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HEIDEGGER Y LO POLÍTICO 1 Alfonso Galindo Hervás Universidad de Murcia 1 ¿Por qué hablar aún hoy de Heidegger? Es más, ¿por qué hablar de Heidegger y lo político? Cuando aparece el nombre de Heidegger, ya en un texto ya en una conferencia, la mayoría de los filósofos que tienen noticia de su pensamiento empiezan a inquietarse. Más aún si su nombre va asociado al problema de lo político. En estos casos, el motivo de inquietud suele ser doble. Por un lado, la conocida farragosidad y complejidad de su lenguaje tanto como de su propio pensamiento, que no permite una lectura placentera, sino que exige del lector la máxima concentración y, aún así, impide poder afirmar con rotundidad que se ha comprendido lo escrito. Por otro lado, el que respecta a lo político, es la conocida afiliación de Heidegger al partido nazi lo que sirve a muchos para descalificar, junto a sus opciones políticas, su pensamiento sobre lo político. En este escrito voy a proponer dejar de lado ambos prejuicios -por otro lado, no exentos de razones. Con tal propuesta no hago sino revelar lo que ha sido mi itinerario de investigación durante los últimos años. También yo tuve que superar la inquietud que me asaltó cuando, enfrentado a los textos de ciertos pensadores políticos contemporáneos, muchos de los argumentos me empujaban a detenerme y profundizar en el difícil y comprometido pensamiento del autor de Ser y tiempo (en adelante, ST). Finalmente, también yo caí embriagado por el veneno de Heidegger. Y puedo atestiguar que, aunque hay disponibles poderosos antídotos, que recomendaré posteriormente, no es menos cierto que tal veneno infecta la mente para siempre, de forma que emergen inequívocos síntomas a los que igualmente espero poder referirme. Por todo esto, aquí no sólo voy a referirme a Heidegger, sino desde Heidegger y más allá de Heidegger. 1 Espinosa, 5, SFRM y Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia, 2003, págs. 237-252.

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HEIDEGGER Y LO POLÍTICO1

Alfonso Galindo Hervás

Universidad de Murcia

1

¿Por qué hablar aún hoy de Heidegger? Es más, ¿por qué hablar de Heidegger y lo

político?

Cuando aparece el nombre de Heidegger, ya en un texto ya en una conferencia, la

mayoría de los filósofos que tienen noticia de su pensamiento empiezan a inquietarse. Más

aún si su nombre va asociado al problema de lo político. En estos casos, el motivo de

inquietud suele ser doble. Por un lado, la conocida farragosidad y complejidad de su lenguaje

tanto como de su propio pensamiento, que no permite una lectura placentera, sino que exige

del lector la máxima concentración y, aún así, impide poder afirmar con rotundidad que se ha

comprendido lo escrito. Por otro lado, el que respecta a lo político, es la conocida afiliación

de Heidegger al partido nazi lo que sirve a muchos para descalificar, junto a sus opciones

políticas, su pensamiento sobre lo político.

En este escrito voy a proponer dejar de lado ambos prejuicios -por otro lado, no

exentos de razones. Con tal propuesta no hago sino revelar lo que ha sido mi itinerario de

investigación durante los últimos años. También yo tuve que superar la inquietud que me

asaltó cuando, enfrentado a los textos de ciertos pensadores políticos contemporáneos,

muchos de los argumentos me empujaban a detenerme y profundizar en el difícil y

comprometido pensamiento del autor de Ser y tiempo (en adelante, ST). Finalmente, también

yo caí embriagado por el veneno de Heidegger. Y puedo atestiguar que, aunque hay

disponibles poderosos antídotos, que recomendaré posteriormente, no es menos cierto que tal

veneno infecta la mente para siempre, de forma que emergen inequívocos síntomas a los que

igualmente espero poder referirme. Por todo esto, aquí no sólo voy a referirme a Heidegger,

sino desde Heidegger y más allá de Heidegger.

1 Espinosa, 5, SFRM y Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia, 2003, págs. 237-252.

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Que la obra de Heidegger sea una de las más importantes del siglo XX si atendemos a

su influencia, quizá sólo comparable en ello a la de Wittgenstein, es algo de sobra conocido.

Puede decirse sin temor a error que ambos escinden la historia de la filosofía en un “antes” y

un “después” de ellos mismos. Ni siquiera es posible pensar contra Heidegger sin Heidegger -

lo cual olvidan muchos que, quizá atenazados por los prejuicios que he mencionado,

sencillamente no han leído ni una sola de sus páginas, limitándose a acceder a alguno de los

múltiples exégetas de tan críptica obra.

Por si este argumento no basta para legitimar el que aún hoy volvamos sobre

Heidegger, mencionaré aún otros dos.

El primero es estrictamente filosófico, entendiendo por tal que quienes mejor podrán

calibrar su pertinencia son quienes conocen la historia de la filosofía. Es un argumento, pues,

dirigido preferentemente a los así llamados “filósofos profesionales”. Son ellos quienes mejor

pueden atisbar la valentía del gesto de Heidegger (hoy ya podemos nombrarlo así,

conocedores de la relevancia de su obra) cuando en 1927 inició su texto más importante

retomando la que había sido cuestión filosófica esencial: la pregunta por el sentido del ser.

Que de esa inicial interrogación, la evolución del pensamiento de su autor le haya conducido a

una enmienda a la totalidad de la filosofía occidental y que, pese a todo, aún hoy nos haga

reflexionar, son todo ello índices de la pertinencia de un pensamiento que, como mínimo, no

se deja calificar de frívolo.

El segundo argumento con el que pretendo avalar el interés en detenerse en el

pensamiento político de Heidegger es su pertinencia para interpretar la realidad política

contemporánea, al menos en alguna de sus manifestaciones. Es preciso para ello comprender

la evolución y las oscilaciones de su reflexión política, así como las categorías centrales de la

misma y el uso que Heidegger hace de ellas. En este sentido, intentaré defender que en la obra

del pensador alemán, y muy especialmente en Ser y tiempo, se hallan las claves que

permitieron tanto la defensa de unas ideas claramente afines a la revolución nazi, como otras

que contrariamente impedían legitimar en modo alguno dicha deriva. Esas oscilaciones

pueden estudiarse tomando como referencia tres categorías centrales en la obra de Heidegger:

historicidad, comunidad y posibilidad. Junto a ellas, y quizá a modo de referencia última, será

la categoría de mito la que utilice para representar sintéticamente la evolución de la reflexión

política de Heidegger. En la noción de mito o, mejor, en la interpretación y alcance con que se

dote a dicha categoría, podemos hallar representado de manera sintética las alternativas que se

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nos abren en la comprensión de nuestra democracia, así como los peligros que se ciernen

sobre ésta y las sugerencias para no ceder a ellos.

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Las exigencias de la historia conceptual pasan por ubicar los textos filosóficos en el

contexto que los motivó y al que respondieron, de forma que se clarifique en qué medida

fueron índice y factor del mismo. En este sentido, sólo si atendemos a la difícil circunstancia

sociopolítica que le tocó vivir a Heidegger podemos ensayar un acercamiento a lo específico

de su reflexión. Será preciso comprender su pensamiento y su compromiso como fruto del

sentimiento de inquietud y de desesperanza ante los ideales modernos que prendió en amplias

capas de la población. La situación en que se vio sumida la Europa de la posguerra fue

diagnosticada por muchos intelectuales como efecto de un tipo de sociedad, con sus

categorías correspondientes, irredimible desde sus propios presupuestos. Esto hizo que

muchos se decantaran por una radical negatividad y antimodernidad. Como dijo Cassirer,

cuando se debilita la fuerza de la razón y su capacidad de producir formas de unidad, el mito

halla su oportunidad2.

En el caso concreto de Alemania, el tratado de Versalles implicaba unas cesiones que

alimentaron la crítica de la civilización y de la técnica, a la par que dispusieron los espíritus

para abrazar el proyecto de una revolución anclada en el Völk. Se trataba de una búsqueda de

inmediatez y simplicidad que constituye lo que se ha dado en llamar “discurso völkisch”.

Discurso alimentado por el descontento de la clase universitaria, muy sensible al

individualismo y al materialismo, y políticamente enfrentada a la izquierda. Todo esto explica

que se depositaran ciertas esperanzas en el nuevo partido.

Buen ejemplo del espíritu del tiempo lo constituye la obra de Spengler, La decadencia

de Occidente, en la que la denuncia del racionalismo, del liberalismo y de la fe en la técnica

se unen a la reivindicación de lo natural, raza y derecho. Frente a la civilización, la cultura;

frente al parlamento, el líder; frente al cosmopolitismo, la nación. De esta forma, el

descontento fue concretándose en el deseo de una revolución espiritual que reanimase a la

2 E. CASSIRER, El mito del Estado, trad. Eduardo Nicol, FCE, México, 1997, pp. 329s.

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dormida nación. Es el caso igualmente de Carl Schmitt, cuya nostalgia de un Estado

soberano “fuerte” debe comprenderse desde este trasfondo (Weimar, 1919-1933). El

publicista creía que en 1934 se daba la circunstancia de una nueva comunidad de vida que

revitalizaba el pensamiento del orden concreto tras años de desviación en la comprensión del

derecho. Sólo este pensamiento permitía, a su juicio, comprender el principio fundamental del

Führer en tanto que representante y concreción del orden propio del pueblo alemán.

Como es sabido, Heidegger formaba parte de esta generación de intelectuales

traumatizados por la crisis de Alemania. También en su caso es evidente la reserva para con

una cultura tecnológica que cifraba en la innovación la conciencia y realización de sí misma.

Una cultura que, a su juicio, resultaba ser epígono de la historia del descarrío metafísico: el

del olvido del ser y la disponibilidad de los entes. Su pensamiento puede comprenderse

entonces como una respuesta a la época, como el resultado de la sorpresa ante la aparente

confirmación del agotamiento del proyecto moderno.

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Hay un texto de Heidegger que refleja por igual su compromiso político y filosófico, y

que permite tanto calibrar la comprensión de lo político que poseía, así como indicar las

claves para establecer cierta continuidad en su pensamiento. Se trata del conocido discurso de

rectorado del 27 de mayo de 1933, La defensa de la Universidad. Éste obedece a la idea de

una hegemonía de lo espiritual y filosófico frente a lo político que resulta esencialmente afín

al modelo de la basiléia platónica. En él, Heidegger se refiere a la Universidad y a Alemania

de una forma que permite atender a su peculiar comprensión de lo político, trascendiendo los

prejuicios habituales sobre la misma.

Como ha destacado Philippe Lacoue-Labarthe, es claro que para Heidegger ‘político’,

en el sentido con el que se comprometió políticamente, significa ‘historicidad’, de forma que

el discurso del 33 debe comprenderse como gesto fundador o refundador3. Al igual que

ocurrió en Schmitt, también para el rector Heidegger el nacionalsocialismo encarnaba en 1933

una clara posibilidad histórica. Por eso, no debe interpretarse tal compromiso como un

3 Ph. LACOUE-LABARTHE, La ficción de lo político, trad. Miguel Lancho, Arena, Madrid, 2002, p. 30.

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accidente o un error, sino que es coherente no sólo con Sein und Zeit, sino con su

comprensión de la filosofía como palanca para sacar al hombre de la pereza y arrojarlo a la

dureza de su destino.

Pero, ¿qué significa “historicidad”? ¿Qué significa comprender lo político como

posibilidad histórica? Sencillamente, que la idea de comunidad que va a elaborar Heidegger

se separa del discurso volkisch afín a Tönnies, identificando la comunidad por referencia a la

dimensión histórica, temporal, propia del ser. Tal historia es la historia de una comunidad, es

decir, una tradición. Ésta es un conjunto de posibles que deben ser abiertos por la

hermenéutica, y no la mera nostalgia de formas de vida olvidadas. La facticidad de la

comunidad debe comprenderse entonces como libertad, es decir, como posibilidad que debe

recrearse desde la propia facticidad. Tenemos así señalada de antemano la clave para atisbar

la transformación que Heidegger opera con la comunidad: su tratamiento en tanto que

problema ontológico, no político.

La idea que subyace a este posicionamiento, abiertamente antimoderno, es que la

comprensión del ser como histórico destruye la vaciedad de una forma de vida anclada en el

presente. La propuesta de Heidegger es integrar ser y tiempo de manera que el ser ahí, el

hombre, sea comprendido no como algo cerrado, sino como ser posible, pues procede del

pasado como origen renovable4. El hombre alberga la libertad de recrear sus posibilidades

inagotables mediante una hermenéutica de la facticidad que las abra. Este punto es decisivo.

En la medida en que las posibilidades reales del Dasein se abren con la interpretación -dando

lugar a la “verdad” (apertura del Dasein en tanto poder-ser), su destino individual entraña una

tradición heredada5. La palanca de acceso a la autenticidad es la inserción en una tradición,

que debe ser acogida por el hombre en sus ilimitadas posibilidades. El presente debe ser

negado en función de las posibilidades que la tradición encierra si se quiere una existencia

auténtica en tanto que destino individual. Heidegger dice que esto ocurre en el mundo ya

interpretado. Allí se da lo que denomina factum: las estructuras ontológicas originarias del

Dasein son descubiertas en la cotidianeidad inauténtica y se describen como modificación

4 Éste es el sentido del siguiente párrafo: “El ‘ser ahí’ no es algo ‘ante los ojos’ que posea además como dote adjetiva la de poder algo, sino que es primariamente ‘ser posible’. El ‘ser ahí’ es en cada caso aquello que él puede ser y tal cual él es su posibilidad (...). La posibilidad en cuanto existenciario es, por el contrario, la más original y última determinación ontológica positiva del ‘ser ahí’ (...). El ‘ser ahí’ es ‘ser posible’ entregado a la responsabilidad de sí mismo, es posibilidad yecta de un cabo a otro. El ‘ser ahí’ es la posibilidad del ser libre para el más peculiar ‘poder ser’” (ST, § 9). 5 “El ‘estado de resuelto’, en que el ‘ser ahí’ retrocede hacia sí mismo, abre las posibilidades fácticas del existir propio en el caso partiendo de la ‘herencia’ que toma sobre sí en cuanto yecto. El resuelto retroceder al ‘estado de yecto’ entraña una ‘tradición’ de posibilidades transmitidas” (ST, § 74).

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suya, es decir, a partir de un determinado ideal óntico. De esta forma quedan unidos destino

individual y comunitario6.

La virtualidad de la muerte en la decisión por la autenticidad radica en que ella le

muestra al hombre la futilidad de buscar la autenticidad volcándose en el presente y confiando

en el futuro. Lo que descubre el comprender del “ser ahí” en tanto proyección es la muerte

como su posibilidad (ST, § 53). Por ello dice Heidegger que el hombre falta a sí mismo (ST, §

45). No obstante, se trata de un fin no alcanzable como meta óntica. Es un modo de ser que el

“ser ahí” toma sobre sí (ST, § 48): la muerte como fin del “ser ahí” es accesible a éste sólo

como angustia por su conducirse relativamente a sí mismo como “poder ser” (ST, § 51). La

actitud adecuada no debe ser la de una tarea a realizar (ST, § 53), sino la de un acercarse

comprensor que incremente la posibilidad de la posibilidad. Es decir: ante ella el hombre debe

decidirse. Lo antropológicamente decisivo es que tal precursar la propia posibilidad no es sino

un “arrancarse a sí mismo”; un tomar sobre sí, desde sí y por sí el peculiar ser; existir como

singular. Sólo el precursar hace comprender y elegir; y la palanca que permite que se proyecte

el comprender “precursando” sobre el “poder ser” más cierto e irrebasable es la angustia, por

la que “se encuentra el ‘ser ahí’ ante la nada de la posible imposibilidad de su existencia” (ST,

§ 53).

El argumento de Heidegger le exige postular la conciencia como faktum, posible por el

carácter deudor del “ser ahí” (ST, § 58). Es en la conciencia donde el hombre oye su “poder

ser” propio (ST, §§ 54s.). Y lo invocado por la conciencia es el “ser ahí” mismo, que es

invocado al “sí mismo” peculiar (ST, § 56). Debe subrayarse la remisión última a la decisión,

pues vincula la comprensión con el elegirse del hombre a sí mismo. Comprendiendo la

vocación, el hombre oye a su más peculiar posibilidad de existencia, se elige a sí mismo y

hace posible su “ser deudor”. Sólo esta decisión posibilita un fáctico “hacerse deudor”, que a

su vez es el supuesto para la angustia, de la que nace la llamada a volverse sobre la peculiar

posibilidad propia. La decisión, pues, surgida de la comprensión de las posibilidades de la

existencia merced a la angustia, constituye la apertura del Dasein, la verdad de la existencia.

Por ello, propiamente, la decisión es el lugar del comprender. De esta manera, Heidegger

sustrae del ámbito estrictamente conceptual la pregunta sobre el sentido del ser, remitiéndola

al propio hombre como locus de la respuesta.

6 “Si el ‘ser ahí’ que es en forma de ‘destino individual’ existe, en cuanto ‘ser en el mundo’, esencialmente en el ‘ser con’ otros, es su gestarse histórico un ‘gestarse con’ y constituido como ‘destino colectivo’ (...). El ‘destino

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La consideración del hombre a partir de su posibilidad o, si se prefiere, la

determinación del hombre como ser caído capaz de revitalizar su posibilidad merced a la

decisión-comprensión de la tradición, nos dirige al asunto de la comunidad en otro sentido.

Recordemos que el análisis existenciario del “ser ahí”, tras los epígrafes dedicados a la

pregunta por el ser, arranca con un tratamiento de la “mundanidad del mundo” (ST, §§ 14-24).

Esto se explica porque “ser en el mundo” es la estructura fundamental del “ser ahí”. A su vez,

tal “ser en el mundo” contendría una doble virtualidad, que Heidegger despliega hasta

alcanzar la segunda sección del libro, dedicada a la temporalidad: el “ser en el mundo” es

tanto “ser sí mismo” como “ser con” (ST, §§ 25-27). “Ser con” es la estructura esencial del

“ser ahí” que, de esta forma, es “ser ahí con”.

Este carácter originariamente singular y plural de la existencia fue objeto de reflexión

por parte de Heidegger en un curso que impartió en Friburgo entre 1928 y 1929 sobre la

verdad como desocultamiento. La tesis es la misma: el hombre, y sólo él, viene determinado

por un ser-con7. El ser-uno-con-otro no equivale a figurar juntos ante los ojos; antes bien,

sucede al revés. De ahí que el problema del Mit sea el problema del sujeto, no el de la relación

entre sujetos.

En este caso, la clave para argumentar a favor de esta originalidad del Mit es el ser-

cabe. El argumento es que ser-uno-con-otro se manifiesta en ser cabe lo mismo. Lo mismo, el

ser ahí delante (Vorhanden) que está en relación de identidad consigo, está también en la

relación de que varios lo aprehenden. Por tanto, lo mismo nos es común8. Lo que

compartimos al compartir que muestra un ser-unos-con-otros es el carácter primariamente

desoculto o verdadero que le conviene al ente. Este compartir algo (el desocultamiento) en el

ser-unos-con-otros-cabe algo ahí-delante constituye un modo de ser del hombre. Dicho de

otra forma: el desocultamiento de lo-que-está-ahí-delante es por su propia esencia común,

colectivo’, en forma de ‘destino individual’, del ‘ser ahí’, en y con su ‘generación’, es lo que constituye el pleno y propio gestarse histórico del ‘ser ahí’” (ST, § 74). 7 M. HEIDEGGER, (1928-1929). Introducción a la filosofía (en adelante, IF), trad. M. Jiménez Redondo, Cátedra, Madrid, 1999, pp. 94-97, 151, 154. 8 IF, p. 115.

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algo que se comparte9. Y éste es el paso decisivo: del ser-cabe al ser-con: cuando un Dasein

se pone al lado de otro entra en su espacio de patencia (por ello nunca hay uno junto a otro), o

sea, entra en el espacio de venirle manifiestos los entes y de ser él mismo esencialmente

manifiesto, entra en su “ahí” (Da) que él trae, en la posibilidad, en el espacio que en sí se abre

y en el que consiste. Esto significa que ambos Dasein co-son-ahí, co-parten. O, dicho de otra

forma: que sólo hay Mit si hay Da -pero el Dasein no puede ser sino siendo Da, y esto

significa ser-ya-saliendo-de-sí, donar y compartir.

Con esta compleja argumentación, Heidegger vincula la verdad con la comunidad,

pues ser-uno-con-otro (y cabe) significa compartir la verdad, y ser-uno-con-otro (y cabe) es la

estructura del “ser ahí”. Así, que la verdad pertenezca al “ser ahí” no la torna subjetiva, sino

que la manera en que la verdad de lo que está ahí delante pertenece al hombre es

compartirla10. Sólo por este originario Mitsein, descubierto desde el ser-cabe, son posibles las

sociedades humanas -y no al revés11.

Es preciso destacar el carácter existenciario (podría decirse: ontológico) con que

Heidegger dota a la comunidad. La determinación existenciaria Mit no puede interpretarse

ónticamente. Es decir, no equivale a nada “ante los ojos”. Aunque el hombre se halle solo,

aparece constituido en su ser como esencial ser-con-otros. No existe el individuo fuera de su

ser-en-común. De ahí que el problema de la comunidad se identifique con el de la

subjetividad. Más allá de la idea rousseauniana de una comunidad construible desde una

voluntad libre, incluso más allá del movimiento por el que Kant hace depender dicha voluntad

del trascendental de una ley que escapa a la voluntad (porque la constituye), Heidegger

radicaliza el exceso originario y originante de toda comunidad “a los ojos”: el cum o Mit al

que pertenecemos en tanto que temporales. De ahí que la comunidad sea propiamente

irrealizable, ya que se constituye en su retiro y se da antes de poder hacer de ella un objetivo.

9 IF, p. 138. 10 Cf. IF, pp. 118, 125-129, 140, 144. 11 Así lo expresa Heidegger: “El ser-unos-con-otros no empieza adviniéndole o conveniéndole a una exsistencia o Dasein porque se encuentren también fácticamente otros, sino porque cada exsistencia o Dasein, en cuanto exsistencia o Dasein, viene determinada en su ser como ser-unos-con-otros, por eso y solamente por eso puede estar o ser también sola (...). No es que primero el yo esté ahí como algo único, sin los otros, y que después por alguna enigmática vía llegue a algo así como a un unos-con-otros, a un con-los-otros (...). La exsistencia no es nunca de suerte que, en cierto modo, viviese encerrada de por sí y para sí en una cápsula; la exsistencia no es nunca sujeto en este mal sentido.” (IF, pp. 128-131).

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La primacía del hombre (de la efectividad) en la apertura de las posibilidades

encerradas en la tradición se pierde tras la experiencia de la guerra. En Nietzsche (escrito entre

1944-1946), Heidegger abandona el rol mediador del Dasein. Es el propio ser el que ha

elegido permanecer oculto al no ocultarse en los entes. Sólo él puede iniciar el movimiento de

instalación en el hombre (Ereignis), al que exige únicamente disponibilidad mediante el

abandono de la subjetividad. Esto significa que, mientras en ST el querer del Dasein era

decisivo para acceder a la cura, en Nietzsche ese querer perpetúa el olvido del ocultamiento

del ser mediante su reducción a valor. La salvación vendrá del Sein, que sólo espera del

hombre un expectante lugar vacío donde morar, una confesión (ante sí mismo) de su

abandono que pasa por sentir la positividad de su falta. A la centralidad de la praxis sucede la

de la interioridad, verdadero lugar de constitución del Dasein que, azuzado por la angustia,

confiesa el enigma del olvido de la promesa de la venida del ser.

Todo esto explica que ahora la tradición sea contemplada como metafísica, historia del

ocultamiento, siendo el nazismo un episodio más de la misma. La sugerencia de Heidegger,

que pretende trascender la nueva valoración impulsada por Nietzsche, es acabar con la

historia que busca el ser desde la primacía humanista del Dasein. Esto explica el rechazo de

la filosofía de los valores, donde se reduce el ser de los entes a valor, disimulando su nada

porque sirve a una voluntad subjetiva, y perdiéndose la conciencia de la falta de ser,

impidiendo la experiencia del nihilismo. En su lugar, Heidegger alude a la experiencia del

pensamiento en tanto que permite captar el ser como ausencia, superando la primacía de la

praxis en favor del abandono. Pero esta experiencia del auténtico nihilismo, de la ausencia o

nada del ser, es cegada permanentemente por la voluntad, que evade el vacío creando valor

desde la utilidad subjetiva. Lo que tenemos entonces es una crítica antimoderna de la acción

humana, vista ahora como fuente del problema más que como un elemento de solución. Con

esto se consuma una alteridad radical entre el hombre (los entes) y el ser. El final es una

teología negativa, esto es, la prohibición radical de toda acción que pretenda ir más allá de la

mera contemplación del inevitable aumento de la violencia.

Este posicionamiento es claramente visible en el escrito sobre la técnica de 1953,

donde ensaya una limitación del incremento técnico pero sin recurrir a la acción humana. Su

denuncia descansa en la alteración de la relación entre hombre y tierra que supone el destino

de la técnica, a lo que sólo opone la salvación contenida en la contemplación de la physis.

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Pese a todo, no debe desdeñarse la centralidad y dimensión políticas de este escrito. El

citado Lacoue-Labarthe señala que el pensamiento político de Heidegger no estaría tanto en el

Discurso del rectorado cuanto en éste. El pensador francés habla de la sustitución del

nacionalsocialismo por un nacionalesteticismo. Según éste, el proyecto nacionalsocialista

comprendió la política como el arte de formar un pueblo partiendo de una masa amorfa y

mediante eliminación de lo insano. Pues bien, a partir de 1945, Heidegger aludiría por

primera vez al pensamiento poético como vehículo para alcanzar la esencia de lo alemán.

Ahora es el arte a quien se confía la capacidad de abrir la posibilidad de un Dasein histórico.

Y el arte puede cargar con esta función porque es esencialmente poesía, y ésta es pensada

como mito -siendo el mito lo único que permite a un pueblo acceder a sí y a la historia.

El punto decisivo es si tal comprensión de lo político exigía, o no, la organicidad de

una comunidad (Gemeinschaft), de una nación cuya naturalidad es llevada a cumplimiento y

(re)presentada por el arte. Dicho de otra forma: debemos calibrar si en el devenir teórico de

Heidegger la comprensión de la comunidad política permanece heterogénea a toda

asimilación mimético-mítica o si, por el contrario, y pese al rechazo heideggeriano de la

mímesis, la meditación sobre la técnica y el lenguaje permite hablar de una comprensión de la

obra de arte como figura (Gestalt) de la verdad, que encaja con la comprensión del nazismo

como un esteticismo.

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La argumentación de Ser y tiempo muestra que la incompletud de la comunidad no es

un límite sino su sentido, pues lo que los hombres comparten es su imposibilidad de “hacer”

la comunidad que ya son. En coherencia, la actitud auténtica no es el desembarazarse

(imposible) de la inautenticidad sino asumirla y ejercer la cura. Todo esto significa que hay

que corresponder a nuestro ser-en-común evitando todo intento de realización histórica.

No obstante, el pensamiento de Heidegger contendría igualmente elementos que

permiten afirmar una final deriva sustancialista del Mitsein, que arruina la impoliticidad de su

pensamiento, pues supone un decantamiento hacia formas sustanciales (es decir, obrables) de

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ser-en-comunidad12. De esta forma, y aunque la inautenticidad no es la degeneración de una

precedente autenticidad a reconquistar, sino su contenido, Heidegger acabaría introduciendo

un desnivel “ético” que genera la dialéctica de pérdida del origen y reencuentro,

presuposición y destino, que él mismo había desconstruido. Por ello, la comunidad,

presupuesta como algo precedente a nuestra condición, se reconoce finalmente como destino

de un sujeto y una tierra, reconstrucción de una esencia originaria13.

Este deslizamiento final de Heidegger hacia formas de reconciliación mecánicas (a

posteriori: Pueblo, Tierra) de los aislados Dasein, sería el desenlace lógico de la propia

estructura de dicho “ser-ahí”. Ésta es la tesis de Hannah Arendt. Su argumento es que el

movimiento de constitución del Dasein revela que quizá no está tan implicado como pareciera

en su Mit-sein. A su juicio, que el sentido del ser sea temporalidad implica que no es sino la

nada. De este modo, cuando Heidegger defina al Dasein como un ente en el que son idénticos

esencia y existencia, su objetivo será “disolver al hombre en una serie de modos del Ser que

pueden ser demostrados fenomenológicamente”14. Arendt considera tal reducción un

funcionalismo arbitrario porque en ella cualquier idea de hombre es sustituida por la de “sí

mismo”, con lo que es reforzado el individualismo. A su juicio, subyace a este razonamiento

una comprensión del Dasein con los atributos divinos que determina, frente a la visión

kantiana de la humanidad representada en cada hombre, un solipsismo nihilista que implica

recaer en la mímesis política15.

7

12 R. Esposito lo afirma explícitamente (Confines de lo político, trad. Pedro L. Ladrón de Guevara, Trotta, Madrid, 1996, pp. 104-109, 168), al igual que Cacciari (Derecho y justicia. Ensayo sobre las dimensiones teológicas y místicas de la política moderna, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, nº. 30, Universidad de Granada, 1990, p. 81n.) o J.-L. Nancy (La communauté désœuvrée, Christian Bourgois éd., 1990, pp. 40s.). En una línea análoga, cf. Ph. LACOUE-LABARTHE, “La trascendance finit dans la politique”, en Rejouer le politique, Paris, Galilée, 1981. 13 A ello apuntan ya ciertos párrafos de Ser y tiempo. Debe verse ST, § 74. 14 H. ARENDT, Filosofía y política. Heidegger y el existencialismo, trad. Elena Martínez, Besatari, 1997, pp. 73s. 15 “El concepto de ‘sí mismo’ ha terminado por ser un concepto de hombre según el cual el hombre puede existir independientemente de la humanidad sin necesidad de representar a nadie más que a sí mismo, es decir, a su propia nulidad (...). Si el hecho de que el hombre habita sobre la tierra junto con otros semejantes a él no pertenece al concepto mismo de ser humano, entonces tan sólo queda una reconciliación mecánica.” (Íd., p. 80s).

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Tras examinar sintéticamente algunas de las categorías heideggerianas que tienen que

ver con lo político, así como su evolución en la propia biografía intelectual de Heidegger,

estamos en condiciones de analizar sus peligros, así como de sugerir argumentos que impidan

ceder ante ellos.

Si bien es cierto que, como hemos visto, Heidegger no puede ser agrupado entre

quienes reivindicaban formas comunitarias densas, excluyentes (baste recordar su rechazo del

biologicismo nazi), también es evidente que su ontología de la comunidad y de la

temporalidad, que hacía de la tradición una categoría ontológica, era fácilmente deslizable

hacia formas de mito nacional.

No me extenderé en el señalamiento de los rasgos que, de este mito, deben

considerarse inaceptables. Bastaría ceñirse a lo ocurrido con el propio nazismo -que en este

punto es paradigmático- en tanto que se propuso a sí mismo como mito. Sucintamente puede

decirse que lo inaceptable del mito nacional, lo que permite describirlo como una producción

de muerte, son los pilares en los que se asienta -y que en otro lugar he sistematizado y

adjetivado como una “soberanía teológico-política”16: la representación de una verdad

trascendente (en su caso, el denominado por Schmitt orden concreto de un pueblo) y la

emergencia paralela de un mecanismo excluyente -lo que Schmitt denominó decisión sobre la

excepción; señalamiento de enemigos. Así, el Estado nazi anclado en la comunidad nacional

debe considerarse como realización de un mito. Con él Alemania respondía a un déficit de

identidad que le venía preocupando desde, al menos, principios del siglo XIX. El mito unifica

las fuerzas (de un individuo o de un pueblo) y confiere visibilidad, pues su fin es encarnarse

en una figura o en un tipo que, en el caso nazi, se constituyó biológicamente. No hay aquí ya

una mera abstracción, sino la naturalidad de una raza en la que se encarna la nación.

Jean-Luc Nancy ha analizado este rol mítico con el objetivo de ofrecer un diagnóstico

de la realidad política actual, ansiosa de nuevas representaciones de la comunidad. Su análisis

asume un juicio muy crítico sobre el mito. Para él, es la necesidad de identificación, esto es,

de identidad (individual o comunitaria), lo que está a la base del recurso al mito, que se

despliega según una lógica mimética finalmente productora de muerte. Subyace a este

argumento una comprensión del mito a partir de su carácter fundador de una comunidad.

Según éste, en la entraña del mito habita una esencial disposición a encarnarse, esto es, a

16 La soberanía. De la teología política al comunitarismo impolítico, Res publica, Murcia, 2003.

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sistematizarse o estabilizarse (teológicamente) para, desde aquí, traducirse jurídico-

políticamente (merced a una decisión soberana, merced a la violencia)17.

Llegamos así a un punto en el que estamos en condiciones de acercarnos al primer

antídoto contra la deriva nacionalista, esto es: mítica, del pensamiento heideggeriano sobre lo

político.

8

Si el mito incorpora esencialmente su encarnación en un tipo (o, lo que es paralelo, su

racionalización), se comprende que, coherentemente, el pensamiento que critica el mito

sugiera la interrupción de dicha conversión y el mantenimiento en la ausencia de forma. Así,

desde el punto de vista político, la resistencia a la violencia mítica se ha concretado, en ciertos

autores, en la sugerencia de una comunidad sustraída a todo signo visible y a toda obra, una

comunidad que resiste los intentos de confesar el secreto de lo en-común, groseramente

visibles en la sugerencia de nuevos mitos.

Que sea el propio pensamiento de Heidegger el que, pese a todo lo dicho, nos ofrezca

las herramientas para sustraer la comunidad de su comprensión mítico-nacionalista, esto es,

para evitar una política anclada en la mímesis, es algo que desearía defender a continuación.

Me serviré para ello de la argumentación que, sobre este punto, ha realizado Jean-Luc Nancy,

quien ha elaborado una ontología de la comunidad radicalizando lo implicado en la

comprensión del Dasein como Mitsein.

El acercamiento de Nancy a la figura de la comunidad es inseparable de su objetivo de

desconstruir la lógica de la soberanía propia del monoteísmo teológico-político, que él

considera análogo al monologismo filosófico. Su diagnóstico señala la presencia de esa lógica

soberana (lógica de la guerra y de la excepción, tanto como lógica de la mímesis o

representación) en el origen y fundamento del Estado moderno, así como en la comprensión

del ser y del pensamiento. A su juicio, las reivindicaciones identitarias, y las guerras paralelas,

exhiben una situación de ausencia de legitimidad o soberanía que constituye una plataforma

privilegiada para penetrar en dicha lógica soberana, así como para proponer una autoridad de

17 J.-L. NANCY, La communauté désœuvrée (en adelante, CD), Christian Bourgois éd., 1990 [La comunidad desobrada, trad. de Pablo Perera, Arena Libros, 2001], p. 122.

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otra naturaleza y otro origen que el de la soberanía, y para la que no hay ningún modelo

útil18.

Desde este punto de partida, el reto es sustituir la política anclada en la soberanía por

una praxis, esencialmente comunitaria y libre, que se confunde con la propia facticidad y

exposición del ser, con su reducirse a cuerpo. Este objetivo se concreta en la elaboración de

una crítica más allá de la lógica mimética y que identifique el ser-juntos con su mero darse,

con su libre espaciamiento. Y tales condiciones pasan por el desarrollo de una nueva

ontología que no parta de presupuestos distintos del ser-con19.

Todo esto explica que el pensamiento de Nancy sobre la comunidad no deba

interpretarse estableciendo paralelismos con las nostalgias comunitaristas tradicionales. Lo

que Nancy opone a tal añoranza es el desnudo ser-en-común del ser, es decir, una radical

transformación de la política y la ontología, que deben fundarse en el ser-con siempre previo,

inobrable. O, dicho de otra manera: que pensar en el estar-juntos sea el contenido de toda

ontología. No cabe hipostasiar la comunidad, pues la compartición del ser en que consiste es

inacabable -al igual que la posibilidad que define radicalmente al Dasein (y que le impide ser

jamás “ante los ojos”). Por ello no cabe una “apropiación” (una producción, una

representación) del sentido. Si “ser con” es “hacer sentido”, se comprende que éste escape a

toda apropiación, ya que es ante todo una praxis -la de la simultaneidad de las presencias (de

los cuerpos) del cada-vez-de-cada-singular. Por ello, la comunidad es heterogénea a la

representación que demanda el mito comunitario nacional.

Nancy imita la tesis kantiana sobre el ser para subrayar que el ser-con o ser-en-común

no se añade extrínsecamente al ser-sí-mismo, esto es, que el Mit no califica al Sein (o al

Dasein) como si éste subsistiera como sí-mismo, sino que lo constituye esencialmente. Desde

esta conceptualización de la esencia de la esencia, que la reduce a su exponer-se a la

existencia (a cuerpo), el sí-mismo es ya un estar-expuesto-a-sí, donde la esencia no es más

que exposición sin interior alguno, puro cuerpo. No cabe dialéctica alguna del

reconocimiento. Al remitir el “sí mismo” a un vínculo o presencia ante sí, la ipseidad resulta

comprendida como acontecimiento que dis-pone el “sí mismo” como un “al-lado-de-otros”.

El ser singular lo es en la medida en que articulado con otros, en tanto que entrecruzamiento

de cuerpos que constituyen su ser-en-común20.

18 J.-L. NANCY, Être Singulier Pluriel (en adelante, ESP), Galilée, 1996, pp. 128-145, 166. 19 CD, p. 201. 20 CD, p. 71; ESP, pp. 53-55.

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Desde esta nueva comprensión del ser, la comunidad queda sustraída al dominio de la

obra. Con ello, la ontología muestra su pertinencia política (propiamente, la política queda

desplazada por la ontología). La comunidad es in-obrable, y lo que ha sido preciso obrar es lo

que la disuelve o la violenta: la soberanía del yo y del Estado. Pero la comunidad resiste

frente a la voluntad mimética y representativa presente en el mito. Propiamente, no sólo es

que sea imposible obrar la comunidad, tampoco se la puede perder, pues no se añade al

hombre, sino que nos es dada con el ser y como el ser, más allá de todos nuestros

proyectos21. Más que al orden del proyecto, pertenece al de la praxis en tanto que condición

de toda presencia. Una praxis idéntica al ser-juntos de la existencia y que Nancy propone

como única y originaria libertad del hombre.

Como he dicho, la pertinencia política de esta profundización en las tesis de Heidegger

sobre la comunidad que constituye al hombre descansa en la reducción de lo social a lo

ontológico. Esto implica que tanto la libertad como la comunidad (que podríamos considerar

los auténticos trascendentales del ser) no pueden constituir objeto de una política que los

produzca. Al contrario, la libertad y la comunidad son el hecho (liberador en sí) de la

existencia como esencia de ella misma. Hecho que se hace (conocer) mediante “la efectividad

de un devenir en el que algo adviene”, es decir, mediante lo inédito de cada nacimiento y cada

muerte de una existencia. Más aún, es preciso evitar incluso destruirlas aprehendiéndolas en

las determinaciones de una comprensión. La libertad y la comunidad, o son incomprensibles o

no son. Propiamente, más que pensamiento de estas experiencias, hay libertad y comunidad

en tanto que experiencia del pensamiento -lo que equivale a la experiencia del ser-expuesto,

de no estar necesitado por una esencia, es decir, de ser cuerpo.

Con esta argumentación quedan desbaratados los dos pilares de la política anclada en

el mito: exclusión y representación. La política no debe operar una comunión perdida o que

estaría por venir, sino que debe limitarse a inscribir la compartición de la comunidad22.

En esto queda la resistencia a la violencia mítica. Si el mito se orienta, esencialmente,

a la fundación de la comunidad, y si esto implica una obra de negación y de muerte, según

una precisa lógica mimética, la manera de resistir a este envite es negar, a su vez, toda obra y

toda representación de la comunidad (en sentido subjetivo y objetivo), abriéndose a una

comunidad sin mito.

21 CD, pp. 21s., 87; ESP, pp. 58, 84, 99. 22 “’Política’ querría decir una comunidad que se ordena al desobramiento de su comunicación, o destinada a este desobramiento: una comunidad que hace conscientemente la experiencia de su compartición.” (CD, p. 100).

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La única esfera de acción reconocible a que se remite esta argumentación es una que

cumple con los rasgos de heterogeneidad a toda obra y a toda mímesis: el arte y, muy en

especial, la literatura, que presenta la verdad sin mito del ser-juntos. En la obra literaria se

localiza un doble y simultáneo movimiento, según el cual ella misma interrumpe su carácter

de invención mítica. Mientras que el mito no cesa de anunciar el paso del límite (comunión,

inmanencia), la literatura inscribe la partición, el advenimiento del singular com-partido -su

retirada, pues. La comunicación adquiere aquí una dimensión de trascendentalidad por cuanto

es en ella donde se expone la pura exposición en que consiste el ser.

9

En Nancy, el esfuerzo por sustraerse a la lógica de la soberanía pasa por la

prolongación del análisis existenciario del Dasein como Mitsein. Giorgio Agamben, por su

parte, profundiza en la categoría de “posibilidad”.

A su juicio, la relación política originaria es bando sobre la vida, producción de nuda

vida como elemento político original. Es por ello que tal relación posee el rango de “tarea

metafísica”, y se la ha comprendido siempre desde una ontología que distingue entre potencia

y acto. Esto significa que politizar es (o puede traducirse por) “actualizar”. Desde estas

premisas se explica que la sugerencia de Agamben a propósito de la política que viene pase

por una nueva ontología de la potencia (que la piensa sin relación alguna con el acto), pues

sólo desde ella será posible una política para la que la nuda vida sea ella misma forma-de-

vida. Con este argumento se sitúa en el ámbito ontológico para deslegitimar una concepción

de la soberanía política en tanto que información de la vida, previamente hecha culpable.

En Agamben es la desconstrucción de la lógica “potencia/acto” la que desbarata la

base ontológica de la acción política soberana. En concreto, prolonga lo implicado en el rasgo

de potencialidad con que Heidegger caracterizó al hombre. Agamben hace residir la

posibilidad de una política que trascienda la producción de la vida, es decir, la lógica

mimética, en extremar el primado ontológico de la potencia sobre el acto, en pensar la

potencia sin ninguna relación con el ser en acto -pues sólo desde aquí puede pensarse una ley

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sustraída al principio de la obra23. Tal política debe enraizarse en la dimensión de apertura o

posibilidad que encierra la facticidad. Sólo de esta forma esa política podrá hacer del propio

ser que-se-es vacío permanentemente disponible, pura “posibilidad de” (lo que, por lo demás,

constituye su verdad más propia)24.

Agamben pretende abandonar un pensamiento en el que las posibilidades inagotables

del ser se reduzcan y remitan a la efectividad de los entes o, lo que es lo mismo, un

pensamiento en el que la nuda vida en tanto que posibilidad permanezca oculta en formas de

vida que niegan su carácter de ilimitada apertura. Si toda determinación es ya una negación,

se comprende que sugiera un genérico modo de existencia en la potencia. Ésta, la más

“verdadera”, es también la experiencia más liberadora, pues en una vida así, los actos y

modos de vivir nunca son meros hechos sino posibilidad de vivir. Y esto es lo que hace que la

mera vida natural sea en sí misma vida política.

En La comunidad que viene nos explica qué hemos de entender, en este contexto, por

posibilidad o potencia. Partiendo de la definición aristotélica de dynamis, Agamben desarrolla

un análisis de la “potencia de no ser” frente a la “potencia de ser”. En ésta, la potencia tiene

por objeto un acto; en aquélla, en cambio, el objeto es la potencia misma. Desde estas

premisas, lo existente es caracterizado como lo que “puede no no-ser”. Es decir, lo que

pudiendo ser y no ser, su ser implica que pudo no no-ser, esto es, que hubo de ejercitar su

poder sobre su poder de no ser, “transportándolo” o “salvándolo” en el acto de ser. La

prioridad de la potencia sobre el acto es aquí manifiesta: no por la potencia de ser sino porque

existe la potencia de no ser, ella misma puede dirigirse a sí y ser potencia de la potencia, acto

puro.

El objetivo de este argumento es alcanzar una visión del existente más allá de la

soberanía. Creer en las posibilidades que ofrecen las formas aceptadas (jurídicas, políticas,

lingüísticas, etc.) supondría aquietarse con lo a-la-mano, cercenar el “podría ser” que es y

libera, a la vez, al hombre.

23 G. AGAMBEN, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, trad. Antonio Gimeno, Pre-Textos, Valencia, 1998, p. 66; Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, trad. Antonio Gimeno, Pre-Textos, Valencia, 2000, pp. 152, 166. 24 G. AGAMBEN, La comunidad que viene, trad. M. Latorre y J. L. Villacañas, Pre-Textos, Valencia, 1996, p. 31.

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Llegados a este punto estamos en condiciones de plantear la pertinencia que, para

comprender y mejorar la política actual, posee esta crítica del mito comunitario hecha desde la

radicalización de los argumentos de Heidegger. Si ésta se concreta en la crítica de la obra y de

la representación, debemos preguntarnos por los motivos y consecuencias de un pensamiento

que, como éste -y amén de su evidente carácter contrafáctico-, parece optar por la pasividad y

la renuncia a todo vínculo (a toda mediación) entre el ámbito de lo finito (esto es, el derecho)

y el de la trascendencia (esto es, la justicia).

Lo primero que deseo subrayar es la ascendencia benjaminiana de este pensamiento,

que explica su crítica del mito. En su conocido ensayo sobre la violencia25, Benjamin se

detiene en los profundos vínculos entre mito, derecho y violencia. En concreto, defiende que

la clave comprensiva de la política moderna es la violencia (Gewalt). Ella funda, conserva y

destruye, sucesivamente, el derecho -en un ciclo que define la lógica mítica de la historia.

Esto implica que las instituciones modernas (el Estado especialmente) tienen su origen es la

inmediatez no mediable, excedente y recurrente, de la violencia, que se presenta como

derecho para ordenar el espacio político. El punto decisivo es que a tal violencia no cabe

oponer mediación alguna, sino otra inmediatez que no pretenda crear derecho: frente a la

Gewalt mítica, la Gewalt divina, puramente destructiva y ajena a toda lógica instrumental.

Si toda acción y toda representación son sacrifico y exclusión, se comprende que, muy

coherentemente, la única salida pase por la negatividad propia de la pasividad y el

establecimiento de un abismo infranqueable entre lo trascendente (el ser, la comunidad, la

libertad) y el propio hombre, el ente.

Hay, sin embargo, otras líneas de reflexión que, partiendo de una análoga conciencia

acerca de los peligros de una política anclada en la mímesis de una verdad trascendente, no

han visto sin embargo en el mito el germen de tal peligro sino, muy al contrario, tan sólo el

índice de la finitud humana que, consciente de la inalcanzabilidad de la verdad y buscando

adaptarse al mundo para sobrevivir, no busca apropiarse verdad alguna, sino que ve en tal

ausencia de verdad la única posibilidad de evitar una política fascista.

Es el caso de Hans Blumenberg, que ha desarrollado un pensamiento que justifica la

presencia del mito por su función antropológica. En su razonamiento, el mito deja de estar

25 W. BENJAMIN, Para una crítica de la violencia, trad. Roberto J. Blatt, en Iluminaciones IV, Taurus-Grupos Santillana, Madrid, 1998.

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internamente dispuesto a encarnarse en un tipo sino que, más allá de esta lógica mimética,

debe comprenderse por referencia a las metáforas, que permiten vincular las esferas de acción

y sugerir la unidad del hombre. La retórica, las metáforas, permiten al hombre la constitución

de un mundo de la vida en el que quedan señaladas sus dimensiones inalcanzables a la par que

imprescindibles -señaladas en su provisionalidad. En el fondo, esto implica hacer de la

literatura la forma consciente de la finitud humana que, incapaz de imitar el ideal, debe

recurrir al uso de símbolos para expresar la unidad de su mundo.

Punto de partida de Blumenberg es la tesis de que el cosmos es inconmensurable,

indiferente y contingente. Desde aquí se explica toda construcción humana como un intento

de hacer frente a dicho absolutismo. En concreto, los mitos constituyen una de las invenciones

más antiguas contra la realidad, pues ponen nombre a lo innombrable. Al miedo producido

por la indeterminabilidad de la naturaleza responde el acto de nombrar, su carácter

apotropeico, que permite hacer de un mundo desconocido algo conocido26. Todo esto explica

el que Blumenberg, cuyo trabajo tiene como eje central la defensa de la legitimidad de la

modernidad, afirme que el fracaso de ésta en su empeño de liquidar el mito haya dependido de

haber olvidado atender a las necesidades que, con la crítica, quedaban sin satisfacer, y que ella

tachaba de superficiales27. Esto le permite asumir la significación propia del mito en tanto

que satisfacción de expectativas inteligentes, es decir, informadas por la abierta asunción de la

finitud del hombre.

El alcance político de esta tesis se explicita cuando Blumenberg vincula la

especificidad del mito con la siempre deseable división y distribución del poder, así como con

la eliminación de su arbitrariedad28.

Quizá esta valoración del mito no esté tan alejada de la intencionalidad que anima los

argumentos hechos a partir del pensamiento de Heidegger sobre lo político. Es cierto que en

Nancy es manifiesta la condena de toda forma de unidad o representación, y a favor de la

ausencia de modelos. Mas la crítica de los lectores de Benjamin al mito va acompañada de

sugerencias a favor de ciertas formas de unidad que, sin violentar el sentido de los textos,

podríamos denominar simbólicas. En un reciente ensayo (La creación del mundo), Nancy se

ha referido a la perentoriedad de pensar en términos de unidad, de hacer justicia a los fines

singulares pensándolos como un mundo. Así, el rechazo a toda tentación de identificación, de

26 H. BLUMENBERG, Trabajo sobre el mito (en adelante, TM), trad. Pedro Madrigal, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 14, 50. 27 TM, pp. 56s.

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retorno a sí, pretende ser compatible con la idea de que también esa otra política que regula

esferas desiguales trace un sentido unitario entre las mismas. Y es justamente tal tarea lo que

puede comprenderse como una lucha por crear una forma o una simbolización del mundo.

Si preguntamos qué esfera de acción reconocible cumple con estos rasgos la respuesta

de Nancy es previsible: el arte. Y aquí es donde los caminos de Nancy parecen acercarse a los

de Blumenberg. Éste, consciente de la finitud humana, defendía la retórica simbólica de los

mitos como forma de alejamiento de la dogmática monoteísta, finalmente mimética. Lo que

animaba esta sugerencia, y quizá indique la clave que la separa de la deriva condenatoria de

los discípulos de Benjamin, es que el pensador de Lübeck asumió el carácter inexorable y

perentorio que, para el hombre, posee el atender a ciertas dimensiones, a su inalcanzabilidad.

Que hoy haya suficientes circunstancias que animen el retorno de mitos comunitarios,

queda fuera de toda duda. Ello justifica sobradamente reflexiones como las de Nancy. Pero

tampoco puede pedirse al hombre que renuncie a la necesidad de identificación. Que la acción

y el conocimiento humanos sean limitados justifica valorar el esfuerzo por adaptarse y

sobrevivir. Un esfuerzo refractado en los plurales ámbitos que constituyen la riqueza del

hombre, y que aún pueden ser pensados unitariamente desde los mitos.

28 TM, pp. 21s., 51.

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