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Exclusión y Compromiso: en búsqueda de una Nueva Política Social para América Latina Colin M. Lewis Departamento de Historia Económica London School of Economic & Political Science Conferencia en la Universidad Nacional de Buenos Aires - 28 de Noviembre de 2001 Borrador Este trabajo aborda una serie de cuestiones fundamentales. ¿Por qué al comienzo del Nuevo Milenio la reforma social se ubica en una posición prioritaria en América Latina? ¿Hasta qué punto la agenda de la reforma ha sido motorizada por las expectativas de la globalización? ¿O hasta qué punto esto no ha sido el resultado de análisis excesivamente generalizados sobre los países y recetas "descolgadas" anticipadas por reparticiones casi hegemónicas de Washington? ¿Qué se entiende por política social, y cuál es su función? ?¿En qué medida la redistribución de la riqueza es un requisito previo para la construcción de una política social progresista; y hasta qué punto la reforma estructural constituye un requisito previo de apoyo de la agenda de políticas del estado progresista? Para contestar estas preguntas, es esencial advertir que el significado de "política social" ha variado en el transcurso del tiempo, pasando de ser una aspiración a una estrategia aplicada, y luego una vez más para abarcar nociones de confianza social y reciprocidad social y, en tiempos más recientes, capital social. Esto no implica, por ejemplo, en la política de pobreza, una progresión lineal desde la mitigación a la reducción y luego a la abolición. Las políticas sociales no han logrado eliminar la inequidad ni han abordado, hasta hace poco, el "problema" de la informalidad. En tanto estrategia aplicada, la política social ha llegado a abarcar cuestiones de salud, educación, vivienda y seguridad social. Esto no deja de lado la presión ejercida por los temas relativos a la justicia y la criminalidad, los cuales, si bien convencionalmente son excluidos de las definiciones de política social, se destacan allí donde las cuestiones del derecho y la legalidad impactan en la experiencia cotidiana de la política en estas áreas. El debate actual sobre la política gira en torno de la competencia del estado y la maquinaria del gobierno. Las preocupaciones sobre la democratización coinciden con la discusión respecto de qué nivel del estado es el más adecuado para proveer en materia de política social - el poder central, la provincia o la municipalidad. A su vez, este debate interactúa con otras consideraciones sobre la adecuación de los sectores públicos y privados para la implementación de la política. Aquí se ven reflejados cambios de ideología: ¿es el estado quien debe ejercer el monopolio en la provisión de bienes públicos sociales o el sector privado es igualmente - o más - competente que el primero? La "etapa fácil" de expansión de la política social fue superada entre la década de 1950 y la de 1970 a medida que las crecientes expectativas, las presiones externas y el costoso cambio tecnológico se combinaron para exigir una disposición más compleja y la adopción de enfoques más sofisticados en la entrega de la política. Esto se vio reflejado en los cambios organizacionales de la mayoría de las áreas de la política social. Desde la alta concentración en salud pública e higiene y campañas preventivas contra las enfermedades contagiosas hasta la provisión de hospitales terciarios bien equipados y redes de puestos sanitarios públicos; desde el énfasis en la educación primaria básica hasta la inquietud por ampliar el acceso a las universidades y promover la investigación en campos tales como la medicina y las ciencias exactas; y desde el acento en la seguridad social Bismarckiana hasta un sistema de asistencia más amplio. Los proyectos para la reforma del estado, en parte asociados con la necesidad percibida de una optimización institucional a los efectos de hacer frente a la complejidad y sofisticación de la provisión social, pueden parecer contradictorios. Pueden implicar tendencias simultáneas de descentralización y centralización que no necesariamente deben ser recíprocamente excluyentes. Los gastos y aportes en materia de descentralización requieren monitoreo y el establecimiento de metas a cargo del poder central. Esto da origen a la pregunta sobre qué parte de la burocracia debe asumir la carga de qué proceso o función. Estas preguntas se vuelven más complicadas ante la herencia de las décadas de 1960 y de 1970, a saber, altos

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Exclusión y Compromiso: en búsqueda de una Nueva Política Social para América Latina

Colin M. Lewis Departamento de Historia Económica London School of Economic & Political Science

Conferencia en la Universidad Nacional de Buenos Aires - 28 de Noviembre de 2001 Borrador

Este trabajo aborda una serie de cuestiones fundamentales. ¿Por qué al comienzo del Nuevo Milenio la reforma social se ubica en una posición prioritaria en América Latina? ¿Hasta qué punto la agenda de la reforma ha sido motorizada por las expectativas de la globalización? ¿O hasta qué punto esto no ha sido el resultado de análisis excesivamente generalizados sobre los países y recetas "descolgadas" anticipadas por reparticiones casi hegemónicas de Washington? ¿Qué se entiende por política social, y cuál es su función? ?¿En qué medida la redistribución de la riqueza es un requisito previo para la construcción de una política social progresista; y hasta qué punto la reforma estructural constituye un requisito previo de apoyo de la agenda de políticas del estado progresista? Para contestar estas preguntas, es esencial advertir que el significado de "política social" ha variado en el transcurso del tiempo, pasando de ser una aspiración a una estrategia aplicada, y luego una vez más para abarcar nociones de confianza social y reciprocidad social y, en tiempos más recientes, capital social. Esto no implica, por ejemplo, en la política de pobreza, una progresión lineal desde la mitigación a la reducción y luego a la abolición. Las políticas sociales no han logrado eliminar la inequidad ni han abordado, hasta hace poco, el "problema" de la informalidad. En tanto estrategia aplicada, la política social ha llegado a abarcar cuestiones de salud, educación, vivienda y seguridad social. Esto no deja de lado la presión ejercida por los temas relativos a la justicia y la criminalidad, los cuales, si bien convencionalmente son excluidos de las definiciones de política social, se destacan allí donde las cuestiones del derecho y la legalidad impactan en la experiencia cotidiana de la política en estas áreas.

El debate actual sobre la política gira en torno de la competencia del estado y la maquinaria del gobierno. Las preocupaciones sobre la democratización coinciden con la discusión respecto de qué nivel del estado es el más adecuado para proveer en materia de política social - el poder central, la provincia o la municipalidad. A su vez, este debate interactúa con otras consideraciones sobre la adecuación de los sectores públicos y privados para la implementación de la política. Aquí se ven reflejados cambios de ideología: ¿es el estado quien debe ejercer el monopolio en la provisión de bienes públicos sociales o el sector privado es igualmente - o más - competente que el primero? La "etapa fácil" de expansión de la política social fue superada entre la década de 1950 y la de 1970 a medida que las crecientes expectativas, las presiones externas y el costoso cambio tecnológico se combinaron para exigir una disposición más compleja y la adopción de enfoques más sofisticados en la entrega de la política. Esto se vio reflejado en los cambios organizacionales de la mayoría de las áreas de la política social. Desde la alta concentración en salud pública e higiene y campañas preventivas contra las enfermedades contagiosas hasta la provisión de hospitales terciarios bien equipados y redes de puestos sanitarios públicos; desde el énfasis en la educación primaria básica hasta la inquietud por ampliar el acceso a las universidades y promover la investigación en campos tales como la medicina y las ciencias exactas; y desde el acento en la seguridad social Bismarckiana hasta un sistema de asistencia más amplio.

Los proyectos para la reforma del estado, en parte asociados con la necesidad percibida de una optimización institucional a los efectos de hacer frente a la complejidad y sofisticación de la provisión social, pueden parecer contradictorios. Pueden implicar tendencias simultáneas de descentralización y centralización que no necesariamente deben ser recíprocamente excluyentes. Los gastos y aportes en materia de descentralización requieren monitoreo y el establecimiento de metas a cargo del poder central. Esto da origen a la pregunta sobre qué parte de la burocracia debe asumir la carga de qué proceso o función. Estas preguntas se vuelven más complicadas ante la herencia de las décadas de 1960 y de 1970, a saber, altos

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niveles de rotación de ministros y funcionarios en la administración de la política social, y la tendencia a crear agencias nuevas, modernizadas, cuyas funciones duplicaban y se superponían con organismos existentes no reformados. El debate sobre la devolución de responsabilidad a las provincias y municipalidades debe reconocer la debilidad endémica de los gobiernos locales de América Latina, a todas luces notable, las tendencias a concentrar los fondos en el poder central, las bajas bases impositivas municipales, el penetrante clientelismo, y el contraste entre la densidad de personal bien capacitado en el poder central y su escasez en otros niveles. Estos problemas históricos se han complicado aún más a causa de la reciente propensión manifestada por los estados centrales necesitados de recursos, a derivar las responsabilidades sociales hacia las autoridades locales, sin el acompañamiento de los pertinentes fondos. Asimismo, el estado central ha emprendido la retirada en algunas áreas, sin embargo, no en aquéllas que considera más importantes. Una descentralización efectiva implica la desconcentración presupuestaria con responsabilidad. También exige el concurso de empleados públicos y funcionarios locales bien motivados y abiertos a la sociedad - si bien no colonizados por ésta - que respondan por las metas y prioridades que se formulen democráticamente. Hasta la fecha, las reformas de política social con estilo de mercado han operado principalmente en beneficio de la clase media, en oposición a las metas continuas de universalidad. Las nuevas disposiciones en materia de servicios privados de salud, educación privada y jubilaciones privadas se encuentran más allá del alcance de los más pobres, según lo aceptado por los prestadores corporativos. Sigue siendo imperativa la acción del estado para la mitigación de la pobreza, sin perjuicio del traumático impacto del anti-estatismo dogmático.

Se puede discutir que el reconocimiento del fracaso de un estado anterior constituye un avance. Sin embargo, es de esperar ahora que un sector público "fracasado" implemente y monitoree la reforma y que asimismo mejore el marco reglamentario necesario para supervisar un sector privado expandido. Esto no deja de ser incoherente con la nueva administración pública que corporiza la transición de la reactivación económica a la "regeneración social", una jugada en la cual el estado pasa de ser prestador directo a estado - conductor estratégico, y el cambio del rol de evaluación de los datos que se ingresan al sistema por el de evaluación de los resultados. Actualmente es poco lo que se espera del sector público.

La naturaleza de la relación entre la estrategia económica y la política social ha sido objeto de una constante re-evaluación durante las últimas dos décadas. ¿Cómo se explica esto? ¿Hasta qué punto es impulsada desde abajo, y, en particular, a partir de las cambiantes configuraciones sociales creadas y recreadas por las sucesivas crisis económicas ocurridas desde comienzos de la década de 1970? ¿Hasta qué punto no responde a la internalización de recetas de políticas emanadas de Washington, "capturadas" por aquellos segmentos de la comunidad hacedores de políticas internas que se encuentran comprometidos con la reforma del mercado, o el compromiso recíproco de intereses nacionales y extranjeros? Las explicaciones de la política varían en tanto se trate de un proceso top-down ("de arriba hacia abajo") o un proceso bottom-up ("de abajo hacia arriba") o en tanto la imposición externa o la concepción interna de las mismas a menudo no tengan en cuenta la dificultad de desagregar tanto la causalidad como el proceso. Estas explicaciones tampoco tienen en cuenta la reciente globalización de la aspiración asociada con el otorgamiento de facultades a muchas comunidades pobres a través de la migración transnacional y el uso de la tecnología informática.

A menudo se sostiene que la política social ha sido empleada para legitimizar el estado. Este argumento puede ser revertido. Los aspectos políticos e ideológicos de la legitimidad del estado pueden reforzar la política social y la acción social. Esto da lugar a las cuestiones respecto de si los administradores de la política social se ven a sí mismos como gerentes de una estrategia económica. Mientras que, a principios de la década de 1990, el debate giraba en torno del achicamiento del estado, diez años más tarde ocupan nuevamente la agenda los temas relacionados con el bienestar y la equidad. ¿Cuál es la visión prevaleciente de "una buena sociedad", y cómo se la puede alcanzar? A partir del reconocimiento del vigor y la vitalidad del capital social, queda por determinar cuál es el equilibrio que se debe lograr entre el individualismo competitivo y una nueva forma de colectivismo.

Hasta ahora las políticas sociales no han eliminado la inequidad ni han reducido significativamente la pobreza. ¿Pero alguna de ellas ha sido el objetivo de la política o el

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resultado del soborno de la oposición? En la década de 1960 hubo ambiciosos paquetes de "modernización y progreso" que enfrentaron una sistemática obstrucción en el congreso, el poder judicial y los medios, y en varios países fueron objeto de una violenta resistencia y contra-movilización, algunas veces orquestadas desde el exterior. Al mismo tiempo, las reformas se diluyeron debido a la inercia burocrática, la incompetencia y la falta de fondos, o formaron parte del botín secuestrado a manos de profesionales que actuaban en su propio interés. Los resultados también se vieron limitados por un enfoque intrusivo, "de arriba hacia abajo" que reflejaba un escaso conocimiento de las prioridades del terreno. En la actualidad, ¿está surgiendo una modalidad similar de oposición y obstrucción? El nuevo modelo de política social depende de dos transiciones cruciales: desde una estrecha preocupación sobre la reducción de costos hasta la creación de una cultura que promueva el mejoramiento de la calidad, y desde un mejor uso de los recursos hasta un aumento de la asignación de recursos. Cabe determinar si estas transiciones clave se están cumpliendo o abortando.

Esto resalta la urgencia de un nuevo contrato social entre el estado y el ciudadano. La consolidación de una alianza para la reforma debe generar expectativas, mejorar los aportes, lograr que las reglamentaciones sean más eficaces y aumentar el ingreso en erogaciones sociales. Las sociedades latinoamericanas presentan una carga impositiva notablemente baja. ¿Proveerá una política social progresista la redistribución de la riqueza, o la redistribución de la riqueza es necesaria para la reforma social? ¿Proveerá una política social progresista la equidad social, o una imposición fiscal progresiva constituye el requisito previo para la reforma social? ¿Existe la premisa no declarada de la necesidad de una transición desde el neo-populismo hacia la social democracia que las agencias multilaterales, técnicamente no comprometidas con ningún tipo de régimen, no pueden formular explícitamente? ¿Es esto posible sin la reducción del poder de los organismos de Washington y la restauración de las organizaciones internacionales y las agencias comprometidas con una agenda social más explícita?

La política social debe ser concebida como un proceso dinámico, y se debe prestar más atención a los resultados. Hasta ahora, el debate sobre la política social ha estado sobre-expuesto a la influencia de los enfoques del nuevo modelo económico, el cual se ha caracterizado por el aporte de un conjunto de políticas entrelazadas, una notable reconstrucción del mercado, la responsabilidad fiscal, la privatización y la reducción del rol del estado. Existe la premisa de la automaticidad: que el crecimiento vendrá después de la liberalización y dará lugar a mayores ingresos, lo cual hará que muchas intervenciones de la política social se vuelvan superfluas o apenas algo más que restauradoras. Los aportes al debate sobre la política social ahora deben ser menos pesimistas y menos minimalistas, interrumpiendo una cultura de sub-expectativas, bajo la premisa de que "es poco lo que se puede hacer" y en la confusión del síntoma y la causa. También se debe eliminar el equivalente de la política social basado en la estrategia del "talle universal" o "una única medida para todos." Los conjuntos homogéneos de políticas sociales, basados en un enfoque de denominador común bajo, aplicados a lo largo y a lo ancho del continente, han amenazado con ahogar las aspiraciones, por lo menos en los países más ricos. El pesimismo también se ve reflejado en la concentración del foco en los niveles absolutos de ingresos en lugar de hacerlo en la distribución de los mismos, o, por cierto, en la redistribución de los bienes.

Las expectativas desalentadoras de la política social derivan del punto de vista de que la macroeconomía sólo puede lograrse mediante la reducción de las erogaciones, la disminución de la calidad de los servicios y una mejor administración de los recursos. ¿Por qué no solucionar el déficit fiscal mediante una mayor imposición progresiva? Está surgiendo el reconocimiento de que la imposición fiscal en América Latina es muy baja. La solución óptima propuesta por los neo-liberales es que la política impositiva debe ser neutral. Una imposición fiscal neutral durante los períodos de crecimiento y recesión simplemente perpetúa - o exacerba - las desigualdades sociales, anulando cualquier esperanza de una transformación social. Un mejor aporte de la política social exige la construcción de una coalición de reforma que eleve las expectativas, aumente los ingresos y recursos, y logre que las reglamentaciones sean más eficaces.

En la discusión de estas cuestiones, este documento abre la exploración del rol ciudadano - su significado, práctica e importancia. El concepto de una ciudadanía activa penetra en la

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discusión sobre los derechos políticos, civiles, sociales y económicos y resalta los procesos de consolidación democrática en un estado remodelado. La sección siguiente establece el marco institucional e ideológico en el cual se formula y aplica la política social. La trama administrativa y los recursos económicos a disposición del estado condicionan la implementación y el resultado de la política. Esta sección sostiene que el surgimiento y crecimiento de los mercados, la naturaleza de la intervención del estado y las relaciones privadas-públicas han ejercido - y ejercen - un profundo impacto en el bienestar y en los niveles de acceso a los bienes sociales. La tercera sección analiza la importancia de la actividad económica y la administración de las erogaciones sociales para las modalidades de distribución y las dimensiones de la pobreza. La sección también gráfica la expansión, reducción y asignación del gasto social, y evalúa la eficiencia de la entrega de recursos mediante la evaluación de la competencia de la administración pública y de la privada. La cuarta sección investiga la equidad y sus interacciones con la educación y el empleo. Enfatiza el rol de la educación como clave para un desarrollo y otorgamiento de facultades que sean equitativos, investiga el impacto de la ideología en la estrategia de educación y bienestar, y destaca la relación entre erogaciones sociales sostenibles y una política fiscal sólida. La penúltima sección se refiere a las medidas para combatir la pobreza desde "arriba" y a las estrategias de supervivencia y auto-defensa desde "adentro"; es decir, la política diseñada por el estado y la acción conformada por la comunidad y los individuos, tanto rurales como urbanos, para alcanzar la solidaridad ante la indiferencia, la discriminación y la violencia. La sección final reflexiona sobre la importancia de construir un modelo duradero de liberalismo social y un marco que parta del tratamiento de la política social como accesorio de la estrategia económica y como un recurso político. En su totalidad, el capítulo defiende firmemente la apertura pragmática a la experimentación en la formulación y ejecución de una política social que involucre a la ciudadanía en su conjunto.

Exclusión y Compromiso: en Búsqueda de una Nueva Política Social para América Latina C.M. Lewis

La Nueva Política Social es crítica para mantener el consenso respecto de la estrategia económica y la democracia política. La finalidad de este capítulo consiste en colocar la política social contemporánea en una perspectiva histórica a largo plazo, considerar la conexión entre crecimiento y bienestar, e indagar en los debates sobre la eficacia del estado en la esfera social desde las perspectivas macro y micro. El capítulo abre con una exploración del rol ciudadano - su significado, práctica e importancia - y confronta argumentos sobre inclusión y exclusión. El concepto de una ciudadanía activa penetra en la discusión sobre los derechos políticos, civiles, sociales y económicos y resalta los procesos de consolidación democrática en un estado remodelado. La sección siguiente establece el marco institucional e ideológico en el cual se formula y aplica la política social. La trama administrativa y los recursos económicos a disposición del estado condicionan la implementación y resultados de la política. En América Latina, el estado ha jugado un rol poderoso en la formación y fortalecimiento de los mercados y el ordenamiento de la sociedad. Esta sección sostiene que el surgimiento y crecimiento de los mercados, la naturaleza de la intervención del estado y las relaciones privadas - públicas han ejercido - y ejercen - un profundo impacto sobre el bienestar y los niveles de acceso a los bienes sociales. La tercera sección analiza la importancia de la actividad económica y la administración de las erogaciones sociales para las modalidades de distribución y las dimensiones de la pobreza. La sección también gráfica la expansión, reducción y asignación del gasto social y evalúa la eficiencia del aporte de recursos mediante la evaluación de la competencia de la administración pública y la privada. La cuarta sección investiga la equidad y sus interacciones con la educación y el empleo. Acentúa el rol de la educación como clave para el desarrollo y otorgamiento de facultades que sean equitativos, investiga el impacto de la ideología sobre la estrategia de educación y bienestar, y enfatiza la relación entre las erogaciones sociales sostenibles y una política fiscal sólida. La sección continúa con la evaluación de las connotaciones positivas y negativas de las medidas tendientes a promover la integración del mercado laboral y la desregulación, con un notable impacto en el sector informal. La definición de equidad ha demostrado ser tan problemática como la definición de pobreza - tanto en términos absolutos como relativos. La penúltima sección se refiere a las medidas para combatir la pobreza desee "arriba" y las estrategias de supervivencia y auto-defensa desde "adentro"; es decir, la política diseñada por el estado y la acción adoptada por la

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comunidad y los individuos, tanto rurales como urbanos, para alcanzar la solidaridad frente a la indiferencia, la discriminación y la violencia. La sección considera además el rol de las Organizaciones No-Gubernamentales (ONG) y sus vinculaciones con las movilizaciones populares, los movimientos sociales y las Organizaciones de Base Comunitaria (CBO). Las comunidades y los individuos han cambiado significativamente a lo largo del tiempo, así como también ha cambiado su interacción con el estado - al igual en las áreas de vivienda, salud y bienes sociales. La evolución de las redes de capital social es crítica para la promoción de la equidad y la justicia intergeneracional. La sección final reflexiona sobre la importancia de construir un modelo duradero de liberalismo social y un marco que parta del tratamiento de la política social como accesorio de la estrategia económica y como un recurso político. En su totalidad, el capítulo defiende firmemente la apertura pragmática a la experimentación en la formulación y ejecución de una política social que involucre a la ciudadanía en su conjunto.

La Ciudadanía

Existe un amplio debate acerca de la ciudadanía y el rol del estado en la efectivización de los principales universales y las ideas abstractas de los derechos. Prevalece un consenso Weberiano entre los estudiosos que enfatizan la centralidad de una sociedad urbana vigorosa en la evolución de la ciudadanía que involucra derechos pero es conformada por el poder. La mayoría de los comentaristas cuestionan hasta qué punto la ciudadanía constituye un concepto universal y hasta qué punto es producto de una coyuntura específica de condiciones estructurales peculiares al Occidente industrializado. El modelo de etapas de T.H. Marshall, muy criticado por su naturaleza fiel a Whig, pero vastamente admirado por su claridad, a mediados del siglo veinte delineó la evolución de los derechos ciudadanos británicos y puso valioso acento en la noción de ciudadanía social, cuyo principal ingrediente era el estado de bienestar (Marshall, 1950). Para Marshall la ciudadanía social era un medio de redistribución de los recursos para proteger a los necesitados en los tiempos duros contra los caprichos de los mercados y las desigualdades del sistema de clases. Sin embargo, si bien colectivista en principio, la ciudadanía se sustentaba en las obligaciones individuales de pagar impuestos para proveer fondos al bienestar, y de ese modo apuntalaba las obligaciones y derechos individuales.

La cultura política de los EE.UU. es rica en discursos sobre ciudadanía política y civil, pero ha aportado muy poco al debate sobre ciudadanía social (Fraser & Gordon, 1994). El movimiento de derechos civiles nunca fue complementado por un movimiento de derechos sociales. Kenneth L. Karst ha procurado resolver la intrincada cuestión planteada por una ciudadanía que se sustenta en la igualdad ante la ley mientras que la realidad evidente muestra que la sociedad se caracteriza por masivas desigualdades que influyen en el acceso a la ley y dan lugar a variaciones en la calidad de la justicia. En la preocupación de que el ideal de ciudadanía igual debería promover una conciencia nacional y una comunidad nacional, Karst, en un contexto en el que la dependencia del bienestar erosiona el auto-respeto porque las expectativas individualistas de auto-suministro de las familias son normativas, defendió la noción de un principio de ciudadanía igual. El mismo, afirma Karst, debe concentrarse en las desigualdades con probabilidad de estigmatizar, desmoralizar y afectar una participación activa en la sociedad. Propone la realización de una investigación judicial seria en los casos en que las desigualdades socavan los cimientos para asumir las responsabilidades de la ciudadanía y las ramas legislativas y ejecutivas del gobierno hacen la vista gorda (Karst, 1989: 140-1). Los escritos de Karst prefiguraron un renovado interés en De Tocqueville, cuyos llamados a la descentralización, a la comunidad y al compromiso cívico tuvieron vasta resonancia. Las advertencias de De Tocqueville contra el "gobierno grande" atraen la derecha; y su preocupación por el sacrificio del bienestar nacional al servicio de las "pasiones comerciales" y los "intereses industriales" concita la atención de la izquierda.

Los orígenes de la ciudadanía en la América Hispánica tal vez se puedan ubicar en las tradiciones de resistencia municipal y en las inmunidades observadas en el último período colonial y, en un sentido alentadoramente Weberiano, en las milicias urbanas que proliferaron durante las luchas por la independencia a principios del siglo diecinueve (Mallon, 1995; McFarlane & Posada-Carbó, 1999). Simón Bolívar reconoce los conceptos de libertad, virtud, opinión pública y poder moral, al lamentar el peso del absolutismo y los desmembramientos de

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las nuevas repúblicas (McFarlane, 1998). Entre 1820 y 1920 se debatió fervientemente el tema de la ciudadanía en numerosas asambleas constituyentes y en los textos constitucionales así como en los choques entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. La vasta difusión de las nociones de ciudadanía fue evidente en la formación, a partir de mediados del siglo diecinueve, de partidos políticos que perduraron en varios países, junto con tertulias y clubes políticos. También se puede observar este fenómeno en las guardias nacionales y los ejércitos de conscripción que integraron campesinos a la vida política, y en los grupos de voluntarios de colonos-estancieros en lucha por causas particulares (Safford, 2000). Las nociones de ciudadanía también fueron evidentes en la resistencia federalista a los proyectos de centralización, en las modalidades de votación y en la discusión recurrente sobre la composición del privilegio, y en las apelaciones antes las cortes por parte de la gente de origen humilde (Posada-Carbó, 1995; Peloso & Tenembaum, 1996; Zimmermann, 1999). Al contrario de lo ocurrido en grandes regiones de Europa central y oriental, los conceptos de ciudadanía se incorporaron profundamente en las celebraciones públicas, el culto a los patriotas, y las culturas populares de varios países latinoamericanos.

¿Con qué nivel de precisión se interpretó el concepto de ciudadanía? ¿Se pueden identificar secuencias de aperturas y cierres del acceso a la ciudadanía? Los Conservadores y los Liberales debatieron respecto de quiénes fueron los mejores patriotas, el nexo entre la seguridad de la propiedad y la ciudadanía, y la compatibilidad de la ciudadanía y el privilegio (Ivereigh, 2000). La discusión sobre quién y qué hacen a un "buen ciudadano" era un tema normal en el discurso sobre educación, criminología y reforma carcelaria realizado por intelectuales de la talla de Bello, Santander, Sarmiento, Martí y Vasconcelos (Salvatore & Aguirre, 1996; N. Miller, 1999). Numerosas protestas públicas, demostraciones y tumultos, la oratoria en la plaza comercial y las "campañas de firmas", la circulación de periódicos y folletos, y la intensa competencia electoral dieron testimonio de la existencia de vitalidad en la vida política, si bien el electorado formal era pequeño (Annino, 1995; Posada-Carbó, 1996, Pineo & Baer, 1998; Sábato, 1999). El debate esporádico referido a dar cabida a indígenas, ex esclavos e inmigrantes de Europa y Asia dentro de la organización política (o a su exclusión) confirman aún más el vigor de la cultura cívica. Sin embargo, el acento en las virtudes y responsabilidades de la ciudadanía oscureció las diferencias de clase y raciales, y enmascaró la reticencia a avanzar hacia el sufragio masculino universal en países con una gran población indígena y negra. Las poderosas imágenes oficiales negativas de negros y amerindios, enraizadas en la invasión ibérica y racionalizadas por la Ilustración, adquirieron mayor vigor por el peso "científico" atribuido a las mismas durante el predominio positivista (Solberg, 1970); R. Graham, 1989; Cooper, Holt & Scott, 2000). Sin embargo, aún dentro de los regímenes de la "ficción democrática", un creciente número de hombres se adhirió, y defendió, el "modelo individuo-ciudadano" de las libertades públicas (Guerra, 1994). Desalentadoras reflexiones sobre la autocracia presidencial y la oligarquía parlamentaria sostenidas por los caciques locales, los ejércitos regulares y las artimañas electorales durante las elecciones formales son calificadas por su optimismo cauteloso respecto del ritual público y la liturgia cívica del republicanismo clásico (Brading). Estas ideas y procesos sugieren la premisa de que los derechos cívicos y civiles podrían existir en ausencia de los derechos políticos formales y que la participación en política era posible aún para quienes carecían del privilegio. La adquisición - y el ininterrumpido ejercicio - de los derechos formales de ciudadanía es de origen reciente en América Latina. Así lo es también la premisa de que todas las personas deben ser tratadas como portadoras de derechos. Mientras un amplio rango de individuos y grupos aspiraba a la ciudadanía en las primeras décadas del siglo veinte, y algunos la alcanzaban, a mediados de siglo los derechos formales de ciudadanía aún constituían materia de discreción en muchos países, y se encontraban suspendidos en otros. Las premisas a partir de la era de crecimiento orientado a las exportaciones de un progreso sostenido hacia una ciudadanía política más amplia habían demostrado ser injustificadas, mientras que los límites de la ciudadanía eran demostrablemente permeables. Las mujeres, por ejemplo, podían recibir el privilegio de manos de un régimen que nunca había llamado a elecciones. La democracia liberal y la ciudadanía activa fueron desafiadas en las décadas de 1930 y de 1940 por el resurgimiento de un corporatismo católico y tempranas manifestaciones de populismo que colocaban al estado por encima de la sociedad y al grupo antes que al individuo. Quizás la crisis de los fondos de filantropía durante la Depresión Mundial suministró una apertura para el estado y los defensores de un rol social más activo para el gobierno. Más tarde, los esfuerzos

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por forjar y reforzar la democracia representativa se vieron frustrados por un populismo proto-plebiscitario que ofrecía la promesa de desarrollo económico y un estado de bienestar, junto con derechos sociales condicionales y la incorporación selectiva en lugar de la contienda política abierta (Malloy, 1979; Sikkink, 1991). Los conceptos de ciudadanía política fueron socavados y su ejercicio fue brutalmente cercenado durante el ciclo neoautoritario de las décadas de 1960 y de 1970. Paradójicamente, las nociones de derechos sociales (influenciados tanto por el pragmatismo Bismarckiano como por el idealismo Beveridgiano) adquirieron ímpetu durante los regímenes populistas y autoritarios, y evolucionaron en un "modelo" de ciudadanía social que fue incluido en un conjunto de derechos civiles esencial para la re-democratización (O'Donnell, 1973; Malloy, 1979; Abel & Lewis, 1993). La "democracia delegativa" de la década de 1990, epitomizada por los gobiernos de Menem en Argentina y Fujimori en Perú, se hizo eco de las características del populismo proto-plebiscitario de medio siglo antes. Los electorados - se sostiene - estaban preparados para conformarse con que se "gobernase por decreto" y acceder al recorte del escrutinio congresional por parte del ejecutivo porque el Nuevo Modelo Económico proporcionaba la estabilidad económica y beneficios en materia de bienestar. Sujetos a la realización de estas metas, los ciudadanos cedieron mucho poder a un ejecutivo con una misión providencial, cuya autoridad virtualmente careció de trabas entre una elección y la otra. (O'Donnell, 1996; Smith & Korzeniewicz, 1997).

Estas cuestiones ponen sobre el tapete la validez y utilidad de los conceptos de ciudadanía en la América Latina contemporánea. ¿Conlleva algún riesgo imponer nociones eurocéntricas o centradas en EE.UU. respecto de la ciudadanía en la región? ¿En qué medida se observan en Europa y los EE.UU. circunstancias comparables a las de América Latina? Desde la década de 1980, América Latina se vio confrontada con cuestiones de "consolidación democrática" en un contexto muy diferente del de Europa Occidental y Septentrional a fines de la década de 1940, en que se reunieron sistemas integrales de bienestar para promover la cohesión social, la estabilidad política y el crecimiento económico (Hills et al, 1994; Midgley, 1997 & 1998). ¿Hasta qué punto sirvió a un propósito similar la construcción de programas sociales activos, y promovió la solidaridad, en la América Latina urbana de fines del siglo veinte? En la Europa Occidental de la pos-guerra, la ciudadanía social y el estado de bienestar eran importantes para la generación de consenso político. ¿Pueden esos conceptos cumplir funciones similares en América Latina en los procesos de re-democratización y "consolidación democrática"? Aún hoy, el marco administrativo de los estados latinoamericanos, especialmente en el campo, es más deficiente que el de muchas ciudades destruidas por la guerra en Europa (Baldwin, 1990; Esping-Andersen, 1990 & 1996; Nickson, 1995). En oposición a los argumentos neo-conservadores en el sentido de que las invasivas burocracias de bienestar tienen antecedentes de haber asfixiado los vínculos domésticos, vecinales y comunitarios, y las asociaciones voluntarias, el estado de bienestar se destaca por su ausencia en gran parte de América Latina. El déficit de la provisión formal es visible precisamente en aquellas áreas donde la economía de mercado carece del vigor y el dinamismo para soportar la ampliación de la capacidad de elección y una red de iniciativas privadas en bienestar social destinadas a facultar al consumidor (Conaghan & Malloy, 1994).

Una cuestión que se destaca es cómo se encuentran los derechos valiosos del ciudadano allí donde existe una brecha creciente entre la formalización y la práctica informal, y entre la tolerancia de libertades políticas y los ataques a las libertadores civiles, como ocurrió durante la apertura electoral en México y después de la Constitución Colombiana de 1991. Ambos casos ejemplifican el problema inherente al liberalismo latinoamericano de las fluctuaciones entre los progresos y retrocesos de los derechos de ciudadanía, "… la aparición - y desaparición - intermitente, fragmentaria y desigual de los derechos de ciudadanía" (Whitehead, 1994; pp.) y las limitaciones confrontadas por la acción colectiva en la negociación, alcance y defensa de los mismos. Allí donde los derechos de ciudadanía se redujeron en códigos legales racionales diseñados por los exponentes de un republicanismo clásico para aumentar la libertad de los ciudadanos, liberarlos de la tiranía, y ampliar las normativas de la ley esenciales para la igualdad de los ciudadanos, esta meta normativa rara vez fue alcanzada. Los derechos sociales se distinguen de los derechos civiles en que se cuestiona vastamente el compromiso hacia la universalización de los derechos sociales. Asimismo, los derechos sociales son previstos por el aparato administrativo del estado, pero deben ser reclamados por el ciudadano. De acuerdo con Habermas, la invocación de estos derechos puede reducir un

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ejercicio activo de la ciudadanía a la pasividad e introducir un elemento de clientelismo que debilita a la ciudadanía (Habermas, 1994). Esto ocurre particularmente en América Latina, donde la entrega selectiva de beneficios es utilizada como instrumento de control político y división, los intereses privados y el estado se interpenetran, y rara vez existe el acceso a la solución financiado por la vía legal. Así se difiere el progreso hacia la ciudadanía social en tanto se actúa desigualmente o se niega la sustancia de los derechos sociales, los derechos son subvertidos en forma fraudulenta, y los regímenes aparentan estar de acuerdo con formas de ciudadanía a los fines del reconocimiento, la ayuda o los préstamos internacionales. Se perpetúa una brecha profunda entre los derechos-en-principio y los derechos-en-práctica, junto con variaciones dentro de naciones como Brasil, entre ubicaciones de patrimonialismo y clientelismo y enclaves de tolerancia pluralística (Panizza, 1993; Foweraker & Landman, 1997: esp. pp. 20-1). Identidades de grupos heterogéneos de género, raza, comunidad y lugar de trabajo (o "movimientos sociales") pueden militar contra una ciudadanía homogénea. Sin embargo, mientras muchos movimientos sociales inicialmente son motivados por objetivos inmediatos, particularistas, éstos frecuentemente se transforman en reclamos de derechos civiles y políticos a medida que los movimientos colaboran con empeño para definir, exigir y difundir los derechos (Turner, 1986; Mead, 1986; Walzer, 1989; Bellamy, 1993). Son ilustrativas de estos procesos las cláusulas de la Constitución Argentina de 1994 y la Brasileña de 1998 que declaran que los derechos sociales son un elemento integral de la ciudadanía. Solamente en Cuba, sin embargo, perdura un compromiso con la universalización de los derechos sociales que no admite desafío. A pesar de la crisis fiscal endémica, el régimen posterior a 1959 se ha auto-legitimado mediante el sostenimiento de una revolución igualitaria fundada en el otorgamiento de facultades vitalicias, sin perjuicio del problema de larga data de adecuar una ciudadanía social activa a la indisputable primacía del Comandante Fidel Castro (Eckstein, 1994 & 1998; Whitehead, 1998, Dilla Alfonso, 2000).

Las restricciones al ejercicio de la ciudadanía han variado considerablemente. La identificación nacional a menudo es débil, porque compite con otros focos de lealtad individual y de grupo: empresas, regiones, comunidades, etnicidad, clase, patronos y familia. Los historiadores han subrayado que, si bien desde el período constitucional inicial los gobiernos latinoamericanos consideraron que la educación primaria era esencial para la ciudadanía, el inculcamiento amplio de las nociones de ciudadanía se vio obstaculizado por la falta de fondos y la mala administración de los Ministerios de Educación Pública y la falta de nuevas ideas en el aula (Newland, 1996). Los sociólogos enfatizan que los derechos adosados a la ciudadanía son de escaso valor práctico para los latinoamericanos, ya que las élites los establecieron para obtener apoyo a los fines de proyectos particulares mientras recortaban la participación en la elaboración de políticas (Roberts, 1995: 184-207). Los científicos políticos han enfatizado las dificultades que los actores populares debieron confrontar durante las aperturas democráticas para forjar fuertes lazos de cualquier tipo - pactos sociales, "compromisos de clase democráticos" - con los movimientos de democratización (Chalmers et al 1997). Las crisis económicas y sociales precipitadas por el fracaso de la política y los impactos de la moneda externa pueden obstaculizar la ardua tarea de alcanzar la institucionalización democrática y de lograr que las administraciones se responsabilicen ante los ciudadanos por sus actos (O'Donnell, 1996; Lowenthal, 1997). En las "democracias delegativas" los presidentes redujeron la rotación de los funcionarios y aislaron a los tecnócratas de la presión cotidiana, aliviando la responsabilidad del ejecutivo (O'Donnell, 1996). La prevención de la regresión hacia la autocracia, la eliminación de recompensas desproporcionadas para los funcionarios, y la perpetuación del gobierno democrático necesitan una política social eficaz y modalidades rutinarias de cooperación y competencia política (Schmitter, 1996). A nivel local, la estructura inerte del gobierno municipal ha limitado aún más el ejercicio de la ciudadanía (Nickson, 1995: esp. P. 32).

Hasta hace poco, la ciudadanía en Ecuador era desbaratada por la escasa experiencia acumulativa de la democracia popular y por la debilidad de la iniciativa en políticas que surgían tanto de un liderazgo político desprovisto de ideología de asociación social como de la ausencia del imperativo colectivo de modernizar (de Janvry et al, OECD, 1994). En México el ejercicio de los derechos de ciudadanía se vio inhibido por el contenido discrecional y casuístico de la ley, la cual con frecuencia se aplica sólo y cuando las autoridades políticas, especialmente el ejecutivo federal, así lo disponen. Por cierto, la victoria de un partido de la oposición en las recientes elecciones presidenciales, por primera vez en setenta años, ha dado

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lugar a una expectativa ampliamente difundida de derechos políticos y civiles aplicables y a un nuevo sistema de asignación de recursos. Mientras tanto, una lucha regional en Chiappas, orientada a construir la ciudadanía a partir de confrontaciones con caciques, terratenientes y funcionarios, se ha constituido en una cuestión nacional e internacional, habida cuenta del éxito de los Zapatistas en la promoción de su causa a través de mensajes en la world wide web, las consultas nacionales, las protestas callejeras y las caravanas de asistencia (Harvey, 1998).

La ciudadanía se ha visto restringida por la falta de responsabilidad respecto de abusos pasados, en particular la dilación en el enjuiciamiento de aquéllos que cometieron delitos contra los derechos humanos, por no mencionar los casos en que los perpetradores de secuestros y "desapariciones" estaban involucrados en un retorno "negociado" al gobierno civil. Esto se ejemplifica en el lento camino hacia la democratización recorrido por Brasil entre 1980 y 1985 (Bacha & Klein, 1986; Skidmore, 1989). Mientras tanto, en Chile los militares impusieron una constitución autoritaria que colocó al cuerpo de oficiales por encima de la ley, y en Uruguay el poder judicial fue institucionalmente débil y lento en el enjuiciamiento de los abusos contra los derechos humanos (Barahona de Brito, 1997). De manera similar, el retorno del presidente democráticamente electo en Haití, Jean-Bertrand Aristide, estuvo condicionado a una amnistía para los violadores de derechos humanos (Girault, 1991; Andreu, 1994).

Los derechos de ciudadanía están en continua fluctuación, son constantemente modificados y reformados, combinando la concientización del individuo como miembro de una sociedad limitada y una concepción compartida de la justicia. He aquí el carácter contradictorio de la ciudadanía, por el cual en México, en Colombia y en cualquier otro lugar, las mejoras institucionales pueden ocurrir en la arena electoral abierta, en los términos constitucionales o en el monitoreo de las violaciones de los derechos humanos, mientras la incidencia de los abusos contra los derechos civiles - ejecuciones extra-judiciales, secuestros y desapariciones - crecen, y los derechos-en-práctica se contraen. He aquí también la paradoja por la cual persiste la negativa de las libertades civiles básicas para los grupos más pobres de Brasil, mientras se expande el acceso popular a la toma de decisiones en los gobiernos de pequeñas ciudades, en relación con temas ambientales y la política industrial sectorial (Human Rights Watch, 2000: esp. pp 93-153). Más aún, los estados confrontan nuevos desafíos. A medida que se multiplican las diásporas internacionales, y los emigrantes, refugiados y personas sin estado demandan sus derechos, la práctica de una ciudadanía se combina con, y trasciende a otra. (N. Harris, 1996). En particular, quienes emigran transfronterizamente a los EE.UU., activos en campañas por la obtención de mejores salarios y condiciones laborales y sus derechos políticos y civiles, a menudo transmiten a su país de origen un ethos de activismo y seguridad en sí mismos que proviene de los derechos ganados. ¿Las lealtades nacionales se debilitan a causa de la formación de entidades regionales como el MERCOSUR/L y el revivido Grupo Andino?

Diversas percepciones del concepto de ciudadanía compiten por concitar la atención. Prevalece el acento liberal en la ciudadanía civil y cívica, mediante la cual se logran la libertad para el ciudadano individual y el control de su destino a través del crecimiento capitalista y la liberación del despotismo político, la religión politizada y un orden social jerárquico. Y el optimismo rodea a un número de ciudadanos en términos de derechos de votación formales. Esto ha sido reformulado como la premisa de que, después de la exposición a la demagogia populista y del fracaso en cumplir con las promesas de un bienestar sostenible, la ciudadanía de las naciones de América Latina reconoce el valor inherente a una economía de mercado y la insensatez y el daño de la intervención estatal. Roxborough ha analizado el debilitamiento del movimiento laborista durante las crisis de la década de 1980 y ha demostrado su incapacidad para influir en políticas que apuntaban a resolver los conflictos de crecimiento, distribución, inflación y sueldos justos. Sostuvo que una transformación neoliberal en la cual el lugar de preocupación política transitaba de la sociedad civil a la toma de decisiones económica, resultaba en la desarticulación de la sociedad civil, con la aparición de nuevos resquebrajamientos sociales: algunos movimientos sociales adquirían nueva fuerza, mientras se sembraba la confusión entre los partidos políticos, y caía aún más la influencia del trabajo organizado (Roxborough 1989 & 1997). Waisman va más allá, al sostener que la preocupación del estado por la política macroeconómica y el mantenimiento de la ley y el orden en detrimento de la política social amenaza con ahondar aún más la brecha entre el segmento "cívico" y el "desorganizado" de la sociedad (Waisman, 1999). Este punto de vista es refinado por Caldeira,

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quien sostiene que la expansión de la ciudadanía política resultante de una democracia electoral mejorada ha sido neutralizada por un sistema de justicia penal brutal y sujeto a las influencias, que niega la ciudadanía civil (Caldeira, 2001).

Con la discusión centrada en la premisa de que el crecimiento deriva de las reglas de mercado, y que es responsabilidad del estado fijar esas reglas, los teóricos de opción racional evalúan en qué medida los estados garantizaron los derechos de propiedad y, de ese modo, el funcionamiento del mercado sin tropiezos. Ampliando este enfoque a la ciudadanía y a la política social, se puede presentar el rol del estado como el de promoción de la estabilidad a través de la garantía de suministro de bienes sociales públicos tales como la educación, la seguridad social y la salud. El suministro de bienes públicos promueve el consentimiento del gobernado y faculta al estado (Grindle, 2000). Los "derechos" de política social emergieron como un distintivo de ciudadanía antes de que los derechos políticos plenos fueran disfrutados por muchos individuos; y los estados desplegaron el acceso condicional a los bienes sociales como un mecanismo de control político después de la Segunda Guerra Mundial (Malloy & Parodi, 1993). En la mayoría de los países latinoamericanos, el acceso a los servicios sociales se encontraba físicamente limitado y políticamente racionado. Sólo a partir de la década de 1980 el tenor del debate abarcó tanto una dimensión de mercado como de ciudadanía, en la cual los bienes sociales se presentaban explícitamente como un derecho incondicional de la ciudadanía, aún cuando el suministro se encontrase financieramente restringido. He aquí que el consumo de - o el acceso a - una amplia gama de bienes públicos sea el punto de referencia de una ciudadanía plena. Este punto de vista de la ciudadanía en tanto consumo eleva la posición del estado como proveedor de bienes públicos. Implica que, en parte, la supervivencia del estado depende de una eficiente entrega de bienes sociales. He aquí, además, el rol "civilizador" del mercado - el mercado como fuerza para la paz social, la armonía política y la abundancia material (Weiner, 1999).

Otros autores pugnan por un punto de vista de la ciudadanía más colectivo, enraizado en la fortaleza de la comunidad y en la solidaridad social. Rechazando lo que ven como una excesiva confianza en las ecuaciones neoliberales de los mercados libres y la política libre, Jelin y sus colegas defienden un mayor análisis de la ciudadanía como el resultado de luchas por la dignidad, la voz y la autonomía. Claman, además, por una mayor atención a los procesos sociopolíticos y al detalle etnográfico (Jeli, 1996). Si bien su identidad es problemática, los movimientos sociales han constituido signos visibles de luchas gradualistas y no conformistas por la re-evaluación de la democracia. Los movimientos sociales también han definido y redefinido el perfil de la ciudadanía dentro de una esfera congelada y en lugares de desesperanza, como la periferia de las grandes ciudades, donde no había ninguna representación efectiva alternativa de intereses sociales. En ciertos lugares prosperaron las "redes asociativas", caracterizadas por una adaptación flexible, pragmatismo cotidiano, estructuras no jerárquicas y una "capacidad de interconexión con fines específicos" orientada a dar forma a la política pública (Foweraker & Craig, 1990; Fox, 1994; Chalmers, Martin & Piester, 1997).

Las ONG han jugado un papel importante en los movimientos sociales que lucharon por la ciudadanía activa y el efectivo ejercicio de los derechos cívicos. El término ONG es conveniente y, quizá, una sigla engañosa para organizaciones que van ya sea desde el plano internacional, tales como OXFAM y Human Rights Watch, por vía del nivel nacional, como la federación de comunidades indígenas de Colombia, hasta el plano local , por ejemplo, los grupos de vecindarios de la ciudad de Río de Janeiro. Además, han variado las actitudes oficiales respecto de las ONG. Durante las décadas de 1970 y 1980, a menudo fueron acusadas por los gobiernos latinoamericanos de fomentar la agitación y la subversión, y las agencias Bretton Woods albergaron sospechas de que esas organizaciones desarticularan la implementación de proyectos de desarrollo mediante la injerencia irresponsable en el terreno. En la actualidad, existen amplias pruebas de una "filosofía de asociación" según la cual los gobiernos anfitriones y los organismos de Washington delegan en las ONG la administración de proyectos que, con contratación local, pueden fortalecer una ciudadanía participativa (Meyer, 1999). A fines de la década de 1990 las ONG se caracterizaban por una diversidad organizacional: algunas estaban burocratizadas y eran altamente profesionales; otras eran pluralistas, efímeras y enraizadas en las comunidades locales y sus temas. Sin embargo, todas las organizaciones profesaban la inquietud por comprometer la participación de los ciudadanos.

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La Asociación Nacional de ONG Brasileñas, por ejemplo, sostuvo que sus miembros debían presionar al gobierno municipal para que creara una red de aportes sociales que hiciera posible una mayor realización de los derechos de ciudadanía. Sin embargo, muchos profesionales desencantados ven la "filosofía de asociación" como la segunda posibilidad de elección para un estado de bienestar integral. Alentados por la disposición de la Constitución de 1988 que proclamaba un sistema único, universal y equitativo de salud, los profesionales de la salud de las ONG brasileñas que luchaban contra el resurgimiento de la malaria, perdieron la fe cuando el estado se echó atrás respecto de su responsabilidad en el sector (Cohn, 1995).

La CEPAL/ECLAC exhorta a una ciudadanía activa, reflexiva, a la luz de los problemas de violencia e ingobernabilidad que existen en toda América Latina, en relación con la confianza de los ciudadanos en los sistemas judiciales y de seguridad y, en particular, respecto de la protección de los hogares en que la mujer constituye la jefa de familia y de la prevención en la venta de narcóticos (CEPAL, 1997). De manera similar, el Banco Mundial considera el fortalecimiento de una ciudadanía activa como un elemento esencial para promover la cohesión social y la identificación con las metas colectivas, y ha llegado a reconocer que tanto las instituciones del sector privado como del público se habían debilitado por las crisis de la deuda. Subrayando el problema de la legitimidad del estado causado por la corrupción y la injusticia, el Banco urge a los gobiernos a mantenerse en alerta respecto de los "valores republicanos" y a crear "más sociedad." Aquí se quiere significar la creación de una mayor concientización de los derechos individuales y de grupo y de las responsabilidades a los efectos de contrarrestar la caída de las "viejas defensas" - la familia, la comunidad y la iglesia. Para el Banco, la disrupción de las comunidades tradicionales significa la disrupción de los canales informales de intercambio de información, a ser resuelto por un flujo de información y conocimiento en dos direcciones, esencial para construir la confianza entre los pobres (Banco Mundial, 1999). Estos argumentos pasan por alto tres problemas. En primer lugar, no se puede fundar la política sobre premisas históricas defectuosas sobre la existencia y eficacia universal de las "viejas defensas". En segundo lugar, una mayor concientización entre los pobres acerca del grado de desigualdad de los ingresos probablemente promueva la desconfianza respecto de los ricos, y un sentido de traición por parte del estado. En tercer lugar, la escala de evasión de impuestos (en los países donde las tasas de impuestos directos a menudo son bajas) por parte de la clase superior y del sector privado causa un particular antagonismo entre los trabajadores y empleados del sector público, cuyos impuestos son deducidos en origen. Rara vez las instituciones internacionales recuerdan a las clases superiores que pagan pocos impuestos y que tienen responsabilidades en su carácter de ciudadanos activos.

A partir de este examen, es claro que el debate sobre ciudadanía trasciende las estrechas definiciones jurídicas de conjunto de derechos y obligaciones, y coloca el concepto explícitamente dentro de otras discusiones - de diferencias de poder, justicia social, etnicidad y acceso desigual a los activos y recursos. Los análisis, tanto actuales como del pasado, dan lugar a cuestiones respecto de hasta qué punto la ciudadanía es activa, y hasta dónde, pasiva, y en qué medida se desarrolla desde abajo y se regula desde arriba. Más aún, el contenido, la teoría y la práctica de la ciudadanía han variado a lo largo del tiempo - una ciudadanía plena ahora significa el ejercicio de los derechos sociales además de los políticos y civiles. ¿Se mantendrán inexpugnables estas nociones de ciudadanía efectiva y universal, haciendo que los intercambios previos sobre su naturaleza - ya sea colectivista o individualista - se vuelvan redundantes? En cuanto al debate respecto de la calidad de la ciudadanía - ya sea que deba distinguirse entre una ciudadanía "de primera clase" y una "de segunda clase", y en caso de que se deba hacer la salvedad entre una ciudadanía "de baja intensidad" y una "plena, con la mediación de la ley", ¿terminará siendo una discusión superflua? ¿Dará derechos a todos una ciudadanía basada en los bienes y que otorgue facultades?

La ideología, los estados y los mercados

La globalización, el monetarismo y el énfasis en la hegemonía de los mercados desafían varias de las premisas de Marshall. ¿Cuán autónomo es el estado-nación? ¿Hasta qué punto el mundo capitalista se ha reconfigurado desde 1945 alrededor de las corporaciones transnacionales, cuyos gerentes y administradores - latinoamericanos y asiáticos además de norteamericanos - deben lealtad a la empresa que ha llegado a prevalecer sobre el estado?

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¿En qué medida el capitalismo del mundo se ha reconfigurado desde la década de 1990 a través del proceso de "retroceso del estado", la globalización exhaustiva de los mercados de capitales y el predominio del consenso de Washington? ¿Hasta qué punto estos procesos están erosionando las nociones de ciudadanía y solidaridad social y desafiando la autoridad del estado-nación (Sunkel, 1993)? ¿En qué medida la determinación de revertir fallas abyectas del mercado y de promover la estabilidad de mercado fomentaron la inestabilidad social?

El rol y la "posición" del estado han pasado a dominar gran parte de los estudios sobre desarrollo económico y política social. Tres cuestiones encabezan la agenda de investigación: en qué respectos el estado era activo y en cuáles, pasivo; de qué maneras el estado inhibió o promovió el crecimiento; y qué factores condicionaron la acción del estado. Esta discusión tiende a periodizar la experiencia latinoamericana desde el siglo diecinueve en términos de fases alternativas de crecimiento y desarrollo o crecimiento y crisis. De acuerdo con gran parte del pensamiento actual, cada uno de estos períodos se caracterizó por configuraciones específicas, estilizadas, del "estado" y del "mercado". El estado oligárquico entre c.1870 y la depresión mundial fue responsable por la formación de los mercados y delegó gran parte de la previsión social en el sector de caridad. El estado populista del tercio medio del siglo veinte promovió el "desarrollo estabilizador" mediante la intervención en los mercados y la adopción de un enérgico programa de bienestar y progreso social. El "estado amigo de los mercados" de las décadas recientes ha restaurado - o así lo proclama - los mecanismos de mercado, mediante la re-evaluación de la legislación de bienestar social, la promoción del suministro privado de servicios sociales y alentando al ciudadano/consumidor a comprometerse con el aporte de la política social (Thorp, 1998; Tulchin & Garland, 2000).

Hacia fines del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte, la efectiva integración en la economía internacional transformó gran parte de América Latina, promoviendo el cambio institucional, ofreciendo oportunidades y planteando desafíos al estado. Los beneficios de la inserción internacional no fueron equitativamente compartidos por todos los sectores ni por todos los países. ¿Hasta qué punto esto fue la consecuencia de una integración imperfecta en la economía mundial, y hasta dónde de las estrategias positivistas, asociadas con la expansión orientada hacia las exportaciones, que promovía el crecimiento a expensas de la equidad? Reflexionando sobre el fracaso de los "proyectos" liberales posteriores a la Independencia en cuanto a la promoción de mercados viables, los hacedores de políticas positivistas partieron de la premisa de que un liderazgo educado, con un dominio sistemático de la ciencia moderna, debía presidir la regeneración de un "continente enfermo" (Hale, 1986). Los historiadores debaten el bienestar y los beneficios industriales derivados del "proyecto positivista". La promoción de la inmigración europea, ¿dio por resultado el aumento de los ingresos y la consolidación de una economía monetaria, o deprimió los salarios de todos y restringió el acceso al mercado laboral por parte de los no-inmigrantes? (Holloway, 1980; Leff, 1982; Slatta, 1983). Apreciados por los pensadores positivistas por su idoneidad, nivel educativo e industriosidad, los inmigrantes de Europa fundaron asociaciones culturales, clubes profesionales, sociedades mutuales y gremios laborales - expresiones del capital social - que discriminaban a los "ciudadanos nacionales", limitando aún más la movilidad social de los esclavos liberados y los trabajadores itinerantes rurales y urbanos (Solberg,; Malaquer de Motes, 1992). La historiografía reciente ha disipado mitos de democracia racial, pero señaló el uso de las disposiciones constitucionales y los códigos legales progresistas por parte de los negros y las personas de ascendencia mixta para lograr la inclusión cívica y los derechos de los ciudadanos (De la Fuente, 1999 & 2001). ¿Cuáles fueron las consecuencias de las estrategias que empujaron a los campesinos desposeídos a entrar al mercado laboral? Los regímenes positivistas presidieron una masiva transferencia de tierras. En primer lugar, un renovado ataque contra la tenencia comunal de tierras ocurrió en países tales como México y Guatemala a fines de siglo diecinueve y en la década de apertura del siglo veinte. En segundo lugar, las campañas contra los indios nómades culminó en el despojamiento brutal de la tierra, con la mayor visibilidad en la denominada "Campaña del Desierto" de la Patagonia. En tercer lugar, la venta de tierras públicas a grandes terratenientes y empresas y corporaciones extranjeras a menudo obstruyó la consolidación de una clase estanciera de pequeños terratenientes prevista con anterioridad por los liberales (Safford & Huber, 1995). La mayoría de los estudiosos concuerdan en que las políticas de mano de obra de inmigración se basaron en premisas de superioridad racial y en que los mecanismos de disposición de tierras públicas y comunales agravaron las desigualdades sociales y perpetuaron las inflexibilidades en los

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sistemas de tenencia de tierras. Por cierto, el "proyecto positivista" raramente redujo las imperfecciones ya sea en los mercados laborales o de las tierras.

Hubo mayor congruencia entre el concepto y el resultado en las estrategias para consolidar el mercado nacional. "Ocupar el espacio nacional" constituyó tanto un proyecto político como económico. Se dedicaron esfuerzos considerables a la construcción de los ferrocarriles y servicios públicos, y al desarrollo del telégrafo y los servicios postales. Estas prestaciones a veces eran suministradas directamente por el estado, a veces por empresas privadas que gozaban de subsidios estatales. Para los regímenes positivistas, la modernización del transporte y las comunicaciones era vista como esencial para la construcción del estado y la formación del mercado. Las mejoras en el transporte y las comunicaciones aumentaban el poder del estado central, a menudo a expensas de las comunidades locales, y complementaban la acción del estado en otras áreas de suministro de bienes públicos, en forma notable en la educación, la policía y la justicia. Si bien intervinieron con la intención de promover la formación de los mercados y de influir en los mismos, y reconocieron que estas intervenciones producían resultados sociales, los estados latinoamericanos asumieron una actitud pasiva en gran parte de la política social. En los casos en que el estado adoptó un rol más activo, lo hizo principalmente para promover el cambio ordenado en las ciudades exigidas por las élites nacionales y provinciales ansiosas por "la cuestión social", en forma notable en materia de poder de policía y disciplina laboral, que pasaron a ser un tema perenne. Las inquietudes adicionales se movían entre la escolaridad primaria y los nuevos puestos de trabajo tales como telegrafistas y cursos especiales para ingenieros sanitaristas, hasta un marco regulatorio para la enseñanza superior en medicina e ingeniería. A menudo la política social - en forma notable en el caso de las campañas de vacunación - reforzó el poder coercitivo del estado, en lugar de generar consenso de clase y de comunidad (Sevcenko, 1984; Needell, 1987; Holloway, 1993).

¿Cuáles eran las implicancias de la incipiente política social del "liberalismo" económico no ortodoxo que se practicaba a principios del siglo veinte en América Latina y la economía política en evolución de elaboración de políticas y relaciones privadas-públicas (Cárdenas, Ocampo & Thorp, 2000a)? Un incipiente reconocimiento de los límites del voluntarismo y los intentos de colocarlo sobre una base más sistemática y efectiva se vieron complementados por el crecimiento de la acción del estado, que pasó a ser co-optiva más que simplemente represiva, por lo menos en la ciudad. Sin embargo, es dudoso que la intervención del gobierno manejara eficazmente las serias desventajas del voluntarismo: una distribución desigual de recursos, la perpetuación de conceptos paternalistas de caridad, actividades cuyos principales beneficiarios eran auspiciantes ávidos de posición, y el etos estigmatizante de "arrastrarse o morir de hambre". El crecimiento paralelo del aporte del estado y el sector privado fue acompañado por el mayor alcance de la acción autónoma por parte de las asociaciones de inmigrantes europeos, así como también de los obreros organizados urbanos y de las plantaciones y de los mineros. Los profesionales médicos, a menudo miembros prominentes de partidos incipientes de izquierda aliados con líderes gremiales, identificaron y graficaron la incidencia de las enfermedades de la pobreza - tanto urbanas como rurales, e hicieron campaña contra las condiciones deficientes de vivienda - las casuchas en las ciudades, los barracones en las plantaciones y los miserables albergues de los mineros y obreros del petróleo (Abel, 1996). Las coaliciones de profesionales progresistas y activistas laborales exigieron la regulación de los lugares de trabajo insalubres - particularmente aquéllos que empleaban mujeres y niños. En las décadas de 1910 y 1920 las ideologías pro-natalistas y darwinianas sociales orientadas a "mejorar la especie" dieron lugar al debate sobre la salud de la mujer y los niños, y a la provisión de beneficios de maternidad (N. Stepan, 1991). La reglamentación de la duración de la jornada laboral y de la seguridad e higiene en el lugar de trabajo fueron objeto de preocupación de los reformadores sociales y los funcionarios públicos. Si bien abastecían únicamente a una proporción muy pequeña de la población trabajadora, las agencias estatales, las empresas privadas y las asociaciones mutuales se volvían cada vez más activas en áreas tales como seguridad social. Las iniciativas de política social en América Latina se vieron influenciadas desde afuera, por ejemplo, por los modelos Bismarckiano y social-democráta de Alemania, y por las campañas de salud paternalistas de Rockefeller, dirigidas a las comunidades negras pobres del sur de los EE.UU.- La Revolución Rusa, y la emergencia de la protesta urbana social, despertaron el interés de las clases alta y media en iniciativas proactivas y preventivas de política social destinadas a anticiparse y prevenir la

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contienda armada (Albert, 1988). El contenido social "avanzado" de la Constitución Mexicana de 1917 creó un nuevo marco de debate más allá de las inquietudes liberales y católicas por los paliativos sociales (Knight 1986 & 1991). Los "Derechos", tales como educación primaria gratuita y universal, el reconocimiento de los gremios laborales, las recursos comunitarios, los beneficios de maternidad, la protección de los salarios mínimos, que fueron consagrados en la Constitución, resonaron hasta Perú.

La depresión que tuvo lugar entre una guerra y la otra ejerció un profundo impacto en la estructura del estado, el mercado y la sociedad. Fue inevitable que el choque y los abruptos cambios en el régimen que vinieron después influenciaran en el debate económico y de política social y su sustento ideológico. La duración e intensidad de la crisis de bienestar de la década de 1930 difirió según los países, sectores y regiones; y la deficiente integración de los mercados nacionales significó considerables variaciones en el ciclo de contracción y recuperación por ciudad y región. Las consecuencias de bienestar de la crisis difirieron de acuerdo con la escala y flexibilidad del sector de subsistencia - y del estado mismo. En áreas con antecedentes de migraciones internas, las comunidades de campesinos absorbieron a los emigrantes de la primera generación que volvían escapando del desempleo urbano. Avanzada la década, particularmente en aquellos países que contaban con juntas de bienes básicos y esquemas de apoyo de precios, se expandieron las oportunidades de puestos de trabajo rurales a medida que se recuperó la producción. Una continuada inestabilidad en el sector de exportaciones y el crecimiento del gasto público en las ciudades contribuyeron a la migración rural-urbana, un fenómeno que se iba a acentuar aún más. A principios de la década de 1930, el hambre, el desempleo y las privaciones sociales ya habían sido observadas por los comentaristas - y los gobiernos ya habían actuado sobre el particular - en las ciudades y puertos más importantes: las actividades relacionadas con las exportaciones se contrajeron y el gasto público cayó a medida que el gobierno adoptó políticas monetarias y fiscales en gran medida ortodoxas. La balanza de las relaciones públicas-privadas se alteró fundamentalmente a medida que las organizaciones filantrópicas, sobreexigidas por la depresión, reclamaron la asistencia o intervención del estado. Con una crisis de dinero en efectivo y de confianza en el sector voluntario, la actitud social del estado pasó a ser más proactiva, influenciada tanto por los exponentes de la Acción Social Católica, quienes reclamaban un "salario familiar" que fortaleciera los valores de jerarquía y respeto, como por los ideólogos del nacionalismo secular, que pugnaban por "salarios justos" y "vivienda decente" para elevar la dignidad de los trabajadores. En México, los radicales que demandaban la implementación de las disposiciones sociales de la constitución organizaron la agitación por la emancipación de los campesinos y su total integración a la nación (Meyer, Segovia & Lajous, 1978; Vaughan, 1997; Ivereigh, 2000). Hacia fines de la década de 1930, los regímenes de política económica se volvieron cada vez más anti-cíclicos, destinados ya sea a promover el crecimiento de la demanda doméstica agregada o a evitar una mayor contracción de la demanda. Las obras públicas, las estrategias bancarias y monetarias no ortodoxas y de protección ayudaron a reactivar la economía y a crear empleo. El gasto en escuelas y hospitales (así como también en caminos y vías férreas) cumplió el rol de "cebado de la bomba". Las iniciativas sociales - universidades del estado, programas de capacitación de supervisores de fábricas, inspectorados de trabajo, y demás medidas - que habían sido debatidas en la década de 1920, o antes, fueron re-evaluadas y a menudo implementadas. La cobertura de seguridad social también se extendió en Brasil, México y Uruguay; en Argentina se suministraron beneficios de maternidad; y en varias repúblicas se fundaron Ministerios de Trabajo y luego de Salud (Malloy, 1979; Hamilton, 1981; Mesa-Lago & Cruz Saco, 1998; Lewis & Lloyd-Sherlock, 2001).

La depresión reactivó los movimientos sociales e implicó una reestructuración de la jerarquía de clases - la proletarización de los campesinos, la caída y descalificación de los artistas y artesanos, una movilidad social hacia abajo entre la clase media. Hacia mediados de la década de 1930, la política social reflejaba ambos procesos de adaptación a través de una clase alta reconfigurada de acuerdo a los nuevos desafíos, y los esfuerzos para desactivar el conflicto en lugares y sectores específicos. Algunas partes del sector privado se identificaban más que antes con la acción mejoradora que prevenía el desasosiego en tanto impusiera un costo bajo y "mejorara" la fuerza laboral. La política social satisfizo las demandas de empleo en el sector público que reclamaba la clase media, especialmente los recién graduados. Además, las federaciones gremiales que luchaban por evitar la caída de los salarios por debajo de los niveles de supervivencia y por defender las condiciones de vida, proclamaron como victorias

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las intervenciones oficiales en el área social. A partir de la última parte de la década de 1930 se observaron mejoras seculares en los indicadores de salud y educación; una nueva concientización social se hizo evidente en modestos esquemas de capacitación de maestros y visitadores sociales, los primeros análisis del costo de vida y relevamientos de nutrición que prefiguraron pasos hacia la construcción de un estado de bienestar. Sin embargo, la política social fue inevitablemente azarosa e inconsistente y "emparchada" en su implementación, debido a la coalición de elementos incompatibles implicados en su formulación y ejecución y a la escasez de personal calificado.

Entre finales de la década de 1940 y fines de la década de 1960, la industrialización en sustitución de las importaciones fue el principal objetivo económico del gobierno (Cárdenas, Ocampo & Thorp, 2000b). Su implementación implicó la distorsión de los términos de comercio domésticos a favor de la fabricación, una tasa de cambio (inestable) sobrevaluada, tasas de interés real bajas o negativas (en la mayoría de los casos) y el proteccionismo. Es posible que las erogaciones públicas relacionadas con la industrialización en sustitución de las importaciones haya desplazado el gasto social; sin embargo, existen pocas pruebas que apoyen el punto de vista de que la reducción de los gastos orientados a la fabricación habría resultado en una mayor inversión social pública. Una política social activa, coherente con el pensamiento prevaleciente Keynesiano y Beveridgiano, fue gradualmente injertada en el programa de industrialización en sustitución de las importaciones, desafiando las iniciativas sociales corporativas por parte de empresarios progresistas enraizados en nociones Fordistas y Tayloristas de administración científica e ideas de "capitalismo del bienestar" (Scott, 1993; Weinstein, 1996). La política social también debió mucho al reconocimiento de que la promoción del desarrollo desequilibrado al estilo Hirschman tendía a generar tensiones socio-políticas y sectoriales, que fueron agravadas por el crecimiento demográfico y la rápida urbanización (Teitel, 1992). Esta visión de un viaje hacia el progreso en las décadas cepalistas exagera las partidas de conceptos anteriores del liberalismo. Para muchos países, los principales resultados de la industrialización en sustitución de las importaciones fueron un rápido crecimiento y beneficios absolutos en bienestar, sin perjuicio de la inestabilidad macroeconómica y una aguda reducción de la equidad (Urrutia, 1991). Sin embargo, la administración económica capaz no igualó buenos resultados sociales. Al comparar a Perú y Colombia a fines de la década de 1980, Thorp remarcó cómo la administración económica efectiva de corto plazo en Colombia no se había traducido en un mejor desempeño en términos de bienestar, distribución y necesidades básicas (Thorp, 1991).

La creciente volatilidad en las cuentas externas y fiscales y la inflación en aumento aseguraron la inclinación hacia el neoestructuralismo y el neoliberalismo a fines de la década de 1960 y comienzos de la década de 1970. El agotamiento de la "fase fácil" de la industrialización en sustitución de las importaciones fue acompañada por la percepción de que el "desarrollo estabilizador" estaba dando paso a la protesta desestabilizadora, ejemplificada por el terrorismo urbano en Argentina y Uruguay, el colapso político en Chile en 1973, y las luchas agrarias en América Central y en otros lugares. La política social populista restauradora era vista por los neoautoritarios como costosa, corrupta e ineficaz para mitigar las tensiones, a la vez que erosionaba un ethos de voluntarismo, pluralismo y auto-ayuda (O'Donnell, 1973; Collier, 1979). Cuando los neoliberales montaron el asalto sobre el bienestarismo del estado, los ministerios y agencias de bienestar que habían sido desviadas del suministro de servicios para actuar como fuentes de imposición de trabajadores innecesarios de clase media bajo la presión sindical y como instrumentos de poder para los líderes gremiales, contaron con nuevos defensores. Las presiones domésticas y el interés iniciado más de una década atrás por agencias como la Alianza para el Progreso contribuyeron al febril debate sobre demografía y desarrollo. Esto se pudo observar claramente en la conexión realizada entre educación, control de la población y progreso económico. En este respecto, el crecimiento demográfico generó demanda una mayor provisión educativa, mientras la educación también era vista como parte importante de la solución ante la explosión de población. Los temas de educación, salud, vivienda y equidad (no menos dentro de la familia) fueron vinculados e incorporados dentro del "debate de desarrollo" (Gilbert, 1998; Torres & Puiggros, 1999; Lloyd-Sherlock, 2000). El predominio del nuevo modelo económico neoliberal en la década de 1990 derivó del fracaso de la heterodoxia - soluciones neoestructurales al problema de pérdida de dinamismo del modelo de industrialización forzada - y de las crisis de deuda/préstamos que condicionaban y

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consolidaban la reinserción internacional (Meller, 1991; Buxton & Phillips, 1999a&b). La hiperinflación y el terrorismo institucionalizado de las fuerzas armadas en la década de 1970 habían destruido las alianzas tecnocrático-autoritarias que habían administrado los proyectos desarrollistas y neodesarrollistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial y las políticas sociales asociadas con estos (Teitel, 1992; Sunkel, 1993). Sin embargo, hacia mediados de la década de 1990, los Organismos de Washington y sus aliados reconocieron lo que la CEPAL y los críticos de las políticas neoliberales habían discutido durante varios años: para que sobreviviera el Nuevo Modelo Económico, era necesario pergeñar un "nuevo modelo de política social" y se debían formar nuevas coaliciones para su difusión y defensa. Se cristalizó un vigoroso debate, que inicialmente abordó la reducción de la pobreza, y más tarde abarcó las estrategias de supervivencia y el concepto de exclusión social. Sin embargo, el punto de vista de la política social como accesorio se mantuvo, a saber, que las intervenciones sociales derivaban del deseo de expandir el mercado conteniendo la pobreza y contrarrestando la propagación de la miseria. Sólo en ocasiones muy recientes la discusión de la equidad entró en el marco, y luego fue moldeada en términos de eficiencia económica (Linz & Steppan, 1996; Carpio, Klein & Novacovsky, 1999; Carpio & Novacovsky, 1999; Lievesley, 1999). Aún hoy en día existe un énfasis insuficiente en los resultados y el impacto del proceso en los ingresos totales y los niveles de pobreza.

En la última parte del siglo diecinueve y principios del siglo veinte, los estados de América Latina intentaron "incorporar la empresa" a través de la apertura económica externa y la acción pragmática en los mercados domésticos. La mayoría de las intervenciones sociales del estado fueron minimalistas; muchas fueron represivas y otras reactivas. Desde la década de 1930, y más especialmente después de la década de 1940, la intervención del gobierno se volvió más explícita y los mercados domésticos fueron progresivamente (pero sólo parcialmente) desvinculados de la economía mundial. Útil para forjar la reforma de los distritos electorales, la política social fue objeto de una prioridad más alta, a veces cercana a la posición de la política económica (Hirschman, 1963; Teitel, 1992). El crecimiento del sector público asumió una dimensión social y económica, representada en la provisión de una amplia gama de productos y servicios. Desde la década de 1980 un creciente rechazo del intervencionismo económico había sido acompañado por una demanda en aumento de mayor transparencia y responsabilidad en política y economía. Durante las "reformas" del mercado de la década de 1990, especialmente un tendencia hacia la privatización, continuó con presteza. Hasta qué punto una democracia genuinamente participativa, caracterizada por la "inclusión" social y la justicia distributiva había estado en la intención de los reformadores de las décadas de 1980 y de 1990, continúa siendo objeto de acalorada discusión. La ideología - la creación de un sistema de creencias en la moralidad o deseabilidad de un tipo particular de orden social - eleva la supervivencia del estado (Bin Wong, 1997:74-5; Grindle, 1996:3-4). La política social - y la efectiva entrega de bienes sociales - puede ser crítica para la construcción de la ideología y la legitimación. Esto fue reconocido hace unos cuarenta años más o menos, y ahora se lo vuelve a reaprender, ya que se reconoce cada vez la necesidad de estados que funcionen bien - no estados mínimos, junto con la importancia de un buen gobierno, capaz de diseñar políticas apropiadas y de reforzar la capacidad de organización (Grindle, 1997).

Distribución y Pobreza: Retórica y aportes en política social

Rara vez fuera de la Cuba posterior a 1959 la política social se ha preocupado por los temas de re-distribución. La pobreza llegó a dirigir la atención de los hacedores de políticas y las ONG en todo el continente en la década de 1960, y algunas veces se la trató explícita y sistemáticamente. Los gobiernos de diferentes persuasiones ideológicas emprendieron programas para combatir la pobreza en la década de 1970 y comienzos de la década de 1980: por ejemplo, Chile bajo el gobierno de Allende, México durante el sexenio de López Portillo y Colombia en la presidencia de Barco. Pero su impacto fue poco profundo y debatido (Thorp, 1991; Maddison, 1992; Altimir, 1997). Inicialmente la distribución en gran medida fue considerada una variable relacionada con el crecimiento. Sólo después de que "el establecimiento de metas" y la "red de seguridad" habían cristalizado como concepto y estrategia (C. Graham, 1994; Lustig, 1995) la distribución, a fines de 1990, pasó a ser un tema predominante de las políticas. La estrategia social desarrolló su propio impulso y coherencia como área de la actividad del estado y en carácter de complementaria de la estabilidad

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institucional. Según lo observado por Grindle, "La agenda social de América Latina a mediados de la década de 1990 fue definida por la renovada preocupación por la pobreza y la desigualdad y sus consecuencias para el crecimiento sostenido y la consolidación de los regímenes políticos democráticos". (Grindle 2000: 20, el resaltado fue agregado). Las disparidades de afluencia y gruesas asimetrías de poder fueron reforzadas por la desigual distribución de los beneficios de las relaciones internacionales - acuerdos comerciales, leyes sobre patentes, iniciativas médicas e intercambio educativo. Según Mesa-Lago y Midgley, se puede sostener con seguridad que los efectos de la política social han sido regresivos - o en el mejor caso, neutrales. Esto fue especialmente evidente en los sistemas de seguridad social Bismarckianos, cuyo crecimiento tendió a conferir beneficios adicionales a grupos relativamente privilegiados en lugar de ampliar la cobertura o promover la equidad. Los primeros grupos en ser incorporados a los esquemas de seguridad social contributiva, que datan de las décadas de 1910 y 1920 en los países pioneros, fueron profesionales (agentes públicos, docentes y empleados de empresas estatales). En forma subsiguiente, los sistemas se expandieron poco a poco para incluir sectores estratégicamente ubicados de las clases obreras (habitualmente urbanas) calificadas (Mesa-Lago, 1978; Midgley & Tracy, 1996; Midley, 1997 & 1998). El carácter contributivo de estos acuerdos y su estrecha supervisión por parte del estado (o la dependencia del mismo) cuando se restringía la participación política, implicaron que las necesidades de los sectores más pobres de la sociedad casi nunca fueran considerados. A medida que la gama de bienes sociales se expandía para incluir la educación no básica y el cuidado de la salud, los impactos regresivos de las diferentes ramas de la política social se replicaron. Los niños de los grupos de ingresos más altos quedaron sobre-representados en las inscripciones de las escuelas secundarias que surgían; y la educación terciaria hasta los últimos tiempos del siglo veinte se mantuvo exclusiva (Maddison, 1992; Torres & Puiggros, 1999). De manera similar, el acceso a los servicios de salud fue restringido social, sectorial y espacialmente, aún cuando técnicamente era sin costo, y su calidad y rango fueron variables (Mesa-Lago, 1992; Mesa-Lago & Cruz Saco 1998). La política social raramente desafió las prácticas del patronazgo; generalmente las remodeló. Y la entrega de servicios se modernizó en ocasiones a los efectos de combatir los desafíos de los movimientos y partidos de oposición en los distritos electorales marginales. Cualquiera fuera la intención, el resultado de la política fue el de perpetuar la desigualdad.

En América Latina prevalecieron las consecuencias distributivas negativas de la política social. Los datos sobre el acceso (o la falta del mismo) pueden ser presentados como prueba de los deficientes efectos distributivos de la política social. Hubo marcadas divergencias nacionales en cuanto a la cobertura: mientras en la década de 1960 casi toda la fuerza laboral de Uruguay estaba inscripta en esquemas de seguridad social, en México la cifra escasamente superaba el 16 por ciento (Mesa-Lago, 1991:186). Sin embargo, las cifras oficiales de cobertura pueden ser engañosas. Los datos oficiales de Argentina muestran que más de la mitad de la población económicamente activa estaba inscripta en esquemas de seguridad estatales en 1960 y que las tasas de inscripción alcanzaban el 69 por ciento hacia 1980. La misma estadística también confirma que sólo el 58 por ciento de la población en edad de jubilarse recibía el beneficio jubilatorio en 1980 (Lewis & Lloyd-Sherlock, 2001). Considerando que una significativa parte de los jubilados gozaba de más de un beneficio, el porcentaje real de los mayores que recibían jubilación del estado era significativamente inferior al indicado por los datos. Estas tendencias sugieren un retardo generacional tanto en la difusión de la provisión de bienestar como en los beneficios distributivos resultantes de la ampliación de la red de la política social. La mayor parte de la evidencia indica que el crecimiento gradual de la provisión de política social en la última mitad de siglo - incluida la proliferación de agencias y la ampliación de la gama de servicios - tuvo escaso impacto en la geografía social de la pobreza. Las modalidades de distribución de los ingresos son notablemente desiguales en América Latina, particularmente en Brasil. La distribución empeoró en muchos países durante la década de 1980, si bien la desigualdad y la pobreza se redujeron en Colombia, Costa Rica, Paraguay y Uruguay (Maddison, 1992; Psacharopoulos et al, 1997). De manera similar, en la década de 1990 se revirtieron algunos reveses absolutos experimentados durante la "década pérdida". Si bien los niveles de pobreza (que eran más altos en 1990 que en 1970) decrecieron en la década de 1990 en varios países, los indicadores de equidad no mejoraron (Dornsbusch & Edwards; 1991; Maddison, 1992; Ocampo 1998). En su estudio de nueve países a fines de la

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década de 1990, Stallings y Peres examinan el impacto del gasto social, con la conclusión de que tuvo un fuerte impacto distributivo. Sin embargo, advierten sobre la ineficiencia en la asignación del gasto social, causada por la influencia de grupos de interés atrincherados, la fragmentación institucional, y una deficiente administración (Stallings & Peres, 2000; esp. 145-96). Desde un punto de vista más amplio, Thorp muestra (Thorp, 1998: 27-9, 352) que, habiendo registrado beneficios significativos a mediados del siglo veinte, la distribución de ingresos por hogar se mantuvo relativamente sostenida en el último tercio de siglo, sujeta a cambios volátiles de corto plazo. En Colombia y México especialmente, los coeficientes Gini siguieron mejorando en las décadas finales del siglo. Algunos sostienen que estos cambios indicaron un mayor acceso a los servicios sociales en la segunda mitad del siglo veinte, mientras que otros aseveran que el progreso fue impulsado por el crecimiento. La investigación reciente se pregunta si, en línea con la hipótesis de Kuznets, una política social activa proporcionará un estrechamiento de las desigualdades en las fases posteriores del desarrollo (Gwatkin, 2001).

En la década de 1980, el cuadro era menos sombrío que lo que se sugiere a menudo. La amplia tendencia era que las erogaciones en salud y educación siguieran el ciclo económico. En muchos países, los fondos se contrajeron a principios de la década y se recuperaron hacia el final, si bien sólo en algunos casos las erogaciones alrededor de 1990 fueron superiores a las de 1980. Y la entrega de servicios a los más necesitados se alcanzó en un número de países y áreas de la política solamente mediante el fortalecimiento de las instituciones que rodeaban las estructuras de control existentes - bajo el riesgo admitido de crear futuros problemas de fondos, personal y duplicación de agencias (Grindle, 1991 & 1996). Las evaluaciones de la política social impulsadas por el ajuste mostraron rasgos positivos, de manera notable el compromiso de rectificar las brechas de cobertura, de elevar la calidad de los beneficios y de remediar los defectos de los sistemas de entrega. La recuperación en la mitad de la década fue particularmente observada en aquellos países que aplicaban programas neoestructuralistas, heterodoxos, de reactivación macroeconómica. No se puede negar que el impacto de los recortes del gasto público fueron sentidos desproporcionadamente por los pobres. Si bien la escala, intensidad y contenido de la crisis variaron considerablemente, aproximadamente la misma solución se aplicó en todas partes, aún en los casos de problemas desesperados enfrentados por esquemas sociales rudimentarios en los países más pobres. Hubo una continuada renuencia a preguntar quiénes eran los pobres, a definir lo que deseaban, y a asegurar que la consulta entre las agencias prestadoras y los destinatarios y la diversidad de la provisión generaran una eficiente entrega de servicios.

La demografía en igual medida que la política explican los cambios en materia de bienestar (y distribución). La década posterior a 1930 fue testigo de una explosión demográfica y una masiva migración interna y transfronteriza. Inicialmente, la migración rural-urbana consolidó la posición de las ciudades con primacía, las cuales, a partir de la década de 1980, se siguieron expandiendo sobre la base del crecimiento natural más que de la migración interna. En la actualidad las tasas más rápidas de urbanización se asocian con las ciudades intermedias. En algunos casos se trata de poblaciones que crecen rápidamente en el interior donde los servicios públicos son deplorables. En otros, son ciudades establecidas que prosperan a partir del crecimiento de nuevas industrias y de la reubicación de firmas existentes. La expansión de ulteriores ciudades intermedias es causada por la migración urbana-rural, tanto nacional como internacional. Desde la década de 1970 se sostiene que, a pesar de la marcada presión que se ejerce en materia de entrega de servicios públicos y política social, los pobres urbanos generalmente tienen un acceso más fácil a la educación básica y al cuidado de la salud que los trabajadores rurales (Roberts, 1978; Mesa-Lago, 1992; Gilbert, 1992 & 1998). Las tasas de crecimiento de la población cayeron desde índices casi catastróficos a mediados y fines de la década de 1960 hasta niveles manejables a fines de las décadas de 1980 y 1990. Sólo en la actualidad estudiosos como Altimir sostienen que la incidencia de la pobreza y la desigualdad es mayor en la ciudad que en el campo (Altimir, 1997).

Desde la década de 1940, sobre todo los regímenes populistas, que concebían los programas sociales como componentes integrales del desarrollo, instigaron significativos aumentos de la cobertura y disponibilidad de la provisión social, principalmente orientada a los grupos urbanos. Muchos de esos programas se fundaron sobre ideas transmitidas por organismos internacionales como ILO, ECLA/CEPAL, UNESCO y PAHO/WHO, que sintetizaron teorías

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importadas de Europa y generalizaron instrumentos de política diseñados en repúblicas específicas desde la década de 1930 en adelante. Acuñado en México, el lema desarrollo estabilizador tuvo un alcance más amplio, para implicar paz social además de estabilidad macroeconómica. Sin embargo, aún no queda claro hasta qué punto la entrega de la política social fue conforme a las fases de la "economía populista" identificada por Dornbusch y Edwards; y si los regímenes neopopulistas y pos-populistas aprendieron de las experiencias más tempranas (Dornbusch & Edwards, 1991). Un desafío intimidante que confronta a los campeones de una política social activa en el nuevo siglo consiste en asegurar que las consecuencias distributivas de la política social sean progresistas, contribuyan al crecimiento sostenido, y guarden consonancia con la aplicación y absorción de la "buena práctica". Los hacedores de políticas necesitan evitar la repetición de la "mala" experiencia del pasado de solventar las intervenciones sociales a través de la inflación. También tienen que tener cuidado para no chocar con profesionales tales como los jóvenes doctores, enfermeras y docentes que tienen la responsabilidad de realizar la prestación y pueden movilizar a la opinión pública, y cuya expresión de genuina pena a menudo se interpreta como una terca y auto-interesada resistencia al cambio iluminado. Asimismo, si los programas de asistencia al desarrollo provenientes de agencias externas como la Unión Europea y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) han de tener el efecto deseado y llegar a los beneficiarios a los cuales están destinados, exigen administradores responsables en el terreno, y deben ser diseñados de modo que sean entendibles para, y logren el compromiso de, los técnicos locales. Como el resultado final de los proyectos con fondos externos es tan bueno (o malo) como las capacidades de administración disponibles, es imperativo seleccionar y capacitar el personal con sumo cuidado, por ejemplo, en aquellas partes de América Central donde existe escasez de instituciones sensatas y eficientes (Tussier, 1995).

Los hacedores de políticas deben mantenerse en alerta sobre las limitaciones de la reforma de la administración pública. Es mucho lo que se puede decir de los cambios de la administración pública que aparecen como estratégicos e integrales pero no son más que graduales e incrementales. Hay razón para cuestionar el léxico y la práctica internacional actuales en materia de privatizaciones, agencificación, contractualización, costeo de actividades y administración del desempeño, y hasta qué punto los mismos dan origen al flujo de continuas mejoras en la calidad y beneficios en la eficiencia que tanto proclaman. La marketificación y agencificación del gobierno puede producir beneficios no anticipados en tanto destruye líneas directas de responsabilidad (Massey, 1997; Pollitt & Bouckaert, 2001). Una falsa impresión de uniformidad también puede oscurecer los diferentes significados que los cambios de política ejercen en diferentes lugares. Pollitt y Bouckaert sostienen que en el "mundo de pensamiento" gerencial sólo existe una limitada conciencia de la endeblez de los actuales "principios" de la buena administración pública. Pueden ocurrir ciertos beneficios en productividad, calidad de servicios, transparencia y equidad cuando al empleado público se le da la oportunidad de aplicar el sentido local de la reforma retórica: sin embargo es altamente improbable adicionar esto a la transformación que afirman los ideólogos de la cultura de la reforma pública (Pollitt & Bouckaert, 2001). Mientras tanto, los hacedores de políticas sociales aún deben resolver el acertijo de que, si bien la eficiencia de la política económica se puede medir en términos de productividad y competitividad, los criterios para medir la eficacia de la política social rara vez son comparables, mucho menos persuasivos. Aún los escépticos respecto de la "nueva administración pública" admiten que la profesionalización de la administración de políticas debe ocurrir entre los ministerios y en el punto de entrega si es que las reformas tales como la desconcentración presupuestaria y la descentralización han de ser eficaces. Y está emergiendo un consenso incipiente respecto de que, una vez establecida, la cultura de la auditoría no debe degenerar en una mera apariencia superficial "científica" para el clientelismo y que, allí donde exista, se debe sortear un abismo entre las expectativas alimentadas por la retórica del proyecto y el personalismo en las prácticas de administración interna.

El Nuevo Modelo Económico ha contenido la inflación: pero ¿producirán el establecimiento de metas y la nueva administración pública resultados más equitativos en política social? Durante la década pasada, los resultados distributivos sufrieron la influencia de una gama de variaciones a lo largo de las transiciones hacia el Nuevo Modelo Económico, diversas modalidades de distribución de ingresos y bienes, una heterogeneidad estructural heredada y una competencia relativamente abierta para los cargos públicos (Whitehead, 1996). En la próxima década mucho va a depender de la capacidad y competencia del estado, la

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introducción de un ethos de servicio y una cultura de profesionalismo desinteresado. Sin embargo, Solimano sostiene que las políticas amigas del mercado se sustentan en la reducción de la pobreza orientada por el crecimiento, el establecimiento de metas y la participación del sector privado en la entrega de servicios sociales (Solimano, 1998). Tal como él lo demuestra, esta estrategia presenta fisuras: las tasas de crecimiento son impredecibles; la administración segmentada es ineficiente; la entrega de la política social puede no llegar a los grupos meta. En el futuro, los objetivos sociales necesitan ver más allá de la reducción de la pobreza: los programas proactivos deben reemplazar las medidas pasivas y reactivas. El estado debe estar preparado para molestar al sector privado, y las agencias externas deben dejar de tolerar el secreto y la corrupción en la administración.

Equidad: Educación y empleo

Las preocupaciones respecto de la equidad pasaron a ocupar un lugar prioritario hacia fines de la década de 1990. La definición de equidad ha demostrado ser elusiva, y el grado de prioridad a ser adjudicado a los programas de equidad es materia de controversia. Alertada sobre los riesgos de una definición economista basada en la desigualdad de los ingresos, la CEPAL define la equidad como la "reducción de la desigualdad social en sus múltiples manifestaciones" (Wood, 1994; CEPAL, 2000). Le Grand evalúa el impacto de las afirmaciones de un trueque entre equidad y eficiencia en la teoría y práctica de la provisión de la política social pública. Al sostener que la equidad y la igualdad son cosas muy distintas, distingue varias capas de igualdad: igualdad de gastos; igualdad de costos; igualdad de entrega; igualdad de uso; igualdad de elección; igualdad de resultados (Le Grand 1982 & 1991). Al referirse al tema de salud, Hills habla de la equidad como "el tratamiento igual de una necesidad igual" (Hills, 1997: 59). El consenso político desde los socialistas hasta los conservadores acerca de la deseabilidad de la equidad refleja la falta de precisión del concepto. ¿Es justificado el reclamo de los liberales en el sentido de que las preocupaciones por la equidad en la política social deben estar subordinadas a las prioridades de eficiencia de la política económica porque los mecanismos de mercado son superiores a los que no son de mercado en el logro de la justicia distributiva y en la asignación de recursos? Los que disienten con las ortodoxias liberales necesitan explicar por qué se requiere la activa intervención del estado para rectificar la brecha social. La disminución de la equidad aumentó la ansiedad respecto de un "estilo de desarrollo excluyente" que dispararía la inestabilidad política y dañaría el desempeño económico. Entre mediados de la década de 1980 y mediados de la década de 1990, la incidencia de la pobreza creció exponencialmente: la tasa de crecimiento del número de pobres fue el doble de la tasa de crecimiento de la población en su conjunto (Vuskovic, 1993; Tulchin & Garland, 2000). El Nuevo Modelo Económico produjo una caída de los salarios reales, aumentó el desempleo y amplió el sector informal, derivando directamente en una mayor concentración de los ingresos y una pobreza más profunda y extendida. Los pobres fueron forzados a tomar medidas informales en respuesta a la brusca concentración y eventualización del empleo y la caída vertical de los salarios, al significativo descenso en el valor real de los beneficios de bienestar, y la eliminación de subsidios de los servicios públicos en deterioro. Factores consecuentes, tales como los cambios en la estructura de educación, habían ejercido un impacto adverso aún más significativo (Portes, 1991; Tokman, 1992; Thomas, 1992 & 1995; Morley, 2000). Al mismo tiempo, la reforma fiscal tuvo el progresivo impacto de empujar hacia abajo las tasas de inflación (Bulmer-Thomas, 1996). Adicionalmente, la privatización y desregulación redujeron la discrecionalidad del estado (Dornbusch, 1993). Esto no implica que el estado no pueda conciliar la equidad y la prosperidad en interés de la cohesión social. Reformas impositivas modulares que impliquen impuestos suntuarios y al lujo, impuestos al valor agregado de base amplia y estructuras tarifarias que se muevan gradualmente hacia la uniformidad pueden resolver el acertijo, a la vez que evitan la imposición fiscal progresiva de actividades que pueden amenazar la producción, la productividad y el empleo (Harberger, 1993).

Al expresar su alarma acerca de las consecuencias de la equidad y empleo que surgen de la política social, Stallings y Peres observan considerables variaciones en todo el continente (Stallings y Peres, 2000). Su trabajo confirma las predicciones de una aguda desigualdad entre los más países más ricos y los más pobres. Esto se observa en el fracaso en ampliar la

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cobertura de la política social en las repúblicas más pobres y las renovadas movidas hacia la cobertura universal en los más ricos (Altimir, 1997). Las divergencias entre países se reflejan en las variaciones de ganancias entre trabajadores de los sectores público y privado, y los profesionales y no-profesionales autónomos. (Altimir en Tokman y O'Donnell (eds) 1998:3-20).

Cada vez más los estudiosos sostienen que la clave para el desarrollo equitativo - y, por cierto, para el otorgamiento de facultades - está en una política educativa que reduzca las desigualdades de en los sistemas estratificados tales como los mercados laborales segmentados de América Latina. Morley presta particular atención a la amplia brecha en los logros educativos entre los obreros calificados y no calificados y entre los obreros y los graduados (Morley, 2000). Asimismo, Urrutia y Berry atribuyen la existencia de una estructura de salarios dual, caracterizada por diferenciales de sueldo entre obreros altamente calificados del "sector moderno" y los demás obreros, especialmente en agricultura, a la falta de equidad educativa (Urrutia & Berry, 1970; Urrutia in Urrutia (ed.), 1991). Mientras la modalidad dominante en Asia Oriental consiste en concentrar recursos en la universalización de la educación primaria y secundaria, la mayoría de los niños de América Latina ni siquiera concurre a la escuela secundaria. Una excesivamente generosa provisión para el sector terciario a expensas del secundario arraigó en las respuestas al Movimiento de Reforma Universitaria que comenzó en 1918, y que fue reforzado después de las revueltas estudiantiles de las décadas de 1960 y 1970. Birdsall extrae lecciones de Asia Oriental, donde se han creado virtuosos círculos de equidad y crecimiento: la educación promueve el crecimiento el cual a su vez hace posible una mayor inversión en educación; el gasto en educación reduce la desigualdad, engendrando crecimiento que estimula aún más la inversión en educación (Birdsall, 1998). En América Latina la política de educación generalmente es regresiva y en gran medida reactiva. La presión por la ampliación de la provisión de escolaridad sigue la curva demográfica. Un mayor número de niños fuerza a los gobiernos a aumentar los lugares en las escuelas primarias, y la mayor edad de los cohortes generacionales aumenta la demanda de más educación secundaria (Boó, 1996). Aún cuando es a menudo dejado de lado en América Latina (si bien se lo reconoció en la década de 1930) el gasto anticíclico en educación puede reactivar la economía al anticipar la demanda futura, y puede influir en la capacidad de los pobres para soportar los impactos económicos. Existe un fuerte motivo para promover la educación pública durante la recesión, aún cuando los resultados positivos no sean aparentes en lo inmediato.

Diversas corrientes ideológicas dan forma al pensamiento sobre educación. Los democráta-cristianos sostienen que la educación dignifica el trabajo y humaniza el capital; los socialistas enfatizan que la educación faculta a los trabajadores y a las comunidades; los desarrollistas correlacionan la educación y el cambio estructural; y los neoliberales sostienen que las capacidades básicas son críticas para la eficiencia y la competitividad. La CEPAL defiende la reforma educativa amplia como camino para remediar las fallas distributivas de las políticas de ajuste: una fuerza docente mejor calificada con mayor permanencia, nuevos incentivos y recompensa al mérito, y un rol activo para los gremios docentes (CEPAL 2000). Aquí se debe agregar la reorganización administrativa y curricular que comprenden los experimentos de la escuela nueva en Brasil y Colombia, que intentan quebrar la tradición de preparar a los niños para la sumisión y pasividad en lugar de hacerlos desarrollar habilidades críticas. A pesar del extenso debate sobre educación y equidad, muchas escuelas funcionan de modo de mantener el status quo, reproduciendo y legitimando la desigualdad. Los objetivos de la educación siguen siendo distorsionados por los estados que persisten la proyección de escuelas como instrumentos que dispensan privilegios otorgados por un gobierno benevolente, no como instituciones a las cuales los futuros ciudadanos tienen derecho de acceder, y por redes clientelistas que convirtieron los derechos de los docentes en favores. Es improbable que los políticos renuncien a una fuente tan poderosa de patronazgo como la del sistema escolar sin exigir concesiones compensatorias. El desvío burocrático de recursos que se alejan de las necesidades de los alumnos constituye un rasgo pronunciado del gasto en educación. ¿Constituye la selección de los docentes sobre la base de lealtad más que de competencia un tema que atañe a la administración, a la incorrecta asignación de recursos o a la estructura? Las políticas de ajuste han exacerbado el problema. Algunos docentes son menos efectivos porque, ante la reducción de los salarios, optan por enseñar en doble turno y recurren a dos empleos a la vez; el gasto en ítems no-salariales y las erogaciones no-recurrentes (desde libros y equipamiento de laboratorio hasta mantenimiento de los edificios) se mantiene visiblemente

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bajo. No convencen los reclamos de algunos neoliberales respecto de que los únicos problemas importantes que requieren atención son las decisiones deficientes sobre inversiones y la inadecuada asignación de los recursos (Morales-Gómez & Torres, 1992; Grindle, 2000).

Una mayor equidad en el gasto en educación (y salud) se alcanzará solamente mediante la expansión de la base imponible dentro del marco de una robusta política fiscal (CEPAL, 2000). Urrutia y Berry van más allá, y sostienen en una serie de publicaciones a partir de 1970 que la despareja distribución de la educación explica en gran parte los diferenciales de ingresos (Urrutia & Berry, 1970; Urrutia, 1991; Berry, 1998). La subinversión persistente en educación (y salud básica) desde 1960 también dañó el desempeño económico aún antes de la aplicación de las políticas de ajuste (Urrutia, 1991). La CEPAL confirma los puntos de vista de que una mayor equidad se puede lograr únicamente a través de una combinación de política social y económica. Señala un desempeño desparejo: más equidad en escolaridad primaria y secundaria, y salud y nutrición; menos en seguridad social y educación universitaria; la vivienda en una posición intermedia. También revisten urgencia las relaciones laborales más equitativas y eficientes, con mayor justicia y transparencia para los sindicalistas, junto con el acceso a las negociaciones colectivas para la pequeña empresa y los trabajadores no agremiados (Márquez, 1995; CEPAL, 2000). La negativa a la participación política y la falta de acceso a la ley crean aún más disparidades de oportunidades, inestabilidad laboral, bajos ingresos, obstáculos para la movilidad social, especialmente para la mujer, ignorancia respecto de la diversidad étnica y cultural y una deficiente defensa de las víctimas de desastres y demás desgracias (CEPTAL, 2000). La inversión educativa aumenta la "propiedad de capital humano" de la población (Morley, 2000).

Los propulsores de la flexibilización del mercado laboral sostienen que liberalizando los códigos de trabajo se facilita la participación en el mercado laboral y la integración en el mercado, con el resultado de la creación de puestos de trabajo y una mayor eficiencia - tanto para la macroeconomía como para las firmas en forma individual. Este enfoque concuerda con el enfoque de "trabajo como bienestar" del Banco Internacional de Investigación y Desarrollo, según el cual las principales causas de la pobreza están en la inflación y la falta de empleo (IBRD, 1991). De aquí que la flexibilización del mercado laboral generará empleo e ingresos - en el largo plazo, si bien se reconoce que en el corto plazo se puede observar el sacrificio de la equidad, y los pobres se pueden beneficiar con salarios mínimos (Beccaria & Galín, 1998: 82). En los casos en que no se producen migraciones, los factores inherentes al lugar explican las carencias y falta de correspondencia de las habilidades. Sin embargo, los términos "flexibilidad" y "desregulación" pueden sugerir una simplicidad ilusoria que oculta un rango de historias y contextos de las relaciones laborales. Y el crecimiento de la informalidad indica que la "flexibilización" tuvo lugar en la mayoría de las economías en las décadas de 1980 y 1990. Los empresarios a menudo se quejan de normas laborales abusivas, sin cumplirlas. Subcontratan mano de obra del sector informal desprotegido a los efectos de evitar las obligaciones fiscales y sociales - contribuciones salariales, pagos redundantes y costos contables - y obvian los conflictos laborales. Es improbable que una menor reglamentación conduzca a aumentos en la producción, los salarios y la productividad. Lo que se necesita es un régimen regulatorio efectivo que invada menos la libertad de acción de los empresarios, a la vez que se sustenta en reglas que son claras tanto para los trabajadores como para los empleadores, y no tanto una autoridad indefinida del estado para intervenir arbitrariamente en los conflictos. Asimismo, la desregulación puede significar, en caso de ser deficientemente aplicada, la reafirmación de vinculaciones informales e identidades y la modernización del clientelismo (Márquez, 1995; Thomas, 1996). Edwards y Lustig defienden tres prioridades: la abolición de la reglamentación laboral sin garantías a los efectos de reducir los costos laborales, sin comprometer la protección social; la conversión de los pagos de indemnizaciones por planes de remuneraciones diferidas; y la reforma de las contribuciones salariales de modo de reducir los costos laborales no remunerativos. Reclaman la conversión de un sistema de beneficios definido por el "pago para dejar el empleo", administrado públicamente, por un componente público más pequeño, que coexista con otro sistema con un componente obligatorio, administrado y totalmente solventado en forma privada (Edwards & Lustig, 1997). La reforma del código laboral es políticamente problemática, puede ser socialmente divisiva y pasible de desestabilizar los mercados laborales, tal como lo demuestran los antecedentes de empleo de América Latina en la década de 1990. Los procesos de reforma laboral a menudo

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fueron excesivamente complejos y aparentemente contradictorios, orientados a conciliar la simplicidad en contratos colectivos, flexibilidad laboral y movilidad con un salario mínimo y una pizca de protección social. En 1995 el salario mínimo real en trece de los diecisiete países relevados se encontraba por debajo del de 1980 (CEPAL, 1997: 13-20). Es obvio que el mayor acceso al empleo en el sector formal implica más que reducir las barreras institucionales para entrar o promover el optimismo del empleador mediante la reducción del costo oportunista del reclutamiento de personal. La ortodoxia en la estrategia macroeconómica se puede complementar mediante una política intervencionista de nivel micro, especialmente el apoyo estatal para las pequeñas firmas que se proponen ser jugadores eficientes en el mercado (Kosacoff, 2000; Suzigan & Furtado 1996). La asistencia a estas empresas, puesta en la meta por el estado, se puede justificar sobre la base de la eficiencia económica y del empleo sostenido socialmente beneficioso. Si las corporaciones a gran escala se pueden posicionar de modo de maximizar las oportunidades creadas por el retroceso del estado y la globalización, las firmas pequeñas (a menudo de propiedad familiar), que dan cuenta de un mejor antecedente de creación de puestos que las empresas de capital intensivo, necesitan el aliento del estado para emprender nuevas iniciativas comerciales. Los mecanismos de mercado en forma aislada no pueden garantizar la participación ni la supervivencia de estas firmas. Se les debe proveer la información e incentivos necesarios para penetrar en el mercado. ¿Son más eficientes en la actualidad los programas sociales, en comparación con los de hace diez años, de modo que se puedan aliviar los costos individuales y societales del desempleo friccional (cuando no estructural)?

¿Por qué los mercados laborales se fragmentaron y las modalidades de falta de equidad se afirmaron? La principal explicación se puede encontrar en las reformas sociales de las décadas 1920 a 1970. Sólo ciertos grupos seleccionados se beneficiaron con la regulación estatal de las condiciones de trabajo, seguridad social, capacitación técnica y reconocimiento del derecho de organizarse, bajo la influencia de la acción social católica, el socialismo reformista y el desarrollismo Keynesiano. Estas medidas intensificaron las divisiones del mercado - entre el sector formal y el informal, entre los grupos "incorporados" y "no incorporados", así como también las divisiones históricas de los movimientos laborales entre asociaciones de calificados/artesanos (la "aristocracia laboral") y los gremios de masa (Bergquist, 1986; Roxborough, 1994). Una mayor segmentación que inhibió la acción colectiva resultó de los prejuicios en materia de sexo y edad, antagonismo étnico y conflicto ideológico que involucraban a trabajadores inmigrantes, estacionales y de otras categorías, los cuales fueron exacerbados por el cambio estructural del mercado laboral. La política co-optiva del estado promovió la imperfección: la segmentación y la segregación inmovilizaron los cuerpos de trabajadores. La política laboral necesita conectarse con el debate sobre la educación y el capital humano, en particular para eliminar los obstáculos a la inversión en capacitación (Márquez, 1995). Los reformadores del bienestar también necesitan preguntarse si sus esquemas meramente transforman el pobre absoluto en el pobre relativo y el pobre de bienestar en el pobre que trabaja.

La justicia intergeneracional también juega un papel importante en las discusiones sobre equidad. Johnson y otros estudiosos demuestran cómo el cambio demográfico y la edad tienen un impacto significativo en la fuerza laboral, la paga, la productividad, la movilidad y la competitividad internacional - y en el ciclo de vida del hogar de ascenso desde, y descenso hacia, la pobreza. Como la expectativa de vida en América Latina semeja la del sur de Europa de una o dos generaciones atrás, se origina una incipiente crisis de edad. La "tercera edad" ingresa al discurso político: los mayores presionan a los gobiernos para que "respeten" los contratos de jubilaciones y pensiones y para que suministren vivienda y cuidado de la salud accesibles y viables, especialmente cuando las redes familiares han sufrido la erosión de la economía de mercado, y la dimensión y solidaridad intergeneracional de la familia han declinado (Lloyd-Sherlock, 1997; Johnson & Lloyd-Sherlock, 1996). Paradójicamente, mientras el estado se retrae - o alienta la provisión privada - en terrenos tales como la educación y el cuidado general de la salud, se lo fuerza a considerar acciones respecto de cuidados especiales para los mayores. A los efectos de implementar la justicia intergeneracional, el estado debe evitar el choque entre las demandas de salarios de los trabajadores y los requerimientos de jubilaciones y pensiones de los jubilados, y tener en cuenta las necesidades de las empresas para financiar los salarios y las inversiones, mientras obtiene los impuestos necesarios para financiar la intervención en materia social. La justicia requiere que el estado

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asegure una capacitación recurrente a lo largo de toda la vida, promueva respuestas flexibles a la volatilidad del mercado laboral, contrarreste las diferencias de sexo y las deficiencias educativas, y redistribuya el capital a los discapacitados. Al asegurar una política fiscal generacionalmente equilibrada, el estado también puede jugar un rol valioso en la nivelación de los ingresos a lo largo de la totalidad del ciclo de vida (Johnson, Conrad & Thomson, 1989; Johnson & Zimmermann, 1993; Hills, 1997).

Pobreza, Comunidad e Individuo

Las premisas de Europa y EE.UU. acerca de la pobreza siguen teniendo influencia sobre América Latina. Mientras los hacedores de políticas en los EE.UU. aplican estrategias basadas en la premisa de que no hay que ayudar a los pobres no merecedores aun cuando esto involuntariamente va en detrimento de los pobres merecedores, la tendencia en Europa se inclina por brindar asistencia a los pobres no merecedores por temor a pasar por alto a los merecedores. Las estrategias anti-pobreza están influenciadas por diversos factores: principalmente, por el problema de lograr una definición de pobreza que pueda ser aplicada a través del tiempo y el espacio. La estrategia también se forma en base a un conjunto de alternativas superpuestas. ¿El objeto es abordar la pobreza absoluta o relativa? ¿El propósito de la política es manejar la pobreza estructural o friccional? ¿En qué medida los hacedores de políticas buscan erradicar las causas de la pobreza, y, en qué medida los síntomas? Los resultados pueden ser confusos y las estrategias pueden fracasar a causa de la incertidumbre y la inconsistencia de objetivos. Por ejemplo, la intención de confrontar las causas de la pobreza relativa se puede ver obstaculizada por los cambios dramáticos en los niveles absolutos de la pobreza.

Abundan las dificultades técnicas. Durante mucho tiempo, las definiciones se centraron demasiado en los niveles del ingreso (a fin de determinar la línea de pobreza) y los artículos que forman la canasta de bienes básicos, cuyo consumo determinaba si los individuos eran consideradas pobres o no. Los cambios en la composición de la canasta y los patrones de consumo establecidos culturalmente tendieron a frustrar la comparación. De ahí la aparición de conceptos e indicadores tales como, por ejemplo, necesidades básicas, facultades, recursos y la paridad del poder adquisitivo. El debate aún continua, sobre las causas de la pobreza, las consecuencias de la política y las interpretaciones que se le darán a la pobreza absoluta y a la pobreza relativa, la primera ampliamente relacionada con la indigencia y la segunda con la equidad (Altimir, 1979 & 1982; Sen, 1997). ¿Es que la pobreza absoluta se ha convertido en un tema preocupante para las políticas solamente porque sus dimensiones son tan grandes que representan un obstáculo para el crecimiento? ¿América Latina ha desarrollado sus propias hipótesis sobre la pobreza y las estrategias para vencerla? Actualmente la política sobre la pobreza tiene una prioridad que nunca antes había tenido. Sin embargo, a veces la eficacia de la aplicación de la política se ve obstaculizada por organismos que compiten, por la superposición de jurisdicciones y por soluciones técnicas a síntomas que no abordan los problemas estructurales como ser la mala distribución de la riqueza y de los bienes. Un gobierno efectivo puede ayudar a los pobres a través de políticas macro-económicas anticíclicas y sensibles y corrigiendo las distorsiones que tienen un efecto particularmente adverso sobre los pobres. Quizás los servicios prestados por los organismos internacionales a los estados latinoamericanos y a los pobres no han resultado buenos. A comienzos de la década de 1990, las contrapartes del BID de Asia y África tuvieron mucho más éxito al brindar asistencia a los gobiernos para llegar a los pobres. El Banco Interamericano de Desarrollo podría haber sido más pro-activo y más intervencionista (Tussie, 1995).

¿En qué medida la pobreza se encuentra enraizada en la comunidad? Los análisis de los estudiosos realizados entre en la década de 1930 y 1950 veían a la comunidad en términos en gran medida estáticos y tenían poco impacto sobre las políticas fuera de Méjico. Tales análisis hicieron populares a los modelos de comunidad corporativa, de sociedades de pueblos aislados en equilibrio, y simples tipologías que no pudieron establecer adecuadamente las diferencias entre "primitivo", "campesino" y "trabajadores rurales" (Wolf & Mintz, 1957, Wolf, 1966; Duncan & Rutledge, 1977:3). Este trabajo, fundamentalmente de carácter antropológico, hizo hincapié en cuestiones relacionadas con el parentesco, la tenencia de la tierra y la propiedad, el intercambio y la reciprocidad, la administración local, la religión y la producción de

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un superávit para ceremonial, haciendo énfasis especial en la "economía moral", que se "equiparaba" con la pobreza al nivelar hacia abajo la disponibilidad de recursos (Wolf, 1957; Foster, 1965). Estos modelos que resultaron insatisfactorios debido a que no tuvieron en cuenta la diversidad, a que trataron en forma simplista fuerzas externas (llamativamente, el gobierno, la economía de mercado y las migraciones), y no asignaron la importancia debida al rol que juegan los ciclos climáticos y las calamidades naturales en las comunidades rurales, fueron reemplazados por análisis más dinámicos durante la década de 1960 y 1970 (Shanin, 1971; Pearse, 1975; Duncan & Rutledge, 1977). Al combinar las investigaciones socio-históricas y los estudios geográficos con métodos antropológicos en desarrollo, los especialistas forjaron enfoques interdisciplinarios innovadores para los "estudios sobre campesinos" y los análisis de haciendas y plantaciones, que produjeron cuadros con matices que subrayaban la diversidad de las empresas agrarias y delineaban las características jerárquicas y complejas de las relaciones sociales en el ambiente rural. Las investigaciones académicas se vieron enriquecidas por los análisis sobre "problemas agrarios" realizados por organizaciones internacionales y reparticiones públicas (ECLA, 1969b). Del debate intenso sobre el alcance y contenido de la reforma agraria surgieron medidas menos radicales de desarrollo limítrofe y colonización rural, más la preocupación por la inversión en productividad agrícola (Lehmann, 1974; Foweraker, 1981; Sanderson, 1985). Implícitas en estas discusiones había premisas que competían, por un lado, sobre la vitalidad y flexibilidad de la sociedad rural, y, por otro, la urgencia de la racionalización capitalista en el ámbito rural. Rompiendo con las ortodoxias liberales que mostraban tanto a los terratenientes como a los campesinos en posturas desesperadamente rígidas, arcaicas y pre-capitalistas, ambas premisas incluyeron transiciones significativas. La primera de ellas contemplaba una reforma agraria redistributiva que promovía la justicia social y la democracia rural, facultaba a los propietarios "campesinos" a producir para el mercado y fortalecía la comunidad. La segunda le atribuía un rol central a las agroindustrias que, frecuentemente con la asistencia de subsidios oficiales, daban nuevo ímpetu a la producción en gran escala que tendía a atomizar la comunidad y a equiparar la solidaridad con la subversión (Sanderson, 1985; Scott, 1991; de la Peña, 1994). Recientes investigaciones sobre ciencias sociales han interactuado con una historiografía revisionista que ha revaluado la historia del poder de los terratenientes y la protesta e insurrección de los campesinos y nativos desde el último período colonial. Muchos escritos recientes han identificado a la comunidad en lugar de las clases como el principal vehículo de movilización popular, mientras subrayan la importancia de la organización societaria endógena y la participación en el mercado (Stern, 1987; Katz, 1988; Joseph & Nugent, 1994; Huber & Safford, 1995; Nugent, 1998).

Los nuevos análisis de la comunidad rural han tenido un profundo impacto sobre el estudio de comunidad (y el anonimato) en la ciudad. En la década de los años 1950 y 1960 el estudio de la sociedad urbana se encontraba reservado en gran medida para los historiadores, los sociólogos y los científicos políticos que escrutaban temas tales como la protesta política, la asimilación de los inmigrantes europeos, la militancia y el activismo obrero y los orígenes sociales del populismo (Alemania, 1968; Weffort, 1978). ¿Hasta qué punto, tal como se ha afirmado, los clubes de inmigrantes, los sindicatos y, sobre todo, los movimientos populistas recrean los lazos de la comunidad en las ciudades de América Latina que disfrutaban de primacía a mediados del siglo veinte? Y, ¿hasta qué punto las virtudes de la comunidad rural se veían reflejadas en las villas miseria de las redes de supervivencia que confrontaban problemas de pobreza y ajuste? Mientras tanto, los geógrafos y antropólogos discutían ferozmente enfoques conceptuales diferentes que ponían énfasis en la "cultura de la pobreza" y la "marginalidad urbana" (O. Lewis, 1969; Roberts, 1973 & 1978; Perlman, 1976). Ellos debatían si, segregados de la corriente principal capitalista, los pobres en las poblaciones marginales desarrollaban mecanismos de auto-perpetuación que hacían que la miseria se transmitiera a través de las generaciones. ¿Era razonable argüir que los pobres eran responsables de su propia pobreza continuada, de la cual solamente podrían ser rescatados por los planificadores iluminados y modernizadores? Debe destacarse que la "reforma urbana" nunca mereció la misma atención que la reforma agraria. Las premisas que sustentan la reforma urbana fueron más modestas, ya que en la ortodoxia prevalecía la idea de que, complementada por una limitada intervención gubernamental para asegurar los servicios públicos básicos, las fuerzas del mercado autónomas proporcionarían alojamiento viable y asegurarían el empleo. Desde la década de 1970, los científicos sociales ampliaron la discusión. Las investigaciones sobre la dinámica de la comunidad urbana y, más

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recientemente, de la comunidad y la familia complementaron los análisis sobre "ciudades de campesinos" (Roberts, 1978 & 1995). Exploraciones optimistas sobre la informalidad y el plan de vivienda por el sistema de esfuerzo propio y ayuda mutua señalaron la vitalidad de las redes económicas urbanas y la fuerza potencial de la comunidad cuando es ayudada por el estado (Gilbert & Ward, 1985; Portes, 1995). Se requirieron políticas pro-activas para asegurar y distribuir títulos de propiedad y mejorar la infraestructura urbana. Esto promovería, o, al menos así se argumentó, una secuencia de cambios positivos: primero, la ocupación por parte de los propietarios; segundo, el mejoramiento de las viviendas y la inversión; y, finalmente, la formación del capital social. El estudio de barrios específicos fue complementado por micro-investigaciones sobre hogar y familia, como estudios de género centraron la atención en las divisiones domésticas del trabajo y su proyección a nivel de las relaciones comunitarias. No obstante, ha persistido hasta el presente una predominancia anacrónica de los estudios rurales sobre los urbanos, con consecuencias adversas para la política urbana. Mientras en la década de 1930, más de dos tercios de la población de América Latina vivía en el campo, en el año 2000 más de tres cuartos de esa población habitaba en las ciudades. Incluso hoy, el estudio de la comunidad urbana ha sido pospuesto a favor del de la comunidad rural, y el estudio de la comunidad ha sido pospuesto a favor del de ciudadanía.

Los programas de acción comunitaria en gran parte de América Latina comenzaron como respuestas defensivas, articuladas por la Alianza para el Progreso, al desafío de la insurrección rural y la lucha de clases impuesto por la Revolución Cubana de 1959 (Landsberger, 1969; Stavenhagen, 1970). Los primeros proyectos fueron reformistas y socio-políticos en su aspecto principal. Dirigidos al agro y reafirmando la "función social" de la propiedad, confrontaron cuestiones de pobreza, hambre de tierras y amenazas de desorden al introducir cursos de extensión agrícola, al construir centros y clínicas comunitarias y al mejorar la infraestructura de caseríos y pequeños pueblitos. Administrados por las superintendencias regionales de Brasil y los ministerios y organismos nacionales en las repúblicas andinas, los funcionarios responsables de estos proyectos estuvieron influenciados por el idealismo del movimiento de la reforma agraria (Barraclough & Domike, 1966). Esta ola de reformas en el agro fue interrumpida por un giro a la derecha en Washington y en toda América Latina, en virtud del cual hubo falta de fondos y un uso indebido de los recursos, volviéndose a centrar la atención en la ciudad. La segunda generación de medidas fue de índole autoritaria y conservadora. Los enfoques de acción comunitaria provenientes desde "arriba" pasaron por alto a las elites locales y apuntaron a los empobrecidos y carentes de poder, no pudiendo reconocer las iniciativas provenientes de la comunidad y de fuentes no gubernamentales (Midgley, 1995). Las políticas correctivas top-down ("desde arriba hacia abajo") de bienestar social fueron criticadas por los proponentes de un enfoque de "participación popular", quienes reclamaban que la acción proveniente de las esferas superiores era ineficiente y costosa. Optimistas sobre la capacidad de la comunidad para generar sus propios cursos de acción, requirieron una tercera ola de políticas caracterizadas por "la asunción de facultades personales de los individuos" y por una participación activa. Los comunitarios fueron aún más lejos. Bajo el argumento de que la gente que trabaja armoniosamente en sus comunidades promovía mucho mejor el desarrollo social, los "populistas comunitarios" urgían a los individuos a fomentar los intereses privados a través del trabajo colectivo. Los populistas comunitarios diferían de los colectivistas quienes fomentaban el esfuerzo cooperativo y la administración y la propiedad mancomunada. Sin embargo, ambos grupos percibían a las burocracias estatales como ineficientes e indiferentes, y sostenían que el desarrollo comunitario desde "arriba" no era suficientemente interactivo (Midgely, 1995).

Las comunidades y los individuos han funcionado como terreno para la mediación, la negociación, la producción y el intercambio, con legados de recursos profundamente variados. Las comunidades pueden constituir instrumentos de auto-defensa y auto-desarrollo, que asisten al desarrollo nacional; o entidades de enclave privilegiado que fomentan metas sectoriales a expensas del desarrollo nacional. Las comunidades pueden ser consideradas entidades que promueven "el óptimo de Pareto", o bien, mecanismos que impulsan el acervo de recursos disponibles para un grupo específico a expensas de una sociedad más amplia. Desde mediados del siglo diecinueve las comunidades indígenas han sido defendidas como la expresión auténtica de las culturas y sub-culturas específicas, y atacadas como fenómenos cerrados que impiden una economía de mercado fluctuante al restringir la tierra y la mano de obra y limitar la demanda de bienes de consumo (Gros, 1991; Portocarrero, 1992). A fines del

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siglo veinte, los defensores de los beneficios del capital social tendieron a negar sus características negativas, por ejemplo, las preferencias particularistas y el acceso privilegiado a recursos otorgados a expensas de los derechos universalistas de otros (Portes & Landolt, 2000). La actual discusión de identidades comunitarias conlleva un elemento mitológico en las áreas urbanas en donde predomina el anonimato sobre la comunidad, y puede depender de una demografía urbana estable que rara vez se cumple. También pasa por alto una amplia diversidad de "comunidades", en particular, su capacidad de negociación, absorción, resistencia y desviación de los proyectos de reforma. Las migraciones complican aún más el escenario urbano. Una sociedad más amplia se puede beneficiar a partir del capital social que aportan los inmigrantes y de las oportunidades en las que interviene la comunidad, pero, cuando se produce el acceso a recursos escasos en virtud de los miembros de las redes de emigrantes, pueden surgir nuevas tensiones que requieren una política social efectiva (Gledhill, 1995; Portes, 1995).

Patrones de discriminación profundamente enraizados han militado en contra de la comunidad y de la construcción de una identidad nacional. Usos y costumbres sociales discriminatorios se fijaron en las ideologías y las actitudes de agentes locales y externos". Entre la década de 1890 y de 1900, las firmas estadounidenses que operaban en América Latina pregonaban un "Evangelio Social": se infundiría sobriedad y diligencia entre los trabajadores y conformidad entre los integrantes de la clase media a través de la capacitación profesional, a la vez que se proporcionarían medios para la salud, la educación y el deporte. Aunque raramente convencidas de que las desordenadas poblaciones latinoamericanas estaban "listas" para las relaciones sociales reordenadas que ensalzaba, una "coalición de americanización" promovía el ideal de una familia estadounidense como núcleo de una sociedad patriarcal como la piedra fundamental de un entorno estable (Rosenberg, 1982 & 1999; Drake, 1991; O'Brien, 1996; Miller Klubock, 1998). Estas actitudes reforzaban el "racismo científico" que entonces había penetrado entre los intelectuales y hacedores de políticas positivistas de América Latina, quienes veían a la herencia racial de la región como un obstáculo infranqueable para los proyectos ambiciosos de transformación social (Halperín Donghi, 1999). Alrededor de la década de 1910, las organizaciones de inmigrantes que incorporaban ideales de "europeización" y de "blanqueo social" agudizaban los patrones pre-existentes de discriminación étnica y de clases (Solberg 1970; Reid Andrews, 1980 & 1991). El racismo sobrevivió a la abolición de la esclavitud, y las comunidades negras, que llevaban el estigma de ser el semillero del crimen, con frecuencia eran excluidas de la nación más amplia (Reid Andrews, 1991; Gledhill, 1994; Helg, 1995; Whitten Jr. & Quiroga, 1998; Fausto, 1999).

Desde mediados del siglo diecinueve, el estado y el capitalismo han tratado de incorporar las comunidades indígenas en terrenos más extensos y mercados laborales y de fomentar el intercambio, ambiciones que hoy solamente se cumplen en forma parcial debido a la resistencia de los indígenas, en lugares de altiplanicies de difícil acceso, a la debilidad del mercado y a las fallas del capitalismo liberal. Los organismos nacionales e internacionales rara vez tienen un conocimiento cabal de la diversidad de la experiencia nativa o comprenden que los sistemas de creencias y cosmologías cambian mucho más lentamente que los arreglos económicos. Rara vez vinculan los discursos comunitarios sobre la identidad local con los patrones cambiantes del poder, la solidaridad y el consenso, o captan las dificultades intrínsecas de las oposiciones binarias entre "occidental" e indígena, que simplifican y, a veces, niegan realidades tales como el diálogo, la movilidad y los parámetros cambiantes (Mallon, 1992; O.Harris, 2000; van Gott, 2000). Con frecuencia los organismos hacen la suposición facilista de que con la sola apertura de un colegio o un puesto de salud confieren legitimidad al estado frente a un grupo indígena o de campesinos. Muchos de los organismos nacionales e internacionales pasan por alto el historial de las relaciones ambivalentes entre las comunidades de campesinos y el estado y el mercado (Baud, 1995; Latin American Perspectives/Topik, 1999). Las consecuencias de la emigración son igualmente contradictorias, por momentos debilita la solidaridad comunal y por momentos la fortalece (Portes & Stepnick, 1993; Gledhill, 1995: esp. 13-14).

Un impulso consciente tendiente a transformar el anonimato de la ciudad en miembros de la comunidad subyace en muchas de las decisiones tomadas por los gobiernos desde la década de 1960, lo cual incorpora un cambio significativo en las premisas que sustentan la política urbana. Antes de la Depresión Mundial de la década de 1930, la acción de los gobiernos

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estuvo condicionada por ideas de sociedad urbana "respetable" que se basaban en supuestos de familias estables. Proliferaron los proyectos exclusivos desde el punto de vista social para el embellecimiento urbano. Hubo esquemas para construir "suburbios con jardines" en las capitales provinciales y nacionales y "asentamientos modelo" en áreas de frontera (Scobie, 1974 & 1988; Joseph & Szuchman, 1996). En la década de 1930 y 1940 se frustraron las ilusiones de lograr la capacidad para construir entornos urbanos estables. La crisis del sector de exportaciones provocó agitación socio-política y la migración rural-urbana que se agravó aún más con el crecimiento industrial y la concentración del esfuerzo estatal para lograr mejoras en las ciudades. Para los regímenes inseguros del período, la contención social tuvo prioridad sobre la creación de "espacios públicos recreativos" en las ciudades. Las huelgas, motines, marchas de hambre y las invasiones populares a los centros urbanos fueron cambiando las percepciones que tenía la elite acerca del foco del desorden. El lenguaje del debate cambió del énfasis puesto sobre la amenaza de los conventillos ruinosos e insalubres a los peligros asociados con la proliferación de villas miseria. Desde mediados del siglo, las políticas estuvieron impulsadas por la ansiedad que generaba el crecimiento de favelas, barriadas y pueblos jóvenes en las ciudades nacientes y alrededor de ellas y por cuestiones más amplias de cohesión y orden. Las decisiones tomadas en la década de 1960 y de 1970 de otorgar los títulos de propiedad a los moradores de viviendas insalubres y de suministrar los servicios básicos (calles, agua y electricidad) modificaron el aspecto urbano (Hardoy & Satterhwaite, 1989; Gilbert, 1998). Estas reformas fueron legitimadas en base a términos de conceptos tales como modernización y marginalidad (Perlman, 1976). A fines de la década de 1970 y 1980 movilizaciones en masa de comunidades, clases y grupos sectoriales subrayaron la elasticidad de la comunidad, destacaron la lentitud y la desigualdad en la creación de canales de participación comunitaria, y revelaron el fracaso de los hacedores de políticas para considerar debidamente las diversas dinámicas históricas, locales y comunitarias (Eckstein, 1990). En algunos países el origen de los "nuevos movimientos sociales" radica en la destrucción de las instituciones representativas, en otros países, en la resistencia a los intentos rutinarios del estado de cooptar (Castells, 1983; Havre, 1993; Piester, 1997). La vibración y la fuerza de los movimientos sociales populares en gran medida derivaron del vacío dejado por la destrucción brutal de los vehículos top-down ("desde arriba hacia abajo") de movilización y coopción - partidos políticos, sindicatos y federaciones de campesinos - por parte de los regímenes autoritarios. A medida que los partidos políticos se fueron recuperando durante el proceso de re-democratización, muchos movimientos sociales nuevos se resistieron a ser incluidos debido al escepticismo reinante sobre los políticos de la maquinaria que instintivamente recurren a mecanismos clientelistas. El momento de los movimientos sociales se mantuvo debido al impacto social de la crisis de la deuda y el Nuevo Modelo Económico. Las técnicas de contención, coopción y coerción que neutralizaban la oposición y atomizaban a la sociedad civil conformaron Organizaciones de Base Comunitaria (CBO) emergentes y comités en el lugar de trabajo las cuales generaron una nueva mentalidad cívica. El excesivo optimismo sobre el potencial de las organizaciones basadas en la comunidad para forjar la ciudadanía social demostró estar equivocado. La debilidad de muchas de las CBO se vio reflejada en el movimiento femenino y en las protestas de los maestros. El movimiento femenino rara vez desarrolló una sola organización unificada que lograra la ciudadanía plena para las mujeres o que cambiara las leyes laborales para que se tuviera en cuenta el trabajo de la mujer (F. Miller, 1991). La estrategia de los maestros sindicalizados (para dejar la discusión de los asuntos curriculares hasta que hubieran mejorado los fondos para la educación y los maestros estuvieron mejor pagos y gozaran de mayor seguridad en el trabajo) puede provocar la hostilidad de los padres (Cook, 1996). A pesar del recurso de la retórica acerca del facultamiento social de las personas y la co-responsabilidad, los gobiernos permanecieron reacios a aceptar grupos representativos autónomos como socios en el proceso de establecimiento de políticas. La opresión de las dictaduras militares vigorizó tradiciones de resistencia comunitaria ante un estado inhabilitante al demoler los organismos populistas de coopción que permitían la aparición de nuevos movimientos. Incluso Cuba ha experimentado movimientos sociales incipientes, los cuales según el régimen están auspiciados por las ONG europeas. Estos movimientos han ejercido presión para lograr políticas de descentralización y coadministración de empresas autónomas que son consistentes con la ideología revolucionaria oficial, pero que no son congruentes con las estructuras top-down ("desde arriba hacia abajo") de una burocracia reservada (Pérez-Stable, 1999; Dilla Alfonso, 2000).

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Aunque por momentos son útiles para extender el acceso de las comunidades pobres a los recursos y aumentar el alcance del gobierno en las áreas de salud y educación, las ONG tienen limitaciones muy conocidas: con frecuencia un desempeño poco brillante y una presencia despareja; intervenciones insostenibles y fondos inseguros; corrupción, administración incorrecta y sistemas de planificación, monitoreo y evaluación no efectivos. Sin embargo, reacias a ser más que expedientes de la crisis que manejaban el costo social del Nuevo Modelo Económico, muchas ONG, se sintieron obligadas a encargarse de brindar ayuda al por mayor y actuar como alternativas permanentes para los proveedores sociales oficiales. Una gama amplia en su escala y propósitos puede ser el origen de la fuerza. Las ONG pueden paliar la destitución más grave, promover algunos lazos de reciprocidad y confianza y proporcionar ayuda financiera y asesoramiento profesional que resultan invalorables en el momento de confrontar los problemas inmediatos de los grupos con bajos ingresos. No obstante, la diversidad de la estructura y finalidad de las ONG (organismo de asistencia, organización de innovación técnica; administradora de contratos de servicios públicos, red de defensa e institución intermediaria que brinda apoyo a las comunidades y a los individuos) puede frustrar la efectividad (Arrossi, 1994). Las rivalidades también obstaculizan la coordinación. Y la imposición de modelos ajenos puede crear desequilibrios y distorsiones. El logro general de muchas ONG ha sido magro, y su rol de construir una democracia viable se ha visto limitado por su propio carácter no representativo y carente de responsabilidad. Sin embargo, cerca de la década de 1990, las ONG fueron más activas en las luchas protagonizadas por los pobres para obtener derechos legales y el acceso a recursos que no dependían del patronazgo-clientelismo. Esto fue reconocido cuando el Banco Mundial comenzó a canalizar los Fondos de Inversión Social (FIS) para los pobres a través de las ONG. No obstante, en las etapas iniciales de los Fondos de Inversión Social, el Banco estuvo expuesto a las críticas que sostenían que los FIS habían sido asignados incorrectamente, favoreciendo a los "nuevos pobres", como ser los burócratas y trabajadores del sector público despedidos. Ahora se ha rectificado este error (C. Graham, 1994; Fundación Friedrich Ebert, 1998). A continuación se mencionan otras críticas formuladas. El Banco ha sido ampliamente condenado por reforzar tendencias privatizadoras en los servicios sociales, despolitizando la política social y promoviendo la interpretación de que el rol de la política social se limitaba a aliviar la pobreza y no involucraba una redistribución importante. Asimismo, el despliegue de fondos a través de las ONG compromete a nuevos actores sociales en la toma de decisiones, con consecuencias positivas significativas para la participación activa de los ciudadanos, sin plantear desafíos a la autoridad y la legitimidad del estado (Segarra 1977; Hall, 1997).

Abunda la evidencia de que fuerzas potentes inhiben la estabilidad y la solidaridad comunal, una vida de asociaciones fuertemente moldeadas y la ciudadanía efectiva. Diversos analistas advierten contra la naturaleza engañosa de una línea marcada entre el sector formal y el informal, así como también contra la excesiva división en compartimientos de los grupos sociales y comunitarios, y la subestimación de la complejidad de las redes socioeconómicas (MacEwen Scott, 1994; González de la Rocha, 1994; Carke & Howard, 1999). Los vínculos y la interrelación social se pueden consolidar de diversas maneras. El voluntarismo puede sustentar la virtud cívica y la responsabilidad social, aunque sea a un alto costo ya que los esfuerzos pueden desperdiciarse y duplicarse.

Las duras realidades de la crisis de la deuda y de las políticas de ajuste de la década de 1980 y el impacto de la globalización en la década de 1990 y años posteriores tuvieron una influencia variable sobre los individuos pobres. Aquellos con limitados recursos materiales han reactivado constantemente tejidos complejos de lazos parentales y vecinales y han desarrollado micro-emprendimientos a fin de sobrevivir (Portes & Guernizo, 1991; Portes, Dore-Cabral & Landolt, 1997). Siguiendo a Gregory, Lustig ha argumentado que, a pesar de la drástica declinación del salario real, muchos individuos mejicanos evitaron una disminución en el ingreso total y en el consumo per capita trabajando horas extra, buscando nuevas actividades remuneradas, enviando más integrantes de la familia a la fuerza laboral y gastando las remesas de dinero provenientes de los EE.UU. (Gregory, 1986; Lustig, 1997). Una visión de individuos adaptables afrontando la crisis corajudamente no se compagina con su diversidad y las desigualdades entre ellos; o con el costo social y psicológico asociado (González de la Rocha, 1994; C.Graham, 1994). Tampoco reconoce lo suficiente que la fertilidad reducida que resulta de la urbanización, de las campañas internacionales de planificación familiar y del proceso de emancipación femenina tuvieron poco impacto positivo sobre la salud de las madres y de sus

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hijos. Asimismo, las narraciones optimistas no reconocen que las viejas soluciones ya no tienen aplicación. La emigración rural-urbana no implica ningún remedio para la pobreza rural en virtud de que las ciudades están perdiendo su capacidad de absorberla. Por otra parte, durante la década de 1990 hubo poca evidencia de un desarrollo sostenido en varios países, y hay menos perspectivas de crecimiento en el futuro cercano (Chant, 1997).

Muchos hogares pobres se fracturan en las crisis. Durante las crisis cortas la propiedad de bienes tales como joyería y ganado reduce la vulnerabilidad de los individuos; en cambio, las crisis largas agotan estas "facultades". Otros bienes, como ser habitaciones disponibles para alquiler, se tornan menos negociables si disminuye la demanda de albergues para alquilar. La reducción de las horas de trabajo disponible puede reducir el acceso a los bienes sociales. El costo de las enfermedades o de la muerte de un adulto productivo puede provocar una crisis profunda cuando el acceso al crédito se hace difícil, excepto el que proviene de usureros. Los individuos pobres típicamente no sacan a sus hijos del colegio, pero los costos asociados con la educación (cuotas, ropa presentable, aranceles de micros, libros de texto) pueden ser alarmantes, y los costos de oportunidad para mantener a un niño en el colegio durante la cosecha pueden ser excesivos para los individuos que trabajan en el campo. Una manifestación importante del quiebre del individuo es el "desnucleamiento": la fragmentación de las familias en hogares de una sola persona y de un solo progenitor limita adicionalmente la capacidad de afrontar la crisis. Incluso, la premisa de que la familia extendida permite el apoyo durante las contingencias del ciclo de vida es persistente, pero, probablemente, en el estado de las publicaciones existentes, difícil de verificar (Chant, 1991). Existen diferentes asociaciones para distintas clases de individuo: las cooperativas para los campesinos, y las asociaciones comunitarias para los nativos. En la mayoría de los casos, los individuos más pobres tienen menos posibilidad de organizarse para la acción colectiva durante emergencias tales como desastres naturales y la degradación de los recursos, con respecto a aquellos que son menos pobres. Los primeros permanecen excesivamente dependientes de la benevolencia casual y de la filantropía informal. En estas circunstancias y en otras, los reformadores sociales han impulsado dos opciones en el Estado. Una de ellas es permitir que los individuos se auto-aseguren y auto-protejan al extender las facultades al seguro social; la otra, es promover el acceso del individuo a los mercados financieros para un seguro privado reglamentado que se hace posible al pedirle prestado el dinero al gobierno en las épocas malas y devolvérselo en las épocas buenas (de Ferranti et al., 2000).

En la literatura se observa una inusual unanimidad que subraya el debilitamiento de las limitaciones sociales sobre las mujeres a raíz de la urbanización, un aumento de la participación femenina en la fuerza laboral y un aumento en el número de hogares pobres encabezados por mujeres. No obstante, Safa enfatizó cómo el empleo pago ha provisto a las mujeres de facultades solamente bajo condiciones específicas (empleo seguro y buena educación). La segregación ocupacional y las diferencias en los salarios refuerzan la subordinación del género en los lugares de trabajo, lo cual ocurre en parte como resultado de la exclusión social y el aislamiento espacial de las madres solteras (Safa, 1995). Las mujeres mejoran sus facultades cuando negocian entornos domésticos alternativos y patrones más equitativos para compartir los recursos y las responsabilidades dentro de la unidad doméstica. Como los hogares pobres que usan la capacidad productiva de las mujeres adultas demuestran ser más adaptables en la crisis, entonces surge la pregunta de si las hijas mayores están obligadas a rechazar la educación para asumir tareas domésticas (González de la Rocha, 1994; Chant, 1997). Las investigaciones recientes acentúan la flexibilidad y la adaptabilidad del patriarcado y los obstáculos continuos que deben confrontar las mujeres en el trabajo, aun cuando éstas han desempeñado un rol activo y con frecuencia igual en la organización del lugar de trabajo. Tal estudio subraya patrones selectivos por género de emigración y participación de la fuerza laboral femenina, políticas estatales y leyes sobre la familia, y las normas sociales del género, casamiento, maternidad y sexualidad femenina (Craske, 1999; Vaughan, 2000; Varley, 2000). Hay evidencia abundante de que el ideal del "buen hombre de familia" que es sostén de la misma sigue siendo poderoso y que los elementos residuales de la dominación masculina no siempre se ven perturbados por las nuevas actividades lucrativas que se autogeneran entre las mujeres.

Los individuos pobres frecuentemente se relacionan con el estado a través de instituciones disfuncionales, con patrones de poder informal que operan más efectivamente que los patrones

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de poder formal, y hombres especialmente inmersos en relaciones de tipo patrón-cliente. La oficialidad local con frecuencia limita el acceso al gobierno y a los beneficios, y el gobierno local conspira con las elites para evitar que los beneficios lleguen a sus verdaderos destinatarios (Tendler, 1997). A través de la década de 1990, Gilbert y Varley reiteraron la necesidad de viviendas en alquiler viables y accesibles, y de más viviendas por el sistema de esfuerzo propio y ayuda mutua con mejor seguridad de las tierras (esquemas de predios y servicios y programas para el mejoramiento de las barriadas de ocupantes ilegales). También acentuaron la importancia del crédito estatal para permitir que los pobres construyan y debaten acerca de la creación de más viviendas de propietarios e inquilinos con espacio para inquilinos y pensionistas (Gilbert, 1991b; Varley, 1993; Gilbert, 1997). Dadas las restricciones sobre las opciones de vivienda de los pobres, la predicción que realizara Castells a principios de la década de 1980 acerca de que la movilización desde abajo desequilibraría el control del estado ha demostrado ser excesivamente optimista (Castells, 1983). Aun con buenas intenciones, la acción del estado puede tener consecuencias negativas para los individuos más pobres. La legislación que impone un salario mínimo para el adulto y suprime el trabajo infantil puede hacer peligrar los ingresos de los individuos para los grupos más pobres. Si se pusiera en vigencia, la legislación sobre el salario mínimo puede hacer subir el precio de los adultos hasta sacarlos del mercado laboral mientras que las proscripciones acerca del trabajo de los niños pueden socavar la capacidad del niño para financiar su propia educación secundaria. ¿La prioridad de la ley debería ser abolir el trabajo de los niños o suprimir sus excesos más graves? En muchos casos, el control del alquiler ha tenido el efecto no buscado de reducir la cartera de viviendas viables en alquiler: ¿debería el estado en cambio proporcionar incentivos al propietario bajo el "sistema de esfuerzo propio y ayuda mutua"(Gilbert & Varley, 1989)?

Los individuos pobres miran al estado a distancia. Los hogares e individuos pobres tienen experiencia directa en cuanto a los errores de las políticas que acentúan una combinación pragmática de suministro del estado, soluciones por el sistema de esfuerzo propio y ayuda mutua, iniciativa privada y asistencia de las ONG. Esto es especialmente evidente en la administración del poder de policía y la justicia. Una vigilancia impredecible y los ataques por sorpresa preventivos en barrios azotados por el crimen refuerzan la desconfianza en la policía (la más impopular de las instituciones estatales según las encuestas de opinión realizadas a través de todo el continente). Se asocia a la corrupción y a la violencia con la "limpieza social", la disolución de las redes de mutualidad y reciprocidad y los desplazamientos internos a gran escala y el exilio. La violencia proveniente desde afuera del hogar y desde dentro del hogar provoca una profunda falta de respeto por la vida, por la libertad personal y la propiedad, y ejerce una influencia adversa sobre la gobernabilidad y las normas grupales de comportamiento. El aumento de la desigualdad y la exclusión social están intensificando el conflicto, el cual a menudo desata nuevas olas de violencia en los países que han registrado altos niveles de insurrección en la década de 1980. La violencia ajena al hogar ha erosionado las redes del capital social entre los individuos y dentro de las comunidades, ha reducido los recursos del capital humano de los jóvenes, ha minado el funcionamiento interno de los hogares en los términos de las normas, los valores y la confianza, y ha exacerbado la desintegración familiar y los problemas de violencia doméstica. Según el Banco Mundial y el BID, la violencia y la corrupción están entre las restricciones más importantes para el desarrollo y la eficiencia (IBRD, 2000; BID, 2000). En ausencia de un sistema confiable de protección judicial, los individuos y las empresas se ven debilitados por la corrupción y la extorsión, y desarrollan sistemas de protección fuera de la ley y recurren a la búsqueda de alquileres (Meertens, 1997; Moser & McIlwaine, 2000). Los intentos de reformas a los sistemas judiciales decrépitos han sido frustrados por la resistencia política, una cultura profesional defensiva, por funcionarios incompetentes y obstructivos, por una legislación incoherente, por la coexistencia de normas formales y prácticas informales, por la asignación incorrecta de los recursos y por la falta de asistencia legal. Estos factores se combinan para negar el acceso a los tribunales de los grupos de bajos ingresos, de las mujeres y las indígenas (Fuentes Hernández, 1999). ¿Hacia un modelo de liberalismo social?

En conclusión, se puede decir con seguridad que, desde la finalización de la Guerra Fría, en América Latina ha crecido el "liberalismo de mercado", y se ha ingresado a una débil coalición con el socialismo ético y el catolicismo social. Conjurando los fantasmas de la hiperinflación, de los conflictos de clases y los golpes militares de las décadas de 1970 y 1980, los ideólogos del neo-liberalismo ofrecen el modelo de una política social eficiente dentro del marco de una

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economía global competitiva. La Nueva Política Social - o más que nada sus resultados - se ha tornado vital para la adaptabilidad y la supervivencia del neo-liberalismo, y sus partidarios han sostenido que es la clave para una sociedad más abierta, más justa, más diversa y recíprocamente enriquecedora. Verdaderamente, el componente social del liberalismo es el medio principal mediante el cual los bloques de poder han neutralizado temporalmente las críticas. El socialista normal y el católico reformista critican que el capitalismo liberal tiene su momento pero carece de dirección y los propósitos sociales están suspendidos temporalmente. Hasta hace poco, los argumentos acerca de que los valores que unen a la sociedad y al estado están amenazados por la búsqueda de un individualismo competitivo y la promoción de un egoísmo y consumismo iluminado han cambiado y han sido relegados a la periferia del debate público. Pero las críticas que una vez fueron confusas ya han adquirido una nueva agudeza como resultado de la depresión económica disparada por las crisis de la moneda y la profundización de la recesión en algunos países; y la política blanda carente de ideología de la "alianza pueblo-empresa" en las democracias delegativas parece estar llegando a su fin. Aunque el proyecto liberal ha crecido en forma coherente y ha demostrado ser flexible, y sus críticas con frecuencia han demostrado ser rudimentarias, problemas tales como la distribución, la estratificación y la asignación del poder han surgido en países tan variados como Venezuela, Méjico, Ecuador y Bolivia.

Los modelos pasados del liberalismo solamente han sido asimilados en forma despareja y en América Latina se han aplicado en forma incompleta, y en las crisis con frecuencia han dado curso a formas alternativas de organización política y socio-económica. ¿Los defensores del liberalismo de mercado están excesivamente confiados cuando afirman que la actual secuencia de reformas está firmemente insertada y que es más irreversible que sus antecesoras? ¿Los neoliberales están equivocados al suponer que sus ideas, aunque casi hegemónicas desde el punto de vista intelectual, tienen un amplio atractivo público y de inclusión? Las primeras versiones del liberalismo tendían a ser minimalistas en la política social, o, durante períodos cortos, la trataron como un accesorio de la estabilidad, solamente para rechazarla como si fuera un cheque sobre la eficiencia macroeconómica. Habitualmente, los liberales se han visto obligados a reformar from above and without ("desde arriba y sin"). A pesar de la promesa que hicieran los neoliberales de consultar y rendir cuentas, ¿la formulación y la administración de la política social han cambiado radicalmente tanto en la realidad como en la retórica?

En su impulso hacia la "modernidad" ¿los neoliberales (con frecuencia históricamente al margen de los cambios y atados al presente) están ciegos ante las fallas de sus precursores liberales e insuficientemente alertas acerca de la improbable viabilidad de muchos de sus esquemas? ¿Hasta que punto el impulso hacia la profesionalización desde la década de 1960 significó que proliferaban los expertos con áreas de competencia estrechas y técnicamente confinadas, mientras los hombres de estado y los estrategas con una visión a largo plazo y un marco auténtico de ideas aparecen tan raros y menospreciados como antes? ¿Y los expertos, que carecen de una educación concienzuda en historia moderna y economía política, están mal informados acerca de la tradición de absorción defensiva y demorada de los modelos y narrativas de negociación importados, de acomodación y de resistencia a ellos? Verdaderamente, ¿hasta qué punto los estrategas han desarrollado racionalidades endógenas? Durante los años cepalistas se realizaron esfuerzos bastante exitosos para construir una estrategia de "desarrollo desde adentro", independientemente de los resultados imperfectos. La crisis de la década de 1970 y 1980 hizo mucho para socavar la autoconfianza de los intelectuales y estrategas de América Latina, creando un vacío que fue llenado por los organismos de Washington. ¿Qué opciones de políticas se abrirán para los gobiernos de América Latina si los organismos sufren una prolongada crisis de confianza al fracasar la prescripción de políticas en diversas partes del mundo y luego de las exposiciones de transparencia y déficit de responsabilidad en sus procedimientos y estructuras internas? La eficiencia del mercado se verá asegurada, y sobrevivirá, en América Latina sólo si es incorporada a las culturas endógenas, a través de la implementación de intervenciones sociales exitosas y sostenidas que movilicen a distritos electorales para la reforma.

Con la recesión, la democracia puede verse amenazada por el genio liberal que supuestamente es su aliado. Si rigiera el desencadenado fundamentalismo de mercado, las legislaturas nacionales estuvieran limitadas por acuerdos internacionales y los políticos elegidos se convirtieran en títeres que alientan el cumplimiento haciendo gestos sobre la

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domesticación del capitalismo global, se puede predecir una ola de protesta y un vuelco hacia el autoritarismo, tal como ocurrió en la década de 1930 y 1970. Las constelaciones de poder que tornan impotentes a los individuos se combinan para promover la abstención masiva durante las elecciones, la apatía entre ellos y un alejamiento de la política. La democracia y la inclusividad se verán amenazadas al subestimar la tenacidad del autoritarismo y de los hábitos residuales del corporatismo, la manipulación y la prohibición de acceso, y de la premisa firme dentro de la clase alta de que tienen el derecho a gobernar independientemente de los fracasos anteriores. Si se pudiera explicar al liberalismo social en forma generosa diciendo que incorpora una relación consensual entre el gobierno y los gobernados, se podría interpretar que es una solución duradera para los actuales problemas. Ahora, si el liberalismo social no puede unir los espacios existentes entre el gobierno y los gobernados y entre la retórica y el modo de expresarse, entonces no es sino el mismo liberalismo discrecional y estático del pasado el que inducirá a renovados ciclos de contradicciones y confrontaciones.

Una prueba importante para la agenda del liberalismo social en las primeras décadas del siglo veintiuno será la naturaleza de su interacción con las demandas de actores múltiples. Esto presupone la difusión equitativa de los beneficios. Durante casi dos siglos, la experiencia de la exposición de muchas comunidades pobres al lenguaje y la práctica del liberalismo ha sido un continuum de persecución social-cultural y de exclusión, acompañada de una integración parcial dentro de la economía de mercado que ha significado una pérdida de recursos y de autonomía. Al absorber el pensamiento institucionalista de los antropólogos sociales, geógrafos culturales y sociólogos políticos, los hacedores de políticas han comenzado a darse cuenta de que la globalización y la "reforma" sólo tendrán el impacto deseado si las políticas son sensibles a las diferencias culturales, tomando las percepciones endógenas de propiedad, intercambio y autoridad. Asimismo, tendrá que tener en cuenta la vitalidad y la fuerza popular de los actores recién facultados de los movimientos sociales. ¿Cuán a tono están los practicantes de políticas nacionales e internacionales con el escepticismo de los grupos excluidos que cuestionan los beneficios del mercado y de la democracia por haber estado expuestos a las sombras en lugar de a la esencia del capitalismo liberal? ¿O acaso, la exclusión, la desigualdad y el desposeimiento son intrínsecos al funcionamiento del capitalismo de mercado? Tal vez, esto constituya una visión demasiado negativa. El hecho de darse cuenta de que los modelos de liberalismo del pasado fueron utópicos o quiméricos ha inducido a la determinación de afianzar las normas del mercado en política y economía a fin de generalizar la prosperidad.

Uno de los muchos desafíos que confrontan los defensores de una política social activa es el de asegurar que las consecuencias distributivas sean progresivas. Los hacedores de políticas también tienen que confrontar los dilemas de conciliar la búsqueda de equidad con las metas de crecimiento y estabilidad institucional, y de la igualdad formal con divisiones sociales continuas. Además, necesitan reconocer que el progreso hacia la equidad puede ser rápido o puede ser tan lento que casi sea imperceptible, y que son numerosas las barreras institucionales a la mejora de la equidad. Si la política tendrá un impacto positivo o no sobre la distribución dependerá tanto del acceso y la asignación de facultades como de los métodos de financiación. Durante un período prolongado, la expansión del suministro social estuvo financiada de manera regresiva, con frecuencia mediante la "imposición generalizada de impuestos" (generalmente, inflación). El NME puede haber refrenado el efecto negativo de la inflación. Pero todavía está por verse si los objetivos previstos y el nuevo modelo de política social tendrán resultados más equitativos. Ello dependerá en gran parte de la competencia y la capacidad del estado.

Una ciudadanía activa basada en un conjunto de derechos y obligaciones políticas, civiles y sociales es fundamental para la aplicación de un marco inclusivo y de política social administrado por un estado democrático capaz. Reducir la pobreza y proporcionar equidad requiere el apoyo cohesivo de los contribuyentes, los individuos, las comunidades, las empresas y del gobierno en todos sus niveles, reforzado por la acción colaboracionista de los organismos externos. El potencial emancipatorio de la política social solamente se concretará si las negociaciones sobre prioridades y asignaciones involucran a la ciudadanía en su totalidad, no solamente a las elites hacedoras de políticas y a los lobbies. Las transiciones simultáneas - desde el acceso calificado a la instrucción primaria hasta el acceso universal a una buena calidad educativa a todo nivel, desde el acceso condicional al seguro social básico

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hasta la participación total de los individuos y hogares en sistemas de seguridad social viables, y desde redes de clínicas y hospitales modestos, casuales desde el punto de vista espacial y estratificados socialmente hasta el suministro de un sistema para el cuidado de la salud completo - facilitarán el ascenso a una ciudadanía plena que garantiza la institucionalidad dinámica.