonas se disputaban furiosamente elderecho a decir adiós a su liberador.Del mismo modo que en otro tiempodesafiaron en su nombre los lathi de laPolicía británica desafiaban esta tarde

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los de las guardias de Birla House paraver el venerado cuerpo. Millares másinvadieron el jardín donde había sidoasesinado Gandhi, arrancando cada flor,cada mata de hierba para hacer de ellasuna preciosa reliquia.

En el otro extremo de la ciudad, unhombre destrozado se acercó almicrófono de la Radiodifusión india. Enla inmensidad de la aflicción,Jawaharlal Nehru encontró el valor y lainspiración de las palabras queconsiguió pronunciar:

La luz se ha extinguido sobrenuestras vidas y todo es ya tiniebla —exclamó—. Nuestro amado jefe, el que

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llamábamos Bapu, el Padre de lanación, nos ha dejado. He dicho que laluz se ha extinguido, pero no es cierto.La luz que ha brillado sobre este paísno era una luz corriente.

Dentro de mil años, continuaráresplandeciendo. El mundo la verá,pues traerá consuelo a todos loscorazones. Esta luz representaba algomás que el presente inmediato.Representaba la vida y las verdadeseternas, recordándonos el caminorecto, protegiéndonos del error,conduciendo a nuestro viejo país haciala libertad.

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La luz de que hablaba Nehrupertenecía al mundo tanto como a laIndia. De todos los rincones delUniverso llegaron mensajes decondolencia.

En Gran Bretaña, ningúnacontecimiento desde el fin de la guerrasuscitó tanta emoción. En las calles deLondres, las gentes se pasaban de manoen mano las ediciones especiales de losperiódicos, rápidamente agotadas. Elrey Jorge VI, el Primer MinistroClement Attlee, su viejo enemigoWinston Churchill, el arzobispo deCanterbury, entre millares de otros,expresaron su simpatía. El más

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sorprendente de los testimonios fue, sinduda, el del dramaturgo irlandés GeorgeBernard Shaw, a quien Gandhi habíaconocido en Londres en 1931. Suasesinato, declaró, «demuestra lopeligroso que es ser bueno».

El dolor de Francia se manifestó porla voz de su presidente del Consejo,Georges Bidault. Subrayó que «todoslos que creen en la fraternidad de loshombres llorarán la muerte de Gandhi».De África del Sur llegó el tributo dequien había sido el primer adversariopolítico de Gandhi, el mariscal JanSmuts. «Acaba de marcharse un príncipeentre los hombres», reconoció. Desde el

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Vaticano, Pío XII saludó a «un apóstolde la paz y un amigo de los cristianos».Los chinos, los indonesios einnumerables pueblos colonizados sesintieron conmocionados ante ladesaparición del que era el pionero dela independencia en Asia. EnWashington, el presidente Harry Trumandeclaró que «el mundo entero llora conla India».

En Moscú, una considerable multitudacudió a firmar en el registro decondolencias abierto por el primerembajador de la India en la URSS, laseñora V.L. Pandit, hermana de Nehru.Pero ni un solo ministro o alto

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funcionario de José Stalin estampó en élsu firma.

«No puede haber controversiasfrente a la muerte —escribió por suparte Mohammed Ali Jinnah en sumensaje de simpatía—, pues Gandhi erauno de los más grandes hombres quejamás haya tenido la comunidad hindú».Cuando uno de sus colaboradores seatrevió a hacerle notar que la dimensiónde Gandhi rebasaba con mucho el marcode su comunidad religiosa, el dirigentemusulmán no ocultó su desacuerdo. Noimportaba que, quince días antes,Gandhi hubiera puesto en juego su vidapor los musulmanes de la India y por

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salvar al Pakistán de la bancarrota.Jinnah se mantenía inflexible.

—No —objetó—, era lo qué era: ungran hindú.

Como no podía ser por menos,correspondió a la India el honor derendir a su Mahatma el homenaje másvibrante. Se expresó en las columnas deldiario Hindustan Standard. En toda laprimera planta enmarcada por una granorla negra, la sobriedad de un mensajeescrito en caracteres gigantes mostrabalas dimensiones del acontecimiento.

Gandhiji ha sido asesinado por supropio pueblo por cuya redenciónvivió. Esta segunda crucifixión en la

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historia del mundo ha tenido lugar enviernes, el mismo día en que fue muertoJesús mil novecientos quince añosantes. Padre, perdónanos.

El cuerpo del Mahatma fue bajadode la terraza de Birla House después demedianoche. Hasta el amanecer,perteneció de nuevo al pequeño grupoque había compartido su austeraexistencia: sus sobrinas-nietas Manu yAbha, su secretario Pyarelal Nayar, sushijos Ramdas y Devadas y el puñado defieles que habían permanecido a su ladoen las horas gloriosas o dolorosas del

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último año de su vida.De conformidad con la estricta

tradición hindú, Manu y Abhaextendieron estiércol de vaca sobre alsuelo de mármol de su habitación antesde colocar en él una parihuela demadera. Cuando las dos muchachas,ayudadas por los hijos de Gandhi,terminaron de lavar el cuerpo, loenvolvieron en un sudario de khadihilado por uno de sus íntimos y lodepositaron sobre la parihuela, cubierta,a su vez, por una sábana de khadi. Unsacerdote brahmán le untó el pecho conpasta de sándalo y polvo de azafrán, yManu puso un tilak rojo sobre su frente.

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Ayudada por Abha, compuso en torno asu cabeza las palabras He Ram en hojasde laurel y, a sus pies, la sílaba sagradaom con pétalos de flores. Eran las tres ymedia de la mañana, la hora a queGandhi acostumbraba levantarse para suoración. Sus compañeros se sentaronalrededor de su cadáver y entornaron uncántico de despedida.

Cúbrete de polvo, porque serás unamisma cosa con el polvo —cantaban lasvoces, estranguladas por los sollozos—,toma tu baño y ponte vestidos nuevos.Vas a un lugar desde el que no seregresa.

Antes de entregar el cuerpo de su

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Bapu al mundo impaciente que leesperaba, realizaron un último gesto.Todos sabían cuánto detestaba Gandhi lacostumbre de adornar a los difuntos conguirnaldas de flores. Por ello, Devadascolocó en torno al cuello de su padre elúnico adorno que Mohandas KaramchadGandhi llevaría en su viaje a laeternidad, un simple collar hecho depequeñas cuentas de algodón,semejantes a las que él mismo habíahilado esa tarde con su rueca.

Durante toda la noche, el pueblo dela India acudió para rendir homenaje a

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su Mahatma difunto. El barrio enteroretumbaba con un concierto delamentaciones, gemidos y llantos. Alamanecer, la camilla de madera fuellevada nuevamente a la terraza. Con elrostro resplandeciente de serenidad y elpecho herido cubierto de flores, elMahatma Gandhi ofrecía un darsan dedespedida a su amado pueblo.

Poco después de las once de lamañana, la parihuela fue colocada en elvehículo militar que iba a conducirle através de la capital en duelo hasta suúltimo destino terrestre, la pira deRajghat, lugar de cremación de losreyes erigido a orillas del Yamuna.

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Jawaharlal Nehru, con los ojosenrojecidos por las lágrimas, yVallabhbhai Patel ayudaron a Manu yAbha a realizar los últimos ritosfúnebres. Colocaron sobre el cuerpolienzos blancos y rojos, a fin de indicarque el difunto había vivido toda laplenitud de su existencia y que su muerteera una marcha sin pena hacia laeternidad. Luego, le recubrieron con elmanto más glorioso con que podía serenvuelto en su pira funeraria el Padre dela nación: la bandera amarilla, blanca yverde de la India independiente.

El general responsable de las honrasfúnebres, el inglés Sir Rou Bucher,

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comandante en jefe del Ejército indio,inspeccionó el cortejo. Por unaextraordinaria ironía, era la segunda vezque organizaba las exequias deMohandas Gandhi. Era él, en efecto,quien se encargó de preparar losfunerales a los que el indomablehombrecillo se había negado asometerse en 1942, con ocasión de sufamoso ayuno de veintiún días.

Por respeto al horror que sentíahacia el maquinismo moderno, el furgónautomóvil que debía conducir a Gandhial lugar de su cremación no seríapropulsado por su motor: doscientoscincuenta soldados de los tres Ejércitos

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tirarían de él con cuatro largas cuerdasde cáñamo.

A una señal del general inglés, elcortejo comenzó a avanzar lentamente através de la multitud apiñada ante BirlaHouse. Como último homenaje de LouisMountbatten a quien la Gran Bretañahumilló durante tanto tiempo, cuatroautomóviles blindados y un escuadrónmontado de la guardia del gobernadorgeneral abrían la marcha. Era la primeravez que estos jinetes de la vieja guardiade los virreyes rendían honores a unindio. Como las olas volviéndose acerrar sobre la estela de un navío, lamultitud se precipitó tras la procesión,

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ministros, coolíes, maharajás,barrenderos, gobernadores, musulmanescon burqa, representantes de todas lascastas, religiones, razas y colores de laIndia, unidos todos en un mismo dolor.

Los ocho kilómetros de recorridohasta el Yamuna se hallaban tapizadosde una alfombra de rosas y jazmines. Enlas aceras y las calzadas, en los árboles,en las ventanas, sobre los tejados y en loalto de los faroles aguardaban cientos demiles de personas.

Agarrado a un farol, estaba tambiénallí el campesino Ranjit Lal. Habíacaminado durante toda la noche. Cuandoel cortejo pasó lentamente al pie del

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poste en que estaba encaramado y vio elcélebre rostro, se sintió invadido de unaexplosión de gratitud. «Él es —pensó—quien me ha dado la libertad».

Divisando desde el tejado delpalacio de Mountbatten el auténticohormiguero humano que cubría lacélebre avenida de todos los desfilesimperiales, Alan Campbell Johnsonpensó que el hombre que habíacontribuido más que nadie alderrumbamiento del Imperio «recibía asu muerte un homenaje que sobrepasabatodos los sueños de los virreyes». Elhomenaje llegó también del cielo.Cuando el cortejo fúnebre llegó ante los

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altos muros de la prisión municipal enque había estado el liberador de laIndia, tres «Dakota» de las fuerzasaéreas indias dejaron caer una lluvia depétalos de rosas.

Durante cinco horas, el interminablerío se hinchó con nuevos afluentes.Cuando desembocó a orillas delYamuna en la explanada donde habíasido erigida la pira funeraria sobre unapequeña plataforma de ladrillos, loscentenares de miles de fieles que sehabían congregado ya allí parecieronlevantados por una inmensa y poderosaola. La fotógrafo Margaret Bourke-White tuvo conciencia de contemplar «la

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mayor multitud, sin duda alguna, quejamás se haya reunido sobre lasuperficie de la Tierra». La calculó enun millón de personas.

En el seno de esta multitud, uncordón de soldados del Ejército delAire formaba una frágil muralla para uncentenar de personalidades. Ante lapira, destacaba la elevada estatura deLouis Mountbatten.

Cuando los restos mortales delMahatma fueron llevados por encima delas cabezas por sus hijos y sus sobrinas-nietas, un formidable impulso propulsóhacia delante a la multitud. Bajo lapresión, todas las personalidades de las

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primera filas corrieron el riesgo de serarrojadas al fuego. Advirtiendo estepeligro, Mountbatten hizo retrocederunos veinte metros a ministros,dignatarios y diplomáticos. Luego,dando ejemplo él mismo en unión de sumujer, les hizo seña de que se sentaranen el suelo.

Los dos hijos de Gandhi depositaronpor fin su cadáver sobre los grandesleños de madera de sándalo, con lacabeza orientada hacia el Norte según elrito hindú. Eran ya las cuatro de la tarde,y era preciso apresurarse para que losrayos del sol pudiesen bendecir a aquelcuyo cuerpo iban a consumir las llamas.

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Se produjo entonces unaindescriptible confusión. Todo el mundoquería tocar el sudario, echar una flor,añadir su trozo de madera a la altapirámide que encerraba a Gandhi en suúltima prisión terrestre. Ramdas, elsegundo hijo del Mahatma, a quien, enausencia de su hermano mayor,correspondía la responsabilidad depresidir la ceremonia, escaló laplataforma. Ayudado por su jovenhermano Devadas, extendió sobre elcuerpo de su padre una mezcla de ghi,aceite de coco, esencia de alcanfor ypolvos rituales.

Contemplando los restos del hombre

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a quien había tomado tanto afecto, LouisMountbatten se sintió presa de vivaemoción. «Parece que estuvierasolamente dormido —pensó—, y, sinembargo, dentro de unos instantes va adesaparecer ante nuestros ojos en un hazde llamas».

Ramdas Gandhi dio enconces cincovueltas a la pira, mientras sacerdotesvestidos con túnicas amarillas recitabanmantras. Alguien tendió por fin laantorcha sagrada encendida en la llamaperpetua del Templo de los Muertos. Elhijo del Mahatma la elevó por encimade su cabeza antes de lanzarla a la pira.Cuando las primeras lenguas de fuego

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comenzaron a lamer los maderos desándalo, una voz entonó una oraciónvédica:

Condúcemede lo irreal a lo real,de las tinieblas a la luz,de la muerte a la

inmortalidad…

Al elevarse las primeras volutas dehumo, la multitud lanzó un gigantescoclamor y se precipitó hacia delante.Pamela Mountbatten vio a decenas demujeres sollozantes arrancarse loscabellos gritando, desgarrarse sus saris,

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tratar de romper la barrera de policías ysoldados para realizar el ancestral ritode sati, el suicidio de las viudas de laIndia reuniéndose en las llamas con elcuerpo de sus esposos. Bajo lairresistible presión de la multitud,Mountbatten y todas las personalidadespresentes escaparon por muy poco a uninvoluntario sati. «El hecho de sentarnosnos salvó —contaría más tarde—. Sineso, habríamos ardido todos conGandhi».

Un surtidor de chispas ascendió depronto hacia el cielo, mientras unacorona de crepitantes llamas envolvía lapirámide de madera de sándalo.

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Atizadas por el viento glacial que barríalas riberas del Yamuna, se elevabancada vez más altas. El rostro serenodesapareció tras una cortina de fuego.

En el momento en que el gigantescobrasero mezclaba su incandescencia conlos rojizos reflejos del sol poniente ungrito de adiós brotó de un millón depechos: «Mahatma Gandhi amar hogayé!» «¡El Mahatma Gandhi se hahecho inmortal!»

La pira continuó consumiéndosedurante toda la noche, y la multituddesfiló ante los restos de su profeta.

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Perdido entre ella, lastimoso rostroanónimo, se encontraba el hombre quehubiera debido encender aquellasllamas, Harilal Gandhi, el hijo mayordel Mahatma, desecho asolado por elalcohol y la tuberculosis.

Otro huérfano montó guardia tambiénante los rojizos fulgores de las brasas.Una época de la vida de JawaharlalNehru concluía en el fuego que devorabael cuerpo de su padre espiritual. Con laprimera luz del alba, depositó unhumilde ramo de rosas sobre lasardientes cenizas.

—Bapuji —murmuró—, aquí tienesunas flores. Hoy, todavía puedo

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ofrecerlas a tus cenizas. ¿A dónde iré allevarlas mañana, y a quién?

Los restos del hombre mortal quehabía sido el Mahatma Gandhi fueronsumergidos al duodécimo día siguiente ala cremación en un río que fluía hacia elmar. El lugar elegido para estaceremonia era uno de los más sagradosdel hinduismo, el sangam, cerca deAllahabad, donde las azuladas aguas delYamuna se unen con las aguas fangosasdel Ganges eterno en el mismo punto porel que se desliza la corriente secreta delSaravasti. Allí, en Prayag, dondeBrahma el Creador había celebrado unode sus más grandes sacrificios, en la

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confluencia de estos ríos cuyos nombresse hallan ensamblados desde la noche delos tiempos en la trama misma de lahistoria india, en el majestuoso hervorque había arrastrado las cenizas demillones de indios anónimos cuyasalegrías y penas había hecho suyas,Gandhi iba a fundirse para siempre en elalma colectiva de su pueblo como unagota de agua en medio del océano.

La urna de cobre que contenía suscenizas llegó al final de los 615kilómetros que separan Nueva Delhi deAllahabad a bordo de un tren especialcompuesto exclusivamente de vagonesde tercera clase, en medio de un pasillo

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triunfal de millones de hombrespresentes a lo largo del trayecto pararendir homenaje a la Gran Alma de laIndia. En la estación de Allahabad, laurna fue colocada en una carrozafúnebre y llevada a través de unainmensa multitud hasta el río sagrado,donde le esperaba un vehículo anfibiodel Ejército indio. Nehru, Patel, los doshijos del Mahatma, Manu, Abha y variosíntimos se situaron junto a la urna. Tresmillones de peregrinos apiñados en lasorillas siguieron con los ojos a la blancaembarcación, que se alejó aguas abajo.

Cuando llegó el momento, se elevóde la multitud un canto védico

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acompañado del repicar de millares decampanillas, de gongs y del eco de lascaracolas. Centenares de miles de fielescon las frentes ungidas de cenizas ypasta de sándalo entraron entonces en elagua para una gigantesca comuniónmística. Tras echar a la corriente unamiríada de cáscaras de coco y barquitasde hojas llenas de flores, de frutas, deleche, de mechones de cabellos,bebieron ritualmente tres tragos del aguade este río considerado como el cielo enla tierra.

Cuando la embarcación llegó a laconfluencia sagrada, Ramdas Gandhillenó la urna que contenía las cenizas de

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su padre con agua del Ganges y leche devaca sagrada. Agitó suavemente lamezcla, mientras los pasajerossalmodiaban mantras de despedida.

Oh, alma santa, que el aire y elfuego te sean propicios…, que lasaguas de todos los ríos y de todos losocéanos te permitan servir en laeternidad a la causa de todos loshombres…

Al pronunciarse las últimaspalabras, Ramdas Gandhi vaciósuavemente en las olas el contenido dela urna. El fino reguero grisáceo seestiró a lo largo del casco, y cadapasajero lo cubrió con un puñado de

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pétalos de rosa.Llevado por la corriente, atrapado

en los remolinos de las aguasmezcladas, la alfombra de flores,cenizas y leche se alejó muy prontohacia el horizonte. Las cenizas deMohandas Gandhi iban a realizar laúltima y más sagrada peregrinación deun hindú, el largo viaje hacia el mar yhacia el místico instante en el que enGanges eterno las uniese con laeternidad de los océanos. Entonces, elalma de Gandhi escaparía «a lassombras de la noche». Se fundiría con elmahat, el Dios de su celeste Gita.

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En compañía de sus dos fieles sobrinas-nietas,Manu, de 19 años (a la derecha) y Abha, Gandhiemprendió, en los pantanos de Bengala, la últimacruzada de su vida para la reconcialiación de loshindúes y los musulmanes de su país. De puebloen pueblo, Manu dormía cerca de él en loshumildes cobertizos que le ofrecían loscampesinos. Ella le daba masajes, rezaba con él,le preparaba sus cataplasmas de barro, leadministraba los enemas, lo cuidaba cuando teníadiarrea, y comía en su misma escudilla demendigo.

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Tres balas de revólver pusieron fin, el 30 de enerode 1948, a la vida de Gandhi. El asesino (en elcentro) pertenecía a un grupo de extremistashindúes dirigidos por Savarkar (con fez).

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Nathuram Godsé , 39 años, el asesino, sastreconvertido en director de periódico. Signosparticulares: soñaba con una India unificada, le

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gustaban los cacahuetes y tenía terriblesjaquecas. Fue ahorcado.

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Narayan Apté , 34 años, profesor deMatemáticas convertido en administrado deperiódico. Signos particulares: le gustaban las

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conspiraciones, las mujeres y la lectura de laslíneas de la mano. Fue ahorcado.

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Madanlal Pahwa, 20 años, marinero convertido

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en refugiado. Era el único del grupo que lo teníatodo perdido. Signo particular: dispuesto a todopara vengarse de los musulmanes. Condenado acadena perpetua [Pahwa fue puesto en libertadel 13 de octubre de 1964. Murió en Mumbaien el año 2000 (Nota adicional)].

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Vishnu Karkaré , 37 años, posadero que seconvirtió en militante extremista. Signosparticulares: vegetariano, transformó su fonda en

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depósito de armas. Condenado a cadena perpetua[Karkaré salió de prisión el 13 de octubre de1964. Murió en Ahmednagar (Estado deMaharastra) el 6 de abril de 1974 (Notaadicional)].

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Gopal Godsé , 29 años, hermano del asesino,tenía un almacén en Poona. Signo particular: nosabía disparar con pistola pero estaba dispuesto a

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todo para matar a Gandhi. Condenado a cadenaperpetua [Gopal Godsé fue excarcelado afinales de 1965. Murió en Poona el 26 denoviembre de 2005, a los 86 años (Notaadicional)].

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Digambar Badgé , 39 años, traficante de armas y

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fabricante de chalecos blindados. Signosparticulares: 37 arrestos, una sola condena.Testigo de cargo, fue puesto en libertad.

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Manu y Abha, las sobrinas-nietas de Gandhi, enlas exequias del anciano líder.

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Lord y Lady Mountbatten y millones de indiosacompañaron al Mahatma Gandhi a su pirafuneraria.

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La ceremonia de la cremación.

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Envuelto en un simple sudario de Khadi, unaguirnalda de algodón en torno al cuello y lacabeza reposando en una almohada de flores, elliberador de la India va a ser conducido a su pirafuneraria. Luego las cenizas serán llevadas a laconfluencia del Ganges con el Yamuna yentregadas al agua que se había llevado las

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cenizas de millones de indios anónimos, cuyaspenas y alegrías había hecho suyas. Gandhi sefundiría entonces, para siempre jamás, en el almacolectiva de su pueblo.

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EPÍLOGO

La muerte de Gandhi debía lograrlo que su vida no había podidoconseguir. Puso fin a las matanzasreligiosas en las ciudades y aldeas de laIndia.

Ciertamente, subsistirían losantagonismos, pero asumirían la formade conflictos clásicos disputados porejércitos nacionales en los campos debatalla. El asesinato de Birla House erael último sacrificio de la guerra civil y

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religiosa que asolaba la India desdehacía dos años.

El asesino, Nathuram Godsé, fueapresado en el acto con el revólver en lamano. No opuso ninguna resistencia. Lacaptura de sus cómplices se produciríapoco después. Narayan Apté y VishnuKarkaré cayeron en las redes de laPolicía a causa de una mujer. El 14 defebrero, día de san Valentín, fiesta delos enamorados, Apté se ocultaba en unhotel de Bombay cuando oyó llamar a lapuerta. Creyendo abrir a su amante, seencontró en presencia de tresinspectores. Los policías habíadescubierto sus relaciones con la hija de

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su cirujano-jefe. Interceptando unaconversación en su mesa de escucha,tuvieron conocimiento del lugar de sucita.

Nathuram Godsé, el asesino,Narayan Apté, su socio, el posaderoKarkaré, Mandanlal Pahwa, el jovenrefugiado rebelde que había colocado labomba del 29 de enero, Gopal Godsé,hermano menor de Nathuram, Savarkar,el fanático inspirador del movimientohindú extremista, el doctor Parchuré, elhomeópata que había facilitado elrevólver, y, por último, el criado deDigambar Badgé, comparecieron ante lajusticia para responder del asesinato del

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Padre de la nación india.Desde el comienzo del proceso, que

se abrió el 27 de mayo de 1948,Nathuram Godsé reivindicó para sí laentera responsabilidad del homicidio.Declaró que sólo razones políticashabían determinado su gesto y negó todaparticipación de sus coinculpados. Senegó a someterse al único procedimientoque tal vez hubiera podido beneficiarlecon circunstancias atenuantes, un examenpsiquiátrico. Fue condenado a la penacapital.

La sentencia fue idéntica para susocio Narayam Apté, que pagaba así sucita incumplida con la azafata de «Air

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India». En efecto, su presencia enGwalior al lado del asesino el día enque fue encontrada el arma del crimen levalió la pena capital. Otros cincoconjurados fueron condenados a cadenaperpetua. El doctor Parchuré apeló ylogró ser absuelto. Savarkar fueigualmente absuelto por falta depruebas. En cuanto al falso sadhuBadgé, añadió un nuevo triunfo a suasombroso palmarés: puesto adisposición de la acusación, ni siquierafue inculpado.

Pese a las apremiantes peticiones declemencia enviadas por los hijos delMahatma Gandhi y por gran número de

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sus discípulos, el más íntimo compañerodel profeta de la no violencia,Jawaharlal Nehru, se negó a intervenirpara salvar la vida de Nathuram Godséy de Narayan Apté. Habiendo sidorechazado su indulto, al amanecer del 15de noviembre los condenados fueronconducidos al patíbulo de la prisión deAmbala para ser «colgados hastamorir».

Hasta el fin, Apté se había negado acreer en su ejecución: conservaba lainquebrantable convicción de que lesalvaría un indulto en el últimomomento. En tal sentido había leído enlas líneas de su mano el augurio. Al

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descubrir al pie del patíbulo hasta quépunto la quiromancia no era una cienciaexacta, se derrumbó. Fue necesarioarrastrarle hasta la horca.

Nathuram Godsé declaró entestamento que no tenía más bien quelegar a su familia que sus cenizas.Decidió, sin embargo, aplazar su entradaen la inmortalidad hasta que se realizarael sueño por el cual había cometido sucrimen. Desafiando la costumbre hindú,pidió que sus cenizas no fuesensumergidas «en un río que vaya hacia elmar», sino conservadas hasta el día enque pudieran recibirlas las aguas delIndo deslizándose a través de un país

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reunido por fin bajo la dominaciónhindú. Murió valerosamente.

Vir Savarkar, el fanático que habíateledirigido tantos asesinatos políticos,falleció en 1966, en su cama, de muertenatural a los ochenta y tres años.

Después de su absolución, el doctorParchuré regresó a su consulta dehomeópata. En la actualidad continúacurando los pulmones de los habitantesde Gwalior con sus drogas a base degranos de cardamomo, turiones, cebollasy miel.

Temiendo por su vida, el falsosadhu Badgé abandonó su tienda dePoona para irse a vivir a Bombay en un

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piso puesto a su disposición por laPolicía. Allí, reanudó el ejercicio de laprofesión por la que era honorablementeconocido en toda la provincia, lafabricación de chalecos a prueba debalas. En la actualidad, es un prósperoartesano. Sus chalecos cuestan milrupias (setecientos francos) y están tansolicitados que es preciso esperar seismeses para recibirlos.

Beneficiándose de un indulto parcialpor buena conducta, Karkaré, MadanlalPahwa y Gopal Godsé fueron puestos enlibertad en 1969, después de veintiúnaños de encarcelamiento. Karkarévolvió a asumir en Ahmednagar la

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dirección de su posada, ofreciendo a susclientes por 1,25 rupias (un franco) elespartano confort de sus habitaciones des i e te charpoy. Murió de un ataquecardíaco en abril de 1974. MadanlalPahwa se estableció en Bombay.Modesto competidor de las firmasjaponesas cuyos artículos inundan losmercados de la India y de ExtremoOriente, fabrica juguetes en uncamarachón contiguo a su vivienda. Elterrorista que intentó matar a Gandhi conuna bomba se encuentra hoy su mayororgullo en un pequeño cohete de airecomprimido que se eleva a cien metros yvuelve a descender sostenido por su

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paracaídas.Gopal Godsé, el joven hermano del

asesino, vive en el tercer piso de unavieja casa de Poona. En la pared de suveranda se encuentra un mapa gigantedel subcontinente indio. Todos los años,el 15 de noviembre, aniversario de laejecución de su hermano, la urna quecontiene las cenizas de Nathuram escolocada ante el mapa, por el queserpentea una línea de bombillaseléctricas que figuran el curso sagradodel Indo. Ante este emblema de la Indiauna y entera, Gopal Godsé reúne a sufamilia y a los discípulos más fieles deVir Savarkar. Ni el menor rastro de

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remordimientos, ni la más mínimasombra de contrición animan su reunión,cuyo fin exclusivo es glorificar elrecuerdo de un «mártir» y justificar suacto ante la posteridad. Al pie del mapa,iluminado, embriagados por la melopealancinante de un sitar, estos fanáticosagitan su puño derecho, juran ante lascenizas del asesino de Gandhireconquistar «la porción amputada denuestra madre patria, es decir, todo elPakistán, y reunificar la India bajo ladominación hindú desde las orillas delIndo, donde los primeros rishi recitaronel Veda, hasta las selvas que seextienden más allá del Brahmaputra».

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Como había anunciado al aceptar sucargo de primer gobernador general dela India independiente, LouisMountbatten dimitió de sus funciones enjunio de 1948.

Dedicó las últimas semanas de supoder a convencer al único príncipeindio todavía sentado en su trono, elnizam de Hyderabad, que abandonarapacíficamente sus pretensiones deindependencia. En 1949, la India acabópor destronar al monarca mediante unaoperación militar incorporando por lafuerza su reino al territorio nacional.

Hasta el último día, Edwina

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Mountbatten se esforzó en aliviar lamiseria de los refugiados. En cuantollegaba a un campo, los desventuradosse precipitaban para decirle adiós ytestimoniarle su agradecimiento.

La víspera de su marcha, JawaharlalNehru dio en honor de los Mountbattenuna gran cena en la sala de banquetesdel palacio que se disponían aabandonar. Levantando su copa a lasalud de la pareja británica, a la que leunían tantos lazos de afecto y de amistadforjados durante el año más memorablede su vida, Nehru se dirigióprimeramente a Edwina Mountbatten:

—Adondequiera que habéis ido,

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llevasteis consuelo, esperanza y valor.¿Es, pues, sorprendente que los indiosos amen y os consideren como uno delos suyos?

Luego, volviéndose hacia LouisMountbatten, continuó:

—Llegasteis aquí con la más altareputación; pero, ¿no había ya engullidomuchas la India? Habéis atravesado unperíodo de graves dificultades, y, sinembargo, vuestra reputación haconservado todo su esplendor. Ésta es lamás extraordinaria de las hazañas.

Al día siguiente por la mañana,mientras Louis y Edwina Mountbatten sealejaban en el landó dorado que, quince

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meses antes, les había dejado al pie dela gran escalinata de honor, uno de losseis caballos del tiro se negó a avanzar.A la vista de este animal que ningúnlatigazo podía obligar a moverse, unavoz exclamó entre la multitud: «¡Es unsigno de Dios, debéis quedaros connosotros!» Para Louis y EdwinaMountbatten, nada habría podidosuperar a este homenaje.

La cruel enfermedad ocultada desdehacía dos años como un secreto deEstado, acabó por abatir a MohammedAli Jinnah el 11 de septiembre de 1948,

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trece meses solamente después de larealización de su sueño y ocho delasesinato de su viejo adversariopolítico.

Con el valor que había caracterizadotoda su carrera, Jinnah luchó hasta elúltimo instante por consolidar el futurode su amado Pakistán. Murió enKarachi, su ciudad natal, convertida encapital provisional de una gran naciónislámica gracias a su voluntad de hierro.Hasta en el borde mismo de la tumba,Jinnah continuó siendo el inflexiblepersonaje que jamás había dejado deser. A la cabecera de su cama, el últimodía, su médico aún quiso darle ánimos:

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—Le he puesto una inyección. SiDios quiere, todo irá bien.

Jinnah le miró, lleno de lucidez.—No —respondió—, sé que voy a

morir.Media hora después, estaba muerto.El Pakistán sobrevivió a la difícil

época que siguió a su creación, pero nolas instituciones democráticas queJinnah le había dado. Un golpe deEstado militar dirigido por un antiguooficial del Ejército de la India, elmariscal Ayub Khan, puso fin en 1958 alrégimen parlamentario que la corrupciónpolítica había desacreditado. Tras diezaños de un reinado autoritario pero

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beneficioso, el régimen de Ayub Khanfue derrocado por otro golpe de Estadomilitar.

La traumatizante experiencia de laguerra del Bangla-Desh que condujo en1971 a la ruptura del Pakistán y a suseparación en dos Estados, como lohabía predicho antaño LouisMountbatten, restableció un gobiernodemocrático bajo la dirección deZulfikar Ali Bhutto. Aun cuando se veaperiódicamente amenazada por revueltastribales en la Provincia Fronteriza delNoroeste y la del Baluchistán, la cuartanación islámica del mundo —después deIndonesia, Bangla-Desh e India—

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contempla actualmente el futuro conconfianza, asegurándole la solidaridadmusulmana una sustanciosa ayuda porparte de sus vecinos productores depetróleo.

En una eminencia situada en elcorazón de Karachi un suntuosomausoleo cobija bajo su cúpula depiedra el cenotafio de mármol delfundador de la nación, tributo de todo unpueblo al último heredero de susgrandes mogoles.

Como había predicho el MahatmaGandhi, la terrible herencia de la

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partición continuaría sacudiendo duranteaños el subcontinente indio. En dosocasiones, en 1965 y en 1971, la India yel Pakistán se enfrentaron en los camposde batalla. Este desacuerdo impuso a losdos Estados una abrumadora cargafinanciera que, con destino a estérilesgastos militares, desvió recursosindispensables para su desarrolloeconómico y el aumento de laproducción agrícola, es decir, para laelevación del nivel de vida de suspaupérrimos habitantes.

Sin embargo, en menos de unadécada los dos países realizaron laproeza de integrar a la mayoría de los

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millones de refugiados del trágicoverano de 1947. Las fértiles llanuras delPenjab, regadas con la sangre de tantasvíctimas inocentes, recuperaron poco apoco los colores de su feliz pasado, eloro de los campos de trigo, la níveablancura de las cosechas de algodón, elverde de las plantaciones de caña deazúcar. Bajo el vigoroso impulso de supoblación sikh, la parte india de lamutilada provincia se puso a la cabezade la «revolución verde», que lepermitió realizar, en 1970, el gran sueñode la India: una producción de cerealescapaz de subvenir a sus necesidades.Por desgracia, dos malas cosechas, en

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1971 y 1972, interrumpiríanprovisionalmente este sueño.

Pero la restauración de la paz nopodía borrar las dolorosas huellasdejadas por la pesadilla del éxodo. Aambos lados de la frontera trazada porel lápiz de Sir Cyril Radcliffe,subsistían el rencor e, incluso, el odio.El lastimoso destino de un hombre,Boota Singh, el campesino sikh quehabía comprado a una joven musulmanaque huía de su raptor, simbolizaría paramillones de penjabíes las trágicasconsecuencias de sus escisiones, perotambién la esperanza en que lacapacidad del amor del hombre pudiera

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triunfar sobre los más tenaces odios.Once meses después de su

matrimonio, nació una niña en el hogardel sikh y la musulmana. Conforme a lacostumbre, Boota Singh abrió al azar ellibro santo de lo sikhs, el Granth Sahib,y eligió para la niña un nombre queempezaba por la primera letra de laprimera palabra de la página. Ésta erauna «T». Puso a su hija el nombre de«Tanvir», que significa «Milagro delCielo» o «Fuerza de la Gracia».

Ocho años después de estenacimiento, dos sobrinos de BootaSingh, furiosos por la merma que ellosupondría en su herencia, denunciaron a

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Zenib y su hija a las autoridades quebuscaban a las mujeres raptadas duranteel éxodo para proceder a surepatriación. Zenib fue arrancada dellado de su marido y depositada en uncampo de tránsito en espera de quefuesen hallados sus padres en elPakistán.

Loco de dolor, Boota Singh corrió aNueva Delhi a realizar el acto másdifícil para un sikh. Se cortó loscabellos y se hizo musulmán en la granmezquita. Convertido en Jamil Ahmed,se presentó entonces en el despacho delalto comisario del Pakistán para pedirque le fuera devuelta su mujer. En vano.

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Los dos gobernadores habían acordadoaplicar una norma implacable: casadas ono, las mujeres raptadas debían serdevueltas a su comunidad de origen.

Durante seis meses, Boota Singhvisitó todos los días a su esposa en elcampo en que esperaba su traslado alPakistán. Permanecía sentado a su ladodurante horas, llorando en silencio elsueño perdido de su felicidad. Un día,supo que había sido localizada sufamilia y que iba a ser enviada con ella.En una conmovedora escena dedespedida, Zenib juró no olvidarlejamás y regresar en cuanto pudiera.

Proclamando su calidad de

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musulmán, Boota Singh cursó unasolicitud para emigrar al Pakistán. Fuedenegada. Pidió un visado, pero recibióuna nueva negativa. Repartió entoncestodos sus bienes entre los pobres de sualdea, hizo un hatillo con un poco deropa y varios utensilios, introdujo dosmil rupias en su cinturón y cruzóclandestinamente la frontera con su hija,rebautizada Sultana. Dejando a la niñaen Lahore, se dirigió al pueblo en que sehabía establecido la familia de Zenib.Al llegar, descubrió que su mujer sehabía vuelto a casar con un primo suyo alas pocas horas de bajar del camión quela había traído de la India. El pobre

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hombre gemía: «¡Devolvedme a Zenib!¡Devolvedme a mi mujer!» Fuesalvajemente apaleado por los hermanosy los primos de Zenib y, luego,denunciado a la Policía por habercruzado ilegalmente la frontera.

Ante el tribunal, Boota Singh alegóque era musulmán y suplicó al juez quele devolviera su esposa, por lo menosque la dejara expresar libremente suvoluntad. Conmovido por la aflición delanciano, el juez aceptó.

El careo tuvo lugar una semana mástarde en una sala rebosante de unamultitud advertida por los periódicos.Todo Lahore estaba ya al corriente y de

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parte de Boota Singh.Llegó Zenib, rodeada por todos los

miembros de su familia. Parecíaaterrorizada.

—¿Conoces a este hombre? —lepreguntó el juez.

—Sí —respondió ella, temblorosa—, es Boota Singh, mi primer marido.

—¿Conoces a esta niña?—Sí. Es nuestra hija.—¿Deseas volver a la India con

ellos?Zenib volvió la cabeza hacia los

miembros de su familia, que noapartaban los ojos de ella. Unainsoportable tensión reinaba en la sala.

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Boota Singh contenía el aliento. Por fin,Zenib, bajando los ojos, murmurósolamente:

—No.Un grito de animal herido brotó de la

garganta de Boota Singh. Se tambaleó.Cuando recuperó el dominio de símismo, llevó su hija hacia Zenib.

—No puedo privarte de tu hija. Tela dejo.

Mientras hablaba, había sacado delbolsillo un fajo de rupias, que ofreció asu esposa.

El juez preguntó a Zenib si aceptabala custodia de su hija.

De nuevo, un angustiado silencio

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llenó la sala. Desde sus asientos, loshombres del clan de la joven le hicieronseña de que rehusase. No querían que sufamilia pudiera quedar contaminada consangre sikh.

Zenib miró a su hija. Tomarlaconsigo habría sido condenarla a unavida de desdicha.

—No.Boota Singh permaneció inmóvil

largo rato, mirándola. Luego, cogió de lamano a su hija y salió del tribunal sinvolver la vista atrás.

El pobre hombre pasó la nochellorando y rezando en el mausoleo delsanto musulmán Data Ganj Bakhsh,

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mientras su hija dormía al pie de unacolumna. Al amanecer, llevó a la niña aun bazar próximo. Con las rupias que suesposa no había aceptado, le compró unvestido nuevo y un par de sandaliasbordadas con hilo de oro.

Cogidos de la mano, el anciano y suhija caminaron hasta la cercana estaciónde Shahdarah. En el andén, explicó a laniña que nunca volvería a ver a sumamá.

Cuando la locomotora entró en laestación, Boota Singh levantódulcemente a su hija en brazos, laestrechó contra sí y avanzó hasta elborde del andén. La niña tuvo la

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impresión de que se apretaba el abrazode su padre. De pronto, se sintió caerhacia delante. Oyó un pitido y un gritodesgarrador. Luego se encontró al otrolado de la locomotora.

Boota Singh había saltado a la vía.Murió instantáneamente, pero, por unmilagro, la niña estaba ilesa. Sobre elcuerpo destrozado del viejo sikh, laPolicía encontró una carta de despedidamanchada de sangre.

«Mi querida Zenib, has escuchado lavoz de la multitud, pero esta voz nuncaes sincera. No te guardo rencor. Miúltimo deseo es estar cerca de ti.Quisiera que me enterrases en tu pueblo

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y que vinieras de vez en cuando a ponerflores sobre mi tumba».

El suicidio de Boota Singhconmovió al Pakistán. Sus funerales seconvirtieron en una cuestión nacional.Sin embargo, aun en la muerte,continuaría siendo víctima del odio elviejo sikh que había creído escapar a lapesadilla comprando la felicidad por1.500 rupias. La familia de Zenib y loshabitantes de su pueblo le negaron elderecho a reposar en su cementerio. El22 de febrero de 1957, una barricadadefendida por todos los hombres delclan bajo el mando del segundo maridode Zenib se opuso al paso del féretro.

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Temiendo que se produjerandisturbios, las autoridades ordenaron alcortejo fúnebre, seguido por millares depaquistaníes, que regresara a Lahore,donde los restos de Boota Singh fueronsepultados bajo una montaña de flores.

Furiosa por el honor que se habíarendido al viejo sikh, la familia deZenib envió un comando para profanar yarrasar su sepultura. Este gesto provocóla indignación de la población. De todaslas ciudades y aldeas del Pakistánafluyeron millares de rupias ofrecidaspara que se edificara un grandiosomausoleo al mártir del amor. BootaSingh fue de nuevo enterrado bajo una

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montaña de flores. Esta vez, centenaresde musulmanes montaban guardia ante lasepultura del viejo sikh, afirmando coneste gesto la esperanza de que, algúndía, el tiempo acabaría quizá borrandodel Penjab la cruel herencia del año1947[46].

El monumento edificado por la Indiaa la gloria de su Mahatma es una simpleplataforma de piedra negra erigida en elemplazamiento de su pira funeraria aorillas del Yamuna. Unas palabrasgrabadas en inglés y en hindi recuerdanel mensaje de Mohandas Gandhi.

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«Quisiera que la India fuese lobastante libre y fuerte como para sercapaz de ofrecerse en holocausto porun mundo mejor. Cada hombre debesacrificarse por su familia, ésta por laaldea, la aldea por el distrito, eldistrito por la provincia, la provinciapor la nación y la nación por todos.Deseo el advenimiento del Khudai Râj,el «Reino de Dios» sobre la tierra».

¿Qué queda de este grandioso sueñotreinta años después? No gran cosa, enverdad. Como temía en el último año desu vida, los sucesores de Gandhi seapartaron de su mensaje. Para intentarsustraer la India a su subdesarrollo

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económico, prefirieron la vía de laindustrialización y de la técnica a la dela rueca. El lenguaje de una épocasedienta de progreso material, con suvocabulario de planes quinquenales, deritmo de crecimiento, de industriabásica, remplazó para los nuevos jefesde la India las viejas palabras de noviolencia, de fraternidad, de redenciónpor el trabajo manual. El partido delCongreso, que Gandhi soñaba entransformar en un liga al servicio delpueblo, continuó siendo la principalfuerza política india, pero cayó presa deuna creciente corrupción. Los interesesde las quinientas mil aldeas de las que

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Gandhi esperaba la salvación de la Indiafueron subordinados a los de ciudadesinvadidas por los grandes complejosindustriales, que él considerabaresponsables del peor de los males: laseparación del hombre de sus raícesnaturales, su explotación «con el fin deproducir bienes que no necesitabarealmente».

Pero el acontecimiento quizá mássignificativo de los años que siguieron ala independencia se produciría en laprimavera de 1974, en alguna parte deldesierto del Rajastán. El Gobierno delpaís cuyo primer ciudadano habíasuplicado a América la víspera de su

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muerte que renunciase a la bombaatómica, hizo estallar un ingenio nuclear.La gigantesca deflagración que agitóaquel día las entrañas del desierto,¿consagraban acaso la última derrota dela doctrina de la no violencia[47]?.

Sin embargo, si la India no harealizado el sueño imposible deMohandas Gandhi, tampoco harenunciado a todos Sus ideales. Elalgodón de khadi que había propuestocomo vestido a sus compatriotas esllevado todavía hoy por numerososministros y millones de indios. Elpríncipe de la elegancia que fueJawaharlal Nehru continuó llevando

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hasta su muerte el traje nacional de quele había vestido su padre espiritual. Fiela su mensaje de sencillez, se desplazabasolamente en un pequeño automóvilindio, con su chófer por única escolta.

A pesar de todas las fuerzas dedesintegración con que les amenazaba lamultiplicidad de sus lenguas, de suspueblos, de sus culturas, a pesar de lacínica predicción de numerosos inglesesque habían anunciado el desgarramientodel país tan pronto como hubieradesaparecido el cemento de ladominación británica, la India continuósiendo lo que era el 15 de agosto de1947, una nación firmemente soldada.

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Los enormes territorios y las disparespoblaciones que habitaban los viejosEstados principescos fueron integradossin especiales dificultades.

Muchas ideas de Gandhi queparecían a la sazón excentricidades deviejo, se han revelado treinta años mástarde extrañamente adecuadas en unmundo superpoblado, invadido por lacontaminación, amenazado por elagotamiento de sus recursos naturales.Recuperar los sobres usados en lugar detirarlos, consumir solamente alimentosvitales en los estrictos límites de lasnecesidades vitales, renunciar a laproducción de bienes inútiles, recurrir a

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las plantas medicinales, a una higienenatural, todas estas lecciones no parecentan anacrónicas a los ojos de quienestratan hoy de resolver la vida delhombre sobre el planeta de un mododistinto que mediante lasuperproducción y el crecimiento por elcrecimiento.

Pero la India permaneció fiel a quienhabía conducido a la libertad de sushambrientas multitudes especialmente enun terreno. La India había nacido naciónlibre. Continuó siendo una nación libre.Casi la única, entre todas las nacionesque han roto las cadenas del dominiocolonial, la India es una sociedad libre,

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un Estado respetuoso hacia los derechosy la dignidad de sus habitantes, dondelos ciudadanos pueden discutir,protestar y expresarse abiertamente enlas columnas de una Prensa libre, unpaís cuyos hombres y mujeres puedenelegir democráticamente a susdirigentes.

Resistiendo la tentación de seguir elejemplo de su gran vecino chino,negándose a obtener el bienestar de susmasas a costa de la esclavización de losespíritus, la India supo también resistirla tentación de imitar a los regímenes dedictaduras militares nacidos de ladescolonización. Rechazando un

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«tradicionalismo» retrógrado, perosalvaguardando una tradición que tantohabía contribuido al tesoro cultural de laHumanidad, se ha convertido en lademocracia más grande del Globo,hazaña única en la Historia que merecerespeto y suscita admiración.

Quince días después de la inmersiónde las cenizas del Padre de la nación,una breve ceremonia realizada ante elmonumento de la Puerta de la India enBombay puso fin a la Era que habíainaugurado aquel día de enero de 1915cuando, regresando de África del Sur,

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pasó bajo este arco llevando consigo sumanifiesto Hind Swaraj, Autonomía dela India.

Saludados por una guardia de honorde sikhs y de gurkhas, acompañados porla música de la Marina india, loshombres del Somerset Light Infantry,últimos soldados británicos queabandonaban el suelo de la Indiaindependiente, desfilaron bajo el arcopara ir a embarcarse.

Mientras pasaban bajo el arcotriunfal, un canto sorprendente se elevóde la multitud india apiñada en elmuelle. Entonado por unos cuantos, fuemultiplicándose de boca en boca hasta

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acabar brotando de millares de pechos.Era el Canto de las Despedidas. «Essólo un hasta la vista, hermanos míos»,cantaban viejos militantes del Congreso,varios de los cuales mostraban todavíaen el cráneo las cicatrices de los lathibritánicos, mujeres con sari llorando alágrima viva, estudiantes imberbes,mendigos desalentados, incluso lossoldados indios de la guardia de honorinmovilizados en posición de firmes,intensamente penetrados todos de lasignificación de este instante, uniendotodos sus voces. Mientras las últimasfilas del Somerset Light Infantryocupaban su puesto en las chalupas, los

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acentos de este canto espontáneoenvolvieron la explanada entera, extrañay emocionante promesa de un hasta lavista para los ingleses que semarchaban.

Una época finalizaba ante estaPuerta de la India, otra épocacomenzaba, la que Gandhi habíainaugurado para las tres cuartas partesdel planeta, la Era de ladescolonización. Los últimosrepresentantes de la raza de grandescapitanes y soberanos realesabandonaban el continente indio; laligera brisa que impulsaba sus chalupasanunciaba los huracanes que muy pronto

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habían de barrer los mapas del mundo.En los años futuros, serían numerososlos puertos que presenciarían unaceremonia semejante a la de este 28 defebrero de 1948 en Bombay.

Pero serían raras las ceremonias quese bañarían en el emocionante fervorque se manifestaba esta mañana a lasombra del arco triunfal del Imperio,última victoria del Mahatma asesinado,última consagración para los que —indios e ingleses— habían tenido lasabiduría de comprender la inexorablelógica de su mensaje.

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A la izquierda, el Pakistán; a la derecha, la India.En el curso de su larga información, DominiqueLapierre (a la izquierda) y Larry Collins (a laderecha) se detuvieron en el lugar histórico porel que pasa, desde 1947, la frontera que divide el

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antiguo Imperio de la India. Aunque tres guerrashayan opuesto a la India y al Pakistán desde lamarcha de los ingleses, Lapierre y Collinsconsiguieron que posaran con ellos los dos jefesdel puesto fronterizo de Wanagh; a la izquierda, elmayor paquistaní Abdul Natif; a la derecha, elcoronel indio Bhular. Ambos llevan en la mano elstick de los oficiales británicos, herencia deltiempo en que sirvieron juntos en el famosoEjército de la India (Foto D. Conchon).

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ANEXOS

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LO QUE HAN SIDODESPUÉS

Lord Mountbatten: Cuatro mesesdespués de su salida de la India, enoctubre de 1948, el contralmiranteLouis Mountbatten volvió al servicioactivo en la marina en calidad decomandante de la primera escuadra decruceros con base en Malta.

Su ascensión hasta la cumbre dela jerarquía naval fue rápida. El 16 deabril de 1955 dio cima a la ambición

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de toda su vida al ser nombradoPrimer Lord del Mar, cargo del quesu padre se había visto obligado adimitir en 1914 bajo la presión delfanatismo antialemán de la opiniónpública. Dirigió la modernización dela Royal Navy, equipándola con suprimer submarino nuclear y susprimeros navios lanzadores decohetes.

En 1959, nombrado jefe deEstado Mayor de la Defensa Nacionaly presidente del Comité de Jefes deEstado Mayor, se dedicó a la últimagran tarea de su carrera, lareorganización de las fuerzas armadas

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británicas y su integración en unsistema de defensa unificada.

Mountbatten se retiró en julio de1965, 49 años después de que seembarcara para participar en laPrimera Guerra Mundial. Durante lossiguiente 14 años repartió su tiempoentre su finca de Broadlands, en lasafueras de Southampton, un modestopiso de Londres, y su castillo deClassiebaun, en el Condado de Sligo,República de Irlanda. Paradesesperación de su familia y de sumédico, no se vio disminuida suinagotable ansia de trabajo,característica de su activa carrera. Su

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retiro era solamente teórico. Siguiósiendo miembro activo de casi 200organizaciones, de naturaleza tandiversa como el Instituto deArquitectura Naval, el Instituto deIngenieros Eléctricos, el Instituto deIngenieros Estructurales, la SociedadZoológica de Londres, la Sociedad deGeólogos, un grupo dedicado aequipos de buceo, así como el Clubde Cricket del Condado deHampshire. Era presidente de 42 deestas organizaciones. Su principalocupación era el mantenimiento ydesarrollo del Colegio del MundoUnido, una institución educativa

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internacional e interracial, destinada afomentar un mejor entendimiento entrepersonas y naciones mediante suscampus en Inglaterra, Canadá ySingapur.

Sobre todo mantuvo un directo yactivo interés por la India. En 1969,presidió el Centenario de Gandhi,dirigiendo el servicio religiosocelebrado el 30 de enero de 1969 enla catedral de Saint Paul. LordMountbatten ayudó a construir y aadministrar el Fondo JawaharlalNehru, creando para honrar lamemoria de su viejo amigo, enviandomuchachos indios a estudiar en el

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Reino Unido. Casi cada día, lellegaba hasta la mesa de su despacho,procedente del subcontinente, unabundante correo lleno de peticiones.Maharajás y ex gobernadores,banqueros solicitando unapresentación a alguien de Inglaterra,antiguos servidores tratando dedescifrar las complicaciones de unFondo de Pensiones… aquelinterminable flujo de cartas constituíala evidencia de una fascinantetransición: el último Virrey de laIndia se había convertido, en ciertosentido, en el primer ombudsman enInglaterra.

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A mediados de agosto de 1979,Lord Mountbatten se trasladó, comocada año, a su castillo de Irlanda apasar las vacaciones. El día antes departir, habló con uno de los autores deEsta noche, la libertad. Le aseguró alautor que no tenía razones parapreocuparse de su seguridadpersonal: eran bien conocidos en laRepública su afecto y comprensiónhacia el pueblo de Irlanda. Enrealidad aceptaba con muchos reparosla protección oficial durante susvisitas anuales.

La mañana del 29 de agosto de1979, acompañado por los miembros

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de su familia, emprendió un cruceropor las aguas de la Bahía de Donegal,en su bote de pesca The Shadow V.Unos pocos minutos después de queabandonaran el muelle, laembarcación se detuvo para examinarun recipiente para la pesca delbogavante. Una bomba escondida ental recipiente hizo explosión al seractivada por radio. Los autores delhecho fueron unos terroristas del IRAescondidos en un farallón cercano.Mountbatten murió casiinstantáneamente en el mar, al quehabía dedicado la mayor parte de suvida, y al que nunca había cesado de

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regresar en busca de sosiego yrenovación espiritual. Su joven nieto,el Hon. Nicholas Knatchbull y unjoven amigo irlandés murieron con él.La madre de su yerno, Doreen LadyBrabourne, murió más tarde aconsecuencia de las heridas recibidasen la explosión. El funeral deMountbatten, celebrado en la catedralde Saint Paul unos pocos díasdespués, fue un acontecimiento de unagran magnitud no vista desde elentierro del que fuera jefe deGobierno en tiempo de guerra, SirWinston Churchill. El último Virreyhabía hecho planes para el día de su

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muerte con la misma meticulosapasión por el orden y el debate conque organizara su vida. Todos losaspectos de esta ceremonia finalfueron previstos por el propioMountbatten varios años antes.

Lady Mountbatten: EdwinaMountbatten falleció el 21 de febrerode 1960 durante una agotadorainspección por Extremo Oriente delas obras caritativas que dirigía. Pues,tras su salida de la India, éstaanimosa mujer continuó entregándosesin descanso a la realización de tareas

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humanitarias. Cuando la noticia de sumuerte llegó a Nueva Delhi, losdiputados de las dos Cámaras delParlamento se pusieronespontáneamente en pie para ofreceren su memoria el homenaje de unminuto de silencio.

En cumplimiento de su últimavoluntad, el cadáver de EdwinaMountbatten fue depositado en altamar frente a las costas de Spithead,allí donde tantas veces se habíanreunido las escuadras de la RoyalNavy en las grandes horas de lahistoria de Gran Bretaña. Escoltandoal buque inglés que transportaba sus

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restos, había una fragata india,conmovedor saludo de un país queella amaba a la más generosa de susmemsahib.

Jawaharlal Nehru: El Primer Ministrode la India independiente gobernó lamayor democracia del mundo hasta sumuerte, acaecida el 27 de mayo de1964. Uno de los hombres de Estadomás respetados del mundo, fue elprincipal arquitecto de la política deno alineación entre los bloques y seconvirtió en el líder de los países delTercer Mundo que, en los años 50 y

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60, se emanciparon de la tutelacolonial. Viajó incansablemente,visitando la casi totalidad de lascapitales europeas, América, la URSSy China. En la India, dirigió laelaboración de tres planesquinquenales destinados a dotar a supaís de estructuras industrialesmodernas y a desarrollar suproducción agrícola, trabajó para laconsolidación de las institucionesdemocráticas indias, incorporó losestablecimientos franceses y elenclave portugués de Goa al territorionacional.

La más cruel desilusión de su

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vida se produjo en octubre de 1962con motivo de la invasión por partede China de las fronterasseptentrionales de la India. Estaagresión, perpetrada por el país cuyaamistad constituía desde hacía quinceaños la piedra angular de su política,dejó a Nehru deshecho. Su saludsufrió con ello un golpe fatal. Entrelas numerosas personalidades queacudieron a Nueva Delhi pararendirle un último homenaje conocasión del servicio fúnebre de sucremación se encontraba LouisMountbatten.

Como regalo de despedida a sus

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compatriotas, este refinado indioofreció la conmovedora elocuencia desu testamento. Pedía en él que suscenizas fuesen dispersadas desde loalto por un avión «sobre los camposen que trabajaban los campesinos, afin de que puedan mezclarse con elpolvo de la tierra india y convertirseen parte inseparable de ella… y queun puñado sea entregado al Ganges enAllahabad para ser llevado hacia elvasto océano que baña las costas dela India».

Vallabhbhai Patel: Tras el asesinato de

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Gandhi, el ministro del Interior, Patel,fue víctima de una campaña decalumniosas insinuaciones que le hizoresponsable de la incapacidad de laPolicía india para capturar a losfuturos asesinos del Mahatma en elperíodo de tiempo comprendido entreel primer atentado y su muerte.Después de la marcha deMountbatten, organizó una «acción depolicía» contra el reino deHyderabad, incorporando así a laIndia el último Estado principescotodavía independiente. El hombrefuerte del Gobierno indio murió de unataque cardíaco (15 diciembre 1950).

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Los maharajás: En la actualidad losomnipotentes soberanos que antañoreinaban sobre más de la tercera partedel subcontinente indio handesaparecido casi por completo de laescena india. Los gloriosos días de suesplendor parecen hoy tan lejanoscomo los de los emperadoresmogoles. Cuando no han sidotransformados en museos, en escuelaso en hoteles de lujo, sus palaciosofrecen la melancolía de los vestigiosde una época extinguida. Algunospríncipes llevan una vida modesta yapartada entre los recuerdos de su

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gloria pasada. Otros se hanconvertido en prósperos hombres denegocios y otros, escuchando losconsejos prodigados antaño porMountbatten, han puesto sus aptitudesa disposición del Gobierno de lanueva India, a la que continúansirviendo lealmente. Hasta su muerte,recientemente acaecida, el maharajáda Patiala, hijo de Bupinder elMagnífico, era embajador de la Indiaen los Países Bajos. El maharajá deJaipur representó también a la Indiasocialista en varias capitaleseuropeas. Otros, fieles a las virtudesguerreras de su casta, se han

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convertido en brillantes oficiales delEjército indio. El joven maharajá deKapurtala, nieto del príncipe queantaño hiciera edificar en el Penjabuna réplica del palacio de Versalles,se ha cubierto de gloria durante laguerra indo-paquistaní en 1971. En laactualidad, ostenta el mando de unregimiento de blindados. El actualmaharajá de Jaipur es coronel delEjército indio.

Abrazando las costumbresdemocráticas de la nueva India,algunos príncipes, como losmaharajás de Cachemira y deBikaner, princesas, como las rajmata

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de Jaipur y de Gwalior, militanactivamente en los partidos políticosindios. La rajmata de Jaipur, madredel actual maharajá, es diputada delParlamento, mientras que el hijo deldifunto Hari Singh, actual maharajá deCachemira, hombre de gran cultura, esministro en el Gobierno de la señoraIndira Gandhi.

La situación de los príncipes seha transformado considerablementedesde la incorporación de sus Estadosa la Unión India en 1947. Después detres años de batalla procesal ante lasmás altas instancias jurídicas delpaís, y pese a un voto del Tribunal

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Supremo en su favor, los maharajásperdieron en 1974 los últimosprivilegios que les habían sidoconcedidos en 1947 a cambio de lapacífica incorporación de sus reinos ala India. No gozan de ninguna listacivil, ni ninguna otra ventaja.Algunos, que habían conservadobienes demasiado ostentosos, en laIndia o en el extranjero, son todavíahoy objeto de implacablesinvestigaciones policiales y fiscales.La extravagante y altiva época de losnababs y los maharajás estádefinitivamente muerta.

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Los policías encargados de lainvestigación del asesinato deGandhi: Dos de los principalesresponsables de la investigación, J.W. Mehra, a quien una gripe habíaimpedido estar junto a Gandhi el díadel asesinato, y Jimmy Nagarwalla, eljefe de la Brigada de InvestigaciónCriminal de Bombay, están hoyretirados. Mehra dirige unacervecería cerca de Nueva Delhi. Encuanto a Nagarwalla, después dehaber consagrado su carrera a detenercriminales e impedirles evadirse, hapasado a dedicarse a la evasiónturística de una agencia de viajes.

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AGRADECIMIENTOS

Como nuestros tres libros anteriores,¿Arde París?, …O llevarás luto por míy Oh, Jerusalén, Esta noche, la libertades el resultado de casi tres años de unalarga, paciente y a menudo difícilinvestigación. Más de seiscientaspersonas —indios, paquistaníes,ingleses, franceses— han colaboradodirecta o indirectamente en lapreparación de este relato que, desde lascasitas de campo de Kent y de Sussex

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hasta las cumbres del paso de Khyber,desde las orillas sagradas del Gangeshasta los barrios de chabolas deCalcuta, nos ha hecho recorrer más de250.000 kilómetros.

Como no podía ser por menos,nuestras investigaciones comenzaron enel despacho de trabajo del únicosuperviviente de los cuatro grandespersonajes que tan decisiva influenciaejercieron en 1947 sobre el destino delsubcontinente indio, el almirante de laEscuadra Lord Mountbatten, conde deBirmania. En el curso de quinceentrevistas grabadas en 1972 y 1973, elúltimo virrey de la India aceptó, con

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paciencia y amabilidad a toda prueba,someterse a la más minuciosareconstitución de su experiencia indiaque jamás haya soportado. Las treintahoras de grabaciones y lasaproximadamente seiscientas páginas detranscripción mecanográfica originalesconstituyen un balance probablementeúnico de la misión del último virrey dela India.

En su finca de Broadlands, en el surde Inglaterra, Lord Mountbatten posee lacolección más completa de archivos ydocumentos relativos al período de suvirreinato y de su mandato comogobernador general de la India

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independiente. Organizado y meticulosopor naturaleza, Mountbatten reunió consumo cuidado todos los documentosrelativos a su misión, desde la notamanuscrita que le dirigió su primo el reyla víspera de su salida hacia la Indiahasta los menús y la disposición de loscomensales en sus banquetes oficiales.De esta enorme masa de recuerdos,destaca, sin embargo, una colección decinco tipos de documentos queconstituyen una admirable acta de esteperíodo. Contiene:

1. Los extractos de lasconversaciones que sostuvo Lord

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Mountbatten con todos losvisitantes que cruzaron la puerta desu despacho y, en particular, losprincipales dirigentes indios:Gandhi, Jinnah, Nehru y Patel.Como hemos dicho, Mountbattenacostumbraba recibir a susinterlocutores a solas, limitar acuarenta y cinco minutos laduración de cada entrevista y dictarinmediatamente después unresumen de ella. Vividos enextremo, llenos de anotaciones ydetalles, estos testimoniosproyectan una luz decisiva sobrelos actores del embroglio indio.

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2. Las minutas de sus reuniones casidiarias con sus colaboradores, enel transcurso de las cuales el virreyacostumbraba expresarselibremente y con toda franqueza.

3. Las actas de las sesiones delComité de Urgencia, que presidiódurante los acontecimientos delPenjab.

4. Sus diecisiete informes semanalescon sus voluminosos apéndicesdirigidos durante su misión devirrey al secretario de Estado parala India en Londres.

5. Sus informes mensuales degobernador general dirigidos al rey

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Jorge VI.

A todo lo largo del tiempo queduraron nuestros trabajos. LordMountbatten aceptó recurrirconstantemente al contenido de susarchivos para refrescar su memoria yreconstituir sus recuerdos con todo elrigor histórico y la autenticidadnecesarias. En primer lugar, por lo tanto,deseamos manifestar nuestro máscaluroso agradecimiento al último virreyde la India.

Permítasenos asociar a nuestragratitud a dos de sus colaboradores,John Barrall, su secretario particular, y

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Mrs. Mollie Travis, archivera de losdocumentos de Broadlands. Ambos nosofrecieron sin regateos su tiempo y susesfuerzos. Las dos hijas de LordMountbatten, Lady Brabourne y LadyHicks, tuvieron la bondad de narrarnossu estancia en la India junto a suspadres. Lord Brabourne, cuyo padre fuegobernador de las dos grandesprovincias indias de Bombay y Bengalay, durante un breve período, virrey de laIndia, facilitó sobremanera nuestrainvestigación en su calidad deadministrador de los archivos deBroadlands.

Expresamos nuestra gratitud a los

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antiguos miembros del círculo delúltimo virrey de la India, que, con tantagenerosidad, nos concedieron largashoras de su tiempo. Aceptaron pasar conpaciencia sus recuerdos por el cedazode nuestras preguntas y no vacilaron enrevolver sus desvanes y sus casas decampo para encontrar los relatosepistolares que habían dirigido en 1947a sus mujeres o a sus padres, y losDiarios personales que habían llevadopor entonces. Estos documentos nosfueron de inestimable ayuda para lareconstrucción de la atmósfera deaquellas históricas jornadas.Manifestamos especialmente nuestro

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agradecimiento a Alan Campbell-Johnson, agregado de Prensa de LordMountbatten en 1947-1948 y autor de unextraordinario libro titulado Misión conMountbatten; Sir George Abell, elvicealmirante Sir Ronald Brockman, elcontralmirante Peter Howes; ElizabethCollins y Muriel Watson, las dosayudantes de Lady Mountbatten, cuyosrecuerdos sobre la última virreina nosfueron particularmente preciosos; G.Vernon Moore, que nos suministróvarias descripciones en extremo útiles;el coronel Sir Martin Gilliat, el tenientecoronel Frederick Burnaby-Atkins, LordAllendale y Sir James Scott. Todos ellos

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nos permitieron reconstruir ladecoración y la atmósfera del palaciodel virrey en 1947. Damos también lasgracias a nuestro amigo Gerald MacKinght por sus descripciones de Londresen 1947.

Tenemos una especial deuda degratitud hacia el eminente jurista quedividió la India, vizconde Sir CyrilRadcliffe. Aun manteniendo una extremadiscreción sobre los motivos queinspiraron algunas de sus decisiones,aceptó revelarnos lo esencial de susrecuerdos en el transcurso de dos largasy apasionantes entrevistas.

Nuestra investigación sobre el

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Ejército de la India nos permitióconocer a innumerables veteranos deesta extraordinaria institución.Permítasenos expresar nuestroagradecimiento, entre tantos otros, algeneral Sir Robert Lockhart, al generalSir Roy Bucher, al general Sir FrankMesservy, recientemente desaparecido,al general John R. Platt, que mandó laúltima unidad inglesa que abandonó elsuelo de la India, al coronel E. S.Birnie, que nos ayudó a reconstruir losúltimos meses de la vida de MohammedAli Jinnah, cuyo gabinete militar tuvo elhonor de dirigir.

Tuvimos igualmente el placer y el

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privilegio de conocer y entrevistar agran número de antiguos miembros de laélite que gobernó la India durante trescuartos de siglo, el célebre Indian CivilService. Agradecemos especialmente sugenerosa colaboración a Sir Olaf Caroe,último gobernador de la ProvinciaFronteriza del Noroeste; a Sir ConradCorfield, el infatigable defensor de losmaharajás, y a su adjunto Sir HerbertThompson; a Lord Trevalyn, que noscontó sus apasionantes aventuras dejoven administrador en la India; al juezH. C. Beaumont, colaborador de SirCyril Radcliffe; a Maurice y TayaZinkin, que nos dieron a conocer el

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Diario íntimo que llevaron en NuevaDelhi durante las turbulentas jornadas desetiembre de 1947.

Permítasenos igualmente asociar anuestra expresión de agradecimiento alconde de Listowel, último secretario deEstado para la India; a Sir AlexanderSymon, primer alto comisario británicoadjunto en la India; y a G. R. Savage,que nos hizo el relato completo delcomplot tendente a asesinar a Jinnah yMountbatten en Karachi el 14 de agostode 1947.

En la India, queremos en primerlugar expresar nuestro agradecimiento ala señora Indira Gandhi, Primer

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Ministro, por el tiempo precioso queaceptó pasar con nosotros rememorandolas cruciales horas que vivió en agostode 1947 junto a su padre JawaharlalNehru. Le estamos también reconocidosa su tía, la señora V. L. Pandit, que, consus descripciones e informaciones, nosayudó a comprender la personalidad desu hermano Nehru. Tres antiguossecretarios particulares de este últimonos han aportado también importantesinformaciones, Shri M. O. Mathai, ShriTarlok Singh y Shri H. V. R. Iyengar, asícomo al periodista indio Russy K.Karanjia.

Entre las personas cuyos recuerdos

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fueron particularmente útiles paranuestro relato, citemos al ex ministro deDefensa, Krishna Menon; al general D.W. Mehra y su señora, yerno e hija,respectivamente, de V. P. Menon, elautor del plan de partición de la India; ala señorita Miss Maniben Patel, hija ycolaboradora íntima de VallabhbhaiPatel; al maharajá Yadavuidra Singh dePatiala; a Sus Altezas las rajmatas deJaipur y de Gwalior, así como al doctorKaran Singh, hijo del último maharajáde Cachemira.

Expresamos nuestro especialmentecaluroso agradecimiento a Shri AshwiniKumar, director general de las Fuerzas

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de Seguridad de Fronteras, por losemotivos relatos que nos hizo en elPenjab sobre sus experiencias de joveninspector de Policía en las rutas delmayor éxodo de la Historia.

Damos también las gracias aKhushwani Singh, autor de una novelasobre los acontecimientos de 1947titulada Tren para el Pakistán , a laseñora Dina Wadia, hija de MohammedAli Jinnah, por su paciente evocación delos recuerdos de su padre; al doctor J.A. L. Patel; a la señora SulochanaPanigrahi, en la actualidad directoraadjunta del Turismo Indio, por suemocionante relato del día de la

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independencia en Nueva Delhi; a ShriAcharya Kripalani, última gran figuradel combate de la India por laindependencia; a la señorita PadmajaNaidu; al señor M. S. Oberoi por suevocación de la vida en la vieja Simla; aShri Rajeshwa Dayal; al jeque Abdullahpor su relato de la invasión deCachemira por parte de las tribuspathans; a Sir Chandulal Trivedi, primergobernador indio del Penjab, por suimportante relato de éxodo y lasmatanzas de 1947.

Nuestra investigación sobre la vida,la obra y la muerte del Mahatma Gandhijamás habría quedado completa sin la

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amistosa y generosa colaboración de ShiPyarelal Nayar, su secretario particular.Él mismo es autor de una monumentalobra en tres volúmenes que, sin ningunaduda, constituye el documento máscompleto sobre los últimos años de lavida de Gandhi. Expresamos tambiénnuestro agradecimiento a la doctoraSushila Nayar por habernos ayudado areconstituir la última huelga de hambredel Mahatma, así como a Shri KrishnaChandiwala.

Nunca habríamos podido reconstruircon tanta precisión la conspiración y elasesinato que puso fin a la vida deGandhi sin la colaboración de un

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pequeño grupo de hombres a quienes lajusticia de su país y la opinión de laIndia y del mundo condenaron por sugesto. Encontrar a los cómplices de losdos principales asesinos de Gandhiahorcados en 1949 no fue una de lasmenores dificultades de nuestra largainvestigación. Queremos expresarnuestro reconocimiento a Gopal Godsé,Madanlal Pahwa, Vishnu Karkaré,Digambar, Badgé y el doctor Parchuré,que aceptaron ser sometidos a unaverdadera contrainvestigación policíacapor nuestra parte y soportaron paciente ylealmente varias jornadas deinterrogatorio. Pudimos, incluso,

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hacerles atravesar a Popal Godsé yVishnu Karkaré gran parte de la Indiapara llevarles a Nueva Delhi, a loslugares mismos de los últimospreparativos del crimen y, luego, a BirlaHouse, donde, el 30 de enero, habíancometido su fechoría con sus cómplices.Durante horas, respondiendo a nuestraspreguntas, repitieron ante nosotros cadauno de los gestos que condujeron a lamuerte de Gandhi, confrontaron susrecuerdos y reconstituyeron cada una delas frases que habían intercambiadoentonces. Volvimos, incluso, a encontrarcon ellos el árbol sobre el que,veintiséis años antes, habían probado el

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revólver que debía matar a Gandhi.Había varias decenas de peregrinos enel césped de Birla House el día en que,con Gopal Godsé y Vishnu Karkaré,reconstituimos los últimos instantes deGandhi. Mientras Gopal reproducía losgestos de los tres disparos que hizo suhermano, nosotros temimos de prontoque la multitud se abalanzara sobre losdos asesinos. Pero la India nos dio esedía una hermosa lección de tolerancia.Apenas hubo terminado la reconstitucióndel asesinato de Gandhi, cuando variosperegrinos se precipitaron hacia losasesinos. Para solicitar su autógrafo.

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Nuestras largas estancias en la Indiapermanecen señaladas por el recuerdode la extraordinaria hospitalidad de quefuimos objeto por todas partes, tanto enlas grandes ciudades como en la máshumilde de las aldeas. Entre todos losindios que se hicieron amigos nuestros ya los que dirigimos todo nuestroreconocimiento, séanos permitido darmuy especialmente las gracias al generalJangu T. Sataravala, que nos rodeó detantas amistosas atenciones, así como alos generales J. N. Chaudhuri, M. J.Chopra y Harbaksh Singh, Ashwini yRenou Kumar, Naval y Simone Tata,Nari H. Dastur, Harry y Salima Nedou,

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los señores Ram Goburbhum, Russy yAleen Karanjia.

Nuestra gratitud se dirige también alos representantes de Francia en laIndia, cuya experiencia y hospitalidadfacilitaron sobremanera nuestra tarea ehicieron más agradable nuestra estancia,en particular nuestro embajador, señorJean Daniel Jurgensen, y su encantadoraesposa; nuestro amigo Francis Doré,consejero cultural, y su joven esposasikh Rashni (Francis Doré es autor de unextraordinario libro sobre la Indiatitulado La India de hoy). Nuestrosamigos René y Claude de ChoiseulPraslin y Francis y Annick Wacziarg,

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que hicieron tan agradables nuestrasfrecuentes estancias en Bombay. Porúltimo, nuestra gran amiga FlorenceProuverelle, agregada de Prensa de laEmbajada de Francia, que nos presentóa tantos de sus amigos indios y fue laconstante e infatigable hada de nuestrasnumerosas estancias en Nueva Delhi.

Entre las numerosísimaspersonalidades paquistaníes querealizaron una importante contribución anuestra investigación, manifestamos muyespecialmente nuestro agradecimiento alalmirante Sayid Ahsan por su relato dela llegada triunfal de Mohammed AliJinnah a Karachi; Badshah Khan, «el

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Gandhi de la Frontera», tan activotodavía, no obstante el peso de los años;a I. S. Dara por sus emotivasdescripciones del Lahore del verano yotoño de 1947, al general ShahidHamid; al embajador Yacub Khan, quedurante tanto tiempo estuvo destinado enParís y reconstituyó para nosotros lasdolorosas horas de 1947, cuandoabandonó la India natal para dirigirse alPakistán; al embajador Akhbar Khan y aSairab Khayar Khan, por sus relatos dela invasión de Cachemira; a la BegumFeroz Khan Noon, que aceptó revivirpara nosotros las dramáticas horas de suhuida al Pakistán; al señor Nassim

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Ahmed, secretario general delMinisterio de Información, que tanamablemente nos facilitó el acceso a losarchivos nacionales del Pakistán; alseñor Chaudry Mohammed Ali, que, consu colega indio H. N. Patel, fueencargado de la prodigiosa tarea dedividir el patrimonio de la India.

Nuestra gratitud se dirige a muchasotras personas, cuyos nombres nopodemos, por desgracia, citar uno a unoen estas pocas páginas. Misioneros yoficiales británicos retirados, antiguoscomerciantes, funcionarios, políticosindios y pakistaníes del Congreso y dela Liga musulmana, profesores,

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periodistas, escritores, ferroviarios,centenares de refugiados de todas lascomunidades que han revividodolorosamente para nosotros lastragedias del éxodo, innumerablesamigos indios y paquistaníes que noshan pedido quedar en el anonimato, quetodos, dondequiera que estén, sepan queles estamos agradecidos y que jamásolvidaremos su generosa ayuda.

Por último, permítasenos expresarnuestra gratitud a todos los que tancuidadosamente velaron por eltransporte de la voluminosa y preciosadocumentación acumulada a todo lolargo de nuestra investigación, en

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particular a los responsables de lascompañías aéreas «Air India»,«Pakistan International Airlines» e«Indian Airlines», así como a Thernisieny Luquet.

Nuestra afectuosa gratitud se dirigetambién a nuestros amigos Geoffroy yMartine de Courcel, cuya cordialhospitalidad cuando eran embajador yembajadora de Francia en Londres,colocó nuestra primera entrevista conLord Mountbatten bajo los mejoresauspicios. Asociamos a estosagradecimientos a los señores FrancisDeloche de Noyelle y Jean Batbedat,antiguos representantes diplomáticos

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ambos de Francia en la India, por losexcelentes consejos que nos prodigarony la amistosa ayuda que nossuministraron en la realización denuestra investigación. Sepan tambiénnuestros amigos Alain y France Danetcuán reconocidos les estamos porhabernos presentado a sus amigosindios, que pasaron a serlo nuestros, asícomo al señor Hobherg, que tancuidadosamente veló por laorganización de nuestrosdesplazamientos a todo lo largo denuestros itinerarios.

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La preparación y dirección de Estanoche, la libertad fue en gran medida untrabajo de equipo. Tuvimos la suerte yel privilegio de ser acompañadosdurante esta larga empresa por un grupode colaboradores excepcionales.Deseamos, en primer lugar, expresarnuestra inmensa gratitud a nuestra amigaDominique Conchon, que dirigió esteequipo con una inteligencia, una eficaciay una gentileza inapreciables. Despuésde haber participado en varias denuestras investigaciones en la India, elPakistán e Inglaterra, inventarió,

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clasificó, analizó, ordenó y preparó lasaproximadamente cuatro mil páginas deentrevistas originales y los centenaresde kilos de archivos y documentos quehemos reunido. Con paciencia ycompetencia infalibles, corrigióseguidamente las 1.200 páginas delmanuscrito francés. Esta noche, lalibertad es el tercero de nuestros librosen los que Dominique Conchon nos hahecho el honor y ha tenido la amabilidadde colaborar.

Fue asistida en su tarea por JuliaBizieau, cuya inteligencia, competenciae incansable buen humor son objeto detodo nuestro agradecimiento y amistad.

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Con gran tristeza, deseamos rendirhomenaje a nuestro amigo RaymondCartier, desaparecido en febrero de1975. Fue él quien primero nos animó aes c r i b i r Esta noche, la libertad.Familiarizado con la India y susproblemas, se había entrevistadolargamente con Gandhi en 1947 durantesu peregrinación de Noakhali. En losúltimos meses de su vida, se inclinógenerosamente varias veces sobrenuestro manuscrito para aportarnos lascríticas y los estímulos de su inmensaexperiencia. Pocas semanas antes de sumuerte, incluso, vino con su esposaRosie a pasar unos días junto a nosotros

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en Ramatuelle para leer las páginas amedida que iban cayendo de nuestrasmáquinas de escribir. Nos apenaprofundamente que no haya vivido eltiempo suficiente para terminar lalectura de este libro, al que aportó tanimportante contribución.

Entre los numerosos investigadoresque nos ayudaron a reunir nuestradocumentación, expresamos nuestroagradecimiento a Michel Renouard,profesor de literatura inglesa en laUniversidad de Rennes y especialista enproblemas de la Commonwealth. Dedicótodas sus vacaciones del verano de 1972a buscar en Inglaterra a antiguos

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oficiales y administradores que hubieronservido en la India. Justamente diez añosantes, Michel Renouard, que tenía a lasazón diecisiete años, había participadoen los comienzos de nuestrainvestigación para ¿Arde París?

Por la reconstitución de la atmósferareinante en Nueva Delhi el día de laIndependencia, tenemos una especialdeuda de gratitud con Max OlivierLacamp, periodista y escritor, cuyoadmirable libro Atolladero indio es unaobra indispensable para la comprensiónde la India moderna. Damos igualmentelas gracias a Vitold de Golish, cuyosenciclopédicos conocimientos sobre los

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maharajás y su historia, así como lasexcelentes obras que ha escrito, nossirvieron de iniciación al fabulosomundo de los príncipes indios.Agradecemos también a Jeannie Nagysus pacientes transcripciones de nuestrasentrevistas grabadas, así como a MichelFoucher y Jacqueline de la Cruz su fielcolaboración.

Expresamos todo nuestroagradecimiento a nuestro amigo PierreAmado, profesor en la Escuela de AltosEstudios de la Sorbona y encargado deinvestigaciones en el C. N. R. S.,eminente especialista y enamorado de laIndia que ha tenido la bondad de

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consagrar tantas horas de su preciosotiempo a pasar por el cedazo de suinagotable experiencia india y de susconocimientos las páginas de nuestromanuscrito. Sepa cuánto le asociamos aesta versión final de Esta noche, lalibertad, a la que tanto ha aportado porsu corazón y por su saber.

Damos también las gracias a ColetteModiano, que nos ayudó generosamentea preparar y corregir la versión francesad e Esta noche, la libertad. Autora dedos libros sobre China y el OrienteMedio titulados Veinte snobs en casa deMao y El Café turco y creciente fértil ,Colette Modiano prepara en estos

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momentos una obra sobre la reinaVictoria que narrará con detalle estaepopeya del Imperio británico de laIndia que nuestro relato solamente hapodido rozar. Nuestra gratitud se dirigetambién a nuestro viejo amigo PaulAndreota, cuyas frecuentes visitas aRamatuelle reavivaron tantas vecesnuestras energías y cuyas correcciones yconsejos fueron para nosotros la máspreciosa de las colaboraciones. Nuestroagradecimiento también para NadiaCollins, cuya paciencia, buen humor yexcelentes traducciones facilitarongrandemente nuestra tarea.

La redacción final de la versión

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francesa no hubiera sido completa sin lagenerosa colaboración de nuestro amigoRené Clair, que aceptó pasar largashoras dedicado a la corrección denuestro manuscrito, así como nuestrasamigas Jeanne Conchon, SimoneServais, Josette Vallet, Yvette Hermittey Paule Tondut, a quienes hacemospresente nuestro más calurosoagradecimiento.

Dirigimos, por último, unagradecido pensamiento a Alexandre yPaulette Isart, Albert y Felsie Massey,Catherine y Marius Rocchia, cuyosatentos cuidados han sostenido nuestramoral durante nuestros largos meses de

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trabajo.Queremos también que nuestro

amigo Jacques Nison sepa cuánreconocidos le estamos por susinestimables consejos fotográficos.

Finalmente, sin el estímulo y elapoyo de nuestros editores, nuncahabríamos podido escribir Esta noche,la libertad. Nuestras gracias máscalurosas a Robert Laffont, JacquesPeuchmaurd, Daniel Mermet, ClaudeAnceau, Jean Denis y Jean-Marc Gutton,en París; Mike Korda y Dan Green, enNueva York; Sir William Collins, PhilipZieglen y Michael Hyde, en Londres;Germán y Carlos Plaza, Mario Lacruz e

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Ignacio Fraile, en Barcelona; DonatoBarbone, en Milán, y Andreas Hopf enMunich; las ediciones Vikas, en NuevaDelhi, así como a nuestro viejo amigoIrving Paul Lazar, en Los Ángeles.

Les BignolesLa Biche NicheRamatuelle3 de marzo de

1975.

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II. PERIÓDICOS Y REVISTASCONSULTADOS

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The Times (Londres).Time Magazine (Londres).The Hindustan Times (Nueva

Delhi).The Hindustan Times weekly

Review (Nueva Delhi).The Statesman (Nueva Delhi).The New York Times (Nueva York).Le Monde (París).

III. DOCUMENTOS ESPECIALESPUESTOS A DISPOSICIÓN DE LOS

AUTORES RELATIVOS AL

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ASESINATO DE GANDHI Y ALPROCESO DE SUS ASESINOS

Crime reports (Informes del crimen),por J. D. NAGARWALA. Del 30 deenero de 1948 al 28 de mayo de 1948.Special Branch, C.I.D. Bombay.

Gandhi's assassination and I, porGolpal GODSÉ. Asmita Pra-kashan,Poona, 1967. (Solamente disponibleen maharathi.)

Report of investigation murder(Informe de investigación sobre elasesinato). Sec. 302 I.P.C. y artículos4 y 5. Explosive substances Act intothe conspiracy to murder Mahatma

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Gandhi. Dossier n.° 663/A. Office ofthe Deputy Commissioner of Police,Special Branch, C.I.D., Bombay.

Report of the Commission of inquiryinto conspiracy to murder mahatmaGandhi (Informe de la comisión deencuesta sobre la conspiración paraasesinar al Mahatma Gandhi), por J.L. KAPUR, magistrado del TribunalSupremo de la India (6 tomos).Government of India Press, NuevaDelhi, 1970.

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DOMINIQUE LAPIERRE (La Rochelle,Francia, 30 de julio de 1931), periodistay escritor. Conoció en su infancia laocupación nazi de Francia y al terminarla guerra su familia se instaló en losEstados Unidos. El periodismo le atrajosiendo muy joven, con sólo diecisieteaños y gracias a la obtención de una

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beca de la «Asociación Zellidja»(Organización francesa que ofrece becasa jóvenes entre 16 y 20 para proyectosde estudios autónomos) recorrió más de30.000 kilómetros por las carreteras deEstados Unidos. Como resultado de esaexperiencia escribió un reportaje paraLe Monde y también el que fue su primerlibro: Un dólar cada mil kilómetros.Se licenció en Economía Política en1952 en la universidad estadounidensede Lafayette gracias a otra beca, la«Fullbright». En esa universidad seránombrado «Doctor honoris causa» en1982. Pero no en la disciplina deEconomía, sino en la de Literatura.

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El 5 de abril de 1980 se casa conDominique Conchon, que llevabamuchos años de colaboración en laasociación literaria que su esposomantenía con Larry Collins. Ella esparte activa de los proyectoshumanitarios de su marido en su amadaIndia.

LARRY COLLINS (Nacido en WestHartford, Connecticut, el 14 deseptiembre de 1929. Fallecido el 20 dejunio de 2005 en Frejus, Francia),escritor y periodista, después degraduarse en la Universidad de Yale se

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instaló en Europa en 1954, dirigiendo laagencia United Press International enRoma, Beirut y París. Estando enfunciones de director-corresponsal enParís del semanario Newsweekestableció con Dominique Lapierre (aquien había conocido durante suservicio militar en el cuartel de lasfuerzas aliadas en Europa) un tándem deescritores cuya producción alcanzaríaéxitos considerables, con títulosmillonarios en ventas, de una calidaddocumental y literaria inusuales.Tras años de colaboración sus vidastomaron derroteros distintos hasta que,24 años después, volvieron a unirse

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para escribir un thriller de carácterpolítico, ¿Arde Nueva York? , 2004, endonde fabulan sobre la posibilidad deque una bomba nuclear destruya laciudad más emblemática de los EstadosUnidos de América.

Obras en solitario de DominiqueLapierre:

Un dólar cada mil kilómetros,1949Chessman me dijo, 1960La ciudad de la Alegría, 1985Los héroes de La ciudad de laAlegría, 1985Más grandes que el amor, 1990

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Mil soles, 1997Luna de miel alrededor delmundo, 2003Un arco iris en la noche, 2008India mon amour, 2012

(En colaboración con Javier Moro —susobrino—, Era medianoche en Bhopal,2001. Y con Jean-Pierre Pedrazzini,Érase una vez la URSS, 2005)

Obras en solitario de Larry Collins:

Juego mortal, 1985Laberinto, 1988Águilas negras, 1992

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Los secretos del «día D», 1994El futuro es nuestro, 1997

Obras escritas conjuntamente entreDominique Lapierre y Larry Collins:

¿Arde París?, 1965O llevarás luto por mí, 1968¡Oh, Jerusalén!, 1972Esta noche, la libertad, 1975El quinto jinete, 1980¿Arde Nueva York?, 2004

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Notas

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[1] Ascetas. <<

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[2] Nombre dado a los ingleses quevivían en la India. <<

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[3] Jinetes indígenas del Ejército de laIndia. <<

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[4] En la misma época, el rey, también deorigen germánico, cambió su apellido deSajonia-Coburgo por el de Windsor. <<

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[5] La tercera fue la obra de León TolstoiEl reino de Dios está entre vosotros .Gandhi admiró la insistencia con que elescritor ruso aplicaba sus principiosmorales a la vida cotidiana. Los doshombres compartían opinionesnotablemente semejantes sobre la noviolencia, la educación, la alimentación,la industrialización. Intercambiaron unaimportante correspondencia. <<

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[6] La matanza de Amritsar le valió unareprimenda al general Dyer, que fueobligado a dimitir del Ejército.Conservó, no obstante, sus plenosderechos a la pensión, y su demostraciónfue aplaudida por la mayoría de losingleses que vivían en la India. Paraayudarle a soportar el rigor de su retiroforzoso, se organizó en todos los clubsdel país una colecta que le reportó laastronómica suma de 26.000 librasesterlinas. <<

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[7] Nadie se beneficiaría más de esteacuerdo que un joven estudiante sikhllamado Gurcharan Singh. Con lasmanos atadas a la espalda, GurcharanSingh cruzaba aquella mañana un largocorredor de la prisión de Lahore a cuyoextremo aguardaba el verdugo y la horcabritánicos que debían poner fin a suexistencia de patriota revolucionario.Cuando Gurcharan Singh llegaba a lasproximidades del patíbulo, oyó tras desí unos pasos precipitados.Volviéndose, vio llegar al mayor quemandaba la prisión.—¡Enhorabuena! —le dijo éste,

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blandiendo en su mano un trozo de papelazul.El joven sikh se sintió desfallecer.—¡No les falta cinismo a ustedes,caballeros! —rugió—, van a colgarme yme dan la enhorabuena!.El oficial inglés le anunció quequedaban suspendidas todas lasejecuciones a consecuencia del pactoque acababa de firmarse en NuevaDelhi.Gurcharan Singh fue liberado pocassemanas después. Su primer gesto fuerealizar una peregrinación al ashram deGandhi. El ardiente revolucionario cayóallí bajo el hechizo del Mahatma. Juró

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seguir sus pasos y se convirtió en unadepto a la no violencia. Por una ironíadel destino, sería él quien recogería ensus brazos, el día de su muerte, elcuerpo de quien le había salvado lavida. <<

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[8] Manteca purificada. <<

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[9] Seis meses más tarde, en septiembrede 1947, cuando Gandhi residía enNueva Delhi, en casa del industrialBirla, un desconocido solicitó verle.Después de haber rehusado identificarsey revelar la razón de su visita, confesóhaber robado el reloj de Gandhi. Acudíapara devolvérselo y pedirle perdón.«¿Perdonarle? —exclamó el secretariodel Mahatma—. ¡Le va a abrazar!».Condujo al hombre en presencia deGandhi. Saltando de alegría como unniño, éste estrechó al desconocido entresus brazos y llamó a todos los presentespara enseñarles su reloj y presentarles

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al hijo pródigo que se lo había devuelto.<<

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[10] La actitud de Gandhi planteabanumerosos problemas a sus compañerosdel Congreso. Poco tiempo después desu llegada a Nueva Delhi, LordMountbatten preguntó a uno de los máspróximos discípulos del Mahatma, lapoetisa Sarojini Naidu, si la pobreza enque Gandhi exigía vivir no hacíaparticularmente difícil su protección.«Ah —exclamó ella, riendo—, como él,usted se figura que está completamentesolo cuando trata de subir a un atestadocompartimiento de tercera clase en unandén de la estación de Calcuta. O quenadie le protege en su cuchitril en medio

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de los intocables. Lo que ignora es queuna docena de nuestros militantes,disfrazados de intocables, le acompañanen su vagón y que docenas de otrosmilitantes, disfrazados de parias, estáninstalados en las chozas que rodean lasuya. Mi querido Lord Louis —concluyó—, nunca se imaginaría usted lo que hacostado a la India permitir al viejo viviren la pobreza». <<

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[11] Indonesia, que pasaría a ser laprimera nación musulmana, no obtuvo suindependencia hasta 1949. <<

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[12] El predecesor de Mountbatten, LordWavell, anotaba en su Diario los días 10de enero y 28 de febrero de 1947, quesegún ciertos informes, Jinnah era un«hombre enfermo». No se precisaba, sinembargo, cuál era la gravedad real de laenfermedad del dirigente musulmán. Encuanto a Mountbatten, nunca fueinformado personalmente de que Jinnahestaba agonizando. Existen ciertasrazones para creer que Liaquat AliKhan, el brazo derecho de Jinnah, estabaal corriente del mal que padeció durantelos seis últimos meses de su vida. Lapropia hija de Jinnah, señora Dinah

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Wadia, reveló a los autores de este libroen el curso de una entrevista celebradaen Bombay en diciembre de 1973, queno tuvo la menor noticia de latuberculosis de su padre hasta despuésde su muerte. Está convencida de queJinnah solamente compartió este secretocon su hermana Fátima, y que le habíaprohibido comunicarlo a nadie. <<

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[13] Simla cambiaría rápidamentedespués de la independencia. Testigo deun pasado que querían olvidar, la ciudadfue abandonada por los indios. «Loúnico que todavía subsiste de la antiguaSimla —se lamentaba en 1973 M. S.Oberoi, propietario del hotel Cecil— essu clima». Una superviviente inglesa dela gran época continúa viviendo en laciudad. De ochenta y nueve años deedad y viuda, la señora Penn Montaguevive sola en la inmensa y melancólicamansión victoriana heredada de uno desus tíos que fue ministro de Finanzas delvirrey Lord Curzon, en medio de seis

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perros, cinco gatos, cuatro criados ytoda una colección de recuerdos. Laseñora Penn Montague, que habla seislenguas, se levanta todos los días a lascuatro de la tarde. Tras desayunar a lapuesta del sol, se retira a una habitaciónen la que encuentra el objeto másprecioso de su solitaria existencia, unaparato de radio «Zenith Transoceanic».Mientras Simla duerme, la señoraMontague se instala a la escucha delmundo. A las cuatro de la madrugada, lalámpara de la anciana señora es, sinduda, la única luz que brilla entre Simlay el Tibet. <<

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[14] Para pagar las quince rupias de suviaje hasta Simla, V. P. Menon sedirigió a un anciano sikh que encontró enla calle y le comunicó su pobreza. Elbuen hombre le dio la cantidad pedida.Cuando Menon le preguntó su direcciónpara devolvérsela, el sikh respondió:«Es sencillo. Hasta el día de tu muerte,cada vez que un hombre honrado te pidaayuda, le darás quince rupias». Así lohizo. Seis meses antes de su muerte,ocurrida en 1965, un mendigo llamó a lapuerta de su casa de Bangalore, cuentasu hija. Menon fue a buscar sumonedero, sacó quince rupias y se las

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dio al mendigo. Hasta sus últimos días,continuó reembosando su deuda. <<

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[15] Maharajá, rajá: títulos de príncipesde religión hindú; nabab, nizam: títulosde príncipes de religión musulmana. <<

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[16] En un terreno más pacífico, el mismomaharajá habia introducido enOccidente los «jodhpurs», el pantalónde montar habitualmente llevado en sureino. A su llegada a Londres paraasistir a las fiestas de las bodas de orode la reina Victoria, el infortunadopríncipe se enteró de que habíanaufragado el navío que transportabatodos sus efectos personales. Parasalvar la situación, se vio obligado arevelar a un sastre londinense el secretodel corte de sus pantalones preferidos.<<

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[17] Se trataba del libro francésPsicología de las multitudes, deGustave Le Bon. <<

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[18] Poco después de su naufragio enCreta, Mountbatten había sido invitadopor Churchill a almorzar el sábado, 21de junio de 1941, en compañía delmagnate de la Prensa británica LordMax Beaverbrook. El Primer Ministrorecibió ese día a sus invitados conrostro risueño.—Tengo excitantes noticias —anunció—. Hitler va a atacar Rusia mañana alamanecer. Durante toda la mañanahemos intentado adivinar lo que va aocurrir.—Ya le diré yo lo que va a ocurrir —leinterrumpió Beaverbrook —. Los

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alemanes penetrarán entre los rusoscomo si fueran un bloque de manteca. ¡Ymenuda paliza les van a dar! En menosde un mes, seis semanas como máximo,todo habrá terminado.Los americanos —objetó Churchill —estiman que los alemanes necesitan másde dos meses, y nuestro Estado Mayorcomparte esa opinión. Por mi parte, yopienso que los rusos resistirán por lomenos tres meses, pero que despuésserán derrotados, y volveremos a estarcomo antes, entre la espada y la pared…Encontrándose entonces con la miradade Mountbatten, que había parecidoolvidado mientras se cruzaban estas

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palabras, Churchill se dirigió a su jovenamigo, casi excusándose:—Ah, Dickie, cuéntanos tus combates enCreta.—Eso ya es cosa pasada —respondióMountbatten —. Pero, si se me autorizaa dar mi opinión, me gustaría decirle loque va a ocurrir en Rusia.Churchill asintió, no sin cierta irritación.—Discrepo de Max Beaverbrook —declaró Mountbatten —. Discrepotambién de los americanos, de nuestroEstado Mayor e, incluso, de ustedmismo, señor Primer Ministro. Yo nopienso que los rusos sean derrotados. Esel fin de Hitler. Es el punto de inflexión

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de la guerra.—Vamos a ver Dickie —replicóChurchill, regocijado—, ¿por qué es tandiferente su punto de vista?—En primer lugar, porque las purgasmilitares de Stalin han eliminado todaoposición potencial interior que losnazis habrían podido intentar utilizar ensu favor. En segundo, y es doloroso paramí reconocerlo cuando mi familia hareinado allá durante tanto tiempo,porque los rusos tienen ahora algo quedefender. Esta vez, se batirán todos.Churchill no pareció convencido enabsoluto.—Es muy agradable oír una voz joven y

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entusiasta como la suya, querido Dickie.Ya veremos. <<

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[19] De todas formas, Jinnah concluyó enurdu exclamando: «Pakistan Zindabad!(¡Viva Pakistán!)», pero con acento tandeplorable que algunos oyentes creyeronque había dicho «Pakistan is in the bag!(¡Pakistán está en el saco!)». <<

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[20] Nehru nació el séptimo día de laluna menguante del mes de Margasirkadel año 1946 de la Era Samvat (14 denoviembre de 1899, es decir, bajo elsigno de Escorpio con ascendenteCapricornio). Jinnah nació el 25 dediciembre de 1876. <<

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[21] Además del sol, la luna y losplanetas, los astrólogos indios cuentan aRahu y Ketu (que tienenrespectivamente una cabeza sin cuerpo yun cuerpo sin cabeza) que son los«nódulos» lunares, ascendente ydescendente, restos del cuerpo (cortadosen dos por Visnú) de un demonio quehabía osado humedecer sus labios en lacopa del licor de la inmortalidad(amrita). <<

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[22] La trompa del postillón de lascarrozas de los virreyes de la Indiacampea hoy sobre la chimenea de quintade Wiltshire donde vive actualmentePeter Howes. Almirante retirado, cuentacon frecuencia a sus amigos la historiade este objeto, y nunca desperdicia laocasión de soplar alegremente en ella enrecuerdo de los viejos tiempos. <<

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[23] Pese a las sangrientas guerras queenfrentaron a los ejércitos indio ypaquistaní después de la partición,sobreviviría, no obstante, un espíritufraternal entre todos los oficiales quehabían servido juntos en el Ejército dela India. Fue así como, durante la guerrade Bangla Desh, un grupo de oficialesblindados paquistaníes salió en busca deoficiales indios a los que rendirse.Encontraron por fin un oficial deCaballería en el bar de un club queacababa de ocupar su unidad. Antes deaceptar su capitulación, el indio exigióinvitar a beber a sus prisioneros.

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Cuando los soldados paquistaníeshubieron depuesto sus armas, los indiosy los paquistaníes, que acababan dematarse entre sí en los arrozales deBengala, organizaron, como en losviejos tiempos, partidos de hockey y defútbol.Escandalizados, los partidarios deljeque Muhijur Rahman enviaron unavigorosa protesta a Nueva Delhi. Lareacción llegó directamente desde eldespacho del Primer Ministro indio,señora Indira Gandhi. Se le recordabasecamente al general que ostentaba elmando de la región que su misión era«hacer la guerra, no jugar al cricket». <<

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[24] Los dos hermanos de EnaithHabibullah, su hermano y su cuñadoeligieron emigrar al Pakistán.Admiradora ferviente de Jinnah, sumadre se quedó, sin embargo, en laIndia. <<

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[25] Durante una reunión con suscolaboradores, poco después de laconferencia de Prensa en el transcursode la cual anunciara la fecha del 15 deagosto, Mountbatten se quejó «de laausencia en su Gabinete de consejerosversados en astrología». Exigiendo queesta laguna fuese «colmadainmediatamente», confió lasresponsabilidades de astrólogo oficialdel virrey a su joven agregado de PrensaAlan Campbell-Johnson. <<

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[26] Gandhi no hacía buenas migas conlos marxistas. La mayoría de ellosconsideraban sus teorías desprovistas detodo valor científico. Él, por su parte,detestaba al comunismo ateo, generadorde violencia. La mayoría de lossocialistas eran, en su opinión,«socialistas de salón», incapaces demodificar su forma de vida y desacrificar la menor comodidadesperando alcanzar el nirvana. <<

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[27] Estos esfuerzos resultaronineficaces. Pocos lugares de la India seencuentran actualmente en un estado deabandono tan patético como loscementerios ingleses, lugares totalmentesilvestres por falta de cuidados. Monosaullantes persiguen a los lagartos sobrela tumba del general John Nicholson,que mandó el último asalto contra losamotinados de Delhi. De Madrás aPeshawar, la hierba recubre en laactualidad las inscripciones de laslápidas de los ingleses caídos en laIndia. <<

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[28] El famoso baúl permaneció, enefecto, piadosamente en manos inglesasdurante casi diez años. Witcher loconservó en su casa, y su mujer, hija deun obispo anglicano, estuvo a punto dedesmayarse el día en que, habiendodejado su marido abierta la tapa pordescuido, descubrió la naturaleza de sucontenido. Witcher entregó, a su vez, elbaúl a Orr cuando abandonó la India. Alllegarle a Orr el turno de marcharse, en1955, no quedaba en la India ningúnsuperviviente de ese noble cuerpo deaduaneros británicos que tanesforzadamente había procurado salvar

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a los indios de la ignominiosacontaminación de este género deliteratura. Después de haber elegido dosobras, La Guide des Caressesy Lesnuits du Harem, para perfeccionar susconocimientos de la lengua francesa, Orrse resignó a poner el baúl en manosindias. Luego regresó a Inglaterra. Pocosdías después de su llegada, eldesventurado funcionario fue advertidode que todo su equipaje estaba retenidoen la Aduana «por posesión ilegal deliteratura pornográfica». Se declaróculpable. <<

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[29] Jinnah ya estuvo casado con unamujer-niña, a la que nunca había visto yque un amigo de sus padres eligió paraél antes de que se fuera a estudiar aLondres. Según la costumbre, fuerepresentado en la boda por uno de susprogenitores. Murió antes de que élregresara de Inglaterra. <<

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[30] En el curso de sus numerosasinvestigaciones tendentes a descubrirpor qué no se llevo a cabo el atentadode Karachi, los autores de este libro nohan podido recoger más que un solotestimonio, el de Pritham Singh, unmecánico sikh de bicicletas. PrinthamSingh fue detenido por el C.I.D. porhaber participado en el descarrilamientode trenes paquistaníes. Aseguró que laorganización extremista R.S.S.S. habíaintroducido en Karachi a sus asesinos,pero que su jefe, cuya granada debía darla señal del bombardeo general delautomóvil, renunció a lanzarla cuando

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vio a Mountbatten sentado al lado deJinnah en el «Rolls-Royce». <<

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[31] El antílope y el tigre estánconsiderados por los hindúes ortodoxoscomo animales especialmente puros. Lautilización de su piel como esterilla noocasiona ninguna mancha. <<

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[32] En la actualidad, se encuentra en lafamosa abadía románica de Romsey, laiglesia parroquial del condeMountbatten de Birmania. <<

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[33] Un diputado indio quiso introduciren la Constitución una cláusulaprohibiendo a los establecimientospúblicos exigir a sus clientes el uso deesmoquin, el atuendo favorito de losantiguos colonizadores. <<

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[34] Los Dugal Singh se casaron pocosmeses después en el Templo de Oro deAmritsar, el santuario sagrado de lossikhs. Pero, durante once años, fueronconsiderados sospechosos y se vieronobligados a vivir como parias, sinempleo ni hogar. Tuvieron tres hijos yresiden actualmente en Nueva Delhi. Éles editor, ella, médico. <<

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[35] André Malraux, Antimemorias. <<

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[36] Una pintoresca leyenda hindú revelaasí el origen del culto del lingam. Undía, el dios Siva y su esposa Parvati seembriagaron y fueron sorprendidos enpostura de copulación por Vishnú, aquien acompañaban otros dioses.Ocupados en sus retozos, no prestaronninguna atención a sus visitantes.Escandalizados por este desorden, losdioses arrojaron una maldición sobre lapareja y se marcharon.Cuando Siva y Parvati supieron lo quehabía pasado, murieron de vergüenza enla postura en que habían sidosorprendidos. «La vergüenza que me ha

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matado —proclamó Siva —me ha dadouna nueva vida bajo la forma de unlingam. Éste es blanco. Tiene tres ojos ycinco rostros. Está rayado como la pielde un tigre. Existía antes del mundo y esla fuente y el principio de todas lascosas. Suprime nuestros miedos ynuestros terrores y permite larealización de nuestro destino». <<

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[37] El ombligo es para los hindúes lafrontera del cuerpo. La mano izquierdadebe ser utilizada para todos los actos arealizar por debajo de éste. Por encima,se emplea generalmente la manoderecha. <<

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[38] Sólo los virreyes de la India habíantenido derecho al saludo de treinta y uncañonazos. El saludo fue reducido aveintiuno para el gobernador general. <<

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[39] Numerosos incidentes de este génerose produjeron en otros lugares. Los sikhsy los hindúes de un campo de refugiadosinstalado en el Pakistán se quejaronviolentamente a los musulmanes que lescustodiaban por verse obligados a viviren condiciones de higiene inaceptables,porque no había intocables para vaciar ylimpiar sus retretes. En Karachi, lacapital de Mohammed Jinnah, losservicios municipales de limpieza ehigiene cesaron de funcionar a causa dela huida de los barrenderos-basureroshindúes. Para retenerlos, los edilesmusulmanes de la ciudad anunciaron a

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los intocables que, como lo habían sidosiempre en la sociedad hindú, ellos eranuna comunidad aparte. Pero, en lugar deconvertirlos en parias, los musulmaneshicieron de ellos una casta privilegiada.Fueron autorizados a distinguirse delresto de la población llevandobrazaletes verdes y blancos semejantes alos de la guardia nacional musulmana.La Policía recibió instrucciones muyseveras de proteger a toda persona quellevara estas insignias. <<

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[40] Stern reckoming, por Gopal DasKhosla, Jaico Books, Bombay, 1963. <<

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[41] Divide and quit, por Penderel Moon.«Chatto and Windus», Londres,1961.The great divide, por H. V.Hodson. «Hutchinson and Co», Londres,1969. <<

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[42] Más exactamente: en el sentido de larotación del Universo en torno al eje delos polos. <<

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[43] Se trata del ranwolfia serpentina,utilizado como tranquilizante en lafarmacopea occidental, sobre tododesde hace veinte años. <<

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[44] Más tarde, declararía que suconfesión había sido obtenida mediantetortura, lo cual negó tajantemente laPolicía. En una serie de entrevistas quelos autores de este libro sostuvierondurante la primavera y el verano de1973 con Mandanlal Pahwa, éste afirmó,que para hacerle hablar, los policías lepusieron hielo sobre los testículos y leembadurnaron la cara con aguaazucarada, antes de cubrírsela conenormes hormigas rojas. <<

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[45] En 1960 se constituyó una comisiónoficial, dirigida por un ex magistradodel Tribunal Supremo, para tratar deexplicar el extraño comportamiento dela Policía en la instrucción relativa alasesinato del Mahatma Gandhi.Estableció de manera definitiva que losdos inspectores de Nueva Delhi nohabían comunicado a los investigadoresde Bombay todas las informaciones queposeían. Sin embargo, los trabajos de lacomisión se vieron gravementedificultados por el hecho de haberfallecido la mayoría de los policías queparticiparon en las investigaciones,

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incluido D. J. Sanjevi. No pudiendoesclarecer el asunto, la comisión selimitó a concluir que la investigaciónpolicial «no se había realizado con laenergía y la rapidez que exigía uncrimen contra la vida del MahatmaGandhi». <<

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[46] Sultana, la hija de Boota Singh, fuerecogida por unos padres adoptivos yeducada en Lahore. Casada con uningeniero petroquímico y madre de treshijos, actualmente vive feliz en Libia.<<

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[47] ¿No es acaso simbólico que, en elmomento en que la primera bombaatómica del mundo estalló en un desiertonorteamericano, su padre, el físicoOppenheimer, se pusiera a recitar eldiálogo 11.º del Gita: «Si el resplandorde mil soles … »? <<